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Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
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Cuento
El teniente permanecía en pie frente a la esfera de acero y mordía un trozo de astilla de pino. —¿Qué piensa de ello, Steevens? —preguntó. —Es una idea —dijo Steevens con el tono del que se mantiene mentalmente abierto. —Creo que se hará pedazos… completamente —dijo el teniente. —Él parece haberlo calculado todo bastante bien —dijo Steevens, todavía desinteresado. —Pero piense en la presión —dijo el teniente—. En la superficie del agua es de catorce libras por pulgada, a treinta pies de profundidad es el doble; a sesenta, el triple; a noventa pies, el cuádruple; a novecientos, cuarenta veces; a cinco mil, trescientas, esto es a una milla… es doscientas cuarenta veces catorce libras; o sea que… vamos a ver… treinta quintales… una tonelada y media Steevens; una tonelada y media por pulgada cuadrada. Y el océano adonde va tiene cinco millas de profundidad Es decir, siete y media… —Suena a mucho —dijo Steevens—, pero es acero muy grueso. El teniente no respondió, sino que volvió a su astilla de pino. El objeto de su conversación era una enorme bola de acero con un diámetro exterior de unos nueve pies. Parecía el obús de alguna pieza de artillería titánica Estaba cuidadosamente colocada en un monstruoso andamiaje montado dentro del armazón del buque y las gigantescas cabrias que pronto iban a echarla por la borda daban a la popa del barco una apariencia que hubiera despertado la curiosidad de cualquier modesto marino que la hubiera divisado, desde las aguas de Londres al Trópico de Capricornio. En dos puntos, el uno sobre el otro, en el acero se abrían dos ventanas circulares de vidrio enormemente espeso; una de ellas, colocada en un marco de acero de gran solidez, estaba en ese momento parcialmente desenroscada. Ambos, hombres habían visto el interior de aquel globo por primera vez aquella mañana Estaba cuidadosamente forrado de cojines de aire y dotado de pequeños pivotes hundidos entre protuberantes almohadones para manipular el simple mecanismo del artilugio. Todo estaba primorosamente forrado, incluso el equipo Myers que tenía que absorber el ácido carbónico y reponer el oxígeno inspirado por su inquilino, cuando se hubiera introducido por la boca de entrada y ésta hubiera sido atornillada. Estaba tan cuidadosamente forrado que un hombre podía ser disparado dentro del mismo por un cañón con total seguridad. Y así había de ser, pues pronto un hombre iba a meterse en él por aquella boca de entrada de vidrio y, herméticamente cerrado, seria arrojado por la borda para descender, descender y descender hasta cinco millas, como decía el teniente. Aquello había hecho presa fuertemente en su imaginación le había producido una ola de confusión, y encontró en Steevens, el recién llegado a bordo, un enviado del cielo con quien hablar de ello una y otra vez. —Opino —dijo el teniente— que el vidrio se curvará, se combará y se hará pedazos bajo semejante presión. Bajo grandes presiones, Daubrée ha hecho que las rocas se vuelvan fluidas como el agua, y fíjese en lo que estoy diciendo… —Si el cristal se rompiera —dijo Steevens—, ¿qué pasaría? —El agua se introduciría como un chorro de hierro. ¿Ha sentido alguna vez un chorro directo de agua a alta presión? Golpea con la fuerza de una bala Simplemente, le destrozarla y le aplastaría Le desharía la garganta y se le metería en los pulmones; se introduciría en sus oídos… —¡Qué imaginación tan detallista tiene! —protestó Steevens, que veía estas cosas vividamente. —Es una sencilla explicación de lo inevitable —dijo el teniente. —¿Y la esfera? —Emitiría unas cuantas burbujitas y se posaría confortablemente hasta el día del juicio entre el cieno y el barro del fondo… con el pobre Elstead aplastado contra sus propios cojines como la mantequilla sobre el pan. —Y repitió esta frase como si le agradara mucho—. Como la mantequilla sobre el pan. —¿Echando una mirada al aparato? —dijo una voz, y Elstead apareció junto a ellos, de blanco flamante, con un cigarrillo entre los dientes y una sonrisa en la mirada que asomaba bajo la sombra de la amplia ala de su sombrero—. ¿Qué es eso de pan y mantequilla Weybridge? ¿Quejándose como de costumbre de la paga insuficiente de los oficiales navales? Falta menos de un día para que empiece. Hoy prepararemos las eslingas. Este cielo limpio y este mar apacible son lo más favorable para mecer una docena de toneladas de plomo y de hierro, ¿no es verdad? —No te afectará mucho el tiempo que haga —dijo Weybridge. —No. A setenta u ochenta pies de profundidad, y yo estaré allí en una docena de segundos, no se mueve ni una partícula aunque el viento se desgañe arriba y el agua salte a medio camino de las nubes. No. Lo que hay allí abajo es… —Se fue hacia el costado del buque y los otros dos le siguieron. Los tres se apoyaron en la borda y se quedaron mirando fijamente el agua verde-amarillenta. —Paz —dijo Elstead terminando su pensamiento en voz alta. —¿Estás completamente seguro de que el aparato de relojería funcionará? —preguntó Weybridge en seguida. —Ha funcionado treinta y cinco veces —dice Elstead—. Está obligado a funcionar. —¿Pero si no lo hace? —¿Por qué no había de hacerlo? —Yo no bajaría en ese maldito trasto —dijo Weybridge—, ni por veinte mil libras. —Qué tipo mas alegre eres —dijo Elstead, y escupió amistosamente hacia una burbuja del agua. —Todavía no comprendo cómo vas a intentar que la cosa funcione —dijo Steevens. —En primer lugar, yo quedaré atornillado dentro de la esfera —dijo Elstead—, y cuando haya encendido y apagado la luz eléctrica tres veces para indicar que estoy dispuesto, me lanzarán por popa mediante aquella grúa, con todas esas grandes plomadas colgadas debajo. El lastre de plomo tiene un carrete con unas cien brazas de cuerda fuerte enrollada y eso es lo que une las plomadas a la esfera, además de las eslingas, que serán cortadas cuando el artefacto sea bajado. Utilizamos cuerda en vez de cable porque es más fácil de cortar y más flotante; puntos ambos necesarios, como veréis. En cada uno de estos lastres veis que hay un orificio que atravesará una varilla de hierro la cual sobresaldrá seis pies por ¡a parte inferior. Al ser atacada esa varilla desde abajo, golpea una palanca que pone en marcha el mecanismo de relojería situado en la parte del cañete en que se enrolla ¡a cuerda. »Bien. Todo el aparato se introduce suavemente en el agua y se cortan las eslingas. La esfera flota pues con aire en su interior es más ligera que el agua pero los lastres van rectos hacia abajo hasta que la cuerda se acaba Cuando toda la cuerda esté desenrollada la esfera descenderá también, tirada por la cuerda. —¿Pero por qué la cuerda? —preguntó Steevens—. ¿Por qué no atar los pesos directamente a la esfera? —Por el choque, allí abajo. Todo el artefacto se precipitaría hacia abajo, milla tras milla, a toda velocidad al final Se haría pedazos en el fondo si no fuera por la cuerda. Pero los pesos chocaran con el fondo, y en cuanto lo hagan se pondrá en juego la flotación de la esfera. Continuará hundiéndose cada vez más lentamente; por último se parará y a continuación empezará a ascender de nuevo. »Es entonces cuando entra en acción el mecanismo de relojería. Los pesos se estrellan directamente contra el fondo del mar; la varilla es golpeada, acciona el mecanismo de relojería y la cuerda se rebobina en el carrete. Así, seré arrastrado hacia el fondo del mar. Allí permaneceré una media hora, con la luz eléctrica encendida, observando a mi alrededor. Entonces el mecanismo de relojería disparará una cuchilla de resorte, la cuerda será cortada y yo me lanzaré de nuevo hacia arriba como una burbuja de agua carbónica. La propia cuerda contribuirá a la flotación. —¿Y si por casualidad choca con un barco? —dijo Weybridge. —Subiré a tal velocidad que lo atravesaré —dijo Elstead—, como una bala de canoa No te preocupes por eso. —Suponte que un hábil crustáceo se enreda en tu mecanismo de relojería… —Sería una apremiante invitación a detenerme —dijo Elstead, volviéndose de espaldas al agua y mirando fijamente la esfera. Levantaron a Elstead sobre la borda a las once. El día estaba serenamente brillante y en calma, con el horizonte perdido en la niebla. El resplandor eléctrico del pequeño compartimento superior destelló jovialmente tres veces. Entonces le posaron suavemente en la superficie del agua y un marinero se colgó de las cadenas de popa dispuesto a cortar el aparejo que mantenía unidos los lastres a la esfera. El globo, que parecía tan grande en cubierta, bajo la popa del barco parecía la cosa más pequeña que se pueda concebir. Giró un poco y sus dos oscuras ventanas, que estaban por encima de la línea de flotación, parecían ojos girando asombrados hacia las personas que se apiñaban en la borda Una voz se maravillaba de que a Elstead le gustara el balanceo. —¿Está listo? —preguntó el comandante. —¡Sí, sí señor! —¡Entonces selladle! La cuerda del aparejo se presionó contra la cuchilla y se cortó; un remolino agitó al globo de forma grotesca y. desmañada Uno saludó con un pañuelo, otro intentó un ineficaz saludo y un guardiamarina contaba lentamente: —¡Ocho, nueve, diez! —Otro balanceo, y después, con una sacudida y un chapoteo, la esfera se enderezó. Pareció quedar fija por un momento y hacerse rápidamente más pequeña; a continuación el agua se cenó sobre ella y por unos momentos aún fue visible, agrandada por la refracción y más oscura bajo la superficie. Antes de que se pudiera contar hasta tres había desaparecido. Hubo un centelleo de luz blanca bajo el agua hasta que se convirtió en un punto y desapareció. Después, nada excepto el abismo marino y la oscuridad de las profundidades en que nadaba un tiburón. Bruscamente la hélice del barco empezó a girar, el agua se arremolinó, el tiburón desapareció en una rugosa confusión y un torrente de espuma se levantó de la claridad cristalina que había engullido a Elstead. —Y ahora ¿qué pasa? —dijo un marinero a otro. —Vamos a virar de borde un par de millas por temor a que choque con nosotros cuando suba —dijo su compañero. El barco marchó lentamente hacia su nueva posición. A bordo casi todos los que estaban desocupados se quedaron observando el burbujeo en que se había hundido la esfera. Durante la siguiente media hora es dudoso que se hablara una palabra que no atañera directa o indirectamente a Elstead. El Sol de diciembre estaba en su punto más alto y el calor era considerable. —Tendrá bastante frió allá abajo —dijo Weybridge—. Dicen que por debajo de cierta profundidad el agua del mar está casi congelada. —¿Por dónde subirá? —preguntó Steevens—. He perdido la orientación. —Aquél es el lugar —dijo el comandante, que se enorgullecía de su omnisciencia Extendió un dedo seguro hacia el sureste. —Y éste, según calculo, es casi el momento preciso —dijo—. Ya lleva treinta y cinco minutos. —¿Cuánto tiempo tarda en llegar al fondo del océano? —preguntó, Steevens. —Para una profundidad de cinco millas y contando, como lo hemos hecho, una aceleración de dos pies por segundo, en ambos sentidos, viene a ser sobre unos tres cuartos de minuto. —Entonces va retrasado —dijo Weybridge. —Casi —dijo el capitán—. Supongo que hacen falta unos minutos para que la cuerda se enrolle. —Lo había olvidado —dijo Weybridge, evidentemente aliviado. Y entonces empezó el suspense. Un minuto transcurrió lentamente y la esfera no salió del agua Siguió otro y nada rompía la tenue y oleaginosa marejada Los marineros se explicaban unos a otros el detalle del enrollado de la cuerda La arboladura estaba salpicada de rostros expectantes. —¡Sube, Elstead! —llamó impacientemente un lobo de mar de pecho velludo; y los demás le instaron y gritaron como si esperasen a que se levantara el telón de un teatro. El comandante les miró irritado. —Por supuesto, si la aceleración era inferior a dos —dijo—, estará más rato. No estamos absolutamente seguros de que ésa fuera la cifra exacta No soy un creyente esclavo de los cálculos. Steevens asintió concisamente. En el puente nadie habló durante un par de minutos. Entonces sonó el reloj de Steevens. Cuando, veintiún minutos después de que el Sol hubiera llegado al cénit seguían esperando que reapareciera la esfera, nadie a bordo se había atrevido a musitar que la esperanza estaba perdida Fue Weybridge el que primero expresó esta evidencia. Habló mientras el sonido de las campanas todavía resonaba en el aire. —Siempre desconfié de esa ventana —dijo de pronto a Steevens. —¡Dios mío! —dijo Steevens—; no creerás… —¡Bien! —dijo Weybridge, y dejó el resto a merced de la imaginación. —No creo gran cosa en los cálculos —dijo el capitán dubitativamente—, de forma que todavía tengo esperanzas. A medianoche la cañonera seguía moviéndose lentamente en espiral alrededor del lugar en que se había hundido el globo; un blanco rayo de luz eléctrica huía, se detenía y barría de mala gana una y otra vez la inmensidad de las aguas fosforescentes bajo las minúsculas estrellas. —Si la ventana no ha estallado y ha quedado aplastado —dijo Weybridge—, entonces el panorama es condenadamente peor, pues el mecanismo de relojería se habrá estropeado y estará vivo, a cinco millas bajo nuestros pies, en el frío y la oscuridad, anclado en su pequeña burbuja donde nunca ha brillado un rayo de luz ni un ser humano ha vivido desde que las aguas se formaron Estará allí sin alimentos, hambriento, sediento y asustado, pensando si se morirá de hambre o ahogado. ¿Qué pasará? El equipo Myers se está agotando, supongo. ¿Cuánto durará? ¡Cielo santo! —exclamó—, ¡qué poca cosa somos! ¡Qué osados diablillos! Allá abajo, millas y millas de agua… solo agua, y toda esta extensión de agua alrededor de nosotros, y este… —tendió sus manos, y mientras lo hacía, una pequeña raya blanca pasó silenciosamente por el cielo, como luego más lentamente, se detuvo y se convirtió en un punto inmóvil, como si una estrella nueva hubiera saltado al cielo. Después se fue deslizando de nuevo hacia abajo y se perdió entre los reflejos de las estrellas, la blanca niebla y la fosforescencia del mar. Ante aquella escena se detuvo, con los brazos extendidos y la boca abierta. Cerró la boca, la volvió a abrir y agitó las manos con un gesto impaciente. Después se volvió hacia el primer vigía y gritó: —¡Elstead, ah del buque! —y se fue corriendo. hacia Lindley y hacia el proyector—. ¡Le he visto! —dijo—. ¡Allí, a estribor! Su luz está encendida y ha salido disparado del agua. Gira el reflector. Lo veremos flotando cuando se eleve sobre las olas. Pero no recogieron al explorador hasta el amanecer. Entonces casi le echan a pique. La grúa giró y la tripulación de un bote enganchó la cadena a la esfera. Cuando abordaron la esfera, desatornillaron la entrada y se asomaron a la oscuridad del interior (pues la luz eléctrica estaba prevista para iluminar el agua de alrededor de la esfera y no alumbraba su interior). El aire estaba muy caliente dentro de la cavidad y el caucho del borde de la entrada se había reblandecido. No hubo respuesta a sus ansiosas llamadas, m movimiento alguno. Elstead parecía estar echado sin sentido, encogido en el fondo del globo. El médico de a bordo se introdujo y lo alzó hacia los hombres que estaban fuera. Durante un momento no supieron si Elstead estaba vivo o muerto. Su rostro, a la luz amarilla de las lámparas del barco, relucía de sudor. Le llevaron a su propio camarote. No estaba muerto, según comprobaron, pero sí en un estado de absoluto colapso nervioso y además cruelmente magullado. Durante algunos días tuvo que permanecer echado completamente inmóvil. Transcurrió una semana antes de que pudiera contar su experiencia. Prácticamente sus primeras palabras fueron que pensaba descender de nuevo. La esfera tendría que ser modificada dijo, con el objeto de que se pudiera echar fuera la cuerda si fuera necesario, y eso fue todo. Había tenido la más maravillosa experiencia. —Pensasteis que no encontraría más que fango —dijo—. ¡Os reísteis de mis exploraciones y yo he descubierto un mundo nuevo! —Contó su historia en fragmentos deshilvanados y en desorden, de manera que es imposible repetirla con sus propias palabras. Pero lo que sigue es la narración de su experiencia. Empezó atrozmente, dijo. Antes de que la cuerda se tensara, el artefacto seguía rodando. Se sentía como una rana en un balón de fútbol. No podía ver nada excepto la grúa y el cielo por encima de su cabeza, con un panorama ocasional de la gente en la borda del barco. No tenía ni idea de cómo rodaría el objeto a continuación. De repente se encontró con los pies por alto, trataba de enderezarse y volvía a rodar, patas arriba y de cualquier modo, sobre el almohadillado. Cualquier otra forma que no fuera la estática hubiera sido más confortable, pero ninguna hubiera sido digna de confianza bajo la enorme presión del abismo submarino. De pronto el vaivén cesó, el globo se enderezó y cuando se puso en pie vio el agua a su alrededor de un azul verdoso; una tenue luz se filtraba desde arriba y una muchedumbre de pequeñas cosas flotantes pasaban corriendo ante él, según le pareció, hacia la luz. Mientras miraba se hizo cada vez más oscuro, hasta que el agua se volvió tan oscura como el cielo a medianoche, si bien de un matiz más verde por arriba y por abajo, negra. Pequeños cuerpos transparentes formaban en el agua un débil destello de luminosidad y pasaban raudamente como lánguidas franjas verdosas. ¡Y la sensación de la caída! Fue como el arranque de un ascensor, solo que se mantenía. Hay que imaginarse lo que significa esa sensación sostenida. Fue entonces el único momento en que Elstead se arrepintió de su aventura. Vio las probabilidades que tenía a una luz completamente nueva Pensó en las jibias gigantes que se sabía existían en las aguas medias, en los cuerpos que se encontraban a veces medio digeridos en las ballenas o flotando muertos, descompuestos y medio comidos por los peces. Suponte que una se agarrara y no se soltara. ¿Y había sido el mecanismo de relojería en realidad suficientemente comprobado? Pero que deseara continuar o retroceder ahora no importaba lo más mínimo. En cincuenta segundos todo se hizo tan oscuro como la noche, excepto donde el destello de su luz traspasaba las aguas y tocaba de vez en cuando algún pez o material en suspensión. Pasaban por delante de él demasiado deprisa para ver lo que eran. Una vez cree que pasó un tiburón Y entonces la esfera empezó a calentarse por la fricción contra el agua. Habían subestimado eso, al parecer. Lo primero que notó fue que estaba sudando; después oyó un silbido cada vez mas agudo bajo sus pies y vio una gran cantidad de burbujitas —eran muy pequeñas— abalanzándose hacia arriba, como un abanico, a través del agua exterior. ¡Vapor! Tocó la ventana y estaba caliente. Encendió la diminuta lámpara de incandescencia que iluminaba su propia cavidad, miró el reloj acolchado que había junto a los pivotes y vio que llevaba viajando dos minutos. Pensó que la ventana se quebrarla por el contraste de temperaturas, pues sabía que el agua del fondo está cercana a la congelación. Entonces repentinamente el suelo de la esfera pareció presionar contra sus pies, la carrera de las burbujas exteriores se hizo cada vez mas lenta y el silbido disminuyó. La esfera rodó un poco. La ventana no se había roto, nada había cedido y vio que los peligros de naufragio, por lo menos, habían pasado. En otro minuto o así estaría sobre el lecho de las profundidades marinas. Pensó, dijo, en Steevens y Weybridge y en los demás que estaban a cinco millas por encima de su cabeza, a más altura que las nubes más altas que flotan sobre la tierra, navegando lentamente, mirando hacia abajo y preguntándose qué habría sido de él. Escudriñó por la ventana Ya no había burbujas y el silbido se había parado. Fuera había una densa oscuridad, negra como el terciopelo negro, excepto donde la luz eléctrica perforaba el agua y mostraba su color, un verde amarillento. Entonces, tres cosas como formas de fuego se pusieron en su campo de visión nadando y siguiéndose unas a otras por el agua No podía decir si eran pequeñas y cercanas o grandes y alejadas. Cada una estaba contorneada por una luz azulada casi tan brillante como las luces de una lancha pesquera una luz que parecía humear profusamente; a sus costados había nubes, como las troneras de iluminación de un buque. Su fosforescencia parecía apagarse a medida que entraban en el haz de su luz y entonces vio que eran pequeños peces de extraño aspecto, con enormes cabezas, grandes ojos y cuerpos y colas menguados. Sus ojos estaban dirigidos hacia él y entendió que le estaban siguiendo en su descenso. Supuso que eran atraídos por su fulgor. En seguida se unieron a ellos otros de la misma clase. Mientras continuaba descendiendo, notó que el agua se volvía de un color pálido y que las pequeñas motas centelleaban bajo su haz de luz como partículas en un rayo de sol. Esto era probablemente debido a las nubes de fango y cieno que el impacto de sus lastres había removido. Cuando fue arrastrado hacia las plomadas estaba en una densa bruma blanquecina que su luz eléctrica no podía atravesar más de unas cuantas yardas, y transcurrieron muchos minutos antes de que se hundieran en parte las masas colgantes de sedimentos. Después, iluminado por su lámpara y por la pasajera fosforescencia de un distante banco de peces, pudo ver bajo la enorme negrura de las aguas una ondulante extensión, de cieno blanco-grisáceo, roto aquí y allá por enmarañadas malezas de una vegetación de lirios marinos que ondeaban hambrientos tentáculos. Más lejos estaban los graciosos y translúcidos contornos de un grupo de gigantescas esponjas. Sobre este lecho se esparcía gran número de penachos erizados, aplanados y de rico color púrpura y negro, que determinó debían ser alguna especie de erizos de mar, así como pequeñas cosas de grandes ojos o ciegas que tenían un curioso parecido, algunas a cochinillas y otras a langostas, que se arrastraban perezosamente por el rastro de luz y se desvanecían en la oscuridad de nuevo, dejando surcos tras de sí. Entonces, repentinamente un enjambre revoloteante de peces pequeños viró y se dirigió hacia él como un bandada de estorninos. Pasaron sobre él como una fosforescente nevada y entonces vio detrás de ellos una criatura más grande que avanzaba hacia la esfera. Al principio podía verla solo débilmente, era una figura moviéndose lánguidamente que parecía un caminante; después entró en la luz que la lámpara arrojaba Cuando el resplandor la hirió, cerró los ojos, deslumbrada Se quedó con la vista clavada en rígido asombro. Era un extraño animal vertebrado. Su cabeza púrpura oscura sugería vagamente a un camaleón, pero tenía la frente tan alta y un cráneo como jamás ningún reptil había presentado; el perfil vertical de su cara le daba un extraordinario parecido con un ser humano. Dos grandes y protuberantes ojos se proyectaban desde los huecos —cosió un camaleón— y tenían una ancha boca de reptil con labios córneos bajo sus pequeñas fosas nasales. En lugar de orejas tenía dos agallas enormes, de las que sobresalía flotando un árbol ramificado de filamentos coralinos, casi como las branquias en forma de árbol que poseen todas las jóvenes rayas y tiburones. Pero la humanidad de su cara no era lo más extraordinario de la criatura Era un bípedo; su cuerpo casi esférico estaba posado sobre un trípode formado por dos patas como las de las ranas y una larga y gruesa cola; sus miembros delanteros, que caricaturizaban la mano humana, al igual que en la rana, portaban un largo eje óseo cobrizo. El color de la criatura era abigarrado; su cabeza, manos y patas eran púrpura; pero su piel, que colgaba descuidadamente sobre ella, como si fueran ropajes, era de un gris fosforescente. Y allí permanecía, cegada por la luz. Finalmente, esta ignota criatura del abismo entornó los ojos y, protegiéndolos con su mano libre, abrió la boca y dio escape a un sonido vociferante, articulado casi como pudiera ser el habla, que penetró incluso en la caja de acero acolchada de la esfera Cómo pueda realizarse un sonido vociferante sin pulmones, Elstead no intenta explicárselo. Entonces se movió hacia un lado, fuera del resplandor, adentrándose en el misterio de las sombras que le rodeaban, y Elstead sintió más que vio que venía hacia él Imaginando que la luz le había atraído, desconectó el interruptor de la corriente. En ese momento algo suave frotó sobre el acero y el globo se inclinó. Entonces el grito se repitió y le pareció que un eco distante le contestaba La frotación volvió y todo el globo se inclinó y se ancló en la barra en que estaba enrollado el cable. Permaneció en la oscuridad y escudriñó la inacabable noche del abismo. Y en seguida vio, muy débil y remotamente, otras formas fosforescentes casi humanas apresurándose hacia él. Casi sin saber lo que hada, tentó su tambaleante prisión buscando el pivote de la luz eléctrica exterior y dio por casualidad con su propia lamparita incandescente, que estaba en el hueco acolchado. La esfera giró y le derribó; oyó gritos como de sorpresa y cuando se puso en pie vio dos pares de acechantes ojos que miraban por la ventana inferior y reflejaban su luz. Al poco unas manos frotaron vigorosamente su caja de acero y se produjo un sonido, bastante horrible en su situación, de la protección metálica del mecanismo de relojería, que estaba siendo fuertemente golpeado. Esto, ciertamente, le puso el corazón en la boca pues si aquellas extrañas criaturas lograban detenerlo, no se produciría nunca su liberación. Apenas lo había pensado cuando sintió que la esfera se balanceaba violentamente y el suelo le presionaba firmemente los pies. Apagó la lamparita que iluminaba el interior y envió el rayo de la lámpara grande hacia el agua exterior. El lecho del mar y las criaturas en forma de hombre habían desaparecido y un par de peces persiguiéndose se dejaron ver por la ventana. Pensó en seguida que los extraños habitantes de las profundidades habían roto la cuerda y que se había soltado. Ascendió cada vez más deprisa y entonces se detuvo con una sacudida que le lanzó contra el techo acolchado de su prisión. Durante medio minuto, quizás, permaneció demasiado atónito para pensar. Después sintió que la esfera giraba lentamente y se balanceaba y le pareció que era arrastrado por el agua. Agachándose junte a la ventana, trató de hacer efectivo su peso y de girar aquella parte de la esfera hacia abajo, pero no pudo ver nada salvo el pálido rayo de su lámpara cortando ineficazmente la oscuridad Se le ocurrió que podía ver más si apagaba la lámpara y hacía que sus ojos se acostumbraran a la profunda oscuridad. En esto fue sensato. Al cabo de algunos minutos la oscuridad aterciopelada se convirtió en una oscuridad translúcida; y entonces, allá a lo lejos, y tan débil como la luz de una tarde inglesa de verano, vio figuras moviéndose por abajo. Pensó que las criaturas habían desenganchado su cable y le estaban remolcando por el lecho marino. Y entonces vio algo vago y remoto a través de las ondulaciones de la planicie submarina, un amplio horizonte de pálida luminosidad que se extendía por aquí y por allá tan lejos como el campo de visión de su pequeña ventana le permitía apreciar. Era remolcado hacia allí como un globo desde el campo abierto a la ciudad. Se aproximaba muy lentamente, y muy lentamente el brillo indistinto se concentraba en formas mas definidas. Eran casi las cinco cuando llegó a esa zona luminosa, y para entonces pudo distinguir una distribución sugestiva de calles y casas agrupadas sobre una amplia elevación sin techo que sugería grotescamente una abadía en ruinas. Estaba desplegada como un mapa bajo él Las casas eran recintos de muros sin techumbre y su material de huesos fosforescentes, como más tarde vio, daba al lugar la apariencia de estar construido a base de disparates sumergidos. Entre las cuevas interiores del lugar, árboles liliáceos ondulantes extendían sus tentáculos, y altas, tenues y vidriosas esponjas brotaban como brillantes minaretes y lirios de luz membranosa del resplandor general de la ciudad En los espacios abiertos del lugar pudo divisar un agitado movimiento de multitudes, pero él se hallaba a demasiadas brazas por encima de ellas como para distinguir a los individuos de aquella multitud. Entonces le arrastraron lentamente hacia abajo, y mientras lo hadan, los detalles del lugar se introdujeron lentamente en su conocimiento. Vio que los caminos entre los nebulosos edificios estaban señalados por líneas rebordeadas de objetos redondos, y entonces percibió que en diversos puntos por debajo de él, en amplios espacios abiertos, había formas como de barcos incrustados. Lentamente y con seguridad fue arrastrado hacia abajo y las formas que había bajo él se hicieron más brillantes, más claras, mas distintas. Era llevado, notó, hacia el gran edificio del centro de la ciudad, y pudo echar una ojeada de vez en cuando a las formas multitudinarias que tiraban de su cuerda. Se quedó asombrado al ver que la arboladura de uno de los barcos, que formaba la característica prominente del lugar, estaba repleta de una hueste de figuras gesticulantes que le observaban y a continuación los muros del gran edificio se levantaron silenciosamente alrededor de él ocultando la ciudad a sus ojos. Y cómo eran las paredes, de madera anegada en agua y cable retorcido, arboladuras de hierro y cobre, huesos y cráneos de hombres muertes. Los cráneos corrían en zigzag, en espirales y en curvas fantásticas sobre los edificios; y dentro y fuera de las cuencas de sus ojos, sobre toda la superficie del lugar, acechaban y jugaban una multitud de pequeños peces plateados. De repente sus oídos se llenaron de un grave vocerío y de un ruido como un violento resoplido de cuerpos, que fue sucedido por un fantástico canto. Por debajo de la esfera se hundían, mas abajo de las enormes ventanas ojivales, a través de las cuales las vio vagamente, gran número de aquellas gentes fantasmales que le observaban, yendo finalmente a posarse en lo que parecía una especie de altar que se levantaba en el centro del lugar. Ahora estaba en un nivel en el que podía ver a aquellas extrañas gentes del abismo distintamente una vez mas. Para su asombro percibió que se postraban ante él, todos menos uno, vestido según parecía con una ropa de escamas en placas y coronado con una diadema luminosa, que se quedó abriendo y cerrando su boca de reptil, como si dirigiera el canto de los adoradores. Un curioso impulso llevó a Elstead a encender de nuevo su pequeña lámpara para hacerse visible a aquellas criaturas del abismo, aunque el resplandor las hiciera desaparecer rápidamente en la oscuridad. Tras esta repentina visión de él el cántico dio paso a un tumulto de alborozados gritos; y Elstead, ansioso por observarles, apagó la luz de nuevo y desapareció de su vista Pero durante un rato quedó demasiado cegado para distinguir lo que estaban haciendo, y cuando al final pudo descubrirlos estaban arrodillándose de nuevo. Y así continuaron adorándole, sin descanso o interrupción, durante tres horas. Muy minucioso fue el relato de Elstead de su asombrosa ciudad y de su gente, aquella gente de la perpetua oscuridad que nunca habían visto el Sol, la Luna o las estrellas, la verde vegetación ni ninguna criatura viviente de respiración aérea, que nada sabían del fuego ni de ninguna luz que no fuera la fosforescencia de los seres vivientes. Con todo lo sobrecogedora que pueda ser su historia, todavía es mas sobrecogedor saber que científicos tan eminentes como Adams y Jenkins no encuentran nada increíble en ella. Afirman que no ven ninguna razón por la que seres inteligentes, de respiración acuática, criaturas vertebradas habituadas a las bajas temperaturas y a una enorme presión y de tan pesada estructura que ni vivas ni muertas puedan flotar, no puedan vivir sobre el fondo del profundo mar enteramente insospechadas para nosotros, descendientes como nosotros de la gran Thenomorpha de la Nueva Era de Arenisca Roja. Nosotros seríamos vistos por ellos, sin embargo, como criaturas extrañas, meteóricas, que habitualmente caemos de modo catastróficamente muertos de la misteriosa oscuridad de su cielo acuoso. Y no solamente nosotros, sino también nuestros barcos, nuestros metales, nuestras herramientas, llegarían lloviendo de la noche. Algunas veces objetos de naufragios les golpean y aplastan, como si fueran el juicio de algún poder superior de las alturas, y algunas veces llegan cosas de la mayor rareza o utilidad o formas de sugestión estimulante. Cabe comprender, quizás, algo de su comportamiento ante el descenso de un hombre viviente, si se piensa qué gente bárbara podría parecer a quien se le presentara de súbito caído del cielo una resplandeciente criatura provista de un halo. En un momento u otro probablemente, Elstead contó a los oficiales del Ptarmigan todos los detalles de sus extrañas doce horas en el abismo. Cierto que también intentara escribir, pero nunca lo hizo, y así, desgraciadamente, hemos tenido que reunir trozo a trozo los discrepantes fragmentos de su historia según los recuerdos del capitán Simmons; Weybridge, Steevens, Lindley y los demás. Nosotros lo vemos oscuramente en ojeadas fragmentarias: el enorme edificio fantasmal, los cantores prosternados con sus cabezas oscuras de forma de camaleón y su vestimenta débilmente luminosa; y Elstead, con su luz nuevamente encendida, tratando vanamente de llevar a sus mentes la idea de que la cuerda a la que estaba sujeta la esfera iba a ser cortada Minuto a minuto se soltaba y Elstead, mirando su reloj, se horrorizó al ver que solo tenía oxígeno para cuatro horas más. Pero el canto en su honor continuó tan despiadadamente como si fuera la marcha fúnebre de su cercana muerte. La forma de su liberación no la comprende, pero a juzgar por el extremo de la cuerda que colgaba de la esfera, había sido cortada por el roce contra el borde del altar. Bruscamente, la esfera giró y subió precipitadamente fuera de aquel mundo, como si una criatura etérea envuelta en el vacío volara por nuestra propia atmósfera de regreso a su éter nativo. Debió arrancarse de su vista como una burbuja de hidrógeno se precipita hacia arriba en nuestro aire. Debió parecerles una extraña ascensión. La esfera se lanzó hacia arriba con mayor velocidad aún que cuando, cargada con las plomadas, se había precipitado hacia abajo. Notó un calor excesivo. Viajó hacia arriba con las ventanas por encuna y recuerda el torrente de burbujas espumeantes contra el cristal A cada momento esperaba que echase a volar. Entonces, repentinamente, algo parecido a una enorme rueda pareció desprenderse sobre su cabeza, el compartimento acolchado empezó a girar y se desmayó. Su recuerdo siguiente fue el de su camarote y la voz del médico. Ésta es la esencia de la extraordinaria historia que Elstead relató fragmentariamente a los oficiales del Ptarmigan. Prometió dejarlo por escrito en fecha próxima Su mente estaba ocupada sobre todo por la mejora de su aparato, cosa que llevó a cabo en Río. Queda solamente por decir que el 2 de febrero de 1896 realizó su segundo descenso al abismo del océano, con las mejoras que su primera experiencia le sugirió. Lo que sucedió probablemente nunca lo sabremos. Nunca volvió. El Ptarmigan batió todo el punto de su inmersión buscándole en vano durante trece días Luego regresó a Río y las noticias fueron telegrafiadas a sus amigos. De forma que hasta el presente así está el asunto. Pero es muy probable que se haga algún otro intento de verificar esta extraña historia sobre las hasta ahora insospechadas ciudades de las profundidades marinas. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
Jimmy Goggles, el Dios
Cuento
El observatorio de Avu, en Borneo, se alza sobre el espolón de la montaña. Al norte se eleva el viejo cráter, negra silueta nocturna contra el insondable azul del cielo. Desde el pequeño edificio circular con su cúpula bulbosa, las laderas descienden abruptamente internándose en los negros misterios del bosque tropical que está debajo. La casita en la que viven el astrónomo y su ayudante está a unas cincuenta yardas del observatorio, y más allá están las chozas de los sirvientes nativos. Taddy, el astrónomo jefe, estaba indispuesto con una ligera fiebre. Su ayudante, Woodhouse, se detuvo un momento contemplando en silencio la noche tropical antes de comenzar la solitaria vigilia. Era una noche muy serena. De vez en cuando llegaban voces y risas desde las chozas de los nativos, o se oía, procedente del misterioso interior del bosque, el grito de algún animal extraño. Insectos nocturnos aparecían saliendo de la oscuridad de forma fantasmal y revoloteaban en torno a su luz. Pensó, quizá, en todas las posibilidades de descubrimientos que aún existían allá abajo en la negra espesura, pues para el naturalista los bosques vírgenes de Borneo son todavía una tierra sorprendente llena de extraños problemas y medio sospechadas verdades. Woodhouse llevaba en la mano una pequeña linterna cuyo resplandor amarillo contrastaba vivamente con la infinita serie de matices entre el azul lavanda y el negro con los que estaba pintado el paisaje. Tenía las manos y la cara embadurnadas de crema antimosquitos. Incluso en estos días de fotografía celeste, los trabajos que se llevan a cabo de forma puramente temporal, y únicamente con los más primitivos instrumentos además del telescopio, implican todavía una gran cantidad de observación en posturas inmóviles e incómodas. Suspiró al pensar en las fatigas que le esperaban, se estiró y entró en el observatorio. El lector probablemente está familiarizado con la estructura de un observatorio astronómico corriente. El edificio es generalmente de forma cilíndrica, con una cubierta semiesférica y muy ligera que permite girarla desde el interior. El telescopio se apoya sobre un pilar de piedra en el centro, y un artilugio mecánico compensa el movimiento de rotación de la Tierra posibilitando la observación continua de una estrella una vez encontrada. Además de esto hay un compacto entramado de ruedas y tornillos en torno a su punto de apoyo, mediante el cual el astrónomo ajusta el aparato. Hay, por supuesto, una ranura en la cubierta móvil, que es la que sigue el ojo del telescopio en su inspección de la bóveda celeste. El observador se sienta o yace sobre un dispositivo inclinado de madera que puede dirigir, mediante ruedas, a cualquier parte del observatorio según lo requiera la posición del telescopio. En el interior es recomendable que el observatorio esté lo más oscuro posible a fin de realzar el brillo de las estrellas observadas. La linterna brilló cuando Woodhouse se metió en su garito circular y la oscuridad general retrocedió hasta las negras sombras de detrás de la gran máquina, desde donde pareció apoderarse sigilosamente de nuevo de todo el local cuando la luz disminuyó. La ranura mostraba un azul transparente y profundo en el que seis estrellas brillaban con resplandor tropical, y su luz se extendía cual pálido fulgor por el negro tubo del instrumento. Woodhouse movió la cubierta y luego, poniéndose al telescopio, giró primero una rueda y después otra, cambiando lentamente el gran cilindro a una nueva posición. A continuación miró por el rastreador, el pequeño telescopio auxiliar, movió la cubierta un poco más, hizo algunos otros ajustes y puso en marcha el mecanismo. Se quitó la chaqueta, pues la noche era muy calurosa, y puso en posición el incómodo asiento al que estaba condenado durante las cuatro horas siguientes. Luego, con un suspiro, se resignó a la observación de los misterios del espacio. No había ya ningún ruido en el observatorio, y la linterna se apagaba de forma constante. Fuera se oía el grito ocasional de algún animal asustado, dolorido o llamando a su pareja, y los sonidos intermitentes de los sirvientes malayos y Dyak. Pronto uno de los hombres inició una extraña salmodia en la que los otros participaban a intervalos. Después de esto se diría que se retiraron a dormir, pues no llegaron más ruidos en esa dirección, y la susurrante quietud se hizo más y más profunda. El mecanismo hacía un tictac constante. El agudo zumbido de un mosquito exploraba el lugar, y se hizo aún más agudo de indignación ante la crema de Woodhouse. Luego la linterna se apagó y todo el observatorio quedó a oscuras. Woodhouse cambió pronto su posición cuando el lento movimiento del telescopio le hubo llevado más allá de los límites de la comodidad. Observaba un grupito de estrellas de la Vía Láctea, en una de las cuales su jefe había visto o creído ver una notable variación cromática. No formaba parte del trabajo ordinario para el que se había creado el establecimiento y por esa razón quizá Woodhouse estaba especialmente interesado. Debió de olvidarse de todas las cosas terrenas. Tenía toda la atención concentrada en el gran círculo azul del campo telescópico, un círculo potenciado, al parecer, con una multitud innumerable de estrellas, y pleno de luminosidad frente a la negrura del entorno. Mientras miraba le pareció que se volvía incorpóreo, como si también él flotara en el éter del espacio. ¡Qué infinitamente remota estaba la débil mancha roja que observaba! De repente las estrellas desaparecieron. Hubo un destello de negrura y de nuevo volvían a ser visibles. —Qué raro —dijo Woodhouse—. Debe de haber sido un pájaro. Sucedió lo mismo otra vez, e inmediatamente después el gran tubo vibró como si lo hubieran golpeado. A continuación la cúpula del observatorio resonó con una serie de golpes atronadores. Pareció que las estrellas se retiraban, al tiempo que el telescopio, que había quedado sin sujeción, viraba alejándose de la ranura de la cubierta. —¡Santo Cielo! —gritó Woodhouse—. ¿Qué pasa? Una forma negra, vaga y enorme, con algo que batía como un ala, parecía estar forcejeando en la abertura de la cubierta. Al momento la ranura estaba de nuevo despejada y la luminosa bruma de la Vía Láctea relucía cálida y brillante. El interior de la cubierta estaba completamente negro y solo el ruido de roces indicaba el paradero de la desconocida criatura. Woodhouse había caído del asiento en total confusión. Estaba temblando violentamente y sudando con lo repentino del suceso. Aquella cosa, fuera lo que fuese, ¿estaba dentro o fuera? Desde luego era grande, aparte de las demás características que pudiera tener. Algo cruzó como un disparo la luz del cielo y el telescopio se balanceó. Él se sobresaltó y levantó el brazo. Estaba, por tanto, en el observatorio con él. Aparentemente se agarraba a la cubierta. ¿Qué demonios era? ¿Podía verlo a él? Quedó estupefacto durante quizás un minuto. La bestia, fuera lo que fuera, arañó el interior de la cúpula, y luego algo le aleteó casi en la cara y vio la luz de las estrellas brillar momentáneamente sobre una piel como de cuero aceitado. La botella de agua cayó de la mesita con estrépito. La presencia de un extraño pájaro cerniéndose a pocas yardas de su rostro en la oscuridad le producía a Woodhouse una indescriptible sensación de desagrado. Cuando recobró el pensamiento decidió que debía de ser algún pájaro nocturno o un murciélago grande. Afrontaría cualquier riesgo para ver de qué se trataba. Sacando una cerilla del bolsillo, intentó encenderla sobre el asiento del telescopio. Hubo un humeante destello de luz fosforescente, la cerilla iluminó un instante y vio una gran ala lanzarse hacia él, un brillo de pelaje color marrón grisáceo y después recibió un golpe en la cara y la cerilla se le cayó de la mano. El golpe iba dirigido a la sien y una garra le hizo un rasguño lateral hasta la mejilla. Se tambaleó y cayó, y oyó cómo se hacía pedazos la apagada linterna. Recibió otro golpe según caía. Medio aturdido, sintió cómo le brotaba la sangre caliente por la cara. Instintivamente percibió que le atacaban a los ojos y, volviendo la cara para protegerlos, intentó meterse a gatas bajo la protección del telescopio. Recibió otro golpe en la espalda y oyó el rasgarse de la chaqueta, luego la cosa golpeó la cubierta del observatorio. Woodhouse se escurrió como pudo entre el asiento de madera y el ocular del instrumento, y giró el cuerpo de forma que fueran principalmente sus pies los que quedaran expuestos. Con ellos al menos podía dar patadas. Se encontraba todavía en un estado de perplejidad. La extraña bestia andaba dando golpes en la oscuridad, pero en seguida se agarró al telescopio haciendo que se balanceara y que crujiera el engranaje. Una vez aleteó junto a él y Woodhouse dio patadas como loco y sintió un cuerpo suave con los pies. Entonces estaba terriblemente asustado. Tenía que ser algo realmente grande para balancear el telescopio de esa manera. Durante un momento vio la silueta de una cabeza negra contra la luz de las estrellas, con unas orejas muy afiladas y erectas y una cresta entre ellas. Le pareció tan grande como un mastín. Luego empezó a dar gritos lo más alto que pudo pidiendo ayuda. A los gritos, el animal respondió bajando de nuevo contra él. Al hacerlo, la mano de Woodhouse tocó algo que estaba junto a él en el suelo. Dio una patada y al instante siguiente su pierna era cogida y sujetada por una fila de aplicados dientes. Gritó de nuevo y trató de liberar la pierna dando patadas con la otra. Entonces se dio cuenta de que tenía a mano la botella de agua rota y, cogiéndola rápidamente, forcejeó hasta lograr una postura sedente; después, palpando en la oscuridad en dirección al pie, agarró una oreja aterciopelada, como la de un gato grande. Había cogido la botella rota por el cuello y con ella asestó un tembloroso golpe contra la cabeza de la extraña bestia. Repitió el golpe y luego la empleó como cuchillo lanzando, en la oscuridad, la parte rota del cristal contra el sitio en que juzgó que podía encontrarse la cara. Los pequeños dientes relajaron su presión e inmediatamente Woodhouse liberó la pierna y dio fuertes patadas. Sintió la nauseabunda sensación del pelaje y el hueso cediendo bajo su bota. El animal lanzó un mordisco desgarrador al brazo y él le golpeó de nuevo en la cara, según creía, y dio contra un pelaje húmedo. Hubo una pausa. Luego oyó el ruido de garras y el arrastrarse de un cuerpo pesado alejándose de él por el suelo del observatorio. Siguió un silencio roto solo por su propia respiración sollozante y un ruido como de lamer. Todo estaba negro salvo el paralelogramo de luz de cielo azul con el luminoso polvo de estrellas contra el que se dibujaba ahora la silueta del telescopio. Esperó, al parecer, un tiempo interminable. ¿Iba a volver de nuevo aquella bestia? Buscó cerillas en el bolsillo del pantalón y encontró una que le quedaba. Intentó encenderla, pero el suelo estaba húmedo y chisporroteó y se apagó. Profirió una maldición. No pudo ver dónde estaba situada la puerta. Con el forcejeo había perdido completamente la idea de su posición. La extraña bestia, perturbada por el chisporroteo de la cerilla, comenzó a moverse de nuevo. —¡Ya es hora! —gritó Woodhouse con un repentino destello de jovialidad, pero la bestia ya no venía a acosarle de nuevo. Pensó que debía de haberla herido con la botella rota. Notó un dolor sordo en el tobillo. Probablemente estaba sangrando. Se preguntó si le sostendría si trataba de ponerse de pie. Fuera, la noche estaba muy serena. No se oía un ruido de nada que se moviera. Los estúpidos durmientes no habían oído aquellas alas aporreando la cúpula, ni sus gritos. No servía de nada gastar energías en gritar. La bestia agitó las alas y él, con un sobresalto, se puso en actitud defensiva. Se dio con el codo contra el asiento, y éste cayó haciendo mucho ruido. Maldijo primero al asiento y después a la oscuridad. De repente la zona rectangular de luz de las estrellas pareció balancearse de un lado a otro. ¿Iba a desmayarse? No le haría ningún bien. Cerró los puños y apretó los dientes para darse fuerzas. ¿Dónde se había metido la puerta? Se le ocurrió que podía saber su posición por medio de las estrellas visibles con la luz del cielo. La banda de estrellas que veía estaba en Sagitario y en dirección sur-este; la puerta estaba al norte, o ¿era al noroeste? Trató de pensar. Si conseguía abrir la puerta podría huir. Quizás el animal estuviera herido. La incertidumbre era terrible. Atiende —dijo—, si no vienes tú, iré yo. Entonces el animal empezó a trepar por el lateral del observatorio y él vio cómo su negra silueta tapaba gradualmente la luz del cielo. ¿Estaba huyendo? Olvidó la puerta y observó cómo se movía y crujía la bóveda. De alguna manera, ya no se sentía ni muy asustado ni excitado. Sentía en su interior una curiosa sensación de hundimiento. La zona de luz, perfectamente delimitada, parecía disminuir cada vez más con la forma negra cruzándola. Era curioso. Comenzó a sentir mucha sed, pero no sentía inclinación por conseguir algo de beber. Parecía como si se deslizara por un larguísimo embudo. Tuvo una sensación ardiente en la garganta y luego se dio cuenta de que estaba a plena luz del día y que uno de los sirvientes Dyak le miraba con expresión curiosa. Después vio la parte superior del rostro de Taddy al revés. Un tipo divertido, Taddy, ¡ir por ahí de esa manera! Entonces captó mejor la situación y percibió que tenía la cabeza en la rodilla de Taddy, que le estaba dando brandy. A continuación vio el ocular del telescopio, que tenía muchas manchas rojas. Empezó a recordar. —Has convertido el observatorio en una verdadera maraña —dijo Taddy. El sirviente Dyak estaba batiendo un huevo en brandy. Woodhouse lo tomó y se incorporó. Sintió una aguda punzada de dolor. Tenía vendado el tobillo y también el brazo y un lado de la cara. Los trozos de cristales rotos manchados de sangre yacían por el suelo, el asiento del telescopio estaba patas arriba, y junto a la pared de enfrente había un charco oscuro. La puerta estaba abierta y vio la cumbre gris de la montaña destacarse contra un brillante trasfondo de cielo azul. —¡Puaf! —exclamó Woodhouse—. ¿Quién ha estado aquí matando terneros? Sacadme de aquí. Entonces recordó la bestia y la lucha que había tenido con ella. —¿Qué era —preguntó a Taddy— esa cosa con la que luché? —Tú eres el que mejor lo sabe —respondió Taddy—. Pero, de todas formas, no te preocupes por eso ahora. Bebe algo más. No obstante, Taddy tenía bastante curiosidad y tuvo que soportar una dura lucha entre el deber y la inclinación para mantener a Woodhouse tranquilo hasta que le pusieron decentemente en la cama y hubo dormido con la copiosa dosis de extracto de carne que el consideró aconsejable. Después los dos juntos abordaron el asunto. —Era —dijo Woodhouse— más parecido a un gran murciélago que a ninguna otra cosa. Tenía orejas pequeñas y afiladas, y un pelaje suave y las alas curtidas. Sus dientes eran pequeños, pero diabólicamente afilados, y su mandíbula no podía ser muy fuerte o de lo contrario me habría destrozado el tobillo. —Ha estado muy cerca —intervino Taddy. —Me pareció que golpeaba muy a su gusto con las garras. Eso es prácticamente todo lo que sé de la bestia. Nuestra conversación fue íntima, por decirlo así, pero sin llegar a la confidencialidad. —Los sirvientes Dyak hablan de un Gran Colugo, un Klangutang, sea lo que sea. No ataca a menudo al hombre, pero supongo que le puse nervioso. Dicen que hay Gran Colugo, Pequeño Colugo, y algo distinto que suena como zampar. Todos vuelan de noche. Por mi parte sé que por aquí hay zorros y lémures voladores, pero ninguno de ellos es muy grande. —Hay más bestias en el cielo y en la tierra —dijo Woodhouse, y Taddy gruñó a la cita bíblica—, y más especialmente en los bosques de Borneo, de las que somos capaces de soñar en nuestras filosofías. En general, si la fauna de Borneo va a desparramar ante mí alguna más de sus novedades, preferiría que lo hiciera cuando no estuviera ocupado en el observatorio por la noche y solo. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La estrella
Cuento
En verdad, el dominio de la navegación aérea se debe al esfuerzo de miles de hombres: éste sugiere una idea y aquel otro realiza un experimento, hasta que, finalmente, solo fue necesario un potente esfuerzo intelectual para concluir la empresa. Pero la inexorable injusticia del sentir popular ha decidido que de todos esos miles de hombres, solo uno, y en este caso un hombre que nunca voló, fuera elegido como el inventor, del mismo modo que decidió honrar a Watt como descubridor del vapor y a Stephenson de la locomotora. Y, seguramente, de todos estos nombres reverenciados, ninguno lo ha sido de forma tan grotesca y trágica como el del pobre Filmer, la tímida e intelectual criatura que resolvió el problema que había sumido en la perplejidad y en el temor a tantas generaciones, el hombre que apretó el botón que ha modificado la paz y la guerra, y casi todas las condiciones de la felicidad y vida humanas. El repetido prodigio de la pequeñez del científico que se enfrenta a la grandeza de su ciencia jamás ha encontrado una ejemplificación tan asombrosa. Gran parte de los datos referentes a Filmer permanecen en una profunda oscuridad, y así han de quedar —los Filmer no atraen a los Boswell—, pero los hechos esenciales y la escena final son suficientemente claros, y existen cartas, notas y alusiones casuales que nos ayudan a ensamblar las diferentes piezas del rompecabezas final. Y esta es la historia que se obtiene, juntando una pieza con otra, sobre la vida y muerte de Filmer. La primera huella auténtica de Filmer en las páginas de la historia es un documento en el cual solicita ser admitido como estudiante de física becado en los laboratorios del gobierno, en South Kensington, y con tal propósito se describe a sí mismo como hijo de un «zapatero de batalla» («remendón» en lenguaje vulgar) de Dover, y elabora además una lista de las diferentes investigaciones que prueban su elevada capacidad para la química y las matemáticas. Con cierta falta de dignidad, pretende incrementar dichas dotes valiéndose de una declaración de pobreza y de las desventajas consecuentes a dicha situación y se refiere al laboratorio como la «meta» de sus ambiciones, una revelación involuntaria que refuerza su pretensión de consagrarse exclusivamente a las ciencias exactas. El documento está anotado de una manera que muestra que Filmer consiguió esta codiciada oportunidad, pero hasta hace muy poco no se habían encontrado rastros de sus éxitos en la institución del gobierno. Ahora, sin embargo, ha quedado demostrado que a pesar de su celo declarado por la investigación, Filmer, antes de haber cumplido un año de beca, fue tentado por la posibilidad de un pequeño incremento en sus ingresos inmediatos, de manera que abandonó el laboratorio y se convirtió en uno de los calculadores de nueve peniques hora empleados por un célebre Profesor para ayudarle en la dirección de sus vastas investigaciones en el terreno de la física solar, investigaciones que todavía son motivo de asombro para los astrónomos. Después, por espacio de siete años, a excepción de las listas de aprobados de la Universidad de Londres, en las cuales se le ve trepar lentamente hasta una doble licenciatura de primera clase en matemáticas y química, no hay evidencia de cómo pasaba Filmer su vida. Nadie sabe cómo o dónde vivió, aunque parece muy probable que se mantuviera dando clases mientras proseguía los estudios necesarios para su graduación. Y después, cosa realmente extraña, aparece mencionado en la correspondencia de Arthur Hicks, el poeta. «¿Recuerdas a Filmer? —escribe Hicks a su amigo Vance—. Pues bien, no ha cambiado lo más mínimo; la misma forma hostil de hablar entre dientes y la misma barba repugnante —¿cómo puede ingeniárselas un hombre para dar siempre la impresión de que lleva tres días sin afeitarse?—, y todavía conserva esa especie de aire furtivo de estar ocupado en asuntos secretos cuando uno se lo encuentra; incluso su chaqueta y su cuello raído no muestran señales del paso de los años. Estaba escribiendo en la biblioteca y yo me senté a su lado en nombre de la caridad divina, tras lo cual me insultó deliberadamente mientras tapaba sus anotaciones. Al parecer, tiene en sus manos algún brillante descubrimiento y sospecha que yo —¡con un libro de poemas editado en Bodley!— pretendo robárselo. Ha cosechado notables honores en la Universidad —me los enumeró precipitadamente, con una especie de estúpido entusiasmo, como si temiera que yo pudiera interrumpirle antes de haberme mencionado todos— y me habló largo y tendido sobre la obtención de su doctorado en ciencias, de la misma forma que uno podría hablar de subir a un coche. Y luego, con un insidioso tono comparativo, me preguntó por lo que yo estaba haciendo mientras su brazo se extendía nerviosamente —un verdadero brazo protector— sobre el papel que escondía la preciosa idea, su única idea prometedora. —Poesía —dijo—, poesía. ¿Y qué pretende enseñar con eso, Hicks? El pobre hombre es un embrión de catedrático de provincias, y yo doy gracias a Dios con devoción por haberme obsequiado con una preciosa indolencia, sin la cual podría haber seguido el camino hacia el doctorado en ciencias y la destrucción…». Me atrevo a pensar que esta curiosa viñeta atrapa a Filmer en el momento o en momentos cercanos al nacimiento de su descubrimiento. Hicks se equivocaba al pronosticar a Filmer una cátedra de provincias. La siguiente instantánea nos lo muestra disertando acerca de «la goma y sus sustitutos» en la Sociedad de Artes —había llegado a director de una importante fábrica de productos plásticos—, y ahora se sabe que en aquel tiempo era miembro de la Sociedad Aeronáutica, aunque no aportó nada en las discusiones de dicha corporación, pues prefería, sin duda, madurar su gran idea sin ayudas externas. Y a los dos años de aquella ponencia en la Sociedad de Artes se dedicó a sacar apresuradamente cierto número de patentes y a proclamar de forma muy poco seria la conclusión de las investigaciones divergentes que harían posible su máquina voladora. La primera declaración definitiva apareció en un mediocre vespertino, a través de la agencia de un individuo que se alojaba en la misma casa que Filmer. Esta precipitación final, después de una larga y laboriosa paciencia para mantener el secreto, parece haber sido debida a un pánico innecesario, pues Bootle, el célebre charlatán científico americano, había hecho una declaración que Filmer interpretó erróneamente como una anticipación de su idea. Ahora bien, ¿en qué consistía exactamente la idea de Filmer? En realidad era una idea muy simple. Antes de él, las búsquedas de los aeronáuticos habían seguido dos líneas divergentes: por una parte se habían construido globos —grandes aparatos más ligeros que el aire, de fácil ascenso y de descenso relativamente seguro, pero que flotaban impotentemente a merced de cualquier brisa que los impulsara—; y, por otra, se habían desarrollado máquinas voladoras que solo volaban en teoría —vastas estructuras planas más pesadas que el aire, impulsadas y mantenidas por pesados motores, y la mayoría de ellas se hacían pedazos al primer descenso—. Pero, dejando a un lado el hecho de que el inevitable desplome final las hacía imposibles, el peso de las máquinas voladoras ofrecía al menos una teórica ventaja: podrían navegar por el aire en sentido contrario al viento, una condición necesaria si la navegación aérea había de tener algún valor práctico. El mérito particular de Filmer consistió en descubrir la manera de que las ventajas opuestas, y hasta entonces incompatibles, del globo y la pesada máquina voladora pudieran ser combinadas en un único aparato, que sería, a voluntad, más pesado o más ligero que el aire. Las vejigas contráctiles de los peces y las cavidades neumáticas de los pájaros le brindaron los primeros ejemplos. Inventó un sistema de globos contráctiles y absolutamente cerrados que, al dilatarse, podrían elevar los actuales aparatos voladores con facilidad, y, al contraerse por medio de una complicada «musculatura» que Filmer había entretejido a su alrededor, quedarían casi completamente replegados en el interior del armazón; la estructura que sostenía estos globos fue construida con tubos huecos y rígidos que expulsaban el aire automática-mente por medio de un ingenioso dispositivo a medida que el aparato descendía, y que permanecían vacíos tanto tiempo como deseara el aeronauta. A diferencia de los aeroplanos precedentes, esta máquina no tenía alas o hélices, y el único motor que requería era el potente y compacto dispositivo, imprescindible para contraer los globos. Se dio cuenta de que un aparato como el que había inventado podría elevarse con la estructura vacía de aire y los globos dilatados a una altura considerable; y luego, podría contraer los globos y dejar que el aire penetrara en la estructura de tubos, de modo que al ajustar sus pesos se deslizara por el aire en la dirección deseada. A medida que descendiera, el aparato acumularía velocidad y, al mismo tiempo, perdería peso, y el impulso acumulado por el rápido descenso podría ser utilizado por medio de un desplazamiento de pesos para remontarse de nuevo gracias a la expansión de los globos. Esta concepción, que permanecía todavía dentro de los límites de la concepción básica de toda máquina voladora factible, necesitaba, sin embargo, un enorme despliegue de trabajos para coordinar los detalles, antes de que pudiera ser realizada definitivamente, y Filmer —como solía decir a los numerosos reporteros que se apiñaban a su alrededor en el apogeo de su fama— había llevado a cabo estos trabajos «generosa e incondicionalmente». Encontró una dificultad especial en el tejido elástico del globo contráctil. Comprendió que necesitaba un nuevo material, y para el descubrimiento y manufactura de este nuevo material, tuvo que realizar —como jamás dejó de recalcar a los reporteros— «un trabajo mucho más arduo que el que realicé para llegar a la conclusión definitiva de lo que parece ser mi mayor descubrimiento». Pero no vaya a creerse que estas entrevistas sucedieron inmediatamente después de que Filmer proclamara su invento. Transcurrieron cerca de cinco años, durante los cuales continuó tímidamente en la fábrica de goma —parece haber dependido por completo de estos pequeños ingresos desde que inició su investigación—, haciendo infructuosos intentos para convencer a un público bastante indiferente de que él había inventado realmente lo que había inventado. Dedicó la mayor parte de su tiempo libre a redactar cartas para la prensa diaria y científica, explicando con precisión el incuestionable resultado de sus investigaciones y demandando ayuda financiera. Esto último habría sido suficiente para suprimir sus cartas. Invirtió los días festivos de los que podía disponer en insatisfactorias entrevistas con los porteros de los principales periódicos de Londres —estaba muy poco dotado para inspirar confianza a los conserjes—, y se sabe con absoluta seguridad que intentó convencer al Ministerio de la Guerra para que patrocinara su invento. En dicho Ministerio se conserva todavía una carta confidencial del general Volleyfire al conde de Frogs. «El tipo en cuestión es un chiflado, y un pelota de la más baja categoría», dice el general con su típico estilo militar, populachero y sensato, y de este modo dio a los japoneses la oportunidad de asegurarse —tal y como hicieron posteriormente— la primacía en este aspecto de la guerra, primacía que, para mayor desventura nuestra, conservan todavía. Y entonces, gracias a un golpe de suerte, se descubrió que la membrana que había ideado Filmer para su globo contráctil era de gran utilidad para las válvulas de un nuevo motor de gasolina y consiguió los fondos necesarios para construir un modelo experimental de su máquina voladora. Renunció a su empleo en la fábrica de goma, dejó de escribir cartas, y, con esa especie de misterio que parece haber sido una característica inseparable de todos sus procedimientos, se puso a trabajar en el aparato. Todo parece indicar que dirigió la fabricación de sus diferentes elementos y que reunió la mayor parte de los mismos en su habitación de Shoreditch, pero el montaje final se llevo a cabo en Dymchurch, en el condado de Kent. No construyó el aparato con las dimensiones necesarias para transportar a un hombre, pero hizo un uso de lo más ingenioso de lo que en aquel entonces se llamaban ondas Marconi para controlar el vuelo. La primera incursión aérea de esta nueva máquina voladora se efectuó sobre unos campos de los alrededores de Burford Bridge, cerca de Hythe, en Kent, y Filmer siguió y controló el vuelo desde un triciclo de motor diseñado para tal efecto. Considerando todas las circunstancias, el vuelo tuvo un éxito asombroso. El aparato fue transportado en una carreta de Dymchurch a Burford Bridge, donde se elevó a una altura cercana a los trescientos pies; desde allí descendió hasta las proximidades de Dymchurch, detuvo su descenso, se remontó de nuevo, describió un círculo y, finalmente, cayó sin daños considerables en un campo situado detrás de la posada de Burford Bridge. En el descenso sucedió algo muy curioso. Filmer abandonó su triciclo, trepó por el dique intermedio, avanzó unos veinte metros hacia su triunfo, extendió los brazos con gesticulaciones extrañas y se desplomó sin conocimiento. Más tarde, todos pudieron recordar la palidez de sus facciones y las muestras de extrema agitación que habían observado durante el desarrollo de la prueba, cosa que, de no haber ocurrido el incidente, habrían olvidado. Después, en la posada, Filmer tuvo un arrebato indescriptible de llanto histérico. En total no hubo más de veinte testigos del suceso, y la mayor parte eran hombres sin educación. El médico de New Romney vio el ascenso, pero no el descenso, pues su caballo se asustó con el aparato eléctrico del triciclo de Filmer y le ocasionó una terrible caída. Dos miembros de la policía de Kent contemplaron de forma extraoficial la aventura desde una carreta. Un tendero que estaba visitando la región en busca de pedidos y dos señoritas en bicicleta parecen completar la lista de personas instruidas. También se encontraban presentes dos informadores; uno representaba a un diario de Folkestone, y el otro no era más que un reportero de cuarta categoría, un periodista de «simposio», cuyos gastos, Filmer, ansioso de una publicidad adecuada —y ahora por fin se daba cuenta de cuál era la forma más adecuada de conseguir esa publicidad—, había pagado. Era uno de esos escritores que pueden darle un tono convincente de irrealidad a los sucesos más verosímiles, y su semicómico relato del acontecimiento apareció en el suplemento de un diario popular. Pero, por fortuna para Filmer, los métodos coloquiales de este individuo eran más convincentes. Fue a ofrecer alguna aburrida crónica adicional sobre el tema a Banghurst, propietario del New Papery uno de los hombres mejor dotados y menos escrupulosos del periodismo londinense; y Banghurst se aprovechó inmediatamente de la situación. El reportero desaparece de la narración, sin duda muy dudosamente remunerado, y Banghurst, el propio Banghurst —papada, traje de sarga gris, abdomen, voz, gestos y demás—, aparece en Dymchurch siguiendo los consejos de su larga e inigualable nariz periodística. Con una sola mirada había adivinado todo el asunto, lo que era en ese momento y lo que podría llegar a ser. El caso es que con su intervención, las investigaciones de Filmer, mantenidas en secreto tanto tiempo, alcanzaron la fama. Instantáneamente y de la forma más espléndida se convirtió en un Boom. Cuando uno revuelve los archivos de los periódicos del año 1907, comprueba con incredulidad lo repentino y delirante que debió de ser el boom en aquellos días. Los periódicos de julio no saben nada sobre navegación aérea, ni ven nada en la navegación aérea, manifestando con tan elocuente silencio que los hombres jamás querrían, podrían, o deberían volar. En agosto, la navegación aérea y los paracaídas, y las tácticas aéreas y el gobierno japonés, y Filmer y de nuevo la navegación aérea, sustituyen a la guerra de Yunnan y las minas de oro de la alta Groenlandia en las primeras páginas. Y Banghurst había dado diez mil libras esterlinas, y, un poco más tarde, cinco mil libras más, y había consagrado sus ilustres y espléndidos —aunque estériles hasta entonces— laboratorios privados y una cantidad de acres de los terrenos cercanos a su residencia privada en las colinas de Surrey a la conclusión enérgica y fulminante —estilo Banghurst— de una máquina voladora practicable del tamaño apropiado. Entretanto, a la vista de las multitudes privilegiadas que se agolpaban en el jardín amurallado de la residencia urbana de Banghurst en Fulham, Filmer era exhibido en recepciones semanales al aire libre, en las que ponía a prueba las cualidades de su modelo. Con un coste inicial enorme, pero con beneficio final, el New Paper ofreció a sus lectores un precioso documento fotográfico de la primera de estas funciones. En este punto, la correspondencia entre Arthur Hicks y su amigo Vance, viene de nuevo en nuestra ayuda. «Vi a Filmer en el esplendor de su gloria —escribe con el preciso toque de envidia acorde con su situación de poeta pasado de moda—. El tipo aparece peinado y afeitado, y vestido a la moda de una Real Institución de Conferenciantes de Sobremesa, con el último grito en levitas y botines de charol, y, en general, su comportamiento oscila entre el de un grave y solitario hombre de ciencia y el de un asustado y tímido patoso cruelmente expuesto al ridículo. No hay el más leve toque de color en la piel de su rostro; su cabeza sobresale hacia delante y esos extraños y pequeños ojos de color ámbar espían furtivamente a su alrededor para preservar su fama. Sus ropas están perfectamente cortadas y, sin embargo, le sientan como si las hubiese comprado de confección. Todavía habla mascullando entre dientes, pero se percibe confusamente que dice cosas en tono agresivo, y retrocede instintivamente hasta las últimas filas de los grupos en cuanto Banghurst desaparece durante un minuto, y cuando pasea por los prados de Banghurst se observa que está un tanto sofocado y que se mueve nerviosamente, apretando sus blancas y débiles manos. Se encuentra en un estado de tensión, de horrible tensión. Y es el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo… ¡El más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo! Lo que más choca de él es que no da la impresión de haberse esperado jamás, y en ningún caso, nada parecido a esto. Banghurst está en todas partes, el enérgico Maestro de Ceremonias con su pequeña gran presa, y yo juraría que nos tendrá a todos en sus tierras antes de que Filmer finalice su ingenio. Ayer había cazado al primer ministro, y Filmer —¡bendita sea su alma!— no parecía especialmente inflado, para ser una ocasión tan importante. ¡Imagínatelo! ¡Filmer! ¡Nuestro oscuro y plebeyo Filmer! ¡La Gloria de la Ciencia Británica! Las duquesas se apiñan a su alrededor; las hermosas y atrevidas damas de la nobleza —por cierto, ¿has notado lo perspicaces que se han vuelto las grandes damas?— le dicen con sus hermosas y claras voces: »—Oh, Mr. Filmer, ¿cómo ha sido capaz de inventar esto? »Los hombres vulgares, que viven al margen de las cosas, están demasiado aislados para responder ingeniosamente. Uno se imagina una respuesta al modo de una interview: »—Trabajando duramente y sin descanso, Madame, y, tal vez… no lo sé… tal vez, gracias a cierta capacidad personal». Hasta aquí el testimonio de Hicks. El suplemento fotográfico del New Paper está en perfecta armonía con la descripción. En una de las imágenes, la máquina desciende hacia el río y, debajo de ella, a través de un claro entre los olmos, aparece el campanario de la iglesia de Fulham; en otra, Filmer está sentado ante sus baterías de control, y los hombres poderosos y las mujeres hermosas de la tierra permanecen de pie a su alrededor, con Banghurst al fondo, que muestra un aire modesto, pero decidido. La instantánea del grupo es extraordinariamente oportuna. Tapando gran parte de Banghurst, y mirando hacia Filmer con expresión triste y especulativa, aparece Lady Mary Elkinghorn, todavía hermosa, a pesar de su aire de escándalo y de sus treinta y ocho años, y, además, la única persona que no parece estar pendiente de la cámara que está a punto de retratarlos. Hasta aquí hemos dado muchos detalles superficiales de la historia de Filmer, pero, al fin y al cabo, son solo detalles superficiales. En cuanto a lo que interesa realmente del caso, uno se encuentra sumido necesariamente en la oscuridad. ¿Cómo se sentía Filmer en aquella época? ¿Cuál era la intensidad de cierto sentimiento desagradable que se alojaba en el interior de su nueva y elegante levita? Aparecía en los periódicos de medio penique, en los de penique, en los de seis peniques y publicaciones similares algo más caras, y era reconocido en el mundo entero como «el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo». Había inventado una máquina voladora factible y, día tras día, la construcción de un modelo de dimensiones apropiadas se llevaba a cabo en las colinas de Surrey. Y cuando estuviera terminado, se esperaba, como consecuencia clara e inevitable de haberlo inventado y realizado —y desde luego, a todo el mundo le parecía indudable y no había el menor resquicio para la duda en este vaticinio universal—, que el propio Filmer se subiría a bordo con orgullo y entusiasmo, se remontaría con ella por los aires y volaría. Pero ahora sabemos con absoluta certeza que el simple orgullo y el entusiasmo para afrontar una acción desemejante naturaleza, no estaban en armonía con la constitución particular de Filmer. En aquel entonces no se le ocurrió a nadie, pero lo cierto es que así era. Ahora podemos suponer con entera confianza que la idea de volar debió de originar en su espíritu una constante zozobra durante el día, y, por una carta que envió a su médico quejándose de un insomnio persistente, tenemos una sólida razón para suponer que la zozobra dominó también sus noches. Al fin y al cabo, la idea de revolotear en el vacío a mil pies de altura, tenía que parecerle a Filmer abominablemente angustiosa, incómoda y peligrosa. Ya desde el principio, por la época en que fue proclamado el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo, debió de haberle atormentado la visión de acometer una empresa semejante, y con un vacío inmenso bajo sus pies. Es posible que alguna vez, en su juventud, hubiera sentido vértigo desde una gran altura, o sufrido una caída excesivamente desafortunada; o, quizá, el hábito de dormir en una mala postura hubiera desembocado en la desagradable pesadilla de la caída en el vacío, que todo el mundo conoce, infundiéndole ese horror. De lo que no cabe la menor sombra de duda ahora es de la intensidad de ese horror. Aparentemente, en los primeros tiempos de su investigación jamás se había planteado la obligación de volar; la máquina había sido su meta, pero ahora las cosas habían sobrepasado los límites de su meta y, particularmente, aquella vertiginosa ascensión por los aires. Era un Inventor y había Inventado. Pero no era un Aeronauta, y solo ahora empezaba a darse cuenta con claridad de que todo el mundo esperaba que volara. Y sin embargo, por más que la idea ocupara constantemente su imaginación, no dio ninguna muestra de ello hasta el último momento. Entretanto, iba de un lado a otro en los espléndidos laboratorios de Banghurst; era entrevistado y celebrado, vestía a la moda, comía suculentos manjares y vivía en un piso elegante, pegándose un atracón de tan espléndida, inmoderada y saludable Fama y Exito, como jamás un hombre, muerto de hambre durante tantos años como él había estado, habría soñado pegarse. Las reuniones semanales de Fulham cesaron al cabo de un tiempo. Cierto día, el modelo se había negado por unos momentos a obedecer los controles de Filmer, o tal vez éste se distrajera a causa de las bendiciones de un arzobispo. El caso es que, de repente, en el preciso instante en que el arzobispo se embarcaba en una cita latina, como si fuera un arzobispo de novela, el aparato hundió el morro en el aire y fue a caer en la carretera de Fulham, a tres yardas del caballo de un ómnibus. Durante cosa de un segundo se mantuvo en suspenso, asombrando a los presentes con su asombroso comportamiento. Luego se desplomó, estalló en pedazos, y el caballo del ómnibus fue asesinado accidentalmente. Filmer se perdió el final de la bendición arzobispal. Se levantó y se quedó mirando cómo su invento caía fuera del alcance de su mirada. Sus largas y pálidas manos permanecían aferradas a su inútil aparato. El arzobispo siguió el recorrido de la mirada de Filmer por el cielo con una aprensión impropia de un arzobispo. Después, el estallido, los pitos y el escándalo, mitigaron la tensión de Filmer. —¡Dios mío! —susurró, y se sentó. Casi todos los demás miraban sorprendidos hacia el cielo para ver por dónde había desaparecido la máquina; algunos corrían hacia la casa. La construcción de la máquina grande se aceleró después de este accidente. Filmer dirigía la construcción, siempre con cierta lentitud y ademanes muy cuidados, siempre con una preocupación creciente en su espíritu. Las precauciones que tomó respecto a la resistencia y seguridad del modelo fueron prodigiosas. A la menor señal de duda detenía todos los trabajos hasta que la pieza fuera reemplazada. Wilkinson, su ayudante principal, echaba pestes cada vez que se producían estas interrupciones, la mayor parte de las cuales, insistía, eran innecesarias. Banghurst ensalzaba la paciente exactitud de Filmer en el New Paper —aunque le injuriaba implacablemente cuando estaba con su mujer— y MacAndrew, el segundo ayudante, acreditaba la sabiduría de Filmer. —No queremos que se produzca un fiasco —decía—. Filmer es extremadamente prudente. Y siempre que se presentaba una oportunidad, Filmer explicaba con total precisión a Wilkinson y a MacAndrew cómo tenía que ser controlado y manejado cada componente de la máquina voladora, de manera que estuvieran realmente tan capacitados, o más, para conducirla a través de los cielos cuando llegara el momento. Ahora pienso que si Filmer, ante esta comedia, hubiera sido capaz de determinar exactamente cuáles eran sus sentimientos y adoptar una línea de conducta definida respecto al tema de su ascensión, podría haber eludido esa penosa prueba con facilidad. Si hubiera tenido esto claro, podría haber hecho un sinfín de cosas. Seguramente habría encontrado sin dificultad un especialista que certificara que tenía el corazón débil, o alguna afección gástrica o pulmonar, para impedir el vuelo —y esta es precisamente la actitud que no adoptó, lo cual no deja de asombrarme—; o podría, si hubiera sido un hombre de más carácter, haber declarado simple y llanamente que no tenía intención de hacer tal cosa. Aunque el terror estaba constantemente presente en su espíritu, el hecho es que no se planteaba con claridad y precisión el problema. Supongo que durante todo aquel periodo no dejó de decirse que, cuando llegara el momento, se encontraría a la altura de las circunstancias. Era como un hombre paralizado por una grave enfermedad, que dice estar un poco indispuesto, pero que espera sentirse mejor al cabo de un rato. Entretanto, retrasaba la terminación de la máquina y dejaba que arraigara y creciera a su alrededor la presunción de que él iba a tripularla. Incluso aceptó elogios anticipados por su valor. Y, dejando a un lado sus aprensiones secretas, no cabe duda de que todas las alabanzas, distinciones y aclamaciones que recibió le parecieron una droga deliciosa y embriagadora. Lady Mary Elkinghorn consiguió que las cosas se le complicaran un poco más. El origen de aquello fue tema de inagotables especulaciones para Hicks. Es probable que al principio ella se mostrara un tanto «amable» con Filmer, haciendo gala de esa imparcial parcialidad tan suya, y es posible que a sus ojos —y debido al hecho de que se destacara tan notoriamente mientras dirigía su monstruo hacia los cielos— Filmer hubiera adquirido una distinción que Hicks no estaba dispuesto a concederle. Sea como sea, debieron de disponer ambos de un momento de aislamiento, y el gran Inventor de un momento de valor suficiente para que algo de índole un poco más personal fuera revelado o declarado entre dientes. De cualquier modo, es indudable que empezó, y no tardó en ser observado por una clase de gente acostumbrada a encontrar en los actos de Lady Mary Elkinghorn un motivo de diversión. Esto complicó las cosas, porque, el estado amoroso en un espíritu tan virginal como el de Filmer, tenía que reforzar su determinación —si no lo suficiente, al menos en grado considerable— de afrontar un peligro que le horrorizaba, y le impediría además cualquier tentativa de evasión que, en realidad, habría sido lo lógico y natural. Sigue siendo tema de especulación saber cuáles eran exactamente los sentimientos de Lady Mary hacia Filmer y lo que realmente pensaba de él. A los treinta y ocho años, uno puede haber acumulado bastante sabiduría, y no ser todavía sabio del todo; y, además, la imaginación funciona aún con actividad suficiente para crear espejismos y aspirar a lo imposible. Filmer aparecía ante sus ojos como un personaje de capital importancia —y eso siempre cuenta— y, al parecer, estaba dotado de poderes únicos, al menos en el aire. Su actuación con el modelo tenía un aire de fascinación que lo equiparaba con un potente conjuro, y las mujeres han mostrado siempre una insensata disposición a imaginar que cuando un hombre tiene poderes, ha de tener necesariamente Poder. De este modo, cualquier imperfección en la apariencia o los modales de Filmer, se convertía en un mérito añadido. Era modesto, odiaba la ostentación, pero cuando llegara el momento en que se necesitaran verdaderas cualidades, entonces… ¡entonces se vería! La difunta Mrs. Bampton creyó prudente comunicar a Lady Mary su opinión de que Filmer, considerando todas las cosas, era más bien un «gusano». —Ciertamente, es un tipo de hombre que no había conocido hasta ahora —dijo Lady Mary con imperturbable serenidad. Y Mrs. Bampton, después de lanzar una rápida e imperceptible mirada hacia aquella serenidad, decidió que por lo que se refería a comunicarle sus prevenciones a Lady Mary, había hecho cuanto se podía esperar de ella. Pero a los demás les dijo un montón de cosas. Y por fin, sin excesiva o impropia precipitación, amaneció el día, el gran día, en el que Banghurst había prometido a su público —el mundo entero en realidad— que la navegación aérea sería definitivamente dominada y superada. Filmer lo vio amanecer; acechó incluso en la oscuridad antes de que amaneciera y vio cómo se apagaban las estrellas y cómo los grises y nacarados tonos rosáceos daban paso al claro azul celeste de un día radiante y despejado. Lo contempló desde la ventana de su dormitorio situado en el ala recién construida de la residencia estilo Tudor de Banghurst. Y a medida que las estrellas se desvanecían y las formas y sustancias de las cosas surgían de la amorfa oscuridad, debió de ver con creciente claridad los preparativos de la fiesta en el parque, más allá de los grupos de hayas cercanos al pabellón verde, las tres tribunas levantadas para los espectadores privilegiados, la nueva y reluciente valla del recinto, los cobertizos y los talleres, los mástiles venecianos y los ondeantes pabellones que Banghurst había considerado indispensables… Y en medio de todas aquellas cosas se destacaba, lánguida y funesta en la plácida aurora, una gran forma cubierta con una lona. Un extraño y terrible presagio para la humanidad se ocultaba bajo aquella forma, un destello inicial que había de propagarse y ensancharse y transformar y dominar con seguridad todos los acontecimientos de la vida humana; pero es indudable que Filmer solo lo veía en aquellos momentos bajo una perspectiva estrecha y personal. Muchas personas le oyeron pasearse a altas horas de la noche, pues la vasta mansión estaba atestada de huéspedes invitados por su propietario editor que, ante todo, creía en el aprovechamiento del espacio. Y hacia las cinco de la mañana, si no antes, Filmer abandonó su habitación y se alejó de la dormida mansión y deambuló por el parque, donde, a esa hora, no había nada más que la luz del sol, los pájaros, las ardillas y los gamos. MacAndrew, que era también un hombre madrugador, se encontró con él cerca de la máquina y se fueron juntos a echar un vistazo. No se sabe si Filmer desayunó algo, a pesar de las recomendaciones de Banghurst. Parece ser que tan pronto como los invitados empezaron a deambular en número creciente, Filmer se retiró a su habitación. De allí se fue, a eso de las diez, hacia los setos, probablemente porque había visto a Lady Mary Elkinghorn. Se paseaba de acá para allá conversando alegremente con su vieja amiga de colegio, Mrs. Brewis-Craven y, aunque Filmer no había visto nunca a ésta última, se unió a ellas y paseó a su lado durante un rato. A pesar de la elocuencia de Lady Mary, se produjeron varios momentos de silencio. La situación era complicada y Mrs. Brewis-Craven no acertaba a vencer esa complicación. —Me dio la impresión —dijo después, incurriendo en una flagrante contradicción— de que era un ser muy desgraciado, que tenía algo que decir y, sobre todo, necesitaba que le ayudaran a decirlo. Pero ¿cómo iba una a ayudarle si no se podía adivinar de qué se trataba? A las once y media, los recintos reservados para el público en el parque exterior estaban atestados; había una corriente intermitente de carruajes a lo largo de la franja que rodeaba el parque, y los invitados de la casa estaban diseminados por el césped, los setos y las esquinas del parque interior, en una sucesión de grupos vistosamente ataviados, atentos todos ala máquina voladora. Filmer paseaba en un grupo de tres, con Banghurst, que hacía gala de una suprema y visible felicidad, y Sir Theodore Hickle, presidente de la Sociedad Aeronáutica. Mrs. Banghurst les seguía a poca distancia, en compañía de Lady Mary Elkinghorn, Georgina Hickle y el deán de Stays. Banghurst monopolizaba la conversación y Hickle rellenaba inmediatamente los pocos intersticios que dejaba con observaciones complementarias dirigidas a Filmer. Y Filmer caminaba entre ellos sin decir una palabra, excepto cuando se hacía inevitable una respuesta. Detrás, Mrs. Banghurst gozaba de la conversación admirablemente tramada y proporcionada del deán, con esa palpitante atención hacia el alto clero que diez años de promoción y supremacía social no habían podido borrar de su espíritu; y Lady Mary contemplaba, sin duda con una entera confianza en el hombre que había de desilusionar al mundo, los hombros caídos de esa clase de hombre que no había conocido hasta entonces. Cuando el grupo principal llegó a la vista del público, se produjeron algunos aplausos, tal vez no demasiado unánimes ni estimulantes. Se habían acercado a unos cincuenta metros del aparato, cuando Filmer lanzó una impaciente mirada por encima del hombro para medir la distancia que le separaba de las mujeres que venían detrás, y se atrevió entonces a hacer el primer comentario que pronunciaban sus labios desde que salieron de la mansión. Su voz era un poco ronca, y cortó a Banghurst en medio de una sentencia sobre el Progreso. —Oiga, Banghurst —dijo, y se calló. —¿Sí? —dijo Banghurst. —Quisiera… —se humedeció los labios—. No me siento bien. Banghurst se paró en seco. —¿Qué? —gritó. —Una sensación extraña —Filmer hizo ademán de moverse, pero Banghurst seguía inmóvil—. No sé. Tal vez me encuentre mejor dentro de un minuto. Si no… quizá… MacAndrew… —¿No se encuentra bien? —dijo Banghurst, y clavó su mirada en el pálido rostro de Filmer—. ¡Querida! —añadió en el preciso instante en que Mrs. Banghurst se acercaba a ellos—. Filmer dice que no se siente bien. —Un pequeño malestar —exclamó Filmer, eludiendo la mirada de Lady Mary—. Puede que se me pase… Se produjo un silencio. Filmer pensó que era la persona más desamparada del mundo. —En cualquier caso —dijo Banghurst—, la ascensión debe ser efectuada. Tal vez, si se sentara en algún sitio durante un rato… —Es por la muchedumbre, creo —dijo Filmer. Se produjo una segunda pausa. Los ojos de Banghurst se posaron en Filmer, escrutándole, y después recorrieron la masa de público del recinto. —Qué inoportuno —dijo Sir Theodore Hickle—; pero todavía… supongo… sus ayudantes… Desde luego, si no se encuentra en condiciones y está indispuesto… —No creo que Mr. Filmer permita eso ni por un solo instante —dijo Lady Mary. —Pero si a Mr. Filmer le fallan los nervios… Incluso puede ser peligroso para él intentarlo… —dijo Hickle, y tosió. —Precisamente porque es peligroso… —comenzó Lady Mary, y creyó que había expresado con suficiente claridad su punto de vista y el de Filmer. Filmer se debatía entre motivos contradictorios. —Creo que debo subir —dijo, mirando al suelo. Levantó la vista y se encontró con los ojos de Lady Mary. —Quiero subir —dijo, y le sonrió débilmente. Después se volvió hacia Banghurst. —Si pudiera sentarme durante un rato en algún sitio apartado de la muchedumbre y el sol… Por fin, Banghurst empezó a comprender el caso. —Venga a mi habitación del pabellón verde —dijo—. Allí hace bastante fresco. Cogió a Filmer del brazo. Filmer se volvió de nuevo hacia Lady Mary Elkinghorn. —Me pondré bien en cinco minutos —dijo—. Estoy tremendamente apenado… Lady Mary Elkinghorn le sonrió. —No podía imaginar… —le dijo a Hickle, y cedió a la fuerza del tirón de Banghurst. El resto del mundo se quedó mirando a los dos que se alejaban. —Es tan frágil —dijo Lady Mary. —Es un hombre extremadamente nervioso —dijo el deán, cuya debilidad consistía en considerar «neurótico» a todo el mundo, a excepción de los clérigos casados y con familia numerosa. —Desde luego —dijo Hickle—, no es absolutamente necesario que vuele por el mero hecho de haber inventado… —¿Podría ser de otra manera? —preguntó Lady Mary, con una débil mueca de desprecio. —Ciertamente, sería de lo más desafortunado que cayera enfermo ahora —dijo Mrs. Banghurst con severidad. —No se pondrá enfermo —dijo Lady Mary, que había recibido la mirada de Filmer. —Se recuperará —decía Banghurst mientras caminaban hacia el pabellón—. Todo lo que necesita es un trago de brandy. Tiene que ser usted, ¿comprende? Y será usted… Lo pasará muy mal si permite que otro hombre… —¡Oh! Quiero hacerlo yo —dijo Filmer—. Me recuperaré. De hecho, estoy casi dispuesto ahora… ¡No! Creo que primero tendré que tomar ese trago de brandy. Banghurst le instaló en la habitación y destapó una licorera vacía. Después salió en busca de brandy de repuesto. Estuvo fuera cerca de cinco minutos. La historia de esos cinco minutos no puede ser escrita. Los espectadores situados en el ala oriental de las tribunas levantadas para el público pudieron ver a intervalos la cara de Filmer pegada contra los cristales de la ventana, mirando hacia el exterior con ojos desorbitados y, después, alejarse y desvanecerse. Banghurst desapareció gritando por detrás de la tribuna principal, e inmediatamente apareció el mayordomo, que se dirigía hacia el pabellón con una bandeja. La habitación en donde Filmer tomó su última decisión era una pieza confortable, amueblada de forma muy simple, con muebles de color verde y un escritorio antiguo, pues Banghurst era sencillo en sus costumbres privadas. Estaba decorada con pequeños grabados de estilo Morland, y había también un estante con libros. Pero sucedió que Banghurst había dejado un rifle pequeño con el que a veces se entretenía encima de la mesa, y en una esquina de la chimenea había una lata que contenía tres o cuatro cartuchos. Mientras Filmer se paseaba de un lado a otro de la habitación luchando con su intolerable dilema, se dirigió en primer lugar hacia el insinuante rifle que se hallaba atravesado sobre el cartapacio que había encima de la mesa, y después hacia la insinuante etiqueta roja: .22 LARGO La idea debió de penetrar en su cerebro en un instante. Al parecer, nadie relacionó el sonido con él, aunque el rifle, al ser disparado en un espacio tan reducido, tuvo que haber resonado estrepitosamente, y eso que había varias personas reunidas en la sala de billar, que estaba separada tan solo por un delgado tabique de yeso de la habitación donde se encontraba Filmer. Pero en cuanto el mayordomo de Banghurst abrió la puerta y percibió el acre olor a humo, comprendió, dijo, lo que había sucedido. Al menos los sirvientes de la mansión de Banghurst habían presentido que sucedía algo en el espíritu de Filmer. Durante toda aquella penosa tarde, Banghurst se comportó tal y como creía que un hombre había de comportarse al enfrentarse con un desastre irremediable, y la mayoría de los invitados hicieron bien en no insistir sobre el hecho —aunque les resultaba imposible disimular ciertas perspicacias— de que Banghurst había sido timado por el suicida de la forma más elaborada y completa. El público que llenaba el recinto, según me contó Hicks, se dispersó «como una fiesta que ha sido echada a perder por un patoso», y, al parecer, no había un alma en el tren de regreso a Londres que no supiera desde el principio que la navegación aérea era una aventura imposible para el hombre. —Pero, después de haber llegado tan lejos —decían algunos—, podía haberlo intentado. Por la noche, cuando se quedó relativamente solo, Banghurst perdió la serenidad y se desmoronó como un ídolo de barro. Me han dicho que lloró, lo cual debió de ser un espectáculo impresionante. Y se sabe con absoluta seguridad que dijo que Filmer había arruinado su vida, y que ofreció y vendió el aparato completo a MacAndrew por media corona. —He estado pensando que… —dijo MacAndrew a la conclusión del negocio, pero se calló. A la mañana siguiente el nombre de Filmer era por primera vez menos visible en el New Paper que en cualquier otro diario del mundo. El resto de los informadores del globo terráqueo, con un énfasis que variaba de acuerdo a su dignidad y grado de competencia con el New Paper, proclamaban el «completo fracaso de la Nueva Máquina Voladora» y el «suicidio del Impostor». Pero en la región septentrional de Surrey la acogida de las noticias era mitigada por la percepción de fenómenos aéreos insólitos. La noche anterior Wilkinson y MacAndrew se habían enzarzado en una violenta discusión sobre los motivos exactos de la insensata decisión de su jefe. —Es cierto que era muy poca cosa, un cobarde, pero en lo que se refiere a su ciencia, no era un impostor —dijo MacAndrew—, y yo estoy dispuesto a hacer una demostración práctica de esta verdad, Mr. Wilkinson, tan pronto como podamos disfrutar de algo de tranquilidad, pues no tengo ninguna fe en todo este despliegue publicitario para las pruebas experimentales. Y con este objetivo, mientras el mundo entero se dedicaba a leer las noticias referentes al fracaso de la nueva máquina voladora, MacAndrew se elevó hacia los cielos y describió curvas de gran amplitud y mérito sobre los campos de Epsom y Wimbledon; y Banghurst, que había recuperado una vez más la esperanza y la energía, sin prestar atención a la seguridad pública ni al Ministerio de Comercio, seguía de cerca sus evoluciones e intentaba atraer la atención del aeronauta desde un automóvil, y en pijama —pues había contemplado la escena de la ascensión en el momento en que levantaba la persiana de la ventana de su dormitorio—, equipado, entre otras cosas, con una máquina fotográfica que más tarde se comprobó que estaba estropeada. Y Filmer yacía sobre la mesa de billar del pabellón verde con una sábana sobre su cuerpo. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La floración de la extraña orquídea
Cuento
—No hay nadie que haya sido un dios —dijo el hombre de piel tostada—. Y sin embargo eso me sucedió a mí, entre otras cosas. Yo le di a entender que agradecía su condescendencia al hablar conmigo. —Una cosa así acaba con la ambición, ¿no cree? —dijo el hombre de piel tostada—. Yo fui uno de los hombres que rescataron del naufragio del Pionero del Océano. ¡Maldición! ¡Cómo vuela el tiempo! Sucedió hace veinte años. Dudo que usted recuerde algo sobre el Pionero del Océano. El nombre me resultaba familiar y traté de recordar cuándo y dónde lo había leído. ¿El Pionero del Océano? —Recuerdo algo sobre polvo de oro —dije con cierta gravedad—, pero no sé exactamente… —Eso es —dijo—. Se hundió en un maldito canal donde no tenía nada que hacer, salvo huir de los piratas. Sucedió antes de que acabaran con ese oficio. Probablemente, en otro tiempo hubo allí volcanes, o algo parecido, pues todas las rocas estaban situadas en lugares inoportunos. Hay zonas en Soona en las que es necesario ir acechando cada roca para adivinar por dónde va a salir la próxima. Se hundió veinte brazas en menos de lo que canta un gallo, con cuarenta mil libras esterlinas en oro a bordo, según se dijo, en polvo o en otra forma. —¿Hubo supervivientes? —Tres. —Ahora recuerdo el caso —dije—. Se hicieron algunos trabajos de rescate… Al oír la palabra rescate, el hombre de piel tostada estalló en improperios con un lenguaje tan extremadamente horrible que me quedé estupefacto. Después bajó el tono, empleando maldiciones algo más ordinarias, pero se contuvo bruscamente. —Perdóneme —dijo—, pero… ¡rescate! Se inclinó hacia mí. —Yo participé en aquel trabajo —dijo—. Pretendía hacerme rico, y en vez de eso, me vi convertido en dios. Yo tengo mis sentimientos… —No todo es miel en la vida de un dios —continuó el hombre de piel tostada, y durante un rato siguió hablando por medio de análogos axiomas sentenciosos, pero inútiles. Por fin reanudó su historia. —Allí estaba yo —dijo el hombre de piel tostada—, y un marinero llamado Jacobs, y Always, el piloto del Pionero del Océano. Fue él quien planeó todo el negocio. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo, cuando estábamos en el bote y nos sugirió la idea con una sola frase. Tenía una prodigiosa habilidad para plantear las cosas. «Había cuarenta mil libras esterlinas en el barco —dijo—, y a mí me toca decir el lugar exacto donde se hundió». No se necesita mucha sesera para comprender lo que eso significaba. Y él fue quien dirigió la cosa, desde el principio hasta el final. Echó mano de los Sanders y de su bergantín; eran hermanos, y el bergantín se llamaba el Orgullo de Banya. Y compró el traje de buzo; uno de segunda mano con un aparato de aire comprimido en lugar del sistema de bomba. Habría hecho de buzo también si el sumergirse en el agua no hubiera dañado su salud. Y, entretanto, la gente encargada del rescate perdía el tiempo con una carta de navegación que él mismo había falsificado —con su solemnidad habitual— por Starr Race, a ciento veinte millas de distancia. »Puedo asegurarle que formábamos un grupo de lo más feliz a bordo de aquel bergantín, todo el día entre bromas, bebidas y esperanzas de lo más optimistas. Nos parecía todo tan ingenioso, tan bien planeado, tan sencillo… o como dicen los tipos poco finos: «un asunto limpio». Nos entreteníamos haciendo conjeturas sobre lo que estaría sacando el otro grupo de benditos, los verdaderos encargados del rescate, que habían salido dos días antes que nosotros, y nos partíamos de risa. Íbamos todos juntos en la cabina de los Sanders —una curiosa tripulación formada por oficiales y ni un solo marinero—, y la escafandra, que estaba también allí, esperando su turno. El joven Sanders era uno de esos tipos bromistas y, a decir verdad, había algo cómico en aquel condenado engendro, con su monstruosa cabeza y su insistente mirada, y el joven Sanders nos hizo reparar en ello. Solía llamarle «Jimmy Goggles» y hablaba con él como si fuera un cristiano. Le preguntaba si estaba casado, y qué tal se encontraba la señora Goggles y los pequeños Goggles. Era para morirse de risa. Todos los benditos días bebíamos a la salud de Jimmy Goggles y le desmontábamos el ojo y le echábamos un vaso de ron dentro hasta que, en lugar de aquel repugnante olor a goma impermeable, desprendía un perfume tan agradable como el de un barril de ron. Pasábamos ratos divertidos en aquellos días, créame, sin sospechar —¡pobres desgraciados!— lo que se nos venía encima. »Está claro que no íbamos a echar a perder nuestra suerte por una estúpida precipitación, como usted comprenderá, de modo que empleamos todo un día haciendo sondeos en la ruta que nos llevaba al lugar donde el Pionero del Océano se había hundido, justamente entre dos masas de rocas inestables de color grisáceo, sin duda rocas de origen volcánico, que apenas sobresalían del agua. Tuvimos que desviarnos casi media milla para encontrar un anclaje seguro, y entonces se produjo una ensordecedora trifulca para determinar quién se tendría que quedar a bordo. Y el barco estaba allí, tal y como se había hundido, de manera que la parte superior de los mástiles se distinguía perfectamente. Decidimos ir todos en el bote y la bronca se terminó. Yo descendí con la escafandra el viernes por la mañana, en cuanto hubo luz. »¡Menuda sorpresa me llevé! Me parece estar viéndolo ahora mismo con absoluta nitidez. Era un paraje muy extraño y en ese momento empezaba a alborear. La gente de por aquí cree que en los trópicos no hay más que playas lisas, y palmeras, y olas. ¡Estúpidos! Aquel paraje, por ejemplo, no tenía ni una pizca de tales maravillas. No había rocas normales, desgastadas por las olas, sino enormes bancos retorcidos como montañas de escoria, con un légamo verde debajo y arbustos y cosas por el estilo encima que se movían de aquí para allá; y el agua transparente, clara y lisa, que mostraba una especie de sucio resplandor gris negruzco, con enormes y fulgurantes algas de color rojo intenso que se desplegaban inmóviles, y a través de las cuales pasaban seres serpenteantes y veloces. Y más allá de los canales, los charcos y las masas de rocas había un bosque en la falda de una montaña, que volvía a crecer después de la lluvia de fuego y cenizas de la última erupción. Y al otro lado había otro bosque y una especie de accidentado… —¿Cómo se dice? Anfi…teatro de lava negra y herrumbrosa que se elevaba por encima de todo lo demás, en medio del cual el mar formaba una pequeña bahía. »Como le he dicho, la aurora estaba despuntando y apenas había color en las cosas. Aparte de nosotros no se veía ningún ser humano, ni arriba ni abajo del canal. Solo el Orgullo de Banya, que se encontraba más allá de un grupo de rocas, hacia alta mar. —No se veía ningún ser humano —repitió. Hizo una pausa y continuó: »No sé de dónde salieron, no me lo explico. Nos sentíamos tan seguros pensando que nos encontrábamos solos, que el joven Sanders se puso a cantar. Yo estaba dentro de Jimmy Goggles, solo me faltaba el casco. «Despacio —dijo Always—, ahí está el mástil». Y, después de echar un vistazo por encima de la borda, cogí la monstruosa cabeza y a punto estuve de caerme al agua cuando el viejo Sanders hizo virar el bote. Una vez que las ventanillas fueron atornilladas y todo dispuesto, cerré la válvula del cinturón neumático para facilitar mi inmersión y salté por la borda, con los pies por delante, pues no teníamos escala. La barca se quedó dando tumbos y mis compañeros se inclinaron a mirar el agua mientras mi cabeza se hundía entre las algas y la oscuridad que rodeaba el mástil. Creo que nadie, ni el hombre más precavido del mundo, se habría molestado en explorar un paraje tan desolado. Apestaba a soledad. »Desde luego, debe usted comprender que yo era un novato en el buceo. Ninguno de nosotros era buzo. Tuvimos que desperdiciar un montón de tiempo para familiarizarnos con el manejo del aparato, y era la primera vez que yo descendía a las profundidades. Es una sensación abominable. Los oídos duelen horriblemente. No sé si usted se habrá hecho daño alguna vez al bostezar o al estornudar, el caso es que se siente algo parecido, solo que diez veces peor. Y aquí, sobre la ceja, un dolor espantoso, y un malestar en la cabeza como de gripe. Y tampoco es un paraíso para los pulmones y demás órganos. El descenso produce una sensación similar al arranque de un ascensor, solo que esa sensación dura todo el rato. Y no puedes levantar la cabeza para ver lo que hay arriba, y tampoco puedes echar un vistazo a lo que está sucediendo bajo los pies sin doblarte de una manera bastante dolorosa. A medida que descendía todo se tornaba más oscuro, sin contar la negrura de la lava y el fango que formaban el fondo. Era, por decirlo así, como si, al sumergirse, uno fuera saliendo de la aurora e internándose en la noche. »El mástil surgió como un fantasma de la oscuridad; luego un montón de peces, y después un grupo de inquietas algas rojas. Entonces me dejé caer de golpe, con una especie de vuelo torpe, en la cubierta del Pionero del Océano; y los peces que habían estado alimentándose de los muertos se elevaron a mi alrededor, igual que un enjambre de moscas se abalanza sobre el estiércol del camino en un día de verano. Abrí de nuevo la válvula de aire comprimido —pues el traje estaba cerrado herméticamente y olía a goma, a pesar del ron— y me detuve para recobrar fuerzas. La válvula dejó entrar aire fresco, lo que ayudó a atenuar un poco la mala ventilación. »Cuando empecé a sentirme más a gusto, me paré a mirar a mi alrededor. Era un espectáculo extraordinario. Incluso la luz era extraordinaria: una especie de resplandor crepuscular de tonos rojizos producido por las ondulaciones de las algas que flotaban hacia arriba a ambos lados de la embarcación. Y por encima de mi cabeza solo se veía una sombría profundidad de color azul verdoso. La cubierta del barco, salvo una ligera inclinación a estribor, estaba nivelada, y se extendía larga y tenebrosa entre las algas. Estaba entera, a excepción de los lugares por donde se habían quebrado los mástiles al chocar, y hacia el castillo de proa, su perfil se desvanecía en la negra noche. No había ningún cadáver en los puentes. Supuse que la mayoría estaría entre las algas de los lados, pero poco después encontré dos esqueletos tendidos en los camarotes de los lados, donde la muerte los había sorprendido. Era curioso hallarse de nuevo en aquella cubierta y reconocerlo todo, palmo a palmo; el sitio de la barandilla donde me gustaba fumar a la luz de las estrellas, y el rincón donde un viejo pájaro de Sidney solía flirtear con una viuda que teníamos a bordo. Tan solo un mes antes habrían formado una pareja feliz, y ahora no podría sacarse de ninguno de los dos ni un mísero pedazo de comida para una cría de cangrejo. »Yo he tenido siempre cierta propensión a la filosofía, y me atrevería a decir que pasé cerca de cinco minutos entregado a tales meditaciones antes de descender al lugar donde el bendito polvo de oro estaba almacenado. La búsqueda fue lenta, pues tenía que andar a tientas casi todo el tiempo, en medio de la tétrica oscuridad, desconcertado por los azulados destellos que bajaban de la toldilla. Había cosas que se movían a mi alrededor; una vez sentí un golpe en el cristal y otra un pinchazo en la pierna. Cangrejos, espero. Di un puntapié a un montón de porquería suelta que me tenía intrigado, me agaché y cogí una cosa llena de nudos y protuberancias. ¿Y qué cree usted que era? ¡Un espinazo! Pero yo nunca he tenido un interés especial por los huesos. Habíamos estudiado a fondo el asunto y Always conocía el lugar exacto donde estaba guardado el tesoro. Lo encontré en esa misma exploración. Cogí un cofre por uno de sus extremos y lo levanté un palmo o dos del suelo. El hombre interrumpió su relato. —¡Llegué a levantarlo unos palmos del suelo! —exclamó—. ¡Cuarenta mil libras esterlinas en oro puro! »¡Oro! grité dentro del casco, cediendo a un ataque de entusiasmo, y el estrépito hirió mis oídos. En esos momentos empezaba a sentirme condenadamente sofocado y cansado —debía de llevar veinticinco minutos o más bajo el agua—, y pensé que ya era suficiente. Subí por la escalera de la toldilla y en el preciso momento en que mis ojos estaban a ras de la cubierta un enorme y monstruoso cangrejo dio una especie de salto convulsivo y huyó corriendo de lado. Menudo susto me dio. Me planté sin novedad en la cubierta y cerré la válvula de la parte posterior del casco para dejar que el aire se acumulara y me facilitara la ascensión. Entonces noté una especie de agitación, como si estuvieran golpeando el agua con un remo, pero no miré hacia arriba. Me figuré que estaban haciéndome señales para que subiera. »Después algo cayó a mi lado, algo pesado, que se quedó clavado con una especie de estremecimiento sobre una de las tablas de la cubierta. Lo miré y reconocí el largo cuchillo que había visto manejar al joven Sanders. Lo ha dejado caer, pensé, y todavía estaba reprochándole esta estupidez —pues podía haberme herido seriamente— cuando empecé a subir y a impulsarme hacia la luz del sol. Y justo cuando había alcanzado la copa de las vergas del Pionero del Océano —¡plaf!— tropiezo con algo que desciende y una bota que da golpes delante de mi casco. Luego observé que había algo más, algo que se debatía horriblemente. Fuera lo que fuera, era algo pesado que había por encima de mi cabeza, y no paraba de moverse y de dar vueltas. Yo habría creído que se trataba de un pulpo, o algo parecido, de no ser por la bota. Los pulpos no llevan botas. Desde luego, todo sucedió en un segundo. Noté que volvía a descender y agité los brazos para mantenerme firme, y la cosa aquella siguió rodando y se hundió mientras yo subía… Hizo una pausa. —Vi la cara del joven Sanders por encima de un hombro negro y desnudo; una lanza le atravesaba la garganta de parte a parte, y su boca y su cuello vertían en el agua chorros de color rosado. Se hundían dando vueltas, aferrados uno a otro, demasiado malheridos para soltarse. Y un segundo después, mi casco se dio un tremendo golpe contra la canoa de los negros. ¡Eran negros! Dos canoas llenas. »Fueron momentos animados, créame. Always cayó al agua atravesado por tres lanzas. Las piernas de tres o cuatro negros pataleaban en el agua a mi alrededor. No pude ver mucho, pero una mirada fue suficiente para comprender que la partida estaba perdida, de modo que di a mi válvula un violento giro y volví a descender burbujeando tras el pobre Always, sumido en un estado de pánico y estupefacción que usted, sin duda, puede imaginar perfectamente. Pasé al lado del joven Sanders y el negro, que ascendían de nuevo, luchando un poco todavía, y un momento después me planté en la penumbra de la cubierta del Pionero del Océano. »¡Demonios!, pensé, ¡la situación es apurada! ¿Negros? Al principio no veía más salida que la asfixia abajo y las lanzas arriba. No tenía una idea precisa de la cantidad de aire que me quedaba, pero no me sentía capaz de permanecer mucho más tiempo sumergido. Tenía calor, y un tremendo dolor de cabeza, por no mencionar el hecho de que me moría de miedo. Jamás habíamos contado con aquellos inmundos indígenas, los inmundos papúes. No habría sido muy acertado ascender por ese lugar, pero tenía que hacer algo. Sin apenas reflexionar trepé por la borda, me dejé caer entre las algas y me puse a andar por la oscuridad tan rápido como me era posible. En una ocasión me detuve y me arrodillé para mirar hacia arriba echando la cabeza para atrás dentro del casco. En la superficie reinaba el más extraordinario resplandor verde azulado que había contemplado, y las dos canoas y el bote flotaban, pequeñas y distantes, componiendo una especie de H retorcida. Me puso enfermo contemplar aquello y pensar lo que el balanceo y el cabeceo de las tres embarcaciones significaba. »Le aseguro que fueron los diez minutos más horribles que he pasado, deambulando a ciegas por las tinieblas, sufriendo una opresión espantosa, como si me enterraran en la arena, con un dolor que me atravesaba el pecho, muerto de miedo, y sin poder respirar, al parecer, otra cosa que el olor del ron y de la goma. ¡Cielos! Al cabo de un rato me encontré subiendo por una abrupta pendiente. Eché otra ojeada para comprobar si había algún rastro de las canoas y el bote, y continué la ascensión. Cuando mi cabeza estuvo a un pie de la superficie, me paré y traté de examinar el lugar en que me encontraba pero, como es natural, no se veía nada más que el reflejo del fondo. Entonces emergí, y fue como si mi cabeza chocara contra la superficie de un espejo. Nada más sacar los ojos del agua vi que había emergido en una especie de playa cercana al bosque. Miré alrededor, pero los salvajes y el bergantín quedaban ocultos por un enorme conglomerado de lava retorcida. Mi creciente estupidez me impulsó a correr hacia la espesura. No me desprendí del casco, pero dejé abierta una de las ventanillas y, tras una pausa para recuperar el resuello, salí del agua. No puede usted imaginar lo puro y ligero que me pareció el aire. »Está claro que con cuatro pulgadas de plomo en la suela de los zapatos y la cabeza enfundada en una bola de cobre del tamaño de un balón de fútbol, y después de haber pasado treinta y cinco minutos bajo el agua, nadie sería capaz de batir un récord de velocidad. Yo corría con un entusiasmo similar al de un haragán que se dirige al duro trabajo. Y cuando había recorrido la mitad del camino que me separaba de los árboles, descubrí una docena de negros o más que salían de un claro y que avanzaban hacia mí con aire de asombro. »Me paré en seco y me maldije a mí mismo como representante de todos los estúpidos que están fuera de Londres. Tenía tantas probabilidades de volver al agua como una tortuga vuelta del revés. Cerré otra vez la ventanilla para dejar mis manos libres y me quedé esperándolos. En mi situación no había otra cosa que hacer. »Pero no se acercaron demasiado. Y empecé a sospechar la causa. «Jimmy Goggles —me dije—, he aquí una prueba de tu belleza». Creo que en esos momentos tenía una cierta propensión a dejarme llevar por el delirio, con todos aquellos peligros que me rodeaban y el bendito cambio que se había producido en la presión atmosférica. «¿A quién miráis? —dije, como si los salvajes pudieran oírme—. ¿Por quién me habéis tomado? ¡Que me cuelguen —exclamé— si no os ofrezco un espectáculo mejor!». Y acto seguido abrí la válvula de escape y solté el aire comprimido del cinturón neumático hasta que me hinché como una rana. Realmente debió de ser impresionante. Que el diablo me lleve si avanzaron un solo paso… Y, de pronto, uno tras otro cayeron al suelo y se pusieron a cuatro patas. No sabían qué pensar de mí y empezaron a hacerme unas extraordinarias reverencias, que era lo más sabio y razonable que podían hacer. Durante un momento pensé en ir retrocediendo con cautela hacia el mar y echar a correr de golpe, pero me pareció demasiado quimérico. De haber dado un paso hacia atrás, se habrían arrojado sobre mí. Y entonces, como la situación era absolutamente desesperada, empecé a caminar hacia ellos, playa arriba, con pasos lentos y pesados, al tiempo que agitaba mis inflados brazos de forma solemne. Pero en mi interior, estaba tan asustado como una gallina. »De cualquier forma, no hay nada como una apariencia chocante para ayudar a un hombre a salir de un apuro, cosa que yo ya había descubierto y seguiría descubriendo después. La gente como nosotros, que estamos acostumbrados a ver escafandras desde los siete años, apenas podemos imaginar el efecto que causa en un ingenuo salvaje. Uno o dos de los negros echaron a correr; los otros empezaron a golpear rápidamente el suelo con la cabeza, como si intentaran estampar allí los sesos. Y yo seguí avanzando con mi aspecto ridículo, tan lento, solemne y apañado como un fontanero trabajando a destajo. Era evidente que me tomaban por algo inmenso. »Entonces uno de ellos se puso en pie de un salto y empezó a señalar hacia el mar, dirigiéndome al mismo tiempo unos gestos extrañísimos, y los demás dividieron entonces su atención entre mi persona y algo que había en el mar. «¿Qué pasa ahora?», me dije. Me volví con lentitud para preservar mi dignidad y vi al viejo Orgullo de Banya doblando un promontorio, remolcado por un par de canoas. La escena me puso malo. Pero como parecía evidente que los negros esperaban alguna señal de reconocimiento agité los brazos de forma poco comprometedora. Después me di media vuelta y avancé majestuosamente hacia los árboles. En ese momento, recuerdo, iba rezando como un loco, repitiendo una y otra vez: «¡Señor, ayúdame a salir de este lío! ¡Señor, ayúdame a salir de este lío!». Solo los necios que no conocen el peligro pueden permitirse el lujo de reírse de estas oraciones. »Pero los negros no iban a dejar que me escabullera tan fácilmente. Iniciaron una especie de danza ritual en torno a mí y me obligaron a seguir un sendero que se abría a través de los árboles. Estaba claro que, pensaran lo que pensaran de mí, no me tomaban por un ciudadano británico, y por mi parte jamás he sentido menos ganas de confesarme súbdito de este viejo país. »Tal vez le cueste a usted creerlo, a menos que esté familiarizado con los salvajes, pero aquellas pobres criaturas ignorantes y descarriadas me llevaron directamente a una especie de templo para presentarme a una bendita piedra negra que tenían allí. Para entonces yo estaba empezando a darme cuenta de la profundidad de su ignorancia y en cuanto posé los ojos en aquella deidad representé mi comedia. Lancé un prolongado berrido de barítono: «Uhh-uhh», y empecé a mover los brazos en círculos. Y luego, con mucha tranquilidad y ceremonia derribé a su ídolo y me senté encima. Tenía unas ganas locas de sentarme, pues las escafandras no son muy prácticas en los trópicos. O, para decirlo de manera diferente, son demasiado espectaculares. Me di cuenta de que los negros se habían quedado sin aliento cuando me senté sobre su ídolo, pero en menos de un minuto tomaron su decisión y se pusieron a adorarme con verdaderas ganas. Puedo asegurarle que sentí un gran alivio al ver el giro que tomaban los acontecimientos, a pesar del peso que soportaba sobre los hombres y los pies. »Pero lo que me tenía angustiado era lo que podrían pensar los tipejos de la canoa cuando regresaran. Si me habían visto en el bote antes de sumergirme y sin el casco puesto —podían haber estado espiándonos durante la noche—, adoptarían, con toda probabilidad, un punto de vista diferente al de sus colegas. Durante un rato, que me pareció de varias horas, estuve sudando la gota gorda al pensar en ello, hasta que escuché el alboroto de la llegada. »Pero se lo tragaron; toda la bendita tribu se lo tragó. A costa de permanecer rígido y severo, como esas hieráticas imágenes egipcias que todo el mundo ha visto alguna vez, pude ir tirando durante doce preciosas horas, pero, al menos, al final pude conjeturar que había salido del apuro. Difícilmente puede usted hacerse una idea de lo que tal cosa significaba con aquella peste y con aquel calor. No creo que a ninguno de ellos se le ocurriera que había un hombre dentro. Yo era sencillamente un maravilloso y espléndido ídolo de cuero que había surgido felizmente del agua. ¡Pero la fatiga! ¡El calor! ¡La insufrible falta de ventilación! ¡El hedor de la goma y el ron! ¡Y la bulla! Encendieron un apestoso fuego en una losa de lava que había delante de mí y echaron un montón de inmundicias sanguinolentas —las peores partes de lo que ellos estaban engullendo, ¡los Bestias!— y los quemaron en mi honor. Yo empezaba a tener hambre, pero ahora comprendía cómo se las arreglan los dioses para pasar sin comer: les basta con el olor de las ofrendas quemadas a su alrededor. Después trajeron un montón de chismes que habían cogido del bergantín y, entre otros chismes —lo cual fue un gran alivio para mí—, descubrí esa especie de bomba neumática que se empleaba para el asunto del aire comprimido, y a continuación un grupo de jóvenes y jovencitas entró en escena y se pusieron a danzar a mi alrededor de forma un tanto indecente. Es sorprendente comprobar las maneras tan diferentes que tienen los distintos pueblos de mostrar respeto. Si hubiera tenido un hacha a mano, la habría emprendido contra todos ellos: tal era el salvajismo que me inspiraban. Durante todo ese tiempo permanecí tan rígido como un regimiento, sin que se me ocurriera nada mejor que hacer. Y al final, cuando cayó la noche y el recinto de zarzas que constituía la casa del dios se tornó demasiado oscuro para su gusto —ya sabe usted que todos estos salvajes tienen miedo a la oscuridad— lancé un «Muu» ruidoso y ellos hicieron unas grandes hogueras en el exterior y me dejaron solo y en paz en la oscuridad de mi choza, libre para desatornillar mis ventanillas y reflexionar, y para sentirme tan mal como me diera la real gana. Y ¡Dios mío! Estaba fatal. »Me sentía débil y hambriento, y mi cabeza funcionaba como un escarabajo en un alfiler: una tremenda actividad y, al final, nada. Vueltas y vueltas para volver al punto de partida. Estaba apenado por los otros compañeros; unos terribles borrachos, es cierto, pero que no merecían semejante destino. Y la imagen del joven Sanders con la garganta atravesada por la lanza no se me iba de la cabeza. Y también le daba vueltas al asunto del tesoro escondido en el Pionero del Océano y en el modo de sacarlo de allí y ocultarlo en un lugar más seguro para escaparme y volver por él. Y además estaba el problema de conseguir algo de comer. Le aseguro que era un completo desvarío. No me atrevía a pedir comida valiéndome de señas por miedo a comportarme de forma excesivamente humana, así que continué sentado allí, hambriento, hasta que se aproximó el amanecer. Entonces la tribu se quedó algo tranquila y, como me era imposible resistir más tiempo, abandoné el recinto y me procuré unas cosas parecidas a alcachofas que había en un cuenco y un poco de leche agria. Lo que sobró, lo coloqué entre las otras ofrendas para darles una pista sobre mis gustos. Por la mañana vinieron a adorarme y me encontraron sentado, rígido y respetable, encima de su anterior dios, tal como me habían dejado cuando se hizo la noche. Yo me había recostado contra el pilar central de la choza y estaba prácticamente dormido. Y así es como llegué a ser un dios entre los paganos; un dios falso y blasfemo, sin duda, pero no siempre puede uno permitirse el lujo de elegir. »Ahora bien, no es que quiera darme como dios un bombo que exceda mis méritos personales, pero debo reconocer que mientras fui el dios de aquella tribu cosecharon éxitos extraordinarios. No puedo decir que aquello fuera una nadería, compréndame. Vencieron en una batalla a otra tribu —y yo recibí un montón de ofrendas que no quería para nada—, hicieron pescas maravillosas y su cosecha de porquerías fue excelente. Además incluían la captura del bergantín entre los beneficios que yo les había deparado. En honor a la verdad, debo decir que no me parece un resultado desdeñable para un perfecto neófito. Y, aunque usted tal vez no se lo crea, fui el dios local de esos feroces salvajes durante cuatro preciosos meses… »¿Qué otra cosa podía hacer, mi querido amigo? Pero no tuve puesta la escafandra todo el tiempo. Les hice construir una especie de santuario de santuarios y derroché ingentes cantidades de tiempo en hacerles comprender lo que quería que hicieran. En efecto, esa fue mi gran dificultad: hacerles comprender mis deseos. No podía permitirme descender a hablarles incorrectamente en su jerga —en el caso de que hubiera sido capaz de comprenderla—, y tampoco me era posible realizar muchos de los gestos. Así que dibujaba imágenes en la arena y me sentaba junto a ellos y gritaba como un becerro. Algunas veces hacían bien lo que quería, y otras al revés. Pero siempre mostraban buena voluntad, eso es cierto. Entretanto yo seguía dándole vueltas a la manera de resolver la maldita situación. Todas las noches, antes del amanecer, solía salir fuera con mi atuendo completo y me dirigía a un lugar desde el cual podía ver el canal donde se había hundido el Pionero del Océano y, una vez, incluso, en una noche de luna llena, intenté llegar hasta él, pero las algas, las rocas y la oscuridad me derrotaron ampliamente. No pude regresar hasta que se hizo de día, y entonces encontré en la playa a los cándidos negros implorando a su dios marino que regresara a su lado. Yo estaba tan enfadado y cansado después de haber deambulado de un sitio a otro dando tumbos, subiendo y bajando una y otra vez, que de buena gana habría aporreado sus estúpidas cabezas cuando estallaron en gritos de júbilo. ¡Que me ahorquen si me gustan tantas ceremonias! »Y entonces llegó el misionero. ¡Vaya misionero! Llegó por la tarde y yo estaba sentado con gran pompa en la parte exterior de mi templo, encima de su vieja piedra negra. En el exterior se produjo un gran jaleo, acompañado de chillidos ininteligibles, y después escuché su voz, mientras hablaba con un intérprete. “Adoran troncos y piedras”, dijo, y al instante comprendí de qué se trataba. Yo me había quitado uno de mis cristales para estar más cómodo y sin tomarme un tiempo para reflexionar grité: «¡Troncos y piedras! Entre aquí y le machacaré su condenada cabeza». Durante unos momentos reinó el silencio, pero en seguida se reanudaron los chillidos y el misionero entró con la Biblia en la mano, tal como acostumbran a hacer. Era un tipo pequeño salpicado con manchas rojizas, y con un casco de corcho. Me halagó sobremanera que se quedara boquiabierto al verme allí, en la sombra, con mi cabeza de cobre y mis enormes cristales. «Bien —dije—, ¿cómo marcha el comercio de calicó?», pues no simpatizo nada con los misioneros. »Me divertí con aquel misionero. Era un verdadero novato y desentonaba bastante con un hombre como yo. Con voz entrecortada me preguntó que quién era yo, y yo le dije que leyera la inscripción que había a mis pies si quería saberlo. Él se inclinó para leerla, y su intérprete, que era tan supersticioso como cualquiera de los negros, lo interpretó como un acto de adoración y se tiró al suelo como una bala. Mis prosélitos lanzaron un alarido de triunfo, y después de esta jornada quedó claro que en mi tribu no tenía nada que hacer un misionero, ni nadie que se le pareciera. »Pero, sin duda, fue una estupidez espantarle de esa manera. Si hubiera tenido una pizca de sensatez, le habría hablado inmediatamente del tesoro y nos habríamos asociado en el negocio. Estoy seguro de que se habría asociado. Hasta un niño, después de unas cuantas horas de reflexión, habría descubierto la relación que había entre mi escafandra y el Pionero del Océano. Una semana después de su partida salí por la mañana y divisé el Maternidad, el navío encargado de los trabajos de rescate en el área de Starr Race, que remontaba sondeando el canal. Todo el bendito negocio se había esfumado, y todos mis sacrificios habían sido inútiles. ¡Maldición! ¡Cómo me enfurecí! ¡Para eso había estado haciendo el ridículo en aquel absurdo y hediondo traje de buzo! ¡Durante cuatro meses! La historia del hombre de piel tostada degeneró otra vez en improperios. —Imagínese —dijo cuando emergió una vez más a la pureza del lenguaje—, ¡cuarenta mil libras esterlinas en oro! —¿Volvió aquel pequeño misionero? —pregunté. —¡Oh, sí! ¡Pobre bendito! Y apostó su reputación afirmando que había un hombre dentro del dios y se dispuso a demostrarlo con una tremenda ceremonia. Pero allí no había nada… y quedó otra vez como un novato. Yo he odiado siempre las escenas y las explicaciones, y mucho antes de que llegara me había esfumado, dirigiéndome hacia Banya a lo largo de la costa, ocultándome entre los arbustos durante el día y robando comida en los poblados por la noche. Como única arma, una lanza. Ni ropas, ni dinero. Nada. Mi cara era mi fortuna, como reza el dicho. Y ni un penique de las ocho mil libras esterlinas en oro, mi quinta parte correspondiente. Pero los nativos le dieron una buena al sonrosado misionero, gracias a Dios, porque creyeron que había sido él quien había ahuyentado su buena suerte. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La historia del difunto señor Elvesham
Cuento
El día de Año Nuevo tres observatorios distintos señalaron casi simultáneamente una perturbación en los movimientos del planeta Neptuno, el más lejano de los que giran en torno del Sol. Ya en el mes de diciembre el astrónomo Ogilvy había llamado la atención del mundo científico sobre una sospechosa disminución de la velocidad del planeta, noticia que apenas si conmovió a una docena de sabios de esos que se pasan la vida con el telescopio asestado al firmamento. Y es natural que así fuese, por cuanto a buena parte de ¡os habitantes de la Tierra no les interesa gran cosa lo que ocurre en un planeta cuya existencia les es poco menos que desconocida. Las gentes se preocuparon aún menos de las nuevas observaciones de Ogilvy respecto a la aparición de un cuerpo celeste, animado y lejanísimo, que había podido descubrir el referido astrónomo poco tiempo después de comprobarse la disminución de velocidad del planeta Neptuno. Los astrónomos dieron desde luego al asunto la importancia que merecía, aumentando su intranquilidad cuando advirtieron que la masa recientemente descubierta aumentaba cada día más de dimensiones, que se hacía mas brillante, que sus movimientos eran por completo diferentes de la revolución normal de los planetas y que la desviación de Neptuno y de su satélite adquiría proporciones sin precedentes. Sin tener cierto grado de cultura científica no puede uno darse exacta idea del enorme aislamiento del sistema solar. El Sol, con sus planetas, planetoides y cometas, flota en un vacío inmenso, que la imaginación concibe difícilmente. Más allá de la órbita de Neptuno está el vacío sin calor, luz ni sonido, el vacío incoloro y triste, prolongándose treinta millones de veces un millón de kilómetros. Y téngase presente que esa cifra abrumadora es la menor evaluación de la distancia que sería preciso atravesar antes de llegar a la mas próxima de las estrellas. Pues bien, excepto algunos cometas menos densos que la llama del alcohol, ningún cuerpo celeste habla atravesado, de memoria de hombre, ese abismo espantoso. Júzguese ahora cuánta no sería al comenzar el siglo presente la zozobra de los sabios, viendo precipitarse inopinadamente en el sistema solar el extraño vagabundo señalado por Ogilvy, cuerpo sólido y enorme sin duda, a juzgar por las perturbaciones que originaba; temible intruso que llegaba del tenebroso misterio de los cielos con aviesas intenciones… El día 2 de enero todos los telescopios de algún fuste pudieron ver al desconocido viajero sideral cerca de Régulo, en la constelación del León. Su aspecto era el de un punto, de diámetro apenas sensible. En pocas horas fue divisado con la ayuda de simples gemelos. Aquellas personas amigas de leer periódicos en ambos hemisferios pudieron enterarse el día 3 de que, en realidad, tenía inmensa importancia la insólita aparición celeste. Un diario de Londres tituló la noticia: Una colisión de planetas, y publicó la opinión de Duchaine, según la cual este recién aparecido planeta chocaría probablemente con Neptuno. Los escritores profesionales trataron el asunto con la extensión merecida; los cronistas y gacetilleros se encargaron luego de familiarizar a los más legos en materias astronómicas con las ideas vertidas por los sabios; la tinta de imprenta corrió a mares, y veinticuatro horas después la mayor parte de las grandes capitales del mundo se hallaban en la expectativa, aunque vaga desagradable, de un inminente fenómeno astronómico. Durante la noche del 5 de enero millones de ojos se fijaban en el cielo… para no ver otra cosa que las antiguas y familiares estrellas, tan brillantes y tranquilas como siempre lo habían estado. El astro apareció en el cielo de Londres un poco antes, en esos momentos en que Pólux desaparece y las estrellas comienzan a palidecer. Fue aquélla una aurora tristísima de invierno londinense; aurora fría, sin arreboles, silenciosa, de luz malsana que luchaba desventajosamente con los mecheros de gas y los grandes focos eléctricos de los muelles del Támesis. Los soñolientos policemen distinguieron la estrella; las gentes de los mercados, a pesar de no impresionarles extraordinariamente las cosas de allá arriba, se pararon y permanecieron buen trecho mirando el astro; los obreros camino de la obra, los repartidores de leche, los cocheros de los furgones de correos, los trasnochadores que regresaban a sus casas fatigados y pálidos, los vagabundos sin hogar, los centinelas en sus garitas, el labrador en la campiña, los cazadores furtivos, los vigías marinos, todo el mundo, en fin, que vive de noche, pudo admirar la hermosa estrella que acababa de aparecer en el occidente. La estrella era, sin duda, la más brillante del cielo, mucho más refulgente que la admirable Estrella del Sur. Una hora después de salir el Sol aún seguía despidiendo el maravilloso astro blanquísima luz. Aquello fue considerado por el vulgo como anuncio de calamidades sin cuento. Los astrónomos, cada vez mas preocupados, no abandonaban sus observaciones. En éstos se trocó pronto la primera sobreexcitación en verdadero terror, al advertir que los dos lejanos astros, en su vertiginosa carrera, parecían perseguirse. Requiriéronse los aparatos fotográficos, los espectroscopios, todos los instrumentos necesarios para estudiar el nuevo y sorprendente fenómeno de la destrucción de un mundo. Porque era un mundo, un planeta hermano del nuestro, mucho mayor que la Tierra, ciertamente, el que de modo tan repentino se lanzaba hacia la muerte. Neptuno debía haber sido herido de lleno por el astro extraño llegado de las profundidades del espacio, y a consecuencia del choque, sus dos globos sólidos se habían convertido en una inmensa masa incandescente. El día 6, dos horas antes del alba, la estrella blanca y pálida describió su órbita en el cielo y desapareció por el oeste. Los mas maravillados eran los marinos, esos habituales contempladores de las estrellas, a quienes no habían llegado aún las recientes observaciones de los sabios. En sus peregrinaciones a través del océano habían advertido la presencia del nuevo astro que, como una Luna minúscula, subía, subía, hasta llegar al cénit, pasaba por encima de sus cabezas, e iba, por último, a hundirse en el mar por el oeste con las últimas sombras de la noche Cuando la estrella hizo su aparición en la noche del 7, multitudes ansiosas espiaban su llegada en las pendientes de las colinas, en las llanuras, en los tejados de los edificios. El astro surgía precedido de un resplandor blanco parecido al brillo de un incendio. Los que lo habían visto aparecer la noche antes exclamaban; «¡Hoy es mayor! ¡Hoy es más deslumbrador!…» Efectivamente, la Luna misma, próxima a desaparecer mas allá del horizonte occidental, era mucho mas pequeña que la nueva estrella, comparando sus dimensiones aparentes, y desde luego mucho menos brillante, a pesar de hallarse casi en plenilunio. —¡Miradla! —decían las gentes aglomeradas en las calles—. ¡Qué hermosa! ¡Qué brillante! Entre tanto, en los oscuros observatorios, los sabios que seguían el curso del fenómeno contenían la respiración y se interrogaban con su mirada… —¡Se aproxima! ¡Está mas cerca! —Tales eran las terribles palabras de la ciencia a cada nueva observación… —Esta más cerca —repetía e) telégrafo, transmitiendo la alarmante nueva a mulares de ciudades —Esta mas cerca —decían las gentes, sugestionadas por la idea de una posible catástrofe. Los empleados en los escritorios suspendían e! trabajo para pensar en las fatídicas profecías de los astrónomos; los transeúntes se detenían en las calles para interrogarse sobre el significado inimaginable del amenazador «Está más cerca»… Y esta intranquilidad, esta preocupación se extendía desde la ciudad a las aldeas, desde las aldeas a los campos. Los que habían leído la noticia sobre las azules cintas del telégrafo se apresuraban a comunicarla a todo el que encontraban al paso Las damas aristocráticas supieron la nada tranquilizadora nueva entre un vals y un rigodón Sus bellas boquitas sonrientes y frescas formularon, poco mas o menos, esta pregunta: —¿Es de veras que se acerca? ¡Es curioso! ¡Esos astrónomos deben ser muy hábiles cuando descubren horrores semejantes!. Y las hermosas seguían sonriendo y bailando, sin importarles, después de todo, que la estrella se aproximase o se alejase. Las gentes sin casa ni hogar, obligadas a ir de un lado para otro durante la noche glacial, con objeto de no morir de frío, se consolaban mirando al cielo, y decían: —¡Qué bien haces en acercarte! ¡La noche es tan fría como la caridad!… ¡Ven, si has de traer contigo calor bastante para reconfortar nuestros miembros ateridos! Una pobre mujer, arrodillada al lado de un cadáver y deshecha en amarguísimo llanto, exclamaba: —¡Y a mí qué puede ya importarme el que haya una estrella mas! El estudiante, levantado con la aurora para repasar el programa de exámenes, se distrajo de sus labores, y planteando un problema de física astronómica, empezó a hacer cálculos y más cálculos, mientras que la gran estrella blanca enviaba sobre la mesa de trabajo la pálida caricia de su luz azulada. —¡Centrífuga!.. ¡Centrípeta!… ¡Esto es!… —decía el estudiante, apoyando la cabeza en la palma de la mano—. Detenido un planeta en su camino y suprimida instantáneamente su fuerza centrífuga, ¿qué ocurriría? , Sin duda, obedeciendo el planeta a su fuerza centrípeta, se precipitaría en el Sol… y en ese caso .. Pero ¿nos encontramos nosotros en su camino?… El día siguiente fue como los anteriores. Con los últimos jirones de las tinieblas glaciales se elevó sobre el horizonte el extraño astro. Despedía tanto brillo, que la Luna, en su cuarto creciente, parecía no ser sino un pálido y amarillento espectro de la nueva estrella flotando inmensa en su vaguedad del crepúsculo. El matemático se hallaba delante de un pupitre atestado de papelotes. Acababa en aquel momento sus cálculos. En un diminuto pomo veíanse aún algunos gramos de la droga que le había sostenido despierto durante cuatro eternas noches. Durante el día, el matemático daba sus clases reglamentarias con la misma paciencia, con la misma sabiduría que de costumbre. Luego, terminados los penosos deberes profesionales, volvía a sus cálculos y a sus trabajos de sabio solitario. Su grave fisonomía hallábase fatigada y exangüe a consecuencia de la prolongadísima vigilia… Aquella noche el matemático se levantó de su pupitre con aire de triunfo, llegóse a la ventana y contempló la estrella como se mira a los ojos de un enemigo valeroso… «¡Puedes darme la muerte —dijo el sabio—, pero ya te tengo como a todo el universo dentro de estos estrechos límites de mi cerebro!… Y ahora —añadió dirigiendo una mirada desdeñosa al pomo de la droga—, eres inútil, sustancia maldita. ¡En verdad que ya no es necesario dormir ni estar despierto!…» Al día siguiente, el matemático entró en su cátedra con la puntualidad acostumbrada. Colocó el sombrero encima de la mesa, según costumbre, y cogió un pedazo de tiza. Era ésta una manía singularísima del maestro… ¡Imposible explicar sin aquel trocito de yeso entre los dedos!… Los muchachos se burlaban donosamente de la curiosísima chifladura. El matemático dirigió a sus discípulos una mirada tristísima… ¡Pobres niños, tan frescos, tan sonrientes!… ¡Daba pena decirles nada!… Pero era su deber de maestro y de sabio… —Hijos míos —murmuró—, circunstancias especiales, ajenas por completo a mi voluntad, van a impedirme acabar este curso… ¡Hablando claramente, voy a deciros que el hombre ha vivido en vano!… Los muchachos empezaron a comprender… Aquella noche la estrella hizo su aparición más tarde, porque su propio movimiento hacia el este la había arrastrado un poco, desde la constelación del León hacia la de la Virgen. Su brillo era tan intenso que el cielo, a medida que aquélla se elevaba, fue adquiriendo una coloración luminosa. Las estrellas, a excepción de Júpiter, Capella, Aldebarán, Sino y los Perros de la Osa, palidecieron cada vez más borrándose del firmamento. En muchos países del mundo pudo observarse que el nuevo astro presentaba aquella noche un rabo grandísimo. A simple vista se notaba ya el aumento de volumen. Contemplando la estrella desde los puntos inmediatos a los trópicos, parecía tener la cuarta parte de las dimensiones de la Luna. Lo mas extraño era que, no obstante la pequeñez de aquella segunda Luna, su luz era tan viva que podía leerse, sin gran esfuerzo, en plena calle un periódico o un libro. La noche del 10 de enero no durmió nadie en la Tierra. De las campiñas, como de las grandes ciudades, subía un sordo murmullo, semejante al zumbido de una colmena. El lento tañir de millares de campanas recordaba al hombre en toda la cristiandad que había llegado el momento de pedir a Dios misericordia. Ajena a estas angustias humanas, la estrella blanca y pálida seguía inmutable su carrera desesperada a través del espacio, inundando de claridad terrorífica este pobre mundo sublunar. Los mares que rodean a los países civilizados eran surcados por enjambres de barcos, llevando a bordo centenares de pasajeros. Los barcos huían hacia el norte. Porque el aviso del matemático famoso había sido ya telegrafiado a todo el mundo y traducido a todos los idiomas. El nuevo planeta y Neptuno, confundidos en un abrazo de fuego, avanzaban vertiginosamente con dirección al Sol. A cada segundo, la enorme masa incandescente franqueaba centenas de kilómetros. Acaso el peligro no debía ser tan inmediato como aseguraba la ciencia. Según los cálculos de los astrónomos, el nuevo planeta debía pasar a 150 millones de kilómetros de la Tierra; de modo que su influencia debía ser escasa. Pero cerca de su camino previsto, hasta entonces nada perturbado, se encontraban el enorme planeta Júpiter y sus lunas girando espléndidamente en torno del Sol La atracción entre la estrella deslumbradora y el mayor de los planetas crecía ya por momentos. ¿Y cuál iba a ser el resultado de esa atracción? Sin duda, Júpiter se desviaría de su órbita haciendo una curva elíptica, y la estrella ardiente, separada por atracción de su marcha hacia el Sol, describiría una curva y quizá chocaría con la Tierra o, al menos, pasaría muy cerca de ella. En cuanto a las consecuencias de esta aproximación, ya nos había profetizado así el terrible matemático: «Terremotos, erupciones volcánicas, ciclones, altas mareas, ríos desbordados y una elevación constante y regular de la temperatura hasta límites imposibles de calcular.» La estrella seguía brillando con siniestros fulgores en la inmensidad del firmamento, como si tratara de confirmar los tristes vaticinios de la ciencia. Su luz fría y lívida era así como el anuncio inmutable del próximo cataclismo. Muchas personas que hasta aquella noche no la habían mirado con atención, pararon mientes en ella y advirtieron que, en efecto, el fatídico astro se aproximaba a ojos vistas. Y aquella noche comenzaron ya a sentirse los efectos de la aproximación. El tiempo cambió bruscamente, convirtiéndose las ráfagas heladas de enero en brisas templadas de primavera. En toda la Europa central se inició el deshielo. No vaya a imaginarse el lector que porque hayamos hablado antes de muchedumbres elevando al cielo sus plegarias durante la noche, o refugiándose a bordo de los buques o huyendo en dirección a las montañas, se encontraba ya el mundo presa del terror infundido por la estrella. Nada de eso. El uso y la costumbre seguían aún dirigiendo a los humanos. Aparte de que las conversaciones versaban casi siempre en los momentos de ocio sobre el amenazador fenómeno astronómico, el 90% de los hombres continuaba entregado a sus quehaceres habituales. Las tiendas y almacenes abrían y cerraban sus puertas a sus horas de costumbre, los médicos y las empresas funerarias proseguían su productiva industria, los obreros concurrían a las fábricas, los soldados hacían el ejercicio, los sabios estudiaban, los enamorados se buscaban, los ladrones realizaban sus fechorías, los políticos redactaban sus programas de gobierno, las rotativas de los grandes diarios funcionaban con febril actividad. Más de un párroco se negó obstinadamente a abrir las puertas de la casa de Dios a las gentes atemorizadas afirmando que el pánico de aquellos insensatos era absurdo e impío. Los periódicos recordaban que en el año 1000 los pueblos habían sentido algo parecido, creyendo próximo el fin del mundo. No faltaba algún astrónomo que, con la autoridad de su saber, intentara tranquilizar a la humanidad, asegurando que, después de todo, la estrella no era acaso un cuerpo sólido, sino una masa de gases inflamados, y que su choque con la Tierra, de verificarse éste, no podía tener las consecuencias desastrosas que alguien había vaticinado. Aquella noche, precisamente según los avisos del Observatorio de Greenwich, la estrella iba a encontrarse en el punto más próximo a Júpiter. Los habitantes de la Tierra sabían desde aquel momento el giro que debían tomar las cosas. Los cálculos y profecías del gran matemático eran calificados por muchos escépticos de hábil y laborioso reclamo. Por último, el buen sentido, algo acalorado por las discusiones, evidenció sus convicciones inalterables yéndose a acostar. Y esto no ocurrió solo en los países civilizados; también en las regiones del planeta donde domina la barbarie, las multitudes, cansadas de mirar al cielo, se entregaron al descanso, o se diseminaron por las selvas para entregarse a la caza o a las dulzuras del amor… Al comenzar la noche del día inmediato, los europeos que seguían con interés el fenómeno, vieron elevarse la estrella una hora mas tarde que de costumbre, sin que, aparentemente, hubiera aumentado el tamaño. Huelga decir que los vaticinios fúnebres del gran matemático empezaron a servir de tema jocoso. Nadie tomaba ya la cosa en seno. Esta agradable incredulidad duró poco. La verdad era que la estrella crecía de nuevo, que crecía de hora en hora con una terrible persistencia, que cada minuto que pasaba eran más brillantes sus rayos, más inquietante su aspecto. Entonces dijo un periódico que si la estrella seguía su marcha hacia la Tierra en línea recta, si no ejercía sobre ella influencia la atracción de Júpiter, podría salvar la distancia intermedia en veinticuatro horas. No fue así, sin embargo; la estrella empleó mas de cinco días en acercarse a nuestro planeta. Durante la noche inmediata su volumen aparente era el de una tercera parte de la Luna, Cuando apareció sobre el horizonte en América tenía el mismo tamaño que nuestro satélite, despidiendo una claridad cegadora y, si vale la palabra, quemante. A medida que ascendía la estrella en el firmamento aumentaba la violencia del aire, un aire caliente como el que precede a las tempestades de verano. En Virginia, en el Brasil y en el valle de San Lorenzo el astro brillaba de modo intermitente, a través de densas masas de nubes que corrían con velocidades y aspectos fantásticos, iluminadas a veces por relámpagos de color violeta oscuro, y que arrojaban de vez en cuando sobre la Tierra granizadas de una violencia desconocida. En Manitoba ocurrieron inundaciones terribles por la rápida fusión de los hielos. La nieve empezó a derretirse aquella noche en todas las montañas de la Tierra. Los grandes ríos que procedían del interior de los continentes empezaron a arrastrar en sus aguas enturbiadas cadáveres de personas y de animales, que quedaban luego depositados sobre las tierras bajas. Los desbordamientos se sucedían cada vez mayores, arrasando ciudades y devastando campiñas. Las muchedumbres huían del mortal abrazo de las aguas, escalando en confuso tropel las montañas. En todo el litoral de la América del Sur y en el Atlántico austral llegaron ¡as mareas a un nivel jamás conocido. Las tempestades empujaron las aguas tierra adentro cuarenta y cincuenta kilómetros; muchas ciudades enteras quedaron por completo sumergidas. El calor se hizo insoportable aquella noche; como que la aparición del Sol a la mañana siguiente pareció llevar consigo la frescura de las sombras de la noche. Los terremotos eran ya violentísimos y numerosos, especialmente en toda América, desde el Círculo Ártico al cabo de Hornos. Ante aquel incesante trepidar de la tierra, abriéronse los flancos de las montañas, desaparecieron islas y promontorios, se desplomaron a millares edificios y muros, aplastando un número incalculable de gentes. Una vertiente del Cotopaxi se hundió tras de rápida y vasta convulsión, dejando paso a un mar de lava tan alto, tan ancho, tan rápido y tan fluido que solo tardó un día en llegar al océano. La estrella, escoltada por la oscurecida Luna, atravesó el Pacífico, llevando en pos de sí, como si fueran los paños flotantes de una túnica, el huracán y la ola gigantesca, espumosa y destructora; el huracán y la ola, inconscientes trabajadores de la muerte, ejecutando su siniestra obra sobre las islas, hasta no dejar rastro humano sobre ellas… Hubo ya un momento en que la ola creció hasta convertirse en muralla líquida de veinte metros de altura y que, rugiendo con intensidad espantosa, rebasó las extensas costas de Asia, precipitándose en las vastas llanuras de China. La estrella, cada vez más fulgurante, mas enorme y más ardiente que el Sol en toda su fuerza, era contemplada por millones de hombres enloquecidos por el pánico, que huían, huían, sin derrotero fijo, mientras que la muralla de agua salobre avanzaba sobre los campos, penetraba en las ciudades y sembraba por doquier la destrucción y la muerte. La gran estrella pasó como un globo de fuego por encima del Japón, de Java y de todas las islas del Asia oriental. Densas nubes producidas por el humo y la ceniza de los volcanes la ocultaban en ocasiones. Cuando reaparecía sobre el firmamento era para hacer brillar con mas fuerza los torrentes de lava que surgían de las entrañas de la tierra y los inmensos espacios de terrenos anegados por el mar. Las inmemoriales nieves del Tibet y de! Himalaya, al fundirse, se precipitaron sobre las llanuras de Birmania y del Indostán a través de millones de canales. El rebaño humano huía a lo largo de los caminos, siguiendo las márgenes de los ríos, hacia el mar, última esperanza de salvación de los hombres en todos los grandes cataclismos terrestres. El océano tropical había perdido su fosforescencia; torbellinos gaseosos se elevaban de la superficie de las aguas. Ocurrió entonces un prodigio. Los que esperaban en Europa la salida del astro creyeron que la Tierra había cesado de girar al advertir una noche la ausencia de la estrella. En medio de una incertidumbre espantosa transcurrieron horas y mas horas sin que apareciese en el horizonte el astro amenazador. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pudieron contemplar los hombres la magnificencia del cielo estrellado. Diez horas después surgió la estrella. El Sol salió a los pocos minutos; su masa incandescente parecía un disco sombrío, recostándose sobre el fondo luminoso y blanco de la estrella. Calamidades sin cuento seguían afligiendo a la Tierra. En una noche se inundó toda la llanura del Indostán desde el Indo hasta las bocas del Ganges. De la extensa sábana líquida se elevaban los techos de los palacios y templos y las cumbres de las colmas, hormigueantes de seres humanos. Cada minarete era una masa confusa de gentes que caían en racimos sobre el negro abismo de sus aguas a medida que el calor y el pánico aumentaban. Del país entero partía un lamento ininterrumpido y penetrante. De improviso, una masa oscura empezó a ascender sobre el horizonte y pasó por delante de la estrella con una rapidez aterradora. Aquella masa opaca y sombría era la Luna. Muy pronto pudo observarse en Europa que el Sol y la estrella salían simultáneamente. Ambos astros parecían perseguirse al principio con furia; luego disminuían su carrera y se detenían en el cénit confundidos en flamígero abrazo. La Luna no eclipsaba ya a la estrella, y parecía alejarse en el esplendor de los cielos. Aunque la mayoría de los humanos que quedaban con vida contemplaban este grandioso espectáculo con la estupidez que engendran el hambre, la fatiga, el calor y la desesperación, hubo alguien, sin embargo, que supo apreciar el significado de aquel aparente alejamiento de la Luna y aquella aparente persecución del Sol por el nuevo astro. Sí; la estrella y la Tierra, después de haberse encontrado cerca, comenzaban a separarse. El astro perturbador se alejaba con velocidad vertiginosa en la última fase de su caída hacia el Sol. Entonces cubrióse el cielo de nubes, el trueno y los relámpagos tejieron su malla terrorífica en torno del mundo, y un nuevo diluvio cayó sobre la Tierra. Allí donde los volcanes habían vomitado mares de lava, se extendían ahora mares de cieno. Muchos días transcurrieron así. El impetuoso desbordamiento de las aguas destruyó lo que había dejado en pie la reciente caricia hecha a la Tierra por la estrella. Algunos terremotos concluyeron la obra de destrucción. Pasaron semanas y meses. La estrella había pasado para siempre. Los hombres, impulsados por el hambre, recobraron sus energías, entraron en las ruinosas ciudades y en los graneros incendiados y medio sumergidos, y se extendieron por las pantanosas llanuras. Los pocos barcos que habían logrado escapar de las tempestades arribaron desmantelados y lastimosos, después de sondear con precaución las entradas de sus puertos, para no encallar en los recién aparecidos arrecifes que ahora obstruían los antes despejados y profundos canales de ingreso. Cuando se calmaron las tempestades, advirtieron los hombres en toda la extensión de la Tierra que los días eran más cálidos, que el Sol era mayor y que la Luna, que había disminuido en dos terceras partes, presentaba sus fases en ochenta y cuatro días. La presente historia nada dice de la nueva fraternidad nacida entre los humanos, ni de cómo lograron conservarse las leyes, los libros y las máquinas, ni del extraño cambio operado en Islandia, en Groenlandia y en el litoral del mar de Baffin, países desolados y yermos con anterioridad al cataclismo y ahora alegres y abundantes de vegetación, cual pudieran comprobar los marinos en sus nuevas expediciones. Tampoco dice nada la presente historia acerca de un fenómeno curioso determinado por la catástrofe, y que consistía en haberse trasladado toda la actividad humana hacia el norte y el sur de la Tierra, abandonando por inhospitalarias y abrasadas aquellas regiones que antes del cataclismo fueron su residencia habitual. Nuestro papel de historiadores se limita a esto; a dar cuenta de la aparición y desaparición de la terrible estrella. Ahora bien; los astrónomos de Marie —porque es cosa averiguada que en Marte existen astrónomos, si bien difieren en su conformación física de sus colegas terrestres— siguieron con especial interés el admirable fenómeno, y consignaron así, según parece, sus observaciones: «Teniendo en cuenta la masa y la temperatura del proyectil lanzado a través de nuestro sistema solar, es para causar sorpresa el poco daño que ha sufrido la Tierra, no obstante haberse encontrado a tan escasa distancia del viajero sideral. Puede observarse, en efecto, que siguen inalterables todas las antiguas demarcaciones de continentes y las masas oscuras de los mares. La única diferencia perceptible es una disminución de las grandes manchas blancas que en un tiempo circundaban los polos, y que, según todas las probabilidades, eran agua congelada.» Estas palabras de los sabios marcianos demuestran sencillamente cuan poca cosa puede parecer la mayor de las catástrofes humanas contemplada a una distancia de algunos millones de kilómetros. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La isla de Æiornis
Cuento
La compra de orquídeas siempre conlleva cierto aire especulativo. Uno tiene delante el marchito pedazo de tejido marrón, y por lo demás debe fiarse de su criterio o del vendedor o de su buena suerte, según se inclinen sus gustos. La planta puede estar moribunda o muerta, o puede que sea una compra respetable, un valor justo a cambio de su dinero, o quizá —pues ha sucedido una y otra vez— lentamente se despliegue día tras día ante los encantados ojos del feliz comprador alguna nueva variedad, alguna nueva riqueza, una rara peculiaridad del Labellum, una sutil coloración o un mimetismo inesperado. El orgullo, la belleza y la ganancia florecen juntos en una delicada espiga verde y puede que incluso la inmortalidad. Porque el nuevo milagro de la naturaleza puede andar necesitado de un nuevo nombre específico, y ¿cuál tan conveniente como el de su descubridor? ¡Juangarcía! Nombres peores se han puesto. Fue quizá la esperanza de un descubrimiento feliz de ese género la que hizo a Wedderburn asistir con tanta asiduidad a esas subastas, esa esperanza y también, quizá, el hecho de que no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer. Era un hombre tímido, solitario, bastante ineficaz, con ingresos suficientes como para mantener alejado el aguijón de la necesidad y sin la suficiente energía nerviosa que le impulsara a buscar cualquier ocupación exigente. Podía haber coleccionado sellos, monedas o traducido a Horacio o encuadernado libros o descubierto alguna nueva especie de diatomeas. Pero de hecho cultivaba orquídeas y disponía de un pequeño pero ambicioso invernadero. —Tengo la sensación —dijo tomando el café— de que hoy me va a suceder algo. Hablaba, igual que se movía y pensaba, despacio. —¡Oh!, no digas eso —dijo el ama de llaves, que era también prima lejana suya. Pues suceder algo era un eufemismo que para ella solo significaba una cosa. —No me has entendido bien. No quiero decir nada desagradable… aunque apenas si sé a lo que me refiero. »Hoy —continuó después de una pausa—, en casa de Peter van a vender un lote de plantas procedentes de las islas Andamán y las Indias. Me acercaré a ver lo que tienen. Quizás haga una buena compra sin saberlo, puede que sea eso. Le pasó la taza para que se la llenara de café por segunda vez. —¿Es eso lo que coleccionaba ese pobre joven del que me hablaste el otro día? —preguntó su prima mientras le llenaba la taza. —Sí —respondió, y se quedó pensativo mientras sostenía un trozo de tostada. »Nunca me pasa nada —observó al poco tiempo, empezando a pensar en voz alta—. Me pregunto por qué. A otros les pasan bastantes cosas. Ahí está Harvey. Sin ir más lejos, la pasada semana, el lunes encontró seis peniques, el miércoles todos sus pollos tenían la modorra, el viernes su prima volvió a casa desde Australia, y el sábado se rompió el tobillo. ¡Qué torbellino de emociones comparado conmigo! —Por mi parte preferiría pasar de tanta excitación —dijo el ama de llaves—. No puede ser bueno para uno. —Supongo que es molesto. Con todo… ya sabes, nunca me pasa nada. De niño nunca tuve ningún accidente. Siendo adolescente nunca me enamoré. Nunca me casé… Me pregunto qué se sentirá cuando te pasa algo, algo realmente notable. »Ese coleccionista de orquídeas solo tenía treinta y seis, veinte años más joven que yo, cuando murió. Se había casado dos veces y divorciado una. Había tenido malaria cuatro veces y una vez se fracturó el fémur. En una ocasión mató a un malayo y otra le hirieron con un dardo envenenado. Finalmente lo mataron las sanguijuelas de la jungla. Debe de haber sido todo muy molesto, pero también debe de haber sido muy interesante, sabes, excepto quizá, las sanguijuelas. —Estoy segura de que no fue bueno para él —dijo la señora con convicción. —Puede que no. Entonces Wedderburn miró su reloj. —Las ocho y veintitrés minutos. Voy a ir en el tren de las doce menos cuarto, así que hay mucho tiempo. Creo que me pondré la chaqueta de alpaca —hace bastante calor—, el sombrero gris de fieltro y los zapatos marrones. Supongo… Miró por la ventana al cielo sereno y al soleado jardín, y, después, nerviosamente, a la cara de su prima. —Creo que sería mejor que llevaras el paraguas si vas a Londres —dijo con una voz que no admitía negativa—. A la vuelta tienes todo el trayecto desde la estación hasta aquí. Cuando volvió se encontraba en un estado de suave excitación. Había hecho una compra. Era raro que lograra decidirse con la rapidez suficiente para comprar, pero esta vez lo había hecho. —Hay Vandas —explicó—, un Dendrobio y algunas Palaeonophis. Repasó las compras amorosamente al tiempo que tomaba la sopa. Estaban extendidas delante de él sobre el impoluto mantel y le estaba contando a su prima todo sobre ellas mientras se demoraba lentamente con la comida. Tenía la costumbre de revivir por la tarde todas sus visitas a Londres para entretenimiento propio y de ella. —Sabía que hoy pasaría algo. Y he comprado todas esas cosas. Algunas, algunas de ellas, estoy seguro, ¿sabes?, de que algunas serán notables. No sé cómo, pero lo siento con tanta seguridad como si alguien me lo hubiera dicho. Ésta —apuntó a un marchito rizoma— no fue identificada. Quizá sea una Palaeonophis o puede que no. Quizá sea una especie nueva o incluso un género nuevo. Fue la última que recogió el pobre Batten. —No me gusta su aspecto —dijo el ama de llaves—. Tiene una forma tan fea… —Para mí que apenas si llega a tener forma alguna. —No me gustan esas cosas que asoman —dijo el ama de llaves. —Mañana estará fuera en una maceta. —Parece —continuó el ama de llaves— una araña que se hace la muerta. Wedderburn sonrió e inspeccionó la raíz ladeando la cabeza. —Ciertamente no es que sea un bonito pedazo de material. Pero nunca se pueden juzgar estas cosas por su apariencia cuando están secas. Desde luego puede que termine siendo una orquídea muy hermosa. ¡Qué ocupado estaré mañana! Esta noche tengo que ver exactamente lo que hago con ellas y mañana me pondré a la obra. »Encontraron al pobre Batten, que yacía muerto o moribundo en un manglar, no recuerdo cuál —continuó de nuevo al poco rato—, con una de estas mismas orquídeas aplastadas bajo su cuerpo. Había estado enfermo durante algunos días con cierto tipo de fiebre nativa y supongo que se desmayó. Esos manglares son muy insalubres. Dicen que las sanguijuelas de la jungla le sacaron hasta la última gota de sangre. Puede que se trate de la mismísima planta que le costó la vida. —Eso no mejora mi opinión de ella. —Los hombres tienen que trabajar aunque las mujeres puedan llorar —sentenció Wedderburn con profunda gravedad. —¡Mira que morir lejos de todas las comodidades en un pantano! ¡Anda que enfermar de fiebre con nada que tomar más que específicos y quinina, y nadie a tu lado más que horribles nativos! Dicen que los nativos de las islas Andamán son unos desgraciados de lo más repugnante, y de todas formas, a duras penas pueden ser buenos enfermeros sin haber tenido la preparación necesaria. ¡Y solo para que la gente en Inglaterra disponga de orquídeas! —No creo que fuera agradable, pero algunos hombres parecen disfrutar con ese tipo de cosas —continuó Wedderburn—. En todo caso los nativos de su grupo eran lo suficientemente civilizados para cuidar toda su colección hasta que su colega, que era un ornitólogo, volvió del interior, aunque no conocían la especie de orquídea y la habían dejado marchitarse. Eso hace a estas plantas más interesantes. —Las hace repugnantes. A mí me daría miedo que tuvieran restos de malaria adheridos. ¡Y solo pensar que un cuerpo muerto ha estado extendido sobre esa cosa tan fea! No había pensado en eso antes. ¡Se acabó! Te digo que no puedo comer ni un bocado más de la cena. —Las quitaré de la mesa si te parece y las pondré en el hueco de la ventana. Allí las puedo ver igual. Los días siguientes estuvo, desde luego, especialmente ocupado en el pequeño invernadero lleno de vapor yendo de acá para allá con carbón vegetal, trozos de teca, musgo y todos los demás misterios del cultivador de orquídeas. Pensaba que disfrutaba de un tiempo maravillosamente lleno de acontecimientos. Por la tarde hablaba de las nuevas orquídeas a los amigos y una y otra vez insistía en sus expectativas de algo extraño. Varias de las Vandas y los Dendrobios fenecieron bajo sus cuidados, pero pronto la extraña orquídea empezó a dar señales de vida. Estaba encantado y tan pronto como lo descubrió hizo que el ama de llaves abandonara la elaboración de mermelada para verlo de inmediato. —Ése es un brote —explicó—, pronto habrá muchas hojas ahí, y esas cositas que salen por aquí son raicillas aéreas. A mí me parecen deditos blancos asomándose del tejido marrón —opinó el ama de llaves—. No me gustan. —¿Por qué no? —No lo sé. Parecen dedos intentando agarrarte. Lo que me gusta, me gusta, y lo que no me gusta, no me gusta; no puedo remediarlo. —No lo sé seguro, pero creo que ninguna orquídea de las que conozco tiene raicillas aéreas exactamente como ésas. Desde luego pueden ser imaginaciones mías. ¿Ves que están un poco aplanadas en el extremo? —No me gustan —dijo el ama de llaves temblando repentinamente y dándose la vuelta—. Sé que es estúpido por mi parte, y lo siento mucho especialmente porque te gustan tanto. Pero no puedo por menos de pensar en ese cadáver. —Pero puede que no fuera esa planta en particular. Eso no fue más que una suposición mía. El ama de llaves se encogió de hombros. —De todas maneras, no me gustan —concluyó. Wedderburn se sintió un poco dolido por su aversión a la planta, pero eso no le impidió hablarle de las orquídeas en general y de ésta en particular siempre que le apeteció. —Pasan cosas tan curiosas con las orquídeas —le contó un día— …hay tantas posibilidades de sorpresa. Darwin estudió su fertilización y mostró que toda la estructura de una flor de orquídea común estaba ideada para que las polillas pudieran llevar el polen de una planta a otra. Bueno, pues se conocen cantidades de orquídeas cuya flor no puede ser fertilizada de esa manera. Algunos Cypripediums, por ejemplo, no hay insecto conocido que pueda fertilizarlos, y a algunos jamás se les ha encontrado semilla. —Entonces ¿cómo forman las nuevas plantas? —Con estolones y tubérculos y ese tipo de brotes. Eso tiene fácil explicación. El enigma está en ¿para qué sirven las flores? »Es muy probable que mi orquídea sea algo extraordinario en ese sentido. Si es así lo estudiaré. A menudo he pensado en hacer investigaciones como Darwin. Pero hasta ahora no he encontrado tiempo o alguna otra cosa me lo ha impedido. ¡Me gustaría mucho que vinieras a verlas! Pero ella respondió que en el invernadero de las orquídeas hacía tanto calor que le daba dolor de cabeza. Había visto la planta una vez más y las raicillas aéreas —algunas de ellas tenían ahora más de un pie de largas— desgraciadamente le habían recordado tentáculos que se alargaban para agarrar algo. Se metieron en sus sueños y crecían tras ella con una rapidez increíble. Así que había decidido con plena satisfacción no volver a ver la planta y Wedderburn tenía que admirar sus hojas en solitario. Tenían la forma ancha acostumbrada y eran de un verde profundo y lustroso con salpicaduras y puntos de rojo profundo en dirección a la base. No conocía ninguna otra hoja del todo igual. La planta estaba colocada en un banco bajo cerca del termómetro y muy cerca había un dispositivo por medio del cual un grifo goteaba sobre las tuberías de agua caliente y mantenía el ambiente lleno de vapor. Ahora se pasaba las tardes meditando con cierta regularidad sobre la floración ya próxima de la extraña planta. Finalmente tuvo lugar el gran acontecimiento. Tan pronto como entró en el pequeño invernadero supo que la espiga había eclosionado, aunque su gran Palaeonophis Lowii tapaba la esquina donde estaba su nuevo encanto. Había un olor nuevo en el aire, un perfume poderoso, de un intenso dulzor que dominaba a todos los demás de aquel pequeño invernadero abarrotado y lleno de vapor. Nada más advertirlo se apresuró hasta la extraña orquídea, y, ¡oh, maravilla!, las verdes espigas trepadoras tenían ahora tres grandes manchas de flores de las que procedía la embriagadora dulzura. Se quedó parado ante ellas en un éxtasis de admiración. Las flores eran blancas con vetas de dorado naranja en los pétalos, el pesado Labellum estaba enrollado en una intrincada proyección y un maravilloso púrpura azulado se mezclaba allí con el oro. Vio de inmediato que se trataba de un género completamente nuevo. ¡Y la inaguantable flagrancia! ¡Qué calor hacía allí! Las flores se balanceaban ante sus ojos. Miraría si la temperatura estaba bien. Dio un paso hacia el termómetro. De repente todo le pareció vacilante. Los ladrillos del suelo bailaban arriba y abajo. Luego las blancas flores, las hojas verdes detrás de ellas, todo el invernadero pareció extenderse por los costados y después curvarse hacia arriba. A las cuatro y media su prima, siguiendo la invariable costumbre, hizo el té. Pero Wedderburn no vino a tomarlo. —Está adorando a esa horrible orquídea —se dijo a sí misma y esperó diez minutos—. Se le debe de haber parado el reloj. Iré a llamarlo. Fue directa al invernadero y, abriendo la puerta, voceó su nombre. No hubo respuesta. Observó que el aire estaba muy enrarecido y cargado de un intenso perfume. Luego vio algo que yacía sobre los ladrillos entre las tuberías del agua caliente. Durante un minuto quizá, se quedó inmóvil. Él estaba tumbado con la cara hacia arriba a los pies de la extraña orquídea. Las raicillas aéreas como tentáculos ya no se balanceaban libremente en el aire sino que se habían apiñado todas juntas, una maraña de cuerdas grises, y se estiraban, tensas, con los extremos bien adheridos a su barbilla, cuello y manos. No lo entendió. Después vio que por debajo de uno de los exultantes tentáculos sobre la mejilla corría un hilillo de sangre. Con un grito inarticulado corrió hacia él y trató de apartarlo de las ventosas semejantes a sanguijuelas. Rompió bruscamente dos de los tentáculos y de ellos goteó una savia roja. Luego el embriagador perfume de la flor hizo que le diera vueltas la cabeza. ¡Cómo se agarraban a él! Rasgó las duras cuerdas y él y la blanca florescencia flotaron a su alrededor. Sintió que se desmayaba, pero sabía que no podía permitírselo. Le dejó, rápidamente abrió la puerta más próxima y, después de jadear un momento al aire libre, tuvo una brillante inspiración. Cogió una maceta y rompió las ventanas del extremo del invernadero. Luego volvió a entrar. Tiró ahora con renovadas fuerzas del cuerpo inmóvil de Wedderburn y estrelló estrepitosamente contra el suelo la extraña orquídea. Ésta todavía se aferraba a su víctima con la más obstinada tenacidad. En un arrebato los arrastró hasta el aire libre. Entonces pensó en romper las raicillas chupadoras una a una y en un minuto le había liberado y le arrastraba lejos del horror. Estaba blanco y sangraba por una docena de manchas circulares. El hombre que hacía las chapuzas de la casa subía por el jardín asombrado por la rotura de cristales y la vio emerger arrastrando el cuerpo inanimado con manos manchadas de rojo. Por un instante pensó cosas imposibles. —¡Trae algo de agua! —gritó ella, y su voz disipó todas sus imaginaciones. Cuando, con desacostumbrada celeridad, volvió con el agua, la encontró llorando de emoción y con la cabeza de Wedderburn sobre su rodilla limpiándole la sangre de la cara. —¿Qué pasa? —dijo Wedderburn abriendo los ojos débilmente y cerrándolos de nuevo inmediatamente. —Ve a decir a Annie que venga aquí fuera y luego ve a buscar al doctor Haddon de inmediato —le dijo al hombre tan pronto como trajo el agua, y añadió al ver que dudaba—: Te lo explicaré todo cuando estés de vuelta. Pronto Wedderburn abrió de nuevo los ojos, y al verlo molesto por lo sorprendente de su situación, le explicó: —Te desmayaste en el invernadero. —¿Y la orquídea? —Yo me encargaré de ella. Wedderburn había perdido mucha sangre, pero aparte de eso no tenía ninguna lesión grave. Le dieron brandy mezclado con un extracto de carne de color rosado y le subieron a su dormitorio. El ama de llaves contó fragmentariamente la increíble historia al doctor Haddon. —Venga a ver el invernadero. El frío aire exterior entraba por la puerta abierta y el empalagoso perfume casi se había desvanecido. La mayoría de las rotas raicillas aéreas, ya marchitas, yacían entre algunas manchas oscuras sobre los ladrillos. El tallo de la floración se rompió con la caída de la planta y las flores crecían con los bordes de los pétalos mustios y marrones. El doctor se inclinó hacia ella, pero vio que una de las raicillas aéreas todavía se movía débilmente y dudó. A la mañana siguiente la extraña orquídea todavía estaba allí, ahora negra y putrefacta. La puerta batía intermitentemente con la brisa matinal y toda la colección de orquídeas de Wedderburn estaba reseca y postrada. Pero el propio Wedderburn en su dormitorio estaba radiante y dicharachero con la gloria de su extraña aventura. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La polilla
Cuento
Escribo esta historia, no con la esperanza de que sea creída, sino para prepararle, en la medida de lo posible, una escapatoria a la próxima víctima. Tal vez ésta pueda beneficiarse de mi infortunio. Me llamo Edward George Eden. Nací en Trentham, en Staffordshire, por ser mi padre un empleado de los jardines de aquella ciudad. Perdí a mi madre cuando tenía tres años y a mi padre cuando tenía cinco; mi tío George Eden me adoptó entonces como hijo suyo. Era soltero, autodidacta y muy conocido en Birmingham como periodista emprendedor; él me educó generosamente y estimuló mi ambición de triunfar en el mundo y, a su muerte, que acaeció hace cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos los gastos pertinentes. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba que invirtiera el dinero en completar mi educación. Yo ya había elegido la carrera de medicina y, gracias a su generosidad póstuma y a mi buena estrella en unas oposiciones para una beca, me convertí en estudiante de medicina en la Universidad de Londres. Cuando comienza mi relato, me alojaba en el 110 de la University Street, en una pequeña buhardilla, de mobiliario muy zarrapastroso y llena de corrientes, que daba a la parte posterior del local de Schoolbred. Utilizaba este cuartito tanto para vivir como para dormir, porque estaba ansioso por agotar todos los recursos de que disponía hasta el último chelín. Llevaba yo un par de botas a arreglar a una zapatería de Tottenham Court Road cuando me encontré por primera vez con el viejecito de cara amarillenta con el que mi vida se ha enmarañado tan inextricablemente en este momento. Estaba de pie, en la acera, contemplando el número de la puerta en actitud vacilante, cuando yo la abrí. Sus ojos, unos ojos grises inexpresivos y enrojecidos en los bordes de las pestañas, se posaron sobre mi cara, y su semblante adquirió inmediatamente una expresión de arrugada afabilidad. —Llega usted en el momento oportuno —dijo—, había olvidado el número de su casa. ¿Cómo está usted, señor Eden? Me quedé un poco sorprendido ante la familiaridad de su tono, puesto que yo jamás había visto a ese hombre. También estaba un poco irritado de que me hubiera pillado con las botas bajo el brazo. Él reparó en mi falta de cordialidad. —Se estará usted preguntando quién diablos soy, ¿verdad? Un amigo, se lo aseguro. Le he visto a usted antes aunque usted no me haya visto a mí. ¿Puedo hablar con usted en alguna parte? Yo vacilé. El desaliño de mi buhardilla no era cosa que se pudiera enseñar a cualquier desconocido. —Tal vez podríamos hablar mientras paseamos —dije yo—. Lamentablemente, esto me impide… —Mi gesto explicó la frase antes de que pudiera terminarla. —Como quiera —dijo, y se volvió primero hacia un lado y luego hacia otro—. Si paseamos, ¿en qué dirección vamos a hacerlo? —Yo deslicé mis botas en el zaguán. —¡Mire! —dijo bruscamente— este asunto es un galimatías. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Yo soy viejo, muy viejo, y las explicaciones no se me dan bien y con mi voz atiplada y el estrépito del tráfico… Y posó una mano enjuta y persuasiva que tembló un poco sobre mi brazo. Yo no era tan mayor como para que un viejo no pudiera invitarme a almorzar. Y sin embargo, al mismo tiempo, su repentina invitación no terminaba de agradarme. —Yo preferiría… empecé a decir. —Pero yo en cambio sí lo preferiría —dijo tomándome la palabra— y además, acepte aunque no sea más que por el respeto que merecen mis canas. Y así, consentí, y marché con él. Me llevó al Blativiski y tuve que andar despacio para acomodarme a su paso. Y durante el almuerzo, que resultó ser el mejor de toda mi vida, él se resistió a contestar a mi principal pregunta y yo tomé nota de su aspecto. Su cara afeitada estaba flaca y llena de arrugas, sus labios ajados caían sobre una dentadura postiza y su pelo cano era fino y bastante largo; a mí me parecía pequeño, aunque la verdad es que a mí me parecía pequeña mucha gente, y sus hombros estaban redondeados y encorvados. Y al mirarle, no pude dejar de observar que él también estaba tomando buena nota de mí, recorriéndome con la vista con una curiosa mirada de codicia, desde mis anchas espaldas hasta mis manos tostadas por el sol y otra vez hasta mi cara pecosa. —Y ahora —dijo mientras encendíamos nuestros cigarrillos— debo hablarle del asunto que me traigo entre manos. —Debo decirle, pues, que yo soy un viejo, un hombre muy viejo. —Se detuvo momentáneamente. —Y sucede que yo tengo dinero que pronto deberé dejar y no tengo ningún hijo a quien dejárselo—. Yo me acordé del truco de la confidencia y resolví permanecer alerta por los vestigios de mis quinientas libras. Él prosiguió haciendo hincapié en su soledad y en los problemas con que se había enfrentado para hallar un destino adecuado para su dinero. —He tomado en consideración un plan tras otro, beneficencia, instituciones de caridad, becas de estudio y bibliotecas, y por fin he llegado a esta conclusión —dijo mirándome fijamente—. Quiero encontrar a un joven ambicioso, de mente pura, y pobre, sano de cuerpo y alma, para, en breve, convertirle en mi heredero y darle todo cuanto poseo. —Y repitió—: Darle todo cuanto poseo, de modo que, repentinamente aliviado de todos los problemas y esfuerzos en los que su sensibilidad haya sido educada, alcance la libertad y la influencia. Traté de mostrarme desinteresado. Con una transparente hipocresía dije: —Y usted quiere mi ayuda, mis servicios profesionales quizá, para encontrar a esa persona. Él sonrió, y me miró por encima de su cigarrillo y yo me reí ante su tranquila reacción a mi modesta pretensión. —¡Qué carrera podría hacer este hombre! —dijo—. Me llena de envidia pensar que otro puede gastar lo que yo he acumulado… Pero hay algunas condiciones, naturalmente, unas cargas que le impondré. Por ejemplo, deberá tomar mi nombre. No se puede esperar todo sin nada a cambio. Y además debo estar al tanto de todas las circunstancias de su vida antes de poder aceptarle. Debe ser intachable. Debo conocer sus antecedentes, cómo murieron sus padres y sus abuelos, y llevar a cabo la más estricta investigación sobre su moral privada. Esto modificó un poco mi recóndita enhorabuena. —Y, ¿debo comprender —dije— que yo…? —Sí —dijo casi impetuosamente—. Usted. Usted. No contesté ni una sola palabra. Mi imaginación se encontraba en plena efervescencia, mi escepticismo innato resultaba inútil para modificar el paroxismo. No había en mi cabeza ni una brizna de gratitud… no sabía ni qué decir ni cómo decirlo. —Pero, ¿por qué yo precisamente? —logré decir por fin. Dijo que por casualidad había oído hablar de mí al profesor Haslar que me había descrito como típico joven sano y honesto y él deseaba, en la medida de lo posible, dejarle su dinero a alguien cuya salud e integridad quedaran aseguradas. Ese fue mi primer encuentro con el viejecito. Se mostró misterioso con respecto a sí mismo, no quiso desvelarme todavía su nombre y después de contestarle a algunas de sus preguntas, me dejó en el vestíbulo del Blativiski. Reparé en que había sacado un puñado de monedas de oro del bolsillo cuando llegó el momento de pagar la cuenta. Su insistencia sobre la salud corporal resultaba curiosa. De acuerdo con el trato que hicimos, aquel mismo día solicité una póliza de seguro de vida por una gran suma en la Royal Insurance Company y durante la semana siguiente tuve que soportar los exhaustivos reconocimientos de los asesores médicos de aquella compañía. Ni siquiera eso le satisfizo e insistió que debía pasar un nuevo reconocimiento médico efectuado por el gran doctor Henderson. Hasta el viernes de la semana de Pentecostés no llegamos a un acuerdo. Me llamó para que bajara a última hora de la tarde, eran casi las nueve, apartándome del atracón que me estaba dando de ecuaciones de química para mi examen preliminar de Ciencias. Estaba en pie en el zaguán bajo la débil luz de una lámpara de gas y su rostro era una grotesca interacción de sombras. Me pareció más encorvado que el primer día que le había visto y sus mejillas estaban un poco hundidas. Su voz tembló de emoción. —Todo ha resultado satisfactorio, señor Eden —dijo. —Todo ha resultado muy, muy satisfactorio. Y esta noche más que nunca, debe usted cenar conmigo para celebrar su… ascenso. —Un ataque de tos le interrumpió. —Además, tampoco tendrá que esperar mucho —dijo, secándose los labios con su pañuelo y asiéndome la mano con su larga y huesuda garra que parecía tener vida propia—. Ciertamente no será una larga espera. Salimos a la calle y llamamos a un coche. Recuerdo con mucha claridad cada uno de los incidentes de ese trayecto, la ligereza y la comodidad de aquel vaivén, el vivido contraste entre la luz de gas, la de petróleo y la luz eléctrica, la multitud de personas que había en las calles, el lugar de Regent Street adonde fuimos, y la suntuosa cena que allí nos sirvieron. Al principio me sentí desconcertado por las miradas que el camarero bien uniformado lanzaba a mi raída indumentaria, incomodado por los huesos de las aceitunas, pero a medida que el champán caldeaba mi sangre, sentí revivir mi confianza. Al principio el anciano habló de sí mismo. Ya me había revelado su nombre en el coche: era Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombre conocía yo desde que era niño en el colegio. Me parecía increíble que este hombre, cuya inteligencia había dominado la mía tan temprano, esta gran abstracción, se manifestara repentinamente en la forma de esta figura familiar y decrépita. Me atrevo a decir que todo joven que se haya visto rodeado de improviso por celebridades ha experimentado una sensación de decepción parecida a la mía. Me contaba ahora el futuro que el débil flujo de su vida dejaría abierto para mí al secarse: fincas, derechos de autor, inversiones. Jamás había sospechado que los filósofos pudieran ser tan ricos. Me contemplaba mientras bebía y comía con una punta de envidia. —¡Cuánta capacidad para la vida posee usted! —me dijo. Y luego, con un suspiro, con lo que me pareció un suspiro de alivio, añadió—: No tardará mucho. —¡Ay! —dije yo, con la cabeza ya impregnada de champán—. Tal vez tenga un futuro… que me depare alguna alegría pasajera, gracias a usted. A partir de ahora tendré el honor de llevar su apellido. Pero usted tiene un pasado y semejante pasado vale tanto como mi futuro. Meneó la cabeza sonriendo, dando muestras, pensé entonces, de apreciar mi aduladora admiración con una sombra de tristeza. —Ese futuro —dijo— ¿lo cambiaría usted, sinceramente? —Se acercó el camarero con los licores—. Tal vez no le importe adoptar mi nombre, asumir mi posición, ¿pero estaría dispuesto de veras a cargar con mis años voluntariamente? —Con sus triunfos, sí —dije galantemente. Volvió a sonreír. —Kummel para los dos —le dijo al camarero y dirigió su atención a un paquetito envuelto en papel que había sacado del bolsillo—. Este momento —dijo—, este momento de la sobremesa es el momento de las pequeñas cosas. Este es un fragmento de mi sabiduría inédita. —Abrió el paquete con sus dedos amarillos temblorosos y dejó entrever un poco de polvo rosáceo en el papel—. Bien —dijo— ahora debe usted adivinar lo que es esto. Pero al Kummel, póngale usted una pizca… de este polvo… es Himmel. Sus grandes ojos grises se fijaron en los míos con una expresión inexcrutable. Me resultó un poco chocante constatar que este gran maestro le concediera importancia al sabor de los licores. No obstante, fingí interés por su debilidad, porque estaba lo bastante ebrio para una pequeña lisonja como ésa. Dividió el polvo entre las dos copitas y levantándose súbitamente con extraña e inesperada dignidad, alargó su mano hacia mí. Yo imité su gesto, y las copas tintinearon. —Por una rápida sucesión —dijo, y se llevó la copa a los labios. —No, eso no —dije apresuradamente—. Por eso, no. Detuvo su copa a la altura de la barbilla y sus ojos centellearon en los míos. —Por una larga vida —dije. Él vaciló. —Por una larga vida —dijo por fin, con una carcajada repentina, y con los ojos fijos los unos en los otros, vaciamos las copitas. Su mirada se clavó directamente en la mía, y mientras apuraba mi bebida noté una sensación curiosamente intensa. Su primer efecto fue el de organizar un furioso tumulto en mi cerebro; me parecía sentir una auténtica agitación física en el cráneo y un zumbido que me llenó los oídos, humedeciéndolos. No noté el sabor en mi boca, ni la fragancia que llenaba mi garganta, solo vi la intensidad grisácea de su mirada que ardía en la mía. La bebida, la confusión mental, el ruido y la agitación en mi cabeza, parecieron durar un tiempo interminable. Unas imágenes curiosas y vagas de hechos semiolvidados bailaron y se desvanecieron en el borde de mi consciencia. Por fin él rompió el hechizo. Con un suspiro repentino y explosivo apoyó la copa sobre la mesa. —¿Y bien? —dijo. —Es excelente —dije, aunque no había paladeado el sabor. La cabeza me daba vueltas y me senté. Mi cerebro estaba sumido en el caos. Entonces mi poder de percepción se volvió más claro y minucioso, como si estuviera viendo las cosas en un espejo cóncavo. Su talante parecía haberse trocado en un nerviosismo precipitado. Sacó su reloj e hizo una mueca al ver la hora. —¡Las once y siete! Y esta noche debo… A las once y treinta y dos. ¡Waterloo! Debo irme inmediatamente. —Pidió la cuenta y luchó para ponerse el abrigo. Solícitos camareros acudieron en nuestra ayuda. Al instante me estaba despidiendo de él, sobre la portezuela del coche, y aún con aquella absurda sensación de minuciosa transparencia, como si… ¿Cómo podría expresarlo?… No solo estuviera viendo, sino palpando a través de unos gemelos de teatro. —Ese polvo —dijo llevándose la mano a la frente— no debí dárselo. Mañana le dolerá la cabeza. Un momento. Tenga. —Me tendió una cosita chata como los polvos de seidlitz—. Tómelo diluido en agua cuando se vaya a la cama. Lo otro era una droga. Pero cuidado, tómelo justo cuando vaya a acostarse. Le despejará la cabeza. Eso es todo. Otro apretón de manos… ¡por el futuro! Apreté su contraída garra. —Adiós —dijo, y por la caída de sus párpados juzgué que él también se hallaba un poco bajo el influjo de ese cordial perturbador. Luego, con sobresalto, recordó algo más, se palpó el bolsillo de su pecho y sacó otro paquete, esta vez un cilindro de la forma y tamaño de un jabón de afeitar. —Tenga —dijo—. Casi se me olvida. No lo abra hasta que yo regrese mañana… pero tómelo ahora. Era tan pesado que casi se me cae. —¡De acuerdo! —dije yo, y él me sonrió enseñando los dientes por la ventanilla del coche mientras el cochero fustigaba ligeramente a su caballo adormilado. Me había dado un paquete blanco, lacrado de rojo en los dos extremos y a media altura. —Si no es dinero —me dije— debe ser platino o plomo. Me lo metí en el bolsillo con estudiado cuidado, y con la cabeza dándome vueltas fui andando a casa, vagando por Regent Street y por las oscuras calles traseras más allá de Portland Road. Recuerdo muy vívidamente las sensaciones de aquel paseo, por muy extrañas que fueran. Aún conservaba el dominio de mí mismo, puesto que me daba cuenta de mi extraño estado mental y me preguntaba si aquel polvo que había tomado era opio, droga de la que no tenía ninguna experiencia. Me resulta difícil describir ahora la peculiaridad de mi extrañamiento mental, si bien podría expresar vagamente la sensación de tener un desdoblamiento mental. Mientras subía por Regent Street, hallé en mi mente la extravagante convicción de que se trataba de la estación de Waterloo, y sentí un extraño impulso de meterme en el Politécnico, como si fuese un tren al que debiera subir. Me froté los ojos y estaba en Regent Street. ¿Cómo podría expresarlo? Veis por ejemplo a un actor consumado que os mira en silencio, luego hace una mueca y ¡hete aquí que es otra persona! Resultaría demasiado extravagante si os dijera que me parecía que Regent Street hubiera hecho eso de momento. Luego, persuadido de que volvía a ser Regent Street, me sentí estrambóticamente confuso al aflorar a mi mente unas reminiscencias fantásticas. —Hace treinta años —pensé— aquí fue donde me peleé con mi hermano. —Luego estallé en una carcajada, ante el asombro y el estímulo de un grupo de noctámbulos. Hace treinta años yo no existía y en mi vida había alardeado de tener un hermano. Aquella substancia debía ser seguramente una insensatez en forma líquida, ya que el agudo pesar por la pérdida de mi hermano aún persistía en mi memoria. Bajando por Portland Road, aquella locura adquirió un nuevo giro. Empecé a recordar tiendas inexistentes y a comparar la calle con la que era antaño. Las ideas confusas, trastornadas, resultan bastante comprensibles después de lo que había bebido, pero lo que me dejaba perplejo eran estos, curiosamente vividos, recuerdos fantasmas que se habían insinuado en mi mente, y no solo los recuerdos que se habían insinuado dentro, sino los recuerdos que se habían deslizado fuera. Me detuve frente a Steven’s, los comerciantes de historia natural, y me devané los sesos tratando de pensar en lo que había hecho conmigo. Pasó un ómnibus, pero hizo exactamente el mismo ruido que un tren. Me pareció estar buceando en algún oscuro y remoto pozo de recuerdos. —Claro —dije por fin— me prometió tres ranas para mañana. Es extraordinario que lo haya olvidado. ¿Se les sigue enseñando a los niños imágenes en disolvencia? En ellas recuerdo que una imagen empezaba como una aparición espectral que iba creciendo hasta desalojar a otra. Y exactamente de la misma manera luchaban en mí una serie de sensaciones espectrales con las mías propias… Proseguí por Euston Road hasta Tottenham Court Road, perplejo y un poco asustado sin reparar apenas en el camino insólito que estaba tomando, ya que, generalmente, solía acortar por la maraña de callejuelas secundarias intermedias. Doblé por University Street para descubrir que había olvidado mi número. Solo mediante un tenaz esfuerzo pude recordar el número 110 e incluso entonces me pareció que se trataba de algo que me había contado alguna persona ya olvidada. Intenté asentar mi mente recordando las incidencias de la cena y a fe mía que no logré conjurar ninguna imagen de mi anfitrión; le veía únicamente como un perfil indefinido, tal y como uno mismo puede verse reflejado en una ventana por la que está mirando. Sin embargo, en su lugar tuve una curiosa visión de mí mismo, sentado a la mesa, arrebolado, con los ojos brillantes y locuaz. —Debo tomar este otro polvo —me dije—. Esto se está volviendo imposible. Intenté buscar mi bujía y las cerillas en el lado equivocado del vestíbulo, y me entró la duda de en qué descansillo se encontraría mi cuarto. —Estoy ebrio —me dije—. No cabe duda —y me trabuqué innecesariamente en la escalera para apoyar mi aseveración. A primera vista mi cuarto me pareció poco familiar. —¡Qué sandez! —dije mirando a mi alrededor. Creí recuperarme del esfuerzo y la extraña sensación fantasmagórica dejó paso a la realidad concreta y familiar. Allí estaban los viejos cristales inmóviles con mis notas sobre las albúminas pegadas en una esquina del marco, y mi viejo traje de diario arrojado acá y allá en el suelo. Y sin embargo, no resultaba tan real después de todo. Sentí una idiota persuasión que trataba de insinuarse en mi cerebro, de que me hallaba en un vagón de tren que acababa de detenerse, y yo me asomaba por la ventanilla escudriñando el nombre de alguna estación desconocida. Me agarré firmemente a la barandilla de la cama para tranquilizarme. —Tal vez sea clarividencia —dije—. Debo escribir a la Physical Research Society. Puse el cartucho sobre mi tocador, me senté en la cama y empecé a quitarme las botas. Era como si la imagen de mis sensaciones actuales estuviera pintada sobre alguna otra imagen que intentara abrirse paso. —¡Maldita sea! —dije—. ¿Estoy perdiendo el juicio o es que estoy en dos lugares a la vez? —Medio desvestido, agité el polvo en un vaso y me lo tomé de un trago. Antes de meterme en la cama, mi cerebro ya se había tranquilizado, sentí la blandura de la almohada sobre mi mejilla y a partir de entonces debí quedarme dormido. Me desperté sobresaltado de un sueño en el que salían extrañas bestias y me encontré tumbado boca arriba. Probablemente todo el mundo ha tenido ese sueño lúgubre e impresionante del que uno escapa al despertar, pero extrañamente acobardado. Tenía un sabor raro en la boca, una sensación de cansancio en mis miembros, y una especie de incomodidad cutánea. Me quedé inmóvil con la cabeza sobre la almohada, esperando que mi sensación de extrañeza y de terror se disipara y que luego acabase siendo vencido de nuevo por el sopor. Pero en vez de eso, mis misteriosas sensaciones se incrementaron. Al principio no pude percibir nada preocupante a mi alrededor. Había una débil luz en la habitación, tan débil que era lo que más se aproximaba a las tinieblas, y los muebles resaltaban en ella como vagas manchas de oscuridad absoluta. Miré fijamente con mis ojos justo por encima de las mantas. Me sobrevino la idea de que alguien había entrado en la habitación para arrebatarme el rollo de dinero, pero después de permanecer tumbado unos momentos, respirando rítmicamente para simular estar dormido, me di cuenta de que esto era mera fantasía. No obstante, la desasosegada seguridad de que algo no iba bien se apoderó fuertemente de mí. Haciendo un esfuerzo levanté mi cabeza de la almohada y escudriñé la oscuridad a mi alrededor. No podía concebir de qué se trataba. Contemplé las formas borrosas que me rodeaban, las mayores y menores penumbras que indicaban cortinas, mesa, chimenea, estanterías, y así sucesivamente. Entonces comencé a percibir algo poco familiar en las formas de las tinieblas. ¿Se había dado la vuelta la cama? Allí debería estar la estantería, pero en su lugar se levantaba algo pálido y amortajado, algo que no correspondería a la estantería por mucho que yo lo mirara. Era muchísimo más grande como para ser mi camisa arrojada sobre una silla. Sobreponiéndome a un terror infantil, eché a un lado las mantas y saqué una pierna de la cama. En vez de salir de mi carriola directamente sobre el suelo, encontré que mi pie apenas alcanzaba el borde del colchón. Di otro paso, por así decirlo, y me senté en la orilla de la cama. Junto a mi cama debía estar la bujía, y las cerillas sobre la silla rota. Alargué mi mano y toqué… nada. Agité mi mano en las tinieblas y tropezó contra un pesado cortinaje, de textura suave y gruesa, que produjo como un crujido ante mi contacto. Lo agarré y tiré de él y resultó ser una cortina suspendida sobre la cabecera de mi cama. Ahora ya estaba totalmente despierto y empezaba a darme cuenta de que me hallaba en una habitación extraña. Estaba anonadado. Intenté recordar las circunstancias de la noche anterior y, lo que es más curioso, ahora las encontré muy vividas en mi memoria: la cena, cuando había recibido los paquetitos, mis interrogantes sobre si estaría intoxicado, mi lenta manera de desvestirme, la frialdad de la almohada contra mi cara arrebolada. Sentí un súbito recelo. ¿Había sido anoche o la noche anterior? En cualquier caso esta habitación me resultaba extraña y no podía imaginarme cómo había podido ir a parar hasta ella. El perfil pálido y borroso estaba empalideciendo aún más y yo me percaté de que se trataba de una ventana, con la oscura forma de un espejo ovalado de tocador contra la tenue insinuación del alba que se filtraba a través de la persiana. Me levanté y fui sorprendido por una curiosa sensación de debilidad y falta de equilibrio. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé lentamente hacia la ventana, lastimándome a pesar de todo en una rodilla, al tropezar con una silla que se interponía en mi camino. Busqué a tientas alrededor del espejo, que era grande con elegantes candelabros de bronce, para encontrar el cordón de la persiana. No lograba encontrar ninguno. Por azar topé con la borla, y con el chasquido de un resorte la persiana se levantó. Apareció ante mis ojos una escena que me resultaba absolutamente extraña. La noche estaba encapotada, y a través del gris aterciopelado del cúmulo de nubes se filtraba la débil penumbra del alba. Justo en el borde del cielo el dosel de nubes tenía una orilla de color rojo sangre. Debajo, todo estaba oscuro e indistinto, colinas borrosas en la distancia, una vaga masa de edificios que se levantaban en pináculos, árboles como tinta derramada y, bajo la ventana, una tracería de arbustos negros y de senderos gris pálido. Me resultaba tan poco familiar que por un momento pensé que aún estaba soñando. Palpé la mesa del tocador. Parecía estar hecha de alguna madera barnizada y estaba surtida de forma harto esmerada…, había encima varios frasquitos de cristal tallado y un cepillo. Había también un pequeño objeto extraño, en forma de herradura me pareció al tacto, con relieves duros y lisos, en un platillo. No pude encontrar ni cerillas ni palmatoria. Dirigí mis ojos de nuevo hacia la habitación. Ahora que la persiana estaba subida, los tenues espectros de su mobiliario empezaron a salir de la oscuridad. Había una enorme cama con cortinajes, y la chimenea situada a sus pies tenía una gran repisa blanca con algo del brillo del mármol. Me apoyé contra la mesa del tocador, cerré los ojos y volví a abrirlos e intenté pensar. Todo resultaba demasiado real para ser un sueño. Me inclinaba a pensar que aún había ciertas lagunas en mi memoria como consecuencia de la ingestión de aquel extraño licor, que quizás había pasado a disfrutar de mi herencia y que de improviso había perdido la noción de todo desde que me había sido anunciada mi buena suerte. Tal vez, si esperaba un poco, volvería a ver claramente las cosas. Sin embargo, mi cena con el viejo Elvesham me resultaba ahora singularmente nítida y reciente. El champán, los obsequiosos camareros, el polvo y los licores… Hubiera apostado mi alma a que eso había sucedido hacía pocas horas. Y luego me sucedió algo tan trivial y sin embargo tan terrible que un escalofrío me recorre al pensar en aquel momento. Hablé en voz alta. Dije: —¿Cómo diablos he venido a parar aquí?… Y la voz que habló no era la mía. No era la mía, era fina, farfullaba al articular las palabras, la resonancia de mis huesos faciales era diferente. Entonces, para tranquilizarme, puse una mano encima de la otra, y percibí unos pliegues de piel caída, la laxitud de los huesos que conlleva la edad. —Sin duda —dije con aquella horrible voz que de alguna manera se había instalado en mi garganta— ¡sin duda, esto es un sueño! —Casi con la misma rapidez como si lo hiciera involuntariamente, me metí los dedos en la boca. Mi dentadura había desaparecido. Las yemas de mis dedos recorrieron la fláccida superficie de una hilera uniforme de encías encogidas. La congoja y la repugnancia me produjeron náuseas. Experimenté entonces un apasionado deseo de verme, de comprobar inmediatamente en todo su horror la horripilante transformación que se había cernido sobre mí. Fui tambaleándome hacia la repisa de la chimenea y la tanteé buscando las cerillas. Mientras lo hacía, una tos aguda brotó de mi garganta y yo me apreté contra un grueso camisón de franela en el que descubrí que estaba envuelto. Allí no había cerillas, y súbitamente me percaté de que mis extremidades tenían frío. Moqueando y tosiendo, gimoteando un poco tal vez, regresé a tientas hacia la cama. —Seguro que es un sueño —me susurré a mí mismo mientras me arrastraba— seguro que es un sueño. —Era una repetición senil. Me subí las mantas por encima de los hombros hasta las orejas, metí la mano enjuta bajo la almohada resuelto a conciliar el sueño. Claro que era un sueño. Por la mañana el sueño habría terminado y yo volvería a despertar fuerte y vigoroso a mi juventud y a mis estudios. Cerré los ojos, respiré con regularidad y, hallándome desvelado, repetí lentamente la tabla de multiplicar. Pero el ansiado sueño no quiso venir. No lograba dormir. Y la persuasión de la inexorable realidad de la transformación que había sufrido iba creciendo en mí progresivamente. Al poco, me encontré con los ojos abiertos de par en par, la tabla de multiplicar olvidada, y los dedos huesudos en mis encogidas encías. Me había convertido repentina y bruscamente en un viejo. De una manera inexplicable había malogrado mi vida y había llegado a la vejez, de algún modo me habían robado lo mejor de mi vida, el amor, la lucha, la fuerza y la esperanza. Me debatí en la almohada intentando persuadirme de que semejante alucinación era posible. Imperceptiblemente, sin pausa, avanzaba el clarear del alba. Por fin, perdida toda esperanza de conciliar el sueño, me incorporé en la cama y miré a mi alrededor. Una fría penumbra hacía visible toda la habitación. Era espaciosa y estaba bien amueblada, mejor amueblada que cualquier habitación en la que yo hubiera dormido. Distinguí débilmente una bujía y unas cerillas sobre un pequeño pedestal en un nicho. Aparté las mantas y tiritando por la crudeza de los albores del día, aunque era verano, salí de la cama y encendí la bujía. Entonces, temblando horriblemente, tanto que el apagador vibró en su alcayata, avancé tambaleándome hacia el espejo y vi… ¡la cara de Elvesham! Y no resultó menos horrible porque yo ya lo hubiera presentido vagamente. Él ya me había parecido físicamente débil y digno de lástima, pero al verlo ahora, vestido solamente con un camisón de basta franela que se abría revelando el correoso pescuezo, visto ahora como mi propio cuerpo, no puedo describir su desolada decrepitud. Las mejillas hundidas, los dispersos mechones de sucio pelo gris, los nublados ojos catarrosos, los labios temblorosos y encogidos, el inferior luciendo un viso rosáceo del revestimiento interno, y aquellas espantosas encías negras. Vosotros, que sois cuerpo y alma en un solo todo, a vuestra edad natural, no podéis imaginar lo que significó para mí este diabólico encarcelamiento. Ser joven y estar lleno del deseo y de la energía de un joven y ser atrapado y al poco aplastado en este cuerpo ruinoso y tambaleante… Pero me estoy desviando del rumbo de mi relato. Durante algún tiempo debí quedar aturdido por esta transformación que me había sobrevenido. Era ya de día cuando logré por fin estar en condiciones de pensar. De alguna forma inexplicable había sido transformado, si bien no alcanzaba a comprender cómo y por qué mágico ardid había sido realizado el hecho. Y mientras pensaba, la diabólica inventiva de Elvesham se abrió paso en mi mente. Me pareció evidente que ya que me encontraba en el suyo él debía estar en posesión de mi cuerpo, de mi fuerza y de mi futuro. ¿Pero cómo demostrarlo? Entonces, mientras pensaba, el hecho me pareció tan increíble que mi mente flaqueó y tuve que pellizcarme, palpar mis desdentadas encías, mirarme al espejo y tocar los objetos que me rodeaban, antes de calmarme y poder volver a enfrentarme con los hechos. ¿Acaso toda la vida era una alucinación? ¿Era yo realmente Elvesham y él yo? ¿Había estado yo soñando con Eden la noche pasada? ¿Acaso existía algún Eden? Pero si yo era Elvesham, debería recordar dónde había estado la mañana anterior, el nombre de la ciudad en la que vivía, qué había sucedido antes de que empezara el sueño. Luché denodadamente con mis pensamientos. Rememoré la estrambótica doblez de mis recuerdos la noche pasada. Pero ahora tenía la mente lúcida. Y podía evocar no el espectro de unos recuerdos sino aquellos propios de Eden. —¡Estoy al borde la locura! —grité con mi voz aguda. Me puse de pie tambaleándome, arrastré mis endebles y pesados miembros hasta el palanganero y zambullí mi canosa cabeza en una palangana de agua fría. Luego, secándome con una toalla, volví a intentarlo. Fue inútil. Sentía, fuera de toda duda, que yo era realmente Eden, no Elvesham. Pero ¡Eden en el cuerpo de Elvesham! Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me hubiera entregado a mi sino como una persona hechizada. Pero en estos tiempos de escepticismo los milagros no son nada corrientes. Aquí había algún truco psicológico. Lo que podía hacerse con una droga y una mirada fija, podía sin duda deshacerse con otra droga u otra mirada fija o con algún tratamiento similar. Los hombres han perdido su memoria con anterioridad. Pero ¡intercambiar memorias como quien intercambia paraguas! Reí. Aunque, !ay de mí!, no con una risa saludable, sino con una risita dificultosa y senil. Podía imaginarme al viejo Elvesham riéndose ante mi súplica, y un regusto de rabia petulante, insólito en mí, pasó arrasando mis sentimientos. Empecé a vestirme afanosamente con la ropa que encontré diseminada por el suelo, y solo cuando me hube vestido me percaté de que me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el armario ropero y encontré más trajes de diario, un par de pantalones de cuadros y una bata anticuada. Me puse una venerable chistera sobre mi venerable cabeza, y tosiendo un poco debido a mis diligencias, salí tambaleándome al descansillo. Eran entonces, quizás, las seis menos cuarto, y las persianas estaban cuidadosamente cerradas y la casa, muy silenciosa. El descansillo era espacioso, y una ancha y alfombrada escalera bajaba hasta perderse en las tinieblas del vestíbulo, y ante mí, una puerta entornada me mostraba un escritorio, una estantería de libros giratoria, el respaldo de un sillón de despacho y un espléndido conjunto de libros encuadernados, estante sobre estante. —Mi despacho —refunfuñé cruzando el descansillo. Entonces, el sonido de mi voz suscitó en mí un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza, que se deslizó en mi boca con la naturalidad de un antiguo hábito—. Eso está mejor —dije, haciéndola rechinar mientras regresaba al despacho. Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La estantería giratoria también estaba cerrada con llave. No había señales de las llaves y no había ninguna en los bolsillos de mis pantalones. Regresé inmediatamente al dormitorio y registré el traje de etiqueta y después los bolsillos de todas las prendas que pude encontrar. Estaba muy impaciente, y se diría que habían entrado ladrones al ver el estado en que había quedado mi habitación cuando hube terminado. No solo no había llaves, sino que no había siquiera una moneda ni un papel viejo excepto el recibo de la cuenta de la cena de la noche anterior. Entonces sentí una curiosa lasitud. Me senté y contemplé las prendas diseminadas aquí y allá, con los bolsillos vueltos hacia afuera. Mi frenesí inicial ya se había evaporado. Comenzaba a darme cuenta por momentos de la inmensa sagacidad de los planes de mi enemigo, al ver con una claridad creciente lo desesperado de mi situación. Me levanté con esfuerzo y, cojeando, regresé apresuradamente al despacho. En la escalera había una criada subiendo las persianas. Se quedó mirándome fijamente por la expresión que debía tener mi cara. Cerré la puerta del despacho detrás de mí y, agarrando un atizador, empecé a arremeter contra el escritorio. Así es como me encontraron. El tablero del escritorio se hallaba resquebrajado, la cerradura destrozada, las cartas rasgadas fuera de sus casillas y diseminadas por toda la habitación. En mi furor senil había arrojado al suelo las plumas y otros efectos ligeros de escritorio, además de derramar la tinta. Más aún, se había roto un gran jarrón encima de la repisa de la chimenea, sin que yo supiera cómo. No pude encontrar ni el talonario de cheques, ni dinero, ni la menor pista para la recuperación de mi cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones, cuando el mayordomo, acompañado por dos criadas, se inmiscuyó en mis asuntos. Esa es ni más ni menos la historia de mi transformación. Nadie creerá mis frenéticos asertos. Me tratan como a un demente e incluso en este momento estoy bajo vigilancia. Pero yo estoy cuerdo, absolutamente cuerdo y para demostrarlo me he sentado a escribir esta historia minuciosamente, tal y como me sucedió. Apelo al lector, para que él diga si hay indicios de demencia en el estilo o en el método de la historia que ha estado leyendo. Soy un hombre joven encerrado en el cuerpo de un viejo. Pero la veracidad de este hecho a todos les resulta increíble. Naturalmente yo les pareceré demente a aquellos que no crean esto, naturalmente no conozco el nombre de mis secretarios, ni el de los doctores que vienen a verme, ni el de mis criados ni el de mis vecinos, ni el de esta ciudad (dondequiera que esté) en la que ahora me encuentro. Naturalmente me pierdo en mi propia casa y sufro incomodidades de toda índole. Naturalmente formulo las preguntas más extravagantes. Naturalmente lloro y grito y padezco paroxismos de desesperación. No tengo ni dinero ni talonario. El banco no quiere reconocer mi firma porque supongo que, teniendo en cuenta la endeblez de los músculos que ahora tengo, mi letra aún es la de Eden. La gente que me rodea no me permite ir al banco personalmente. Parece como si no hubiera ningún banco en esta ciudad y que yo tengo una cuenta en alguna parte de Londres. Al parecer Elvesham le ocultó el nombre de su abogado a todos los suyos. No puedo indagar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de las ciencias mentales y todas mis declaraciones de los hechos del caso no hacen sino confirmar la teoría de que mi demencia es la consecuencia de una cavilación excesiva sobre la psicología. ¡Sueños de identidad personal, no cabe duda! Hace dos días yo era un joven sano con toda la vida por delante. Ahora soy un viejo furioso, desgreñado, desesperado y lastimoso, que merodea por una gran mansión, lujosa y extraña, vigilado, temido y evitado como un lunático por todos cuantos me rodean. Y en Londres está Elvesham comenzando una nueva vida en un cuerpo vigoroso y con todos los conocimientos y la sabiduría acumulada durante setenta años. Me ha robado la vida. Lo que ha sucedido, no lo sé con claridad. En el despacho hay volúmenes de notas manuscritas referentes principalmente a la psicología de la memoria y fragmentos de lo que podría ser bien cálculos o bien cifras en símbolos que me resultan absolutamente extraños. En algunos pasajes hay indicios de que también se ocupaba de la filosofía de las matemáticas. Deduzco que ha transferido la totalidad de sus recuerdos, la acumulación que conforma su personalidad, desde su marchitado cerebro al mío y, de un modo similar, que ha transferido el mío a su desechada envoltura. Es decir, que prácticamente ha intercambiado los cuerpos. Pero cómo puede ser posible semejante intercambio, está fuera del alcance de mi filosofía. Yo he sido un materialista a lo largo de toda mi vida pensante, pero éste, repentinamente, es un claro caso de un hombre separado de la materia. Estoy a punto de intentar un experimento desesperado. Estoy aquí sentado escribiendo antes de llevar a cabo mi propósito. Esta mañana, con la ayuda de un cuchillo de mesa del que me había apoderado en secreto durante el desayuno, logré forzar un cajón secreto, aunque bastante evidente, de este escritorio destrozado. No descubrí nada excepto un pequeño vial de cristal verde que contenía un polvo blanco. Alrededor del cuello del vial, había una etiqueta sobre la que estaba escrita esta palabra: ‘Liberación’. Puede que esto, con toda probabilidad, sea veneno. Comprendo que Elvesham, haya puesto veneno en mi camino y estoy seguro de que su intención era la de desembarazarse del único ser viviente que podría atestiguar en su contra, de no haber sido por este cauteloso ocultamiento. Ese hombre ha resuelto prácticamente el problema de la inmortalidad. A no ser por los avatares del azar, vivirá en mi cuerpo hasta que envejezca y entonces lo desechará y asumirá la juventud y la fuerza de alguna otra víctima. Cuando uno recuerda su crueldad, resulta terrible pensar en la creciente experiencia que… ¿Cuánto tiempo lleva saltando de un cuerpo a otro?… Pero estoy cansado de escribir. El polvo parece soluble en agua. El sabor no es desagradable. Ahí termina la narración hallada sobre el escritorio del señor Elvesham. Su cadáver yace entre el escritorio y el sillón. Este último había sido empujado hacia atrás, probablemente debido a sus postreras convulsiones. La historia estaba escrita a lápiz con letra de demente, muy distinta de sus minuciosos caracteres. Solo quedan dos hechos curiosos por registrar. Indiscutiblemente existió alguna relación entre Eden y Elvesham, puesto que todas las propiedades de Elvesham fueron legadas al joven. Pero jamás las heredó. Cuando Elvesham se suicidó, Eden, por muy extraño que parezca, ya había muerto. Veinticuatro horas antes había sido atropellado y muerto en el acto por un coche, en el cruce atestado de gente en la intersección de Gower Street con Euston Road. Así, el único ser viviente que podría haber arrojado luz sobre esta fantástica narración está más allá del alcance de las preguntas. Sin más comentarios someto esta extraordinaria materia al juicio individual del lector. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La puerta en el muro
Cuento
El hombre de la cicatriz en la cara se inclinó sobre la mesa y miró mi fardo. —¿Orquídeas? —preguntó. —Unas cuantas —respondí. —¿Cypripedios? —continuó. —Principalmente. —¿Alguno nuevo? Yo pensaba que no. Hice esas islas hace veinticinco… veintisiete años. Si encuentra usted algo nuevo aquí, bueno, entonces es novísimo. No dejé gran cosa. —No soy coleccionista —aclaré. —Entonces era joven —continuó—. ¡Cielos, cómo solía volar por ahí! Parecía estar tomándome la medida. —Estuve en las Indias Occidentales dos años y en Brasil siete. Luego fui a Madagascar. —Conozco de nombre a algunos exploradores —expliqué previendo una historia increíble—. ¿Para quién recogía usted? —Para Dawson. ¿Ha oído alguna vez el nombre de Butcher? Butcher… Butcher… El nombre parecía vagamente presente en mi memoria. Entonces recordé: Butcher contra Dawson. —¡Anda! —exclamé yo—, usted es el hombre que los demandó por el sueldo de cuatro años… naufragó y arribó a una isla desierta… —Servidor —dijo el hombre de la cicatriz haciendo una inclinación—. Un caso divertido, ¿verdad? Ahí estaba yo, ganando una pequeña fortuna en esa isla, no haciendo tampoco nada para ganarla, y ellos completamente incapaces de avisarme. A menudo solía divertirme pensando en eso mientras estaba allí. Hice cálculos sobre ello —grandes—, por todo el bendito atolón con figuras decorativas. —¿Cómo ocurrió? —Bueno… ¿Ha oído hablar del Æpiornis? —Bastante. Andrews me contaba de una nueva especie en la que estaba trabajando hace solo un mes o así. Justo antes de embarcarme. Consiguieron, según parece, un fémur de casi una yarda de largo. ¡Un monstruo debió de ser el animal! —Le creo —dijo el hombre de la cicatriz—. Era realmente un monstruo. El ave gigantesca de Simbad no era más que una leyenda sobre ellos. Pero ¿cuándo encontraron esos huesos? —Hace unos tres o cuatro años, en el 91 creo. ¿Por qué? —¿Cómo que por qué? Porque fui yo el que los encontró… ¡Cielos! Hace casi veinte años. Si Dawson no se hubiera comportado estúpidamente sobre ese sueldo podían haber hecho un buen negocio con ellos. No pude evitar que el infernal bote se fuera a la deriva. Hizo una pausa. —Supongo que es el mismo sitio. Una especie de ciénaga a unas noventa millas al norte de Antananarivo. ¿Lo conoce acaso? Hay que ir por la costa en barca. ¿No lo recordará usted por casualidad, quizá? —No. Creo que Andrews dijo algo sobre una ciénaga. —Debe de ser la misma. Está en la costa este. Y de todas formas hay algo en el agua que impide que las cosas se descompongan. Huele como a creosota. Me recordó a Trinidad. ¿Siguen consiguiendo huevos? Algunos de los que yo encontré medían pie y medio de largo. La ciénaga lo rodea todo alrededor, sabe, y deja aislado este trozo. La mayor parte es sal, también. Bueno… ¡Qué mal lo pasé! Los encontré totalmente por casualidad. Íbamos buscando huevos, yo y los dos nativos, en una de esas extrañas canoas, todos apretujados, y encontramos los huesos al mismo tiempo. Teníamos una tienda y provisiones para cuatro días, y acampamos en uno de los sitios más firmes. Pensar en ello me trae a la memoria aquel extraño olor a brea incluso ahora. Es un trabajo curioso. Se va sondeando el barro con barras de hierro, sabe. Generalmente el huevo termina hecho pedazos. Me pregunto cuánto tiempo hace que vivieron realmente estos Æpiornis. Los misioneros dicen que los nativos tienen leyendas de cuando estaban vivos, aunque yo jamás oí esas historias. Pero, desde luego, los huevos que conseguimos estaban tan frescos como si los acabaran de poner. ¡Frescos! Al llevarlos a la canoa, uno de mis negros dejó caer uno contra una roca y se hizo pedazos. ¡Qué paliza le di al desgraciado! Pero el huevo era fresco como recién puesto, ni siquiera olía, y su madre llevaba muerta los últimos cuatrocientos años, quizá. Dijo que un ciempiés le había mordido. Pero voy a contar la historia seguida. Nos había llevado todo el día cavar en el fango para conseguir esos huevos enteros y estábamos todos embadurnados de ese bestial barro negro, y naturalmente yo estaba cabreado. Por lo que yo sabía eran los únicos huevos que se habían sacado, y además enteros. Posteriormente fui a ver los que tienen en el Museo de Historia Natural de Londres. Todos ellos estaban rotos y pegados como un mosaico y con fragmentos que faltaban. Los míos era perfectos, y yo tenía la intención de abrirlos cuando estuviera de vuelta. Naturalmente me molestó que el estúpido inútil dejara caer tres horas de trabajo por culpa de un ciempiés. Le golpeé bastante. El hombre de la cicatriz sacó una pipa de arcilla. Yo puse mi petaca delante de él y llenó la pipa distraídamente. —¿Qué pasó con los otros? ¿Los trajo a casa? No recuerdo… —Ésa es la parte curiosa de la historia. Tenía otros tres. Huevos absolutamente frescos. Bueno, los pusimos en el bote y luego yo subí a la tienda a hacer algo de café, dejando a mis dos infieles abajo en la playa, uno tonteando con la picadura y el otro ayudándole. Nunca se me ocurrió que el desgraciado se aprovecharía de la posición especial en que me encontraba para montar una bronca. Pero supongo que el veneno del ciempiés y las patadas que le había dado le habían trastornado —siempre fue un tipo pendenciero— y persuadió al otro. »Recuerdo que estaba sentado, fumando e hirviendo el agua en una lámpara de alcohol que solía llevar en estas expediciones. Casualmente admiraba la ciénaga en la puesta de sol. Estaba toda negra y rojo sangre a rayas, una hermosa vista. Y más allá la tierra se elevaba gris y brumosa hasta las montañas, y el cielo detrás de ellas estaba rojo como boca de horno. Y cincuenta yardas a mis espaldas estaban estos benditos paganos —sin pensar para nada en la tranquila aura de las cosas— conspirando para marcharse con la barca y dejarme completamente solo con provisiones para tres días, una tienda de lona y nada de beber en absoluto salvo un pequeño barril de agua. Oí una especie de alarido detrás de mí, y allá estaban en esa especie de canoa —no era propiamente una barca— y, quizás a veinte yardas de tierra. Me di cuenta de lo que pasaba al instante. Tenía la escopeta en la tienda, y además no tenía balas, solo perdigones para patos salvajes. Ellos lo sabían. Pero tenía un pequeño revólver en el bolsillo y lo saqué al tiempo que bajaba corriendo a la playa. »—Volved —grité yo, blandiendo el revólver. »—Me chapurrearon algo, y el que había roto el huevo se burló. Apunté al otro porque no estaba herido y llevaba el remo, y fallé. Se rieron. Pero yo no estaba vencido. Sabía que tenía que mantener la calma. Lo intenté de nuevo y le hice saltar con el golpe. Esa vez no se rió. La tercera le alcancé en la cabeza y se fue por la borda, y el remo con él. Fue un bonito disparo con suerte para un revólver. Calculo que serían cincuenta yardas. Se hundió directamente. No sé si le di o simplemente se aturdió y se ahogó. Luego empecé a gritar al otro que volviera, pero él se acurrucó en la canoa y no quiso contestar. Así que disparé mi revólver contra él, pero no conseguí alcanzarle. »Le digo que me sentí como un completo idiota. Allí estaba yo en esa podrida playa negra, toda una ciénaga plana a mis espaldas y el mar liso, frío tras la puesta de sol, y solo esta negra canoa deslizándose a la deriva hacia alta mar. Le digo que maldije a Dawson y a Jamrach y a los museos y a todo eso por igual. Me desgañité diciéndole al negro que volviera hasta que mi voz se convirtió en un chillido. »No había otra solución que nadar tras él y arriesgarme con los tiburones. Así que abrí la navaja, me la puse en la boca, me quité la ropa y entré vadeando. Tan pronto como estuve en el agua perdí de vista a la canoa, pero tomé el rumbo que juzgué adecuado para interceptarla. Esperaba que el hombre que iba en ella estuviera demasiado mal para dirigirla y que seguiría a la deriva en la misma dirección. Pronto apareció de nuevo en el horizonte en dirección suroeste. El resplandor del crepúsculo se había extinguido ya completamente y avanzaba la oscuridad de la noche. Las estrellas hacían su aparición en el azul. Nadé como un campeón aunque pronto empezaron a dolerme los brazos y las piernas. »A pesar de todo, cuando casi todas las estrellas habían salido ya, llegué hasta él. Según oscurecía empecé a ver todo tipo de cosas resplandecientes en el agua, fosforescencias, ¿sabe? A veces me daban mareos. Apenas si podía distinguir las estrellas de las fosforescencias, y si nadaba hacia adelante o hacia atrás. La canoa era negra como el pecado y los rizos del agua bajo la proa parecían fuego líquido. Naturalmente fui muy cauteloso para subirme a ella. Ante todo estaba ansioso por ver lo que tramaba. Parecía estar acurrucado hecho un ovillo en la proa y la popa estaba toda fuera del agua. La canoa seguía girando alrededor lentamente al tiempo que derivaba, como bailando una especie de vals, ¿sabe? Fui hasta la popa y tiré de ella hacia abajo esperando que despertara. Luego empecé a subirme con la navaja en la mano y preparado para un ataque. Pero no se movió. Así que allí me senté, en la popa de la pequeña canoa a la deriva por un mar calmo y fosforescente, y con todas las estrellas encima de mí, esperando que sucediera algo. »Después de mucho tiempo le llamé por su nombre, pero no respondió. Yo estaba demasiado cansado para arriesgarme a llegar hasta donde estaba él. Así que allá seguimos sentados. Creo que me quedé dormido dos o tres veces. Cuando llegó la aurora vi que estaba tan muerto como un clavo, todo hinchado y color púrpura. Mis tres huevos y los huesos yacían en medio de la canoa, y el barrilillo de agua, algo de café y las galletas envueltas en un ejemplar del Argus del Cabo estaban a sus pies, y una lata de alcohol metílico debajo de él. No había ningún remo, ni de hecho nada que pudiera emplear como tal a no ser la lata de alcohol, por lo que decidí seguir a la deriva hasta que me recogieran. Le inspeccioné, establecí un veredicto contra la serpiente, escorpión o ciempiés desconocido y lo envié por la borda. Después tomé un trago de agua y unas galletas y eché un vistazo alrededor. Supongo que alguien en una posición baja como estaba yo no ve muy lejos, de todos modos Madagascar no se veía por ninguna parte, ni tampoco rastro de tierra. Vi una vela que iba en dirección suroeste, parecía una goleta, pero nunca llegué a ver el casco. Pronto el sol estuvo alto en el cielo y empezó a caer sobre mí. ¡Cielos! Casi me hacía hervir el cerebro. Traté de mojar la cabeza en el mar, pero después de un rato me fijé por casualidad en el Argus del Cabo, me tumbé en la canoa y lo extendí sobre mí. ¡Qué maravillosos son los periódicos! Nunca había leído uno de cabo a rabo, pero es curioso las cosas que hace uno cuando está solo como lo estaba yo. Supongo que leí ese bendito Argus del Cabo atrasado veinte veces. La pez de la canoa simplemente humeaba con el calor y estalló en grandes ampollas. »Estuve a la deriva diez días —prosiguió el hombre de la cicatriz—. Es poca cosa cuando se cuenta, ¿verdad? Cada día como el anterior. Excepto de madrugada y ya avanzada la tarde nunca mantuve una vigilancia constante, tan infernal era el resplandor. No vi una vela hasta pasados los tres primeros días, y las que vi no me hicieron caso. Hacia la sexta noche un barco pasó apenas a media milla de mí con todas las luces encendidas y las portillas abiertas, parecía una gran luciérnaga. Había música a bordo. Me puse en pie y voceé y chillé. El segundo día abrí uno de los huevos de Æpiornis, quité el extremo de la cáscara raspándola poco a poco y lo probé y me alegré al comprobar que era lo bastante bueno para comer. Un poco fuerte —no malo, quiero decir—, pero con algo del sabor de los huevos de pato. Había una especie de mancha circular, de unas seis pulgadas, en un lado de la yema, y con rayas de sangre y una mancha blanca como una escalera que me pareció extraña, pero no entendí lo que significaba en aquel momento, y no estaba para quisquillosidades. »El huevo me duró tres días con galletas y un trago de agua. Masqué granos de café también… vigorizante sustancia. El segundo huevo lo abrí hacia el octavo día, y me escamó. El hombre de la cicatriz hizo una pausa. —Sí —dijo—, estaba empollando. Me atrevería a decir que lo encuentra difícil de creer. Yo no lo creía ni con la cosa delante de mí. Ahí había estado el huevo, hundido en ese frío lodo negro, quizá trescientos años. Pero no cabía error. Allí estaba —¿cómo se llama?— el embrión con su gran cabeza y la espalda curvada y el corazón latiendo bajo la garganta y la yema apergaminada y grandes membranas extendiéndose dentro de la cáscara y por toda la yema. Y allí estaba yo incubando los huevos del mayor de todos los pájaros extinguidos en una pequeña canoa en medio del océano índico. ¡Si el viejo Dawson lo hubiera sabido! Eso merecía el sueldo de cuatro años. ¿Qué piensa usted? A pesar de todo tuve que comerme esa maravilla completamente, hasta la última pizca, antes de avistar el arrecife y algunos de los bocados fueron bestialmente desagradables. No comí el tercero. Lo levanté y miré al trasluz, pero la cáscara era demasiado gruesa para sacar ninguna idea de lo que pudiera estar ocurriendo dentro, y aunque yo me imaginé que oía latir la sangre, podía haber sido el ruido de mis propias orejas, como ocurre cuando se escucha el sonido de una concha. »Entonces apareció el atolón. Surgió con la salida del sol, como si dijéramos, de repente junto a mí. Me deslicé directamente hacia él hasta que estuve a una media milla de la costa, no más, y luego la corriente dio un giro y tuve que remar todo lo que pude con las manos y los trozos de cáscara de Æpiornis para alcanzar la playa. A pesar de todo llegué. No era más que un atolón corriente de unas cuatro millas a la redonda con unos cuantos árboles, un manantial en un sitio y la laguna llena de peces de colores. Llevé a tierra el huevo y lo puse en un buen sitio, muy por encima de la línea de las olas, y al sol para darle todas las oportunidades que pudiera, subí la canoa hasta un sitio seguro y anduve por allí explorando. Es extraño lo aburrido que es un atolón. Tan pronto como encontré un manantial, todo el interés pareció desvanecerse. Cuando era niño pensaba que nada podía ser más bello o más aventurero que la peripecia de Robinson Crusoe, pero ese lugar era tan monótono como un libro de sermones. Anduve por allí en busca de cosas comestibles y en general pensando, pero le digo que me aburrí mortalmente antes de que terminara el primer día. Una muestra de la suerte que tengo es que el mismísimo día que desembarqué cambió el tiempo. Una tormenta pasó hacia el norte rozando levemente la isla con una de sus alas, y por la noche cayó un aguacero torrencial y azotó un viento que bramaba. No se había necesitado mucho, ya sabe, para volcar aquella canoa. Yo dormía bajo la canoa y el huevo estaba afortunadamente en la arena, más arriba en la playa, y lo primero que recuerdo fue un sonido como de cien guijarros golpeando el bote al mismo tiempo y una avalancha de agua sobre mi cuerpo. Había estado soñando con Antananarivo y me erguí y apelé a Intoshi para preguntarle qué demonios pasaba y arañé la silla donde solían estar las cerillas. Entonces recordé dónde estaba. Había unas olas fosforescentes y encrespadas que se enroscaban como si quisieran tragarme, y todo lo demás de la noche tan negro como un pozo. El aire simplemente rugía. Las nubes parecían estar sobre la cabeza de uno y la lluvia caía como si el cielo se estuviera hundiendo y estuvieran achicando las aguas por encima del firmamento. Una gran ola vino retorciéndose hacia mí como una serpiente de fuego y yo salí disparado. »Luego pensé en la canoa y bajé corriendo hasta ella al tiempo que el agua se retiraba de nuevo silbando, pero había desaparecido. Me pregunté entonces por el huevo y fui a tientas hasta él. Estaba perfectamente y fuera del alcance de las olas más furiosas, así que me senté junto a él y le abracé para tener compañía. ¡Cielos! ¡Qué noche aquélla! »La tormenta cesó antes de la mañana. Cuando llegó la aurora no quedaba ni un jirón de nube en el cielo y por toda la playa había trozos de tabla esparcidos, que constituían el desarticulado esqueleto, por así decirlo, de mi canoa. No obstante, eso me dio algo que hacer, pues aprovechando que dos de los árboles estaban juntos improvisé una especie de refugio contra tormentas con esos vestigios. Y ese día el pollo rompió el cascarón. Rompió el cascarón, oiga, cuando tenía puesta la cabeza en él a modo de almohada y estaba dormido. Oí un golpazo y sentí una sacudida y me erguí, y ahí estaba el extremo del huevo picoteado y una extraña cabecita marrón que me miraba. ¡Cielos! —exclamé—. ¡Bienvenido! Y con alguna pequeña dificultad salió. »Al principio era un tipo simpático y amistoso del tamaño de una gallina pequeña, muy similar a la mayoría de los otros pájaros jóvenes, solo que más grande. Tenía para empezar un plumaje color castaño sucio con una especie de roña que se desprendió muy pronto y apenas si disponía de plumas —una especie de plumón. Difícilmente puedo expresar lo contento que estaba de verlo. Le digo a usted que Robinson Crusoe no cuenta ni la mitad de su soledad. Pero aquí tenía una compañía interesante. Me miró, parpadeó desde la parte delantera hacia atrás como hacen las gallinas, pió y empezó a picotear por allí de inmediato como si salir del cascarón con trescientos años de retraso fuera cosa de nada. »—¡Encantado de verte, Viernes! —digo yo—. Pues, naturalmente, tan pronto como descubrí el huevo empollado en la canoa había decidido que si alguna vez salía del cascarón tenía que llamarse Viernes. Estaba un poco preocupado por su comida. Así que de inmediato le di un trozo de pescado crudo. Lo comió y abrió el pico por más. Me alegré de ello, pues en aquellas circunstancias, de haber sido mínimamente caprichoso, habría tenido que comérmelo después de todo. »Le sorprendería lo interesante que era aquel pollo de Æpiornis. Me siguió desde el mismo principio. Solía quedarse á mi lado mientras pescaba en la laguna y compartíamos todo lo que cogía. Y era sensato también. Había unas cosas verdes, verrugosas y repugnantes, parecidas a pepinillos en vinagre, que solían yacer por la playa; probó una de ellas y no le sentó bien. Nunca volvió siquiera a mirarlas. »Y creció. Casi se podía verle crecer. Y, como nunca fui muy sociable, sus maneras tranquilas, amistosas, me iban como un guante. Durante casi dos años fuimos todo lo felices que podíamos serlo en aquella isla. No me preocupaban los negocios porque sabía que mi sueldo se estaba amontonando en la empresa Dawson. Veíamos alguna vela de vez en cuando, pero nadie se acercó jamás a nosotros. Yo me divertía, también, decorando la isla con diseños hechos con erizos de mar y caprichosas conchas de diferentes tipos. Puse ISLA ÆPIORNIS en letras grandes por todo el lugar, de forma casi igual a la que hacen con piedras de colores en las estaciones del ferrocarril de las zonas rurales, y cálculos matemáticos y dibujos de varios tipos. Solía estar tumbado viendo al bendito pájaro dar vueltas por ahí con paso majestuoso y crecer y crecer, y pensar en cómo podía ganarme la vida con él mostrándole por ahí si algún día me sacaban de allí. Después de mudar empezó a ponerse hermoso, con cresta y una barba azul y muchas plumas verdes en la parte posterior. Entonces solía preguntarme si Dawson tendría algún derecho sobre él o no. Cuando había tormenta y en la estación de las lluvias, nos poníamos cómodamente al abrigo del refugio que había hecho con la vieja canoa y acostumbraba contarle mentiras sobre mis amigos en casa. Después de una tormenta solíamos ir a dar una vuelta juntos por la isla para ver si había habido algún naufragio. Era una especie de idilio, se podía decir. Solo con que hubiera tenido algo de tabaco habría sido simplemente como el cielo. »Fue hacia el final del segundo año cuando nuestro pequeño paraíso se vino abajo. Viernes tenía por entonces unos catorce pies de alto, con una cabeza grande y ancha como el extremo de una piqueta, y dos enormes ojos oscuros con los bordes amarillos, colocados juntos como los de un hombre, no mirando cada uno a su lado como los de una gallina. Su plumaje era fino, nada del estilo de medio luto de las avestruces, más parecido al de un casuario por lo que a color y textura se refiere. Y entonces empezó a ponerse arrogante y a darse aires y mostrar señales de un horrible temperamento… »Finalmente llegó un momento en que había tenido poca suerte pescando y empezó a dar vueltas a mi alrededor de forma extraña y pensativa. Pensé que quizás había estado comiendo pepinillos marinos o algo, pero realmente no era más que descontento por su parte. Yo también tenía hambre, y cuando por fin pesqué un pez lo quería para mí. Aquella mañana los dos andábamos de mal humor. Lo picoteó y lo cogió, y yo le di un golpe en la cabeza para que lo soltara, a lo que se lanzó contra mí. ¡Cielos!… »Me hizo esto en la cara —indicó su cicatriz—. Luego me dio patadas. Era como un caballo de tiro. Me levanté y, viendo que no había terminado conmigo, salí zumbando protegiéndome la cara con los brazos. Pero él corría con aquellas desgarbadas patas suyas más rápido que un caballo de carreras y seguía propinándome patadas como mazas y picándome la parte posterior de la cabeza con su cabeza de piqueta. Me dirigí a la laguna y me sumergí hasta el cuello. Él se detuvo ante el agua, porque odiaba que se le mojaran las patas. Empezó a hacer un canto, algo parecido al pavo real, pero más ronco. Comenzó a pavonearse playa arriba y abajo. Admito que me sentí pequeño al ver a este bendito fósil señoreando por allí. Y tenía la cabeza y la cara todas sangrando, y bueno… el cuerpo como una jalea de magulladuras. »Decidí cruzar a nado la laguna y dejarle solo un rato, hasta que el asunto se calmara. Trepé a la palmera más alta y me senté allí pensando en todo ello. No creo que me sintiera tan dolido por nada ni antes ni después. Era la brutal ingratitud de la criatura. Había sido más que un hermano para él. Le incubé, le eduqué. ¡Un gran pájaro desgarbado y anticuado! Y yo un ser humano, heredero de siglos y todo eso. »Después de un rato pensé que él mismo empezaría a ver las cosas de esa manera y a sentirse un poco apesadumbrado por su conducta. Creí que, quizá, si cogía unos buenos peces, y de inmediato me llegaba hasta él de forma casual y se los ofrecía, pudiera ser que se comportara sensatamente. Me llevó algún tiempo aprender lo implacable y pendenciero que puede ser un pájaro extinguido. ¡Maldad! »No le contaré todos los pequeños trucos que intenté para convencerle de nuevo. Sencillamente no puedo. Me pone la cara roja de vergüenza incluso ahora pensar en los desaires y golpes que recibí por culpa de esta curiosidad infernal. Probé con la violencia. Le lancé trozos de coral desde una distancia segura, pero no hizo más que tragárselos. Le arrojé mi navaja abierta y casi la pierdo, aunque era muy grande para que la tragara. Intenté matarlo de hambre y dejé de pescar, pero se aficionó a picotear por la playa con marea baja en busca de gusanos, y con eso iba tirando. La mitad del tiempo la pasaba en la laguna con agua hasta el cuello y el resto subido a las palmeras. Una de ellas apenas si era lo suficientemente alta y cuando me cogió subido a ella disfrutó a sus anchas con mis pantorrillas. Se hizo insoportable. No sé si ha intentado alguna vez dormir subido a una palmera. A mí me produjo las pesadillas más horribles. Piense también en lo vergonzoso de todo ello. Ahí estaba ese animal extinguido andando por mi isla sin objetivo alguno con cara de duque malhumorado, y a mí no se me permitía ni siquiera poner la planta del pie en el lugar. Solía llorar de hastío y vejación. Le dije sin rodeos que no estaba dispuesto a que me persiguiera por una isla desierta un maldito anacronismo. Le dije que fuera a picotear a un navegante de su misma época. Pero lo único que hizo fue darme con el pico. ¡El gran pajarraco, todo cuello y piernas! »No me gustaría decir cuánto se prolongó esa situación. Le habría matado antes si hubiera sabido cómo hacerlo. No obstante, por fin di con una manera de liquidarle. Es un ardid empleado en Sudamérica. Uní todas las cuerdas de pescar con tallos de algas y cosas, consiguiendo un cordel fuerte de unas doce yardas de largo o más, y até a los extremos dos trozos de roca de coral. Me llevó cierto tiempo hacerlo, porque una y otra vez tenía que meterme en la laguna o subirme a un árbol, según me diera. Lo hice girar con rapidez sobre mi cabeza y luego lo solté contra él. La primera vez fallé, pero la siguiente el cordel se agarró perfectamente a sus patas y se enrolló a ellas una y otra vez. Cayó. Hice el lanzamiento desde la laguna con agua hasta la cintura, y tan pronto como cayó estaba fuera del agua cortándole el cuello con la navaja… »No me gusta pensar en eso ni siquiera ahora. Me sentí como un asesino mientras estaba haciéndolo, a pesar de que estaba rabioso contra él. Cuando estuve de pie sobre él y lo vi sangrando sobre la blanca arena con las largas y hermosas patas y su largo cuello retorciéndose en la última agonía… ¡Bah! »Después de esa tragedia la soledad me invadió como una maldición. ¡Dios mío! No puede imaginarse lo que echaba de menos a aquel pájaro. Me senté junto a su cadáver y le lloré y me estremecí al contemplar aquel desolado y silencioso arrecife. Pensé en el alegre pajarillo que había sido cuando nació y en las mil agradables travesuras que había hecho antes de torcerse. Pensé que si únicamente le hubiera herido podría haberle cuidado y llegar así a un mejor entendimiento. Si hubiera tenido medios para cavar la roca de coral le habría enterrado. Le sentía exactamente igual que si fuera humano. Estando así las cosas no podía pensar en comérmelo, de modo que lo puse en la laguna y los pececillos dieron buena cuenta de él. Ni siquiera guardé las plumas. Luego, un buen día, a un tipo que hacía un crucero en yate le dio por echar un vistazo a ver si mi atolón existía todavía. »Llegó justo en el momento preciso, porque ya estaba completamente harto de aquella desolación y solo dudaba si terminar mis días adentrándome en el mar o tumbándome de espaldas sobre aquellas cosas verdes. »Vendí los huesos a un hombre llamado Winslow, un negociante cerca del Museo Británico, y él dice que se los vendió al viejo Havers. Parece ser que Havers no se enteró de que eran de un tamaño extra y fue únicamente después de su muerte cuando atrajeron la atención. Los llamaron Æpiornis. ¿Qué era eso? —Æpiornis vastus —respondí yo—. Es curioso, pero eso mismo me contó un amigo mío. Cuando encontraron un Æpiornis con un fémur de una yarda de largo creyeron que habían alcanzado el tope de la escala y le llamaron Æpiornis maximus. Después alguien se presentó con otro fémur de cuatro pies y seis pulgadas o más y lo llamaron Æpiornis titan. Luego encontraron su Æpiornis vastus en la colección del viejo Havers cuando murió, y a continuación apareció un vastissimus. —Eso mismo me contaba Winslow —dijo el hombre de la cicatriz—. Piensa que como consigan algún Æpiornis más habrá cierta marejada científica que hará estallar algún vaso sanguíneo. Pero, en general, fue algo extraño para sucederle a alguien, ¿verdad? *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La tentación de Harringay
Cuento
Probablemente haya oído hablar de Hapley, no WT Hapley, el hijo, sino el célebre Hapley, el Hapley de Periplaneta Haplüa, Hapley el entomólogo. Si así es, conocerá al menos la gran enemistad entre Hapley y el profesor Pawkins, aunque algunas de sus consecuencias sean nuevas para usted. Para aquellos que no están al tanto serán necesarias dos o tres palabras de explicación que el lector perezoso puede repasar de un vistazo si así se lo pide su indolencia. Es sorprendente lo ampliamente extendida que está la ignorancia de asuntos de tantísima importancia como esta enemistad Hapley-Pawkins. Lo mismo sucede con esas controversias que hacen época, esas que han convulsionado a la Sociedad Geográfica, son, lo creo de veras, casi completamente desconocidas fuera de los socios que constituyen esa institución. He oído a hombres bastante cultos referirse a las grandes escenas de esas reuniones como riñas de sacristía. Sin embargo, el gran odio entre los geólogos ingleses y escoceses ha durado ya medio siglo y ha dejado profundas y abundantes marcas en el cuerpo de la ciencia. Y este asunto entre Hapley y Pawkins, aunque quizás una cuestión más personal, levantó pasiones tan profundas, incluso más profundas. El hombre de la calle no tiene ni idea del celo que anima a un investigador científico, la furia de contradicción que se puede provocar en él. Es una nueva forma del odium teologicum. Hay hombres, por ejemplo, que estarían contentos de quemar a Sir Ray Lankaster en Smithfield por su tratamiento de los Moluscos en la Enciclopedia Británica. Esa fantástica extensión de los cefalópodos para cubrir los Pteropodos… Pero me estoy desviando de Hapley y Pawkins. Esta enemistad comenzó hace muchos años con una revisión de los Microlepidópteros —sean lo que sean— por Pawkins, en la que extinguió una nueva especie creada por Hapley. Hapley, que siempre fue peleón, respondió con una mordaz denuncia de toda la clasificación de Pawkins. Pawkins, en su Réplica, sugirió que el microscopio de Hapley era tan defectuoso como su capacidad de observación y le llamaba entrometido irresponsable —Hapley en esa época no era catedrático. En su contestación Hapley hablaba de torpes coleccionistas y describía, como por error, la revisión de Pawkins como un milagro de ineptitud. Era la guerra a cuchillo. Sin embargo apenas si interesaría al lector entrar en los detalles de la disputa entre estos dos grandes hombres y cómo la ruptura entre ellos se fue haciendo más profunda hasta que partiendo de los microlepidópteros estuvieron en guerra en cualquier cuestión abierta en entomología. Hubo ocasiones memorables. A veces las reuniones de la Real Sociedad de Entomología se parecían más que nada al Congreso de los Diputados. En conjunto creo que Pawkins estaba más cerca de la verdad que Hapley. Pero Hapley era muy hábil con su retórica, tenía un talento para ridiculizar raro en un hombre de ciencia, estaba dotado de una gran energía y tenía una aguda susceptibilidad para la ofensa en el asunto de las especies extinguidas, mientras que Pawkins era un hombre de presencia aburrida, monótono al hablar, de constitución no muy distinta a un barril de agua, excesivamente escrupuloso con los testimonios y se sospecha que intermediario en los nombramientos para puestos en los museos. Así que los jóvenes se agruparon en torno a Hapley y le aplaudieron. Fue una gran lucha, cruel desde el principio, y que llegó finalmente a un antagonismo implacable. Los sucesivos giros de la fortuna con ventajas primero para uno y después para el otro, con Hapley atormentado por algún éxito de Pawkins o Pawkins ensombrecido por Hapley, pertenecen más bien a la historia de la entomología que a esta narración. Pero en 1891 Pawkins, que no había estado bien de salud durante algún tiempo, publicó un trabajo sobre el mesoblasto de la polilla Cabeza de Muerte. Lo que pueda ser el mesoblasto no importa un pito a esta historia. Pero el trabajo estaba muy por debajo de su nivel habitual y le dio a Hapley la oportunidad que había codiciado durante años. Debe de haber trabajado día y noche para explotar la situación al máximo. En una elaborada crítica le hizo trizas. Se puede uno imaginar su desordenado pelo negro y sus raros ojos oscuros echando chispas al tiempo que atacaba a su antagonista. Y Pawkins dio una respuesta titubeante, ineficaz, con dolorosos intervalos de silencio, y, con todo, maligna. No hubo error sobre su voluntad de herir a Hapley ni en su incapacidad para hacerlo. Pero pocos de los que le oyeron —yo estuve ausente de la reunión— se dieron cuenta de lo enfermo que estaba el hombre. Hapley derribó a su adversario y quiso acabar con él. Continuó con un ataque brutal a Pawkins en forma de disertación sobre la evolución de las polillas en general, un estudio que daba pruebas de una extraordinaria cantidad de trabajo, redactado en un tono violentamente polémico. Debe de haber cubierto el rostro de Pawkins de vergüenza y confusión. No dejaba escapatoria, era asesino en la argumentación y absolutamente despectivo en el tono, algo horrible para los últimos años de la carrera profesional de alguien. El mundo de los entomólogos esperó expectante la réplica de Pawkins. Éste intentaría dar una, porque Pawkins siempre había estado dispuesto a pelear. Cuando llegó les sorprendió. Pues la réplica de Pawkins fue coger la gripe, que se convirtió en neumonía, y murió. Fue quizá la réplica más eficaz que podía hacer en aquellas circunstancias, y en gran manera cambió la corriente de sentimiento contra Hapley. La misma gente que había jaleado con la mayor alegría a aquellos gladiadores se puso seria ante las consecuencias. No cabía ninguna duda razonable de que el enojo de la derrota había contribuido a la muerte de Pawkins. Incluso las controversias científicas tenían un límite, decía la gente seria. Otro ataque demoledor estaba ya en prensa y apareció el día antes del funeral. No creo que Hapley hiciera nada por pararlo. La gente recordó cómo Hapley había acosado a su rival y olvidó sus defectos. La sátira mordaz compagina mal con las cenizas frescas. El asunto provocó comentarios en la prensa diaria. Eso fue lo que me hizo pensar que probablemente usted hubiera oído hablar de Hapley y de la controversia. Pero, como ya he observado, los profesionales de la ciencia viven absortos en un mundo propio. Me atrevería a decir que la mitad de la gente que va por Piccadilly a la Academia cada año no sabría indicarle la sede de las sabias instituciones. Muchos incluso piensan que la investigación es una especie de jaula de familia feliz en la que toda clase de hombres viven juntos en paz. En su interior, Hapley no pudo perdonar a Pawkins por morirse. En primer lugar era un mezquino ardid para escapar a la absoluta pulverización que le tenía preparada, y en segundo lugar dejó un extraño vacío en la mente de Hapley. Durante veinte años había trabajado mucho, a veces hasta altas horas de la noche y los siete días de la semana con microscopio, bisturí, red de recogida de insectos y pluma casi exclusivamente con referencia a Pawkins. La reputación europea que había ganado había llegado como un incidente de esa gran antipatía. Había conseguido llegar gradualmente a un clímax en esta última controversia. Había matado a Pawkins, pero también había dejado fuera de juego, por decirlo así, a Hapley, y su médico le aconsejó que abandonara el trabajo durante algún tiempo y descansara. Así que Hapley se fue a un pueblecito tranquilo de Kent y pensó día y noche en Pawkins y en las cosas buenas que ya era imposible decir sobre él. Finalmente Hapley empezó a darse cuenta de en qué dirección iban sus preocupaciones. Decidió luchar contra ellas y comenzó intentando leer novelas. Pero no podía quitarse de la cabeza a Pawkins, con la cara pálida y en su último discurso —cada frase del cual era una hermosa oportunidad para Hapley. Se dedicó a la ficción, pero encontró que no le decía nada. Leyó Island Nights Entertainments hasta que su sentido de la causalidad quedó conmocionado sin poderlo remediar de ninguna manera por Bottle Imp. Luego pasó a Kipling y observó que no probaba nada además de ser irreverente y vulgar. Los científicos tienen sus limitaciones. Entonces desgraciadamente probó con Inner House, de Besant, y el capítulo inicial le hizo pensar de inmediato en las sociedades científicas y en Pawkins. Así que Hapley se dedicó al ajedrez y lo encontró algo más tranquilizador. Pronto dominó los movimientos, las principales tácticas y los cierres más frecuentes y empezó a ganar al Vicario. Pero entonces los contornos cilíndricos del rey que tenía enfrente empezaron a asemejarse a Pawkins de pie, hablando con voz entrecortada e ineficaz contra el jaque mate, y Hapley decidió dejar de jugar al ajedrez. Quizás el estudio de alguna nueva rama de las ciencias fuera, después de todo, una diversión mejor. El mejor descanso es el cambio de ocupación. Hapley decidió enfrascarse en las diatomeas e hizo que le trajeran de Londres uno de sus microscopios más pequeños y la monografía de Halibut. Pensó que quizá si pudiera establecer una vigorosa controversia con Halibut, sería capaz de empezar una vida nueva y olvidarse de Pawkins. Y muy pronto estaba trabajando duro a su enérgico estilo habitual en esos microscópicos moradores de las charcas de las cunetas. Fue al tercer día dedicado a las diatomeas cuando Hapley tuvo conciencia de una nueva adición a la fauna local. Estaba trabajando tarde en el microscopio y la única luz en la habitación era la de la brillante lamparita con la forma especial de pantalla verde. Como todos los experimentados microscopistas, mantenía los dos ojos abiertos. Es la única forma de evitar fatiga excesiva. Tenía un ojo sobre el instrumento y delante de él, brillante y diferenciado, estaba el campo circular del microscopio a través del cual se movía lentamente una diatomea marrón. Con el otro ojo Hapley veía, por decirlo así, sin ver. Solo era vagamente consciente del lateral metálico del instrumento, la parte iluminada del mantel, una hoja de notas, el pie de la lámpara y más allá la oscurecida habitación. De repente su atención se deslizó de un ojo al otro. El mantel era de un material llamado por los tenderos «de tapicería» y de colores bastante brillantes. El dibujo estaba en oro con una pequeña cantidad de carmesí y azul pálido sobre un fondo grisáceo. En algún punto el dibujo parecía desplazado y había en ese punto un movimiento de vibración de los colores. Hapley echó bruscamente hacia atrás la cabeza y miró con los dos ojos. Se quedó con la boca abierta de asombro. ¡Era una polilla o mariposa grande con las alas extendidas al estilo de una mariposa! Era raro que estuviera en la habitación, pues las ventanas estaban cerradas. Raro que no hubiera atraído su atención cuando revoloteaba hacia su posición actual. Raro que hiciera juego con el mantel. Todavía más raro para él, Hapley, el gran entomólogo que le fuera completamente desconocida. No había error. Gateaba lentamente hacia el pie de la lámpara. —Un nuevo género. ¡Cielos! Y en Inglaterra —exclamó Hapley mirando fijamente. Entonces pensó súbitamente en Pawkins. Nada le habría enloquecido más a Pawkins… Pero Pawkins estaba muerto. Algo en torno a la cabeza y el cuerpo del insecto le sugería extraordinariamente a Pawkins, igual que había pasado con el rey del ajedrez. —¡Maldito Pawkins! —dijo Hapley—, pero tengo que cogerlo. Y buscando a su alrededor algún medio de capturar la polilla, se levantó despacio de la silla. De repente el insecto se elevó, golpeó el borde de la pantalla —Hapley oyó el «ping»— y se desvaneció en la sombra. En un momento Hapley había quitado la pantalla de un mandoble, de manera que toda la habitación estaba iluminada. La cosa había desaparecido, pero pronto su experimentado ojo la detectó sobre el papel de la pared junto a la puerta. Fue hacia ella utilizando la pantalla para capturarla. Sin embargo, antes de que estuviera a la distancia adecuada para descargar el golpe, se había elevado y estaba revoloteando por la habitación. Voló, como las de su especie, con repentinas arrancadas y giros que parecían esfumarse por aquí y reaparecer por allá. Una vez Hapley golpeó y falló, y después otra. La tercera vez dio al microscopio. El instrumento se balanceó, golpeó y tiró la lámpara y cayó ruidosamente al suelo. La lámpara cayó sobre la mesa, y, afortunadamente, se apagó. Hapley quedó a oscuras. Con un sobresalto, sintió a la extraña polilla chocando contra su cara. Era enloquecedor. No tenía luz. Si abría la puerta de la habitación el insecto se escaparía. En la oscuridad vio con toda claridad a Pawkins riéndose de él. Pawkins siempre había tenido una risa hipócrita. Juró furiosamente y dio un pisotón contra el suelo. Sonaron tímidos golpes a la puerta. Luego ésta se abrió muy despacio, aproximadamente un pie quizá. El alarmado rostro de la patrona apareció tras la llama rosa de la vela. Llevaba puesto un gorro de dormir sobre el pelo gris y cierta prenda color púrpura sobre los hombros. —¿Qué fue ese espantoso golpe? —preguntó—. ¿Se ha…? La extraña polilla apareció revoloteando por el resquicio de la puerta. —¡Cierre la puerta! —gritó Hapley, y bruscamente se abalanzó sobre ella. La puerta se cerró con un rápido portazo. Hapley se quedó solo en la oscuridad. Luego en la pausa oyó a la patrona subir corriendo las escaleras, cerrar la puerta con llave, arrastrar algo pesado por la habitación y ponerlo contra ella. Hapley se dio cuenta de que su conducta y su aspecto habían sido extraordinarios y alarmantes. —¡Maldita polilla! ¡Maldito Pawkins! No obstante era una pena perder ahora la polilla. Fue a tientas al vestíbulo y encontró las cerillas después de mandar su sombrero al suelo con un ruido como el de un tambor. Con la vela encendida volvió a la sala de estar. No se veía polilla alguna. Sin embargo, una vez pareció por un momento que la cosa estaba revoloteando en torno a su cabeza. De manera totalmente repentina, Hapley decidió dejar la polilla e irse a la cama. Pero estaba excitado. Toda la santa noche el sueño fue interrumpido por pesadillas de la polilla, Pawkins y la patrona. Durante la noche se levantó de la cama dos veces y metió la cabeza en agua fría. Una cosa tenía clara. Su patrona no podría entender nada de la polilla, especialmente dado que había fracasado en su captura. Nadie más que un entomólogo entendería bien cómo se sentía. Probablemente estaba aterrorizada por su comportamiento, y sin embargo no veía cómo podía explicárselo. Decidió no decir nada más sobre los sucesos de la última noche. Después del desayuno la vio en el jardín y decidió salir a hablar con ella para tranquilizarla. Le habló de habas, patatas, abejas, orugas y el precio de la fruta. Ella respondió a su manera habitual, pero le miró algo sospechosamente y siguió caminando al tiempo que él avanzaba de forma que siempre había una mata de flores o una hilera de habas o algo de ese tipo entre ellos. Después de un rato comenzó a sentirse particularmente irritado por esto, y para ocultar su vejación entró en casa y pronto salió a dar un paseo. La polilla o mariposa, arrastrando un extraño sabor a Pawkins con ella, siguió entrometiéndose en ese paseo, aunque hizo todo lo que pudo para mantener la mente alejada de ella. Una vez la vio con toda claridad, con las alas aplastadas contra el viejo muro de piedra que corre por el límite oeste del parque, pero al acercarse a él observó que se trataba solo de dos trozos de liquen gris y amarillo. —Esto —dijo Hapley— es lo contrario del mimetismo. En lugar de una mariposa con aspecto de piedra, he aquí una piedra que se parece a una mariposa. Una vez algo saltó y revoloteó alrededor de su cabeza, pero mediante un esfuerzo de la voluntad se quitó de nuevo esa impresión del pensamiento. Por la tarde Hapley hizo una visita al Vicario y discutió con él de cuestiones teológicas. Estaban sentados en la pequeña pérgola cubierta de brezo y fumaban mientras discutían. —Mire esa polilla —indicó Hapley bruscamente apuntando al borde de la mesa de madera. —¿Dónde? —preguntó el Vicario. —¿No ve una polilla sobre el borde de la mesa, allí? —inquirió Hapley. —Desde luego que no —respondió el Vicario. Hapley quedó como partido por un rayo. Jadeó. El vicario le miraba fijamente. Estaba claro que el hombre no veía nada. —El ojo de la fe no es mejor que el ojo de la ciencia —dijo Hapley con torpeza. —No comprendo su punto de vista —intervino el vicario pensando que era parte de la discusión. Esa noche Hapley encontró la polilla gateando por la colcha. Se sentó en el borde de la cama en mangas de camisa y razonó consigo mismo. ¿Era una pura alucinación? Él sabía que estaba durmiendo y luchaba por su cordura con la misma silenciosa energía que anteriormente había desplegado con Pawkins. Los hábitos mentales son tan persistentes que él sentía como si todavía se tratara de la lucha con Pawkins. Conocía bien la Psicología. Sabía que semejantes ilusiones visuales ciertamente aparecen como resultado de tensiones mentales. Pero la cuestión estaba en que él no solo vio la polilla, la había oído cuando tocó el borde de la pantalla y después cuando golpeó contra la pared, y había sentido que le golpeaba la cara en la oscuridad. La miró. No era en absoluto como un sueño, sino perfectamente clara y con aspecto sólido a la luz de la vela. Vio el peludo cuerpo, las cortas antenas plumosas, las articuladas patas, incluso un sitio donde el plumón estaba borrado por el ala. Repentinamente se sintió furioso contra sí mismo por tener miedo de un pequeño insecto. La patrona había hecho dormir a la sirvienta con ella esa noche porque tenía miedo de estar sola. Además había cerrado la puerta con llave y puesto la cómoda contra ella. Escuchaban y hablaban en susurros después de ir a la cama, pero no ocurrió nada que las alarmara. Hacia las once se habían aventurado a apagar la vela y las dos se habían quedado dormidas. Despertaron con un sobresalto y se irguieron en la cama escuchando en la oscuridad. Entonces oyeron ruido de zapatillas que iban de acá para allá en la habitación de Hapley. Cayó una silla y hubo un violento raspado de la pared. Luego un adorno de porcelana de la chimenea se hizo pedazos contra el guardafuego. De repente la puerta de la habitación se abrió y le oyeron en el descanso. Se pegaron la una a la otra, escuchando. Parecía que estaba bailando en la escalera. Ya bajaba tres o cuatro peldaños rápidamente ya los subía de nuevo, luego bajaba apresuradamente hasta el vestíbulo. Oyeron caer al paragüero y romperse el montante de la puerta. Después el cerrojo saltó y sonó el ruido de la cadena. Estaba abriendo la puerta. Corrieron a la ventana. Era una noche gris y oscura. Una lámina casi continua de acuosas nubes cruzaba la luna y el seto y los árboles de delante de la casa destacaban en negro contra la carretera pálida. Vieron a Hapley con aspecto de fantasma en camisa y pantalones blancos corriendo de acá para allá en la carretera dando golpes al aire. Ya se paraba, ya se lanzaba rápidamente contra algo invisible, ya se movía sobre ello con sigilosas zancadas. Finalmente desapareció de la vista carretera arriba hacia la colina. Luego, mientras discutían quién debía bajar a cerrar la puerta con llave, volvió. Caminaba muy deprisa, entró directamente en la casa, cerró la puerta con cuidado y subió tranquilamente a su dormitorio. Entonces todo quedó en silencio. —Señora Colville —dijo Hapley bajando la escalera a la mañana siguiente—, espero no haberla alarmado anoche. —Ni que lo diga —respondió la señora Colville. —El hecho es que soy sonámbulo y durante las últimas dos noches he estado sin mi medicina para dormir. No hay nada de que alarmarse realmente. Siento haber hecho tanto el ridículo. Cruzaré la colina hasta Shoreham para conseguir la medicina que me haga dormir bien. Debí haberlo hecho ayer. Pero a medio camino por la colina, junto a las canteras de creta, la polilla se le presentó de nuevo a Hapley. Éste continuó, tratando de mantener el pensamiento concentrado en problemas de ajedrez, pero no servía de nada. El insecto le revoloteó en la cara y él le lanzó un golpe con el sombrero en defensa propia. Luego, la rabia, la vieja rabia, la rabia que había sentido contra Pawkins, le dominó de nuevo. Siguió saltando y atacando al insecto que se movía en remolinos. Súbitamente pisó en el aire y cayó de bruces. Hubo un vacío en sus sensaciones y Hapley se encontró sentado sobre un montón de pedernales delante del comienzo de los pozos de yeso con una pierna torcida debajo de él. La extraña polilla estaba todavía revoloteando en torno a su cabeza. La golpeó con la mano y volviendo la cabeza vio a dos hombres que se le acercaban. Uno era el médico del pueblo. A Hapley le pareció buena suerte. Después le vino a la cabeza con extraordinaria viveza que nadie sería capaz de ver la extraña polilla jamás excepto él y que le interesaba mantener silencio sobre ella. No obstante, aquella noche, ya tarde, después de componerle la pierna rota, estaba febril y se olvidó de dominarse. Yacía tumbado en la cama y empezó a recorrer la habitación con la vista para ver si la polilla estaba todavía por allí. Intentó no hacerlo, pero sin resultado alguno. Pronto la avistó descansando muy cerca de su mano, junto a la lámpara de noche, sobre el mantel verde. Las alas temblaban. Con un brusco arrebato de ira la golpeó con el puño y la enfermera se despertó con un chillido. Había fallado. —Esa polilla —dijo y añadió luego—. Imaginaciones mías. ¡Nada! Todo el tiempo pudo ver con entera claridad que el insecto andaba por la cornisa y cruzaba lanzado la habitación, y también pudo ver que la enfermera no veía nada y le miraba de forma extraña. Tenía que controlarse, sabía que estaba perdido si no se controlaba. Pero a medida que avanzaba la noche le subió la fiebre y el mismísimo terror que tenía de ver la polilla le hizo verla. Hacia las cinco, justo cuando la aurora estaba gris, trató de levantarse de la cama para cogerla a pesar de que la pierna le ardía de dolor. La enfermera tuvo que forcejear con él. Por culpa de ello le ataron a la cama. En esa situación la polilla se tornó más osada y una vez la sintió posándosele en el pelo. Entonces, como golpeó violentamente con los brazos, se los ataron también. A continuación la polilla vino a gatear por su rostro y Hapley juró, gritó, les suplicó en vano que se la quitaran de encima. El médico era un imbécil, un médico de cabecera que acababa de licenciarse y completamente ignorante en psicología. Y sencillamente decía que no había ninguna polilla. De haber tenido algo de ingenio quizás hubiera podido todavía salvar a Hapley de su destino aceptando su alucinación y tapándole la cara con una gasa como suplicaba que le hicieran. Pero, como digo, el médico era un zopenco y hasta que se curó la pierna a Hapley le mantuvieron atado a la cama con la polilla imaginaria gateando sobre él. Nunca le abandonó cuando estaba despierto y en sus sueños creció hasta convertirse en un monstruo. Cuando estaba despierto anhelaba dormir y del sueño se despertaba gritando. Así que ahora Hapley pasa el resto de sus días en una habitación acolchada obsesionado por una polilla que nadie más puede ver. El médico del asilo lo llama alucinación, pero Hapley cuando se encuentra mejor de ánimo y puede hablar dice que es el fantasma de Pawkins, y consecuentemente un espécimen único que merece la pena capturar. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La tienda mágica
Cuento
I Hace aproximadamente tres meses, en una noche confidencial, Lionel Wallace me contó esta historia de la Puerta en el Muro. Y en aquel momento pensé que, en lo referente a mi amigo, la historia era verídica. Me la contó con tan sencilla y directa capacidad de persuasión que no tuve más remedio que creerle. Pero a la mañana siguiente, en mi piso, me desperté en una atmósfera diferente. Y mientras yacía en la cama y rememoraba las cosas que me había contado, despojadas del hechizo de su voz lenta y grave, privadas del foco tamizado de la luz de la mesa, de la atmósfera indefinida que nos envolvía a ambos y del agradable brillo de las cosas, del postre, de los vasos y de la mantelería de la cena que habíamos compartido, que las había convertido en aquel momento en un pequeño mundo brillante muy alejado de las realidades cotidianas, todo aquello me pareció francamente increíble. —¡Ha sido una mixtificación! —me dije, y luego: —¡Qué bien lo ha hecho!… ¡Eso es lo último que me hubiera esperado de él! Más tarde, mientras sorbía el té matutino sentado en la cama, me encontré intentando explicarme el sabor de realidad que me había dejado perplejo en sus reminiscencias imposibles, suponiendo que, en cierto modo, hubieran sugerido, presentado, transmitido —casi no sé qué palabra utilizar— unas experiencias que de otro modo resultaban imposibles de relatar. Bien, ahora no voy a recurrir a esa explicación porque mis dudas intermitentes ya han quedado superadas. Creo, como creí en el momento del relato, que Wallace me desveló lo mejor que pudo la verdad de su secreto. Pero si vio o solo creyó ver, si él fue poseedor de un inestimable privilegio o víctima de un sueño fantástico, no puedo pretender adivinarlo. Ni siquiera las circunstancias de su muerte, que acabaron para siempre con mis dudas, arrojan alguna luz sobre el asunto. El lector deberá juzgar por sí mismo. No recuerdo ahora qué comentario fortuito o qué crítica mía pudo inducir a un hombre tan reticente a confiar en mí. Estaba, creo yo, defendiéndose de una imputación de negligencia y falta de credibilidad que yo le había hecho en relación con un gran movimiento de opinión pública en el que él me había decepcionado. Pero me espetó repentinamente: —Tengo… una preocupación. —Sé —prosiguió tras una pausa— que he sido negligente. El caso es… no se trata de un caso de fantasmas o de apariciones…, sino… de algo extraño difícil de contar, Redmond… estoy hechizado. Estoy hechizado por algo… que es como si me extirpara la luz de las cosas llenándome de anhelos… Hizo una pausa, frenado por esa timidez tan inglesa que a menudo se adueña de nosotros cuando hablamos de cosas conmovedoras, graves o bellas. —Tú también estuviste en Saint Athelstan’s —dijo, y por un momento aquello me pareció bastante irrelevante—. Bien… —y se detuvo. Entonces, vacilando mucho al principio, pero con mayor soltura después, empezó a contarme el hecho que se ocultaba en su vida, el persistente recuerdo de belleza y felicidad que colmaba su corazón de anhelos insaciables, que convertían todos los intereses y el espectáculo de la vida en el mundo, en algo anodino, tedioso y vano para él. Y ahora que tengo un indicio, el hecho parece estar visiblemente escrito en su rostro. Tengo una fotografía en la que ha sido captada e intensificada aquella mirada de desinterés. Me recuerda lo que en una ocasión dijo de él una mujer, una mujer que le había amado mucho. —De repente —había dicho— el interés le abandona. Se olvida de ti. No le importas un comino… ante sus mismísimas narices… Sin embargo, no siempre le abandonaba el interés, y cuando mantenía su atención sobre algo, Wallace sabía ingeniárselas para ser un hombre extremadamente brillante. Su carrera, en efecto, está sembrada de éxitos. Me dejó atrás hace mucho tiempo, voló a gran altura por encima de mi cabeza y descolló en un mundo en el que, de todas formas, yo no habría podido descollar. Solo tenía treinta y nueve años y ahora dicen que si hubiera vivido, habría ocupado un alto cargo y que con toda probabilidad formaría parte del nuevo Gabinete. En el colegio siempre me aventajaba sin esfuerzo, como si fuera algo natural. Fuimos condiscípulos en el Saint Athelstan’s College de West Kensington durante casi toda nuestra época escolar. Tenía mi mismo nivel al llegar al colegio, pero me dejó muy atrás en una brillante sucesión de becas y de excepcional comportamiento. Sin embargo, creo que mi conducta fue más que aceptable. Y fue en el colegio donde oí hablar por primera vez de la ‘Puerta en el Muro’, de la que no volvería a saber nada hasta un mes antes de su muerte. Para él, al menos, la Puerta en el Muro era una puerta real, que conducía a unas realidades inmortales a través de un muro real. De eso ahora estoy totalmente seguro. Y apareció en su vida muy pronto, cuando era un niño de cinco o seis años. Recuerdo, mientras se sentaba a hacerme su confesión con lenta gravedad, la forma en que razonaba y cavilaba sobre esta fecha. —Había —decía— una enredadera rojiza de Virginia… de un tono rojizo brillante y uniforme, apoyada sobré un muro blanco intensamente iluminado por la luz ambarina del sol. Eso se me quedó grabado de alguna manera, si bien no recuerdo exactamente cómo, y había hojas de castaño esparcidas sobre el perfecto empedrado delante de la puerta verde. Las hojas tenían manchas amarillas y verdes, sabes, no estaban ni secas ni sucias, por lo que debían estar recién caídas. Deduzco, por lo tanto, que era el mes de octubre. Todos los años estoy pendiente de las hojas de los castaños, y si no lo sé yo… —Entonces, si estoy en lo cierto, debía de tener cinco años y cuatro meses. Fue, me dijo él, un niño bastante precoz…, aprendió a andar a una edad anormalmente temprana y estaba tan sano y era tan ‘hombrecito’, como diría la gente, que le permitían una cantidad de iniciativas que la mayoría de los niños no asumen, a duras penas, hasta los siete u ocho años. Su madre había muerto cuando él tenía dos años y se encontraba al cuidado de una institutriz menos vigilante y autoritaria. Su padre era un hombre de leyes severo y preocupado que le prestó poca atención y esperaba grandes cosas de él. Por su mucha inteligencia creo yo que la vida debió parecerle gris y anodina. Y así, un buen día, se fue a la ventura. No podía recordar qué negligencia concreta le había permitido escaparse, ni tampoco el rumbo que había tomado entre las calles de West Kensington. Todo eso se había difuminado entre las brumas irremediables de su memoria. Pero el muro blanco y la puerta verde se mantenían firmes con perfecta claridad. A juzgar por su recuerdo de aquella experiencia infantil, nada más ver aquella puerta había experimentado una insólita emoción, una atracción, un deseo de acercarse a ella, de abrirla y de cruzarla. Y al mismo tiempo había tenido la más absoluta convicción de que sería imprudente o desacertado por su parte —no supo decir cuál de las dos cosas— ceder a aquella atracción. Insistió, como dato curioso que conocía desde el principio, en que a menos que la memoria le hubiera jugado una mala pasada, la puerta no estaba cerrada y que podía entrar en cuanto se lo propusiera. Me parece estar viendo la figura de aquel niño, atraído y repelido. Y también tenía muy claro en su mente que, aunque jamás se explicara el motivo por el que tenía que ser así, su padre se enfadaría mucho si él atravesaba aquella puerta. Wallace me describió aquellos momentos de vacilación con todo lujo de detalles. Pasó justo delante de la puerta y entonces, con las manos en los bolsillos y haciendo un intento infantil de silbar, se paseó hasta más allá del final del muro. Allí recuerda que había un buen número de tiendas sórdidas y sucias y, en especial, la de un fontanero y decorador con un desorden polvoriento de cacharros, tubos, planchas de plomo, grifos, muestrarios de papeles pintados y botes de esmalte. Se detuvo allí fingiendo examinar estas cosas, suspirando por la puerta verde, deseándola apasionadamente. Luego, dijo, sintió una oleada de emoción. Corrió hacia ella, no fuera a ser que la vacilación volviera a apoderarse de él, la abrió de un empujón con la mano estirada y dejó que la puerta verde se cerrara de golpe tras él. Y así, en un tris, se encontró en el jardín que le obsesionaría durante toda su vida. A Wallace le resultaba muy difícil transmitirme la exacta sensación que le había producido aquel jardín. Había algo en su atmósfera que regocijaba, que le daba a uno una sensación de ligereza, de suceso venturoso y de bienestar; había algo en su visión sutilmente luminoso que daba perfección y nitidez a todos sus colores. En el mismo instante de entrar, uno se sentía exquisitamente feliz, como solo en raros momentos y cuando se es joven y alegre puede sentirse uno en este mundo. Y allí todo era hermoso… Wallace meditó antes de proseguir su relato. —Verás —me dijo, con la titubeante inflexión de un hombre que se demora sobre unas cosas increíbles—, había allí dos grandes panteras… Sí, panteras moteadas. Y no tuve miedo. Había una larga y ancha vereda con arriates de flores orillados de mármol a ambos lados, y estas dos enormes y aterciopeladas bestias jugaban allí con una pelota. Una de ellas levantó la vista y vino hacia mí, con un poco de curiosidad, al parecer. Vino directamente hasta mí, frotó su suave y redonda oreja en la manita que yo le tendía, y ronroneó. Te digo que se trataba de un jardín encantado. Lo sé. ¿Que si era grande? ¡Oh! Se extendía a lo largo y a lo ancho en todas las direcciones. Creo que había colinas en la lejanía. Dios sabe adonde había ido a parar West Kensington de repente. Y en cierto modo, era como volver al hogar. —¿Sabes? En el mismo instante que se cerró la puerta detrás de mí, olvidé la calle con sus hojas caídas, sus coches y los carros de los artesanos, olvidé la rémora que me hacía gravitar hacia la disciplina y la obediencia del hogar, olvidé todas las vacilaciones y temores, olvidé la discreción, olvidé todas las realidades íntimas de esta vida. En un momento me convertí en un niño maravillado y feliz en otro mundo. Era un mundo de distinta calidad, con una luz más cálida, más penetrante y suave, con una atmósfera clara y venturosa y unas bandadas de nubes bañadas por el sol que surcaban el azul de su cielo. Y ante mí se extendía esta larga y ancha vereda, tentándome, con macizos carentes de malas hierbas a ambos lados, rebosantes de flores crecidas libremente, y estas dos grandes panteras. Puse mis manitas sin temor sobre su suave piel y acaricié sus redondas orejas y los sensibles recodos ocultos tras ellas, y jugué con ellas y era como si me estuvieran dando la bienvenida al hogar. Notaba una aguda sensación de regreso al hogar en mi corazón y cuando al poco apareció una muchacha alta y rubia en la vereda y salió a mi encuentro, sonriéndome y diciendo: ‘¿Y bien?’, y me levantó y me besó y volvió a ponerme en el suelo y me tomó de la mano, no mostré ningún asombro, sino solo una impresión de deliciosa naturalidad, de que me recordaran las cosas dichosas que de forma harto extraña me habían sido sustraídas. Había anchos peldaños rojos, lo recuerdo muy bien, que aparecieron a la vista entre espigas de consuelda, y después de subirlos, llegamos a una gran avenida que transcurría entre árboles muy antiguos y frondosos. A lo largo de toda esta avenida, sabes, entre los tallos rojos agrietados, había asientos de honor de mármol y estatuas y palomas blancas muy mansas y sociables. —Mi amiga me condujo a lo largo de esta fresca avenida, mirando hacia abajo (recuerdo sus facciones agradables, la barbilla finamente modelada de su dulce y gentil rostro), haciéndome preguntas con voz suave y acariciadora, y contándome cosas, cosas bonitas, lo sé, si bien jamás he sido capaz de recordar lo que eran… De pronto, un mono capuchino, muy limpio, con un pelo marrón rojizo y simpáticos ojos color avellana, bajó de un árbol hacia nosotros y corrió junto a mí, mirándome y haciéndome muecas y brincando de repente sobre mi hombro. Así que los dos proseguimos nuestro camino envueltos en una gran felicidad. Hizo una pausa. —Prosigue —dije yo. —Recuerdo pequeñas cosas. Pasamos junto a un anciano absorto entre los laureles, lo recuerdo, y por un lugar regocijado por los papagayos y, a través de un amplio peristilo sombreado, llegamos ante un palacio fresco y espacioso, lleno de fuentes placenteras, lleno de cosas hermosas, lleno de cuantos caprichos pudieran antojársele al corazón. Y había muchas cosas y muchas personas, algunas de las cuales aún las recuerdo con claridad y otras, en cambio, más vagamente; pero todas estas personas eran hermosas y amables. En cierto modo, no sé exactamente cómo, se me dio a entender que todas eran amables conmigo, que estaban contentas de tenerme allí, y me colmaban de alegría con sus gestos, con el tacto de sus manos, por la mirada de bienvenida y afecto que había en sus ojos. Sí… Caviló durante un rato. —Allí encontré compañeros de juegos. Y eso fue mucho para mí, porque yo era un niño solitario. Jugaban a unos juegos deliciosos en un prado cubierto de hierba donde había un reloj de sol hecho de flores. Y mientras uno jugaba, uno amaba… —Pero… es extraño… hay un vacío en mi memoria. No recuerdo los juegos a que jugábamos. Jamás los recordé. Más tarde, de chico, pasé muchas horas intentando, incluso con lágrimas, recordar la forma de esta felicidad. Quería volver a jugar a ella una y otra vez… en mi cuarto de juegos… solo. ¡No! Todo lo que recuerdo es aquella felicidad y a los dos queridos compañeros de juegos que fueron más cariñosos conmigo… Luego, de improviso, apareció una mujer morena y sombría, con cara pálida y grave y ojos soñadores, una mujer sombría vestida con una túnica larga y lisa de púrpura pálida, y que llevaba un libro, y me hizo señas y me llevó aparte con ella hasta una galería que se asomaba a un vestíbulo… si bien mis compañeros de juegos se mostraban reacios a dejarme marchar y dejaron de jugar y se quedaron mirándome mientras me arrancaban de su lado, ‘¡Vuelve con nosotros!’, gritaron. ‘Vuelve pronto con nosotros’. Alcé la vista hacia ella, pero no les prestó la menor atención. Su cara era muy dulce y grave. Me llevó hasta un asiento de la galería y me quedé de pie junto a ella, dispuesto a mirar en su libro mientras empezaba a abrirlo sobre sus rodillas. Las páginas se abrieron. Ella señaló y yo miré, maravillado, porque en las páginas vivientes de aquel libro me vi a mí mismo; era un cuento sobre mí, y en él se encontraban todas las cosas que me habían ocurrido desde mi nacimiento… —A mí me parecía maravilloso, porque las páginas del libro no eran estampas, ¿comprendes?, sino realidades. Wallace se detuvo gravemente y me miró con aire de duda. —Prosigue —le dije—. Te comprendo. —Eran realidades… sí, deben de haberlo sido, sin duda; la gente se movía y las cosas iban y venían dentro de ellas; mi querida madre, a quien casi había olvidado, luego mi padre, severo y recto, los criados, el cuarto de juegos, todas las cosas familiares de mi hogar. Luego la puerta principal y las calles bulliciosas con el vaivén del tráfico. Miré y me maravillé, y volví a mirar confundido la cara de la mujer y pasé las páginas, saltándome esto y lo otro, para ver cada vez más de este libro, y así llegué por fin al momento en que, indeciso y vacilante, titubeaba ante la puerta verde del largo muro blanco, y volví a sentir el mismo conflicto y el mismo miedo. —¿Y luego? —grité yo, y hubiera vuelto la página, pero la fría mano de la grave mujer me detuvo. —¿Y luego? —insistí yo, y luché dulcemente con su mano, levantando sus dedos con todas mis fuerzas infantiles, y mientras cedía y yo pasaba la página, se inclinó hacia mí como una sombra y me besó en la frente. —Pero en la página no se veía el jardín encantado, ni las panteras, ni la muchacha que me había llevado de la mano, ni los compañeros de juegos que se habían mostrado tan reacios a dejarme marchar. Se veía una calle larga y gris de West Kensington, en aquella fría hora de la tarde antes de que se enciendan los faroles; y yo estaba allí, como una figurita desamparada, llorando fuertemente, que era todo lo que podía hacer para frenar mi pena, y lloraba porque no podía volver con mis queridos compañeros de juegos que me habían gritado al marcharme, ‘Vuelve con nosotros ¡Vuelve pronto con nosotros!’. Allí estaba. Ésta no era ninguna página de libro, sino la cruda realidad; ese lugar encantado y la mano firme de la grave madre junto a cuyas rodillas yo había permanecido de pie, se habían ido… ¿Y adónde habían ido? Se detuvo nuevamente, y permaneció un rato contemplando el fuego fijamente. —¡Oh, la calamidad de aquel regreso! —murmuró. —¿Y bien? —dije yo tras un minuto o así. —¡Cuán desdichado me sentía! ¡Otra vez de vuelta en este mundo gris! Y a medida que comprendía lo que me había sucedido en toda su totalidad, me abandoné a una pena absolutamente incontrolable. Y la vergüenza y la humillación de aquellas lágrimas en público y mi desgraciada vuelta al hogar no me han abandonado desde entonces. Estoy viendo de nuevo al anciano caballero de mirada benevolente y gafas de oro que se detuvo a hablar conmigo… pinchándome primero con su paraguas. — Pobrecito —dijo él—. ¿Es que te has perdido? —¡Y yo un niño londinense de unos cinco años! Y él, cómo no, debió recurrir a un amable policía, convertirme en un espectáculo público para acompañarme a casa después. Sollozando, llamativo y asustado, así fue como volví desde el jardín encantado hasta los peldaños de la casa de mi padre. —Así es lo mejor que puedo recordar la visión de aquel jardín… el jardín que aún me obsesiona. Naturalmente, no puedo transmitir nada de aquella indescifrable calidad de irrealidad translúcida que todo lo envolvía, de aquella diferencia con las cosas que se experimentan comúnmente. Pero eso… eso es lo que sucedió. Fue un sueño, estoy seguro de que se trató de un sueño realizado a la luz del día y un sueño absolutamente extraordinario… ¡Hum! Naturalmente, la segunda parte fue un terrible interrogatorio por parte de mi tía, mi padre, la niñera, el ama de llaves… todo el mundo. —Traté de contárselo todo, y mi padre me dio mi primera azotaina por contar mentiras. Cuando más tarde intenté contárselo a mi tía, volvió a castigarme por mi persistencia en el embuste. Luego, como ya dije, a todo el mundo le fue prohibido escucharme ni una sola palabra de todo el asunto. Incluso llegaron a confiscarme mis libros de cuentos de hadas durante un tiempo… porque yo era demasiado ‘imaginativo’. ¡Ah, sí! ¡Eso es lo que hicieron! Mi padre pertenecía a la vieja escuela… y mi historia quedó sofocada en mí mismo. Se la susurraba a mi almohada… a mi almohada que con frecuencia resultaba húmeda y salada para mis labios susurrantes debido a mis lágrimas infantiles. Y siempre añadía a mis oraciones oficiales y poco fervientes esta sentida súplica: ‘Por favor Señor, que pueda soñar con mi jardín. ¡Oh! ¡Llévame otra vez a mi jardín!’. ¡Llévame otra vez a mi jardín! Soñé a menudo con el jardín. Podía haberlo aumentado, podía haberlo cambiado, no lo sé… Todo esto, comprendes, es un intento de reconstruir una experiencia muy temprana a partir de unos recuerdos fragmentarios. Entre éste y los demás recuerdos consecutivos de mi niñez hay un abismo. Llegó un momento en que me parecía imposible volver a hablar de esa visión maravillosa. Yo le formulé una pregunta obvia. —No —dijo él—. No recuerdo haber intentado jamás encontrar de nuevo el camino del jardín en aquellos primeros años. Ahora me parece extraño, pero creo que se debió probablemente a que mis movimientos fueron más estrechamente vigilados tras este percance para impedir que me extraviara otra vez. No, hasta que tú me conociste no volví a intentar encontrar el jardín. Y estoy seguro que hubo un período, por muy increíble que parezca ahora, en que olvidé completamente el jardín, y puede que fuera cuando tenía siete u ocho años. ¿Te acuerdas de mí cuando éramos muchachos en Saint Athelstan’s? ¡Cómo no! —¿Y verdad que en aquellos días no mostré ninguna señal de tener un sueño secreto? II Levantó la vista con una sonrisa repentina. —¿Jugaste alguna vez conmigo al ‘Pasaje al Noroeste’?… No, claro. ¡Tú no venías por mi camino! —Era un juego tan emocionante —prosiguió— que todos los niños con mucha imaginación se pasaban el día jugando a él. Consistía en descubrir un Pasaje al Noroeste para llegar al colegio. El camino del colegio era muy sencillo y el juego consistía en encontrar alguno que no lo fuera, saliendo diez minutos antes en alguna dirección casi imposible y dando un rodeo pasando por calles inusuales para alcanzar la meta. Y un buen día quedé atrapado en la maraña de algunas calles bastante sórdidas que se encuentran al otro lado de Campden Hill y empecé a pensar que por una vez el juego se ponía en contra mía y que llegaría tarde al colegio. Me metí a la desesperada por una calle que parecía un callejón sin salida y encontré un pasaje en su extremo. Pasé por él apresuradamente y con esperanzas renovadas. ‘Voy a conseguirlo a pesar de todo’, me dije, y me encontré delante de una hilera de tiendecillas mugrientas que me resultaban inexplicablemente familiares y ¡mira por dónde, allí estaba mi largo muro blanco con la puerta verde que conducía al jardín encantado! —Aquel descubrimiento cayó sobre mí como un mazazo. O sea, que aquel jardín maravilloso, ¡no había sido un sueño después de todo! Hizo una pausa. —Supongo que mi segunda experiencia con la puerta verde marca la enorme diferencia que existe entre la vida atareada de un colegial y la ociosidad infinita de un niño. Con todo, esta segunda vez no pensé ni por un momento en entrar inmediatamente. Verás… por una parte, en mi cabeza no bullía más idea que la de llegar a tiempo al colegio… para no romper mi récord de puntualidad. No cabe duda de que debí sentir al menos algún pequeño deseo de abrir la puerta… sí. Debí sentirlo… Pero me parece recordar la atracción de la puerta principalmente como otro obstáculo para mi todopoderosa determinación de llegar al colegio. Estaba enormemente interesado en este descubrimiento, por supuesto… proseguí sin poder apartarlo de mi cabeza… pero proseguí. No me frenó. Pase corriendo por delante, saqué el reloj de un tirón y vi que aún me quedaban diez minutos, y a continuación estaba bajando la cuesta hacia un entorno más familiar. Llegué al colegio, sin resuello, es cierto, y empapado de sudor, pero a tiempo. Recuerdo que colgué mi abrigo y mi sombrero… Había pasado por delante y la había dejado atrás. ¡Qué extraño! ¿Verdad? Me miró pensativo. —Claro que entonces no sabía que no estaría allí para siempre. Los colegiales tienen una imaginación limitada. Supongo que pensé que era absolutamente maravilloso saber que estaba allí, y saber volver hasta ella, pero la idea del colegio me arrastraba con fuerza. Me imagino que aquella mañana debí estar muy distraído y desatento, recordando cuanto podía a las hermosas y extrañas personas que pronto volvería a ver. Por muy extraño que parezca no albergaba ninguna duda en mi mente de que ellas se alegrarían de verme… Sí, debí pensar en el jardín aquella mañana solo como un bello lugar al que uno podía recurrir en los interludios de un intenso curso escolar. —Aquel día no volví en absoluto. Al día siguiente tenía fiesta por la tarde y tal vez aquello influyera. Es posible que también mi falta de atención me acarreara algún castigo y me recortara el margen de tiempo necesario para dar el rodeo. No lo sé. Lo que sí sé es que mientras tanto el jardín encantado se apoderó hasta tal punto de mis pensamientos, que tuve que compartirlo con alguien. Se lo conté a… ¿Cómo se llamaba?… un jovencito con cara de hurón al que le habíamos puesto el apodo de Squiff. —El joven Hopkins —dije yo. —Hopkins, eso es. No me apetecía contárselo. Tenía la sensación de que al hacerlo iría, en cierto modo, en contra de las reglas, pero se lo conté. Solíamos hacer juntos parte del camino hacia casa, era hablador, y si no hubiéramos hablado del jardín encantado habríamos hablado de cualquier otra cosa, y a mí me resultaba intolerable pensar en ningún otro tema. Y así me fui de la lengua. —Pues bien, él desveló mi secreto, y al día siguiente durante el recreo me encontré rodeado por media docena de chicos mayores que, medio en broma, sentían una profunda curiosidad por saber más sobre el jardín encantado. Estaba el grandullón de Fawcett… ¿Te acuerdas de él?… y Carnaby y Morley Reynolds. ¿Por casualidad, no estarías tú también? No, creo que lo recordaría si hubieras estado… —Un muchacho es una criatura con extraños sentimientos. Yo me sentía, estoy totalmente seguro, a pesar de mi secreta sensación de disgusto, un poco halagado de gozar de la atención de estos grandullones. Recuerdo especialmente el instante de placer que me produjo el elogio de Cranshaw… ¿Te acuerdas de Cranshaw el mayor, el hijo de Cranshaw el compositor?… que dijo que era la mejor mentira que había oído en su vida. Pero al mismo tiempo me sentía invadido por una sensación de vergüenza realmente dolorosa por tener que contar lo que yo consideraba como el más sagrado de los secretos. Y ese bestia de Fawcett hizo un chiste sobre la muchacha de verde… La voz de Wallace zozobró al revivir el recuerdo de aquella vergüenza. —Fingí no oír. Dijo—: Bien, entonces Wallace me llamó jovencito mentiroso y disputó conmigo cuando le dije que todo era verdad. Dije que sabía dónde encontrar la puerta verde y que podía llevarles allí en diez minutos. Carnaby se volvió insultantemente virtuoso y me dijo que tendría que hacerlo… tendría que demostrar mis afirmaciones o sufrir las consecuencias. ¿Te retorció a ti Carnaby alguna vez el brazo? Entonces quizá comprendas lo que hizo conmigo. Juré que mi historia era cierta. En aquella época no había nadie en el colegio que pudiera salvar a un muchacho de la furia de Carnaby, aunque Cranshaw dijo unas palabras en mi favor. Carnaby ya tenía lo que quería. Me excité y me puse colorado hasta las orejas y me asusté un poco. Me comporté absolutamente como un niño pequeño y tonto, y el resultado fue que en vez de dirigirme solo hacia mi jardín encantado, partí inmediatamente, con las mejillas ruborizadas, las orejas calientes, los ojos escocidos, y con el alma ardiéndome por la angustia y la vergüenza, a la cabeza de un tropel de seis condiscípulos burlones, curiosos y amenazadores. —No encontramos jamás ni el muro blanco ni la puerta verde. —¿Quieres decir que…? —Quiero decir que no pude encontrarlos. Los habría encontrado si hubiera podido. Y más tarde, cuando pude ir solo, no pude encontrarlos. Jamás los encontré. Ahora me parece que siempre los estuve buscando durante mis años de colegio, pero jamás conseguí encontrarlos… ¡Jamás! —¿Se pusieron muy desagradables… los compañeros? —Muy desagradables… Carnaby celebró un consejo acusándome de mentira escandalosa. Recuerdo que entré furtivamente en mi casa y subí a mi cuarto para ocultar las huellas de mis berridos. Pero cuando agoté mis lágrimas hasta quedarme por fin dormido, no lloraba por culpa de Carnaby, sino por el jardín, por la maravillosa tarde que había esperado pasar, por las dulces y afectuosas mujeres y por los compañeros de juegos que me aguardaban y por el juego que había confiado en volver a aprender, aquel hermoso juego que había olvidado… Tuve la certeza de que si no lo hubiera contado… Lo pasé muy mal después de aquello… llorando por las noches y ensimismado durante el día. Me descuidé durante dos trimestres y tuve malas notas. ¿Te acuerdas? ¡Claro que te acuerdas! Fue por ti… el hecho de que tú me ganaras en matemáticas volvió a hacerme empollar. III Mi amigo permaneció un rato contemplando fijamente y en silencio el rojo corazón del fuego. Luego dijo: —Jamás volví a verlo hasta que tuve diecisiete años. Surgió ante mis ojos por tercera vez mientras me dirigía en coche a la estación de Paddington, de camino a Oxford para conseguir una beca. Solo la vislumbré un momento. Estaba inclinado hacia adelante en mi cabriolet fumando un cigarrillo y considerándome, sin duda, un hombre de mucho mundo, cuando hete aquí, de repente, la puerta, el muro, la querida sensación de cosas inolvidables y todavía al alcance. Charlábamos ruidosamente… yo demasiado cogido por sorpresa como para detener mi coche antes de haber pasado ampliamente de largo y haber doblado una esquina. Luego pasé por un momento extraño, un doble movimiento divergente de mi voluntad: golpeé suavemente la portezuela en el techo del coche y bajé mi brazo para sacar el reloj. ‘¡Sí, señor!’, dijo el cochero con viveza. —Esto… bueno… no, nada —grité yo—. ¡Me he equivocado! ¡No tenemos mucho tiempo! ¡Prosiga! —Y él prosiguió… Obtuve mi beca. Y la noche después de que me dieran la noticia me senté junto al fuego de mi cuartito de arriba, mi estudio, en casa de mi padre, con sus elogios, sus raros elogios y sus sólidos consejos resonando en mis oídos, fumando mi pipa favorita, la formidable pipa de la adolescencia, y entonces me puse a pensar en aquella puerta del largo muro blanco. —Si me hubiera detenido —pensé— hubiera perdido mi beca, me hubiera perdido Oxford, hubiera echado a perder la excelente carrera que tengo en perspectiva. ¡Empiezo a ver mejor las cosas! —Me quedé cavilando profundamente, pero entonces no tenía duda alguna de que esta carrera mía era algo que merecía un sacrificio. —Aquellos queridos amigos y la diafanidad de aquella atmósfera me parecieron muy entrañables, muy agradables, pero remotos. Ahora era el mundo quien se adueñaba de mi interés. Vi otra puerta entreabierta… la puerta de mi carrera. Volvió a contemplar fijamente el fuego cuya luz rojiza hizo brotar de su cara, durante una fracción de segundo, una fuerza inquebrantable que enseguida volvió a desvanecerse. —Bien —dijo, y suspiró—. Me he entregado a esa carrera. He trabajado mucho… y muy intensamente. Pero he soñado con el jardín encantado en un millar de sueños, y he visto su puerta o, al menos, la he vislumbrado cuatro veces desde entonces. Sí, cuatro veces. Hubo una época en que este mundo resultaba tan brillante e interesante, parecía tan lleno de significados y de oportunidades, que el encanto semiborroso del jardín resultaba, en comparación, dulce y remoto. ¿Quién piensa en dar palmaditas a las panteras cuando acude a cenar con bellas mujeres y hombres de fama? Volví a Londres desde Oxford convertido en una persona en quien se depositaban grandes esperanzas y creo haber hecho algo para cumplirlas. Algo… y, sin embargo, he sufrido decepciones… Me he enamorado dos veces, no me detendré en eso, pero una vez, cuando iba a ver a alguien que sabía que dudaba de que yo me atreviera a ir a verle, tomé por un atajo a la ventura que atravesaba una calle poco concurrida cerca de Earl’s Court, y así desemboqué directamente delante de un muro blanco y de una puerta verde familiar. ‘¡Qué extraño!’, me dije, ‘si yo creía que este lugar se encontraba en Campden Hill. Es el lugar que jamás he podido encontrar, algo así como contar las piedras de Stonehenge, el lugar de ese estrambótico sueño que tuve a la luz del día’. Y pasé de largo inmerso en mi propósito. Aquella tarde no tenía ningún atractivo para mí. Solo experimenté un momentáneo impulso de tantear la puerta, a tres pasos de distancia de mí como mucho, aunque estaba totalmente seguro en el fondo de mi corazón de que se abriría ante mí, pero luego pensé que al hacerlo podría llegar tarde a aquella cita en la que estaba comprometido mi honor. Más tarde lamenté mi puntualidad; podía al menos haberme asomado para saludar con la mano a aquellas panteras, pero para entonces ya sabía que no hay que volver a buscar tardíamente aquello que no se ha encontrado buscándolo. Sí, aquella vez lo lamenté profundamente… Vinieron años de duro trabajo después de eso y jamás volví a ver la puerta. Y solo hace muy poco que se me ha aparecido de nuevo. Volvió acompañada de una sensación… como si una sutil veladura se hubiera extendido por sí sola sobre mi mundo. Empecé a pensar con amargura y pena que jamás volvería a ver aquella puerta. Tal vez sufriera por exceso de trabajo o tal vez fuera aquella sensación que se tiene al llegar a los cuarenta, de la que tanto había oído hablar, no lo sé. Pero ciertamente la brillante perspicacia que convierte el esfuerzo en algo fácil acababa de desaparecer y justo en un momento en que con todos los nuevos acontecimientos políticos, yo debía estar trabajando. ¿Verdad que es extraño? Pero la vida empieza a parecerme realmente fatigosa y sus recompensas, a medida que me acerco a ellas, de pacotilla. He empezado hace poco a desear el jardín con todas mis fuerzas. Sí… y lo he visto tres veces. —¿El jardín? —¡No!… ¡la puerta! ¡Y no he entrado! Se inclinó hacia mí sobre la mesa con una enorme aflicción en la voz mientras hablaba. —Tres veces he disfrutado de la oportunidad… ¡Tres veces! Si alguna vez esa puerta vuelve a ofrecérseme, juro que entraré, que me alejaré de las fatigas de la vida, de los estériles oropeles de la vanidad y de estas laboriosas futilidades. Me iré y no volveré jamás. Esta vez me quedaré… Lo juré, y cuando llegó el momento no fui. Pasé por delante de aquella puerta tres veces en un año y no me resolví a entrar. Tres veces el año pasado. La primera vez fue la noche del agrio desacuerdo sobre la Ley de Rescate de Arrendamientos, en la que el gobierno se salvó por una mayoría de tres votos. ¿Lo recuerdas? Nadie de nuestro partido y tal vez muy pocos de la oposición, esperaban que todo acabara aquella noche. Luego el debate se vino abajo como un castillo de naipes. Hopkins y yo estábamos cenando con su primo en Brentford; ambos estábamos desparejados, y cuando nos llamaron por teléfono salimos inmediatamente en el automóvil de su primo. Llegamos allí justo a tiempo, y en el trayecto pasamos por delante de mi muro y de mi puerta… lívida a la luz de la luna, manchada de un amarillo rojizo bajo la luz del resplandor de nuestros faros, pero inconfundible. —¡Dios mío! —exclamé yo. —¿Qué? —dijo Hopkins. —¡Nada! —contesté, y el momento pasó. He hecho un inmenso sacrificio —le dije al jefe del grupo parlamentario al entrar. —Todos lo han hecho —dijo él alejándose apresuradamente. Aun ahora, no veo cómo podría haber obrado entonces de otra forma. Y la vez siguiente fue mientras me precipitaba a la cabecera de la cama de mi padre para darle el último adiós al austero anciano. También entonces las exigencias de la vida resultaban imperiosas. Pero la tercera vez fue diferente, solo hace una semana que ocurrió y me llena de insufribles remordimientos el mero hecho de recordarlo. Yo estaba con Gurker y Ralphs…, ahora ya no es ningún secreto, sabes, que yo sostuviera una charla con Gurker. Habíamos cenado en Frobisher’s, y la conversación había adquirido un tono íntimo entre los aledaños de la discusión. Sí, sí. Está todo decidido. No es necesario hablar de ello todavía, pero no hay ninguna razón para no hacerte partícipe del secreto. Sí… ¡gracias! Pero déjame que te exponga mi relato. —Entonces, aquella noche, había muchas cosas en el aire. Mi posición era muy delicada. Ansiaba vivamente obtener una palabra definitiva por parte de Gurker, pero me veía obstaculizado por la presencia de Ralphs. Estaba utilizando toda la capacidad de mi ingenio para que aquella conversación ligera e intrascendente no se centrara con demasiada evidencia en el punto que me concernía. No tuve más remedio que hacerlo. El comportamiento de Ralphs desde entonces ha justificado con creces mi precaución… Sabía que Ralphs nos dejaría una vez pasada la High Street de Kensington y entonces podría sorprender a Gurker con mi repentina franqueza. Uno tiene que recurrir, a veces, a estas pequeñas estratagemas… Y fue entonces cuando en el margen de mi campo visual tuve conciencia una vez más del muro blanco; y la puerta verde se encontraba ante nosotros, al final de la calle. —Pasamos por delante charlando. Pase por delante de ella. Aún estoy viendo la sombra del marcado perfil de Gurker, su sombrero de copa inclinado sobre su nariz prominente, los muchos pliegues de su bufanda por delante de mi sombra y de la de Ralphs, mientras proseguíamos indolentemente nuestro camino. Pasé a una distancia de veinte pulgadas de la puerta. ‘Si les doy las buenas noches y entro’, me pregunté, ‘¿qué ocurrirá?’ Pero estaba totalmente sobre ascuas, esperando aquella palabra de Gurker. —No pude contestarme a aquella pregunta sumido en la maraña de mis otros problemas. ‘Creerán que estoy loco’, pensé. ‘¿Y supongamos que desapareciera ahora? ¡Asombrosa desaparición de un político eminente!’ Eso pesó demasiado. Un millón de inconcebibles consideraciones mezquinas y mundanas pesaron sobre mí durante aquella crisis. Entonces, se volvió hacia mí con una sonrisa afligida y, hablando lentamente, dijo: —¡Y aquí estoy! —¡Aquí estoy! —repitió— y he perdido mi oportunidad. Tres veces en un solo año la puerta se ofreció a mí… esa puerta que conduce a la paz, al goce, a la belleza más allá de lo que se pueda soñar, a una dulzura que ningún hombre sobre la tierra puede conocer. Y yo la he rechazado, Redmond, y ha desaparecido para siempre… —¿Cómo lo sabes? —Lo sé. Lo sé. Solo me queda, como expiación, perseverar en las tareas que con tanta fuerza me retuvieron cuando llegaron mis momentos. Dices que yo tengo éxito… esta cosa vulgar, chillona, fastidiosa y envidiada. Sí, lo tengo. —Tenía una nuez en su gran mano. —Si esto fuera mi éxito —dijo, y la trituró, y alargó la mano para que yo la viera. —Déjame que te diga algo, Redmond. Esta pérdida me está destruyendo. Desde hace dos meses, casi diez semanas, no he atendido a mi trabajo en absoluto, excepto a las obligaciones más necesarias y urgentes. Mi alma está llena de implacable pesar. Por las noches, cuando es menos probable que me reconozcan, salgo a la calle. Y camino a la ventura. Sí. Me pregunto qué pensaría la gente si lo supiera. Un Ministro del Gabinete, la cabeza responsable del departamento más vital de todos, vagando a la ventura solo… afligido… algunas veces lamentándose ostensiblemente… ¡por una puerta, por un jardín! IV Aún ahora parece que estoy viendo el sombrío fuego que desacostumbradamente se había apoderado de sus ojos. Le veo muy vívidamente esta noche. Estoy aquí sentado rememorando sus palabras, sus tonos, y la Westmisnter Gazette de ayer tarde yace todavía en mi sofá, conteniendo la noticia de su muerte. Hoy, a la hora del almuerzo, el club estaba muy concurrido a causa de su muerte. No se hablaba de otra cosa. Encontraron su cuerpo ayer por la mañana muy temprano en una profunda excavación cerca de la estación de East Kensington. Es uno de los dos pozos realizados en relación con una ampliación de los ferrocarriles del sur. Está protegido de los intrusos mediante una empalizada de madera situada en la parte alta de la calle, en la que se ha abierto una pequeña entrada para comodidad de algunos de los obreros que viven en aquella dirección. Por un malentendido entre dos miembros de la cuadrilla, la entrada no había sido bloqueada y por ella debió pasar Wallace. Mi mente está inmersa en un mar de preguntas y enigmas. Al parecer, aquella noche, él realizó todo el trayecto andando desde la Cámara. Solía ir a pie, con frecuencia, hasta su casa durante la última sesión, y así es como me imagino su oscura silueta vagando por las desiertas calles, arropada y ensimismada, por lo tardío de la hora. Y luego, ¿acaso las pálidas luces eléctricas cercanas a la estación dotaron a la tosca empalizada de un simulacro de blanco? ¿Despertó en él algún recuerdo aquella puerta fatal sin cerrar? ¿Acaso hubo alguna vez una puerta verde en el muro, después de todo? Yo no lo sé. He contado esta historia igual que él me la contó a mí. Hay veces en que creo que Wallace no fue más que la víctima de una coincidencia entre una rara, aunque no sin precedentes, clase de alucinación y una trampa producto del descuido, pero de eso, si he de ser sincero, no tengo una convicción muy profunda. Podéis tildarme de supersticioso, si queréis, y de disparatado, pero en verdad, estoy bastante convencido de que él estaba dotado de un don prodigioso, y de un sentido —ignoro cuál— que, bajo la apariencia de un muro y de una puerta, le ofrecía una salida, una secreta y peculiar vía de escape a otro mundo absolutamente más hermoso. En cualquier caso, le traicionó al final, diréis vosotros. Pero, ¿le traicionó realmente? Aquí os enfrentáis con el más recóndito misterio de estos soñadores, de estos hombres visionarios e imaginativos. Para nosotros el mundo solo tiene formas vulgares, una empalizada, un foso… De acuerdo con nuestras normas cotidianas, él pasó de la seguridad a las tinieblas, al peligro, y a la muerte. Pero, ¿fue realmente así para él? *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
La verdad sobre Pyecraft
Cuento
Es completamente imposible decir si esto sucedió en realidad. Depende enteramente de la palabra de R. M. Harringay, que es artista. Siguiendo su versión del asunto, la narración dispone que Harringay entró en su estudio hacia las diez para ver lo que podía hacer con la cabeza en la que había estado trabajando el día anterior. La cabeza en cuestión era la de un organillero italiano y Harringay pensó, pero no estaba seguro, que el título sería el de Vigilia. Hasta ahí es franco y su narrativa tiene la impronta de la verdad. Había visto al hombre ansioso por unos peniques y con la celeridad que sugiere el genio le hizo entrar de inmediato. —Arrodíllate. Mira arriba a esa repisa, como si esperaras peniques —dijo Harringay—. No sonrías. No quiero pintar tus encías. Pon aspecto desgraciado. Ahora, después de una noche de descanso, el cuadro parecía decididamente insatisfactorio. —Es un buen trabajo —dijo Harringay—, esa pizca en el cuello… Pero… Paseó por el estudio y miró el cuadro desde distintos puntos. Luego dijo una palabra malvada. El texto original reproduce esa palabra. —Pintura —dice que dijo—, justo la pintura de un organillero, un puro retrato. Si fuera un organillero vivo no me importaría. Pero en cierto modo nunca hago cosas que tengan vida. Me pregunto si tendré mal la imaginación. Éste también tiene un aire auténtico. Tiene mal la imaginación. »¡El toque creador! ¡Coger un lienzo y pigmentos y hacer un hombre —como fue hecho Adán de ocre rojo! ¡Pero esto! Si te lo encontraras caminando por las calles sabrías que no era más que un producto de taller. Hasta los niños dirían que lo lleven a enmarcar a Garnome. Un toquecito… Bueno… No servirá tal como está. Fue hasta las persianas y comenzó a bajarlas. Estaban hechas de holanda azul con los rodillos de enrollar al fondo de la ventana, así es que se bajaban para tener más luz. Recogió de su mesa la paleta, los pinceles y el bastón. Luego volvió al cuadro y puso una pizca de marrón en la comisura de la boca y de ahí trasladó su atención a la pupila del ojo. Después decidió que la barbilla era un pelo demasiado imperturbable para una Vigilia. Al poco posó los utensilios y, encendiendo una pipa, inspeccionó los avances de la obra. —Que me cuelguen si no se está burlando de mí —comentó Harringay, y todavía cree que se burlaba. Desde luego la viveza de la figura había aumentado, pero casi nada en la dirección que él quería. No había duda sobre la burla. —¡Vigilia del descreído! —lo tituló Harringay—. ¡Un tanto sutil e ingenioso! Pero la ceja izquierda no es lo bastante cínica. Fue a retocar la ceja y añadió un poco al lóbulo de la oreja para sugerir materialismo. Otras consideraciones siguieron. —La Vigilia se acabó, me temo —opinó Harringay—. ¿Por qué no Mefistófeles? Pero eso es demasiado corriente. Un amigo del Dogo, no tan sórdido. La armadura no servirá, no obstante. Demasiado Camelot. ¿Qué tal una túnica escarlata y llamarlo Uno del Sacro Colegio? Tiene humor eso, y una clara comprensión de la historia medieval italiana. »Siempre puede ser Benvenuto Cellini —continuó Harringay— con una ingeniosa sugerencia de una copa de oro en una esquina. Pero eso apenas si iría con el color de la piel. Se describe a sí mismo hablando sin parar de esta manera para dominar una inexplicable y desagradable sensación de miedo. Aquello estaba adquiriendo ciertamente cualquier cosa menos una expresión agradable. Sin embargo no era menos cierto que se estaba volviendo un ser con mucha más vida que antes, si bien siniestra; con mucho, estaba más vivo que nada de lo que había pintado anteriormente. —Llamémoslo Retrato de un caballero —prosiguió Harringay—. Cierto caballero. »No valdrá —decidió Harringay manteniendo todavía el ánimo—. Es eso que llaman mal gusto. Esa burla tendrá que manifestarse. Hecho eso y con un poco más de fuego en el ojo —hasta ahora no me había dado cuenta de lo cálido del ojo— y podría representar ¿qué tal Peregrino apasionado? Pero esa cara diabólica no servirá… No a este lado del Canal. »Cierta imprecisión valdrá —dijo—, las cejas demasiado oblicuas probablemente. Así que bajó más la persiana para conseguir una luz mejor y retornó a la paleta y los pinceles. El rostro del lienzo parecía animado por un espíritu propio. Le fue imposible descubrir de dónde le venía la expresión demoníaca. Había que experimentar. Las cejas… A duras penas pueden ser las cejas. Pero las alteró. No, no mejoraba, de hecho, en todo caso una pizca más satánico. ¿La comisura de la boca? ¡Bah! Más que nunca impúdica… y ahora, retocada, era siniestramente macabra… ¿El ojo, entonces? ¡Catástrofe! ¡Había cargado el pincel de bermellón en vez de marrón, y sin embargo estaba seguro de que era marrón! El ojo ahora parecía haberse metido en su cuenca y le escrutaba con visión de fuego en una ráfaga de pasión; posiblemente con algo del valor que da el pánico pasó el pincel lleno de rojo brillante por todo el cuadro. Entonces ocurrió algo muy curioso, extrañísimo ciertamente —si es que ocurrió. El endemoniado italiano que tenía delante cerró los dos ojos, frunció los labios y se quitó el color de la cara con la mano. Luego el ojo rojo se abrió de nuevo con un sonido como el de separar los labios y el rostro sonrió. —Eso fue un tanto precipitado por tu parte —dijo el cuadro. Harringay asegura que ahora que lo peor había sucedido, había recuperado el dominio de sí mismo. Tenía la secreta convicción de que los demonios eran criaturas razonables. —Entonces, ¿por qué no paras de moverte —dijo Harringay— haciendo muecas y todo eso, burlándote y bizqueando de soslayo mientras te estaba pintando? —Yo no me muevo —respondió el cuadro. —Sí lo haces —aseguró Harringay. —Eres tú —insistió el cuadro. —Yo no soy —negó Harringay. —Eres tú —reiteró el cuadro—. ¡No! No te pongas a embadurnarme de pintura otra vez, porque es verdad. Has estado intentando conseguir por casualidad una expresión para mi rostro toda la mañana. Realmente no tienes ni la menor idea de lo que tu cuadro debería representar. —Sí la tengo —afirmó Harringay. —No la tienes —aseguró el cuadro—. Nunca la tienes con tus cuadros. Siempre comienzas con el más vago de los presentimientos sobre lo que vas a hacer, va a ser algo bello —estás seguro de eso—, y devoto quizá, o trágico, pero aparte de eso todo es experimento y suerte. ¡Mi querido amigo! ¿No creerás que se puede pintar un cuadro de esa manera? En este momento hay que recordar que de lo que sigue no tenemos más que la palabra de Harringay. —Pintaré un cuadro exactamente como me parezca —dijo Harringay con calma. Esto pareció desconcertar un poco al cuadro. —No puedes pintar un cuadro sin inspiración —subrayó. —Pero yo tenía una inspiración para éste. —¡Inspiración! —se burló la sardónica figura—. ¡Una fantasía que surgió al ver a un organillero mirando a una ventana! ¡Vigilia! ¡Ja, ja! Empezaste a pintar con la esperanza de que se te ocurriera algo, eso es lo que hiciste. Y cuando te vi manos a la obra vine. Quiero charlar contigo. »Charlar de arte, contigo —continuó el cuadro—. Es un mal asunto, holgazán. No sé qué te pasa, pero no pareces capaz de poner el alma en ello. Sabes demasiado. Eso estorba. En medio de tus entusiasmos te preguntas si no han hecho antes algo como eso. Y.. —Escucha —dijo Harringay, que había esperado algo mejor que crítica del diablo—. ¿Me vas a hablar de técnicas a mí? Cargó de pintura el pincel del doce de pelo de cerdo. —El verdadero artista —explicó el cuadro— es siempre un hombre ignorante. Un artista que teoriza sobre su trabajo ya no es artista sino crítico. Wagner… ¡Oye! ¿Para qué es la pintura roja? —Te voy a despintar —dijo Harringay—. No quiero oír todas esas tonterías. Si piensas que solo porque soy un artista voy a hablar de técnicas contigo cometes un gran error. —Un minuto —exclamó el cuadro evidentemente alarmado—. Quiero hacerte una oferta, una oferta auténtica. Lo que digo es verdad. Te falta inspiración. Bueno. Sin duda has oído hablar de la Catedral de Colonia y del Puente del Diablo y… —Tonterías —recalcó Harringay—. ¿Te crees que quiero ir a la perdición simplemente por el placer de pintar un buen cuadro y conseguir que lo seleccionen? ¡Vamos, anda! La sangre le hervía. El peligro no hacía más que impulsarle a la acción, según dice, así que plantó un brochazo de bermellón en la boca de la criatura. El italiano farfulló y trató de limpiársela, a todas luces terriblemente sorprendido. Y entonces, según Harringay, comenzó una memorable pelea, Harringay salpicando con la pintura roja y el cuadro moviéndose y limpiándola tan rápido como él la ponía. —Dos obras maestras —ofrecía el diablo—. Dos indiscutibles obras maestras por el alma de un artista de Chelsea. ¿Trato hecho? Harringay respondió con la brocha de pintar. Durante algunos minutos no se oyó más que los movimientos del pincel y el farfullar y las exclamaciones del italiano. Muchos de los golpes los recibió en el brazo y en la mano, aunque Harringay venció su guardia con bastante frecuencia. Pronto la pintura de la paleta se acabó y los dos antagonistas se quedaron sin aliento mirándose el uno al otro. El cuadro estaba tan embadurnado de rojo que parecía como si hubiera estado dando vueltas en un matadero, jadeaba dolorosamente y estaba muy incómodo con la pintura húmeda chorreándole por el cuello. Así todo el primer asalto estuvo en conjunto a su favor. —Piénsalo —dijo aferrándose resueltamente a su punto—, dos obras de arte supremas… en diferentes estilos. Cada una equivalente a la catedral… —Ya lo sé —dijo Harringay, y salió precipitadamente del estudio dirigiéndose por el pasillo hacia el tocador de su mujer. Al minuto siguiente estaba de vuelta con una gran lata de esmalte —color de huevo de gorrión de seto se llamaba exactamente— y un pincel. Al verlo, el diablo artístico con el ojo rojo empezó a gritar: —Tres obras maestras, obras maestras definitivas. Harringay proporcionó el segundo brochazo al diablo y continuó con un tiro al ojo. Hubo un confuso rugido: «Cuatro obras maestras», y ruido de escupir. Pero Harringay tenía ahora la ventaja y estaba decidido a mantenerla. Con rápidos y osados golpes continuó pintando el lienzo que se retorcía hasta que finalmente era un campo uniforme de brillante color gorrión de seto. Una vez la boca reapareció y llegó hasta: «Cinco obras…», antes de que la llenara de barniz, y, cerca ya del final, el ojo rojo se abrió y le lanzó una mirada feroz e indignada. Pero por fin no quedó nada salvo un reluciente panel de barniz secándose. Durante un ratito una leve agitación bajo la superficie lo arrugó ligeramente aquí y allá, pero pronto incluso eso desapareció y el cuadro estuvo perfectamente quieto. Entonces Harringay —según su propia relación— encendió la pipa, se sentó, miró atentamente el cuadro barnizado y trató de comprender claramente lo sucedido. Luego se dio una vuelta por detrás del cuadro para ver si la parte posterior tenía algo destacable. Fue entonces cuando empezó a lamentar no haber fotografiado al diablo antes de pintarlo. Ésta es la historia de Harringay, no la mía. La apoya con un pequeño lienzo (24 por 20) barnizado de un verde pálido, y con violentas aseveraciones. También es verdad que nunca ha pintado una obra maestra y en opinión de sus amigos íntimos probablemente no lo haga nunca. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
Las vacaciones de Mr. Ledbetter
Cuento
Había visto varias veces la Tienda Mágica desde lejos; había pasado una o dos veces por delante del escaparate, donde se podían contemplar pequeños objetos mágicos: bolas mágicas, gallinas mágicas, conos maravillosos, muñecas ventrílocuas, material para el truco del cesto, barajas que parecían corrientes, y todo ese tipo de cosas; pero nunca se me había pasado por la cabeza entrar, hasta que un día, sin previo aviso, Gip me cogió del dedo y me arrastró hasta el escaparate, y se comportó de tal forma que no me quedó más remedio que entrar con él. A decir verdad, no pensaba que estuviera en ese lugar —era una fachada de dimensiones modestas en Regent Street, entre una tienda de cuadros y un establecimiento donde salen los polluelos de las incubadoras patentadas—, pero el hecho es que estaba allí. Creía que se encontraba más cerca de Circus, o por la esquina de Oxford Street, incluso en Holborn; siempre estaba en la acera de enfrente y un tanto inaccesible, como si su situación fuera un espejismo; pero estaba allí en ese momento, sin ningún género de dudas, y la gruesa yema del dedo de Gip hacía un ruido sobre el cristal. —Si fuera rico —dijo Gip, mientras señalaba con un dedo el «huevo que desaparece»— me compraría esto. Y eso —refiriéndose a la «muñeca que llora, muy humana»—, y esto —señalando una cosa misteriosa que se llamaba, según se leía en una elegante tarjeta: «Compra uno y asombra a tus amigos»—. Cualquier cosa —añadió— puede desaparecer bajo uno de estos conos. Lo he leído en un libro. Y allí, papá, está el «medio penique que desaparece»… solo que lo han puesto de esa forma para que no podamos ver cómo se hace. Gip, un niño encantador que había heredado la educación de su madre, no tenía intención de entrar en la tienda ni de molestar en absoluto; pero me llevó del dedo inconscientemente hasta la puerta y dio a entender su interés de una forma clara. —Eso —dijo, y señaló la «botella mágica». —¿Y si la tuvieras? —le dije. Cuando oyó esta pregunta prometedora, me miró con un resplandor repentino en los ojos. —Se lo enseñaría a Jessie —dijo, pensando como siempre en los demás. —Quedan menos de cuatro meses para tu cumpleaños, Gibbles —dije, y puse la mano en el picaporte. No respondió, pero su mano me apretó más el dedo, y así entramos en la tienda. No era una tienda común; era una tienda mágica, y el entusiasmo y la precipitación que Gip habría mostrado de tratarse de meros juguetes, no se manifestó en esta ocasión. Dejó que el peso de la conversación recayera sobre mí. Era una tienda pequeña, estrecha y con poca luz; el timbre de la puerta volvió a sonar con una nota de dolor cuando la cerramos. Durante un momento estuvimos solos y pudimos contemplar lo que había a nuestro alrededor. Había un tigre de papier-maché sobre la vitrina que cubría el mostrador, un tigre grave, de ojos bondadosos que movía la cabeza rítmicamente; había varias esferas de cristal, una mano de porcelana que sostenía cartas mágicas, un surtido de peceras mágicas de varios tamaños, un sombrero mágico impúdico que mostraba sin vergüenza sus resortes. En el suelo había espejos mágicos: uno te alargaba y estrechaba, otro te aumentaba la cabeza y te hacía desaparecer las piernas, y otro te hacía pequeño y gordo como un tonelete. Cuando nos estábamos riendo de esto, llegó el que, según creí, era el encargado de la tienda. Fuera quien fuera, estaba detrás del mostrador; era un hombre cetrino, moreno, extraño, con una oreja más grande que otra y un mentón como la punta de una bota. —¿En qué puedo servirles? —dijo extendiendo sus dedos largos y mágicos sobre la vitrina. Y así, con un susto, fue como le conocimos. —Quiero comprar a mi pequeño algún truco sencillo de prestidigitación —dije. —¿Un juego de manos? —preguntó—. ¿Mecánico? ¿Casero? —Algo divertido —dije. —¡Hum! —dijo el dependiente, y se rascó la cabeza como si reflexionara. Entonces sacó claramente de la cabeza una bola de cristal—. ¿Algo así? —dijo, y nos la acercó. Lo que hizo fue sorprendente. Había visto el truco infinidad de veces en algún espectáculo —forma parte del repertorio habitual de los prestidigitadores—, pero no esperaba verlo allí. —Está muy bien —dije riéndome. —¿Verdad? —dijo el dependiente. Gip alargó la mano para coger la bola, pero solo encontró una mano vacía. —Está en tu bolsillo —dijo el dependiente, ¡y allí estaba! —¿Cuánto cuesta? —pregunté. —Las bolas de cristal no cuestan nada —dijo el dependiente con cortesía—. Las conseguimos gratis —añadió sacando una del codo. Volvió a sacar otra de la nuca y la dejó junto a la anterior en el mostrador. Gip miró su bola de cristal con prudencia, después dirigió una mirada de interrogación hacia las dos que estaban en el mostrador y, finalmente, examinó con sus ojos redondos al dependiente, que sonrió. —Puedes quedarte con estas también —dijo el dependiente—, y, si no te importa, con una que saque de mi boca. ¡Así! Gip me pidió consejo con la mirada y luego, en profundo silencio, se guardó las cuatro bolas, estrechó de nuevo mi dedo tranquilizador y se dio ánimos para presenciar el siguiente acontecimiento. —Conseguimos todos nuestros pequeños trucos de esta forma —observó el dependiente. Me reí como el que sigue una broma. —En lugar de ir al distribuidor —dije—. Evidentemente, así sale más barato. —En cierto modo —dijo el dependiente—. A fin de cuentas acabamos pagándolos, pero no tanto… como la gente supone… Nuestros trucos más importantes y los suministros diarios de las demás cosas que queremos los sacamos de ese sombrero… Y usted sabe, señor, si me permite decírselo, que no hay un almacén de venta al por mayor de artículos mágicos genuinos. No sé si ha reparado en nuestro rótulo: La Tienda de Magia Genuina. Sacó una tarjeta comercial de su mejilla y me la entregó. —Genuina —dijo, acompañando la palabra con el movimiento de un dedo—. No hay ningún tipo de engaño —añadió. Parecía que estaba llevando la broma demasiado lejos. Se volvió hacia Gip con una sonrisa extraña. —Mira, tú eres un Buen Muchacho. Me sorprendió que supiera esto, pues, en beneficio de su disciplina, lo manteníamos en secreto incluso en casa; pero Gip recibió la frase con impávido silencio y mantuvo la mirada firme sobre el dependiente. —Solo los Niños Buenos logran pasar por esa puerta. Y, a modo de ejemplo, llegó hasta nosotros un golpeteo en la puerta y se pudo oír débilmente una vocecita que gritaba: —¡Papá! ¡Papá! ¡Quiero entrar ahí, papá! ¡Quiero entrar ahí! Luego se oyó la voz de un angustiado padre que trataba de consolarle y tranquilizarle: —Está cerrado, Edward —dijo. —Pero no lo está —dije. —Sí, señor —dijo el dependiente—. Siempre está cerrado para esa clase de niños. Mientras hablaba vislumbramos al niño: una carita blanca, pálida de comer dulces y chucherías, y deformada por las malas pasiones; un pequeño egoísta inexorable que daba patadas al cristal encantado. —No servirá de nada —dijo el comerciante cuando me dirigí hacia la puerta, movido por mi natural amabilidad. Al poco tiempo se llevaron al niño mimado, que no paraba de berrear. —¿Cómo logra hacer eso? —dije respirando un poco más libremente. —¡Magia! —dijo el dependiente, moviendo la mano descuidadamente, y, de pronto… surgieron chispas de diversos colores de sus dedos y se desvanecieron en las sombras de la tienda. —Antes de entrar decías —dijo dirigiéndose a Gip— que querías una de nuestras cajas «compra una y asombra a tus amigos». —Sí —dijo Gip, después de haberse dado ánimos. —Está en tu bolsillo. E inclinándose sobre el mostrador —tenía un cuerpo increíblemente largo—, este asombroso personaje mostró el artículo como suelen hacerlo los prestidigitadores. —Papel —dijo, y sacó una hoja del sombrero vacío—. Cuerda. Y su boca se convirtió en una caja de cuerdas, de la cual sacó una tira interminable que rompió con los dientes cuando terminó de atar el paquete… y, después —eso me pareció a mí—, se tragó el ovillo. Luego encendió una vela en la nariz de una de las muñecas ventrílocuas, puso uno de sus dedos (que se había puesto rojo como el lacre) en el fuego, y selló el paquete. —Luego estaba el «huevo que desaparece» —observó. Sacó uno de mi chaqueta y lo empaquetó, así como el «niño que llora, muy humano». Cuando estaban listos, yo entregaba los paquetes a Gip, que los estrechaba contra el pecho. Habló muy poco, pero sus ojos eran elocuentes, al igual que la fuerza con que sostenía los paquetes. Gip era el escenario de emociones indescriptibles. Estas eran magia auténtica. Luego, sobresaltado, descubrí algo que se movía dentro de mi sombrero, algo suave e inquieto. Me quité el sombrero rápidamente y una paloma irritada —un cómplice, sin duda— saltó, corrió por el mostrador, y creo que se metió en una caja de cartón, detrás del tigre de papier-maché. —¡Qué horror! —dijo el dependiente, quitándome el sombrero con destreza—. ¡Vaya pájaro descuidado! ¡Mira que anidar en cualquier parte! Sacudió mi sombrero y en su mano abierta aparecieron dos o tres huevos, una canica grande, un reloj, media docena de las inevitables bolas de cristal, y más y más papel arrugado y estrujado, mientras hablaba sin parar de cómo la gente se olvida de cepillar los sombreros por dentro, así como por fuera; lo decía con mucha educación, pero refiriéndose a mí. —Se acumulan todo tipo de cosas, señor… No me refiero a usted en particular, por supuesto… Casi todos los clientes… Es asombroso todo lo que llevan encima… El papel arrugado crecía y ondeaba en el mostrador, cada vez en mayor cantidad, hasta que casi ocultó al dependiente, hasta que lo ocultó por completo, y su voz seguía y seguía. —Ninguno de nosotros sabe lo que puede ocultar la buena apariencia de un ser humano, señor. No somos mejores que fachadas encaladas, sepulcros blanqueados… Su voz se paró exactamente igual que cuando se golpea el gramófono del vecino con un ladrillo bien dirigido: el mismo silencio instantáneo. El crujido del papel cesó, todo quedó en silencio. —¿Ha terminado con mi sombrero? —dije al cabo de un rato. Pero no hubo respuesta. Miré a Gip y Gip me miró a mí; allí estaban nuestras imágenes deformadas en los espejos mágicos: extrañas, graves, inmóviles… —Creo que nos vamos a ir —dije—. ¿Nos puede decir cuánto es todo esto…? —¡Oiga! —dije con voz más bien fuerte—. Quiero la cuenta y mi sombrero, por favor. Creo que alguien sorbió por las narices detrás del mostrador. —Miremos detrás del mostrador, Gip —dije—. Creo que nos está tomando el pelo. Llevé a Gip alrededor del tigre que meneaba la cabeza. Y ¿qué creéis que había detrás del mostrador? ¡Nadie, absolutamente nadie! Solo mi sombrero tirado en el suelo y un típico conejo de prestidigitador, blanco y con orejas romas, sumido en sus meditaciones y con un aspecto tan estúpido y apocado como solo los conejos de los prestidigitadores pueden tenerlo. Recogí mi sombrero y el conejo se apartó de mi camino arrastrando los pies. —Papá —dijo Gip, susurrando débilmente. —¿Qué pasa, Gip? —dije. —Me gusta esta tienda, papá. «A mí también me gustaría —me dije para mis adentros— si el mostrador no se hubiera alargado de repente, impidiéndonos el paso hacia la puerta». Pero no quise llamar la atención de Gip sobre esto. —¡Miz, miz! —dijo alargando la mano hacia el conejo cuando pasó arrastrándose por delante de nosotros—. ¡Conejito, haz un truco a Gip! —y le siguió con la mirada hasta que se introdujo por una puerta que un momento antes no estaba allí. Luego, esta puerta se abrió de par, y el hombre que tenía una oreja más grande que la otra apareció de nuevo. Todavía sonreía, pero cruzó una mirada entre divertida y desafiante. —Seguro que querrá ver la sala de exposiciones, señor —dijo con cierta cortesía. Gip tiró de mi dedo en dirección a la sala. Miré hacia el mostrador y volví a encontrarme con la mirada del dependiente. Estaba empezando a pensar que la magia era demasiado genuina. —No tenemos mucho tiempo —dije. Pero, sin saber cómo, nos encontramos en la sala antes de que terminara de decir esto. —Todos los artículos son de la misma calidad —dijo el dependiente frotándose las manos—, y esta calidad es la mejor. Aquí no hay nada que no sea magia genuina, y todo totalmente garantizado. ¡Perdón, señor! Sentí que tiraba de algo que se pegaba a la manga de mi chaqueta; entonces vi que agarraba a un inquieto demonio rojo por el rabo —la pequeña criatura mordía, luchaba e intentaba cogerle la mano—, y en seguida lo tiró descuidadamente detrás de un mostrador. Sin duda esa cosa era solo una figura de goma retorcida pero ¡a primera vista…! Su gesto era exactamente el de un hombre que tiene entre las manos un pequeño bicho que muerde. Miré a Gip, pero estaba mirando a un caballo mágico de madera. Me alegró que no hubiera visto esa cosa. —Oiga —dije en voz baja, dirigiendo la mirada hacia Gip y el demonio—, ¿no tendrá muchas cosas de ese tipo por aquí, verdad? —¡Ninguna de esas es nuestra! Seguramente la trajo usted —dijo el dependiente en voz baja y con una sonrisa más deslumbrante que nunca—. ¡Es asombroso lo que la gente puede llevar encima sin darse cuenta! ¿Ves algo que te agrade por aquí? —preguntó a Gip. Allí había muchas cosas que agradaban a Gip. Se volvió hacia el sorprendente comerciante con una mezcla de confianza y respeto. —¿Es eso una espada mágica? —dijo. —Una espada de juguete mágica. No se dobla, ni se rompe, ni corta los dedos. Al que la lleva, le hace invencible en la lucha contra cualquiera que tenga menos de diez y ocho años. Cuestan desde media corona a siete y seis peniques, según el tamaño. Estas panoplias son para jóvenes caballeros andantes, y muy útiles: escudo de seguridad, sandalias para andar velozmente, yelmo que hace invisible. —¡Oh, papá! —exclamó sofocado. Traté de averiguar lo que costaban, pero el dependiente no me hizo ni caso. Había cogido a Gip; había conseguido que se soltara de mi dedo; se había embarcado en la explicación de sus artículos y nada era capaz de pararle. Poco después observé, desconfiado y celoso, que Gip había cogido el dedo de esta persona como solía hacerlo conmigo. Sin duda el tipo era interesante, pensé, y tenía un lote de cosas curiosamente trucadas, realmente cosas muy bien trucadas, sin embargo… Deambulaba detrás de ellos, casi sin hablar, pero sin perder de vista al prestidigitador. Al fin y al cabo, Gip se lo estaba pasando bien, y, cuando llegara la hora de irnos, no tendríamos ningún problema en hacerlo. Aquella sala de exposiciones era larga y laberíntica, una galería interrumpida por mostradores y columnas, con arcos que llevaban a otras secciones donde vendedores del aspecto más extraño ganduleaban y te observaban, y también había espejos y cortinas turbadores. Tan turbadores eran, en efecto, que al cabo de un rato no fui capaz de distinguir la puerta por donde habíamos entrado. El dependiente enseñó a Gip unos trenes que no eran de vapor, ni de cuerda, y que corrían con solo dar la señal; después, algunas cajas muy valiosas de soldados que tomaban vida en cuanto quitabas la tapa y decías… Yo no tengo un oído muy fino y solo aprecié que se trataba de un sonido producido al retorcer la lengua; pero Gip, que tiene el oído de su madre, lo cazó al vuelo. —¡Bravo! —dijo el dependiente, metiendo los soldados en la caja sin mucha ceremonia y dándosela a Gip—. ¡Ahora! —añadió, y en un momento Gip les había dado vida de nuevo. —¿Se llevan esta caja? —preguntó el dependiente. —Nos la llevamos —dije— solo si usted no nos cobra todo su valor, en caso contrario habría que ser un magnate… —¡No, hombre! ¡No! —exclamó el dependiente y volvió a recoger los soldaditos, cerró la tapa, agitó la caja en el aire y ¡zas!… ya estaba envuelta, atada y… ¡el nombre completo y la dirección de Gip escritos en el papel! El dependiente se rió de mi asombro. —Esto es magia auténtica —dijo—, real. —Es demasiado auténtica para mi gusto —repetí. Después de esto continuó haciendo trucos a Gip, extraños trucos, aunque más extraña era la forma de realizarlos. Se los explicaba, se los enseñaba por delante y por detrás, y el niño, encantador, inclinaba la cabeza con aire de inteligencia. Yo no prestaba la atención necesaria. —¡Eh, presto! —dijo el dependiente mágico. —¡Eh, presto! —repitió la voz clara y débil del niño. En realidad, a mí me distraían otras cosas. Me estaba afectando la extraordinaria rareza de aquel lugar, que aparecía, por decirlo así, inundado de una atmósfera de extravagancia. Incluso había algo extraño en la instalación; en el techo, en el suelo, en las sillas colocadas al azar. Tuve la extraña sensación de que, cuando no las miraba directamente, se inclinaban, se movían y jugaban silenciosamente al escondite detrás de mí. La cornisa tenía un adorno sinuoso con máscaras, que parecían demasiado expresivas para ser solo de yeso. Entonces, uno de los vendedores de aspecto extraño atrajo mi atención. Estaba a cierta distancia de mí, y, evidentemente, no se daba cuenta de mi presencia… Veía, a través de un arco, casi todo su cuerpo, sobre una pila de juguetes; el vendedor se inclinaba indolentemente sobre una columna, haciendo muecas horribles. Hacía una mueca especialmente horrible con la nariz. Lo hacía solo porque parecía aburrido y quería divertirse a sí mismo. Cuando empezaba, tenía la nariz chata y redonda; luego, la extendía rápidamente como un telescopio, la estiraba, y cada vez se hacía más delgada, hasta que parecía un látigo largo, rojo y flexible. ¡Parecía una cosa de pesadilla! La agitaba y la lanzaba como un pescador lanza su caña. Lo primero que pensé fue que Gip no tenía que verle. Me volví y le vi totalmente absorto con el dependiente y sin pensar en nada malo. Ambos cuchicheaban y me miraban. Gip estaba de pie sobre un taburete y el dependiente sostenía una especie de gran tambor con la mano. —¡Vamos a jugar al escondite, papá! —gritó Gip—. Tú te quedas. Y antes de que pudiera hacer algo para evitarlo, el dependiente había puesto el gran tambor sobre Gip. En seguida me di cuenta de lo que iba a pasar. —¡Quite eso inmediatamente! —grité—. Va a asustar al niño. ¡Quítelo! El dependiente de orejas desiguales lo hizo sin decir una palabra y me acercó el gran cilindro para que viera que estaba vacío. ¡Y el taburete también estaba vacío! ¿Había desaparecido también mi hijo en ese instante…? Tal vez conozcan esa cosa siniestra que surge como una mano de la nada y oprime el corazón. Saben que destruye el yo habitual y le deja a uno tenso y cauto, ni lento ni precipitado, ni enfadado ni temeroso. Eso me sucedió a mí. Me acerqué al risueño dependiente y di una patada a su taburete. —¡Ya está bien de locuras! —dije—. ¿Dónde está mi hijo? —¿Ve? —dijo, mientras mostraba el interior del taburete—. Aquí no hay engaño… Alargué la mano para agarrarle, pero se escabulló con un hábil movimiento. Intenté agarrarle otra vez, pero se apartó de mí y empujó una puerta para escapar. —¡Alto! —grité, y se rió mientras se alejaba. Me precipité tras él, en medio de una oscuridad total. ¡Plaf! —¡Válgame Dios! ¡No le he visto venir, señor! Me encontraba en Regent Street y había chocado con un trabajador de aspecto amable; un poco más allá estaba Gip, que parecía algo perplejo. Me disculpé, y entonces Gip se volvió y caminó hacia mí con una sonrisa brillante, como si se hubiera perdido por un momento. ¡Y llevaba cuatro paquetes en los brazos! Al instante estrechó mi dedo entre su mano. Estuve un segundo sin saber qué hacer. Miré alrededor para ver la puerta de la tienda mágica, pero… ¡no estaba allí! No había puerta, ni tienda… nada, solo la pilastra corriente que se encuentra entre la tienda donde venden cuadros y el escaparate de los pollos… Hice lo único que podía hacerse ante semejante confusión mental. Fui derecho al bordillo y levanté el paraguas para parar un coche. —¡Coche! —dijo Gip exultante. Le ayudé a montar; recordé mi dirección con dificultad y por fin monté yo también. Algo extraño se manifestó en un bolsillo de mi chaqueta; metí la mano y descubrí una bola de cristal. Con un gesto de petulancia la tiré a la calle. Gip no dijo nada. Durante un rato ninguno de los dos habló. —¡Papa! —dijo Gip al fin—. ¡Esa era una auténtica tienda! Esto me llevó a considerar el problema de la impresión que le podía haber producido todo aquello. No parecía que le hubiera afectado nada, y de momento se encontraba bien. No estaba trastornado, ni asustado, sino tremendamente satisfecho por lo bien que se lo había pasado aquella tarde y por los cuatro paquetes que llevaba en los brazos. ¡Diablos! ¿Qué podría haber en los paquetes? —¡Hum! —dije—. Los niños pequeños no pueden ir a tiendas así todos los días. Escuchó estas palabras con su estoicismo acostumbrado y, por un momento, lamenté ser su padre y no su madre para poder besarle allí inmediatamente, coram publico, en el coche. Al fin y al cabo, pensé, no había salido tan mal la cosa. Pero hasta que no abrimos los paquetes, no empecé a sentirme realmente tranquilo. Tres de ellos contenían cajas de soldados, soldados de plomo totalmente normales, pero de tan buena calidad que Gip olvidó que estos paquetes habían sido originariamente trucos mágicos, de una clase única y genuina. El cuarto contenía un gatito, un gatito blanco de carne y hueso, con excelente salud, carácter y apetito. Cuando abrimos los paquetes, sentí un alivio provisional. Estuve dando vueltas por el cuarto del niño durante horas y horas… Esto sucedió hace seis meses. Y ahora estoy empezando a pensar que todo está en orden. El gatito solo tiene la magia que es natural a todos los gatos, y los soldados parecen una compañía tan disciplinada como cualquier coronel podría desear. ¿Y Gip…? Los padres inteligentes comprenderán que debo conducirme con suma cautela con él. Pero un día me atreví a preguntarle: —¿Te gustaría que tus soldados tomasen vida, Gip, y que marcharan ellos solos? —Los míos lo hacen —dijo Gip—. Solo tengo que decir una palabra que sé antes de abrir la tapa. —¿Y marchan solos? —Claro que sí, papá. No me gustarían si no lo hicieran. No mostré ningún signo de sorpresa improcedente; desde entonces he tenido ocasión de sorprenderle una o dos veces con los soldados fuera de la caja, pero hasta ahora no los he visto comportarse de una manera mágica… Es algo difícil de explicar. Existe también un problema económico. Tengo la incurable costumbre de pagar todas las facturas. He subido y bajado Regent Street varias veces buscando esa tienda. Me inclino a pensar, en efecto, que esta cuestión de honor ha sido satisfecha, y que, como conocen el nombre y la dirección de Gip, puedo esperar perfectamente que esas personas, sean quienes sean, envíen la factura a su debido tiempo. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
Los triunfos de un taxidermista
Cuento
Está sentado a menos de una docena de metros. Si echo una mirada por encima del hombro puedo verle. Y si tropiezo con sus ojos —y con frecuencia tropiezo con sus ojos— me corresponden con una expresión… Es ante todo una mirada suplicante y, además, acompañada de cierto recelo. ¡Maldito sea su recelo! Si quisiera contar lo que sé de él, hace tiempo que lo habría hecho. No digo nada y no cuento nada, y él debería estar tranquilo. ¡Como si algo tan gordo y grasiento pudiera permanecer tranquilo! ¿Quién me creería si yo me decidiera a hablar? ¡Pobre Pyecraft! ¡Enorme y desasosegada masa de gelatina! El clubman más gordo de Londres. Está sentado ante una de las pequeñas mesas del club, en el rincón de la chimenea, engullendo. ¿Qué es lo que engulle? Miro con cautela y le sorprendo tratando de morder un redondo y caliente pastel de frutas relleno de mantequilla, y con los ojos fijos en mí. ¡Que el diablo se lo lleve! ¡Con los ojos fijos en mí! ¡Ya no hay más que decir, Pyecraft! ¡Se acabaron las contemplaciones, Pyecraft! Puesto que usted quiere ser abyecto; puesto que usted quiere proceder como si yo no fuera un hombre de honor, aquí mismo, bajo la mirada de sus ojos empotrados, voy a poner por escrito todo el asunto, la pura y simple verdad sobre Pyecraft. El hombre a quien ayudé, el hombre a quien protegí, y que me ha recompensado haciéndome insufrible mi propio club, absolutamente insufrible, con sus húmedas súplicas, con el perpetuo «no hables» de sus miradas. Y, además, ¿por qué se obstina en estar comiendo eternamente? ¡Pues bien, allá va la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad! Pyecraft… Conocí a Pyecraft en este mismo salón de fumar. Yo era un nuevo miembro del club, joven y tímido, y él lo advirtió. Yo estaba sentado, completamente solo, deseando conocer a otros miembros, y él se acercó hacia mí de repente —un desmesurado conglomerado de papadas y abdomen— y gruñó. Después se sentó a mi lado, jadeó durante unos instantes, se demoró rascando una cerilla, prendió un cigarrillo y, finalmente, me dirigió la palabra. He olvidado lo que me dijo… Algún comentario sobre lo mal que encendían las cerillas; y después, mientras hablaba, paró a todos los camareros que pasaban y se quejó de las cerillas con esa fina y aflautada vocecilla que tiene. Sea como fuere, nuestra conversación se inició de modo parecido. Habló sobre varios temas y fue a parar a los deportes. Y de ahí a mi hechura y mi tez. —Usted debe de ser un buen jugador de criquet —dijo. Admito que soy delgado, tan delgado que algunos podrían llamarme flaco, y admito también que soy bastante moreno, y sin embargo… no es que esté avergonzado de tener una bisabuela hindú, pero, después de todo, no me gusta que cualquier desconocido adivine esta ascendencia por el mero hecho de mirarme. Así pues, sentí cierta hostilidad hacia Pyecraft desde el principio. Pero hablaba de mí solo con la intención de hablar de sí mismo. —Supongo —dijo— que usted no hace más ejercicio que yo, y probablemente no come mucho menos. (Como todas las personas excesivamente obesas imaginaba que no comía nada). Sin embargo —sonrió con una sonrisa oblicua— somos diferentes. Y entonces empezó a hablar de su gordura y su gordura; todo lo que había hecho para combatir su gordura y todo lo que estaba haciendo para combatir su gordura; lo que la gente le había aconsejado hacer para combatir su gordura y lo que había oído que la gente hacía para combatir una gordura similar a la suya. —A priori —dijo—, uno podría pensar que un problema de nutrición puede ser tratado por medio de una dieta, y un problema de asimilación por medio de drogas. Era sofocante. Una conversación empalagosa. Al escucharle sentía que me inflaba por momentos. Una cosa semejante se puede tolerar hasta cierto punto en un club, pero llegó un momento en que creí que estaba soportando más de la cuenta. Mostraba hacia mí una simpatía demasiado evidente. Nunca podía entrar al salón de fumar sin que viniera hacia mí balanceándose y, a veces, llegaba y se ponía a engullir a mi lado mientras yo tomaba el almuerzo. En ocasiones parecía estar casi pegado a mí. Era un pelmazo, pero no un pelmazo menos terrible por el hecho de que se limitara exclusivamente a mi persona. Desde el principio advertí algo extraño en sus maneras —como si supiera, como si adivinara que yo podría…— que denotaba que veía en mí una oportunidad remota y excepcional que ningún otro le ofrecía. —Daría cualquier cosa por bajar de peso —decía—, cualquier cosa —y me miraba desde lo alto de sus voluminosos carrillos con ojos de miope y suspiraba. ¡Pobre Pyecraft! En este preciso instante está aporreando el timbre, ¡sin duda para ordenar que le traigan otro pastel de frutas relleno de mantequilla! Un día se decidió a abordar el verdadero tema. —Nuestra farmacopea —dijo—, nuestra farmacopea occidental, no es otra cosa que la última palabra de la ciencia médica. He oído decir que en Oriente… Se detuvo y me miró fijamente. Era como estar en un aquarium. Sentí una cólera repentina contra él. —Un momento —dije—, ¿quién le ha hablado de las recetas de mi bisabuela? —Bueno… —titubeó a la defensiva. —Todas las veces que nos hemos encontrado durante la semana —dije—, y nos hemos encontrado con bastante frecuencia, usted me ha hecho insinuaciones o algo parecido acerca de mi pequeño secreto. —Bueno —dijo—, ahora que el gato está fuera del saco, lo reconozco, sí, es cierto. Lo he sabido por… —¿Por Pattison? —Indirectamente —dijo, pero me parecía que estaba mintiendo—, sí. —Pattison —dije— tomó esos brebajes por su cuenta y riesgo. Pyecraft frunció los labios y se inclinó. —Las recetas de mi bisabuela —dije— son demasiado extrañas para jugar con ellas. Mi padre estuvo a punto de hacerme prometer… —¿No lo hizo? —No. Pero me advirtió. Él mismo usó una de ellas… solo una vez. —¡Ah…! Pero ¿usted cree…? Suponga… suponga que apareciera por casualidad una que… —Son documentos muy curiosos —dije—. Incluso el olor… ¡No! Pero después de haber llegado tan lejos, Pyecraft estaba resuelto a ir más lejos todavía. Yo me temía que si insistía en poner a prueba su paciencia acabaría por abalanzarse sobre mí y asfixiarme. Fui débil, lo confieso. Pero también estaba harto de Pyecraft. Había llegado a inspirarme tal sentimiento de repugnancia que me decidí a decirle: —Está bien, arriésguese. El pequeño experimento de Pattison al que yo había aludido era de una naturaleza completamente diferente. Ahora no nos interesa saber en qué consistía, pero, de todos modos, yo sabía que la receta que utilicé entonces para ese caso particular era inofensiva. De las demás no sabía demasiado y, a decir verdad, me sentía inclinado a dudar que fueran absolutamente inofensivas. Pero en el caso de que Pyecraft se envenenara… Debo confesar que el envenenamiento de Pyecraft se me apareció como una enorme empresa. Aquella noche saqué de mi caja de caudales el extraño cofre de madera de sándalo que tenía un olor tan singular y revolví los crujientes pergaminos. El caballero que transcribió las recetas de mi bisabuela tenía una notable debilidad por los pergaminos de origen heteróclito, y su letra se apretaba hasta el máximo grado. Algunas de las recetas me resultaban indescifrables —aunque mi familia, debido a sus relaciones con el Indian Civil Service, había mantenido el conocimiento del indostánico de generación en generación—, y de las restantes, ninguna era fácil de leer. Pero en seguida encontré la que me interesaba, de modo que me senté en el suelo, al lado de la caja de caudales, y la contemplé durante un rato. —Aquí tiene —le dije al día siguiente a Pyecraft, y aparté la hoja de sus ávidas garras. —Por lo que he conseguido descifrar, se trata de una receta para «Perder Peso» —(«¡Ah!», dijo Pyecraft)—. No estoy del todo seguro, pero creo que se trata de eso. Y si usted sigue mi consejo, debería olvidarse de ella. Porque, ha de saber —estoy ensuciando mi linaje para complacerle a usted, Pyecraft que mis antepasados de esa rama eran, por lo que puedo adivinar, una colección de personajes terriblemente estrafalarios. ¿Comprende? —Permítame intentarlo —dijo Pyecraft. Me arrellané en el sillón. Mi imaginación hizo un inmenso esfuerzo y se desplomó. —¡En nombre del cielo, Pyecraft! —exclamé—. ¿Qué aspecto cree usted que tendrá cuando adelgace? Era impermeable a las razones. Le hice prometer que nunca más volvería a decirme una palabra referente a su desagradable gordura, sucediera lo que sucediera —nunca más—, y solo entonces le tendí el pequeño trozo de pergamino. —Es un mejunje nauseabundo —dije. —No importa —contestó, y cogió la receta. Los ojos se le salieron de las órbitas. —Pero… pero… —dijo. Acababa de descubrir que no estaba escrita en inglés. —Emplearé a fondo mis conocimientos —dije— y se la traduciré. Hice lo que pude. Después estuvimos quince días sin hablarnos. Siempre que se acercaba yo fruncía el ceño y le hacía señas para que se alejara, y él respetaba nuestro pacto. No obstante, al término de los quince días estaba tan gordo como siempre. Entonces volvió a dirigirme la palabra. —Necesito hablar —dijo—. Esto no es lógico. Tiene que haber un error. No noto ninguna mejoría. Está dejando usted en mal lugar a su bisabuela. —¿Dónde está la receta? La sacó con sumo cuidado de su cartera. Yo recorrí con la mirada las instrucciones. —¿Estaba podrido el huevo? —pregunté. —No. ¿Es que tenía que estarlo? —Pues claro —dije—; en las recetas de mi pobre y querida bisabuela eso no hace falta ni mencionarlo. Cuando no se especifica el estado o la calidad hay que escoger lo peor. Era muy drástica… Y aquí hay una o dos posibles alternativas para alguna de las otras prescripciones. ¿Se ha procurado usted veneno fresco de serpiente de cascabel? —He adquirido una serpiente de cascabel en Jamrach. Me ha costado… me ha costado… —Eso es asunto suyo. Esta última prescripción… —Conozco a un hombre que… —Bien. Hum… Muy bien; le copiaré las alternativas. Por lo que sé de esa lengua, la ortografía de esta receta es particularmente atroz. Por cierto, el perro que está especificado aquí tendrá que ser seguramente un perro paria. Durante el mes siguiente vi constantemente a Pyecraft en el club y seguía tan gordo y ansioso como siempre. Se mantenía fiel a nuestro tratado, pero a veces rompía el espíritu del convenio moviendo la cabeza con gestos de desaliento. Hasta que un día me abordó en el guardarropas. —Su bisabuela… —Ni una palabra contra ella —dije, y se calló. Llegué a imaginar que se había rendido, pero un día le sorprendí hablando con tres nuevos miembros sobre su gordura, como si estuviera a la caza de otras recetas. Y poco después, de forma absolutamente inesperada, recibí un telegrama suyo. —¡Mr. Formalyn! —voceó un botones justamente bajo mis narices. Cogí el telegrama y lo abrí en el acto. «Por amor de Dios, venga. —Pyecraft» —¡Hum! —exclamé; y, a decir verdad, estaba tan complacido por la reivindicación de la fama de mi bisabuela que el mensaje prometía, que me regalé con el más exquisito de los almuerzos. Me enteré de la dirección de Pyecraft por el portero del club. Pyecraft habitaba la mitad superior de una casa de Bloomsbury, y allí me dirigí nada más acabar mi café y mi copa de trappistine. —¿Mr. Pyecraft? —pregunté en la puerta de entrada. Creían que estaba enfermo; no había salido en dos días. —Me está esperando —dije, y me enviaron arriba. Toqué el timbre de una puerta enrejada que había en el rellano. «No debería haber probado el brebaje —me dije—. Un hombre que come como un cerdo tiene que parecer un cerdo». Una mujer de aspecto respetable, con cara de preocupación y una cofia colocada descuidadamente, apareció y me observó a través de la reja. Le di mi nombre y me dejó entrar con un gesto dudoso. —¿Y bien? —dije cuando llegamos a la parte del rellano que correspondía a Pyecraft. —Ha dicho que le hiciéramos pasar a usted si venía —dijo la mujer, sin hacer ningún gesto que me indicara el camino. Después añadió en tono confidencial—: Está encerrado, señor. —¿Encerrado? —Se encerró ayer por la mañana y no ha dejado entrar a nadie desde entonces. Y no hace más que blasfemar. ¡Oh, Dios mío! Concentré la atención en la puerta que ella señalaba con sus miradas. —¿Está ahí dentro? —pregunté. —Sí, señor. —¿Qué le pasa? Movió la cabeza con un gesto de tristeza. —No hace más que pedir alimentos, señor. Y solo quiere alimentos pesados. Yo le llevo lo que puedo. Cerdo, morcillas, salchichas, pan fresco. Y cosas por el estilo. Me ordena que lo deje fuera, por favor, y que me vaya. Está comiendo constantemente, señor; es una cosa horrorosa. Un grito aflautado se escuchó al otro lado de la puerta. —¿Es usted, Formalyn? —¿Es usted, Pyecraft? —grité, y me dirigí hacia la puerta y la golpeé. —Dígale a la mujer que se marche. Así lo hice. Después escuché un extraño golpeteo en la puerta —como si alguien tanteara en la oscuridad en busca del picaporte—, acompañado por los familiares gruñidos de Pyecraft. —Está bien —dije—. Ya se ha ido. Pero la puerta permaneció cerrada durante un buen rato. Por fin oí girar la llave. Y después la voz de Pyecraft. —Entre. Giré el picaporte y abrí la puerta. Como es lógico, esperaba ver a Pyecraft. Pues bien, ¡él no estaba allí! No había recibido una impresión tan fuerte en toda mi vida. Su habitación se encontraba en un lamentable estado de desorden, con platos y fuentes dispersos entre los libros y los objetos de escritorio, y varias sillas volcadas; pero allí no estaba Pyecraft… —Está bien, amigo. Cierre la puerta —dijo, y en ese preciso instante lo vi. Estaba haciendo equilibrio en el aire, pegado a la cornisa que había en la esquina de la puerta, como si alguien lo hubiera encolado en el techo. Su cara aparecía angustiada y colérica. Jadeaba y gesticulaba. —Cierre la puerta —repitió—. Si esa mujer se enterase… Cerré la puerta. Después me dirigí al extremo opuesto y me quedé mirándole. —Si algo de esto cede y usted se desploma —dije—, se romperá el cuello, Pyecraft. —Ya me gustaría —dijo, resollando ruidosamente. —Un hombre de su edad y de su peso no debería realizar ejercicios gimnásticos tan juveniles… —No es nada de eso —dijo. Parecía angustiado. —Se lo contaré todo —añadió gesticulando. —Pero ¿cómo diablos —dije— está usted agarrado ahí arriba? De pronto me di cuenta de que no estaba agarrado a nada, sino que estaba flotando en el aire, exactamente igual que una vejiga llena de gas habría flotado en la misma posición. Empezó a hacer esfuerzos para desprenderse del techo y gateó por la pared hacia el lugar donde yo me encontraba. —Ha sido esa receta —jadeó reptando por la pared—. Su bisabuela… Mientras hablaba se agarró descuidadamente al marco de un grabado; éste cedió y Pyecraft voló hasta el techo mientras el cuadro se estrellaba contra el sofá. Pyecraft chocó con el techo y entonces comprendí por qué estaba manchado de blanco en las curvas y ángulos más sobresalientes de su persona. Lo intentó de nuevo, esta vez con más cuidado, descendiendo por la parte exterior de la chimenea. Realmente era un espectáculo de lo más extraordinario ver a aquel hombre enorme, gordo, de aspecto apopléjico, boca abajo e intentando descender desde el techo hasta el suelo. —Esa receta —dijo— ha sido demasiado eficaz. —¿Cómo? —Pérdida de peso… casi completa. Entonces, claro está, comprendí. —¡Por Júpiter, Pyecraft! —exclamé—. ¡Usted quería un remedio para la gordura! Pero siempre decía peso. Prefería decir peso. De todos modos yo sentía un placer extraordinario. Incluso Pyecraft me resultó simpático en ese momento. —Déjeme que le ayude —dije, y le cogí de la mano atrayéndole hacia el suelo. Él agitó las piernas, intentando encontrar algo firme donde apoyar el pie. Parecía una bandera desplegada en un día de viento. —Esa mesa —dijo, señalándola con el dedo— es de caoba maciza y muy pesada. Si pudiera usted meterme debajo… Así lo hice, pero empezó a revolverse como un globo cautivo mientras yo permanecía de pie sobre la alfombra de la chimenea y le hablaba. Encendí un cigarro. —Dígame —dije—, ¿qué ha sucedido? —Tomé el brebaje —dijo. —¿Qué tal sabía? —¡Oh! ¡Horrible! Yo imaginaba que eso pasaría con todas. Si uno considera los ingredientes, o las posibles mezclas, o los probables resultados, casi todos los remedios de mi bisabuela resultan, como mínimo, absolutamente repelentes. Yo por mi parte… —Primero tomé un sorbito. —¿Sí? —Y como al cabo de una hora me sentía mejor y más ligero, decidí tomar toda la dosis. —¡Mi querido Pyecraft! —Me tapé las narices —explicó—. Luego seguí sintiéndome más ligero… e imposibilitado, como ve. Un acceso de cólera le invadió súbitamente. —¿Qué demonios voy a hacer? —exclamó. —Está claro que hay una cosa que no debe hacer —dije—. Si sale a la calle empezará a subir y a subir —agité el brazo hacia arriba— y después tendrán que enviar a Santos-Dumont para alcanzarle y volver a traerle aquí abajo. —Supongo que se me pasará. Moví la cabeza. —No creo que pueda usted contar con eso —dije. Entonces tuvo otro acceso de cólera y se puso a dar puntapiés a las sillas cercanas y a patear el suelo. Se comportaba tal y como cabría esperar que se comportara un hombre enorme, gordo e inmoderado bajo circunstancias molestas, es decir: muy mal. Se refirió a mí y a mi bisabuela con una total falta de discreción. —Yo jamás le pedí que se tomara ese mejunje —dije. Y desdeñando generosamente los insultos que me prodigaba, me senté en un sillón y empecé a hablarle en tono juicioso y amigable. Le hice ver que él mismo era el responsable del trastorno que padecía y que en cierto modo tenía un aire de justicia poética. Había comido en exceso. Él lo negó, y durante un rato estuvimos discutiendo este punto. Pero en vista de que se ponía ruidoso y violento, dejé de insistir en este aspecto de su escarmiento. —Y además —dije—, usted cometió un pecado de eufemismo. Nunca decía Gordura, que es un término preciso e ignominioso, sino Peso. Usted… Me interrumpió para decirme que lo reconocía todo. Pero ¿qué iba a hacer ahora? Le aconsejé que se adaptara a sus nuevas circunstancias. Así llegamos a la parte realmente complicada del asunto. Entonces le sugerí que no sería difícil aprender a andar a gatas por el techo… —No puedo dormir —dijo. Pero eso no constituía una gran dificultad. Era totalmente factible, le indiqué, preparar una cama en el techo bajo un somier de alambre, asegurando los colchones con correas y abotonando la manta, la sábana y la colcha a los lados. Pero tendría que confiar en su ama de llaves, dije, a lo que accedió después de una breve disputa. (Posteriormente fue una verdadera delicia contemplar la manera tan maravillosamente flemática con que la buena mujer se tomó estas sorprendentes inversiones del orden). Podría tener una escalera de biblioteca en la habitación y las comidas serían depositadas en lo alto de la librería. Imaginamos también un ingenioso procedimiento mediante el cual podría descender al suelo siempre que quisiera; consistía simplemente en colocar la Enciclopedia Británica (décima edición) en el último entrepaño de la librería. Bastaría con sacar un par de volúmenes, agarrarlos con fuerza y descender tranquilamente. También acordamos distribuir asas de acero a lo largo del rodapié para que pudiera afianzarse siempre que deseara andar por la parte inferior de la habitación. A medida que fuimos progresando en las soluciones, descubrí que yo mismo estaba enormemente entusiasmado. Fui yo quien llamó al ama de llaves y le descifró el enigma y, sobre todo, quien instaló en el techo la cama invertida. De hecho pasé dos días enteros en su casa. Soy un hombre habilidoso, de esa clase de personas que se ponen a hacer cosas con un destornillador, y le preparé todo tipo de ingeniosas adaptaciones: tendí un cable para poner los timbres a su alcance; coloqué las lámparas eléctricas boca abajo, y así sucesivamente. Para mí todo aquel asunto se había convertido en algo extraordinariamente curioso e interesante y me parecía delicioso imaginar a Pyecraft como una enorme y gorda moscarda arrastrándose por el techo y gateando por el dintel de las puertas de una habitación a otra, y sin posibilidad de volver al club, nunca, nunca, nunca más… Pero al final mi fatal inventiva me superó. Yo estaba sentado junto a la chimenea, bebiéndome su whisky, y él se encontraba en su rincón preferido, al lado de la cornisa, clavando en el techo un tapiz turco, cuando se me ocurrió la idea: —¡Por Júpiter, Pyecraft! —exclamé—. Todo esto es completamente innecesario. Y antes de que pudiera calcular las consecuencias de mi idea, la solté: —Ropa interior de plomo —dije, y el daño era ya irreparable. Pyecraft acogió la ocurrencia casi con lágrimas. —Poder andar de nuevo en la posición correcta… —dijo. Le revelé todos los detalles del secreto antes de prever adónde me llevaría. —Compre láminas de plomo —dije— y córtelas en rodajas. Después cósalas sobre su ropa interior hasta que pese suficiente. Póngase botas con suela de plomo, lleve un maletín cargado de plomo y la cosa está hecha. En vez de estar prisionero aquí, tendrá la posibilidad de salir fuera, Pyecraft; podrá viajar… Y entonces se me ocurrió una idea más feliz todavía. —Usted jamás tendrá que sentir miedo a un naufragio. Le bastará con quitarse un poco de ropa, cargar en la mano la cantidad necesaria de equipaje y flotar por el aire… Llevado por la emoción Pyecraft soltó el martillo y cayó a dos dedos de mi cabeza. —¡Por Júpiter! —exclamó—. Podré volver al club. La sugerencia me dejó helado. —¡Por Júpiter! —dije, casi sin voz—. Sí. Desde luego… podrá… Y lo hizo. Y lo hace. Ahora está sentado detrás de mí, engullendo —¡tan seguro como que estoy vivo!— una tercera ración de pasteles de frutas. Y nadie en el ancho mundo sabe —excepto su ama de llaves y yo— que realmente no pesa nada; que es solo una fastidiosa mole de materia asimilatoria, una simple nube vestida, niente, nefas, el más insignificante de los hombres. Allí está sentado, acechándome hasta que haya acabado de escribir. Entonces, si puede, me atrapará. Vendrá balanceándose hacia mí… Me repetirá una vez más lo de siempre: cómo le afecta aquello y cómo no le afecta, y cómo a veces abriga la ilusión de que el efecto se disipe un poco. Y, como siempre, en alguna parte de su espeso y monótono discurso dirá: —El secreto estará seguro, ¿no? Si alguien se enterara, me sentiría tan ridículo… Una cosa así lo convierte a uno en una especie de estúpido, ¿comprende? Arrastrarse por el techo y todo lo demás… Y ahora, ¡a eludir el acoso de Pyecraft, que ocupa —como siempre— una admirable posición estratégica entre la puerta y yo! *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
Mr. Skelmersdale en el país de las hadas
Cuento
Mi amigo Mr. Ledbetter es un hombre pequeño, de cara redonda, cuya mirada expresa una placidez natural que resulta enormemente exagerada cuando se capta su luz a través de sus gafas, y cuya voz profunda e intencionada irrita a la gente irritable. Una cierta y rebuscada claridad de pronunciación le ha acompañado a su actual casa parroquial desde sus días de estudiante, una rebuscada claridad de pronunciación y una tímida determinación de mostrarse firme y correcto ante cualquier situación, sea o no sea ésta importante. Es sacerdotalista y jugador de ajedrez, y muchos sospechan que ejerce la práctica secreta de las matemáticas superiores, lo cual es más loable que interesante. Su conversación es copiosa y atestada de detalles inútiles. Muchos, en efecto, le consideran, hablando llanamente, un «pelmazo» y algunos han llegado a hacerme el cumplido de asombrarse de que yo le tolere. Pero, por otra parte, hay un amplio sector que se maravilla de que él tolere la relación con un tipo tan desaliñado y desacreditado como yo. Pocos parecen considerar nuestra amistad con ecuanimidad. Pero esto es porque desconocen el vínculo que nos une, mi conexión afable, vía Jamaica, con el pasado de Mr. Ledbetter. Respecto a este pasado, muestra una reserva angustiada. —No sé lo que haría si se llegara a conocer —dice—. No sé lo que haría —repite de una forma que impresiona. De hecho, dudo que hiciera otra cosa que ponerse rojo hasta las orejas. Pero esto saldrá a la luz más tarde; tampoco hablaré aquí de nuestro primer encuentro, pues es una regla general —aunque yo tienda a romperla— que el final de una historia venga después, y no antes del comienzo. Y el comienzo de esta historia se remonta a muchos años atrás; en efecto, hace ahora cerca de veinte años que el Destino, por medio de una serie de maniobras complicadas y sorprendentes, trajo hasta mis manos, por decirlo así, a Mr. Ledbetter. En aquellos días yo vivía en Jamaica y Mr. Ledbetter era profesor en Inglaterra. Era clérigo y ya se podía reconocer en él al mismo hombre que es hoy: la misma gordura de cara, las mismas o parecidas gafas y la misma pálida sombra de sorpresa en su sosegada expresión. Estaba, desde luego, despeinado cuando yo le vi, y su cuello parecía menos un cuello que una venda mojada, lo que tal vez nos ayudó a salvar el abismo natural que nos separaba; pero de esto, como ya he dicho, hablaré más tarde. El asunto empezó en Hithergate-on-Sea, al mismo tiempo que las vacaciones de verano de Mr. Ledbetter. Fue allí en busca de un descanso que necesitaba sin dilación, con un baúl marrón claro donde estaban marcadas las letras «F W L.», un sombrero de paja nuevo, de color blanco y negro, y dos pares de pantalones blancos de franela. Desde luego, estaba exultante por haberse liberado de la escuela, pues no era muy aficionado a los niños. Después de la cena, se puso a charlar con una persona locuaz que residía en la pensión a donde, siguiendo el consejo de su tía, había acudido. Este locuaz individuo era el único hombre que residía en la casa. La conversación trató de la triste desaparición de lo maravilloso y de la aventura en estos últimos tiempos, de la tendencia a viajar constantemente, de la abolición de la distancia debido a las máquinas de vapor y a la electricidad, de la vulgaridad de los anuncios, de la degradación de los hombres a causa de la civilización, y de muchas más cosas por el estilo. Esta persona locuaz fue especialmente elocuente cuando se refirió a la decadencia del valor humano debido a la seguridad, y Mr. Ledbetter, sin pensarlo mucho, deploró esta seguridad, poniéndose del lado de su interlocutor. Mr. Ledbetter, que disfrutaba del primer placer que le producía la emancipación del «deber» y que estaba deseoso, quizá, de establecer una reputación de alegría viril, tomó, con más liberalidad de la que era conveniente, el excelente whisky que le ofreció la persona locuaz. Pero él insiste en que no llegó a emborracharse. Sencillamente estaba un poco más elocuente de lo que acostumbra cuando está sobrio y desprovisto de la sutil agudeza de su juicio. Y después de esta larga conversación sobre los viejos tiempos heroicos que se fueron para siempre, salió por Hithergate, que estaba bañado por la luz de la luna, y subió por la carretera de los acantilados, donde se agrupaban los hotelitos. Se había lamentado, y mientras subía la silenciosa carretera, seguía lamentándose de que el destino le hubiera reservado una vida tan poco azarosa como la de un pedagogo. ¡Qué vida tan prosaica, tan parada, tan insípida llevaba! Segura, metódica, año tras año… ¿Qué estímulo había en esa vida para el valor? Pensó con envidia en aquellos días errantes de la edad media, tan cercanos y tan remotos, llenos de búsquedas y conspiradores, de condotieros y empresas arriesgadas. Y, de pronto, le vino una idea, una extraña idea, que saltó de algún pensamiento fortuito sobre los tormentos de esta vida y que destruyó por completo la actitud que había adoptado esa noche. Al fin y al cabo, ¿era realmente Mr. Ledbetter tan valiente como se suponía? ¿Se alegraría realmente de que desaparecieran de pronto los trenes, los policías y la seguridad? El hombre locuaz había hablado del delito con envidia. —El ladrón de casas —dijo— es el único aventurero auténtico que queda en la tierra. ¡Piense en esa lucha en solitario contra todo el mundo civilizado! Mr. Ledbetter se había hecho eco de su envidia. —Esos son los que se divierten en la vida —había dicho Mr. Ledbetter—. Y tal vez son los únicos que lo hacen. ¡Imagínese lo que se debe de sentir al colarse en una casa! Y se había reído perversamente. Ahora, en la franca intimidad de la autoconfesión, se sorprendió al establecer una comparación entre su valor y el de un criminal habitual. Intentó responder estas preguntas insidiosas con vagas afirmaciones. «Yo podría hacer todo eso —decía Mr. Ledbetter—. Ardo en deseos de hacerlo. Solo que no doy vía libre a mis impulsos criminales. Mi conciencia moral me reprime». Pero seguía dudando, incluso mientras se decía estas cosas. Mr. Ledbetter pasó por delante de un hotelito aislado. Convenientemente situada sobre un balcón practicable y discreto, se encontraba una ventana abierta de par en par en la oscuridad. En ese momento apenas reparó en ella, pero su imagen, entrelazada en sus pensamientos, le acompañaba. Se imaginaba escalando ese balcón y agachándose y sumergiéndose en ese interior misterioso y oscuro. «¡Bah! ¡No te atreverás!», decía el Espíritu de la Duda. «Mi deber con el prójimo me lo prohíbe», decía el amor propio de Mr. Ledbetter. Eran casi las once y la pequeña ciudad marítima estaba ya muy silenciosa. Todo el mundo dormía profundamente bajo la luz de la luna. Solo el rectángulo iluminado de la persiana de una ventana hablaba de vida despierta. Se volvió y se dirigió lentamente hacia el hotelito de la ventana abierta. Permaneció un rato frente a la puerta, en medio de un campo de batalla donde luchaban motivos encontrados. «Hagamos la prueba —decía la Duda—. Para satisfacer estas dudas intolerables, demuestra que te atreves a entrar en la casa. Métete y no te lleves nada. A fin de cuentas, eso no es un delito». Después de abrir y cerrar la puerta con mucha suavidad, se deslizó entre las sombras de los arbustos. «Esto es una locura», decía la prudencia de Mr. Ledbetter. «Ya me lo esperaba», decía la Duda. Su corazón latía de prisa pero, ciertamente, no tenía miedo. No tenía miedo. Permaneció entre las sombras bastante tiempo. Era evidente que había que subir al balcón con rapidez, pues éste estaba bañado por la clara luz de la luna y era visible desde la puerta que daba a la avenida. Un enrejado, por donde trepaban rosas jóvenes y ambiciosas, hacía la subida ridículamente fácil. Allí, en la sombra negra del jarrón de piedra cubierto de flores, podría agazaparse y observar más cerca esa brecha abierta en la fortificación doméstica: la ventana abierta. Durante un rato, Mr. Ledbetter estuvo tan quieto como la noche, hasta que el pernicioso whisky desequilibró la balanza. Salió disparado hacia el balcón. Subió el enrejado con movimientos rápidos y convulsivos, saltó la barandilla del balcón y cayó jadeando bajo la sombra, tal como lo había planeado. Temblaba violentamente, se había quedado sin aliento y el corazón le golpeaba con estrépito; pero se sentía exultante. Estuvo a punto de gritar al ver que sentía tan poco miedo. Un verso feliz que había leído en el Mefistófeles de Wills le vino a la memoria cuando se agazapó allí. «Me siento como un gato en un tejado», susurró para sí. Esta emocionante aventura iba mucho mejor de lo que esperaba. Sintió pena por todos los pobres infelices para los que robar casas era algo desconocido. No le había pasado nada. Se encontraba completamente a salvo y estaba actuando con mucha valentía. Y ahora, ¡a pasar por la ventana para acabar de hacer el robo! ¿Se atrevería a hacerlo? Como la ventana estaba situada encima de la puerta de entrada, todo hacía suponer que diera a un rellano o a un pasillo; además, no había ningún espejo, ni ningún indicio de dormitorio, ni otra ventana en el primer piso que sugiriese la posibilidad de que hubiera alguien durmiendo en el interior. Durante un rato escuchó bajo la ventana, después levantó la mirada por encima del alféizar y miró hacia dentro. Muy cerca, sobre un pedestal, había una estatua gesticulante de bronce, casi de tamaño natural, que le sobrecogió un poco al verla. Agachó la cabeza y, al cabo de un rato, volvió a mirar. Más allá había un amplio rellano que relucía débilmente; una cortina de tela negra muy ligera se recortaba con nitidez contra una ventana que había detrás; una escalera ancha se hundía en el abismo de las tinieblas de la parte inferior, y otra ascendía al segundo piso. Miró hacia atrás, pero la quietud de la noche seguía sin ser perturbada. «¡Crimen! —susurró—. ¡Crimen!». Y subió a gatas, suave y rápidamente, al alféizar y penetró en la casa. Sus pies se posaron silenciosamente sobre una alfombra de piel. ¡Ya era un auténtico ladrón! Permaneció agachado un rato, con el oído atento y los ojos bien abiertos. Escuchó ruidos de carreras y susurros que provenían del exterior, y por un momento se arrepintió de su empresa. Un corto maullido, un bufido y un súbito silencio le indicaron que se trataba de gatos, lo cual le tranquilizó. Se armó de valor. Se puso en pie. Parecía que todo el mundo estaba acostado. Es tan fácil meterse en una casa para robar si estás dispuesto a hacerlo… Estaba contentísimo de haber hecho la prueba. Decidió coger algún trofeo de poca monta, solo para demostrar que no tenía ningún miserable temor a la ley, e irse por donde había venido. Miró a su alrededor y, de repente, volvió a surgir el espíritu crítico. Los ladrones no se limitan a introducirse de esa forma tan elemental: entran en las habitaciones, fuerzan las cajas de caudales. Bueno… a él no le daba miedo hacer todo esto. No iba a forzar la caja porque eso sería una estúpida falta de consideración hacia sus anfitriones. Pero sí entraría en las habitaciones y subiría las escaleras. Es más: se animó a sí mismo diciéndose que estaba totalmente seguro; una casa vacía no podía estar más tranquila. Tuvo que apretarse las manos, sin embargo, y reunir toda su determinación antes de empezar a subir con mucha suavidad la sombría escalera, deteniéndose varios segundos en cada escalón. Arriba había un rellano cuadrado con una puerta abierta y varias cerradas; y toda la casa estaba en silencio. Durante un momento se preguntó qué pasaría si alguien que estuviese durmiendo se despertara de repente y apareciera. La puerta abierta dejaba ver el dormitorio bañado por la luz de la luna; una colcha blanca estaba extendida. Tardó tres interminables minutos en introducirse en esa habitación, donde cogió una pastilla de jabón como botín: su trofeo. Se dio la vuelta para bajar con más suavidad aún de la que había empleado para subir. Aquello era tan fácil como… ¡Chis…! ¡Pasos! Se oyeron unos pasos sobre la gravilla que había en el exterior de la casa… y luego, el ruido de unas llaves, una puerta que se abre, un portazo, y el ruido de una cerilla que encienden abajo, en el vestíbulo. Mr. Ledbetter se quedó petrificado al darse cuenta de golpe del lío en el que estaba metido. «¡Diablos! ¿Cómo voy a salir de ésta?», dijo Mr. Ledbetter. La llama de una vela iluminó el vestíbulo, un objeto pesado chocó contra el paragüero y se oyeron unos pasos que subían por la escalera. Al instante se dio cuenta de que tenía cortada la retirada. Se quedó parado un momento, su figura compungida infundía lástima. «¡Dios mío! ¡Cómo he podido ser tan estúpido!», susurró. Y luego se precipitó en seguida, a través del rellano oscuro, hacia el dormitorio vacío de donde acababa de salir. Se quedó escuchando, sin dejar de temblar un solo momento. Los pasos alcanzaron el rellano del primer piso. ¡Horrible pensamiento! ¡Tal vez esa era la habitación del que acababa de llegar! ¡No había un segundo que perder! Se paró junto a la cama, dio gracias al cielo por la cenefa, y se metió arrastrándose bajo su protección, apenas diez segundos antes de que entrara el recién llegado. Apoyado sobre manos y rodillas, permaneció inmóvil. Vio la luz de la vela, que avanzaba, a través de la delgada trama de la tela; las’ sombras se movieron desordenadamente y se quedaron yertas cuando posaron la vela. —¡Señor! ¡Vaya día! —dijo el recién llegado, resoplando ruidosamente, y depositó, al parecer, un pesado paquete sobre lo que Mr. Ledbetter, a juzgar por las patas, decidió que era un escritorio. El hombre invisible fue entonces hacia la puerta y la cerró, examinó cuidadosamente los cerrojos de las ventanas y bajó las persianas; y, después de darse la vuelta, se sentó sobre la cama con una pesadez asombrosa. —¡Vaya día! ¡Dios mío! —dijo, y volvió a resoplar, y Mr. Ledbetter se inclinó a creer que se estaba lavando la cara. Sus botas eran buenas y fuertes: la sombra de sus piernas sugería que se trataba de un hombre de una corpulencia extraordinaria. Al cabo de un rato se quitó algunas prendas —la chaqueta y el chaleco, dedujo Mr. Ledbetter— y, tras arrojarlas sobre los pies de la cama, respiró menos ruidosamente, como si se sintiera aliviado por haber dejado un sitio demasiado caluroso. De vez en cuando murmuraba para sí y en una ocasión se rió ligeramente. Mr. Ledbetter también murmuraba para sí, pero no reía. «¡Esta es la cosa más absurda del mundo! —se dijo Mr. Ledbetter—. ¿Qué diablos voy a hacer ahora?». Su perspectiva era necesariamente limitada. Los diminutos resquicios entre los puntos de la tela de la cenefa dejaban pasar cierta cantidad de luz, pero impedían la visión. Las sombras que se proyectaban sobre la colcha eran, excepto las de aquellas piernas definidas con nitidez, enigmáticas, y se entremezclaban confusamente con el florido dibujo de la zaraza. Debajo del borde de la cenefa se veía un trozo de alfombra y, bajando la mirada con precaución, Mr. Ledbetter descubrió que ese trozo ocupaba toda la extensión del suelo que abarcaba su vista. La alfombra era lujosa, la habitación amplia y, a juzgar por las ruedecillas y otros elementos parecidos del mobiliario, bien decorada. Le era difícil imaginar lo que debía hacer. Esperar a que esta persona se metiera en la cama y, luego, cuando estuviera dormido, avanzar cautelosamente a gatas hasta la puerta, abrirla y precipitarse de cabeza por el balcón, le parecía que era lo único que podía hacer. ¿Sería posible saltar desde el balcón? ¡Era arriesgado! Cuando pensó en las circunstancias adversas, Mr. Ledbetter se desesperó. Estuvo a punto de sacar la cabeza junto a las piernas del caballero, toser —si fuera necesario— para llamar su atención y luego, sonriendo, disculparse y dar explicaciones sobre su desafortunada intrusión con unas cuantas frases oportunas. Pero comprendió que era difícil escoger estas frases. «Sin duda, señor, mi presentación es muy peculiar», o, «confío, señor, en que sabrá perdonar mi presentación, un tanto ambigua, hecha debajo de usted»; esto fue más o menos todo lo que se le ocurrió. Sombrías perspectivas invadieron su imaginación. Suponiendo que no le creyeran, ¿qué harían con él? ¿No le serviría de nada su intachable reputación? Técnicamente era un ladrón, y esto estaba fuera de toda discusión. Siguiendo el curso de estos pensamientos, compuso una lúcida defensa de «este delito técnico que he cometido», para pronunciarla en el banquillo de los acusados antes de la sentencia, cuando el robusto caballero se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Abría y cerraba cajones, y Mr. Ledbetter tuvo la fugaz esperanza de que tal vez estuviera desnudándose. Pero ¡no! Se sentó en el escritorio y empezó a escribir, y luego a romper documentos. Poco tiempo después, el olor del papel quemado se mezcló con el olor del tabaco en las narices de Mr. Ledbetter. —La posición en que me hallaba —me dijo Mr. Ledbetter cuando me contó todo esto— era en muchos aspectos nada recomendable. Una tabla transversal que había debajo de la cama oprimía excesivamente mi cabeza, de forma que mis manos debían soportar una parte desproporcionada de mi peso. Al cabo de un rato me entró lo que se llama, según creo, tortícolis. La presión de mis manos sobre la alfombra áspera me produjo en seguida una sensación dolorosa. También me dolían las rodillas, pues los pantalones las rozaban con fuerza. En aquel tiempo llevaba cuellos algo más altos que ahora —exactamente seis centímetros y medio— y descubrí algo de lo que me había dado cuenta antes: que el borde de uno de ellos estaba ligeramente raído por el contacto con mi barbilla. Pero mucho peor que todo esto era un picor en la cara que solo podía mitigar haciendo muecas violentas; intenté levantar la mano, pero el crujido de las mangas me alarmó. Pasado un rato tuve que desistir también de ese pequeño alivio, porque descubrí —a tiempo, por fortuna— que mis contorsiones faciales hacían que mis gafas se deslizaran por la nariz. Si se me llegan a caer, me habrían descubierto, sin duda; pero resultó que se quedaron en una posición oblicua, en un equilibrio muy precario. Además, tenía un ligero resfriado, y un deseo intermitente de estornudar o de sorber por las narices me producía una gran molestia. De hecho, aparte de que me encontraba muy preocupado, el malestar físico que sentía llegó a ser realmente insoportable en poco tiempo. Pero, a pesar de todo, tenía que quedarme allí, inmóvil. Después de un tiempo que se le hizo interminable, empezó a oírse un tintineo que se convirtió en un sonido rítmico: tin, tin, tin —veinticinco veces—; seguido de un golpe seco sobre el escritorio y un gruñido emitido por el propietario de las piernas robustas. Mr. Ledbetter cayó en la cuenta de que eran monedas de oro las que producían ese tintineo. Llegó a sentir una enorme curiosidad, que fue creciendo a medida que el tintineo continuaba. Si era oro, aquel extraño hombre ya debía de haber contado cientos de libras. Finalmente, Mr. Ledbetter no pudo resistir más y, con mucha cautela, empezó a doblar los brazos y a bajar la cabeza hasta el suelo, con la esperanza de ver algo por debajo de la cenefa. Movió los pies y uno de ellos raspó ligeramente el suelo. El tintineo dejó de oírse de inmediato. Mr. Ledbetter se quedó rígido. Pasado un rato, el tintineo volvió a sonar. Luego cesó de nuevo y todo se sumió en el silencio, salvo el corazón de Mr. Ledbetter, a quien le daba la impresión de que aquel órgano sonaba como un tambor. El silencio continuó. La cabeza de Mr. Ledbetter estaba ahora apoyada en el suelo y podía ver las piernas robustas hasta las espinillas. Permanecían completamente inmóviles. Los pies descansaban sobre las puntas y, al parecer, estaban echados hacia atrás bajo la silla de su propietario. Todo seguía en silencio, todo continuaba inmóvil. Se apoderó de Mr. Ledbetter la descabellada idea de que el desconocido hubiera sufrido un síncope o muerto de repente dejando la cabeza inerte sobre el escritorio. El silencio continuaba. ¿Qué había pasado? El deseo de echar un vistazo se le hizo irresistible. Con mucha precaución Mr. Ledbetter movió la mano, sacó un dedo para explorar y empezó a levantar la cenefa por la parte en donde estaban sus ojos. Nada rompió el silencio. Entonces vio las rodillas del extraño, la parte posterior del escritorio, y luego contempló con sorpresa el cañón de un pesado revólver que le apuntaba a la cabeza por encima del escritorio. —¡Salga de ahí, canalla! —dijo la voz del hombre robusto en tono tranquilo y enérgico—. ¡Salga! ¡Por aquí, en el acto! ¡Y nada de triquiñuelas! ¡Salga inmediatamente! Mr. Ledbetter salió, un poco de mala gana quizá, pero sin triquiñuelas y en el acto, tal como le habían ordenado. —¡De rodillas! —dijo el caballero robusto—. ¡Y arriba las manos! La cenefa volvió a caer detrás de Mr. Ledbetter, que andaba a cuatro patas. Se puso de pie y levantó las manos. —¡Vestido de cura! —dijo el caballero robusto—. ¡Que me aspen si no lo está! ¡Vaya pájaro! ¡Canalla! ¿Qué demonios se le ha perdido en mi casa esta noche? ¿Por qué demonios se ha metido debajo de mi cama? No parecía esperar respuestas a sus preguntas, pero hizo en seguida algunas observaciones desagradables sobre el aspecto personal de Mr. Ledbetter. No era un hombre muy voluminoso, pero a Mr. Ledbetter le pareció robusto, tan robusto como sus piernas habían prometido; sus rasgos eran más bien pequeños y delicados, repartidos por casi toda su cara blanquecina, además, tenía mucha papada. El tono de su voz era suave y susurrante. —¿Qué demonios le ha hecho meterse debajo de mi cama? Mr. Ledbetter, esbozó con esfuerzos una sonrisa triste y propiciatoria. Tosió y dijo: —Lo entiendo perfectamente… —¡Ya! ¿Qué diablos…? ¿Es jabón? ¡No, no mueva esa mano, canalla! —Es jabón —dijo Mr. Ledbetter—. Lo he cogido de su lavabo. No hay duda de que si… —¡No hable! —dijo el hombre robusto—. Ya lo veo. Es increíble. —Si pudiera explicarle… —No explique nada. Seguro que es mentira, y no hay tiempo para explicaciones. ¿Qué iba a preguntarle? ¡Ah, sí! ¿Tiene cómplices? —En poco tiempo, si usted… —¿Tiene cómplices? ¡Desgraciado! Si empieza con otro discurso jabonoso, disparo. ¿Tiene cómplices? —No —dijo Mr. Ledbetter. —Supongo que es mentira —dijo el hombre robusto—. Pero pagará por ello, si es así. ¿Por qué diablos no me derribó cuando subía las escaleras? Ahora ya no tiene ninguna posibilidad de hacerlo. ¡Qué ocurrencia, meterse debajo de la cama! —No sé cómo voy a probar una coartada —observó Mr. Ledbetter, intentando dar a entender con su lenguaje que era un hombre culto. Hubo una pausa. Mr. Ledbetter observó que en una silla cercana a su capturador había una maleta sobre un montón de papeles arrugados y que había papeles rotos y quemados en la mesa. Y delante de estos, ordenados metódicamente a lo largo del borde, había filas y filas de pequeños cartuchos amarillos, cien veces más oro del que Mr. Ledbetter había visto en toda su vida. La luz de dos velas, en palmatorias de plata, caía sobre el oro. El silencio se prolongó. —Es bastante cansado mantener las manos así —dijo Mr. Ledbetter, con una sonrisa de desaprobación. —Está bien —dijo el hombre gordo—. El problema es que no sé qué hacer con usted. —Comprendo que mi situación es ambigua. —¡Santo cielo! —dijo el hombre gordo—. ¡Ambigua! ¡Y va por ahí con su jabón y su enorme cuello de clérigo! ¡Es usted un condenado ladrón, si alguna vez ha habido alguno! —Para ser estrictamente exacto… —dijo Mr. Ledbetter, y sus gafas se deslizaron de repente y cayeron ruidosamente sobre los botones del chaleco. El semblante del hombre gordo cambió, un destello de salvaje resolución cruzó su cara y se oyó un chasquido en el revólver. Puso la otra mano sobre el arma. Luego miró a Mr. Ledbetter y su mirada fue a posarse sobre el pince-nez caído. —Ahora está perfectamente amartillado —dijo el hombre gordo después de una pausa, y pareció volver a respirar—. Pero tengo que decirle que nunca ha estado tan cerca de la muerte. ¡Dios mío! Estoy casi contento. Si no hubiera sido porque el revólver tenía echado el seguro, ahora estaría usted tendido ahí, muerto. Mr. Ledbetter no dijo nada, pero sintió que la habitación se tambaleaba. —Da lo mismo librarse por poco que por mucho. Es una suerte para los dos que no haya sucedido. ¡Señor! —y respiró ruidosamente—. No tiene por qué palidecer por una cosa tan poco importante. —Le puedo asegurar, señor… —dijo Mr. Ledbetter, haciendo un esfuerzo. —Solo se puede hacer una cosa. Si llamo a la policía, estoy perdido y el pequeño negocio que he hecho se va al garete. Eso no sucederá. Si le ato y le dejo aquí es lo mismo, pues esto puede saberse mañana. Mañana es domingo y el lunes cierran los bancos… y he contado con tres días completos. Si le disparo, es un asesinato… la horca. Además, echaría a perder todo el condenado negocio. ¡Que me ahorquen si sé lo que hacer! ¡Que me ahorquen si lo sé! —Si me permite… —Habla más que si fuera un cura de verdad. Que me aspen si no lo es. De todos los ladrones es usted el… ¡Bueno! No… no se lo permito. Si empieza otra vez con la cháchara, le meto una bala en el estómago. ¿Comprende? Y esta vez no fallaré… ¡no fallaré! Lo primero que vamos a hacer es registrarle para ver si tiene armas escondidas. Y ponga atención. Cuando yo le diga que haga una cosa, no empiece con la cháchara… y hágalo rápido. Y con muchas precauciones, y apuntando siempre con la pistola a la cabeza de Mr. Ledbetter, el hombre robusto le hizo levantarse y le registró en busca de armas. —¿En serio que es usted un ladrón? —dijo—. Usted es un perfecto aficionado. Ni siquiera tiene un bolsillo en los pantalones para llevar una pistola. No, ¡usted no es un ladrón! ¡No empiece a hablar! Nada más concluir el registro, el hombre robusto ordenó a Mr. Ledbetter que se quitara la chaqueta y se arremangara las mangas de la camisa, y, apuntándole a la oreja, le obligó a seguir haciendo cartuchos, cosa que había interrumpido su aparición. En opinión del hombre robusto, ésta era evidentemente la única solución posible, porque si hubiera hecho él los cartuchos, habría tenido que dejar el revólver. De modo que Mr. Ledbetter ordenó todo el oro que había en la mesa. Esta operación nocturna era muy singular. Evidentemente, la idea del hombre robusto era repartir el oro en todo su equipaje, de tal forma que su peso pasara inadvertido. Desde luego, no era poco peso. Mr. Ledbetter me dijo que había en total cerca de 18.000 libras esterlinas en oro, contando lo que había en la maleta negra y en la mesa. Había también muchos fajos de billetes de 5 libras. Mr. Ledbetter envolvía cada cartucho de 25 libras en papel. Luego los metía con esmero en cajas de cigarros y los repartía entre un baúl de viaje, una maleta Gladstone y una caja de sombreros. Cerca de 600 libras iban en una caja de tabaco escondida en una maleta llena de ropa. El hombre robusto se metió en el bolsillo 10 libras en oro y unos cuantos billetes de 5 libras. De vez en cuando increpaba a Mr. Ledbetter por su torpeza y le metía prisa, y en alguna ocasión le preguntó la hora. Mr. Ledbetter ató con correas el baúl y la maleta y devolvió las llaves al hombre robusto. Faltaban entonces diez minutos para las doce, y el hombre robusto le hizo sentarse en la maleta Gladstone hasta que dieron las doce, mientras que él, a una distancia prudente, se sentó en el baúl sosteniendo el revólver con la mano y esperó. Parecía estar menos agresivo, y después de haber examinado mejor a Mr. Ledbetter durante un rato, le hizo unas cuantas observaciones. —Por su acento juzgo que es usted un hombre de cierta educación —dijo mientras encendía un cigarro—. No, no empiece con explicaciones de las suyas. Veo por su cara que sería demasiado prolijo; además, soy un mentiroso muy experimentado para que me interesen las mentiras de los demás. Usted es, repito, una persona educada. Hace bien en ir vestido de cura. Incluso entre la gente educada podría pasar por cura. —Lo soy —dijo Mr. Ledbetter—, o al menos… —Intenta serlo. Lo sé. Pero no debe robar. Usted no está hecho para eso. Usted es, si me permite decírselo, y ya se lo habrán dicho alguna vez, un cobarde. —Justamente —dijo Mr. Ledbetter tratando de aprovechar una pausa en la conversación del otrofue ese el problema… El hombre robusto le indicó que se callara. —Usted echa a perder su educación robando. Debe hacer una de estas dos cosas: falsificar o desfalcar. Yo, por mi parte, me dedico al desfalco. Sí, yo desfalco. ¿Qué piensa usted que puede hacer un hombre para tener todo este oro sino eso? ¡Ah! ¡Escuche! ¡Es medianoche…! Diez, once, doce. Hay algo que me impresiona enormemente en estas lentas campanadas. El tiempo… el espacio… ¡qué grandes misterios! ¿Por qué razón los misterios…? Es hora de irse. ¡En pie! Y después, con amabilidad, pero con firmeza, ordenó a Mr. Ledbetter que se colocara la maleta de la ropa sobre la espalda y se la sujetara con una cuerda cruzada sobre el pecho, que se echara el baúl al hombro, y, rechazando una tímida protesta, que cogiera la maleta Gladstone con la mano que le quedaba libre. Cargado de esta forma, Mr. Ledbetter inició el peligroso descenso de las escaleras. El caballero robusto le seguía con un abrigo, la sombrerera y el revólver, mientras hacía observaciones despectivas sobre la fuerza de Mr. Ledbetter y le ayudaba en los recodos de la escalera. —Por la puerta trasera —le ordenó. Y Mr. Ledbetter atravesó tambaleándose un invernadero, dejando a sus espaldas una estela de tiestos rotos. —No se preocupe por los tiestos —dijo el hombre robusto—; es provechoso para el comercio. Esperaremos hasta y cuarto. Puede dejar todo eso en el suelo. ¡Eso es! Mr. Ledbetter se desplomó jadeando sobre el baúl. —Anoche —balbuceó— dormía profundamente en mi habitación y no llegué a imaginar ni remotamente… —No tiene por qué recriminarse —dijo el caballero robusto, examinando el seguro del revólver. Empezó a canturrear y Mr. Ledbetter intentó decir algo, pero cambió de idea. Al cabo de un rato se oyó una campanilla. El hombre robusto le llevó hasta la puerta trasera y le ordenó abrirla. Entró un hombre de pelo rubio vestido de marino. Al ver a Mr. Ledbetter se sobresaltó violentamente y le puso la mano en la espalda. Entonces vio al hombre robusto. —¡Bingham! —exclamó—. ¿Quién es éste? —Se trata tan solo de un acto de filantropía por mi parte… Es un ladrón, estoy intentando reformarle. Le he pillado hace un momento debajo de mi cama. No hay nada que temer. Es un burro de aquí te espero. Nos será útil para llevar nuestras cosas. Al principio, el recién llegado no pareció dispuestos aceptar la presencia de Mr. Ledbetter, pero el hombre robusto le tranquilizó. —Está completamente solo. Ninguna banda del mundo le aceptaría. ¡No…! ¡No empiece a hablar, por el amor de Dios! Salieron a la oscuridad del jardín mientras la espalda de Mr. Ledbetter continuaba inclinada bajo el peso del baúl. El hombre vestido de marino caminaba delante con la maleta Gladstone y un revólver; detrás iba Mr. Ledbetter, que se asemejaba a Atlas; Mr. Bingham los seguía con la sombrerera, un abrigo y un revólver, como antes. La casa era de las que tienen un jardín que llega justo hasta el acantilado. En el acantilado había una escalera empinada de madera que descendía hasta una caseta de baños que apenas se distinguía en la playa. Abajo había una barca parada, y un hombre pequeño, silencioso y de cara negra se encontraba junto a ella. —Solo una breve explicación —dijo Mr. Ledbetter—; puedo asegurarles… Alguien le dio una patada y no dijo nada más. Con el baúl encima, le hicieron caminar por el agua hasta la barca, le subieron a bordo tirándole de los hombros y el pelo, y no le dijeron ninguna palabra mejor que «canalla» y «ladrón» durante toda la noche. Por fortuna hablaban en voz baja, de modo que la gente no se enteró de su ignominia. Luego le subieron a rastras a un yate tripulado por orientales extraños y crueles, y en parte porque le empujaron y en parte porque se cayó, fue a parar a un lugar oscuro y maloliente, donde iba a permanecer muchos días, aunque no sabe cuántos porque perdió la cuenta, entre otras cosas, a causa del mareo. Le daban de comer galletas y palabras incomprensibles; le daban de beber agua mezclada con ron que no deseaba. Había cucarachas en el lugar donde le habían metido; día y noche había cucarachas y por la noche ratas. Los orientales le vaciaron los bolsillos y le cogieron el reloj; pero acudió a Mr. Bingham, quien se lo quedó para sí. Cinco o seis veces los cinco marineros hindúes —si es que eran cinco—, el chino y el negro que componían la tripulación le sacaron y le llevaron a popa, junto a Bingham y su amigo para jugar al whist entre los tres y escuchar sus historias y fanfarronerías con interés. Estos jefes le hablaban como se habla a alguien que lleva una vida criminal. No le permitían ninguna explicación, aunque le dijeron abiertamente que era el ladrón más raro que habían visto. Se lo decían una y otra vez. El hombre rubio tendía a ser taciturno e irascible en el juego, pero Mr. Bingham, una vez mitigada la manifiesta inquietud que sentía al salir de Londres, mostraba una vena de filosofía amable. Se extendía en reflexiones sobre el espacio y el tiempo y citaba a Kant y a Hegel, o al menos él decía que los citaba. Varias veces Mr. Ledbetter llegó a decir: «Estaba debajo de la cama, ¿sabe…?», pero al final tenía siempre que cortar o pasar el whisky o hacer cosas por el estilo. Después del tercer intento malogrado, el hombre rubio estaba pendiente del comienzo de la frase y cuando Mr. Ledbetter empezaba a decirla se reía a carcajadas y le golpeaba con fuerza la espalda. —¡Siempre el mismo comienzo, siempre la misma, historia! ¡Bravo, viejo ladrón! —decía el hombre del pelo rubio. Así sufrió Mr. Ledbetter durante muchos días, veinte tal vez; y una tarde le sacaron con algunas latas de conserva y le desembarcaron en una pequeña isla rocosa en la que había un manantial. Mr. Bingham fue en la barca con él dándole buenos consejos durante todo el camino y rechazando sus últimos intentos de explicación. —No soy realmente un ladrón —dijo Mr. Ledbetter. —Y nunca lo será —dijo Mr. Bingham—. Nunca conseguirá serlo. Me alegro de que empiece a entenderlo. A la hora de escoger una profesión, un hombre debe estudiar su temperamento; si no lo hace, tarde o temprano fracasará. Compárese conmigo, por ejemplo. He pasado toda la vida trabajando en bancos… y he triunfado. He llegado a ser director de uno. Pero ¿era feliz? No. ¿Por qué no era feliz? Porque ese trabajo no se ajustaba a mi temperamento. Soy demasiado aventurero… demasiado versátil. Prácticamente lo abandoné. No creo que vuelva a dirigir un banco otra vez. Se alegrarían de que volviera a trabajar con ellos, sin duda, pero he aprendido la lección de mi temperamento… ¡No! Nunca volveré a dirigir un banco. Ahora bien, su temperamento no es el adecuado para el crimen, de igual manera que el mío no está hecho para llevar una vida honrada. Ahora que le conozco mejor, ni siquiera le recomendaría que se dedicase a la falsificación. Vuelva a los caminos de la honradez, amigo mío. Su modo de ser es el filantrópico, y ése es su modo de ser. Con esa voz le puede ir bien en la «Asociación para el Fomento del Lloriqueo entre los Jóvenes», o algo en esa línea. Considérelo cuidadosamente. Por lo visto, la isla a la que nos estamos acercando no tiene nombre; al menos no figura en el mapa. Puede pensar un nombre para ella mientras permanezca allí meditando sobre lo que le he dicho. Hay bastante agua potable, según tengo entendido. Es una de las islas Granadinas, que pertenecen a las Islas de Barlovento. Allá a lo lejos, borrosas y azules, se ven otras islas de las Granadinas. Hay una infinidad, pero la mayoría de ellas están fuera del alcance de la vista. Me he preguntado a menudo por la utilidad de estas islas, ¿sabe? Ahora sé una cosa más. Al menos, una sirve para dejarle a usted. Tarde o temprano vendrá algún ingenuo nativo que le sacará de aquí. Diga lo que quiera de nosotros entonces, diga improperios si quiere, a nosotros nos trae sin cuidado una Granadina solitaria. Y aquí… aquí tiene plata por valor de medio soberano. No lo derroche absurdamente cuando vuelva a la civilización. Debidamente empleado, puede ayudarle a comenzar una nueva vida. Y no… ¡No varéis, hombre, ya puede ir andando!… No desperdicie la preciosa soledad que tiene por delante en estúpidos pensamientos. Debidamente empleada, puede suponer un punto decisivo en su carrera. No malgaste el dinero, ni el tiempo, y morirá rico. Lo siento, pero tengo que pedirle que lleve sus cosas a tierra en brazos. No, no está profundo. ¡Al diablo con sus explicaciones! Ya no hay tiempo. ¡No, no y no! No pienso escucharle. ¡Tírese al agua! Y el crepúsculo encontró a Mr. Ledbetter —el mismo Mr. Ledbetter que se quejaba de que la aventura hubiese muerto— sentado al lado de sus latas de comida con el mentón apoyado sobre las rodillas y mirando con triste dulzura a través de sus gafas el mar radiante y desierto. Al cabo de tres días le recogió un pescador negro que le llevó a la isla de San Vicente, y de San Vicente se trasladó, gastando sus últimas monedas, a Kingston, en Jamaica. Y allí estuvo a punto de terminar sus días. En la actualidad sigue sin ser un hombre de negocios, pero entonces era singularmente inútil. No tenía la más remota idea de lo que debía hacer. Según parece, la única cosa que hizo fue visitar a todos los pastores religiosos que pudo encontrar en el lugar y pedirles prestado el dinero para el viaje de vuelta. Pero tenía un aspecto excesivamente mugriento, era muy incoherente y su historia demasiado increíble para ellos. Me encontré con él por casualidad. Se estaba poniendo el sol, y yo paseaba, después de haber dormido la siesta, por la carretera que va a Dunn’s Battery, cuando le encontré —yo estaba más bien aburrido y con toda la noche por delante—, afortunadamente para él. Iba caminando penosa y lúgubremente hacia la ciudad. Su cara angustiada y el corte casi clerical de su traje sucio y harapiento llamaron mi atención. Nuestras miradas se encontraron. Él vaciló. —Señor —dijo, tomando aliento—, ¿puede dedicarme unos minutos para oír una historia que me temo que le parecerá increíble? —¡Increíble! —dije. —Por completo —respondió con ansiedad—. Nadie la creerá, por mucho que la modifique. Sin embargo, puedo asegurarle, señor… Se interrumpió desesperado. El tono del hombre me hizo gracia. Parecía un personaje singular. —Soy —dijo— uno de los seres vivos más desgraciados. —Entre otras cosas, ¿usted no ha cenado, verdad? —dije, impresionado por una idea. —No —dijo solemnemente—, no lo he hecho en muchos días. —La contará mejor después de cenar —dije. Y sin más, le llevé a un restaurante económico que yo conocía y donde era improbable que un atuendo como el suyo ofendiera a alguien. Y allí, aunque omitió ciertos datos de los que luego tuve noticia, me enteré de su historia. Al principio me mostré incrédulo, pero a medida que el vino le iba reanimando y el débil toque de servilismo que sus desgracias habían añadido a su actitud desapareció, empecé a creerle. Al final, acabé tan convencido de su sinceridad que le conseguí una cama para pasar la noche, y al día siguiente fui a comprobar, por medio de mi banco en Jamaica, la información bancaria que me había proporcionado. Y hecho esto, le acompañé a comprar ropa interior y demás cosas propias de un caballero. Al poco tiempo llegó la comprobación de la información. Su sorprendente historia era verdadera. No añadiré comentarios a nuestras relaciones posteriores. Tres días después salía para Inglaterra. «No sé cómo podré agradecerle lo suficiente —empezaba la carta que me escribió desde Inglaterra— la bondad que mostró hacia un total desconocido —y continuaba en un tono parecido durante algún tiempo—. Si no hubiera sido por su generosa ayuda, no habría podido, sin duda, volver a tiempo de reanudar mis deberes académicos, y unos pocos minutos de locura imprudente habrían acarreado mi ruina. A pesar de ello, me encuentro enredado en una sarta de mentiras y evasivas para dar razón de mi bronceado y mi paradero durante las vacaciones. He contado dos o tres historias distintas más bien irreflexivamente, sin darme cuenta de las molestias que esto significaría para mí. No me atrevo a decir la verdad; he consultado un buen número de libros de Derecho en el Museo Británico y no cabe la menor duda de que he intervenido y he sido cómplice de una felonía. Ese canalla de Bingham era el director del banco de Hithergate, según he comprobado, y autor de un desfalco de los más escandalosos. Por favor, queme esta carta cuando la haya leído, confío plenamente en usted. Lo peor de todo es que ni mi tía ni su amiga, la propietaria de la pensión donde me alojé, se creen del todo, al parecer, la circunspecta exposición que les he hecho… de casi todo lo que sucedió realmente. Sospechan que me he visto envuelto en una aventura deshonrosa, pero no sé en qué tipo de aventura deshonrosa piensan ellas. Mi tía dice que me perdonaría si se lo contara todo. Se lo he contado todo y más, pero todavía no está satisfecha. Nunca le dejaría conocer la verdad del caso, por supuesto; y describo que fui víctima de una emboscada y amordazado en la playa. Mi tía quiere saber por qué me atraparon y amordazaron, y por qué me llevaron en el yate. Yo no lo sé. ¿Puede sugerirme alguna razón? No se me ocurre nada. Cuando me escriba, si puede hacerlo en dos hojas, de modo que pueda enseñar una a mi tía, y si en ella pudiera indicar claramente que estuve en Jamaica y que llegué allí al ser abandonado por un barco, me haría un gran favor. Se añadiría, sin duda, a la carga de obligaciones que he contraído con usted…, una carga, temo, a la que nunca podré corresponder plenamente. Sin embargo, si la gratitud…», y así sucesivamente. Al final volvía a pedirme que quemara la carta. Así termina la extraordinaria historia de las vacaciones de Mr. Ledbetter. La enemistad con su tía no duró mucho tiempo. La anciana le perdonó antes de morir. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
Por la ventana
Cuento
He aquí algunos de los secretos de la taxidermia. Me los contó un taxidermista en estado de euforia, entre el primero y el cuarto whisky, cuando se ha dejado de ser cauteloso y todavía no se está borracho. Estábamos sentados en su guarida, exactamente en la biblioteca, que era a la vez sala de estar y comedor. Una cortina de cuentas la separaba, por lo que al sentido de la vista se refiere, del maloliente rincón donde ejercía su oficio. Estaba sentado en una hamaca y, con los pies, en los que llevaba puestas, a modo de sandalias, las reliquias sagradas de un par de zapatillas, daba golpecitos a los carbones que no ardían bien o los quitaba de en medio poniéndolos sobre la chimenea, entre la cristalería. Los pantalones, dicho sea de pasada pues no tienen nada que ver con sus triunfos, eran del más horrible amarillo de tela escocesa, de los que hacían cuando nuestros padres llevaban patillas y había miriñaques en el país. Además tenía el pelo negro, la cara rosada y los ojos de un marrón fiero, y su chaqueta consistía fundamentalmente en grasa sobre una base de pana. La pipa tenía una cazoleta de porcelana con las Tres Gracias, y llevaba siempre las gafas torcidas de forma que el ojo izquierdo, pequeño y penetrante, le fulminaba a uno desde su desnudez, mientras que el derecho aparecía oscuro, engrandecido y suave a través del cristal. Se expresaba en los siguientes términos: -No hubo jamás un hombre que disecara como yo, Bellows, jamás. He disecado elefantes, he disecado polillas, y todo lo que he disecado parecía mejor y más animado que al natural. He disecado seres humanos, principalmente ornitólogos aficionados, aunque también disequé una vez a un negro. No, no hay ninguna ley que lo prohíba. Lo hice con todos los dedos extendidos y lo utilicé como percha para sombreros, pero ese tonto de Homersby tuvo una pelea con él una noche, ya muy tarde, y lo estropeó. Fue antes de que nacieras. Es muy difícil conseguir pieles, si no haría otro. »Desagradable? No lo creo. A mi entender, la taxidermia es una prometedora tercera alternativa a la inhumación y a la cremación. La gente podría mantener a su lado a los seres queridos. Chucherías de ese tipo distribuidas por la casa harían tan buena compañía como la mayor parte de la gente, y mucho más barata. Se les podría poner mecanismos para que hicieran cosas. Por supuesto habría que barnizarlos, pero no tendrían que brillar más de lo que mucha gente brilla por naturaleza. La cabeza calva del viejo Manningtree… De todos modos, se podría hablar con ellos sin que interrumpieran. Incluso las tías. La taxidermia tiene un gran futuro por delante, ya lo verás. Están también los fósiles…» De repente se quedó en silencio. -No, creo que no debería contarte eso -chupó pensativo la pipa-. Gracias, sí. No demasiada agua. Desde luego, se entiende que lo que te cuente ahora no saldrá de aquí. ¿Sabes que he hecho algunos dodos y una gran alca? ¡No! Evidentemente no eres más que un aficionado a la taxidermia. Mi querido amigo, la mitad de las grandes alcas que hay en el mundo son tan auténticas más o menos como el pañuelo de la Verónica, como la Sagrada Túnica de Tréveris. Los hacemos con plumas de somormujo y cosas así. ¡Y también los huevos de la gran alca! -¡Santo cielo! -Sí, los hacemos de porcelana fina. Te aseguro que merece la pena. Llegan a valer… uno llegó a trescientas libras justo el otro día. Ése era realmente auténtico, según creo, pero desde luego nunca se está seguro. Es un trabajo muy fino, y posteriormente hay que envejecerlos porque ningún poseedor de estos preciosos huevos comete jamás la temeridad de limpiarlos. Eso es lo bonito del negocio. Incluso cuando sospechan de un huevo no les gusta examinarlo demasiado detenidamente. En el mejor de los casos es un capital tan frágil… »No sabías que la taxidermia alcanzara semejantes cimas. Pues, amigo mío, las ha alcanzado mayores. Yo he rivalizado con las manos de la mismísima Naturaleza. Una de las grandes alcas auténticas -su voz se convirtió en un susurro-… una de las auténticas, la hice yo. »No. Tienes que estudiar ornitología y descubrirlo por ti mismo. Es más, una agrupación de comerciantes me ha planteado poblar con especímenes uno de los inexplorados islotes rocosos al norte de Islandia. Quizá lo haga… algún día. Pero en estos momentos tengo otra cosita entre manos. ¿Has oído hablar del Diornis? »Es uno de esos grandes pájaros que se han extinguido recientemente en Nueva Zelanda. Comúnmente se les llamamoa, justo porque están extinguidos: no hay ningún moavivo. ¿Comprendes? Bueno, se conservan huesos, y en algunas marismas han aparecido incluso plumas y fragmentos secos de la piel. Pues bien, yo voy a… bueno, no hay por qué ocultarlo, voy a falsificar un moa disecado completo. Conozco a un tipo por ahí que pretenderá haberlo encontrado en una especie de ciénaga antiséptica y dirá que lo disecó inmediatamente porque amenazaba con hacerse pedazos. Las plumas son muy peculiares, pero he logrado un método sencillamente maravilloso de trucar trozos chamuscados de pluma de avestruz. Sí, ése es el nuevo olor que has notado. Sólo pueden descubrir el fraude con un microscopio y difícilmente se molestarán en hacer pedazos un bonito espécimen para eso. »De esta manera, como ves, aporto mi empujoncito al avance de la ciencia. Pero todo esto es pura imitación de la Naturaleza. En mi carrera profesional he hecho más que eso. La he… vencido.» Quitó los pies de la chimenea y se inclinó confidencialmente hacia mí. -He creado pájaros -dijo en voz baja-. Pájaros nuevos. Mejoras. Pájaros jamás vistos. En medio de un silencio impresionante recobró su postura. -Enriquecer el universo, realmente. Algunos de los pájaros que hice eran clases nuevas de colibríes, y eran animalitos muy bonitos, aunque alguno era simplemente raro. El más raro creo que fue el Anomalopteryx Jejuna. Del latín jejunus-a-um, vacío, se llamaba así porque realmente no tenía nada, era un pájaro totalmente vacío, salvo el disecado. El viejo Javvers es el que lo tiene ahora, y supongo que está casi tan orgulloso de él como yo mismo. Es una obra maestra, Bellows. Tiene toda la estúpida torpeza de tu pelícano, toda la solemne falta de dignidad de tu loro, toda la desgarbada delgadez de un flamenco con todo el extravagante conflicto cromático de un pato mandarín. ¡Qué pájaro! Lo hice con los esqueletos de una cigüeña y un tucán, y un montón de plumas. Para un verdadero maestro en el arte, querido Bellows, esa clase de taxidermia es puro gozo. »¿Que cómo se me ocurrió? De manera bastante sencilla, como ocurre con todos los grandes inventos. Uno de esos jóvenes genios que nos escriben Notas Científicas en los periódicos se hizo con un folleto alemán sobre los pájaros de Nueva Zelanda, y tradujo parte de él a base de diccionario y de sentido común -con lo poco común que es este sentido-, y se hizo un lío con el Apteryx vivo y el Anomalopteryx extinto. Hablaba de un pájaro de cinco pies de altura que vivía en las selvas de la Isla del Norte, raro y asustadizo, cuyos ejemplares eran difíciles de obtener, y cosas así. Javvers, que incluso como coleccionista es una persona terriblemente ignorante, leyó esos párrafos y juró que conseguiría el ejemplar a cualquier precio. Acosó a los comerciantes con pesquisas. Eso muestra lo que puede hacer un hombre persistente, el poder de la voluntad. Ahí estaba un coleccionista de pájaros jurando que conseguiría un espécimen de un pájaro que no existía, que nunca había existido, y que a causa de la mismísima vergüenza de su propia y blasfema inelegancia probablemente no existiría en estos momentos de haber podido impedirlo. Y lo consiguió. Lo consiguió. »-¿Un poco más de whisky, Bellows?» -preguntó el taxidermista despertándose de una pasajera contemplación de los misterios del poder de la voluntad y de las mentes de los coleccionistas. Y una vez llenados de nuevo los vasos, procedió a contarme cómo había montado la más atractiva de las sirenas, y cómo un predicador ambulante que no podía atraer a la audiencia por culpa suya la hizo pedazos en Burslem Wakes diciendo que aquello era idolatría o algo peor. Pero como la conversación de todas las partes implicadas en esta transacción, el creador, el presunto conservador y el destructor no es uniformemente adecuada para la publicación, este jocoso incidente debe permanecer sin imprimir. El lector no familiarizado con los tortuosos procedimientos de los coleccionistas puede que se incline a dudar de mi taxidermista, pero por lo que respecta a los huevos de la gran alca y los falsos pájaros disecados me he encontrado con que tiene la confirmación de distinguidos escritores de ornitología. Y la nota sobre el pájaro de Nueva Zelanda ciertamente apareció en un periódico matinal de inmaculada reputación, pues el taxidermista tiene un ejemplar que me ha enseñado. FIN
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
Un negocio de avestruces
Cuento
—Hay un hombre en esa tienda —dijo el doctor— que ha estado en el País de las Hadas. —¡Tonterías! —dije, y me di la vuelta para mirar la tienda. Era la típica tienda de pueblo con oficina de correos, hilos telegráficos en las cornisas, cacerolas de zinc y cepillos en el exterior, y botas, telas y latas de conserva en el escaparate. —Hábleme de eso —dije, tras una pausa. —No estoy muy enterado —dijo el doctor—. Es el típico palurdo, se llama Skelmersdale. Pero la gente de aquí le cree a pies juntillas. Después de un rato volví sobre el tema. —No sé nada —dijo el doctor— y no quiero saberlo. Le estaba curando un dedo que se había roto en un partido de criquet cuando me topé con esa estupidez. Eso es todo. Al menos, esto le muestra la clase de gente con la que tengo que tratar. ¡Imposible meter a gente así las nuevas ideas sanitarias! —Muy cierto —dije en tono amable. El doctor siguió hablándome del asunto de las alcantarillas de Bonham. Cosas de este tipo, creo, son adecuadas para ocupar las cabezas de los funcionarios médicos de sanidad. Intenté ser lo más comprensivo posible, y cuando llamó a la gente de Bonham «burros», yo le dije que eran unos «malditos burros», pero ni siquiera esto le calmó. Tiempo después, al final del verano, mientras terminaba el capítulo sobre patología espiritual que, en mi opinión, era más difícil de escribir que de leer, un apremiante deseo de reclusión me condujo a Bignor. Me alojé en una granja y poco después, buscando tabaco, me encontré de nuevo junto a aquella tienda. «Skelmersdale», me dije al verla, y entré. Me atendió un joven bajo, pero de buena planta, tez clara y suave, dientes pequeños y sanos, ojos azules y maneras lánguidas. Le examiné con curiosidad. Salvo un toque de melancolía en su expresión, nada en su persona estaba fuera de lo común. Estaba en mangas de camisa y llevaba arremangado el delantal de tendero y un lápiz detrás de una inofensiva oreja. Una cadena de oro, de la que colgaba una guinea retorcida, cruzaba su chaleco. —¿Nada más, señor? —preguntó, inclinándose sobre la cuenta. —¿Es usted Mr. Skelmersdale? —Sí, señor —dijo sin levantar la vista. —¿Es verdad que usted ha estado en el País de las Hadas? Me miró un instante frunciendo las cejas y con semblante ofendido y exasperado. —¡Oh! ¡Cállese! —dijo. Y después de un momento de hostilidad en el que permanecimos mirándonos, siguió haciendo la cuenta. —Cuatro, seis y medio —dijo tras una pausa—. Gracias, señor. Así, de este modo tan poco propicio, comenzó mi relación con Mr. Skelmersdale. Sin embargo conseguí su amistad a través de penosos esfuerzos. Le volví a ver en el bar del pueblo, donde una noche, después de cenar, fui a jugar al billar y a mitigar el riguroso retiro que me era tan útil para trabajar durante el día. Logré jugar con él y conversar. Me di cuenta de que el único tema que había que evitar era el del País de las Hadas. Hablando de cualquier otra cosa se mostraba abierto y afable de modo poco común, pero le habían molestado con aquel tema, que era un tabú manifiesto. En el bar, y en su presencia, solo una vez oí una alusión a su experiencia y fue hecha por un granjero contra el que jugaba y que iba perdiendo. Mr. Skelmersdale hizo diez carambolas seguidas, lo que para la gente de Bignor era una jugada extraordinaria. —¡Cuidado con lo que haces! —dijo su adversario—. Esos churros te salen porque te ayudan las hadas. Mr. Skelmersdale le miró fijamente un instante con el taco en la mano, lo tiró al suelo y salió del bar. —¿Por qué no le deja en paz? —dijo un respetable anciano que había estado disfrutando de la partida, y ante el murmullo general de desaprobación, al campesino se le borró de la cara la sonrisa que le había producido su ocurrencia. Yo aproveché la oportunidad. —¿Qué broma es esa —dije— sobre el País de las Hadas? —No bromee sobre el País de las Hadas; al menos no con el joven Skelmersdale —dijo el respetable anciano mientras bebía. Un hombre pequeño de mejillas sonrosadas se mostró más comunicativo. —Se dice, señor —dijo—, que las hadas le cogieron en el monte Aldington y le retuvieron allí unas tres semanas. Y con esto la reunión se fue animando. Una vez que una oveja había dado el primer paso, las otras estaban listas para seguirla, y en poco tiempo pude formarme una idea general del caso Skelmersdale. Anteriormente, antes de ir a Bignor, había estado en una tienda del mismo estilo en Aldington Corner y allí sucedió la historia, cualquiera que fuera ésta. Por lo que me contaron, estaba claro que se había quedado hasta tarde en el monte, que había desaparecido de la vista de los hombres durante tres semanas y que había vuelto con «los puños de la camisa tan limpios como cuando salió» y los bolsillos llenos de polvo y ceniza. Volvió en un estado de depresión melancólica del que emergió lentamente y durante días no quiso dar cuenta del lugar donde había estado. La muchacha de Clapton Hill con la que estaba comprometido intentó sonsacárselo y rompió con él, en parte porque se negó a revelárselo y en parte porque, como ella decía, él le disgustaba totalmente. Y cuando algún tiempo después reveló descuidadamente a alguien que había estado en el País de las Hadas y quería volver allí, el asunto se difundió y el humor rural entró en juego, por lo que abandonó bruscamente su situación y se fue a Bignor huyendo del revuelo. Pero en cuanto a lo que había ocurrido en el País de las Hadas, ninguno de ellos sabía nada. Los hombres que estaban reunidos en el bar del pueblo perdieron la serenidad y se comportaron como una jauría que pierde el rastro. Unos decían una cosa y otros lo contrario. Cuando consideraban este prodigio se mostraban ostensiblemente críticos y escépticos, pero pude ver que se traslucía mucha credulidad a través de sus reservas cautelosas. Adopté una postura de interés inteligente, teñido de una duda razonable sobre la totalidad de la historia. —Si el País de las Hadas está dentro del monte Aldington —dije—, ¿por qué no cavan allí? —Es lo que digo yo —dijo el joven campesino. —Muchos han intentado cavar en el monte Aldington una y otra vez —dijo solemnemente el anciano respetable—. Pero hasta hoy ninguno ha venido a decir lo que ha encontrado en sus excavaciones. La unanimidad del vago ambiente de credulidad que me rodeaba era más bien impresionante. Sentí que seguramente debía de haber algo en el origen de tal convicción, y la aguda curiosidad que ya sentía por los hechos reales del caso se despertó con nitidez. Si alguien podía revelar los hechos reales, éste era el mismo Mr. Skelmersdale; me esforcé, por tanto, con más asiduidad todavía en borrar la mala impresión que había dejado en él la primera vez y en ganar su confianza hasta el punto de que me hablara espontáneamente de todo ello. En este empeño tenía una ventaja social. Al ser una persona afable, sin empleo aparente, que llevaba un traje de tweed y pantalones cortos, fui catalogado en Bignor como un artista, y en el singular código social dominante de Bignor, un artista ocupa una posición considerablemente más alta que un dependiente de ultramarinos. Mr. Skelmersdale, como muchos de su clase, es algo snob. Me había dicho «CÁLLESE» solo porque había sido provocado de forma brusca y excesiva y, además, estoy seguro, se arrepintió en seguida; yo sabía que le agradaba que le vieran paseando por el pueblo conmigo. En el momento oportuno aceptó con agrado mi invitación a fumar una pipa y tomar un whisky en mis habitaciones; y como, gracias a un feliz instinto, yo sospechaba que en todo esto se mezclaban desdichas amorosas y sabía que las confidencias llaman a las confidencias, le hablé sugestivamente de mi pasado real y ficticio. Fue después del tercer whisky de la tercera de estas visitas cuando rompió el hielo por su propia voluntad a propósito de un comentario sobre un pequeño amor que me conmovió y me abandonó en mi adolescencia. —Fue lo mismo que me pasó a mí en Aldington —dijo—. Es eso precisamente lo extraño. Al principio, yo era indiferente y era ella quien quería, después, cuando ya era demasiado tarde, fui yo, por decirlo de alguna manera, el que quería. Me abstuve de responder a esta alusión: así, poco después, hizo otra, y en poco tiempo dio a entender claramente que de la única cosa que quería hablar era de aquella aventura del País de las Hadas que había guardado herméticamente tanto tiempo. Como ven, había caído en la trampa, y de ser solo un semi-incrédulo más, un desconocido que pretende ser gracioso, me había convertido, gracias a mis confidencias insistentes e impúdicas, en su posible confidente. Le había picado el deseo de dejar ver que él también había vivido y experimentado muchas cosas; la fiebre se había apoderado de él. Al principio su narración era ciertamente confusa, y mi impaciencia por aclarar ciertos puntos con unas cuantas preguntas precisas era solo igualada y vencida por mi preocupación por no llegar a dicha situación demasiado pronto. Pero en una o dos reuniones el fundamento de su confianza quedó bien establecido. Creo que me hice con casi todos los datos y aspectos de la historia desde el principio hasta el final; y, en efecto, escuché muchas veces casi todo lo que Mr. Skelmersdale, con su limitada capacidad de narración, podía contar. Y, de este modo, llego al relato de su aventura y la reconstruyo de nuevo en su totalidad. Si realmente sucedió, la imaginó, la soñó o se le ocurrió en un trance alucinatorio extraño, es algo sobre lo que no quiero pronunciarme. Pero no consideraré ni por un momento que la haya inventado. El hombre cree simple y honestamente que todo sucedió tal como lo cuenta; es, evidentemente, incapaz de una mentira tan elaborada y coherente, y, además, encuentro una buena confirmación de su sinceridad en el hecho de que las sencillas mentes rurales, aunque a menudo están dotadas de una aguda penetración, le crean. Él lo cree, y nadie puede presentar una prueba que falsifique su creencia. En cuanto a mí, transmito su historia con este apoyo; soy ya un poco viejo para dar justificaciones o explicaciones. Dice que fue a dormir una noche al monte Aldington alrededor de las diez, es muy posible que fuera la noche de San Juan, aunque él nunca pensó en la fecha y no estaba seguro si fue una semana antes o después. Era una noche hermosa y serena y la luna se elevaba en el horizonte. Me he tomado la molestia de visitar este monte tres veces desde que la historia creció al amparo de mi persuasión; en una de aquellas visitas la luna aparecía en el crepúsculo estival: tal vez una noche similar a la de su aventura. Júpiter se mostraba grande y espléndido por encima de la luna; por el norte y el noroeste, el cielo aparecía verde y brillante sobre el sol ya oculto. El monte se levanta yermo y desnudo bajo el cielo, pero rodeado de matorrales espesos a corta distancia; cuando ascendía por el monte había conejos espectrales o casi invisibles que respingaban y corrían sin parar. Solo en la cima del monte, y en ninguna otra parte, se oía un zumbido turbulento de moscas. El monte es, creo, un montículo artificial, el túmulo de algún gran caudillo prehistórico, y seguro que ningún hombre ha escogido un panorama tan vasto para una sepultura. Hacia el este se ve, a lo largo de las colinas, hasta Hythe; y de allí, a través del canal, hasta donde las grandes luces blancas de Gris Nez y Boulogne pestañean, brillan y desaparecen a treinta millas de distancia, o quizá más. Hacia el oeste yace el profundo valle del Weald, visible hasta Hindhead y la colina de Leith, mientras que el valle del Stour extiende sus elevaciones por el norte hasta las colinas interminables, más allá de Wye. Toda la llanura de Romney yace a sus pies, extendiéndose hacia el sur. Dymchurch, Romney, Lydd, Hastings y su colina están a media distancia, y las colinas se multiplican vagamente más allá de donde Eastbourne abraza Beach Head. Y sobre este paisaje, Mr. Skelmersdale erraba turbado por su primer disgusto amoroso, y como él mismo decía: «sin que le preocupara hacia dónde se dirigía». Se sentó para meditar y, allí, malhumorado y afligido, le sorprendió el sueño. Así fue como las hadas se apoderaron de él. La pelea que le había trastornado se debía a algún conflicto trivial entre él y la chica de Clapton Hill con la que estaba prometido. Ella era hija de un granjero, decía Mr. Skelmersdale, y «muy respetable»: sin duda un excelente partido para él. Sin embargo, tanto la chica como su amante eran muy jóvenes y poseían ese recelo mutuo, esa crítica intolerante y afilada, ese ansia irracional de una belleza perfecta que la vida y la prudencia apagan en poco tiempo felizmente. No tengo idea del motivo exacto de la pelea. Ella pudo decirle que le gustaban los hombres con polainas cuando él no las llevaba, o él pudo decirle que le gustaba más con otro tipo de sombrero; pero, empezara como empezara, llegaron, tras una serie de torpezas, a la amargura y las lágrimas. Sin duda ella terminó llorosa y humillada, y él deshecho y deprimido. La chica se marchó haciendo odiosas comparaciones, con serias dudas sobre si le quiso realmente alguna vez y con la certeza clara de que nunca le volvería a querer. Y con estos pensamientos en su espíritu se fue afligido hacia el monte de Aldington, y luego, tal vez después de mucho tiempo, cayó dormido sin explicación alguna. Al despertarse se encontró en el césped más blando sobre el que jamás había dormido y bajo la sombra de árboles tan oscuros que tapaban el cielo por completo. Al parecer, en el País de las Hadas el cielo está siempre oculto. A excepción de una noche en que las hadas estuvieron bailando, Mr. Skelmersdale, durante el tiempo que estuvo con ellas, nunca vio una estrella. Y en cuanto a esa noche, dudo si se encontraba en el mismo País de las Hadas o en otro sitio, tal vez donde se levantan los cercos y los juncos, en los bajos prados cercanos a la vía del ferrocarril de Smeeth. Pero, a pesar de todo, había luz bajo esos árboles y, sobre las hojas y el césped, brillaban abundantes luciérnagas, relucientes y hermosas. La primera sensación que tuvo fue que era pequeño; la siguiente, que estaba rodeado por gente aún más pequeña. Por alguna razón, según dice, no se sorprendió ni se asustó, sino que se incorporó pesadamente y alejó el sueño de sus ojos. Rodeándole por completo se encontraban los elfos risueños que le habían capturado y conducido al País de las Hadas mientras dormía desamparado. Tan vago e imperfecto es su vocabulario, tan poca atención prestó a los pequeños detalles, que me ha sido imposible colegir qué aspecto podrían tener estos elfos. Iban vestidos con algo muy ligero y bonito que no era lana, ni seda, ni hojas, ni pétalos de flores. Cuando se despertó y se sentó, los elfos empezaron a rodearle; de repente, desde un claro y a través de una avenida de luciérnagas descendió, con una estrella en la frente, el hada que constituye el personaje principal de su historia y de su memoria. De ella he reunido más datos. Vestía ropa verde transparente y su pequeño talle estaba ceñido por un ancho cinturón de plata. Sus cabellos ondulaban hacia atrás, a ambos lados de su frente, formando bucles caprichosos, aunque no demasiado descuidados, y lucía una diadema pequeña engastada con una sola estrella sobre la frente. Sus mangas estaban abiertas de tal forma que dejaban vislumbrar los brazos; creo que el hada exhibía algo el cuello, pues Mr. Skelmersdale hablaba de la belleza de su cuello y de su barbilla. Un collar de coral ceñía su blanca garganta y sobre el pecho llevaba prendida una flor del color del coral. Tenía las líneas suaves de un niño en el mentón, el cuello y las mejillas. Deduzco que sus ojos eran de un marrón encendido, muy tiernos, suaves y puros. Se puede ver por estos detalles cuántas veces ha aparecido esta señorita en el recuerdo de Mr. Skelmersdale. Intentó expresar ciertas cosas y no pudo; «su manera de moverse» dijo varias veces, e imagino la alegría recatada que irradiaba esta señorita. En compañía de esta persona encantadora, como huésped y compañero escogido, Mr. Skelmersdale empezó a conocer los secretos del País de las Hadas. Ella le acogió con mucho gusto y cierto afecto; imagino que ella estrecharía su mano entre las suyas mientras se le iluminaba la cara. Después de todo, hace diez años, Mr. Skelmersdale pudo haber sido un joven muy atractivo. Entonces ella cogió su brazo y luego, supongo, le llevó de la mano por el claro que iluminaban las luciérnagas. Es imposible saber, a partir de la estructura desarticulada de la narración de Mr. Skelmersdale, cómo ocurrió todo con exactitud. Ofrecía cuadros imperfectos y fugaces de rincones y hechos extraños, de lugares donde había muchas hadas juntas, de «hongos que brillaban con luz rosada», de la comida de las hadas, de la que solo sabía decir: «¡tendría que haberla probado usted!», y de la música de las hadas —«como una cajita de música»— que nacía de flores que se mecían. Había un gran espacio abierto donde las hadas montaban en «cosas» y corrían, pero no se puede saber lo que Mr. Skelmersdale quiso decir con «estas cosas en las que montan las hadas». Tal vez eran larvas o grillos o los pequeños escarabajos que nos esquivan tan a menudo. Había un lugar donde el agua se esparcía y crecían ranúnculos gigantescos; allí, en la época cálida, las hadas se bañaban juntas. Jugaban, bailaban y los elfos hacían la corte entre la espesura de los musgos. No cabe la menor duda de que el Hada pretendía a Mr. Skelmersdale, como tampoco de que el joven opuso resistencia. Llegó un momento, en efecto, en que ella se sentó en un banco junto a él, en un lugar apartado y silencioso, «inundado de aroma de violetas» y le habló de amor. —Cuando su voz bajó y se convirtió en un susurro —dijo Mr. Skelmersdale—, cuando pasó su mano sobre mi mano y se acercó de esa manera tierna y afectuosa, hice lo que pude para no perder la cabeza. Parece que solo hasta cierto punto no perdió la cabeza, desgraciadamente. Vio «cómo soplaba el viento», y así, sentado en un lugar inundado de aroma de violetas, con su piel junto a la del Hada adorable, Mr. Skelmersdale le manifestó suavemente ¡que estaba prometido! Ella le dijo que le quería muchísimo, que era un chico encantador y que le daría cualquier cosa que le pidiera, incluso el deseo de su corazón. Skelmersdale, que intentó evitar mirar a sus labios cuando se abrían y cerraban, preparó el terreno para la pregunta más íntima diciendo que le gustaría tener suficiente capital para montar una tienda. Solo le gustaría sentir, dijo, que tenía dinero suficiente para hacer eso. Imagino una pequeña sorpresa en esos ojos marrones cuando él dijo esto, pero, a pesar de todo, se mostró comprensiva y le hizo muchas preguntas sobre la tienda riéndose todo el tiempo. Mr. Skelmersdale hizo una relación completa de su noviazgo y le contó todo sobre Millie. —¿Todo? —dije. —Todo —dijo Mr. Skelmersdale—; quién era, dónde vivía, le conté todo sobre ella. Sentí un inexplicable deber de hacerlo. «Cualquier cosa que quieras la tendrás —dijo el Hada—. Es como tenerlo ya. Sentirás que tienes el dinero, tal como deseas. Y ahora, sabes… debes darme un beso». Mr. Skelmersdale fingió no oír la última parte de sus palabras y le dijo que era muy amable. Que él no merecía que ella fuera tan amable y… De pronto, el Hada se acercó a él y le susurró: «¡Bésame!». —Y la besé locamente —dijo Mr. Skelmersdale. Me han dicho que hay besos y besos, y éste debió de ser muy diferente de las ruidosas muestras de afecto de Millie. Había algo mágico en ese beso; seguramente marcó un punto decisivo. De cualquier forma, éste es uno de los pasajes que le pareció importante describir con mayor extensión. He intentado narrarlo bien, he intentado desenredarlo de las insinuaciones y gestos con que llegó hasta mí, pero no me cabe ninguna duda de que fue muy diferente de como lo he contado, mucho más bello y tierno, bajo la suave luz filtrada y entre el silencio conmovedor de los claros del bosque de las hadas. El Hada le preguntó más detalles sobre Millie: si era hermosa, y cosas así, muchas veces. Imagino que cuando respondió a la pregunta sobre la belleza de Millie, él dijo que «era perfecta». Y entonces, o en una ocasión parecida, el Hada le dijo que se enamoró de él cuando dormía a la luz de la luna y que, al no saber nada de Millie, le había llevado al País de las Hadas pensando que tal vez se enamorara de ella. «Pero ahora sé que no puedes —dijo ella—, así que te quedarás un poco más conmigo y después debes volver con Millie». Él ya estaba enamorado del Hada y, a pesar de estas palabras, por pura inercia de su espíritu persistió en la actitud que ya había adoptado. Me imagino a Mr. Skelmersdale sentado, estupefacto entre todas esas cosas hermosas y relucientes y hablando de Millie, de la pequeña tienda que pensaba montar, de la necesidad de comprar un caballo y un carro… Y este estado absurdo de cosas debió de prolongarse durante días y días. Me parece ver a esta señorita flotando sobre él y tratando de divertirle, demasiado delicada para comprender su complejidad y demasiado tierna para dejarle ir. Como si estuviera hipnotizado, iba con ella de un lado para otro, ciego a todas las cosas del País de las Hadas, excepto a la maravillosa relación que mantenía. Es difícil, es imposible ofrecer en un libro el efecto de la ternura radiante del Hada que brillaba a través de la selva de frases toscas e imperfectas del pobre Mr. Skelmersdale. Para mí, al menos, brilló intensamente a través del desorden de su narración como una luciérnaga en una maraña de hierbajos. Debió de pasar mucho tiempo mientras todo esto sucedía —ya dije que una vez bailaron bajo la luz de la luna en los cercados que tachonaban los prados cercanos a Smeeth—, pero un buen día las cosas tocaron a su fin. Ella le condujo a una gran caverna, iluminada «por una extraña luz roja», donde había cofres apilados, copas, cajas de oro y un enorme montón de algo que a todos los sentidos de Mr. Skelmersdale les pareció oro acuñado. Había pequeños gnomos entre estos tesoros, que saludaron al Hada cuando llegó y permanecieron a su lado. Y de pronto ella se volvió hacia él con una mirada refulgente. «Ya es hora —dijo ella— de que te deje ir; has sido muy amable por estar conmigo tanto tiempo. Debes volver con tu Millie. Debes volver con tu Millie y, tal como te prometí, te darán tu oro». —No pudo sostener la respiración —me dijo Mr. Skelmersdale—. Entonces tuve un sentimiento extraño… —añadió, y se tocó el pecho— como si me desmayara. Empalidecí y me estremecí… incluso entonces no pude decir una palabra. Hizo una pausa. —Ya —dije. La escena estaba más allá de su capacidad de descripción. Pero sé que ella le despidió con un beso. —¿Y usted no dijo nada? —Nada —dijo—. Me quedé como una vaca atiborrada. Se volvió a mirarme solo una vez, sonriente y llorosa —pude ver cómo le brillaban los ojos— y luego se fue; y en torno a mí, sus pequeños compañeros estaban muy ocupados llenándome de oro las manos, los bolsillos y cualquier sitio que encontraban. Fue en ese momento cuando desapareció el Hada y Mr. Skelmersdale comprendió realmente todo. De pronto empezó a desembarazarse del oro que le obligaban a coger y les gritó que no le dieran más. —No quiero vuestro oro —les dije—. Todavía no he acabado. No me voy. Quiero hablar con el Hada otra vez. Empecé a correr tras ella, pero los gnomos me echaron para atrás. Sí, clavaron sus manitas en mi cintura y me hicieron retroceder a empujones. Siguieron dándome más y más oro, hasta que empezó a correr por debajo de los pantalones y rebosaba en mis manos. «No quiero vuestro dinero —les dije—, solo quiero hablar con el Hada otra vez». —¿Y habló con ella? —Terminé peleándome. —¿Antes de verla? —No la llegué a ver. Cuando me libré de ellos, no la vi en ninguna parte. Así que salió corriendo de la cueva rojiza en su busca. Recorrió una gruta larga y después salió a un espacio grande y desolado donde una multitud de fuegos fatuos volaba de aquí para allá. Los elfos danzaban burlonamente a su alrededor y los pequeños gnomos, que habían salido de la cueva en su persecución con puñados de oro, lo lanzaban contra él al tiempo que gritaban: «¡Amor de hadas, oro de hadas! ¡Amor de hadas, oro de hadas!». Cuando oyó estas palabras, Mr. Skelmersdale sintió el temor de que todo hubiera terminado; alzó la voz y la llamó por su nombre, y de pronto echó a correr por la pendiente que sale de la boca de la caverna, a través de un lugar cubierto de espinas y zarzas, llamándola en voz alta repetidas veces. Los elfos danzaban indiferentes a su alrededor, pellizcándole y pinchándole; los fuegos fatuos giraban en torno a él y se abalanzaban contra su cara, y los gnomos le perseguían gritándole y arrojándole el oro de las hadas. Cuando corría en medio de este tropel singular que le aturdía, se hundió inesperadamente en un pantano hasta las rodillas; de pronto se encontró entre raíces retorcidas, su pie quedó atrapado en una, tropezó y cayó… Cayó y rodó, y en ese instante se encontró tumbado en el monte Aldington, completamente solo bajo las estrellas. Se incorporó con fuerza en seguida, dijo, y descubrió que estaba frío y entumecido, y su ropa humedecida por el rocío. La primera palidez de la aurora y un viento helado surgieron a la vez. Pudo haber pensado que todo había sido un sueño de una vividez extraordinaria hasta que metió la mano en el bolsillo y lo encontró atiborrado de ceniza. Entonces supo con certeza que era el oro de las hadas que le habían dado los gnomos. Todavía podía sentir los pellizcos y pinchazos, aunque no tenía ningún cardenal. De esta manera, y tan bruscamente, Mr. Skelmersdale volvió del País de las Hadas al mundo de los hombres. Incluso entonces, creyó que todo había sido cuestión de una noche, hasta que llegó a la tienda de Aldington Corner y descubrió, en medio del asombro general, que había estado fuera tres semanas. —¡Señor! ¡Menudo apuro pasé! —dijo Mr. Skelmersdale. —¿Y eso? —Cuando tuve que explicarlo. Supongo que usted nunca ha tenido que explicar una cosa así. —Nunca —dije. Y se explayó hablando de la reacción de esta persona, de aquella… Evitó pronunciar un nombre durante un rato. —¿Y Millie? —dije por fin. —No tenía ninguna gana de verla —dijo. —Me figuro que ella habría cambiado. —Todo el mundo había cambiado. Todos habían cambiado para siempre, ¿sabe? Me parecían más grandes y bastos. Y sus voces más fuertes. ¿Por qué el sol, cuando salía por la mañana, me hería los ojos? —¿Y Millie? —No quería ver a Millie. —¿Y cuándo la vio? —Me encontré con ella el domingo cuando salía de la iglesia. «¿Dónde has estado?», me preguntó. Vi que iba a haber bronca, pero me daba igual. Me dio la impresión de que me había olvidado de ella incluso cuando me estaba hablando. No significaba nada para mí. No llegaba a entender qué había visto en ella, o a qué se habría debido mi atracción. A veces, cuando estaba ausente, volvía a pensar algo en ella; pero nunca cuando estaba presente, pues entonces aparecía la otra y la oscurecía… De cualquier forma, esto no le rompió el corazón. —¿Se casó? —pregunté. —Se casó con un primo —dijo Mr. Skelmersdale, y meditó un rato con la mirada puesta en el dibujo del mantel. Cuando volvió a hablar, quedó claro que su antigua novia había desaparecido por completo de su espíritu y que la conversación le había traído de nuevo la imagen del Hada, que triunfaba en su corazón. Se puso a hablar de ella… y pronto empezó a revelar cosas extrañas, secretos de amor insólitos que sería desleal repetir aquí. Pienso, en efecto, que la cosa más extraordinaria de todo fue escuchar, cuando terminó su relato, a este pequeño tendero acicalado, con su vaso de whisky junto a él y un cigarro entre los dedos, confesar, todavía con dolor, aunque mitigado por el tiempo, el insaciable deseo amoroso que en poco tiempo se había adueñado de él. —No podía comer —dijo—, no podía dormir. Me equivocaba en los pedidos y daba mal el cambio. Ella estaba presente noche y día sin dejar de atraerme un instante. ¡Oh! ¡Yo la deseaba, Señor! ¡Cuánto la deseé! Casi todas las noches iba al monte y daba vueltas y vueltas, rogándoles que me dejaran entrar. Gritaba. A veces estallaba en sollozos. Me sentía estúpido y miserable. Me decía sin cesar que había sido una ilusión. Y todos los domingos por la tarde subía allí, hiciera buen tiempo o no, aunque yo sabía tan bien como usted que era inútil durante el día. Intenté dormir allí. Se interrumpió de pronto y decidió beber un trago de whisky. —Intenté dormir allí —dijo, y podría jurar que sus labios temblaron—. Intenté dormir allí una y otra vez. Y, ¿sabe, señor? No pude… nunca. Creo que si me hubiera dormido, habría pasado algo… Pero me echaba, me incorporaba, y no podía… porque pensaba en ello, porque lo deseaba ardientemente. Era el ansia… Lo intenté… Resopló, bebió convulsivamente el whisky que le quedaba, se levantó de repente y empezó a abrocharse la chaqueta, mirando y juzgando, mientras tanto, las reproducciones baratas que estaban junto a la repisa de la chimenea. La libreta donde apuntaba los pedidos del día sobresalía con rigidez del bolsillo de la chaqueta. Cuando terminó de abrocharse todos los botones se pasó la mano por el pecho y se volvió hacia mí bruscamente. —Bueno —dijo—, me tengo que ir. Había algo en sus ojos y en su actitud que me resulta demasiado difícil expresar con palabras. —Uno empieza a hablar… —dijo finalmente en la puerta, sonrió con tristeza, y así desapareció de mi vista. Y esta es la historia de Mr. Skelmersdale en el País de las Hadas, tal como me la relató. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
¿De dónde viene la voz?
Cuento
Una vez compuestas sus piernas llevaron a Bailey al estudio y le pusieron en una camilla delante de la ventana abierta. Allí yacía, vivo, aunque con fiebre hasta la cintura y, más abajo, dos cilindros de pura momia envueltos en blancos vendajes. Intentó leer, hasta trató de escribir un poco, pero la mayor parte del tiempo miraba por la ventana. Había pensado en la ventana como algo alegre para empezar, pero ahora daba gracias a Dios por ella muchas veces al día. Dentro, la habitación era oscura y gris, y en la luz reflejada el deterioro de los muebles quedaba claramente de manifiesto. Tenía la medicina y el agua en la mesita, junto a desperdicios tales como las desnudas ramillas de un racimo de uvas o las cenizas de un cigarro puro en un platito verde o un periódico vespertino del día anterior. La vista exterior estaba inundada de luz y por la esquina llegaba la cabeza de la acacia, y a los pies la parte superior de la barandilla del balcón de hierro forjado. En primer término estaba la ondulante plata del río, nunca quieta, y que sin embargo nunca cansa. Más allá, el cañaveral de la orilla, una amplia extensión de praderas, y luego una línea oscura de árboles que terminaba en un grupo de álamos en el distante recodo del río, y, más alta detrás de ellos, una torre cuadrada de iglesia. Durante todo el santo día había cosas pasando río arriba y abajo. Ahora era una fila de barcazas a las que la corriente bajaba hacia Londres, cargadas de cal o de barriles de cerveza; luego una lancha de vapor expulsando densas masas de humo negro y perturbando toda la anchura del río con largas, ondulantes olas; después una impetuosa lancha eléctrica; a continuación un barco cargado de turistas; un solitario bote de un remero o uno de cuatro remeros procedente de algún club de remo. Quizás el río estaba más tranquilo de madrugada y ya avanzada la noche. Una noche con luz de luna unos bajaron con la corriente cantando y tocando la cítara, que sonaba muy bien al otro lado del agua. En pocos días Bailey empezó a reconocer algunas embarcaciones, en una semana se sabía la historia íntima de media docena. La lancha Luzón, de la empresa Fitzgibbon, dos millas más arriba, pasaba apresuradamente hasta tres o cuatro veces al día, muy llamativa con su colorido rojo azulado y amarillo y con sus dos ayudantes orientales; y, un día, para gran diversión de Bailey, el barco-vivienda, Emperador de Púrpura, se detuvo fuera y desayunaron con la familiaridad más desvergonzada. Después, una tarde, el capitán de una lenta barcaza empezó una bronca con su mujer según entraban en el área de visión por la izquierda, y la había llevado hasta la violencia personal antes de desaparecer detrás del marco de la ventana por la derecha. Bailey consideraba todo eso como un entretenimiento montado para distraer su enfermedad y aplaudía todos los incidentes más conmovedores. La señora Green, cuando entraba a infrecuentes intervalos con las comidas, le sorprendía batiendo las palmas o llorando silenciosamente. ¡Más, más! Pero los actores del río tenían otras cosas que hacer y su más, más pasaba inadvertido. —Nunca hubiera pensado que me tomaría tanto interés en cosas que no me conciernen —dijo Bailey a Wilderspin, quien acostumbraba entrar a su manera, nerviosa y amable, para tratar de consolar al enfermo dejándole hablar. »Pensaba que esta capacidad de ocio era distintiva de los niños pequeños y de las señoras mayores. Pero son solo las circunstancias. Yo simplemente no puedo trabajar y las cosas tienen que seguir su curso, es inútil impacientarse y luchar. Así que aquí estoy tumbado y tan divertido como un crío con una carraca con este río y sus asuntos. A veces, desde luego, se pone un poco aburrido, pero no a menudo. Daría cualquier cosa, Wilderspin, por un hundimiento, nada más que uno, una sola vez. Cabezas nadando y una lancha de vapor al rescate y un tipo o alguien sacado con un bichero… ¡Ahí va la lancha de Fitzgibbon! Tienen un bichero nuevo, ya veo, y el negrito todavía tiene morriña. Creo que no está muy bien, Wilderspin. Lleva así dos o tres días, sentado de forma malhumorada y meditando sobre el batir del agua. No es saludable para él estar siempre mirando fijamente a la espuma que sale de la popa. Observaron al pequeño vapor que cruzaba apresuradamente la parte del río iluminada por el sol, sufrir una momentánea ocultación a causa de la acacia y escurrirse fuera de la vista tras el oscuro marco de la ventana. —Estoy consiguiendo un ojo maravilloso para los detalles —dijo Bailey—. Distinguí ese bichero nuevo inmediatamente. El otro negro es un personajillo divertido. Con el bichero viejo nunca solía pavonearse de esa manera. —¿Son malayos, no? —intervino Wilderspin. —No sé —respondió Bailey—. Pensaba que toda esa clase de marineros se llamaban Lascar o marineros indios. Luego empezó a contar a Wilderspin lo que sabía de los asuntos privados del barco-vivienda Emperador de Púrpura. —Es curioso —dijo— cómo esa gente viene de los cuatro puntos cardinales, de Oxford y Windsor, de Asia y África, y se juntan y pasan ante la ventana solo para entretenerme. Anteayer un hombre salió flotando del infinito, cogió enfrente un cangrejo perfecto, perdió y recuperó un cráneo y desapareció de nuevo. Probablemente no vuelva a entrar más en mi vida. Por lo que a mí se refiere ha vivido y ha tenido sus pequeños problemas, quizá treinta, quizá cuarenta años en la tierra solo para hacer el ridículo durante tres minutos delante de mi ventana. Algo maravilloso, Wilderspin, si lo piensas. —Sí —corroboró Wilderspin—, ¿verdad? Un día o dos después de esto, Bailey tuvo una mañana brillante. Desde luego, hacia el final del asunto se volvió casi tan excitante como pudiera serlo cualquier espectáculo visto desde una ventana. Comenzaremos, no obstante, por el principio. Bailey estaba completamente solo en la casa, pues su ama de llaves había ido a la ciudad, a tres millas de distancia, a pagar recibos y la criada tenía su día libre. La mañana empezó aburrida. Una canoa subió hacia las nueve y media y más tarde bajó una barca cargada de hombres de acampada. Pero fueron cosas puramente marginales. La situación se alegró en torno a las diez. Empezó con algo blanco que revoloteaba en la lejana distancia, donde los tres álamos señalaban el recodo del río. —Pañuelo —dijo Bailey cuando lo vio—. No. ¡Demasiado grande! Bandera, quizá. Sin embargo no era una bandera porque andaba saltando por allá. —Hombre vestido de blanco corriendo deprisa hacia aquí —dijo Bailey—. ¡Eso sí que es suerte! Pero para traje es muy amplio. Entonces sucedió algo especial. Hubo un minúsculo brillo rosado entre los oscuros árboles a lo lejos y una pequeña humareda de color gris pálido que empezó a difuminarse y desaparecer en dirección este. El hombre de blanco saltó y continuó corriendo. Pronto llegó el ruido del disparo. —¡Qué diablos! —exclamó Bailey—, parece como si alguien le estuviera disparando. Se irguió rígido y fijó atentamente la mirada. La figura blanca venía por el sendero a través del trigo. —¡Que me cuelguen si no es uno de esos negros de Fitzgibbon! —dijo Bailey—. Me pregunto por qué sigue moviendo el brazo. Entonces otras tres figuras se hicieron claramente visibles destacando contra el oscuro fondo de los árboles. En la orilla opuesta un hombre que caminaba hacía su entrada bruscamente en el cuadro. Tenía una barba negra y vestía pantalones de franela, un cinturón rojo y un amplio sombrero gris de fieltro. Andaba inclinándose muchísimo hacia adelante y balanceando las manos. Detrás de él se podía ver el barrido de la hierba que hacía la soga de remolque de la barca que estaba arrastrando. Miraba atentamente la figura blanca que atravesaba precipitadamente el trigo. De repente se detuvo. Luego Bailey pudo ver que, con un gesto peculiar, empezaba a tirar de la soga de remolque mano sobre mano. Más allá del agua se podían oír las voces de la gente en la todavía invisible barca. —¿Detrás de qué andas, Hagshot? —preguntó alguien. El individuo del cinturón rojo gritó algo que era inaudible y continuó tirando de la soga al tiempo que por encima del hombro miraba la figura blanca que avanzaba. Bajó a la orilla y la soga hizo un sendero entre las cañas y azotaba el agua entre tirón y tirón. Luego pudo ver únicamente la proa de la barca con el palo de remolque y un hombre alto y rubio que estaba en pie tratando de ver por encima de la orilla. La barca chocó inesperadamente entre las cañas y el hombre alto y rubio desapareció de repente habiendo caído aparentemente hacia atrás en la parte invisible de la barca. Hubo una maldición y carcajadas confusas. Hagshot no se rió, sino que saltó deprisa a la barca y desatracó. Bruscamente, la barca desapareció del área de visión de Bailey. Pero todavía se la oía. La melodía de las voces sugería que sus ocupantes estaban ocupados en decirse unos a otros lo que tenían que hacer. La figura que corría se estaba acercando a la orilla. Bailey pudo ver ahora claramente que era uno de los orientales de Fitzgibbon y empezó a darse cuenta de lo que podía ser el objeto sinuoso que llevaba en la mano. Otros tres hombres seguían al primero por el trigo y el más adelantado llevaba lo que con toda probabilidad era el fusil. Estaban quizás a doscientas yardas o más detrás del malayo. —Se trata de una caza del hombre, ¡por todos los santos! —exclamó Bailey. El malayo se detuvo un momento a inspeccionar la orilla por la derecha. Luego abandonó el sendero y, atravesando por el trigo, desapareció en aquella dirección. Los tres perseguidores hicieron lo mismo y, después de un breve intervalo, sus cabezas y brazos gesticulantes también desaparecieron del campo de visión de Bailey. Bailey se olvidó de sí mismo tanto que hasta llegó a jurar. —¡Justo ahora que las cosas se estaban poniendo interesantes! Algo parecido al chillido de una mujer llegó por el aire. Luego, gritos, un aullido, un golpe sordo fuera en el balcón que le hizo dar un salto a Bailey y después el sonido de un fusil. —Esto es muy duro para un inválido —dijo Bailey. Pero aún iba a suceder más en este cuadro, muchísimo más. El malayo reapareció corriendo ahora por la orilla corriente arriba. Su zancada era más rápida y más corta que antes. Estaba amenazando a alguien que iba delante con el horrible cris que llevaba. El filo —observó Bailey— era romo, no brillaba como debía hacerlo el acero. Después venía el hombre alto y rubio blandiendo un bichero y tras él otros tres hombres vestidos de marineros corriendo torpemente con remos. El hombre del sombrero gris y el cinturón rojo no estaba con ellos. Después de un intervalo los tres hombres con el fusil reaparecieron todavía en el trigo, pero ahora cerca de la orilla. Surgieron por el sendero de remolcar y se apresuraron detrás de los otros. La orilla opuesta quedó en blanco y desolada otra vez. La habitación del enfermo fue deshonrada con más tacos. —Daría mi vida por conocer el final de todo esto —dijo Bailey. Hubo gritos confusos corriente arriba. Una vez pareció que se acercaban, pero le decepcionaron. Bailey seguía sentado y gruñía. Estaba todavía refunfuñando cuando sus ojos captaron algo negro y redondo entre las olas. —¡Hola! —exclamó. Miró con atención y vio dos cuerpos negros de forma triangular echando espuma de vez en cuando a aproximadamente una yarda delante de aquello. Estaba todavía dudoso sobre cuándo aparecería de nuevo a la vista la pequeña banda de perseguidores y empezó a apuntar a ese objeto flotante. Estaban hablando con ansiedad. Luego el hombre del fusil apuntó. —Está nadando por el río, ¡cielos! —exclamó Bailey. El malayo miró hacia atrás, vio el fusil y se sumergió. Salió tan cerca de la orilla de Bailey que una de las barras del balcón le ocultó un momento. Cuando emergió, el hombre del fusil disparó. El malayo siguió adelante sin parar. Bailey podía ver ahora el pelo húmedo sobre su frente y el cris entre los dientes, y al poco quedaba oculto por el balcón. Esto le pareció a Bailey un error insufrible. Ahora había perdido al hombre para siempre, eso fue lo que pensó. ¿Por qué el muy bruto no podía haberse dejado coger decentemente en la orilla opuesta o ser alcanzado en el agua? —Es peor que Edwin. —criticó Bailey. Más allá del río, también, las cosas se habían puesto completamente en blanco. Los siete hombres habían ido de nuevo corriente abajo, probablemente por la barca para seguirle cruzando el río. Bailey escuchó y esperó. Hubo silencio. —Seguramente no termina así —reflexionó Bailey. Pasaron cinco, diez minutos. Luego un remolcador con dos barcazas subió corriente arriba. La actitud de sus hombres era la de aquellos que no ven nada destacable ni en la tierra ni en el agua ni en el cielo. Claramente todo el asunto había salido del campo de visión del río. Probablemente la caza se había internado en los bosques de hayas de detrás de la casa. —¡Maldita sea! —exclamó Bailey—. Otra vez el continuará, y esta vez sin ninguna posibilidad de continuación. Esto es maltratar a un enfermo. Oyó un paso en la escalera detrás de él y, mirando alrededor, vio la puerta abierta. La señora Green entró y se sentó, jadeando. Todavía tenía puesto el sombrero, el monedero en la mano y la cestita marrón en el brazo. —¡Oh, menos mal! —exclamó, dejando a Bailey que imaginara el resto. —Tómese un poco de whisky con agua, señora Green, y cuéntemelo todo —dijo Bailey. Con unos sorbitos, la señora empezó a recuperar sus capacidades explicativas. Una de esas criaturas negras de Fitzgibbon se había vuelto loca y andaba corriendo por ahí con un gran cuchillo, matando a la gente. Había matado a un mozo de caballos, acuchillado a un mayordomo y casi le corta el brazo a un caballero que daba un paseo en barca. —Corriendo alocadamente con un cris —dijo Bailey—. Pensé que de eso era de lo que se trataba. Y estaba escondido en el bosque cuando ella lo atravesó viniendo de la ciudad. —¿Qué? ¿La persiguió? —preguntó Bailey con cierto tono de regocijo en la voz. —No, eso fue lo horrible —explicó la señora Green. Había atravesado completamente el bosque y no supo que estaba allí. Fue únicamente al encontrarse en los arbustos con el joven Fitzgibbon cargado con su fusil cuando se enteró por primera vez. Aparentemente, lo que molestaba a la señora Green era la emocionante oportunidad perdida. Estaba, sin embargo, decidida a aprovechar al máximo lo que le quedaba. —¡Pensar que él estaba allí todo el tiempo! —repitió una y otra vez. Bailey lo soportó con bastante paciencia durante unos diez minutos. Finalmente consideró aconsejable imponerse. —Es la una y veinte, señora Green, no cree que es hora de que me traiga algo de comer? Eso puso a la señora Green de rodillas. —¡Oh, Dios mío! —exclamó—. Oh, señor, no me haga salir de esta habitación hasta que sepa que lo han cogido. Puede que haya entrado en la casa, señor. Pudiera estar arrastrándose, arrastrándose con ese cuchillo suyo por el comedor en este mismísimo… Se interrumpió súbitamente y miró aterrada por encima de él hacia la ventana. Se quedó con la boca abierta. Bailey volvió bruscamente la cabeza. Durante medio segundo las cosas parecieron estar como estaban. Allí estaba el árbol, el balcón, el río reluciente, la distante torre de la iglesia. Luego observó que la acacia estaba desplazada aproximadamente un pie hacia la derecha y que se estremecía y las hojas susurraban. El árbol fue agitado violentamente y se oyó un intenso jadeo. Al momento siguiente una mano morena y peluda había hecho aparición y agarraba las barandillas del balcón, y a continuación la cara del malayo estaba mirando a través de ellas al hombre en la camilla. Su expresión era una mueca desagradable a causa del cris que tenía entre los dientes, y sangraba por una fea herida en la mejilla. El pelo húmedo, pero secándose, le sobresalía como cuernos de la cabeza. Estaba desnudo salvo por los empapados pantalones pegados al cuerpo. El primer impulso de Bailey fue saltar de la cama, pero las piernas le recordaron que eso era imposible. Utilizando el balcón y el árbol, el hombre se elevó lentamente hasta que se hizo visible para la señora Green. Con un grito de ahogo ésta se dirigió a la puerta y manipuló torpemente el manillar. Bailey pensó con rapidez y agarró un frasco de medicinas en cada mano. Uno salió volando y se hizo pedazos contra la acacia. Silenciosa y deliberadamente, manteniendo los brillantes ojos fijos en Bailey, el malayo se subió al balcón. Bailey, agarrando todavía el segundo frasco, pero con una sensación de náusea y desastre en el alma, vio cómo primero una pierna y después la otra superaban la barandilla. La impresión que tenía Bailey era de que el malayo había tardado en torno a una hora en pasar la segunda pierna por encima de la barandilla. El periodo que transcurrió hasta que la posición de sentado cambiara a posición erecta parecía enorme —días, semanas, quizás un año o así. Sin embargo, Bailey no tenía una impresión clara de nada que se le pasara por la cabeza durante ese vasto periodo, excepto una vaga sorpresa ante su incapacidad para lanzar el segundo frasco de medicinas. De repente el malayo miró por encima del hombro. Sonó el disparo de un fusil. Estiró los brazos y cayó sobre la camilla. La señora Green inició un chillido tétrico que parecía que se iba a prolongar con toda probabilidad hasta el día del juicio final. Bailey miró al cuerpo moreno con el omóplato perforado que se retorcía de dolor entre sus piernas, manchando y empapando rápidamente los impecables vendajes. Luego miró al largo cris con rayas rojizas en la hoja que yacía sobre el suelo a una pulgada de los temblorosos dedos morenos. Después a la señora Green, que había pegado la espalda contra la puerta y miraba fijamente al cuerpo y chillaba en racheados arranques como si fuera a despertar a los muertos. Y entonces un último y convulsivo esfuerzo agitó el cuerpo. El malayo agarró el cris, intentó levantarse con la mano izquierda y se desplomó. Luego levantó la cabeza, miró un momento fijamente a la señora Green y, retorciendo la cara hacia atrás, miró a Bailey. Con un jadeante quejido, el moribundo logró asir las ropas de la cama con la mano inutilizada y, mediante un violento esfuerzo que produjo un daño extraordinario a Bailey en las piernas, se retorció lateralmente en dirección a la que debía ser su última víctima. Entonces algo pareció desatarse en la mente de Bailey y éste estrelló el segundo frasco con todas sus fuerzas contra la cara del malayo. El cris cayó pesadamente al suelo. —Cuidado con esas piernas —dijo Bailey cuando el joven Fitzgibbon y uno de la tripulación del barco le quitaron el cuerpo de encima. El joven Fitzgibbon tenía la cara muy pálida. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
El hombre petrificado
Cuento
—Hablando de precios de aves, he visto un avestruz que costó trescientas libras —dijo el taxidermista, recordando un viaje de su juventud—. ¡Trescientas libras! Me miró por encima de las gafas. —Otro en cambio no lo querían ni por cuatro libras. No, no se trataba de nada extraordinario. Eran avestruces vulgares y corrientes. Algo descoloridas además a causa de la dieta. Y no había tampoco ninguna restricción especial de la demanda. Cualquiera hubiera pensado que cinco avestruces comprados a un indio habrían salido baratos. Pero el problema estaba en que uno de ellos se había tragado un diamante. »El tipo al que se lo cogió fue sir Mohini Padisha, un dandy tremendo, un figurín de Piccadilly, podríamos decir que de los pies al cuello, porque luego venía una fea cabeza negra cubierta con un enorme turbante en el que estaba prendido el diamante. El bendito pájaro se lo llevó de un picotazo repentino, y cuando el tipo montó un escándalo, supongo que se dio cuenta de que había obrado mal y fue a mezclarse con los demás para preservar el anonimato. Todo sucedió en un minuto. Yo fui uno de los primeros en llegar, y allí estaba este pagano apelando a sus dioses, y dos marineros y el encargado de las aves muriéndose de risa. Pensándolo bien, era una manera muy rara de perder una joya. El encargado no estaba allí en ese momento, así que no sabía qué avestruz había sido. Estaba completamente perdido, ya me entiende. A decir verdad, no lo sentí mucho. El muy fanfarrón había estado pavoneándose con el diamante desde que subió a bordo. »Un suceso como ése no tarda un minuto en ir de un extremo a otro del barco. Todo el mundo hablaba de él. Padisha se retiró para ocultar sus sentimientos. A la comida —tragaba a solas con otros dos indios— el capitán trató de animarle respecto del asunto y él se puso muy excitado. Se volvió y me habló al oído. No compraría las aves, recuperaría su diamante. Exigía sus derechos como ciudadano británico. Tenían que encontrar su diamante. Su postura era inamovible. Apelaría a la Cámara de los Lores. El encargado de las aves era uno de esos cabezas cuadradas a los que no se puede meter una idea nueva en la mollera. Rechazó todas las propuestas de injerencia en la vida de los animales por medio de la medicina. Sus instrucciones eran las de alimentarlos y cuidarlos así y asá, y no iba a jugarse el puesto por no alimentarlos y cuidarlos así y asá. Padisha quería un lavado de estómago… aunque no se puede hacer eso a un pájaro, ya sabe. El tal Padisha defendía cantidad de procedimientos tortuosos, como la mayoría de esos benditos bengalíes, y hablaba de derecho de embargo sobre las aves y cosas así. Pero un abuelito que dijo que tenía un hijo abogado en Londres argumentó que lo que tragaba un pájaro se convertía ipso facto en parte del pájaro, y que por tanto la única solución de Padisha estaba en una demanda por daños e incluso en ese caso pudiera ser que se demostrara culpa concurrente. No tenía ningún derecho para actuar sobre un avestruz que no le pertenecía. Eso molestó muchísimo a Padisha, tanto más cuanto que la mayoría de nosotros lo consideró el punto de vista razonable. No había ningún abogado a bordo para resolver el asunto, así que todos hablábamos a nuestras anchas. Por fin, después de pasar Adén, parece que Padisha aceptó la opinión general y, a título personal, se acercó al encargado para hacerle una oferta por los cinco avestruces. »A la mañana siguiente se armó un buen lío en el desayuno. El encargado no tenía ninguna autoridad para negociar con las aves y por nada en el mundo las vendería, pero parece ser que le comentó a Padisha que un euroasiático llamado Potter le había hecho ya una oferta, por lo que Padisha denunció al tal Potter ante todos nosotros. Pero creo que la mayoría de nosotros pensaba que Potter había sido muy listo, y yo mismo, cuando Potter dijo que había enviado un telegrama desde Adén a Londres para comprar las aves y que tendría la respuesta en Suez, maldije vivamente la pérdida de aquella oportunidad. »En Suez, Padisha se puso a llorar —auténticas lágrimas— cuando Potter se convirtió en el dueño de las aves y le ofreció directamente doscientas cincuenta libras por los cinco avestruces, que era más del doscientos por ciento de lo que había pagado Potter. Éste dijo que le colgaran si se deshacía de una sola pluma, que lo que quería era matarlos uno a uno hasta encontrar el diamante; pero más tarde, pensándolo mejor, se ablandó un poco. Era un jugador empedernido, el tal Potter, un poco raro a las cartas; en cambio este tipo de negocio con premio incluido debía de sentarle como un guante. En cualquier caso propuso, como diversión, vender las aves en subasta pública, cada una de ellas por separado a personas distintas y a un precio de salida de ochenta libras por cabeza. Él se quedaría con una de las aves para probar su suerte. »Debe saber que el diamante era muy valioso —un diminuto judío, dedicado al comercio de diamantes que viajaba con nosotros, lo había tasado en tres o cuatro mil libras cuando Padisha se lo enseñó—, así es que la idea de apostar con los avestruces prendió. Ahora bien, por casualidad yo había mantenido algunas conversaciones sobre temas generales con el encargado de los avestruces, y de forma totalmente casual éste había dicho que uno de los avestruces estaba enfermo, se imaginaba que de indigestión. Tenía una pluma de la cola casi totalmente blanca, señal por la que lo reconocí; de forma que, cuando al día siguiente, la subasta empezó con él, yo superé con noventa libras las ochenta y cinco que ofrecía Padisha. Me imagino que estaba demasiado seguro e impaciente con mi apuesta y alguno de los otros descubrió que yo estaba en el ajo. Entonces Padisha fue por esa ave como un lunático irresponsable. Finalmente el judío comerciante en diamantes lo consiguió por ciento setenta y cinco libras, Padisha ofreció ciento ochenta justo después de caer el martillo, o eso declaró Potter. En todo caso, el comerciante judío se lo quedó y allí mismo sacó una escopeta y lo mató. Potter organizó un escándalo porque, según decía, eso perjudicaría la venta de los otros tres. Padisha, por supuesto, se comportó como un idiota, pero todos estábamos muy excitados. No te cuento lo contento que estaba cuando terminó la disección sin encontrarse el diamante, más contento que unas pascuas. Yo mismo había llegado a ofrecer hasta ciento cuarenta por aquel avestruz. »El hombrecillo judío se comportó como la mayoría de los judíos y no armó ningún alboroto por su mala suerte, pero Potter desistió de seguir con la subasta hasta que se aceptara que la mercancía solo se entregaría una vez terminada la venta. El hombrecillo judío quería demostrar que se trataba de un caso excepcional y como los argumentos andaban muy igualados se pospuso el asunto hasta el día siguiente. Aquella noche tuvimos una cena animada, se lo puedo asegurar, pero finalmente Potter se salió con la suya, puesto que parecía razonable que él estaría más seguro si se quedaba con todas las aves y que nosotros le debíamos cierta consideración por su comportamiento deportivo. Y el caballero que tenía el hijo abogado dijo que había estado dándole vueltas al asunto y pensaba que era muy dudoso si, una vez abierto el pájaro y recobrado el diamante, no debería ser devuelto a su auténtico dueño. Recuerdo haber sugerido que eso caía dentro de la ley de tesoros encontrados, que realmente era lo cierto sobre el tema. Hubo una discusión muy acalorada, pero resolvimos que desde luego era estúpido matar las aves a bordo del barco. Luego el viejo caballero, extendiéndose a su gusto en la charla legal, trató de establecer que la venta era una lotería, y por tanto ilegal, y apeló al capitán, pero Potter dijo que él vendía las aves en tanto que avestruces. Él no quería vender diamantes, decía, ni ofrecía eso como un incentivo. Las tres aves que él subastaba, según todos sus conocimientos y creencias, no contenían ningún diamante. Éste estaba en el que se había reservado, o así lo esperaba. »De todas formas los precios subieron al día siguiente. El hecho de que ahora hubiera cuatro posibilidades en lugar de cinco originó una subida. Las benditas aves lograron una media de doscientas veintisiete libras, y, lo que es bastante extraño, Padisha no logró adjudicarse ninguna de ellas, ni una siquiera. Armó demasiado escándalo, y cuando debía estar pujando, estaba hablando de embargos, además Potter le trataba con cierta dureza. Un avestruz fue adjudicado a un modesto y callado oficial, otro al hombrecillo judío y el tercero a un grupo de ingenieros. Entonces pareció que Potter de repente lamentaba haberlos vendido, y decía que había tirado por la ventana mil libras claras como el agua y que probablemente no conseguiría nada y que siempre había sido un tonto, pero cuando fui a tener una pequeña charla con él con la idea de convencerle para que protegiera su última oportunidad, me encontré con que ya había vendido el avestruz que se había reservado a un político que iba a bordo, un tipo que había estado estudiando durante sus vacaciones los problemas sociales y la moralidad de la India. Ese último fue el avestruz de las trescientas libras. Bueno, pues desembarcaron tres de las benditas criaturas en Brindisi, a pesar de que el viejo caballero dijo que era una violación de las regulaciones aduaneras, y Potter y Padisha también desembarcaron. El indio parecía medio loco al ver que su dichoso diamante andaba de acá para allá, por decirlo así. Seguía diciendo que conseguiría una orden judicial (lo de la orden judicial se le había metido en la cabeza) y dando su nombre y dirección a todos los tipos que habían comprado las aves para que supieran adónde tenían que enviar el diamante. Ninguno de ellos quería su nombre y dirección, y ninguno estaba dispuesto a dar los suyos propios. Le digo que hubo un buen jaleo en el andén. Todos ellos partieron en trenes diferentes. Yo continué hasta Southampton, y allí vi al último avestruz cuando desembarcaba. Era el que habían comprado los ingenieros, y estaba de pie junto al puente en una especie de jaula con todo el aspecto de ser el marco más estúpido y zanquilargo de un diamante valioso que se haya visto jamás… si es que era el marco del valioso diamante. »¿Que cómo terminó? ¡Oh! Pues así. Bueno… quizá. Sí, hay una cosa más que puede arrojar alguna luz. Una semana más o menos después de desembarcar bajaba yo por Regent Street haciendo unas compras, y… ¿a quién veo hombro con hombro y pasándoselo a las mil maravillas sino a Padisha y a Potter? Si lo piensa seriamente… »Sí. Lo he pensado. Solo que, sabe usted, no hay duda de que el diamante era auténtico. Y Padisha era un indio eminente. He visto su nombre en los periódicos… a menudo. Pero si el avestruz tragó o no el diamante ciertamente es otro asunto, como usted dice. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
El lago de la luna
Cuento
Le dije a mi esposa: “Puedes estirar la mano y apagarla. No tienes que estarte ahí viéndole la cara a un negro si no quieres, o escuchando lo que no quieres oír. Este todavía es un país libre.” Quizá fue así como se me ocurrió la idea Me dije, puedo averiguar exactamente dónde en Thermopylae vive ese negro que tiene las horas contadas. Y sin que me resulte para nada trabajoso Y no dije esto porque quede bien cerca de donde vivo yo. Pero por otro lado uno podría tener sus razones para saber cómo llegar hasta ahí en la oscuridad. Es donde van todos por eso que quieren cuando más lo quieren. ¿O me equivoco Durante toda la noche el letrero luminoso del Branch Bank dice qué hora es y cuánto calor hace. Cuando eran quince para las cuatro, y hacían 92 grados, era yo el que pasaba en el camión de mi cuñado. Él no reparte nada a esa hora Uno deja atrás Four Corners y se dirige hacia el poniente por la calle Nathan B. Forrest, pasando por Surplus and Salvage, no mucho más allá del autocine Kum Back y el Trailer Park, sin llegar hasta donde empiezan los letreros que dicen “Carnada viva”, “Partes usadas”, “Fuegos artificiales”, “Duraznos” y “Hermana Peeble, lectora y consejera”. Hay que dar vuelta antes de tocar los bordes de la ciudad y regresar hacia las vías del tren. Y han pavimentado su calle Su luz estaba prendida, esperándome. Ni más ni menos que en su garaje. Su coche no está. Anda por ahí planeando otras formas de hacer eso que les decimos que no pueden hacer. Sabía que llegaría antes que él. Lo único que me quedaba por hacer era elegir mi árbol, caminar hasta ahí y pararme detrás de él Fui sabiendo que iba a tener que esperar, pero hacía tanto calor que nomás me puse a rezar que ninguno de los dos se fuera a derretir antes de acabar con todo esto Eso sí, yo no había hecho ningún trato He oído lo que todos han oído sobre Goat Dykeman, en Mississippi. Por supuesto, todos saben la historia de Goat Dykeman. Goat mandó decirle al gobernador que si lo dejaban salir de la cárcel iría para allá a pegarle un tiro a ese negro Meredith, sacándolo así para siempre de la escuela. El viejo Ross le dio vueltas al asunto antes de decirle que no, se entiende Yo no soy ningún Goat Dykeman, no estoy en ninguna cárcel, y no le voy a pedir a ningún gobernador Barnett que me dé nada. A menos que quiera darme unas palmaditas para felicitarme por todo el trabajo que me tomé esta mañana. Pero si no quiere, que no lo haga. Lo que hice lo hice solo por mi propia satisfacción En cuanto oí un motor supe quién venía. Ése era él, tenía que ser él. Era el negro indicado quien se dirigía en un coche blanco nuevo hacia el garaje con la luz encendida pero se detuvo antes de llegar, quizá para no despertarlos. Era él. Lo supe cuando apagó las luces del coche y sacó un pie y lo supe al verlo parado tan oscuro contra la luz. Lo supe entonces tal y como me reconozco a mí mismo ahora. Y también lo supe por su espalda quieta y alerta Nunca lo había visto antes, nunca lo vi después, nunca vi su cara negra salvo en retratos, nunca vi su cara con vida, jamás en ningún lugar, ni quería, ni tenía que, ni nunca esperaba ver esa cara ni nunca lo haré. Mientras no empezara yo a dudar Tenía que ser él. Se quedó muy quieto y esperó contra la luz, su espalda fija, fija en mí como los globos de los ojos de un predicador cuando grita “¿Estás salvado?” Era él Ya había levantado mi rifle. Ya había apuntado. Y ya lo tenía porque era demasiado tarde para que cualquiera de los dos no se moviera ni un milímetro Algo más oscuro que él, como las alas de un pájaro, se abrió sobre sus espaldas y lo jaló hacia abajo. Se levantó una vez, como un hombre bajo un par de garras, y como si la sangre sola pudiera pesar una tonelada caminó con ella sobre sus espaldas hasta donde había más luz. No llegó más allá de su puerta. Y cayó para siempre Cayó. Cayó, y una tonelada de ladrillos sobre sus espaldas no habría resultado más pesada. Ahí sobre las baldosas de su propia entrada, sí señor Y no hacía ni un minuto que había dejado de cantar el ruiseñor. Había estado cantando en lo alto de mi árbol de sasafrás. O amaneció temprano, o nunca se fue a dormir, era como yo. Y el pájaro se había quedado conmigo, llenando el aire hasta que llegó el estallido, hasta que descargué mi rifle. Era como él. Estaba en la cima del mundo. Por una vez Me paré en el borde de su luz, ahí donde estaba tendido. Dije “¿Roland? Solo quedaba un camino, que tomara la delantera y me quedara ahí, y es lo que acabo de hacer. Ahora yo estoy vivo y tú no. Ahora ya nunca vamos a ser iguales ¿y sabes por qué? Uno de nosotros está muerto. ¿Qué te parece, Roland?” dije. “Pero tú te la buscaste.” Esperé un minuto solo para ver si salía alguien el tiempo suficiente como para recogerlo. Y sale la mujer. Dudo que se hubiera dormido. Me pareció que había estado ahí adentro, manteniéndose despierta todo ese tiempo Estaba muy verde por donde salí corriendo a través del jardín. ¡A esa negra esposa suya bien que le gustaba tener un bonito césped! Apuesto que a mi esposa no le gustaría nada tener que pagar su cuenta de agua. Ni su cuenta de luz. Y ahí estaba el camión de mi cuñado, esperando con la puerta abierta. “Prohibido llevar pasajeros” —no se refería a mí No se me ocurre qué más hubiera podido hacer para que todo saliera aún mejor. Quizá una silla mientras esperaba. Camino a casa caí en la cuenta de qué poco necesita uno para hacer lo que realmente quiere hacer. Eran las 4.34 y mientras miraba cambió a 35. Y la temperatura se atoró ahí donde estaba. Les aseguro que toda esa noche no bajó, se mantuvo en sus buenos 92 grados Mi esposa dijo: “¿Y no te picaron los moscos?” Dijo: “Bueno, se han estado preguntando esto —por qué alguien no se tomaba el trabajo de cargar un rifle para sacar a algunos de estos agitadores de Thermopylae—. ¿No insistía este tipo siempre con lo mismo, de qué buena idea sería? ¿El que escribe una columna todos los días?” Le dije a mi esposa: “Encuentra alguna manera para que no me den todo el crédito” “Dice háganlo por Thermopylae”, dijo mi esposa. “¿Nunca hojeas el periódico?” Le digo “Thermopylae nunca hizo nada por mí. Y yo no le debo nada a Thermopylae. No lo hice por ti, como tampoco haría nada por esos Kennedy, ¡carajo! Lo hice por mi propia satisfacción” “Con esto seguro que va a salir otra vez en la tele”, dijo mi esposa. “Espera a que lo entierren.” Dije: “Ni siquiera dejaste una luz prendida cuando te fuiste a dormir. Así ¿cómo puedo llegar a casa o meter el camión de Buddy en el patio?” “Bueno, aquí te va otra buena noticia” dijo a continuación mi esposa. “La N doble A C P está viendo de mandar a alguien a Thermopylae. Te hubieras esperado. Quizá podrías haber escogido algo mejor. Ya verás cómo todos opinan lo mismo.” No soy más que uno. Supongo que hay que contarle a alguien “¿Dónde está el rifle?” dijo mi esposa. “¿Qué hiciste con nuestra protección?” Dije “¡Ardía! ¡Estaba que ardía!” Le conté: “Está tirado sobre la tierra entre la hierba crecida tratando de enfriarse, eso es lo que está haciendo” “Lo tiraste” dijo ella. “Por ahí.” Y le conté: “Porque estoy tan cansado de que en este mundo todo esté tan caliente cuando lo tocamos. Las llaves del camión, la perilla de la puerta, las sábanas de la cama, todas las cosas. Todo está como una hornilla de estufa. No hay mucho a lo que valga la pena seguir aferrado” le dije “cuando de día hace ciento dos grados a la sombra y de noche no se siente mucha diferencia. Ojalá tú hubieras puesto tus dedos sobre ese rifle” “Tenías que dejarlo por ahí” dijo mi esposa “¿Acaso soy tan poca cosa?” me hizo preguntar. “¿Quieres ir tú por él?” “Al que van a atrapar es a ti. ¡Yo digo que hace tanto calor que aunque uno pueda dormirse se despierta como si hubiera llorado toda la noche!” dijo mi esposa. “Ánimo, aquí te va un chiste antes de que sea hora de levantarse. ¿Sabes lo que dijo Caroline? Caroline dijo, ‘Papi, quiero ser grande para poder casarme con James Meredith’. Lo oí en mi trabajo. Una vieja ricachona se lo contó a otra para hacerla cacarear.” “Al menos evité que algún adolescente pendejo de Thermopylae fuera para ahí y lo hiciera primero” dije. “En su propio coche.” En la tele y el periódico no saben ni la mitad de esto. Saben quién era Roland Summers sin saber quién soy yo. El público ya conocía su cara antes de que me deshiciera de él, y después de que me deshice de él ahí la están viendo otra vez —la misma foto—. Y de mí ni una. Nunca me he tomado una. ¡Nunca! Lo más que pudo hacer ese periódico por mí fue ofrecer una recompensa de quinientos dólares por averiguar quién era yo. Mientras no sepan quién fue, el que mató a Roland vale bastante más que Roland Cuando salí a dar una vuelta por el pueblo hacía aún más calor. La banqueta en medio de la calle principal estaba tan caliente que podría haber estado caminando sobre el cañón de mi rifle. Si esta mañana todo el mundo hubiera podido sentir la calle a través de las suelas de mis zapatos, quizá hubiera servido de algo Entonces lo primero que les escuché decir fue que lo había hecho la propia N doble A C P, había matado a Roland Summers, y la prueba de esto era que el tirador había sido un experto (¡permítanme decirles que sí lo era!) y en el momento indicado para meter a los blancos en problemas No se puede ganar “Nunca lo van a encontrar” me dijo a la cara el viejo que trataba de vender cacahuates asados. Y hace tanto calor Es como si el pueblo ya se hubiera incendiado, pues no importa la esquina por donde uno doble o la calle que tome uno, siempre están ahí esos árboles con montones de flores que les cuelgan como sandías partidas. Y mil policías amontonados por donde vaya uno, la mitad de ellos demasiado jóvenes como para comenzar a afeitarse, pero todos chorreando sudor por igual. Me estoy cansando de ellos Ya estaba cansado de ver a cientos de policías que no lograban nada para nosotros los blancos. Una vez muy al principio me paré en la esquina y vi a estos nuevos policías con sus caras de bebé cargando un vehículo con puros niños negros que venían de un desfile y se metían dentro de la carreta cantando. Y subieron y se sentaron sin dar ni una pizca de trabajo y en las manos traían banderitas americanas nuevas, y todo lo que pudieron hacer los policías fue arrebatarles las banderas y no dejar que las recogieran, eso fue todo, y transportarlos gratis. Y los niños pueden conseguirse más banderas Oigan todos: No sirve para nada quitarle nada a nadie si no es seguro que es para siempre, para una vez y por todas, por los siglos y amén No me lamentaré de ver estos ladrillos llover sobre nosotros para variar un poco. También las botellas de refresco pueden venir volando por los aires cuando quieran. Cientos de botellas para hacerse pedazos, como en Birmingham. Estoy esperando que saquen sus navajas, como en Harlem y Chicago. Sigan viendo la tele otro poco y podrán observar cómo sucede todo esto en la calle Deacon de Thermopylae. Solo ¿qué los detiene? —Pues bien que lo traen dentro Yo ya estoy preparado para ese momento Puede que me encuentren. Puede que me agarren un día a pesar de ellos mismos (pero yo me crié en estos lugares). Puede que quieran mandarme directo a la silla eléctrica, y eso significa algo más caliente que la suma de ayer y de hoy juntos Pero les aconsejo que se vayan con cuidado. ¿No es hora de que los que pagamos impuestos empecemos a tomar cartas en el asunto? ¿Que empecemos a decirles a los maestros y a los predicadores y a los jueces de lo que llaman nuestros juzgados hasta dónde pueden llegar Ni siquiera el presidente, hasta ahora, puede meterse en mi casa si no está invitado, como si fuera mi papá para decir alto. ¡Todavía no Una vez me escapé de mi casa. Y hubo un aviso para mí en nuestro periódico local. Lo pagó mi madre. Era de parte suya. Decía: “HIJO: Solo te persiguen para encontrarte”. Esa vez regresé a casa Pero ahora hay gente muerta Y hace tanto calor. Y ni siquiera es agosto todavía De todos modos lo vi caer. Desde entonces ese siempre fui yo Así que descuelgo mi vieja guitarra del clavo en la pared. Porque tengo mi guitarra, a la que me he aferrado desde hace tiempo, y nunca la dejé caer, nunca la perdí ni la olvidé, nunca la empeñé sin recobrarla, nunca la regalé, y me acomodo en mi silla, solo en la casa, y empiezo a tocar y canto: Cayó. Y canto: cayó, cayó, cayó, cayó. Canto: cayó, cayó, cayó, cayó, cayó. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
El recital de junio
Cuento
Busque en mi bolso y deme un cigarrillo que no tenga polvos, si es tan amable, señora Fletcher, querida —dijo Leota a su dienta de lavado y peinado de las diez en punto—. No B me gustan nada los cigarrillos perfumados. La señora Fletcher se acercó animosa al estante de color violeta que había debajo de un espejo de marco violeta, soltó una redecilla sujeta a la bolsa de charol y dio un golpecito rápido en una polvera que estalló cuando el bolso estaba abierto. —¡Vaya, mire los cacahuetes, Leota! —dijo la señora Fletcher con su tono de asombro. —Querida, esos cacahuetes llevan en mi bolso por lo menos una semana. Me los compró la señora Pike. —¿Quién es la señora Pike? —preguntó la señora Fletcher, retrepándose en el asiento. Oculta en su cubil de líquido de permanente y paquetes de alheña, separada por una puerta giratoria de las demás dientas, a quienes se atendía en otros compartimentos, podía dar rienda suelta a su curiosidad. Miró expectante la zona oscura de los rizos amarillos de Leota cuando esta se inclinó para encender el cigarrillo. —La señora Pike es esa dama de Nueva Orleans —dijo Leota, soltando una bocanada de humo y presionando el cuero cabelludo de la señora Fletcher con fuertes dedos de uñas rojas—. Una amiga, no una clienta. En fin, como quizá ya le dijera la última vez, I red y yo y Sal y Joe tuvimos una gresca, así que Sal y Joe se fueron de casa, y, bueno, alquilamos enseguida su habitación. Y se la alquilamos a la señora Pike. Y al señor Pike. Sacudió la ceniza en el cesto de las toallas sucias y prosiguió: —La señora Pike es una rubia muy decidida. Ella me compró los cacahuetes. —Debe de ser agradable —dijo la señora Fletcher. —Querida, «agradable» no es precisamente la palabra justa, Le aseguro que la señora Pike es atractiva. Le va muy bien, sí, es muy lista la señora Pike. Blandió el peine en el aire y lo inmovilizó teatralmente mientras una nube del alheñado cabello de la señora Fletcher se desprendía flotante de las púas color púrpura, como una nubecilla de tormenta. —Se está cayendo. —Oh, Leota. —Bueno, sí, empieza a caerse —dijo Leota peinando otra vez y dejando caer otra nube. —¿Hay caspa? —La señora Fletcher frunció el entrecejo, las lunas cejas se precipitaron hacia la nariz, y los arrugados párpados, adornados con vistosas pestañas, se agitaron con concentración. —¡No! —Peinó otra vez—. Solo se cae. —Apuesto a que fue la última permanente que me hizo usted dijo cruel la señora Fletcher—. Recuerdo que me tuvo cociendo en el secador catorce minutos por lo menos. —Estuvo usted catorce minutos, sí —aseguró Leota. —Pues algo tiene que ser —insistió la señora Fletcher—. Caspa, caspa. No puede ser que me haya pegado una cosa de esas el ser Fletcher, ¿verdad? —Bueno —contestó al fin Leota—, sabe lo que oí ayer, una de las señoras de Thelma, que estaba arreglándose allí en la cabina de Thelma, no quiero insistir ni insinuar nada, señora Fletcher, pero esa señora de Thelma dijo de repente…, no me acuerdo de qué estaba hablando cuando lo dijo…, bueno, lo que dijo fue que estaba usted… embarazada…, y muchas veces eso pone el cabello muy raro, hace que se caiga y sabe Dios qué. Y la verdad, a mí me parece que eso no es culpa nuestra. Se hizo un silencio. Las mujeres se miraron a través del espejo. —¿Quién dijo eso? —exigió la señora Fletcher. —Querida, la verdad es que no podría decirlo —respondió Leota—. No es que se le note. —¿Dónde está Thelma? Ella me lo dirá —afirmó la señora Fletcher. —Vamos, querida, yo no me pondría así por una cosita como esa —dijo Leota, peinando precipitadamente, como si pretendiese sujetar a la señora Fletcher por el pelo—. Estoy segura de que lo dijo sin mala intención. ¿De cuánto está usted? —Un momento —dijo la señora Fletcher, y llamó a gritos a Thelma, que entró y dio una chupada al cigarrillo de Leota. —Thelma, querida, a ver si recuerdas una cosa —dijo Leota empapándole el pelo a la señora Fletcher con un líquido espeso y recogiendo el sobrante en una toalla húmeda y fría que tenía puesta en el cuello. —Bueno, es que tengo a la cuenta preparada —repuso dubitativa Thelma. —Será un momento —dijo Leota—. ¿A quién tienes ahí, a la amiga Cara de Caballo? Haz memoria e intenta recordar quién fue la dienta que te comentó que esta señora estaba embarazada, nada más que eso. Se muere de ganas de saberlo. Thelma abrió unos labios rojos como la sangre y contempló en el espejo la cabeza de la señora Fletcher. —Ay, querida, no tengo ni idea —jadeó—. La verdad es que no recuerdo nada. Pero estoy segura de que no lo dijo con mala intención. Te lo juro, al final me olvidé de a quién estaba peinando, era como si fuese una persona desconocida; no me acuerdo, de veras. —¿No fue la señora Hutchinson? —dijo, con tensa cortesía, la señora Fletcher. —¿La señora Hutchinson? Oh, la señora Hutchinson. —Thelma parpadeó—. No, querida, vino el jueves y no mencionó su nombre siquiera, no. No creo que sepa siquiera que está usted embarazada. —¡Thelma! —gritó con firmeza Leota. —Todo lo que sé es que fuera quien fuese, algún día lo lamentará. ¡Vamos! ¡Si yo misma acabo de enterarme! —exclamó la señora Fletcher—. ¡Ya verá! —¿Por qué? ¿Qué va a hacerle usted? Era una voz infantil, y las mujeres bajaron la vista. En el suelo, debajo de la pila, había un niño haciendo tiendas con pinzas de aluminio. —Billy Boy, querido, no molestes a las señoras —dijo Leota sonriendo. Luego le dio una azotaina medio en broma y le hizo a Thelma señas por detrás para que saliera de la cabina. —¿Verdad que Billy Boy es un encanto? Tiene solo tres años y va le chifla el negocio del salón de belleza. —Nunca le había visto —dijo la señora Fletcher, tensa aún. —Es que nunca había estado aquí, en realidad —respondió Leota—. Es de la señora Pike. La señora Pike consiguió trabajo, en la sombrerería de señoras de Fay. No estaba bien que el niño anduviese probándose aquellos sombreros de señora, le quedaban grandes y le tapaban los ojos. Estaba muy ridículo con ellos, claro, pero él se los ponía, se ponía los sombreros, así que le dijeron a la señora Pike que preferían que el niño no anduviera por allí molestando. En fin, aquí no podía molestar a nadie. —¡Bueno! A mí los niños no me gustan demasiado —dijo la señora Fletcher. —¡Bueno! —exclamó Leota, malhumorada. —¡Bueno! Casi estoy tentada de no tener este —dijo la señora Fletcher—. ¡Esa señora Hutchinson! Te mira como si no te viera cuando te la cruzas por la calle, y luego anda diciendo cosas por detrás. —El señor Fletcher le rompería la cabeza si no lo tuviera usted ahora —dijo Leota razonablemente—. Después de todo esto. La señora Fletcher se irguió en el asiento. —El señor Fletcher no puede hacerme nada. —¡No puede! —Leota se hizo un guiño a sí misma en el espejo. —No, señor, no puede. Sabe muy bien que si me alza la voz puede darme una de esas jaquecas espantosas que me dan, y entonces, sencillamente, no hay quien me aguante. Y si de verdad parezco ya tan embarazada… —Bueno, bueno, querida, solo quiero que sepa… no se lo he dicho a ninguna dienta, ni pienso decírselo…, aunque se le caiga un poco el cabello. Lo que tiene que hacer es comprarse un vestido tentación de esos y dejar de preocuparse. Lo que la gente no sabe no hace daño a nadie, como dice la señora Pike. —¿Se lo contó usted a la señora Pike? —preguntó mohína la señora Fletcher. —Bueno, señora Fletcher, mire, usted no tiene por qué ver nunca a la señora Pike y ella no tiene por qué verla nunca a usted, así que tanto da, ¿no le parece? —¡Lo sabía! —La señora Fletcher cabeceó deliberadamente, como si se propusiera destruir el rizo que Leota estaba haciéndole detrás de la oreja—. ¡La señora Pike! Leota suspiró. —Creo que puedo decírselo sin problema. No fue una dienta de Thelma la que me dijo que estaba usted embarazada. —¿No fue la señora Hutchinson? —¡No! ¡Qué va! Fue la señora Pike. —¡La señora Pike! —La señora Fletcher solo pudo farfullar y dejar que el líquido de permanente se le metiera en la oreja—. ¿Y cómo podía saber la señora Pike que yo estaba embarazada sin conocerme siquiera? ¡Hay que ver qué valor tienen algunas personas! —Bueno, la cosa fue así, verá. ¿Recuerda el domingo? —Sí —dijo la señora Fletcher. —El domingo estábamos solas la señora Pike y yo. El señor Pike y Fred se fueron al lago Eagle, dijeron que iban a pescar, pero no pescaron nada, claro. Así que estábamos sentadas en el coche de la señora Pike, un Dodge del treinta y nueve… —Del treinta y nueve, ¿eh? —dijo la señora Fletcher. —… y estábamos tomándonos una cerveza cada una…, cerveza Jax, que es la que dice la señora Pike que hacen en Nueva Orleans, así que ella solo bebe esa; bueno, el caso es que yo la vi a usted subir en coche hacia la botica, la vi bajarse y entrar, recuerdo que el señor Fletcher se quedó en el coche, y vi que salía con lo que parecía una receta, así que le digo a la señora Pike, solo por conversar, «Mira, la señora Fletcher y el señor Fletcher… Es una de mis clientas habituales», le digo. —Yo llevaba un traje estampado muy entallado —dijo la señora Fletcher tímidamente. —Sí, claro que sí —convino Leota—. Así que la señora Pike, en fin, la miró a usted detenidamente (es muy observadora, sabe adivinar el carácter de las personas, es lista como el hambre, sí) y va y me dice: «Te apuesto otra cerveza a que esa señora está de tres meses». —¡Qué descaro! —dijo la señora Fletcher—. ¡La señora Pike! —La señora Pike es incapaz de hacer mal a nadie —repuso Leota—. Es una chica encantadora, le caería muy bien, si la conociera, señora Fletcher. Pero es que no puede parar quieta un minuto. Ayer, después del trabajo, fuimos a ver ese circo ambulante, esos titiriteros, tienen una especie de galería de monstruos. Fui temprano…, serían las nueve. Era en el solar vacío aquí al lado. ¿No ha ido? —No, a mí los monstruos me repugnan —declaró la señora Fletcher. —¡Ah! Bueno, en fin, querida, ya que hablamos de lo de estar en estado y todo eso, tendría que ver los gemelos que guardan en un frasco, debería ir a verlos, de veras. —¿Qué gemelos? —preguntó la señora Fletcher en un cuchicheo. —Bueno, querida, es que tienen unos gemelos metidos en un frasco, ¿entiende? Nacieron así, pegados, juntos…, están muertos, claro. —Leota bajó la voz hasta un tarareo suave y lírico—. Eran de este tamaño…, perdón…, esto ya debe estar, sí, ¿no le parece?…, y tienen las dos cabezas, dos caras y cuatro brazos y cuatro piernas, todo unido así. Bueno, una cara mira hacia este lado y la otra mira hacia aquel, por encima de los hombros, ¿entiende? Es muy triste, sí. —¡Puaf! —dijo, reprobatoria, la señora Fletcher. —Horrible, ¿verdad? Bueno, le diré, sus padres eran primos hermanos, claro. Billy Boy, tráeme una toalla limpia de las de Teeny…, esta la tengo empapada…, y deja de hacerme cosquillas en los tobillos con ese rizador. ¡Se lo juro! ¡Se entera de todo! No se le escapa nada. —El señor Fletcher y yo no tenemos ningún parentesco, si no, jamás se hubiera casado conmigo —dijo plácidamente la señora Fletcher. —¡Claro! —chilló Leota—. Ni Fred y yo, que sepamos. Bueno, querida, lo que le gustó a la señora Pike fueron los pigmeos. Tienen también unos pigmeos, y a la señora Pike la entusiasmaron. Ya sabe, son los hombres más pequeños del universo… En fin, querida, se acuclillan sobre sus culitos y se ponen a dar vueltas y es imposible saber exactamente si están sentados o de pie. Eso le dará una idea. Tienen cuarenta y dos años. ¿Se imagina tener un marido así? —Mi marido, el señor Fletcher, mide uno setenta y dos y medio —se apresuró a decir la señora Fletcher. —Fred, uno setenta y cinco —dijo Leota—. Aunque, como yo soy tan alta, le digo que es un enano. Hizo con el peine un gran bucle sobre la otra sien de la señora Fletcher. —En fin, esos pigmeos son de color marrón oscuro, señora Fletcher. No tienen mal aspecto para lo que son, ¿sabe? —Pues yo no creo que me hicieran tanta gracia, la verdad —dijo la señora Fletcher—. ¿Qué es lo que les encuentra la señora Pike? —Bueno, no sé —respondió Leota—. Pero la señora Pike es estupenda. En fin, luego tienen a ese hombre, el hombre petrificado, que todo lo que digiere, desde que tiene nueve años, comprende, dice la señora Pike que no se sabe por qué, pero va todo a las articulaciones, y que se está volviendo de piedra. —¡Qué espanto! —exclamó la señora Fletcher. —Tiene también cuarenta y dos años. Parece que es una mala edad. —¿Quién lo ha dicho? ¿La señora Pike? Apuesto a que es la edad que tiene ella —aventuró la señora Fletcher. —¡No! —dijo Leota—. La señora Pike tiene treinta y tres. Nació en enero, es acuario. Pues ese hombre solo podía mover la cabeza… así. La cabeza y el cerebro no están bien articulados, por así decirlo, y apuesto a que tampoco el estómago…, todavía no, desde luego… Pero, mire, la comida, la come, y baja por dentro, comprende, luego él la digiere —Leota se puso de puntillas un instante— y luego va a las articulaciones y antes de que pueda darse cuenta, es piedra… piedra pura. Se está volviendo de piedra. ¿Qué le parecería a usted estar casada con un tipo así? Todo lo que puede hacer es mover la cabeza medio centímetro. Tiene un aspecto horroroso, claro. —No me extraña, pobre —dijo gélidamente la señora Fletcher—. El señor Fletcher hace ejercicios todas las noches, flexiones, le obligo. —Pues Fred lo único que hace es andar tirado por la casa como una alfombra. No me extrañaría que el día menos pensado despertara y no pudiera moverse. Como el hombre petrificado, sentado allí moviendo la cabeza medio centímetro —dijo Leota pensando en el pasado. —¿Y le gustó a la señora Pike el hombre petrificado? —preguntó la señora Fletcher. —No tanto como los otros —respondió Leota con desaprobación—. Y además, a ella le gusta que un hombre vista bien y todo eso. —¿Viste bien el señor Pike? —preguntó escéptica la señora Fletcher. —Oh, bueno, sí —dijo Leota—. Pero es doce o catorce años mayor que ella. Ella le preguntó por él a lady Evangeline. —¿Quién es lady Evangeline? —preguntó la señora Fletcher. —Oh, una adivina que lee el pensamiento, que está en ese circo ambulante —contestó Leota—. Es muy buena. Se llama lady Evangeline, y, la verdad, si hubiera tenido otro dólar le hubiera pedido que me leyera la otra palma. Tiene lo que la señora Pike llama el «sexto sentido», aunque su manicura era la peor que he visto en mi vida. —¿Y qué le dijo a la señora Pike? —preguntó la señora Fletcher. —Pues le dijo que el señor Pike era todo lo sincero que podía ser con ella. Y además, que había dinero. —¡Vaya! —exclamó la señora Fletcher—. ¿Y qué es lo que él hace? —No sé —dijo Leota—, porque no trabaja. Lady Evangeline no dijo mucho sobre mi carácter ni nada. Y me gustaría volver y saber algo más de aquel chico. Un chico con el que salí hasta que se casó con aquella chica. Bueno, en fin. Eso fue hace tres años y medio, cuando iba usted todavía al salón de belleza Robert E. Lee de Jackson. Se casó con ella por dinero. Me lo dijo otra adivina a la que consulté entonces. Así que, bueno, en realidad ya no estoy enamorada de él, y además, me he casado con Fred, pero la señora Pike pensó, solo por curiosidad, me dijo, pregúntale a lady Evangeline si aquel chico es feliz. —¿La señora Pike ya conoce toda su vida? —preguntó incrédula la señora Fletcher—. ¡Dios santo! —Oh, sí, se lo he contado todo, todo, todo, desde no sé cuándo…, desde que empecé a salir —dijo Leota—. Así que le hice a lady Evangeline una de mis preguntas, si él era feliz en su matrimonio, y ella dice, como si le alegrase que se lo preguntara: «Querida», dice, «no, no lo es. Anote este día, 8 de marzo de 1941», dice, «y ríase: dentro de tres años, él y ella no dormirán en la misma cama». Así lo tengo apuntado, en la pared, con las otras fechas… ¿ve usted, señora Fletcher? Y luego va y me dice: «Niña, debería usted alegrarse de no haberse casado con él, porque es un mercenario». Así que estoy contenta de haberme casado con Fred. Él no tiene nada de mercenario, el dinero no significa nada para él. Pero la verdad es que me gustaría volver y que me leyera la otra mano. —¿Y la señora Pike se creyó lo que le dijo la adivina? —preguntó con tono de superioridad la señora Fletcher. —Señor, sí, ella es de Nueva Orleans. En Nueva Orleans todo el mundo cree en esas cosas. Una mujer, en Nueva Orleans, antes de que la cogieran en una redada, le dijo a la señora Pike que un verano iría de un estado a otro y conocería a unos hombres de cabello canoso, y, en fin, luego ella dice que fue a una convención de esteticistas en Chicago… —Oh! —dijo la señora Fletcher—. ¿Así que la señora Pike también es esteticista? —Sí, claro —contestó Leota—. Es esteticista. Si puedo voy a meterla aquí. Eso era antes de casarse. Pero, en fin, no hubo modo. Y ella dice que sí, desde luego, que hubo tres hombres que fueron muy importantes en aquel viaje que hizo, y que los tres tenían canas, y que estuvieron en seis estados. Recibió tarjetas de felicitación de Navidad de todos ellos. Billy Boy, vete, a ver si Thelma tiene algún algodón seco. Mira cómo gotea el pelo de la señora Fletcher. —¿Dónde conoció la señora Pike al señor Pike? —preguntó melindrosamente la señora Fletcher. —En otro tren —dijo Leota. —Yo conocí al señor Fletcher, o más bien él me conoció a mí, en una biblioteca ambulante —dijo la señora Fletcher muy digna, mientras observaba cómo bajaba la redecilla por su cabeza. —Ay, querida, Fred y yo nos conocimos en el asiento trasero de un descapotable hace ocho meses. Y, al cabo de media hora estábamos como quien dice camino del altar —dijo Leota con tono gutural, y abrió una horquilla con los dientes—. Claro que eso no dura. La señora Pike dice que esas cosas nunca duran. —El señor Fletcher y yo estamos tan enamorados como el día que nos casamos —dijo la señora Fletcher con tono desafiante, mientras Leota le colocaba algodón en los oídos. —La señora Pike dice que no dura —repitió Leota en voz más alta—. Ahora pasaremos al secador. Puede arreglárselas sola, ¿verdad que sí? Volveré a peinarla. Prometí darle un masaje facial a la señora Pike durante el almuerzo. Ya sabe… gratis. Ella está metida también en el negocio, como si dijéramos. —Apuesto a que necesita un buen masaje —dijo la señora Fletcher dejando que la puerta giratoria golpease a Leota—. Oh, perdón. Al cabo de una semana la señora Fletcher se acomodó en el sillón de Leota, puntual a su cita, tras retirar del asiento un libro alquilado que se titulaba Así es la vida. Miró fijamente al espejo, decepcionada. —Se nota en cuanto me siento, es cierto —dijo. Leota parecía preocupada y sacudía un paño de un color violeta claro. Comenzó a prendérselo en el cuello a la señora Fletcher, en silencio. —Decía que se nota perfectamente cuando me siento así de esta manera —dijo la señora Fletcher. —Vamos, querida, no diga eso —contestó lúgubremente Leota—. La verdad es que yo no me daría cuenta. Si alguien me parara en la calle y me dijera: «¡La señora Fletcher está embarazada!», yo diría: «Vaya, pues no lo parece». —Si cierta persona no lo hubiera descubierto y lo hubiera comentado por ahí, no sería demasiado tarde ni siquiera ahora —dijo gélidamente la señora Fletcher, pero Leota estaba casi ahogándola con el paño, prendiéndoselo tan prieto que no podía hablar bien. Manoteó en el aire, hasta que Leota, cansinamente, se lo aflojó un poco. —Escuche, querida, es usted una virgen comparada con la señora Montjoy —continuó Leota, aún abstraída. Echó hacia atrás en el sillón a la señora Fletcher y, suspirando, le vertió el líquido de una taza en la cabeza y hundió ambas manos en su cuero cabelludo—: Ya conoce usted a la señora Montjoy… ¿recuerda?…, su marido es ese tipo que ha encanecido prematuramente… —Bueno, lo único que sé de ella es que está en el club Trojan Garden —dijo la señora Fletcher. —Bueno, querida —dijo Leota con voz perezosa—. Pues vino aquí no la semana antes, ni el día antes de tener el niño, no…, vino el mismo día que iba a tenerlo, de veras. Señor, estábamos todas muertas de miedo. ¡Aquí se nos plantó! A lavar y a peinar. Dios mío, señora Fletcher, una hora y veinte minutos después estaba en el hospital baptista con un hijo de dos kilos ochocientos al lado. Hora y media después. Se lo juro, si no hubiera estado tan cansada, aquella noche me habría bebido una botella de ginebra entera. —¡Qué descaro! —dijo la señora Fletcher—. No la he tratado nunca. —Fíjese, su marido estaba fuera esperándola en el coche, con todo preparado en el asiento de atrás, y ella estaba a punto ya, solo quería que la lavaran y la peinaran. Y estaba ya con los dolores. Su marido entraba cada poco, asustado, pero no había nada que hacer con ella, desde luego. Gritaba mucho, además, pero, en fin, siempre gritaba cuando le hacía la permanente. —Qué barbaridad, qué locura —dijo la señora Fletcher—. ¿Y qué aspecto tenía? —¡Calle! —respondió Leota. —Bueno, me lo imagino —dijo la señora Fletcher—. Horrible. —Quería estar guapa mientras tenía el crío, esa era la cuestión —añadió frívolamente Leota—. Claro, nosotras encantadas de poder dar a las señoras lo que nos piden. Ese es nuestro lema, pero apuesto a que una hora después no le preocupaba nada cómo tenía el cabello. Apuesto a que no pensaba si debía ponerse redecilla o no. Y de poco le hubiera servido ponérsela. —Sí, claro —dijo la señora Fletcher. —¡Y qué gritos daba! Como cuando le hacía la permanente. —Su marido debería meterla en cintura, ¿no cree usted? —preguntó la señora Fletcher—. Debería haberse cuadrado. —Ja —dijo Leota—. Muchas cosas podría hacer, sí. Puede que algunas mujeres sean blandas. —Bueno, no se confunda conmigo, yo no quiero decir que ella tenga que ser blanda…, ni mucho menos. Las mujeres tienen que arreglárselas por sí mismas, eso es indiscutible. Pero entiéndame…, yo, de vez en cuando, le pido consejo al señor Fletcher. Y él lo aprecia. Sobre todo si es algo importante, como si es el momento de hacerse una permanente…, no es que le haya contado lo del niño. Él dice: «¡Pues claro, querida, adelante!», pero hay que pedirles consejo. —¡Puaf! Si yo le pidiese alguna vez consejo a Fred estaríamos ahora en una casa flotante o algo por el estilo —aseguró Leota—. Estoy harta de Fred. Le he dicho que se vaya a Vicksburg. —¿Se va? —preguntó la señora Fletcher. —Claro. Mire, la adivinadora… Volví, ¿sabe?, y me leyó la otra mano, porque hemos tenido que alquilar otra vez la habitación… Me dijo que mi amor iría a trabajar a Vicksburg, así que no sé a quién podría referirse, a no ser que se refiriera a Fred, y Fred no está trabajando aquí… Así están las cosas. —¿Se va a trabajar a Vicksburg? —preguntó la señora Fletcher—. Y… —Claro. Eso dijo lady Evangeline. Dijo que el futuro será mejor que el presente. Él no quiere irse, pero yo no estoy dispuesta a transigir en eso. Todo el día haraganeando en casa y de cháchara con ese inútil del señor Pike, bueno, estaban de cháchara; ahora ya no. Dice que si él se va, que quién va a hacer la comida, y le digo que en realidad yo nunca voy a comer…, que no habrá comida. Billy Boy, coge ese Secretos de la pantalla y llévaselo a la señora Grover. La señora Fletcher oyó rumor de pisadas saliendo por la puerta. —¿Está aquí otra vez ese niño de la señora Pike? —preguntó incorporándose melindrosamente. —Sí, aún está aquí. —Leota chasqueó la lengua. La señora Fletcher apenas podía creer lo que veían sus ojos. —¡Vaya! ¿Cómo está la señora Pike? Esa nueva amiga suya tan atractiva, que tiene tan buena vista y que se dedica a divulgar por la ciudad los embarazos de personas que no conoce —preguntó con tono almibarado. —Oh, la señora Pike. —Leota peinaba a la señora Fletcher vigorosamente. —Parece que está usted cansada —dijo la señora Fletcher. —¿Cansada? Me siento como si ya fueran las cuatro de la tarde —contestó Leota—. ¿No le he contado la mala suerte que tuvimos Fred y yo? No me ha pasado una cosa peor en toda mi vida. Usted dice que la señora Pike tiene buena vista. Sí, desde luego que la tiene. ¡Pero todo tiene un límite! En fin, les alquilamos la habitación al señor y a la señora Pike de Nueva Orleans cuando Sal y Joe Fentress se enfadaron con nosotros porque se bebieron un licor casero que teníamos en la alacena…, se lo bebieron Sal y Joe. Así que, hace una semana, el sábado, ocuparon la habitación el señor y la señora Pike. En fin, yo preparé la habitación, ¿sabe?… puse un cojín en un sofá, coloqué unas flores en el jarrón, pero ni siquiera me dieron las gracias. En fin, luego dejé en la mesa unas revistas viejas… —Me parece un detalle encantador —dijo la señora Fletcher. —Espere, espere. El caso es que anteanoche, Fred y ese señor Pike, Fred acababa de llegar con él, dijeron que habían estado pescando, ya que ninguno de los dos tiene trabajo, y estábamos todos allí en su cuarto. Y la señora Pike estaba leyendo una revista mía atrasada, era mía, ¿sabe?, la había comprado yo, y de repente se levanta de un salto, dio un salto en el aire, oiga, como si le hubieran tirado una araña encima, o algo parecido, y dice: «¡Canfield!». No tiene un pelo de tonta, no, esa señora Pike… «Canfield, Dios santo», dice, «querido», dice, «somos ricos, y no tendrás que trabajar.» No es que él moviera un dedo, en realidad; en fin, Fred y yo nos acercamos a ella, y el señor Pike también, claro, y ella va y señala con la mano una foto que había en mi revista. «¿Veis a este hombre?», grita la señora Pike. «¿Le recuerdas, Canfield?» «Yo nunca olvido una cara», dice el señor Pike. «Es el señor Petrie, que vivió en el apartamento contiguo al nuestro de Toulouse Street de Nueva Orleans durante seis semanas. El señor Petrie.» «Bueno», dice la señora Pike, como si no pudiera contenerse ni un segundo más: «El señor Petrie violó a cuatro mujeres en California y ofrecen una recompensa de quinientos dólares en efectivo a quien lo encuentre. Y yo sé dónde está». —¡Dios santo! —dijo la señora Fletcher—. ¿Dónde estaba? Leota le había lavado el pelo ya, y ahora tiraba de ella hacia arriba por los bucles de la nuca, para que se irguiera. —¿Sabe usted dónde estaba? —Desde luego que no —respondió la señora Fletcher. Le dolía todo el cuero cabelludo. Leota envolvió la cabeza de su cuenta con una toalla. —¡Nada menos que en el circo ambulante! Lo vi tan claro como la señora Pike. ¡Era el hombre petrificado! —¡Quién lo iba a pensar! —exclamó comprensiva la señora Fletcher. —Así que la señora Pike va y dice: «Mira, entérate», y él mira fijamente la foto y silba. Y empieza a cantar y a bailar por su buena suerte. ¡Es decir, por nuestra mala suerte! Procuré decírselo bien claro a aquella adivinadora en cuanto la vi. Le dije: «Escuche, aquella revista llevaba por la casa un mes, y teníamos el circo ambulante abierto al lado de casa noche y día, a dos pasos de mi salón de belleza, con el señor Petrie allí sentado esperando. Y tuvieron que ser los señores Pike, prácticamente unos extraños». —¡Qué desfachatez! —exclamó la señora Fletcher. Estaba allí sentada con la toalla en la cabeza, sin que la atendiera, pero no le importaba. —A las adivinas les da lo mismo. Y la señora Pike anda por ahí toda ufana creyéndose que es sabe Dios qué —dijo Leota—. En fin, el señor y la señora Pike se van mañana. Y, mientras tanto, tengo que aguantar aquí a este mocoso maleducado, estorbando continuamente, y encima contestándome. —¿Han cobrado ya los quinientos dólares de recompensa? —preguntó la señora Fletcher. —Bueno —contestó Leota—. Al principio, el señor Pike no quería hacer nada. ¿Se imagina? Dijo que el tipo le caía simpático y que había sido muy amable con ellos, que les había dejado dinero o no sé qué. Pero la señora Pike lo mandó al infierno, y yo la comprendo perfectamente. Va y le dice: «Llevas seis meses sin dar golpe, y podemos ganar en un momento quinientos dólares, gracias a mi, y mira cómo me lo agradeces. Vete al infierno, Canfield», le dice. Así que —continuó Leota con tono despectivo— llamaron a la policía y cogieron al tipo. Le cogieron enseguida, allí mismo en el circo, donde le vi yo con mis propios ojos y me creí que estaba petrificado. Era el que buscaban. Lo hacía con su verdadero nombre… señor Petrie. Cuatro mujeres en California. Todas en el mes de agosto. Así que la señora Pike va y se embolsa quinientos dólares. Y la revista era mía. Y lo tenía al lado de mi salón de belleza. Me pasé la noche llorando, pero Fred dijo que eso de nada servía y que lo mejor era dormir, porque todo había sido una casualidad… I fin, no hay nada que hacer. Fred dice que esto le había quitado de la cabeza lo de irse inmediatamente a Vicksburg, que tenía que esperar unos días hasta que volviéramos a alquilar la habitación… Vaya usted a saber quién nos tocará esta vez… —Pero ¿se imagina usted alguien que conozca a un tipo que ha violado a cuatro mujeres? —insistió la señora Fletcher, y se estremeció visiblemente—. ¿Y habló la señora Pike con él cuando le vio en el circo? Leota había empezado a peinar a la señora Fletcher. —Yo se lo dije a ella, fui y le dije: «No vi que te echases a su cuello cuando era el hombre petrificado… no me digas que no reconociste a tu buen amigo». Y ella va y me dice: «No le reconocí, con todo aquel polvo blanco por la cara. Solo me pareció una cara familiar». Y luego va y me dice: «Hay mucha gente cuya cara te resulta familiar». Pero dijo que aquel hombre petrificado le recordaba a alguien, sí. ¡Y no sabía a quién! No podía dormir pensándolo, pensando a quién le recordaba. Así que cuando vio la foto, se acordó de repente de todo. Fue como un fogonazo. El señor Petrie. Cómo movía la cabeza, cómo la miraba cuando lo acompañó a desayunar. —¡Lo acompañó a desayunar! —chilló la señora Fletcher—. Vamos… no me diga. Yo habría notado algo. —Cuatro mujeres. Supongo que aquellas mujeres no tendrían ni la más remota idea, en el momento, de que algún día le supondrían ciento veinticinco dólares cada una a la señora Pike. Le preguntamos qué edad tendría entonces el tipo, y dijo que debía de tener ya un pie en la tumba, casi. ¿Se da cuenta? —No estaba petrificado ni mucho menos, desde luego —dijo meditabunda la señora Fletcher. Se levantó—. Yo habría notado algo —añadió orgullosamente. —¡Calle! Yo noté algo —declaró Leota—. Se lo dije a Fred cuando volvimos a casa, que tenía una sensación muy rara. Le dije: «Fred, ese tipo petrificado me dio una sensación muy rara, muy rara, sí». Y va él y me dice: «Pero rara en qué sentido», y yo le dije: «No sé, Fred, una sensación muy rara». Apuntó al aire con el peine enfáticamente. —Estoy segura de que le dio esa sensación rara, sí —dijo la señora Fletcher. Las dos oyeron un ruido restallante. Leota gritó: —¡Billy Boy! ¿Qué andas buscando en mi bolso? —Oh, solo estaba comiendo esos cacahuetes rancios —dijo Billy Boy. —¡Ven aquí ahora mismo! —chilló Leota, tirando el peine furiosa, volcando un cenicero lleno de pinzas y derribando toda una hilera de botellas de Coca-Cola—. ¡Esto es el colmo! —¡Le he cogido! ¡Le he cogido! —exclamó entre risas la señora Fletcher—. Ahora me lo pondré en las rodillas y le daré una zurra. ¡Eres un niño malo, muy malo! Será mejor que empiece a aprender a pegar a los niños malos —dijo. La clienta de las once abrió la puerta giratoria y vio a Leota pegándole al chico con el cepillo, mientras este lanzaba gritos furiosos, pero apagados, que salían de la cabina e inundaban todo el intrigado salón de belleza. Acudían señoras de todas partes a presenciar la zurra. Billy Boy les daba patadas a Leota y a la señora Fletcher con todas sus fuerzas. La señora Fletcher lucía su nueva sonrisa, fija. —Ahí, hombrecito —dijo jadeando—. No volverías a sentarte en una semana, si por mí fuera. Billy Boy salió pitando, abriéndose paso entre el grupo de señoras despeinadas, pero mientras cruzaba la puerta, se volvió y dijo: —¿Por qué no eres rica si eres tan lista? *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Flores para Marjorie
Cuento
I Desde el principio su martirizada presencia les afectó seriamente. Acabó siendo inquietantemente familiar para ellos escuchar el soplido de desprecio con que tocaba la D trompeta. A veces apenas si podían reconocer lo que él creía estar tocando. Loch Morrison, explorador y socorrista, estaba sometido a la severa prueba de pasar en el lago de la Luna una semana de acampada con niñas. La mitad de las niñas eran huérfanas del condado; estaban allí por expreso deseo del señor Nesbitt y de la clase masculina de Biblia, después de la visita de Billy Sunday al pueblo; pero para Loch todas las niñas, tanto las huérfanas como las de Morgana, significaban lo mismo; tal vez incluía también en aquel lote a las dos concejalas. Odiaba cada uno de los siete días. Casi no hablaba; y nunca era el primero en hacerlo. A veces se columpiaba en los árboles; Nina Carmichael, en particular, le oía alborotando entre las hojas en algún lugar, mientras ella permanecía rígidamente tumbada a la hora de la siesta. Cuando se metían en el lago para darse un remojón o para la clase de natación de las cinco de la tarde, él se apoyaba contra un árbol, con los brazos cruzados, un pie contra el tronco, con el aire tolerante de un viejo que se apoya en un muro a la espera de que abran una tienda. Mientras esperaba que salieran las niñas miraba fijamente una parte inmóvil del agua. Despreciaba los apuros que pasaban, sobre todo cuando intentaban nadar. A veces apuntaba y disparaba desde su mejilla derecha una escopeta imaginaria hacia algún blanco muy lejano, en el agua, donde no estaban ellas. Era su madre la que le había metido en aquel lío. Durante las horas en que hacía mucho calor para las niñas, Loch le sacaba provecho al lago de la Luna. Se zambullía desde una elevada tabla transversal, clavada en el roble grande, desde donde se lanzaban al agua los de la Legión Americana. Atravesaba el aire meciéndose y dando sacudidas como un motor, lanzaba grandes salpicaduras al tocar el agua, volvía a emerger, escupía, y subía para tirarse de nuevo. Llevaba un bañador largo, de color negro, que se estiraba más de lunes a martes, y de martes a miércoles, y así sucesivamente, hasta que las sisas semejaron infinitos bostezos; aquel bañador era tan formal como el chaqué de un cómico y le daba un aspecto imponente cuando su delgada figura se recortaba de pie contra las nubes, igual que en un escenario. Iba a recoger su comida y les daba la espalda, y se la comía a solas igual que un perro; vivía aparte como un negro y se zambullía en solitario cuando no había niñas en el lago. Solo así parecía capaz de aguantarlo; y no tenía intención de cambiar de modo de vida. Por la tarde, o cuando las niñas cantaban a la luz de la luna, el explorador y socorrista se mantenía alejado. Mientras ellas cantaban «When All the Little Ships Come Sailing Home», él se iba a pasear por ahí; nunca sabían por dónde andaba. Tocaba el toque de silencio para ellas, invisible, y con tanto sentimiento que algunas lloraban, a veces todas las de una tienda. Permanecía alejado, donde estaban los chotacabras, los mapaches, los búhos y las pequeñas perdices; donde empezaba el declive, allí había levantado su tienda y dormía. Luego, a la hora de diana, ¡qué bien soplaba su corneta! Lo suyo era el toque de diana. Arengaba a los bosques cuando los pececillos temblaban y se deslizaban como duendecillos por la orilla del agua. Y qué hermosos y diferentes eran los árboles a esa hora bajo el peso del rocío, apoyándose con el hombro los unos contra los otros, y oliendo a enormes flores húmedas. Luego tocaba su trompeta ante su presencia —de los árboles y de las niñas— y contemplaba el Remojón. —¡Buenos días, señor Remogón, Remogón, Remogón, su agua está más fría que el hielo! — cantaba la señora Gruenwald con voz ronca. Era ella la que las llevaba a darse el remojón, porque la señorita Moody había dicho que no podía, que sencillamente no podía. Las huérfanas por lo general se rezagaban cada dos por tres. Iban siempre muy tiesas, con las rodillas juntas y las hombreras planchadísimas y se limitaban a mirar. No tenían bañador, así que debían bañarse en ropa interior. Incluso dentro del agua seguían muy tiesas, sujetaban la cuerda con el puño y miraban por encima de la lisa superficie como si fuera la cima de una montaña que jamás podrían alcanzar. Incluso a aquellas horas de la mañana parecían esperar que les encargaran pequeñas tareas, algo tangible y concreto; pero nunca les encargaban nada. La señora Gruenwald era del norte y pronunciaba mal la palabra «remojón». —¡Buenos días, señor Remogón, Remogón, Remogón, su agua está más fría que el hielo! — cantaba la obesa señora Gruenwald, que hacía cabriolas dentro de su enorme bañador y las conducía alegremente mientras el canturreo se iba apagando a medida que se acercaban al lago. Acompañaba su canción con una especie de grotesco baile. Vista desde el final de la cola parecía un cordón sin bastas que anduviera sobre sus extremos. Nina Carmichael pensaba. No hay nada ni nadie que se llame señor Remojón y no se puede decir que el día sea bueno mientras no te has tomado el café, y el agua no es más fría que un panecillo recién hecho, gracias a Dios. Odio este desfile de niñas, pensaba Nina, trotando ferozmente en el centro de la fila. Desde luego, destroza el bosque. «¡Oh, qué simpático eres!», le cantaban al señor Remojón, mientras el explorador, que esperaba a la orilla del lago, las veía llegar al agua. —¡Cuidado con los mosquitos! —se gritaban unas a otras, canturreando, aunque el aviso no servía para nada porque cuando se quitaban sus albornoces y los dejaban caer como pétalos de una flor grande que se abriera junto a la orilla, se exponían en cien lugares distintos a las picaduras. Las huérfanas se quitaban sus vestidos por la cabeza y se quedaban en ropa interior. Se afanaban colgando sus vestidos de las ramas de un cedro, obedeciendo a una de ellas, como una bandada de pajaritos feroces con copetes pálidos construyendo un nido. La huérfana llamada Easter parecía tener el mando. Dio su vestido, que estaba del revés, a una amiga que le dio la vuelta y lo colgó, y Easter se quedó esperando, muy quieta, con los deditos entrelazados. —Que entren en el agua las huérfanas primero y espanten a las serpientes, señora Gruenwald —sugirió Jinny Love Stark de repente, con la voz alegre que usaba con los mayores—. Así ya no habrá cuando entremos nosotras. Eso hizo que las huérfanas, que rodeaban a Easter, temblaran dentro de su ropa interior. Espantaron a las nubes de mosquitos que las asediaban agitando los brazos y se volvieron a Easter, en pie, entusiasmadas, casi dando brincos. —Creo que sería mejor que entráramos todas a la vez —dijo la señora Gruenwald. Jinny Love se quejó y dio golpecitos en el sólido estómago de la señora Gruenwald, que no devolvía los golpes—. Todas cogidas de la mano. ¡Adelante! ¡Al agua! ¡Procurad no romperos las piernas con las estacas o con las raíces de los cipreses! ¡A ver si lo hacéis bien! ¡Patalead! ¡Mantened la cabeza fuera del agua y agarraos a la cuerda si es necesario! La señora Gruenwald se alejó abruptamente de Jinny Love y entró en el lago embutida en un inmenso bañador, lo que provocó un gran desplazamiento del agua. Las dejó en la orilla con sus consejos yanquis. Las niñas de Morgana probablemente no habrían entrado en el agua si las huérfanas no se hubieran negado a bañarse. Easter se paró en seco en la orilla del lago de la Luna y lo miró con los ojos entornados, como si el lago flotara realmente en la luna. ¿Y por qué no podía ser verdad? Desde siempre era un lugar extraño, pensó Nina, fuera de lo corriente, y a solo tres millas de Morgana, Mississippi. Las niñas de Morgana agarraron de las manos a las huérfanas y tiraron de ellas, o las empujaron con brusquedad por detrás, y finalmente las huérfanas se agarraron unas a otras y entraron caminando todas juntas, cantando «Good Morning» con sus labios finos y agrietados. Ninguna sabía, ni sabría nadar jamás, así que se quedaban de pie, con el agua hasta la cintura, esperando el final del remojón. Unas cuantas estiraron los brazos para coger las piernas de las niñas de Morgana, que luchaban a duras penas con el agua yendo de un poste a otro, comprobando lo difícil que era mantenerse a flote. —¡Señora Gruenwald, mire: quieren ahogarnos! Pero la señora Gruenwald se pasaba el tiempo subiendo y bajando como una ballena, metida en el mar de sus propias olas y tal vez en un frío generado por ella misma, un tanto alejada, en medio del lago. Le importaba muy poco que las niñas de Morgana que aprendieran a nadar fueran a recibir un dólar como premio. Las había abandonado, o, más bien, nunca había sentido verdadero interés por ellas. Y mucho menos por las huérfanas. En el agua se mantenía casi siempre de perfil, de modo que su único ojo visible parecía una redonda y saltona botellita de algún líquido. Decían que creía en la evolución. Entretanto el explorador, en la luz rosada bajo los árboles verdes, hacía girar su trompeta para que reluciera y formara un rompecabezas en el sol, y la vaciaba de saliva de vez en cuando, bostezaba cerrando la boca de golpe, como si fuera a darle un mordisco al día, tan decididamente como Easter había mordido la mano del diácono Nesbitt el día de la inauguración. —¡Oh, qué simpático es usted! —le cantaron al señor Remojón, jadeando y dándole patadas. Si hundían los pies, el fondo invisible del lago les llegaba, como una pelusa suave, hasta las rodillas. Las duras y afiladas estacas aparecían donde menos se lo esperaban. Las niñas de Morgana llevaban zapatillas de baño, y el fango parecía sorberlas. Habían sacado a palos a todos los caimanes del lago, pero decían que quedaban serpientes de agua nadando por allí y por allá, y que podían morderte pero no matarte; y también una víbora que conseguía escaparse de la persecución de los negros —si es que estos aún la buscaban—, que, esa sí, podía matarte. Así que cabía la posibilidad de que el fondo se te tragara o de que recibieras un mordisco y murieras a tres millas de casa. Easter, con el agua lodosa a la altura del pecho, miró frente a sí, muy espabilada y seria. Para mirar de aquella manera, pensó Nina, tenía que haberse tragado algo bastante grande. Tan grande, que no le importaría de qué estuviera forrada la boca de la serpiente. Al otro extremo de su mirada el socorrista parecía casi insignificante. Su mirada se movía un poco como una fusta o una varita mágica, y el socorrista se rascó con la trompeta, se rascaba como si hacerlo le tranquilizara. Pero la picadura de un moscardón hizo que Easter diera un salto. Nadaban y se sujetaban a la cuerda, hambrientas y expectantes. Pero tenían que esperar a que Loch Morrison tocara su trompeta para poder salir del lago de la Luna. La señora Gruenwald, que hacía ejercicio antes del desayuno y creía en la evolución, metía la cabeza en el agua y estaba a un cuarto de milla de la ribera. Si decía algo no la podrían oír, por las ranas. II Nina y Jinny Love, con las plantas de los pies doloridas por el paseo, encontraron a Easter caminando delante de ellas hacia el manantial. Las huérfanas habían olisqueado desde el principio hasta encontrar el manantial, y podían llegar sin tener que detenerse a quitarse los pinchos y las espinas de los pies, y correr por las hondonadas arenosas sin mirar dónde pisaban, y agarrarse con los pies a las profundas roderas del empinado camino que subía y bajaba la colina de los pinos. Nunca se cansaban de pasar rozando las hojas de pino, suaves como la seda, o de imprimir las huellas de sus pies en el lecho del manantial para que se disolvieran mientras miraban. ¿Qué les importaba que el manantial estuviera lodoso cuando llegara Jinny Love Stark? La que se llamaba Easter sabía ponerse de bruces, tan pegada al suelo como un chico, con los codos doblados, para beber en el cuenco de las manos, el rostro dentro del manantial. Jinny Love le dio un codazo a Nina mientras miraba los pantis de Easter. Nina abría el vaso plegable que había llevado para beber, y lo cerraba después, sintiéndose como una señora con un abanico. Mientras lo hacía tuvo tiempo para darle vueltas a un pensamiento, a un hecho. La mitad de la gente que está aquí conmigo son huérfanas. Huérfanas. Huérfanas. Le hubiera gustado lamentarlo en lo más profundo de su corazón. Pero no era así. Easter terminó de beber y se limpió la boca y sacudió las manos hasta casi romperse un hueso para quitarse las últimas gotas; ahora le tocaba a Nina beber en su vaso. Nina se dobló por la cintura. Metió tranquilamente el vaso en el manantial y miró cómo se llenaba. Vio que el vaso centelleaba en el agua ondulada. El agua tenía el sabor del borde frío y plateado al pasar por sus labios, y de vez en cuando el vaso hacía que le dolieran los dientes. Nina oyó cómo tragaba su garganta. Se detuvo y lanzó una sonrisa. Después de haber bebido limpió el vaso con su corbata, lo plegó y volvió a ponerle la tapa pasando la anilla por el dedo. Entonces Easter, con un brazo doblado, se lanzó corriendo hacia el montículo verde y subió por él. Nina se dio cuenta de que ella vigilaba el manantial desde arriba. Jinny Love se agachó para beber como una gallina, besando solo el agua. Easter era la dominante entre las huérfanas. Realmente, no era mala chica. La que se llamaba Geneva robaba, por ejemplo, pero Easter era dominante por sí misma, por la manera en que se quedaba quieta a veces. Todas las huérfanas eran curiosas y estoicas a la vez; en un momento amaban todas las cosas con exceso, al otro se retraían, herméticas como duros capullos verdes que crecen en una dirección equivocada, cerrándose al moverse. Pero era como si Easter les enviara una señal. Ahora estaba allí arriba, quieta, mirando el manantial. Easter, qué nombre tan vulgar; Jinny Love Stark fue la primera en comentarlo. Era de estatura mediana, pero sus cabellos parecían levantarse en las sienes, los llevaba cortos y como alambres y el tupé la hacía casi tan alta como Jinny Love Stark. El cabello del resto de las huérfanas era más claro que sus frentes quemadas por el sol, liso y como estopa, el verde amarillento de las barbas del maíz que se oscurecía volviéndose negro en las raíces y sombras, con flequillos que parecían descoloridos como el cabello de los niños pequeños y de los viejos; lo tenían así de trabajar en el campo. El cabello de Easter era de un dorado apagado. En la nuca, bajo los cabellos, tenía una señal en la piel como la marca que deja una pulsera de oro en un brazo. Las niñas de Morgana quedaron encantadas al averiguar lo que era: un anillo de roña. Les gustaba contemplarlo o recordar, demasiado tarde, lo que era; como ahora, cuando Easter se agachó para beber y después se alejó del manantial. Les gustaba caminar detrás de ella y ver su espalda, que les parecía espectacular, desde su cabeza con tupé dorado hasta sus duros y resistentes talones. El señor Nesbitt, de la clase de Biblia, tomó a Easter por la muñeca, la volvió hacia él y la miró fijamente. Le empezaban a crecer los pechos. Lo que hizo Easter fue morderle la mano, la mano de la colecta. Era maravilloso tener con ellas a alguien tan audaz, aunque hasta ahora no comprobadamente mala. Cuando el pequeño paraguas de plomo fundido de Nina, que tenía el tamaño de un trébol, un regalo que venía dentro de una caja de palomitas acarameladas, fue robado la primera noche de la acampada, fue cosa de Geneva, la amiga de Easter. Jinny Love, después de limpiarse la cara con un pañuelo hecho a mano, sacó una baraja de naipes que ocultaba en el bolsillo de la blusa. Los dejó caer sobre un lugar arenoso al lado del manantial; eran de un azul fuerte. —Vamos a jugar al casino. ¿Te llaman Easter? Easter saltó desde lo alto del montículo. Se les acercó. —¿Qué es eso del casino? —Muy bien, entonces, ¿a qué quieres jugar? —Bueno, podríamos jugar al clavo. —¡No sé jugar a eso! —gritó Nina. —¿Para qué quieres saberlo? —dijo Jinny Love haciendo un círculo. Easter sacó una navaja y con su uña rota hizo salir tres cuchillas. —¿Llevas eso contigo en el orfanato? —preguntó Jinny Love con cierto respeto. Easter se dejó caer sobre sus rodillas con cicatrices y de color coral. Vieron la suciedad. —Todas de rodillas si queréis jugar al clavo conmigo —fue su respuesta—, y cuidado con las manos y las caras. Se agacharon en la arena cubierta de agujas de pino. Las vivaces y atareadas hormigas estaban por todas partes. Si alguien las miraba de reojo podrían parecerle ponis coléricos y anaranjados cabalgando en agujas de pino. Geneva se escurría por detrás de los árboles, pero no se acercaba ni intentaba participar en el juego. Hacía como si estuviera cogiendo larvas de hormiga. La navaja saltaba y vibraba sobre la arena alisada por la mano de Easter. —No sé cómo se juega, pero te apuesto a que gano —dijo Jinny Love. Los ojos de Easter al levantarse no eran ni castaños ni verdes, ni de gato; tenían algo metálico, un metal liso y antiguo, y no se podía ver lo que tenían dentro. El abuelo de Nina tenía una caja con monedas de Grecia y Roma. Los ojos de Easter aquel día podían ser de Grecia o de Roma. Jinny Love dejó de interesarse por ellos y se concentró en mirar cómo Easter lanzaba la navaja. El color de los ojos de Easter podía haber sido encontrado en un lugar lejano —remoto, bajo hojas perdidas—, tan extraño como el color pintado de las hormigas. En lugar de puntitos negros, en el centro de sus ojos podía haber habido cabezas de mujeres antiguas. Easter, que había jugado muchas veces, fue la que ganó. Movió la cabeza afirmativamente y aceptó el pasador para el pelo de Jinny Love y una pluma de gallo de Nina que pasó a su oreja. —No me sorprendería que hubieras hecho trampa, y no sé qué nos habrías podido dar si hubieras perdido —dijo pensativamente Jinny Love, pero con una admiración casi fantástica en ella. El comentario que acompañó la victoria no afectó a Easter, que apenas le hizo caso. Su indiferencia movió a Nina a echarse para atrás y ponerse a escuchar el manantial, con su sonido infinito, y a mirar cómo la luz de julio, que se parecía a unos pájaros púrpura y amarillos, oscilaba bajo los árboles cuando soplaba el viento. Easter volvió la cabeza y su nueva pluma se irisó, cambiante. Un negro enjambre de abejas pasó por el aire lanzando una sombra en forma de embudo, como un visitante llegado de ninguna parte, de otro planeta. —Vamos a tener que jugar para ver de quién será el vaso —dijo Easter balanceándose sobre sus rodillas. Nina se puso en pie de un salto e hizo la rueda. Contra el verde y azul giratorio su corazón latía con fuerza mientras tocaba ligeramente el suelo. —Has estropeado el juego —dijo Jinny Love a Easter—. No conoces a Nina. —Recogió los naipes—. Se diría que ese vaso está hecho de oro de catorce quilates y no que es un vaso guardado en una vieja maleta. —Lo siento —dijo Nina sinceramente. Mientras las tres daban la vuelta al lago, un pájaro que volaba por la orilla opuesta lanzó un graznido, luego se metió entre los árboles y remontó el vuelo, graznando otra vez. —¿Lo oís? —preguntó una de las negras, que pescaba en la orilla; era Twosie, la hermana de Elberta, que les habló como si se hubiera estado desarrollando una larga, larguísima conversación, en la que solo se atrevía a intervenir con sus mejores modales—. ¿Sabéis por qué? ¿Sabéis por qué en el cielo dice «Espíritu, Espíritu»? ¿Y luego se lanza y dice «Fantasma»? —¿Por qué lo hace? —preguntó Jinny Love con voz desconfiada. —Vosotras lo sabéis, yo no lo sé —dijo Twosie, con su vocecita aguda y desamparada, y luego cerró los ojos. Parecía que no iba a decir más. En los días agradables existe el peligro de un encuentro triste, el peligro real de que ocurra—. No sé por qué lo dice. —Twosie habló lastimosamente, como si la estuvieran acusando de algo. Suspiró—. No tenéis los ojos bien abiertos. Vosotras no sabéis lo que hay en el bosque. —Bueno, ¿nos lo dirás? —Vosotras pasáis justo al lado de hombres con grandes escopetas, que pueden salir de un salto. Vosotras no los oléis. —¿Te refieres al señor Holifield? Es una linterna lo que lleva. —Nina miró a Jinny Love para que lo corroborara. El señor Holifield era el encargado, o simplemente «el hombre que es necesario tener en el campamento». Para encontrarle había que llamar durante un largo rato en la caseta de barcas de la Legión Americana. Dormía como un tronco—. No tiene ninguna escopeta para salir detrás de nosotras. —Sé a qué te refieres. Oigo a esos chicos. No son más que unos grandullones, los gemelos MacLain o alguien así, ¿por qué vamos a preocuparnos por ellos? —Jinny Love tenía una ramita metida en la espesa estopa del pelo de Twosie, le daba golpecitos y lo removía suavemente. Hacía como si pescara en la cabeza lanuda de Twosie—. ¿Por qué no tienes miedo tú? —¡Claro que lo tengo! Los párpados de Twosie aletearon. Parecía estar pescando en sueños. Mientras miraban su figura agachada y fiel, de la cual colgaba una larga caña, un apéndice firme, humilde y paciente, todas sus pasiones volvieron volando hacia casa y se apiñaron y acurrucaron para descansar. Al volver al campamento, Jinny Love le contó a la señorita Moody lo de la navaja grande. Easter la entregó. —No quise decir que no podías beber de mi vaso —dijo Nina, que la esperaba—. Pero tienes que sostenerlo con cuidado, gotea. Está grabado. Easter ni siquiera lo miró, aunque Nina lo hizo colgar de su dedo bajo sus propios ojos. No dijo nada, ni siquiera «Es bonito». ¿Pensaba en el vaso? O si no, ¿en qué pensaba? —A veces las huérfanas se comportan como sordomudas —comentó Jinny Love. III —¡Nina! —Jinny Love susurró desde el otro lado de la tienda, durante la siesta—. ¿Qué estás leyendo? Nina cerró La recreación de Brian Kent. Jinny Love ya se acercaba, pasando por encima de los catres que casi se tocaban, al de Nina; andaba de rodillas y se cayó encima de Gertrude, Etoile y ahora Geneva. Al caerle encima Jinny Love, Geneva suspiró. Su rostro dormido tenía aspecto de querer estar despierto. Dormía igual que nadaba, en ropa interior, con las piernas y los brazos en posición de correr, y sus costillas subían y bajaban frenéticamente; su pecho se abría y cerraba como una cajita sin un momento de descanso. La humedad de la tarde había puesto nacarinas sus mejillas y sus dientes de gatita todavía más. En el momento en que Jinny Love le pasó por encima y la ocultó, a Nina le pareció que aún estaba viéndola; hasta la cicatriz de la vacuna parecía demasiado grande para ella. Nadie se despertó porque le pasaran por encima, pero después de que Jinny Love se tumbara en la cama con Nina, Easter hizo un sonido soñoliento con retraso. Ni siquiera estaba en la línea de marcha; dormía en un catre junto a la puerta, curvada como una concha, con los brazos sobre la cabeza. El sonido que había hecho era interior —volvió a hacerlo—, de una coincidencia tan completa y fiel con la cosa soñada que Nina y Jinny Love se cogieron las manos y se miraron con rostros burlones. Más allá del catre de Easter la corona de la tarde fulguró y se levantó con tal intensidad que atravesaba los párpados. Fuera no había nada más que luz. Bueno, y algunos negros que parecían sus únicos habitantes. Elberta pasó lentamente a través de la luz, llevaba un cubo de desperdicios para tirar al agua como si meciera un bebé en sus caderas; la bronca que iba a recibir después por hacerlo sería buena. Su sombrero de paja formaba espirales naranjas y violetas como una peonza. Más allá, al fondo de una vasta extensión de luz intolerable, había una motita de algodón negro. Twosie se había situado al filo de todo, y dormía y pescaba. Al cabo de un rato apareció Exum, con su caña de pescar. Sabía bailar en una baldosa; Elberta decía que había trabajado para un ciego. Exum era listo para sus doce años; demasiado listo. Se había encontrado el sombrero que llevaba puesto, y nadie sabía quién era el dueño. Era un sombrero que se diría nuevo, la cinta interior rellena de cáscaras de cacahuete para achicarlo, y Exum parecía un pequeño cacahuete negro bajo sus alas. Lo llevaba muy echado para atrás, de manera que semejaba ir detrás de él, sobre un tacataca, quizá, como las cartucheras para llevar monedas sueltas que había en la tienda de Spights. Los quejidos y las palabras de Easter, prolongadas o a medias, llenaban toda la tienda, como el calor. Nina observó que profería las palabras de tres en tres, como el lamento de la paloma del bosque. Nina y Jinny Love estaban tumbadas, sin decir palabra, aspirando por partida doble el ya fuerte olor del aceite contra mosquitos Sweet Dreams, sumidas en un trance de resistencia durante la hora de la siesta. Entrelazadas —como si ellas fueran también huérfanas— miraron más allá del catre de Easter y la puerta como si otearan, a través de un largo telescopio, una estrella incandescente, y vieron la espiral del sombrero de Elberta y a Exum saltando sobre un palo, bailando en una nube de polvo. Escuchaban las zambullidas y el chapoteo intermitente de Loch Morrison en el lago y la voz de Easter hablando otra vez en sueños, con palabras ininteligibles. Aunque Nina y Jinny Love hacían muecas a no sabían qué, Easter lo aprobó; estaba totalmente de acuerdo. Sonó la trompeta para ir a nadar. Geneva dio un salto tan fuerte que se cayó de su catre. Nina y Jinny Love, que estaban encajadas como dos hojas prensadas, se separaron de sopetón. Cuando Easter, a la que tuvieron que sacudir, se incorporó soñolienta y atontada en su catre, Nina se le acercó sonriendo. —Escucha. Despiértate. Puedes usar mis zapatillas de baño hoy. Sintió que sus ojos se ponían vidriosos ante tamaña bondad al ofrecerle sus lacias zapatillas rojas, que colgaban como bananas ante la mirada de Easter. Pero Easter volvió a dejarse caer sobre el catre y estiró las piernas. —No me interesan tus zapatillas. No tengo por qué ir al lago si no quiero. —Tienes que ir. Nunca había oído nada igual. ¿Quién te escogió? Tienes que ir —le dijeron todas a la vez. —A ver si podéis llevarme. Easter bostezó. Movió los ojos y los hizo girar, le encantaba hacerlo. La señorita Moody pasó y sonrió a todas las que estaban revoloteando en torno al cuerpo pasivo y rebelde de Easter. Desde el principio la señorita Moody tuvo miedo de que alguien desafiara su dignidad de concejala, y lo demostró entonces pasando de largo ante la tienda, casi como si no quisiera ser vista. —Bueno, yo lo sé —dijo Jinny Love acercándose lentamente—. Sé lo mismo que tú, Easter. —Comenzó un giro que la llevó a marchar a la pata coja alrededor del palo de la tienda, como si bailara una danza india—. No tienes que ir, si no quieres ir. Y si no es cierto, tampoco tienes que ir. Les envió un beso con las manos. Easter permanecía en silencio, pero si hubiera gruñido al despertarse, solo se habría imitado a sí misma. Jinny Love se puso el gorro de baño, que cedió y le tapó los ojos. A pesar de su ceguera, gritó: —Así que no debes pensar que eres la única, Easter, no siempre. ¿Qué dices a eso? —Me importa un rábano —respondió Easter, que siguió tumbada con los brazos abiertos. —Vamos a saltarnos la clase de cestería —dijo Jinny Love a Nina al oído, ya entrada la semana. —Me parece muy bien. —Estupendo. Van a pensar que nos hemos ahogado. Salieron por la parte trasera de la tienda, descalzas; sus pies ya se habían encallecido bastante. Allá abajo, en la hamaca, la señorita Moody leía La recreación de Brian Kent. (Nadie sabía de quién era aquel libro, lo encontraron allí, con las tapas abarquilladas como peinetas. Quizá quien intentara leerlo en el lago de la Luna se sintiera engañado por su título, que parecía tratar de la vida en el campamento; era lo que le pasó a Nina, que lo dejó muy pronto.) Gato, el gato de los negros, tomaba el sol sobre un poste y cuando se acercaron bajó de un salto, como algo vertido de una botella, y las acompañó adelantándoseles. Descendieron despacio por la colina, más allá de donde estaba la tienda de Loch Morrison, y tomaron el sendero hacia la ciénaga. Marcharon en fila india entre dos muros; levantando los brazos podían tocar las piedras que contenían la ciénaga. Los dedos de sus pies levantaban nubes de polvo que tenía un tacto como el del talco que los vendedores echan en los guantes de cabritilla, según dijo Jinny Love dos veces. A la altura de sus ojos había hojas de ricino en forma de dedos, que surgían como las manos gitanas que abren las cortinas de la parte trasera de sus carros, y arrugadas y empolvadas como la cara de una adivina. Los mosquitos las atacaron; Sweet Dreams duró muy poco. El zumbido se alzó como una voz diciendo: «No quiero…». A espaldas de las niñas, zanahorias silvestres, matas de saúco y de zarzamora, opresivamente cargadas de flores y frutas y que olían a serpiente, pendían sobre la zanja y las tocaban al pasar. El fondo de las zanjas era azul o verde, seco y resquebrajado como un florero caído. —Espero que no nos encontremos con negros —dijo Jinny Love alegremente. Magnolias, cipreses, liquidámbares y robles y arces de pantano se apretaban formando un denso muro, y aún quedaba espacio para otro muro de enredaderas; estas se espesaban en el suelo, subían y enlazaban los árboles y el muérdago colgaba, liso y negro, de sus copas. Volaban zopilotes de un lado a otro de la ciénaga, como si pudieran elegir; cruzaban, andrajosos, por el cielo y arrojaban su sombra sobre el sendero, o se posaban juntos en la rama solitaria de un plátano, blanca como la luna. Más cerca del oído que las palabras que se forman en los labios, llegaban los sonidos de la ciénaga; más cerca del oído y más cerca de la mente soñadora. Para Jinny Love, que empezó a brincar, formaban una graciosa canción. Los períodos de silencio parecían roncos o enfermos de ronquera, de algún modo inexplicable, como si el mundo pudiera detenerse. Gato estaba cazando algo en el borde negro de una zanja. Los pinchos no le molestaban, era como si cedieran bajo su larga barriga en forma de barca. El sendero volvió a serpentear y delante de ellas, paseando, apareció Easter. Geneva y Etoile jugaban a su lado, empujándose mutuamente fuera de su sombra, pero cuando vieron quiénes venían detrás se volvieron y corrieron hacia el campamento, en zigzag, como pollos, dejando una nube de polvo al pasar. —¡Tenía que ser ella! —exclamó Jinny Love. Easter siguió despreocupadamente su camino, tenía el vestido manchado por detrás de verde; mientras caminaba comía algo que tenía en la mano. —La alcanzaremos pronto, no corras. La razón de que las huérfanas fueran como eran estribaba en que nadie las vigilaba, pensó Nina, que sintió una extraña desazón, como si fuera una intrusa. Nadie podía pedirles cuentas. Easter no tenía que dar cuentas a nadie, ni siquiera cuando las vigilaban. ¡A nadie le importaba! Así pues, aquel estado de felicidad tenía que ser maravilloso para ella. —¿Adónde vas? —¿Podemos ir contigo, Easter? Easter, con los labios manchados de moras, les dijo que el camino no era suyo. Caminaron juntas, llevándola en medio. Aunque automáticamente le sacaron la lengua, la cogieron por la cintura. Ella toleró aquella intimidad durante un rato; olia a almidón de huérfana, y a sudor, un sudor natural y extraño como el de un bebé dormido, y en sus sienes, muy cerca de los ojos de las otras dos, su piel era tan transparente que se veía una venita debajo, latiendo. Parecía muy tierna y frágil de cintura para caminar tan reciamente, mientras la llevaban agarrada. Las enredaderas, de un verde magnífico y festoneado, cubrían los árboles, jugaban sobre ellos como fuentes. Había charcos de agua bajo ellas, azul oscuro, con redes de nenúfares medio cerrados encima. Sobre las ramas horizontales de los cipreses crecía una especie de pelusa verde pálida como las plumas de los pájaros. Llegaron a una pequeña granja, la última antes de que el lodo lo cubriera todo, nada más que un fragmento de algodón en flor, una casa de fachada blanquecina, un patio limpio con una pequeña bomba hidráulica de hierro, puesta en medio, como un gallo negro. Eran blancos; una vieja que llevaba una papalina salió de la casa con un cubo galvanizado y lo llenó en el patio. Era un pretexto para ver quién pasaba. Easter, apartándose de las otras, levantó a medias un brazo y dando media vuelta por un momento saludó dos veces. Pero la vieja era más orgullosa que ella. —¿Os gustaría vivir aquí? —preguntó Jinny Love. Gato seguía bordeando el bosque delante de ellas y de vez en cuando desaparecía en un túnel de maleza. Cuando surgía de otros túneles él —o ella— levantaba los ojos para mirarlas con un rostro más parecido que nunca a una máscara. —Hay un atajo hacia el lago. Easter se apartó de ellas y comenzó a correr hacia delante, hasta que de repente se puso de rodillas y se deslizó bajo una alambrada de púas. Al levantarse, sus pasos se hundían en el lodo. Nina se libró del brazo de Jinny Love y se fue tras ella. —Podía imaginarme que querrías que pasáramos por debajo de una alambrada. —Jinny Love se sentó donde estaba, al lado de una zanja, como si lo hiciera sobre una banqueta bordada a mano. Una vez se puso en pie de un salto, pero volvió a sentarse—. ¡Tontas, tontas! —llamó—. Me parece que gracias a vosotras me he torcido el tobillo. ¡No podría andar por el lodo aunque quisiera! Nina y Easter, deslizándose bajo una segunda e inesperada valla, siguieron, tambaleándose y sintiendo cómo se hundían sus pies, y llegaron a los árboles. Dejaron atrás a Jinny Love de esa manera tan cruel en que personas e incidentes son echados a un lado durante un sueño, como flores gratuitas arrojadas desde una carroza en un desfile. La ciénaga lo rodeaba todo, oscura y a la vez vívida, alarmante; era como estar dentro de un baúl que respiraba y que podía volverse contra uno. Después estaba el lago de la Luna, de aspecto enteramente diferente. Easter subió la ligera pendiente, llegó a la cumbre rosada y verde y vio el inocente paisaje. Reinó el silencio hasta que, ominosamente, se oyó un débil chapoteo. —¿Has visto a la serpiente al caer al agua? —preguntó Easter. —¿Serpiente? —Desde aquel árbol. —Te la regalo. —¡Ahí está: sube! —señaló Easter. —A lo mejor es otra —objetó Nina con voz de Jinny Love. Easter miró a ambos lados, escogió, y caminó por la cumbre rosada de arena con su labio purpúreo, su sombra azul vagando. Desapareció tras la curva y fue directamente hacia un viejo bote gris. ¿Sabía que estaría allí? Se hallaba entre unos juncos, con el aspecto misterioso de las cosas que encuentras inesperadamente, en el lugar apropiado para un viejo bote. Easter se metió dentro y pasó saltando hasta el asiento más lejano, que estaba sobre el agua, se dejó caer y se estiró hacia atrás con los dedos de los pies como garfios. Parecía que iba a caerse. Levantó un brazo, doblándolo sobre su cabeza, y lo bajó hasta que tocó el agua con un dedo. Las sombras de las hojas de sauce se movían suavemente sobre la arena, como medias lunas alargadas de color azul oscuro. El agua, inmóvil, tenía un color gris plateado, moteado aquí y allá por estacas purpúreas, aunque donde el sol la besaba, el lago parecía violentamente agitado, casi como si estuviera hirviendo. Seguramente una pequeña astilla daría vueltas y más vueltas en él. Nina se dejó caer en el moteado banco de arena. Parpadeó, entrecerró los ojos y el mundo pareció iluminado por la luz de la luna. —Ya estoy aquí —les llegó la voz de Jinny Love. No había tardado mucho. Llegó andando a tirones, siguiendo sus huellas por el banco de arena, su larga y suave melena alzándose como una falda cogida por el viento en campo abierto—. Pero no me apetece sentarme en una barca agujereada —dijo—. Prefiero la tierra firme. Se sentó en el mismísimo lugar donde Nina estaba escribiendo su nombre. Nina movió el dedo y dibujó una larga flecha hasta un nuevo sitio. La arena era gruesa como abalorios y llena de diminutas conchas, algunas de la forma exacta de una trompeta. —¿Queréis que os cuente lo de mi tobillo? —preguntó Jinny Love—. No está tan mal como temía. Desde luego que habéis escogido un sitio extraño, he visto a un búho. Este sitio huele a sótano de colegio, a pis y viejos borradores. Luego se calló, con la boca ligeramente abierta, y se quedó en silencio, como si se hubiera apagado algo dentro de ella. Con ojos suaves, su mirada abarcó a Easter, la barca y el lago, y su largo rostro ovalado quedó vacío. Easter estaba echada, mecida por el suave movimiento de la barca, la cabeza descansaba sobre su mejilla. Esta vez no saludó a Jinny Love. ¿Vería la gota de agua que colgaba de su dedo levantado? ¿Formaba un arco iris? No para Easter; tenía los ojos en blanco, pensó Nina. Su mano escribió en la arena. Nina. Nina. Nina. Al escribir soñaba que su ser podía salir de sí misma, que en un lugar lejano podía decir a su ser, llamándole por su nombre, que se fuera o se quedara. Jinny Love había comenzado a construir un castillo de arena sobre su pie. En el cielo las nubes se movían no más perceptiblemente que los animales paciendo. Pero con un soplo de viento la barca cabeceó. Easter se incorporó. —¿Por qué no nos paseamos en la barca? —Nina, tomando una rara e impetuosa iniciativa, se puso en pie—. ¡Venga, vamos! —Mentalmente formó un cuadro, como si fuera una realidad vista desde una distancia fortuita y perceptible, en que la barca flotaba donde ella señalaba, allá lejos, en el lago de la Luna, con tres niñas sentadas en sus lugares respectivos—. ¡Allá vamos, Easter! —Ahora que estoy haciendo un castillo? No voy —dijo Jinny Love—. Además, hay estacas en el lago. Podrían hacernos volcar, ¡ja, ja! —¡A mí qué me importa, sé nadar! —gritó Nina desde la orilla. —Sabes nadar del primer poste al segundo. Y eso delante del campamento. Plantando firmemente los pies en el lodo succionador y lleno de pececillos, Nina apoyó todo su peso contra la barca. Pronto quedó enterrada hasta media pierna; el lodo, como un beso terrible, le chupaba los dedos de los pies y todo su cuerpo se tensó y comenzó a sudar. Las raíces se enredaban en sus pies, llenas de nudos y serpenteando. Algo retenía a la barca, alguna cosa dentro del agua, pero Nina estaba decidida a soltarla. Vio que dentro de la barca había también agua lodosa y que las piernas de Easter, ahora sonrosadas, se ponían a horcajadas. De repente todo parecía fácil. —¡Se está soltando! En el último minuto, Jinny Love, que había sacado el pie de debajo del castillo con éxito, fue corriendo hacia la barca y se instaló en el asiento de en medio, gritando. Easter se irguió oscilando con el movimiento de la barca; parecía haber agotado todas sus energías. Su cabeza se bamboleaba pálida y sin forma, como una pera, más allá del rostro sonriente de Jinny Love. No había dicho si quería o no quería ir, seguramente quería; estaba en la barca desde el principio, la había descubierto. Por un momento, con sus poderosas manos, Nina retuvo la barca. Volvió a pensar en una pera, no de esas corrientes, de carne arenosa, que se encuentran en cualquier huerto, sino las finas, las que se venden en los trenes y son caras, cada una en su cucurucho de papel; peras hermosas, simétricas, de piel fina y carne blanca como la nieve, tan jugosas y tiernas que al comer una te lavas la cara y tan delicadas que cuando estás comiendo a toda prisa una mitad, la otra adquiere un color parduzco. Algo pasaba con algunas frutas y de modo especial con las peras finas. Era un proceso tan rápido que nunca te daba tiempo. No son las flores las efímeras, lo son las frutas: en cuanto están en su punto ya empiezan a pasarse. Hasta recordó el verso: «Peral que está en la puerta del huerto, ¿cuánto tiempo más debo esperar?». Se suponía que eran las peras las que preguntaban, no el que las recogía. Luego se metió en la barca y la hizo balancearse. —¿Y ahora qué? —preguntó Jinny Love. —Para mí está muy bien —dijo Nina. —¿Sin remos? ¡Ja, ja! —¿Por qué no me lo dijiste, eh? Pero no me importa. —No eres tan lista como crees. —Espera hasta que veamos adónde vamos. —Supongo que te acuerdas de que Easter no sabe nadar. Ni siquiera es capaz de tocar el agua con el pie. —¿Para qué sirve entonces una barca? Pero un suave tirón puso fin a su periplo. Nina, con el entrecejo fruncido, miró hacia abajo. —¡Una cadena! ¡Una vieja y estúpida cadena! —¡Mira lo lista que eres! Nina arrastró la barca hacia la orilla otra vez —¡por supuesto, nadie la ayudó!—; se quemó las manos con la cadena y se puso de rodillas intentando liberar el otro extremo de la barca. Observó a través de las cañas que la cadena daba varias vueltas a un viejo tronco, parcialmente tapado por la vegetación. La barca llevaba amarrada a la orilla tal vez desde el pasado verano. —No vas a conseguir nada dándole golpes —dijo Jinny Love. Una libélula revoloteaba sobre sus cabezas. Easter esperaba sin más en su extremo de la barca, no parecía afectarla en absoluto la desilusión. Si aquella iba a ser su barca, Easter sería el mascarón de proa, de espaldas, con el rostro mirando al cielo. No quería ser su pasajera. —Creías que ya estaríamos todas en medio del lago de la Luna, ¿no? —dijo Jinny Love desde su asiento para señoras—. Pues mira dónde estamos. —¡Oh, Easter, Easter! ¡Ojalá tuvieras tu navaja todavía! —No volvamos todavía —dijo Jinny Love desde la orilla—. No creo que se hayan dado cuenta de que faltamos. Empezó a hacer un castillo sobre el otro pie. —Me dais asco —dijo Easter de repente. —Nina, hagamos como si Easter no estuviera. —¡Pero si eso es lo que ella está haciendo! Nina cavó en la arena con un palito, primero escribió «Nina», luego «Easter». Jinny Love parecía atónita, dejando que la arena se le escapara de los dos puños. ¿Cómo podía saber lo que estaba haciendo Easter? La mano de Easter descendió y borró su nombre; también borró «Nina». Tomó el palito de la mano de Nina y con un gesto formal, como si de otra manera pudiera revelar demasiado, escribió para sí misma. Escribió con letras claras y rectangulares la palabra «Esther» sobre la arena. Luego se puso en pie de un salto. —¿Quién es? —preguntó Nina. Easter puso su pulgar entre sus senos y comenzó a pasearse. —Yo digo que esta es Esther. —Llámala Esther si quieres. Yo la llamo Easter. —Bueno, siéntate… —Yo me puse el nombre. —¿Cómo pudiste? ¿Quién te dejó? —Me he dejado yo. —Easter, te creo —dijo Nina—. Pero quiero que lo escribas bien. Mira: E-A-S… —Me da igual. —A mí me pusieron el nombre por mi abuela materna, así que me llamo Jinny Love. No podía ser de otro modo. Y no hay nada mejor. ¿Lo entiendes? Easter no es un nombre de verdad. No importa cómo lo escriba, Nina, nadie ha oído nunca ese nombre. Nadie de por aquí. Apoyó la barbilla sobre su castillo. —Es mío. —Mira cómo es cuando está bien escrito. —Nina tomó el palito de los dedos de Easter y comenzó a escribir, pero tenía que protegerlo con su cuerpo contra ella—. ¡Si está bien escrito es de verdad! —gritó. —Bien escrito o mal escrito, es vulgar —dijo Jinny Love—. Pero me da igual. Lo único que me preocupa es que no voy a llegar a casa a tiempo para los higos. —¡Easter es verdaderamente bonito! —dijo Nina distraídamente. De repente tiró el palito al agua, antes de que Easter pudiera arrebatárselo, y se quedó flotando en un crisol de agua soleada—. Creía que te lo pusieron el día que te encontraron en la puerta —dijo taciturnamente, hasta con desconfianza. Easter se sentó por fin y con movimientos lentos y cuidadosos de sus palmas se frotó las viejas picaduras que tenía en las piernas. Movió arriba y abajo el tupé de su cabello, y luego de un lado a otro, rítmicamente. Easter nunca contaba nada a menos que tuviera que hacerlo, pero tampoco pedía explicaciones. Solo tenía esperanzas. Esperaba no tener que lamentarse nunca de nada. ¿O no era así? —No tengo padre. No llegué a conocerlo, se fue. Solo tengo madre. Cuando aprendí a andar me cogió de la mano y me llevó, de eso me acuerdo. Seré cantante. Fue Jinny Love, que empezó a carraspear, quien liberó a Nina de su apuro. Fue Jinny Love, fugándose, hundiendo su dedo en el castillo, quien se mostró ahora amable, haciendo como que Easter no había hablado. Nina dio un golpe en la cabeza de Jinny Love. ¡Qué hermoso y caliente era su cabello! Como vidrio caliente. Sacó su tierno pie del castillo, que se deshizo. Se preguntó si se desharía la cabeza de Jinny Love. Imposible. No puedes aprender nada con la cabeza. —¡Ja, ja, ja! —gritó Jinny Love devolviendo el golpe. Durante un momento se pelearon y golpearon. Luego se quedaron quietas, las dos inclinadas sobre el castillo de arena, tumbadas y mirando al cielo por el que ascendía la torre blanca de una nube. Alguien se movió; Easter se llevó a los labios un trozo seco de enredadera cortado en los tiempos en que tenía una buena navaja. Sacó una cerilla de cocina de su bolsillo, la encendió y fumó. Se sentaron y la miraron fijamente. —Si quieres ser cantante, esa no es la manera de empezar —dijo Jinny Love—. Hace que los chicos no crezcan. Easter volvió a tener aspecto de dormida en las sombras que bailaban, excepto por lo que salía de su boca, más misterioso casi que las palabras. —¿Queréis probarlo? —preguntó, y aceptaron. Pero sus trozos de enredadera se apagaron. Jinny Love, que no dejaba de mirar a Easter, acarició la idea de chivarse que había fumado, mientras el sol, incluso a través de las hojas, enrojecía su pálida piel y parecía la más hermosa de todas; sintió la tentación de contarlo. —Cuando la acampada haya terminado, Easter, me seguiré acordando de ti —dijo al fin. De la espesura del bosque llegó un sonido fantástico, seguido de un trémulo silencio, una retención de aire. —¿Qué es eso? —gritó Easter con voz aguda. Su garganta se estremeció y la venita de su sien saltó. —Es el señor Loch Morrison. ¿No sabías que tenía una trompeta? Hubo otro sonido fantástico y un silencio gentil y distinto. El bosque pareció correr tras él, como si el mundo se desquiciase. Nina vio al muchacho en la distancia, con su trompeta dorada enhiesta, mirando hacia el cielo. Unos minutos antes su mirada había escapado del presente y de aquella escena; ahora colocó al trompetista donde podía verlo. —¡Deja de soplar! —gritó Jinny Love, que se puso en pie, se tapó los oídos y empezó a dar saltitos por la orilla del lago de la Luna—. ¡Cállate! ¡No estamos sordas! Vamos —dijo prosaicamente a las otras dos—. Ya es hora. Supongo que ya se habrán preocupado bastante. —Sonrió—. Aquí viene Gato. Gato siempre cazaba; había algo en la boca de él —o ella—, un par de patitas o garras bailaban bajo sus bigotes levantados. Gato no tenía un aspecto especialmente triunfante; solo de que ya había terminado. Se alejaron de su pequeña barca. IV Una noche clara, los campistas encendieron una hoguera más arriba del manantial, cocinaron la cena con leña y después de diferentes actuaciones, un recitado de «Cómo trajeron las buenas noticias de Gante a Aix» por Gertrude Bowles y las típicas historias de fantasmas, se pusieron en pie en la colina y dejaron caer su última canción sobre los bosques: «Little Sir Echo». Apagaron el fuego y ya no quedó ningún punto rojizo, ningún círculo. Sentían la presencia de la noche, una bestia entre telarañas, sin brillo ni perfil, un mero adorno, como los anillos, o los pendientes… —¡Marchen! —gritó la señora Gruenwald, y bajó a grandes zancadas el sendero seguida por las niñas. Se pusieron en fila, pisando las agujas de pino todavía calientes, sin hacer ruido. No muy lejos se oía el crujido de las ramitas, pequeños y penosos ruidos; Loch Morrison, que no sabían si había cenado, vagaba por ahí, enfurruñado, solitario. Nadie necesitaba la luz. El cielo nocturno lucía pálido como una uva verde, transparente como la carne de la uva, sobre cada árbol. Todas las niñas vieron grandes polillas —hermosas como señoras, con las largas piernas de sus alas— y otras más pequeñas, casi como trozos de corteza. Y una vez, contra el fondo de la noche, ante los ojos de la hermana pequeña de los Spights, que gritó al verla, apareció una araña, un cuerpo no menos misterioso que la uva del aire y solo un poco diferente. Por todas partes volaban las luciérnagas. Nubes, árboles, islas de ellas, como lámparas de poca potencia; hasta entraban en las tiendas por equivocación. Las estrellas apenas se mostraban en el pálido cielo; parecían muy pequeñas y ajenas a aquel mundo rutilante. Un mundo que continuaría siendo rutilante mientras aquellas muchachas siguieran despiertas y no cerraran los ojos. Y la luna, que no podía faltar, brillaba. El lago de la Luna surgió, como una inundación, debajo de la colina; bajaron el sendero. La señorita Moody solía pasear por él en barca, y a veces lo hacía con alguien del pueblo, como «Rudy» Spights o «Rudy» Loomis, y se les veía a la deriva, a la luz de la luna, sobre la lisa y brillante superficie. («Y ella deja que la abracen, así», les informó Jinny Love. «Así», repitió, y cogió nada menos que a la quisquillosa Etoile. «¡Aparta tus manos!», exclamó Etoile.) Por dos veces Nina había visto la silueta de la barca sobre el agua brillante, con una figura en cada extremo, como una mariposa oscura con las alas extendidas y quietas. ¡No la vería aquella noche! Aquella noche solo había negros pescando. ¡Pero sus barcas estarían llenas de peces plateados! Nina se preguntaba si no sería la lentitud y la casi inmovilidad de las barcas en el agua lo que las hacía tan mágicas. Su barquita entre los juncos, por la tarde, no había estado, después de todo, tan lejos de aquella maravilla. El agua y el cielo, la luna y el sol, continuaban girando, y en medio había una mágica irresolución, la de la barca. Y más que ir la barca a la deriva por el mundo, era el mundo el que, al advertir la presencia de la barca, olvidaba todo y se dejaba llevar. Lo soñado cambia de sitio con el soñador. De vuelta del bosque iluminado por la luna, la fila de niñas se fue introduciendo en las tiendas, que estaban más calientes que un bolsillo de tela. Sin plan para aquella noche, la señorita Moody encendió las velas; sobre un estante quedaron a la vista su cepillo de dientes en un vaso, su polvera de celuloide pintada a mano, su crema de miel y almendra, su colorete, sus pinzas para las cejas y, al final de la fila, su botella de Compound, que contenía unicornio verdadero, unicornio falso y un poco de raíces de la planta de la vida. La señorita Moody, con el entrecejo fervorosamente fruncido, como para impedir cualquier interrupción, cantó con suave trémolo, mientras frotaba a las niñas de la fila con Sweet Dreams. ¡Perdóname! ¡Oh, por favor, perdóname! ¡No quería hacerte llorar Te amo y te necesito… Las niñas se retorcían, se inclinaban y levantaban silenciosamente sus camisones mientras ella cantaba. Luego, cuando se volvían hacia ella, veían sus mechones de cabello muy cardado y aquellas cejas que parecían pintadas para siempre con la raya elevada propia de los adultos que ansían algo. ¡Haz lo que quieras, pero no digas adiós! Mecánicamente, estuvieron a punto de decir: «¡Adiós!». Sus manos las frotaban y les daban golpecitos mientras cantaba, las acariciaba a todas por igual, como si la niñez no fuera algo infinito, sino un bien perecedero. («Tengo cosquillas», le decía Jinny Love todas las noches.) Su mirada suplicante les parecía infinitamente peligrosa. Su voz tenía el vaivén de un acróbata en medio del alambre, incluso cuando cantaba dentro del camisón al metérselo por la cabeza. Había besos, rezos. Easter, temerosa de pasar frío aquella noche, se acostó con Geneva. Esta, como una libélula, la sujetó por la espalda. Apagaron las velas. La señorita Moody se durmió ostentosamente rápido. Jinny Love lloró sobre su almohada; añoraba a su madre o tal vez a los higos. Frente a la tienda, un platito lleno de Citronella ardía entre la maleza para ahuyentar a los insectos. Citronella, un nombre de chica. Iluminado, por supuesto, pero escondido a sus ojos, el lago de la Luna se extendía por la noche. A la luz de la luna a veces parecía correr como un río. Más allá del croar de las ranas se oían los ruidos que hacía una barca amarrada en algún lugar en su vago y torpe intento de alcanzar la playa, los sonidos característicos de lo que está ciego. ¿Han tenido alguna vez ojos las barcas? Nadie velaba para que su pequeña porción de lago se mantuviera cercada por cuerdas y protegida; ¿estaba allí todavía la frágil cuerda tendida entre los postes que se movían en el lodo? La cuerda señalaba hasta dónde podían nadar las niñas. Más allá había aguas profundas, en algunos lugares sin fondo, decía la señorita Moody. Aquí y allá las arenas movedizas borraban las huellas de tus pies y besaban tus talones. Las serpientes, las peligrosas y las inofensivas, jugaban libremente; su paso dejaba una división estelar entre mata y mata: brillante y ondulada, brillante y ondulada. Nina seguía tumbada como en un ensueño, o se había despertado por la noche. Oyó a Gertrude Bowles suspirar en sueños, el comienzo de su dolor de barriga, y a Etoile empezar, lentamente, a roncar. Ahora puedo pensar entre ellas, se dijo. Ni siquiera podía sentir la desazón de la señorita Moody. ¡La huérfana! , pensó jubilosamente. Otra forma de vivir. Y había más formas secretas. El tiempo es realmente breve, pensó. He estado pensando como las otras. Solo es interesante y digno intentar penetrar en los secretos mejor guardados. Entrar en todas para ser distinta. Convertirse por un momento en Gertrude, en la señora Gruenwald, en Twosie, en un chico. Haber sido huérfana. Nina se sentó en su catre y miró con apasionamiento lo que tenía delante: la noche, la pálida, oscura, rugiente noche con su andar secreto, la noche india. Sintió que las estrellas, que colgaban como abalorios, la miraban pensativamente. La pesada noche acechaba en la puerta de la tienda, el amplio pliegue que la cerraba la dejó entrar agachada y se incorporó dentro. Con sus largos brazos, o alas, se situó en el centro, donde estaba el palo. Nina se recostó, apartándose silenciosamente de ella. Pero la noche lo sabía todo sobre Easter. Todo. Geneva la había empujado hasta el borde del catre. La mano de Easter colgaba hacia abajo, abierta para fuera. «Ven aquí, noche», hubiera podido decir Easter, con ternura, a un gigante, a una cosa tan oscura. Y la noche, obediente y grácil, se arrodillaría ante ella. La mano callosa de Easter colgaba abierta allí, hacia la noche, que se había metido completamente en la tienda. Nina dejó que su brazo se estirara frente al de Easter. Su mano también se abrió, por sí sola. Permaneció así mucho tiempo, inmóvil, bajo la mirada de la noche, su oscura mejilla mirando inmóvil su mano, la única parte de su cuerpo que todavía no estaba dormida. Su gesto era parecido al de Easter, pero la mano de esta dormía y su propia mano sabía; rehuía y sabía, pero aún ofrecía. —En lugar de… Yo en lugar de… En el hueco de su mano, en la piel que la llenaba, en los dedos que estallaban bajo el peso y la inmovilidad, Nina sentía compasión y una especie de rivalidad que se engarzaban en un solo éxtasis, un solo anhelo. Porque la noche era imparcial. O quizá no; la noche podía amar a unos más que a otros, servir a unos más que a otros. La mano de Nina permaneció vigilante largo tiempo, como si sus dedos fueran ojos. Luego se durmió también. Soñó que su mano estaba desamparada entre las fauces depredadoras de algún animal salvaje. Cuando tocaron diana se despertó encima de ella. No pudo moverla, le dio un golpecito y la mordió hasta que, como un enjambre de abejas, le escoció y volvió a tener vida. V Habían visto, aunque nadie tenía ni la más remota idea de lo que iba a hacer —y eso era propio de él—, al pequeño Exum subiendo trabajosamente la tosca escalera de corteza para esconderse entre las hojas, todo ojos y frente pensativa. Exum era algo aparte; era un niño y, para colmo, negro. Se movía continuamente, por un territorio aún más lejano que el de Loch, bajo su tieso sombrero masculino de paja, brillante como un copo de nieve. Veían a Exum, o a su sombrero, yendo de aquí para allá por la orilla de la ciénaga como el corcho de un pescador, ligeramente elevado por la calina y la reverberación del terreno por el que se desplazaba. Exum, persistente como una hormiga, seguía poco a poco el borde de la ciénaga, cargado con su caña y la lata con cebos, para ir a pescar, al otro lado del lago, donde capturaba toda clase de cosas. Cosas, cosas. Se apropiaba de todo lo que encontraba, regocijado, y lo enseñaba con atrevimiento y satisfacción, para guardárselo después con sospechosa alegría. ¿No había nadie que quisiera disputárselo? El explorador le preguntó si podía pescar una anguila eléctrica, y Exum le prometió gustoso que se la regalaría; el desafío duró un recorrido por el agua durante la siesta. Estaba colgado de la escalera con los ojos abiertos de par en par, tan pequeño que nadie reparaba en él, tan poca cosa en todos los aspectos que difícilmente le hubieran tomado en consideración. Más allá Easter estaba de pie en el trampolín, por encima de las otras chicas que asistían a la clase de natación. Permanecía inmóvil, descalza y alta, con su vestido estampado, que ya le iba demasiado pequeño, y el cielo como peana. No respondía a las preguntas que le hacían desde abajo. Las niñas chapoteaban ruidosamente bajo sus pies callosos de color coralino, que colgaban del trampolín. —¡Cómo vas a bajar de ahí, Easter! —le gritó Gertrude Bowles. La señorita Moody sonrió, comprensiva, a Easter. ¿Hasta qué punto la señorita Parnell Moody podía seguir siendo su maestra dentro del agua? Se lo preguntaban. Llevaba un gorro de baño amarillo canario, que abultaba sus cabellos, con una mariposa de goma en la parte delantera. Llevaba sostén y pantis bajo el bañador porque, según Jinny Love, era una persona como Dios manda. No esperaba que surgieran problemas aquel día, sobre todo porque sería el último que pasarían en el lago de la Luna. Exum se golpeaba los labios con los deditos marchitos, como si estuviera tocando una melodía. Estiró su brazo estúpidamente largo. Tenía una rama de sauce verde en la mano. Más tarde las niñas dijeron que le habían visto, pero demasiado tarde. Tocó tierna y suavísimamente con la varilla el talón de Easter, con gesto insinuante, típicamente negro. La niña cayó como si le hubieran dado en la cabeza con una piedra lanzada por una honda. Como recordaron después, su cuerpo, que giró, pareció languidecer en posición recta por un momento, para luego comenzar el descenso. Fue al encuentro del aire azul, que la recibió. Se cayó, como si pasara de mano en mano, hasta el agua lodosa, y a punto estuvo de golpear la cabeza de la señorita Moody; luego desapareció rápidamente. Hubo algo tan concluyente en su desaparición que solo por instinto esperaron un instante a que saliera a la superficie; no salió. Entonces Exum soltó un aullido de niña y se agarró a la escalera como si hubieran encendido un fuego debajo. Nadie llamó a Loch Morrison. En la orilla, colgó con lentitud su trompeta de un árbol. Estaba completamente descalzo. Dio un salto de rana, y cuando iba por el aire vieron que el sucio polvo que llevaba pegado daba a las plantas de sus pies un color violáceo. Nadó desesperadamente, atravesó por entre las niñas y empezó a buscar a Easter en el lugar donde señalaban todos los dedos. Las niñas lloraban mientras él buscaba, sus barbillas metidas en aquella mescolanza de agua y bichos que a veces tragaban. Ni siquiera se dignó mirarlas. Permanecía bajo el agua como si el lago bajara como una tapa sobre él cada vez que se sumergía. A veces, con la boca abierta, aparecía con algo tremebundo en la mano, no para enseñárselo a ellas, sino al mundo o a sí mismo: largas cintas de cosas verdosas y horribles, objetos negros e informes, el zapato de nadie. Luego aspiraba y volvía a zambullirse, buscándola. Cada vez que se zambullía Exum se sentía obligado a gritar de nuevo. —¡Callaos! ¡Largaos! ¡Estáis removiendo el lodo! —gritó una vez Loch Morrison, acusador. Se miraron unas a otras y después de un tremendo berrido todas dejaron de repente de llorar. De pie en el agua parduzca, que les llegaba hasta el tobillo, la cintura, las rodillas, la barbilla, formaban una pequeña V detrás de la señorita Moody, que oscurecía parcialmente su visión con aquel gorro tembloroso como una mariposa. Se sintieron ofendidas. Estaban tan inmóviles que podían haber sido arrastradas hacia el indescriptible cuerpo caluroso del lago que las rodeaba, hasta que sintieran el peso del agua sin corrientes que, de todas maneras, tiraba de ellas. Solo sus sombras, como los bordes abarquillados de un tambor roto, mostraban dónde estaban en el lago de la Luna. Arriba Exum gritaba, y más arriba aún unas nubes vagas y repelentes, de inquieto corazón, soplaban como peonías. Exum chillaba arriba, abajo, por todos los lados. Hizo que Elberta, furiosa, saliera de la tienda de la cocina, y seguramente la señora Gruenwald, si no estaba ajena al mundo —dormida o leyendo—, iría también, dando saltitos por su sendero favorito. Fue Jinny Love la que bajó dando saltitos y se puso a hacer señales extrañas desde la orilla. La cuidadosa labor de la señorita Moody, vendas blancas, cubría sus brazos y sus piernas: había tocado el jugo de un zumaque venenoso aquella mañana. Al igual que Easter, Jinny Love no tenía ninguna intención de meterse en el lago. Un «¡Ahhhhhhhh!» salió de las bocas de todas, largo y asombrado, cuando la encontró. Por supuesto, la encontró, allí estaba el brazo de la chica escurriéndose por la mano de Loch. Vieron que tiraba de los cabellos de Easter, igual que un niño agarra algo de lo que quiere apoderarse, como si no fuera a consentir que unos invisibles enemigos la cogieran primero. Bajo el agua se reunió con ella. Salió a la superficie y dando tirones como un motor la sacó del lago. Llegó la señora Gruenwald. Dando saltitos. Se detuvo en la orilla y comenzó a mover las manos. Su blusa de marinero se levantó mostrando su corsé, que llevaba aflojado. Era rojo. Las niñas no lo olvidarían. Pero su voz era perentoria. —¡Venga, venga! ¡Fuera del lago, fuera del lago, fuera! ¡Parnell! ¡Disciplina! Marchando. —¡Una se ha ahogado! —chilló la pobre señorita Moody. Loch estaba de pie al lado de Easter. La levantó, doblándola, en la orilla, giró el brazo de la chica hacia el otro lado, y de esa forma la sacó por completo del agua antes de dejarla caer, un bulto rodeado de intensa luz. Se sacudió al sol como un perro, se sonó la nariz, escupió, se sacudió los oídos, todo en una especie de trance sosegado que mantuvo a la señora Gruenwald a raya, como si él no se diera cuenta de que interrumpía algo. Exum llamaba a gritos a la señorita Marybelle Steptoe, la persona que dirigía el campamento el último año, que se había casado y vivía en el Delta. La señorita Moody y todas las chicas salieron del lago. Lentas, agotadas, con los cabellos chorreando agua y las zapatillas de goma chirriando, bordearon la orilla. Loch se volvió a Easter, la extendió y luego todas pudieron verla de cerca, pero se fijaron en el agua que llevaba en su regazo. El sol caía pesadamente sobre ellas. La señorita Moody corrió alocadamente y tomó el tobillo de Easter y lo empujó, como una mujer con una carretilla. El explorador enlazó los brazos de Easter y la levantó por los hombros. La llevaron en busca de sombra. Un brazo cayó, y se arrastró por la tierra. Jinny Love, con sus deslumbrantes vendas, se acercó corriendo y tomó el brazo de Easter entre las manos. Siguieron en zigzag. Jinny Love, que volvía de vez en cuando la cabeza hacia las demás, corría agachada, sosteniendo el brazo. La depositaron en la única sombra, la mesa que había bajo el árbol. Era donde comían. La mesa era casi toda árbol, como la escalera y el trampolín, que era medio árbol; una mesa de campamento debe tener la redondez y los troncos y la rugosidad de la corteza en la parte de abajo, y ha de oler a madera recién cortada. Conocían su superficie astillada y las hormigas que la recorrían. La señora Gruenwald, con sus fuertes mofletes, sopló sobre la mesa, pero debería haberla cubierto con un trapo. Se quedó de pie, entre la mesa y las niñas; sus zapatos de tenis, como corsés más pequeños, sujetaban sólidamente sus pies; las niñas no podían acercarse, solo mirar. —La tengo, por favor, señora, suéltela. En el agua, el rostro del socorrista reflejaba toda su impaciencia; ahora era inexpresivo, parecía vacío. Atrajo a Easter hacia sí, separándola de la señorita Moody —que, sin embargo, había estrujado los extremos del cinturón de Easter—, y luego se volvió, con lo que ocultó a Easter de la señora Gruenwald. Manteniéndola doblada, la puso encima y luego extendió la mano, y la colocó ante él sobre la mesa. Permanecieron en silencio. Easter yacía de costado sobre un molde de humedad del lago de la Luna; su cadera sobresalía afilada como una plancha. Estaba plegada brazo contra brazo y pierna contra pierna, pálida y doblada sobre sí misma como si fuera una hoja. Sus pechos también se juntaban. Fuera del agua los cabellos de Easter se habían oscurecido y caían sobre su cara como largos helechos. La señorita Moody se los apartó. —Es evidente que no respira —dijo Jinny Love. Easter tenía los orificios nasales contraídos como una vieja campesina. Su costado caía inerte, como un conejo muerto en el bosque, con las flores de su vestido de huérfana corriendo juntas en una travesura, como si experimentaran una tardía confusión por lo sucedido. El explorador la soltó solo para saltar encima de la mesa, junto a ella. Se situó a su lado, y le puso las manos encima para darle la vuelta; oyeron el golpe seco, como lejano, de su frente sobre la sólida mesa, al igual que los de su cadera y su rodilla. A Exum le estaban zurrando entre los sauces; entonces recordaron que Elberta era su madre. «¡Eres de la piel del diablo!», la oyeron gritar, y él berreó en el bosque. A horcajadas sobre Easter, el explorador la levantó entre las piernas y luego la dejó caer. Lo volvió a hacer y ella se cayó sobre un brazo. Loch asintió con la cabeza, pero no hacia ellas. Hubo un suspiro, un suspiro de Morgana, no de las huérfanas. Las huérfanas no intentaron acercarse, no trataron de proteger a Easter ni de demostrar que era algo suya. No hicieron nada, salvo dar vueltas de un lado a otro, y sin embargo en el grupo hubo un cambio apenas perceptible. Por la cabeza de Nina, donde el mundo seguía parcialmente sosegado, pasó un recuerdo: pájaros sobre un tejado bajo un cerezo; estaban borrachos. El explorador, asintiendo, tomó los cabellos de Easter e hizo girar su cabeza. La dejó con la cara vuelta hacia las niñas. Sus ojos no estaban ni enteramente abiertos ni cerrados, sino como si a sus oídos llegara un ruido estrepitoso desde el momento en que se cayó; se veía el blanco bajo los párpados pálidos y resbaladizos como las pepitas de una sandía. De la misma forma, sus labios estaban entreabiertos; los dientes estaban manchados de lodo negro. El explorador metió la mano en la boca de Easter y tiró de ella, un acto increíble. Todo siguió igual. Se levantó, torció los dedos de sus pies y con un gemido se dejó caer sobre ella y se movió de arriba abajo, apretándole los costados con las palmas de las manos. Ella siguió igual, salvo que salió un chorrito de agua de su boca, una mancha oscura sobre la mejilla inmóvil. Las niñas se apretujaron unas contra otras. Salvar vidas era algo mucho peor de lo que habían soñado. Todavía peor era la indiferencia del cuerpo de Easter. Jinny Love volvió a hacer de voluntaria. Con una toalla iba a espantar los mosquitos, al menos. Escogió una toalla blanca. Sus brazos inmaculados se alzaron y se cruzaron. Estaba frente a ellas; su expresión se sosegó y se hizo ceremoniosa. El cuerpo de Easter continuó sobre la mesa receptivo a cualquier cosa que quisieran hacer con él. Si él era brutal, su ser, su cuerpo, la vida retenida de ella, eran también brutales. Mientras tanto el explorador cabalgaba sobre ella como si fuera un caballo huido, la sujetó momentáneamente y se arqueó sobre su espalda, clavándole las rodillas y los puños, hasta que se cayó hacia atrás debido a su propio impulso, pero ella siguió inmóvil. ¡Que lo intente una y otra vez! Instantes después Nina olió un aroma familiar, sintió el pulgar de un adulto sobre su hombro y oyó un grito: «¿Qué ocurre?». La señorita Lizzie Stark la apartó para ponerse delante, donde sus caderas y su bolso negro se pararon en seco, tapándolo todo. Era la madre de Jinny Love y visitaba el campamento a diario para ver cómo iban las cosas. Nunca oían la llegada de su automóvil eléctrico, pero habitualmente lo veían, lo buscaban en el paisaje, tan fuera de lugar como un piano traqueteando en los baches, levantando una alta nube de polvo. Nadie se atrevió a decirle nada a la señorita Lizzie; únicamente se escuchaban los gruñidos de Loch Morrison. —¿Alguna huérfana que ha comido demasiado? —Luego dijo en voz más alta—: Pero ¿qué le hace? ¡Déjala! Todas las niñas de Morgana fueron corriendo hacia ella y la sujetaron por la falda. —Soltadme —dijo—. Tened cuidado. Tengo el corazón débil. Todas lo sabéis. ¿Es esa Jinny Love? —Déjame en paz, mamá —respondió Jinny Love agitando la toalla. La señorita Lizzie, cuyas manos estaban sobre los hombros de Nina, la sacudió. —Jinny Love Stark, ven aquí. Loch Morrison, baja de esa mesa, debería darte vergüenza. La señorita Moody fue la que rompió a llorar. Se acercó a la señorita Lizzie llevando una toalla sobre el pecho y llorando. —Es nuestro socorrista, señorita Lizzie. ¿No se acuerda? Nuestro explorador. ¡Oh, Dios mío, menos mal que ha venido usted! Lleva mucho tiempo haciéndolo. Póngase a la sombra, señorita Lizzie. —¿Explorador? Pues alguien debe… alguien debe… No aguanto más, Parnell Moody. —No podemos hacer nada, señorita Lizzie. No podemos hacer nada. Por eso está aquí —dijo entre sollozos. —Esa es Easter —dijo Geneva—. Ya ve. —Alguien debe pararlo —dijo la señorita Lizzie Stark. Estaba en medio de todas ellas, junto a Nina, en una posición que no le gustó a Jinny Love, porque le hacía muecas a su madre y Nina tenía que verlo. El blanco polvo de arroz con que cubría su rostro centelleaba sobre su tenue bigotillo. Olía a pimienta y a zumo de limón porque había hecho mayonesa para ellas. Valerosamente intentaba compensar lo que el explorador hacía pensando lo que opinaba de él: era odioso. El comentario que la señorita Lizzie le hizo, como de pasada, el primer día fue: «Oye, picaruelo, ¿me imagino que no irás a mearte en el manantial, eh?». «No, señora», respondió el explorador sin ocultar su malhumor. —Las lágrimas no ayudan en absoluto, Parnell —dijo la señorita Lizzie—. Aunque las hay que no saben lo que son las lágrimas. —Miró a la señora Gruenwald, que le devolvió la mirada desde otro nivel; había sacado una silla y estaba sentada en ella—. Y en nuestra última tarde. Pensaba daros una sorpresa. Miraron a Marvin, el que cuidaba el jardín de la señorita Lizzie, que se acercaba llevando dos sandías como una madre con gemelos. Al llegar junto a la mesa se quedó allí, quieto. —Marvin, deja esas sandías en cualquier sitio, ¿no ves que hay gente encima de la mesa? —dijo la señorita Lizzie—. Ponlas en el suelo y espera. La presencia de la señorita Lizzie hizo que todo lo que estaba ocurriendo pareciera más natural. ¡Qué contentas se ponían siempre que las visitaba! Esa era la razón por la cual habían elegido a la señorita Lizzie madre del campamento. Bajo su mirada, los movimientos del explorador parecían perder parte de su significado. No era más que una molestia, un mosquito, con una trompa de mosquito. «¡Quitádselo de encima! —repitió la señorita Lizzie, con su voz rica y a la vez descuidada, casi graciosa, sabiendo que no iban a hacerlo—. ¡Ah, que se lo quiten de encima!» Se abrazó a varias de las niñas, cariñosamente. Pero su mirada estaba clavada en Jinny Love; por eso la abrazaron con más fuerza. Las quería de verdad. Le parecía que cuanto más difícil fuera llegar hasta allí y más problemas tuviera con ellas, tanto más las apreciaba. Las niñas recordaron —mientras el explorador seguía cabalgando sobre la espalda lodosa de Easter— que siempre tenían las cosas a punto para la visita de la señorita Lizzie; ahora mismo, las tiendas estaban ordenadas y todo había sido recogido y limpiado con un rastrillo, y el té para la cena estaba listo y metido en un recipiente dentro del lago; y, como siempre, el perro de los negros había ladrado al llegar el automóvil, y allí estaba ella. Podía haberlo parado todo, pero no lo hizo. Hasta sus iniciales protestas parecían ser algo que cabía esperar; solo dijo lo que tenía que decir. Varias de las niñas miraban a la señorita Lizzie en lugar de mirar lo que pasaba encima de la mesa. Sus labios empolvados temblaban, sus párpados ocultaban su mirada, pero estaba allí. En la mesa, el explorador escupió y estudió de nuevo a Easter. Tomó sus cabellos sujetándolos fuertemente y echó su cabeza hacia atrás. Sus labios ya no estaban entreabiertos, sino que toda la boca estaba abierta. De par en par. La boca de él también. Dejó caer la cabeza, se inclinó sobre la mejilla, y volvió a comenzar. —¡Easter está muerta! ¡Easter está m…! —gritó Gertrude Bowles con gran escándalo, y recibió una bofetada no menos escandalosa en la boca para que se callara, de la mano de la señorita Lizzie. Jinny Love, con un interés que nadie hubiera sospechado, seguía moviendo la toalla. ¿Ocurriría que, como Jinny Love siempre era buena, Easter no se atrevería a morirse y se acabaría todo aquello? La que piensa soy yo, se dijo Nina, Easter ya no puede pensar. Y aunque no piense, no está muerta, está consciente, lo que es más difícil todavía. Easter había llegado a ellas y se había mantenido intocable e intacta. Por supuesto, un simple toquecito podía ensuciarla, hacerla caer muy lejos, y muy profundamente. Aunque para entonces todas decían que el negrito la había empujado adrede a fin de que se cayera al agua y se ahogara. —No la toques —se decían tiernamente unas a otras. —¡Déjalo! ¡Déjalo! ¡Déjalo! —gritó la señorita Moody, la que las había frotado a todas de la misma forma, como si fueran pollos a punto de freír en la sartén. La señorita Lizzie le dio también una bofetada, sin vacilar. —No la toques. Y es que se amontonaban cada vez más cerca de la mesa. —Si Easter está muerta, me toca su abrigo de invierno, claro que sí —dijo Geneva. —¡Cállate, huérfana! —Entonces, ¿es cierto? —¡Cállate tú! —El explorador levantó la vista y le dijo jadeando a Geneva—: Podrás preguntarme cuando yo te lo diga. El perro de los negros había ladrado otra vez. —¿Quién viene? —Un grandullón. Es Ran MacLain, y viene hacia aquí. —No me extraña. Se acercó. Llevaba una gorra. —Aléjate de mí, Ran MacLain —le gritó la señorita Lizzie—. Tú, los perros y las escopetas, fuera de aquí. Ya tenemos suficientes problemas. Se negó a responder a sus preguntas y no le dejó acercarse a la mesa, pero tampoco marcharse ahora que estaba allí. Bajo la visera de su gorra Ran MacLain fijó su mirada —ya tenía veintitrés años, era una mirada experta— en Loch y Easter sobre la mesa. No podía dejar de fijarse. Se puso debajo de un árbol. Llevaba la escopeta bajo el brazo. Dejó sueltos a los dos perros, y casi imperceptiblemente mascaba chicle. La señorita Moody fue la única que no se alejó de él. Al acercarse más a la mesa, Nina casi tropezó con el brazo de Easter, que sobresalía. Tenía el codo doblado y la mano se abría hacia fuera. Era la misma posición que tenía de noche en la tienda, cuando Easter dormía pero Nina no. Era la misma mano y parecía el mismo momento. —No la toques. Nina se desmayó. La despertó el olor a cebolla cortada de la axila de Elberta. La habían puesto sobre la mesa, al lado de Easter, los pies de la una junto a la cabeza de la otra. Había muchas cosas en su casa que le gustaban, pero solo pudo pensar en el jardín delantero. Los senderos plateados, de suave olor, con la hierba esparcida detrás de la segadora de césped, los dondiegos de noche resplandecientes. Luego Elberta la levantó de la mesa y volvió con las otras. —Alejaos, alejaos, os he dicho que os mantuvierais alejados. Dejadme en paz —decía entre resuellos Loch Morrison—. Yo la he encontrado, ¿no? Le aborrecían. Nina más que las otras. Casi aborrecieron a Easter. Miraron la boca de Easter y los ojos que contemplaban, sin verlo, el otro lado de la luz. Aunque al principio las amedrentó y las rechazaba, comenzaron a especular con un nuevo atractivo: ¿cabría la posibilidad de que Easter, vuelta hacia sí misma, pudiera llamarlas desde su otro lado, el peor? Su voz secreta, aunque muda tal vez visible entonces, podría salir de su terrible boca como una enredadera, pavoneándose y llenándose de flores. O saldría como una serpiente. El explorador aplastó el cuerpo de la chica, y de la boca de Easter salió sangre. Para todas ellas fue como si les hubiera hablado. —¡Nina, ven aquí y ponte junto a mí! —llamó la señorita Lizzie. Nina se acercó y se colocó debajo del enorme pecho que bajaba desde el cuello del vestido, como un enorme pellejo blanco rajado. Jinny Love atrajo la atención de su madre. Por supuesto, se había tomado furtivamente sus momentos de descanso, pero ahora sus brazos blancos levantaron la blanca toalla y la enarbolaron ardorosamente. Miró a las otras hasta que atrajo sus miradas, como si al final la fiesta fuera suya. Marvin había vuelto al automóvil y regresó con dos sandías más. —Marvin, todavía no podemos coger las sandías. Te lo he dicho. —¡Oh, Ran! ¿Cómo has podido? ¡Oh, Ran! Era la señorita Moody, que volvía a abrir su corazón. Ahora el explorador parecía formar parte de Easter y Easter de él; se movía arriba y abajo y sobre ella, extendida en la mesa. Loch estaba empapado, mientras la falda de la chica se había secado en la mesa; así que, en cierto modo, también habían intercambiado sus papeles. ¿Pasaba el tiempo? Sin parar, los perros de Ran MacLain corrían y jugaban con el perro de los negros, que iba entre los dos. El tiempo pasaba porque al principio el rostro de Easter —la curva de su frente, el tierno labio superior y los ojos lechosos—compartía el desvanecimiento de su caída, la casi olvidada caída que la había bañado con tanta pureza en azul durante un largo momento. Su rostro estaba inmóvil y feo, con el color lluvioso de las petunias de semillero, esas que nadie quiere. Su boca seguramente llevaba abierta el tiempo suficiente, el tiempo que dura cualquier mirada atónita, mordedura, grito, hambre, satisfacción, cualquier dolor personal o incluso cualquier protesta. No todas las niñas la miraban, y sus cabezas comenzaban a hundirse, a inclinarse soñolientas. Todas se habían olvidado de llorar. Nina había localizado tres conchitas en la arena que recogería cuando pudiera. Y de pronto tuvo la impresión de encontrarse en un momento del futuro, al igual que antes se había encontrado en uno del pasado; aquel momento parecía muy lejano: recogió las conchas, una y otra, y otra, sin que el tiempo pasara, y Easter permanecía abandonada sobre aquella pequeña estructura, más allá de la muerte, más allá del recuerdo. —¡Estoy tan cansada! —dijo Gertrude Bowles—. Y tengo calor. ¿No estáis hartas de ver a Easter ahí arriba, tumbada en la mesa? —Tengo los brazos casi rotos —aseguró Jinny Love, que los abrazó a su cuerpo. —Estoy cansada de Easter —dijo Gertrude. —¡Ojalá se muera de una vez! —exclamó la hermana pequeña de los Spights, que llevaba toda la tarde chupándose el pulgar sin que la riñeran. —Abandono —dijo Jinny Love. La señorita Lizzie la llamó con la mano y ella se le acercó. —Nina, Easter y yo fuimos al bosque, y soy la única que se infectó con zumaque venenoso —dijo al besar a su madre. La señorita Lizzie hundió los dedos con fuerza en los brazos de las niñas que estaban a su lado. Todas se pusieron de puntillas. ¿Es que ya se había muerto Easter? Asomándose por un instante desde sus precarias posiciones, se concentraron en recordar para siempre aquella figura contorsionada, el rostro como una máscara rígida y fija, una mano expuesta, la otra celosamente encogida bajo la cintura, como si hubiera tomado un puñado de algo en secreto, las piernas extendidas y manchadas. Era una figura traicionada, la traición se acabó, ya era memoria. Y luego, mientras los golpes volvían a caer, ahora automáticamente, la figura resolló. —¡Atrás, atrás! Loch Morrison habló entre crujidos de dientes crueles y se agachó sobre ella. Y cuando retrocedieron, los dedos de los pies de Easter se estiraron hacia fuera. Su estómago se arqueó y se elevó. Volvió a caer, pero le dio una patada al explorador. Ridículamente, él resbaló hacia atrás y se cayó de la mesa. Estuvo a punto de aterrizar en la falda de la señorita Lizzie, pero ella pudo evitarlo en el último instante, sentándose en el suelo con su falda extendida entre sí como un magnífico sombrero que acaba de ser aplastado. Ran MacLain se ofreció cortésmente a ayudarla a ponerse en pie, pero ella le rechazó. —¿Por qué no te vas a tu casa? —le dijo. Delante de sus ojos, Easter se puso de rodillas, se sentó y apretó las piernas contra sí, mientras tiraba para abajo lentamente de su vestido destrozado. El sol se estaba poniendo. Lo sentían directamente detrás de ellas, el calor tan liso como una mano. Easter se inclinó ligeramente por encima del borde de la mesa, como para ver lo que estaba moviéndose abajo, y se sonó los mocos; lo hizo con el dedo, como la gente del campo. Luego levantó la vista para mirar; un momento después soltó las piernas, que quedaron colgando. Las niñas le devolvieron la mirada a través de los haces amarillentos y violetas de polvo que les llegaban del viejo automóvil de Ran MacLain; el aire era tan áspero como la tela de saco y descendía de las ramas de los árboles. Easter levantó el brazo para protegerse los ojos, pero cayó en su regazo como un terrón. Todas suspiraron. Por primera vez vieron una vieja cesta que había sobre la mesa. Contenía sus cuchillos, sus tenedores y sus platos de hojalata. —Llevadme. —Las palabras de Easter no hacían inflexiones. Pidió de nuevo—: Llevadme. Estiró los brazos hacia ellas, estúpidamente. Entonces Ran MacLain silbó a sus perros. Las niñas corrieron hacia delante, todas juntas. La señora Gruenwald alzó los puños en el aire como si levantara —no, mejor, bajara— un telón y comenzó a balar: Me-t-e… … tus problemas en tu viejo maletín. ¡Ya sonreír, a sonreír, a sonreír! Los negros estaban armando un gran jolgorio, todos se acercaron, y entonces Exum se escapó y corrió hacia el bosque, raudo como un conejo que ha escapado de una trampa. —¿Quién era ese chico grande? —le preguntó Etoile a Jinny Love. —Ran MacLain, tontorrona. —¿Qué quería? —Está esperando que acabe el campamento. Van a venir aquí mañana, a cazar. He oído todo lo que le ha dicho a la señorita Moody. —¿La señorita Moody le conoce? —No hay nadie que no le conozca, y a su gemelo también. Nina, corriendo en primera fila con las otras, lanzó un suspiro, el suspiro que echaba cuando le tocaba entregar los exámenes en la escuela. Luego a cada paso que daba sentía en su interior un desafío. —¡Easter! —gritó. En aquel instante inefable en que alcanzaron a Easter y avanzaron con ella, sentimientos reencontrados retornaron a Nina, unos de comunión y otros conflictivos. Al menos lo que le había ocurrido a Easter era parte del mundo, como la mesa. Pero también tenía mucho de misterio, aunque solo fuera porque era duro, cruel y, según Nina sentía en lo más profundo de su ser, criminal. Easter iba con ellas y la subieron hasta la tienda, la señora Gruenwald iba de un lado para otro dando saltitos y dirigiendo: … ¡en tu viejo maletín! ¡Sonreíd, niñas, que no sois niños, así! La señorita Lizzie caminaba alta y sombría, rezongando. Cogió a la hermana pequeña de los Spights y le dijo: «¡Tú, sacúdeme el vestido!». Pronto volvería a hacerse cargo de todo, pero por el momento pidió un asiento y un vaso de agua fría. No había hablado todavía con Marvin, que estaba poniendo las sandías sobre la mesa. Sus mentes difícilmente recordarían la manera como Easter había estado de pie, libre, en el espacio, para ser luego atrapada y volteada por el aire azul. Algunas miraron hacia atrás y vieron el lago, bordeado por su muro dentro de los muros de bosque, a los cuales ya había llegado la oscuridad. Allí estaban las aletas nadadoras de la hermana pequeña de los Spights, flotando, blancas como un pájaro. «Conozco otro lago de la Luna», había dicho el día anterior una niña. «¡Oh, hija mía, hay lagos de la Luna en todo el mundo! —le había contestado la señora Gruenwald—. Recuerdo uno en Austria…» Y en cada uno se cayó una niña al agua, pensaron ahora. El lago se iba oscureciendo, luego rieló, como el agua en un pozo con brocal. Acostaron a Easter, se sentaron silenciosamente en el suelo, fuera de la tienda, y la señorita Lizzie sorbía el agua del vaso de Nina. Las nubes que se elevaban por el cielo lo llenaron todo como las flores de una mimosa sin tronco que surgiera directamente del suelo. VI Nina y Jinny paseaban por el sendero de abajo, cogidas del brazo, y se acercaron a la tienda del explorador. Había terminado ya la fiesta de las sandías y la señorita Lizzie se había despedido. La señorita Moody, que llevaba un vestido de algodón casi transparente y zapatillas de tenis, iba a salir con «Rudy» Loomis, y la señora Gruenwald intentaba entretener a las niñas con una sesión de canciones antes de acostarse. Easter dormía; Twosie la vigilaba. Nina y Jinny Love oían las canciones, que les llegaban como una despedida, mezcladas con gritos de alegría. Un búho ululó en un árbol cercano. Sopló el viento. Al otro lado de la tela de tienda, los listones que tenía como piernas el explorador se abrían y se cerraban igual que un abanico mientras se movía de aquí para allá. Tenía una linterna, o tal vez solo una vela. Terminó con su sombra al abrir los faldones de la tienda. Nina y Jinny Love se detuvieron en el sendero, silenciosas como dos acampadoras veteranas. El explorador, el bueno de Loch Morrison, estaba desvistiéndose en su tienda a la vista de todo el mundo. Tardaba lo suyo en quitarse cada prenda; luego las arrojaba al suelo con la misma fuerza con que arrojaría una pelota; sin embargo, al hacerlo parecía que estuviera meditando. Su vela —porque era eso— oscilaba mientras permanecía observándose y tocándose las quemaduras del sol frente a un espejo colgado de un gancho, como los que tenían ellas. Estaba desnudo y su cosita movediza colgaba de él como la última gota en el borde de un jarrón. Terminó o se cansó de observarse y volvió a acercarse a la entrada de la tienda, donde se quedó apoyado en un brazo, con todo su peso sobre un pie; miraba a la noche clamorosa. ¡A ellas les parecía que tenía tan poco que hacer! ¿No se habría estado dando golpes en el pecho con los puños antes de que ellas le vieran? ¿No habría fanfarroneado? Les pareció que todavía podían escuchar en el aire rumoroso de la noche el salvaje tamborileo del orgullo. Para ellas era fácil imaginarse el pequeño espectáculo, tonto, breve y dominador, allí, en la tienda donde se había aislado en medio de los bosques, en la noche. Desnudo como estaba pensaba que resplandecía, con su cosita que hacía juego con la llama de la vela. ¿No era así? Sin embargo, de pie, allí, junto a la tienda inclinada, con el brazo lleno de bultitos al levantarlo y la cabeza ligeramente inclinada, parecía desamparado. —Podemos ulular como un búho —propuso Nina. Pero Jinny Love pensaba en términos de futuro. —Voy a contarlo mañana en Morgana. Es el explorador más presumido de toda la tropa, y patizambo. —Luego añadió—: Tú y yo no nos casaremos nunca. Después subieron para unirse a las que cantaban. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
La llave
Cuento
I Loch estaba hecho una furia con su madre. Como ella se saliera con la suya, iba a tenerle todo el verano en la cama y tomando Cocoa-Quinina. Loch se puso a chillar y la tuvo allí L esperando, con la cuchara a punto de derramarse, mientras él miraba su férrea estampa, el tablero de damas de su delantal, hasta que se quedó sin aliento y se tomó la cucharada. Su madre apoyó la mano sobre el gorro de dormir, le toqueteó la cabeza en lugar de besarle y se fue a echar la siesta. «¡Louella!», llamó débilmente, confiando en que subiría las escaleras y la convencería de que se fuera corriendo a la tienda de Loomis a comprarle un helado de cucurucho con dinero de su propio bolsillo, pero por toda respuesta la oyó dar un virtuoso sartenazo en la cocina. Por fin suspiró, estiró los dedos de los pies —tan limpios que le daban asco— y se apoyó en un codo para mirar por la ventana. Al lado estaba la casa vacía. Toda su familia estaría encantada de que se quemara; la envolvió con su apasionamiento veraniego. Más allá de las hojas del almez de su propio jardín y de la hilera de cedros y el amplio jardín vecino se veía uno de sus costados, deteriorado por la intemperie. Dejó que sus ojos se detuvieran o pasaran con rapidez sobre los detalles de aquella pared tan conocida. Su contorno abandonado, su descuidada prolongación en el largo jardín trasero, que conocía de memoria. El costado de la casa era parecido al de un ser humano, como si una persona o un gigante se hubieran quedado allí dormidos, dormidos para siempre. Una chimenea roja en forma de botella lo sostenía todo. El tejado se inclinaba cayendo hacia la fachada, el porche la rodeaba colgando, pues habían desaparecido los soportes, y parecía un acantilado en un serial del Bijou. Pero no rondaban por allí vaqueros en peligro, sino las gallinas de la señorita Jefferson Moody, que cruzaban el camino, salvaban aleteando la valla, y encontraban allí una sombra más fresca, un polvo más mullido para sentarse y lombrices más gordas bajo el suelo de tablas cada vez más ennegrecidas. En el lateral de la casa había seis ventanas, dos arriba y cuatro abajo, y detrás de la chimenea una pequeña ventana de escalera en forma de ojo de cerradura que no se podía abrir; ellos tenían otra igual. Había persianas verdes enrolladas a varias alturas, pero no cortinas. Se veía una mesa en el comedor, pero sin sillas. La ventana de la sala de estar quedaba resguardada por la sombra del porche y de las delgadas y vibrantes hojas de bambú, y su cristal era transparente y oscuro como una charca del río que él conocía. En la sala de estar había un piano y unas sillitas con adornos, como las de la escuela dominical o esas que hay para los niños en las tiendas, cada cual en una posición, y seguro que la primera persona un poco vigorosa que se sentara en ellas las haría pedazos una tras otra. En el hueco que daba al vestíbulo en lugar de puerta había una cortina de abalorios. Al no haber corriente de aire, la cortina colgaba tan inmóvil como una pared, pero a través de ella se hubiese visto a cualquiera que franquease la puerta de entrada. En la ventana que había frente a la de él, en la habitación trasera del piso de arriba, una cama miraba a la suya. Ya no tenía patas, y el colchón se había caído en parte, pero aún se sostenía. La sombra de algún árbol, una rama con sus hojas, viajaba sobre las colinas y las hondonadas del colchón. En la habitación delantera la ventana resplandecía en la tarde; estaba abierta. Lo único que se veía de la cama era un poste con un sombrero encima. Ciertamente vivía una persona en la casa —Loch lo recordaría tarde o temprano—, pero no era más que el señor Holifield, el vigilante nocturno de la desmotadora de algodón que dormía durante el día. Se veía en la pared un cuadro con su marco, lo suficientemente torcido para parecer recto de vez en cuando. A veces el cristal del cuadro reflejaba la luz exterior y el vuelo de los pájaros de una rama a otra de los árboles, y, mientras producía esos reflejos, el señor Holifield soñaba. Loch podía atisbar por entre los cedros porque faltaba uno, y de un golpe de vista lo abarcaba todo —como si lo poseyera—, desde el porche delantero hasta la pared trasera en forma de cobertizo y las negras sombras del cenador; pero este despertaba en él una pasión completamente diferente, con un intenso aroma de hojas negras que se corrompían hasta convertirse en hollín y las cuatro higueras que le daban sombra y de las que robaría higos si es que alguna vez llegaba julio. Y por encima de la sombra, oscura como un barco, fulguraba un cielo azul ruidoso como una batalla, cálido como el fuego. Los trajinantes de heno, que a veces dejaban subir a su hermana a dar una vuelta, ya de noche (contra la voluntad de su padre, pero escabulléndose gracias a la complicidad de su madre) conducían el carro cantando «Oh, It Ain’t Gonna Rain No More». Incluso bajo sus párpados cerrados, luz y sombra seguían separadas, pero al revés. Durante varios días seguidos a veces, y con frecuencia en sus ensueños diurnos y nocturnos, le parecía vivir en la casa de al lado, salvaje como un vaquero, completamente solo, sin que su padre ni su madre entrasen en la habitación para tocarle y ver si tenía fiebre o meterle el dedo por debajo del gorro, sin que él pusiera en marcha el ventilador y el otro lo parara, sin que los dos juntos sujetaran con alfileres un cucurucho de papel de periódico alrededor de la bombilla, para que no se enterase de sus conversaciones por la noche. Y Cassie no podía llevarle allí aquellos horribles libros de chicas y de hadas. Era el goteante canalón lo que le despertaba antes, en primavera, cuando llovía. Salpicaba con el estruendo de una cascada en el bosque, le sacudía con esa agonía de ser arrancado de un sueño para ser transportado a otro sitio, obligado a marchar. Hacía latir con más fuerza su corazón. Podían hacer lo que quisieran con él, pero no le quitarían ni su gorro de dormir ni su casa. Metió la mano debajo de la cama y sacó el telescopio. El telescopio era de su padre y le dejaban mirar por él cuando tenía fiebre. Se lo daban en lugar de la escopeta de perdigones y la pistola de pistones. Olía a latón y al cajón de la biblioteca donde permanecía guardado, y hasta entonces solo lo habían sacado, toda la familia reunida, para ver los eclipses de luna; y cuando pasó el avión que pilotaba una señora, todos estuvieron esperándolo un día entero, acalambrados y doloridos de tanto mirar al cielo, y la mano de su padre agarraba el telescopio como si fuera un bastón grande, una especie de arma para defenderse de lo que se les pudiera venir encima. Loch encajó los largos tubos de latón y sacó el telescopio por la ventana, empujando la tela metálica hacia fuera de forma que entraban mosquitos, cosa que le habían prohibido. Examinó el tamaño de los lejanos higos: el día anterior parecían canicas, hoy granos de uva. Cogerlos no sería exactamente robar. Como contrapartida del furor que le provocaba el confinamiento, a veces sentía, tendido en su lecho, una compasiva actitud de perdón hacia sus propias faltas. Desvió amorosamente el telescopio hacia la casa y alcanzó su tejado, donde los pajaritos ladeaban sus cabezas. Mirando por el telescopio hasta le llegaba el olor de la casa. Morgana olía intensamente aquella tarde; se habían abierto todas las flores del magnolio de la esquina, que resplandecían como luces en el frondoso árbol, alto y enorme como una cueva abierta al borde del tejado de los Carmichael. Observó el nido de un tordo, el viejo balón de Woodrow Spights, colgado en el tejado, las descoloridas octavillas electorales esparcidas por el porche… y otra vez la casa vacía y un plato de loza medio hundido en la maleza; las gallinas solían beber en él, pero ahora estaba seco. Loch apuntó el telescopio hacia la parte de atrás y sorprendió al marinero y a la muchacha en el momento en que salvaban de un salto la cuneta. Siempre entraban por la parte de atrás, las manos cogidas, balanceándolas y corriendo agachados bajo las hojas. La chica era la pianista del cine. Ese día llevaba una bolsa de papel de la tienda de comestibles del señor Wiley Bowles. Loch entrecerró los ojos; temía que un buen día el marinero cogiera los higos. Y no le extrañaría que la chica le indujera a hacerlo. Se llamaba Virgie Rainey. Había estado en el mismo curso de Cassie desde que empezaron a ir a la escuela, así que tenía dieciséis años; no le resultaba atractiva. Tenía el aspecto de esas chicas a las que les gusta hacer cosas propias de muchachos, pero no era cierto. Un día dejó que el marinero la cogiera en brazos y la llevara en volandas, con los dedos estirados rozando las hojas. Fue ella quien le enseñó la casa al marinero, para empezar, y fue ella quien le condujo allí. Eran viejas higueras mohosas, pero los higos eran pequeños, azulados y dulces. Al abrirlos mostraban su carne rosada y dorada, sus flores interiores, y las doradas gotas de jugo se deslizaban hasta la lengua. Loch dejaba que el tiempo se encargara del marinero porque era él, Loch, el más rico en compasión; le dejaba tranquilo día tras día. Se balanceó sobre sus rodillas y vio al marinero y a Virgie Rainey en un pequeño mundo azul y blanco, corriendo centelleantes hacia la puerta trasera de la casa vacía. Y después venía el viejo del carro azul, que subía primero hasta la casa de los Stark y luego bajaba hasta la de los Carmichael. Leche, leche, suero de leche, zarzamoras frescas y suero de leche. Era el señor Fate Rainey con su canción. Tardaría mucho rato en desaparecer. Todos los días, Loch podía observar la nueva flor del sombrero de su caballo. Pasaba por delante de la casa de los Stark y rodeaba el cementerio y el barrio de los negros, y luego volvía a pasar. Su pregón, que entonaba como una canción, se oía cerca, luego lejos y luego cerca otra vez. ¿Era un eco, era eso un eco? O era la última llamada de un ser perdido en una cueva profunda: «¡Aquí, aquí! ¡Aquí estoy!». Se oyó un sonido que podía ser el grito de un arrendajo, pero era el ruido de la puerta trasera; estaban entrando justo en aquel momento por el porche trasero. Cuando Loch vio abrirse la puerta —la tela metálica estaba deformada por el peso de muchísima gente que se había apoyado en ella—y que entraban, sintió la indignación de siempre. Pero al mismo tiempo sintió alegría. Porque aunque los invasores no le veían, él sí los veía, tanto a simple vista como con el telescopio; y todos los días guardaba estas visiones para sí; eran suyas. Louella apareció debajo, en las escaleras, y arrojó el agua sucia de fregar los platos en dirección a la casa vacía. Pero ella nunca hablaría, y él tampoco. Nunca había compartido a nadie con otra persona, ni siquiera con Louella. Después de que la puerta se cerrara tras el marinero y de que la ventana de arriba fuera forzada a encajar en su marco, la casa de al lado quedó sumida en el silencio. En el mismo silencio que en su propia casa en aquel momento del día; pero, al igual que la ruidosa cascada, el silencio le mantenía despierto, luchando contra el sueño. Al principio, antes de haber visto entrar a nadie, le gustaba tumbarse allí y pensar que unos salvajes asediaban la casa, y que había un gigante agazapado detrás de la ventana que correspondía a la suya. Muchas veces la gran higuera fue un árbol mágico, de dorada fruta, que resplandecía entre las ramas como una nube de luciérnagas, un árbol centelleante, que se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba. En una premonición del futuro, sacaba la lengua en sueños para beber el dulce jugo dorado, pero luego lo que veía era a su madre metiéndole aquella cuchara en la boca. Más de una vez soñó que la cueva se había metido dentro de la casa, y el lechero entraba y salía de las habitaciones con su caballo de rosado hocico, y le golpeaba los costados con un látigo que salía de su cuerpo; en el sueño no cantaba. O el mismo caballo, blanco y hermoso, iba a su casa para pedirle un favor, una petición que hacía en voz baja e ininteligible, mirando hacia arriba, y él no había decidido todavía si concedérsela o no. La llamada desde el otro lado de la ventana aún no había llegado; bueno, no del todo. Pero sí había llegado alguien. Se volvió. —¡Cassie! —gritó. Cassie entró en la habitación. —¿No te dije qué tenías que hacer? Recorta esos cupones de jabón Octagon y cuéntalos bien, si quieres el cortaplumas —le gritó. Luego se marchó y cerró estrepitosamente la puerta de su propia habitación. Creyó verla como en sueños. Se había disfrazado para lo que fuera que estuviera haciendo en su habitación, y le recordó a una artista de circo, tan rebosante de colores que casi no parecía su hermana. —¡Qué pinta más ridícula tenías al entrar! —dijo. En la casa vacía reinaba cierta quietud, pero no la de irse y dejarle, sino la de aproximarse más a él. Algo se le estaba acercando, algo que debería observar con atención. Tenía la sensación de que alguien estaba contando. Después, también él debía contar. Podía ser lo bastante precavido para contar de uno en uno, de cinco en cinco, y de diez en diez. A veces se tapaba los ojos con el brazo y contaba sin mover los labios, imaginándose que cuando llegara a cierto número gritaría: «¡Ya, tanto si estáis listos como si no!», y bajaría por la rama del almez. Nunca había llegado a gritar y el brazo le pesaba mucho en la cara. A menudo se dormía así. Despertaba empapado; empezaba la fiebre de la tarde. Luego su madre lo sacudía de un lado para otro mientras ponía fundas limpias en las almohadas y volvía a apoyarle contra ellas. Eso estaba haciendo en aquel momento. —Ahora, tus polvos. Su madre, arreglada para salir, vertió el contenido del sobrecito rosado sobre la lengua que él sacó, no sin protestas, y guió el vaso de agua hacia la mano que lo buscaba. Cada vez que se tragaba los polvos ella le decía tranquilamente: —El doctor Loomis te los da solo para que me quede tranquila pensando que tomas alguna medicina. Cuando volvía a casa del trabajo, su padre decía: —Bueno, si tienes malaria, hijo… —le daba un beso—, qué se le va a hacer, tienes malaria. ¡Ja, ja, ja! —Te he hecho también cuajada —dijo ella muy seria. Él hizo un ruido expresamente para provocarla, y ella le sonrió. —Cuando vuelva de casa de la señorita Nell Carlisle, te contaré todas las noticias de Morgana. No pudo menos que sonreírle sin abrir los labios. Era casi su aliada. Agitó su bolso a modo de despedida y se fue a su reunión. Asomándose considerablemente por la ventana, alcanzaba a ver un lánguido y revoloteante desfile formado por las damas de Morgana, que intentaban refrescarse bajo sus sombrillas mientras caminaban hacia la casa de la señorita Nell. Su madre se fundió en la masa de colores flotantes y transparentes. La señorita Perdita Mayo iba hablando; todas taconeaban con sus zapatos de verano, y los sonidos se perdían en la distancia. Se oía una cancioncilla, que venía del piano de la casa vacía. La melodía volvió a oírse, como el roce de una manita que él hubiera apartado inadvertidamente. Loch se tendió y la dejó continuar. De pronto se le saltaron las lágrimas. Abrió la boca asombrado. Súbitamente, aquella melodía le pareció lo mejor que le había ocurrido en todo el día, en todo el verano, en toda aquella temporada de fiebres y escalofríos, lo único importante: era algo personal. Pero no podía decir por qué. Le llegó como una señal o como un saludo: recordaba el sonido de una trompa en el bosque. Entornó los ojos. La melodía se acercaba o se apagaba y desaparecía en el aire de la vecindad. La escuchó y luego se preguntó cómo seguía. Y le devolvió al pasado, a la época remota en que su hermana era tan encantadora. Cuando los dos se querían en un mundo diferente, un país infinito, seguro y suyo, en el que no se entrometían padres ni madres, ni con atenciones, ni tampoco con impaciencia: totalmente distinto del mundo solitario de ahora, poblado como Argos, de ojos siempre en guardia. Una cuchara chocó tres veces contra un plato. Cassie estaba en su habitación, haciendo cosas de chicas, que olían horriblemente, tan mal como cuando tiñó una gorra de dormir con capullos de rosa y le prendió fuego mientras la secaba. Oyó a Louella hablar consigo misma abajo, en el vestíbulo. —¡Louella! —gritó tumbado de espaldas, y ella le respondió que la dejara descansar porque si no entregaría su alma a Dios en aquel mismísimo momento. Cuando volvió a acercarse a la ventana, lo primero que vio fue a una desconocida que caminaba por la acera de enfrente. Era una anciana dama. No, era una vieja regordeta, de aspecto inseguro —como él, cuando se levantaba de la cama—, que no iba a ninguna partida de cartas. Debía de venir andando desde el campo. La vio detenerse ante la casa vacía, volverse y caminar hacia ella. Había algo más que aire campesino en su aspecto. Tal vez porque no llevaba nada en las manos, ni bolso ni abanico. Era como si fuera la inquilina de la casa que hubiera salido solo un segundo para ver si amenazaba lluvia y luego, con aire decidido, como si tuviera muchas cosas que hacer, volviera a entrar. Pero cuando empezó a caminar más deprisa, a Loch se le ocurrió que podía ser la madre del marinero, que iba en busca de su hijo. Además el marinero no era de Morgana. Fuera quien fuese, la vieja subió los escalones, cruzó el tembloroso porche y empujó la puerta principal, que abrió con la misma facilidad con que Virgie Rainey había abierto la puerta trasera. Entró, y Loch la vio a través de la cortina de abalorios, que hizo oscilar su perfil un momento. Si todas las puertas que tienen cerrojo estuvieran cerradas a cal y canto, nada de aquello hubiese podido ocurrir. La facilidad con que podía perderse algo de lo que estaba ocurriendo, y el deseo de evitarlo, hicieron que Loch aguzara la vista. Tres señoras jadeantes que acudían con retraso a la reunión, apresurándose todas juntas como patos en fila, pasaron por delante de la casa. Por poco ven a la vieja: la señorita Jefferson Moody, la señorita Mamie Carmichael y la señorita Billy Texas Spights. Lo hubieran detenido todo. Luego, el aire vacío detrás de ellas se llenó repentinamente de mariposas que revoloteaban en círculos y cuyas alas vibraban y despedían destellos como las espadas de unos duelistas. Loch estaba satisfecho de lo que se avecinaba —había tres personas en la casa vacía, y por fin averiguaría si la vieja había ido tras los otros dos para echarles un sermón—, pero se quedó desconcertado cuando se encendió la araña del salón. Sacó otra vez el telescopio por la ventana y acercó a él su ojo entrecerrado. Descubrió que la vieja iba arriba y abajo por el salón, se sentaba y se levantaba de las sillitas, se acercaba tímidamente al piano. No pudo ver sus pies; actuaba hasta cierto punto como un juguete de cuerda, que al chocar contra los rincones y rozar los muebles cambia de rumbo, pero sin salir nunca del salón. Dirigió su mirada hacia el piso superior, un poquito más arriba, con el telescopio. Allí, sobre el colchón, deliciosamente desnudo—le hubiera gustado tumbarse en su inclinada superficie, desnudo, dejando que las borlitas de algodón le molestasen y sintiendo el colchón como olas que rodaban debajo de él, y comer pepinillos en vinagre—, el marinero y la pianista comían pepinillos que iban sacando de una bolsita abierta que estaba entre los dos. Como el colchón se inclinaba, la chica no perdía de vista la bolsita, y cuando comenzó a escurrirse hacia abajo, fuera de su alcance, se echaron a reír. Unas veces se metían los pepinillos en la boca como si fueran puros y se volvían para mirarse mutuamente. Otras se quedaban tendidos en la misma posición, con las piernas en forma de M y las manos cogidas, exactamente como los recortables de papel que su hermana hacía con periódicos doblados y que después desplegaba para que él los viera. Si Cassie hubiera entrado en aquel momento, le habría señalado la ventana para que lo recordara. Y luego, como los recortables de papel al plegarse, los seres reales también se juntaron. Como un saltamontes grande al posarse con sus piernas y brazos recogidos para formar un pequeño cuerpo, como muerto, con su coloración defensiva. Se recostó e inclinó su cabeza contra el lado fresco de la almohada, cerró los ojos y se sintió cansado. Puso a su lado el fresco telescopio y con la uña cerró su pequeño objetivo. —Pobre telescopio —dijo. Cuando volvió a mirar, todos los de al lado estaban atareadísimos. En el piso de arriba el marinero y Virgie Rainey daban vueltas corriendo por la habitación y a cada vuelta saltaban, con los brazos abiertos, por encima de la cama rota. Quién corría detrás de quién no tenía ninguna importancia, porque siempre mantenían la misma distancia entre los dos. Daban vuelta tras vuelta, como el policía y Charlie Chaplin, cada uno intentando caer sobre el otro. En el piso de abajo, la madre del marinero desplegaba una actividad no menos extravagante. Estaba poniendo adornos. (A Cassie le hubiera gustado verlo.) Como si pensara dar una fiesta ese día, estaba arreglando el salón y poniendo cintas blancas. Era papel de periódico. La anciana salía del salón y volvía a entrar —atravesaba en ambas direcciones la cortina de abalorios de la cocina— con los brazos llenos de viejos Bugles que llevaban mucho tiempo tirados en el porche trasero, en medio del paso. Y al ver los gestos que hacía, como si recogiera migas o motas de pelusa de su seno, Loch reconoció la costumbre maternal: guardaba allí los alfileres. Hacía largas tiras de periódicos, enganchándolos con alfileres, y las partía en trozos iguales con el cuidado de una maestra de escuela. Hacía cintas de papel de periódico y las colgaba por todo el salón, comenzando por el piano, donde sujetaba el extremo bajo una pequeña escultura. Cuando Loch se cansaba de mirar lo que ocurría en una de las habitaciones, enfocaba otra. ¡Cómo corrían y saltaban aquellos dos por encima de la cabeza de la anciana! Por eso estaba el colchón medio caído. Con la mandíbula apoyada en la palma de la mano, Loch contemplaba todo aquello, lo encontraba extrañamente familiar, como si lo hubiera visto antes. La anciana adornó el piano hasta que pareció un árbol de Navidad o una cucaña. Las cintas de papel de periódico y de papel de seda se alargaban y se cruzaban desde el piano a la araña, y descendían hasta los cuatro rincones de la sala, donde las aguantaban los respaldos de las sillas. ¿Cuándo empezaría la fiesta? A Loch le pareció suficientemente fantástico y hermoso; pensó que la anciana debía dejarlo así. Pero para ella no era más que el principio. Estaba sola en medio de aquel esplendor que componía y fijaba con alfileres. No tenía que ver con nada ni con nadie. Era una anciana que estaba en una casa, y su misión no era la de castigar a nadie. Aunque cuando Woody Spights y su hermana entraron patinando salió, naturalmente, a echarles. Una vez salió de la casa, pero volvió enseguida. Con su paso inseguro pero resuelto, como si estuviera sentada en una silla de ruedas que se empeñara en desviarse, cruzó la carretera hasta el jardín de los Carmichael y volvió con unas hojas verdes y una flor del magnolio; las llevaba en la falda. Se subió los bordes del vestido como si fuera una niña, mostrando sus delgadas piernas, y zigzagueó a través de la carretera; qué espectáculo, tratándose de una madre, aunque las madres a veces son así. Levantó los codos, ¡como si temiera dar un patinazo! Pero nadie la vio: Loch tenía la frente húmeda. Oyó gritar a alguien del grupo reunido en casa de la señorita Nell; sonaba como si la señorita Jefferson Moody se lo estuviera jugando todo a una carta. Nadie, salvo Loch, vio a la vieja, y él no dijo nada. La anciana llevó el ramo de hojas a la sala y lo puso encima del piano, donde colocaría luego la corona de la cucaña. Después dio un paso atrás y se quedó mirando, complacida, como si lo hubiera hecho otra persona: aprobaba con la cabeza. Una vez que tuvo la sala decorada a su gusto, incansable, comenzó a tapar las grietas. Llevó más papel y lo metió en las junturas de las ventanas. Entonces Loch comprendió que las ventanas de la sala se hallaban cerradas a cal y canto; era como estar dentro de una caja, y la anciana se encontraba allí, en medio del calor sofocante. Una oleada ardiente recorrió su cuerpo. Entonces la anciana se encaminó, con los brazos llenos de Bugles, hacia una parte de la pared que él no veía, pero donde sabía que había una chimenea. Depositó allí su carga. Después de salir de la sala entró de nuevo a paso muy lento. Iba empujando un montón de esterillas; daba vueltas, se agachaba y peleaba detrás del paquete como una arana que empuja una presa demasiado grande, intentando que entrara en la sala. De repente Loch sintió que le faltaba el aliento y que tenía unas ganas tremendas de salir; apoyó la frente y la nariz en la tela metálica, y le quedaron marcados los alambres. Quería al mismo tiempo que el plan fracasara y triunfara. Un momento después le había abandonado cualquier sentimiento de altivo desprecio o de posesión por la vieja casa. La anciana iba a reducirla a cenizas. Y Loch pensaba en mil maneras mejores de hacerlo. Podía haber bajado un colchón; arden muy bien. ¿Y si subiera a buscar el colchón de la habitación donde jugaban los de arriba? ¿O si arrancara, con sábanas y todo, el que estaba debajo del señor Holifield (cuyo sombrero había girado, imperceptiblemente en el poste de la cama, como una veleta)? Cuando dejó de verla durante un minuto, se dedicó a vigilar la ventanilla de la escalera; pero no subió. Entró con un viejo edredón en el que durante muchos años habían dormido los perros de la casa, y que había estado tanto tiempo tendido en la cuerda del porche trasero que una mitad era clara y la otra oscura. Se subió a la banqueta del piano como hacen las mujeres, desafiando a la muerte, y colgó el edredón en la ventana principal. El edredón se cayó. Probó dos veces más, y al tercer intento lo consiguió. ¡Ojalá no tapara la ventana que miraba a la suya! Pero si tuvo intención de hacerlo, lo olvidó. Se tocaba sin cesar la cabeza con la mano. Todo lo hacía mal, hasta cierto punto. Se había despistado. Lo que realmente necesitaba era una buena corriente de aire. En vez de eso, no dejaba entrar el aire, y a ver cómo iba a hacer fuego en una habitación sin aire. Justo la clase de ideas descabelladas que tienen las niñas y las mujeres. Pero entonces se fue hacia la parte de la sala que él no podía ver, y cuando volvió llevaba un objeto nuevo y misterioso en las manos. En aquel momento Loch oyó a Louella, que subía por la escalera trasera para echarle un vistazo. Se tendió de espaldas, estiró su brazo, se puso la mano sobre el corazón y abrió la boca, como cuando se hacía el muerto en una pelea. Se olvidó de cerrar los ojos. Louella permaneció allí un minuto y luego se fue de puntillas. Loch se puso de rodillas, levantó la tela metálica, pasó a la rama del almez y se descolgó por el árbol tal como hacía siempre. Bajó por la rama más cercana a la casa vacía. Cuando estuvo frente a su ventana, el marinero y la chica le vieron, pero sin darse cuenta. Siguió bajando. Encontró su lugar preferido, una familiar y crujiente horcadura del árbol, donde solía sentarse a contar sus chapas de botellas. Se colgó para mirar, unas veces sosteniéndose con las manos, otras con las rodillas o con los pies. La anciana iba sucia. Cuando estaba de pie temblaban ligeramente sus flácidas mejillas y sus manos. Ahora pudo ver con claridad lo que sostenía en la mano como si fuera una lámpara. Pero no sabía qué era: se trataba de una cajita de madera castaña, en forma de obelisco. Tenía una puertecilla, que abrió. Salía de ella un sonido mecánico. Lo oyó con mucha claridad a través de la habitación, que parecía una caja de resonancias: hacía tictac. Colocó el obelisco sobre el piano, en medio de la corona de hojas; apartó una figura. Loch escuchó él tictac y su fe en ella aumentó. Sujetándose por las corvas y cabeza abajo, se balanceó en el aire fresco y libre, mareado como una manzana que se mueve en el árbol, pensando: es la caja donde guarda la dinamita. Abrió los brazos y los dejó colgar hacia fuera, parpadeando a la luz de junio, miró la casa, el cielo, las hojas, un pájaro volando, todo y nada. La hermana pequeña de los Spights, de dos años, a la que desde que nació no había visto cruzar la calle, pasó debajo de él arrastrando un patín. —Hola, bonita, qué guapa estás —murmuró desde las hojas—. Lo mejor será que te vuelvas por donde has venido. Entonces la anciana estiró un dedo y tocó la pieza. Y él permaneció colgado, tan quieto como un murciélago en reposo. II Für Elise. Cuando escuchó en su dormitorio el dulce comienzo, la bonita frase, Cassie levantó la cabeza y dijo como respuesta: —Virgie Rainey, danke schön. Sorprendida, pero lentamente y a su pesar, dejó de remover el verde esmeralda. Se levantó de donde había estado en cuclillas y pasó por encima de los platos que estaban esparcidos por la estera de esparto. Se fue silenciosamente hacia la ventana que daba al sur y levantó la cortina, que ensució con sus dedos húmedos. No se veía ni un alma en casa de los MacLain, salvo el viejo Holifield que dormía con sus maltrechos zapatos puestos y cuya barriga era tan abultada como la de un petirrojo. Su presencia —era el Holifield que trabajaba de vigilante nocturno en la desmotadora de algodón y que dormía allí de día— nunca evitó que la madre de Cassie llamara a la casa de los MacLain «la casa vacía». La llamara como la llamase, la casa estaba allí aunque no la mirara; formaba parte del mundo. Aquella pared despintada cambiaba pasivamente con el día y la estación de la misma manera que cualquier paisaje, como la orilla de un río. Con el tiempo fresco, sus ventanas tomaban el color de las hojas del liquidámbar; pasaban al rojo oscuro cuando ascendía el sol tardío, y en invierno, desnudas y brillantes, parecían más expuestas y solitarias incluso que ahora. En verano crecía allí una vegetación exuberante. Las hojas y sus sombras se amontonaban contra ella, nítidas como si las iluminara la luz de un foco y tan quietas como un mediodía, a cualquier hora. Se veía que no la cuidaba ninguna mujer. Aquel junio sin lluvia y sin viento, el aire transparente y el pueblo de Morgana, la vida misma, iluminada por el sol y por la luna, estaban tranquilos y serenos y eran como de porcelana. Cassie lo sintió así en aquel momento. Sin embargo, a la sombra de la casa vacía, aunque todo parecía quieto, se notaba movimiento. Allí había vida. Tal vez fuera la vida pasada. Desde que se fueron los MacLain, el tejado solo había cobijado (y remojado con sus goteras) cabezas de personas que en realidad no vivían allí, y una incansable corriente parecía fluir, oscura y libre, alrededor de la casa (siempre había algún sonido o movimiento que asustaba a los pájaros), una vida más agitada que la de los Morrison, más turbia probablemente, pensó Cassie con inquietud. ¿Estaría ahí dentro Virgie Rainey? ¿Dónde se escondía, si era ella quien había entrado furtivamente para tocar el piano? ¿Cuándo entró? Cassie se sintió burlada. Durante un momento dudó si había oído Für Elise; dudaba de sí misma con facilidad, y se golpeó el pecho con el puño, como solía hacer Parnell Moody. Un verso retumbó, o comenzó a retumbar, en sus oídos: Aunque me he hecho viejo vagando… Se dio un golpe en las caderas, lo bastante fuerte para hacerse daño, y volvió a sus asuntos. Con los pies desnudos cruzados se quedó mirando las marmitas y platos donde había mezclado suficientes colores para pintar la salida del sol. Se había encerrado en su habitación para teñir un pañuelo. «¡Que no entre nadie!», decía un sobre prendido con un alfiler a su puerta y firmado con una calavera y dos huesos cruzados. Tenías que tomar un recorte cuadrado de crepé de China, enrollar una punta y atarla con una cuerda. Luego ibas anudando el resto del pañuelo de la misma forma y después lo introducías en los diferentes tintes. Las cuerdas tenían que dejar unas líneas blancas entre los colores, haciendo un dibujo como de telaraña. Nunca se sabía qué dibujo salía hasta que se desataba el pañuelo; pero, según Missie Spights, siempre eran preciosos. Für Elise. Esta vez fueron dos frases, el mi de la segunda frase sonó muy desafinado. Cassie se fue acercando a la ventana, asustada, rezando para no ver a Virgie Rainey, o más bien para que Virgie Rainey no la viera a ella. Virgie Rainey trabajaba. Pero no era maestra. Tocaba el piano en el cine, en las dos sesiones de la noche, y ganaba seis dólares por semana, y ya no era tan apreciada como antes. Incluso el último curso de la escuela secundaria —que acababa de terminar— se lo pasó trabajando. Pero, de pequeña, Cassie y ella iban juntas a clase de música, en la casa de al lado, la de los MacLain, con la señorita Eckhart. Virgie Rainey tocaba siempre Für Elise. Y la señorita Eckhart decía: «Virgie Rainey, danke schön». ¿Adónde se habría marchado la señorita Eckhart? Había sido huésped de la señorita Snowdie MacLain. —¡Cassie! —la llamó de nuevo Loch. —¿Qué? —¡Ven aquí! —¡No puedo! —¡Quiero enseñarte una cosa! —¡No tengo tiempo! La puerta del dormitorio de Cassie llevaba cerrada toda la tarde. Pero primero fue su madre la que abrió, entró, dio un grito, le dijo que no la tocara y se fue dejando tras de sí aquel perfume de geranios que el ventilador dirigió hacia Cassie. Luego Louella entró muy decidida, sin decir nada, y estuvo con ella una eternidad haciéndole rulos con papel de periódico para que la muchacha llevara el cabello rizado al pasear en el carro de heno aquella noche. —Puede que no te importe, pero a mí, sí. Al contemplar desde una prudente distancia los colores con que había estado tiñendo, Cassie se sintió de repente lejos, tal vez ya en septiembre, en la universidad, donde aquellos pañuelos teñidos estarían tal vez un tanto fuera de lugar, pero servirían para presumir desplegándolos ante las compañeras. Pero la tercera vez que sonó Für Elise emergió por fin a la superficie aquella tarde de miércoles, como si alguien la hubiera conjurado, su actitud más crítica. Cassie se vio, sin ni siquiera mirarse en el espejo, porque su pequeña, solemne y desamparada figura emergía mirando fijamente, en su imaginación. Allí estaba ahora, de pie, asustada, al lado de la ventana, en enaguas, con una gota de color del arco iris sobre el corpiño y los volantes, y eso que había tenido bastante cuidado. Sus descoloridos cabellos estaban cubiertos y lastrados de pedazos de papel, como si llevara un sombrero demasiado grande. Su cabeza se balanceaba sobre el frágil cuello. Sostenía con la mano derecha una cuchara como si fuera una malévola fusta, e iba descalza. Antes parecía agraciada y feliz, y ahora se la veía patética, como desamparada, horrible. Igual que una ola, el pasado tomó fuerza, ascendió hasta casi rozarla. La próxima vez la sumergiría. La poesía la rodeaba, transparente y movediza: Aunque me he hecho viejo vagando a través de valles y colinas, averiguaré adónde se fue ella… Luego la ola se alzó, enorme, y cayó sobre su cabeza, ahogándola. Durante años Cassie había asistido a la clase de música anterior a la de Virgie Rainey, aunque a veces se cambiaban las horas. Para empezar, Cassie era tan negada para la música como brillante Virgie (lo contrario de lo que ocurría en otras cosas), y la señorita Eckhart, con su mentalidad metódica, seguramente las había puesto juntas adrede. Tenían clases los lunes y los jueves, a las tres y media la una y a las cuatro la otra, y después de terminar el curso escolar, y hasta el día del recital, a las nueve y media y a las diez de la mañana. La señorita Eckhart era tan puntual y formidable que todas las niñas se cruzaban en la cortina de abalorios, unas saliendo y otras entrando, como si fueran extrañas. Solo en los ojos de Virgie había destellos de burla. Aunque era tan incansable como una araña, la señorita Eckhart esperaba a sus alumnas absolutamente inmóvil, y cualquiera hubiese dicho que estaba dormida en su estudio. ¿Cuánto tiempo pasó antes de que a Cassie se le ocurriera que aquel «estudio», el primero del que se oía hablar en Morgana, no era más que una habitación alquilada, alquilada porque la pobre señorita Snowdie MacLain necesitaba el dinero? En aquel entonces parecía un lugar consagrado. El suelo, pintado de negro, no estaba cubierto ni siquiera por una estera, para no amortiguar el sonido de la música. Justo en el centro había un piano (de ébano, pensaban todas), con las patas torcidas como las de un elefante y muchos kilos de partituras encima; eso era para crear un ambiente de seriedad, pensaba Cassie. Porque, ¿de quién era aquella música? Las teclas amarillentas, algunas agrietadas y otras, las graves, de color café, estaban siempre cubiertas por una fina película de sudor. Había una banqueta de tornillo puesta en la posición más alta, con el asiento tan desgastado que parecía un plato hondo. Al lado estaba la silla de la señorita Eckhart, que era una de esas antiguallas que la gente pone junto al teléfono. Había sillas doradas, quebradizas y alargadas como caramelo blando, que se deslizaban por el piso nada más tocarlas, y que estaban prohibidas porque eran para el público del recital; su fragilidad era intencionada. Había taburetes con figurillas rosadas y conchas de color hortensia. Las cortinas de abalorios se movían y chascaban de vez en cuando durante la clase, como si alguien entrara, pero les daban tan poca importancia como a los chasquidos de los cardenales que volaban en el jardín, a no ser que fuese la hora de llegada de alguna alumna. (Los MacLain estaban casi siempre arriba, excepto cuando bajaban a la cocina, y entraban por una puerta lateral.) Los abalorios desprendían un ligero olor dulzón y hacían pensar en largas cuerdas de trufas de licor y botellitas de dulces llenas de líquido violeta y palitos de regaliz. El estudio se parecía en algunas cosas a la casa de la bruja de Hansel y Gretel, «con bruja incluida», como decía la madre de Cassie. En el extremo de la derecha del piano había un pequeño busto blanco de Beethoven, con los contornos desgastados y la nariz aplanada como si la hubiera lamido una vaca. La señorita Eckhart, una robusta mujer morena de edad desconocida, se sentaba durante las lecciones en una silla vulgar, que su cuerpo escondía completamente, con aparente indiferencia tanto hacia su cuerpo como hacia la silla. Se mostraba alternativamente muy tranquila y muy atenta, y a veces parecía que esto se debía al odio que sentía contra las moscas. Guardaba un matamoscas en el regazo, con tanto amor y cariño como si fuera un abanico, sorprendentemente relajados sus dedos cortos, duros y redondos. De repente, mientras tocabas tu pieza, cometiendo errores o a la perfección, eso no importaba, caía el matamoscas sobre tu mano. Nunca se intercambiaban palabras, ni de triunfo o disculpa por parte de la señorita Eckhart, ni de sorpresa o dolor por la tuya. Pero dolía. Virgie, con su mirada cada vez más endurecida a medida que iba tocando la pieza de turno, era la que mejor ponía cara de no haberse enterado de nada aunque la señorita Eckhart siguiera golpeando, cada vez con más fuerza, a las persistentes moscas. Todas sus alumnas dejaban entrar a las moscas cuando llegaban o salían de la clase; y no digamos los niños de los MacLain, que dejaban la puerta abierta de par en par cuando salían al jardín. La señorita Eckhart también se levantaba a veces bruscamente para ir a su cocina del estudio: ella y su madre no tenían criada y nunca utilizaban la de la señorita Snowdie. Nunca decía «Discúlpame», ni explicaba lo que tenía sobre la llama. Y había veces, quizá en días de lluvia, en que la profesora daba vueltas por el estudio y te dabas cuenta de que se detenía detrás de ti. Cuando creías que te había olvidado, se inclinaba sobre tu cabeza y te encontrabas debajo de su pecho, como un viajero debajo de un peñasco; sus dedos armados de un lápiz se acercaban a tu partitura y por encima del compás que tocabas escribía lentamente «Lento». Otras, se precipitaba sobre ti y trazaba un círculo con un largo rabo, como si fuera el dibujo de un gato, pero era una «P» y la palabra se convertía en «¡Practicar más!». Cuando por fin aprendías a tocar una pieza, te prestaba escasa atención y no hacía comentarios; sus costumbres eran muy raras. Ya era hora de aprender una nueva pieza. Cuando abría el gabinete, el olor de la nueva partitura salia con tanta rapidez como un fantasma escapándose, era algo casi palpable, como un mapache casero; la señorita Eckhart tenía las partituras encerradas bajo llave, y llevaba esta debajo del cuello del vestido. Se sentaba, y con una pluma bañada en tinta añadía «25 centavos» al recibo. Cassie recordaba los recibos claramente, escritos con aquella elaborada caligrafía; la «z» en Mozart con un signo de igual atravesándola, y todas las «y» tan fuertes que traspasaban el papel. Tardaban una clase entera en secarse. ¿Qué hacía cuando tocabas sin cometer faltas? Oh, se acercaba para decirle algo al canario, dando golpecitos en los barrotes de la jaula con el dedo. «Escúchala —le decía—. Por hoy ya te basta», añadía por encima del hombro. A veces Virgie Rainey atravesaba la cortina de abalorios llevando una flor de magnolia robada. Iba a clase en una bicicleta de chico (de su hermano Victor) desde casa de los Rainey, con sus difíciles partituras enrolladas a la vista (las chicas las llevaban normalmente en la cartera), sujetas con una correa a la barra de la bicicleta, que montaba a horcajadas, la magnolia arrancada del árbol de los Carmichael y medio aplastada en la canasta de alambre del manillar. Otros días Virgie llegaba con una hora de retraso, si tenía que repartir antes la leche, y en ocasiones aparecía por la puerta trasera pelando un higo con los dientes; y en otras ocasiones, ni siquiera aparecía. Pero cuando iba en bicicleta entraba con ella en el jardín y dejaba que la rueda delantera chocara estrepitosamente contra el enrejado, mientras Cassie tocaba la «Scarf Dance». (En aquellos tiempos la casa tenía un bonito aspecto, con enrejado y plantas que tapaban los cimientos, y un helecho de tres patas en la esquina del porche para desanimar a los patinadores y frenar a los niños pequeños.) La señorita Eckhart se ponía la mano sobre el pecho como si sintiera la descuidada rueda sacudiendo los mismísimos cimientos del estudio. Virgie llevaba la magnolia como si fuera una sopera ardiendo y se la ofrecía a la señorita Eckhart; ninguna de las dos tenía idea de esas cosas: las magnolias tenían un olor demasiado dulce y pesado para después del desayuno. Y Virgie lo hacía todo con el meñique estirado; presumía mucho de un callo de músico que le había salido en un nudillo. La señorita Eckhart aceptaba la flor pero a veces Virgie tenía que esperar a que Cassie terminara de recitar su página de catecismo. A veces la señorita Eckhart marcaba las preguntas falladas; otras, las preguntas contestadas; pero a todas las preguntas marcadas les ponía una gruesa «V» que cruzaba la página entera como la cola de un cometa. Fruncía las gruesas cejas negras al darse cuenta de que Cassie se olvidaba de alguna cosa, a menos que lo hiciera para recordar algo que ella misma hubiera olvidado. A la hora en punto (la esfera del despertador tenía la escena de una cascada verde y azul) se despedía de Cassie e inclinaba la cabeza hacia Virgie como si acabara de verla; ya estaba preparada para recibirla; pero durante todo ese tiempo Virgie sostenía la magnolia en la mano, y su perfume llenaba la habitación. Virgie se dirigía desganadamente hacia el piano, desplegaba sus partituras y se aseguraba de que la banqueta estaba puesta de la manera que quería. Echaba la falda hacia atrás con un movimiento doble de natación. Luego, sin que la señorita Eckhart le dijera nada, comenzaba a tocar. Tocaba con firmeza, suavemente, el rostro apacible, con el callo de músico, del que presumía tanto cuando no estaba haciendo nada, posado como una mariquita montada sobre la canción. Tocaba unas veces con suavidad, otras con fuerza, pero nunca con estruendo. Y cuando terminaba, la señorita Eckhart decía: —Virgie Rainey, danke schön. Cassie, tan quieta que se le acalambraba el pecho, no se atrevía a caminar sobre el crujiente suelo de la casa, y esperaba hasta el final para salir después corriendo hacia su casa. Iba susurrando mientras corría, con el ronroneo de un motor: —Danke schön, danke schön, danke schön. No era el significado lo que la impulsaba; no sabía lo que quería decir. Pero es que nadie supo durante aquellos años (hasta la Gran Guerra) lo que la señorita Eckhart quería decir con eso de danke schön y Mein lieber Kind y lo demás. ¿Quién se hubiera atrevido a preguntárselo? Sería como ponerle el cascabel al gato. Solo Virgie tenía el valor suficiente; únicamente ella podía haberlo averiguado para las otras. Virgie decía que ni lo sabía ni le interesaba. Así que simplemente añadieron estas palabras al nombre de Virgie en el colegio. Era Virgie Rainey Danke schön cuando saltaba a la comba o peleaba con los chicos, o cuando la obligaban a sentarse la primera en el concurso de pronunciación por haber dicho «tres tristres trigres». Se le quedó el apodo para siempre. Hasta en el Bijou de vez en cuando le siseaban ese nombre cuando bajaba taconeando por el empinado pasillo entablado, para encender las luces y abrir el piano. Desde que se hizo mayor andaba muy estirada. Impasible, difamada, Virgie pasaba orgullosamente, la cabeza alta, por delante del cartel, que decía «Hace fresco en el Bijou. Disfrute de los Tifones de Alaska», sujeto con una chincheta bajo el ventilador. Posiblemente las ratas corrían entre sus pies; el Bijou había sido la caballeriza de los Spights. «¡Virgie me trae buena suerte!», decía la señorita Eckhart, con una gran sonrisa. Que la suerte pudiera no ser buena era algo nuevo para todos. A los diez o doce años Virgie Rainey tenía el cabello rizado, de modo natural, sedoso, oscuro y abundante, siempre despeinado. No la mandaban a la peluquería muy a menudo, lo que no gustaba a las madres de otras niñas, que decían que seguramente llevaba los cabellos sucios, pero ¿acaso los niños podían mirarle la nuca, con las prisas que siempre llevaba la pobre Katie Rainey? Su blusa marinera tenía encajes de bonito color rojo, su ancla siempre estaba suelta y sus cintas de seda roja eran en realidad cordones de zapatos de señora teñidos con zumo de hierba carmín. Tenía un aspecto un tanto salvaje, cambiaba con facilidad de humor y se abandonaba a las alegrías y a los abatimientos, los suyos o los de otras personas, con la misma pasión, excepto con la señorita Eckhart, por supuesto. El colegio no disminuyó la vitalidad de Virgie; una vez, un día de lluvia en que tuvieron que quedarse en el sótano durante el recreo, dijo que iba a romperse los sesos contra la pared, y la maestra, la vieja señora McGillicuddy, comentó: «Pues rómpetelos», y la verdad es que lo intentó. El resto de cuarto curso permaneció a su alrededor, expectante y admirado, y el olor de los termos abiertos endulzaba pesadamente el ambiente cerrado. Virgie llevaba para comer extraños bocadillos —todo el mundo quería hacer intercambios con ella—, melocotones cocidos y hasta plátano. A ojos de los demás resultaba tan exótica como una gitana. El aire de abandono de Virgie era tan curiosamente atractivo que todos, incluso los de la clase de la escuela dominical, pensaban que tendría un gran futuro; se iría a algún sitio, a algún sitio muy lejano, decían con la barbilla apoyada en la palma, sería misionera. (Parnell Moody había sido una alocada y ahora era muy piadosa.) La madre de la señorita Lizzie Stark, la vieja señorita Sad-Talking Morgan, decía que Virgie llegaría a ser la primera gobernadora de Mississippi; nada menos. Sonaba peor que las regiones del infierno. Cassie odiaba y amaba a Virgie en secreto. Cassie creía que era como una ilustración de Reginald Birch para una novela por entregas de la St. Nicholas Magazine de Etta Carmichael, titulada «La piedra afortunada». Sus cabellos negros como la tinta descendían en rizos sueltos, porque estaban sucios. Con frecuencia era como aquella pequeña heroína, imaginativa y perseguida, que tenía que enfrentarse con personas que se creían brujas y ogros (por desgracia, no lo eran): los pies separados, la cabeza ladeada, la mirada penetrante, el oído alerta; pero nunca se sabía si Virgie se enfrentaría valerosamente a sus enemigos o se abandonaría a sus propios recursos con una sonrisa olvidadiza en los labios. Y olía a condimentos. Bebía vainilla de la botella y les contaba que no le quemaba en absoluto. Lo hacía porque sabía que a su madre la llamaban señorita Helado Rainey, porque vendía cucuruchos en toda clase de reuniones. Für Elise fue siempre la pieza de Virgie Rainey. Durante mucho tiempo Cassie creyó que la había escrito Virgie, la cual no lo negó nunca. Era una especie de señal de que Virgie había llegado; tocaba esa frasecita cuando pasaba junto a algún piano, hasta el del café. Nunca abandonó Für Elise; incluso cuando empezó a interpretar piezas más difíciles, siguió tocándola. Virgie Rainey tenía talento. Todos decían que su talento era indiscutible. Para demostrarle que nadie se lo discutía, la dejaban tocar cuando los demás ensayaban el paso para los desfiles. A veces desfilaban con «Dorothy, an Old English Dance», y otras con Für Elise, y siempre lo hacían mal. «Deben de haber ahorrado el dinero para pagar las clases de música suprimiendo otros gastos», decía la madre de Cassie. Cuando Cassie oía a Virgie hacer sus escalas en la casa de al lado, imaginaba el comedor de los Rainey —un interior que en la vida real no había visto nunca, porque nunca volvía del colegio con los Rainey— y, sentados a la mesa, la señorita Katie Rainey y el viejo Fate Rainey y Berry y Bolivar Mayhew, los primos, y Victor, que moriría en la guerra, y Virgie esperando. La señorita Katie no paraba de ahorrar monedas de uno y cinco centavos, pero sea como fuere, nunca parecía haber las suficientes. Cassie fue la primera alumna de la señorita Eckhart; la razón de por qué la «tomó» fue porque vivía al lado, pero nunca se distinguió. Pero fue Virgie, a partir del momento en que asistió a sus clases, la que puso al descubierto la verdadera personalidad de la señorita Eckhart. La señorita Eckhart, tan estricta e inexorable, a pesar de su rígida manera de caminar, escondía en su alma cierta timidez. Tenía un punto débil, vulnerable, y Virgie Rainey lo encontró y se lo enseñó a los demás. La señorita Eckhart adoraba su metrónomo. Lo guardaba como el más precioso secreto de la enseñanza de la música, en una caja fuerte en la pared. Jinny Love Stark, que solo tenía siete u ocho años pero muy mala lengua, sugirió que era la única cosa de cierto valor que guardaba. Nadie entendía por qué había una caja fuerte en la sala de estar; Cassie recordaba que la señorita Snowdie decía que el Señor, con su infinita bondad y sabiduría, lo sabía, y que algún día alguien llegaría a Morgana y necesitaría usar la caja fuerte, después que ella se hubiera ido. Su puerta parecía una placa de estaño empotrada en la pared, el extremo de un tubo de caldera cerrado. La señorita iba hacia allí con pasos medidos. Técnicamente la caja estaba escondida, desde luego, y solo ella sabía que estaba allí, puesto que la señorita Snowdie se la había alquilado; seguramente la señorita Eckhart ni siquiera le hubiera dejado abrirla a su madre. Sí, su madre vivía con ella. Para demostrar su buena educación, Cassie miraba hacia otro lado cuando llegaba el momento de abrir la caja por la mañana. Hubiera sido terrible, y a la vez tentador, que, como era la primera alumna, ella, Cassie Morrison, fuera la que llamara la lógica atención sobre el absurdo de una caja fuerte que no contenía joyas, sino algo que era todo lo contrario. Más adelante, Virgie, un día en que el metrónomo estaba funcionando ante ella —Cassie estaba a punto de marcharse—, anunció sencillamente que no tocaría una nota más con aquella cosa delante de sus narices. Al oír las palabras de Virgie, la señorita Eckhart —casi pareció que era lo que quería oír—detuvo rápidamente la manecilla y cerró la puertecita con un golpe, ¡paf! Nunca más volvió a colocar el metrónomo delante de Virgie. Por supuesto, para las demás lo seguía sacando. Lo sacaba de su caja fuerte con la misma regularidad con que descubría la jaula del canario. La señorita Eckhart había hecho una excepción con Virgie Rainey; al principio había respetado a Virgie Rainey, y ahora se humillaba ante su descaro. —Un metrónomo es una máquina infernal —dijo la madre de Cassie cuando ella le contó lo de Virgie—. Con esa máquina infernal no hay modo de parar. A mí me gusta dejar caer la melodía. —¿Qué quieres decir con eso de caer? ¿Aprendiste a tocar el piano, mamá? —No, pero pude haber sido cantante. —Y movió las manos, como si toda la música se pudiera ir a freír espárragos. Tras su victoria con el asunto del metrónomo, y a medida que pasaba el tiempo, Virgie Rainey fue mostrándose cada vez más maleducada con la señorita Eckhart. Una vez tocó un pequeño rondó a su manera, y la señorita Eckhart se sintió tan molesta que la clase no fue una clase de verdad. Una vez desenrolló el nuevo Étude y cuando volvió a enrollarse por sí solo, como siempre pasaba, lo tiró al suelo y se puso a patearlo antes de que la señorita Eckhart lo hubiera visto siquiera; fue muy cruel. Después de esos espectáculos, Virgie se sujetaba el cabello detrás de las orejas, y luego colocaba los dedos sobre las teclas con la misma suavidad que si cogiera una muñeca. La señorita Eckhart permanecía allí sentada, tapando la silla como siempre, pero para sus adentros estaba atenta a cada nota. Escuchar así hubiera hecho que Cassie olvidara. Y la mitad de las veces la pieza era solo Für Elise, que seguramente la señorita Eckhart podría tocar con los ojos vendados y de espaldas a las teclas. Cualquiera se daba cuenta de que Virgie le estaba haciendo algo a la señorita Eckhart. La estaba convirtiendo en algo menos que una profesora. Y si no era una profesora, ¿qué era entonces la señorita Eckhart? A veces ni siquiera se sentía capaz de matar una mosca de verano. Y aunque a Virgie le importaba muy poco, menos que a las demás, si recibía o no un golpe, la señorita Eckhart levantaba el matamoscas para intentar descargarlo, pero no podía. Era más que evidente lo mucho que sufría cuando miraba a la mosca. La fluida y clara música seguía avanzando como el agua, hermosa y serena, bajo el matamoscas suspendido y el pulgar de la señorita Eckhart con su reborde rojo. Pero hasta los chicos pegaban a Virgie, por que a ella le gustaba pelear. Hubo momentos en que la calidad de yanqui de la señorita Eckhart, si no sus verdaderos orígenes, una última cualidad de su carácter, estuvo a punto de borrarse. Frente a los caprichos dé Virgie, su ánimo bajaba la cabeza. La niña llevaba las riendas. Para Cassie, la señorita Eckhart era como el búfalo de agua del relato «Peasie and Beansie» de su libro de lectura: de aspecto terrible pero manso. Tarde o temprano, después de amansar a su profesora, Virgie se pondría a maltratarla. La mayor parte de los alumnos estaban esperando la gran escena. Poco después ocurrió en la casa un incidente cotidiano que fue motivo de gran angustia para la señorita Eckhart. La señorita Snowdie tomó un segundo huésped. Mientras la señorita Eckhart escuchaba a alguna alumna, el señor Voight andaba por encima de sus cabezas, bajaba las escaleras, se abría la bata y se sacudía el faldón como un viejo pavo. Todas sabían que la señorita Snowdie no se había enterado de que tuviera en su casa a una persona así: era vendedor de máquinas de coser. Cuando sacudía su bata de color castaño, no llevaba nada debajo. Tanto para la señorita Eckhart como para todos los demás, era evidente que él pretendía suspender las clases de música. No podían cerrar la puerta porque no había puerta, únicamente una cortina de abalorios. No podían decirle a la señorita Snowdie que no le gustaban las clases porque le hubiera dolido muchísimo. Todas las chicas y el único chico temían en cada clase la aparición del señor Voight, hasta que se producía y quedaba atrás. El único chico era MacLain el Rápido, el gemelo que recibía clases de piano gratis; pero no dijo ni pío. Cassie comprobó que la señorita Eckhart, que algún tiempo atrás hubiera sido terminante con cualquier tipo de aquella calaña, estaba indefensa ante él y sus bufonadas —tan indefensa como lo hubiera estado la señorita Snowdie, tan indefensa como esta ante sus dos hijos gemelos—, desde que empezó a ceder ante Virgie Rainey. Virgie dominaba a la señorita Eckhart incluso cuando el señor Voight bajaba a asustarlas. Se limitaba a tocar con mayor fuerza y ahínco, y nunca fingía que él no hubiera bajado o que ella no se hubiese fijado, ni tampoco fingía que no pensara contarlo, por mucho que se lo pidiese la pobre señorita Eckhart. —Si le contáis a alguien lo que habéis visto, os daré palmetazos hasta que os desgañitéis a gritos —decía la señorita Eckhart. Sus ojos se abrían de par en par y su boca se empequeñecía. No sabía decir otra cosa. Para Cassie aquello era tan ineficaz como la advertencia mágica de un cuento; criticaba el pareado. Ella misma había contado en su casa lo que hacía el señor Voight, levantándose y sacudiendo los brazos como hacía él, pero su padre le dijo que no la creía. Que el señor Voight representaba a una firma importante y viajaba para ella por siete estados. Añadió su amenaza a la de la señorita Eckhart: no habría dinero para el cine. La risa de su madre fue tan suave y juguetona como de costumbre, pero no tuvo nada de iluminadora. Su risa, como el sol de la mañana que en verano entraba por la ventana a la hora del desayuno rodeando la alargada cabeza de su padre, proyectaba su silueta allí donde él se sentaba recortado en silueta contra la luz. Él se enfrascaba en su periódico como Douglas Fairbanks abriendo un gran portalón; y era verdaderamente suyo: editaba el Morgana MacLain Weekly Bugle, y en esas páginas no había lugar para el señor Voight. «Vive y deja vivir», les decía su madre con picardía. Al contrario de Cassie, no parecía arrepentirse de ninguna de sus incoherencias. Decía a veces con pasión: «¡Oh, cómo me asquea tener la vieja casa de los MacLain al lado! ¡Aborrezco tenerla siempre delante de las narices!». Más tarde, cuando la señorita Snowdie tuvo que vender la casa y mudarse, su madre dijo: «Bueno, veo que Snowdie se ha dado por vencida». Cuando daba malas noticias, ponía una cara inexpresiva y hablaba con tono indefenso y automático, como si repitiera una lección. Virgie también chismorreó lo del señor Voight, pero nadie la creyó, así que la señorita Eckhart no perdió a ninguna alumna por eso. Virgie no sabía contar las cosas. Y para lo que hacía el señor Voight no había frases prefabricadas. ¿Cómo llamarlo? «Llámalo combustión espontánea», decía la madre de Cassie. Cassie creía que algunas de las cosas que hacía la gente no se contaban del todo porque no había palabras para expresarlas, y porque tampoco había quien se las creyera. Antes de que pasara mucho tiempo, el señor Voight —ocurrió durante una de las visitas periódicas que el señor MacLain hacía a su casa, según recordaba— tuvo que irse a viajar por otros siete estados y el problema se acabó; pero el señor Voight había hecho mucho más que andar desnudo bajo su bata y llamar la atención como un viejo pavo asustado, su actitud había sido muy beligerante; y lo más indescriptible de todo era su mirada; aquella mirada sí que era extraña. Al rememorarlo ahora, en su habitación, casi se encontró poniendo los dientes al descubierto y apretándolos para imitar aquella mirada frenética. No podía ahora, como no pudo antes, describir al señor Voight, pero sí podía ser el señor Voight, lo que era todavía más aterrador. Como una soñadora que sueña con reservas, Cassie se alejó de la ventana para cambiar el color de su pañuelo y luego regresó a ella. Se volvió para coger un trozo de pastel de una fuente y lo mordió. Había otro hombre del que la señorita Eckhart tuvo miedo hasta el final. (No el señor King MacLain. Pasaban el uno junto al otro sin tocarse, como dos estrellas, tal vez porque podían eclipsarse mutuamente.) Siempre había mirado con ternura al señor Hal Sissum, que era dependiente de la zapatería en el almacén del señor Spights. Cassie lo recordó: ¿quién no conocía al señor Sissum y a todos los Sissum? Sus cabellos de color arenoso, con raya en medio, se agitaban a los lados de su cabeza como unas orejeras cuando se acercaba con su largo y perezoso paso para atender a los clientes. Tomaba el pelo a la gente que iba a comprar zapatos, como si eso fuera la idea más vana y estrafalaria que se le podía ocurrir a ningún ser humano. La señorita Eckhart tenía unos bonitos tobillos a pesar de ser una mujer corpulenta. La señora Stark decía que era sorprendente que, de todas las mujeres del pueblo, fuera la señorita Eckhart la que tuviera los tobillos más bonitos, pero dicho así era como decir que no eran bonitos. Cuando entraba, tomaba asiento y colocaba diligentemente su pie sobre la banqueta del señor Sissum, del mismo modo que hacían las demás mujeres de Morgana, y él le hablaba con mucha amabilidad. Generalmente el señor Sissum invitaba a las mujeres más robustas, como la señorita Nell Loomis o la señorita Gert Bowles, a sentarse en la silla de los niños, pero nunca se lo hacía a la señorita Eckhart, y le hablaba muy amablemente de sus pies y los trataba con gran interés; incluso le sacaba varios modelos. A la mayoría de las mujeres solo les mostraba uno y les decía: «Este es su zapato», como si los zapatos estuvieran predestinados. Las conocía a todas al dedillo. La señorita Eckhart habría podido frecuentar más su sección si no fuera por su incomprensible costumbre de comprar dos, o incluso cuatro, pares de zapatos a la vez, para no tener que volver, o por si se agotaban en la tienda. No tenía ni idea de cómo comportarse con el señor Sissum. Pero ¿qué podían hacer, tanto el uno como el otro? No podían asistir a la iglesia juntos; los Sissum eran presbiterianos desde tiempos inmemoriales, y la señorita Eckhart era miembro de una iglesia remota, con un nombre que hasta entonces nadie había oído, la luterana. No podían ir juntos al cine, porque el señor Sissum ya estaba en el cine. Tocaba la música todas las tardes después de la hora de cerrar la tienda: no le quedó más remedio; eso ocurrió antes de que el Bijou se permitiera comprarse un piano, y él tocaba el violonchelo. No le pudo decir que no al señor Syd Sissum, que compró la caballeriza para construir el Bijou. La señorita Eckhart solía asistir a las reuniones políticas en el jardín de los Stark cuando el señor Sissum tocaba con la orquesta. En esas ocasiones él se pasaba toda la tarde erguido en el improvisado estrado de tablas, detrás de su violonchelo. La señorita Eckhart, la verdadera música, se sentaba en el húmedo césped de la noche, y escuchaba. Nadie les vio juntos más que en esas ocasiones. ¿Cómo sabían que ella miraba al señor Sissum con ojos tiernos? Pues lo sabían. El señor Sissum se ahogó en el río Grande Negro durante un verano; se cayó de su barca, cuando iba solo. Cassie hubiera preferido recordar las suaves y dulces noches de las reuniones políticas en el jardín de los Stark. Antes de que empezaran los discursos, mientras sonaba la música, Virgie y su hermano mayor, Victor, corrían como salvajes por todas partes, echándose encima de la muchedumbre, donde las parejas y los grupos de tres y cinco personas unían sus manos como recortables y paseaban riéndose y dando vueltas bajo las ramas de los cinamomos en flor y el pesado mirto en cuyas ramas se entrelazaba la madreselva. ¡Qué bien olía! Virgie se soltaba por completo el cabello, como le hubiera gustado hacer a cualquiera. Todos podían usar el columpio de Jinny Love Stark y Virgie se dedicaba a correr debajo de los que se columpiaban o se les echaba encima. Corría por debajo de los brazos entrelazados de los novios y nadie, ni siquiera su hermano, podía atraparla. Hacía rodar las sandías que habían llevado los campesinos. Atrapaba luciérnagas y les arrancaba las lucecitas para usarlas como adornos. No descansaba mientras seguía tocando la música, menos cuando, por fin, se arrojaba con todas sus fuerzas, jadeante, con la boca entreabierta y sonriente, en medio del trébol pisoteado. A veces obligaba a Victor a subir trepando a la estatua de los Stark. Cassie lo recordó, un rostro pálido contra las hojas oscuras, su gorra de béisbol puesta al revés, con la visera hacia atrás, y sus largas piernas con calcetines negros, enroscados a las piernas y los brazos blancos de la diosa, y luego deslizándose para abajo con lentitud y orgullo. Pero Virgie ni siquiera le miraba. Giraba como un trompo en una misma dirección hasta que se caía como si estuviera borracha; o bien daba vueltas más lentamente cuando tocaban Los bosques de Viena. Y tiraba a Jinny Love Stark al macizo de lirios. Y comía sin parar. Comía todo el helado que quería. De vez en cuando, durante las partes más suaves de Carmen o antes de la tempestad de Guillermo Tell —incluso durante las pausas dramáticas de los discursos— se oía la voz de la señorita Helado Rainey gritando sin cesar: «Hay helado». Traía una o dos heladeras en el carro del señor Rainey hasta la entrada del jardín. En esa estación del año podía ser de higo. A veces Virgie daba vueltas sobre sí misma con un cucurucho de helado de higo en cada mano, agarrándolos como si fueran dagas. Virgie iba cerrando progresivamente sus círculos en torno a la señorita Eckhart, que estaba sentada a solas (su madre nunca iba tan lejos) encima de un Bugle, sus cuatro páginas desplegadas sobre el césped, escuchando. En lo alto del estrado, el señor Sissum —que se inclinaba sobre su violonchelo todas las noches en el Bijou como una vieja costurera sobre su máquina de coser, como un vendedor de zapatos sobre el pie que tiene que calzar— estaba distinguidísimo con su traje de verano, y tocaba con la espalda muy recta junto a la banda contratada, tan rápido como los demás. El mechón de cabello no le cubría ya los ojos ni la nariz; como un candidato a supervisor, miraba ante sí. Virgie metió una corona de trébol por la cabeza y el sombrero —el único sombrero— de la señorita Eckhart. Dejó a la señorita Eckhart hecha un florero, mientras el señor Sissum seguía pellizcando las cuerdas allá arriba. La señorita Eckhart se quedó sentada, perfectamente quieta y sumisa. No hizo ni un movimiento. Dejó que la corona de trébol se deslizara hasta descansar sobre su seno. Virgie se rió, encantada, y cogiendo un extremo de la ancha corona se puso a dar vueltas en torno a ella, atándola con el trébol. La señorita Eckhart dejó que su cabeza cayera para atrás, y Cassie pensó que la profesora sentía terror, tal vez incluso dolor. Nada más fácil para ella —desde que Virgie le enseñara— que sentir el terror y dolor de los otros; cuando era alguien a quien no conocías apenas, el dolor te hacía sentir una maravillosa compasión. No era tan fácil sentir compasión hacia la gente más próxima; brotaba desganadamente; en cambio era extraño sentir dolor en una noche como esa; parecía incomprensible. Toda la familia de Cassie asistía a las reuniones, por supuesto; su padre iba tranquilamente de acá para allá, se mezclaba con la gente o a veces se sentaba en el estrado con el señor Carmichael y el señor Cornus Stark, el de la cabeza tambaleante, y el señor Spights. Cassie intentaba quedarse siempre donde pudiera ver a su madre, pero por poco que se alejara para seguir a Virgie hasta el jardín trasero, encontrar las pelotas de cróquet en la hierba, o bajar la cuesta para que le dieran un cucurucho gratis, cuando volvía su madre había desaparecido. Siempre perdía a su madre. Quizá encontraba a Loch, ovillado como una pelota y dormido en su traje de marinero, aplastando con la mejilla la cinta del sombrero que su madre se había quitado con el mayor cuidado. —Solo me he ido para hablar con mi candidato —decía al volver—. Eres tú la que desapareces, Mariquita, eres tú la que te escapas. A Cassie le parecía que la única figura que no se movía ni vibraba cuando la banda tocaba los Cuentos de Hoffman era la señorita Eckhart, distante en medio de su isla de espacio. Una vez el señor Sissum le regaló algo a la señorita Eckhart, un Billikin. El Billikin era un muñeco feo y gracioso que la tienda regalaba a todos los niños que compraban zapatos Billikin. La señorita Eckhart nunca se había reído tanto ni con voz tan rara como el día en que vio el regalo del señor Sissum. Le corrían las lágrimas por sus coloradas y deformadas mejillas cada vez que una de las niñas tomaba el Billikin al entrar en el estudio. Cuando se cansaba de reír, lanzaba un débil suspiro y pedía el muñeco; luego lo colocaba, muy seria, sobre una mesilla estilo minarete, como si fuera un florero lleno de frescas rosas rojas. Su madre lo cogió un día y lo partió golpeándolo contra sus rodillas. Cuando el señor Sissum se ahogó, la señorita Eckhart acudió al funeral, como todo el mundo. Los Loomis la invitaron a ir con ellos. Tenía el mismo aspecto de siempre, redonda y sólida, la espalda como una baqueta de fusil, con un vestido demasiado largo para la estación y con el sombrero habitual, hecho en casa, con flores de batista asomando por encima. Pero cuando el ataúd del señor Sissum estuvo en su fosa, bajo una gigantesca magnolia, y el predicador, el doctor Carlyle, pronunció la oración del funeral, la señorita Eckhart rompió el círculo y se adelantó. Se abrió camino por entre los Sissum, que habían llegado de todas partes, y los presbiterianos, y avanzó porque quería mirar desde más cerca; y si no la llega a coger el señor Loomis se hubiera caído de cabeza en la fosa de arcilla roja. La gente dice que si la hubieran dejado se hubiese arrojado sobre el ataúd; como hizo la señorita Katie Rainey sobre el de Victor cuando lo trajeron de Francia. Pero Cassie tuvo la impresión de que la señorita Eckhart únicamente quería verlo mejor, enterarse bien de lo que estaban haciendo con el señor Sissum. Mientras se esforzaba por abrirse paso, su rostro reducido pareció extenderse, haciéndose más ancho que largo, a causa de un sentimiento que no era como el de los demás. No era exactamente tristeza. La señorita Eckhart, una extraña en aquel cementerio donde no estaba enterrado ninguno de los suyos, se abrió paso con su poco elegante bolso de invierno columpiándosele en el brazo, y comenzó a cabecear enérgicamente de un lado a otro. Parecía casi pequeña debajo del árbol, pero el señor Cornus Stark y el doctor Loomis parecían aún más encogidos a su lado cuando —enviados por las señoras— la cogieron por los codos. Sus vigorosos cabeceos los incluyeron a ellos también, cada vez más apremiantes. Así exactamente cabeceaba para marcar el ritmo a sus alumnas, ayudando al metrónomo. Cassie recordó que la señorita Snowdie MacLain le apretó muy fuerte la mano, y que no se la soltó hasta que la señorita Eckhart se tranquilizó. Pero Cassie recordó también que era una chica bien educada y que no debía dar la impresión de que seguía mirando a la señorita Eckhart; bajó la mirada hacia sus zapatos Billikin. Y su madre se había ido. Como decían todos, era curioso que la señorita Eckhart no supiera cómo tratar al señor Sissum en vida, y que ahora hiciera eso. Sus enérgicos cabeceos eran una suerte de intento de animar a los demás; eran como decir que ella sabía lo que tenía que hacer, y que nadie debía hablarle ni tocarla, a menos que, silo consideraban necesario, tuvieran que tocarla ligeramente en los codos, un acto de cortesía. —Pizzicato. Una vez, la señorita Eckhart empleó esta palabra durante la clase de catecismo. —Pizzicato es lo que hacía el señor Sissum cuando tocaba el violonchelo, antes de ahogarse. Era ella misma: Cassie oyó su propia voz. Había intentado —con tanta decisión como si alguien la hubiera retado— saber cómo sonaban esas palabras, dichas a la cara de la señorita Eckhart. Recordaba que la señorita Eckhart la escuchó, y no hizo nada salvo permanecer muy quieta, como una estatua, igual que cuando las flores le cayeron sobre la cabeza. Después de verla llorar de aquel modo en el cementerio —porque sacaron la conclusión de que eso fue lo que hizo en el cementerio— algunas de las señoras retiraron a sus hijas de las clases de música; la señorita Jefferson Moody retiró a Parnell. Cassie escuchó ruidos: un golpe seco en la casa de al lado, el anticuado sonido de un trueno. No vio nada, solo el sombrero del viejo Holifield, que giraba media vuelta sobre el poste de la cama, como si algo lo hubiera golpeado. Una mañana de verano se produjo una tormenta repentina que pilló a tres de las niñas en el estudio: Virgie Rainey, la pequeña Jinny Love Stark y Cassie, aunque las dos mayores podían haberse ido corriendo a su casa, que estaba cerca, protegiéndose el pelo con papeles de periódico. La señorita Eckhart, sin decir lo que tenía pensado hacer, metió enérgicamente los dedos en un montón de partituras, sacó una, y se sentó en su banqueta. Fue la única vez que tocó en presencia de Cassie, salvo cuando formaba parte de un dúo. La señorita Eckhart tocó como si fuera Beethoven; abrió la partitura por la mitad, y estaba hecha trizas, como delgadas tiras amarillas de viejo satén. Los truenos retumbaban y la señorita Eckhart fruncía el entrecejo y tocaba inclinándose hacia delante o hacia atrás; hubo momentos en que todo su cuerpo se balanceaba de un lado para otro como el tronco de un árbol. La pieza era tan difícil que se equivocó y volvió atrás para enmendarse, y era tan larga y emotiva que parecía más larga que el propio día, y el rostro de la señorita Eckhart adoptó al tocarla una expresión completamente diferente. Su piel se alisó y se estiró en las mejillas, le cambiaron los labios. El rostro podía ser el de otra persona, ni siquiera tenía por qué ser de una mujer. Hubiera podido ser el rostro de una montaña, o lo que se ve detrás del velo de una cascada. Allí, a la luz lluviosa, era un rostro ciego, que solo existía para la música, aunque los dedos resbalaban y cometían equivocaciones que debía corregir. Y si la sonata tenía su origen en algún lugar de la tierra, era un lugar donde ni siquiera Virgie había estado, al que nunca podría llegar. La música subió de volumen —con menos interrupciones— y Jinny Love se acercó de puntillas y comenzó a pasar las hojas de la partitura. La señorita Eckhart ni la vio; su brazo golpeó a la niña al hacer un pasaje rápido. Esta música que producía la señorita Eckhart incomodó a sus alumnas; estaban casi alarmadas; había estallado alguna cosa no buscada, emocionante, en la persona de quien menos se lo podían esperar. Una cosa tan brillante que era demasiado espléndida para la señorita Eckhart; que penetraba y golpeaba el aire a su alrededor de la misma manera que a veces se escapa un petardo de Navidad de una mano que cada año es tan inexperta como el anterior. La señorita Eckhart debía de ser joven cuando aprendió esa pieza, adivinó Cassie. Pero ahora la tenía casi olvidada. Solo necesitó una lluvia de verano para comenzarla de nuevo; algo le picó, y la música salió como la roja sangre de debajo de la costra producida por una caída ya olvidada. Las niñas, todas de pie en el estudio mientras la lluvia seguía arreciando fuera, se miraron, las tres de repente en pie de igualdad. Todas asombradas, pensando tal vez en salir corriendo. Un mosquito daba vueltas en torno a la cabeza de Cassie, zumbando, y se posó en su brazo, pero ella no se atrevió a moverse. Lo que la señorita Eckhart debía haberles dicho hacía mucho tiempo era que había más cosas de las que el oído podía resistir, o el ojo ver, hasta en ella. La música le resultó insoportable a Cassie Morrison. La música latía en el mismísimo corazón de aquella mañana tormentosa; había algo casi demasiado violento en la tormenta matinal. Cassie permaneció en un rincón de la sala, con todo el cuerpo preparado para esquivar los golpes de la poderosa mano izquierda de la señorita Eckhart, y los ojos clavados en el círculo débilmente parpadeante de la caja fuerte empotrada. Empezó a pensar en un incidente que le había ocurrido a la señorita Eckhart, en lugar de pensar en la música que estaba tocando; esa era la manera. Una vez, a las nueve de la noche, un negro enloquecido saltó repentinamente el seto del colegio, agarró a la señorita Eckhart, la tiró al suelo y la amenazó de muerte. Ocurrió mucho tiempo atrás. Ella paseaba de noche, a solas; nadie le había dicho que eso no se hacía. Cuando el doctor Loomis la curó, la gente se quedó muy sorprendida de que ella y su madre no se marchasen. Todos deseaban que se fueran, todos salvo la pobre señorita Snowdie, porque así no tendrían que recordar que le había ocurrido una vez una cosa terrible. Pero la señorita Eckhart se quedó, como si creyera que una cosa era tan terrible como la otra. (¡Después de todo nadie sabía por qué había venido!) Si la señorita Eckhart no entendía nada era porque venía de muy lejos, decían para excusarla; la señorita Perdita Mayo, que cosía y hacía el ajuar de todo el mundo, dijo que si ni ella ni su madre se habían muerto de vergüenza, era porque eran diferentes; por eso. Cassie pensaba, mientras escuchaba, no tenía más remedio que escuchar la música, que quizá había sido lo del negro del seto, aquella terrible desgracia que le había ocurrido, lo que la gente no podía perdonarle a la señorita Eckhart. Pero a Cassie le pareció que las cosas adivinadas y sufridas, los momentos espectaculares, horribles, como cuando el negro saltó el seto a las nueve de la noche, se elevaban por su propia naturaleza y cruzaban el cielo y se asentaban en él como los planetas. O se parecían más bien a constelaciones enteras, que giraban sobre sus centros, tal vez como Perseo, Orión y Casiopea en su Silla y la Osa Mayor y la Osa Menor, quizá con frecuencia al revés, pero terriblemente reconocibles. No solamente viajaban el sol y la luna. En lo profundo de la noche, el cielo que se alzaba era como la colcha que Louella extendía flotando en el aire para hacer la cama. Toda clase de cosas pueden levantarse y asentarse en tu propia vida, puedes empezar ya a esperarlas, echar la cabeza hacia atrás y sentir cómo bajan los rayos a tocar tus ojos abiertos. Como intérprete, la señorita Eckhart era implacable. Incluso cuando había terminado lo peor de la pieza, sus dedos, como la espuma en las rocas, tiraban de la parte recién tocada con una intranquila persistencia, insolencia, violencia. Luego dejó caer las manos. —¡Tóquela otra vez, señorita Eckhart! —gritaron todas sin querer, pidiendo lo que menos deseaban mientras miraban la gran mole de su cuerpo. —No. Jinny Love Stark les echó una mirada de persona adulta y cerró la partitura. Cuando lo hizo, las otras se dieron cuenta de que no había tocado esa música, porque la partitura era de unas canciones de Hugo Wolf. —¿Qué estaba usted tocando? Era la señorita Snowdie MacLain la que estaba en la puerta, sosteniendo las tiras de abalorios con la mano. —No se lo puedo decir —dijo la señorita Eckhart mientras se levantaba—. Ya no me acuerdo. Todas las alumnas salieron sin decir palabra a la calle. Llovía con menos intensidad. Y se dispersaron en tres direcciones al llegar junto a aquella mimosa de flores como pelusa mojada, que antes estaba en el jardín de la ahora vacía casa. Für Elise. Llegó otra vez, pero de manera forzada, tonta. ¿Era un hombre, tocando con un solo dedo? Virgie Rainey había pasado directamente de recibir clases de música a tocar en el cine. Con su habitual rapidez y agilidad, había conseguido pasar por alto algún intervalo, algún intermedio donde estaban Cassie, Missie y Parnell tiñendo pañuelos. Virgie había pasado directamente al mundo del poder y de la emoción, que empezaba a cobrar más importancia de lo que ellas habían pensado. Ahora Virgie era como la Gish y las hermanas Talmadge. Con su lápiz amarillo golpeaba el plato de hojalata cuando se abría la tienda donde vivía Valentino. Virgie se sentaba noche tras noche al pie de la pantalla, preparada para todo lo que ocurriera en el Bijou, y avanzando al mismo paso. Nada era demasiado difícil para ella y nunca se quedaba desconcertada, como le ocurría al señor Sissum. Cuando se rompía la presa, o cuando Nazimova decidía cortarse los dos pies con un sable antes que vivir con Sinji, Virgie se ponía inmediatamente a tocar Kamennoi-Ostrow. Missie Spights decía que lo único malo de permitir que Virgie tocara en el Bijou era que no trabajaba lo suficiente. Algunas tardes se repantigaba en su silla y dejaba pasar en completo silencio un incendio en el bosque, y luego, cuando los novios volvían a encontrarse, encendía su luz con un golpecito y se ponía a tocar tímidas frasecillas, por ejemplo la Danza de Anitra. Pero eso no era trabajar de verdad. Las únicas veces que ahora tocaba Für Elise era durante los anuncios; la tocaba caprichosamente, mientras se veía la diapositiva con un gran pollo blanco sobre un cielo color rosa sandía que anunciaba la tienda de comestibles Bowles, o cuando la trompeta amarilla sobre un veteado cielo azul anunciaba el Bugle, con una foto del padre de Cassie cuando era joven sobreimpresionada en el tembloroso haz de sonidos. Für Elise nunca llegaba al final; comenzaba, avanzaba un poco, y quedaba interrumpida por la mano clamorosa de la propia Virgie. Tocaba muy bien «You’ve Got to See Mama Every Night» y «Avalon». Por aquel entonces era ya muy improbable que pudiera llegar a interpretar el primer movimiento del concierto de Liszt. Esa era la pieza que ninguna de las otras llegaría a tocar jamás. «Virgie se hará mundialmente famosa tocando esa pieza», decía la señorita Eckhart, lo que demostraba su desconocimiento del mundo. ¿Cómo iba nadie a oír hablar de Virgie? ¡Y encima, lo de «mundialmente»! ¿No sabía la señorita Eckhart dónde estaba? Virgie Rainey, repetía una y otra vez, tiene talento y debe marcharse de Morgana. Dejarlo todo. Dejar sus clases. Debía salir al mundo y estudiar y practicar la música el resto de su vida. Y cuando repetía todo eso, la señorita Eckhart sufría. Durante todo ese tiempo Virgie solo practicaba en el piano de la señorita Eckhart. El viejo piano tomado en préstamo por los Rainey fue asaltado y medio comido por las cabras un día de verano; estas cosas solo les ocurrían a los Rainey. Pero todos sabían que Virgie no se iría, que no estudiaría ni practicaría en ningún sitio, como tampoco tendría su propio piano, porque ella no era así. Y la certeza de que las cosas eran de ese modo no disminuyó nunca, ni siquiera cuando en cada recital de junio escuchaban a Virgie tocando cada vez mejor algo que era cada vez más difícil, o veían cómo sus interpretaciones llenaban a la señorita Eckhart de una tensa satisfacción y de una curiosa angustia. Para demostrar que la señorita Eckhart estaba loca no había más que hablarle de su tema, el piano; no sabía de lo que estaba hablando. Cuando los Rainey, después de que su establo saliera volando por los aires durante una ventolera, no tuvieron dinero para despilfarrar en clases de piano, la señorita Eckhart dijo que le daría clases gratis a Virgie porque no debía dejarlo. Pero más tarde le hizo recoger en verano los higos del jardín de la parte trasera, y en invierno las nueces del jardín delantero, para pagar las clases. Virgie decía que la señorita Eckhart nunca le había regalado ninguna. Sin embargo siempre llevaba nueces en los bolsillos. Cassie oyó unos golpes y algo como una carrera en la casa de al lado, el evidente sonido de una caída. Cerró los ojos. —Virgie Rainey, danke schön. Una vez lo oyó decir con una voz temible, reprobatoria. En ocasiones, la madre de la señorita Eckhart entraba en el estudio en su silla de ruedas. Los primeros años vivía muy solitaria, se limitaba a dar vueltas y más vueltas en su chirriante silla de ruedas por el comedor. Era vieja y pálida como una muñeca. Vistos de cerca, sus cabellos amarillentos estaban tan polvorientos como una varilla de oro olvidada mucho tiempo en un florero, y tenía rizos blancos como los de la señorita Snowdie. Sus piernas estaban tan delgadas que parecían cuchillas bajo su falda, y siempre apoyaba los pies deformes, dolientes, en el peldaño de una silla, como si quisiera convencer a la gente de que eran bonitos. Con el paso del tiempo la madre empezó a entrar en el estudio con su silla cuando se le antojaba; asomaba sus ricitos de pastora entre los abalorios que se abrían para ella con más facilidad que una puerta. Avanzaba en su silla por la habitación y luego se paraba y esperaba. Miraba más que escuchaba la clase, y, precisamente porque no seguía el compás, todos notábamos que daba golpecitos en la silla con sus dedos; llevaba un dedal de latón en un dedo. Normalmente, a la señorita Eckhart no parecían molestarle las bruscas visitas de su madre. Pareció más ablandada, más absorta que antes cuando la anciana señora Eckhart hizo llorar a Parnell Moody con una sola mirada. (¿Deben las hijas disculpar a sus madres cuando estas andan estorbando?) Cassie prefería verlas por la noche, separadas por la oscuridad y la distancia. Porque cuando las veías desde tu propia mesa, a través de su ventana, a la luz de una lámpara, y la señorita Eckhart se levantaba con muda energía para ayudar a su madre, a veces podías imaginártelas muy lejos en el tiempo y el espacio de Morgana, antes de que tuvieran dificultades y antes de que se hubieran presentado en tu vida: robustas, vivas y dulces en la distancia. Una vez, cuando Virgie estaba practicando en el piano de la señorita Eckhart, y antes de que terminara, la anciana gritó: Danke schön, danke schön, danke schön. Cassie la vio y la oyó. Gritó con una expresión tímida presente todavía en su rostro, como si a través de Virgie Rainey le gritara al mundo entero, al menos a toda la música del mundo, ¿y por qué no? Allí estaba, mirando por la ventana de la sala de estar, medio sonriendo, después de haberse burlado de su hija. Virgie, desde luego, siguió tocando; era una de las «escenas del bosque», de Schumann. Llevaba una flor de granada (una de esas de mármol que vendían en la tienda de Moody) en el broche, y ni siquiera se movió. Pero cuando hubo terminado la canción normalmente, la señorita Eckhart se abrió camino entre las mesitas y las sillitas del estudio. Cassie creyó que iba por agua o a coger algo. Cuando llegó a donde estaba su madre, la señorita Eckhart la abofeteó en la comisura de los labios. Permaneció allí un momento, inclinada sobre la silla —a Cassie le pareció que era la madre quien hubiese debido abofetear a la hija—, y la llave que colgaba sobre su seno empezó a oscilar en su cadena, atrás y adelante, reflejando la luz. Luego la señorita Eckhart, de espaldas, invitó a Cassie y a Virgie a quedarse a cenar. Envolviendo todo lo que hacían las alumnas —entrar en casa, abrir las cortinas, volver las páginas de las partituras, doblar la muñeca hacia arriba para «descansar»— estaba el olor del guiso de la cocina. Pero no era el olor correcto, igual que puede no ser correcto el tono de una nota. Era el olor de una comida que nadie conocía. El repollo no lo cocía ninguna negra, y lo hacían de una manera que nunca se había visto en Morgana. Con vino. El vino lo llevaba a pie Dago Joe hasta la puerta principal de la casa. Algunas mañanas agradables el estudio olía a manzanas sazonadas con especias. Pero se sabía por el señor Wiley Bowles, el tendero, que la señorita Eckhart y su madre (cuya boca estaba todavía torcida por efecto de la bofetada) comían sesos de cerdo. ¡Pobre señorita Snowdie! Cassie ansiaba, tenía ganas de probar aquel repollo, y hasta hubiera comido sesos de cerdo ese día. Así podría presumir ante Missie Spights. Pero cuando la señorita Eckhart preguntó: «Por favor, por favor, ¿no queréis quedaros a cenar?», Virgie y Cassie se cogieron del brazo y dijeron: «No». Llegó la guerra y durante ella e incluso después de 1918, la gente decía que la señorita Eckhart era alemana, que seguía deseando que ganara el káiser, y que la señorita Snowdie se las arreglaría muy bien sin ella. Pero murió la anciana madre, y la señorita Snowdie dijo que la señorita Eckhart necesitaba más incluso que ella misma un techo acogedor. La señorita Eckhart subió el precio de sus clases a seis dólares al mes. La señorita Mamie Carmichael sacó a sus hijas por esta razón, o algo por el estilo, y luego la señorita Billy Texas Spights sacó a Missie para no ser menos. Virgie dejó de asistir a sus clases gratuitas cuando su hermano Victor murió en Francia, pero eso pudo ser una coincidencia, porque Virgie celebró su cumpleaños: ya tenía catorce. Quizá fue lo de que Virgie dejara las clases lo que hizo que se acabara la buena suerte de la señorita Eckhart. Y cuando dejó las clases, Virgie perdió su «toque»: eso decía la gente. Tal vez ocurrió que alguien quería que Virgie no fuera nadie en Morgana, como tampoco querían que lo fuera la señorita Eckhart, y la gente las seguía relacionando a las dos. ¿Hasta qué punto dependes de que se te relacione con algo? Hasta la señorita Snowdie empezó a tener problemas con sus niños malos, Ran y el Rápido, porque la relacionaban con huéspedes, lecciones de música y alemanes. Llegó un momento en que la señorita Eckhart casi no tenía alumnas. Y luego solo le quedó Cassie. Su madre, Cassie lo sabía por intuición desde hacía mucho tiempo, despreciaba a la señorita Eckhart. Porque vivía cerca de ella, o simplemente quizá porque vivía: una pobre maestra a la que nadie quería, y encima soltera. Y el instinto de Cassie le decía que su madre se despreciaba a sí misma por despreciar a otra mujer. Por esa razón tenía a Cassie tomando aún clases con la señorita Eckhart después de que las otras madres la hubieron abandonado. Fue más bien eso que el dinero, que de todas maneras iba a la cuenta de la señorita Snowdie. La niña tuvo que seguir compensando el desdén de su madre, para que esta pudiera seguir siendo bondadosa. Mientras que la señorita Snowdie era bondadosa siempre porque su corazón estaba lejos. La propia Cassie recibía muchos aplausos cuando tocaba una pieza. El público del recital siempre la aplaudía con más entusiasmo que a Virgie, pero todavía provocaba más entusiasmo que tocara la pequeña Jinny Love Stark. La beca que daba la Iglesia presbiteriana para ir a estudiar música a la universidad no fue para Virgie, sino para Cassie. Ella lo consideró «natural»; que recibiera ella la beca y no Virgie no la sorprendió en absoluto. La única razón, decía, para mostrarse modesta, era que los Rainey eran metodistas; sin embargo, en el fondo, no entendía el desaire. Y ahora, desplegándose delante de ella, hasta donde alcanzaba la vista, no veía más que amarillos libros de Schirmer: para el resto de su vida. Pero la señorita Eckhart llamó a Virgie y le hizo un regalo que durante muchos días Cassie pudo ver con solo cerrar los ojos. Era un brochecito de plata en forma de mariposa, como un encaje también de plata, para prenderse en el hombro; el cierre de seguridad no funcionaba muy bien. Pero eso no bastó para que Virgie dijera que quería a la señorita Eckhart, ni para que siguiera practicando, como esta le había aconsejado. La señorita Eckhart le regaló a Virgie un montón de libros escritos en alemán sobre la vida de los grandes maestros, y Virgie no pudo leer ni una palabra; y el señor Fate Rainey arrancó los dibujos de la Venusberg y los echó a los cerdos. La señorita Eckhart intentó todas esas cosas y hasta el último momento fue muy estricta: le daba todo su cariño a Virgie Rainey, y nada a los demás; y para la señorita Eckhart el amor era tan arbitrario y unilateral como lo era la enseñanza de la música. Su amor nunca resultó beneficioso para nadie. Luego, un día la señorita Eckhart tuvo que mudarse. El problema fue que la señorita Snowdie tuvo que vender la casa. Volvía con sus dos hijos a MacLain, de donde procedía, a siete millas de aquí, y de donde también procedía la familia de su marido. Vendió la casa a la señora Vince Murphy. Y pronto echaron a la señorita Eckhart; la señora Vince Murphy se quedó el piano y todas las demás posesiones de la señorita Eckhart, o que la señorita Snowdie le había dejado a la señorita Eckhart. No mucho después un rayo mató a la señora Vince Murphy, y la casa pasó a la señorita Francine, que siempre tuvo intención de arreglarla y tomar huéspedes, pero entonces tenía novio. Mientras tanto hizo que el señor Holifield se quedara para vigilar que nadie se llevara las bañeras y los muebles que quedaban. Y la casa «se fue echando a perder», como se dice de las casas y de los relojes, pensaba Cassie, cuando se quiere subrayar su inferioridad, su descuido y sus cada vez más débiles esperanzas. Luego empezaron los cuentos sobre lo que la señorita Eckhart había hecho realmente con su anciana madre. La gente decía que había tenido dolores durante muchos años, pero nadie lo sabía. No explicaban qué clase de dolor. Pero decían que durante la guerra, cuando la señorita Eckhart se quedó sin alumnas y no tenían casi qué comer, le daba tintura de opio alcanforada a su madre para que durmiera toda la noche y no despertara a los vecinos con ruidos o quejas, por temor a que otras alumnas dejaran las clases. Algunas personas sostenían que la señorita Eckhart mató a su madre con opio. La señorita Eckhart se instaló en una habitación de la casa de los viejos Holifield en el camino del bosque de Morgan, y allí envejeció y se debilitó, aunque no adelgazó perceptiblemente, y se la veía de vez en cuando entrando en Morgana por un lado de la calle y saliendo por el otro. La gente decía que bastaba mirarla para saber que estaba deshecha. Sin embargo todavía conservaba su autoridad. Todavía detenía en la calle a los chicos desconocidos, como Loch, y les hacía preguntas imperiosas: «¿Hacia dónde tiras esa pelota? ¿Qué es lo que quieres, romper el árbol?». Por supuesto, sus únicas relaciones, desde el principio hasta el fin, fueron con niños; aparte de la señorita Snowdie. ¿De dónde venía la señorita Eckhart y adónde se fue al final? En Morgana se conocía el destino de todo el mundo y nunca había sorpresas. Era muy poco probable que a nadie, con la excepción de la señorita Perdita Mayo, se le ocurriera preguntarle a la señorita Eckhart de qué rincón del mundo procedía exactamente su familia, y que, consiguientemente, recibiera una respuesta. Pero la señorita Perdita no era de fiar. No se acordaba de nada, aunque dependiera su vida de ello. Y la señorita Eckhart se esfumó. Una vez, en un paseo dominical, el padre de Cassie dijo que apostaría cinco centavos a que aquella vieja que cavaba con la azada entre los guisantes en la granja del condado era la señorita Eckhart, y otro tanto a que todavía era capaz de hacer el trabajo de diez negros. Estuviera donde estuviese, no tenía familia. Seguramente, después de tanto tiempo no le quedaba nadie. A la única que quería tener por «familia» era a Virgie Rainey Danke schön. Missie Spights decía que si la señorita Eckhart hubiese permitido que la llamaran por su nombre de pila, habría sido como las demás señoras. O que si la señorita Eckhart hubiera pertenecido a una iglesia conocida, las damas podrían haberle ofrecido entrar en alguna asociación. O que si hubiera estado casada con cualquiera, aunque fuera un hombre de lo más espantoso, como lo estaba la señorita Snowdie MacLain, todos habrían podido compadecerla. Cassie se puso de rodillas y con mano apresurada desató los nudos del pañuelo. Lo extendió. Aunque no había estado pensando en el pañuelo, se quedó sorprendida; no entendía en absoluto cómo lo había hecho. Ya le habían dicho que le ocurriría. Lo colgó de una silla para que se secara y mientras caía suavemente sobre el respaldo, pensó que en algún lugar, hasta en el último momento, hubiese podido haber una pequeña grieta para la señorita Eckhart, una resquebrajadura en la puerta… Pero si yo hubiera visto esa grieta, pensó lentamente, quizá la habría cerrado para siempre. Quizá. Levantó los ojos hacia la ventana, por donde vio desvanecerse un delgado rayo gris, como el rastro de una cerilla. ¡El colibrí! Lo conocía. Volvía todos los años. Se puso en pie y lo miró. Era una pequeña bobina esmeralda, suspendida como siempre ante los dondiegos de noche. Metálico y borroso a la vez, tangible e intangible, espléndido y etéreo, la neblina de sus alas invisibles, misteriosa como el anillo de la luna; ¿alguien había intentado atraparlo? Ella no. Que se quede ahí suspendido cada año durante cien años, increíblemente sediento, ávido de cada gota de las trompetas de los dondiegos del jardín, como si los hubiera contado para luego salir volando como una flecha. —Como una operación militar. El padre de Cassie decía siempre que el recital se planeaba así, con sus tácticas y sus uniformes. Los preparativos duraban muchas y calurosas semanas secretas, todo el mes de mayo. —No debéis decirle a nadie cuál va ser el programa —advertía la señorita Eckhart, en cada clase y ensayo, como si existieran otros profesores de música, otras clases rivales, y como si el programa no empezara todos los años con «The Stubborn Rocking Horse», tocado por el único chico, para terminar con la Marche militaire a ocho manos. Lo que Virgie tocaba en el recital un año, lo tocaba Cassie (que mejoraba gradualmente) al siguiente, y Missie Spights al otro. La señorita Eckhart decidía al principio de la primavera qué color debía llevar cada niña, de qué color serían el ceñidor y la cinta del cabello, y enviaba una nota a la madre. Les explicaba a las niñas que era importante la sucesión de colores: «Pensad en el arco iris de Dios y en su orden», y dibujaba con su lápiz un arco sobre ellas, dando abruptos golpecitos; pero tenían que pensar en la tienda de los Spights. El cuarteto, en el que habría cuatro vestidos a la vista y muy juntos, y empujándose, preocupaba especialmente a la señorita Eckhart. Llevaba la cuenta de los colores asignados a cada niña en un cuaderno especial; la señorita Eckhart ponía una pequeña «v» al lado del nombre como señal de que la madre había dado el visto bueno y lo consideraba una promesa. Cuando le decían que el vestido ya estaba terminado, almidonado y planchado, tachaba el nombre. En general, las madres temían a la señorita Eckhart. La señorita Lizzie Stark se rió de ello, pero tenía tanto miedo como las demás. La señorita Eckhart daba por sentado que cada alumna tendría un vestido nuevo para la noche del recital; que lo haría la señorita Perdita Mayo o, si no era ella, que ni siquiera con la ayuda de su hermana podía hacerlos todos, pues lo haría la madre de la alumna. El vestido debía hacerse con las lengüetas, los bordes del escote y los volantes de encaje, y también el ceñidor; y, pasara lo que pasase, el vestido debía permanecer guardado hasta la noche del recital. Y eso lo entendían muy bien tanto la señorita Perdita como la mayoría de las madres. Y no era fácil ponérselo otra vez; desde luego, para otro recital ni pensarlo; para entonces era ya un vestido «viejo». Un vestido para el recital era más de gala y llevaba más adornos que un vestido de domingo. Era como el vestido de una niña de las que llevan las flores en una boda; una vez Nina Carmichael se puso para la boda de Etta el vestido del recital, pero solo porque recibió un permiso especial. El vestido tenía que ser de organdí, con frunces en la falda, el escote y las mangas; el ceñidor de satén o tafetán, y atado detrás con un lazo grande de largos picos, apuntando como la cola de una flecha que colgara sobre la banqueta, y, para las que podían permitírselo, debía llegar hasta el suelo. Durante todo mayo, la señorita Eckhart preguntaba cómo iban los vestidos. Cassie estaba inquieta, porque su madre tenía por costumbre hablar con la señorita Perdita cuando ya era demasiado tarde, y decidir después que ella misma le haría el vestido, en el último momento; pero Cassie tenía que tranquilizar a la señorita Eckhart. «Ya están con el dobladillo», decía cuando todavía estaba la tela doblada, junto con un patrón de papel de periódico que les había prestado la señorita Jefferson Moody, en el armoire. En cuanto al programa, no había problema; estaba listo sin discusión. Mucho antes, durante el invierno, Virgie Rainey recibía la pieza, que era la más difícil de las que la señorita Eckhart podía encontrar en su armario de música. A veces no era tan llamativa como la de Teensie Loomis (antes de que se hiciera mayor y dejara las clases), pero era siempre la más difícil. Era la prueba de lo que Virgie podía hacer, aprender; tenía que pasar por esa dura prueba todos los años, y siempre lo conseguía, sin que Virgie mostrara que le había costado mucho trabajo. Todo el programa culminaba en eso, y nada era lo bastante importante para que se alterara el orden. Así que todo el mundo tenía su pieza para tocar y un nuevo vestido terminado a tiempo, y todo el mundo guardaba el secreto, eso era lo más importante, y después no había nada que hacer salvo soportar que fuera transcurriendo el mes de mayo. Una semana antes de la noche fijada, colocaban las sillas doradas en una apretada fila que iba de un lado a otro de la habitación, para dar la impresión de que todo era oro; las otras sillas las iban poniendo una por una detrás de la fila, hasta que quedaba llena la habitación. La señorita Eckhart debió de cogerlas del comedor al principio, y después de otros sitios. Las bajaba de la vivienda de la parte de arriba de la señorita Snowdie, sin pedirlas siquiera, y luego hasta de la habitación del señor Voight, porque a pesar de lo que la señorita Eckhart pensara del señor Voight, no vacilaba en coger sus sillas para el recital. Había que alquilar un segundo piano de la escuela dominical presbiteriana (a través de los Stark), que se llevaba a tiempo para ensayar el cuarteto todos juntos y, por supuesto, afinarlo. Había que imprimir los programas (a través de los Morrison), lo suficientemente detallados para incluir el número de opus, el nombre completo de cada alumna y, adornando la parte de arriba, en una caligrafía que se parecía, como si fuera a propósito, a la de la señorita Eckhart en las facturas mensuales, el nombre entero de la señorita Lotte Elisabeth Eckhart. Alguna de las muchachas menos dotadas distribuía los programas, que estaban dentro de un frutero rosado. Llegado el día, esperaban el envío de gladiolos y claveles en cestitas para cada niña, debidamente encargadas a través de algunas relaciones con floristas de los Loomis en Vicksburg y guardadas en cubos de agua en el sombreado porche trasero de los MacLain. La señorita Eckhart las presentaba en el momento preciso, inmediatamente después de la reverencia. La alumna podía tener la cesta en la mano mientras contaba hasta tres —se había ensayado previamente, utilizando un paraguas negro—, luego la devolvía a la señorita Eckhart, que iba trazando un dibujo en el suelo en forma de media luna a medida que iba poniendo las cestas. Jinny Love Stark siempre recibía un ramillete de violetas de Parma en un corazón hecho de hojas, y tenía que dejar que se lo guardara. Pero ella decía que no. Ni un solo año se lo entregó, lo que estropeaba el efecto. Porque el recital era, después de todo, una ceremonia. Mejor que el final de curso —porque eso implicaba exámenes— o que los fuegos artificiales de una celebración política. En esa noche, el miedo y la fascinación se apoderaban de las niñas, llevaban sus flores y sus ceñidores, y todas se sentían guapas y elegantes. Y la señorita Eckhart se convertía en otra persona. Surgía en ella todos los años, en esa época, una sensibilidad ruborizante, como una flor de temporada, como los lirios sorpresa que brotaban sin hojas, de la noche a la mañana, en el jardín de la señorita Nell. La señorita Eckhart iba de un lado para otro por asuntos que en otros momentos le importaban muy poco: vestidos, ceñidores, distinciones y precedencias, sonrisas y reverencias. Era extraño y emocionante. Recordaba aquellos dibujitos impresos en las pequeñas invitaciones para las fiestas, el oso pardo con un volante de puntillas y un caniche negro de pie en una silla, afeitándose frente a un espejo… Al terminar la noche del recital se acababan también la sensibilidad y el dinamismo. Pero asimismo las tribulaciones. La parte ilimitada de las vacaciones había llegado. Las niñas y los niños ya podían andar descalzos por la mañana. La noche del recital siempre era despejada y calurosa; asistía todo el mundo. El público esperado se reunía y apretujaba en la habitación. La señorita Eckhart y sus alumnas todavía no estaban visibles. La tarea de la señorita Snowdie MacLain consistía en ponerse en la puerta, lo que hacía siempre fielmente, como si formara parte de todo aquello desde el principio. Recibía a toda la población femenina de Morgana en plena inocencia. A las ocho el estudio estaba de bote en bote. La señorita Katie Rainey llegaba siempre temprano. Tan feliz como si ella fuera la artista, y después de haber ordeñado las vacas con aquel mismo sombrero. Se reía alegremente mientras se acostumbraba a todo aquello, y durante el recital se hacía notar, aplaudiendo la primera al terminar una pieza, tan encantada por la música que escuchaba como por la silla dorada en la que se sentaba. Y el viejo Fate Rainey, el hombre del suero de leche, era el único padre que asistía. Siempre se quedaba en pie. La señorita Perdita Mayo, que hacía casi todos los vestidos para el recital, estaba siempre en primera fila, comprobando si había quitado los hilvanes de todos los vestidos después de llevarlos a casa, y a su lado se sentaba la señorita Hattie Mayo, su callada hermana, que le ayudaba. A medida que se iba llenando el estudio, Cassie, que atisbaba a través de la cortina hecha con una sábana (estaban todas apretujadas como un rebaño en el comedor), temía que su madre no apareciera. Llegaba siempre tarde, quizá porque vivía muy cerca. La señorita Lizzie Stark, la madre más importante de las allí presentes, que esperaba a que Jinny Love tuviera unos cuantos años más para que tocara mejor, se volvía desde su silla de primera fila para mirar a las otras madres. La madre de Cassie, muy elegante con su hermoso vestido de flores, tan adecuado para una madre en la noche de un recital, no era capaz de atravesar dos jardines puntualmente, ni aunque hubiese sido cosa de vida o muerte. Y El susurro de la primavera, por ejemplo, que tocaba Cassie, era muy difícil, más difícil que la pieza de Missie Spights; pero era como si todo lo que la señorita Eckhart había planeado le resultara indiferente a la madre de Cassie. En el estudio, decorado como el interior de una caja de dulces, con una tela que festoneaba el borde de la repisa, con mantelitos colocados debajo de cada objeto móvil, con gallardetes de cintas blancas y ramilletes de rosas de ganchillo rosadas y blancas y los últimos guisantes de olor de los MacLain dividiendo en varias direcciones la habitación, hacía más calor que en un horno. A pesar de que era la primera noche de junio, no se permitía que funcionaran los ventiladores eléctricos mientras se tocaba. El metrónomo, ceremoniosamente cerrado, estaba puesto sobre el piano como un florero. No había ninguna partitura a la vista. Cuando el primer silencio inmotivado —había una serie de ellos— caía sobre el público, la habitación parecía moverse con la agitación de los abanicos de palmito y plumas, además de algún que otro tictac involuntario del cerrado metrónomo. Había una mezcla de animación y decoración que hacía que todas las que esperaban su turno palidecieran en una especie de mareo final. Si alguna de ellas miraba hacia el techo buscando alivio, se encontraba enredada en un diseño como de tallos que salían de una araña eléctrica, tan complicado e inútil como un copo de nieve de papel recortado. Entonces entraba en la habitación la señorita Eckhart, toda mudada, con los cabellos oscuros peinados de manera que cubrieran toda su frente, y hacía un gesto pidiendo silencio. Llevaba su vestido de recital, que le hacía parecer más grande y más próxima que en otros momentos. Era un vestido viejo: la señorita Eckhart hacía caso omiso de sus propias reglas. La gente se olvidaba del vestido en el tiempo que mediaba entre los recitales y ella salía con él de nuevo, los descuidados pliegues no demasiado limpios, fruncidos en torno a su pecho y caídos con la fuerza de un abrigo a los costados; estaba hecho de crespón de seda leonada. Tenía un corpiño de encaje parduzco. Era tan exuberante, tan cálido y tan hondo como un abrigo de pieles. La inesperada carne cremosa de la parte superior de sus brazos le daba aspecto de estar saliendo de él. La señorita Eckhart, una vez conseguido el silencio, permanecía en la zona en sombra, directamente bajo la araña. Sus pies, calzados con zapatos blancos, calzados para siempre por el señor Sissum, descansaban en un círculo marcado previamente con tiza en el suelo y ahora, creía ella, totalmente borrado. Una de sus manos, con pequeños músculos que se le podían contar, duros y tensos, las azuladas uñas manchadas, se acercaba a la otra y se entrelazaba con ella, hasta que ambas perdían fuerza al descansar en su seno y formaban una graciosa casita con agujas y tejados. Se situaba cerca del piano, pero no lo bastante para ayudar, presidía pero no estaba enteramente preocupada por el desastre, mientras que las niñas no pensaban en otra cosa. Las iba llamando, empezando por la más joven. Y todas tocaban, con la excepción de Virgie Rainey, tan mal como podían. Estaban escandalizadas de sí mismas. Parnell Moody se echaba a llorar, tal como estaba programado. Pero la señorita Eckhart parecía no darse cuenta ni molestarse. ¡Qué despreocupada se la veía en aquellos momentos en que debiera estar agonizando! Las niñas casi esperaban un latigazo por haberse olvidado la repetición del tema antes del final, o por no haber contado hasta diez antes de salir de detrás de la cortina; pero en vez de eso les dirigía una extraña sonrisa. Era como si la señorita Eckhart les estuviera, a la postre, agradecida por hacer algo. Cuando le llegó el turno a Hilda Ray Bowles y la propia señorita Eckhart tuvo que agacharse para bajar la banqueta unas doce pulgadas, lo hizo abstraída y cortésmente. Se diría que no estaba bajando la banqueta para una chica demasiado alta sino haciéndole un servicio a otro, a alguien que no estaba allí; quizá a Beethoven, autor de la pieza que tocaba Hilda Ray, o quizá no. Cassie tocó y su madre —que no la traicionó, después de todo— estaba sentada entre las demás. Al final había doblado su programa hasta convertirlo en un sombrerito, y Cassie se hubiera puesto de rodillas para evitar que lo hiciera. Pero la noche del recital era la noche de Virgie, aunque pudiera ser otras cosas. Cuando le llegaba el turno a Virgie Rainey era el momento más maravilloso de su vida, para Cassie lo era cuando salía —justo antes del cuarteto— llevando una cinta rojo oscuro en el pelo, con rosetas sobre las orejas, atadas por detrás con un elástico; llevaba un ceñidor rojo que pasaba por debajo de las mangas de un vestido blanco de estilo suizo, almidonado. Tenía trece años. Tocó la Fantasía sobre las ruinas de Atenas de Beethoven, y cuando terminó y se levantó para hacer una reverencia, el rojo del ceñidor se había corrido por toda la cintura, estaba empapada y toda sucia, como si la hubieran apuñalado en el corazón; un sudor delirante y envidiable corrió por sus mejillas y se lo lamió con la lengua. Cassie, que había salido de detrás de la cortina, se quedó de una pieza cuando la señorita Katie Rainey puso la mano sobre su ceñidor y, para escándalo suyo, exclamó: «¡Oh, si Virgie tuviera una hermana!». Después solo quedaba el cuarteto, y al sonar el último acorde hubo una repentina desbandada y estallaron las burlas y las risas. Todas las niñas recibieron un beso o un azote cariñoso en el culo, y luego corrieron a su aire. Las señoras se saludaban con la mano, hacían movimientos con sus abanicos y luego iniciaron la conversación. Dedos ya liberados para todo el verano levantaban flores, las exhibían, las tiraban, las regalaban o las iban deshaciendo en pedacitos. Los gemelos MacLain, acabando con todo refinamiento, bajaron como flechas las escaleras llevando idénticos trajes de vaquero y disparando sus pistolas de pistones. Empezaron a retumbar dos ventiladores y los pusieron en el suelo, con lo que los programas volaron como una bandada de pájaros, mientras los adornos daban latigazos y revoloteaban por todas partes. Nadie se acercaba a los pianos como no fuera para tocar con un dedo «Sally in Her Shimmie Tail». La pequeña Jinny Stark se cayó como de costumbre, se hizo un corte en la rodilla y sangró profusamente. Era igual que las otras fiestas. —¡Ponche y Kuchen! —anunció la señorita Eckhart. El comedor grande de los MacLain estaba en la parte de atrás. La señorita Snowdie solo lo usaba para meter las plantas en el invierno, pero ahora quedó abierto para todos. El ponche se servía en la ponchera de los MacLain, uno de los regalos que la señorita Snowdie recibió de su marido, servido por la señorita Billy Texas Spights, que se había lanzado a coger el cucharón, y lo bebieron en las veinticuatro tazas de los MacLain y las doce de los Loomis. Los pastelillos que iba llevando incansablemente la señorita Eckhart eran ligeros y calientes, la parte superior rociada de «perdigones» de color que únicamente se encontraban (o así lo creían) en las pistolas de cristal que vendían en los trenes. Cuando el plato se quedaba vacío, veías que estaba decorado con guirnaldas de flores colgantes y traviesos bebés, rociados de oro y con migas doradas. Las mejillas de la señorita Eckhart relucían cuando las invitadas aceptaban sus pastas de azúcar y volvían a llenar sus tazas de ponche, las frutas ahogadas en el fondo, con los cucharones rápidos y rebosantes. («¡Le daré más ponche!», le dijo a la señorita Billy Texas cuando empezó a contar.) Su frente estaba tan oculta por sus cabellos como la de Circe alimentando a sus cerdos, que colgaba en la pared de la clase de cuarto. Sonreía sin dirigirse a nadie, sino a todos en general, lo miraba todo e iba de un lado para otro —porque la fiesta se había extendido— desde el estudio hasta el comedor y hacia el porche trasero, donde decía: «Qué hacéis aquí fuera? ¡Niñas, volved adentro y quedaos hasta que comáis todo mi Kuchen! ¡Hasta que lo terminéis todo!». Sus palabras les hacían reír, porque su autoritarismo era fingido. La señorita Lizzie Stark, aunque a veces llamaba a la señorita Eckhart «Señorita La-lo-ri-ló», nunca prescindió de su sombrero más elegante, que parecía una gran guirnalda o una tarta de boda, y que se veía desde todas partes, girando de un lado a otro como un globo flotante en una verbena sobre las cabezas de la multitud. El canario cantó; su jaula estaba destapada. Gradualmente los ramilletes de rosas inclinaron sus tallos verdes por encima del reborde del florero. Al final de la velada, mientras se despedía, la gente daba la enhorabuena a la señorita Eckhart y a su madre. La anciana señora Eckhart había estado sentada junto a la ventana, al lado de la señorita Snowdie, cuando esta iba recibiendo a la gente. Llevaba también un vestido oscuro, muy ceñido en la cintura. En la estela de las risas y charlas de las madres y las niñas, hechas ya unas salvajes, parpadeaba, pero mansamente, como un bebé cuando lo sacan en su cochecito al sol. La señorita Snowdie la vigilaba bondadosamente, ella mantenía una sonrisa uniforme; dejaba que la mirasen y que al final le dieran las gracias. A la señorita Eckhart, que se abría camino entre las niñas que se empujaban y marchaban, moviéndose entre las balanceantes cestitas y los abanicos caídos de las madres repentinamente cansadas, se le oyó decir: «Virgie Rainey, Virgie Rainey». Luego miró hacia abajo, ceremoniosamente, hacia la más pequeña y soñolienta, que aquella tarde solo había tocado «Playful Kittens». Todas las alumnas participaban aquella noche de la gracia de Virgie Rainey. La señorita Eckhart las cogía cuando salían corriendo por la puerta, les hablaba en alemán y las abrazaba. En el aire quieto de la noche su vestido tenía un tacto húmedo y mancillado, como si hubiera corrido una gran distancia. Cassie escuchaba, pero Für Elise no volvió a sonar. Tomó el ukelele que tenía al pie de la cama. Tensó las cuerdas para afinarlo y lo tocó, digitando expertamente y abriendo los dedos como si fueran un abanico. Giró en torno a su pañuelo puesto a secar, tocando un par de acordes, y luego se fue acercando hacia la ventana. Vio a Loch colgado de los pies y de las manos, como un mono, del almez. Colgaba de la última rama, totalmente quieto, como si fuera a tirarse, sin hacer sus acostumbradas diabluras. Estaba tan quieto como si estuviera en cama tomando su quinina. Lo que a él le interesaba en aquel momento no era hacer diabluras sino mirar algo que estaba ocurriendo en la casa vacía. Loch podía ver el interior. Cassie abrió la boca para gritar pero no le salió nada. Salvo una vez, no había contestado en todo el día a Loch cuando la llamaba, y ahora, al ver su espalda estirada como la de un águila, vestido con el pantalón blanco de su pijama, parecía tan lejano como la estrella de la mañana. Ya no podía defender su inocencia porque estaba allí fuera, luminoso, haciendo cabriolas; Loch se dio la vuelta tranquilamente para colgarse de las corvas; colgado boca abajo, miraba por la ventana del antiguo estudio; el gorro pompadour se le cayó al suelo y sus cabellos parecían púas saliendo de su cabeza infantil. Una vez Loch se paseó por la casa con una falda puesta y golpeando con un lápiz una taza de cristianar. —Mamá, ¿crees que yo también podré hacer música alguna vez? —Por supuesto. Eres hijo mío. Lo que tienes que hacer es esperar. Era su favorito. Pero no pudo esperar a tocar. ¡Cómo le adoraba Cassie! Su hermano era incapaz de distinguir una melodía de otra. —¿Es esta «Jesús me ama»? —decía, interrumpiendo su propio ruido. Ahora le miró afligida, como antaño, cuando él se hacía daño y se lo comunicaba con señas. Permaneció junto a la ventana. Tocando y cantando muy suavemente «A la luz, luz, luz, luz, luz de la luna plateada», su canción favorita. Era incapaz de escaparse, de salir gateando por el resplandeciente puente del árbol, o alcanzar el oscuro imán que te arrastraba hacia la otra casa. Era incapaz de verse haciendo algo inhabitual. Ella no era Loch, ni Virgie Raincy, ni su madre. Era Cassie en su dormitorio, viendo el conocimiento y la tormenta fuera de su alcance, en pie junto a la ventana, cantando, con voz suave, bastante madura ya, y casi pensaba que era bonita. III Después de un momento de oscuridad, boca abajo, Loch abrió los ojos. No ocurrió nada. La casa que vigilaba estaba en silencio, salvo un tictac, que no era de ningún reloj. Había ruidos exteriores. Su hermana practicaba otra vez con el ukelele para cantar luego ante los chicos. Oyó sonidos como de agua que procedían de más arriba, de la fiesta de las señoras, y del otro lado de los árboles, desde donde jugaban los chicos mayores, le llegaron los sonidos de los pelotazos, alegres y distantes como la canción de un pájaro. Pero el tictac era más nítido y fuerte que cualquier otro sonido en aquel momento, y a veces parecía sonar muy cerca, como los latidos de su corazón retumbaban en la cama que acababa de abandonar. Si hubiera estado en la casa vacía su madre habría detenido a aquellos dos negros que iban sin prisas hacia sus casas, con los guisantes que no habían podido vender, y les habría hecho entrar y encargarse de todo lo que quedaba por hacer, en un santiamén, pero la madre del marinero prefería hacer el trabajo personalmente. Quería hacer las cosas a su modo, y nadie lo hubiera hecho como ella quería; se estaba tomando su tiempo. Estaba preparando una hoguera en el piano y no acercaría la mecha a la dinamita hasta que estuviera preparada. Loch supo por sus movimientos que el artilugio en las cuerdas —había quitado la tapa del piano— era una especie de nido. Lo estaba construyendo como un pájaro ladrón, entretejiendo todos los desperdicios que encontraba a mano. Loch vio en dos sitios el rostro bigotudo del señor Drewsie Carmichael, el candidato de su padre para la alcaldía; la mujer había encontrado las octavillas en la puerta. Los papelotes que él tenía en la cama, los cupones del jabón Octagon, la hubieran hecho feliz; se los habría dado con gusto. Entonces Loch casi gritó; tomó aire como para dar un segundo grito, que no dio. Por allí abajo, por la calle, llegaban el viejo Moody, el alguacil, y el señor Fatty Bowles con él. Habían aprovechado su día libre para ir a pescar al lago de la Luna y se acercaban con sus viejas cañas, pero sin peces. Llevaban los pantalones y los zapatos embarrados. Eran compinches del viejo señor Holifield, y a menudo aparecían por allí a esa misma hora, para despertarle, y darle la lata hasta que se iba a trabajar. Loch dio una vuelta en la rama y esperó cabeza abajo mientras se acercaban pesadamente y, como había supuesto, atravesaban el jardín. Desde su especial ángulo de visión, hubiesen podido estar tumbados de espaldas en el cielo azul y moviendo las piernas alegremente, sin tener nada que ver con la ley y el orden. El viejo Moody y el señor Fatty Bowles se separaron al llegar al tocón de pacana, se contaron un chiste, se juntaron otra vez, dijeron «Pan y mantequilla», y luego subieron ruidosamente los escalones. La cortina de la ventana delantera les puso en guardia al agitarse. Se miraron otra vez el uno al otro. Sus cuerpos y sus caras se movieron sigilosamente, como si fueran peces. Avanzaron flotando por el porche y aplastaron como peces las narices contra la ventana. Había manchas redondas de barro en los fondillos de sus pantalones; se pusieron en cuclillas. Bueno, ya está, pensó Loch: toda la familia reunida. Dos arriba, dos abajo y dos en el porche. Y encima del piano, la máquina que hacía tictac… Debajo de Loch se paseó ruidosamente entre la maleza un tordo, apuntando con su pico como si fuera una escopeta, tan atareado como la gente. Mantuvo su mano derecha quieta mientras la anciana, tambaleándose como un ángel de Navidad en la representación de cuarto curso de la señora McGillicuddy, avanzaba con una vela encendida en la mano. Era una vela de sebo, de las de cocina; la había sacado de la caja de velas del señor Holifield, que este guardaba en prevención de los numerosos apagones que había en Morgana. Andaba tan lentamente y sostenía tan alta la vela que desde donde estaba hubiera podido alcanzarle con su escopeta para tirar corchos. Vio que llevaba el cabello blanco muy corto, rodeado de un aura de luz. Se acercó todo lo que pudo, colgando de una rama, y pudo ver cómo brillaban sus grandes ojos debajo de las cejas negras y lo poco que parpadeaban. Eran ojos de búho. La mujer se inclinó, penosamente, le pareció a él, y acercó la vela al nido de papel que había hecho en el piano. También él contuvo el aliento para proteger la llama, y al retirar ella su mano dolorida, él hizo lo mismo. El periódico prendió, ardió, y la vieja arrojó la vela al fuego. Puso las manos en jarras y se irguió; su trabajo estaba hecho. Las llamas salían como dardos, sin ruido. Corrieron por los festones de papel, tan súbitas como los riachuelos por los que se desborda una hondonada tras la lluvia. La habitación se llenó de un fuego rápido, amarillo, y molinillos de papel que caían del techo y desaparecían. Y allí arriba, encima del techo, los otros dos, los primeros, hacían menos ruido que un ratón. La ley seguía en cuclillas. Los cuellos del señor Fatty y del viejo Moody se estiraron oblicuamente, el gordo y el flaco. Loch podía haber dejado caer una oruga sobre sus cabezas, que se rozaban como las de una madre y su hija. —Caray. Lo ha conseguido —dijo el señor Fatty Bowles con voz natural. Levantó el brazo que rodeaba los hombros del viejo Moody, y se dio un golpe en el trasero que le hubiera roto los huesos al otro—. ¡Válgame Dios! Lo ha hecho delante de nuestros ojos. ¿Qué te hubieras apostado? —Ni un centavo —dijo el viejo Moody—. Mira. Si se prenden esas esterillas secas, Booney Holifield va a sentir pronto un poco de calor. —¡Booney! Me había olvidado de él. El viejo Moody se rió explosivamente, con los labios cerrados. —No te parece que ya ha prendido bien? —dijo el viejo señor Fatty, señalando la habitación con su vieja navaja de pesca. —¡La casa está ardiendo! —gritó Loch con todas sus fuerzas. Se columpió en las ramas y sacudió las hojas. El viejo Moody y el señor Fatty posiblemente lo oyeron, porque, como si alguien les hubiera insultado, se levantaron, movieron sus cañas de pescar y escogieron la ventana del comedor en lugar de la del salón para empezar a hacer algo. Quitaron el mosquitero y el señor Fatty lo pisó y agujereó accidentalmente. Subieron la ventana, que hizo un ruido que les hizo rechinar los dientes. Ya podían entrar: abrieron la boca y se rieron groseramente, en voz baja. Estaban tan acostumbrados a hacer bufonadas que les hubiera gustado que todo Morgana les viera. El señor Fatty Bowles comenzó a hacer equilibrios tratando de cruzar el alféizar, pero el viejo Moody le agarró por los tirantes y entró primero. Una vez dentro, los dos soltaron un grito. —¡Mira! ¡La hemos pillado con las manos en la masa! En la sala, la anciana retrocedió hasta meterse en un rincón que Loch no podía ver. El viejo Moody y el señor Fatty dieron una carrera preliminar alrededor de la mesa del comedor para entrar en calor, y luego pasaron al ataque en la sala. Corrieron por la chispeante estera dando pisotones. Boxearon con el humo, se pegaron entre sí y corrieron hacia la ventana para abrirla. Casi todo el mundo permaneció en la habitación, contenido y quieto. Loch dio otra vuelta a la rama. Ya se acercaba alguien más. ¡Qué día tan entretenido! Pronto le pareció saber de quién era el sombrero panamá dorado y a quién pertenecía la elástica delgadez del hombre que había debajo. Antes había vivido en la casa vacía, y una vez le prometió a Loch un pájaro parlante que pudiera decir «¡Conejos!». Se marchó y no volvió jamás. Después de tantos años, Loch seguía deseando un pájaro así. —¡Ahora no vive nadie en la casa! —gritó Loch desde las hojas, justo a tiempo, porque el señor Voight llegó y entró como si viviera en la casa vacía—. Como entre ahí, volará por los aires. Todavía no había ningún pájaro parlante sobre su hombro. Hacía mucho tiempo que el señor Voight se lo había prometido. (¡Y cuántas veces, pensó Loch con gran sorpresa, lo había recordado y deseado!) El señor Voight negó con la cabeza rápidamente, como si una voz lejana de entre las hojas le hubiera molestado solo un momento. Subió corriendo los escalones, haciendo tanto ruido como un palo verde golpeando a lo largo de una verja. Pero en lugar de dirigirse a la puerta batiente, rodeó la casa hasta el porche trasero y, con toda la tranquilidad del mundo, echó un vistazo por la ventana. Aquello hizo más alarmantes sus gritos. —¿Quieren decirme con qué derecho han entrado en una propiedad ajena? —¡Qué diablos! —dijo el señor Fatty Bowles, que le miró fijamente, con un sombrero ardiendo en las manos. El viejo Moody se limitó a decir: —Buenas tardes. Ahora no le hablo. —¡Contéstenme! Esto es allanamiento de morada, ¿no? —Pare el carro. Su casa está ardiendo. —Si mi casa está ardiendo, ¿adónde se ha ido mi familia? —Oh, ya no es su casa, me había olvidado. Es la casa de la señorita Francine Murphy. Ha llegado tarde, capitán. —¿Qué bobadas dice? Salgan de mi casa. Apaguen el fuego. Díganme adónde se han ido. Olvídenlo, ya sé adónde han ido. Bueno, quemen ustedes la casa, ¿a quién le importa? Se puso a golpear ostentosamente los tablones de la casa y les echaba miradas incendiarias desde la ventana. Se había interpuesto entre Loch y los acontecimientos y, a decir verdad, estaba de más. El viejo Moody y el señor Fatty, intercambiando miradas asesinas, corrieron a la pata coja por el salón, golpeando con sus sombreros las escurridizas llamas, trabajando en equipo pero sin armonía, al igual que hacen dos personas tratando de cortar el paso a unas gallinas en la era. Daban brincos para pisotear la misma llama los dos a la vez. Daban patadas y restregaban con los pies las chispas que iban encontrando cada cual por su lado y que a veces eran imaginarias. Sea porque el fuego ya estaba dominado, o porque el señor Voight había ido a criticarles, exageraron la magnitud del incendio. Se mordían el labio inferior, como hacen los viejos cuando están haciendo algo de mala gana. No hablaban. El cuerpo del señor Voight tembló. Se reía, descubrió Loch. Ahora miraba la habitación como si fuera un espectáculo. —¡Muy bien! ¡Muy bien! —decía. El viejo Moody y el señor Bowles apagaron a golpes el fuego del piano, dándole fuerte, tirando de las cuerdas y machacándolas. El viejo Moody, a pesar de que le habían estropeado su diversión, se lo pasó muy bien dando saltos él solo sobre las hojas de magnolias, que ardían intensamente. Por fin apagaron el fuego, no quedó ni una chispa, y hasta la estera, que había llegado a prender, se apagó definitivamente. Cuando apareció la última llamarada la apagaron juntos; y con un silbido y un pisotón cada uno, la miraron desafiantes, pero ya estaba apagada por completo. —Listo, muchachos —dijo el señor Voight. Entonces la anciana salió del rincón donde había permanecido oculta. —¿Quién anda ahí? —preguntó el señor Voight. Ella se detuvo en el centro de la habitación. Si los representantes de la ley no hubieran estado allí, tal vez habría entrelazado las manos, volviéndose a mirar a un lado y a otro. Pero no lo hizo; estaba desesperada. Loch dio otro grito, cabalgando sobre la rama a la que se agarraba con las dos manos. —¿No cree que tendría que intervenir, capitán? —gritó el señor Fatty Bowles, y señaló a la mujer con un ademán. —Vamos al grano. Le estaría muy agradecido, señora, si me dijera por qué ha hecho usted esto —dijo el viejo Moody, frotándose los ojos y dejándolos ribeteados de negro—. A quién se le ocurre molestar a la gente de esta manera. ¿Qué tiene usted contra nosotros? —No tiene lengua —dijo el señor Fatty. —Soy viejo. Y usted es vieja. No comprendo por qué ha hecho esto. Como no sea porque carece de sentido común… —¿De dónde viene usted? —preguntó el señor Fatty con su pequeña voz de tenor. —Payasos. El señor Voight, que fue quien lo dijo, rodeó el porche con la misma rapidez que una libélula, y entró en la casa por la puerta principal: no estaba cerrada. Había esperado a que los otros dos —los payasos— se encargasen de todo, o tal vez se creyó tan valioso que temió quemarse si se metía allí antes de tiempo. Loch le vio cruzar, bastante presumido, la cortina de abalorios y entrar en la sala. Revisó serenamente las paredes, deteniéndose un momento, como si algo les hubiera ocurrido, no en aquel momento sino hacía mucho tiempo. Estaba allí y al mismo tiempo no estaba, porque era el único que permanecía tranquilo. Pisó con cuidado entre los volantes y trozos de papel quemados, y arrugó su afilada nariz, no por el olor, sino por otras cosas, cosas que se disolvían. Ahora se puso junto a la ventana. Sus ojos giraban. ¿Iba a ponerse a echar espuma por la boca? Una vez lo hizo. Si no lo hacía, Loch no estaría tan seguro de que fuera él; su recuerdo del señor Voight era de cuando echaba espuma. —¿La reconoce, capitán? —preguntó el viejo Moody con voz cautelosa—. ¿Reconoce a esta pirómana? Usted ha viajado mucho. El señor Voight se paseaba por la habitación y, tomando el atizador, lo metió entre las cenizas. Recogió del suelo una concha marina. La anciana avanzó hacia él y él la volvió a dejar donde estaba, y al levantarse se quitó el sombrero. Era algo más que un ademán de cortesía. Luego, cuando estuvo cerca del rostro de la anciana, ladeó la cabeza, pero la mirada de ella fue mucho más allá del señor Voight. Como si fuese una señora que estaba en el acantilado de enfrente, lejos, a la que no se veía ni se oía claramente, pero que estaba a punto de caerse. El tictac sonó muy fuerte. Al igual que el señor Fatty se había olvidado del señor Booney Holifield, Loch se había olvidado de la dinamita. Ahora podía esperar de nuevo una explosión. El fuego había sido un fracaso, pero podía conectarse aquel pequeño y eterno mecanismo que seguía su ritmo justamente en aquella habitación. («¿No oye usted algo, señor Moody?», hubiese podido gritar Loch en ese instante. «Señor Voight, escuche.» «Muy bien…, oye, ¿quieres tu pájaro ahora mismo? —hubiese podido contestarle—. Zanjemos ahora mismo todo este asunto.») —Hombre, ¿qué es esto? —preguntó el señor Fatty Bowles. —Eh, Fatty, ¿no oyes algo feo? —preguntó el viejo Moody en el mismo instante. Por fin prestaron atención al tictac que había estado con ellos en la habitación desde el primer momento. Intercambiaron sendas miradas. Luego, con los hombros alzados, recorrieron la habitación buscando la causa. —¡Es una serpiente de cascabel! ¡Qué va! Pero lo parece —dijo el señor Fatty. Buscaron por arriba y abajo, pero no lo vieron, aunque estaba allí mismo, delante de sus ojos, levantando un poco la vista, encima del piano. Con toda honradez, no estaba bien que estuviese allí, la mayoría de las personas no lo habrían puesto en ese sitio. Se volvieron a mirar, más serios, y se dieron prisa, pero no hicieron más que pisarse los talones mutuamente y tumbar sillas. La pata de una silla se partió como el hueso de un pollo. El señor Voight no hacía más que molestarles, porque permaneció inmóvil. Seguía en pie, ante los ojos de la madre del marinero, mirándola con los labios fruncidos. Desde luego podía ser que la conociera por alguno de sus viajes. Parecía cansado de tanto viajar. Por fin el viejo Moody, el más espabilado de los dos, avistó lo que buscaban, el obelisco con su pieza móvil y su puerta abierta. Una vez localizado, resultó tan evidente que era eso lo que buscaban, que bastó con que lo señalase. El señor Fatty se acercó de puntillas, tomó el obelisco y lo soltó de nuevo inmediatamente. Así que el viejo Moody se acercó pisando fuerte y lo tomó en sus manos, sujetándolo por la diagonal, posando como si fuera un pescador con un pez pescado inesperadamente en el lago de la Luna. La anciana alzó la cabeza y rodeó al señor Voight para llegar hasta el viejo Moody. Levantó el brazo y le arrebató la cosa que hacía tictac, y él la soltó con toda amabilidad; al viejo Moody no parecían sorprenderle las cosas de las mujeres. La anciana se apoderó de aquello, apretándolo contra su amplio pecho gris. Su vista abandonó la lejanía en la que estaba perdida. Luego se puso a mirar fijamente a los tres como si estuviera enseñándoles sus adentros, su corazón viviente. Y luego hubo un pequeño aleteo de su voz: —Vea… Vea, señor MacLain. No hubo ninguna explosión, pero el señor Voight (ella le llamó MacLain) gruñó: —No muchachos, no la he visto en mi vida. Salió muy rígido de la habitación. Salió de la casa, cruzó en diagonal el jardín hacia el camino de MacLain. Al llegar al camino se puso el sombrero y dejó de parecer tan andrajoso, tan pobre. Loch abrazó una parte muy frondosa del árbol y hundió la cabeza en su verde frescor. —Déjeme ver su juguetito —dijo el señor Fatty Bowles con una sonrisa de bebé. Le quitó el obelisco a la anciana y, con un repentino cambio de expresión, lo tiró con todas sus fuerzas por la ventana abierta. El objeto voló hacia Loch, y cayó en la maleza que había debajo de él. Siguió haciendo tictac. —Creo que has sido demasiado impetuoso, amigo Fatty —dijo el viejo Moody—. No se deben arrojar las pruebas de este modo. —Lo mejor es pensar en nosotros. Escucha y oirás la explosión. Prefiero que vuelen las gallinas de tu mujer. —Pues yo no. Y mientras ellos hablaban, la pobre anciana volvió a lo suyo. Se puso de rodillas acunando un pedazo de vela y un momento después lo encendió. Se levantó, muy agitada, y se puso a correr por la habitación, sosteniendo la vela sobre su cabeza, esquivando a los hombres cuando intentaban cortarle el paso. Esta vez el fuego prendió en sus cabellos. Los rizos cortos y blancos se transformaron en llamas. El viejo Moody fue tan rápido que la atrapó. Había sacado un andrajo de algún lugar y corrió detrás de la vieja. Los dos corrieron a extraordinaria velocidad. Él tuvo que dar un salto. Lanzó el andrajo sobre la cabeza de ella desde atrás, haciendo muecas, como si todo el mundo tuviera que cometer actos vergonzosos en algún momento de su vida. Y le dio un golpecito con la palma de la mano en la cabeza. Entre el viejo Moody y el señor Bowles sacaron a la anciana al porche de la casa. Estaba serena, con el trapo chamuscado cubriéndole la cabeza; ella misma lo sostenía con las dos manos. —¿Sabe lo que voy a tener que hacer con usted? —dijo el viejo Moody, amable y con tono familiar. Pero ella se quedó allí sola, cubierta por un trapo que sostenía con sus pequeñas manos, arrugadas como el capullo de una langosta que cuelga de una puerta vacía en agosto. —No importa cómo se llama ni lo que pensaba hacer, vieja —le dijo el señor Bowles mientras cogía las cañas de pescar—. Sabemos de dónde viene, de Jackson. —Venga y pórtese como una dama. Estoy seguro de que sabrá hacerlo —dijo el viejo Moody. Les acompañó, pero no habló con ninguno de los dos. —Tal vez lo que quería era fastidiar a King MacLain —dijo el señor Fatty Bowles. —Por hoy ya basta. Cállate —dijo el viejo Moody. Entre las hojas, Loch les vio salir al camino y dirigirse hacia el pueblo. Andaban lentamente porque la anciana daba pasos cortos y vacilantes. ¿Adónde la llevarían? ¿Irían ahora mismo a Jackson? Después de que pasaran, soltó las manos y saltó del árbol. El sonido que hizo al chocar contra el suelo fue muy bonito. Dio un par de brincos y se puso a caminar sobre las manos alrededor del tronco del árbol. Imitó la voz de la cabra, de la perdiz, de las tontas gallinas de Moody y del león. Andando sobre las manos dio la vuelta al árbol y encontró el obelisco entre la maleza, de pie. Se incorporó para mirarlo. La manecilla estaba fuera del aparato. Se sintió contento como un pájaro porque la manecilla destacaba como un rabo, una lengua, una varita mágica. Tomó la caja con las manos. —Vamos. Estalla. Cuando la examinó se dio cuenta de que la varilla que hacía tic-tac era un péndulo que en lugar de colgar hacia abajo se erguía hacia arriba. Lo tocó y lo detuvo con el dedo. Sintió su presión y el peso del obelisco, que parecía de un hilo. Soltó la varilla y siguió oscilando. Dio la vuelta a una llavecita que estaba en uno de los lados. Servía para controlar el tictac. La varilla se paró y la metió con el dedo dentro de la caja y cerró la puertecilla. Tal vez no fuera dinamita; sobre todo dado que el señor Fatty creía que lo era. ¿Qué era? Se desabrochó la camisa y se metió la caja dentro. Pensó que tal vez debía subirla a su habitación. No era un pájaro que supiera hablar. La pila de arena estaba delante de él. Allanó la parte caliente de encima y se sentó. Se quedó en silencio un momento, y ya nada hacía tictac. Nada, salvo los grillos. Nadie, salvo el tren que pasaba, con dos de sus vagones haciendo tictac en el puente sobre el río Grande Negro. IV Cassie se acercó a la ventana de la fachada, desde donde podía ver al viejo Moody y al señor Fatty Bowles llevando a la anciana. La anciana estaba medio enferma o ida. Sostenía en su cabeza un indescriptible trapo de cocina; no llevaba bolso. Vestía un traje camisero gris de esos que se usan en asilos y sitios por el estilo, y caminaba despacio a punto de recibir un empujoncito en cada momento; pero eso no le preocupaba. Calzaba zapatos sin medias y sus tobillos eran muy, muy blancos. Cuando vio los tobillos, Cassie asomó todo el cuerpo por la ventana y gritó. Ninguna cabeza se volvió. Cassie salió como una flecha de su dormitorio, bajó las escaleras y cruzó la puerta principal. Para asombro de Loch, su hermana bajó descalza, corriendo, por el camino del jardín de enfrente, sin que le importara ir en enaguas, en dirección al pueblo y gritando. —¡No se pueden llevar a la señorita Eckhart! Llegó demasiado tarde para que la oyeran, por supuesto, pero él se levantó del montón de arena, haciéndolo crujir, y corrió tras ella como si la hubieran oído. La alcanzó y tiró de sus enaguas. Ella se volvió, todavía bamboleando la cabeza, y gritó débilmente: —¡Vaya! Se miraron. —Estás loca. —El loco eres tú. —Vayamos allí —dijo Loch al cabo de un rato—. Te puedo enseñar lo maduros que están los higos. Se fueron hacia el árbol. Pero solo llegaron a tiempo de ver al marinero y a Virgie Rainey salir corriendo, intentando escapar por la puerta de atrás. Virgie y el marinero les vieron. Volvieron a entrar deprisa en la casa y luego, con gran temeridad, salieron por la puerta principal; el marinero primero. Los Morrison no tenían dónde meterse. El grupo del viejo Moody apenas empezaba a avanzar de nuevo porque la anciana se había caído y tuvieron que sostenerla para ayudarla a caminar. Un poco más allá, las señoras de la reunión salían de casa de la señorita Nell haciendo ruido de cascada. El marinero tenía que enfrentarse con los dos grupos. El alguacil le llamó, pero él siguió caminando en línea recta hacia el grupo de señoras, la mayor parte de las cuales dijeron: —¡Vaya, pero si es Kewpie Moffitt! Era un apodo antiguo, que no había oído desde que era chico. Dio media vuelta y corrió en dirección contraria, y como llevaba la camisa bajo el brazo e iba desnudo de cintura para arriba, el cuello de la camisa volaba como un alerón. En la esquina de los Carmichael intentó dirigirse hacia el este, pero se fue por el oeste, y corrió por las sombras del atajo hacia el río, donde tenía grandes posibilidades de encontrarse con el señor King MacLain, si no llegaba demasiado tarde. —¡Mirad! —gritó con voz clara la señorita Billy Texas Spights—. ¡Te he visto, Virgie Rainey! —¡Madre! —gritó Cassie, con la misma claridad. Ella y Loch se encontraban otra vez enfrente de la casa. La puerta principal de la casa vacía se cerró con un frágil sonido detrás de Virgie Rainey. Un resto de la humareda se levantó hasta envolverla, la rozó y la ocultó un momento como una nube de gasa. Ella salió muy decidida, con su vestido de confección casera, de espumilla de color albaricoque y un bolso de malla con cadena. Bajó por los escalones corriendo y se fue taconeando hasta la acera; Virgie taconeaba como si nada hubiera ocurrido en el pasado o detrás de ella, como si a pesar de todo fuese libre. Las señoras se callaron, sosteniendo sus premios y sus sombrillas en las manos. Virgie se encaró con ellas cuando giró para ir al pueblo. Era su hora de ir a trabajar. Al doblar la esquina siguiente podría beberse un refresco y comer un bizcocho en la tienda de Loomis, como hacía todas las tardes para cenar; después desaparecería en el Bijou. Pasó por delante de Cassie y Loch, sin ni siquiera mirarlos, siguió andando y alcanzó, como era de esperar, al alguacil, a Fatty Bowles y a la anciana. —¡Te has equivocado de camino! —le gritó la señorita Billy Texas Spights—. ¡Es mejor que corras detrás del marinero! —¿No está pasando ese chico una temporada con los Flewellyn en el campo? —preguntó la señorita Perdita Mayo dirigiéndose a todo el mundo—. ¿Y qué pasó con su madre? ¡Me había olvidado por completo de él! Cassie, que sujetaba a Loch fuertemente delante de ella, solo podía pensar: nosotros también hemos sido espías. Y nosotros somos los únicos que están sorprendidos por lo que ha pasado. Estas cosas eran para la gente tan intrascendentes como las idas y venidas del señor MacLain. Lo único que les importaba era situarlas en su tiempo, en su calle o saber el nombre de los parientes maternos. Bastaba con eso para que Morgana los integrara en ella, los convirtiera en esto o lo otro. Y aunque la gente profetizara la ruina, luego lo olvidaban y si no ocurría no les importaba, y si venía la consideraban como algo inevitable. —Se detendrá cuando vea a la señorita Eckhart —suspiró Cassie. Virgie pasó de largo. Hubo un intercambio de miradas entre la profesora y su antigua alumna, y Cassie se dio cuenta. No estaba segura de que la señorita Eckhart hubiese cerrado alguna vez los ojos para recordar; siempre lo miraba todo con los ojos muy abiertos. De hecho, el encuentro se frustró porque Virgie Rainey pasó de largo. Taconeó al pasar junto a la señorita Eckhart, y siguió taconeando decididamente por entre las señoras de la reunión, sin decir palabra y sin pararse ni un momento. El viejo Moody y Fatty Bowles, sucios, con el rostro tan luminoso como los peces que no habían pescado, se aprovecharon del camino que Virgie había abierto entre las señoras y pasaron por allí con la señorita Eckhart, que no protestó. Luego las damas cerraron filas y la señorita Billy Texas, repentinamente fuera de sí, gritó una vez más: —¡Él se ha ido por el otro lado, Virgie! —Ya está bien, Billy Texas —exclamó la señorita Lizzie Stark—. Como si su madre no tuviera bastante con enterrar al hijo. Llegó un ruido de sartenes golpeadas desde lejos, y luego los gritos de los niños y de sus niñeras negras. Cassie se volvió hacia Loch, lo arrastró hasta ella y le sacudió por los hombros. Estaba tan mojado como un trapo de fregar. Una fila de mosquitos grandes, de color sal y pimienta, se posó en su frente. —¿Y tú qué estás haciendo aquí, fuera de tu cama? —le preguntó con voz práctica y regañona. Loch le lanzó una larga y complacida mirada—. ¿Qué llevas debajo del pijama, chalado? —Y a ti qué te importa. —Dámelo. —Es mío. —No lo es. Suéltalo. —Quítamelo si te atreves. —Vale. Sé lo que es. —¿Qué vas a saberlo? No es tuyo. —Tienes que dármelo. —Vete a casa. —Se lo contaré a papá y a mamá. ¡Me has pegado! Me has pegado en un sitio que a las chicas les duele. —Pues no pienso dártelo. —Está bien. ¿Has visto al señor MacLain? No había vuelto desde que tú naciste. —Claro que sí —dijo Loch—. Le he visto. —Oh, Loch, ¡quítate de una vez esos mosquitos! —Ella se echó a llorar—. ¡Madre! Loch huyó enseguida. —Aquí estoy —dijo su madre. —¡Oh! —Al cabo de un instante, Cassie levantó la cabeza y dijo—: Ha venido el señor MacLain y se ha ido. —Bueno, no es la primera vez que le ves —dijo su madre apartándose de la niña—. No justifica que salgas de casa llorando y en enaguas. —Tú sabías que iba a ser así, ¡estabas con ellas! Tampoco esta vez hubo respuesta, y Cassie se fue caminando pesadamente por el jardín. Loch estaba junto al montón de arena. Con los labios apretados, sostenía contra sí el abultado camisón y miraba dentro. Ella le empujó por debajo del árbol y lo metió en casa por la puerta trasera. —¿Qué parejita de huérfanos veo aquí? —dijo Louella—. ¿De dónde han salido los huerfanitos? Esta no es vuestra casa, vivís en el orfanato del condado, así que largaos para allí. Cassie empujó a Loch a través de la cocina y luego lo detuvo de un tirón en el pasillo de atrás. Su padre se acercaba a casa. —¡Qué pasa aquí! La casa está ardiendo, ¡la casa de los MacLain! ¡Veo fuego! Le vieron subir por la acera de enfrente, blandiendo el Bugle enrollado que traía a casa todas las noches. —¡Holifield! ¡Holifield! El señor Holifield debió de acercarse a la ventana, porque le oyeron decir: —¿Me llama alguien? Y suspiraron presintiendo que ocurriría algo. —Ya está apagado, Wilbur —dijo su madre desde la puerta. —Hubo un incendio en esa casa y se apagó. Su padre hablaba en voz alta, como si estuviera en una tribuna pronunciando un discurso. —Podrán ustedes leer la noticia en el Bugle de mañana. —Entra, Wilbur. Vieron a su madre haciendo dibujitos con el dedo en el mosquitero con su vestido de fiesta. —Dice Cassie que King MacLain estuvo aquí y se fue. Eso es más interesante que veinte incendios. Cassie se estremeció. —Tal vez ahora Francine Murphy haga algo. Vaya vigilancia que tenemos con el tal Booney Holifield. Cassie se alegró de que su padre siguiera hablando. Si había algo que molestaba a su padre era que la gente no fuera por dentro como parecía por fuera. —MacLain se equivocó de lugar esta vez. El fuego podía haberse extendido hasta nuestra casa: ¡Booney Holifield! Su madre se rió. —Ese viejo mono —dijo. Para ella el viejo de al lado acababa de cobrar vida, se redimió parcialmente de ser un Holifield. La luz veraniega de las seis iluminó como siempre el encuentro de su padre y su madre en la puerta. —Entra. Cassie y Loch subieron a toda prisa por la escalera de atrás y oyeron el quejido de la puerta y la risa apagada de siempre entre sus padres. Fuera lo que fuese lo que pasara, o empezara a pasar en torno a ellos, podían entrar en la casa y reírse de todo. Tenían una risa cuyo objeto parecía ser poca cosa, pero interesante, algo que hasta su ponderado padre podía encontrar ridículo y prohibido para los niños, tan vivo como un gato callejero o un conejo. Los chicos siguieron subiendo la escalera empinada y oscura de atrás, iban tan cerca el uno del otro, castigándose y mimándose, ayudándose y dándose codazos a la vez. —Métete en cama como si hubieras estado todo el tiempo en ella —le aconsejó Cassie—. Y aséate un poco; se te nota que has salido. —Pero creo que madre me vio —le dijo él por encima del hombro al entrar. Cassie no le respondió. Luego se estremeció y entró en su habitación. Allí estaba el pañuelo. Era un viejo amigo, parcialmente enemigo. Se lo acercó a la cara, lo tocó con los labios, respiró su olor humoso de tinte y se lo pasó por las mejillas y los ojos. Lo apretó contra la frente. Podía haberlo perdido si hubiera corrido con él…, porque se imaginaba a la pobre señorita Eckhart llevándolo sobre su cabeza; o a Virgie, haciéndolo ondear, descaradamente, por la calle; o a Jinny Love Stark, la sagaz, preguntándole: «¿Por qué no te lo has quedado?». —Escucha y te contaré lo que la señorita Nell sirvió en la reunión —dijo suavemente la madre de Loch, con su voz pausada. No era más que una luz tenue al pie de su cama. —Sí, mamá. —Una piel de naranja sin gajos, rellena de zumo y con la tapa de piel adornada con hojas de alcorza, y una paja en ella. Una rodaja de piña con boniato confitado y un asa de hojaldre. Una taza hecha de tostadas, llena de pollo en una salsa bastante caliente. Un melocotón en salmuera con pétalos de flores de queso blanco de diferentes colores dispuestos alrededor. Un bollo en forma de cisne, relleno de nata, con las plumas de nata, el cuello de hojaldre y ojos de alcorza verde. Pasta de hojaldre del tamaño de una canica con relleno de dátiles. —Suspiró abruptamente. —¿Tenías hambre, mamá? —le preguntó. Realmente no era a él a quien hablaba su madre, sino que era él quien tiernamente la dejaba hablar, mientras escuchaban y miraban a las alondras al oscurecer. A aquella hora ella hablaba siempre con esa voz: no con él ni con Cassie, ni con Louella ni con su padre, ni con la tarde, sino más bien con la pared. Se inclinó gravemente sobre él, le dio un fuerte beso y salió balanceándose de la habitación. Alguien cantaba en la calle. Vio a Cassie, un destello similar pero más tenue, que pasaba ante su puerta. El carro de heno subía la calle para recogerla. Oyó a los muchachos y a las muchachas saludándola y ella les contestó en el mismo tono, como si nada hubiera ocurrido, les oyó subirla al carro. Ran MacLain del juzgado de MacLain, o tal vez su hermano Eugene, siempre le decía en broma a la señorita Morrison: —¡Venga, venga con nosotros! Ella preguntó si lo decía en serio, Loch oyó el crujido que hizo el carro al ponerse en marcha. Cantaban y tocaban los ukeleles, una canción que no conocía. Loch levantó la vista, miró a través de las viejas hojas, de nuevo oscuras, y vio la casa vacía con el mismo aspecto de siempre. Una nube se posó de nuevo, muy baja en el profundo cielo, como un ala solitaria. El misterio que él había sentido como un pájaro dorado y sin rumbo esperó hasta esa hora para pasar volando por allí. Ahora, cuando ya no quedaba nada. Su cuerpo tembló. Tal vez desaparecería la fiebre y llegaría el escalofrío. Pero Louella le llevó la cena y esperó sentada en silencio a que se la tomara. Le había hecho caldo de pollo, que rielaba como los diamantes a la luz de la tarde. Y después la aborrecida cuajada, que se deshacía en la lengua. —Louella, no quiero cuajada esta noche. Louella, escucha. ¿No oyes una cosa que hace tictac? —La oigo perfectamente. Recogió la bandeja y volvió a sentarse, y él se echó de espaldas, mirando hacia arriba. Lejos, en el cielo, resplandecía la luna en cuarto creciente. —Crees que estallará esta noche? Puedes verlo. Está encima del lavabo. Por sí solo, espontáneamente, aquel objeto podía abrir su puertecita y funcionar. Creyó escucharlo. ¿O era el reloj de su padre en la habitación contigua, el que estaba encima del tocador por la noche? —Supongo que sí, Loch, si así lo deseas —dijo ella rápidamente, y continuó sentada en la penumbra. Luego añadió—: ¿Estallar? Como sea cierto, te retuerzo el pescuezo. La próxima vez que bajes como un mono y vuelvas trayendo alguna cosa… Si quieres escuchar algo que esté a punto de estallar, presta atención a esa enorme rana toro del pantano. Escuchó, echado y señalando con el dedo en las cuatro direcciones. Mientras su corazón bombeaba la secreta expectativa que mantenía entreabiertos sus labios, cayó en el espacio y flotó. Y cuando flotaba sintió la presión de su entrecejo fruncido y escuchó su voz rezongando y el castañeteo de sus dientes. Soñó cerca de la superficie, y sus sueños estaban llenos de un color y una furia que las horas del día no tuvieron nunca aquel verano. Más tarde, tendida en su cama iluminada por la luna, Cassie pensaba. Sus cabellos y la parte interna de sus brazos seguían oliendo a heno; saboreó la dulce sequedad del verano en su boca. Allá en la lejanía de su imaginación, el carro seguía meciéndose, meciendo su carga de muchachas, la ansiedad de las bromas pesadas, las canciones, la luna y las estrellas y el movimiento del techo de hojas, el lago de la Luna rebosante, la barca en su superficie, la modorra sonriente de los muchachos y su propio modo de impedir que la tocara nadie, ni siquiera la mano. Y recordó al marinero en el momento en que empezó a bajar la calle corriendo, una visión extraña, porque iba medio desnudo, como si fuera una sirena masculina del lago, y volvió a pensar en la señorita Eckhart y en Virgie encontrándose en la acera silenciosa como la muerte. De lo que estaba segura era de la distancia que ellas dos habían recorrido, como si hubieran estado todo el tiempo de viaje (un viaje que el marinero estaba a punto de empezar). Las dos habían cambiado. Se portaron deliberadamente mal. Se miraron, y ninguna de las dos quiso hablar. Ni siquiera se horrorizaron mutuamente. Nada podía tocarlas ya. Danke schön… Eso era lo único que había quedado al descubierto. La gratitud —como la redención— ya no existía. No era solo el pasado; estaba desgastado y desechado. Las dos, la señorita Eckhart y Virgie Rainey, eran dos seres humanos como tantos otros, que erraban por la faz de la tierra. Y había otros muchos seres humanos errando, como bestias perdidas. Recordó entero el poema que había encontrado en aquel libro. Pasó por su mente a la perfección, borrándose a medida que llegaba, un verso dando paso al siguiente, como en una carrera de antorchas. Todo él pasó por su cabeza, por su cuerpo. Se durmió, pero una vez se incorporó en la cama y dijo en voz alta: «Porque había fuego en mi cabeza». Luego se dejó caer otra vez, sin oponer resistencia. En sus sueños vio asomar un rostro por su habitación; era el rostro grave, implacable y radiante, una vez más y siempre, el rostro del poema. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
La lluvia de oro
Cuento
Era de los modestos, los tímidos, los de cabello pajizo; uno de esos que preferían siempre esperar a un lado. Con la cabeza baja, veía la hilera de pies que descansaban junto a los suyos. Más allá estaba la base llena de inscripciones del surtidor que se alzaba con un rumor atribulado hacia la claridad del día. Los pies formaban una uve, inmóviles todos. Luego, al final del banco, uno de ellos empezó a golpear en el suelo, despacio. Hizo una insinuación a un envoltorio de chicle de un rosa delicado que pasó volando. Él no levantó los ojos. Cuando el papel se acercó y arremetió contra su pie, escupió porque tuvo cierta sensación de que lo invitaba a hacerlo y lo apartó de un puntapié. Llevaba un palillo de dientes en la boca. Alguien habló. —¿Irás a la manifestación de las dos? Howard no miró más arriba de las arrugadas rodilleras de pana que estaban frente a las suyas. —¿Manifestación…? El insípido palillo se le pegaba a los labios; lo que dijo fue confuso. Pero rompió al fin el palillo con los dientes y lo escupió. Aterrizó en la hierba como una tiendecita de campaña. Le sorprendió el hecho, y su limpieza y destreza escupiendo. Y aquella cosita espantó a todas las palomas. Le dolieron los ojos cuando de repente alzaron el vuelo arremolinándose, como si una gran cuchara las revolviera en la claridad del sol. Los cerró sobre sus batientes alas de cambiante ópalo. Y luego, con los ojos cerrados, tuvo que pensar en Marjorie. Ahora, como algo que hubiera desechado, pensar en ella era siempre como una ola que lo golpeaba cuando estaba cansado, una ola que increíblemente surgía del estancamiento y la depresión cuando él se sentaba en el parque, cerniéndose sobre su cabeza, palpitando, cayendo y volviendo sin dejar nada tras de sí. Se levantó, miró la posición del sol y, lentamente, inició el regreso hacia ella. Jadeaba por la subida de los cuatro tramos de escaleras, y su mano asió el picaporte en la penumbra del pasillo. En cuanto abrió la puerta se encogió de hombros y tiró el sombrero sobre la cama; así Marjorie no le preguntaría cómo le había ido cuando fue a buscar trabajo a Columbus Circle; aquel día no había vuelto para informarse. Nada se dijeron, y él se sentó en el sofá con las manos sobre las rodillas. Luego, antes de mirarla a los ojos, se fijó en la silla de la habitación que nadie usaba; allí estaba el abrigo de Marjorie con una flor en la solapa. Soltó una silenciosa carcajada desesperada que se convirtió en tos. —He dado una vuelta a la manzana —dijo Marjorie— y mira lo que he encontrado. También ella solo miraba la flor, llena de orgullo. Era amarilla clara. La ha encontrado y ya está, pensó Howard, pero se sobresaltó interiormente, como si ella hubiera desplegado algún poder del espíritu. Él tenía que limitarse a sentarse y mirarla fijamente, las manos en los bolsillos, buscando un fósforo. Marjorie se sentó en el pequeño baúl que había junto a la ventana, el brazo rollizo apoyado en el alféizar; el cabello, suave y corto, se hinchaba y agitaba de vez en cuando como puntas de cintas sobre la mano torcida donde descansaba la cabeza. Resultaba difícil recordar, en aquella ciudad de mujeres oscuras, nerviosas, chillonas, que en Victory, Misisipi, todas las chicas eran como Marjorie, y que Marjorie era, a su vez, como la casa de él… ¿O la de ella? Algunas veces, Howard se sentía perdido en aquella pequeña habitación. Ahora Marjorie le parecía a menudo remota; tal vez fuera el exceso de vida de su cuerpo redondeado, que le impedía advertir ya la vida aislada y solitaria que la rodeaba, la agobiante vida que la rodeaba. Él solo podía mirarla… Su aliento silbó un poco entre los labios entreabiertos, al agitarse en un desasosiego momentáneo. Howard bajó los ojos y una vez más vio la flor. Brillaba amarilla, abierta, con vetas y bordes rojo oscuro. Sobre el azul celeste del viejo abrigo de Marjorie, en la visión ansiosa de Howard empezó a perder su identidad del tamaño de una flor y a asumir las curvas graduales de una montaña en el horizonte de un desierto, convirtiéndose las venas en gargantas, los delicados bordes en los gigantescos labios gastados de un cráter dormido. Le dio un vuelco el corazón… Sacó la flor del abrigo de Marjorie y arrancó los pétalos, los desparramó por el suelo y los pisoteó. Marjorie lo miraba en silencio y, poco a poco, él comprendió que no había hecho nada, que solo había tenido una terrible visión. La flor brillaba aún en el abrigo, al igual que las palomas volaban aún en el parque cuando él tenía hambre. Se retrepó en el sofá, temblando, con el deseo y la piedad que lo habían abrumado, y dijo ásperamente: —¿Cuánto falta para que salgas de cuentas? —Oh, Howard. Oh, Howard… así era Marjorie. La suavidad, el reproche… ¿cómo podría parar aquello de una vez? —¿Qué has dicho? —le preguntó. —Oh, Howard, ¿es que no puedes hacer tú mismo las cuentas? No haces más que preguntarlo… —Tomó una bocanada de aire y dijo—: Será dentro de tres meses… a finales de agosto. —Estamos en mayo —le dijo él. ¡Era casi una advertencia!—. Estamos en mayo. —Mayo, junio, julio, agosto —enumeró los meses. —¿Estás segura… ¿Estás segura de que será cuando dices? —la miró. —Pues claro, Howard, esas cosas pasan siempre cuando tienen que pasar. Nada me impedirá tener el niño, eso es seguro… —las lágrimas afluyeron lentamente a sus ojos. —¡No llores, Marjorie! —gritó él—. ¡No llores, no llores! —Aunque tú no lo quieras —concluyó ella. Él dio un puñetazo en el viejo tapizado granate del sofá. Sentía que la emoción trepaba rápidamente por su cuerpo, con su perfecta y extraña agilidad. Impotente, cerró los ojos. —Espero que encuentres trabajo antes, Howard —dijo ella. Él se levantó, asombrado: que sea como ella dice. Miró la habitación de forma inquisitiva, agobiado por la ternura, y sacó con delicadeza la flor del abrigo. Con ella en la mano, se acercó a la mujer y se dejó caer sobriamente en el suelo, a su lado. Tenía los ojos muy abiertos. Le dio la flor. Ella murmuró: —Hace tanto que no estamos juntos. Y apoyó su mano tranquila y cálida en su cabeza, cubriendo la raya de su cabello, sujetándolo a su lado, mientras él aspiraba profundas bocanadas del olor a trébol de su piel tensa y sus muslos hinchados. ¡No es posible!, pensaba él. El tictac del despertador barato sonaba cada vez más fuerte, mientras hundía la cara contra ella, sintiendo una desesperación nueva a cada momento en la suavidad marcada por el tiempo y el pulso de su cuerpo acogedor. Pero ella hablaba. —Si te dieran aunque solo fuera un trabajo de peón durante los tres meses, podríamos apartar algo de eso para pagar quizá una enfermera, durante un tiempo, cuando llegue el niño… Se incorporó de un salto, los músculos tan alterados por las palabras de Marjorie como si hubieran lanzado un pico contra el pavimento de Columbus Circle en aquel instante. Sus agudas palabras apagaron la voz susurrante de ella: —¿Trabajo? —dijo él con dureza, apartándose de ella, hablando en voz muy alta desde el centro de la habitación, casi como si copiase la pose y el tono de los agitadores del parque—. ¿Cuándo trabajé por última vez? Hace un año… seis meses… allá en Misisipi… ¡Se me ha olvidado! ¡No es tan fácil como crees tú contar el tiempo! No sabría qué hacer ahora si me dieran trabajo. ¡Se me ha olvidado! Ya todo es pasado… Ya he dejado de creer en ello…, ya no volverán a darme trabajo… nunca… Se detuvo y, por un instante, brilló en su cara una expresión como si viera un espejismo. Quizá imaginara ante sí una división regular y constante del día y la noche, con el desayuno apareciendo por la mañana. Luego, con una risa leve, retrocedió más aún, hasta dar con la pared, alejándose todo lo posible de Marjorie, como si ella fuese desleal, ajena, como si estuviera aliada con otras fuerzas. —Vamos, Howard, ya ni siquiera tienes la esperanza de encontrar trabajo —cuchicheó ella. —Que vayas a tener un niño, que eso sea algo que ha de suceder, que no puedas andar siempre por ahí con un niño dentro, y que el niño vaya a nacer de verdad… ¡Eso no significa que vaya a suceder algo más ni que las cosas vayan a cambiar! Gritó estas palabras desesperadamente, apoyado en la pared. —¡Eso no significa que yo vaya a encontrar trabajo! ¡No significa que no vayamos a morirnos de hambre! Con un gesto de angustia había sacado el monedero de cuero del bolsillo y lo balanceaba violentamente hacia delante y hacia atrás. —¡Quizá no lo sepas, pero tú eres lo único en el mundo que no se ha detenido! El monedero, como un pendulito, aminoró el balanceo en su mano. Howard la miró atentamente y luego su boca se paralizó, abierta, y él se quedó allí, sosteniendo el monedero en las palmas de las manos lo más quietas posible. Pero Marjorie seguía sentada, sin el menor desaliento, con la cabeza vuelta hacia un lado. Su plenitud parecía no haber tocado jamás el cuerpo de él. Howard, en su lejanía, apoyado en la pared, contemplaba el mundo de seguridad y fertilidad y comodidad de ella, diferenciada para siempre, segura y esperanzada con el embarazo, como si le pareciese extraño también que este mundo no debiese sufrir. —¿Has podido comer algo? —le preguntaba ella. Se quedó asombrado, y enseguida la odió. ¡Desde su seguridad, le preguntaba por el hambre y la debilidad! Arrojó con fuerza el monedero, que golpeó el suelo como el cuerpo de un pájaro herido. Estaba vacío. Howard caminó con paso inseguro por la habitación y se acercó a la cocina. Cogió una cazuela torcida, limpia y pequeña y volvió a dejarla. La habían llevado con ellos a todas partes, de cuarto en cuarto. Su mano recorrió los objetos de la repisa como si estuviese ciego. Agarró el cuchillo grande. Empuñándolo con suavidad, se volvió hacia Marjorie. —¿Qué vas a hacer, Howard? —murmuró ella, con voz paciente y cantarina, la misma voz de tantas otras veces. Estaban ya los dos muy lejos, muy separados, remotos. Como el chispazo de un relámpago, él asió con fuerza el cuchillo y se lo hundió en el pecho. La sangre chorreó por el mango y cayó en la mano abierta que ella tenía en el regazo. ¡Qué extraño!, pensó él, perplejo. Ella seguía apoyada en el otro brazo, pero debía de haberse apoyado con demasiada fuerza en él, pues, al poco, la cabeza se le dobló lentamente hasta tocar con la frente el alféizar de la ventana. El cabello fue cayéndole desde atrás y, en un instante, le caía todo hacia delante. El brazo que tenía apoyado en el antepecho de la ventana, en posición alzada, estaba exactamente igual que antes. Tenía los dedos relajados, como si acabara de dejar caer algo. En las uñas tenía unas marcas como nubecillas blancas. Un perfecto equilibrio, pensó Howard mirando el brazo de Marjorie. Cuando bajó al fin la vista, la sangre lo cubría todo, el regazo de Marjorie era como un cuenco. Sí, sí, claro, pensó; pues todo parecía imposible. Fue a lavarse las manos. El tictac del reloj le infundía pavor, así que lo tiró por la ventana. Al cabo de un largo momento lo oyó chocar contra el patio. Con la cabeza palpitante de súbito dolor, se agachó y recogió el monedero. Al salir, cerró la puerta con cuidado. Allí en la ciudad el sol iluminaba las calles con rayos oblicuos. Se asentaba sobre un delgado gato gris que oteaba frente a un poste de barbero; al pasar Howard, el gato se lamió escrupulosamente, observándolo. Él se enderezó bien el sombrero y cruzó entre un grupo de niños que se agolpaban en torno a una comba, cantando y saltando alrededor de él, con labios colgantes. Cruzó una calle y un mensajero lo golpeó con la rueda de su bicicleta, pero no le hizo daño. Siguió caminando por la Sexta avenida bajo la sombra de los raíles elevados de tren L, recolocándose el sombrero. Las pequeñas ráfagas de viento intentaban arrebatárselo y llevárselo. ¡Qué lejos habría tenido que ir para cazarlo! … Llegó junto a un grupo de personas que contemplaban una máquina en un escaparate. Hacía buñuelos muy despacio. Se acercó a la siguiente puerta, donde había otro escaparate lleno de estampas en colores de la Virgen María y casi todas las clases de pájaros y animales, y, debajo de estas, una estantería llena de cajitas grises de cartón que contenían lavabos y orinales en miniatura, artículos para bromas, y en la caja del centro una bombilla conectada a un tubo largo, con un letrero a lápiz: «¡Palpitador, el corazón de imitación! Demuéstrele que la ama». Un organillero se quitó el sombrero e interpretó «Valencia». Siguió su camino y en un portal vio al subastador inclinarse con gesto sugerente y blandir un par de palmatorias doradas a unos hombres que lanzaban bocanadas de humo directamente hacia las alas de sus sombreros. Pasó por otro lugar, con las mismas estampas de la Virgen prendidas con alfileres al paramento de la puerta, por si no las hubieran visto la primera vez. En una mesa polvorienta, junto a su mano, vio un pisapapeles que era una bola de cristal. Estiró la mano con tímida alegría y lo acarició, era muy pequeño y redondo. Contenía una pequeña escena compuesta con trozos de material de colores, una tierra clara bajo el cristal; le habría gustado estar allí. Le hizo sonreír: todo parecía empequeñecido, iluminado, floreciendo, no demasiado grande. Dio la vuelta a la bola con una especie de instinto, y con conmovida sumisión y piedad vio el paisaje inundado de nieve. Quedó un instante fascinado, y luego, al advertir de repente el gran tamaño de su persona, dejó el pisapapeles en su sitio y se quedó temblando en la puerta. Un transeúnte le puso en la palma abierta una moneda de veinticinco centavos. De repente se encontró en el túnel de un metro. A lo largo de la pared de azulejos se leía «Dios me ve, Dios me ve, Dios me ve, Dios me ve»… cuatro veces por donde él pasó. Leyó los carteles, «Entrada» y «Solo salida»; alguien había escrito «¡Locos!» bajo ambas palabras. Se contempló en el espejo de una máquina de chicles y se enderezó el sombrero antes de entrar en el vagón. Una vez dentro miró por encima de las cabezas de los pasajeros las imágenes de los anuncios y vio varias parejas abrazadas y sonriendo. Pasó un vagabundo con bastón y cantó «Deja que te llame Corazón» como un ciego; también a él le dieron una moneda de veinticinco centavos. Cuando bajó del metro un guardia le dijo que anduviera con cuidado. Se sujetó el sombrero, allá abajo también soplaba el viento, silbaba por las vías tras los trenes. Subió las escaleras entre dos viejas y cálidas judías. Arriba, entró en un bar y bebió un whisky y, aunque no podía pagarlo, le sobraban cinco centavos del viaje en metro. Oyó a su espalda el rumor de una máquina tragaperras. Se acercó y se quedó un rato entre dos tipos de aspecto amistoso, y luego metió la moneda de cinco centavos. Las muchas monedas que brotaron repiqueteando por el agujero le hicieron marearse. Le cayeron por encima de las piernas y retrocedió contra la polvorienta cortina roja. Se le cayó al suelo el sombrero. Todos se abalanzaban a cogerlo, y algunos le dieron puñados de monedas y lo invitaron a beber. Uno de ellos dijo: —Amigo, no deberías desatar el infierno de este modo. Era un sureño. Howard aceptó que todos bebieran y que su fortuna les perteneciese a todos. Pero después de caminar por la calle un rato, aún no se le ocurría adónde ir. Decidió probar en la oficina de empleo, con la señorita Ferguson. La señorita Ferguson lo conocía, tenía la vieja costumbre de subir hasta allí a verla. Entró en la oficina. Vio a la señorita Ferguson a través de la puerta, escribiendo a máquina, como siempre. —¡Eh, señorita Ferguson! —dijo suavemente, echándose hacia delante con toda confianza. Luego se incorporó, dispuesto a quitarse el sombrero, pero ella siguió escribiendo a máquina. —¡Eh, señorita Ferguson! Entró en el despacho una mujer que no lo conocía de nada. —¿Recibió usted la tarjeta avisándole que viniera? —le preguntó. —Señorita Ferguson —repitió él, atisbando por un lado del brazo rojo de la mujer, para no dejar de mirarla. —La señorita Ferguson está ocupada —dijo la mujer del brazo rojo. ¡Si al menos pudiera contarle a la señorita Ferguson todo, todo lo que le había pasado en la vida!, pensaba Howard. Entonces la cosa se aclararía y la señorita Ferguson escribiría una nota en una tarjetita, y se la daría, le diría exactamente adónde podía ir y lo que podía hacer. Cuando la mujer del brazo rojo salió de la oficina, Howard intentó ganarse a la señorita Ferguson. A veces era muy comprensiva. —Alguien me dijo que usted sabía escribir muy bien a máquina! —dijo con voz dulce, en tono de felicitación. La señorita Ferguson alzó la vista. —Sí, así es. Sé escribir a máquina —corroboró, y siguió haciéndolo. —Tengo que contarle una cosa —dijo Howard. Y sonrió. —En otra ocasión —contestó la señorita Ferguson por encima del rumor de las teclas—. Ahora estoy ocupada. Será mejor que se vaya a casa y la duerma, ¿eh? Howard dejó caer el brazo. Esperó e intentó impacientemente dar con una respuesta. Miró el dispensador de agua, donde flotaban diminutas burbujas de aire, pero no se le ocurrió nada. Levantó el sombrero con una extraña gallardía, que podría haber parecido orgullo. —Adiós, señorita Ferguson! Y volvió a la calle. Siguió avanzando, alejándose. Era tarde cuando entró en una gran galería, y mientras pasaba detrás de alguien por un molinete libre, una mujer se acercó a él y dijo: —Es usted la persona diez millones que entra en Radio City, y hablará usted por una cadena nacional roja y azul de la NBC esta tarde a las seis en punto, hora de la costa este. ¿Cómo se llama usted, cuál es su dirección y su número de teléfono? ¿Está usted casado? Acepte estas rosas y la llave de la ciudad. Le dio una llave voluminosa y pesada y un ramo de rosas rojas. Intentó devolvérselas, pero ella no esperó ni un segundo. Un corro de hombres de rostros aguileños le apuntaban con sus cámaras y todos lo fotografiaron, hubo muchos destellos de flashes. —¿En qué trabaja usted? —¿Está usted casado? Casi en su misma cara, una mujer enorme, con plumosas pieles y con un alambrito marrón en un diente, escuchaba, y otros esperaban detrás de ella. Él buscó una salida, y cuando no miraban consiguió zafarse y salir corriendo. Bajó corriendo por la Sexta avenida lo más deprisa posible, aterrado, las rosas balanceándose como cabezas en su brazo, la llave sobresaliendo en el costado. Con la mano libre se sujetaba firmemente el sombrero. Portales y cruces se quedaban atrás como en un borrón. Advirtió que pasaba junto a un restaurante, todo iluminado, pero ya era demasiado tarde para tener hambre. Solo quería llegar a casa. Le costaba trabajo ver, pero el tráfico parecía detenerse suavemente cuando él pasaba corriendo como un rayo; los caballos se detenían bajo los raíles del tren L, y los vehículos se contraían con amabilidad, formando una especie de fuelle delante de él. La gente parecía desvanecerse a su paso. Pensó que quizá estuviera muerto y ahora, al final, todo y todos le temiesen. Cuando llegó a su calle estaba sin aliento. Había niños jugando. Le tenían miedo y lo dejaron pasar. Entró en el patio corriendo y, una vez allí, se paró en seco. Vio el despertador. Estaba en el suelo, con la esfera hacia abajo, y esparcidos a su alrededor en todas direcciones había muelles, ruedecillas y trozos de cristal. Se agachó y contempló las piececitas. Por fin subió las escaleras. Al principio intentó abrir la puerta con la llave de la ciudad. Pero la puerta no estaba cerrada con llave. Entró y miró hacia la ventana, y allí seguía Marjorie, sobre el pequeño baúl. Le llegó entonces la intensa fragancia de las rosas. Golpeó sus suaves pétalos. El brazo de Marjorie se había caído. Se había roto el equilibrio perfecto y su mano colgaba por fuera de la ventana, como para atrapar el viento. Luego Howard advirtió que todo se había detenido. Era exactamente como él había temido, exactamente como había soñado. Había tenido un sueño que se había hecho realidad. Retrocedió despacio, salió del cuarto y bajó corriendo las escaleras. La primera persona que vio en la esquina de la calle era un policía que miraba volar las palomas. Se acercó a él y se quedó a su lado. —¿Sabe usted lo que hay allí arriba, en aquella habitación? —preguntó al fin. Le turbaba preguntarle algo a un policía con aquellas flores tan hermosas en la mano. —¿Qué hay? —preguntó a su vez el policía. Howard inclinó la cabeza y hundió la cara en las rosas. —Una mujer muerta. Marjorie está muerta. Aunque la señal del cruce de calles estaba justo sobre sus cabezas, y en el aire donde las palomas volaban las campanadas de un reloj daban las seis, por un instante ni siquiera el policía pareció estar seguro de la hora y el lugar en que estaban, pues tuvo que mirar su reloj y las cosas que llevaba en el bolsillo. —¡Oh! ¡Caramba! —decía el policía mientras Howard, perplejo, miraba a un lado y a otro. Lo observaba con firmeza, memorizando para siempre la indescriptible y polvorienta figura de grandes ojos grises y cabello pajizo. —Y supongo que las gotas rojas de sus pantalones son pétalos de rosa, ¿verdad? Al fin asió al hombre de mirada fija por el brazo. —No tengas miedo, muchachote. Yo subiré contigo —dijo. Dieron la vuelta y se encaminaron hacia la casa, codo con codo. Cuando las rosas se desprendieron de los dedos de Howard y fueron cayendo de cabeza a lo largo de la acera, las niñas corrieron a cogerlas furtivamente y se las pusieron en el pelo. FIN
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
La novia de «Innisfallen»
Cuento
La sala de espera de la pequeña y remota estación estaba en silencio, a no ser por el sonido nocturno de los insectos. Se podían escuchar, entre la hierba, afuera, sus movimientos que bordaban la noche dando la impresión de una tenue voz contando un cuento. O se podía escuchar el golpeteo sólido de las luciérnagas y el movimiento rasposo de sus grandes alas contra el techo de madera. Algunas de las luciérnagas se aferraban con todo su peso a la lámpara amarilla, como abejas atontadas a un olor sin sentido. Había dos hileras de personas sentadas bajo esta luz punzante que aguijoneaba sus caras inmóviles, sus cuerpos torcidos. Solos o en pareja, estaban callados e incómodos, no del todo dormidos. Nadie parecía impaciente aunque el tren estaba retrasado. Una niña yacía de espaldas sobre el regazo de su madre como si el sueño la hubiera derribado de un golpe. Ellie y Albert Morgan estaban sentados en una banca esperando el tren como los demás y no tenían nada que decirse. Sus nombres estaban escritos con esmero y letras grandes en una maleta color ladrillo que no cerraba bien debido a que le faltaba una hebilla, de manera que ahora se hallaba entreabierta como un estúpido par de labios. “Albert Morgan, Ellie Morgan, Yellow Leaf, Misisipi”. Seguramente habían llegado a la estación en carreta porque ellos y la maleta llevaban la marca de un polvo ligero y amarillo como huellas digitales. Ellie Morgan era una mujer maciza con una cara roja y apretada como una rosa de antaño. Andaría cerca de los cuarenta. Un bolso negro colgaba de su rígida muñeca derecha; sin duda que sus ahorros habían hecho posible este viaje. Y ¿a dónde?, se preguntarán, ya que estaba sentada tensa y sólida como un cubo, como si se preparara para enfrentar una aprehensión innombrable que crecía y se desbordaba dentro de ella ante la idea del viaje. El esfuerzo cuarteaba su rostro en líneas a la vez cansadas y endurecidas, como si alguien hubiera muerto —esa expresión de agonía demasiado explícita del deseo de comunicar. Albert daba una impresión más suave y más lenta. Estaba sentado inmóvil al lado de Ellie, sosteniendo con ambas manos el sombrero en el regazo —un sombrero que cualquiera sabía nunca se había puesto. Albert parecía hecho en casa, como si su mujer hubiera decidido tejerse o fabricarse un marido durante sus noches de soledad. Tenía una masa de cabello rubio muy delgado y descolorido por el sol. Era demasiado tímido para este mundo, se notaba. Sus manos, que tenían la apariencia de cartón, sostenían su sombrero sin moverse; sin embargo, con qué suavidad caía su mirada sobre la copa del sombrero, moviéndose soñadora y a la vez con temor sobre esa superficie café. Era más pequeño que su mujer. Su traje también era café y lo llevaba puesto con pulcritud y cuidado, como si estuviera murmurando: “No me miren —no hace falta que me miren— casi no se me ve”. Pero esa expresión también la habrán encontrado en algunos niños silenciosos, que cuentan lo que soñaron la noche anterior en inesperados y casi hilarantes destellos de confianza. De vez en cuando, como si advirtiera alguna cosa diminuta, una mirada de pronto alerta y atormentada se extendía paso a paso por el rostro de este pequeño hombre, y miraba lentamente a su alrededor, como a hurtadillas. Luego volvía a agachar la cabeza; la expresión se borraba de su rostro, alguna frescura interior se le había negado. En la pared detrás de su cabeza había un cartel sucio de años, donde se veía una locomotora a punto de estrellarse contra un coche descapotado lleno de mujeres con velos. Nadie en la estación se asustaba de ese cartel tan familiar, como tampoco les despertaba curiosidad ese hombrecito que cabeceaba enmarcado por el cartel. Y sin embargo, por un momento podía parecerle a uno que estaba sentado allí lleno de esperanza. Entre las demás personas en la estación había un hombre joven, de apariencia fuerte, solo, sin sombrero, pelirrojo, parado cerca de la pared mientras los demás estaban sentados en las bancas. Tenía en la mano una pequeña llave que volteaba una y otra vez entre los dedos, pasándola nerviosamente de una mano a otra, lanzándola con suavidad al aire y atrapándola. Estaba de pie, mirando de manera distraída a los demás. Su mirada tan intensa y tan amplia hacía que el que lo mirara se sintiera mecido como un barco pequeño en la estela de otro más grande. Había en él un exceso de energía que lo separaba de todos los demás, pero en el movimiento de sus manos se adivinaba, en lugar de un deseo por comunicarse, una reticencia, tal vez un secreto, mientras la llave iba y venía. Se veía que no era del pueblo, tal vez era un criminal o un jugador, pero la dulzura había vuelto más grandes sus ojos. Su mirada viajaba sin detenerse mucho en ningún sitio; era un enfocar rápido de un interés tierno y a la vez muy explícito. El color de su cabello parecía saltar y moverse, como la llama de un cerillo encendido en el viento. Las lámparas del techo no eran constantes sino que parecían pulsar como una fuerza viva y pasajera, de manera que el joven, en su preocupación, daba la impresión de temblar dentro de los contornos de su tamaño y de su fuerza, y no lograba imprimir su silueta exacta sobre las paredes amarillas. Era como una salamandra en el fuego. Daban ganas de decirle: “Ten cuidado”, pero también: “ven acá”. Nervioso y aislado en su distracción, seguía de pie lanzando la llave de una mano a otra. De pronto se volvió un gesto de abandono: una mano se quedó detenida en el aire, y luego se movió demasiado tarde: la llave cayó al piso. Todos excepto Albert y Ellie Morgan levantaron la vista un momento. Al caer la llave al piso hizo un ruido duro y metálico, como un desafío, un sonido serio. La gente llegó casi a sobresaltarse. Parecía un insulto, una cuestión muy personal, en el cuarto silencioso y tranquilo donde los insectos golpeteaban contra el techo y donde cada persona tenía derecho a sentarse entre sus pertenencias y esperar una salida que nada ponía en duda. Pequeños muros de reproche se fueron levantando alrededor de todos ellos. Un ligero aire de diversión rozó el rostro del joven al observar las caras sorprendidas y sin embargo bajo control y obstinadamente vacías, que volvieron la vista hacia él un momento para luego desviarla. Se acercó al otro lado para recoger su llave. Pero la llave había rebotado y se había deslizado por el piso, y ahora yacía en el polvo a los pies de Albert Morgan. Y Albert Morgan estaba de hecho recogiendo la llave. Frente a él, el joven vio cómo la estudiaba sin prisa, el asombro evidente en su rostro y en sus manos, como si hubiera caído del cielo. ¿Qué, no había oído el ruido? Algo en Albert no era normal… Como si así hubiera decidido, el joven no le puso fin a este asombro al no reclamar la llave. No se acercó, y en su mirada baja había una chispa extraña de interés o de algo más insondable, como resignación. El hombrecito con seguridad había tenido la vista clavada en el piso, pensando. Y de pronto sobre la superficie oscura se había deslizado la pequeña llave. Se veía que la memoria invadía, torcía, cautivaba su rostro. Qué cosa inocente y extraña le habría hecho revivir —un pez que alguna vez habría sorprendido muy cerca de la superficie del agua en un lago asoleado en el campo, cuando era niño—. Era tan inesperado, tan sorprendente y sin embargo tan lleno de sentido. Albert estaba sentado, la llave en su palma abierta. Qué intenso, descomunal y por completo fútil se vuelve todo intento de expresión por parte de los que padecen algún mal. Con un deleite casi incandescente, sintió la temperatura y el peso misteriosos de la llave. Luego se volvió hacia su mujer. Los labios le temblaban. Y el joven seguía esperando, como si la extraña alegría del hombrecito le importara más que la falta que le hacía la llave. Electrizado, vio a Ellie deslizar sobre su brazo la manija de su bolso y con los dedos comenzar a hablarle a su esposo. Los demás también habían visto a Ellie; una lástima poco profunda bañó la sala de espera como una ola sucia que se vuelve espuma y se extiende paso a paso por una playa pública. Con rápidos murmullos, de banca en banca la gente se fue diciendo “¡son sordomudos!” Qué ignorantes resultaban ser de lo que el joven veía. Aunque no tenía forma de conocer las palabras de Ellie, le preocupaba el error del hombrecito, lo equivocado de su sorpresa y de su felicidad. Albert le contestaba a su mujer. Con sus manos le dijo: “La encontré. Ahora es mía. Es importante. Importante. Algo quiere decir. Ahora nos llevaremos mejor, nos entenderemos mejor… Tal vez cuando lleguemos a las cataratas del Niágara nos enamoraremos como les ha pasado a otros. Tal vez nuestro matrimonio fue por amor a pesar de todo, y no por aquella otra razón —el hecho de que ambos estemos marcados de la misma manera: sin poder hablar, solos a causa de eso—. Ahora ya no tienes por qué avergonzarte de mí, por ser siempre tan cauteloso y lento, ni por el hecho de que siempre me tomo mi tiempo… Puedes tener esperanzas. Porque yo encontré la llave. No se te olvide: yo la encontré.” De pronto se rió en silencio. Todos se quedaron viendo el discurso pasional que brotaba de sus dedos. Les daba pena, estaban solo en parte conscientes de alguna crisis y algo molestos, pero no eran capaces de interferir; era como si ellos fueran los sordomudos y él, el que tenía la palabra. Cuando se rió algunos se rieron con él inconscientemente, y aliviados dejaron de mirarlo. Pero el joven seguía inmóvil y silencioso, esperando desde una pequeña distancia. —Esta llave llegó aquí de forma misteriosa —tiene que significar algo —prosiguió el marido. Le enseñaba la llave a Ellie—. Siempre estás rezando, crees en los milagros; bueno, pues ahora tienes una respuesta. Vino hacia mí. Su mujer miró a su alrededor, incómoda, y sus dedos dijeron: —Siempre andas diciendo tonterías. Cállate. Pero en el fondo estaba contenta, y cuando lo vio volver la mirada hacia abajo, como antes, estiró la mano como para retirar lo dicho, y la apoyó sobre la de él, tocando la llave; la ternura suavizó su mano gastada. A partir de ese momento no volvieron a mirar a su alrededor, no vieron nada, solo se vieron el uno al otro. Se les veía tan concentrados, tan solemnes, frente a su deseo tan grande de que sus símbolos quedaran completamente claros. —Debes verlo como un símbolo —habló otra vez, sus dedos torpes y borrosos por la emoción—. Es un símbolo de algo, algo que nos merecemos, y ese algo es la felicidad. En las cataratas del Niágara vamos a encontrar la felicidad. Y entonces, como si de pronto todo lo intimidara, hasta ella, se volteó y deslizó la llave dentro de su bolsillo. Se quedaron viendo su maleta, sus manos inertes en el regazo. El joven les dio lentamente la espalda y regresó a la pared, y allí sacó un cigarrillo y lo prendió. Afuera la noche oprimía la estación como si esta fuera una piedra pura en la que la pequeña sala pudiese quedar inmovilizada, sacrificando el futuro para preservar este momento de esperanza —un insecto en ámbar—. El tren entró a la estación, se detuvo y partió casi en silencio. En la sala de espera la gente se había ido, o había cambiado de posición mientras dormía o andaba dando vueltas. Nadie seguía en la misma posición de antes. Pero los sordomudos y el joven ocioso permanecían en sus lugares. El hombre seguía fumando. Iba vestido como un joven doctor del pueblo o algo así, y sin embargo no parecía ser del lugar. Se veía fuerte y activo, pero había una cualidad sorprendente contenida en la misma seguridad de su cuerpo, la voluntad de estar siempre confundido, incluso alterado, una inquietud que volvía su fuerza escurridiza y disipada en lugar de permanecer contenida y codiciosamente bella. Su juventud ya no resultaba ser un factor importante respecto a él; sin duda era un medio para su actividad, pero mientras estaba de pie, frunciendo las cejas y fumando, uno sentía cierta angustia porque daba la impresión de que no lograría expresar los deseos de su vida joven y fuerte, aislada en la compasión, dispuesta a hacer regalos o sacrificios intuitivos o a realizar cualquier acción —no porque el mundo necesitara de su fuerza, sino porque él era demasiado impresionable. Uno se sentía sobresaltado al mirarlo, y cuando dejaba de ver el cuarto amarillo y cerraba los ojos, su intensidad, junto con la del cuarto, parecía haber dejado impresa su misma sombra en la imaginación, una negrura junto con la luz, el negativo con el positivo. Daba la impresión de que existía un contacto perfecto y cuidadoso entre las superficies de los corazones que hacía que uno fuera consciente, de alguna manera, de la alegría y la desesperación de este joven. Se podía sentir la plenitud y el vacío en la vida de este extraño. Entró el empleado de la estación columpiando una linterna que detuvo bruscamente en su arco. Incómodo y luego enojado, se acercó a los sordomudos y movió el brazo varias veces con un gesto violento y encogió los hombros. Albert y Ellie Morgan estaban profundamente escandalizados. Por un instante la mujer parecía resignarse a la desesperanza. Pero el hombrecito —resultaba sorprendente la expresión bravucona de su rostro. En la estación, el pelirrojo dijo en voz alta pero para sí: “Perdieron el tren”. Como haciendo rápidas disculpas el empleado puso su linterna en el suelo junto a los pies de Albert y se alejó con rapidez. Como completando un círculo, el pelirrojo también caminó hacia los sordomudos y se detuvo silencioso cerca de ellos. Con los ojos cargados de reproche, la mujer alzó una mano y se quitó el sombrero. De nuevo intercambiaron rápidas palabras, como si fueran una sola persona. La vieja rutina de sus sentimientos pesaba sobre ellos otra vez. Quizá uno hubiera pensado, al ver su parecido —su cabello también era rubio—: se criaron juntos; tal vez son primos; ambos padecen lo mismo; tal vez a ambos los mandaron al hospital del estado. Se sentía una atmósfera de conjura. Estaban tramando algo contra aquella conspiración de las cosas que los oprimía desde fuera de su conocimiento y de su forma de darse a entender. Era obvio que esto le causaba a la mujer el mayor de los gustos. Pero uno se preguntaba viendo a Albert, a quien alteraba hablar, si esto no había sido siempre un juego rudo y violento que Ellie, por ser mayor y más fuerte, le había enseñado a jugar con ella. —¿Qué querrá? —le preguntó a Albert, señalando al pelirrojo, que esbozó una discreta sonrisa. ¡Cómo le brillaban los ojos! Nadie sospechaba lo profundo que yacía en su corazón la sospecha de todo el mundo exterior, ni qué tan lejos la había llevado esto. —¿Que qué quiere?, pues la llave —le contestó veloz Albert. ¡Claro! Y qué maravilloso había sido estar sentado ahí con la llave bien escondida, ya que nadie, ni su mujer, sabía dónde la había guardado. De manera furtiva su mano palpó la llave, que con seguridad se hallaba en algún bolsillo cerca de su corazón. Negó suavemente con la cabeza. La llave había aparecido ante sus ojos, en el piso de la estación, de pronto; sin embargo, no de forma del todo inesperada. Las cosas siempre le suceden así a uno. Pero Ellie no entendía. Ahora estaba sentada muy quieta. No era nada más desesperanza por el viaje. Ella también, en sus adentros, sentía algo por esa llave, por sí misma, más allá de lo que había dicho o de lo que él le había contado. Casi la había compartido con ella —era fácil darse cuenta—. Fruncía el ceño y sonreía casi al mismo tiempo. Había algo, algo que podía casi recordar, pero no del todo, que le permitiría quedarse con la llave para siempre. Lo sabía, y se acordaría después, cuando estuviera solo. —No temas, Ellie —dijo; una sonrisita rígida le levantaba el labio—. La tengo bien guardada en un bolsillo. Nadie puede encontrarla, y no hay hoyos por donde se pueda caer. Asintió con la cabeza pero siempre con dudas, siempre ansiosa. Se le veía la preocupación en las manos. Qué terrible, y qué extraño que Albert quisiera la llave más de lo que la quería a ella. No le importaba no haberse subido al tren. Se le notaba en cada línea, en cada movimiento del cuerpo. La llave estaba más cerca; más cerca. Toda esta historia comenzó a iluminarlos, como si la llama de la linterna hubiera crecido. El cuerpo ansioso y agitado de Ellie podía envolverlo dulcemente, como una cuna, pero el significado secreto, ese signo poderoso, esa seguridad que tanto buscaba, que tanto se merecía, eso nunca había llegado. Ellie carecía de algo. Quizá Ellie con todas sus sospechas había conocido a su manera algo parecido a esto. ¡Qué vacías y nerviosas sus manos rojas de tanto fregar! ¡Qué desesperadas por hablar! Sí, debía considerarlo como una gran infelicidad que yacía entre ellos, algo más que el vacío. Seguramente se preocupaba y hablaba de ello. Uno podía imaginarse a Ellie dejando de batir la mantequilla, salir a la galería donde Albert se sentaba, para decirle que lo quería y que siempre cuidaría de él, hablando mientras chorreaba de sus dedos la leche agria y grumosa. Y en esos momentos qué sentido tendría decirle que hablar no sirve de nada, que no hacen falta los cuidados… Y tarde o temprano él le contestaba, decía algo, asentía, y ella se iba… Y Albert, con ese rostro tan capaz de asombro, le hacía entrever a uno lo extraño de hablar con Ellie. Mientras no hable uno con ella, decían sus ojos redondos y cafés, se puede estar tranquilo y seguro de que las cosas andan solas. Mientras uno no se meta, todo marcha bien, como un día cualquiera en la granja —el trabajo se hace, la mujer atiende la casa, uno en el campo, la cosecha madura como debe, la vaca da leche y el cielo es una manta que lo cubre todo—, así que uno está tan contento como un potro, no hace falta nada y uno no le hace falta a nadie. Pero cuando uno levanta las manos y empieza a hablar, si no se cuida esta seguridad sale corriendo y lo deja solo. Uno dice algo, hace una observación, solo por contestar a los comentarios insistentes de la mujer, y todo se sacude, todo se desordena, todo se abre como la tierra bajo el arado, y uno corriendo detrás. Pero Albert sabía que la felicidad es algo que aparece de pronto, que está destinado, uno estira la mano, la recoge y la esconde en el pecho, un objeto brillante que nos hace recordar algo vivo y lleno de movimiento. Ellie seguía sentada silenciosa como un gato. Había abierto su bolso y sacado una postal de las cataratas del Niágara. —Que no la vea el hombre —dijo—. Sospechaba de él. El pelirrojo se había acercado. Se agachó y vio que era una postal de las cataratas del Niágara. —¿Ves ese barandal? —dijo Albert con ternura. A Ellie le encantaba verlo contar esa historia; juntó las manos y sonrió, y se le vio el diente chueco; parecía más joven; así se le veía cuando era niña. —Esto es lo que la maestra nos enseñaba con su vara en la transparencia de la linterna mágica, ese pequeño barandal. Te paras acá. Te apoyas con fuerza contra el barandal. Y puedes oír las cataratas del Niágara. —¿Cómo puedes oírlas? Dime —suplicaba Ellie, moviendo la cabeza. —Las oyes con todo tu ser. Escuchas con los brazos y las piernas y todo el cuerpo. Después de eso nunca se te olvidará lo que es oír. Se lo ha de haber contado miles de veces en su obediencia, y ella sonreía agradecida, y miraba adentrándose en la postal a color de la catarata. Poco después dijo: —De no haber perdido el tren ya estaríamos allí. Ni siquiera sabía que estaba a muchas millas de distancia y que eran varios días de viaje. Miró al pelirrojo frunciendo los ojos y por fin él volteó la mirada. Había visto el polvo sobre su garganta y una aguja clavada en el cuello de su vestido donde la había dejado, el hilo insertado en el ojo —los últimos detalles—. Sus manos estaban apretadas y arrugadas por la presión. Mecía suavemente el pie debajo de su falda, estrenando la tiesa zapatilla Mary Jane. Albert también miró para otro lado. Fue entonces cuando dio la impresión de que le había causado miedo en verdad pensar que de no haber perdido el tren estarían escuchando en ese mismo momento las cataratas del Niágara. Tal vez estarían juntos de pie, apoyados en el barandal, apoyados el uno contra el otro, y sus vidas se vertirían a través de ellos, y cambiarían… ¿Y cómo saber cómo sería? Agachó la cabeza y evitó mirar a su mujer. Miró una vez al extraño, con una mirada casi suplicante, como diciendo “¿No vendrías con nosotros?” —Trabajar tantos años para perder el tren —dijo Ellie. Se le veía en la cara que especulaba valientemente, insatisfecha, esperando el futuro. Y uno sabía cómo se sentaría a rumiar sobre esto y también sobre sus conversaciones, sobre cada malentendido, cada discusión, a veces hasta sobre algún acuerdo entre ellos al que habían llegado; hasta sobre la separación secreta y característica que se da entre un hombre y una mujer, aquello que los hace ser lo que son en esencia, su vida secreta, su memoria del pasado, su infancia, sus sueños. Esto era para Ellie la infelicidad. De niña le habían contado cómo los recién casados suelen ir a las cataratas del Niágara en su viaje de bodas, para dar comienzo a su felicidad; y allí depositó su esperanza, toda su esperanza. Así que ahorró. Trabajó más duro que él, se notaba al comparar sus manos, los años buenos como los malos, más de lo que era bueno para una mujer. Año con año había colocado su esperanza por delante de ella. Y él —de alguna manera nunca pensó que este momento llegaría, que algún día en verdad harían un viaje. Nunca veía tan lejos ni tan profundo como Ellie hacia el futuro, hacia el cambio y la fusión de su vida común cuando llegaran a las cataratas del Niágara. Para él se trataba de algo siempre pospuesto, como pagar una hipoteca. Pero sentado en la estación, la maleta lista y a sus pies, se había dado cuenta de que este viaje —de hecho— podría realizarse. La llave se había materializado para hacerle ver la enormidad de este suceso. Y después de la primera sorpresa, y de su orgullo, simplemente se había reservado la llave; la había escondido en su bolsillo. Ellie miró sin parpadear la luz de la linterna en el piso. Su cara se veía fuerte y aterradora, toda encendida y muy cerca de la suya. Pero allí no había felicidad. Uno sabía que era muy valiente. Albert parecía encogerse, retroceder… Su mano temblorosa otra vez desapareció dentro de su abrigo y tocó el bolsillo donde yacía la llave a la espera. ¿Recordaría alguna vez ese algo intangible que tenía la llave o tendría la certeza de lo que simbolizaba?… Sus ojos, que tendían a empañarse, de golpe empezaron a soñar. Tal vez hasta había decidido que era un símbolo no de felicidad con Ellie, sino de otra cosa —algo que podía tener para sí mismo, solo, en paz, algo extraño, que no se había propuesto buscar y que sin embargo vendría a él… El pelirrojo sacó una segunda llave de su bolsillo, y con un solo movimiento, la puso en la palma roja de Ellie. Era una llave con una gran etiqueta triangular de cartón, en donde se leía: “Star Hotel, habitación 2”. No esperó ver más, sino que se adentró con brusquedad en la noche. Se detuvo un momento y buscó un cigarrillo. Con el fósforo encendido cerca de su cara miró hacia adelante y en sus ojos, a la vez salvajes y penetrantes, había, además de compasión, una mirada a la vez inquieta y cansada, muy acostumbrada a lo cómico. Se notaba que despreciaba y veía la futilidad de lo que acababa de hacer. FIN
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
La red grande
Cuento
I Esa era la señorita Snowdie MacLain. Viene a recoger la mantequilla, nunca me ha permitido que se la lleve, aunque vive ahí enfrente. Su marido se marchó de casa un buen día y dejó el sombrero a orillas del río Grande Negro. Vaya lío si a todos se les hubiera ocurrido hacer lo mismo. Podría haberse puesto de moda aquí, en Morgana, si Dios hubiera querido. Porque King podía haber tenido imitadores. Bueno, el caso es que King MacLain dejó un sombrero nuevo de paja a orillas del río Grande Negro y hay quien cree que se fue al Oeste. Snowdie le lloró, pero de una manera decente, como se hace cuando alguien se muere, y ninguno de los que la conocían se atrevía a creer que hubiera podido tratarla de ese modo. Pero ¿durante cuánto tiempo habrá que seguir llevándole la corriente? Pues toda la vida. No tengo inconveniente en contárselo a alguien que no sea de aquí, que esté de paso y que no vuelva a vernos ni a ella ni a mí. Puedo batir la mantequilla y charlar a la vez, faltaría más. Yo soy la señora Rainey. Se habrá fijado usted en que no es fea; esas arruguitas alrededor de los párpados son de tanto forzar los ojos para mirar. Es albina, pero con esa piel tan suave, suave como la de un bebé, a nadie de por aquí se le ocurriría decir que es fea. Hay quien dice que King hizo sus cálculos y se dio cuenta de que, si empezaban a venir críos, lo más seguro es que le tocara una nidada de albinos, y eso fue lo que le decidió. Pero yo soy de otra opinión. Creo que era un tipo caprichoso. No pensaba en el futuro. Caprichoso y sinvergüenza, a decir de muchos. Bueno, el caso es que se casó con Snowdie. Muchos peores que él nunca lo hubieran hecho, y no es que tuvieran más sentido común. Los Hudson eran menos insensatos que los MacLain, pero en ninguna de las dos familias abundaban los juiciosos. Al menos en aquel entonces. Esa casa se construyó con el dinero de los Hudson, para Snowdie…, y luego rezaron para que todo saliera bien. Pero fíjese en King: para él casarse no fue más que una forma de darse tono, como si ningún hombre se hubiera casado hasta que él se decidió a hacerlo, y luego tuvo que demostrar a los otros que podía seguir llevando su vida de siempre. Como si dijera: «Escuchadme todos, esto es lo que pienso de Morgana y del juzgado de MacLain y el camino que hay que recorrer para casarse con una chica de ojos rojizos», por lo que sé. «¡Vaya!», dijimos. Que era justo lo que él quería, el muy golfo. Y Snowdie es de lo más dulce y apacible que se pueda imaginar. Por supuesto la gente apacible es la más difícil de dominar, cosa que él, el sabelotodo, ignoraba. No resultó tan fácil como supuso. Entretanto en el orfanato del condado crecían varios hijos suyos, según dice mucha gente, y tenía otros más —algunos conocidos, otros no— repartidos por ahí. Cuando vuelve, trata a Snowdie con la mayor amabilidad y educación. Como al principio. ¿No le parece que eso es lo que pasa casi siempre? Hay que tener cuidado con los hombres de buenos modales. Nunca le levantó la voz, pero un buen día se fue de casa. ¡Oh, no es que lo haya hecho solo una vez! Anduvo por ahí mucho tiempo antes de volver, en aquella ocasión. Ella contó que King necesitaba tomar las aguas. La vez siguiente estuvo fuera un año, o dos, o a lo mejor tres, no lo sé. Yo misma parí dos hijos entretanto, y otro más que se me murió. Sí, y aquella vez le envió un mensaje: «Espérame en el bosque». No, más que una orden fue una invitación. «Si te parece, nos encontramos en el bosque.» Y la cita era por la noche. Y Snowdie fue a su encuentro sin preguntarle: «¿Para qué?», que es lo que yo le hubiera preguntado hasta a mi marido, Fate Rainey. Después de todo, estaban casados: podían verse en casa y charlar, con luz y comodidades, o tumbarse tranquilamente en un colchón de plumas de ganso. En su caso yo hubiera pensado que él no se presentaría. Pero si ella fue sin hacer preguntas, yo también puedo contarlo sin hacer preguntas, porque le tengo cariño a Snowdie. Según su versión, se encontraron en el bosque y decidieron lo que mejor les convenía. Desde luego, lo que le convenía a él. Todos comprendimos lo que se le venía encima. El «bosque» era el bosque de Morgan. Cualquiera de nosotros sabía a qué lugar se refería: yo habría podido ir a ciegas, hasta el mismísimo roble, el más grande y frondoso; por lo que sé, hasta de día es un lugar muy sombreado. Me imagino a King MacLain apoyado contra el árbol a la luz de la luna, mientras ella cruza el bosque de Morgan después de tres años sin verle. «Si te parece, nos encontramos en el bosque.» ¡Qué disparate! No sé cómo pudo aguantar Snowdie esa caminata. Luego, gemelos. Ahí es donde entro yo. Cuando las cosas llegaron a ese punto pude empezar a ayudarla. Le regalaba un poquito de mantequilla todos los días cuando iba con la leche y nos hicimos amigas. Yo no llevaba mucho tiempo casada y la salud del señor Rainey era ya un poco delicada, así que pensó que debía dejar los trabajos más pesados. Los dos habíamos trabajado mucho desde jóvenes. Siempre creí que tener gemelos era bonito. Y pudo haberlo sido para ellos, me parece. Los MacLain llegaron a Morgana recién casados y se instalaron en esa casa nueva. Él tenía sus estudios para ejercer de abogado, cosa muy necesaria por aquí. Snowdie era hija de la señorita Lollie Hudson, una persona muy conocida. Su padre era el señor Eugene Hudson, que tiene una tienda en el cruce, pasado el juzgado, un hombre encantador. Snowdie era hija única y le dieron una buena educación. Y supongo que la gente no esperaba que se casase, sino que fuese maestra. La única pega era que tenía mal la vista, pero el señor Comus Stark y el supervisor lo pasaron por alto porque conocían a la familia y sabían lo bien que Snowdie manejaba a los chiquillos en la escuela dominical. Luego, apenas empezado el curso, comenzó a cortejarla King MacLain. Creo que ella tenía las calabazas de Halloween puestas en las ventanas cuando empecé a ver a King yendo en su calesa hasta la escuela para esperarla a la puerta. La cortejó en Morgana y en MacLain, en los dos sitios, sin faltar ni un solo día. Fue exactamente lo mismo —ni más rápido ni más lento— que ocurre cada dos por tres, así que no necesito decirle que se casaron en la iglesia presbiteriana de MacLain antes de que nos enterásemos, por más sorprendidos que todos estuviéramos. Y, ¿sabe usted?, cuando Snowdie estuvo vestida de blanco parecía más blanca que un sueño. Bueno, él había estudiado derecho y hacía de viajante, y eso fue lo primero que hizo, irse de viaje —le diré enseguida lo que vendía—, y ella mientras tanto se quedó en casa cocinando y ocupándose del hogar. No me acuerdo de si tenía una criada negra; de todas maneras no hubiera sabido qué hacer con ella. Y casi se queda ciega trabajando y haciendo cortinas para las habitaciones y cosas por el estilo. Siempre muy atareada. Al principio parecía que no iban a tener hijos. Así continuaron las cosas, de una manera casi natural; la gente enseguida se acostumbró a que él se fuera y volviera sin más, y siguió yendo y viniendo hasta que mandó ese mensaje, «Espérame en el bosque», y volvió a desaparecer, y la última vez dejando el sombrero. Yo le dije a mi marido que no tenía intención de seguir llevando la cuenta de las idas y venidas de King, y poco después ocurrió lo del sombrero. Todavía no sé si lo hizo por amabilidad o por crueldad. Me parece que por amabilidad. O quizá fue porque ella se estaba saliendo con la suya. ¿Y por qué le doy vueltas a esto? Quizá porque Fate Rainey nunca hace nada que me sorprenda, y está orgulloso de eso. De manera que Fate dijo: «Bueno, ya es hora de que las mujeres se tranquilicen y se ocupen de sus asuntos». Fue todo lo que se le ocurrió decir. Así que no tuvimos que esperar mucho. Un buen día Snowdie cruzó la calle para darme la noticia. La vi venir por mi prado con un andar diferente, como si caminara por una iglesia. Las cintas de su sombrero de paja se movían arriba y abajo: primavera. ¿Se ha fijado en lo fina que aún tiene la cintura? Parece mentira que alguna vez haya tenido fuerzas para una cosa así. Fíjese en mí. Yo estaba en el establo, ordeñando, y ella vino y se puso delante, junto a la cabeza de Lady May, la ternerita Jersey. Me dio la noticia con toda la tranquilidad del mundo. Dijo: «Yo también voy a tener un bebé, señorita Katie. Felicíteme». Lady May y yo nos quedamos de piedra. Por su aspecto se hubiera dicho que no era solo eso lo que le ocurría. Era como si le hubiese caído encima un diluvio, como si la hubiera sorprendido algo maravilloso. No era solo la luz. Allí estaba, con los ojos arrugadísimos de tener que estar siempre protegiéndolos de la luz, pero ese día miraba desde debajo del ala del sombrero con la osadía de un león, escrutándolo todo, el cubo y el establo, como si los viera por primera vez. ¡Pobre Snowdie! Recuerdo que era Pascua y que allá, detrás de su falda azul, el prado estaba moteado de tréboles. Té y especias, eso es lo que vendía él. Justo nueve meses después de que se largara por los bosques y los campos dejando su sombrero en la orilla con «King MacLain» escrito en él, nacieron los gemelos. ¡Cómo me hubiera gustado verle cuando se marchó! Supongo que no hubiera hecho nada por detenerle. No sé por qué, pero ¡me hubiera gustado verle! No le vio nadie. Encontraron el sombrero y vaya alboroto se armó. Rastrearon, por Snowdie, el río Grande Negro nueve millas abajo, o no sé si doce, y mandaron aviso a Bovina y hasta Vicksburg para que estuvieran atentos a cualquier cosa que el río arrastrara o depositara entre los árboles. Nunca apareció nada, claro, solo el sombrero. A todos los vecinos que de verdad se han ahogado en el Grande Negro los han encontrado al final. El señor Sissum, el de la tienda, se ahogó más tarde y lo encontraron. Me parece que si hubiese querido darle un aire más auténtico habría tenido que dejar el reloj junto al sombrero. Snowdie seguía igual de alegre y contenta, no parecía darse por vencida. Seguro que se había hecho su idea de lo ocurrido, y debía de pensar una de estas dos cosas: que estaba muerto —pero entonces, ¿por qué tenía aquella expresión tan resplandeciente? Resplandecía de verdad—, o que la había dejado, y esta vez para siempre. Y, como decía la gente, si encima sonreía, es que estaba ida. No estoy muy segura de que me gustara aquella sonrisa radiante. ¿Por qué no rabiaba y chillaba un poco, al menos conmigo, con la señora Rainey? Los Hudson se guardan todo dentro. Pero yo, que estaba entrando y saliendo todo el día de su casa, pensaba que a Snowdie quizá le faltaba una verdadera experiencia de la vida. Quizá desde el principio. Quizá no acababa de entender el alcance de las cosas. Al menos no tenía mi experiencia, que adquirí ya a los doce años. Como si me pusieran algo delante de los ojos. Siguió con las tareas domésticas y se puso bastante gorda, ya le he dicho que esperaba gemelos, y parecía contenta. Como cuando ves un gatito blanco dentro de una cesta y te preguntas si no va a levantar la pata para arañar al primero que se le acerque. En su casa era siempre como si fuera domingo, todo bien limpio. Estaba orgullosa de sus habitaciones sin una mota de polvo y de aquel pasillo oscuro y silencioso que atraviesa la casa. Y yo quiero a Snowdie. La quiero. Pero ninguno de nosotros se sintió muy cercano a ella durante ese tiempo. Le diré qué era lo que la hacía diferente. Ya no era lo de esperar, solo esperaba a los bebés, pero esto no es más que una parte del asunto. Estábamos furiosos con ella y al mismo tiempo la protegíamos en aquella época en que no se confiaba a nadie. Y salía con sus bonitos vestidos camiseros, muy limpios, a regar los helechos, y sus flores estaban preciosas; tenía la mano de su madre para las flores, desde luego. Y regalaba muchas, pero de una manera distinta de los demás. Estaba muy sola. Oh, por aquel entonces su madre ya había muerto y el señor Hudson se encontraba a catorce millas carretera abajo, tullido y llevando su tienda desde una silla de mimbre. Solo nos tenía a nosotros. Todos intentábamos hacerle compañía, no pasaba día sin que alguien entrara a charlar un rato con ella. La señorita Lizzie Stark dejó que se encargara de recoger dinero para los campesinos pobres durante las Navidades de aquel año, y actividades por el estilo. Por supuesto, todas le hacíamos cositas, como encajes o labores complicadas, que ella no podía hacer por lo de la vista. Fue una suerte que le hicieran tantos regalos. Los gemelos nacieron el primero de enero. La noche anterior la señora Lizzie Stark —odia a todos los hombres y es un personaje muy importante; esa chimenea que se ve allá es la suya— había obligado al señor Comus Stark, su marido, a enganchar el caballo para ir a buscar a un médico de Vicksburg y traerlo en su calesa, en lugar de llamar al doctor Loomis, que vive aquí, y le instaló en una fría habitación de su casa, porque, según decía, los coches de los médicos siempre acababan quedándose atascados en los puentes. La señora Stark se quedó junto a Snowdie, al igual que otras mujeres, naturalmente, y yo también, pero ella se negó a marcharse cuando empezaron los dolores. Snowdie tuvo a los dos pequeños y ninguno era albino. Eran idénticos a King, por si quiere saberlo. La señora Stark tenía la esperanza de que diera a luz una niña, o dos. Snowdie les puso los nombres de Lucius Randall y Eugene Hudson, por su padre y el padre de su madre. Fue la única señal que nos dio a los vecinos de que tal vez el nombre de King MacLain ya no le parecía bonito. Pero quizá no significaba nada; hay mujeres que no ponen a sus hijos el nombre de su marido hasta que no les queda otro remedio. No creo que en su caso la elección de esos dos nombres indicara que habían cambiado sus sentimientos hacia King, aquel golfo. Por mucho que corras, el tiempo pasa como un sueño, y siempre nos llegaban noticias de por ahí, y las escuchábamos, pero eso no quería decir que las creyéramos. Ya se puede imaginar qué cosas eran. El primo de no sé quién había visto a King MacLain. El señor Comus Stark, el dueño del algodón y de la madera, que viaja de vez en cuando, afirmó haberlo visto de espaldas en varias ocasiones, y una vez lo vio en Texas mientras le cortaban el pelo. Son cosas que siempre se oyen cuando alguien se marcha, para no dejar de hablar del tema. Podían ser ciertas o no. Pero el colmo fue cuando mi marido tuvo que ir Jackson. Vio en un desfile a un hombre que era la viva imagen de King. Mi marido me lo contó bastante más tarde; fue en la toma de posesión del gobernador Vardaman. Allí estaba, entre la gente de campanillas, montado en un magnífico animal. Fueron varios de aquí, pero, como decía la señorita Spights, ¿quién no miraba al gobernador? ¿O el nuevo Capitolio? Pero King MacLain era capaz de hacerle sombra a cualquiera, eso creía él. Cuando le pregunté a mi marido qué aspecto tenía no pude sacarle nada, lo único que hizo fue patear el suelo de la cocina como si fuera una montura con su jinete, todo junto, y le eché a escobazos. Pero yo ya lo sabía. Si era King, seguro que parecía estar diciendo: «Ya sé que todo el mundo se pregunta, está loco por saber dónde he estado». Le dije a mi marido que pensaba que el gobernador Vardaman tenía el deber de echarle el guante a King y obligarle a hablar, pero mi marido dijo que por qué había que ensañarse con uno solo, y además había un desfile y todo eso. ¡Hombres! Le dije que si yo hubiese sido el gobernador Vardaman y hubiera visto en mi desfile a King MacLain de Morgana dándose tanta importancia como yo y sin ningún motivo, hubiera parado todo aquello para pedirle cuentas. «Bueno, ¿y de qué te hubiera servido?», preguntó mi marido. «De mucho», contesté. Me acaloré bastante discutiendo. «Era un sitio como cualquier otro para descubrirle, delante del nuevo Capitolio, en Jackson, con la banda tocando, y el hombre adecuado para hacerlo.» Los hombres como ese necesitan que los desenmascaren delante de todo el mundo, me parece; aunque en su caso nadie de Morgana se llevaría ninguna sorpresa. «Entonces, ¿fuiste a buscarle después de que el gobernador tomara posesión, ya que no quisiste entorpecer la ceremonia?», pregunté a mi marido. Pero me respondió que no y me hizo recordar. Había ido a comprar un cubo nuevo, y se equivocó de tamaño. Era igual que los que venden en Holifield. El caso es que dijo que vio a King o a su gemelo. ¡Vaya gemelo! Bueno, a lo largo de los años oímos que lo habían visto aquí y allá, a veces en dos lugares al mismo tiempo, Nueva Orleans y Mobile. No sé para qué le sirven los ojos a la gente. Yo creo que estuvo en California. No me pregunte por qué. Pero me lo imagino allí. Veo a King en el Oeste, donde está el oro y todo eso. Cada uno imagina lo que quiere. II Bueno, lo que pasó, pasó el día de Halloween. Solo hace una semana y ya es como si no hubiera ocurrido. Mi hijita, Virgie, se tragó un botón ese mismo día —más tarde—, y eso sí ocurrió, lo tengo claro todavía, pero lo otro no. Y no he dicho una palabra en voz alta por cariño a Snowdie, así que confío en que todos los demás tengan el mismo cuidado. Nada más fácil que contar que una chiquilla se ha tragado un botón de camisa y has tenido que ponerla boca abajo y darle un cachete en el culo; eso suena razonable si ves a la niña —es esa que corretea por ahí—, pero hablar de algo inconcreto es un verdadero lío. Bueno, el día de Halloween estaba yo, hacia las tres de la tarde, en casa de Snowdie, ayudándola a cortar patrones; ella sigue cosiendo para los chicos. Yo tengo una niña para la que coser —mi pequeña estaba dormida en la habitación de al lado— y me remuerde la conciencia porque también en eso soy más afortunada que Snowdie. Y los gemelos, que ese día no querían jugar en el jardín, habían cogido trozos de tela, tijeras, papel y todo eso, y estaban a nuestros pies jugando a disfrazarse y a los fantasmas y al coco. Solo pensaban en Halloween. Llevaban puestas unas máscaras, claro, sujetas sobre sus cabellos cortados a lo paje, lo que hacía que se les ahuecaran en la nuca. Me había acostumbrado a verlos así, pero no me gustan las máscaras. Las venden en la tienda de Spights y cuestan cinco centavos. Una era de chino, toda amarilla, con ojos rasgados y maliciosos y un horripilante bigotillo negro de pelo de caballo. Otra era de mujer, con una sonrisa dulce en los labios que era espantosa. No me gustaba aquella sonrisa, ni siquiera después de verla durante todo un día. Eugene quiso ser el chino, y por lo tanto Lucius Randall hacía de mujer. Así que estaban haciendo rabos, pegotes y toda clase de tonterías, y poniéndolas en la barriga y en el trasero, cogiendo todos los restos de camisas y pantalones que Snowdie y yo cortábamos sobre la mesa del comedor. A veces atrapábamos a uno y le hilvanábamos algo encima por más que se resistiera, pero en realidad no les hacíamos mucho caso, hablábamos de los precios de las cosas para el invierno y del funeral de una solterona. Por eso no oímos crujir el escalón ni ceder el porche. Afortunadamente. Y si no fuera porque nos lo contaron, no lo hubiera creído. Resulta que por la calle pasaba —como todos los días— un negro, aunque de fiar. Es uno de los negros de la madre de la señora Stark, el viejo Plez Morgan, como todos le llaman. Vive en mi misma calle, un poco más abajo. Un negro de los de antes, de esos que parecen conocer a todo el mundo desde el comienzo de los tiempos. Conoce a más gente que yo, quiénes son, y a toda la gente fina. Si busca a un vecino de Morgana que casi siempre sabe quién es quién, pregunte por el viejo Plez. Así que bajaba por la calle, avanzando por etapas. Todavía tenía que limpiar el jardín de unas cuantas personas que solo confían en él, como la señora Stark, porque va con cuidado y no arranca las raíces de las plantas. Dios sabrá su edad. Empieza a primera hora de la mañana y vuelve a casa por la tarde sin prisas, parándose a charlar con la gente; les pregunta por su salud y da las buenas tardes a todos aquellos con quienes se cruza por la calle. Solo que aquel día, según dijo, no vio ni a un alma —salvo a alguien que le diré dentro de un momento— por el camino, ni siquiera en los porches ni en los jardines. No podría decirle por qué, a menos que fuera por aquellas ráfagas de viento del norte que habían empezado a soplar. A nadie le gustan. El caso es que más allá, delante de él, caminaba un hombre. Plez dijo que tenía los andares de un blanco y unos andares que conocía, pero le parecía que los recordaba de hacía años, de otro tiempo. No era el andar de alguien que tuviera que ir por la calle de MacLain justo a esa hora, y a la vez sí lo era, y en cualquier caso no le entraba en la cabeza qué clase de asunto se podía llevar entre manos esa persona. Así de meticuloso es Plez cuando le da vueltas a algo. Si viera usted a Plez, le reconocería al momento. Llevaba unas rosas en el sombrero aquel día; le vi justo después. Eran rosas otoñales de la señorita Lizzie, grandes como el puño de un hombre y rojas como la sangre, y oscilaban de un lado para otro sujetas por la cinta de su viejo sombrero negro; algunos hierbajos colgaban del ala, los que había arrancado del jardín la señora Stark; ese día había estado limpiando sus macizos de flores. Amenazaba lluvia. Después contó que no llevaba prisa, porque de lo contrario hubiera alcanzado a aquel hombre y le hubiera dejado atrás. El otro caminaba delante de Plez, en la misma dirección, y tampoco tenía ganas de apresurar el paso. Era un extraño que le resultaba muy familiar. Cuenta Plez que el desconocido de aire familiar se detuvo al llegar delante de la casa de los MacLain, apoyó todo su peso sobre una pierna y se quedó quieto, como una estatua, con la mano en la cadera. «Ja!», dijo el viejo Plez, y se apoyó en el portalón de la iglesia presbiteriana y se quedó allí un rato. Luego el desconocido —¡oh, era King!, para entonces Plez le llamaba para sus adentros el señor King— entró en el jardín, pero no siguió hasta la puerta, como hubiera hecho cualquiera. Primero dio una vuelta alrededor de la casa. Echó un vistazo al jardín, al cenador y a los cedros que bordean la casa donde había vivido, y miró bajo la higuera que hay detrás y por debajo de la ropa tendida (¡si hubiera contado las prendas!); después caminó hacia la parte delantera, como desdeñoso, y Plez dijo que, aunque no podía jurar que había visto desde la iglesia presbiteriana todo lo que hacía el señor King, estaba convencido de que le vio mirar a través de las persianas. Serían las del comedor. Dios mío, habíamos cerrado las que daban al oeste por los ojos de Snowdie, claro. Por fin volvió hacia la fachada, rodeando los macizos de flores que hay debajo del dormitorio delantero. Luego adoptó un aire más tranquilo y empezó a subir por las escaleras. El escalón de en medio cruje cuando lo pisas, pero no lo oímos. Plez dijo que llevaba zapatillas de tenis. Así que atravesó el porche, y ¿sabe qué se le ocurrió?, pues llamar a la puerta. ¿Por qué no se quedó satisfecho con lo de fuera? A su propia puerta. Hizo ademán de llamar, como si quisiera ver qué pasaba, y luego escondió el regalo detrás del abrigo. Por supuesto que llevaba alguna cosa en una caja para ella. Siempre volvía a casa con esa clase de regalos que quitan el aliento, ¿sabe? Permaneció allí con una pierna adelantada, muy elegante, para sorprenderles. Y seguro que tenía una sonrisa encantadora. ¡Oh, por favor, no me pida que siga contándolo! Suponga que a Snowdie le hubiese dado por echar un vistazo por el pasillo —el comedor se encuentra al final y la puerta corredera estaba abierta— y le hubiera visto con aquella pinta de «Ven corriendo a darme un beso». No sé si ella puede ver a tanta distancia, pero yo sí. Fui tonta y no miré. Fueron los gemelos quienes le vieron. A través de los agujeritos de las máscaras, ¡qué ojos de lince! No habrá nada que detenga a esos gemelos. Y no llegó a llamar a la puerta, aunque tenía la mano levantada por segunda vez y los nudillos preparados; entonces salieron los chiquillos gritando: «¡Uh!», moviendo los brazos arriba y abajo, lo que puede darte un susto de muerte si te coge desprevenido. Les oímos salir disparados, pero lo único que pensamos, si es que pensamos algo, fue que habían salido a darle un susto a algún negro que pasaba por allí. Plez dice —aunque hay que tener en cuenta la posibilidad de un error humano— que vio salir patinando por un lado de King a Lucius Randall, disfrazado, y por el otro a Eugene Hudson, también disfrazado. Saben patinar muy bien esos chiquillos, y eso que no tienen acera. Salieron como flechas y se pusieron a dar vueltas alrededor de su padre, agitando los brazos y moviendo los dedos como si quisieran asustarle, con su melena de paje alzada en un redondel. Lucius Randall, dijo Plez, llevaba puesto algo de color rosa, yes verdad: el pijama de franela fina que le habíamos puesto sobre la ropa antes de que se nos escapara. Y dijo que Eugene era un chino, y lo era. Sería difícil decir cuál de los dos estaba más espantoso, pero en mi opinión el peor era Lucius Randall, con aquella cara de mujer y los guantes de algodón blanco que le pingaban de los dedos. Y, ¡oh!, llevaba mi sombrero. El que me pongo para ordeñar. Y armaron un alboroto tremendo con los patines, dijo Plez, y eso también es cierto, porque me acuerdo de que a Snowdie y a mí nos costaba oír lo que decíamos. Plez dijo que King aguantó el jaleo un minuto; luego también se puso a dar vueltas. Patinaban alrededor de él y decían con sus agudas voces de pajarito: «¿Cómo está usted, señor Monstruo?». Ya sabe que, cuando los niños quieren hacer diabluras, no hay quien se lo impida. (Aunque sin las máscaras esos dos niños hubieran sido más educados, tienen bastante de los Hudson.) Venga a dar vueltas y más vueltas con los patines alrededor de su papá, y sin saber nada, ¡pobrecitos! Después de todo, no tenían a nadie a quien asustar en el día de Halloween, aparte de algún que otro negro que pasara por allí y al tren de la Yazoo and Mississippi Valley Railroad, que pasaba silbando a las dos y cuarto. ¡Qué diablillos! Patinando alrededor de su papá. Plez dijo que si los chiquillos hubieran sido negritos no habría dudado en afirmar que parecían salvajes. Al fin tuvieron bien atrapado en el corro a su papá, que no podía salir; Plez dijo que aquello ponía nervioso a cualquiera que lo estuviera viendo y que pidió ayuda al Señor un par de veces. Y después de haber estado dando vueltas de pie se agacharon y siguieron girando a la altura de las rodillas de King. Llegó un momento en que King se hartó y quiso largarse. Solo que no era fácil y tuvo que intentarlo más de una vez. Juntó fuerzas, y King es un hombre de metro ochenta, que pesa como un caballo, pero yo creo que estaba desconcertado. Por fin consiguió librarse de los críos y se largó como alma que lleva el diablo. Saltó por encima de la balaustrada y los helechos, cruzó corriendo el jardín, franqueó de un salto la cuneta y desapareció. Se adentró en el bosque en dirección al río Grande Negro y los sauces se agitaron a su paso, y ni Plez ni nadie sabe adónde se fue corriendo de aquel modo. Plez dijo que King pasó por su lado pero que no pareció reconocerle, y ya era tarde para hablarle. Y nadie sabe hacia dónde se dirigió. En lugar de venir, tendría que haber mandado otra nota. Bueno, los chicos se quedaron boquiabiertos mirándolo, se dieron cuenta de lo que había pasado y se asustaron. Volvieron al comedor. Allí estaban las dos inocentes señoras charlando. Los niños tuvieron que ponerse serios y hacer toda clase de muecas, arrastrar los patines por la alfombra, ir detrás de nosotras alrededor de la mesa mientras cortábamos una camiseta para Eugene Hudson y tirarnos de la falda hasta que les hicimos caso. «Bueno, hablad», dijo su madre, y le contaron que un coco había aparecido en el porche delantero y que, cuando salieron a verle, les soltó: «Me voy. Ahí os quedáis», de modo que le persiguieron escaleras abajo y le ahuyentaron. «¡Pero miró hacia atrás así!», dijo Lucius Randall levantando la máscara para enseñarnos su carita y sus redondos ojos azules. Y Eugene Hudson dijo que el coco había arrancado un puñado de pacanas antes de cruzar el portón. Snowdie dejó caer las tijeras sobre el mueble de caoba y su mano quedó inmóvil en el aire y me miró, una mirada que duró un minuto. Luego se levantó el delantal y empezó a quitárselo mientras corría por el pasillo hacia la puerta, supongo que para que no la vieran con él puesto si había alguien todavía allí. Corrió y los pequeños prismas de cristal se agitaron en la sala de estar; no recuerdo haberla visto nunca así. No se detuvo en la puerta, salió al porche, miró a un lado y a otro, bajó los escalones de dos en dos y se quedó en el jardín con la mano apoyada en un árbol, mirando el campo, pero por el gesto de su cabeza comprendí que no había nadie. Cuando llegué a la escalera —no me pareció correcto seguirla enseguida— no había nadie, salvo el viejo Plez, que se quitó el sombrero al pasar. «Plez, ¿has visto a un caballero en mi porche hace un momento?», oí que le preguntaba Snowdie, y allí estaba Plez, caminando lentamente con la cabeza descubierta, como si acabara de llegar, que era lo que creímos. Y Plez, por supuesto, dijo: «No, señorita, no recuerdo que nadie me haya adelantado». Los dos niños se agarraron a mí y sentí que me daban tirones. Mientras tanto mi hijita seguía durmiendo, y luego se despertó y se tragó el botón. El susurro de las hojas era muy distinto del que se oía cuando entré. Iba a llover. El día tenía dos caras, como suele ocurrir cuando cambian las estaciones: nubes oscuras y un aire dorado e inmóvil sobre la carretera, y los árboles más luminosos que el cielo. Las hojas de roble caídas se arrastraban y esparcían, volaban hacia el viejo Plez y lo rozaban. «Supongo que estás seguro, Plez», dijo Snowdie, y él le preguntó, como para consolarla: «¿Verdad que hoy no esperaba usted ninguna visita?». Fue más tarde cuando la señora Stark agarró a Plez y le arrancó la verdad; yo me enteré posteriormente, por alguien de su iglesia. Claro que él no iba a dejar que nadie le hiciera daño a la señorita Snowdie MacLain, después de que la hubiésemos cuidado durante tanto tiempo. Así que le contó una mentira piadosa. Después de que se marchara Plez, Snowdie se quedó en la calle, sin abrigo, con el rostro vuelto hacia el campo quitándose de la falda algunos hilos y soltándolos en el viento, como si estuviera regalando algo, hasta que me acerqué. No lloró. «Desde luego que podía ser un fantasma —dijo Plez a la señora Stark—, pero creo que un fantasma, si hubiera venido a ver a la señora de la casa, hubiese esperado hasta hablar con ella.» Y dijo que no tenía ninguna duda de que era el señor King MacLain, que volvía a su casa una vez más y que después cambió de opinión. La señorita Lizzie les dijo a las señoras de su iglesia: «Yo, al menos, me fío del negro. Me fío tanto de él como ustedes de mí. El viejo Plez sigue teniendo la mente lúcida. Me fío sin reservas de su historia —dice—, porque sé que eso es precisamente lo que haría King MacLain: echar a correr». Por una vez estoy de acuerdo en algo con la señorita Lizzie Stark, aunque me parece que ella no se ha enterado. Espero que tropezara con una piedra y se cayera cuando se largó corriendo, antes de alejarse del pueblo, y que se despellejara su elegante nariz, el muy canalla. Y por eso Snowdie viene a buscar mantequilla y no me deja llevársela. Me parece que la ha tomado conmigo porque yo estaba en su casa el día en que él apareció; ahora ya no le gusta mi hijita. Y Fate dice que quizá King sabía que era Halloween. ¿Cree usted que sería capaz de llegar a tal extremo, solo por gastar una broma pesada? ¿Y que le pagaron con la misma moneda? Normalmente Fate dice cosas más sensatas. De hombres como King se puede pensar cualquier cosa. Volaba como el viento, le juró Plez a la señorita Lizzie Stark; aunque no pudo decir hacia dónde porque cambiaba continuamente de dirección. Pero apuesto mi becerrito Jersey a que King se paró lo suficiente para hacer algún niño más por ahí. ¿Por qué digo esto? No se lo diría ni a mi marido, así que olvídelo. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Lily Daw y las tres damas
Cuento
Aquel impermeable tenía algo de pabellón, el modo en que —durante unos instantes, en medio de la multitud— flotaba, con sus rayas de color amarillo y salmón, verticales sobre el A suelo húmedo del andén, expandiéndose al andar. En la penumbra de Paddington se veía un poco oscuro, pero ahora comenzaba a exhibirse, y una vez en el vagón resplandecía como el arco iris. A él subió una mujer de edad madura que parecía una niña protegida: un empujón para subir que ella fingió no necesitar o no haber notado. Era de huesos grandes y más alta que el hombre que entró después de ella cargado con la maleta; subió, robusto, con una sonrisa de muñeca, el traje negro húmedo; ella le dirigió una mirada. Era una despedida. El tren a Fishguard que enlazaba con el barco que iba a Cork saldría dentro de quince minutos: a las cuatro de la negra tarde de aquella primavera que se negaba a florecer. Ella, sin duda, era la que se marchaba. Aún no había nadie en el vagón, tan solo una joven, y no era irlandesa. Sobre aquel rostro que era una fortaleza, el sombrero azul de la mujer del impermeable parecía un sombrero indio o, más bien, un sombrero viejo, que lo era. El cabello que había sido estirado más allá de sus límites caía ahora, coqueto, en dos granadas rojizas y grises sobre sus mejillas. Tenía una mirada casi indulgente, si bien nerviosa. De momento mantenía su brillo. Aun así, en algún lugar, en algún momento, la propietaria de aquellos ojos tal vez esperara enfrentarse a una situación trágica. Cuando el hombre robusto colocó la maleta en la rejilla portaequipajes, ella se enterró en el asiento de debajo, como si acabara de hacerse algo que no tenía marcha atrás, y con miradas tiernas se sacudió el hollín y las gotas de lluvia, apartándolas hacia él. El hombre seguía de pie a su lado —lo que tenía corto eran las piernas— y después, mientras la mujer dejaba caer las manos en el regazo, lleno de manchas brillantes, ambos se quedaron mirando fijamente al frente, como a la espera de una metamorfosis. La joven americana sentada frente a ellos no podría entender nada de lo que decían mientras no dejara de considerar necesario hundirse. Mientras el tren siguiera en la estación, su temprana llegada parecía delatar todos sus problemas. Se marchaba de Londres sin que su marido lo supiera. Vestía ropa americana, bastante desgastada, y llevaba unos zapatos delgados y, sentada muy derecha, tiraba hacia arriba del abrigo y se cubría el cuello y las orejas. Bajo la extraña y tenue luz de la estación, daba la impresión de que la gente estaba de pie y se movía por un escenario oscuro; ahora, andén y tren debían de estar ocupados casi en exclusiva por irlandeses. Una cuarta persona entró en el compartimento, un hombre bajo, de aspecto apasionado. Apareció allí de súbito, como un presente, como si un brazo extendido les hubiera hecho entrega de un ramo de rosas o de un telegrama. Daba la impresión de que había algo en él a punto de estallar, pero —se quitó el abrigo mojado, lo tiró al suelo, lo lanzó por encima de su cabeza, se dejó caer en el asiento— se portaría bien. —¿Qué hora es? —El hombre robusto habló con suavidad, tal vez como si el recién llegado la hubiera traído consigo. La mujer inclinó la cabeza y después la levantó para mirarlo; ella lo sabía: —Faltan seis minutos para las cuatro. Llevaba un reloj de pulsera que parecía muy preciso. Los oscuros ojos del hombre robusto se encendieron, miró hacia fuera, hacia la lluvia, y preguntó a la joven americana si también ella iba a Cork, pregunta que en un primer momento ella no entendió, pues el hombre tenía una voz muy musical. —Sí… eso es… —Las cuatro menos cuatro minutos —dijo la mujer del impermeable de tal modo que cada «cuatro» sonó como una condena. —No tienes que salir del vagón hasta llegar a Fishguard —le dijo el hombre robusto, murmurando suavemente, como si ya se lo hubiera dicho antes y ahora se lo repitiera—. Cuando llegues a Fishguard reserva un camarote. Por la mañana ya estarás en Cork. La mujer escuchaba con semblante risueño, como si nunca hubiera oído hablar de Cork y no se lo creyera, y abría y cerraba aquellos grandes y pesados párpados blancos. Cuando él cruzó las piernas ella pasó disimuladamente el brazo por debajo del de él y se acomodó a su lado en el asiento. Entrelazando los dedos de puntas negras como un modesto acordeón, el hombre dijo: —Dos damas camino de Cork. —Las cuatro menos dos minutos —dijo ella, entornando los ojos. —Al llegar a Fishguard, pasarás por la aduana —dijo él—. Abrirán tu maleta y la inspeccionarán. Comprobarán que no intentes entrar nada inadecuado en el país. —Miró a la mujer por encima de sus brazos entrelazados, como si fuera una desconocida que le hubiera preguntado sobre las costumbres y la función de las inspecciones de aduana en el mundo. Al dejar de sonreír, pareció que se sujetara con fuerza; dijo firmemente—: A continuación, podrás embarcar. —¡Y no tendrá ocasión de comprar bebida durante todo el trayecto! —gritó el nuevo pasajero. Hasta ese momento tan solo habían oído su respiración acelerada. Tenía un perfil limpio, corto, tierno, ligeramente alarmado: oscuro, de cabello liso cortado no hacía ni diez minutos, con un leve corte por encima de la oreja. Pero aquel viajero que aún sangraba, un hombre de Connemara según él mismo estaba contando, siempre lo hacía todo en el último momento, porque esa era su manera de ser. Tuvieron la sensación de que el tren estaba a punto de salir. Entonces el guardia comenzó a gritar. El hombre robusto y la mujer del impermeable se levantaron y avanzaron hacia la puerta, las cuatro manos entrelazadas. Ella agachó la cabeza. Llevaba un sombrero lleno de pliegues y formas. Allí, bajo la luz lluviosa, mostraba un caos de velo azul que le caía por detrás, y cuando de repente se volvió, brillando justo encima de los ojos había un broche de oro en forma de dos eslabones entrelazados, como los que se supone que hay que separar en los juegos de magia para aficionados. El impermeable de ella desprendía un olor a menta que tal vez había reservado para aquella ocasión. —No hará falta que salgas del vagón en ningún momento —dijo él. Ella ladeó la cabeza. Sus mejillas brillaban tanto como sus ojos. Se abrazaron, se separaron; el hombre de Connemara lo observó mientras salía por la puerta. Entonces la pareja se dio las manos a través de la ventanilla. Como si ella estuviera subida a una torre y él, elevado hasta sus pies, lo más alto posible, en una escalera, o una cuerda, bajo la lluvia. Había multitud de gente ajetreada. En el último momento cuatro personas más irrumpieron en el compartimento. Un chico lanzó sus bolsas en el interior, silbando con fuerza, sin prestar ninguna atención a quienes se despedían de él, ni a los pies que había en el vagón, y accedió a que una joven mujer que lo había seguido colocara una de sus bolsas en el portaequipajes y le guardara el asiento. Por ello los jóvenes y las muchachas que se agolpaban en la puerta la acribillaron con frases de gratitud; ella les sonrió con calma, e incluso en aquel gesto mostró su embarazo, y lo mostró bajo su abrigo azul calmo. Una pareja de enamorados fueron los últimos en entrar, como una sombra, y ocuparon dos asientos cercanos a la puerta del pasillo, atrapando en medio al hombre de Connemara y, en cierto modo, desplazando a la joven americana hacia la esquina de su asiento. Sencillamente, no se abrazaban, no se tocaban, no estaban enfadados, no llegaban demasiado tarde. Sin el fantasma de la impaciencia o la pelea, sin cambiar de sitio ni una sola vez, se instalaron en el silencio: dos perfiles, el de él, oscuro y libre de enfado, el de ella, joven, con el cabello liso. —Las cuatro en punto. La mujer del impermeable hizo el anuncio con tono ahogado y todos los del compartimento guardaron silencio, casi como si los hubieran sorprendido. Ella y el nostálgico hombre robusto seguían cogidos de las manos a través de la ventanilla y seguían teniendo los rostros encendidos como faros sonrientes. Las puertas exteriores se cerraron de golpe en una larga retirada en ambas direcciones y el tren se movió. Los .que había fuera comenzaron a correr junto al tren, después a agitar pañuelos, los jóvenes gritaban preguntas y expresiones de envidia, las muchachas —sin duda todas ellas irlandesas, desaforadamente bellas—, se apartaban desaforadamente, su cabello echado hacia delante, convertidos en banderines oscuros y brillantes por la succión del tren. El pequeño hombre robusto permaneció allí durante un momento y a continuación, jadeando, desapareció. La mujer, aún de pie, se tornó de súbito muy llamativa. Su cuerpo podría haberse solidificado en el suelo bajo aquella cubierta abotonada. (Lo que llevaba debajo del impermeable era solo asunto suyo y seguiría siéndolo.) A continuación sacó la lengua a todo lo que dejaba atrás. —¡Oh, Dios mío! —El hombre de Connemara estalló; y pareció aliviado. El chico silbaba «Funiculí, Funiculá» con notas casi demasiado agudas para poder oírlas. En las ventanas llovía, estaba diluviando. La negrura de Londres nadaba como ceniza pegada a los ojos y no desaparecía. La joven esposa, recostada, con los ojos puestos durante un rato en el chico, le dirigió una mirada lánguida y débil, sin llegar a menear la cabeza por su comportamiento. El chico dejó de silbar, pero al mismo tiempo estaba claro que ella no era su madre; la cara de la mujer mostraba grados de maternidad como otras caras muestran grados de amor o de enfado. Solo se comportaría como su madre durante el viaje. Entonces tuvo el bonito detalle de comenzar a cantar «Funiculí, Funiculá», y los otros la acompañaron, el chico con expresión muy seria, como si ahora detestara la canción. Después cantaron algo más irlandés, sobre el mar y el regreso a casa. Pero la vibración de los raíles hacía que la canción sonara extrañamente española e irremediablemente deseosa; viajaban cerca del final del vagón, donde el golpeteo era único y fuerte. Cuando la mujer del impermeable se desabrochó el botón de arriba y propuso «Wild Colonial Boy», su cabeza, aún cubierta por el sombrero, comenzó a marcar el ritmo, a guiarlos a todos; tal vez fuera la dueña de un bar. El chico, cuya mirada se encontró con la de las mujeres, sacó una armónica muy brillante como si sacara una pistola y casi ahogó sus voces. La joven americana parecía no saberse la letra, pero los enamorados cantaban, con expresión de extraña valentía. Avanzaban rápido; la mujer, que ya se había sentado, se alisó el impermeable con el mismo ruido sordo del cierre brusco y temerario de cajones de cómoda, y sacó de su bolso una cajetilla de Player. Sacó un cigarrillo a medio consumir y pidió fuego. El joven enamorado fue tan rápido que estuvo a punto de anticiparse a la petición. Cuando la punta se puso al rojo vivo, ella dejó caer la mano como un pájaro herido para apartarla de la llama que él, con cierta torpeza, le acercaba. Entre caladas, la mujer sostenía el cigarrillo por debajo de las rodillas y lo volvía hacia la palma de la mano, convertida en un caldero que el chico no podía dejar de mirar. La joven americana abrió un libro y lo cerró. La mujer del impermeable, cada vez que pasaba por encima de todos los pies para salir del vagón —inmediatamente detrás de su cigarrillo, hizo varias excursiones— se volvía y les lanzaba una mirada. Una mirada de «no digáis una palabra, ni empecéis nada, ni caigáis en brazos de otro, no leáis, ni os peleéis, hasta que yo vuelva». Tal vez los inspirara y atrajera con su mirada. Y era tan poco agraciada que debía ser divertida, como una actriz de teatro; quizá fuera divertida más tarde. En una estación pequeña y olvidada, subió al tren una colegiala, ocupó el asiento vacío que había en el compartimento y abrió una novela por la primera página. Todos guardaron silencio. A juzgar por el aspecto de la niña, debían de estar en Gales. Apenas cruzaron palabra con la niña antes de que se pusiera a leer. Se sentó junto a la joven esposa. En su caso, el sombrero de la escuela ocultaba su agachada cabeza como un apagavelas; de sus rasgos, tan solo se le veía la pequeña boca, ligeramente abierta y activa. Incluso su labio superior estaba cubierto de pecas oscuras, también el dedo que levantaba y pasaba la página. El chico tocó una escala en la armónica con respiración acelerada, la joven esposa gritó: «¡Victor!», y todos sintieron cierta lástima por él y se quedaron con su nombre. —¡Aire! —dijo ella de repente, como si hubiera notado la mirada de todos. El hombre de Connemara se abalanzó sobre la ventana y corrió el cristal, después se acercó a la puerta del pasillo y la abrió de par en par, justo cuando pasaba por delante una mujer con un bebé de ocho o nueve meses. Era un niño de cabello rojo y mofletes imponentes que miraba alrededor con los ojos entrecerrados, como si preguntara: «¿Me harías el favor de repetir lo que acabas de decir?». —¡Oh! ¿No es una preciosidad? —gritó la joven esposa con tono de reproche. Habría tendido las manos. No hubo respuesta. Siguieron adelante. —Una niñera inglesa viajando con un niño irlandés, fijaos bien, el niño tiene un aspecto tan espléndido, y ese estilo, el vestido, las enaguas, ¿creéis que ha secuestrado al pequeño? —preguntó la mujer del impermeable mientras daba una calada al cigarrillo. —Oh, Dios mío —dijo el hombre de Connemara. Durante un momento la colegiala emitió dos únicos sonidos: contuvo la respiración y sollozó por algo de su libro. —La idea de un secuestro es un poco descabellada —agregó el hombre de Connemara—. Tal vez la mujer sea sordomuda. —Esta noche no he podido dormir pensando en la maldad que viajaría en el tren y en el barco conmigo. —La piel de la joven esposa enrojeció hasta las sienes. —No es culpa suya. La colegiala agachó más la cabeza y, sin dejar de leer, abrió una mochila de lona que tenía a sus pies en la que —todos la observaban— había un termo, una fiambrera cerrada con llave, un plátano y una Biblia. Escogió el plátano a tientas, se lo llevó a la boca y se lo comió mientras leía. —Si es un secuestro, saldrá en el periódico de Cork del domingo —dijo la mujer del impermeable con seguridad—. Los trenes son el escenario perfecto para que pasen cosas de todo tipo. No hay nada que pueda sorprenderme. —Pero este es nuestro tren —repuso la joven esposa—. Mujeres solas, salvo excepciones, pero a menudo mujeres que hacen el largo viaje a solas o con niños. —El mal aparece donde menos lo esperas —dijo el hombre de Connemara, como si no le importaran los niños—. Hay una cosa y otra, y así siempre, sigue el abecedario con el dedo y fíjate bien en dónde se detiene. —No veré el periódico de Cork —respondió la joven esposa—. Pero, ¡ay!, prefiero quedarme sin aire que respirar a ver a ese pobre bebé de nuevo delante de la puerta, extendiendo los brazos hacia mí. —Entonces, cierre la puerta —dijo el hombre de Connemara, y señaló al joven enamorado, que era quien estaba sentado más cerca. —Disculpa —susurró el joven a la muchacha, y cerró la puerta junto a sus rodillas, cerca de donde ella descansaba la mano abierta. —Pero ¿por qué habría de llevarse al niño secuestrado a Irlanda? —gritó de repente la joven esposa. —Sí… habéis hecho el viaje hacia atrás. Si fuéramos en la otra dirección, sería una historia muy diferente. —Y la mujer del impermeable la miró con prudencia. El tren comenzó a detenerse en una estación grande de Gales. La colegiala, tras un momento de parálisis, se levantó y salió al pasillo en un sueño. Vieron que el libro que cerró se titulaba Semental negro de las colinas. Un hombre alto y corpulento subió al tren y ocupó su lugar. Era en aquella estación, como todos sintieron, donde dejaban de abandonar un lugar y comenzaban a llegar a otro. El alto galés entró en el compartimento entre los comentarios de los demás viajeros y, con gran fuerza, como una maldición, lanzó su bolsa encima de varias de las de ellos, donde creían que ya no había espacio, y ocupó el asiento sin preguntar. Con gesto grave, se acomodó en medio de ellos, entre Victor y la mujer del impermeable, frente al hombre de Connemara. Tenía el cabello separado en dos matas y un ojo saltón —como el del caballo en plena tormenta de los viejos cromos del Oeste americano—, uno de aquellos ojos que se supone que pueden atraer los relámpagos. En el silencio de aquella lóbrega parada, el hombre se palpó todos los bolsillos: no se había dejado nada, solo lo comprobaba. Tenía las manos salpicadas de algo bastante oscuro. —Y bien, ¿adónde se dirige? —preguntó primero al hombre de Connemara y después a los otros, y cada vez la respuesta fue «A Irlanda». El hombre parecía excesivamente asombrado. Encendió una pipa y apuntó con ella al chico. —¿Qué has estado haciendo en Inglaterra, eh? Victor retorció el cuerpo hacia delante y mordió la correa de la puerta. —Ha ido a una boda —dijo la joven esposa, como si ella y Victor estuvieran diciendo lo mismo de dos maneras distintas, y le sonrió plenamente por primera vez. —¿Quién se casó? —Mi hermano —respondió Victor con voz ahogada, sujetándose aún de aquel modo temerario mientras el tren, con cada sacudida, lo mecía de un lado a otro. —¿Una gran boda? Dos galgos cubiertos con mantas de cuadros, como ancianas peligrosamente estáticas que tuvieran la esperanza de que nadie las viera, entraron a toda velocidad, salieron y cruzaron la puerta del pasillo que el recién llegado galés no se había molestado en cerrar. El brillo en la mirada del hombre que los seguía, con el cinturón en alto mientras tiraba de los perros, también era salvaje. —¿Una gran boda? —Toda mi familia estaba allí, si es eso lo que pregunta. —Victor mordió con fuerza; olía a cuero. —Ah, su pobre madre ha terminado en la cama, tan sensacional fue la boda —respondió la joven esposa—. Por eso ella está en Inglaterra y Victor aquí, solo. —Habrás echado de menos la escuela. ¿A qué escuela vas? ¿Vas a la escuela? —Con la fuerza de sus ojos, el galés logró que Victor soltara la correa y respondiera sí o no. —A la escuela, sí. —¿Estudias francés, y todo lo demás? —Ah, lenguas para qué. ¿De qué vale saber irlandés? —preguntó Victor con vehemencia, y alguien le dijo: —¿Qué te dice tu madre? —¿Qué le pasa a tu madre? —preguntó el galés. —Lo de siempre. Pregúnteselo. Pero somos dos hermanos por una parte y cinco por la otra. —Estáis separados. La joven esposa dejó que Victor subiera al asiento y bajara la bolsa de papel del portaequipajes para poder darle una naranja. Sacó también un trozo de bordado, cuadrado y sucio, que la mujer extendió sobre su hermoso brazo y mostró a los demás. —¡Precioso! —«Pequeña casa de campo», se llama. —Sí, veo la casa. Es pequeñita, como todo lo que la rodea. —Sabía que os dejaría encandilados. Es una obra de arte. —¡El conejito que asoma la cabeza! —Hace que te den ganas de ir por la pistola —dijo el galés a Victor. —Mi abuela. Con ochenta años, murió, de repente, en una visita a Inglaterra. Que Dios la tenga en su gloria. Y ahora llevo esta obra de arte de vuelta a casa, a Irlanda —dijo la joven esposa. —Es natural. —Debes llevártela, con todas esas pequeñas puntadas que dio tu abuela. Envolvió la labor, como cualquiera pudo ver —como tal vez en ese momento se veía a sí misma—, doblando una manta sobre la cuna y metiendo por debajo las puntas. Victor, ahora sucio y perfumado de naranja, saltó como un tigre para dejar de nuevo el paquete en la rejilla portaequipajes. —No, no creo que aprender irlandés te sirviera de mucho —dijo el galés—. No es una lengua de verdad. —¿Por qué no? —preguntó al instante la mujer del impermeable—. Tengo un hermano que habla irlandés con mucha fluidez y es un hombre muy popular. No cabe duda de que cuando los ingleses te oyen hablar una lengua que no entienden, al final terminan por tenerte respeto.791 —Usted es de Londres. —El galés se llevó la pipa a los labios y fumó. —Oh, Dios mío. —El hombre de Connemara se dio una palmada en la cabeza—. Mi mujer es inglesa. ¿Cómo se lo tomaría? No quiero ni pensarlo. ¡Imagine que de repente comienzo a dirigirme a ella en irlandés! ¿Cómo le sentaría que su marido le hablara solo en irlandés? ¡O en galés, por el amor de Dios! —Buscó la mirada de todas las mujeres, la última la de la jovencita irlandesa, que no parecía haber prestado atención a la pregunta—. ¡Ajá, ja, ja! —gritó rápidamente y con actitud desesperada, pidiéndole tan solo que se riera con él. Pero el brazo del joven estaba extendido sobre el respaldo y ella estaba sentada debajo de su arco, como si fuera la entrada a una cueva, lo cual, sin duda, todos vieron. —¿Le apetece una galleta? —preguntó con amabilidad la joven esposa al hombre de Connemara. Él cogió una sin decir palabra; en ese momento no tenía palabras, ni en inglés ni en irlandés. A continuación la mujer abrió otro paquete—. Hay un montón —comentó. —Oh, espera —dijo la mujer del impermeable al tiempo que se levantaba. Y entonces abrió un paquete que parecía un tonel, lleno de toda la comida que podía sacarse sin riesgo de Inglaterra. Les ofreció caramelos, bizcochos con mermelada, galletas, plátanos, frutos secos, gajos de naranjas estallantes, pan con mantequilla, y todos ellos, en aquella corriente de hospitalidad y calor, disfrutaron de la comida. Todos participaron, salvo el galés, que dijo tener una cena en Gales. Fue más que nunca como una pequeña fiesta, de algún modo mucho más sofisticada, muy triste para pasarla con la nariz pegada al cristal de una ventana. Sirvieron té de dos termos humeantes; las ventanas negras —porque el sol ya se había puesto, aunque no había asomado en todo el día entre la lluvia y la niebla— los abrigaban y resguardaban de lo que volaba por fuera. —¿Me podría dar el nombre de algún lugar donde hospedarme en Cork? —La joven americana se dirigió al hombre de Connemara mientras él le ofrecía una galleta. —¿En Cork? Ah, pero no creo que quieras quedarte en Cork. Killarney es mucho mejor, si quieres ver las maravillas de Irlanda. ¡Los lagos y las montañas! Azules como cielos azules, los lagos. Es allí donde deberías ir, a Killarney. —Quiere decir que debería escalar la colina de Tara —dijo el guardia, que, acompañado de un soplo de aire frío, había entrado a picarles de nuevo los billetes—. Todo el camino hasta arriba, hasta los rath, para que, a la luz de las velas, sus ojos descubran algo que no habían visto antes, si eso es lo que quiere. ¿No ha subido nunca a la colina ni ha entrado en un rath, señorita? Tal vez necesitara un poco de impulso, no sé su talla, pero no creo que fuera dificil ayudarla a llegar hasta allí. —Picó su billete mientras le dedicaba una mirada azul y amable, y salió del compartimento. —Bueno, voy al vagón restaurante. —La mujer del impermeable se puso en pie bajo la tenue luz del techo, que brillaba en sus hombros. Luego, con su larga nariz propuso a los otros que la acompañaran. En realidad, ¿tenía intención de comer, después de aquella esplendidez? Todos se rieron, como si, sorprendidos, quisieran animarla a ello, y la joven americana murmuró con tono monótono: —Yo no, tengo que escribir una carta. La mujer salió, con su largo abrigo brillante y ruidoso. El chico se quedó mirándola, el primer viento marino entró por la puerta abierta, y su remolino asintió como una flor oscura.793 —Magnífica —dijo el hombre de Connemara—. Grande e imponente, esa mujer, desde luego. Allí fuera, las niñeras, golpeadas por ráfagas de viento adverso, chillaban en silencio por los pasillos como en una pesadilla. Debía de ser como el túnel del amor para ellas: esa idea pasó por la cabeza de la joven enamorada. ¡Estaba tan rígida! Se levantó con dificultad, se tambaleó levemente al salir del compartimento. Se quedó a solas en el pasillo. Un joven pasó junto a ella, tenía bigote suave y rubio, cabellos suaves y rubios, peinándose…, oh, maravilloso. Entonces llegó un sombrero como el del viejo Cromwell, sobre la cabeza de una dama, que también llevaba una capa de piel, un bastón, zapatos planos y elegantes, y un libro pesado con un lápiz en su interior. La anciana golpeó el suelo con su bastón e hizo que un amable anciano con polainas y sombrero con cinta se hiciera a un lado para dejarla pasar. Toda aquella gente se dirigía a los vagones restaurante. La mujer asomó la cabeza por la ventana del pasillo, a la noche galesa, que, vista desde dentro —con la cabeza metida en su boca— no se veía negra sino pálida. Gales era formidable, como una barrera. ¿Qué contornos que ella no lograba ver se alzaban allí fuera, densos y heráldicos? Las luces se reflejaron sobre las paredes de un túnel, brillaron los manantiales siempre vivos que habían secado para hacer los túneles. ¿Deberían haber empezado a abrirlos, aquellos túneles? A veces había destellos. Se suspendió en la noche herida durante un minuto: había que dejar que él deseara que ella volviera. —¿A qué se dedica en Inglaterra? ¿Está muy ocupado? —preguntó el galés, apuntando con la caña de su pipa al hombre de Connemara. —Sí, crío pájaros en Sussex, si se refiere a mis aficiones. —Menudo estruendo, ¿no le parece? ¿No pasa las noches en vela por culpa de los pájaros? —Al contrario. Ni siquiera los oigo. Por supuesto hay pájaros que, más que cantar, mantienen conversaciones. A veces escucho sus conversaciones. —Se refiere a los loros, supongo. ¿También tiene loros? ¿Les enseña a hablar? —Periquitos. Oh, tuve uno que era un conversador maravilloso, pero curioso, muy extraño y curioso, en cuanto a sus hábitos alimentarios. —¿Qué comía? No se puede esperar demasiado de un pájaro así. —¿Así, cómo? —Un loro que habla pero no come bien, el que me acaba de decir que tenía. —Aquel pájaro era una excepción. No estaba en venta. —¿Se hace responsable de sus pájaros? Todos permanecieron a la espera mientras atravesaban ruidosamente un túnel. —¿A qué se refiere con «responsable»? —Responsable: me vende un pájaro. Pero no habla, ni canta. ¿Puedo devolvérselo? —No. Es un don divino, amigo. —¿Cuántos años tiene ahora el pájaro? ¿Tiene buena salud? —Por culpa de las circunstancias de Inglaterra, no podía conseguirle las especialidades que más le gustaban, y un día entré y me encontré al pájaro tieso. Aun así, es una afición bonita. Muy interesante. —¿Le habrían dado al menos cinco libras por ella, si le hubiera encontrado comprador? ¿Qué era lo que tanto le gustaba comer? —Era macho, y no estaba en venta, y si hubiera habido quien lo hubiera querido vender, habría pedido por él ocho libras. —Ah. ¿Comía lo que no debía? —Más bien no podía comer lo que no debía. Lo destruyó un apetito mortal por comida que no imaginarían que un pájaro pudiera desear. Jamás he criado ningún otro pájaro que se desarrollara tan bien, que aprendiera tan rápido y que tuviera tantas cosas que decir. —Y nunca intentó venderlo. —Para empezar, no podía permitirme soltarlo en Sussex. Le dije a mi mujer que no limpiara su jaula sin tomar todas las precauciones, que no hablara mucho con él, como solía hacer. El galés lo miró. —Bueno, murió —dijo. —¡Pase usted por mi casa! —gritó el hombre de Connemara—. Mire por la ventana, como seguramente querrá hacer, y verá allí el pájaro… disecado. En un primer momento creerá que está vivo. ¡Pico abierto! Hablando con los últimos, como usted o como yo, cuyas almas necesitan salvación. —Almas. ¿La Iglesia principal en Irlanda es la católica? ¿Diría que Irlanda es un país católico? —El galés empezó de nuevo. —Sí, lo diría. —¿Hay una iglesia católica donde usted vive, en su ciudad? —Sí. —¿Y usted va? —Sí. —Suponga que un día no lo hace. Si no va a la iglesia, ¿el sacerdote le impone una multa? —¡Por supuesto que no! ¡El padre Lavery! ¿Adónde quiere ir a parar? —Suponga que es domingo (mañana es domingo) y no va a la iglesia. ¿Tendría que pagarle una multa al sacerdote? El hombre de Connemara bajó su oscura cabeza; miró fijamente a los enamorados, pues ella ya había regresado a su asiento. —¡Por supuesto que no! —Siguió mirando a la muchacha. —Ah, en estas ventanas que ahora se han vuelto tan negras parecemos casi fantasmas —susurró ella, mirando más allá. Entonces él dijo: —En un castillo que conozco se ven por las paredes. —¿En qué castillo? —preguntó la muchacha enamorada. —Querrás decir qué fantasmas. Primero llega ella, después él. —¿En Connemara? —Ah, tú no has estado allí. Mañana por la noche ya habré llegado. Ella llega primero porque está loca, y él lentamente, con el puñal todavía clavado, ¿comprendes? Destruido por ella. Ella se pasea por el lugar, con solemnidad, se deja ver sin timidez. Entonces llega él, de mala gana, sin poner los pies en el suelo…, deslizándose por el aire. Como un pez ensartado, podría decirse, por el puñal. Porque son una pareja, él y ella, dos partes sin duda unidas; y mientras los miras van saltando por el aire brillante, de luz de luna tal vez, desplazándose juntos, en la intimidad, como un par de cometas que empiezan de nuevo. El cabello liso de la muchacha, cortado por la nuca y terminado en punta, su naricita afilada que se prolongaba por la línea no sangrada que comenzaba en su cabello, sus ojos flotantes e imaginativos, los mantenían a todos, igual que a su enamorado, en la calma más perfecta. El amor era ahora asombro. Los enamorados no se tocaban, por mil razones, pero aquella era una. —¿Qué empiezan de nuevo? —preguntó el galés—. ¿Acaso los ha visto? —Así es, no soy ninguna excepción. —¿Nos puede decir quiénes cree que son? —Visite la zona y encontrará quienes le pueden dar detalles morbosos. Yo solo me hago una idea general de su personalidad y su temperamento, que me he formado tras varias deducciones. Entonces, ¿usted nunca ha visto un fantasma? El galés lo miró como si lo hubieran golpeado injustamente, como si una pregunta ahora, en ese lugar, fuera a llevar las cosas demasiado lejos. Pero se limitó a responder: —Los he oído. —Ah, guárdeselo para usted, entonces, no diga nada durante todo el viaje, no fanfarronee, hágame el favor —gritó la joven esposa—. A algunos nos basta con los fantasmas irlandeses por esta noche, no hace ninguna falta mezclarlos con los galeses y sus chillidos, y justo delante de nosotros se pasean por encima del agua, salvo por delante de usted. —Entonces no le molestan lord y lady Beagle, ¿verdad? No deberían asustarlo, son encantadores y están casados. Aún casados. Vaya, acabo de recordar sus nombres, ¿qué le parece? Lord y lady Beagle, como si hubieran enviado una postal. ¡Ja, ja! —De nuevo, el hombre de Connemara trató de provocar esa risa cantarina en la aterrada muchacha, de quien aún no había apartado la mirada. —No —le rogó la joven esposa, obligándose a dirigir los ojos a su palma, que parecía una bandeja—. Esos nombres son absurdos, disparatados, para fantasmas. —Bueno, ¿qué clase de fantasmas cree que son? Sus miradas se encontraron entre la risa y el remordimiento. Ella negó con la cabeza. —No hay fantasmas —dijo Victor. —Toma, chupa esta dulce naranja —le susurró ella, como si el chico estuviera celoso. —Aquí llega la novia —anunció el galés. —Oh, Dios mío. Pero ¿qué relación tenía ella con el galés? Entonces entró la mujer del impermeable radiante, que regresaba de cenar, pero el hombre, sin pararse a pensar, preguntó: —¿Tiene que confesarse? ¿Con frecuencia? Suponga que se confiesa: palabras malsonantes, pensamientos lascivos, cosas por el estilo. En tal caso, ¿el sacerdote le hace pagar una multa? —La confesión es voluntaria, así que ¿por qué no? —señaló la mujer, pasando por encima de los pies de todos. —¿Usted también es católica? —dijo él mientras la mujer se cernía sobre sus rodillas. Y mientras todos cerraban los ojos, ella cayó en su regazo, sentada encima de él. Incluso los perros, que ahora corrían a toda velocidad en la otra dirección, se detuvieron durante un instante, con la lengua fuera. Entonces un perro entró con ellos. Aquel galgo se lanzó adelante, atrás, se echó en el suelo, sacudía el rabo como si fuera un dragón. Los ojos de la mujer contemplaban la confusión, y pequeñas burbujas de aburrimiento y sospecha comenzaron a juguetear bajo la piel de sus mofletes, buf, buf, buf, mientras las arrugas de varios recuerdos e inquietudes se formaban y desaparecían de su frente como pequeñas puntas de relámpago. —Vaya, mirad qué tenemos aquí —dijo el enamorado—. Aquí, muchacho, aquí. —Se llama Telefonista —dijo la mujer del impermeable, ahora de pie y enderezándose con ampulosos movimientos de las manos—. Acabo de hablar con su cuidador. Mejor no provocarla. Es una ganadora, según él. La mujer se dejó caer en el asiento y dirigió una mirada alrededor como si ella siempre hubiera sido demasiado femenina para aquel lugar. Su cara soñadora se volvió lentamente y se encontró con la mirada severa y adusta del galés: él parecía estar esperando una disculpa por parte de alguien. —Pocos corren tan deprisa para al final no conseguir nada como le sucede a ella —dijo la mujer. Telefonista se estremeció, comió algunas migas, tosió. —Me avergüenza oírle decir eso. Consigue la gloria —respondió el hombre de Connemara—. ¿Cuánta gente que usted conozca aspira a la mitad de la gloria que puede conseguir un perro? —No le gustan los perros. —La mujer lo miró, inclinando la cabeza. —No son lo mío. No van conmigo, no. El cuidador entró en el compartimento a toda prisa y él y los perros salieron de inmediato. Alguien cerró la puerta. Fue el galés. —Y bien, ¿a qué hora de la noche llegan a Cork? —preguntó. El enamorado respondió, de forma inesperada: —Mañana por la mañana. —La muchacha dejó escapar un largo suspiro. —¿A qué hora de la mañana? —¡A las nueve! —gritaron todos menos la americana. —Toda la noche de viaje —comentó. —¡Habrá que reservar camarote en Fishguard! La mujer menuda que llevaba el bebé pelirrojo pasó por delante de ellos; el bebé, con los mismos ojos grandes y encantados, los miró a través del cristal. —¡Oh, siempre me mareo en barco! —gritó la joven esposa con tono entusiasta y fatalista, observando con frialdad al bebé, que, aunque pegó la manita abierta en el cristal, ahora no estaba siendo secuestrado. Se inclinó para decirle a la muchacha—: Nada más bajar del tren y poner los pies en Fishguard, ya me estaré muriendo. —¿Qué suele hacer para combatir el mareo cuando viaja en el barco de Cork? —Me quedo en un sitio y no me muevo, ¡eso es lo que hago! —gritó, la sonrisa, que no la había abandonado, triste, todos pendientes de sus dulces labios—. Trato de no moverme en absoluto y lo paso fatal durante todo el trayecto. —Victor se apartó un poco de su lado. —El barco se mueve —dijo el galés. Victor se alejó de él. —¿El Innisfallen? Claro que se mueve, cruza un mar lejano, ancho, muy profundo y traicionero, y con mucha historia. —El hombre de Connemara se cruzó de brazos. —Se tarda seis semanas, ¿no creen? —preguntó a todos la joven esposa—. En recuperarse del viaje. Siempre le digo a mi marido que un par de semanas no son suficientes. Mi marido es inglés, pero a mí nunca me ha gustado Inglaterra. Tengo seis tías que viven allí. Hermanas de mi madre. — Sonrió—. Y todas detestan el país. Mi abuela murió mientras vivía en Inglaterra. Hundió las mejillas entre los puños, Victor se inclinó hacia delante. Su cabello, negro azulado, envolvía el remolino como un disco de gramófono giratorio; parecía que soñara con estar en tierra y pelearse con alguien por ello. —Que Dios la tenga en su gloria —dijo la mujer del impermeable, como si hubiera ido al vagón de mercancías y hubiera visto que la abuela viajaba con ellos, a su tumba en Irlanda; pero en ese caso la joven esposa habría estado con la muerta, y no haciendo de madre de Victor. —Entonces, ¿cuánto les costó el billete? ¿De Fishguard a Cork, y de Cork a Fishguard? Tal vez haga el viaje cuando tenga vacaciones. —¿Dónde nos dejará esta noche? —preguntó la joven esposa, con la misma voz con que había hablado de su abuela y de las hermanas de su madre. El hombre dijo un nombre para hacerla parecer más compasiva y repitió: —¿Cuánto cuesta un billete de Fishguard a Cork? Justo en ese momento se detuvieron en una estación oscura y la voz de un joven vendedor de periódicos ofreció sus periódicos en el tren. —Dios mío, ¿dónde estamos? El galés levantó una mano y pidió un periódico, y un niño extraño, de tez oscura, le acercó uno a su vagón. Al ver a aquel hombre desplegando el periódico, la mujer del impermeable con los labios acartonados como los de una actriz, de repente dijo: —¿Cómo terminó la carrera? —¿Cómo dice? ¿Carrera? ¿A qué carrera se refiere? —El galés le lanzó la mirada que ya le había lanzado cuando se había sentado en sus rodillas. Agitó y estiró el periódico sin mostrárselo demasiado a nadie. Ella inclinó la cabeza. —Little Boy Blue, sí —murmuró por encima del hombro de él. Mientras el hombre seguía leyendo se inició una discusión sobre Little Boy Blue. —¿Cuánto dinero apuesta de una sola vez? —preguntó de repente el galés, asomando la cara por detrás del periódico. Entonces, con la misma rapidez, dio marcha atrás y retiró la pregunta. —Ahora la segunda carrera —murmuró la mujer del impermeable. Todos se acercaron al galés, que estaba leyendo las noticias de Gales, callado como un muerto. El hombre de Connemara levantó una mano como para indicar que se podía volver la página. —¡Long Gone, Desaparecido, el favorito! También usted ha desaparecido —añadió con cortesía dirigiéndose a la mujer del impermeable. Probablemente la estaba castigando por haber ido a comer y después haberse caído encima de un hombre. —Así es —respondió levantando el mentón. Sacó un Player y lo encendió. Dio una calada—. Estaba lejos, doce vagones. La comida ha sido maravillosa… Pollo. Un hombre se ha puesto de pie en el pasillo, cuando se lo han servido, y ha gritado: «¡Esto es conejo!». Les pareció gracioso. El hombre de Connemara soltó su risotada aguda y franca. Los enamorados, entrelazados, reían en silencio, pero la mujer exhaló un anillo de humo, en el que Victor vio un arma imaginaria. —Una comida larga y deliciosa. Un hombre salió y después regresó para decirnos que mientras comíamos habían cambiado los vagones, y que había subido al tren, bajado del tren, y que no lo había encontrado. —Su voz sonaba ahora tan oscura y remota que parecía que les relatara andanzas muy lejanas. El galés, por encima del periódico, dijo: —¿Que habían cambiado los vagones? Todos rieron aún más fuerte. —Nos dijo que su vagón había desaparecido, sí. No estaba donde lo había dejado: esperaba encontrarlo allí, pero al parecer no lo había encontrado. Volvió por segunda vez al vagón restaurante y nos lo contó. Agarró por el brazo al guardia. «Estaba sentado a la mesa, comiendo, y han cambiado de lugar los vagones», dijo. «He paseado por todo el tren con perros correteando, por vagones llenos de cajas, por vagones llenos de seres humanos allí sentados, en los que no me había fijado hasta ese momento, una fiesta con gente joven que bloqueaba el paso en el pasillo.» —Todos irlandeses —dijo la joven esposa, y acarició la cabeza de Victor; el chico miraba al vacío con los ojos muy abiertos. —El guardia estaba ocupado y se dirigió a un hombre; un caballero que estaba comiendo. Sí, así es, todos irlandeses. «¿Me haría el favor de acompañar a este hombre a su sitio, cuando pueda, porque se ha perdido?» «No me he perdido, sino distraído», dijo. y volvió a dar sus argumentos. El hombre dijo que encontraría su vagon él solo, y el hombre que tenía delante se levantó y fue cuando gritó que el pollo era conejo. El caballero soltó el cuchillo y dijo que estuviera aquel hombre perdido o no, hubieran cambiado el vagón o no, fuera el guisado de conejo o no, lo único que tenía intención de hacer, cuando pudiera, era terminarse la comida que tenía en el plato en paz. —Abrió el bolso y repartió pastillas de regaliz. —Un hombre un poco vulgar —dijo el hombre de Connemara. —Una comida maravillosa. —Entonces usted no se perdió, deduzco —continuó el galés aceptando una pastilla de regaliz—. ¿Ha viajado mucho? —Oh, cielos, ¿si he viajado? En realidad, sí. Sí, sin parar. —Oh, Dios mío. —No. Nunca me pierdo. —Dejemos el tema —dijo el galés. Los enamorados se acomodaron en los cojines. Eran el único asunto sobre el que nadie discutiría. —Miren —dijo la muchacha en voz baja, desde detrás del brazo del joven, pero no dirigiéndose a él—. He visto una cara que aparece una y otra vez, mirando por la ventana. Un hombre, paseándose de un lado para otro, ¿es posible que sea el hombre tan desafortunado? —No es él, este es el que llevaba a los galgos, ¿no lo vieron cuando entró? —El joven habló con impaciencia, dirigiéndose a todos—. Él llevaba a los perros, o los perros lo llevaban a él. —Es un tren largo —murmuró la mujer al galés—. El tren más largo y con más pasajeros de cuantos salen de Inglaterra, diría yo, el que enlaza con el Innisfallen. —¿Es así como se llama el barco? ¿Se alegró de marcharse de Inglaterra? —Así se llama y me alegró… comenzar este viaje, feliz de que aquello se hubiera terminado. — Lo miró, primero a él y después a los otros, miró el compartimento, el equipaje alborotado, todo. Fuera, el oscuro Gales se pegaba con fuerza a la ventana, como un pájaro que les hiciera compañía—. Bajo un poco la persiana, ¿de acuerdo? —dijo. Tiró hacia abajo de la persiana y la aseguró, y a continuación tiró de la persiana de la puerta. Mientras lo hacía, la persiana de la ventana salió disparada de nuevo hacia arriba, con un ruido como el de un pavo. Todos gritaron de alborozo… ¡Lo sabían! Era divertida. El tren se detuvo y esperó un rato largo en la oscuridad, en mitad de la nada. Permanecieron sentados, balanceando los pies. El hombre de Connemara silbó maravillosamente durante un minuto, Victor se comió la tercera naranja. —¡Supongan que llegamos tarde! —gritó el hombre de Connemara. Las montañas pudieron oírlo. Habían abierto la ventana para mirar, con la esperanza de averiguar cuál era el problema, pero no lo descubrieron—. ¡Y que el Innisfallen sale sin nosotros! ¡Y que no llegamos al otro lado esta noche! —Entonces tendrían que quedarse todos en Fishguard —dijo el galés. —¡Oh, menudo escándalo se armará en Cork, cuando vean que no llegamos! —gritó la joven esposa con alegría—. Si el barco sale sin nosotros, ay, pobres de nosotros. Victor soltó una risotada estridente. Había hecho un dibujo con la piel de la naranja en la cornisa de la ventana, que ahora deshizo. —No hay mucho sitio para los viajeros en la ciudad de Fishguard —dijo el galés con la pipa en la boca—. Será mejor que se queden en la estación. —¿No sufrirán los de Cork? —La joven esposa ladeó la cabeza. —¡Mis cinco hermanos estarán esperando para darme una paliza! —dijo Victor con aire orgulloso. —Supongo que no será la primera vez que pasan la noche a la intemperie en Fishguard. —¿En Fishguard? —gritó con tono de advertencia el hombre de Connemara. Frunció el entrecejo y abrió mucho los ojos, con expresión inocente—. ¿Acaso no sabía que viaja en el tren del barco? —Ah, ¿es así como lo llaman? —preguntó el galés de un modo igualmente inocente. —Retendrán el barco hasta que lleguemos. Me atrevería a asegurar que todas las almas que vamos en el tren subiremos a ese barco. —¿Retener el Innisfallen en el puerto de Fishguard? ¿Durante cuánto tiempo? —Si hace falta hasta el día del Juicio Final, pero por lo general sale a medianoche. —No, señor, no nos quedaremos tirados en Fishguard, ni esta noche ni ninguna otra —dijo la mujer del impermeable. —¡O…! —exclamó el hombre de Connemara—. O si finalmente llegamos tan tarde, podríamos tomar el otro barco, a Rosslare, ¡oh, Dios mío! ¡Y pasar el domingo regresando a Cork! —Usted va a Connemara a ver a su madre —adivinó la joven esposa. —¡Estoy seguro como que hay Dios de que antes pasaré la noche en Cork! —le gritó, y se dejó caer de rodillas, como si alguien tratara de quitarle Cork. —¿Cuál ha sido la vez que han retenido el barco durante más tiempo? —preguntó el galés. —Quién sabe —respondió la mujer del impermeable—. Quizá sea esta noche. —¿Puedo salir para ver por qué hemos parado? —preguntó Victor. —Oh, Dios mío, ¡hemos arrancado! Oh, Cork… —Cuando viajan a Cork, ¿se marean en el barco? —inquirió el galés, balanceándose entre ellos mientras el tren retomaba la marcha. La mujer del impermeable hizo un gesto ampuloso con la mano, se levantó y bajó su maleta. La abrió y de debajo de la bolsa de agua caliente de franela rosa sacó una cajita de cartón. —¿Qué lleva ahí? ¿Pastillas contra el mareo? —preguntó. La mujer levantó la tapa y le pasó la caja por debajo de los ojos, después por debajo de los ojos de los otros, si bien demasiado deprisa para estar ofreciéndoles algo. —Es un regalo —aclaró—. Pastillas contra el mareo que me han dado para el viaje.807 Los enamorados sonrieron al mismo tiempo, como solían hacer al pensar en cualquier clase de regalo. El tren volvió a detenerse. Arrancó, se detuvo. Arrancó. Allí, en las afueras de Gales, avanzaba y vacilaba de manera rítmica e interminable, como una aguja dando puntadas. Las ruedas habían adoptado el sonido indefenso característico de los viajes cerca del mar abierto. Las lámparas de aceite quemaban dentro de sus cajitas en los apeaderos; se produjo un tirón por culpa de los árboles, todos inclinados en la misma dirección. —Y ahora, ¿qué? —Se habían detenido de nuevo. Un suspiro se escapó de los labios de los enamorados, que habían respirado el aire del mar. Una única lámpara vigilaba su ventana, como el ojo de un dragón descubierto tras el párpado del sueño. —¡Es mi estación! —Se dijo de súbito el galés. Se levantó, se escondió la mata de cabello debajo de un sombrero negro, bajó la maleta y el abrigo y a punto estuvo de barrer con él el paquete de la «pequeña casa de campo» de la joven esposa. Pasó por delante de todos ellos, arrastrando la maleta con gran esfuerzo; quién sabía qué llevaría allí dentro. Abrió la puerta de un tirón, se volvió para mirarlos y comenzó a bajar de espaldas los escalones. Sin embargo, enseguida reapareció. Se había equivocado de estación. Pero se quedó de pie en la puerta, negando con la cabeza, mientras el tren aceleraba. —Tal vez me anime yo también a criar pájaros algún día —dijo en voz un poco más alta—. ¿Usted con qué empezó, con un gallo y una gallina? En el dedo índice que el hombre de Connemara levantó antes de responder había una uña negra, parecía la señal de un martillazo; tal vez un recordatorio de que no debía hacer cierta cosa antes de llegar a Irlanda. —Le recomiendo que empiece con un gallo y dos gallinas. Y no lo haga sin dejarse aconsejar. —¿Usted con qué empezó? —Con seis gallos… Otra estación oscura, y en ella bajó el galés. —¡… y seis gallinas! Era ya demasiado que asomara aquel rostro allí de nuevo. No tenía vergüenza de sí mismo, ni una pizca más de la que podía sentir por lo oscura e impenetrable que era la atmósfera en Gales y preguntó: —¿Hay que presentar un pasaporte para entrar en Irlanda? —Desde luego. Un pasaporte o un documento de viaje. Oh, Dios mío. —¿Qué quiere decir con «un documento de viaje»? Enséñeme el suyo. ¿Todos ustedes llevan el suyo? Le mostraron sus documentos y pasaportes. —¡Vaya, qué hermosa es tu madre! —gritó la joven esposa a Victor, por encima de su hombro—. ¿Esa pequeña señal que tiene en la mejilla es un antojo? —Sí —respondió con un grito de angustia. El galés sostenía el pasaporte diferente de la americana abierto en la mano; la joven parecía asustada, ella, que se lo había entregado enseguida, como si fuera necesario, como si la hubiera despertado en mitad de la noche. Leyó en alto su nombre, nacionalidad, edad, el nombre de su marido, su nacionalidad. Y no lo leyó con tono oficial. Aún peor: lo leyó como si fuera el borrador de un poema en el que solo faltara el último verso. —Mi marido es fotógrafo. Hemos instalado un pequeño cuarto oscuro en nuestro piso —dijo la joven. Entonces, de repente, él se volvió y le preguntó al hombre de Connemara: —Y esa es su opinión, que su apreciado pájaro murió porque anhelaba alimentarse de comida exótica. —En ocasiones he soñado que cierta persona tuvo algo que ver en ello —respondió el hombre de Connemara, con un tono cada vez más elevado—. Nunca había hablado de eso hasta ahora. Pero las mujeres son criaturas celosas e inestables, lo he estado pensando durante este largo trayecto. —¡De los pájaros! —gritó la joven esposa, llevándose los dedos a los hombros. —¿Y cuál es su vicio? —¿Por qué de los pájaros? —¿Por qué no? —¿Porque hablaba? —¿Cuál es su vicio? Otro farol, otra parada. —Estará lloviendo sobre el agua —dijo el galés mientras abría la puerta de golpe. Desde el escalón se volvió y preguntó—: ¿Con qué se toman esas pastillas contra el mareo? ¿Tienen bebida para tragarlas? —Yo tengo. A continuación, en medio de la noche ventosa, exclamó: —¿Se pueden comprar bebidas en el barco, o es ya demasiado tarde para eso? —Tres millas más allá solo están el mar y la gloria —gritó el hombre de Connemara. —Sea bueno —respondió el galés, y se alejó con paso ligero. Desapareció por tercera vez en la negrura galesa, ahora para no volver. Era como si un enorme pulgar lo hubiera aplastado. Tras su partida los otros se acomodaron y tumbaron, todos salvo los jóvenes enamorados se arrellanaron en sus asientos; ella se frotaba el brazo, arriba y abajo. Nadie había preguntado a aquel pobre perdedor a qué se dedicaba, si tenía mujer e hijos; tal vez estaba solo con una tía. No le habían dado la oportunidad de que les contara qué hacía en ese remoto lugar de Gales, o por qué tenía que ir allí aquella noche, ni siquiera qué diablos llevaba en esa maleta tan pesada. Mientras conversaban, la joven americana reclinó la cabeza en el asiento, con una leve sonrisa en el rostro. —Solo un consejo —le dijo el hombre de Connemara al oído a la vez que pasaba el pasaporte, caliente de su mano, a la de ella—. En el futuro, vigile a quién hace preguntas. Ha tenido suerte de hablar conmigo, soy un hombre casado. Me ha gustado poder contarle todo lo que sé, que vaya a Killarney y todo lo demás, que descubra la maravillosa belleza de los lagos. Pero la próxima vez pregúntele al guardia. La cabeza de Victor se volvió hacia la presencia vigilante de la joven esposa; tenía la mano derecha abandonada en el regazo de ella, un puño que se alejaba. En Fishguard tuvieron que zarandearlo para que despertara y tirar de él hacia fuera, hacia la lluvia. En realidad, ningún viajero de aquel compartimento había reservado camarote en el Innisfallen, salvo la mujer del impermeable, que salió rápidamente. La mayoría de los pasajeros de tercera pasaron una noche de tercera clase en la sala del Innisfallen. El hombre de Connemara fue el primero en tumbarse, como una estrella de mar exhausta, en un sofá tapizado en cretona. La joven americana miró fijamente una página de su libro y después lo cerró hasta que zarparon. Los enamorados desaparecieron. En la profundidad de la noche, aquella sala resplandeciente alcanzó un vórtice de calma, como una sala en la que todos los cerebros están ocupados, a punto de tomar grandes decisiones. De vez en cuando se oían unos golpecitos, como si alguien tamborileara con los dedos: eso significaba, para los ojos cerrados o hipnotizados, que los perros pasaban corriendo a toda velocidad. Los amables ancianos que paseaban por los pasillos con sus prendas de tweed y parecían perdidos como los corderos de Jesús, esperaban, tal vez, que abriera el bar. La joven esposa, tan desesperada como había temido, no vio nada, lo olvidó todo, e incluso abandonó a Victor, como si no pudiera haber un momento ni un lugar en el mundo que no fuera el de su sufrimiento. Habló con el chico como si no lo hubiera visto nunca, como si no fuera a verlo nunca más. Victor se llevó a un rincón el último envoltorio de las galletas que ella le había dado y lo vació lentamente, formando una montaña de migas; después inclinó la cabeza sobre su documento de viaje, que tenía un sello nuevo, y lo acarició con la mejilla y flotó inconsciente. El hombre de Connemara se incorporó tras el sueño y miró fijamente a la joven americana, clavada en su silla al otro lado de la sala, como si viera a una mujer atribulada que había abandonado a su marido, se había puesto en peligro entre extraños, a quien habían hecho regresar, y que ahora estaba allí en su segunda vuelta, preguntando de nuevo por un lugar donde alojarse en Cork. Ella le devolvió la mirada, inmóvil, hasta que él se convirtió de nuevo en una estrella de mar. Entonces amaneció: un mundo de cielo que se abría sobre ellos, de luz fluente. El Innisfallen había entrado en el río Lee. Casi se podían tocar las fachadas de color beige, rosa, gris o salmón de las casas, los árboles que brillaban como las alas de los pájaros, las campanas que buscaban el sonido mientras el barco, en silencio, pasaba a su lado. El domingo, también la hora, estaban invadidos de realidad. Los prados tenían una pureza de lirio que animaba e invitaba a todos los sentidos de la mañana, incluso al olfato, como solo puede hacerlo la nieve: como si por la noche hubiera nevado, y aquel sol y aquel barco hubieran seguido el rastro de los copos para derretirlos. Fue aquella distancia corta, si bien inmaculada, entre el barco y la tierra a ambos lados lo que suscitó en el corazón una pregunta punzante como una flecha. Alguien gritó al azar: —¿Qué ciudad es esta? Cualquiera debería haberlo sabido, pero los sentidos que se despiertan de regreso a casa pueden estar demasiado embotados, tanto que las líneas negras y los marcos se disipan como los nombres, dejando tan solo formas de luz y color sin conocimientos ni memoria que informen de ellos. ¡Despertarse en el río, y no en el mar! Era más que una pequeña ciudad lo que en su silencio saludaron, sin tocarla ni desviarse hacia ella. Cuando el barco hubo dejado atrás un campanario en el que tañían las campanas, y las manecillas hubieron destellado oro hacia ellos, una campana más vieja, severa y lejana sonó desde un tiempo de tierra adentro: ahora. Ahora las gaviotas se paseaban por los céspedes de la ciudad. Se movían entre los setos, el barco en el jardín. Oyeron el canto de un tordo, y allí cantó: tan claro y tan temprano fue todo. En cubierta una niña aplaudía. —¿Por qué haces eso? —preguntó su hermano cariñosamente. En la costa apareció una calle de la ciudad, y ahora los coches avanzaban paralelos al barco; los pasajeros hacían sonar las bocinas de los vehículos y agitaban pañuelos de arriba abajo. De uno de los lados llegó el sonido de una armónica, desesperada, diminuta y atrevida. Victor estaba donde no debería estar, en cubierta, regalando gestos poco amistosos y melodías a la gente que ya veían en el puerto. Ahora tendría que buscar a sus hermanos. Tal vez, en la sala, su guardiana estuviera por fin dormida, blanca y exhausta, sonriendo de manera inhumana mientras soñaba. Los enamorados estaban en la cubierta inferior, más sombría, los dos de espaldas. Entre ellos una línea de sol como un hilo que pudiera ser apartado. Aún no convenía mirarles a la cara, observando el agua. ¿Cuánto, hasta dónde llegaría aquel día a herirles el corazón? A partir de hoy todo los heriría de manera más profunda que ayer. Las botas de invierno de ella, acartonadas por la humedad de Londres, parecían grandes en aquel barco, agujereadas, al borde de esa luz sobre la que se cernían. Y de repente, ella cambió de posición: un zapato golpeó al otro, con la punta, por detrás. Se quedó así. La sirena del barco rugió como cien notas de órgano sonando a la vez, pero ella no tembló; estaba tan acostumbrada a las sirenas de los barcos como una de las gaviotas; o tan lejos. —¡Hay una novia a bordo! —gritó alguien—. ¡Miradla, miradla! Y entonces una muchacha que todavía no se había mostrado en público apareció junto a la barandilla con un sombrero blanco de primavera y las manos metidas en un manguito blanco de piel de conejo algo anticuado. Se quedó allí de pie, lista para dejarse ver, ahora que había decidido salir. Pronto se vio rodeada de júbilo, de gente que cantaba para ella a bordo, las campanas de la ciudad repicaban con urgencia. Sin duda, el color que se reflejaba en sus ojos provenía de los lirios colgados en alto en la orilla. La novia sonrió pero no levantó la vista; miraba hacia abajo, hacia su deslumbrante manguito de piel. Estaban dentro, el agua calma alrededor. Las gaviotas se reunieron; justo por debajo de la superficie un periódico se hundía lentamente con sus noticias ahogadas. Entre la multitud del puerto, la mujer del impermeable tuvo que hacer frente a un grupo de hermosos niños —las mejillas encendidas, ataviados con gorros y botitas negras como caramillos— y a un hombre más grande que ella. El hombre se quedó de pie, fumando, en tanto que los niños se lanzaban sobre ella. Mientras la gente pasaba a toda prisa por su lado, cargada con fardos y maletas, avanzando por el puerto, ventoso y brillante, de Cork, ella permaneció camuflada como un cazador en sus policromados campos, una mano en su cadera de rayas. Vaga, luminosa, sonriente, su pálido rostro se mantuvo en alto un momento y después se agachó para los besos. El hombre de Connemara pasó junto a ella, mirándola desde arriba como si ahora su cabeza estuviera dentro de la cesta. Con la gorra colocada en un ángulo extraño, el hombre se adentró veloz en las calles de Cork. Victor gritaba con todas sus fuerzas: —¡Estoy aquí! La joven esposa, que salió vieja pero aún viva, fue recibida por ancianas cubiertas con capas, tres hombres jóvenes que la abrazaron y un burro enganchado a un carro que la llevaría a casa cuando hubiera dejado a Victor con sus hermanos. Tal vez, a pesar del júbilo o el alivio de una llegada, o a causa de ello, siempre hay alguien que siente una especie de toquecito con la punta de los dedos, algo de última hora, un recordatorio, una promesa de confusión. Tras los párpados cerrados, la joven americana vio en su maleta el garabato de tiza que le habían hecho en la aduana. Como una señal gitana en la puerta de su casa, miraba a la joven desde la oscuridad sensibilizada, y ella se sintió descubierta; como si, pese a ella misma, sin que lo supiera, le hubiera sido revelado algo. Se me han puesto los pelos de punta, pensó. Dejó la maleta en consigna y caminó hacia Cork. Cuando comenzó a llover, ya casi de noche, la joven americana aún estaba en Cork, y se refugió en la puerta de un bar. Escuchaba los sonidos del bar y los del callejón como escucharía los de un jardín o una fuente. Aquel había sido su día, su paseo, que había comenzado en la roca roja, resonante y cubierta de helechos junto a la cual se situaban las casas más bajas, donde el río-océano mandaba señales de luz reflejada. Había caminado por la montaña y cruzado puentes brillantes como cisnes, su viaje se había entrelazado con el de mucha gente, encuentros, coincidencias, que a ella le parecían reuniones. Al salir de la iglesia, en las calles de Cork decenas de niñas con sus vestidos de confirmación, convertidas gracias a los velos en copos de nieve de papel animados, correteaban y bailaban sin control, interrumpiendo el tránsito de peatones encantados con ellas, como si fueran novias en miniatura, más conscientes. Los árboles se habían apresurado a cubrirse de luz y de flores; casi tenían sonido, como las campanas. Las ramas que se agitaban sobre la montaña estaban inclinadas, pesadas, como cargadas de pájaros, que eran en realidad las hojas que brotaban y los brotes a punto de estallar. Ese día en toda la ciudad de Cork los sauces lucían una cabellera rojiza y dorada que los cubría, como la misma Venus. Los rododendros nadaban en luz, hojas y flores por igual; tan solo una sombra podría separarlos en distintos colores. No se había sentido más sola que aquella pequeña novia que había bajado del barco. Sí, entre la multitud, en algún lugar del puerto debía de haber un joven sosteniendo un ramo de flores: todos contaban con ello. En el futuro, la luz, que se había adentrado como el hombre de Connemara en el mundo, ¿sería un recuerdo, como el de un encuentro, o era tan solo cuestión de fe que así hubiera sido? Ocultando el papel del telegrama de la gente que también escribía sus mensajes en la mesa de la oficina de correos, la mujer escribió a su marido en Inglaterra: «Inglaterra fue un error». Enseguida tachó aquellas palabras y aceptó de nuevo la culpa, pero sin palabras. El amor privado de alegría como todo lo que duele…, eso era la soledad; no esto. Casi me destruyo, pensó, y sintió nuevamente la amenaza de la cabeza ligera, de la avalancha de risas, como cuando el galés había llegado tan lejos con todos ellos y después los había abandonado. Si no podía contar su secreto a su marido, tal vez no lo contara jamás. Nunca debe traicionarse la alegría pura —la alegría con la que nacemos y comenzamos a vivir—, ni escondiéndola ni alardeando de ella frente a los demás, porque ellos no quieren que se les enseñe. Y aun así, quieres decirlo. ¿No hay una manera?, pensó. Porque aquí estoy, tan lejos he llegado. Veo que las calles de Cork se alejan del agua y se alzan levantando sus casas y torres como una nota tras otra en una partitura, con arpegios que la recorren, de verdor y galerías y miradores, y el resplandeciente sol lloviendo en lo alto. De tanta alegría me escondo por miedo a que sea promiscuo, tal vez camine para siempre a la caída de la tarde por la orilla del río, y descubra esa calle junto a la roca roja, aquella primera y última casa que quizá ahora sea una casa de huéspedes, de cara a la marea, y mire arriba, hacia esa ventana: la ventana superior, de la cual jamás desaparecerá el misterio. Las cortinas, tantas veces teñidas, están aún descorridas, y la ventana parece abierta a la tarde, al río, a las montañas y al mar. Durante un instante, alguien —ella creyó que una mujer— se acercó y se quedó en la ventana, después lanzó un cigarrillo aún encendido al jardín de abajo, casi seco. Pero no era la impaciente inquilina, sino la ventana la que podía contarle todo lo que había ido a descubrir…, o todo lo que podría soportar descubrir aquella tarde, y que era luz y lluvia, luz y lluvia, oscuridad, luz y lluvia. «No me esperes todavía» era cuanto necesitaba decir aquella noche en el telegrama. ¿Cuál había sido siempre su problema? «Esperas demasiado», decía el. Cuando a primera hora de la mañana la novia había sonreído, casi se diría que lo había hecho por la fotografía; pero seguía sin alzar la mirada, como si, aunque le sacaran una fotografía, hubiera de desaparecer. Y ahora había desaparecido. Avanzando a través del lluvioso anochecer, la joven volvió a refugiarse en la cálida puerta del bar, sujetando el mensaje, aún sin terminar y sin enviar. —¡Ah, eso es una herejía, se lo dije! —gritó un hombre en el bar en mitad de su historia. Una camarera iluminó el callejón con sus abalorios, se oyó un grito de alegría cuando entró en el bar, como si ella misma fuera la herejía, y cuando todos gritaron a la vez algo impertinente, fue como si hubieran dado el pie de una canción. La joven soltó su mensaje en la corriente de la calle, abrió la puerta y se adentró en aquella encantadora sala llena de extraños. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Muerte de un viajante
Cuento
Este relato está dedicado a John Fraiser Robinson I Hazel, la mujer de William Wallace Jamieson, iba a tener un bebé. Pero era octubre y, aunque todavía faltaban seis meses, se comportaba como si fuera a dar a luz al día sigguiente. Cuando él entraba en la habitación, no le hablaba, sino que miraba al vacío tan fijamente como podía, con los ojos brillantes. Si él la tocaba, ella sacaba la lengua o echaba a correr alrededor de la mesa. De modo que un atardecer él se marchó carretera abajo con dos de los muchachos y estuvo fuera toda la noche. Sin embargo, aquello empeoró todavía más las cosas, porque cuando volvió a casa a primera hora de la mañana Hazel había desaparecido. Recorrió la casa sin dar crédito a sus ojos, apoyándose en las manos para mantener el equilibrio, con su copete rubio de punta, y luego puso la cocina patas arriba buscándola, pero no sirvió de nada. Cuando volvió a la sala de estar, vio que le había dejado una pequeña carta metida en un sobre. Aquello era como hacer algo a espaldas de alguien. Sacó la carta, la abrió de golpe y la sostuvo a cierta distancia de los ojos… Tras echarle un vistazo, se asustó al leer las palabras exactas y estrujó el papel en la mano al instante. Lo que ponía era que no lo aguantaba más y que iba a ahogarse en el río. —Ahogarse… ¡Pero si el agua le da pavor! Salió corriendo por la parte delantera, con la cara tan roja como el campo de algodón cosechado por el que avanzaba, y al llegar a la carretera llamó a gritos a Virgil Thomas, que en ese momento entraba en su casa, para que volviera a salir. Solo veía a Virgil de perfil; ya casi estaba dentro y tenía un pie en el umbral. Se reunieron a medio camino entre sus granjas, a la sombra del árbol. —¿No has tenido suficiente por esta noche? —preguntó Virgil. Allí estaban, con los pantalones cubiertos de polvo y rocío, después de haber tenido que llevar al tercer hombre a su casa en volandas entre los dos. —He perdido a Hazel. Ha desaparecido. Ha ido a ahogarse al río. —Vaya, eso no es propio de Hazel —dijo Virgil. William Wallace estiró las manos y lo zarandeó. —Ya me has oído. Tenemos que dragar el río. —¿Ahora mismo? —No tienes nada que hacer hasta la primavera. —Deja que entre en casa. Voy a hablar con mi madre y a contarle una mentira, y ahora vuelvo. —Hará falta la red grande —dijo William Wallace. Tenía el entrecejo fruncido y hablaba para sí. —¿Cómo es que Hazel se ha ido para hacer algo así? —preguntó Virgil cuando echaron a andar. —Creo que se sentía sola —dijo William Wallace. —Esa no es una razón. Ahogarse porque se siente sola. Mi madre también se siente sola. —Bueno —repuso William Wallace—. Para Hazel sí es una razón. —¿Cuánto hace que os casasteis? —Un año. —No pensaba que hiciera tanto tiempo. ¡Un año! —Fue el año pasado por estas fechas. Parece que haga más tiempo —dijo William Wallace, mientras partía una ramita de un árbol, sorprendido. Siguieron andando, dando patadas a las flores que crecían en el borde de la carretera—. Recuerdo el día que la vi por primera vez, y parece que haya pasado mucho tiempo. Venía por la carretera con un pollo de su abuela debajo del brazo, y el animal ni siquiera piaba. Me dirigí a ella educadamente. Sabíamos cómo se llamaba el otro, como es lógico, pero no nos conocíamos lo bastante para hablarnos. Le dije: «¿Adónde llevas el pollo?», y ella dijo: «¡Qué modales son esos!», y seguí andando a su lado hasta que al rato dijo: «Si quieres acompañarme a casa, camina más despacio». Así que no perdí el tiempo. Su casa estaba a solo cuatro millas al otro lado del prado, y había moras por todas partes, y desde lo alto de la colina, Dover, que se extendía entre las dos iglesias, parecía bastante grande y limpio. Cuando llegamos abajo le dije: «¡Qué clase de agua hay en este pozo?», y ella dijo: «La mejor del mundo». Así que subí un cubo, saqué un cazo y bebimos los dos. No me pareció tan extraordinaria, pero no se lo dije. —¿Qué pasó aquella noche? —preguntó Virgil. —Nos comimos el pollo —respondió William Wallace—, y estaba tierno. Claro que no era lo único que tenían. La noche que probé su mesa, había buena comida de una punta a otra. Su madre y su padre estaban sentados a la cabeza y al pie, y nosotros, uno frente al otro, y recuerdo que había un trozo de mantequilla entre los dos. Tenían una mantequilla muy dulce, con un árbol dibujado, muy elegante. Su madre come como un hombre. Yo le llevé un sombrero lleno de moras y no dejó que su marido las probara. Hazel se levantaba de un salto, cogía una jarra de leche fresca y llenaba los vasos. Yo había oído que no podían ir a cantar a misa sin que hubiera una pelea por ella. —Oh, es muy guapa, eso está claro —afirmó Virgil—. Es una lástima que las chicas como ella se hagan viejas y se vuelvan como sus madres. —Cuando su madre se entere de esto, vendrá a por mí —dijo William Wallace. —Te comerá vivo —repuso Virgil. —Ha estado esperando la oportunidad —dijo William Wallace—. ¿Por qué pensé que podía pasar fuera toda la noche? —Simplemente se te ocurrió. —Primero solo fue una verbena en Carthage, y tuve que dejar que adivinaran mi peso… y después… —Te lo pasaste bien tumbado en una zanja cantando a la luz de la luna —lo provocó Virgil—. Y tocando la armónica como solo tú sabes tocarla. —Aunque Hazel hubiera sabido que yo estaba borracho, eso no la habría matado —dijo William Wallace—. Nada de lo que sabe la ha matado hasta ahora… Es muy lista para ser una chica —añadió. —Es mucho más lista que sus primas de Beulah —aseguró Virgil—. Sobre todo que Edna Earle, que nunca ha sido lo que se dice una gran pensadora. Edna Earle podía pasarse el día entero pensando en cómo el rabo de la C atravesaba la L en un cartel de Coca-Cola. —Hazel es lista, sí —dijo William Wallace. Siguieron caminando—. Deberías ver el anaquel de la despensa. Cuando abres la puerta, parece que haya cien botes dentro. No entiendo cómo le ha dado por tirarse al río. —Es una treta femenina. —Siempre me había portado bien. Hasta anoche. —Sí, pero esa noche está ahí —repuso Virgil—. Y ella estaba esperando la oportunidad. —Se ha tirado al río porque el agua le da un miedo de muerte y eso empeoraría las cosas —dijo—. Seguro que recordó que yo solia cogerla en brazos y llevarla al puente de madera, que ella cerraba los ojos y se colgaba de mi cuello como un peso muerto, y eso que no era más que un riachuelo. No sé cómo habrá tenido el valor para saltar. —Se habrá tirado de espaldas —aventuró Virgil—. Sin mirar. Cuando dejaron la carretera todavía era temprano en los campos rosados y verdes. Los vapores matutinos, dulces y amargos, se elevaban por donde ellos caminaban. Los insectos chasqueaban suavemente, reservando las fuerzas; las mariposas hendían el aire en dirección al este, y los pájaros volaban despreocupados y cantaban a trompicones, no como lo hacían al atardecer, con trinos sostenidos y soñolientos. —Es un bonito día, eso está claro —dijo William Wallace—. Un bonito día para hacer algo así. —No veo ningún rastro de que haya pasado por aquí —comentó Virgil. —Bueno —repuso William Wallace—, no habrá dejado caer nada. No he visto a una chica que deje menos señales de dónde ha estado. —Ni siquiera un hueso de ciruela —dijo Virgil dando patadas a la hierba. En la arboleda reinaba tal silencio que William Wallace se sobresaltó, como si casi pudiera oírse a sí mismo preguntándose dónde se había metido su mujer. Un arrebato de energía se apoderó de él en la parte más tupida del bosque y echó a correr tras un conejo y lo atrapó. —Conejo… conejo… —Se comportaba como si quisiera llevárselo y cogerlo en brazos y hablar con él. Tenía la palma de la mano sobre el corazón palpitante del animal—. Tranquilo… tranquilo… —Suéltalo, William Wallace. —Virgil se detuvo a su lado mordiendo un silbato de baya de saúco que acababa de hacer—. ¿Para qué quieres un conejo vivo? William Wallace se agachó y lo dejó en el suelo, pero mantuvo una mano sobre su lomo. Era un conejito viejo y pardo. Ni siquiera intentó moverse. —¿Lo ves? —Suéltalo. —Puede irse si quiere, pero no quiere. Levantó la mano poco a poco. El ojo redondo lo miraba de soslayo, brillante, en la penumbra verde. —Cualquiera puede inmovilizar a un conejo si quiere —dijo Virgil. De repente dio un toque de silbato que se oyó a gran distancia y el conejo se fue como un rayo—. ¿Has salido a buscar conejos o a buscar a tu mujer? —preguntó, volviéndose hacia los campos abiertos—. He venido contigo para que no te despistes. —¿A quién vamos a buscar ahora? —Estaban en lo alto de una colina y William Wallace miraba el campo con actitud crítica—. ¿A alguno de los Malone? —Los Malone siempre me han dado miedo —respondió Virgil—. Son demasiados. —Tengo que usar la red, y ellos tendrían que andarse con cuidado —dijo William Wallace—. Creo que con varios de los Malone y los Doyle bastará. Los seis Doyle y sus perros, tú y yo, y dos niños negros seremos suficientes, con unos cuantos de los Malone. —Deberíamos ser suficientes —convino Virgil—, para lo que sea. —Yo iré a buscar a los Malone y tú a los Doyle —dijo William Wallace, y se separaron en la fuente. Cuando William Wallace volvió, con una hilera de miembros de la familia Malone visibles detrás de él en lo alto de la colina, encontró a Virgil con los dos hijos de los Rippen esperando tras él, dos pequeños serios con el cabello tan rubio que era casi blanco. En cuanto se acercó, Grady, el que estaba delante, levantó la mano para indicar silencio y precaución a su hermano Brucie, que empezó a jadear alegre y sospechosamente detrás de él. Brucie se inclinó de buena gana cuando William Wallace le acarició la cabeza, y le dirigió una mirada soñolienta con sus ojos redondos, que eran de un verde y blanco puros como las matas de tréboles. William Wallace le dio una moneda de cinco centavos. Grady agachó la cabeza; su pelo blanco formaba una pequeña cola en la nuca. —Dejaremos que vengan —dijo Virgil. —Bueno, que vengan, pero si seguimos dejando que venga todo el mundo, van a ser demasiados —observó William Wallace. —Estos muchachos lo agradecerán —afirmó Virgil. Brucie sujetaba un largo hilo rojo que tenía atado en una punta un alfiler doblado. Una expresión de desvalimiento e intenso interés frunció el rostro de Grady, cuyos ojos, uno brillante con un orzuelo, relucieron con aire suplicante bajo su flequillo blanco, y apretó la mandíbula e intentó hablar… —Su padre se ahogó en el río Pearl —explicó Virgil. Se oyó un grito procedente del barranco. —Ahí vienen todos los Malone —exclamó William Wallace—. Pedí a cuatro que vinieran, pero el resto de la familia se han invitado solos. —¿Y cuándo no lo han hecho? —dijo Virgil—. Y allá, por el otro lado, vienen los Doyle. Seguro que todavía tienen migas de galleta en las mejillas; ahora no hay nada que hacer aparte de comer, como dice su madre. —Si ahora aparecieran dos negros pequeños, o un negro grande… —dijo William Wallace. Las palabras apenas habían salido de su boca cuando aparecieron dos niños negros que se dirigían a alguna parte, uno detrás del otro, dando pasos altos y alegres con sus monos de trabajo, como si caminaran por una sustancia pegajosa que les cubriera hasta la cintura. —Venid aquí, chicos. ¿Cómo os llamáis? —Sam y Robbie Bell. —Venid con nosotros. Vamos a dragar el río. —¿Has oído eso, Robbie Bell? —dijo Sam. Los dos sonrieron. Los Doyle llegaron sin hacer ruido; fueron sus perros los que armaron todo el alboroto. Los Malone, ocho gigantes con grandes y largas pestañas negras, ya estaban pateando el suelo y sobándose unos a otros, listos para partir. Fueron todos juntos a ver a Doc. El viejo Doc era el dueño de la red grande. Tenía una casa en lo alto de la colina y estaba en el porche, sentado en una mecedora, mirando hacia fuera. —¡Subid y pasad! —comenzó a salmodiar a través del valle—. La cosecha ha terminado…, a todo el mundo se le ha echado encima…, el algodón está recogido y se ha llevado a la desmotadora…, el heno cortado…, la melaza preparada… La gran explosión ha terminado, ya se ha elegido a los supervisores; algunos están contentos, otros no… ¡Oímos hablar de guerra! Cuando se acercaron, decía: —Se han salvado muchas almas en las reuniones evangélicas. Veintidós el pasado domingo, incluido un Doyle. Deberían haber contado dos. Espero que sean una bendición para la comunidad de Dover además de una estrella brillante en el cielo. ¿Qué queréis? —preguntó, pues habían llegado y se habían apiñado ante la escalera. —¿Podemos usar tu red grande, si nadie la está usando? —preguntó William Wallace. —La usaste hace solo un mes —respondió Doc—. No te toca. Virgil dio un leve codazo a William Wallace y se aclaró la garganta. —Esta vez es algo especial —dijo—. Tenemos motivos para pensar que Hazel, la mujer de William Wallace, se ha ahogado en el río. —¿Qué motivos tenéis para creer que se ha ahogado en el río? —inquirió Doc. Sacó su vieja pipa—. Le pregunto al marido. —No está en casa —contestó William Wallace. —¿Ha desaparecido? —dijo Doc, y vació la pipa de un golpe. —Del todo. —Naturalmente, pueden haberle pasado miles de cosas —apuntó Doc, y encendió la pipa. —Dale la carta, William Wallace —indicó Virgil—. No podemos esperar hasta el día del Juicio Final para conseguir la red mientras Doc se queda ahí cavilando. —La rompí nada más leerla —dijo William Wallace—, pero me la sé de memoria. Decía que se iba a tirar al río Pearl y que yo lo lamentaría. —¿Y tú qué pintas aquí, Virgil? —preguntó Doc. —Estuve toda la noche en el mismo sitio que William Wallace, hice lo mismo que él y volví a casa a la misma hora. —Salisteis de jarana y la señora Hazel tuvo que tirarse al río, ¿verdad? ¿Causa y efecto? ¿Alguien quiere razonar conmigo? ¿Y qué pintan esos, los Doyle y los Malone? —Doc es el hombre más listo del lugar —dijo William Wallace volviéndose hacia los Doyle, que esperaban apiñados—, pero seguro que esto lleva tiempo. —Son los hombres que hemos reunido para dragar el río —dijo Virgil. —Naturalmente, no me voy a precipitar a decir que creo que se ha ahogado —dijo Doc expeliendo humo azulado. —¿Crees que…? —William Wallace subió un escalón y apretó los puños—. ¿Crees que se la han llevado? —Así es como se razona, viendo el asunto desde todos los ángulos —dijo Doc inmediatamente—. Pero ¿quién? Uno de los Malone silbó, pero no había forma de saber cuál de ellos. —Siempre le han dado miedo los gitanos. —William Wallace enrojeció—. Seguro que si se cruzara con uno haría girar su anillo en el dedo y miraría al otro lado para que no viera que es guapa y se la llevara. Vienen a finales del verano. —Sí, ha habido gitanos y secuestradores desde que el mundo existe. Pero ¿tendrías que ser tú quien pagara el elevado rescate? —preguntó Doc. Lo señaló con el dedo. Entonces todos se rieron de lo listo que era Doc y dieron palmadas a William Wallace en la espalda, pero aquello dio lugar a una riña y acabaron en el suelo. —Parad, u os quedáis sin red —dijo Doc—. Estáis asustando a las gallinas de mi mujer. —Ya es hora de que nos vayamos —dijo William Wallace. Los grandes perros ladraban y daban brincos para apoyar las patas delanteras en el pecho de los hombres. —Mantengo mi consejo: «Dejad las cosas como están» —afirmó Doc—. Sea lo que sea este misterioso suceso, ha hecho que una mujer no hable durante un rato. Sin embargo, la señora Hazel es la chica más guapa de Mississippi; nunca ha habido una tan guapa y nunca la habrá. Una chica con el cabello dorado. —Se levantó con la agilidad con la que siempre sorprendía a todos y añadió—: Voy con vosotros. Siguieron en todo momento el antiguo sendero de Natchez. Los llevaría a través de espesos bosques hasta orillas del río Pearl, donde empezarían a dragarlo corriente arriba hasta llegar cerca de Dover. Caminaban en silencio alrededor de William Wallace, sin dejar que este cargara con nada, pero arrastraban pesadamente la red y los cubos hacían mucho ruido en aquel sitio sombrío y silencioso. Atravesaron un bosque de magnolias y llegaron a una alta cresta. Grady y Brucie, que durante todo el camino habían corrido delante de los demás, se pararon en seco; había sonado un silbido, y muy abajo, a lo lejos, pasaba un tren de mercancías. Moviéndose con la lentitud de la ignorancia o de un sueño, parecía un pequeño desfile festivo, y de un extremo al otro, los minúsculos vagones rosados y grises eran como cajas secretas. Grady los contaba para sí, como si pudiera distinguir cada uno con claridad, y Brucie observaba sus labios, silencioso y cauto, como observaría a un pájaro bebiendo. Las lágrimas asomaron de repente a los ojos de Grady, aunque solo podía ser porque un hombre diminuto caminaba por la parte superior del tren; caminaba y se movía en lo alto del tren en marcha. Descendieron de nuevo y poco después el olor del río se extendió por el bosque, fresco y secreto. Cada paso que daban entre las grandes paredes de enredaderas y entre las pasionarias originaba una pequeña vida, una pequeña huida. —Nos acercamos a la época del cambio —dijo Doc—. El día menos pensado llegará. Pasará del calor al frío y podremos matar al cerdo cebado y tener carne fresca para comer. Venid una de estas noches y bajaremos aquí y asustaremos a una hermosa zarigüeya. El anciano señor Hielo lo cubrirá todo. El viejo señor Invierno estará esperando en la puerta. El nogal estará amarillo. El ocozol, rojo; el nogal, amarillo; el cornejo, rojo; el sicomoro, amarillo. —Caminaba golpeando con un nudillo los troncos de los árboles—. La magnolia y el roble de Virginia nunca mueren. Recordadlo. Los caquis habrán madurado y las nueces caerán como la lluvia por todo el bosque. Y corre, pequeña codorniz, corre, porque también iremos a por ti. Siguieron avanzando y de repente el bosque se abrió a la luz; habían llegado al río. Todos se detuvieron, pero Doc continuaba hablando delante como si nada hubiera ocurrido. —Hoy, sin ir más lejos —decía—, con el sol de octubre, todo es dorado: el cielo, los árboles y el agua. Justo antes de que llegue el cambio todo parece hecho de oro. William Wallace bajó la vista, como si se acordara de Hazel con los ojos brillantes, sentada en casa y mirando fijamente al frente, como un trozo de oro puro, demasiado valioso para tocarlo. El río espejeaba, angosto, silencioso y de color carne, y su curso se volvía más lento hasta casi detenerse. Las resplandecientes ramas de los sauces pendían alrededor de ellos. La red que estaban extendiendo, vieja y muy usada, también parecía dorada con hilos dorados enlazados y anudados. Todavía en la orilla, William Wallace, cuyas palabras todos esperaban, habló de repente con voz de sorpresa. —¿Cómo se llama este río? Los otros lo miraron como si estuviera loco por no saber el nombre del río en el que había pescado toda su vida. Pero él tenía el entrecejo muy fruncido, como si se sintiera obligado a preguntarse cómo había dado la gente en llamar a aquel río, o a pensar que había un misterio en el nombre de un río que todos conocían tan bien, el mismo que si fuera un gran torrente lejano que se precipitara entre las montañas, y casi como si fuera el río de un sueño, pues no podían decirle cómo se llamaba. —Todo el mundo sabe que el río Pearl se llama río Pearl —dijo Doc. El canto de un pájaro sonó repentinamente como una piedra lanzada al agua para sondarla. —Es profundo aquí —dijo Virgil, y dio un codazo a William Wallace—. ¿Recuerdas? William Wallace continuaba mirando el río como si todavía fuera un misterio para él. Bajo sus pies, el agua era transparente y amarilla como una vieja botella que yaciera al sol, inundada de luz. Doc empezó a hacer ruido con sus pertrechos. De repente los Malone se dispersaron saltando y tambaleándose por la orilla. Proferían su grito estridente. El pequeño Brucie los siguió y miró hacia atrás. —¿Crees que tu mujer se ha tirado? —preguntó Virgil a William Wallace. II Como la red era tan grande, una vez estirada llegaba de una orilla a la otra del río Pearl, y los pesos la mantendrían en el fondo. En el aire resonaba lo que parecían trinos, salpicaduras de agua se elevaban al sol, y el grupo empezó a moverse río arriba. Los Malone nadaban y tiraban de la red junto a la ribera lanzando fuertes gemidos, los Doyle nadaban a su vez y empujaban por detrás, mientras Virgil les indicaba cómo debían hacerlo; Grady y Brucie, con el hilo y el alfiler, corrían por los bancos de arena llevando a rastras los cubos y las cuerdas. Sam y Robbie Bell, desnudos y resplandecientes, gobernaban el viejo bote sin remos que siempre iba a la deriva en la orilla, y sentado en él, muy erguido y con el sombrero puesto, estaba Doc, sin tocar siquiera el agua ni apartar la vista de la red. William Wallace lo hacía todo, pero la mayor parte del tiempo desaparecía de la vista para nadar bajo el agua o bucear, y ya no tenía nada que decir. Los perros corrían arriba y abajo entrando y saliendo del agua y adentrándose y emergiendo del bosque. —No dejéis que se cargue demasiado, chicos —salmodiaba Doc cada pocos minutos—, o no dejará pasar nada. —No dejará pasar nada, no dejará pasar nada —coreaban Sam y Robbie Bell, uno situado delante de él y el otro a su espalda. Los bancos de arena eran montones rosas o violetas. Allí donde la luz, en su deambular de una orilla a la otra, incidía sobre el río, se veían lentejuelas con forma de hoja que temblaban levemente, mientras la parte oscura del río permanecía en calma. Los sauces se inclinaban en lo alto bajo las parras de uvas y sus ramas pendían como cascadas en el aire matutino. Lo que parecía silencio debía de ser el canto incesante de todos los grillos y las cigarras del mundo, que se elevaba y descendía. Cada vez que William Wallace atrapaba una anguila grande que se había deslizado en la red, los Malone gritaban: —¡Dale duro, muchacho! —No dejéis que se cargue demasiado, chicos —decía Doc. —Esto está lleno de barbos —comentó William Wallace en una ocasión. Entre los peces que habían pescado, los había grandes y pequeños, oscuros y brillantes, buenos y malos; los peces de siempre. —Aquí hay más zapatos de los que nunca he visto juntos en una tienda —dijo Virgil cuando vaciaron la red—. ¡Sigamos! —gritó a continuación. Los Rippen, que habían ido delante en el bosque, también iban delante en el río. Brucie, que encabezaba el grupo, caminaba dando saltitos y brincos, ora con un pie, ora con el otro. El río serpenteante parecía viejo en ocasiones, cuando corría replegado y hondo bajo las altas orillas donde se hundían las raíces de los árboles, y otras veces parecía solo un joven riachuelo, reluciendo con los colores de las flores silvestres. A veces los bancos de arena con forma de peces se tocaban el hocico, sin que se viera siquiera la huella de un pájaro. —Por ahí vienen unos caimanes —observó Virgil—. Los dejaremos pasar. Se apartaron hacia el lado sombreado del agua y tres caimanes grandes y cuatro de tamaño mediano pasaron por delante de ellos pausadamente. —¡Fijaos qué dientes más grandes tienen! —exclamó una voz estridente. Era Grady, que por primera vez hablaba a gritos, aunque a los caimanes no se les veían los dientes en absoluto. —Son para comer mejor a las personas —dijo Doc desde el bote mirando muy serio al muchacho. —Doc, tienes que contarnos todo lo que sabes —dijo Virgil—. ¡Sigamos! Cuando se pusieron en marcha de nuevo, lo primero que cayó en la red fue una cría de caimán. —¡Es justo lo que queríamos! —gritaron los Malone. Dejaron la cría en un banco de arena y el animal se quedó totalmente quieto; no sabían cuándo empezaría a moverse. Observaron sin pestañear la increíble estructura del animal, y los perros, tras soltar un ladrido, se apartaron con inquisitiva humildad, hasta que la cría parpadeó. —¡Es nuestro! —exclamaron los Malone—. ¡Nos lo llevaremos a casa! —No es más que una cría —dijo William Wallace. Los Malone se mofaron, como si, aunque solo fuera una cría, pareciera el lagarto más viejo y peligroso del mundo. —¿Qué vais a hacer con él? —preguntó Virgil. —Nos lo vamos a quedar. —Yo tendría más cuidado con lo que saco de la red —comentó Doc. —Atadlo y echadlo al cubo —se decían los Malone unos a otros, mientras Doc añadía: —Luego no vengáis corriendo a preguntarme qué hacer con él cuando crezca. Siguieron pescando más y más peces, como si no se acabaran nunca. —Mirad, un collar de cuentas —dijo Virgil—. Tomad, Sam y Robbie Bell. Sam se lo puso en la cabeza, con un nudo en la frente y un par de vueltas alrededor de las orejas, y Robbie Bell se acercó y se lo quedó mirando. En un lugar sombrío echó a volar algo blanco. Era una garza, que se alejó por encima de las oscuras copas de los árboles. William Wallace la siguió con la vista y Brucie se puso a dar palmas, pero Virgil lanzó un suspiro, como si supiera que, cuando se busca algo que se ha perdido, cualquier cosa es una señal. Una anguila salió de la red. —¡Dale duro, muchacho! —vocearon los Malone. Nadaban como locos. —Los Malone han venido por los peces —dijo Virgil. Era cerca del mediodía cuando se oyó un murmullo en la orilla. —Quién es aquel de allá? —preguntó Virgil señalando a un hombrecillo muy bajito, con las piernas cortas y un sombrerito de paja con una cinta alrededor, que avanzaba por el otro lado del río. —Es la primera vez que lo veo y no conozco a su familia —dijo Doc. Nadie lo había visto antes. —¿Quién te ha invitado? —preguntó Virgil con vehemencia—. ¡Hola…! —Empezó a hacer señas para que el hombrecillo bajito lo mirara, pero fue en vano. —Desde aquí parece un loco —dijeron los Malone. —No le hagáis caso y puede que así se marche —aconsejó Doc. Sin embargo, Virgil ya había nadado hasta el otro lado y estaba en la orilla. Vieron que él y el desconocido intercambiaban unas palabras, tras lo cual Virgil alargó la mano como si fuera a dar una palmadita a un niño y tocó al desconocido, que cayó al suelo. El hombrecillo se levantó enseguida, alzó lo hombros, dio media vuelta y se marchó con el sombrero ladeado sobre los ojos. Cuando Virgil volvió, dijo: —Ese viejo hombrecillo dice que es inofensivo como un bebé. Le he dicho que no se atreva a meter las narices en este río. —¿Qué aspecto tenía de cerca? —preguntó Doc. —No me he fijado en qué aspecto tenía —respondió Virgil—, pero no me gusta que alguien que no conozco venga a mirarme. —Y a continuación gritó—: ¡Sigamos! —Las cosas se mueven demasiado deprisa —observó Doc. Brucie se adelantó como una flecha y se puso a examinar los arbustos, levantado sus ramas para mirar debajo. —Ninguno de los Doyle ha abierto la boca —comentó Virgil. —Eso es porque no son habladores —repuso Doc. Durante todo el día William Wallace siguió buceando hasta el fondo. En una ocasión descendió y descendió en el agua oscura donde reinaba tal quietud que no se movía ni un solo pez, y estaba tan oscuro que el mundo turbio de la superficie del río daba paso al claro mundo oscuro de las profundidades, y debió de pensar que era el lugar más profundo del río Pearl y que, si su mujer no estaba allí, no estaría en ninguna parte. Desapareció durante tanto tiempo que los demás se quedaron mirando fijamente la superficie del agua, a través de la cual subían las burbujas. Estaba muy abajo y solo… ¿Había encontrado a Hazel? ¿Había descubierto allí abajo, como si fuera un secreto, la verdadera preocupación que había embargado a Hazel y que las palabras de una carta no podían expresar…? ¿Que Hazel —quién sabía— se había sentido rebosante del júbilo que todos recordaban, como si fuera su propio secreto, el júbilo que nace de las grandes esperanzas y los cambios, a veces simplemente de la época de la cosecha, que llega siguiendo un curso propio como una melodía que se mete en la cabeza, y que ella no podía hacer nada al respecto —ellos lo sabían— y por eso todo había acabado de aquella forma? Lo que William Wallace estaba descubriendo, rebuscando en la oscuridad de aquellas profundidades, no podía ser otra cosa que la antigua inquietud. —Mira allí abajo —susurró Grady a Brucie. Señaló la superficie, donde sus respectivos reflejos se veían pálidos e inmóviles el uno al lado del otro. Tocó a su hermano con delicadeza como si quisiera apremiarlo. —Somos tú y yo —dijo. Brucie se balanceó precariamente en el borde y Grady lo agarró de los fondillos del mono. Brucie miró, pero no dio muestras de reconocerse. Se apartó y de pronto pareció indiferente y decaído, y apretó en la palma de la mano la moneda que le había dado William Wallace, frotándola contra la piel. Con los ojos enrojecidos, Grady continuó mirando el agua turbia. De repente vio algo… Tal vez la imagen del río parecía su padre, el hombre ahogado, con los brazos abiertos, los ojos abiertos, la boca abierta… Grady se quedó mirando y parpadeó, con el rostro de nuevo arrugado. Cuando William Wallace ascendió, sufría unos dolores terribles a causa de la inmersión y parecía que le dolieran la sangre y el mismo corazón, tan angustiado se le veía. Miraba furiosamente alrededor, asombrado, como si hubiera pasado mucho tiempo lejos del pálido mundo en el que la luz parda del sol y el río y el pequeño grupo que lo observaba temblaban ante sus ojos. —¿Qué has traído? —exclamó alguien. ¿Era Virgil? En una mano agarraba con fuerza una pequeña planta verde, con raíz y todo. William Wallace se sorprendió y la soltó. Era más de mediodía. Los árboles se estiraban suavemente, las nubes flotaban húmedas y tintadas. Un águila trazó unos cuantos círculos en el cielo y se dejó llevar hacia arriba. Los perros paseaban por las orillas. —Es hora de que nos comamos el pescado —dijo Virgil. En un ancho banco de arena cubierto de conchas sacaron sus capturas y encendieron una hoguera. Durante un buen rato entre nubes de olores y humo, todos medio desnudos salvo Doc, cocinaron los barbos y se los comieron. Comieron hasta que los Malone refunfuñaron y los Doyle se tumbaron boca abajo, aunque Sam y Robbie Bell permanecieron sentados mucho tiempo después ante el pequeño tocón de ciprés que hacía de mesa y siguieron comiendo. Al final todos se quedaron callados y quietos, y se fueron durmiendo uno tras otro. —No hay nada como el pescado —murmuró William Wallace. Estaba tumbado boca arriba bajo la luz trémula y la sombra de la arena hollada. Su frente y sus mejillas bronceadas parecían arder. Cerró los párpados. La sombra de la rama de un sauce descendió y se movió sobre él. —No hay nada en el mundo como… el pescado. El pescado del río Pearl. —A continuación sonrió. Estaba dormido. Sin embargo, casi inmediatamente se levantó de un brinco y los demás se incorporaron uno tras otro en el corro que formaban y lo miraron, pues no podían pararse a dormir junto al río. —Te sientes tan bien como anoche —dijo Virgil ladeando la cabeza. —El viaje es el mismo cuando se va al encuentro de algo triste que cuando se va al encuentro de algo alegre —afirmó Doc. William Wallace no contestó a ninguno de los dos. Estaba saltando por encima de sus compañeros, del banquete y de los restos del banquete, pisoteando la arena, arriba y abajo, bailando una danza tan desenfrenada que parecía que fuera a morirse. Cogió un gran barbo, lo ensartó en la hebilla de su cinturón y comenzó a caminar arriba y abajo de tal forma que los demás se pusieron a gritar, y las lágrimas de risa que le rodaban por las mejillas le hicieron levantar la mano; su barba de dos días empezaba a destacar con un intenso color rojo. De repente se oyó un grito todavía más fuerte, algo parecido a un vítor, proferido por todos al unísono, y los dedos dejaron de apuntar a William Wallace para señalar el río. En el centro de tres círculos dorados sobre el agua asomó primero una cabeza plateada («¡Tiene bigotes!», exclamó una voz), y luego, con una ondulación, curva tras curva y corcova tras corcova de un cuerpo largo y oscuro, hasta que una decena de círculos de ondas se extendieron, uno tras otro por el río, como un collar. —¡El rey de las serpientes! —gritaron los Malone al unísono con voces agudas de tenor, inclinándose todos a la vez. —El rey de las serpientes —salmodió el viejo Doc con su profunda voz de bajo. —Te ha mirado a los ojos. William Wallace miraba a su vez al rey de las serpientes con todas sus fuerzas. Brucie salió como una flecha, balanceando el hilo con el alfiler atado, en dirección al río. —¡Es el rey de las serpientes! —exclamó Grady, que siempre cuidaba de él. En ese momento la serpiente se sumergió. El muchacho se detuvo con una pierna en el aire, giró sobre la otra y cayó al suelo. —Levántate —susurró Grady—. Solo era el rey de las serpientes. Se ha marchado silbando. Levántate. No era más que el rey de las serpientes. Brucie abrió sus ojos verdes, sacó la lengua y se puso en pie de un brinco; le pesaban los pies, estaba aturdido, y se alzó como una burbuja que sale a la superficie. Entonces se desató un trueno y retumbó en la orilla. Se quedaron de mala gana en el banco de arena, sujetando la red. Hacia el este se veían en el cielo los castillos y las torres circulares a las que estaban habituados, grises, rosados y azules, cada vez más oscuros y llenos de truenos. Un relámpago destelló al sol entre sus gruesas paredes. En cambio, hacia el oeste el sol brillaba con tal intensidad que, en aquella luz que semejaba el prolongado resplandor de un relámpago, el cielo parecía negro y blanco; el mundo perdió los colores, el tono dorado que lo cubría todo era como un recuerdo, y sobre sus cabezas solo había calor, una especie de hechizo y opresión. Unas kilométricas vetas plateadas rozaron la densa arboleda que había al otro lado del río y el viento acarició la frente de los hombres. Al mismo tiempo se oyó el largo retumbo de un trueno que empezó detrás de ellos, subió y bajó montañas y valles de aire y pasó por encima de los hombres, que se quedaron paralizados escuchando. Le siguió el leve sonido que emitió cerca de ellos un sinsonte; las pequeñas manchas blancas de su cuerpo relucían sobre los sauces. —Se avecina una tormenta —dijo Virgil—. Tendremos que quedarnos hasta que pase. Retrocedieron unos pasos y unas gotas empezaron a caer con fuerza en las hojas coriáceas que cubrían sus hombros y sus cabezas. —La magnolia es el árbol que más ruido hace cuando hay tormenta —dijo Doc. Entonces la luz alteró el agua, hasta que todo el bosque alrededor de ellos, al arreciar el viento, pareció crecer y reventar por dentro y volverse de repente oscuro. La lluvia caía con fuerza. Una cola enorme pareció agitarse en el aire y el río se abrió en una herida plateada. El grupo se agachó en silencio junto al tronco de un gran árbol que se alzaba, oloroso y firme, ante la embestida de la tormenta. Allí donde miraran, más allá de su árbol, había otro, y detrás otro y otro más, a lo largo de la orilla del río, todos imponentes y oscuros. —El mundo exterior es muy resistente —dijo Doc—. Muy resistente. Robbie Bell y Sam estaban agachados y abrazados desde que había empezado la tormenta. —No tiene nada de raro que a los de nuestra familia les caiga un rayo —dijo Robbie Bell—. Un relámpago dibujó un horcón en la mejilla de nuestro abuelo, y se le quedó en la cara hasta que murió. A nuestro padre le alcanzaron unos rayos y estuvo muerto tres días, tan muerto como esa hacha. Hubo una sucesión de resplandores y estruendos. —Esta vez nos tocará a ti o a mí —dijo Sam—. Por ahí viene un bicho. Si va a la izquierda, me tocará a mí, y si va a la derecha, a ti. Sin embargo, cuando llegó el siguiente relámpago, un gran árbol de la colina pareció arder ante sus ojos, cada rama y cada hoja, y se formó una nube morada encima. —¿Habéis oído ese crujido? —preguntó Robbie Bell—. Han sido sus huesos. —¿Por qué habláis tanto, negros? —intervino Doc—. Esa información no le sirve de nada a nadie. —Siempre hablamos mucho —repuso Sam—, pero ahora se nos oye porque todos están callados. El árbol grande, partido y en llamas, se vino abajo con un rugido. En el preciso instante en que se desplomó, un árbol idéntico situado en la otra orilla se abrió en dos y cayó. —Espero que no salten bolas de fuego y bajen rodando al agua y frían a todos los peces con las escamas y todo —dijo Robbie Bell. En el agua del río, que se había vuelto morada, se formaron repentinas corrientes y remolinos. Los pequeños sauces se inclinaban casi hasta su superficie, arqueándose uno tras otro a lo largo de la ribera hasta casi partirse con la tormenta. Una ráfaga de aire empujó una gran cortina de hojas mojadas que cubrieron a los seres humanos. —Ahora somos nosotros los que tenemos escamas —protestó Sam—. Nosotros somos los peces. —Callaos, niños de color —dijo Virgil—. Esa no es forma de comportarse cuando os llevan a dragar un río. —Pobre fantasma de la señora, apuesto a que está más asustado que nosotros —dijo Sam. —; Solo espero que no nos la encontremos! —exclamó Robbie Bell. William Wallace se inclinó e hizo chocar sus cabezas. Después se quedaron abrazados en silencio —las dos cabezas negras quietas, las mejillas henchidas de viento y los ojos cerrados con fuerza— hasta que pasó la tormenta. —Dover está justó allí —dijo Virgil—. Hemos hecho todo el viaje. William Wallace, has pisado una piedra afilada y te has cortado el pie. III En Dover había llovido y el pueblo parecía nuevo. El calor ondulante de media tarde descendía del depósito de agua y lo cubría todo como una reluciente mosquitera. La amplia zona de la carretera que estaba asfaltada y cubierta a trozos de alquitrán parecía recién incrustada de chapas de Coca-Cola. Los viejos carteles de circo prácticamente habían desaparecido de la tienda; solo unos jirones —copos de nieve de caballos blancos— seguían pegados a un lado. Las ipomeas empezaban a crecer de forma casi visible sobre los tejados y se enroscaban en las traviesas de la vía del tren, en cuyos raíles se posaban los sinsontes, y los cinamomos se extendían como parasoles por todo el pueblo y caían a intervalos sobre los tejados de hojalata. Los miembros del grupo que había ido a dragar el río recorrieron el pueblo, cada uno con sus peces, ya contados, ensartados en una cuerda. Se dirigieron al pozo del pueblo, donde estaba la casa de la madre de Hazel, pero seguía sin haber ni rastro de ella. Todos bebieron un cazo de agua. No había un alma en las calles. Incluso el banco que había delante de la tienda estaba vacío, a excepción de una pequeña muñequita hecha con farfollas. Sin embargo, algo indicó a los habitantes que alguien había llegado, pues al cabo de un rato la gente empezó a mirar desde las ventanas de la tienda y la oficina de correos. Todos los perros de caza se despertaron para ver a los perros de los Doyle y al numeroso grupo de hombres y muchachos que habían aparecido repentinamente cargados de peces, y echaron a correr ladrando. Los perros de los Doyle ladraron a su vez con regocijo. Los sinsontes alzaron el vuelo como rayos y chillaron por el pueblo atravesando a toda velocidad los túneles que formaban los cardamomos. En un café, una moneda tintineó dentro de una gramola y empezó a sonar una canción de amor. Todo el pueblo de Dover comenzó a palpitar en su madera y su hojalata, como un viejo corazón cansado, cuando los hombres volvieron sobre sus pasos y recorrieron de nuevo la calle cargados con el pescado, tan empapados, exhaustos y llenos de barro que nadie podía menos de admirarlos. William Wallace caminaba como si no viera a nadie ni oyera nada. Sin embargo, sostenía en lo alto su gran sarta de peces, para que todos pudieran verla. Lo seguía Virgil, que imitaba en todo a William Wallace, y detrás iban los modestos hermanos Doyle, rodeados por los Malone, que llevaban su caimán e incluso lo lanzaban al aire, como un padre a su hijo. Detrás, señalando autoritariamente a los que le precedían, Doc caminaba despacio, seguido de Sam y Robbie, que continuaban cantando. Grady y Brucie entraban y salían bruscamente de la pequeña fila. Grady, con la cabeza gacha y tieso como un palo, andaba con una ágil cojera, lo que hacía que pareciera que siempre estuviera enfadado e intratable. «Orzuelo, orzuelo, sal de mi ojo y vete con el primero que pase», susurraba para sí. Iba con los hombros encogidos y en todo momento vigilaba a su hermano menor, precavido y orgulloso a la vez, como si llevara un escarabajo sanjuanero atado a un hilo. Brucie, que hacía un ruido chirriante con los labios, había vuelto a salir disparado y se movía como una flecha por todas partes, contento y fascinado, y ahora corría en círculo alrededor de William Wallace señalando su pescado. Tenía una arruga de placer como la huella de un pájaro impresa entre sus rubias cejas y correteaba embargado por un gozo desconocido. —¿Habíais visto alguna vez tantos peces? —decía la gente de Dover. —¿Cuánto cuestan, señor? —¿Vende los peces? —¿Son todos los peces del río Pearl? —¿Por cuánto los vende? ¿Los de todos? —Por tres dólares —dijo de repente William Wallace en voz alta. Los Malone se le echaron encima gritando, pero era demasiado tarde. En el preciso instante en que William Wallace cogía el dinero, la madre de Hazel salió por la puerta delantera de su casa y lo vio. —No puedes evitar a su madre —dijo Virgil—. Por ahí viene, como una rosa. Sin embargo, William Wallace se limitó a volver la espalda a la mujer, a ella y a todo el mundo en realidad, y el grupo se disolvió. Cuando el sol se ponía, Doc subió por la escalera trasera de su casa, se sentó en la silla del porche donde se sentaba por las tardes y encendió su pipa. Cuando William Wallace tendió la red y regresó, Virgil lo esperaba para dar juntos las buenas noches a Doc. —Pensándolo bien —comentó Doc cuando se acercaron—, nunca había dragado mejor el río ni había visto mejor comportamiento en mis compañeros. Si hiciera falta pescar barbos para mover el peñón de Gibraltar, creo que este equipo podría moverlo. —Pero no hemos pescado a Hazel —repuso Virgil. —¿Qué dices? —preguntó Doc. —No escucha —dijo Virgil—. Digo que no hemos pescado a Hazel. —¿Quién dice que hubiera que pescar a Hazel? —preguntó Doc—. No estaba allí. A las chicas no les gusta el agua, recuérdalo. Las chicas no se marchan y se tiran al río para recuperar al marido. Tienen otras formas de conseguirlo. —¿En ningún momento has pensado que estuviera allí? —preguntó William Wallace—. ¿Nunca? —Ni una sola vez —respondió Doc. —Es un listillo —murmuró Virgil poniendo la mano en el brazo de William—. Como no la hemos encontrado, ahora dice que no la estaba buscando. —De todas formas, estoy en deuda contigo por dejarme la red —dijo William Wallace. —Puedes volver a cogerla prestada cuando quieras —afirmó Doc. Camino de casa Virgil no paraba de decir: —Cálmate, cálmate, William Wallace. —Si no fuera tan viejo y tan flacucho, le habría retorcido el pescuezo —dijo William Wallace—. No tenía por qué haber venido. —Es un fanfarrón —dijo Virgil—. Se cree que lo sabe todo. Y solo porque la red es suya. ¿Por qué tiene que ser suya? —Si no fuera porque soy educado con los ancianos, lo habría despellejado vivo —dijo William Wallace. —Supongo que no sabe nada sobre las mujeres. La suya está sorda como una tapia —recordó Virgil. —No conoce a Hazel —prosiguió William Wallace—. Yo soy el único hombre vivo que la conoce, y digo que sería capaz de tirarse al río. Se tiró porque yo estaba tumbado en una zanja cantando y creyó que era lo que tenía que hacer. Doc no tiene derecho a decir una palabra sobre el tema. —Cálmate, cálmate, William Wallace —repitió Virgil. —Si hubieras sido tú el que hubiera hablado así, te habría roto todos los huesos del cuerpo —dijo William Wallace—. ¿A que no te atreves a hablar así? Tú eres de mi edad y tan alto como yo. —No; yo no voy a hablar así —respondió Virgil—. ¿Qué he hecho durante todo el tiempo, sino procurar que dragáramos el río sin problemas? No podrías haber dragado ni medio metro sin mí. —¿Qué dices? ¿Sin quién? —gritó William Wallace—. ¡Esto no era cosa tuya! ¡No era tu mujer! —Se abalanzó sobre Virgil y empezaron a pelearse. —Deja que me levante. —A Virgil le costaba respirar. —Di que era mi mujer. Di que era cosa mía. —¡Tuya! —Virgil estaba en el suelo y William Wallace le metía puñados de tierra en la boca. —Di que era mi red. —¡Tu red! —Anda, levántate. Siguieron adelante, mientras recobraban el aliento y olían el aroma de la madreselva al anochecer. En lo alto de una colina, William Wallace miró hacia abajo y al mismo tiempo llegó hasta allí un dulce sonido de música al aire libre. Un coro cantaba himnos en los jardines de una antigua iglesia blanca que destellaba en el cruce de caminos, muy abajo. Se quedó mirando a lo lejos como si lo viera todo con sumo detalle, como si viera a una mujer vestida de blanco quitar la funda floreada del órgano, colocado en una pequeña pendiente a la sombra, limpiar el polvo de las teclas y empezar a accionar el fuelle y a tocar… Sonrió débilmente, como sonreiría a su madre, a Hazel y a las mujeres que había oído cantar a lo largo de su vida, y entonces una joven se puso en pie para cantar bajo los árboles las baladas más largas y antiguas. Virgil le deseó buenas noches, entró en su casa y la puerta se cerró tras él. Cuando llegó a la suya, William Wallace observó con sorpresa que no había llovido. Sin embargo, combado sobre su tejado había algo que no recordaba haber visto nunca: un arco iris de noche. A la luz de la luna, que había vuelto a salir, parecía pequeño y hecho de una tela vaporosa, como un vestido estival de mujer, un velo tenue a través del cual se veían las estrellas. Subió al porche, entró por la puerta y, cuando hubo atravesado, agotado, la sala de estar y la cocina, oyó que lo llamaban. Al cabo de un instante sonrió, como si oír pronunciar su nombre en la casa fuera mejor que cualquier otra cosa que hubiera podido esperar. La voz salía del dormitorio. —¿Qué quieres? —preguntó, sin moverse. Entonces ella abrió la puerta del dormitorio, que emitió su habitual crujido de protesta, se quedó allí plantada. No había cambiado un ápice. —¿Cómo te encuentras? —preguntó él. —Bastante bien. No demasiado bien —respondió Hazel con aire misterioso. —Me he hecho un corte en el pie —dijo William Wallace, mientras se quitaba el zapato para que ella viera la sangre. —¿Cómo demonios te lo has hecho? —exclamó ella retrocediendo un paso. —Dragando el río. Pero ya no me duele. —Deberías tener más cuidado —dijo ella—. La cena está lista. No sabía si volverías a casa o harías lo mismo que anoche. Ve a ponerte presentable —añadió, y se fue corriendo. Después de cenar se quedaron sentados un rato en los escalones de la parte delantera de la casa. —¿Dónde estabas esta mañana cuando volví a casa? —preguntó William Wallace cuando se disponían a entrar. —Estaba escondida —dijo ella—. Todavía estaba escribiendo la carta. Tú la rompiste. —¿Me viste cuando la leí? —Sí. Estaba tan cerca que si hubieras estirado la mano me habrías tocado. Él se mordió el labio y le dio un golpecito y una palmada, y a continuación la puso boca abajo sobre sus rodillas y le propinó un azote en las nalgas. —¿Volverás a hacerlo? —preguntó. —¡Le contaré a mi madre lo que me has hecho! —¿Volverás a hacerlo? —¡No! —gritó ella. —Pues levántate de mis rodillas. Era como si él la hubiera perseguido y la hubiera atrapado de nuevo. Ella sonrió, con la cabeza apoyada en su brazo. Al fin y al cabo, era una persecución como cualquier otra. —Volveré a hacerlo si estoy lista —dijo—. La próxima vez será diferente. Ya estaba lista para entrar. Se levantó y miró desde el escalón superior al otro lado del jardín, donde se alzaba el cinamomo, y más allá, en dirección a los campos oscuros donde parpadeaban las luciérnagas. Él también se puso en pie y se quedó a su lado, con el entrecejo fruncido, tratando de mirar donde ella miraba. Al cabo de unos minutos ella lo cogió de la mano y lo condujo a la casa sonriendo como si le sonriera a él. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
No es lugar para ti, mi amor
Cuento
La señora Watts y la señora Carson estaban en la oficina de correos de Victory cuando llegó la carta del Instituto Ellisville para Débiles Mentales de Mississippi. Aimee Slocum, aún con L toda la correspondencia en la mano, se adelantó corriendo y entregó la carta a la señora Watts; la leyeron las tres a la vez. La señora Watts la sostenía estirada con ambas manos y la señora Carson recorría lentamente las líneas con su dedo menudo. Qué pasará ahora, se preguntaban todos en la oficina de correos. Por fin, la señora Carson dijo, radiante: —¿Qué dirá Lily cuando le contemos que vamos a mandarla a Ellisville? —Se morirá de gusto —contestó la señora Watts, y añadió, dirigiéndose a una señora sorda—: ¡Lily Daw va a ingresar en Ellisville! —¡No se os ocurra ir a decírselo a Lily sin estar yo! —gritó Aimee Slocum, volviendo apresurada a su puesto para terminar su tarea de clasificar la correspondencia. —¿Creéis que allí la cuidarán bien? —La señora Carson inició una conversación con un grupo de damas baptistas que esperaban en la oficina de correos. Era la esposa del predicador baptista. —Yo siempre he oído decir que ese sitio estaba muy bien, pero que hay demasiada gente —declaró una dama. —Entonces Lily se dejará pisotear —dijo otra. —La noche pasada en la función… —comentó otra, tapándose de pronto la boca con la mano. —¡Oh, vamos, no te preocupes por mí! ¡Sé muy bien que pasan esas cosas en el mundo! —dijo la señora Carson, bajando la vista y jugueteando con la cinta métrica que le colgaba sobre el pecho. —¡Oh, señora Carson! Bueno, el caso es que anoche en la función, bueno, aquel individuo estuvo a punto de hacerle comprar una entrada a Lily… —¡Una entrada! —Hasta que fue mi marido y le explicó que ella, bueno, que no tenía muchas luces, y todos los demás hicieron lo mismo. Todas las señoras chasquearon la lengua. —Oh, fue una función preciosa —dijo la dama que había asistido—. Y Lily se portó de maravilla, como una perfecta dama… sentada en su sitio, atendiendo sin distraerse… —¡Oh, puede ser toda una dama, desde luego! —dijo la señora Carson, cabeceando y alzando los ojos—. Eso es precisamente lo más doloroso. —Oh, sí, señora; no apartaba los ojos de… ¿cómo se llama ese chisme que arma tanto ruido?… El xilofón —siguió la misma dama—. No movía la cabeza para mirar a ningún lado. Estaba justo delante de mí. —Pero la cuestión es, ¿qué hizo después de la función? —dijo la señora Watts, yendo a lo práctico—. Lily está muy mayor para su edad. —¡Oh, Etta! —protestó la señora Carson mirando irritada a su amiga. —Y por eso mismo vamos a mandarla a Ellisville —concluyó la señora Watts. —Bueno, ya estoy preparada —canturreó Aimee Slocum saliendo a toda prisa, con la cara llena de polvos blancos—. El correo está listo. No sé lo bien que habrá quedado, pero ya está. —En fin, espero que eso sea lo mejor —dijo una de las otras lamas. No se apresuraron a recoger la correspondencia de sus buzones. Se sentían un poco excluidas. Las tres damas estaban al pie del depósito de agua. —Encontrar a Lily es otro asunto —dijo Aimee Slocum. —¿Dónde demonios creéis que puede estar metida? —La señora Watts era la portadora de la carta. —No veo ni rastro de ella ni a este lado de la calle ni al otro declaró la señora Carson cuando se pusieron de nuevo en marcha. Ed Newton estaba preparando libretas escolares frente a la tienda. —Si buscan a Lily, estuvo aquí hace poco; me dijo que está preparándose para casarse —añadió Ed. —¡Ed Newton! —gritaron las damas al unísono, formando pina. La señora Watts empezó a abanicarse con la carta de Ellisville. Vestía de luto por su condición de viuda y las palabras de Ed Newton la habían acalorado. —Eso no es cierto. Se irá a Ellisville, Ed —dijo con tono amable la señora Carson—. La señora Watts, Aimee Slocum y yo pagaremos el viaje de nuestro bolsillo. Además, los chicos de Victory no lo permitirían. Lily no va a casarse. Es solo una idea que se le ha metido en la cabeza. —Ustedes decidirán, señoras —dijo Ed Newton, dándose golpecitos con una libreta. Cuando llegaron al puente que había sobre las vías férreas vieron a Estelle Mabers sentada en un raíl. Estaba bebiendo parsimoniosamente una Nehi de naranja. —¿Has visto a Lily? —le preguntaron. —Precisamente estaba esperándola —dijo la chica Mabers, como si ya no estuviera allí—. Pero como le pasó eso con Jewel… Jewel dice que Lily fue hace un rato a la tienda y cogió un sombrero de dos con noventa y ocho y se lo llevó puesto. Y Jewel quiere cambiárselo por alguna otra cosa. —Oh, Estelle, Lily dice que se va a casar —gritó Aimee Slocum. —¡No me diga! —contestó Estelle, que nunca entendía nada. Apareció Loralee Adkins al volante de su Willys-Knight, tocando la bocina para averiguar el objeto de aquella reunión. Aimee alzó las manos y corrió a la calle. —Loralee, Loralee. Tienes que llevarnos a buscar a Lily Daw. ¡Anda por ahí preparándose para casarse! —¡Vaya! ¡Anda, subid! ¡Deprisa! —Bueno, eso ya demuestra que tienes razón —dijo la señora Watts, gruñendo mientras la ayudaban a subir al asiento de atrás—. Hay que convencer a Lily de que será mucho más agradable irse a Ellisville. —¡Quién iba a pensarlo! Doblaron la esquina y la señora Carson, con una voz afligida que evocaba suaves rumores de gallinero al amanecer, prosiguió. —Enterramos a su pobre madre. La alimentamos y le dimos leña y la vestimos. La mandamos a la escuela dominical para que aprendiera la doctrina cristiana, para que se bautizara y se hiciera baptista. Y cuando su padre empezó a pegarle e intentó cortarle la cabeza con un cuchillo de carnicero, bueno, fuimos y se la quitamos y le conseguimos un techo bajo el que cobijarse. La casa, de madera sin pintar, era de tres plantas en algunas pares, con varias veletas y con vitrales de color amarillo y violeta en la fachada y chillones adornos en el porche. Se inclinaba hacia un lado, hacia la vía férrea, y habían desaparecido los peldaños de la entrada. El coche cargado de señoras se acercaba ya al cedro. —Ahora Lily es casi adulta —seguía la señora Carson con el mismo tono—. En fin, ya está desarrollada —concluyó saliendo del coche. —Mira que andar por ahí hablando de casarse… —dijo la señora Watts con repugnancia—. Gracias, Loralee, puedes irte a casa. Saltaron sobre las polvorientas zinias del porche y cruzaron sin llamar el umbral de la puerta, que estaba abierta. —Qué olor tan raro hay en esta casa. Siempre que vengo aquí digo lo mismo —comentó Aimee Slocum. Allí estaba Lily, en el vestíbulo a oscuras, arrodillada en el suelo ante un pequeño baúl abierto. Al ver a las tres damas, se colocó una zinia en la boca y no se movió. —Hola, Lily —dijo la señora Carson con un tono reprobatorio. —Hola —contestó Lily. Y, acto seguido, dio al tallo de la flor una chupada que sonó como el chillido de un grajo. Se sentó. Lleva por todo vestido una de las enaguas que le había dado la señora Carson. El cabello amarillo lechoso le caía suelto bajo el somero nuevo. Se podía apreciar la cicatriz ondulada en la garganta, si se sabía que estaba allí. La señora Carson y la señora Watts, las más gordas, se sentaron en la mecedora doble. Aimee Slocum se sentó en la silla de alambre, un regalo del almacén que se había quemado. —Bueno, dinos, Lily, ¿qué estás haciendo? —preguntó la señora Watts, dando impulso a la mecedora. Lily sonrió. El viejo baúl estaba forrado de papel amarillo y castaño con un dibujo de asteriscos y círculos y anillos más oscuros. Las damas se comunicaron por gestos que no tenían la más remota idea de su procedencia. Estaba vacío, a excepción de dos pastillas de jabón y un paño verde para lavarse que Lily intentaba colocar al fondo en aquel momento. —Anda, Lily, dinos qué estás haciendo —insistió Aimee Slocum. —El equipaje, tonta —dijo Lily. —¿Y adónde vas a ir? —A casarme. Y apuesto a que te gustaría estar en mi lugar ahora —respondió Lily. Pero, de pronto, volvió a apoderarse de ella la timidez y se puso otra vez la flor en la boca. —Cuéntamelo, querida —dijo la señora Carson—. Cuéntale a la señora Carson por qué quieres casarte. —No —contestó Lily, tras vacilar unos instantes. —Bien, nosotras hemos pensado una cosa mucho más agradable —anunció la señora Carson—. ¿Por qué no te vas a Ellisville? —¡Eso sería estupendo! —dijo la señora Watts—. ¡Ya lo creo! —¡Es un lugar magnifico! —añadió indecisa Aimee Slocum. —Te han salido bultos en la cara —le dijo Lily. —Aimee, querida, si no te importa, será mejor que no intervengas en esto —declaró nerviosa la señora Carson—. No sé qué le pasa a Lily cuando te acercas a ella. Lily contemplaba a Aimee Slocum pensativa. —¡Oye! ¿No te gustaría irte enseguida, ahora mismo, a Ellisville? —preguntó la señora Carson. —No, señora —le contestó Lily. —¿Por qué no? —Las tres damas se inclinaron hacia ella llenas de un asombro solemne. —Porque voy a casarme —dijo Lily. —Bien, ¿y con quién te vas a casar, querida? —preguntó la señora Watts. Sabía cómo hablar a la gente y conseguir que se retractaran de lo dicho. Lily se mordió el labio y rompió a reír. Se inclinó hacia el baúl, sacó las dos pastillas de jabón y las agitó. —Dínoslo —insistió desafiante la señora Watts—, anda, ¿con quien vas a casarte? —El hombre de anoche. Las tres damas contuvieron el aliento al unísono, sonoramente. La posible realidad de un amante cayó de pronto sobre ellas como una granizada. La señora Watts se irguió esforzándose por conservar el equilibrio. —¡Uno de esos individuos de la función! ¡Un músico! —gritó. Lily alzó la vista asombrada. —Y te… ¿te hizo algo? —Al final era siempre la señora Watts la que dominaba las situaciones. —¡Oh, sí, señora! —dijo Lily, golpeando disgustada las pastillas de jabón con las yemas de sus dedos menudos y envolviéndolas con el pañito. —¿Qué? —exigió Aimee Slocum, levantándose y tambaleándose ante su propio grito—. ¿Qué? —gritó desde el vestíbulo. —No le preguntes qué —ordenó la señora Carson, siguiéndola—. Dime, Lily, contéstame solo sí o no…, ¿sigues siendo la misma que eras? —Tenía un abrigo rojo —dijo Lily graciosamente—. Cogió unos palitos y empezó ¡ping-pong, ding-dong! —¡Aaay! ¡Creo que voy a desmayarme! —gimió Aimee Slocum, pero las otras dijeron: —No, no te desmayarás. —¡El xilofón! —gritó la señora Watts—. El xilofonista. ¡El muy cobarde, debe de haber huido del pueblo en tren! —¿Huido del pueblo? Sí, a estas horas ya no está aquí, seguro —dijo Aimee Slocum—. Pero ¿no leíste el cartel del café? El día nueve, en Victory; el diez, en Como. ¡Está en Como! ¡Como! —¡Muy bien! ¡Pues le haremos volver! —gritó la señora Watts—. ¡No se me escapará! —¡Chist! —dijo la señora Carson—. Creo que no sirve de nada pensar así. Es mucho mejor para él que haya desaparecido definitivamente de nuestra vida. Menudo pájaro. Solo buscaba el cuerpo de Lily y jamás conseguiría hacer feliz a la pobre criatura aunque fuéramos tras él y le obligáramos a casarse con ella, como sería su deber, a punta de pistola… —Con todo… —empezó Aimee, con los ojos muy abiertos. —Cállate —ordenó la señora Watts—. Señora Carson, tienes razón… creo yo. —Mirad, este es mi ajuar… —dijo muy afable Lily en el silencio que siguió—. Ni siquiera lo habéis mirado. Ya tengo jabón y un pañito. Y también tengo mi sombrero… puesto. ¿Qué vais a regalarme vosotras? —Lily —respondió la señora Watts acercándose a ella—, te regalaremos muchas cosas preciosas si en lugar de casarte te vas a Ellisville. —¿Qué me regalaréis? —preguntó Lily. —Te daré dos fundas de almohada bordadas con punto de vainica —dijo la señora Carson. —Y yo te regalaré una tarta grande con caramelo —dijo la señora Watts. —Yo un recuerdo de Jackson. Un banco pequeño de juguete —dijo Aimee Slocum—. ¿Irás? —No —contestó Lily. —Te regalaré una Biblia preciosa, pequeñita, con tu nombre grabado en oro auténtico en la portada —dijo la señora Carson. —¿Y si yo te regalara un sujetador de crepé de China rosa con tirantes ajustables? —preguntó la señora Watts con tono severo. —¡Oh, Etta! —Bueno, qué, le hace falta —dijo la señora Watts—. ¿Qué pensarían si la mandáramos a Ellisville en enaguas? —¡Me gustaría tanto poder ir yo a Ellisville! —dejó caer Aimee Slocum. —¿Y qué tendrán allí para mí? —preguntó suavemente Lily. —¡Oh! Muchísimas cosas. Supongo que podrás tejer cestas. La señora Carson miró indecisa a las otras. —Pues claro, te dejarán hacer todas las cestas que quieras —dijo la señora Watts; luego también su voz se desvaneció. —No, no, yo prefiero casarme —declaró Lily. —¡Lily Daw! ¡Basta de tonterías! —gritó la señora Watts—. Estabas a punto de decirnos que sí y ahora te echas atrás. —Mira, Lily, se lo preguntamos todas al Señor —dijo por último la señora Carson—, y parece que Dios piensa que el lugar donde debieras estar, donde serías feliz, es Ellisville. Kily parecía respetuosa, pero obstinada aún. —¡Ahora sí que tendremos que conseguir que se vaya…! —grito Aimee Slocum de repente—. ¡Imaginad…! ¡No puede seguir aquí! —¡Oh, no, no, no! —se apresuró a decir la señora Carson—. ¡Eso ni pensarlo! Se sentaron las tres, sumidas en la desesperación. —¿Podría llevarme mi ajuar a… a Ellisville? —preguntó con Lily, mirándolas de reojo. —Sí, claro… —contestó vagamente la señora Carson. Volvieron a ponerse en pie las tres, en silencio. —¡Oh, si pudiera llevarme mi ajuar! —¡Qué obsesión con lo de su ajuar! —susurró Aimee. La señora Watts juntó las palmas de las manos y dijo: —¡Está decidido! —¡Por fin! —murmuró la señora Carson. Lily alzó la vista hacia ellas, le brillaban los ojos. Irguió la cabeza e, imitando a alguien absolutamente desconocido, dijo: —¡Muy bien! … ¡Pichoncito! Las damas gesticulaban y sonreían, camino ya de la puerta. —Creo que sería mejor que me quedara —observó la señora Carson parándose de pronto—. ¿Dónde… dónde puede haber aprendido esa horrible expresión? —Déjalo ya —dijo la señora Watts—. Lily Daw saldrá para Ellisville en el Número Uno. En la estación humeaba el tren. Casi todo Victory estaba allí esperando que saliera. La banda municipal se había reunido sin que nadie se lo ordenara y todos los músicos andaban desperdigados entre la multitud. Ed Newton daba de vez en cuando una falsa señal de empezar con la tuba. Todos los pollitos de un cajón se escaparon por el andén. Todo el mundo quería ver a Lily con sus mejores galas, pero la señora Carson y la señora Watts la habían metido en el tren por el otro lado de las vías. Las dos damas iban a acompañar a Lily hasta Jackson para ayudarla allí a hacer el transbordo y cerciorarse de que no se equivocaba de tren. Lily estaba sentada entre ambas en el asiento afelpado, con el cabello peinado y recogido en un moño, y encima un sombrerito azul que Jewel le había cambiado por el que ella había cogido en tienda. Llevaba un vestido de viaje que había formado parte del vestuario de luto del último verano de la señora Watts. Se le transparentaban los tirantes color rosa. Y llevaba un bolso, una Biblia y un bizcocho caliente en una caja, todo en el regazo. Aimee Slocum había estado sellando y empaquetando el correo que debía partir en aquel tren. Ahora estaba de pie en el pasillo del vagón y no podía contener las lágrimas. —Adiós, Lily —dijo; era de esas personas que sienten las cosas. —Adiós, tonta —respondió Lily. —Ay, Dios, espero que reciban el telegrama y que la estén esperando en Ellisville —exclamó Aimee compungida, pensando en lo lejos que quedaba—. No fue nada fácil decirlo todo en diez palabras, desde luego. —Aimee, márchate ya, no vaya a ser que salga el tren y te rompas la crisma —dijo la señora Watts, muy compuesta y abanicándose vigorosamente con su elegante abanico—. Qué barbaridad, hace tanto calor que en cuanto nos alejemos un poco del pueblo me soltaré el corsé. —Procura no llorar allí, Lily. Procura ser buena y hacer lo que te manden… todo lo que te digan será por tu bien —aconsejó Aimee, abatida. Se alejaba ya retrocediendo por el pasillo. Lily se reía. Señalaba por delante del pecho de la señora Carson, por la ventanilla, hacia un hombre. Se había apeado del tren y estaba allí parado, solo. Era forastero y llevaba una gorra. —Mira —dijo Lily riendo suavemente entre sus dedos. —No mires —ordenó con mucho énfasis la señora Carson, como si de todo cuanto hubiera dicho quisiera grabar concretamente dos solemnes palabras en el cerebro débil y pequeño de la muchacha. Y añadió—: No mires nada hasta que llegues a Ellisville. Fuera ya del tren, Aimee Slocum lloraba tanto que estuvo a punto de tropezar con el forastero. Llevaba una gorra, era bajo y parecía haberse perfumado, si tal cosa era posible. —¿Podría decirme usted, señora —le preguntó—, en qué parte de esta villa vive una señorita que se llama Lily Daw? —Se quitó la gorra… y era pelirrojo. —¿Para qué quiere usted saberlo? —preguntó Aimee antes de comprender. —Hable más alto —le dijo el forastero, que hablaba casi en un susurro. —Se ha ido… ¡Se ha ido a Ellisville! —¿Que se ha ido? —¡A Ellisville! —¡Vaya! ¡Qué bien! —El hombre adelantó el labio inferior y sopló hasta que se le movió el pelo. —¿Qué quería usted de Lily? —gritó Aimee de repente. —Oh, solo íbamos a casarnos, nada más —dijo el hombre. Aimee Slocum se puso a gritar, allí entre todo el gentío. Casi tocaba el largo estuche negro que había en el suelo, a los pies del forastero. Retrocedió de pronto, asustada. —¡El xilofón! ¡El xilofón! —gritó mirando sucesivamente al hombre y al tren, que ya pitaba. ¿Cuál de los dos era más aterrador? La campana empezó a repiquetear y el hombre dijo: —¿Ha dicho usted Ellisville? ¿Eso está en el estado de Mississippi? —Sacó con la rapidez del rayo un cuaderno de notas titulado «Informaciones y datos fijos» y escribió algo—. No oigo bien. Aimee asintió con la cabeza y se colocó detrás de él. El hombre subrayaba «Ellis-Ville». Luego añadió dos marcas pequeñas. —Quizá no me dijese que sí. Quizá me dijera que no. —De repente se echó a reír muy alto, para lo bajo que había hablado. Aimee retrocedió con un respingo—. ¡Mujeres! … En fin, si alguna vez actuamos cerca de Ellisville, puede que la visite… y puede que no —dijo. La tuba dio entonces la señal verdadera a la banda para que empezara. La máquina comenzó a soltar vapor blanco. Normalmente, el tren solo paraba un minuto en Victory, pero el maquinista veía a Lily de saludarla al pasar y sabía que aquel era su gran día. ¡Espere! —gritó Aimee Slocum—. ¡Espere un momento, señor! Yo puedo traérsela. ¡Eh, señor maquinista, espere, no se vayan todavía! Y enseguida estaba otra vez en el tren, gritándoles a la señora Carson y a la señora Watts: —¡El xilofonista! ¡El xilofonista se casa con ella! ¡Es aquel de allí! —¡Qué disparate! —murmuró la señora Watts, atisbando sobre las otras en la dirección que indicaba Aimee—. Si está ahí, yo no lo veo. ¿Dónde está? Ese es Beasley el Tuerto. —El hombrecito de la gorra… no, el pelirrojo. ¡Deprisa! —¿Es ese, en serio? —preguntó sorprendida la señora Carson a la señora Watts—. ¡Santo Dios! Qué pequeño, ¿verdad? —¡No le había visto en mi vida! —gritó la señora Watts. Pero cerró de golpe el abanico. —¡Vamos! ¡No sé si os dais cuenta de que estamos en un tren!— gritó Aimee Slocum. Estaba nerviosísima. —Bueno, chica, bueno, vamos, que igual te da un ataque aquí la señora Watts. Y añadió, con voz apagada, dirigiéndose a la señora Carson—: Vamos, vamos. —Pero ¿adónde vamos ahora? —preguntó Lily mientras se abrían paso por el pasillo. —Te llevamos a que te cases, ¿sabes? —dijo la señora Watts—. Será mejor que telefonees desde la misma estación a tu marido —le dijo a continuación a la señora Carson. —Pero yo no quiero casarme —respondió Lily, empezando a gimotear—. Yo me voy a Ellisvile. —Cállate, que luego tomaremos todos helados de cucurucho —le susurró la señora Carson. En el momento en que saltaban del vagón de cola del tren, la banda de música empezaba a tocar la «Marcha de la Independencia». El xilofonista estaba allí todavía, dando saltitos. Se acercó y dijo: Hola, pichoncito! ¿Qué te pasa… embustera? —Dio un sonoro beso a Lily, con lo que ella bajó la cabeza. —Así que es usted el joven del que tanto hemos oído hablar —dijo la señora Watts, con una sonrisa resplandeciente—. Aquí tiene a su pequeña Lily. —¿Qué dice? —preguntó el xilofonista. —Da la casualidad de que mi marido es el sacerdote baptista de Victory —añadió la señora Carson, con una voz clara y sonora—. ¿No es una suerte? Vendrá en cinco minutos. Sé exactamente dónde está. Habían formado un círculo alrededor del xilofonista, y en esta formación se dirigieron hacia la blanca sala de espera. —Ay, en momentos como este me entran ganas de llorar —dijo Aimee Slocum. Se volvió y vio que el tren se alejaba lentamente, que pasaba bajo el puente de Main Street. Luego desapareció en la curva. —¡Oh, el ajuar! —gritó Aimee con voz afligida. —¿Con quién tengo el gusto de hablar? —gritaba la señora Watts, mientras la señora Carson llamaba por teléfono. La banda seguía tocando. Unos creían que Lily iba en el tren y otros juraban que no, que no iba. Pero todos vitoreaban y alguien lanzó un sombrero de paja hacia los cables del teléfono. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Por qué vivo en la oficina de correos
Cuento
J. Bowman, que llevaba catorce años viajando para una empresa de calzado por Mississippi, conducía su Ford por un sendero polvoriento y lleno de rodadas. ¡Qué día tan largo! El tiempo parecía no superar el obstáculo del mediodía para asentarse en una tarde suave. El sol, que allí conservaba su fuerza incluso en invierno, permanecía fijo y alto, y cada vez que Bowman se asomaba por la ventanilla del coche polvoriento para mirar carretera adelante, parecía bajar un largo brazo y apretarle la cabeza, atravesando su sombrero, como la broma pesada de un viejo viajante, veterano de la carretera. Le hacía sentirse aún más irritado y desvalido. Se sentía febril, y no estaba muy seguro de la ruta. Aquel día había vuelto a la carretera después de una larga gripe. Había tenido mucha fiebre y pesadillas, y estaba desmejorado y pálido, lo suficiente para que se apreciase en el espejo; y no podía pensar con claridad… Toda la tarde, muy irritado, y sin razón alguna, había pensado en su abuela muerta. Había sido esta abuela suya un alma tranquila. Bowman deseó, una vez más, poder hundirse en el gran lecho de plumas de la habitación de su abuela… Luego se olvidó otra vez de ella. ¡Aquel desolado paisaje de colinas! Y parecía que se había equivocado de camino, como si estuviera desviándose muchísimo de la ruta. No se veía ni una sola casa… De nada servía desear estar de nuevo en la cama, sin embargo. Haber pagado al médico del hotel demostraba su recuperación. Cuando la linda enfermera dijo adiós, ni siquiera lo había lamentado. No le gustaba la enfermedad, desconfiaba de ella, igual que de una carretera sin señales de tráfico. Le enfurecía. Había regalado a la enfermera una pulsera bastante cara, solo porque ella también hacía la maleta y se iba. Pero ahora, ¿qué importaba que en catorce años de ruta nunca hubiera estado enfermo hasta entonces y nunca hubiera tenido un accidente? Su récord se había arruinado, y casi había empezado a dudar de él… Con el tiempo había ido alojándose en hoteles cada vez mejores, en pueblos más grandes, pero ¿no eran todos, en realidad, eternamente agobiantes en verano y desapacibles en invierno? ¿Mujeres? Solo podía recordar cuartitos dentro de cuartitos, como un juego de cajas chinas; y si pensaba en una mujer, veía la soledad gastada de que parecía hecho el mobiliario. Y él mismo… era un hombre que siempre llevaba sombreros negros de ala más bien ancha, y en los espejos de los hoteles tenía aspecto de algo así como un torero, cuando se detenía aquel inevitable instante en el descansillo, cuando bajaba la escalera para cenar… Volvió a asomarse por la ventanilla, el sol volvió a aplastarle la cabeza. Bowman había planeado llegar a Beulah al anochecer, para acostarse y recuperar fuerzas con el sueño. Si no recordaba mal, Beulah estaba a cincuenta millas del último pueblo, por una carretera de grava. Y aquello solo era un camino de vacas. ¿Cómo podía haber ido a parar allí? Se enjugó el sudor del rostro con la mano y siguió conduciendo. Ya había hecho antes el viaje a Beulah. Pero nunca había visto aquella colina ni aquel camino interminable (ni aquella nube, pensó con timidez, mirando hacia arriba y luego hacia abajo rápidamente), como tampoco había visto antes aquel día. ¿Por qué no aceptar sin más que se había perdido y que llevaba perdido muchas millas? No tenía costumbre de preguntar a desconocidos, y aquella gente nunca sabía adónde llevaban las carreteras junto a las que vivían. Además, ni siquiera había estado lo bastante cerca de nadie para preguntar. De vez en cuando veía a alguien trabajando en los campos, o sobre los almiares, pero demasiado lejos; parecían palos inclinados, o matorrales, volviéndose un momento ante el solitario estruendo de su coche, que atravesaba su territorio, contemplando el sobrio y pálido polvo invernal que saltaba tras él como grandes calabazas por el camino. Las miradas de aquellas personas lejanas le habían seguido sólidamente, impenetrables como un muro, tras el cual volvían después de que él hubiera pasado. La nube flotaba a un lado como el travesaño del lecho de su abuela. Avanzaba sobre una cabaña al borde de una colina, en la que dos cinamomos sin hojas intentaban asir el cielo. Cruzó un montón de hojas de roble marchitas, las ruedas agitaron sus lados ingrávidos haciendo que el coche silbase una plateada melancolía al pasar a través de su lecho. Ningún coche había pasado por allí antes que él. Luego vio que estaba al borde de un barranco cortado a pico, una erosión roja, y que aquello era realmente el final de la carretera. Pisó el freno. Pero aunque lo pisó a fondo, no respondió. El coche, inclinado hacia el borde, derrapó un poco. Era evidente que iba a caer. Salió tranquilamente, como si le hubieran hecho algún agravio y tuviera que proteger su dignidad. Sacó del coche la bolsa y la caja de muestras, las dejó en el suelo, retrocedió y vio caer el coche por el barranco. Sin embargo, no oyó el estruendo que esperaba, sino un crujir lento y apagado. Con cierta decepción, se acercó a mirar, y vio que había caído en una maraña de inmensas vides, gruesas como su brazo, que lo atrapaban y lo sostenían; lo mecieron como a un niño grotesco en una cuna oscura, y luego, según observó, un tanto preocupado por no estar ya en el coche, lo soltaron suavemente y lo dejaron en el suelo. Suspiró. ¿Dónde estoy?, se preguntó estremecido. ¿Por qué no he hecho algo? Toda su irritación pareció desvanecerse. Allá estaba la casa, en la colina. Cogió una bolsa en cada mano y con animación casi infantil se encaminó hacia ella. Pero le costaba trabajo respirar y tuvo que pararse a descansar. Era una casa hecha precipitadamente, dos habitaciones y un corredor abierto entre ambas, encaramada en la colina. Toda ella se inclinaba un poco bajo la pesada y espesa parra que cubría el tejado, clara y verde, como olvidada desde el verano. Había una mujer en el corredor. Bowman se detuvo. Luego, de repente, su corazón empezó a comportarse de un modo extraño. Como un proyectil disparado, empezó a saltar y a expandirse siguiendo pautas desiguales de latidos que inundaban su cerebro y le impedían pensar. Pero al desparramarse y caer no se producía ruido alguno. Se disparaba con gran impulso, casi con entusiasmo, y caía suavemente, como los acróbatas en la red. Empezó a golpetear con gran intensidad; luego esperó de forma irresponsable, golpeando con una especie de burla interna primero en las costillas, después contra sus ojos, bajo los omóplatos luego, y contra el paladar cuando intentó decir «Buenas tardes, señora». Pero no podía oír su corazón, era tan silencioso como la ceniza cuando cae. Esto resultaba bastante reconfortante; aun así, le sorprendía sentir que seguía latiendo. Paralizado por la confusión, dejó caer las bolsas, que parecieron surcar graciosamente el aire en lentas masas y acolcharse en la gris e inclinada hierba que había junto a la entrada de la casa. En cuanto a la mujer, advirtió de inmediato que era vieja. Como ella no podía oír los latidos de su corazón, él los ignoró y la examinó detenidamente, y, por distracción, con la boca abierta. Ella había estado limpiando una lámpara, que llevaba aún en la mano a medio limpiar. Bowman la veía con el oscuro corredor detrás. Era una mujer grande, de rostro curtido pero sin arrugas. Tenía los labios apretados y sus ojos miraban a los de Bowman con una luminosidad curiosa y embotada. Bowman se fijó en sus zapatos, que parecían bultos. De haber sido verano habría ido descalza… Bowman, que calculaba maquinalmente la edad de una mujer nada más verla, le echó unos cincuenta. Llevaba un vestido informe de un género gris y tosco, sin planchar, del que brotaban sus brazos rosados e inesperadamente redondeados. Como ella no decía una palabra y permanecía en su tranquila actitud, sujetando la lámpara, Bowman se convenció de la fortaleza de su cuerpo. —Buenas tardes, señora —dijo. Ella seguía mirando fijamente, él no podía estar seguro de si a él o al aire que le rodeaba, pero, al cabo de un momento, bajó los ojos para indicar que escucharía lo que tuviera que decirle. —Perdone que la moleste… —intentó una vez más—. Un accidente… mi coche… La voz de la mujer brotó baja y remota, como un ruido en la otra orilla de un lago. —Sonny no está. —¿Sonny? —Sonny no está aquí. Su hijo… Un tipo capaz de sacar mi coche de ahí, decidió Bowman con confuso alivio. Señaló la falda de la colina. —Mi coche está en el fondo de la zanja, necesitaré ayuda. —Sonny no está, pero vendrá. Ahora la veía con mayor claridad, y percibía su voz más fuerte, y comprendió que era retrasada. Apenas le sorprendió, entre la postergación y el tedio cada vez más intensos del viaje. Tomó aliento y oyó que su voz decía por encima de los latidos silentes de su corazón: —He estado enfermo. Aún no estoy bien… ¿Me permite entrar? Se agachó y dejó el sombrero grande y negro sobre el asa de la bolsa. Fue un movimiento humilde, casi una reverencia, que instantáneamente le pareció absurdo y revelador de toda su debilidad. Levantó la vista hacia la mujer; el viento agitaba su cabello. Podía haber seguido largo rato en aquella actitud extraña; nunca había sido un hombre paciente, pero durante su enfermedad había aprendido a hundirse sumiso en la almohada, esperando su medicina. Se quedó aguardando a la mujer. Entonces ella, mirándole con ojos azules, se dio la vuelta y sostuvo la puerta abierta; al cabo de un momento, Bowman, como si t tiara convencido, se irguió y la siguió al interior de la casa. Ya dentro la oscuridad le acarició como una mano profesional, la le un médico. La mujer dejó la lámpara a medio limpiar en la mesa que había en el centro de la habitación y señaló, casi como un guía profesional, una silla con asiento amarillento de piel de vaca. A su e, ella se acuclilló junto al hogar, alzando las rodillas bajo la falda informe. Al principio, Bowman se sintió esperanzadamente seguro. Se le calmo el corazón. La habitación estaba cercada en la penumbra de amarillas tablas de pino. Pudo ver la otra habitación, con el pie de una cama de hierro asomando, al otro lado del corredor. La cama estaba hecha con un edredón rojo y amarillo, que parecía un mapa o un cuadro, se parecía algo a un cuadro de Roma ardiendo que su abuela había pintado cuando era adolescente. Había anhelado frescor, pero en aquella habitación hacía frío. Miró fijamente el hogar, con carbón consumido y cacerolas metálicas en los rincones. El hogar y la chimenea eran de la piedra que había visto en las laderas, pizarra principalmente. ¿Por qué el fuego no está encendido?, se preguntó. Y había tanto silencio. El silencio de los campos parecía entrar y moverse con familiaridad por la casa. El viento utilizaba el corredor abierto. Tenía la impresión de estar en un peligro apacible, misterioso, frío. ¿Qué debía hacer?… Hablar. —Tengo un magnífico muestrario de calzado femenino a buen precio… —dijo. Pero la mujer contestó: —Sonny volverá. Él es fuerte. Sonny le sacará el coche. —¿Dónde está? —Trabaja para el señor Redmond. Señor Redmond. Señor Redmond. Alguien con quien nunca se encontraría, y se alegraba. No le agradaba nada el nombre, no sabía bien por qué. En un chispazo de irritación y angustia, Bowman deseó evitar incluso la mención de hombres desconocidos y sus granjas desconocidas. —¿Viven aquí los dos solos? —Le sorprendió oír su vieja voz parlanchina, confidencial, modulada para vender zapatos, formulando una pregunta como aquella, algo que ni siquiera deseaba saber. —Sí, estamos solos. Le sorprendió su forma de contestar. La mujer se había tomado un buen rato para decirle aquello. Había asentido con la cabeza, además, notoriamente. ¿Había querido hacerle algún tipo de advertencia?, se preguntó sintiéndose desgraciado. ¿O solo se trataba de que ella no le ayudaría, en realidad, hablando con él? Pues él no era lo bastante fuerte para aguantar el impacto de cosas extrañas sin una pequeña charla que amortiguara la caída. Había vivido un mes en el que nada había pasado excepto en su cabeza y en su cuerpo, una vida casi inaudible de latidos cardíacos y sueños recurrentes. Una vida de fiebre e intimidad, una vida delicada que le había dejado debilitado hasta el punto de… ¿de qué? De mendigar. El pulso le brincó en la palma como una trucha en un riachuelo. Se preguntaba una y otra vez por qué no seguiría la mujer limpiando la lámpara. ¿Qué le impulsaba a permanecer allí al fondo de la habitación, dedicándole su silenciosa presencia? Vio que para ella no era el momento apropiado para hacer tareas sin importancia. Estaba muy seria, como comprobando hasta qué punto se había comportado bien. Quizá se tratara solo de cortesía. Él mantenía los ojos rígidamente abiertos, dócil, fijos en las manos unidas de la mujer, como si ella sujetase una cuerda a la que estuviesen prendidos. Entonces le dijo: —Ya viene Sonny. Él no había oído nada, pero apareció un hombre que pasó delante de la ventana y luego empujó la puerta y entró, con dos perros al lado. Sonny era un hombre bastante corpulento, con el cinturón bajo, sobre las caderas. Calculó que tendría como mínimo unos t cinta años. Tenía la cara roja y ardiente, aún llena de silencio. Vestía pantalones azules manchados de lodo y un viejo chaquetón militar sucio y remendado. ¿De la guerra mundial?, se preguntó Bowman. Dios santo, era un chaquetón confederado. Sobre su cabello claro se asentaba un sombrero negro sucio, ancho, que parecía insultar al de Bowman. Apartó a los perros, que se le echaban al pecho. Era fuerte, y se movía con dignidad y gravedad… Se parecía a su madre. Permanecían juntos, codo con codo… Debía explicar de nuevo el porqué de su presencia allí. —Sonny, a este hombre se le ha caído el coche por el barranco y quiere saber si se lo sacarás —dijo la mujer al cabo de unos minutos. Bowman ni siquiera pudo exponer su caso. Sonny posó los ojos en él. Sabía que debía dar explicaciones, enseñar dinero, mostrarse o bien quejumbroso o bien autoritario. Pero todo lo que pudo hacer fue encogerse levemente de hombros. Sonny pasó a su lado dirigiéndose a la ventana, seguido de los ávidos perros, y miró afuera. Había fuerza incluso en su forma de mirar, como si pudiera lanzar la visión como una soga. Bowman percibió sin volverse que no vería nada. Estaba demasiado lejos. —Con una mula y un aparejo de poleas —dijo Sonny con tono significativo—. Con mi mula y sogas enseguida podría sacar el coche del barranco. Recorrió la estancia con la vista, como si meditara, los ojos ambulantes en su propia lejanía. Luego apretó los labios con firmeza y sin embargo con timidez, y, precedido ahora por los perros, bajó la cabeza y salió de la cabaña. La tierra resonaba, al compás de su enérgica forma de caminar; casi la hacía tambalearse. Malignamente, a la señal de aquellos sonidos, el corazón de Bowman brincó de nuevo. Parecía estar paseando en su interior. —Sonny lo hará —dijo la mujer. Lo dijo de nuevo, cantándolo casi, como una melodía. Estaba sentada en su sitio, junto al hogar. Sin mirar al exterior, oyó unos gritos y los ladridos de los perros y el resonar de cascos en cortas carreras por la colina. Al cabo de unos minutos, Sonny pasó delante de la ventana con una soga, y junto a él una mula torda con temblorosas y relumbrantes orejas color púrpura. La mula miró realmente por la ventana. Bajo las pestañas giraron unos ojos como dianas, que se clavaron en los suyos. Bowman apartó la vista y vio que la mujer contemplaba a la mula con serenidad, el rostro lleno de satisfacción. La mujer canturreó un poquito más, entre dientes. Bowman pensó, y le parecía absolutamente maravilloso, que en realidad la mujer no estaba hablándole, sino más bien siguiendo lo que sucedía con palabras inconscientes y con parte de su mirar. Así que Bowman guardó silencio, y entonces, al no responder, sintió alzarse dentro de sí una emoción fuerte y extraña, que no era miedo. Esta vez, cuando su corazón brincó, algo (su alma) pareció brincar también, como un potrillo invitado a salir del corral. Miró a la mujer fijamente, mientras la intensidad frenética de su sentimiento le hacía doblar la cabeza. No podía moverse; no podía hacer nada, salvo quizá abrazar a aquella mujer, vieja e informe, sentada ante él. Pero deseó levantarse de un salto, decirle: he estado enfermo y entonces, solo entonces, he descubierto lo solo que estoy. ¿Es demasiado tarde? Mi corazón entabla una lucha dentro de mí, y tú puedes oírlo, protestando contra el vacío… Debería estar pleno, se precipitaría a contarle imaginando ahora su corazón como un lago profundo, debería estar lleno de amor como otros corazones. Debería estar inundado de amor. Sería un día cálido de primavera… Ven y asiéntate en mi corazón, quienquiera que seas, y un río entero cubrirá tus pies y se elevará más y envolverá en remolinos tus rodillas, y te arrastrará hacia abajo, hacia él mismo, todo tu cuerpo, tu corazón también. Sin embargo, se pasó una temblorosa mano entre los ojos y contempló a la plácida mujer, acuclillada enfrente. Estaba inmóvil como una estatua. Se sintió avergonzado y exhausto ante la idea de que hubiese podido, en un momento más, haber intentado comunicar con simples palabras y abrazos una cosa extraña, algo que siempre parecía habérsele escapado hacía un instante. La luz del sol acarició la cacerola más lejana del hogar. Acababa la tarde. Al día siguiente a aquella hora él estaría en otro sitio, en una buena carretera de grava, dejando atrás con el coche las cosas que le sucedían a gente, más deprisa que su mismo suceder. Pensando en el día siguiente se alegró, y se dio cuenta de que no era momento de abrazar a una anciana. Sentía en sus sienes palpitantes la disposición de su sangre al movimiento y a escapar precipitadamente. —Sonny ya ha atado el coche —dijo la mujer—. Lo sacará enseguida. —¡Estupendo! —exclamó él con su entusiasmo habitual. Sin embargo, ahora parecía que hacía mucho tiempo que esperaban. Empezaba a oscurecer. Se sentía agarrotado en la silla. Cualquier hombre habría sido capaz de levantarse y caminar por la habitación mientras esperaba. Había una especie de culpabilidad en aquella quietud y aquel silencio. En vez de levantarse, escuchaba… Contenido el aliento, los ojos impotentes en la creciente oscuridad, escuchaba inquieto un sonido de advertencia, olvidando en su cautela lo que sería. Al poco oyó algo suave, continuo, insinuante. —¿Qué es ese ruido? —preguntó, y su voz brincó en la penumbra. Luego, frenéticamente, temió que fuese su corazón latiendo con violencia en la habitación sosegada, y que ella se lo dijera. —Será el arroyo —masculló la mujer. La voz era más próxima. Estaba de pie junto a la mesa. Bowman se preguntó por qué no encendería la lámpara. Estaba allí plantada en las sombras, y no la encendía. Bowman nunca le hablaría ya, había pasado el momento. Dormiré en la oscuridad, pensaba, compadeciéndose de sí mismo, desconcertado. La mujer se acercó con paso cansino a la ventana. Su brazo, vagamente blanco, se alzó recto desde su flanco, y señaló la noche exterior. —Aquella mancha blanca es Sonny —dijo hablando consigo misma. Él se volvió involuntariamente y atisbó por encima del hombro de la mujer. Pensó vacilante en levantarse y colocarse a su lado. Sus ojos escrutaban el aire oscurecido. La mancha blanca flotaba suavemente hacia el dedo de ella, como una hoja en un río, haciéndose cada vez más blanca contra las sombras. Era como si le hubiera mostrado algo secreto, una parte de su vida, pero sin ofrecerle ninguna explicación. Bowman apartó la vista. Estaba conmovido casi hasta el llanto, sintiendo sin razón alguna que ella había hecho una declaración silenciosa equivalente a la suya propia. Bowman tenía la mano en el pecho. Luego una pisada estremeció la casa y Sonny apareció en el cuarto. Bowman notó cómo la mujer se alejaba de él y se iba junto al otro hombre. —Ya he sacado su coche, señor —dijo la voz de Sonny en la oscuridad—. Está en la carretera, le he dado la vuelta en la dirección por la que vino. —¡Estupendo! —exclamó Bowman, emitiendo una voz estridente—. Se lo agradezco muchísimo, yo no habría sido capaz de hacerlo, he estado enfermo… —Para mí ha sido muy fácil —repuso Sonny. Bowman les percibía a ambos esperando en la penumbra, y oía el jadear de los perros fuera, aguardando para ladrar cuando él se fuese. Se sentía extrañamente desvalido y resentido. Ahora que podía irse anhelaba quedarse. ¿De qué estaban privándole? De repente la violencia de su corazón le sacudió el pecho. Aquella gente atesoraba allí algo que él no podía ver, retenían alguna antigua promesa de alimento y calor y luz. Había entre ellos una conspiración. Pensó en cómo la mujer se había apartado de él y se había acercado a Sonny. Había fluido hacia él. Temblaba de frío, estaba cansado y no era justo. Con humildad, pero irritado, metió la mano en el bolsillo. —Le pagaré lo que sea por esto, desde luego… —No aceptamos dinero por eso —dijo Sonny con voz beligerante. —Yo quiero pagar. Pero haga algo más… Déjeme quedarme esta noche… Dio otro paso hacia ellos. ¡Ay, si pudieran verle, se percatarían de su sinceridad, de su auténtica necesidad! Su voz prosiguió: —Aún no estoy muy fuerte, apenas puedo caminar, quizá ni siquiera conseguiré llegar al coche… No sé… no sé exactamente dónde estoy… Se detuvo. Tuvo la sensación de que podría echarse a llorar. ¿Qué pensarían de él? Sonny se acercó y le puso las manos encima. Bowman sintió que recorrían su pecho (también eran profesionales), sus caderas. Sintió los ojos de Sonny escrutándole en la oscuridad. —¿No será usted uno de esos recaudadores, verdad, no llevará armas? ¡En aquel lugar, que era el fin del mundo! Y sin embargo él había llegado hasta allí. Contestó con gravedad: —No. —Puede quedarse. —Sonny —dijo la mujer—, tendrás que traer fuego. —Iré a por él a casa de Redmond —contestó Sonny. —¿Qué? —Bowman se esforzaba por oír lo que decían. —Nuestro fuego se ha acabado, y Sonny tiene que traer más, porque está oscuro y hace frío —aclaró ella. —Pero con cerillas… Yo tengo cerillas… —No las necesitamos para nada —dijo ella, orgullosa—. Sonny irá a por fuego. —Iré a casa de Redmond —añadió Sonny con aire de importancia, y salió. Cuando llevaban un rato esperando, Bowman miró por la ventana y vio una luz que se movía por la colina. Se extendía como un pequeño abanico. Seguía zigzagueante a través del campo, rauda y segura, no parecía en absoluto Sonny… Al poco apareció Sonny con una tea sujeta con unas tenazas, que inundó de luz deslumbrante los rincones de la estancia. —Ahora haremos fuego —dijo la mujer cogiendo el tizón. Y luego encendió la lámpara. Mostró su oscuridad y su luz. La estancia entera se volvió de un amarillo dorado, como una especie de flor, y a flor olían las paredes, que parecían temblar con el quedo crepitar del fuego y el bailoteo de la mecha ardiente en su embudo de luz. La mujer se movía entre las cacerolas metálicas. Con las tenazas colocó brasas sobre la rejilla de hierro. Las brasas lanzaron una serie de suaves vibraciones, como el rumor lejano de una campana. La mujer alzó la vista y miró a Bowman, pero él no podía contestar. Estaba temblando… —¿Quiere echar un trago, señor? —preguntó Sonny. Había llevado una silla del otro cuarto y estaba sentado en ella a horcajadas, con los brazos cruzados en el respaldo. Ahora podemos vernos, pensó Bowman, y gritó: —¡Pues claro, cómo no, gracias! —Sígame y haga lo que haga yo —le dijo Sonny. Fue otra excursión a oscuras. Cruzaron el corredor, salieron por la parte trasera de la casa, pasaron un cobertizo y un pozo techado. Llegaron a una espesura de matorrales. —Póngase de rodillas —le dijo Sonny. —¿Qué? —La frente le sudaba copiosamente. Comprendió cuando Sonny empezó a arrastrarse por una especie de túnel que los matorrales formaban sobre el suelo. Le siguió, sobresaltándose a su pesar cuando una ramita o un espino le tocaban suavemente, sin un rumor, le enganchaban y luego le dejaban seguir. Sonny dejó de arrastrarse y, encogido, comenzó a cavar con ambas manos en el suelo. Bowman rascó tímidamente una cerilla e iluminó. Al cabo de unos minutos, Sonny sacó una cántara. Vertió luego parte del whisky en una botella que sacó del bolsillo de la chaqueta y volvió a enterrar la cántara. —Nunca sabes quién puede llamar a tu puerta —dijo entre risas—. Volvamos —añadió casi protocolariamente—. No tenemos por qué beber al aire libre como cerdos. En la mesa, junto al fuego, sentados el uno frente al otro en sus sillas, Sonny y Bowman bebieron a tragos de la botella, pasándosela de uno a otro. Los perros dormían. Uno estaba soñando. —Es bueno —dijo Bowman—. Justo lo que necesitaba. Era como si estuviera bebiendo el fuego del hogar. —Lo hace él —dijo la mujer con plácido orgullo. La mujer estaba retirando las ollas de las brasas, y los aromas (le pan de maíz y café llenaban la habitación. Lo puso todo en la mesa ante los hombres, con un cuchillo de mango de hueso clavado en una de las patatas, rompiendo su fibra dorada. Luego se quedó un momento quieta mirándoles, más alta y plena que los dos hombres sentados. Se inclinó un poco hacia ellos. —Ahora ya podéis comer —dijo, y de pronto sonrió. Bowman acababa de mirarla casualmente. Dejó de nuevo la taza en la mesa en un gesto de incrédula protesta. Sintió un dolor opresivo en los ojos. Vio que no era vieja. Era joven, todavía joven. No pudo figurarse cuántos años tendría. Era de la misma edad que Sonny, y le pertenecía. Allí estaba plantada, con el rincón profundo y oscuro de la habitación tras ella, la cambiante luz amarilla derramada sobre la cabeza y el vestido gris e informe, temblando sobre su cuerpo alto cuando se inclinó sobre ellos en un gesto de súbita intimidad. Era joven. Le brillaban los dientes, le resplandecían los ojos. Se volvió y salió lenta y pausadamente de la estancia, y Bowman la oyó sentarse en el catre y tumbarse luego. La colcha se movió. —Va a tener un niño —dijo Sonny llevándose la comida a la boca. Bowman no podía hablar, sobrecogido al saber lo que era en!calidad aquella casa. Un matrimonio, un matrimonio fecundo. Una cosa muy simple. Cualquiera podría haberlo conseguido. Se sentía incapaz, sin saber por qué, de mostrarse indignado o de protestar, aunque le habían gastado algo así como una broma, sin duda. Allí no había nada remoto ni misterioso, solo algo privado. El único secreto era la antigua comunicación entre dos personas. Pero el recuerdo de la espera silenciosa de la mujer junto al hogar frío, del viaje obstinado de un kilómetro del hombre para buscar fuego, y de cómo al fin habían sacado su comida y su bebida y llenado orgullosamente la estancia con todo lo que tenían que ofrecer, se hizo de repente demasiado claro y demasiado enorme en su interior para poder reaccionar… —No tenía tanta hambre como parecía —dijo Sonny. La mujer salió del dormitorio en cuanto los dos hombres terminaron, y cenó a su vez mientras su marido contemplaba pacíficamente el fuego. Luego sacaron los perros, con la comida que quedaba. —Creo que será mejor que duerma aquí en el suelo, junto al fuego —dijo Bowman. Tenía la impresión de que le habían engañado y de que ahora podía permitirse ser generoso. No les pediría su cama, aunque estuviera enfermo. Le fastidiaba pedir favores en aquella casa, ahora que comprendía lo que era. —Claro, señor. Pero aún no sabía bien lo despacio que entendía. Ellos no se habían propuesto cederle su cama. Poco después los dos se levantaron, le miraron serios y pasaron a la otra habitación. Se tumbó junto al fuego, que iba apagándose y muriendo. Vio desvanecerse y desaparecer una lengua de fuego tras otra. —Habrá precios especiales reducidos en todo el calzado durante el mes de enero —se sorprendió repitiendo quedamente, y luego apretó los labios con fuerza y se quedó tumbado e inmóvil. ¡Cuántos ruidos en la noche! Oyó el rumor de un arroyo, el agonizar del fuego, y también tuvo la certeza de que oía el latir de su corazón, el ruido que había bajo las costillas. Oía la respiración profunda y redonda del hombre y su mujer en la habitación del otro lado del corredor. Y eso era todo. Pero la emoción desbordaba pacientemente su interior, y deseó que el hijo fuera suyo. Debía volver a donde había estado antes. Se levantó frágilmente frente a las brasas y se puso el abrigo. Le pesaba demasiado en los hombros. Cuando se disponía a salir, miró y vio que la mujer no había acabado de limpiar la lámpara. Obedeciendo a un súbito impulso, sacó todo el dinero que llevaba en la cartera y lo puso bajo la base de cristal acanalado, casi ostentosamente. Avergonzado, encogiéndose un poco de hombros y tiritando luego, cogió las bolsas y salió. El frío del aire pareció levantar su cuerpo. La luna estaba en el cielo. Empezó a correr por la ladera, no pudo evitarlo. Cuando ya llegaba a la carretera donde su coche parecía asentado a la luz de la luna como un barco, su corazón empezó a lanzar tremendas explosiones, como un rifle, bang bang bang. Cayó al suelo aterrado, las bolsas cayeron junto a él. Tenía la sensación de que todo aquello había pasado antes. Se cubrió el pecho con ambas manos, para que nadie oyese el ruido de su corazón. Pero nadie lo oyó. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Primer amor
Cuento
No se conocían, como tampoco conocían demasiado bien el lugar; estaban sentados el uno junto al otro en aquella comida: una reunión que se volvió desenfadada cuando los amigos N de él y de ella comenzaron a reconocerse en el salón del Galatoire. Era un domingo de verano, a esa hora de la tarde que parece tiempo muerto en Nueva Orleans. En cuanto vio el rostro atrevido y pálido de ella, él supo que era el de una mujer que estaba teniendo una aventura amorosa. Fue uno de aquellos extraños encuentros en que el impacto es tan grande que debe ser convertido de inmediato en especulación de alguna clase. Con un hombre casado, probablemente, supuso, dejándose llevar por la emoción —él llevaba mucho tiempo casado—, sintiendo de repente que su curiosidad era muy convencional, mientras ella seguía sentada a su lado, con la mejilla apoyada en la mano, sin mirar más allá de las flores que había en la mesa, y con ese sombrero que llevaba. A él no le gustaba el sombrero más de lo que podían gustarle las flores tropicales. No era el sombrero apropiado para ella, pensó aquel hombre de negocios del Este que no tenía el menor interés en la ropa femenina ni criterio para opinar sobre ella; y pensó en aquella inusual ocurrencia de mala gana. Debe de ser más que evidente, pensó ella, por eso todos creen que pueden quererme u odiarme con solo mirarme. ¿Cómo la perdimos, aquella forma lenta y segura que, en el pasado, tenía la gente de saber cómo se sentían los otros, con el privilegio asociado de retraerse cuando esa parecía la mejor opción? La gente enamorada como yo, supongo, revela la forma de acceder a los secretos de todo el mundo. Aunque, decidió él, podía concluirse algo sobre el problema de aquella mujer, al menos por el momento; sin duda, los implicados aún seguían vivos. Sin embargo, su problema era el único del que él se sentía del todo seguro en aquel lugar, como la única sombra reconocible en el restaurante, donde los espejos y los ventiladores se apresuraban a perturbar la luz, mientras las conversaciones se atropellaban y perturbaban la paz. La sombra se encontraba entre los dedos de la mujer, entre su mano, pequeña y vulgar, y su mejilla, como algo que siempre fuera mejor llevar encima. Entonces, de repente, cuando ella bajó la mano, el secreto siguió allí, iluminándola. Era una luz fuerte, vigorosa, que se alzaba desde debajo del ala de aquel sombrero, tan cerca de todos ellos como las flores que había en el centro de la mesa. ¿Soñaba él con hacer que ella abandonara la desesperanza que, era evidente, había cultivado allí abajo? Sabía muy bien que no era así. No eran más que dos norteños que se hacían compañía. Ella alzó la vista, miró el reloj grande de oro que colgaba de la pared y sonrió. Él no le devolvió la sonrisa. Ella tenía la clase de rostro ingenuo que él relacionaba, sin razón aparente, con el Medio Oeste, porque decía «enséñame», tal vez. Era un rostro de seriedad, de «andaos con mucho cuidado», que la dejaba totalmente huérfana en compañía de aquellos sureños. Él adivinó la edad de la mujer, como no fue capaz de adivinar la de ellos: treinta y dos. Él tenía algunos más. De todos los estados de ánimo del ser humano, la impenetrabilidad deliberada es quizá la que se comunica con mayor rapidez: tal vez sea la señal más exitosa y fatal de todas. Y dos personas pueden permitirse ser impenetrables como pueden permitirse ser cualquier otra cosa. —Tú tampoco tienes mucha hambre —dijo él. Las aspas de las sombras de los ventiladores se cernían sobre las cabezas de ambos, lo vio al mirar distraídamente al espejo, y se vio a sí mismo sonriendo a la mujer como un malvado. Aquel comentario había sonado lo suficientemente dominante y grosero para que todos los presentes prestaran atención durante unos segundos; sonó incluso como la respuesta a una pregunta que ella hubiera acabado de hacer. Las otras mujeres lo miraron. La mirada sureña —la máscara sureña— de ironía, de «la vida es un sueño», que podía convertirse en todo un desafío en el momento más inesperado, él la deseaba bien lejos. Prefería la ingenuidad. —El calor de aquí abajo me deprime —dijo ella, con el corazón de Ohio en la voz. —Bueno, la verdad es que a mí también me crispa un poco —respondió él. Se miraron con agradecida solemnidad. —Tengo el coche aquí, en esta misma calle, un poco más abajo —dijo a la mujer mientras, terminada la comida, todos se levantaban para marcharse, deseosos de regresar a sus casas y dormir—. Si te parece… ¿Has ido alguna vez más al sur? Fuera, en Bourbon Street, bajo el calor de julio, ella preguntó a su hombro: —¿Al sur de Nueva Orleans? No sabía que hubiera algo más al sur. ¿Sigue y sigue sin cesar? Ella se rió y se ajustó aquel exasperante sombrero de un modo distinto. Era más que frívolo, era llamativo, y llevaba una especie de cinta brillante atada alrededor de la paja, que colgaba y revoloteaba. —Eso es lo que te voy a enseñar. —Oh. ¿Tú has estado allí? —¡No! La voz de él resonó en aquella acera estrecha y desigual y se deslizó por las paredes. Las fachadas de las casas, coloridas y desconchadas, tenían manchas como las de las bestias desvaídas y asustadizas, y estaban calientes como un muro de vegetación que parecía respirar igual que una flor por encima de ellos mientras caminaban hacia el coche allí aparcado. —Es solo que no puede ser peor… ya veremos. —De acuerdo —dijo ella—. Lo veremos. Así, sus acciones reducidas a amabilidad, entraron en el coche; un Ford descapotable de color rojo claro que tenía por techo una lona raída y que llevaba al sol todas aquellas horas que había durado el almuerzo. —Es de alquiler —dijo—. Pedí que le retiraran la capota y me dijeron que me había vuelto loco. —Es desmedido. Un calor degradante —dijo ella, y añadió—: No importa. El forastero de visita en Nueva Orleans siempre se dispone a salir de allí como si lo hiciera de un laberinto. Avanzaron por calles estrechas de sentido único, dejando atrás flores violeta pálido en plazas cansadas, campanarios marrones y estatuas, el balcón con el probablemente famoso mono negro que se desliza a toda velocidad por la verja como si lo hiciera por una pista de baile, por los enrejados y celosías hasta llegar a los cisnes de hierro, pintados de color carne, que hay en las escaleras de entrada a las casas de la periferia. Conduciendo, él desplegó su mapa nuevo y señaló un lugar con el dedo. En la intersección marcada como Arabi, donde la carretera se apartaba del laberinto y él la tomó, un negro sentado debajo de una sombrilla oscura, a horcajadas sobre una caja en la que se leía la palabra «limpiabotas» escrita con tiza, alzó su mano negra y rosa y les dijo adiós lánguidamente. Ella se dio cuenta y le devolvió el saludo. Por debajo de Nueva Orleans había insectos enfurecidos a ambos lados de la carretera de hormigón, aunque no estaban juntos; parecía que fueran dos bandas musicales que tocaran por separado. El río y el ribazo seguían en el lado de ella, desperdicios, maraña y algún que otro poblado en el de él: las casas de los pobres. Familias más grandes que las casas llenaban los jardines. Él conducía, saludaba con la cabeza de un lado a otro, mirando a la gente, casi con gesto ceñudo. A medida que pasaba el tiempo y se alejaban de Nueva Orleans, se veían muchachas cada vez más jóvenes y de piel más oscura en los porches, en las escaleras de los porches, con el cabello negro azabache recogido en alto, y abanicos de hoja de palma desgarrados que se alzaban y caían como bandadas de mariposas. Los niños que correteaban por allí iban casi todos desnudos. Ella observaba la carretera. Cangrejos de río cruzaban sin cesar frente a las ruedas, con su expresión adusta y aquellos sombreritos, a toda prisa. —How the Old Woman Got Home —murmuró ella para sí. Él señaló, mientras pasaba por delante a toda velocidad, una cacerola llena de zinias que descansaba sobre la puerta abierta de un buzón, a un lado de la carretera, y llevaba una notita anudada al asa. Viajaron prácticamente todo el tiempo en silencio. El sol continuaba aplastándolos. Se encontraron con pescadores y otros hombres dedicados a distintas actividades, algunos vestidos con pantalones de color azufre, paseando o montados a caballo; vieron carros, camiones, barcas transportadas en camiones, barcas en lo alto de vehículos: todos salían a su encuentro, como si allí de donde venía aquel coche sucediera algo de gran trascendencia, y él y ella hubieran decidido perdérselo. En la litera de casi todos los camiones, por lo demás vacíos, había un hombre tumbado sin zapatos, con el aspecto vulgar y enrojecido de quienes duermen durante el día, agitándose en sueños. Después llegaron a una especie de tierra de muerte, donde nadie salió a su encuentro. Él se aflojó el cuello de la camisa y la corbata. Atravesaban el calor a toda velocidad y era como si tuvieran ventiladores enfocados hacia sus mejillas. Los claros se alternaban con la jungla y los cañaverales como algo probado, probado de nuevo. Carreteras de conchas pequeñas se abrían a ambos lados; de vez en cuando un camino de tablones conducía hasta el verde amarillento. —Como una pista de baile, ahí dentro —señaló ella. —Ahí dentro hay petróleo, creo —le informó él. Había miles, millones de mosquitos y jejenes. Todo un universo de mosquitos, que no hacía más que crecer. Una familia de ocho o nueve personas caminaba por la carretera en la misma dirección que el coche, golpeándose con los palmitos. Talones, hombros, rodillas, pechos, parte posterior de la cabeza, codos, manos, recibían el golpe cada uno a su debido tiempo como si jugaran cada uno consigo mismo. Él se dio una palmada en la frente y aceleró. (Su esposa no mostraría su lado más benévolo si llevara la malaria a casa y la contagiara a toda su familia.) Más y más cangrejos y otras criaturas con caparazón plagaban el camino, correteando o arrastrándose. Aquellas pequeñas muestras, simples bromas de la creación, persistían y en ocasiones perecían, cuantas más había más se adentraban en la carretera. Tortugas de agua dulce y tortugas marinas se asomaban sin cesar al horizonte de los ribazos. Allí atrás, en los márgenes, era aún peor; pieles reptantes que las balas no lograban atravesar, cuya presencia era difícil de creer, sonrisas que emergían del lodo primigenio. —Despierta. Ella le dio un golpecito muy oportuno en el brazo. Se habían desviado hacia el otro lado de la carretera. Aún conduciendo deprisa, él desplegó el mapa. Como un amanecer fuera de lugar, la luz del río inundaba el entorno; ellos dos subían el ribazo por una pequeña carretera hecha de conchas. —¿Cruzamos aquí? —preguntó él con educación. Es probable que él, a lo largo de años y kilómetros, hubiera calculado el tiempo exacto que podían hacer esperar a aquel diminuto ferry. Derrapando de bajada por la falda del ribazo, el suyo fue el último coche en entrar, el único que aún pudo hacerse un hueco. Bajo la escasa sombra de un sauce, la pequeña embarcación, de aspecto poco profesional, golpeó el agua mientras él, con la pericia de un experto, subía a bordo. —¡Dígale que le pondremos tapacubos! —gritó uno de los muchos jóvenes de ojos oscuros y piel aceitunada que había allí de pie, vestidos con llamativas camisetas, abrazándose con alegría porque el último en llegar ya había embarcado. Otro muchacho trazó sus iniciales sobre el polvo que había en la puerta del lado de la mujer. Ella abrió la puerta del coche y salió, y tras permanecer un instante inmóvil en la plataforma, comenzó a subir por la pequeña escalera de hierro. Apareció arriba, por encima del coche, en el diminuto puente que había debajo de la ventana del capitán y la sirena. Desde allí, mientras el barco seguía demorándose en una suerte de trance —como si estuviera demasiado lleno para intentar la salida—, ella se fijó en la cubierta alargada, separada por un borde herrumbroso del agua reluciente e inclinada. Los pasajeros que caminaban y avanzaban a empujones por allí tenían también un aspecto extrañamente poco profesional, como si fueran viajeros aficionados. Disfrutaban tanto. Todos se conocían. Las latas de cerveza pasaban de mano en mano, se hacían apuestas en voz alta, una tras otra, sobre asuntos locales, especiales, que a todos interesaban. Un hombre pelirrojo, en un arrebato de desenfreno, trató de regalar su carga de gambas a un hombre que había en el otro extremo del barco —casi todos los camiones iban cargados de gambas—, lo cual provocó algún que otro insulto y luego gritos de «¡Son buenas! ¡Son buenas!» por parte de quien ofrecía el regalo. Los jóvenes, que se apoyaban los unos en los otros, se preguntaron qué sucedería a continuación y entornaron los ojos con expresión ausente. Una radio agujereó el aire por detrás de la mujer. Como un enorme gato cerniéndose sobre ella, el capitán asimilaba la noticia del robo de un magnífico automóvil. Finalmente se produjo una tremenda explosión: la sirena. Los contornos cercanos al sonido se estremecieron, todos dijeron algo, todos los demás. Empezaron a avanzar sin percibir el movimiento, pero el sombrero de ella salió volando. Cayó trazando espirales a la cubierta de abajo, donde él, gracias al cielo, salió del coche a toda velocidad y logró atraparlo. Todos alzaron la vista para mirar con franqueza a la mujer, que se cubría la cabeza con las manos. El pequeño sauce comenzó a alejarse y con él su sombra. Ella sentía el calor como una carga sobre la cabeza. Se agarró a la barandilla ardiente que tenía frente a sí. Era como manejar un hornillo. Los hombros caídos, el cabello revoloteando, la falda zarandeada por aquel viento, fuerte y repentino, la mujer permaneció allí de pie, pensando que los demás se darían cuenta de que lo único que podía hacer toda ella era esperar. Las manos resueltas, con el bolso que le colgaba de la muñeca y se balanceaba hacia delante y hacia atrás: los tres parecían objetos que se estuvieran destiñendo, como si no pertenecieran a nadie. Ella no tenía ninguna sensación en la piel del rostro; tal vez estuviera llorando, sin saberlo. Podía mirar abajo y verlo a él en el piso inferior, su sombra oscura, el sombrero rescatado, su cabello negro. Aquel cabello que, a causa del viento, resultaba excesivamente largo y ondeante. Él no podía imaginar que desde allí arriba tuviera un brillo rojizo, como el de un animal. Cuando ella alzó la vista y la dirigió al exterior, un vórtice de luz atravesó y cubrió las olas marrones como una estrella en el agua. Al fin él le subió el sombrero. Ella lo recogió —inservible— y lo sujetó contra su falda. Lo que decían abajo era más agradable que sus rostros reflectores. —¿Me dónde crees que es ese hombre? —Apuesto a que es de Lafitte. —Me Lafitte? ¿Y qué te apuestas, eh? —Todos ellos agachados bajo la sombra de los camiones, en cuclillas, riéndose. Ahora la sombra de él cubrió en parte el cuerpo de ella; el barco había dado una sacudida por culpa de la corriente. El brazo y la mano ensombrecidos de ella se sintieron apartados del ardor de la luz y el agua, y la mujer deseó humildemente un poco de esa sombra en la cabeza. Le había parecido algo tan natural, aquello de subir por la escalera y quedarse al sol. Los chicos tenían una sorpresa: un caimán a bordo. Uno de ellos lo sujetaba con una cadena y lo paseaba por cubierta, entre los coches y los camiones, como si fuera un juguete: un trozo de piel que caminaba. Él pensó: Bueno, tenía que llegar el día en que atraparan alguno. Es domingo por la tarde. Así que lo han subido a bordo, y lo pasean por el río Mississippi… Las ganas de jugar del caimán sorprendieron a todos los que viajaban en aquel ferry. La ronquedad de la sirena del barco, por decirlo de forma breve, parecía formar parte de la apreciación general. —¿Quién quiere pelear con él? ¿Quién quiere, eh? —gritaron dos chicos, mirando hacia arriba. Otro, que tenía los brazos del mismo color que las gambas, correteaba de un lado para otro, fingiendo que el caimán lo había mordido. ¿Qué tenían de divertido unas mandíbulas capaces de morder? ¿Y qué peligro había en aquella repulsión para tener que exhibir con vanidad la captura de aquella prueba definitiva y real de una suerte de horror heroico hacia el dragón ante los ojos de payasos campesinos? Él se dio cuenta de que ella miraba el caimán sin la menor sombra de miedo. Había establecido la distancia: el número de pies y pulgadas entre ella y el animal parecía importarle. Tal vez su serenidad era para él lo mismo que la sombra de su cuerpo para ella, ambos inflexibles, allí arriba, cruzando el río, que semejaba el mar y tenía todo el aspecto de la tierra bajo sus pies; lleno de tierra rojiza, cargado de ella. Delante del barco parecía que se abriera una veta mineral. Daba la sensación de que el río crecía en su vasta mitad con la curva de la tierra. El sol se perdía por debajo de ellos. Como en memoria del tamaño de las cosas, árboles arrancados de raíz se interponían en su camino, cortando el aire y derrumbándose los unos sobre los otros. Cuando llegaron al otro lado se sentían igual que si hubieran estado haciendo carreras de cuadrigas en la arena, entre leones. La sirena hizo vibrar las escaleras mientras ellos bajaban. Los muchachos, que ahora parecían más altos, habían sacado sus coloridos peines y se peinaban el cabello húmedo hacia atrás, en solemnes tupés sobre las radiantes frentes. Poco antes se habían estado bañando en el río. Los coches y camiones, después los pasajeros a pie y los caimanes, que desfilaban balanceándose como un niño camino de la escuela, todos ellos desembarcaron y subieron por el ribazo salpicado de algas. Respetables y clementes, aquellas pieles, pensó la mujer, forzándose a pensar de nuevo en el caimán al tiempo que se volvía para mirarlo. Líbranos de los desnudos de corazón. (Como le habían dicho a ella.) Cuando llegaron al camino pavimentado, él oyó que ella soltaba un leve suspiro y vio que su cabeza de color paja se volvía para mirar atrás una vez más. Ahora que viajaba con el sombrero en el regazo, también los pendientes resultaban llamativos. Una pequeña bola de metal engastada entre diminutas y pálidas piedras preciosas bailaba junto a sus mejillas, angulosas y ligeramente aterciopeladas. ¿Deseaba que viajara con ellos alguien más? Él pensó que probablemente prefiriera viajar con su marido, si es que estaba casada (la voz de su esposa) que con el amante que él le atribuía. Al margen de lo que la gente decidiera pensar, las situaciones (si no las escenas) solían constar de tres partes: siempre había alguien más. Aquel que no entendía, que no podía entender a los otros dos se convertía en el formidable tercero. Él echó una ojeada al mapa, que ondeaba en el asiento, entre los dos, después a su reloj, luego a la carretera. Allí fuera, el increíble resplandor de las cuatro en punto. En esa zona del río la carretera continuaba por la parte baja del ribazo y lo seguía. Hacía un calor más profundo, deslumbrante e intenso que el anterior: su coraje. La carretera se fundió con el calor como se había fundido con el río invisible. Serpientes muertas extendidas a lo largo de la carretera cual indicadores: mosaicos de franjas incrustadas, secas como el polvo, que las ruedas lamían a intervalos que comenzaban a parecer mecánicos. No, el calor estaba frente a ellos, un poco más adelante. Lo veían haciéndoles señales, tembloroso en el aire sobre el blanco de la carretera, siempre a cierta distancia, titilando levemente como una tela, con bordes ondeantes de verde y oro, fuego y azul celeste. —En Syracuse nunca hace este calor —dijo él. —Tampoco en Toledo —respondió ella con los labios secos. El coche corría por una inmensidad desierta y cruzaban cada vez menos ciudades, más insignificantes. Debajo de todo había agua. Incluso allí donde quedaban extensiones de jungla, se oían chapoteos bajo los árboles. En las aguas abiertas algunos barcos avanzaban lentamente a través de lo que parecían interminables praderas de flores de plástico. Con los ojos dominados por el brillo y la enormidad, ella sintió que el pánico crecía en su interior, como una náusea repentina. ¿Se habían adentrado mucho más allá de preguntas y respuestas, ocultación y confesiones? Aquella era una pregunta nueva, cargada con una fuerza propia, que esperaba. ¿Cuánto costaría aquel viaje? ¿Resultaría muy costoso? —Me da la impresión de que tu carretera no puede llegar demasiado lejos —comentó ella con tono animado—. Mira allí, ya es todo agua. —Tiempo muerto —dijo él, y después giró por una carretera de conchas blancas que se abrió apresuradamente ante ellos por la izquierda. Cruzaron a toda velocidad las cercas para el ganado, donde unas flores púrpura, con rayas y crestas, se abrían entre las enredaderas del ribazo, y llegaron a un claro largo, estrecho, verde y segado: un cementerio. Un camino pavimentado se extendía entre dos cortas hileras de sepulcros elevados, todos ellos blanqueados, limpios y brillantes como rostros con el inmenso cielo teñido de rojo de fondo. El camino era igual de ancho que el coche, tan solo le sobraban unas pulgadas. El hombre condujo entre los sepulcros lentamente pero como si fuera una proeza. Los nombres ocuparon poco a poco sus lugares en las paredes, a la altura de los ojos, nombres tan cercanos como los de alguien que se detiene a media conversación, y tan lejanos en cuanto a sus orígenes, y a su música y su vieja añoranza, como España. A intervalos se veían ramilletes de zinias, adelfas y alguna clase de flores púrpuras, todas ellas frescas, colocadas en tarros de cristal, como hermosos símbolos de bienvenida sobre una cómoda. Siguieron avanzando hacia un terreno que se abría un poco más adelante, con hierba de un verde violento, que se extendía ante la silueta verde y blanca de la iglesia con arriates alrededor, poinsetias sin flores que llegaban hasta los alféizares de las ventanas. Más allá había una casa, y a la izquierda de la puerta de la casa, un siluro acabado de pescar que tenía el tamaño de un bebé; un pescado con barbillas que no dejaba de sangrar. Colgada de la cuerda del tendedero, en el jardín, se aireaba la sotana de un sacerdote, balanceándose a la altura de un hombre, con una oscilación vaga, como la de un tren o la de una dama, movida por una brisa vespertina que de otro modo habría parecido imaginaria, procedente del río que no veían pero sentían. Con el motor apagado y el rugido de los insectos alrededor, se quedaron contemplando el verde, y el blanco, y el negro, y el rojo y el rosa, apoyados en los lados del vehículo. —¿Cómo es tu mujer? —preguntó ella. La mano derecha de él se levantó y se desplegó: una mano de hierro, de madera, cuidada. Ella alzó los ojos hacia el rostro de él. Él la miró como aquella mano. A continuación él encendió un cigarrillo, y el retrato, y el gesto de su mano derecha, se desvanecieron. Ella sonrió con naturalidad, como si estuviera presenciando una obra de teatro, y él estaba molesto, en el cementerio. Ninguno de los dos se arriesgó a hablar del marido de ella, en caso de que lo tuviera. Bajo los postes que sostenían la casa del sacerdote, donde había un barco, terminaba el suelo firme y los palmitos y los jacintos de agua no podían esperar a comenzar. De súbito, los rayos de sol, desde detrás del coche, alcanzaron aquel punto bajo e impactaron contra las flores. El sacerdote salió a su porche en ropa interior, miró fijamente el coche durante unos segundos, como preguntándose qué hora sería, después recogió la sotana del tendedero, el pescado de la puerta, y volvió a entrar en su casa. A él le esperaban las vísperas. Después de salir marcha atrás entre las tumbas, él siguió conduciendo hacia el sur, bajo la puesta de sol. Adelantaron a un anciano que caminaba con paso brioso en la misma dirección que ellos, solo, vestido con una camisa limpia y llamativa, con un estampado de dos palmeras, abanicándose el pecho con fuerza. Mejor habría sido que la camisa fuera de una mujer negra y rolliza, pero ella no la tenía. El hombre les hizo gestos ampulosos. —Estáis llegando al final de la carretera —dijo el anciano. Señaló al frente, se dio un golpecito en el ala del sombrero mientras miraba a la dama y volvió a señalar al frente—. Fin de la carretera. —No entendían qué quería decirles—. Llevadme. Siguieron conduciendo. —Si continuamos adelante tendremos que ir por encima del agua, ¿no crees? —preguntó él con tono vacilante al llegar a ese punto extraño. —Tú lo sabrás mejor que yo —respondió ella con educación. Hacía ya un rato que la carretera no estaba pavimentada sino que era de conchas. Conducía a una población pequeña, de pocos habitantes, pero con más terreno alrededor. Al borde del claro, justo delante de las llamaradas de sauce tras las cuales se había escondido el sol, la hilera de casas y chozas hacía frente a las aguas anchas, coloridas y movedizas que se extendían hasta alcanzar el horizonte y parecían un brazo de mar. Las casas, sobre aquellos postes enmarañados, disparejas, algunas de ellas con tablones a modo de pasarelas en lugar de escalones, eran endebles y todas iguales, y no mucho más grandes que las barcas atadas en el embarcadero. —Venice —anunció él, y soltó el crujiente mapa en el regazo de ella. Siguieron deslizándose por el corto tramo de camino. El final de la carretera —ella no recordaba haber visto una carretera que, simplemente, terminara— tenía forma de cuchara, con un tocón en la hondonada alrededor del cual dar la vuelta. Lo rodearon y él detuvo el coche, y ambos bajaron, decepcionados, en medio de una pausa extensa y repentina o un apagamiento que era como un bostezo. Avanzaron a pie en dirección al agua, donde en un embarcadero que parecía tranquilo había hombres en grupos de dos y de tres de espaldas a ellos. La cercanía de la oscuridad, los árboles aún sin cortar, agua brillante escondida parcialmente bajo un lecho de flores, casuchas, silencio, siluetas oscuras de barcos atados, después los primeros sonidos de gente justo al otro lado de las delgadas paredes: todo eso los alcanzó. Montículos de conchas como nieve de días, teñidos de rosa, colocados alrededor de una choza céntrica en la que había un letrero de cerveza. En el porche de allí arriba había un anciano que sostenía un periódico abierto, y frente a él, un ganso gordo y blanco, sentado en el suelo. Abajo, en el claro ahora libre de sol y de sombras, otro anciano, con un resplandeciente haz de luz bajo el ala de su sombrero, zurciendo una vela. Cuando la mujer miró alrededor, convencida de que en algún lugar habían encendido una fogata, se fijó en que entre el calor había surgido la luna llena. Justo detrás de los árboles, enorme, anaranjada, seguía su ascenso. Surgieron nuevas luces que parecían distantes y mostraban siluetas de musgo colgante, o se deslizaban y se astillaban sobre el agua que alcanzaba la orilla del suelo donde estaban ellos dos. Él le tocó el brazo, sin querer. —Hemos llegado a los confines del mundo —dijo él. Ella se rió, creyendo que la había tocado un murciélago, mientras dirigía la mirada hacia un pálido montón de jacintos de agua —aún a medio abrir, encendidos, iluminados por la luna, a ras de sus pies— a través de los cuales se habían abierto caminos de agua para los barcos. Ella se llevó las manos a la cara, bajo el ala del sombrero; sintió que sus propias mejillas eran jacintos, aún tenía la piel rebosante de luz y de cielo, desprotegida. Las estridentes campanas tocaban a vísperas. —Creo que no estoy bien. Para empezar, he aceptado hacer esta excursión —dijo ella, como si él lo hubiera dicho antes y ella tan solo mostrara su acuerdo de manera esperanzada, voluntariosa, desesperante. Él la agarró del brazo y dijo: —Venga, vamos… Al menos aquí podremos beber algo. Pero de la superficie del agua oscurecida surgió un sonido sordo y acompasado. Estaba llegando otro barco, abriéndose camino entre las trampas de flores oscuras, duras, tenaces, a través de la luz temblorosa de lo que al principio parecían antorchas. Él y ella esperaron a que llegara el barco, confiando en la paciencia del otro. Como surgidos de una neblina de penumbra o de un soplo, una multitud de mosquitos y jejenes llegó cantando y les atacó. El barco daba sacudidas, los hombres reían. Alguien le ofrecía gambas a un compañero. Entonces él podría haber ladeado su oscurecida cabeza de habitante de la ciudad en dirección a ella; pero ella no lo miró, tan solo se volvió cuando él lo hizo. Ahora los montículos de conchas, al igual que las chozas y los árboles, eran totalmente morados. Los cuadrados que escondían ventanas no del todo auténticas se habían llenado de luz. Un estrecho letrero de neón, el letrero solitario, desprendía su resplandor sobre el tejado de la choza donde vendían cerveza: «Bar de Baba». En el porche había una luz encendida. El interior, que parecía un establo, estaba bien iluminado y sin pintar, como si aún no estuviera terminado, y un tabique separaba aquel espacio del que continuaba detrás. Uno de los cuatro jugadores de cartas sentado a la mesa que ocupaba el centro de la sala era el hombre que leía el periódico; ahora tenía el periódico metido en el bolsillo del pantalón. En el centro del tabique había un bar, en forma de una ventanilla que se abría a la otra parte, con un saliente superior de segunda mano, calado y barnizado. Atravesaron la sala y se sentaron, allí solos, en taburetes de madera. Un conjunto de carteles jocosos, recortes de periódico, tiras cómicas, tarjetas agudas, ingeniosas, y mensajes personales que tenían una importancia especial para el dueño o sus amigos decoraban el saliente y enmarcaban el lugar donde debería haber estado Baba, que no estaba allí. A través de la ventanilla les llegó un olor a ajo, clavo y pimentón, una gran nube caliente se escapaba de un caldero que ahora veían sobre los fogones, al fondo de la otra habitación. Una espalda enorme, supuestamente femenina, coronada por un recogido de cabellos blancos enroscados, sostenía un cucharón con los brazos en jarras. Un joven se acercó a ella, robó algo de la olla con los dedos y se lo comió. En el bar de Baba estaban hirviendo gambas. Cuando pudo ir a atenderlos, Baba se acercó a paso lento a la barra, joven, con su negra cabeza, de muy buen humor. —La cerveza más fría que tengas. Y comida. ¿Tú qué quieres? —No tomaré nada, gracias —respondió ella—. En realidad, no creo que pudiera comer. —Yo sí puedo —dijo él, y movió la mandíbula hacia fuera. Baba sonrió—. Quiero un buen sándwich de jamón. —Podría haberle pedido un poco de agua —comentó ella cuando Baba ya se había ido. Mientras esperaban el lugar parecía muy tranquilo. El borboteo de las gambas, la risa lejana de Baba y el sonido de las cartas, como el golpeteo de las palomillas contra la tela mosquitera, parecían llegar a trompicones. La respiración regular que oyeron procedía de un perro grande y fuerte que dormía en un rincón. Pero el lugar era luminoso. Las luces eléctricas colgaban desordenadamente por toda la sala en una especie de telaraña de alambres viejos atados a las vigas. En uno de los mensajes clavado ante sus ojos se leía: «¡Joe! ¡¡Al chicoo!!». Estaba muy amarillento, parecía incluso más viejo que el bar de Baba. Fuera, el mundo era todo oscuridad. Dos niños, casi iguales, casi del mismo tamaño, y que se acababan de lavar, irrumpieron en la sala con un doble golpeteo de la puerta mosquitera y comenzaron a dar vueltas alrededor de los jugadores de cartas y a meterles las manos en los bolsillos. —¡Cinco centavos para caramelos! —¡Cinco centavos para caramelos! —¡Largaos y dejadme jugar! Siguieron dando vueltas y chillaron al perro, se metieron por debajo de la barra, corrieron hasta la cocina, regresaron y se colgaron de los taburetes del bar. Uno de los niños llevaba una lagartija viva en la camisa, aferrada a él como si fuera un broche, como un lapislázuli. Trayendo consigo un intenso olor a talco de geranio, entraron varios hombres, todos ellos vestidos con camisas llamativas. Algunos se acercaron a la barra, otros se quedaron observando la partida de cartas. Cuando Baba salió con la cerveza y el sándwich, ella le preguntó: —¿Podrías traerme un poco de agua? Baba sonreía a todo el mundo. Ella decidió que la mujer que había allí al fondo debía de ser la madre de Baba. A su lado, él bebía cerveza y se comía el sándwich de jamón, queso, tomate, pepinillo y mostaza. Antes de poder terminárselo, uno de los hombres que acababa de entrar le hizo señas desde el otro extremo de la sala. Era el anciano de la camisa estampada con palmeras. Ella alzó la cabeza y vio que él se levantaba y la dejaba sola, y todas las cabezas se volvieron para mirarla, desde todos los rincones de la sala. Durante un minuto no se jugó ninguna carta. De manera distante, como si aceptara la luz de Arcturus, aceptó que debía de ser más hermosa o tal vez más frágil que las mujeres que aquellos hombres veían todos los días de su vida. Y fue precisamente aquel pensamiento reflejado en un rostro de mujer, y a esa hora, lo que les resultaba familiar. Baba sonreía. Había dejado una botella marrón helada delante de ella en la barra, y un sándwich grueso, y la miraba fijamente. Baba la obligó a cenar, por lo que era. —Lo que el viejo quería —dijo él cuando al fin regresó a su lado— era que un amigo suyo se disculpara. Al parecer el amigo ha hecho un comentario al entrar. Y sus conocidos le han dicho que había una dama en la sala. —Veo que lo has invitado a una cerveza —dijo ella. —Bueno, me ha dado la impresión de que el viejo quería algo. De repente la máquina de discos los interrumpió desde el rincón con la misma vieja canción que sonaba en todas partes. La media docena de máquinas tragaperras que cubrían la pared fueron asaltadas como mayos y puestas en marcha por un numeroso batallón de niños. Había tres pequeños en cada máquina. Al parecer, la costumbre local era que uno tiraba de la palanca por el amigo que se encaramaba para meter la moneda de cinco centavos mientras el tercero cubría las imágenes con la palma de la mano durante la partida, para sorprender a los otros si algo sucedía. El perro seguía durmiendo frente a la atronadora máquina de discos, sus costillas agitándose como un acordeón. A un lado de la habitación un hombre con un gorro que cubría su mata de cabello blanco se esforzaba por abrir una puerta mosquitera, pero estaba atascada. Era él quien, al entrar, había hecho el comentario considerado procaz, y ahora intentaba salir por el otro lado. Palomillas gruesas como lingotes trataban de entrar. Los jugadores de cartas prorrumpieron en gritos de burla, de alegría, después de burla cansada entre ellos; era probable que llevaran allí toda la tarde, eran los únicos que no iban limpios y afeitados. Los dos niños que habían llegado primero volvieron a entrar corriendo, con el doble golpeteo. En esa ocasión traían monedas. Los apartaron de la mesa como si fueran mosquitos, pasaron a toda velocidad por debajo de la barra hasta llegar al caldero que había al otro lado y se aferraron a la madre de Baba. El final de la tarde estaba a punto de llegar. Ahora casi nadie les prestaba atención. Él se comía otro sándwich, y ella, que se había terminado parte del suyo, se abanicaba la cara con el sombrero. Baba había levantado la trampilla de la barra y había salido a la sala. Detrás de su cabeza había un cartel en el que se había escrito con lápiz naranja: «El baile de la gamba. Domingo P. M.». Era aquella noche, y aún estaba por llegar. De súbito, ella hizo un movimiento para bajar del taburete, tal vez deseando salir de allí a la nada que se abría tras los escalones de entrada, para estar un momento tranquila. Pero él la agarró de la mano. Bajó del taburete y, con paciencia, rodeándole la mano con la suya —como si ella hubiera parecido a punto de ceder, de desmayarse— comenzó a moverla, guiándola. Estaban bailando. —Se me ha ocurrido que esto es lo que hay para nosotros, lo que tú y yo nos merecemos — susurró ella, mirando la sala por encima de su hombro—. Y todo este tiempo, es de verdad. Es un lugar de verdad, alejado de todo, aquí abajo… Bailaron agradecidos, con formalidad, al ritmo de una canción en lo que debía de ser el dialecto local, sin que nadie les prestara atención mientras siguieran juntos, y los niños se gastaban los centavos de sus familias en las máquinas tragaperras, tirando con fuerza de las palancas con continuado estrépito y sin molestar a nadie mientras ganaban. Cuando comenzaron a moverse juntos demasiado bien, ella dijo rápidamente: —Uno de esos recortes de prensa era sobre un tiroteo que tuvo lugar aquí mismo. Supongo que se sienten orgullosos de ello. Y ese espantoso cuchillo que llevaba Baba… Me pregunto qué me habrá llamado —le susurró al oído. —¿Quién? —El que te pidió disculpas. Si habían de sobrepasar los límites, ese era el momento de hacerlo, cuando él la sujetaba cerca de su cuerpo y la hacía girar, cuando ella se dio cuenta de que él no podía evitar ver el morado que tenía en la sien. Debía de estar a seis pulgadas de sus ojos. Ella lo sintió resplandecer como una estrella maligna. (Ahora le tocaba a ella vengarse por la mano que él le había levantado cuando había intentado ser amable y le había preguntado por su mujer.) Siguieron bailando mientras cambiaba el disco, en silencio e inmóviles, juntos en mitad de la habitación, un momento intermedio. Después se convirtieron en un equipo compenetrado —como bailarines españoles profesionales ataviados con máscaras— mientras sonaba la canción lenta. Sin duda, incluso aquellos que viven ajenos al mundo, en esos momentos, necesitan sentir el tacto de los otros, o todo está perdido. Rodeándose con los brazos, sus cuerpos trazando círculos sobre aquel suelo oloroso, que hacía poco habían asegurado con clavos, ambos eran, al fin, impermeabilidad en movimiento. La habían encontrado, y casi perdido: habían tenido que bailar. Eran lo que el corazón de cada uno había deseado aquel día, para ellos mismos y para el otro. Hacían tan buena pareja que ella levantó la cabeza una vez y esbozó una media sonrisa. —¿A quién beneficia que nos hayamos exhibido de este modo? Como la gente enamorada, tuvieron una superstición con relación a sí mismos cuando salieron a bailar, y no se atrevieron a pensar en las palabras «feliz» o «infeliz», que podían caer sobre ellos, uno u otro, como un relámpago. Con un calor cada vez más denso continuaron bailando mientras Baba acompañaba al cantante de voz de mosquito en el estribillo de «Moi pas l’aimez ça», enumerando los ças con una gamba caliente entre los dedos. Los iba contando junto a las fuentes que la anciana ahora dejaba sobre la barra, cada una repleta de gambas hervidas hasta la iridiscencia, como montículos de madreselvas. El ganso salió de la habitación de detrás, pasó por debajo de la trampilla de la barra y se paseó entre las patas de las mesas y las piernas de la gente, sin darse cuenta de que dos bailarines lo esquivaban con cuidado, a quienes se les había ocurrido pensar, distraídamente, que aquel era un ganso erudito, pues un rato antes habían oído a un anciano leerle. Los niños lo llamaban Mimi y trataban de atraerlo hacia ellos. El viejo de la mata de cabello canoso intentó de nuevo, tambaleante, salir por la puerta lateral atascada; le dio una patada pero alguien lo convenció para que se quedara. El perro dormido daba sacudidas y roncaba. Ahora eran los bailarines quienes habían de proporcionar las monedas para la máquina de discos; Baba tenía un cajón lleno para cada ocasión. Hasta el momento a la pareja le habían gustado todas las canciones. Era la música que se oía lejana por las noches, procedente de tabernas de carretera por delante de las cuales se pasaba a toda velocidad, a la vuelta de esquinas animadas cuando la ciudad ya dormía, que ascendía desde la feria ambulante por la montaña, con una extraña melodía que siempre lograba repetirse. Aquel parecía un lugar acogedor. Empapados en sudor, sintiendo el falso frío que implica ese estado, al fin se detuvieron un momento en el porche, bajo el aire acariciador de la noche, antes de marcharse. Las primeras figuras de las niñas subían ya las escaleras bajo la luz del porche, con sus frentes floreadas, sus cabellos negros recogidos, emanando sensaciones, aromas de pura abundancia. Allí donde se lo habían aplicado al salir de la iglesia, el talco brillaba como la mica sobre sus brazos aterciopelados. Oliendo fuertemente a geranio, desfilaron por el porche con pasos cortos y los dedos entrelazados, preparadas para prodigar sonrisas en el interior de la sala. Él les abrió la puerta. —¿Estás lista para irte? —preguntó. El viaje de regreso fue mudo, silencioso, salvo por el motor y los insectos que impactaban contra el coche. Muy pronto el parabrisas quedó cubierto de ellos. Las luces atrajeron otras dos tormentas giratorias, conos de objetos voladores que parecían a punto de prenderse fuego en el último momento. El hombre detuvo el coche y salió para limpiar el parabrisas con los mismos movimientos bruscos y furiosos con que conducía. El polvo se amontonaba en forma de cráteres sobre la maleza del borde del camino. Bajo la ahora cenicienta luna el mundo viajaba a través de estrellas muy tenues: muchísimas estrellas lentas, muy altas, muy bajas. Era una tierra extraña, anfibia, y ya fuera cubierta de agua o de vegetación enmarañada, o privada por completo de agua y árboles, como ahora, contenía la misma soledad. Él contempló la enorme curva, como la estepa, como llanuras anegadizas, como desiertos (todos ellos lugares imaginarios para él); pero, por encima de cualquier parecido, era el Sur. El cielo inmenso, delgado, extenso, pálido, cubierto de estrellas extraviadas, con sus mantos de rayos a la deriva, pendía sobre aquella tierra como lo hacía sobre el mar abierto. Allí de pie, a solas con la noche, percibió con fuerza lo extremo de aquel lugar, como si todos los puntos de apoyo hubieran desaparecido, como si, de repente, hubiera comenzado a nevar. Entró de nuevo en el coche y arrancó. Cuando se movió para darse palmadas furiosas en las mangas de la camisa, ella se estremeció al sentir aquel cálido y húmedo viento nocturno que levantaba la velocidad. A continuación, los faros del coche señalaron a dos personas: una pareja de negros, sentados el uno frente al otro en el jardín, delante de su solitaria cabaña, medio desnudos, combatiendo el calor de la noche con largas tiras de trapos que agitaban sin cesar, en movimientos envolventes. En los lugares descubiertos y sin gente había lagos de polvo, fuegos encendidos en sus corazones. Las vacas sueltas formaban corros a su alrededor, inmóviles en medio del calor, de la noche, sus astas elevadas con fuerza hacia el resplandor. Finalmente él volvió a detener el coche, y en aquella ocasión le metió el brazo por debajo del hombro y la besó, sin que jamás supiera si lo había hecho dulcemente o con violencia. Fue no poder distinguirlo lo que le hizo saber que eso era el ahora. Entonces sus rostros se rozaron sin besarse, inmóviles, oscuros, durante cierto tiempo. El calor entró en el coche y los envolvió, atenazándolos, y los mosquitos ya habían comenzado a cubrirles los brazos e incluso los párpados. Más tarde, mientras atravesaban un extenso campo abierto, él vio dos incendios. Tenía la sensación de que llevaban un buen rato conduciendo sobre un rostro: enorme, ancho y vuelto hacia arriba. En los ojos y en la boca abierta estarían los incendios que habían vislumbrado, allí donde se había juntado el ganado: una cara, una cabeza, allí en el sur lejano, al sur del sur, más abajo. Un cuerpo gigantesco tendido sin compostura, hacia abajo, más y más, siempre, constante como una constelación o como un ángel. Llameante y tal vez cayéndose, pensó él. Ella parecía dormir profundamente, recostada como una niña, con el sombrero en el regazo. Él siguió conduciendo con el perfil de ella junto al suyo, detrás del suyo, porque se había inclinado hacia delante para conducir más deprisa. Los pendientes de ella centelleaban con el movimiento apresurado a un ritmo casi constante. Podrían haber hablado como lenguas. Él clavó la mirada al frente y siguió conduciendo, a una velocidad que para aquel Ford alquilado, recalentado y en absoluto nuevo, resultaba diabólica. Ahora a menudo parecía que se iluminara de repente la silueta de un establo, con el tejado y todo lo otro perfilado con neones solitarios: una sala de cine en una encrucijada. La misma carretera larga, blanca y llana que habían seguido hasta el final y retomado ahora para regresar parecía capaz, a aquellas alturas del camino, de devolverlos a casa. Algo es increíble, si alguna vez puede llegar a serlo, solo cuando se cuenta; cuando regresa al mundo del que salió. Cada uno por sus razones, pensó él, ninguno de los dos contaría aquello (a menos que se lo sonsacaran): que, sin conocerse, habían viajado juntos a un lugar desconocido del que ahora regresaban a salvo. Por un margen muy ajustado, tal vez, pero suficiente. Ahora, sobre el ribazo, como la aurora boreal, el cielo de Nueva Orleans, al otro lado del río, titilaba ligeramente. En aquella ocasión tomaron el puente, suspendido por encima de todo, y se sumaron a la larga corriente de luces y coches que se dirigían a la ciudad. Luego él estuvo un rato perdido por las calles, girando casi al azar junto al ruidoso tráfico, hasta que al fin consiguió orientarse. Cuando paró el coche en el siguiente cartel y se inclinó hacia delante y frunció el entrecejo para leerlo, ella se incorporó a su lado. Estaban en Arabi. Arrancó y dio media vuelta. —Ahora vamos bien —murmuró, y se permitió un cigarrillo. Algo que debía haber estado con ellos todo aquel tiempo, de repente ya no estaba. En un momento, alto como el pánico, creció, lloró como un humano y se desplomó. —Al final no tomé agua —dijo ella. Ella le dijo el nombre de su hotel, él la llevó hasta allí y le dio las buenas noches en la acera. Se estrecharon las manos. —Perdona… —Porque, justo a tiempo, él se dio cuenta de que era lo que ella esperaba de él. Y eso fue lo que hizo. Perdonarlo. En realidad, de haberse despertado a tiempo de un sueño profundo, le habría contado su historia. Desapareció tras la puerta giratoria, con gesto de arreglarse el cabello, y a él le pareció que una silueta se acercaba a recibirla en el vestíbulo. Él volvió a entrar en el coche y se quedó allí sentado. No saldría hacia Syracuse hasta primera hora de la mañana. Finalmente recordó la razón; su mujer le había recomendado que se quedara allí donde estuviera un día más para poder entretener a unas viejas amigas de la universidad, solteras, sin que él molestara. Mientras ponía en marcha el coche reconoció en el olor del aire de las calles, un aire exhausto y con la calidez de los cuerpos, en el cual el flujo del alcohol era una parte inextricable, la señal de que la noche de Nueva Orleans acababa de comenzar. En el bar de Dickie Grogan, cuando él pasó por delante, la famosa Josefina recorría el teclado de su órgano tocando Claro de luna. Cuando, con cuidado, dejó el pequeño Ford en el garaje, recordó, por primera vez en muchos años, los tiempos en que era joven y desenvuelto, y estudiaba en Nueva York, y el chillido y el horror y la terrible asfixia del metro tenían para él su significado originario en la cadencia y las expectativas del amor. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Sendero trillado
Cuento
Yo me llevaba de maravilla con mamá, Papá-Daddy y el tío Rondo hasta que volvió a casa mi hermana Stella-Rondo, que se había separado de su marido. ¡El señor Whitaker! Fui yo la que salió primero con el señor Whitaker cuando apareció en China Grove haciendo fotos de esas de «pose usted mismo», pero Stella-Rondo consiguió separarnos. Le dijo que yo era asimétrica, ya sabéis, más grande de un lado que de otro, que no es más que una mentira malintencionada. Yo soy normal. Stella-Rondo es justo doce meses más pequeña que yo y precisamente por eso es la niña mimada. Ella conseguía siempre lo que se le antojaba, para luego destrozarlo. Papá-Daddy le regaló un precioso collar cuando tenía ocho años y lo rompió jugando al béisbol a los nueve. Y en cuanto se casó y se marchó de casa, lo primero que se le ocurrió fue separarse. ¡Del señor Whitaker! El fotógrafo de ojos saltones en quien decía que confiaba tanto. Y volvió a casa desde uno de esos pueblecitos de Illinois y, ante nuestra absoluta sorpresa, con una hija de dos años. Mamá se llevó un susto de muerte, según dijo, cuando la vio aparecer. —Te presentas aquí con esta niñita rubia tan preciosa de la que ni a tu propia madre habías escrito una palabra —dice mamá—. Me avergüenzo de ti. —Pero se veía que no se avergonzaba de ella. Y Stella-Rondo va y sin inmutarse se quita muy tranquila aquel sombrero; tendríais que haberlo visto. Y va y dice: —Pero, mamá, Shirley-T. es adoptada. Puedo demostrarlo. —¿Cómo? —dice mamá; aunque yo dije solo: —¡Mmmmm! Yo estaba en la cocina, intentando que dos pollos dieran para cinco personas y, además, para una niñita absolutamente inesperada. —¿Qué quieres decir con ese «Mmmmm»? —me preguntó Stella-Rondo. Y mamá va y dice: —Lo he oído, Hermana. Bueno, les aclaré que no quería decir nada, solo que fuera quien fuese Shirley-T., era la viva imagen de Papá-Daddy si se afeitara, lo cual, desde luego, no haría por nada del mundo. Papá-Daddy es el padre de mamá y tiene muy mal genio. Stella-Rondo se puso furiosa. —Hermana —dijo—. Todo el mundo sabe que eres una histérica. Siempre lo has sido. Te agradeceré que no vuelvas a hacer comentarios de ningún tipo sobre mi hija adoptiva. —Está bien —contesté—. Está bien, está bien. En fin, yo he visto enseguida que se parecía también a la familia del señor Whitaker. Ese ceño. Es como un cruce de Papá-Daddy y el señor Whitaker. —Bueno. Pues yo te digo que no lo es. —Ay, a mí me parece la viva imagen de Shirley Temple —dice mamá, pero Shirley-T. se zafó enseguida de ella. En fin, lo primero que hizo Stella-Rondo en la mesa fue poner a Papá-Daddy en mi contra. Va y le dice: —¡Papá-Daddy! —Él se había puesto a cortar la carne—. ¡Papá-Daddy! —A mí me cogió de sorpresa. Papá-Daddy tiene como un millón de años y una barba larguísima—. Papá-Daddy, Hermana dice que no entiende por qué no te cortas la barba. Papá-Daddy dejó el tenedor y el cuchillo. Papá-Daddy es muy rico, mamá dice que lo es; él dice que no lo es. Bueno, pues va y dice: —¿He oído bien? ¡Así que no comprendes por qué no me corto la barba! —¡Oh, Papá-Daddy! —contesto yo—, pues claro que lo comprendo. Yo no he dicho semejante cosa; qué tontería. —¡Descarada! —dice él. —¡Papá-Daddy —exclamo yo—, tú sabes perfectamente que no tengo el menor interés en que te cortes la barba! ¡Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza tal cosa! Eso se lo ha inventado Stella-Rondo mientras se comía ahí sentada una pechuga de pollo. Pero él va y me contesta: —Así que la administradora de correos no consigue entender por qué no me corto la barba. Tienes el trabajo que tienes gracias a mis influencias en el gobierno. Un nido de pájaros le llamas tú, ¿verdad? Esto no quiere decir que no sea la segunda oficina de todo el estado de Mississippi, empezando por las más pequeñas, claro. —¡Oh, vamos, Papá-Daddy! —le digo—. Yo nunca he dicho semejante cosa —insisto—. Nunca he dicho que fuera un nido de pájaros y siempre me he sentido agradecida, aunque por su tamaño sea la penúltima oficina de correos de todo el estado de Mississippi, y, la verdad, he de decirte que no me hace ninguna gracia que mi propio abuelo me llame descarada. Pero Stella-Rondo va y suelta: —Claro que lo has dicho. Te ha podido oír todo el que tenga oídos. —¡Ya basta! —grita mamá mirándome a mí. Así que puse otra vez la servilleta en el servilletero y me levanté de la mesa. Nada más salir de la habitación, oigo que mamá ordena: —Llámala y dile que vuelva o se morirá de hambre. Pero Papá-Daddy dice: —Esta es la barba que empezó a crecerme en la costa cuando tenía quince años… Y hubiera seguido hasta el anochecer si Shirley-T. no hubiera perdido las Milky Way que había comido en Cairo. Y Papá-Daddy va y dice: —Voy a echarme en la hamaca; podéis seguir aquí sentados, pero no olvidéis esto: no me cortaré la barba ni siquiera un milímetro mientras viva, me da igual lo que digáis. Pasó junto a mí en la entrada y salió al patio, directo hacia la hamaca. Debía de ser un día festivo, pues no pasaron cinco minutos cuando apareció de pronto el tío Rondo en el vestíbulo, con un quimono encarnado de Stella-Rondo, todo cortado al sesgo, seguramente una prenda que al señor Whitaker debía de parecerle magnífica. —¡Tío Rondo! —le digo—. ¡Note he reconocido! ¿Adónde vas? —Hermana —contesta él—. Quítate de mi camino. Estoy envenenado. —Pues entonces procura no acercarte a Papá-Daddy —le digo—. Mejor que ni siquiera te acerques a la hamaca. Te aseguro que si te pones a su alcance te pegará. Está convencido de que dije a propósito que debía cortarse la barba, pese a haberme conseguido el trabajo de correos; le he dicho y repetido una y mil veces que es mentira, pero hace como si no me oyera. Debe de haberse quedado sordo como una tapia. —Pues ha elegido un buen día —dice el tío Rondo; y desapareció hacia el patio sin darme tiempo a abrir la boca. Se había bebido otra botella de aquella receta. Siempre lo hace el Cuatro de Julio, y cuesta muchísimo dinero. Luego va y se tumba a roncar en la hamaca. Hacia ella iba, caminando en zigzag como un tonto. Papá-Daddy despertó con aquel grito horrible y, sin moverse un milímetro, allí mismo, intentó poner al tío Rondo en mi contra. Oí todo lo que dijo. Le contó que yo no había aprendido a leer hasta los ocho años y que no comprendía cómo diablos me las arreglaba para hacer mi trabajo en correos, y le dijo que no se imaginaba siquiera las cosas que había tenido que hacer para conseguirme aquel empleo. Y añadió que, en cambio, Stella-Rondo le parecía inteligentísima y que tenía mucho mérito por haberse marchado del pueblo. Todo esto lo decía allí tumbado en la hamaca. En fin, el tío Rondo estaba demasiado mareado para ponerse en mi contra, de momento. Es el único hermano de mamá y es un caso perfecto de mentalidad unilateral. Todo el mundo lo sabe. Es boticario titulado. Y justo entonces oí que Stella-Rondo abría las ventanas de arriba. Desde que se casó, se le metió en la cabeza la extraña idea de que se está más fresco con las ventanas herméticamente cerradas. Así que tiene que abrir la ventana si quiere que la oigan fuera. Va y sube la ventana y dice: —¡Oh! —Parecía herida de muerte. El tío Rondo y Papá-Daddy ni siquiera alzaron la vista; siguieron como si nada. A mí se me escapó la risa. Corrí escaleras arriba, abrí la puerta de un empujón y voy y le digo: —¿Se puede saber qué pasa, Stella-Rondo? ¿Acaso estás herida de muerte? —No —me contesta—. No estoy herida de muerte, pero quisiera que me hicieras el favor de asomarte a esta ventana y decirme lo que ves. Así que me protegí los ojos y me asomé a la ventana. —Veo el patio de delante —digo yo. —¿Y no ves seres humanos? —dice ella. —Veo al tío Rondo intentando echar a Papá-Daddy de la hamaca —respondo—. Solo eso. Y, la verdad, hace un calor tan sofocante en la casa, con todas las ventanas herméticamente cerradas, que el que no quiera volverse loco tiene que salir a sentarse en la hamaca antes de que termine el Cuatro de Julio. —Pero ¿no notas algo raro en el tío Rondo? —pregunta Stella-Rondo. —Pues no, a no ser que te refieras a ese espantoso disfraz encarnado que lleva; desde luego no me haría ninguna gracia morirme con eso puesto… Yo no veo nada más —le contesto. —No te preocupes, no te morirás con eso puesto, porque da la casualidad de que forma parte de mi ajuar y el señor Whitaker me hizo montones de fotografías vestida con eso —dice Stella-Rondo—. Pero qué diablos pretenderá el tío Rondo poniéndose mi quimono y saliendo fuera, sin decir siquiera esta boca es mía, sabiendo que he llegado a casa esta mañana recién separada y que con lo nerviosísima que estaba lo he colgado en la puerta del cuarto de baño… —Mira, hermana, yo no tengo ni idea. ¿Qué quieres que haga? —le digo—. ¿Que me tire por la ventana? —No, no quiero que hagas nada de eso. Pero, la verdad, parece un payaso con esa bata. Es solo eso —asegura—. Me revuelve el estómago. —Pues le sienta bastante bien —digo—. Todo lo bien que le puede sentar a alguien. Así que salí en defensa del tío Rondo, que conste. Y añadí: —Me parece que yo, en tu caso, si acabara de presentarme en casa con una criatura de dos años, de la que nunca hubiera dicho ni palabra, y sin dar explicación de ningún tipo de mi separación, me cuidaría muy mucho de ponerme a criticar así, tan a la ligera. —Nada más llegar a esta casa te he pedido que no hicieras comentarios sobre mi hija adoptiva y me has dado palabra de honor de que no los harías —fue todo lo que dijo Stella-Rondo, y se puso a depilarse las cejas con unas pinzas baratísimas. Así que me limité a cerrar de golpe la puerta al salir, y bajé a preparar unos tomatitos verdes encurtidos. Alguien tenía que hacerlo. Mamá, claro, había dado el día libre a las dos negras; siempre dice que no habría forma humana de retenerlas en casa el Cuatro de Julio. Así que, claro, ni siquiera lo intenta. Resulta que Jaypan se cayó al lago y por poco se ahoga. Y cuando estoy en la cocina aparece mamá corriendo. Y va y dice, muy enfurruñada: —Mmmmm… Al tío Rondo en el estado en que se encuentra no creo que le siente muy bien eso. Y menos todavía a la pobrecita Shirley-T., la adoptada. ¡Debería darte vergüenza! En fin, esto me fastidió, la verdad. —¡Vaya! Menos mal que es Stella-Rondo y no yo quien se ha presentado en casa con esa criatura tan rara. Si llego a ser yo la que vuelve de Illinois con esa chiquilla de dos años… Bueno, tiemblo solo de pensar el recibimiento que me habríais hecho, y lo que diríais si pretendiese además decidir la dieta de toda la familia… —Será mejor que recuerdes, Hermana, que, en primer lugar, tú no te casaste con el señor Whitaker, ni te marchaste a vivir a Illinois —dice mamá blandiendo una cuchara delante de mis narices—. Pero, de haber sido tú, me habría sentido tan dichosa de veros a ti y a tu preciosa hijita adoptiva como lo estoy de ver a Stella-Rondo y a Shirley-T. —No lo creo —le respondo. —No me contradigas —dice mamá. Le contesté que no me convencería aunque siguiera hablando hasta quedarse afónica. Y añadí: —Y, además, sabes tan bien como yo que esa niña no es adoptada. —No existe la menor duda de que lo es —dice mamá, tiesa como un palo. —Mira, mamá, ten por seguro que es de Stella-Rondo, lo que pasa es que ella se niega a admitirlo. —Bueno, chica, mira —concluye mamá—. Creía que íbamos a pasar un Cuatro de Julio agradable y tú empiezas por no creer ni una palabra de lo que dice tu propia hermana pequeña. —Esa es igual que la prima Anne Flo, que se fue a la tumba negando las verdades de la vida —le recuerdo. —Ya te advertí que si mencionabas alguna vez a Annie Flo te daría una bofetada —dice mamá, y va y me da una bofetada. —¡Muy bien! —exclamo yo—. Espera y verás. —Yo… —empieza mamá—. Yo prefiero fiarme de lo que me dicen mis hijas, siempre que sea humanamente posible. Bueno, tendríais que ver a mamá. Pesa unos noventa kilos y tiene unos pies pequeñísimos. Y, en aquel mismo instante, se me ocurrió algo espantoso de veras. —Oye, mamá —le digo—, ¿tú crees que esa cría sabe hablar? Yo no sé si no será… —¡No tenía más remedio que decirlo!—. Bueno, ya me entiendes —añado—. Te habrás fijado en que no le ha dicho una palabra a nadie desde que han llegado. Es lógico pensarlo —le digo así, con un gesto. ¡Bueno! Mamá y yo nos quedamos mirándonos. ¡Era terrible! —Recuerdo que Joe Whitaker bebía como un cosaco. Yo creo, la verdad, que tomaba sustancias químicas. —Y, sin que mediara una palabra más, mamá corrió al pie de la escalera y gritó: —¡Stella-Rondo! ¡Eeeee! ¡Stella-Rondo! —¿Qué? —contesta Stella-Rondo desde arriba. Ni siquiera tenía la delicadeza de levantarse de la cama. —¿Sabe hablar esa niña tuya? —pregunta. —¿Que si sabe qué? —pregunta Stella-Rondo. —Hablar, hablar —dice mamá—. ¡Blablablablabla! Y Stella-Rondo responde a gritos: —¿Quién dice que no sabe hablar? —Lo dice la Hermana —contesta mamá. —Claro, no hacía falta que lo dijeras. Sé muy bien para quién de esta casa no significa nada la palabra de honor —afirma Stella-Rondo. Acto seguido la voz yanqui más fuerte que había oído en toda mi vida grita: —¡Popeye el Marin000 s0000y! —Y alguien empieza a dar brincos en el rellano de arriba. —¡No solo habla, sino que sabe bailar zapateado! —grita Stella-Rondo—. Que es mucho más de lo que sabe hacer alguien a quien no quiero nombrar. —¡Ay! Qué niña tan preciosa —exclama mamá, muy sorprendida—. Fíjate qué lista. —Y empieza a decir niñerías. Luego se vuelve hacia mí y suelta—: Hermana, debería caérsete la cara de vergüenza. Sube ahora mismo y pídeles perdón a Stella-Rondo y a Shirley-T. —¿Perdón por qué? —pregunto—. Yo solo quería saber si esa cría era normal; ahora que se ha demostrado que lo es, no tengo nada más que decir. Pero mamá se dio la vuelta de golpe y se fue, muy enfadada. Subió al piso de arriba y abrazó a la niña. Creía que era adoptada. Stella-Rondo consiguió poner a mamá contra mí sin moverse del piso de arriba, mientras yo me quedaba sola y desamparada en la cocina sofocante. Con lo cual ya estaban enfadados conmigo mamá, Papá-Daddy y la niña, los tres del lado de Stella-Rondo. El siguiente, el tío Rondo. He de decir que el tío Rondo ha sido extraordinario conmigo en muchas ocasiones y que yo no estaba preparada en absoluto para todo lo que pasó. Stella-Rondo le hizo una vez una cosa horrorosa: rompió una cadena de mensajes de Flanders Field, tras lo cual él le quitó la radio que le había regalado y me la dio a mí. No os imagináis cómo se puso Stella-Rondo; durante seis meses tuvimos que llamarla solo Stella, porque si la llamábamos Stella-Rondo no contestaba. Yo siempre había pensado que el tío Rondo era el cerebro de la familia. En otra ocasión me mandó a Mammoth Cave con todos los gastos pagados. Pero aquel día, el Cuatro de Julio, era cuando tomaba aquella receta. Durante la cena, Stella-Rondo alza la voz y dice que creía que el tío Rondo debería comer algo. El tío Rondo dijo que tomaría solo unos bizcochitos y ketchup. Y ella misma se lo sirvió. —¿Te parece bien ponerte a juguetear con el ketchup vestido con el quimono encarnado de Stella-Rondo? —comento yo. ¡Trataba de ser considerada! Si Stella-Rondo no velaba por su ajuar, alguien tenía que hacerlo. —¿Alguna objeción? —pregunta el tío Rondo, a punto de verter todo el ketchup. —No le hagas caso, tío Rondo —dice Stella-Rondo—. Hermana se ha pasado la tarde mirándote desde la ventana de mi cuarto y burlándose de la pinta que tienes. —¿Qué? —salta el tío Rondo. El tío Rondo tiene un genio terrible. Si le pillas en un mal momento, arma un escándalo por menos de nada. Y Stella-Rondo va y le dice: —Hermana ha dicho: «La verdad es que el tío Rondo parece un payaso con ese quimono encarnado». ¿Recordáis quién lo ha dicho? ¿Lo recordáis? El tío Rondo vierte todo el ketchup, se levanta de un salto de la silla, se quita furioso el quimono, lo tira al suelo sucio, lo pisotea. No habrá más remedio que mandarlo a Jackson a limpiar y plisar. —¿Así que es eso lo que piensas de tu tío? —dice—. Parezco un payaso, ¿eh? ¡Bien! Esto es la gota que colma el vaso. Todo el santo día en casa sin nada que hacer y ahora resulta que te dedicas a hacer ese tipo de comentarios a mis espaldas… —Yo no he dicho nada de eso, tío Rondo —respondo—. Pero tampoco diré quién lo ha dicho. Creo que te sienta muy bien el quimono. Cálmate y procura no comer y hablar al mismo tiempo —añado—. Creo que lo mejor sería que te echaras. —Majaderías —dice el tío Rondo. Tendría que haberme dado cuenta de que se disponía a hacer algo espantoso. Claro que, en el precario estado en que se encontraba aquella noche, se tuvo que limitar a jugar al casino con Stella-Rondo, mamá y Shirley-T.; le dio a Shirley-T. una moneda con cara por ambos lados. La niña se quedó encantada con la moneda, y le llamó «papi». Pero a la mañana siguiente, a las seis y media, el tío Rondo tiró todo un paquete de cinco centavos de unos petardos que no habrían vendido en la tienda, lo tiró con todas sus fuerzas en mi dormitorio; y estallaron todos. No falló ni uno. A cualquier otro le habría fallado al menos uno. En fin, yo soy extraordinariamente susceptible al ruido, a los ruidos de todo tipo, el médico siempre me decía que yo era la persona más sensible que había conocido en su vida, y bueno, me quedé sencillamente destrozada. ¡No podía ni comer! La gente me contó luego que el ruido se oyó hasta en el cementerio y la anciana Jep Patterson, que siempre se ha conservado muy bien, creyó que había llegado el día del Juicio Final y que iba a reunirse con toda su familia. Por lo general esto es muy tranquilo y silencioso. Y tengo que deciros que no me llevó más de un minuto tomar una determinación. Mi situación era bien clara: tenía a toda la familia en mi contra, todos del lado de Stella-Rondo. Y yo soy muy orgullosa. Así que decidí marcharme de inmediato a la oficina de correos. Allí hay espacio de sobra, en la parte de atrás, me dije. En fin, no me anduve con rodeos a la hora de dar a entender a la familia cuáles eran mis intenciones. No intenté ocultarlas. Les di la primera pista cuando entré donde estaban reunidos todos jugando a la mona y desenchufé el ventilador, con lo cual la cosa quedó bastante clara. Luego cogí del sofá el cojín que yo había hecho, lo saqué de detrás de Papá-Daddy. Dijo: «¡Uff!». Subí las escaleras más deprisa que Stella-Rondo y encontré al fin mi preciosa pulsera en su cómoda, debajo de un retrato de Nelson Eddy. —Así que esas tenemos —dice el tío Rondo. Allí estaba, mordisqueando jamón—. Bueno, Hermana, me encantaría regalarte mi catre del ejército si encontraras sitio donde colocarlo, con tal de que te largaras cuanto antes y me permitieras vivir con un poco de paz. —El tío Rondo estuvo en Francia. —Mis más sinceras gracias por el catre, pero «paz» no es precisamente la palabra que yo elegiría si tuviera que recurrir a tirar petardos a las seis y media de la mañana en la habitación de una chica —le contesto—. Y en cuanto a dónde me propongo irme, me parece que olvidas mi puesto de administradora de correos de China Grove, Mississippi —le digo—. Siempre he tenido la oficina de correos. ¡Bien! Eso les haría comprender de una vez por todas. Salí de la casa y empecé a desenterrar unos cuantos dondiegos para plantarlos alrededor de la oficina de correos. Eh, eh, eh! —dice mamá subiendo la ventana—. Da la casualidad de que esos dondiegos son míos. Todo lo que hay ahí plantado es mío. Que yo sepa, tú nunca has conseguido hacer crecer nada en toda tu vida. —Está bien —le contesto—. Está bien, pero cogeré el helecho. Ni siquiera tú, mamá, vas a negarme que soy la única que ha regado el helecho. Y da la casualidad de que sé dónde tengo que mandar la tapa de una caja para que me envíen mil semillas variadas, no hay ni siquiera dos de la misma planta, y gratis. —¡Oh! ¿Dónde? —pregunta mamá con avidez. Pero le respondo: —Demasiado tarde, querida. Atiende tus asuntos, que yo atenderé los míos. Te enterarías de muchas cosas como esa si oyeras la radio. Ofertas increíbles. Puede conseguirse lo que se quiera, y gratis. En fin, os diré además que fui y cogí la radio y los dejé con un palmo de narices, sobre todo a Stella-Rondo, ya que había sido suya y sabía muy bien que no podía recuperarla, la demandaría inmediatamente. Y también cogí, con toda corrección, el motor de la máquina de coser que le habíamos regalado a mamá por Navidad en 1929, pagado casi enteramente por mí, y un calendario grande con las instrucciones de los primeros auxilios; en fin, el termómetro y el ukelele nadie podía decir que no fuesen míos; y me subí a la escalera y cogí todas las conservas que había preparado, todos los tarros, frutas, verduras, mermeladas… Luego me puse a arrancar los ganchos de los jarrones azules de la arcada del comedor. —¿Quién te ha dado permiso para coger eso, señorita Remilgos? —dice mamá abanicándose con mucho brío. —Los compré yo y yo me cuidaré de ellos —le contesto—. Los colocaré a los lados de la ventana de la oficina de correos, así que podrás verlos cuando vayas a por la correspondencia, si tanto te gustan. —¡De eso nada! No volveré a poner los pies en esa oficina de correos ni aunque viva cien años —dice mamá—. ¡Desagradecida! ¡Después de todo el dinero que gastamos contigo en la Escuela Normal! —¡Pues yo tampoco! —salta Stella-Rondo—. Puedes dejar allí mi correspondencia hasta que se pudra, que para lo que me importa… Nunca iré ni a por una sola carta… —¡Como si me importara eso mucho! —digo yo—. ¿Y quién crees que se va a sentar a escribirte esas larguísimas cartas y postales, si es que puede saberse? ¿El señor Whitaker? Solo porque fue el único hombre que aterrizó en China Grove y porque le cazaste, haciendo trampas, claro, va a sentarse y a dedicarse a escribirte cartas y cartas, después de que vienes a casa así por las buenas y sin dar ningún tipo de explicaciones de tu separación ni sobre la existencia de esa niña. Quizá es que no soy tan inteligente como tú, pero, la verdad, no lo entiendo. Y mamá va y dice: —Hermana, te he dicho un millón de veces que lo único que pasa es que Stella-Rondo nos echaba de menos y que esta niña es demasiado mayor para ser suya. —Y añade—: Bueno, ¿por qué no nos sentamos a jugar al casino? Y entonces Shirley-T. va y me saca la lengua con aquella mueca absolutamente odiosa. Qué modales. Le dije que si hacía aquella mueca un día se quedaría bizca para siempre. —Ahora ya no hay nada que hacer —aseguro—. Deberíais haberlo intentado ayer. Me voy a la oficina de correos y seguramente la única forma de verme que tendréis será ir allí para visitarme. Y Papá-Daddy dice: —Pues no me verás poner los pies en esa oficina. Ni aunque se me ocurriera escribirle una carta a alguien. —Luego añade—: No tendrás ocasión de asomarte por aquel ventanuco viejo con unas tijeras en la mano y cortarme ni un pelo de mi barba. ¡Soy más listo de lo que tú te crees! —¡Todos lo somos! —dice Stella-Rondo. —Si eres tan lista, ¿dónde está el señor Whitaker? —le pregunto. Y va el tío Rondo y dice: —Te agradeceré que a partir de ahora dejes de leer todos los pedidos que recibo en tarjetas y de contarle luego a todo China Grove lo que piensas de ellos. Pero yo le contesto: —Yo saco mis propias conclusiones y seguiré haciéndolo en el futuro. Si la gente quiere escribir sus secretos más íntimos en postales de un centavo nada podrás hacer tú para impedírmelo, tío Rondo. —Y si te crees que volveremos a escribir otra postal, estás en un error lamentable —dice mamá. —Pues muy bien, vengaos a vuestra propia costa —contesto—. Pero si estáis decididos a no tener ningún trato a partir de ahora con el servicio postal del país, pensad una cosa: ¿qué hará Stella-Rondo si quiere decirle al señor Whitaker que venga a buscarla? —¿Qué? —salta Stella-Rondo. Yo sabía que había estado llorando. Le dio un ataque de rabia allí mismo, en la cocina. —A ver, a ver cuánto aguanta —digo—. En fin, tengo que irme. —Adiós —dice el tío Rondo. —¡Oh, válgame Dios —exclama mamá—, pensar que mi familia discutiría el Cuatro de Julio o al día siguiente porque Stella-Rondo haya dejado al señor Whitaker y por esta preciosísima criaturita adoptada! ¡Deberíamos estar todos felices! —¡Uuuaaahh! —suelta Stella-Rondo, al borde del berrinche. —Fue él quien la dejó a ella… No olvidéis lo que os digo —les advierto—. Así es el señor Whitaker. Conozco al señor Whitaker. Recordad que yo le conocí primero. Desde el principio dije que se cansaría… y la dejaría. Predije todas y cada una de las cosas que han pasado. —¿Y adónde se fue? —pregunta mamá. —Seguro que al Polo Norte, si es que sabe lo que le conviene —contesto. Pero Stella-Rondo lloraba a voz en grito y no podía decir ya una palabra más. Se fue corriendo a su cuarto y cerró la puerta de un portazo. —Fíjate bien en lo que has hecho, mira lo que has conseguido, Hermana —reprende mamá—. Sube ahora mismo a pedirle perdón. —No tengo tiempo, me voy —digo. —Bueno, ¿a qué estás esperando, si puede saberse? —pregunta el tío Rondo. Así que cogí el reloj de cocina y me marché sin pronunciar una palabra más y, por supuesto, sin despedirme de Stella-Rondo. En aquel preciso momento pasaba por allí enfrente una chiquilla negra con una carretilla. —Eh, negrita —le digo—. Ayúdame a subir todas estas cosas por la cuesta, que me voy a vivir a la oficina de correos. Tuvo que hacer nueve viajes con la carretilla. El tío Rondo salió al porche y le tiró una moneda de cinco centavos. Y esa fue la última vez que vi a mi familia y que mis familiares me vieron a mí desde hace ya cinco días completos, con sus correspondientes noches. Stella-Rondo debe de andar contando historias espantosas sobre el señor Whitaker, pero yo no he tenido que oírlas. Como siempre le digo a todo el mundo, saco mis propias conclusiones. En fin, estoy muy bien aquí, estoy a gusto. Como digo, es ideal. Lo tengo todo ladeado, tal como a mí me gusta. ¿Oír la radio? Oigo todas las noticias de la guerra. Radio, máquina de coser, sujetalibros, la tabla de planchar y la lámpara grande del piano, y paz, que es lo que a mí me gusta. Y enredaderas por toda la fachada, por donde están las guías. Claro que no hay mucha correspondencia. Mi familia es, claro, la más importante del pueblo y si ellos prefieren desaparecer de la faz de la tierra en cuanto al correo se refiere, en fin, allá ellos. Aquí en el pueblo algunos están de mi parte y otros están en mi contra. Sé muy bien quiénes están de mi parte y quiénes contra mí. Los hay que son capaces de dejar de comprar sellos solo para demostrar que están de parte de Papá-Daddy. Pero en fin, aquí estoy y aquí seguiré. Y quiero que el mundo sepa que soy feliz. Y desde luego, si en este instante apareciera aquí Stella-Rondo, se hincara de rodillas e intentara explicarme todos los detalles de su vida conyugal con el señor Whitaker, yo me taparía los oídos y no querría oír ni una palabra. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Todo el mundo lo sabe
Cuento
Lo que quiera que ocurriera sucedió en una época extraordinaria, en un tiempo de sueños, y Natchez vivía el más frío de los inviernos. Una noche de enero de 1807, el viento del norte L sopló con persistente crudeza, como si siguiera a los colonos en su camino, aullando por los meandros del río para llevarlos todavía más lejos. Después cayó la extraña y aletargada nevada. Cuando salió el sol, el aire se descompuso en un millar de prismas tan próximos unos a otros como el rápido aleteo de las gaviotas. Durante mucho tiempo después, el cielo estuvo tan despejado que quienes viajaban de noche veían con claridad la pequeña estrella compañera de Sirio, y Venus brilló de día en todo su recorrido por la nueva transparencia celeste. El Mississippi se estremeció y se alzó de su lecho, como un sonámbulo impulsado a ir a nuevos lugares; el hielo se extendía hasta una gran distancia sobre las olas. Las chalanas y las balsas seguían flotando río abajo, pero con pasajeros pasivos y acurrucados, que no se movían, como meros haces de leña; en la orilla se hacían apuestas sobre si estaban vivos o muertos, pero era imposible demostrar una cosa o la otra. Por la mañana el musgo colgaba de los árboles en forma de relucientes guirnaldas azules a lo largo de las calles, que habían cambiado. La ciudad de pequeñas galerías era todo tejados cargados de nieve y silencio. En el recóndito Natchez comenzó a dar la impresión de que el mundo entero, como la ciudad misma, debía de estar en plena transformación. El único sonido era el de los animales que sufrían en sus establos y el de los gatos monteses que aullaban todas las noches, en círculos cada vez más cerrados, en el helado cañaveral. Más a lo lejos se oía a los indios, en cantidades mayores de lo imaginable, lanzando mensajes apaciguadores pero orgullosos al sol con constantes ceremonias de danza. Quienes esperaban en el oscuro trance en que estaba sumida la ciudad helada podían ver la vibración roja de sus hogueras día y noche. Los hombres estaban atrapados por el frío, se dejaban capturar por su silencio como si fuera un lazo. Los grupos de viajeros avanzaban más juntos, con mayor cautela, por los túneles vítreos del antiguo sendero de Natchez, pues allí toda proporción se desvanecía, e iban en fila como insectos a través de la hierba espesa al amanecer. Los habitantes de Natchez se volvieron a mirar en silencio cuando un hombre solitario al que nadie había visto fue llevado por las calles, en cuclillas, tal como había quedado congelado dentro de un árbol hueco, gris y acurrucado cual una ardilla, con un pequeño fardo con objetos apretado contra sí. Joel Mayes, un niño sordo de doce años, vio cómo llevaban al hombre y supo que estaba muerto, pero sus ojos se fijaron en algo más, en algo maravilloso. Vio el aliento que salía de la boca de la gente; y su rostro oscuro, que en aquel instante perdió un poco de su dulzura, reveló su deseo secreto. Le maravillaba cuando las infinitas formas del lenguaje se hacían visibles en el aire, y observaba con un asombro que daba paso a la ternura cuando las personas se encontraban en la calle e intercambiaban unas palabras. Caminó solo y despacio en medio del silencio con el andar decidido y sin embargo ensoñador de un huérfano. Dejó escapar el aliento entre sus labios, lo lanzó al aire y, fuera cual fuese la palabra que articuló, adoptó la forma de una torre. Se alegró como si hubiera mantenido una breve conversación con alguien. Al final de la calle, donde giraba para entrar en la posada, siempre agachaba la cabeza y apretaba el paso, como si ya no hubiera lugar para frivolidades, pues allí trabajaba de limpiabotas. Había llegado a Natchez un verano. Había atravesado mundos de frondas y el trayecto desde Virginia había sido para él una especie de viaje de la infancia hacia el olvido. Se había quedado solo: siempre solo al principio, y luego también, con la compañía del viejo McCaleb, que se lo había llevado consigo cuando sus padres desaparecieron en el bosque, cuando los separaron de él y, a pesar de la última mirada que les lanzó, se quedaron atrás. Brazos empeñados en llegar a su destino lo arrastraron hacia delante a través de los arbustos punzantes, y las hojas le azotaron la cara hasta que tendió las manos para detenerlas. Desde que trabajaba de limpiabotas pensaba poco, parcamente, casi con frialdad, en aquella época lejana…, hasta que hacía poco el viejo McCaleb había vuelto a aparecer en la posada, con rumbo desconocido y la barba enmarañada como las de los viejos en los sueños. Al limpiarse las botas, más pesadas que de costumbre y llenas de barro, a Joel le vino a la cabeza una pequeña parte de su aventura, pues allí seguía, oscura e incrustada…, hizo memoria y la revivió. Mientras frotaba las botas recordó el día después de que sus padres lo abandonaran, el día que tuvieron que esconderse de los indios. El viejo McCaleb, con su severo rostro iluminado de una forma de lo más inesperada, había llevado a todo el grupo hasta el denso cañaveral que había sendero abajo, a la parte más densa, donde las cañas crecían apretadas y se cerraban como una suerte de dientes feroces. Una vez allí se agacharon y todos, hombres, mujeres y niños, se miraron unos a otros desde un escondite que parecía el menos seguro de todos, atentos con ávido instinto a cualquier movimiento que pudiera delatarlos. Agazapado junto a su arbusto, Joel se echó a llorar; de repente el buen juicio le abandonó, pues no podía oír ni ver ni tocar ni encontrar nada que le resultara familiar en el mundo. Lloró, y el viejo McCaleb acogotó primero al perro nervioso con la parte roma de su hacha; luego lo miró a él con una expresión feroz y alzó la hoja en el aire, decidido a proteger el silencio que todos guardaban. Joel había hecho ruido… Ahogó un grito y pegó la cara al suelo sin pensarlo. Le entraron unas hojas en la boca… Durante el largo rato que permaneció inmóvil con aquellos hombres y mujeres en el cañaveral, descubrió lo que significaba el silencio para el resto de las personas. En medio del peligro percibió agudamente, incluso con horror, la proximidad de sus compañeros, un abrazo mudo que lo pilló por sorpresa, una unidad poderosa y apabullante. Los indios ya se habían marchado, seguidos por una anciana, formando una fila solemne, sin cuidado de las flechas incendiarias que llevaban en las aljabas, con unas pocas ristras de barbos en las manos. Desaparecieron en lo que duró el bostezo de la anciana. Luego las personas a cargo de McCaleb tuvieron que levantarse de una en una y salir del escondite. Apenas hubo conversación entre ellos, solo mostraban una especie de vergüenza y caminaban arrastrando los pies. El pequeño grupo se disolvió por completo nada más llegar a Natchez. El viejo dedicó a cada uno de ellos una mirada larga y bastante triste a modo de despedida y se marchó, no menos absorto de lo que siempre estaba. Joel alzó la cara dulce y casi indiferente del niño que no ha pedido nada hacia el hombre que le había salvado la vida. Ahora recordó las gaviotas blancas que cruzaban el cielo detrás de la cabeza del anciano. A Joel lo habían depositado en la posada, no había otro sitio al que pudiera ir, ya que estaba allí enclavada y señalaba el principio del largo sendero de Natchez, y detrás se hallaba el río. De modo que se quedó. Era un acuerdo que no comprometía a ninguna de las dos partes: él no les pagaba por su manutención y ellos no le pagaban por su trabajo. El tiempo pasó y Joel se convirtió en parte del lugar. Le cedieron una pequeña habitación; estaba en la planta baja, detrás del bar, un cuartito oscuro con el suelo de piedra y un techo con vigas curvadas no más alto que un hombre. Había una chimenea y una ventana, que daba al patio, lleno siempre de los respingos de los caballos. Todas las noches se ovillaba en un banco de respaldo alto, cuando hacía frío le daban un montón de abrigos viejos para que se arropara, y le resultaba excesivo que la habitación fuera suya, como lo habría sido para un gato callejero que todas las noches acudiera al mismo sitio. Empezó a mantener su candelero cuidadosamente pulido. Lo dejaba en el centro de su mesa de madera, y de noche, cuando la vela estaba encendida, los mensajes de amor en español grabados con un cuchillo aparecían en relieve negro para que todo aquel que conociera el idioma los leyera. Ya avanzada la noche, casi de madrugada, cuando sin duda todos los viajeros se habían quitado las botas para meterse en la cama, se despertaba por costumbre, subía por la escalera protegiendo la vela, recorría los pasillos y las habitaciones y recogía las botas. Cuando las llevaba todas a su mesa, se sentaba y las limpiaba sin ninguna prisa, mientras el resplandor del fuego brillaba tenuemente sobre las piedras del suelo. Entonces, cuando los demás dormían, parecía que su vida se hallara perfectamente asentada, como un pájaro en una rama, y estaba solo como le gustaba. No despreciaba las botas; había aprendido a tratarlas. Bajo su mano, se enderezaban y adoptaban una buena forma. No era un trabajo de esclavos, y tampoco de niños. Tenía dignidad: era peligroso andar entre hombres dormidos. Más de una vez, alguno que se había despertado acosado por la suspicacia o por una pesadilla lo había atrapado y había estado a punto de quitarle la vida, pero él se enfrentaba a la violencia y el delirio de los durmientes con destreza, como un animal. Tenía la impresión de que el mundo entero estaba sumido en un trance muy ligero, que sin duda se vería perturbado por el menor movimiento; pero siempre caminaba con sigilo y regresaba a su habitación. En una ocasión, una serpiente de cascabel había asomado la cabeza por una bota cuando él tendía la mano hacia ella, pero era poco probable que eso volviera a ocurrir en los próximos mil años. Fue en su habitación, la noche de la primera nevada, donde comenzó para él una nueva aventura. Hacia la madrugada Joel se incorporó de golpe en la cama y al abrir los ojos vio la habitación radiantemente iluminada, como un lago rebosante a la luz del sol. Se olvidó por completo de las botas y se quedó inmóvil. La vela estaba encendida en su candelero, el fuego ardía alto en la chimenea y por la ventana entraba un extraño resplandor titilante que al principio no identificó con la nieve que caía. Joel se hallaba entre las sombras de la habitación y delante de él, en el centro de la extraña luz multiplicada, había dos hombres con capas negras sentados a su mesa. Estaban sentados de costado a él, a la mesa que él usaba para todo frente a frente, imponentes bajo el pequeño arco de las vigas, hablando. No eran de Natchez y sus nombres no figuraban en el libro de la posada. Sobre sus botas se veía un resplandor blanco; era la nieve. Llevaban las capas cerradas por delante y en la negrura de los pliegues empezaban a derretirse unos copos. Joel nunca había oído llamar a una puerta y aun así sabía cómo debía de ser el sonido. Supuso que esos hombres no habían llamado suavemente para entrar en su habitación. Cuando comprendió que en algún momento, sin su conocimiento ni su consentimiento, dos hombres habían caído del cielo sobre los dos taburetes de su mesa y se habían apoderado de todo, perdió la tranquilidad que hasta entonces había conservado y pensó en todos los hombres que había conocido hasta la aparición del viejo McCaleb, que roncaba arriba. No reveló de inmediato que consideraba aquello una intromisión. Se limitó a quedarse sentado, todavía muy tieso, y miró, con el placer para la vista del que mira en secreto, sus caras, el ojo que veía de cada uno, las mejillas, las bocas medio ocultas, los rostros iluminados por el fuego y extraños por un recuerdo o una especulación compartidas… Tal vez se guardó de gritar porque sabía que le oirían. Entonces, el gesto que uno de los hombres hizo en el aire lo dejó paralizado. Uno de los dos hombres levantó el brazo derecho —un movimiento tenso pero suave— y se echó la oscura capa húmeda hacia atrás. Para Joel fue como si se tratara del primer movimiento que hubiera visto en su vida, como si hasta esa noche el mundo hubiera estado inanimado. Parecía una señal para abrir un pesado portalón o un potrero, y en efecto, para gran asombro de Joel, abrió un nuevo panorama en su cabeza, del que supo que jamás podría hablar; no era más que luminosidad, una luminosidad tan plena como la que había descubierto al abrir los ojos. Dentro de su habitación había otro interior, esa reunión hacia la que se dirigía toda la luz, y dentro había un misterio más: lo que se estaba diciendo. Los hombres tenían la cabeza inclinada, recortada contra el fuego de la chimenea, y su cabello parecía ligero y ondeante. Tenían los codos apoyados en las tablas de la mesa y removían las migas que había dejado Joel al comerse una galleta. No tenía ni idea de cuánto tiempo habían estado allí cuando se levantaron, estiraron los brazos y salieron por la puerta tras apagar la vela. Cuando Joel volvió a despertarse con la luz del día, primero pensó en indios, luego en fantasmas, y después la imagen de lo que había sucedido acudió a su cabeza. Recibió una pequeña azotaina por olvidarse de limpiar las botas, pero más tarde se olvidó de la azotaina. Se preguntaba cuánto tiempo habían estado los hombres en su habitación mientras él dormía, silo habían visto y qué iban a hacerle, silo cogerían cada uno de un brazo y lo llevarían a rastras entre el follaje. Trató de recordar todo lo ocurrido la noche anterior y lo logró; luego lo ocurrido el día anterior, mientras frotaba tardíamente una bota sumido en un largo sueño cada vez más profundo. Su memoria funcionaba como un lazo arrojado para atrapar a un poni salvaje. Retrocedía y se quedaba temblorosamente suspendida sobre el preciso instante de terror en que se había separado de sus padres; luego giraba y avanzaba en la dirección opuesta, y habría podido discernir alguna figura del futuro, pero él no lo permitía. Entretanto, durante todo el día, cada momento fugaz y cada pequeña acción adquirían la mayor importancia. Adivinaba los cambios en la casa, en el ángulo que formaban las puertas abiertas, en la altura del fuego, y si los leños habían sido movidos con un pie o simplemente habían caído en una habitación vacía. Estaba atrapado y poseído por el misterio. Esperaba a la noche. En su habitación, el candelero de la mesa estaba ahora envuelto en el prodigio de haber sido tocado por unas manos desconocidas en su ausencia y haber sido visto mientras él dormía. Fue mientras limpiaba las botas de nuevo cuando de repente cayó en la cuenta de la identidad de los hombres. Los nombres acudieron a su cabeza, como si fueran parte de sus meditaciones. Salió corriendo a la calle dando vueltas a su descubrimiento, recordando una importante visita que había causado conmoción en Natchez, la ciudad paralizada por el frío, y la había sacudido del letargo de la nieve. Entonces comprendió por qué los suelos de la posada oscilaban bajo pies que corrían y manos temblorosas lo apartaban en el bar. Nadie le informaría de que los hombres eran Aaron Burr y Harman Blennerhassett, pero él lo sabía. Nadie le había indicado quién era quién, pero él lo sabía: Burr era el que había hecho el gesto. Acudían a su habitación todas las noches, y ciertamente Joel no esperaba que la visita que había recibido fuera la última. Jamás se le había pasado por la cabeza que el primer encuentro no marcara un comienzo. La nieve de sus capas siempre tardaba un rato en derretirse, pues siguió nevando durante todo aquel tiempo. Joel se incorporaba, con los ojos muy abiertos, en la penumbra y se dedicaba a mirar como el único espectador de un incendio. La habitación se caldeaba, ardía con el calor de la pequeña chimenea, pero había algo ígneo en todo lo que pasaba. Era de Aaron Burr de quien brotaba la llama, que parecía atravesar la mesa con ciertas palabras y por medio de la repentina nobleza del gesto, hasta tocar a Blennerhassett. Sin embargo, el aliento de sus palabras no era algo simple como el brillo de la vela situada entre ellos. Joel seguía viéndolos solo de perfil, pero advertía que el secreto era infinitamente complejo, pues en dos noches se hizo patente que era imposible revelarlo por completo. Todo lo que decían no agotaba nunca su conversación. Siempre tendrían que volver a reunirse. El anillo que llevaba Burr reflejaba repetidamente la luz del fuego y lo encendía de nuevo en el intrincado remolino del sello. Todavía más rápido y redondo era su ojo, que lanzaba miradas veloces, pero nunca en dirección a Joel. En realidad, los ojos de los dos hombres no habían visto la habitación: el magnífico brillo que el niño había dado al candelero, las tablas de la mesa, de la que había limpiado las migas, el banco de madera donde él se encontraba y desde el que alargaba —solo un poquito, despreocupadamente— la mano… Todo en la habitación era una conquista, todo era un sueño de deleites y poderes más allá de sus paredes… El cabello bañado de luz de Burr caía sobre su angulosa frente, su mejilla se ponía tirante, su sonrisa brotaba repentina, sus labios expulsaban el aliento. El rostro del otro hombre, con la boca inmóvil, pues se dedicaba a escuchar, pasaba del ardor a la tristeza y de nuevo al ardor… Joel permanecía quieto y miraba ora a un hombre, ora al otro. Al principio creía que no lo habían descubierto. Luego supo que de algún modo se habían percatado de su presencia y que eso no les había detenido. Por algún motivo aquello le dejó atónito… Ellos sabían que podían hablar en la habitación delante de él. Entonces dedujo que lo aceptaban. Una noche, cuando por primera vez se dio cuenta de eso, su defecto le pareció una forma de hospitalidad. Le embargó la dicha, se puso muy contento, sintió que el ingenio despertaba en su mente, y saliendo de su escondite dio unos pasos hacia ellos. Al final no pudo más: irrumpió en el círculo de su conversación y puso en la mesa comida y bebida que había cogido de la cocina. Le temblaban las manos, y ellos lo miraron como desde una gran distancia, pero no se sorprendieron. Joel olió la conocida humedad negra de la ropa de los viajeros, que desprendía vapor a la luz de la lumbre. Después se sentó en el suelo y se quedó totalmente quieto, al lado de la capa de Burr, que colgaba junto a su hombro. En aquel momento se sintió aturdido, como si la capa lo envolviera en un gran arco de prodigios, pero Aaron Burr volvió la cara y se limitó a mirarlo con expresión seria, las cejas arqueadas sobre sus ojos incansables. Su tierna mirada encerraba la promesa de una suerte de dominio. Cuando apareció por primera vez y se puso a hablar y el fuego llameó y los reflejos del mundo nevado se volvieron más brillantes, incluso la tosca mesa pareció cambiar de materia y convertirse en parte de una ceremonia. El hombre bien podría haber hablado en otra lengua, en la que no había más que evocación. Una vez que se le veía de forma tan clara, parecía que todos sus movimientos y miradas formaran parte de una entrega extrañamente paciente y crearan la ilusión de sabiduría. En sus ojos brillaban luces como hogueras de viajeros vistas desde lejos a la orilla del río. Siempre hablaba, y sus palabras eran su cara, como si no tuviera ojos ni nariz ni boca que se pudieran recordar; su rostro reflejaba una gran sutileza y elocuencia, pero carecía de rasgos y de bondad, pues no había conciencia del presente. Mirando desde el suelo su rostro parlante, Joel descubrió de inmediato algún secreto de tentación y una angustia que brotaba tras él como una mano. Dejaría que Burr lo llevara consigo adondequiera que decidieran. A veces, por las noches Joel tenía la certeza de que los dos hombres lo miraban y creía que habían acudido a su habitación, pero era un sueño, y cuando se incorporaba en el banco a menudo no veía más que el quieto resplandor de la lumbre sobre el suelo vacío. Entonces le embargaba el sentimiento de haber sido abandonado y de estar perdido, que no era comparable a nada que hubiera sentido en su vida. Era probable que amaneciera antes de que ellos llegaran. Cuando ellos estaban en la habitación, se sentía restituido, si bien no le prestaban mayor atención que a la lumbre. Él recogía toda la comida que podía conseguir para ofrecérsela; guardaba un poco de su cena, y una noche robó un pastel de pavo. Cualquiera habría dicho que la seguridad de ellos dependía de él, a juzgar por la forma en que se quedaba incorporado, muy quieto, mirándolos por momentos como un padre a sus hijos mientras juegan. Ni por un instante deseaba que se marcharan, aunque tenían tantas ganas de dormir que al final se los quedaba mirando con perplejidad y sin parpadear. A menudo hablaban durante toda la noche. El rostro ancho y borroso de Blennerhassett pasaba de la entrega al agotamiento. Pero Burr siempre estiraba la mano y lo agarraba del hombro como si quisiera despertarlo de un sueño profundo, y el resplandor de su cara aumentaba siempre conforme pasaba el tiempo. Joel permanecía en silencio, esperando la revelación plena de sus reuniones. Todo su amor iba dirigido a los conversadores. No habría sabido cómo contenerlo. En las mañanas ociosas, en ocasiones sentía la necesidad de ir a contemplar el mundo, caminaba hasta el paseo del río y se quedaba bajo los árboles que se inclinaban pesadamente sobre su cabeza. Miraba con el entrecejo fruncido más allá del hipódromo cubierto de hielo, hacia el río. Había una hora en que este tenía el color del humo, como si fuera una parte del bosque más que un elemento y una fuerza en sí mismo. Parecía que perteneciera al bosque, que fuera manso y se dejara vigilar, un animal doméstico que paciera atado en el bosque; luego, cuando la luz se propagaba y el color teñía el mundo, el río se elevaba de repente del hielo reluciente que lo rodeaba, en todo su crecido torrente de vida, y su fuerza y su curso turbulento dejaban a Joel clavado, contemplándolo, como el hechizo que tenía lugar cada noche en su habitación. Si no podía hablar con el río —y no podía—, intentaría descifrar en sus madejas azules y violetas el desarrollo del trascendental acontecimiento. Era difícil de entender. ¿Acaso cualquier plan que un hombre tuviera, por muy secreto e intacto, se veía siempre destrozado por la misma corriente de su proceso? Un día presenció angustiado cómo una balsa se hacía pedazos y sus pasajeros caían desparramados. Todo lo que sentía despertar en su corazón al ver el río inescrutable desaparecía con la esperanza depositada en los dos hombres y en su genialidad. Fue al volver a la posada cuando le dieron un cartel para que lo pegara en el espejo del bar. En él se anunciaba que el juicio de Aaron Burr por traición se celebraría a finales de mes en Washington, capitolio del Territorio de Mississippi, en el campus de la Universidad de Jefferson, donde las multitudes podrían acomodarse sobradamente. Mientras tanto, se esperaba la llegada de toda la flotilla armada y en aquella taberna no se subiría el precio del whisky, pero la tarifa por una cama en el piso de arriba sufriría un ligero aumento, dependiendo de cuántas personas durmieran en ella. El mes fue pasando, y ahora había luna llena. Bien entrada la noche, todo el cielo era lunar, como si la superficie de la luna estuviera tan cerca como una mejilla. Las luminosas hileras de nubes se extendían una tras otra en orden celestial. Parecían las calles por las que Joel caminaba a través de la ciudad. Las personas iluminaban ahora sus casas por diversión, como si imitaran al cielo, y Burr siempre estaba en medio de ellas, bailando con las mujeres y hablando con los hombres. Ejecutaban figuras del cotillón alrededor de aquel que las amenazaba o fascinaba, y sus minués se deslizaban a lo largo de las noches como una piedra diestramente lanzada salta sobre el agua. Joel observaba cómo tomaban partido y contemplaba sus discusiones, los movimientos engolados y los brindis, y creía que iban a decidir si Burr era bueno o malo. Sin embargo, siempre que veía a Burr pasar bailando pensaba que aquello no le afectaba en absoluto. Joel sabía que sus ojos no veían nada allí y que siempre miraban más allá de la habitación, aunque normalmente la mujer más hermosa estaba entre sus brazos cuando el baile terminaba. A veces, al final de la velada lo llevaban en sus carruajes al paseo del río y le señalaban la luna. Allí le enseñaban todo a Aaron Burr y señalaban con la cabeza, con una magnificencia que rayaba en el cansancio, los tramos de hielo que se extendían sobre el río como un puente inverosímil, una prolongación del sendero de Natchez hacia el oeste. Y un resplandor suave y cercano como la lluvia caía sobre sus manos y rostros, y sobre las volutas del aliento que brotaba de los ollares de los caballos, y los hombres se mostraban tan gentiles e imponentes como Burr. A medida que se aproximaba el juicio, los hombres hablaban con mayor vehemencia en las esquinas y el bar de la posada vibraba con las discusiones; todas las noches invitaban a Burr a un baile más refinado que el anterior, a una hora cada vez más avanzada, y Joel aguardaba. Sabía que se estaba concediendo a Burr, prácticamente de común acuerdo, ese tiempo de libertad y tranquilidad hasta el amanecer, para que conspirara, a fin de que el secreto continuara y se perfeccionara. Joel lo dedujo estando presente en todas partes; ese conocimiento, determinó su sufrimiento y lo volvió secreto y lleno de íntimos augurios. Un día había de descubrirlo todo. Fue la mañana que le regalaron un gorrito de piel, y se lo puso en la cabeza y salió. Caminó por la oscura nieve hollada a lo largo del sendero de Natchez, hasta el pantano Pierre. Aquel día los árboles grandes empezaron a partirse. El sonido de sus estallidos retumbaba en la quietud del aire; para Joel era como si un pie enorme pisara el suelo. Al principio le pareció ver que todos los rumores y las promesas se cumplían: la flotilla estaba doblando el recodo, y no supo si sentía terror u orgullo. Luego vio que lo que cubría el río era una hilera de árboles grandes y perfectos que flotaban corriente abajo, tumbados de lado en posturas que recordaban a gigantes muertos y héroes de batalla: cedros negros y sicomoros de un blanco pétreo, magnolias con su frondoso follaje reluciente, como si estuvieran en flor; una larga procesión. Entonces fue terror lo que sintió. Siguió adelante. No era el único que había peregrinado para ver cómo era la original flotilla que habían arrebatado a Burr. Había mucha más gente; a escasa distancia se encontraba el viejo McCaleb… Con cuidado de no mostrar el menor sentimiento de expectación, Joel se abrió paso entre los sucesivos grupitos que parecían meditar en el campamento militar situado en el risco nevado y que contemplaban el agua. No había ninguna galera. Solo había nueve chalanas pequeñas amarradas a la orilla. Parecían tan pequeñas y delicadas que se quedó sorprendido y preocupado, y miró las caras de quienes lo rodeaban, que lo miraron a su vez con tranquilidad. No había rastro de armas en las embarcaciones ni en ninguna parte, salvo en las manos de los hombres de guardia. Había barriles de melaza y whisky que rodaban y se golpeaban entre sí como hombres ahogados, y, cargados en un costado de una chalana, en un lugar oscuro, una extraña y pequeña colección de mantas, una brida plateada con cascabeles, un libro hinchado por el agua y una pequeña flauta con una estrecha franja de nieve a lo largo. Allí donde Joel se encontraba, las embarcaciones flotaban en grupos de tres, pequeñas como nenúfares en un pantano manso. Una canoa llena de indios muy abrigados pasó a escasa distancia, y todos los indios se reían abriendo su boca severa. En cambio, los soldados estaban malhumorados a causa del frío, y muy serios o furiosos. El viejo McCaleb, que estaba allí, con su barba al viento, señaló proféticamente con el dedo río arriba. Algunos soldados y todas las mujeres asintieron con la cabeza, como si fueran los más benignos creyentes, y una mujer atrajo con fuerza a su hija hacia sí. Joel se estremeció. Dos de los jóvenes situados en el borde del risco rodearon con un brazo los hombros del otro, presas de un repentino alborozo, y sus caras reflejaron agitación. Al volver a las calles de Natchez Joel vio a parte de la milicia que desfilaba y se detuvo, con el corazón acelerado, a cierta distancia de la fila que avanzaba con fusiles brillantes inclinados en el aire cortante. Detrás de ellos, dos soldados llevaban a rastras a un joven dandi que miraba alrededor con expresión colérica. Mientras lo sujetaban, intentaba hacer el gesto de Aaron Burr una y otra vez, pero en ningún momento convenció a nadie. Joel fue en total tres veces al campamento militar del pantano Pierre, la última, el día antes de que comenzara el juicio. En dicha ocasión, detrás de una salceda, una barca de remos con un soldado vigilaba lacónicamente el norte. Joel regresó a la posada por el sendero helado, entró corriendo en su habitación y aguardó a que Burr y Blennerhassett acudieran y se pusieran a hablar. Le dolía la cabeza… Todos sus paseos no habían servido de nada. ¿Dónde se enteraba la gente de las cosas? ¿Adónde iban a buscarlas? ¿Muy lejos? Era la última noche, Burr y Blennerhassett hablaban sentados a la mesa, y se estaba haciendo tarde. En el umbral, con un violín en la mano, apareció de repente la mujer de Blennerhassett, vestida con unos calzones, para llevárselo a casa. Había cogido el violín en el salón de la posada al pasar, y a Joel no le pareció que fuera a molestarse en hablar. Solo esperó allí, ante el fuego del hogar; todavía era una niña y su parentesco con su marido era tan evidente que los repentinos movimientos que ambos hicieron al verse eran semejantes y sincronizados. Se miraron a la luz de la lumbre como criaturas que se balancearan juntas en una balsa, y de pronto ella levantó el arco y empezó a tocar. Joel miró fijamente a la niña, que no era mucho mayor que él. Ella apoyó la mejilla en el violín. Él nunca había visto de cerca un violín y la muchacha, cuando empezó a tocar, lo asustó y le sorprendió con sus movimientos, parecidos a los de un insecto, las melancólicas antenas de sus brazos y la inmovilidad de su rostro. Al tocar no parpadeaba. Tenía las piernas, que resultaban extrañas con los calzones, un tanto separadas y se balanceaba, con las rodillas flexionadas, como si tejiera las melodías con el cuerpo. El penetrante olor del whisky se movía con ella. Las rendijas de sus ojos eran de color lechoso. A Joel le parecía que las canciones que tocaba no tenían principio ni fin, y que trataban sobre montañas y valles y cadenas de lagos. Al igual que los hombres, ella sabía de un lugar… Todos hablaban de un país. Con total claridad, y para su sorpresa, Joel vio una imagen que casi había olvidado. En lugar del fuego de la chimenea había una mimosa en flor. Se alzaba en el pequeño jardín de su casa de Virginia, y su madre lo llevaba a él de la mano. Frágil, delicado, el árbol se elevaba como una nube sobre su pálido tronco y estiraba sus largos brazos. Su madre lo señaló. Entre las hojas temblorosas, las suaves bolas de las flores inundaban el árbol como miles de pájaros paradisíacos que se hubieran posado en un instante. Joel había conocido entonces, porque su madre se la había contado, la historia de la princesa Labam, que era tan radiante que se sentaba en el tejado por la noche e iluminaba la ciudad. Parecía que fuera la mimosa la que iluminara el jardín, pues su brillo y su fragancia cubrían todo lo demás. Por gentileza toleraba la presencia de ambos y derramaba su esplendor sobre ellos. Su madre volvió a señalar el árbol y la fragancia de este cimbreó como si la princesa asiática subiera y bajara por los escalones rosados de sus ramas. A continuación la visión desapareció. Aaron Burr estaba sentado delante de la lumbre, Blennerhassett se hallaba enfrente de él, y la mujer de este seguía tocando el violín. Sabía que no había compasión en lo que hacía la mujer, solo algo temible, una intensa atracción. Por más que intentaba entenderlo, no lo conseguía, pese a ser algo tan calculado. Experimentaba en cambio una sensación de dolor y le picaba la punta de los dedos. Al principio no se dio cuenta de que había oído el sonido de la canción, lo primero que oía en su vida. Luego, de repente, cuando la niña mantuvo el arco levantado sin moverlo, se quedó sin aliento ante la interrupción, y le dio igual descubrir el objetivo de la chica o seguir haciéndose preguntas. Tan solo inclinó la cabeza y permaneció atento para oír la nota que ella iba a lanzar. Y cuando sonó fue tan dulce que le sorprendió; le recordó a animales durmiendo sobre sus blandas patas. Por un momento su amor se orientó como el sonido hacia una vida múltiple y se repartió entre los presentes en la habitación. Mientras escuchaban, el resplandor de Burr se atenuó de algún modo, o el de los demás aumentó hasta igualarlo, y todos pasaron a ser iguales. Algo brillaba en sus rostros, y era lo lejos que estaban de casa, lo lejos que estaban de todos los lugares que conocían. Joel se llevó la mano a la cara y les ocultó su pena mientras ellos escuchaban las interminables melodías. Sin embargo, ella les puso fin. De repente el sueño pareció apoderarse de todo su cuerpo. Dejó el violín y tomó a Blennerhassettde las manos. Él también parecía cansado, más de lo que podía estarlo a causa de la conversación. Salió cuando ella le condujo fuera de la habitación. Se marcharon envueltos en una sola capa, y él la rodeaba con el brazo. Burr no se marchó de inmediato. Primero se paseó arriba y abajo delante del fuego. Se giraba cada vez con menos violencia, y la luz y la sombra parecían fluir más suavemente con el giro de su capa. Luego se quedó quieto. La luz del fuego proyectaba sus fluctuaciones sobre su cara. No tenía a nadie con quien hablar. Sus botas olían a la proximidad del fuego. Naturalmente, se había olvidado de Joel; parecía muy solo. Por último, con una extraña naturalidad, casi cojeando, se acercó a la mesa y se echó sobre ella cuan largo era. Se quedó tumbado boca arriba. Joel estaba estupefacto. Así era como colocaban a los hombres que morían en duelo en el patio de la posada, y esa era la mesa donde los colocaban. Burr se durmió al instante, con tal rapidez que Joel pensó que no deberían dejarlo nunca solo. Miró el rostro durmiente de Burr y se olvidó del tiempo y el espacio, y se olvidó de lo que Burr había dicho y él había intentado averiguar; lo único de lo que tenía conciencia en el mundo era de su rostro durmiente. Era sereno. Los ojos estaban casi cerrados, con solo unas rendijas oscuras bajo los párpados. Había una pequeña cicatriz en la mejilla. Los labios estaban abiertos. Joel pensó: Yo podría hablar si quisiera, o podría oír. Una vez hice ambas cosas… Sin embargo, se quedó escuchando… y dio la impresión de que todo cuanto en el mundo era capaz de hablar estaba escuchando. Burr estaba callado; no pedía nada, nada… Un niño o un hombre podía sentirse tan solo que podía ser incapaz de hacer una pregunta. En ese silencio que desciende sobre un hombre solitario hay una súplica infantil y, aunque todos los brazos del mundo podrían desear abrirse para él, no hay palabras. Era la última noche de Burr, y Joel lo sabía. Era el momento previo a su partida. ¿Por qué se rompía el corazón ante la ausencia? Joel sabía que era porque no se había dicho nada. El corazón es secreto incluso cuando llega el momento soñado, un momento en que puede haber una revelación… Joel estaba inmóvil; apartó la vista de la cara de Burr y se quedó mirando el vacío… Si el amor hace algo secreto, es remontarse al pasado, a una época que no puede conocerse…, pues crea una historia de la pena y el sueño que ha contemplado en algún instante de reconocimiento. Cuando Joel vio lo que tenía delante sintió un terrible deseo de hablar en voz alta, pero habría tenido que buscar nombres para los rincones del corazón y una cronología para sus sombríos y trágicos acontecimientos, y parecían de gran magnitud, heroicos y terribles y espléndidos, como las leyendas de la mente. Pero, a falta de una forma de decir cuánto sabía, habría unos límites entre él y los demás, todos los demás, hasta que muriera. En ese momento Burr empezó a mover la cabeza y a gritar. Hablaba, y su cara adoptaba una temible serie de muecas, que se repetían una y otra vez. No podía parar de hablar. Joel tenía miedo de aquellas palabras y de que algún curioso las escuchara. Fueran las palabras que fuesen, brotaban de su sueño arrancadas por alguna fuerza. Horrorizado, Joel estiró la mano. Jamás habría sido capaz de posarla sobre la boca de Aaron Burr, de modo que la metió entre sus dedos abiertos. Los dedos se cerraron y no cedieron; le apretaban la mano con tal fuerza que le hacían daño, pero advirtió que las palabras habían cesado. Como si un amor silencioso le hubiera mostrado algo nuevo que algún día sería capaz de aprender, Joel poseía ahora en sus dedos una sabiduría que solo podía haberle proporcionado aquel largo mes. Sabía con cuánta delicadeza había que sostenerla mano ardiente. Con la seriedad de su misma alma recibió la furiosa presión del sueño de aquel hombre. Al final Burr estiró el brazo junto a su cabeza inmóvil y su mano quedó flácida como la de un niño dormido, liberada en el olvido. A la mañana siguiente dieron a Joel un cartel para que lo pegara en el espejo del bar. Anunciaba que en la posada se alquilarían vehículos diariamente para realizar el viaje a Washington con motivo del juicio del señor Burr y que había que pagar por adelantado. Joel salió y se quedó en una esquina, y luego se unió a un grupo de muchachos que seguían a los militares. Hacía calor, era un día de «falsa primavera». El pequeño desfile que partía de Natchez, decorado y sonriente en sus vehículos particulares o prestados o alquilados, avanzaba majestuosamente por las calles y por el sendero de Natchez. Para Joel, situado en algún punto de la fila, el aire azul que parecía cuajarse entre los altos terraplenes envolvía todo en una niebla de colores suaves: el fleco ondeante de la parte superior de un carruaje, algunas banderas flameantes, el destello de alguna espada cuando unos caballeros hacían un floreo. A lomos de sus caballos, varios hombres lucían sus uniformes de la guerra de la Independencia, como si quisieran reiterar que Aaron Burr había luchado a su lado como un héroe. Bajo los robles de Washington, el juicio comenzó como una fiesta. Había un teatro con bancos y un paseo; debajo de los árboles habían colocado puestos donde se vendían vasos de whisky y lazos de colores. Joel estaba sentado entre la multitud. La brisa acariciaba el amarillo y el violeta de los vestidos y los agitaba, los caballos piafaban y la gente que se apretaba contra él parecía mucho más real que la de los sueños, y sin embargo su pantomima era como la de los grupos de coristas y las compañías teatrales cuyos movimientos recuerdan el de las olas avanzando juntas. De pronto se oyó un martillazo, todos los espectadores prestaron atención al instante y Joel notó cómo su silencio se solidificaba. Había temido el momento en que viera a Burr. Creía que el pánico habría dejado alguna señal o deterioro en él, pero el hombre había recuperado toda su elegancia y sonreía a modo de saludo a las caras curiosas que lo observaban. Ante su radiante fachada otros se levantaron, hombres que declamaban por turnos, y luego habló Burr. Al cabo de un instante estaba paseándose arriba y abajo, con su sombra proyectada sobre la hierba y las zonas de nieve. Hablaba de nuevo, y esta vez se dirigía con gran cortesía a todo el mundo. Había una luz parpadeante de sol y sombra en su rostro. Entonces Joel comprendió. Burr estaba justificándose, limando todo cuanto había creído lo bastante grandioso para infundir temor. Caminaba de un lado a otro elegantemente bajo el sol, moviendo la muñeca con delicadeza entre los volantes, restando importancia al sueño que le había aterrorizado. Y eso era lo que todos habían ido a ver. Alrededor de Joel, los asistentes ahogaban gritos de sorpresa, sonreían, apretaban el brazo del vecino, asentían con la cabeza; en la cara de las mujeres había sonrisas tiernas. Por fin estaban a los pies de Aaron Burr, descubriendo su propia superioridad. Ahora lo querían, en su condescendencia. Se inclinaban complacidos ante el espectáculo que el hombre ofrecía. Y cuando la jornada hubo terminado, se estrecharon la mano, y se vio al viejo McCaleb escupir al suelo en previsión de otro día tan bueno como aquel. Blennerhassett no fue aquella noche. Burr llegó muy tarde. Entró por la puerta, miró a Joel, que estaba sentado entre las botas, y de repente se agachó y le quitó el trapo sucio de la mano. Rápidamente se lo llevó a la cara y lo apretó y frotó contra su piel. Joel vio que tenía la ropa sucia y desgarrada. Lo último que hizo Burr fue ponerse un gorrito de plumas de pavo en la cabeza. A continuación se marchó. Joel lo siguió por detrás de las casas oscuras y por un barranco. Burr giró hacia la colina Halfway. Joel también giró y vio que Burr subía lentamente y abría la verja, grande y pesada. Lo vio detenerse junto a un alto camelio tan macizo como una torre y coger uno de los capullos helados que habían caído al suelo. Lo sostuvo un momento en la palma de la mano y continuó adelante. Joel, que lo seguía, hizo lo mismo. Cogió el capullo y observó los bordes quemados de sus pliegues a la pálida penumbra del este. El capullo se deshizo en su mano, con sus capas como pequeñas conchas de terciopelo, todavía iridiscentes, y la flor marchita dentro. Lo sostuvo tierna y tímidamente, con una suerte de vergüenza, como si el desastre se hubiera mostrado de modo lastimoso ante sus ojos. Reconoció a la joven con la que Burr había bailado a menudo bajo los círculos de velas cuando apareció cubierta con una capa en la colina oscura. Burr estaba de pie, callado y elegante como siempre que era su pareja de baile. Joel sintió una punzada de dolor mientras ella se fundía con la figura oscura y luego retrocedía. La luna, que había salido tarde y estaba en fase menguante, emergió de las nubes. Aaron Burr hizo el gesto a lo lejos, en dirección al oeste, donde las nubes flotaban inmóviles y rojas, y cuando Joel lo miró a la luz vio que ella debía de haber advertido lo absurdo de su atuendo, con las plumas en la cabeza. Con un curioso sentimiento de venganza contra la joven, observó cómo daba media vuelta, se encogía en su capa y se marchaba. Burr continuó colina abajo y pasó junto al camelio donde se encontraba Joel. Andaba muy tieso con su falso atuendo indio y el betún en la cara. Hasta el niño más pequeño de Natchez habría sabido que era una figura extraordinaria y maravillosa que se había humillado con semejante disfraz. Tras detenerse en un espacio abierto, Burr levantó la mano una vez más y un esclavo salió de entre las sombras con un majestuoso caballo cuyos arreos plateados relucían a la luz de la luna. Burr montó apoyándose en la mano del esclavo con toda la distinción de su verdadera elegancia y por un momento se quedó inmóvil en la silla de montar. A continuación hendió el aire con su fusta y se marchó cabalgando. Joel lo siguió a pie en dirección a Liberty Road. Mientras caminaba por las calles de Natchez experimentó un extraño pesar al saber que Burr no volvería jamás por aquel camino. Se había marchado disfrazado, pero la sed que reflejaba su rostro era la misma de siempre. Había evitado la sentencia judicial, eso era lo que había hecho, y Joel, que seguía temblando, se alegró. Ahora Joel nunca conocería el verdadero curso, o el verdadero resultado, de ningún sueño; eso era lo único que pensaba. No obstante, continuó caminando por el sendero helado y se internó en el bosque. No sabía cómo podría regresar y seguir siendo el limpiabotas de la posada. Ignoraba el trecho de Liberty Road que había recorrido cuando los soldados del pelotón se acercaron a caballo por detrás y pasaron de largo. Él siguió caminado. Vio que los cuerpos de los pájaros congelados habían caído de los árboles y se echó al suelo y rompió a llorar por su padre y su madre, de los que no se había despedido. *FIN*
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Un recorte de prensa
Cuento
Era diciembre, un día claro y helado, muy temprano. Lejos, por el campo, iba una vieja negra con un harapiento pañuelo rojo a la cabeza, por un sendero que atravesaba un pinar. Se llamaba Phoenix Jackson. Era muy vieja y muy menuda y caminaba lentamente, bajo las sombras oscuras de los pinos, bamboleándose un poco al andar, con la equilibrada pesadez y la ligereza del péndulo de un reloj viejo de pared. Llevaba un bastón pequeño y delgado, el resto de un paraguas, y con él tanteaba sin cesar la tierra helada. Esto alzaba un rumor grave y persistente en el aire quieto, que parecía meditabundo, como el gorjear de un pajarillo solitario. Llevaba un vestido oscuro, de rayas, que le llegaba hasta los zapatos, y un delantal de la misma longitud hecho de sacos de azúcar blanqueados, con un bolsillo grande: todo limpio y cuidado; pero cada vez que daba un paso se arriesgaba a caer porque llevaba sueltos los cordones de los zapatos. Miraba hacia delante, fijamente. Tenía los ojos azulados por la vejez. Toda su piel estaba surcada de innumerables arrugas ramificadas y parecía que tuviera un arbolito plantado en mitad de la frente, pero debajo era de un color dorado, y un brillo amarillento iluminaba los dos nudos de sus mejillas bajo la oscuridad. El cabello le caía por el borde del trapo rojo en rizos fragilísimos sobre el cuello; aún era negro, y con olor parecido al cobre. De vez en cuando, se producía un temblor en el follaje. Y la vieja Phoenix decía: —¡Fuera de mi camino, ustedes todos, zorros, búhos, escarabajos, conejos, mapaches y animales del bosque…! Apártense de estos pies, pequeñas codornices… Que los jabalíes se aparten de mi senda. Que ninguno se atraviese en mi camino. Tengo una larga jornada por delante. Bajo su manita con manchas negras, el bastón, flexible como una fusta, golpeaba la maleza como para sacudir cualquier cosa oculta. Y seguía caminando. Los bosques eran espesos y silenciosos. El sol hacía que las agujas de los pinos brillasen demasiado y no pudiera mirarlas, arriba, donde el viento zarandeaba. Las piñas caían leves como plumas. Abajo, en la hondonada, estaba la torcaz; para ella no era aún demasiado tarde. El sendero remontaba una colina. —Parece que tuviera cadenas en los pies, cuando llego aquí —dijo con la voz belicosa que los viejos acostumbran a utilizar cuando hablan solos—. En esta ladera hay siempre algo que se apodera de mí, que me pide quedarme. Cuando llegó a la cima se volvió y miró seria y meticulosa hacia atrás, hacia el camino que había recorrido. —Después de subir entre pinos —dijo al fin—, bajaremos entre robles. Abrió los ojos al máximo y comenzó a descender muy despacio. Pero antes de llegar al final de la ladera, un matorral se le enganchó en el vestido. Aunque sus dedos eran ágiles y diestros, tenía la falda demasiado larga, de modo que cuando se soltaba de un sitio se enganchaba otro. No podía permitir que se le desgarrara la falda. —Yo, entre los espinos —dijo—. Espinos, hagan su trabajo. No dejen pasar nunca a la gente, no, señor. Estos ojos viejos creyeron que eran un matorralito muy lindo y muy verde. Al fin, toda temblorosa, se liberó y buscó en el suelo el bastón. —¡Oh, qué alto está el sol! —exclamó alzando la cabeza al cielo y mirando, mientras se le inundaban los ojos de lágrimas—. El día está acabándose. Al pie de aquel cerro había un arroyo con un madero atravesado para cruzarlo. —Ahora viene la prueba —dijo Phoenix. Levantando el pie derecho se montó en el leño y cerró los ojos. Se levantó la falda, tanteando fieramente con el bastón por delante, como en el desfile de una fiesta, y empezó a cruzar. Cuando abrió los ojos estaba ya segura en la otra orilla. —Vaya, no estoy tan vieja como creía —dijo. Sin embargo, se sentó a descansar. Extendió la falda sobre la orilla y apoyó las manos sobre las rodillas. Encima de ella había un árbol envuelto en una perlada nube de muérdago. No se atrevió a cerrar los ojos, y cuando un niñito le llevó un plato con un trozo de tarta, le habló. —No está mal —dijo. Pero cuando fue a cogerlo, en el aire solo estaba su mano. Así que abandonó aquel árbol y siguió dispuesta a cruzar una valla de alambre espinoso. Allí tuvo que arrastrarse y reptar, estirando las rodillas y extendiendo los dedos como un niñito que intenta subir las escaleras. Pero hablaba en voz alta consigo misma. No podía permitir que se le rasgase el vestido, era ya muy tarde, y no tenía dinero con que pagar para que le serrasen un brazo o una pierna si se quedaba enganchada allí. Por fin, cruzó sin problemas la alambrada y se puso de pie en el claro. Grandes árboles muertos, como negros mancos, se erguían entre los tallos púrpura del algodonal marchito. Había un buitre posado. —¿A quién vigilas? Ya en el surco, siguió por él. —Menos mal que no estamos en la estación de los toros —dijo mirando a los lados—. Y el buen Señor hizo que las culebras se enroscaran para dormir al llegar el invierno. Es un placer no ver salir una culebra de dos cabezas detrás de aquel árbol, de donde salió una vez. Me costó un rato pasar a su lado en verano. Cruzó el viejo algodonal y entró en un campo de maíz seco. Cuchicheaba y se mecía y era más alto que su cabeza. —Ahora, a cruzar el maizal —dijo ella, pues no había sendero. Luego, de repente, algo alto, negro y flaco apareció moviéndose ante ella. Primero creyó que era un hombre. Podría haber sido un hombre que bailaba en el campo. Pero ella se quedó quieta y escuchó atentamente; aquello no hablaba ni hacía ruido alguno. Era tan silencioso como un fantasma. —Fantasma —dijo con voz aguda—, ¿de quién eres fantasma? No sé de nadie que haya muerto por aquí. Aunque no hubo respuesta, solo el harapiento danzar al viento. Cerró los ojos, estiró la mano, tocó una manga. Descubrió una chaqueta y, en el interior, el vacío, frío como el hielo. —Ah, espantapájaros —exclamó. Se le iluminó el rostro. —Deberían encerrarme para siempre —dijo con una carcajada—. Los sentidos me fallan. Soy demasiado vieja. Soy la persona más vieja que conozco. Baila, buen espantapájaros —añadió— que yo bailaré contigo. Dio unos saltitos y, con la boca cerrada, las comisuras hacia abajo, movió la cabeza una o dos veces, pavoneándose un poco. Cayeron unas hojas, que giraron en espiral sobre su falda. Luego prosiguió su camino por el susurrante campo, tanteando el terreno con el bastón. Llegó al fin a su término, a un camino de carros, donde la hierba plateada brotaba entre las rojas rodadas. Las codornices correteaban por allí como polluelos, delicadas y casi invisibles. —Camino bonito —dijo la vieja—. Esto es ya fácil. Este es el buen camino. Siguió la senda, que serpenteaba entre tranquilos y desnudos campos, a lo largo de pequeñas hileras de árboles, con sus hojas secas plateadas; pasaba cabañas plateadas por el tiempo, puertas y ventanas cerradas con tablas clavadas, como viejas detenidas allí por un hechizo. —Entro en su sueño —dijo la vieja, asintiendo con la cabeza vigorosamente. En una barranca, llegó donde un arroyo fluía silencioso, atravesando un tronco hueco. Se agachó y bebió. —Encías dulces hacen agua dulce —dijo, y bebió más—. Nadie sabe quién hizo este pozo, pues aquí estaba cuando yo nací. El sendero cruzaba una zona pantanosa donde el musgo colgaba de cada rama, blanco como encaje. —Sigan durmiendo, caimanes, y soplen burbujas. Luego la senda desembocaba en la carretera. La carretera bajaba y bajaba entre márgenes altas y verdes. Arriba, los robles perennes se entrelazaban, y todo estaba oscuro como una cueva. Un perro negro de móvil lengua salió de entre los matorrales junto a la zanja. Ella estaba distraída, no lo esperaba, y cuando el perro se le acercó, casi no pudo darle con el bastón. Y se fue contra la zanja, como una motita de algodón. Allá abajo perdió el sentido. La visitó un sueño, y levantó la mano, pero nada bajaba y la ayudaba a subir. Así que allí se quedó, y empezó a hablar. —Buena mujer —se dijo—, aquel perro negro salió de entre los matorrales para derribarte, y ahora está ahí sentado en su lindo rabito, riéndose de ti. Por fin apareció un blanco y la vio. Un cazador, un joven, con su perro sujeto con una correa. —¡Vaya, abuelita! —dijo riéndose—. ¿Qué hace usted ahí abajo? —Tumbada boca arriba como un escarabajo, esperando a que me den la vuelta, señor —dijo estirando la mano. La sacó de allí, la columpió en el aire y la puso de nuevo en pie. —¿Algo roto, abuelita? —No, señor, no. Las viejas hierbas secas aún verdean —dijo Phoenix cuando recuperó el aliento—. Se lo agradezco mucho. —¿Dónde vive usted, abuela? —preguntó el joven, mientras los dos perros se gruñían. —Hacia allá, muy lejos, señor, al otro lado de aquellas montañas. No se ve desde aquí. —¿Y regresa a casa? —No, señor, no, voy a la ciudad. —¡Eso está muy lejos! Es donde voy yo cuando salgo, y me da trabajo. Palmoteó la bolsa llena que llevaba, colgaba de ella una garra pequeña y cerrada. Era de una perdiz, con el pico en gancho para demostrar amargamente su muerte. —¡Váyase a casa, abuela! —Tengo que ir a la ciudad, señor —dijo Phoenix—. Se acerca el día. El hombre soltó otra risa que inundó todo el paisaje. —¡Conozco muy bien a los negros viejos! ¡No quiere perderse lo de ir a la ciudad a ver a Santa Claus! Pero algo hizo quedarse muy quieta a la vieja Phoenix. Las profundas arrugas de su rostro adquirieron una radiación feroz y distinta. De sopetón había visto con sus propios ojos una centelleante moneda de un níquel caer del bolsillo del cazador al suelo. —¿Cuántos años tiene, abuela? —decía el cazador. —Eso no se sabe, señor —respondió ella—. No se sabe. Luego dio un gritito y una palmada y dijo: —¡Fuera de aquí, perro! ¡Mire! ¡Mire ese perro! —y se echó a reír, como admirada—. No se asusta de nadie. Es un perro negro y grande —cuchicheó luego—. ¡Azúcelo! —Mire cómo me libro de ese chucho —dijo el hombre—. ¡A él, Pete! ¡Muérdelo! Phoenix oía pelearse a los perros, y oía correr al hombre tirándoles palos. Oyó incluso un disparo. Pero estaba inclinada ya, se inclinaba hacia el suelo, los párpados bajos, como si se moviese en sueños. El vientre casi le tocaba las rodillas. La palma amarillenta de la mano salía del pliegue de su delantal. Los dedos tanteaban el suelo buscando la moneda con la gracia y el cuidado con que habrían alzado un huevo de debajo de una gallina que estuviera poniendo. Luego se irguió lentamente, se mantuvo erguida y la moneda cayó en el bolsillo del delantal. Un pájaro pasó volando. La vieja movió los labios. —Dios mirándome siempre. Y me pongo a robar. El hombre volvió, y su perro jadeó alrededor de ambos. —Bueno, esta vez le he dado un buen susto —dijo, y se echó a reír y alzó la escopeta y apuntó a Phoenix. Ella se estiró y le hizo frente. —¿No le asusta la escopeta? —preguntó él apuntándola aún. —No, señor, he visto muchas dispararse más cerca, en mis tiempos, y por menos de lo que hice yo —contestó permaneciendo absolutamente inmóvil. Él sonrió y se echó el arma al hombro. —Está bien, abuelita —dijo—, debe de tener cien años y no le asusta nada. Le habría dado unas monedas si las llevara encima. Pero siga mi consejo: quédese en casa, y no le pasará nada. —He de seguir mi camino, señor —repuso Phoenix. Inclinó la cabeza envuelta en el pañuelo rojo. Luego ambos siguieron en direcciones distintas, pero ella pudo oír otro disparo, y después otro, en la cima del cerro. Continuó su camino. Las sombras colgaban de los robles a la carretera, como cortinas. Percibió el olor a madera quemada y el olor del río, y vio un campanario y las cabañas sobre sus empinadas escaleras. Decenas de niños negros se arremolinaron a su alrededor. Allí estaba Natchez, brillando. Sonaban campanas. Siguió caminando. En la ciudad pavimentada era Navidad. Había luces eléctricas alineadas y entrecruzadas por todas partes, y todas encendidas durante el día. La vieja Phoenix se habría perdido si no hubiera desconfiado de su vista contando con que sus pies sabrían adónde llevarla. Se detuvo tranquilamente en la acera, por la que pasaba la gente. Una señora se acercó con varios regalos envueltos en papel rojo, verde y plateado; emanaba perfume a rosas y Phoenix la paró. —Por favor, señora, ¿querrá atarme los zapatos? —y alzó un pie. —¿Qué quiere, abuela? —Mire mis zapatos —dijo Phoenix—. Van bien para andar por el campo, pero no podría entrar así en un gran edificio. —Estese quieta entonces, abuela —contestó la señora. Dejó los paquetes en la acera, al lado, y le ató bien los zapatos. —No puedo atármelos con un bastón —dijo Phoenix—. Gracias, señora. No me importa pedir a una buena señora que me ate los zapatos, cuando salgo a la calle. Moviéndose lentamente y de lado a lado, entró en el gran edificio y en una torre de escaleras, donde subió dando vueltas y vueltas hasta que los pies supieron que tenían que detenerse. Cruzó una puerta y allí vio clavado en la pared el documento estampado con el sello de oro y enmarcado en el marco de oro que coincidía con el sueño que colgaba en su cabeza. —Aquí estoy —dijo. Todo su cuerpo tenía una lucidez fija y ceremoniosa. —Un caso de caridad, supongo —dijo una ayudante que estaba sentada a la mesa ante ella. Pero Phoenix solo miraba por encima de su cabeza. Su rostro estaba sudado, y las arrugas le brillaban como una red luminosa. —Hable, abuela —dijo la mujer—. ¿Cómo se llama? Debo hacer su historial, comprende. ¿Ha estado antes aquí? ¿Cuál es su problema? La vieja Phoenix se limitó a hacer una mueca como si le molestase una mosca. —¿Está usted sorda? —gritó la ayudante. Pero entonces entró la enfermera. —Vaya, si está aquí la buena tía Phoenix —dijo—. No viene por ella… Tiene un nietecito. Hace estos viajes con la precisión de un reloj. Vive lejos, más allá del antiguo sendero de Natchez. —Se inclinó—. Bueno, tía Phoenix, ¿por qué no se sienta? Debe de estar cansada después del largo viaje. —Le indicó un asiento. La vieja se sentó muy erguida en la silla. —Bueno, ¿qué tal el chico? —preguntó la enfermera. La vieja Phoenix no contestó. —Le pregunto que cómo está el chico… Pero Phoenix solo esperaba y miraba fijamente al frente, la cara muy solemne y con una rigidez remota. —¿Tiene la garganta mejor? —preguntó la enfermera—. ¿No me oye, tía Phoenix? ¿Está su nieto mejor que la última vez que vino por la medicina? La vieja escuchaba, con las manos en las rodillas, silenciosa, rígida e inmóvil, como si estuviera dentro de una armadura. —No nos haga perder el tiempo así, tía Phoenix —dijo la enfermera—. Háblenos enseguida de su nieto, y acabemos. No ha muerto, ¿verdad? Por fin hubo un chispeo y luego una llama de comprensión atravesó su rostro, y Phoenix habló: —Mi nieto. Ha sido mi memoria, que ha desaparecido. Me he quedado sentada y he olvidado por qué he hecho ese largo viaje. —¿Lo ha olvidado? —La enfermera frunció el entrecejo—. ¿Después de venir hasta aquí? Entonces Phoenix fue como una vieja pidiendo decorosamente perdón por despertar asustada en la noche. —Nunca fui a la escuela, era ya demasiado vieja cuando la Rendición —dijo con voz suave—. Soy una anciana sin educación. Me falla la memoria. Mi nietecito está igual, y lo he olvidado al entrar aquí. —La garganta no se le cura, ¿verdad? —preguntó la enfermera, hablando a la vieja Phoenix con voz sonora y firme. Ya tenía una tarjeta con algo escrito, una listita. —Sí. Tragó lejía. ¿Cuándo fue? Enero… hace dos o tres años… Phoenix habló entonces sin que le preguntasen. —No, señora, no murió, sigue igual. Cada poco se le cierra la garganta otra vez, y no puede tragar. No puede respirar. No puede valerse. Así que llega el momento, y yo hago otro viaje para buscar la medicina. —Muy bien. El médico dijo que mientras usted viniera por ella, se la diéramos —dijo la enfermera—. Pero es un caso rebelde. —Mi nietecito se ha quedado allí sentado en la casa todo envuelto, esperándome —continuó Phoenix—. Somos los dos únicos que quedamos en el mundo. Sufre y parece que no va a curarse nunca. Tiene una cara muy dulce. Tiene que vivir. Se tapa con la pequeña colcha y asoma con la boca abierta como un pajarito. Le recuerdo muy bien ahora. No volveré a olvidarlo, no, nunca más. Podría distinguirlo entre todos los niños de la creación. —Está bien. Ahora la enfermera quería hacerla callar. Llevó un frasco de medicina. —Caridad —declaró haciendo una marca en un libro. La vieja Phoenix se acercó el frasco a los ojos y luego se lo guardó con sumo cuidado en el bolsillo. —Muchas gracias —dijo. —Es Navidad, abuela —terció la ayudante—. ¿Puedo darle unos centavos de mi bolso? —Cinco centavos hacen un níquel —repuso Phoenix muy tiesa. —Tome un níquel —ofreció la ayudante. Phoenix se levantó con mucho cuidado y extendió la mano. Recibió el níquel y luego sacó el otro níquel del bolsillo y se lo puso en la palma de la mano. Se miró luego la palma atentamente, con la cabeza ladeada. Entonces dio un golpecito con el bastón en el suelo. —Esto es lo que tenía que hacer —dijo—. Ahora iré a la tienda y le compraré a mi niño un molino de viento de papel que venden allí. No va a creerse que haya algo así en el mundo. Volveré a su lado llevándoselo en la mano, en esta mano. Levantó la mano libre, hizo una inclinación, se dio la vuelta y salió del consultorio. Luego empezaron a oírse sus pasitos lentos en las escaleras, bajando. FIN
Welty, Eudora
Estados Unidos
1909-2001
Una cortina de follaje
Cuento
I Madre, me gustaría hablar contigo, dondequiera que estés. Madre dijo: «—¿Dónde has estado, hijo? »—En ningún sitio, madre. »—Me gustaría que no parecieras tan desgraciado, hijo. Podrías volver a MacLain y vivir conmigo. »—No puedo, madre. Sabes que debo quedarme en Morgana. Cuando cerré con estrépito la puerta del banco me bajé las mangas y estuve un rato mirando los campos de algodón que hay detrás de la casa del señor Wiley Bowles, al otro lado de la calle, hasta que me adormecí; me devolvió a la realidad un resplandor que iluminó mi cara. Woodrow Spights llevaba unos cuantos minutos fuera. Me metí en el automóvil y subí la calle para dar la vuelta en la entrada del camino de coches de Jinny (más allá iba Woody) y volví a bajar. Di la vuelta en nuestro antiguo camino de coches, donde la señorita Francine tenía puesta la manguera de aspersión, y volví a hacer el mismo viaje. Lo que hacen todos a diario, pero no a solas. Allí estaba Maideen Sumrall, en la puerta de la tienda, agitando un pañuelito verde. No me acordé de parar y vi que bajaba el pañuelo. Volví atrás para recogerla, pero ya se había ido con Red Ferguson. Así que me fui a mi habitación. Bella, la perrita de la señorita Francine, jadeaba sin parar; estaba enferma. Yo siempre salía al jardín trasero para hablar con ella. «Pobre Bella, ¿cómo estás, señorita? ¿Hace calor, te dejan en paz?» Madre me dijo por teléfono: «—¿Has estado fuera, hijo? »—Solo para tomar un poco de aire. »>—Noto que estás algo destemplado. Y sé que no me lo cuentas todo, no lo comprendo. Eres igual que Eugene Hudson. Ahora tengo dos hijos que me ocultan cosas. »—No he estado en ningún sitio, ¿adónde voy a ir? »—Si volvieras conmigo al juzgado de MacLain, todo iría bien. Sé que no comerás en la mesa de la señorita Francine, no su comida.»—Es tan buena como la de Jinny, madre. Pero Eugene está a salvo en California, eso es lo que creemos. Cuando el banco abrió, la señorita Perdita Mayo se acercó a mi ventanilla y gritó: «Randall, ¿cuándo piensas volver con tu encantadora esposa? Tienes que perdonarla, ¿me oyes? No se debe guardar rencor. Tu madre jamás le tuvo rencor a tu padre, y él le hizo la vida muy difícil. Te pregunto, ¿qué clase de vida le hizo llevar? No le guardó jamás rencor. Todos somos humanos en este mundo. ¿Dónde está el bueno de Woodrow esta mañana, llega tarde al trabajo o es que le has hecho algo? Todavía le recuerdo cuando era niño, con sus bombachos y su pelo de paje, montado en aquel poni, aquel poni de lujo que costó cien dólares. Woodrow: un poco vulgar, pero muy listo. Felix Spights nunca cobró de más a ningún cliente y la señorita Billy Texas valía mucho antes de convertirse en lo que es ahora; y Missie siempre tocó el piano mejor que la mayoría. Y en cuanto a la hermana pequeña, es demasiado joven para saber cómo será. ¡Ah!, no he salido nunca del pueblo, pero sé mucho de la vida, y te digo que a todos nos da sorpresas de vez en cuando. Pero tú, a volver con tu mujer, Ran MacLain, ¿me oyes? Es cosa de la carne, no del espíritu, todo pasa. Jinny se habrá olvidado dentro de tres o cuatro meses. ¿Me oyes? Y al volver sé más considerado». «Hoy hace más calor, ¿no te parece?» Recogí a Maideen Sumrall y dimos una vuelta por la calle. Era de Sissum. Tenía dieciocho años. «¡Mira! ¡De ciudad!», dijo volviendo las dos manos hacia mí; llevaba guantes nuevos de algodón. A Maideen le gustaba sentarse a mi lado en el coche y hablarme de cosas que me importaban un comino: la Seed and Feed, donde trabajaba de vendedora y de contable. Del viejo Moody, que era su jefe, y del cambio que representaba estar trabajando en Morgana después del campo y del colegio. Era su primer trabajo: su madre no se había acostumbrado aún a la idea. Y la gente solía ser tan simpática: gente como yo, que a veces la llevaba a casa, en lugar de tener que ir en el camión de refrescos con Red Ferguson. Me dijo: «Al principio creí que no me veías, Ran. Había guardado los guantes, porque solo me los pondré si me llevan en coche a casa». Le conté que tenía mal la vista. Me dijo que lo sentía. Era tan formal como todas las campesinas y le gustaba tener temas de conversación en los que pudiera lamentarse de algo. Seguí conduciendo, sin rumbo, subiendo y bajando unas cuantas veces más. El señor Steptoe llevaba a rastras la saca de correspondencia hacia la oficina de correos; él y Maideen se saludaron con la mano. En la iglesia presbiteriana Missie Spights tocaba «Will There Be Any Stars in My Crown?», y Maideen escuchó. Y en la calle, los de siempre, en sus puertas o en sus coches, nos saludaron al pasar Maideen saludaba con su pañuelito azul. Los saludaba como me había saludado como me había saludado a mí. «No me sorprendería que estar tanto tiempo contando dinero fuera malo para los ojos, Ran.» Lo dijo por hablar de algo. Ella sabía lo que todos en Morgana le contaban; y cuatro o cinco tardes después de la primera vez que la recogí, dimos unas vueltas por la calle y luego la invité a un refresco en el bar de Johnny Loomis y la llevé a su casa, que estaba por Old Forks y la dejé; siempre me decía cosas agradables, como aquello de contar dinero. Era bondadosa; estar con ella resultaba casi tan agradable como estar solo. La llevé a su casa y volví a Morgana, a la habitación que tenía en la pensión de la señorita Francine Murphy. La vez siguiente, allí donde termina el asfalto, giré por el camino que va a casa de los Stark. No lo resistía más. Maideen no dijo ni una palabra hasta que llegamos al final del camino y nos detuvimos. —¿Ran? —exclamó. No era una pregunta. Lo único que quería era recordarme que no estaba solo, pero eso ya lo sabía. Bajé y rodeé el coche para abrirle la portezuela—. ¿Quieres llevarme allí? —dijo—. Por favor, prefiero que no lo hagas. Bajó la cabeza. Vi la raya blanquísima que partía su melena. —Vamos a entrar y ver a Jinny. ¿Por qué no? —dije. No lo resistía más, era por eso. —Voy a entrar y vendrás conmigo. No era que el señor Drewsie Carmichael no me dijera todas las tardes: «Vuelve a casa conmigo, muchacho —insistía mientras se encasquetaba aquel gran panamá (como el tuyo, padre) en la cabeza—, no tiene sentido que no duermas fresco, con uno de nuestros ventiladores enfocado hacia ti. Mamie está enfadada contigo por estar ahí asándote en esa habitación de la casa de enfrente; tardarías cinco minutos en mudarte. Mira, Ran, escucha: Mamie tiene algo que decirte; yo no». Y esperaba un minuto en la puerta antes de marcharse. Permanecía de pie y con el bastón en la mano —el que Woody Spights y yo le compramos cuando lo eligieron alcalde—junto a su cabeza, para amenazarme con aquella comodidad, hasta que le contestaba: «No, gracias, señor». Maideen estaba a mi lado. Cruzamos el reseco jardín de los Stark hasta el porche delantero, pasando bajo las pesadas cabezas de los mirtos, con sus flores demasiado vivas que colgaban como fruta a punto de caerse. La madre de mi esposa (la señorita Lizzie Morgan, padre) acercó el rostro a la ventana del dormitorio enseguida. Sería la primera en saberlo si yo volvía, desde luego. Separando las cortinas con una aguja de acero para ganchillo, miró hacia abajo a Randall MacLain, que se acercaba a su puerta, y se preguntó quién sería la que iba con él. «Qué vienes a hacer aquí, Ran MacLain?» Como yo no levanté la vista, se puso a dar golpecitos en la ventana con su aguja. «Nunca he estado en la casa de los Stark», dijo Maideen, y yo comencé a sonreír. Me sentía curiosamente ligero. Florecían lirios en algún lugar cercano y aspiré su olor a éter: podía desvanecerme o no. Abrí la puerta de tela metálica. Desde algún lugar de arriba, la señorita Lizzie llamaba: «¡Jinny Love!», como si Jinny tuviera una cita. Jinny —que no había salido a jugar al cróquet— estaba de pie, con las piernas separadas, cortándose los rizos frente al espejo del recibidor. Los rizos se cayeron a sus pies. Llevaba zapatillas de esparto especiales, de las que hay que encargar, y pantalones cortos de chico. Levantó la mirada hacia mí, al acercarme, y me dijo: «Llegas a tiempo para decirme cuándo debo parar». Se había cortado el flequillo. Su sonrisa me hizo pensar en un niño que abre mucho la boca, pero que no grita hasta que ve a la persona que le interesa. Y volviéndose hacia el espejo siguió cortando. «Sigue tu impulso.» Había visto a Maideen, pero siguió cortándose el cabello con aquellas tijeras en forma de cigüeña. «Pasa tú también, y quítate los guantes.» Claro que sí; ella sabía, con su intuición que parecía presciencia, que, primero, yo volvería cuando no resistiera más el verano, y segundo, que preferiría hacerlo con una persona desconocida, si es que podía encontrarla, que no estuviera muy al tanto y que entrara conmigo en la casa cuando me presentara. Padre, ¡tenía tantas ganas de volver! Miré la cabeza de Jinny con sus puntitas irregulares y entonces apareció la señorita Lizzie. Tardó porque se cambió de zapatos, por supuesto. Porque vaya zapatos se puso, ¡parecían de desfile! Una vez reunidos, fuimos caminando por el pasillo desde el sitio donde nos habíamos encontrado, sin formar parejas, y por encima de los nombres de los demás, o lo que fuera que estábamos diciendo, Jinny le gritó a Tellie que llevara refrescos. Nos contó con el dedo. Volví a sentir aquella sensación de ligereza. Solo con pisar la estera, que siempre estaba un poco ondulada, en la que los cabellos de Jinny se habían esparcido como plumas, podía haber levitado, subiendo y bajando. Nos sentamos en las mecedoras —en el porche trasero—, pero no todos nos mecimos. Los sillones de mimbre blanco estaban recién pintados —por enésima vez, pero la primera capa nueva desde que había dejado a Jinny—. El resplandor de fuera —como una lámina de luz blanca— me daba en los ojos. Los helechos que nos rodeaban languidecían en sus tiestos, y eso que acababan de regarlos. Podía escuchar a las mujeres y oír retazos de la historia de lo que nos había ocurrido, desde luego, pero preferí escuchar a los helechos. No importa, lo estaba contando. No era la voz de la señorita Lizzie la que sonaba, porque no lo hubiera hecho nunca, ni tampoco la de Jinny, sino la voz clara de Moldeen, que nada sabía; tanto peor, porque la voz nunca ponía en entredicho lo que iba diciendo, repetía únicamente las difusas y trilladas palabras pueblerinas. Contó lo que le habían dicho, repitió lo que escuchaba; las jovencitas son como pajaritos parlantes. Les puedes enseñar todos los días a cantar una canción que inventa la gente… Hasta la señorita Lizzie volvió la cabeza para escuchar a Maideen. La dejó plantada, cogió su ropa y se fue al otro extremo de la calle. Ahora todo el mundo espera a ver si vuelve. Se dice que Jinny MacLain invita a Woody a comer a su casa, tiene un año menos que ella, recuerden cuándo nacieron. Le invita ante las narices de su mamá. Seguro, es a Woodrow Spights a quien ella invita. ¿Qué otro habría en Morgana para Jinny Stark después de Ran, ahora que también Eugene MacLain se ha ido? Es pariente de los Nesbitt. Nadie dice cuándo empezó, ¿quién lo sabe? En el círculo, en la escuela dominical, en casa de la señorita Francine, se dice que ella se va a casar con Woodrow; Woodrow está encantado, pero Ran le mataría antes. Y no olvidemos al papá de Ran y su manera de ser, ¿no recuerdan, no recuerdan? Y Eugene, que a veces podía dominarle, se ha ido. ¡Pobre Snowdie!, vaya cruz. Antes era agradable, pero siempre ha sido de la piel del diablo; Ran es así. Va a hacer algo malo. No se divorciará de Jinny, pero va a hacer algo malo. Tal vez los matará a todos. Se dice que Jinny no le teme. Tal vez ella bebe y esconde la botella, ya conocen a la familia de su padre. Y va más remilgada que nunca por la calle. Fíjense, cada día se encuentran los tres. ¡Qué remedio! ¿cómo podrían evitarlo, aquí, en Morgana? No puedes escaparte en Morgana. Es imposible, ustedes ya lo saben. ¡Padre! No escuchaste. Y Tellie estaba enfadada con todos nosotros. Seguía con la bandeja en la mano, la sostenía más o menos tres dedos demasiado alta. Cuando Maideen aceptó su refresco con su guante blanco, le dijo a la señorita Lizzie: «Estoy hecha una birria de trabajar todo el día en la tienda para ir de visita a una casa desconocida». «Estás más fresca que nadie aquí, querida.» ¿Quién que conociera a Maideen le había oído hablar de algo que no fuera ella misma? Pero se parecía a Jinny. Era como una copia infantil de ella. La primera mirada directa que me lanzó Jinny, justo entonces, lo hizo evidente. (Oh, su mirada siempre hacía evidente la contaminación. O más evidente.) Me di cuenta de aquel parecido post mortem, por así decirlo, e hizo que me sintiera contento de mí mismo. No quiero decir que en el rostro de Maideen hubiera algo de burlón —no—, pero había algo de Maideen en el rostro de Jinny, algo que se remontaba a mucho antes, a un tiempo que, bien lo sabía, no volvería nunca para mi Jinny. La lenta corriente procedente del ventilador del techo —sus viejas aspas escarchadas como una tarta, con las moscas montadas encima— levantaba como si les pasaran la mano los cabellos de las chicas, la melena castaña de Maideen, que llegaba a sus hombros, y los cortos cabellos castaños de Jinny, destrozados, destrozados por ella misma, como le gustaba hacer. Maideen se mostraba incluso más cortés que cuando estaba conmigo, y a veces, como los helechos goteantes, ofrecía parte de sí misma y nos hablaba de su vida y de Seed and Feed; sin embargo, rebosaba de algo de lo que no era consciente, aún, en aquella habitación con Jinny. Y Jinny todavía no se mecía, con su sonrisa astuta, como si no escuchara. Mis ojos fueron de Jinny a Maideen y de nuevo a Jinny, y casi esperé algún cumplido, un cumplido de alguien (¡padre!) por mi perspicacia, mi visión. Pero me tocó a mí, después de todo, hacérmelo. No había nada salvo el tiempo entre ellas. Aquellos ruidos molestos seguían fuera: la gente y el cróquet. Terminamos los refrescos. La señorita Lizzie se quedó allí sentada; tenía calor. Todavía llevaba la aguja de ganchillo en la mano, recta como una regla, y nadie fue apuñalado, ni muerto. Jinny se puso de pie y nos invitó a jugar al cróquet. Pero ya era hora de que nos marcháramos. Avanzaron lentamente por la sombra del jardín trasero; Woody, Johnnie y Etta Loomis, Nina Carmichael y el primo de Jinny, Junior Nesbitt, y un muchacho de catorce años al que habían dejado jugar; Woody Spights golpeó la pelota para que pasara bajo el aro. Era mucho más joven que yo y nunca me había fijado realmente en él antes de este año; iba prosperando. Miré a través del jardín y parecía haber disminuido un poco la pandilla de siempre. No podía recordar quién faltaba. Jinny bajó hasta allí. Era yo. Madre dijo: «Hijo, estás caminando por un sueño». La señorita Perdita vino y me dijo: «Me dicen que fuiste ayer y no abriste la boca y te marchaste otra vez. Mejor que no hubieras ido. Pero no se te ocurra ponerte nervioso y hacer algo que luego lamentaremos todos. Sé que no lo harás. Conocí a tu padre, me encantaba tu padre, me alegraba cada vez que venía, me entristecía cuando se marchaba, y quiero a tu madre. La gente más encantadora del mundo, la pareja más feliz del mundo, cuando estaban juntos en casa. Díselo a tu madre cuando la veas. Y tú, a volver con tu preciosa esposa. Volver y tener unos cuantos chicos. En mi círculo se dice que Jinny se va a divorciar de ti para casarse con Woodrow. Les respondí: ¿Por qué? Es cosa de la carne, dije a la gente de mi círculo, no va a durar. Mi hermana dijo que tú le matarías, y yo le dije: Hermana, ¿de quién estás hablando? Si hablas de Ran MacLain, al que yo conozco desde que iba en su cochecito de bebé, no va a hacer semejante locura. Y la pequeña Jinny. ¿Quién le va a decir a Lizzie que debe darle un par de azotes? No puedo hacer sino reírme de Jinny; dice ella: ¡Es asunto mío! Coincidimos en la ferretería, el viejo Holifield de un humor de perros. Dije: ¿Cómo ocurrió, Jinny?, cuéntaselo a la vieja señorita Perdita, tontuela, y ella dijo: Oh, señorita Perdita, haga como yo. Haga como yo, como si nada hubiera ocurrido. La reprendo, y ella me dice que sus cheques son del banco de Morgana, y Woody Spights trabaja allí, solo están él y Ran, así que va a Woody a cobrarlos. Y digo: Hija, aunque quisierais, ¿cómo os vais a escapar el uno del otro? Es imposible. Pero es una lástima que hayas tenido que ir corriendo a un Spights. Me digo a veces, ¡ojalá hubieran existido unos chicos Carmichael! Pero no importa quién seas, es un círculo sin fin. Eso es lo que es una cosa de la carne, un círculo sin fin. Y ni siquiera puedes huir de ello en Morgana. Ni siquiera en nuestra pequeña ciudad. »Muy bien, le dije al viejo Moody hace poco, mira: Jinny le fue infiel a Ran, ese es el meollo del asunto. De eso es de lo que se trata. Ahí está todo el intríngulis. Enfréntate con ello, le dije a Dave Moody. Como hace Lizzie Stark, ella es valiente. Y aunque está a siete millas al sur de aquí, Snowdie MacLain es otra valiente. La pobre Billy Texas Spights no se entera de nada. Eres el hombre de las semillas y de los piensos de aquí y también el alguacil, pero no parece que te preocupe demasiado. »Jinny nunca tuvo miedo de nada, ni siquiera del mismísimo diablo, cuando era niña, así que a sus veinticinco años menos lo va a tener. Es igual que Lizzie. Y Woodrow no piensa dejar el banco nunca, ¿no? Es mucho más limpio que la tienda y de todos modos acabará heredándola. Así que, Ran, depende de ti. »¡Y vuelve con tu esposa legítima! La señorita Perdita puso las dos manos en los barrotes de mi ventanilla y levantó la voz. «Ni siquiera tú, ni yo, ni el hombre de la Luna tenemos por qué dormir en esa calurosa y diminuta habitación de la segunda planta que da al oeste, en casa de la señorita Francine, aunque tengamos todo el orgullo del mundo, ¡no en el mes de agosto! Aunque sea la casa donde tú creciste. Y escúchame. No destroces la vida de una muchacha campesina, encima. Tómatelo como quieras.» Se marchó caminando hacia atrás con las manos extendidas, como si estuviera tirando del aire, como si yo estuviera flotando sobre mi oído, suspendido, hipnotizado, y ella pudiera marcharse. Pero se fue solo hasta la ventanilla de al lado, la de Woody Spights. Volví a la habitación que tenía en casa de la señorita Francine Murphy. Padre, antes era el cuarto de los baúles. Había colchas de retazos hechas por mamá y su traje de novia y una terrible acumulación de cosas que tú no habrás visto nunca. Después de trabajar cortaba el césped o algo por el estilo en el jardín trasero de la señorita Francine, para que estuviera más fresco para Bella. Entonces no la atacaban tanto las pulgas. No servía de mucho. El calor seguía. Me atreví a ir a casa de Jinny después, por la tarde. Los hombres jugaban, seguían jugando al cróquet, con una niña, y las mujeres estaban todas juntas en el porche. Lo hice sin Maideen. Era una larga tarde de Mississippi, a la espera de que refrescara lo suficiente para cenar. Llegaba la voz de la señorita Lizzie. Era como el zumbido de la desmotadora de algodón, estaba allí, pero la tarde aún seguía tranquila, muy calurosa y tranquila. Alguien me llamó diciendo: «¿Quieres matar a Woody?». Era la pequeña Williams, con sus trenzas. Tal vez contesté con una broma. Me sentía ligero, no iba en serio en absoluto, lo estaba haciendo por la niña, cuando levanté el mazo, el que tiene la banda roja, que siempre ha sido mío. Pero tumbé a Woody Spights con él. Se tambaleó y sacudió la tierra. Sentí cómo se levantaba el aire. Luego le pegué. Le pegué por todo el cuerpo y le abrí la cabeza, que tenía suaves cabellos de muchacha y tantas ideas, le golpeé sin parar hasta que le rompí todos los huesos, incluido los numerosos huesecitos de los pies. No terminé con Woody Spights hasta entonces. Y demostré que el cuerpo del macho humano tiene una forma demasiado positiva, demasiado especial, sabes, para no hacerle daño; se le puede destrozar con bastante rapidez. Solo hacen falta unos cuantos golpes seguidos. Es mejor que Jinny lo sepa. Miré a Woodrow allá abajo. Y sus ojos azules eran nítidos. Tan nítidos como las pompas de jabón que hace un niño, las cosas más impermeables; ves unas briznas de hierba pasar por unas pompas y siguen reflejando el mundo, te lo reflejan intacto. Aseguro que Woodrow Spights estaba muerto. «Ahora verás», dijo él. Habló sin demostrar dolor. En su voz solo había un matiz de reto. Siempre fue un tonto ambicioso. Para mí la ambición siempre fue un misterio, pero ahora le tocaba engañarnos, a mí y a él. No comprendo cómo pudo abrir de nuevo Woody Spights su mandíbula rota, pero lo hizo. Le oí decir: «Ya verás». Estaba muerto sobre la hierba destrozada. Pero se levantó. Solo para llamar la atención le dio un azote en el trasero a la gordita niña de los Williams. Vi el azote, pero no lo oí, el sonido más familiar del mundo. Y debí gritar entonces. ¡Todo es desgracia! Los gritos de los seres humanos han de poder dilatarse si pueden hacerlo los de las cigarras, al final de una tarde como esta, y cruzar la hierba del jardín trasero, con tal que unas cuantas de ellas griten. A nuestros pies las sombras borraban la luz hasta que no quedaba sombra y las langostas cantaban en grandes oleadas, O-E, O-E, y la desmotadora de algodón seguía zumbando. Nuestra hierba en agosto es como el fondo del mar, y la pisamos lentamente jugando y el cielo se torna verde antes de oscurecer, como sabes, padre. El sudor corría por mi espalda y bajaba por mis brazos y piernas, formando ramas como un árbol al revés. Luego: «¡Todos adentro!». Llamaban desde el porche, las lámparas familiares se encendieron de repente. Nos llamaron con sus voces de mujeres que llaman, voces disfrazadas salvo la de Jinny. «¡Sois unos tontos por jugar en la oscuridad! —dijo—. Por si a alguien le importa, la cena está preparada.» El porche estaba iluminado, me pareció, como un barco sobre el río; un barco de excursiones donde yo no estaba. Iba a la casa de la señorita Francine Murphy, como todo el mundo sabía. Todas las tardes, para evitar a la señorita Francine y las tres maestras, pasaba a toda prisa por el porche y el recibidor como un hombre que pasa ante un edificio en llamas. En el jardín trasero, con sus higueras negras iluminadas a veces por la luna, Bella abría sus ojos y se miraba. Sus ojos reflejaban la luna. Si bebía agua, la vomitaba; sin embargo, iba con esfuerzo hacia su platito para beber por mí. La sostenía. Pobre Bella. Pensaba que tenía un tumor, y me quedé con ella casi toda la noche. Madre dijo: «Me alegré mucho de verte, pero me di cuenta de que llevabas aquella vieja pistola de tu padre metida en el bolsillo de tu bonita chaqueta, ¿para qué la quieres? A tu padre no le gustaba, se marchó y la dejó aquí. Que yo sepa, nadie piensa robar un banco en Morgana. Hijo, si ahorraras un poco de dinero, podrías hacer un viaje hasta la costa. Iría contigo. Casi siempre hay brisa en Gulfport». Donde termina el camino de coches de la casa de Jinny, hay unas yucas y el jardín delantero, donde solo hay un árbol, que se bifurca; lo rodea un banco, como los que se ven en los patios de recreo de los colegios, el edificio al fondo. No hay más que punzantes y exuberantes yucas, con telarañas colgando de ellas como trapos. Puedes pasar por debajo de árboles hasta llegar a la casa si das la vuelta al jardín y abres el viejo portalón que conduce al cenador. En un lugar, a la sombra, hay una estatua de los tiempos de Morgan, que representa a una muchacha danzando, el dedo bajo la barbilla, llena de agujeros, con algunas iniciales en las piernas. A Maideen le gustaba la estatua, pero me dijo: «¿Me llevas adentro otra vez? Creí que no lo ibas a hacer». Vi mi mano apoyada en el portalón y dije: «Espera. He perdido un botón». Le enseñé la manga a Maideen. De repente me sentí tan raro que estuve a punto de echarme a llorar. «¿Un botón? Si me llevas a mi casa, te lo coseré», dijo Maideen. Eso es lo que quería que dijera, pero tocó mi manga. Un camaleón corrió por una hoja y se quedó parado jadeando. «Entonces mamá podrá conocerte. Estaría encantada si te quedaras a cenar.» Abrí el viejo portalón. Percibí fugazmente el agrio olor de las peras en el suelo, el olor de agosto. Nunca le había dicho a Maideen que iría a cenar, o a conocer a su mamá, por supuesto; pero es que olvidaba las antiguas costumbres, la eterna cortesía de la gente que no quieres conocer. «¡Oh!, Jinny puede coserlo ahora», dije. «¡Ah! ¿Tú crees?», dijo Jinny. Desde luego había estado escuchando desde el cenador todo el tiempo. Salió, sola, con una vieja cesta de mimbre rota llena de peras. No me dijo que me fuera y cerrara el portalón. Llevé la cesta bamboleante y caminamos delante de Maideen, pero sabía que ella iba detrás de nosotros; no podía hacer otra cosa. Allí, entre los macizos de flores, paseaban los mismos petirrojos. La manga de aspersión goteaba. Una vez más entramos en la casa por la puerta trasera. Nuestras manos se tocaron. Habíamos pisado la mata de menta de Tellie. El gato amarillo esperaba para entrar con nosotros, el picaporte estaba tan caliente como la mano y sobre el escalón, entre los pies de las dos personas que entraban juntas, había tarros de vidrio llenos de esquejes metidos en agua. «¡Cuidado con las cosas de mamá!» Habíamos entrado mil veces. De la misma forma que mil abejas habían zumbado y picado en las peras que había en el suelo. La señorita Lizzie se encogió dando un grito y comenzó a subir abruptamente por la escalera trasera con el pecho levantado; su sombra subía trotando, el zócalo a su lado como un oso narigudo. Pero no llegó hasta arriba; se volvió. Bajó despacio y levantó un dedo hacia mí. Debía tener cuidado. Era la escalera por donde se había caído y roto el cuello el señor Comus Stark, una noche, cuando trató de subirla borracho. ¿Hice algo? Jinny se escapó. «Randall. No puedo menos que contarte una partida que jugamos ayer. Mi pareja era Mamie Carmichael, y sabes que juega su propia mano con tan poca consideración hacia su pareja como tú. Bueno, abrió con una espada y Etta Loomis dobló. Me mantuve: una espada, cinco bastos al rey-reina, cinco corazones al rey y dos pequeños diamantes. Dije dos bastos. Parnell Moody dijo dos diamantes, Mamie dos espadas; todos pasaron. Y cuando yo enseñé mi mano, Mamie dijo: ¡Oh, y tú eres mi pareja! ¿Por qué no declaraste corazones? Dije que para qué, al nivel de tres y con los oponentes doblando por un farol. Resultó, por supuesto, que ella tenía sota doble-seis espadas para el comodín y cuatro corazones para el comodín diez, también para mi as de bastos. Ya ves, Randall. Hubiera sido tan fácil para Mamie declarar tres corazones para la segunda ronda… ¡Pero no! No veía más que su propia mano y nos rebajó dos, cuando podíamos haber tenido cinco corazones. ¿Te parece a ti que yo debía haber declarado tres corazones?» Dije: «Estaba justificado el no hacerlo, señorita Lizzie». Comenzó a llorar en la escalera. Las lágrimas se pegaron a su cara empolvada. «Vosotros, los hombres. Siempre nos ganáis. Tal vez me estoy haciendo vieja. ¡Oh, no es eso! Porque puedo decirte dónde nos ganáis siempre. Os conocemos como la palma de la mano pero nunca sabemos lo que os reconcome. No me mires así. Por supuesto veo lo que está haciendo Jinny, la muy tonta, pero tú fuiste el primero en reconcomerte. Sencillamente, te está respondiendo, Ran.» Luego me miró fijamente otra vez, se volvió y subió las escaleras. Y lo que me reconcome no lo sé, padre, aunque quizá tú lo sepas. Todo el tiempo estuve de pie, con las peras para cocinar en las manos. Luego puse la cesta en la mesa. Jinny estaba en el pequeño estudio de la parte trasera, la «oficina de mamá», empapelado con un paisaje y el viejo escritorio del señor Cornus cubierto de correspondencia de la Unión de Hijas de la Confederación y mapas de sus campos que crujían corno truenos cuando les llegaba el aire del ventilador. Ella le gritaba a Tellie. Tellie entró con la cesta de costura y luego esperó, mirándola fijamente. «Ponlo ahí, Tellie. La voy a usar después. Ahora vete. Y mantén la boca bien cerrada, ¿me oyes?» Tellie dejó la cesta y Jinny la abrió y comenzó a hurgar en ella. Cayeron las tijeras en forma de cigüeña. Encontró un botón que había sido mío y esperó a que Tellie se fuera. «He oído que estás hecha un lío.» Tellie se marchó. Jinny me miró y no le dio importancia. Yo sí. Le disparé a quemarropa a Jinny, más de una vez. Estaba muy cerca, casi no había sitio entre nosotros para la pistola. Y ella permaneció allí mirando ceñudamente a la aguja; pero yo ya había olvidado para qué la quería. Su mano nunca se desvió, nunca tembló con el ruido. El reloj oscuro que había en la repisa dio la hora, la pistola no ahogó aquel ruido. Miré a Jinny y vi sus pechos infantiles, ensayos de pechos, acribillados por mis balas. Pero Jinny no se dio cuenta. Enhebró la aguja. Puso cara de haberlo conseguido. Siempre acertaba a pasar el hilo por el ojo. «¿Quieres estarte quieto?» Nunca aceptaba el dolor: cualquier cosa, salvo la tristeza y el dolor. Cuando yo no podía darle algo que me pedía, canturreaba. En nuestra habitación su voz sonaba baja y suave, llena de desprecio. Entonces la quería mucho. La pequeña tramposa. Esperé mientras clavaba la aguja y tiraba de mi manga, la manga de mi mano desamparada. Era como contar las veces que respiraba. Solté mi furia y aspiré el puro desánimo: ella no estaba muerta en el suelo.605 Mordió el hilo magníficamente. Cuando separó la boca por poco me caigo. La tramposa. No me atreví a decir adiós a Jinny otra vez. «Bueno, ya puedes jugar al cróquet», me dijo. Y subió también la escalera. La vieja Tellie escupió una gota de nada en la estufa y dio un golpe con la tapadera cuando pasé por la cocina. Maideen estaba fuera en el columpio, sentada. Le dije que bajara al campo de cróquet, donde jugamos todos al juego de Jinny, sin Jinny. Al ir hacia mi habitación vi a la señorita Billy Texas Spights fuera, en bata, sacudiendo las flores para que florecieran. ¡Padre! Dios santo, bórralo todo. Bórralo, bórralo. Como si no hubiera ocurrido. Al final la señorita Francine me arrinconó en el pasillo. «Hazme un favor, Ran. Hazme un favor y sacrifica a la pobre Bella. Ninguna de las maestras tiene valor para hacerlo. Y mi amigo que viene a cenar tiene el corazón demasiado tierno. Hazlo tú. Hazlo tú y no me cuentes nada después, ¿entiendes?» «—Dónde has estado, hijo, es tan tarde… »—En ningún sitio, madre, en ningún sitio. »—Si volvieras bajo mi techo —dijo madre—. Si Eugene no se hubiera marchado también. Él se ha ido y tú no quieres escuchar a nadie. »—Hace demasiado calor para dormir, madre. »—He estado despierta al lado del teléfono. El Señor nunca quiso que nos separáramos. Que nos fuéramos cada cual por su lado. Separados unos de otros, cada cual en su habitacioncita.» «Recuerdo tu boda —dijo la vieja señorita Jefferson Moody, frente a mi ventanilla, moviendo la cabeza al otro lado de los barrotes—. Nunca me imaginé que acabaría como ha acabado, la boda más bonita y más larga que he visto nunca. ¡Mira! Si todo ese dinero fuera tuyo, podrías marcharte de aquí.» Y yo estaba cansado, muy cansado de que Maideen me esperara. Me sentía acorralado cuando ella me contaba, todavía amable como siempre, lo de Seed and Feed. Porque desde que nací el viejo Moody tenía sus sacos llenos de granos de maíz y cosas que parecían perdigones. El escaparate estaba tan sucio que parecía vidrio de color. Ella lo limpió para él y quedaron a la vista los barriles, los botes, los sacos y los recipientes con cosas, y el viejo Moody con una visera sentado en una banqueta, haciendo cunitas, y ella dándole comida al pájaro. Había flores de algodón adornando el escaparate y la puerta, y luego pondría caña de azúcar, y me contó que ya estaba pensando en el árbol de Navidad. Dios sabrá lo que pensaba colgar en el árbol de Navidad del viejo Moody. Y luego me dijo el apellido de soltera de su madre. ¡Que Dios me ayude!, el apellido era Sojourner, y me lo puso sobre la cabeza como culminación de una tambaleante pila de cosas que debía recordar. Nunca olvidaré, nunca, el apellido Sojourner. Y luego siempre tenía que llevar a la pequeña de los Williams por la noche. Sabía jugar al bridge. Era un juego que Maideen no había podido aprender. Maideen: nunca la había besado. Pero cuando llegó el domingo la llevé a Vicksburg. Ya en la carretera empecé a echar de menos mi partida de bridge. Podíamos reunirnos los de siempre: Jinny, Woody, yo y Nina Carmichael o Junior Nesbitt, o los dos y uno como suplente. La señorita Lizzie, por supuesto, no se quedaba nunca con nosotros ahora, nunca quería participar como cuarta jugadora, no defendía lo que nosotros habíamos hecho; para empezar, no podía ver a los Nesbitt. Yo siempre era el vencedor. Nina solía ganar antes, pero todo el mundo se daba cuenta de que estaba demasiado nerviosa debido a Nesbitt para jugar bien, y a veces ni ella ni él venían a la partida, y teníamos que recurrir a la pequeña de los Williams y llevarla a casa. Maideen no decía ni una palabra que interrumpiera nuestro silencio. Se sentaba con una revista femenina en la mano. De vez en cuando pasaba una página, mojando antes el dedo, como hacía mi madre. Cuando me miraba yo no levantaba la vista. Todas las noches me hacía con el dinero de los otros. Luego, en casa de la señorita Francine, vomitaba; me iba fuera para que las maestras no se enteraran. «Ya es hora de que lleves a las dos a casa. Sus madres se van a preocupar.» Era la voz de Jinny. Maideen se ponía en pie con la pequeña de los Williams para marcharse a casa y yo pensaba que pasara lo que pasase podía fiarme de ella. Se quedaba como embobada de sueño. Se inclinaba cada vez más en el sillón de los Stark. Nunca tomaba ron y Coca-Cola con nosotros, sino que estaba, simplemente, muerta de sueño. Dormía sentada en el coche cuando íbamos hacia su casa, donde su mamá, de grandes ojos, cuyo apellido de soltera era Sojourner, permanecía sentada escuchando. Despertaba a Maideen y le decía dónde estábamos. La niña de los Williams iba detrás, charlando sin parar, hasta allí y luego hasta su casa, más despierta que un búho. Vicksburg: diecinueve millas sobre grava, trece puentecillos y el río Grande Negro. Y de repente volvieron todas las sensaciones. Yo llevaba demasiado tiempo contemplando Morgana. Hasta que la calle era una marca de lápiz contra el cielo. La calle estaba allí igual que siempre, festones de ladrillo rojo, dos torres, el depósito de agua y árboles frondosos, pero si la contemplaba no era con amor, era una mancha de lápiz contra el cielo que saltaba con las vibraciones de la desmotadora de algodón. Cuando pasaba por delante de algunas falsas fachadas de un rojo indeleble, que parecían en conjunto un pequeño tren de juguete, ya no pensaba en mi niñez. Vi al Viejo Holifield de espaldas, sus tirantes parecían muy cruzados. En Vicksburg detuve el automóvil a un lado de la calle que está bajo el muro, cerca del canal. Había una luz deslumbrante, veteada de agua. Desperté a Maideen y le pregunté si tenía sed. Alisó su vestido y levantó la cabeza al oír los sonidos de una ciudad, el tráfico sobre los adoquines justamente al otro lado del muro. Esperamos que viniera a recogernos el taxi acuático, que se mecía por el canal como un caballo de madera. —Agacha la cabeza —aconsejé a Maideen. —¿Quieres decir? Atardecía. La isla estaba muy cerca, al otro lado del agua, una extensión de sauces, hilos amarillos y verdes tejidos de un modo muy holgado, como una cesta que dejaba pasar la luz a raudales. Todos nos pusimos en pie, con las cabezas gachas dentro de la diminuta cabina, y protegimos nuestros ojos. El negro que pilotaba la embarcación de motor nunca decía «Entren» ni «Salgan». «¿Adónde vamos?», preguntó Maideen. Al cabo de dos minutos llegamos a la barcaza. No había nadie dentro, salvo el cantinero; era un lugar silencioso y apartado como un establo, viejo y cansado. Le dije que nos llevara Coca-Cola con ron a una mesilla en la parte trasera, donde había dos sillones de mimbre. Aquel lugar estaba al descubierto. El sol bajaba por la parte de la isla donde nosotros estábamos sentados y hacía que Vicksburg apareciera más nítidamente. Veíamos el este y el oeste. —No me obligues a beber eso. No quiero beberlo —dijo Maideen. —Pruébalo. —Bébelo tú si te gusta. Pero no esperes que lo beba yo. —Bebe tú también. Tomó un poco, sentada con la mano sobre los ojos. Había avispas que salían de un avispero sobre la vieja puerta de tela metálica y rozaban sus cabellos. Olía a pescado y a las raíces flotantes que bordeaban la isla, al hule que cubría nuestra mesa y a innumerables negocios. Un grupo de negros llegaron en el taxi acuático y bajaron, todos de color amarillo azufre, cubiertos de polvo de semilla de algodón. Desaparecieron en la barcaza para negros que había en el otro extremo, en fila india, llevando sus cubos, como si estuvieran sentenciados a quedarse dentro. —Definitivamente, no quiero beberlo. —Mira, bébelo, y si después no te gusta, echaré las dos copas al río. —Será demasiado tarde. A través de la puerta de tela metálica veía la oscura cantina. Habían entrado dos hombres con gallos negros bajo el brazo. Sin hacer ruido pusieron cada cual una bota embarrada en el reposapiés y bebieron; los gallos estaban absolutamente quietos. Salieron de la barcaza por el lado de la isla y se perdieron en un instante dentro del caluroso borrón de sauces. Tal vez nadie volviera a verlos jamás. El calor vibraba en el agua por un lado y por el otro en el borde de los viejos edificios blancos, en los bloques de hormigón y en el muro. Desde la barcaza, Vicksburg parecía la imagen de sí misma en algún viejo espejo, era como un retrato en un momento triste de la vida. Entraron un vaquero bajito y su chica, que caminaban al unísono. Dejaron caer una moneda de níquel en la máquina de discos y se enlazaron. No se veían olas, pero el agua temblaba bajo nuestros asientos. Era tan consciente de ello como del fuego de una chimenea en una habitación en invierno. —Nunca bailas, ¿verdad? —comentó Maideen. Estuvimos allí durante mucho rato. Cada vez había más gente en la gabarra. Allí estaba el viejo Gordon Nesbitt bailando. Cuando nos marchamos, tanto la barcaza de los blancos como la de los negros estaban hasta los topes, y ya era noche cerrada. Las luces de la orilla eran escasas; cobertizos y almacenes, largas paredes que necesitaban ser apuntaladas. En lo alto de la ciudad sonaban algunas antiguas campanas de hierro. —¿Eres católica? —le pregunté de pronto, y ella negó con la cabeza. Nadie era católico, pero la miré de un modo que parecía insinuar que había decepcionado alguna esperanza mía, y que lo había hecho allí, ante mí, mientras sonaba en el aire una campana extranjera. —Somos baptistas. ¿Eres católico? ¿Lo eres? Sin tocarla, salvo por casualidad con la rodilla, la hice andar delante de mí por la calle empinada e irregular donde estaba aparcado mi automóvil. Una vez dentro no pudo cerrar su portezuela. Me quedé fuera y esperé; la portezuela era pesada y ella había bebido todo lo que le eché. No la podía cerrar. —Ciérrala. —Me caeré. Me caeré en tus brazos. Si me caigo, cógeme. —No. Ciérrala. Tienes que cerrarla. Yo no puedo. Con todas tus fuerzas. Por fin. Me apoyé contra la portezuela cerrada y me quedé allí un momento. El coche subió chirriando las empinadas cuestas, giré y seguí el camino del río a lo largo de la barranca; luego volví a girar para tomar el camino de tierra lleno de profundos surcos que sigue las orillas escabrosas, padre, el oscuro camino que serpentea y desciende. —No te apoyes en mí —dije—. Será mejor que te incorpores y respires hondo. —No quiero. —Echa la cabeza para atrás. —Casi no entendía lo que me decía—. ¿Quieres tumbarte? —No quiero tumbarme. —Necesitas aire. —No queremos hacer nada, Ran, ¿no es cierto?, ni ahora ni nunca. Bajamos curva tras curva. Se oían los sonidos del río al moverse transportando su gran carga, su carga de basura. Retumbaba como una muralla movediza y en él había peces, reptiles, árboles arrancados de cuajo y desperdicios arrojados por los hombres, que chocaban unos con otros y se mezclaban entre sí produciendo un chapoteo que era como la inocencia. El olor del río me azotaba la cara como una gran ola. El camino bajaba tanto que casi se convertía en un túnel. Estábamos en el suelo del mundo. Los árboles se juntaban y sus ramas se enredaban sobre nosotros, los cedros se unían, y a través de ellos las estrellas de Morgana parecían tamizadas y finas como semillas, tan altas, tan lejanas. En la distancia se oyó el ruido de un disparo. —Por ahí está el río —dijo, y se incorporó—. Lo veo, el Mississippi. —No lo ves. Solo lo oyes. —Lo veo, lo veo. —¿Es que no habías visto el río antes? Eres una chiquilla. —Creía que seguíamos en la barca. ¿Dónde estamos? —Donde termina el camino. Puedes verlo. —Sí, lo veo. ¿Por qué llega hasta aquí y se acaba? —¿Cómo lo voy a saber? —¿Por qué viene aquí la gente? —Hay toda clase de gente en el mundo. A lo lejos, alguien estaba quemando algo. —¿Quieres decir mala gente? ¿Negros? —¡Oh, no! Pescadores. Hombres del río. Ves, ya estás despejada. —Creo que nos hemos perdido —dijo. Madre dijo: «—Si algún día volvieras con esa Jinny Stark, no podría resistirlo. »—No, madre, no voy a volver. »—Todo el mundo sabe lo que te hizo. Es diferente si lo hace el hombre.» —Soñaste que nos habíamos perdido. No importa, puedes dormir un poco. —No puedes perderte en Morgana. —Después de dormir un poco te sentirás mejor. Iremos a algún lugar donde puedas descansar bien. —No quiero dormir. —¿A que no creías que mi coche pudiera subir una cuesta tan empinada como esta marcha atrás? —Te matarás. —Te apuesto a que nadie ha visto nunca semejante locura. ¿Crees que alguien ha hecho antes una cosa así? Subíamos casi verticalmente, padre, colgando del muro del barranco, y la parte trasera del coche traqueteaba arriba y abajo como si quisiera volar, elevándonos y dejándonos caer. Por fin salvamos marcha atrás el borde, como una abeja que se retira del botón de una flor, y derrapamos un poco. Sin aquella última copa, quizá no hubiera llegado a hacerlo. Recorrimos una larga distancia. A través de la oscuridad, siempre las mismas viejas estatuas y mansiones, los rifles de piedra apuntando una y otra vez hacia las colinas; nos perdíamos y volvíamos a empezar. Las torres abandonadas, las torres de observación; nos perdíamos y volvíamos a empezar. Posiblemente estaba desorientado, pero buscaba la luna, que debía de estar en su último cuarto. Allí estaba. El aire no era oscuridad, sino luz débil y sonido flotante. Era el aliento de toda la gente en todo el mundo que respiraba mirando a la luna, que conocía su cuarto. Y durante todo aquel tiempo sabía que corría por un mundo abierto y me orientaba por las estrellas. Pasamos por bosques enmarañados bajo la luna que se levantaba. Maideen estaba despierta, porque la oí respirar débilmente, como si anhelara algo para sí. Un mapache, blanco como un fantasma, pegándose contra el suelo como un enemigo, cruzó la carretera. Cruzamos una carretera y vimos una luz encendida en un árbol blanqueado. Más allá del musgo que colgaba de él se veía un semicírculo de cabañas blanqueadas, a oscuras y circundadas por una pálida empalizada. Un chiquillo negro se apoyó en la puerta donde le enfocaron nuestros faros; llevaba un gorro de maquinista de tren. Sunset Oaks. El negrito saltó al estribo del automóvil y pagué. Llevé a Maideen cogida por los hombros. Después de todo, se quedó dormida. «Hay un escalón», le dije en la puerta. Nos quedamos dormidos como muertos, con la ropa puesta, sobre la cama de hierro. Una bombilla colgaba muy baja en la habitación y en nuestro sueño, pendiente de un largo cordón con las hebras casi deshilachadas. Después de pasar algún tiempo, Maideen se levantó y apagó la luz, y la noche descendió como un cubo que baja por un pozo; entonces me desperté. No había suficiente oscuridad, el inmenso cielo fulguraba con la luz de agosto, entraba en las habitaciones más vacías, en las ventanas más solitarias. El mes de las estrellas fugaces. Aborrezco esta época del año, padre. Vi que Maideen se quitaba el vestido. Se inclinó sobre él con cuidado, alisó la falda, la sacudió y, finalmente, lo colocó en la única silla de la habitación con la misma ternura que hubiera mostrado hacia cualquier silla, aunque no fuera aquella. Me incorporé presionando con mi espalda en los barrotes de la cama. Suspiré, un suspiro profundo tras otro. Me escuché a mí mismo. Cuando ella se dirigió hacia la cama, le dije: «No te acerques a mí». Y le enseñé la pistola. Le dije: «Quiero toda la cama». Y que ella no tenía por qué estar allí. Me tumbé en la cama y le apunté con la pistola, sin mucha esperanza; me encontraba en la misma situación que se establecía cuando me quedaba medio dormido por las mañanas, y sospechaba que ella obraría del mismo modo que Jinny al tratar de despertarme. Maideen se situó en el espacio delante de mis ojos, vulgar en la noche iluminada. Tenía los brazos desnudos. Iba despeinada. Estaba manchada de sangre, sangre y desgracia. O quizá no. Por un momento la vi doble. Pero le apunté con la pistola lo mejor que pude. «No te acerques», dije. Entonces, mientras me hablaba, pude oír todos los ruidos de aquel lugar donde estábamos: las ranas y los pájaros nocturnos de Sunset Oaks, y el pequeño negro idiota que corría a lo largo de la empalizada, arriba y abajo, hasta donde terminaba, y vuelta a empezar, golpeándola con un palo. «No, Ran. No lo hagas, Ran. Por favor, no lo hagas.» Se me acercó, pero cuando habló no oí lo que decía. Leí sus labios, como la gente que se esfuerza para entender algo a través de las ventanillas de un tren. Fuera, estaba seguro de que el negrito de la puerta iba a seguir con su juego, sin importar lo que hiciera yo o cualquier otro; daría golpes en la empalizada mientras corría arriba y abajo, hasta donde terminaba, y volvería a empezar. Luego cesó el ruido. Sigue corriendo, pensé. La empalizada ha terminado, pero él sigue corriendo sin darse cuenta. Eché hacia atrás la pistola y la dirigí hacia mí. Puse el cañón de la pistola en mi boca. Mi instinto es rápido, ardiente y ávido, y no pierdo el tiempo. Maideen seguía allí, se me acercaba, se me acercaba en combinación. «No lo hagas, Ran. Por favor, no lo hagas.» Siempre lo mismo. Lo hice, hice el horrible ruido. Y ella dijo: «Bueno, ya ves. No se ha disparado. Dámela. Dame ese trasto. Me haré cargo de él». Me la quitó. Con su habitual delicadeza, la llevó hasta la silla, y aunque seguía tan remilgada como siempre, parecía tener mucha experiencia con las pistolas; la envolvió en su vestido. Volvió a la cama y se dejó caer. Al cabo de un minuto levantó de nuevo la mano, pero con un gesto diferente, y la apoyó sin remilgos sobre mi hombro. Y la poseí en un santiamén. Podía estar dormido entonces. Estaba tumbado. «Eres tan presumido», dijo. Permanecí echado, y pasado un momento la volví a oír. Estaba tumbada a mi lado, llorando por sí misma. Esa clase de sollozos que son suaves, pacientes, meditativos, como los de un niño después de un largo castigo. Así que me dormí. ¿Cómo iba a saber que se iría y se haría daño a sí misma? Hizo trampa, ella también hizo trampa. ¡Padre! ¡Eugene! Lo que habéis buscado y encontrado, ¿era mejor que esto? ¿Y dónde está Jinny? *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
Después
Cuento
Había estado fuera, bajo la lluvia. Ahora estaba dentro, en la cabaña, delante de la chimenea, las piernas muy separadas, inclinada, moviendo malhumorada la rubia cabeza mojada, como un gato que se reprochase no ser más hábil. Hablaba consigo misma, solo un leve rumor balbuciente, apenas perceptible en la dispersión de aquella estancia. «El aguacero, el aguacero, el aguacero», ¿era eso lo que repetía una y otra vez como un sonsonete? Seguía allí, dando vueltas despacio para secarse, la cabeza inclinada hacia delante, el cabello rubio pingando y revuelto. Extendió la falda cuidadosamente para que le diera el calor. Luego, muy colorada, se acercó a la mesa y cogió un paquetito. Era una bolsa de café, con la etiqueta «Muestra» en letras rojas, lo que sacó del envoltorio de periódico mojado. Pero la manejaba con delicadeza. —Vamos, cómo es posible que lo envolviera en un periódico —dijo conteniendo el aliento, mirando una mano y luego la otra. Debía de haber sido siempre solitaria y torpe, a juzgar por cómo la cogían las cosas por sorpresa. Puso el café en la mesa, justo en el centro. Luego tiró del periódico arrastrándolo lánguidamente por una esquina a través de la habitación, lo extendió bien y se dejó caer encima, cuan larga era, junto al fuego. El sonsonete sobre la lluvia, sus grititos de sorpresa solo habían sido un preámbulo, un simple juego con el que se entretenía cuando estaba sola. Ahora se sentía a gusto. Al tenderse junto al fuego, el cabello empezó a alisársele y desenredársele y a colgarle espalda abajo como un retal de seda barata. Cerró los ojos. Su boca adoptó una expresión grave, un gesto de instintiva astucia. Pese a su calma absoluta y a su complacencia, parecía que estuviera ocultándose allí, completamente sola. Y cuando el fuego se agitaba y crepitaba en la chimenea, ella se estremecía y extendía la mano como con impaciencia o desesperanza. De pronto cambió de postura e intentó coger el periódico que tenía debajo. Luego se acuclilló, tocaba el papel impreso como si se tratara de algo delicadísimo. No se limitaba a mirarlo; lo contemplaba, lo observaba como si fuera imprevisible, tal como observa una jovencita a un niño de pecho. Aún estaba mojado en las partes sobre las que había estado echada. Se inclinó nerviosa y estiró los dobleces y las arrugas con sus dedos sonrosados, pequeños y agrietados; de vez en cuando fruncía el entrecejo ante el dibujo borroso de algo y las grandes letras que formaban una palabra al pie. Le temblaban los labios como si mirar y silabear tan despacio le causara una gran impresión. De repente se echó a reír. —¡Ruby Fisher! —susurró. A sus ojos azules y a sus labios tiernos afloró una expresión de extrema timidez que se transformó luego en miedo. Miró a su alrededor… Tenía la impresión de que la espiaban. Se estiró bien el vestido y silabeó una decena de palabras del periódico. La breve noticia decía: «Esta semana la señora Ruby Fisher tuvo la desdicha de resultar alcanzada en una pierna por un disparo que efectuó su marido». Al pasar de una palabra a la siguiente, suspiraba; dejó la palabra «desdicha» para el final, entonces volvió a ella; luego lo leyó todo en voz alta, como si estuviera hablando con alguien. —Soy yo —dijo suavemente, muy seria, con mucho respeto. El fuego se agitó y su crepitar resonó en la casa, mezclándose con el repiqueteo de la lluvia en el tejado y el incesante atronar de la tormenta. —¡Eh, Clyde! —gritó al fin Ruby Fisher levantándose de un salto—. ¿Dónde estás, Clyde Fisher? Corrió derecha hacia la puerta y la abrió bruscamente. Un temblor de frío recorrió su cuerpo envuelto en el calor y fue como si la salpicasen la ira y el desconcierto. Brilló un relámpago y ella se quedó allí, esperando, casi como si creyera que él aparecería con el rifle dispuesto en la mano. No dijo nada más. Dio la espalda a la puerta y la cerró con la cadera. La ira se esfumó como un remoto destello de júbilo. Rodeando cuidadosamente la mesa en la que estaba la bolsa de café, empezó a pasear nerviosa por la habitación, como guiada por una duda inquietante y un misterio indefinible. Había una ventana junto a la que se detenía de vez en cuando, y esperaba mirando, escrutando la lluvia. Cuando se paraba, la envolvía una quietud, o una apariencia de quietud, que en realidad no era quietud en absoluto. Tenía algo dentro que nunca paraba. Por fin se echó de espaldas en el suelo, sobre el periódico, y miró el fuego detenidamente. Era como si en la cabaña hubiese un espejo donde pudiese mirarse más y más mientras se pasaba los dedos por el cabello, y verse y ver a Clyde acercarse por detrás. —¿Clyde? Pero Clyde, su marido, estaba aún en el bosque, claro. Tenía su destilería clandestina de whisky cubierta con una espesa techumbre de ramas y hojas y las tormentas como aquella le daban tanto pánico que por nada del mundo saldría de allí. Y entonces, casi con asombro, empezó a comprender su situación: no era propio de Clyde coger un rifle y pegarle un tiro. Inclinó la cabeza sobre los brazos rosados hacia el fuego y empezó a hablar y hablar consigo misma. Se puso a divagar. Aunque Clyde se enterara de lo del tipo del café, el del Pontiac, no creía que le pegara un tiro. Cuando a Clyde le daba un disgusto, salía a la carretera; siempre pasaba algún coche, y si tenía matrícula de Tenesí, la de la suerte, lo más probable era que ella pasara la tarde en el cobertizo de la desmotadora vacía. (En este punto, volvió la cabeza sobre los brazos y se desperezó cansinamente, como un gato.) Y si Clyde se enteraba, la abofetearía. Pero la noticia del periódico era absurda. Clyde nunca había disparado contra ella, ni una vez siquiera. Se había cometido un error. Saltó del fuego una chispa que estuvo a punto de prender el periódico. Se sobresaltó y la apagó con la mano. Luego murmuró algo y volvió a echarse más decididamente sobre las páginas. Y se quedó allí echada, sintiendo cada vez más calor y más modorra. Empezó a preguntarse en voz alta cómo sería lo de que Clyde le pegara un tiro en la pierna… ¿Sería capaz de dispararle directo al corazón si se enfureciese de verdad? Y pasó enseguida a imaginarse a sí misma muriéndose. Estaría echada, en camisón, con una bala en el pecho. Todos comprenderían, al verla allí tendida con aquella expresión tan seria en la cara, lo extraño y terrible del caso. Cómo sufriría el corazón a cada latido bajo el camisón nuevo, le dolería muchísimo más que la piel curtida de la cara cuando Clyde la abofeteaba. Empezó a gemir suavemente, tal como lloraría por un dolor fortísimo. Las lágrimas formarían un riachuelo sobre la colcha. Y Clyde estaría allí a su lado, de pie, quieto, con el aspecto de otros tiempos, el cabello negro alborotado cayéndole sobre los hombros. ¡Era tan guapo y tan fuerte entonces! Le diría: «Ruby, yo te lo he hecho». Y ella le contestaría, en un susurro: «Es verdad, Clyde, tú me lo has hecho». Y entonces, moriría. Cesaría su vida justo en aquel momento. Guardó silencio un instante, echada allí, intentando componer el rostro en una expresión que la mostrase bella, deseable y muerta. Clyde tendría que comprarle un vestido para el entierro. Tendría que cavar una fosa muy profunda detrás de la casa, debajo del cedro, una tumba. Tendría que hacerle un ataúd de pino y colocarla dentro. Luego la llevaría hasta la sepultura, la echaría dentro y cubriría el hoyo. Lo haría todo fuera de sí, gritando y absolutamente trastornado al pensar que jamás podría volver a acariciarla. Se movió un poco, volvió los ojos hacia la ventana. La blanca lluvia seguía cayendo firme. Casi no podía respirar pensando lo que era caer en la tumba, adonde Clyde acudiría; se quedaría inmóvil, con la cabeza baja y con lágrimas de arrepentimiento. Un gran relámpago iluminó el cielo. Quedó absorta mirando hacia la ventana. Le agobiaban el calor del fuego y la lástima y la belleza y la fuerza de su propia muerte. Retumbó el trueno. Y apareció Clyde, dejando oscuros charquitos por donde pasaba. Le dio con la culata del rifle, creyendo que estaba dormida. —¿Qué hay para cenar? —gruñó. Ella se levantó de un salto y se apartó de él. Luego, rápida como el rayo, retiró el periódico. El cuarto estaba a oscuras, iluminado solo por el fuego. Ruby, que hablaba locuaz desde la sombra enorme de su presencia pavorosa, encendió una lámpara. Él seguía allí de pie, como aturdido, aunque afable, con una expresión de calma y paciencia, quieto. Sacudió las botas, llenas de un lodo rojizo, y las manos inmensas parecían agobiadas por el agua de lluvia que pasaba al rifle y goteaba cañón abajo. De pronto, se sentó muy serio en la silla, a la mesa, sin dar demasiada importancia a la mojadura y al hambre. A su alrededor el agua goteaba formando charquitos por todas partes. Ruby empezó a preparar la cena con delicadeza. Andaba casi de puntillas, descalza, con los pies calientes. Cuando se arrodilló a sacar las galletas, notó que Clyde la miraba, sonrió e inclinó la cabeza con ternura. Empezó a mover los brazos de un modo peculiar, misteriosamente dulce y, sin embargo, brusco y vacilante, de un modo delicado y vulnerable, como si los pechos le causasen dolor. Hizo muchos viajes innecesarios, en un ir y venir alrededor de Clyde, que seguía allí sentado en su silencio húmedo, tenedor y cuchillo dispuestos. —Bueno, ¿dónde has estado, si puede saberse? —refunfuñó al fin, cuando ella colocó el primer plato en la mesa. —En ningún sitio concreto. —Eso no es una respuesta. ¿Has vuelto a parar algún coche para que te llevara, eh? —dijo casi riendo entre dientes. Ella le lanzó una mirada rápida, directa a los ojos. Ni siquiera le había oído. La embargaba la dicha. Le temblaba la mano al servir el café. Le cayó un poco en la muñeca. Y, de pronto, él dio un gran manotazo en la mesa; saltaron los platos. —¡Cualquier día voy a arrancarte a golpes ese diablo que llevas dentro! —dijo. Ruby lo esquivó maquinalmente. Dejó que comiera. Luego, cuando cruzó tenedor y cuchillo sobre el plato, le dio el periódico. Y volvió a mirarlo complacida. Le excitaba hasta tocar el periódico con la mano, oír su rumor silencioso y secreto mientras lo llevaba, el susurro de sorpresa. —¡Un periódico! —Clyde lo cogió bruscamente, con gesto despectivo—. ¿De dónde lo has sacado? ¡Desvergonzada! —Mira, lee esto de aquí —dijo Ruby, con su vocecita cantarina. Y abrió el periódico que él sujetaba y señaló el párrafo, muy seria. Clyde empezó a leer de mala gana. Ella contemplaba su calva mojada, levemente inclinada y ladeada. Luego él carraspeó y dijo: —Es una mentira. —Es lo que dice el periódico de mí —dijo Ruby, muy erguida. Cogió el plato y le ofreció aquella mirada de gozo. Él puso su dedazo torcido en el párrafo, dando golpecitos. —Bien, me gustaría ver dónde pegué el tiro —gritó furioso, y alzó la vista, con expresión de desconcierto y resolución. Pero ella retrocedió, sosteniendo aún el plato vacío; le hizo frente, erguida, rígida, y se miraron. El instante quedó de pronto henchido del desvalimiento de ambos. Se sonrojaron lentamente, como si fueran víctimas de una vergüenza doble y de un doble placer. Era como si Clyde pudiera haber matado de veras a Ruby y como si Ruby pudiera haber muerto de verdad a sus manos. Trémula y tenue, aquella posibilidad se alzó tímidamente como un extraño entre los dos, y los obligó a bajar la cabeza. Luego Clyde avanzó, con las botas chorreantes, y arrojó el periódico al agónico fuego, donde permaneció intacto un segundo y luego empezó a arder. Se quedaron quietos los dos, contemplando las llamas. Las llamas iluminaron todo el cuarto. —Mira —dijo Clyde de pronto—. ¡Es un periódico de Tenesí! ¿Ves «Tenesí»? No era de ti de quien hablaba. Se echó a reír para demostrar que él había tenido razón desde un principio. —¡Pero decía Ruby Fisher! —gritó Ruby—. ¡Yo me llamo Ruby Fisher! —insistió con vehemencia. —¡Bah! ¡Se refería a otra Ruby Fisher… de Tenesí! —gritó su marido—. Querías tomarme el pelo, ¿eh? ¿De dónde has sacado el periódico? —le dio un jubiloso azote en el trasero. Ruby ocultó las manos temblorosas en los pliegues de la falda. Y estuvo quieta junto a la ventana hasta que todo quedó en silencio, dentro y fuera, antes de prepararse su cena. Fuera reinaba la oscuridad, la incertidumbre. Se había alejado la tormenta; sus rumores llegaban distantes, y eran como un carro que cruzase un puente. FIN
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
El mejor hombre
Cuento
Durante el verano, todos los días llovía un poco en Larkin’s Hill. La lluvia era algo regular, y solía empezar hacia las dos de la tarde. Un día el sol brillaba aunque ya casi eran las cinco. Casi parecía girar en una ranurita en el cielo pulido, y caer en los árboles, a lo largo de la calle y en las hileras de jardines del pueblo. Las hojas, duras como la superficie de un espejo, reflejaban el sol. La mayoría de las mujeres estaban sentadas a las ventanas de las casas, abanicándose y suspirando, esperando la lluvia. El jardín de la señora Larkin era una extensión grande, de densa vegetación, que corría ladera abajo tras la casita blanca donde vivía sola desde que murió su marido. El sol y la lluvia que tan abrumadoramente caían aquel verano no le habían impedido trabajar a diario. Ahora la intensa luz cogía como unas pinzas su torpe figurita con el viejo mono de hombre, remangadas mangas y perneras, y la separaba de las tupidas hojas, y le daba un aspecto extraño y amarillo mientras trabajaba con el azadón, desgarbada, excesivamente vigorosa y desaliñada. Rodeado por un seto vivo alto como un muro, y solo visible desde las ventanas de la planta superior de las casas vecinas, aquel jardín inclinado y enmarañado, cada vez más exuberante y confuso, debía de resultarle ya tan familiar a la señora Larkin que probablemente fuera incapaz de imaginar ningún otro lugar. Desde el accidente en el que murió su marido, ni una sola vez había visto otro lugar. Todas las mañanas se le veía salir de la casa blanca caminando despacio, casi con timidez, con el mono sucio, a menudo con el cabello suelto y revuelto. Vagaba un ratito por allí, vacilante al principio, entre las plantas y empapada de su rocío; sin embargo, ni siquiera tendía la mano para tocar nada. Luego se apoderaba de ella una especie de energía que la equilibraba; se quedaba quieta un momento, como si le hubieran quitado una venda de los ojos. Y después se arrodillaba entre las flores y empezaba a trabajar. Trabajaba sin descanso, casi invisible, sumergida todo el día en los inclinados macizos de plantas, irregulares y espesos. La sirvienta la llamaría a la hora de cenar, y ella obedecería. Pero hasta que oscurecía por completo, no dejaba el trabajo; entonces caminaba encorvada y sumisa hasta la casa, y abría lentamente la puertecita baja de la parte trasera. Incluso la lluvia solo significaba para ella una pausa. Se cobijaba bajo el peral, que a mediados de abril colgaba tupido casi hasta el suelo, frondoso y brillante, en el centro del jardín. Podría creerse que la fertilidad extrema de su jardín constituía al mismo tiempo una preocupación y un desafío para la señora Larkin. Solo mediante una actividad incesante podía estar a tono con la jugosa negrura de aquella tierra. Solo cortando, separando, escardando y uniendo de nuevo los macizos de flores y arbustos y parras podría haberles impedido sobrepasar sus límites y multiplicarse fuera de toda razón. Las lluvias diarias del verano no hacían sino alimentar su vigilancia y su ya excesiva energía. Sin embargo, la señora Larkin raras veces cortaba, separaba, ligaba… Hasta cierto punto, parecía no buscar el orden, sino permitir un exceso de floración, como si se aventurase conscientemente siempre algo más allá, algo más hondo, en su vida en el jardín. Plantaba cualquier tipo de flor que encontraba o pedía por correo del catálogo; las plantaba tupida y rápidamente, sin detenerse a pensar, sin consideración alguna por las ideas que sus vecinos hubieran podido elegir en su club para lograr una vista adecuada, o un efecto de paz y sosiego, o incluso armonía de color. Sus vecinas no entendían el fin concreto que hacía trabajar con tanto afán y firmeza en su jardín a la señora Larkin. Desde luego, jamás enviaba ni una de sus bellas flores a nadie. Ya podían enfermar y morir, ella jamás mandaría una flor. Y si le preocupaba de algún modo la belleza, bastaba mirar aquel mono sucio (casi ya del color de las hojas) para darse cuenta de que no la perseguía en su jardín. Era imposible disfrutar contemplando semejante lugar. A los vecinos que miraban desde las ventanas de arriba les parecía una especie de selva, donde a diario se perdía la forma leve y descuidada de su propietaria. Al principio, tras la muerte del señor Larkin (de cuyo padre, después de todo, había tomado el nombre el pueblo) habían visitado a la viuda con una frecuencia razonable. Pero ella no lo había agradecido, comentaban entre sí. Ahora, de vez en cuando, miraban desde las ventanas de los dormitorios mientras se cepillaban meticulosamente el cabello por las mañanas; la localizaban en el jardín como si recorrieran con los dedos en el mapa de un país extranjero la ruta hacia una ciudad; la contemplaban casi furiosos, y luego la olvidaban. Aquella mañana temprano habían oído silbar en el jardín de los Larkin. Habían reconocido la melodía de Jamey, y lo habían visto arrodillado entre las flores junto a la señora Larkin. Era el chico de color que trabajaba en el barrio durante el día. Pero, según se decía, incluso a Jamey lo toleraba solo de vez en cuando… A lo largo de la tarde, había ido levantando la cabeza para comprobar la rapidez con que Jamey hacía los trasplantes. Tenía que conseguir que acabara antes de que empezase a llover. Estaba ocupada con el azadón, arrancando la mala hierba recién crecida de una de las últimas zonas de terreno sin cultivar. Doblada bajo la luz del sol, cavaba con azadonazos bruscos, rápidos e incansables. En una ocasión echó la cabeza muy hacia atrás, para mirar al cielo chispeante. Tenía los ojos empañados y semicerrados, como por una larga impaciencia o perplejidad. La boca era una línea delgada. La gente decía que nunca hablaba. Pero el recuerdo se apretaba suavemente a su alrededor, sin ningún preludio de aviso, ni de desesperación. Ella vería enseguida, como si se hubiese corrido sin ceremonia alguna el telón de un pequeño escenario, el balcón delantero de la casa blanca, la silla en sombras delante y el automóvil azul en el que su marido volvía a casa del trabajo. Era verano. Un día del verano anterior. Con la libertad de volver alegremente la cabeza, un movimiento que ahora se veía obligada a repetir por el recuerdo, mientras cavaba la tierra, podía ver de nuevo el árbol que iba a caer. No hubo ningún aviso. Pero ahí estaba aquel árbol enorme, el fragante cinamomo que de repente se tambaleaba, lento y oscuro como una nube, inclinándose hacia su marido. Desde donde estaba, en el balcón delantero, ella le había dicho con voz suave, nunca tan íntima como en aquel momento: «A ti nada puede hacerte daño». Pero el árbol había caído, había golpeado el coche exactamente como para aplastarlo y matarlo. Esperó un rato en el balcón, sin moverse, en una especie de evocación, como para meterse debajo y salvar del olvido sus palabras protectoras y ensayarlas una vez más y cambiar así todo el suceso. Era el accidente lo que resultaba increíble, ya que el amor que sentía por su marido debería haberlo protegido. Siguió cavando la tierra, removiendo el suelo, para abatir las plantas rezumantes de jugo. De pronto se dio cuenta de que su movimiento era el único que proseguía en todo aquel lugar en reposo. No había el menor viento ya. Habían cesado los gorjeos de los pájaros. El sol parecía estampado en un rincón del cielo. Todo se había detenido una vez más. La quietud había hipnotizado los tallos de las plantas, y todas las hojas se fundieron de pronto en espesura. La sombra del peral, en el centro del jardín, descansaba impertérrita sobre el suelo. Enfrente estaba Jamey, arrodillado, inmóvil. —Jamey! —gritó ella, furiosa. Pero su voz apenas se abría paso en el denso jardín. Se sintió de pronto aterrada, como si su soledad estuviese marcada por alguna fuerza exterior, cuyo dedo atravesara el seto vivo. Se llevó la mano al pecho un instante. La asustó aquel oscuro aletear, como si la fuerza le balbuciese: el ave que vuela dentro de tu corazón no podría surcar este aire nebuloso… Miró fijamente el jardín con rostro inexpresivo. Aferraba el azadón y miraba entre las hojas verdes en dirección a Jamey. El aire de docilidad que percibió en la espalda del negro arrodillado comenzó a enfurecerla. Se dispuso a avanzar hacia él arrastrando la azada tras de sí, entre las flores. Se obligó a mirarlo y se fijó en él por primera vez, y advirtió el aspecto de niño que tenía. Cuando él volvió levemente la cabeza a un lado y revolvió con negligencia el polvo con un dedo amarillo, ella vio, con una especie de recelo desvalido y hambre, una sonrisa suave, más bien despectiva, en su rostro. Mientras trasplantaba los pequeños brotes estaba perdido en algún imposible sueño personal. Ni siquiera silbaba; hasta aquel sonido había cesado. Se le acercó más (¡debía de estar sordo!) apoyándose casi furtivamente en su laxitud, absorta, como si aquella visión del perfil de su cara, que ahuyentaba la sonrisa, fuese una visión torturante, hermosa, inocente, aleteante, un espejismo para sus ojos cansados e inciertos. Pero un sentimiento de rigor, de una desesperanza consecuente que casi se aproximaba a la ferocidad, creció con rapidez alarmante en torno a ella. Cuando estaba justo detrás de él se quedó completamente inmóvil un instante, de aquel modo extraño y furtivo con que antes había iniciado el trabajo en el huerto, por la mañana. Entonces levantó el azadón sobre su cabeza; las burdas mangas se remangaron dejando al descubierto la fina blancura de sus brazos no hollados por el sol, y el hecho sorprendente de su juventud. Asía el mango con firmeza, como convencida de que la madera podía sentir y que toda su fuerza podía hendir su superficie con dolor. La cabeza de Jamey, agachado allí a sus pies, le parecía necia, aterradora, maravillosa, inaccesible casi, y, sin embargo, en su proximidad explícita, prevista sin duda para la destrucción, con su cabello rizado, cálido, arracimado, sus orejas resplandecientes e intrincadas, los ramificados y marrones arroyuelos de sudor, la cabeza inclinada sosteniendo tan evidente y mortíferamente su ridículo sueño. Podía arrancar aquella cabeza con toda intención, tan profundamente conocía, por el efecto del peligro y la muerte del hombre, la causa de su olvido; y ella estaba tan desvalida, demasiado para desafiar los procesos del accidente, de la vida y de la muerte, de lo imprevisible… Vida y muerte, pensó, apretando el pesado azadón, vida y muerte; nada significaban ahora para ella, pero se veía continuamente obligada a administrarlas con ambas manos, siempre preguntándose: ¿no hay compensación posible?, ¿un castigo?, ¿una protesta? Una oscuridad pálida giró un momento entre la luz del sol, como una estrecha hoja que cruzase el huerto arrastrada por el viento… Y, justo entonces, llegó la lluvia. La primera gota tocó su brazo levantado. Le acariciaron rumores de frescor, diminutos y próximos. La señora Larkin bajó la azada hasta el suelo, suspirando, y la dejó con cuidado entre las plantas. Y allí se quedó, quieta donde estaba, junto a Jamey, oyendo caer la lluvia. Era tan suave, tan pleno, el sonido del final de la espera. Bajo la claridad de la lluvia, diferente de la del sol, todo parecía brillar sin reflejos desde el interior de sí mismo, en su plácida arcada de identidad. El verde de los brotecitos de zinia era purísimo, quemaba casi. Todas las plantitas resplandecían una a una, según las alcanzaba la lluvia. Luego las ramas de las parras. El peral emitía un rumor estremecido y suave, como el de las alas de un pájaro que se posa. Percibía detrás, como cuando se enciende una lámpara de la noche, la blancura de la casa, que parecía una señal. Luego Jamey, con aspecto conmocionado tras darse cuenta de que había llegado la lluvia, volvió completamente su rostro hacia ella (preguntas y deleite intensificaban su sonrisa) alzando el cuerpo, tenso y erguido. Balbuceó palabras incoherentes, con timidez. Ella no le contestó ni se movió. Solo sentía caer la lluvia. Escuchaba sus gotas esparcidas y leves entre las palabras de Jamey, su tacto quedo en las lanzas de las hojas de lirio, y un sonido claro como una campana cuando empezó a caer en un cántaro que la cocinera había colocado en el escalón de la puerta. Por fin Jamey se plantó allí en silencio, como esperando su dinero, intentando sacudirse la confusión de la cara con la mano. La lluvia caía firme. La señora Larkin sintió que la golpeaba un viento de fragancia profunda y húmeda. Luego, como si se hubiesen hinchado y desbordado sus cauces, la ternura irrumpió y recorrió su cuerpo cansado. Ha llegado, pensó insensatamente, levantando la cabeza y mirando sin comprender al cielo, que había empezado a moverse, que parecía agacharse en nubes que se ablandaban y se disolvían. Estaba casi oscuro. Pronto llegaría la noche de lluvia estruendosa y gentil. Golpearía el techo inclinado de la casa blanca. Y ella estaría echada en su cama oyendo llover. Y la lluvia caería y caería, golpearía y caería. El día de trabajo en el jardín había terminado. Podía tumbarse en la cama, los brazos cansados a los lados, y en paz e inmóvil: contra lo inagotable no cabía defensa. Entonces la señora Larkin se hundió en un solo movimiento entre las flores, y quedó allí tendida, desmayada, veteada por la lluvia. Permaneció boca arriba, entre las plantas, con el cabello retirado de la frente y los ojos abiertos, que se cerraban a la vez al contacto con la lluvia. Empezó a separar lentamente los labios. Pareció moverse un poco, como un durmiente que se acomodase con tristeza. Jamey corrió saltando y acuclillándose a su alrededor, conteniendo el aliento alternativamente ante las flores aplastadas bajo sus pies y la figura pasiva e informe del suelo. Luego fue quedándose quieto, retrocedió un poco y miró consternado el rostro absorto, blanco y relajado bajo el bombardeo. Recordó que algo lo había llenado de sosiego cuando la sintió de pie detrás mirándolo agachado, y que por nada del mundo se habría vuelto en aquel momento. Recordó de pronto el estruendo inconsciente de las ventanas que habían cerrado en la casa de al lado cuando empezó a llover… Pero ahora, en aquel lugar no visible, era él quien estaba mirando a la pobre señora Larkin. Se agachó y con voz horrorizada, suplicante, lastimera, empezó a repetir su nombre hasta que ella se movió. —¡Señora Lark! ¡Señora Lark! Luego se levantó de un salto, ágilmente, y salió corriendo del jardín. FIN
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
El veredicto
Cuento
1 —¡Oh, por supuesto que hay uno! Pero jamás lo reconoceréis. Aquella afirmación, hecha alegremente seis meses antes en el marco de un radiante jardín en el mes de junio, volvió a la memoria de Mary Boyne con toda la fuerza de su eventual significado cierta noche de diciembre mientras aguardaba en la biblioteca a que le trajesen los candiles. Tales palabras las había pronunciado una amiga de ambos, Alida Stair, durante una merienda que se había dispuesto sobre la explanada de su casa de Pangbourne, y precisamente hacían referencia a la casa en la que la biblioteca en cuestión constituía el «elemento» más notorio. Cuando a su llegada a Inglaterra Mary Boyne y su marido decidieron emprenderla búsqueda de una casa de campo por los condados del sur o del suroeste, solicitaron la ayuda de Alida Stair, pues ella misma había resuelto con éxito su propia búsqueda. Sin embargo, después de que ellos rechazaran de modo bastante arbitrario varias ofertas rentables y juiciosas, su amiga anunció: —Bueno, os queda Lyng, en Dorsetshire. Pertenece a los primos de Hugo, y podríais haceros con ella a un precio de ganga. Los motivos que justificaban que la casa pudiese adquirirse en semejantes condiciones (lejanía de las estaciones de tren, ausencia de luz eléctrica, de agua caliente y de otras necesidades básicas) fueron determinantes para convencer a aquellos dos americanos románticos que, con morbosa obstinación, gustaban de las incomodidades que los de su clase asociaban alborozados con ciertos anacronismos arquitectónicos. —No creería estar viviendo en una casa antigua a menos que me sintiese absolutamente incómodo —insistía con jocosidad Ned Boyne, el más extravagante de los dos—. Ante la más mínima sensación de confort me invadiría la impresión de haber adquirido la casa en una exposición, con todas sus estancias numeradas y recién montadas de nuevo. A continuación se pusieron a glosar con cómica precisión sus muchas aprensiones y exigencias, resistiéndose a creer que la casa que su amiga les recomendaba fuese realmente Tudor hasta que les aseguraron que carecía de calefacción, que la iglesia local estaba literalmente en ruinas, o hasta que les corroboraron la deplorable inconstancia del abastecimiento de agua. —¡Es demasiado incómoda para ser real! —Saltaba Edward Boyne, que cuantos más inconvenientes conseguía sonsacarle a la señora Stair más exultante se mostraba. Sin embargo, interrumpió bruscamente su rapsodia para preguntar con súbita desconfianza—: ¿Y fantasma? ¡Nos has estado ocultando el hecho de que no hay fantasma! En aquel instante Mary también se había echado a reír, pero dotada como estaba para las percepciones simultáneas y pese a la hilaridad general, no había podido dejar de percibir un repentino desfallecimiento en la burlona respuesta de Alida: —¡Oh!, en Dorsetshire hay fantasmas por todas partes, ya lo creo. —Sí, sí, pero eso no me sirve. No quiero tener que viajar quince kilómetros para ver el fantasma de otro. Quiero uno mío en mi propia casa. ¿Hay o no fantasma en Lyng? Su ocurrencia provocó la carcajada de Alida, y fue entonces cuando ella salió con aquella respuesta inquietante: —¡Oh, por supuesto que hay uno! Pero jamás lo reconoceréis. —¿Que nunca lo reconoceremos? Pero ¿qué otra cosa justifica a un fantasma sino el hecho de que se sepa que lo es? —No lo sé, pero ésa es la leyenda. —¿Que existe un fantasma pero nadie sabe que lo es? —Bueno… No hasta después, si acaso… —¿Hasta después? —Hasta mucho, mucho después. —Pero una vez identificado como presencia ultraterrena, ¿cómo es que no se han transmitido sus señas de identidad de generación en generación? ¿Cómo se las ha arreglado el tal fantasma para preservar su anonimato? Alida se había limitado a menear la cabeza: —No me preguntéis cómo, pero así ha sido. —¿Y entonces un buen día… —la voz de Mary irrumpió como si emergiera de las cavernosas profundidades de la adivinación—, un buen día, digo, al cabo del tiempo, se dice uno a sí mismo: «Aquél era el fantasma»? La estremeció el silencio sepulcral que su pregunta provocó en el regocijo de los otros, y percibió la sombra de aquella misma desazón aleteando en las claras pupilas de Alida: —Supongo que sí. Uno sólo tiene que esperar. —Oh, ¡al cuerno con esperar! La vida es demasiado corta para disfrutar de un fantasma de forma retrospectiva. ¿No podríamos encontrar algo mejor, Mary? Pero al parecer no estaban destinados a encontrarlo, porque tres meses después de su conversación con la señora Stair la pareja se hallaba instalada en Lyng, iniciando la vida con la que habían soñado hasta el punto de haberla planeado hasta en sus mínimos detalles cotidianos. Sentarse en la densa noche de diciembre junto a la chimenea de amplia cornisa, abajo las oscuras vigas de roble; sentir que oscurecía la campiña al otro lado de los cuarterones de cristal de las ventanas contribuyendo a la sensación de aislamiento… Por la recompensa final de placeres como aquéllos había soportado Mary Boyne durante casi catorce años la tediosa fealdad del Medio Oeste, y había resistido estoicamente Boyne en su puesto de ingeniero hasta que, de forma tan intempestiva que a Mary aún le costaba creerlo, el venturoso golpe de suerte de la mina Blue Star les había servido en bandeja la vida y el tiempo para gozar de ella. En ningún momento se habían planteado que su nuevo estado consistiría en sucumbir a la holgazanería absoluta. Sin embargo, sí era intención de ambos dedicarse exclusivamente a actividades placenteras. Ella se veía a sí misma dedicada a la pintura y a la jardinería (en un entorno de paredes grises), y él aspiraba a poner en marcha su libro Fundamento económico de la cultura, largamente planeado. Con un trabajo tan absorbente por delante la existencia no podía ser excesivamente alienante: ni les sería posible apartarse demasiado del mundo ni sumirse demasiado en el pasado. Dorsetshire les atrajo desde el principio porque parecía más recóndita de lo que correspondía a su ubicación geográfica. Aquella isla increíblemente abigarrada (nido de condados, como lo expresaban ellos…) tenía para los Boyne, entre sus muchos encantos, el de convertir cualquier pequeño detalle en algo decisivo. Así, por ejemplo, unos pocos kilómetros sumaban una considerable distancia, pero, al mismo tiempo, en esa exigua distancia radicaba la diferencia. —Es como si —había explicado Boyne con entusiasmo en cierta ocasión— se magnificaran sus efectos y se realzaran sus contrastes más insignificantes. Parece igual que si se hubiese untado una generosa capa de mantequilla en cada delicioso bocado. Y era bien cierto que en Lyng la mantequilla se había untado profusamente. El viejo caserón gris, oculto bajo una loma, conservaba vestigios de una larga relación con el pasado. A ojos de los Boyne, el mero hecho de no ser ni desproporcionado ni en modo alguno excepcional lo hacía más apreciable en un sentido único: el de haber sido a lo largo de los siglos una reserva de existencia íntima y olvidada. Probablemente la vida de que gozó en su día no habría sido de las más apasionantes. Sin duda, durante largas temporadas, el tiempo habría descendido sobre la casa, tan calladamente como habría caído la llovizna de otoño hora tras hora sobre el estanque rodeado de tejos. Pero, de cuando en cuando, en el parsimonioso abismo de aquel remanso de vida se producirían inesperados chispazos de emoción, y, desde el primer momento, Mary Boyne había podido sentir el roce accidental de un pasado más intenso. Nunca había sido dicha percepción más aguda que la tarde de diciembre que Mary se levantó de donde había estado sentada y permaneció un rato de pie entre las sombras que proyectaba la lumbre de la biblioteca esperando la llegada de los mencionados candiles. Su marido había salido después del almuerzo a dar una de sus largas caminatas por la campiña. Últimamente ella había notado que prefería no ir acompañado en tales ocasiones y, con la convicción fruto de la larga convivencia, había llegado a la conclusión de que estaba preocupado con el libro y que necesitaba las tardes para reflexionar a solas sobre cuestiones no resueltas durante las mañanas de trabajo. A decir verdad, el tema del libro no marchaba tan bien como ella había imaginado, y las líneas de ansiedad que ahora se habían instalado en el ceño de su esposo no habían sido visibles durante sus días como ingeniero. Por aquel entonces el cansancio le dejaba a menudo al borde de la enfermedad, pero el demonio interior de la desazón jamás había hecho mella en su frente. No obstante, las escasas páginas que hasta el momento le había leído a ella (la introducción y una sinopsis del capítulo inicial) evidenciaban una firme posesión de su persona por parte de aquel demonio, así como una creciente fe en sus poderes. Aquello la tenía sumida en un profundo desconcierto, porque, ahora que él había liquidado el negocio y sus molestas contingencias, quedaba eliminado el único motivo de ansiedad posible. A no ser que se tratase de su salud… Pero su aspecto físico había mejorado considerablemente desde que se mudaron a Dorsetshire. Se le veía más saludable, más lozano, con la mirada más despejada. Hacía apenas una semana que Mary había advertido en él aquel cambio indescriptible que la desasosegaba durante su ausencia y que en su presencia la dejaba taciturna como si fuese ella quien tuviese algún secreto que guardar. De repente, en un rapto de lucidez, la asaltó la duda de que pudiese existir un secreto entre ellos. Contempló la amplia habitación en penumbra que la rodeaba. «¿Será la casa?», se preguntó pensativa. Incluso aquella misma habitación podría contener indecibles misterios. A medida que caía la tarde éstos parecían acumularse, como sucesivas capas de aterciopeladas sombras cayendo desde el techo, desde las sombrías paredes repletas de libros, desde la escultura de la chimenea ennegrecida por el humo… «Claro…, ¡la casa está encantada!», pensó. El fantasma, el esquivo fantasma de Alida, había sido objeto de divertidas especulaciones durante los dos primeros meses de su estancia en Lyng, pero ambos lo fueron olvidando poco a poco por considerarlo escasamente estimulante para su fantasía. Por supuesto, nada más convertirse en huésped de una casa encantada, Mary había hecho las oportunas averiguaciones entre sus exiguos vecinos rurales, pero, más allá de un lacónico «eso cuentan, señora», los lugareños no parecían tener mucho que decir. Por lo visto el escurridizo fantasma no había llegado a adquirir entidad suficiente como para consolidar una leyenda, y al cabo de cierto tiempo los Boyne anotaron entre bromas el asunto en su cuenta de pérdidas y ganancias, coincidiendo ambos en que Lyng era una de las pocas casas suficientemente satisfactorias en sí mismas como para poder prescindir de alicientes sobrenaturales. —Y supongo, pobre e ineficaz demonio —bromeó Mary zanjando la cuestión—, que ése es el motivo por el cual haces batir en vano tus hermosas alas en medio del vacío. —O tal vez sea —secundó Ned en el mismo tono— que entre tanto elemento fantasmagórico no consigue reivindicar una existencia autónoma como el fantasma. Su inquilino fue así desapareciendo de sus temas de conversación, tan numerosos por otra parte que poco tardaron en dejar de echarlo en falta. En aquel instante, sin embargo, de pie junto al fuego, la curiosidad inicial de Mary renacía con una percepción distinta respecto a sus implicaciones, una percepción adquirida paulatinamente a través del contacto diario con la escena del eventual enigma. Era la casa en sí, no cabía duda, la que poseía la facultad de revelar sus fantasmas, la que conectaba visual pero secretamente con su propio pasado. Y si uno era capaz de compenetrarse lo suficiente con la casa podría atrapar su misterio y adquirir a su vez la facultad de detectar fantasmas. Quizá su marido la hubiese adquirido ya durante sus largas horas en aquella habitación en la que ella no solía entrar hasta después del almuerzo y estuviese cargando él solo con el peso del espanto de lo que le hubiese sido revelado. Mary estaba lo bastante versada en el código del mundo espectral como para saber que uno no habla de los fantasmas que ve. Hacerlo supondría una falta de buen gusto comparable a la de mencionar a una dama en un club. Pero, en realidad, aquella explicación no la satisfacía mucho. Después de todo, ¿para qué iba a querer su marido unos viejos fantasmas sino para divertirse un poco con el escalofrío que provocan? Sin embargo, una vez más se dio de bruces contra el dilema fundamental: poco importaba la mayor o menor sensibilidad de uno hacia las influencias espectrales, porque cuando alguien llegase a ver un fantasma en Lyng no sería capaz de reconocerlo. «No hasta mucho después», había dicho Alida Stair. Bueno, bien pudiera ser que Ned hubiese visto uno nada más llegar a la casa, pero que hiciera tan sólo una semana que era consciente de lo que le había sucedido. Más sugestionada a medida que caía la noche, volvió sus inquisitivos pensamientos a los primeros días de su estancia, en principio únicamente con el propósito de recordar la alegre algarabía que había supuesto desembalar, ordenar, organizar los libros y llamarse el uno al otro desde remotas esquinas de la casa a medida que se les iban mostrando los sucesivos tesoros de su residencia. En aquella particular retrospección, le vino a la memoria cierta cálida tarde del pasado octubre en la que, superada ya la fase inicial de exploración frenética, se encontraba ella efectuando una inspección más sosegada del viejo caserón cuando, cual heroína de novela, presionó un panel que se abrió a su contacto, dejando al descubierto unas angostas escaleras que conducían a un saliente del tejado; el mismo tejado que, visto desde abajo, parecía desplegarse en empinadas pendientes a uno y otro lado, demasiado abruptas como para que se aventurasen a trepar por ellas unos pies inexpertos. La vista desde aquel secreto balcón resultó ser deliciosa, y Mary se había lanzado escaleras abajo para arrancar a Ned de sus papeles y brindarle el regalo de su descubrimiento. Todavía recordaba cómo, de pie sobre el estrecho alféizar, la había rodeado él con sus brazos mientras las miradas de ambos volaban hacia la larga y ondulada línea del horizonte de la campiña, para luego volver a posarse complacidas en el arabesco de los tejos que bordeaban el estanque y en la sombra que el cedro proyectaba sobre el césped. «Y ahora del otro lado», había dicho él haciéndola girar con suavidad en el hueco de su brazo. Pegada al cuerpo de él, Mary se había quedado ensimismada ante lo que se le antojaba un bonito y enorme boceto, ante el panorama del patio de paredes grises, ante los gordezuelos leones de las cancelas y ante la avenida de tilos que se prolongaba hasta la carretera bajo las lomas. Justo entonces, mientras miraban abrazados, sintió ella que se relajaba el brazo de Boyne, y escuchó un enérgico «¡vaya!» que hizo que se volviera a mirarle. Sí, recordaba claramente haber percibido entonces una sombra de angustia, de estupor más bien, atravesando su semblante. Siguiendo la mirada de él había podido divisar la figura de un hombre vestido (según le pareció distinguir) con ropa gris y desaliñada descendiendo a paso lento por la avenida de tilos en dirección al patio, con los andares vacilantes de quien busca el camino de entrada. Su corta vista no alcanzó sino a componer la borrosa impresión de alguien de aspecto anodino y constitución enjuta, con cierto aire extranjero, o al menos no local, en su persona y en su atuendo. Pero parecía que su marido había visto más allá, tanto como para apartarla a un lado con un brusco «¡espera aquí!», y precipitarse por la escalera de caracol sin preocuparse de tenderle una mano para ayudarla a bajar. Un ligero vértigo la obligó a detenerse unos instantes, sujetándose a la chimenea contra la que ambos habían estado apoyados previamente para luego seguir a su marido hasta abajo extremando la cautela. Una vez en el ático se detuvo de nuevo por algún motivo más difícil de precisar y, reclinada sobre la barandilla de roble, aguzó la mirada hacia abajo, hacia la profundidad oscura y moteada por el sol. Permaneció allí hasta que oyó cerrarse una puerta en algún rincón de aquella sima. A continuación bajó mecánicamente los tramos de escalera hasta alcanzar el vestíbulo de la planta baja. La puerta de entrada permanecía abierta a la tibia luz del patio, y tanto el vestíbulo como el patio parecían vacíos. La puerta de la biblioteca se encontraba asimismo abierta y, tras aguardar en vano por si escuchaba el sonido de voces provenientes del interior, cruzó en un instante el umbral y encontró a su marido solo, hurgando distraídamente entre los papeles de su mesa. Él alzó la vista, como sorprendido por su entrada repentina, pero había desaparecido de su expresión la sombra de angustia. Incluso le pareció a Mary que se le veía algo más radiante y relajado de lo habitual. —¿Qué pasaba? ¿Quién era? —preguntó ella. —¿Quién? —repitió él sin haberse repuesto aún del sobresalto. —El hombre que vimos caminando en dirección a la casa. Pareció meditarlo largamente: —¿El hombre? Ah, creí haber visto a Peters. Corrí tras él para comentarle un par de cosas sobre los desagües de los establos, pero cuando bajé ya se había esfumado. —¿Esfumado? Pero si cuando le vimos desde arriba venía caminando muy lentamente… Boyne se encogió de hombros: —Eso mismo pensé yo, pero en el intervalo debió de entrarle prisa. ¿Qué te parece si intentamos subir hasta el monte Meldon antes de que se ponga el sol? Ahí había quedado la cosa. En un principio, el incidente apenas significó nada. La fascinación que experimentó ante la que fuese su primera panorámica desde el monte Meldon, una cima que habían deseado ascender desde que habían divisado su limpio contorno alzándose sobre los achaparrados tejados de Lyng, hizo que a Mary se le borrase instantáneamente de la memoria. Sin duda, que aquel suceso hubiese tenido lugar el mismo día del ascenso al Meldon fue la causa de que hubiese permanecido retenido en el pliegue del subconsciente del que ahora emergía. Porque, en sí mismo, nada había tenido de particular. En aquel momento le había parecido lo más natural que Ned bajase corriendo desde el tejado para dar alcance a los informales técnicos que llegaban a la casa. Era la fase en la que continuamente estaban a la espera de alguno de los peritos que trabajaban en la comarca, siempre aguardándoles sentados y asediándoles a preguntas, recriminaciones o recordatorios. Y, a decir verdad, vista desde lejos, la figura gris se parecía bastante a Peters. Sin embargo ahora, al repasar la fugaz escena, Mary se percataba de que la explicación de su marido contradecía la inquietud que había visto reflejada en su semblante. ¿Por qué habría de ponerle tenso la familiar presencia de Peters? Y si tan urgente era tratar con aquel perito el tema de los desagües de los establos, ¿por qué pareció aliviado de no haber podido encontrarle? Mary admitía que inicialmente no había reparado en tales consideraciones. Sin embargo, dada la prontitud con que ahora reaparecían en sus cavilaciones, tuvo la repentina impresión de que siempre habían estado ahí, aguardando su momento. 2 Abrumada con tales pensamientos, se acercó a la ventana. La biblioteca se encontraba ahora completamente a oscuras y le sorprendió que el mundo exterior aún retuviera tanta luz crepuscular. Mientras miraba hacia fuera, a través del patio, una figura cobró forma en afilada perspectiva de escuetas líneas: parecía una mancha gris oscura contra fondo gris y, por un instante, a medida que se aproximaba hacia ella, se le aceleró el corazón con una repentina ocurrencia: «¡Es el fantasma!». En el lapso de aquel largo instante, Mary tuvo tiempo de presentir que el hombre que viese dos meses atrás de forma fugaz y borrosa estaba a punto de manifestarse ahora, en su predestinado momento, como alguien bien distinto a Peters. Se le cayó el alma a los pies ante el miedo de aquel descubrimiento inminente. Pero, casi coincidiendo con el sonido del segundero del reloj y a medida que iba cobrando densidad y personalidad, la difusa silueta se fue perfilando ante su precaria vista como la de su marido. Se volvió hacia él en cuanto entró para hacerle partícipe de su tonto error. —¡Es completamente ridículo —bromeó ella desde el umbral—, pero nunca me acuerdo! —¿De qué? —preguntó Boyne cuando estuvo a su lado. —De que uno nunca reconoce al fantasma de Lyng cuando lo ve. Mary había apoyado la mano en su manga y allí la dejó él sin que ninguna respuesta modificara su gesto o la expresión de su semblante preocupado y exhausto. —¿Creíste verlo? —preguntó al cabo de una pausa considerable. —¡Bueno, en realidad, querido, en mi loca obsesión por descubrirlo te confundí a ti con él! —¿A mí…, ahora? —Dejó caer los brazos y se apartó de ella coreando débilmente su risa—. Realmente, querida, será mejor que desistas, es lo que deberías hacer. —Sí, desisto, desisto. ¿Y tú? —preguntó volviéndose súbitamente hacia él. Acababa de entrar la doncella con unas cartas y un candil, por lo que la luz cayó de lleno sobre el rostro de Boyne al inclinarse este sobre la bandeja que había traído aquélla. —¿Y tú? —insistió malévolamente Mary cuando la criada se retiró para proseguir con su tarea de iluminar el resto de la casa. —¿Yo, qué? —contestó Boyne como ausente. Mientras inspeccionaba las cartas la luz realzaba el inconfundible signo de ansiedad de su entrecejo. —Si tú ya has renunciado a ver al fantasma. —A ella le latía un poco de más el corazón a causa del experimento que estaba realizando. Su marido, apartando las cartas a un lado, avanzó hacia la penumbra de la chimenea. —Yo nunca lo he intentado —dijo desprendiendo el envoltorio de uno de los periódicos. —Bueno, claro —insistió ella—. Lo desesperante es que no sirve de nada intentarlo, puesto que uno no tiene constancia de que lo ha visto hasta mucho después. Él comenzó a desplegar el diario como si apenas le prestase atención pero, tras una pausa durante la cual no dejaban de crujir espasmódicamente entre sus manos las hojas del periódico, levantó la cabeza para preguntar de forma intempestiva: —¿Tienes idea de cuánto tiempo después? Mary se había sentado en una silla baja junto al fuego. Alzó la mirada desde su asiento, sobrecogida al comprobar cómo el perfil de su marido se proyectaba sombríamente contra el aro de luz del candil. —No, ninguna. ¿Y tú? —repuso ella, retomando su anterior pregunta con mayor ahínco. Boyne estrujó el periódico doblándolo una y otra vez y, contra toda lógica, se aproximó con él hacia el candil. —No, por el amor de Dios —se explicó con cierta impaciencia—, sólo me refería a si existe alguna leyenda o tradición al respecto. —No que yo sepa —respondió ella. El impulso de añadir «por qué lo preguntas» se vio interrumpido por la reaparición de la doncella portando el té y un segundo candil. Al disiparse las sombras, gracias a la repetición de la diaria rutina doméstica, Mary Boyne logró atenuar la angustia que le producía aquella sensación de algo acechante y oculto que la había consternado durante la tarde. Permaneció unos minutos enfrascada en los detalles de su labor de punto y, al levantar la vista, el cambio operado en el semblante de su marido la desconcertó causándole un profundo desasosiego. Se había sentado junto al candil más apartado y estaba absorto en la inspección de su correspondencia. Pero ¿fue algo que había leído las cartas o un mero cambio en la percepción de Mary lo que hizo que el rostro de Boyne recobrase su expresión habitual? Cuanto más le observaba, más se afianzaba dicho cambio. Se había disipado la penosa tensión, y los únicos signos de fatiga que quedaban eran claramente atribuibles a la concentración mental. Como atraído por la pertinaz observación de su mujer, levantó los ojos y la miró con una sonrisa. —¿Sabes qué? Me muero por un té. Y hay una carta para ti —dijo. Ella tomó la carta que le tendía, al tiempo que le ofrecía a él su taza. De nuevo en su sillón, despegó el lacre con el lánguido ademán del lector cuyos intereses se circunscriben al círculo de una única y estimada presencia. Su siguiente movimiento consciente fue ponerse en pie de un salto para mostrarle a su marido un amplio recorte de prensa, dejando caer la carta al suelo. —¡Ned! ¿Qué es esto? ¿Qué significa? Él se levantó a la vez, como si hubiese escuchado el grito antes incluso de que ella lo profiriera. Durante un perceptible espacio de tiempo se midieron el uno al otro, como adversarios buscando ventaja, en la distancia que mediaba entre el sillón de ella y el escritorio. —¿Qué es qué? ¡Casi salto del susto! —dijo Boyne al fin, avanzando hacia ella con una risa repentina y medio exasperada. De nuevo se apoderó de su rostro la sombra de aprensión, patente no sólo en la mirada de presentimiento ineludible, sino también en aquella oscilante tensión de labios y ojos, como si se sintiera atenazado por algo invisible. Tanto le temblaba a ella la mano que apenas podía entregarle el recorte. —Este artículo…, del Waukesha Sentinel…, dice que un hombre llamado Elwell ha interpuesto una demanda contra ti, que hubo algo raro en el asunto de la mina Blue Star. Apenas entiendo nada más. Mientras hablaba, ambos continuaban frente a frente, y ella advirtió con estupor que sus palabras lograban disipar al instante la suspicacia que había detectado en la mirada de Boyne. —¡Ah, eso! —Él echó un vistazo al recorte impreso y lo dobló con el ademán de quien maneja un asunto inocuo y familiar—: ¿Qué te pasa esta tarde, Mary? Imaginé que habías recibido malas noticias. Ella permaneció de pie ante él, sintiendo que su impreciso terror remitía lentamente ante su reconfortante serenidad. —Entonces, ¿—ya lo sabías?… ¿No pasa nada? —Naturalmente que lo sabía. Y no pasa nada. —Pero ¿de qué se trata? No lo entiendo. ¿De qué te acusa ese hombre? —Oh, prácticamente de todos los delitos habidos en lo que va de año… —Boyne había soltado el recorte y se había acomodado en una butaca junto al fuego—. ¿Quieres escuchar la historia? No es particularmente fascinante… Un conflicto de intereses en la Blue Star. —Pero ¿quién es el tal Elwell? No me suena ese nombre. —Eh…, es un tipo al que metí en el negocio, le eché una mano. Te hablé de él en su momento. —¡Qué raro! Lo habré olvidado. —En vano intentó ella forzar la memoria—. Pero si le ayudaste, ¿por qué te corresponde él de esta forma? —¡Oh! Seguramente lo enganchó algún picapleitos listillo y lo convenció. Todo es bastante técnico y complejo. Creía que te aburrían ese tipo de cosas. Su mujer sintió una punzada de culpabilidad. En teoría, desaprobaba la inhibición de las esposas americanas respecto de los asuntos profesionales de sus maridos, pero en la práctica siempre le había costado seguir con atención la información de Boyne sobre las transacciones que llevaba a cabo. Por otra parte, desde el primer momento había sido de la opinión de que, en un entorno donde las comodidades de la existencia únicamente se podían lograr a costa de esfuerzos tan titánicos como los invertidos por su esposo en sus asuntos profesionales, los escasos momentos de ocio que uno podía disfrutar debían emplearse en evadirse de las preocupaciones inmediatas, escapando hacia la vida que siempre soñaron vivir. Una o dos veces, desde que esta nueva vida les envolviera en su círculo mágico, se había preguntado Mary si había hecho bien. Pero, hasta la fecha, tales conjeturas no habían sido más que incursiones retrospectivas propias de una imaginación vigorosa. Ahora, por primera vez, la asombraba descubrir lo poco que en realidad sabía acerca de los pilares materiales sobre los que se asentaba su felicidad. Volvió a mirar de soslayo a su marido, aliviada por la placidez de su semblante. Pese a ello, sintió la necesidad de apuntalar su tranquilidad con argumentos más sólidos. —Pero ¿no te inquieta esa demanda? ¿Por qué no me has hablado nunca de ello? Él respondió a ambas preguntas a la vez: —Al principio no te hablé de ello precisamente porque me preocupaba… Me irritaba, mejor dicho. Pero todo es ya agua pasada. Quien te escribe debe de haber cogido un número atrasado del Sentinel. Mary sintió un alivio instantáneo: —¿Quieres decir que ya pasó todo? ¿Perdió el caso? La respuesta de Boyne se hizo esperar un poco: —Se retiró la demanda… Eso es todo. Ella volvió a insistir, como para evitarse el remordimiento de haberse dejado convencer con excesiva facilidad: —¿La retiró porque sabía que no tenía posibilidades? —Oh, no tenía ninguna posibilidad. Ella aún trataba de vencer una vaga incredulidad rezagada en sus pensamientos: —¿Cuánto hace que fue retirada? Él vaciló, como si retornaran fugazmente sus anteriores recelos: —Acaban de notificármelo, pero lo esperaba desde hace tiempo. —¿Ahora mismo… en una de tus cartas? —Sí, en una de mis cartas. Ella no dijo nada. Simplemente advirtió que al cabo de unos minutos él se levantó para cruzar la habitación y sentarse junto a ella en el sofá. Sintió que le pasaba el brazo por encima, que su mano buscaba la suya y la estrechaba y, al volverse ella lentamente, atraída por la calidez de su mejilla, encontró la risueña claridad de su mirada. —¿Está todo bien…, está todo bien? —le preguntó desde la marejada de sus temores a medio desvanecer. Boyne la atrajo hacia sí riendo: —¡Te doy mi palabra de que todo está mejor que nunca! 3 De entre la gran cantidad de cosas rematadamente extrañas que sucedieron al día siguiente, lo que ella acabaría recordando como lo más desconcertante fue la repentina y total recuperación de su sentido de la seguridad. Estaba ya en el aire cuando despertó en la oscura habitación de techo bajo; la había seguido hasta la mesa del desayuno en la planta baja, la emitía el chisporroteo de la chimenea, y se reproducía en los contornos de la tetera georgiana y en sus estriados relieves. Como en un tiovivo desfilaron ante ella los imprecisos temores del día anterior, incluido el momento de intensa ofuscación suscitada por el artículo de prensa. Era como si su transitoria desazón ante el futuro y su intempestiva evocación del pasado hubiesen saldado entre sí viejas deudas en relación a alguna obligación moral pendiente. Si se había mostrado indolente respecto a los asuntos de su marido había sido (ahora alcanzaba a verlo con claridad) porque su instintiva confianza en él justificaba dicha indolencia. Y por la manera en que su marido había reaccionado ante sus temores y suspicacias parecía quedar bien claro que merecía tal confianza. Nunca le había visto ella más entero, más dueño de sí mismo, con su habitual actitud desinhibida y natural, que tras el interrogatorio al que le había sometido: era como si hubiese sido consciente de las dudas subrepticias de su esposa y hubiese deseado tanto como ella despejar por completo el ambiente. Gracias a Dios, el ambiente estaba ahora tan despejado como la radiante luz, casi veraniega, del día que recibió a Mary al salir esta de la casa para iniciar su ronda diaria por los jardines. Había dejado a Boyne ante su escritorio, permitiéndose al pasar junto a la puerta de la biblioteca echar una última mirada a su rostro relajado mientras se quedaba allí, inclinado sobre sus papeles con su pipa en la mano. Mary se disponía ahora a acometer sus propios quehaceres matutinos. En días de invierno tan extraordinarios como aquél, tales quehaceres consistían en vagar sin rumbo por los diferentes rincones de su propiedad como si la primavera estuviese ya actuando sobre arbustos y setos. Se abrían aún tantas posibilidades inagotables ante ella, tantas oportunidades de reavivar la gracia aletargada de aquel viejo lugar sin incurrir en desatinos, que los meses de invierno apenas le daban para planificar lo que habría de llevarse a cabo en primavera y otoño. Por otra parte, la recobrada sensación de seguridad que la embargaba esa mañana confería una satisfacción adicional a sus paseos por aquel tranquilo y entrañable entorno. Se dirigió primero al jardín anexo a la cocina, donde las espalderas de los perales trazaban complejas geometrías sobre las paredes, y donde revoloteaban las palomas hurgando entre sus plumas sobre el tejado de pizarra del palomar. Se había producido una avería en las canalizaciones del invernadero y estaba esperando a un técnico de Dorchester que debía desplazarse hasta allí en tren y luego en automóvil para dar su opinión sobre el estado de la caldera. Pero cuando se adentró en el calor húmedo del invernadero, entre híbridos aromas y aterciopelados rosas y rojos de ancestrales flores exóticas (¡en Lyng incluso la flora era excepcional!), comprobó que el tipo en cuestión no había llegado y, siendo el día demasiado espléndido como para malgastarlo en una atmósfera artificial, volvió a salir y caminó lentamente a través del mullido césped del campo de bochas hasta los jardines traseros de la casa. En el extremo más apartado se levantaba un terraplén de hierba desde el cual, por encima del estanque y de los setos de tejo, se disfrutaba de una bonita perspectiva de la fachada de la casa, con sus chimeneas torneadas y las azuladas sombras proyectadas por los ángulos de sus tejados, bañado todo en la dorada humedad del aire. Vista desde allí, tras la línea uniforme de los tejos, bajo la luz suave y envolvente, con las ventanas abiertas y las chimeneas humeando acogedoras, la casa se le antojaba a Mary una hospitalaria presencia humana, un cerebro que hubiese madurado de forma gradual hasta transformarse en un asoleado muro de experiencia. Nunca antes había tenido ella un sentimiento tan intenso de intimidad con la casa, ni mayor convicción de que todos sus secretos eran bienintencionados, guardados, como se les solía decir a los niños, «por el bien de uno»; nunca antes había creído tan firmemente en el poder de la casa para mezclar su vida y la de Ned con las armónicas vicisitudes de la larguísima historia que iba forjando allí, plantada al sol. Oyó unos pasos a sus espaldas y se giró esperando encontrar al jardinero acompañado por el ingeniero de Dorchester. Pero una única silueta se recortó ante su vista, la de un hombre de constitución menuda y aspecto juvenil que, por razones imposibles de precisar en aquel instante, no se correspondía en absoluto con su idea preconcebida de un técnico en calderas para invernaderos. Al verla, el recién llegado se quitó el sombrero y se detuvo con aire de caballero (viajante, tal vez) deseoso de dejar claro lo antes posible que su intromisión es involuntaria. Ocurría a veces que la fama local de Lyng atraía a los turistas más avispados, y Mary casi esperaba que el forastero ocultase una cámara fotográfica, o que justificase su presencia allí sacando una de un momento a otro. Pero no hizo ademán de nada de eso y, al cabo de unos segundos, ella preguntó en un tono acorde con las educadas maneras de él: —¿Desea usted ver a alguien? —Venía a ver al señor Boyne —contestó. Más que su acento fue su entonación la que resultaba vagamente americana y, ante el deje familiar, Mary le observó con mayor detenimiento. El ala de su sombrero de fieltro le tapaba el rostro, que, así oscurecido y según pudo apreciar ella con su corta vista, parecía circunspecto, como el de alguien que viene por negocios, con actitud civilizada pero plenamente al tanto de sus derechos. Ciertas experiencias pasadas habían familiarizado a Mary con este tipo de peticiones, pero ella respetaba escrupulosamente las horas matutinas de su marido y dudaba que él le hubiese concedido a alguien permiso para perturbarlas. —¿Tiene una cita con el señor Boyne? —preguntó. Él vaciló, como si no hubiese esperado la pregunta. —No es exactamente una cita. —Entonces me temo que no podrá recibirle en este momento, pues está trabajando. ¿Quiere dejarle un mensaje o prefiere volver más tarde? Levantando otra vez el sombrero, el visitante respondió que volvería más tarde, y se marchó en dirección a la entrada de la casa. Cuando su silueta se alejaba descendiendo el sendero flanqueado por los setos de tejos, Mary le vio detenerse un instante para contemplar la plácida fachada bañada por el tenue sol invernal. La asaltó de repente el tardío remordimiento de que habría sido más considerado preguntarle si venía de lejos y, en tal caso, ofrecerse a averiguar si su marido podía recibirle. Pero mientras reflexionaba sobre ello el hombre desapareció de su vista tras un seto con forma piramidal. Además, en aquel preciso instante reclamó su atención la llegada del jardinero acompañado de un técnico en calderas de Dorchester de barba entrecana. La reunión con el técnico derivó en cuestiones tan complejas que finalmente éste tuvo que retrasar su regreso en tren, tras haber conminado a Mary a pasar la mañana en su compañía para debatir largamente sobre los invernaderos. Concluidas las deliberaciones, Mary cayó en la cuenta de que faltaba poco para la hora del almuerzo. Se apresuró hacia la casa casi esperando que su marido saliese a su encuentro. Pero en el patio no encontró más que a un ayudante del jardinero que rastrillaba la gravilla. Al entrar, encontró el vestíbulo tan silencioso que supuso que Boyne todavía estaría trabajando tras las puertas de la biblioteca. Sin querer molestarlo, regresó al salón y allí, en su escritorio, se abstrajo en nuevas consideraciones sobre el presupuesto resultante de las decisiones tomadas aquella mañana. Aún gozaba de la novedosa sensación de poder permitirse semejantes dispendios. En contraste con los ambiguos miedos de los días previos, aquel detalle práctico consolidó su recobrada seguridad, contribuyendo a la sensación de que, tal como había afirmado Ned, las cosas nunca les habían ido mejor. Todavía estaba entregada a la lujuria del fastuoso juego de números cuando, desde el umbral, la interrumpió la criada preguntando tímidamente sobre la conveniencia de servir el almuerzo. Ambos compartían la broma de que Trimmle anunciaba el almuerzo como si estuviese divulgando algún secreto de Estado, y Mary, absorta en sus papeles, se limitó a murmurar un distraído consentimiento. Percibió que Trimmle titubeaba inexpresiva en el umbral, como resentida por aquel asentimiento displicente. Poco después resonaron los pasos de la criada alejándose por el pasillo y, dejando a un lado sus papeles, Mary cruzó el vestíbulo en dirección a la puerta de la biblioteca. Aún permanecía cerrada, y ahora era ella quien vacilaba: por un lado detestaba molestar a su marido, pero por otro le preocupaba que excediera su dosis habitual de trabajo. Mientras continuaba allí, sopesando sus opciones, apareció de nuevo la siniestra Trimmle anunciando el almuerzo, lo que sirvió de pretexto a Mary para decidirse a abrir la puerta y entrar en la biblioteca. Boyne no estaba ante su escritorio, y ella miró en derredor esperando encontrarle entre las estanterías, en algún rincón de la amplia estancia. Su llamada no obtuvo respuesta y enseguida resultó evidente que su marido no se encontraba en la biblioteca. Se volvió a la criada. —El señor Boyne debe de estar arriba. Por favor, dígale que el almuerzo está servido. La criada pareció vacilar entre su irrenunciable obligación de obedecer y el igualmente irrenunciable convencimiento de lo inútil de la orden. Resolvió su pugna interna diciendo en tono apocado: —Si me permite, señora, el señor Boyne no está arriba. —¿No está en su habitación? ¿Está usted segura? —Estoy segura, señora. Mary consultó el reloj: —¿Dónde está, entonces? —Ha salido —anunció Trimmle con el aire de superioridad de quien espera respetuosamente la primera pregunta que habría formulado un cerebro coherente. En tal caso, la conjetura inicial de Mary había sido correcta. Boyne debió de haber salido a los jardines a buscarla y, en vista de que no se habían encontrado, habría tomado el acceso más corto por la puerta lateral, en lugar de atravesar todo el patio. Ella cruzó el hall en dirección a las puertas de cristal que daban directamente al jardín de los tejos, pero la criada, tras otro instante de debate interno, se atrevió a intervenir: —Si me lo permite, señora, el señor Boyne no se marchó por ahí. Mary se volvió: —¿A dónde fue? ¿Y cuándo? —Se marchó por la puerta principal y subió por la avenida, señora. —En Trimmle no responder a más de una pregunta a la vez era cuestión de principios. —¿Subió por la avenida? ¿A estas horas? —Mary se dirigió a su vez a la puerta principal y escudriñó el patio dirigiendo la mirada hacia el túnel de desnudos tilos. Pero aquella perspectiva resultó tan infructuosa como la inspección que había llevado a cabo previamente antes de entrar en la casa. —¿No dejó el señor Boyne ningún mensaje? Trimmle pareció sucumbir a una última batalla contra las fuerzas del caos. —No, señora. Simplemente salió con el caballero. —¿Con el caballero? ¿Qué caballero? —Mary se giró en redondo, como dispuesta a hacer frente a esta nueva contingencia. —El caballero que vino a visitarle, señora —dijo Trimmle con resignación. —¿Cuándo ha venido un caballero a visitarle? ¡Explíquese, Trimmle! Únicamente el hecho de que estaba hambrienta y deseosa de exponerle a su marido el asunto de los invernaderos justificaba aquella inusual severidad hacia la criada. Y, pese a todo, era lo suficientemente objetiva como para advertir en los ojos de Trimmle el desafío incipiente del subordinado sumiso al que se ha presionado en exceso. —No sabría decirle la hora exacta, señora, porque no fui yo quien abrió al caballero —replicó con aire de haber decidido obviar magnánimamente el inusitado arrebato de su señora. —¿No le abrió usted la puerta? —No, señora. Cuando sonó el timbre me estaba cambiando y Agnes… —En ese caso, vaya y pregúntele a Agnes —la interrumpió Mary. Trimmle conservó su expresión de paciente indulgencia: —Agnes no lo sabe, señora, porque lamentablemente se quemó la mano ajustando la mecha del nuevo candil que trajeron de la ciudad. —Mary era consciente de que Trimmle había renegado desde el principio del nuevo candil—. Y entonces la señora Dockett envió en su lugar a la pinche. Mary consultó de nuevo el reloj. —¡Son más de las dos! Vaya a preguntarle a la pinche si el señor Boyne dejó algún recado. Sin más demora, se dispuso a almorzar. Trimmle le trajo noticias de que, según la pinche, el caballero había llegado hacia la una, y que el señor Boyne se había marchado con él sin dejar ningún recado. La pinche ni siquiera sabía el nombre del visitante, porque éste lo había anotado en un trozo de papel que acto seguido había doblado pidiendo que se le entregara inmediatamente al señor Boyne. Mary continuó especulando sobre el tema durante el almuerzo. Cuando terminó de comer y Trimmle le llevó el café al salón, sus elucubraciones habían adquirido un punto de desasosiego. No era propio de Boyne ausentarse sin avisar a una hora tan intempestiva, y la dificultad de identificar al visitante que le había requerido hacía su desaparición aún más inexplicable. La experiencia de Mary como esposa de ingeniero, sujeto a llamadas urgentes y horarios irregulares, la había curtido para aceptar con filosofía aquel tipo de imprevistos, pero al retirarse de los negocios Boyne había adoptado un ritmo de vida benedictino. Como compensación por los años de dispersión y ajetreo, de almuerzos de pie y cenas engullidas entre los traqueteos del vagón-comedor del tren, cultivaba los placeres de la puntualidad y de la rutina, lo cual contrastaba con el gusto de su esposa por la improvisación. Mantenía que los espíritus exquisitos hallaban infinitos grados de delectación en la previsible y constante repetición de sus hábitos. No obstante, puesto que ninguna vida puede protegerse por completo contra lo imprevisto, resultaba evidente que las precauciones de Boyne fallaban de vez en cuando, y Mary concluyó que se habría desecho de un visitante inoportuno paseando con él hasta la estación o, al menos, acompañándole durante parte del trayecto. Aquella conclusión puso fin a su preocupación. Se dispuso a salir para reanudar sus conversaciones con el jardinero. Más tarde, emprendió un paseo hasta la oficina de correos del pueblo, a casi dos kilómetros de distancia. Cuando se dirigió de vuelta a casa, ya empezaba a ponerse el sol. Escogió una vereda que atravesaba las lomas, lo que hacía bastante improbable que se cruzasen en el camino, puesto que Boyne regresaría de la estación por el sendero principal. Sin embargo, estaba completamente segura de que él habría llegado a casa antes que ella. Tan segura estaba que en cuanto entró se dirigió directamente a la biblioteca, sin detenerse siquiera a preguntarle a Trimmle. Pero la biblioteca continuaba vacía y, con una memoria visual de sorprendente precisión, observó al instante que los papeles del escritorio de su marido seguían exactamente donde estaban cuando había entrado a avisarle del almuerzo. La invadió de repente un inexplicable pánico a lo desconocido. Había cerrado la puerta tras de sí al entrar, y mientras permanecía de pie, sola en la amplia habitación, silenciosa y en penumbra, su pavor pareció cobrar forma y sonido, como si estuviese allí, respirando de un modo audible, acechando entre las sombras. Sus ojos miopes escudriñaron entre dichas sombras, casi distinguiendo una presencia real, algo que se mantenía distante, observando, sabiendo. Deseosa de escapar de aquella presencia incorpórea, se abalanzó sobre el cordón de la campanilla propinándole un perentorio tirón. La llamada, enérgica y apremiante, hizo que Trimmle acudiera atropelladamente con un candil en la mano, y aquella discreta irrupción de la normalidad consiguió devolverle el resuello a Mary. —Si está en casa el señor Boyne, puede traer el té —pidió para justificar su llamada. —Muy bien, señora. Pero el señor Boyne no está —dijo Trimmle soltando el candil. —¿No está? ¿Quiere decir que regresó y volvió a salir? —No, señora. Es que no ha regresado. Volvió a atenazarla el pánico, y Mary supo que esta vez no había remedio posible. —¿No ha regresado desde que salió con… el caballero? —No desde que salió con el caballero. —Pero ¿quién era ese caballero? —farfulló Mary con el tono autoritario de quien pretende hacerse oír en medio de una algarabía de sonidos ininteligibles. —No sabría decírselo, señora. —De pie junto al candil, Trimmle parecía de repente menos robusta y lozana, como si también a ella la eclipsara una creciente sombra de duda. —Pero la pinche tiene que saberlo… ¿No fue la pinche quien le abrió la puerta? —Ella tampoco lo sabe, señora, porque él escribió su nombre en un papel doblado. En su desconcierto, Mary era consciente de que ambas estaban designando al visitante desconocido mediante un pronombre abstracto, en lugar de hacerlo mediante la fórmula tradicional que, hasta el momento, había mantenido sus alusiones en los límites de las convenciones sociales. —¡Pero tiene que tener un nombre! ¿Dónde está el papel? Se dirigió al escritorio y empezó a remover los documentos amontonados arbitrariamente sobre él. Lo primero que llamó su atención fue una carta a medio escribir, de puño y letra de su marido, con una pluma atravesada sobre ella, como abandonada con motivo de algún deber acuciante. —Mi querido Parvis (¿Quién era Parvis?): acabo de recibir su carta notificándome el fallecimiento de Elwell y, aunque supongo que ahora no existe ya riesgo de problemas, sería más seguro… Apartó la hoja a un lado y continuó con su inspección, pero no descubrió ningún papel doblado entre las cartas ni entre los documentos promiscuamente apilados en un mismo montón, como en un gesto de precipitación o nerviosismo. —Pero la pinche lo vio. Hágala venir —ordenó, preguntándose cómo había sido tan torpe de no haber pensado antes en una solución tan simple. Trimmle desapareció en una fracción de segundo a obedecer la orden, como aliviada de salir de la habitación y, cuando reapareció trayendo consigo a la consternada ayudante, Mary había recobrado su autocontrol y tenía preparadas sus preguntas. Sí, que ella supiese el caballero era desconocido. Pero ¿qué había dicho? Y, sobre todo, ¿qué aspecto tenía? La respuesta a la primera pregunta era sencilla, por la desconcertante razón de que apenas había dicho nada… Simplemente preguntó por el señor Boyne y, garabateando algo en un trozo de papel, pidió que se lo entregaran enseguida. —Entonces, ¿no sabe lo que escribió? ¿Ni siquiera está segura de que fuese su nombre? La pinche no estaba segura, pero suponía que así era, puesto que lo había anotado a raíz de preguntarle ella a quién debía anunciar. —Y cuando le llevó la nota al señor Boyne, ¿qué dijo él? La pinche creía que el señor Boyne no había comentado nada, aunque no estaba muy segura porque, cuando acababa de entregarle la nota y la estaba desdoblando, se dio cuenta de que el visitante la había seguido hasta la biblioteca y ella se retiró, dejando solos a los dos caballeros. —Pero, entonces, si los dejó en la biblioteca, ¿cómo sabe que salieron de la casa? Este último desafío sobrepasó la capacidad de expresión de la empleada. Resultaba evidente que se había rebasado el límite de su resistencia. La obligación de acudir a la puerta a recibir a un visitante ya había subvertido tanto el orden habitual de las cosas que sus facultades estaban completamente trastornadas, por lo que, tras varios penosos esfuerzos evocativos, sólo fue capaz de balbucir: —Su sombrero, señora, era algo diferente, por así decirlo. —¿Diferente? ¿Cómo diferente? —Mary se plantó al instante junto a ella, con el pensamiento retrocediendo justo en ese preciso momento hasta una imagen registrada aquella mañana, temporalmente extraviada bajo capas de sucesivas impresiones. —¿Quiere decir que su sombrero tenía el ala ancha? ¿Y su cara era algo pálida y aniñada? —Mary la presionaba con los labios apretados por la tensión. Pero si la pinche encontró respuesta para aquel nuevo lance, acabó arrollada en la corriente de conclusiones personales de su interlocutora. ¡El forastero, el forastero del jardín! ¿Cómo no había pensado Mary antes en él? Ya no hacía falta que nadie le confirmase que era él quien había visitado a su marido y se había marchado con él. Pero ¿quién era y por qué Boyne había acudido presuroso a su llamada? 4 Como resurgiendo irónicamente en medio de la oscuridad, Mary recordó de repente que más de una vez habían comentado su marido y ella lo pequeña que era Inglaterra, «un lugar en el que resultaba asombrosamente difícil perderse». Un lugar en el que resultaba asombrosamente difícil perderse. Esas habían sido las palabras de su marido. Y ahora, con toda la maquinaria de la investigación oficial desplegada y rastreándose con ayuda de reflectores la costa de un extremo a otro, incluso entre los estrechos istmos; ahora que el nombre de Boyne empapelaba paredes de ciudades y pueblos y que su retrato (¡cómo la mortificaba esto!) se había difundido a lo largo y ancho del país como si se tratase de la imagen de un delincuente en busca y captura… Ahora la pequeña isla, tan aglutinada y poblada, patrullada por la policía, investigada y controlada por la ley, se manifestaba cual esfinge poseedora de insondables enigmas que reaccionaba con mirada impasible a la tribulación contenida en los ojos de su esposa, con el perverso regocijo de estar en conocimiento de algo que los demás no llegarían a saber jamás. Durante la quincena posterior a la desaparición de Boyne, no había habido noticia de él, ni el menor rastro de sus movimientos. Incluso la típica información engañosa que suscita esperanzas en los corazones afligidos había sido escasa y efímera. Nadie, salvo la abrumada pinche de cocina que le había visto abandonar la casa, había visto al «caballero» que le acompañaba. Según las indagaciones efectuadas en el vecindario, nadie recordaba haber visto a ningún extraño en la comarca de Lyng aquella mañana. Ni en los pueblos vecinos ni en los senderos que cruzaban los valles, ni tampoco en las estaciones de ferrocarril próximas se había encontrado nadie con Edward Boyne, ni sólo ni acompañado. Se lo había tragado el radiante mediodía inglés como si se hubiese adentrado en la noche cimeriana. Mientras los medios externos de investigación trabajaban a destajo, Mary había saqueado los papeles de su marido en busca de algún indicio de antecedente turbio, de enredo de algún tipo o de coerción desconocida para ella que arrojase un débil rayo de luz en la tiniebla. Pero si algo de ello hubo en la vida de su marido, había desaparecido por completo, del mismo modo que el trozo de papel en el que el visitante había anotado su nombre. No quedaba ni un hilo del que seguir tirando, salvo (si realmente podía considerarse una excepción) la carta que, al parecer, estaba escribiendo Boyne en el momento de recibir el misterioso recado del visitante. Dicha carta, leída y releída por su esposa, y remitida por ella a la policía, proporcionaba escasa base para conjeturas. «Acabo de saber del fallecimiento de Elwell y, aunque supongo que ahora no existe ya riesgo de problemas, sería más seguro…» Eso era todo. Del «riesgo de problemas» daba clara cuenta el recorte de prensa que había puesto a Mary al corriente de la demanda interpuesta contra su marido por uno de sus socios en la empresa Blue Star. La única información adicional que aportaba la carta era el hecho de que, al tiempo de haberla escrito, todavía se mostraba Boyne intranquilo por el resultado de la demanda, pese a haberle asegurado a su esposa que ésta había sido retirada, y pese a que la propia carta corroboraba el fallecimiento del demandante. Llevó varias semanas de continuos cablegrafiados identificar al tal Parvis a quien se dirigía la fragmentaria misiva, pero ni siquiera cuando las pesquisas revelaron que se trataba de un abogado de Waukesha fue posible recabar nueva información en relación al caso Elwell. Parecía que el abogado no había tenido interés personal en el asunto, que se había limitado a intervenir como amigo experto en la materia y posible intermediario. Se declaró incapaz de adivinar el motivo por el que Boyne solicitaba su ayuda profesional. Aquella información estéril, único fruto de dos semanas de búsqueda febril, no prosperó un ápice durante las lentas semanas posteriores. Mary sabía que las averiguaciones seguían su curso, pero vagamente percibía que se iban ralentizando de forma gradual, como parecía ralentizarse también el paso real del tiempo. Era como si los días, en su despavorida huida de la enigmática visión de aquel día inescrutable, fuesen recuperando su seguridad conforme ganaban distancia, hasta terminar recobrando su ritmo habitual. Lo mismo ocurría con los cerebros humanos que trabajaban en aquel extraño suceso. Indudablemente, el tema continuaba ocupándoles, pero, semana tras semana y hora tras hora, se hacía menos absorbente, abarcaba menos espacio, lenta pero inexorablemente lo iban desplazando al fondo de la consciencia otros problemas más recientes que bullían en el humeante caldero de la experiencia humana. Incluso la consciencia de Mary Boyne se iba ralentizando progresivamente. Aún cimbreaba con las incesantes oscilaciones de la especulación, pero éstas se habían vuelto más lentas, de cadencia más rítmica. Había momentos de asombrosa lasitud en los que, al igual que un veneno que deja a su víctima con la mente despejada pero con el cuerpo inerte, se veía a sí misma familiarizada con el Horror, aceptando su presencia perpetua como una de las condiciones insoslayables de la existencia. Los momentos así se prolongaban durante horas y días, hasta que acababa sucumbiendo a una fase de estólida aquiescencia. Contemplaba las rutinas normales de la vida con la mirada desafecta del salvaje a quien no le impresionan lo más mínimo los incomprensibles asuntos de la civilización. Había llegado a un punto en el que ella misma se consideraba parte de esa rutina, un radio más de la rueda, girando con sus movimientos… Se sentía casi como el mobiliario de la estancia en la que se sentaba, un objeto insensible al que se le limpiaba el polvo y que se cambiaba de sitio junto a las sillas y las mesas. Aquella apatía creciente la mantenía encerrada en Lyng, pese a los vehementes ruegos de sus amistades y a la clásica prescripción médica de cambio de aires. Sus amigos suponían que su negativa a moverse se debía a la creencia de que su marido regresaría un día al lugar del que se había evaporado. Incluso acabó forjándose una bella leyenda sobre aquel estado de espera ilusorio. Pero la realidad era que Mary no albergaba semejante ilusión: la angustia abisal que la rodeaba ya nunca se iluminaba con fugaces destellos de esperanza. Estaba convencida de que Boyne no regresaría jamás, de que había desaparecido de su vida de manera tan radical como si hubiese sido la propia Muerte la que hubiese aguardado aquel día en el umbral. Incluso había desechado, una a una, las diversas hipótesis que sobre su desaparición manejaban la prensa, la policía y su propia fantasía desbocada. En momentos de serenidad absoluta, su mente descartaba las múltiples alternativas del horror y quedaba sumida en la simple constatación de que su esposo se había ido. No, nunca sabría qué había sido de él… Nadie lo sabría jamás. Pero la casa lo sabía, lo sabía la biblioteca en la que Mary pasaba largas y solitarias noches. Al fin y al cabo, había sido allí donde se había escenificado el último acto, allí hasta donde había llegado el forastero a pronunciar la palabra que había hecho que Boyne se levantara y le siguiera. El suelo que ella pisaba había sentido sus pasos, los libros de las estanterías habían visto su rostro. Había instantes en los que la intensa presencia de las paredes, vetustas y sombrías, parecía a punto de manifestarse, desvelando de forma audible parte de su secreto. Pero dicha revelación no llegaba a producirse, y ella sabía que nunca lo haría. No era Lyng una de esas casonas indiscretas que traicionan los secretos que se les confían. Su propia leyenda demostraba que siempre había sido el cómplice mudo, el insobornable guardián de los misterios que había llegado a averiguar. Y Mary Boyne, sentada frente a frente con su portentoso silencio, sabía que no habría medio humano de hacérselo romper. 5 —No digo que no fuese correcto, pero tampoco digo que lo fuese. Eran negocios. Al escuchar estas palabras, Mary, sorprendida, levantó la cabeza y miró con interés y detenimiento a la persona que las pronunciaba. Cuando media hora antes le habían presentado una tarjeta en la que se leía «Sr. Parvis», supo inmediatamente que el nombre había formado parte de su subconsciente desde que lo leyera al inicio de la carta inconclusa de Boyne. En la biblioteca, esperándola, encontró a un hombre corriente, de baja estatura, calvo y con gafas de montura dorada. Le provocó un extraño estremecimiento saber que aquélla era la persona a quien su marido había dirigido su último pensamiento conocido. Con cortesía pero prescindiendo de preámbulos inútiles, como corresponde a quienes nunca pierden de vista el reloj, Parvis había expuesto el motivo de su visita. Había vuelto a Inglaterra por negocios y, dado que se encontraba en la comarca de Dorchester, no había querido marcharse sin presentar sus respetos a la señora Boyne, sin preguntarle (si se presentaba la ocasión) lo que pensaba hacer en relación a la familia de Bob Elwell. Sus palabras activaron en el interior de Mary el resorte de un espanto indescriptible. ¿Es que, después de todo, sí conocía su visitante lo que había querido decir Boyne con su frase inacabada? Pidió que le aclarase la pregunta y advirtió que a él le sorprendía que ella no estuviese al tanto del asunto. ¿Era posible que la señora Boyne supiese tan poco como decía? —No sé nada… Cuéntemelo usted —atinó a decir ella. Y seguidamente el visitante procedió a desvelarle la historia. Incluso a través de los ofuscados sentidos de Mary y de su inexperta visión del tema, el relato de Parvis arrojaba una luz escabrosa sobre el turbio asunto de la mina Blue Star. Su marido había hecho fortuna en aquel brillante negocio a costa de «adelantarse» a otro sujeto menos atento a la oportunidad. La víctima de su astucia había sido el joven Robert Elwell, que había «metido» a Boyne en el plan Blue Star. Ante las expresiones de estupor de Mary, Parvis le dirigió una mirada pensativa a través de sus gafas imparciales. —Bob Elwell no fue suficientemente listo, eso es todo. Si lo hubiera sido, las cosas se habrían desarrollado a la inversa y se la hubiese jugado a Boyne de la misma manera. Este tipo de cosas suceden todos los días en los negocios. Supongo que es lo que los científicos llaman la supremacía del más fuerte —dijo Parvis claramente satisfecho con lo acertado de su analogía. Mary sintió un espasmo físico ante la siguiente pregunta que intentaba formular, como si las palabras que estaban al borde de sus labios tuviesen un sabor nauseabundo. —Entonces…, ¿acusa usted a mi marido de hacer algo reprobable? El señor Parvis consideró la pregunta sin inmutarse. —¡Oh, no! No. Ni siquiera digo que no fuese correcto. —Recorrió con la mirada los largos estantes de libros, como si alguno de ellos pudiese proporcionarle la definición que buscaba. —No digo que no fuese correcto, pero tampoco digo que lo fuese. Eran negocios. No se le ocurrió, después de pensarlo detenidamente, una forma mejor de expresarlo. Mary permanecía sentada mirándole con expresión de pavor. Se le antojaba que él era el indiferente e implacable emisario de algún poder maléfico e informe. —Pero, al parecer, los abogados del señor Elwell no compartían su punto de vista, porque imagino que fueron ellos los que le aconsejaron retirar la demanda. —¡Oh, sí! Sabían que técnicamente aquello apenas se sostenía. Pero cuando le aconsejaron que retirase la demanda Elwell se volvió loco. Ya sabe, había pedido prestada la mayor parte del dinero que perdió en la Blue Star y estaba en un serio aprieto. Por eso, cuando le confirmaron que no había nada que hacer, se pegó un tiro. Grandes y ensordecedoras oleadas de horror arrasaron el semblante de Mary. —Bueno, no se mató exactamente. Tardó dos meses en morir —declaró Parvis con la misma ausencia de emoción que un gramófono haciendo sonar su disco. —¿Quiere decir que intentó matarse y falló? ¿Que volvió a intentarlo? —¡Oh!, no hizo falta que lo intentara de nuevo —dijo Parvis con gravedad. Continuaban sentados en silencio uno frente al otro, balanceando él entre sus dedos las gafas de ver con aire ensimismado; ella, inmóvil, con los brazos rígidos, entrelazando las rodillas en actitud tensa. —Pero si usted sabía esto… —logró decir al fin, apenas elevando la voz por encima del susurro—: ¿Cómo es que cuando le escribí al tiempo de desaparecer mi marido me dijo usted que no comprendía su carta? Parvis encajó la pregunta sin alterarse. —Bueno, estrictamente hablando no la comprendía. Y de haberla comprendido tampoco era ya momento de hablar del tema. El asunto Elwell se dio por concluido al retirarse la demanda. Nada que yo pudiese haberle dicho le habría ayudado a encontrar a su marido. Mary siguió presionándole: —Entonces, ¿por qué me lo cuenta ahora? Parvis permaneció impasible. —Para empezar, suponía que usted sabía más de lo que parece saber…, sobre las circunstancias de la muerte de Elwell, quiero decir. Y, por otra parte, es ahora cuando la gente está empezando a hablar del tema. Todo el asunto ha salido a relucir de nuevo. Y pensé que si usted no estaba al corriente, debería estarlo. Ella guardaba silencio y él prosiguió: —Mire, hace poco que se ha descubierto el penoso estado en que estaban los asuntos de Elwell. Su esposa es una mujer orgullosa, siguió luchando mientras pudo, yendo a trabajar, llevándose costura a casa, hasta que enfermó gravemente…, del corazón, creo. Pero tenía que cuidar de su madre postrada en cama, de sus hijos. Finalmente no pudo con todo y tuvo que pedir ayuda. Ello atrajo la atención sobre el caso, la prensa lo acogió y se inició una suscripción popular. A todo el mundo le caía bien Bob Elwell y la mayoría de las personalidades locales figuraban en dicha lista. La gente empezó a hacerse preguntas… Le alargó a Mary un periódico que ella misma desplegó con parsimonia, recordando al hacerlo la tarde que, en aquella misma habitación, la lectura de un recorte del Sentinel había zarandeado por vez primera los cimientos de su estabilidad. Al abrir el diario, sus ojos, deslumbrados por los fulgurantes titulares: «La viuda de la víctima de Boyne abocada a la caridad», recorrieron la columna de texto que figuraba al pie de dos retratos. El primero era de su marido, tomado de una fotografía realizada durante el año que llegaron a Inglaterra. Era la fotografía que más le gustaba a ella, la misma que estaba arriba, en el buró del dormitorio. Al reencontrarse sus ojos con los de la fotografía se sintió incapaz de leer lo que se decía de su esposo, y una punzada de dolor la hizo entrecerrar los párpados. —Pensé que tal vez estaría dispuesta a incluir su firma… —Oyó decir a Parvis. Abrió los ojos con esfuerzo y su mirada recayó sobre la otra imagen. Pertenecía a un hombre de aspecto juvenil, de complexión menuda, vestido con ropa vulgar, con los rasgos algo desdibujados por la sombra de un sombrero de ala prominente. ¿Cuándo había visto ella antes ese perfil? Se quedó mirando la foto aturdida, con el corazón golpeando en su garganta y sus oídos. Entonces lanzó un grito. —¡Este es el hombre…, el hombre que vino a ver a mi marido! Oyó a Parvis ponerse en pie de un respingo y, de forma confusa, fue consciente de haberse acurrucado en un extremo del sofá, y de que él se inclinaba sobre ella alarmado. Con un intenso esfuerzo se rehízo y recogió el periódico que había dejado caer. —¡Este es el hombre! ¡Le reconocería en cualquier parte! —sollozó con una voz que retumbó como un alarido en sus tímpanos. La voz de Parvis le llegaba desde muy lejos, desde el abismo infinito de un zigzagueante laberinto desdibujado por la niebla. —Señora Boyne, no se encuentra usted bien. ¿Desea que avise a alguien? ¿Le traigo un vaso de agua? —¡No, no, no! —Se incorporó aproximándose hacia él, agarrando el periódico con el puño crispado—. Se lo estoy diciendo: ¡éste es el hombre! ¡Le conozco! ¡Habló conmigo en el jardín! Parvis le arrebató el periódico y enfocó sus gafas directamente sobre el retrato. —No puede ser, señora Boyne. Este es Robert Elwell. —¿Robert Elwell? —Su demudado rostro pareció surcar el espacio—. Entonces fue Robert Elwell quien vino a por él. —¿Que vino a por él? ¿El día que se marchó? —La voz de Parvis se debilitaba a medida que se elevaba la de ella. Se inclinó un poco, imponiéndole una mano fraternal, como si quisiera inducirla gentilmente a sentarse de nuevo—. No puede ser, ¡Elwell había muerto! ¿No se acuerda? Mary tomó asiento, con la mirada clavada en la fotografía, ajena a lo que él le decía. —¿No recuerda la carta inacabada que me dirigió Boyne, la que encontró usted aquel día en el escritorio? Fue escrita justo después de que se enterara de la muerte de Elwell. Ella percibió cierto temblor extraño en la voz monocorde de Parvis. —Seguro que lo recuerda —insistía él. Sí, lo recordaba. Y era eso lo que más la horrorizaba. Elwell había fallecido el día anterior a la desaparición de su marido. Aquél era el retrato de Elwell, el retrato del hombre que había conversado con ella en el jardín. Levantó la cabeza y paseó la mirada lentamente por la biblioteca. También la biblioteca podría atestiguar que aquél era el retrato del hombre que entró aquel día interrumpiendo a Boyne en su carta inconclusa. Abriéndose paso entre las densas brumas de su memoria, Mary alcanzó a oír el lejano eco de unas palabras casi olvidadas, unas palabras pronunciadas por Alida Stair en el jardín de Pangbourne mucho antes de que Boyne y su esposa hubiesen visto la casa de Lyng, o imaginado que algún día vivirían en ella. —Este es el hombre que habló conmigo —repitió. Miró de nuevo a Parvis. Éste procuraba disimular su consternación bajo lo que él imaginaba una expresión de compasión indulgente, pero las comisuras de sus labios estaban azules. «Cree que estoy loca —pensó Mary—, pero yo no soy ninguna loca». De repente se le ocurrió la manera de probar su afirmación. Permaneció callada en su asiento, controlando el temblor de sus labios, aguardando hasta estar segura de que su voz adquiriría su tono habitual. Entonces, clavando la mirada en Parvis, dijo: —¿Podría responderme a una pregunta? ¿Cuándo intentó suicidarse Elwell? —¿Cuándo…? ¿Cuándo…? —balbució él. —Sí, la fecha. Trate de recordar, por favor. Era consciente de que él cada vez se sentía más intimidado por ella. —Tengo un motivo —insistió Mary con delicadeza. —Sí, sí. Es que no me acuerdo. Unos dos meses antes, diría yo. —Necesito la fecha exacta —repitió ella. Parvis cogió el periódico. —Aquí podremos verlo —dijo aún complaciente. Recorrió la página con la mirada—. Aquí está. En octubre pasado, el día… Ella le interrumpió: —El 20, ¿no? Observándola atentamente él le confirmó: —Sí, el 20. ¿Cómo lo sabía? —Lo sé ahora —Su mirada perpleja pasó por encima de él—. El domingo 20… Ese día vino por primera vez. La voz de Parvis era apenas audible: —¿Vino por primera vez? —Sí. —Entonces, ¿le vio usted dos veces? —Sí, dos veces —suspiró ella con los ojos abiertos—. La primera ocasión fue el 20 de octubre. Recuerdo bien la fecha porque fue el día que subimos por primera vez al monte Meldon. —Sintió ganas de reír para sus adentros al pensar que, de no ser por aquel detalle, quizá lo habría olvidado. Parvis seguía escrutándola, como intentando interceptar su mirada. —Le vimos desde el tejado —prosiguió ella—. Bajaba por la avenida de los tilos en dirección a la casa. Iba vestido de la misma forma en que aparece en esa foto. Mi marido le vio primero. Se asustó y bajó delante de mí. Pero no había nadie abajo. Se había esfumado. —¿Elwell se había esfumado? —tartamudeó Parvis. —Sí. Los murmullos de ambos parecieron fundirse. —No comprendía lo que había sucedido. Ahora lo veo claro. Intentó venir entonces, pero no llevaba suficiente tiempo muerto… No le era posible llegar hasta nosotros. Tuvo que esperar dos meses, entonces regresó… y Ned se marchó con él. Hizo a Parvis un gesto afirmativo, con la mirada triunfal del niño que ha logrado solucionar con éxito un puzle complejo. Pero, de repente, alzó las manos en un gesto desesperado, presionando con ellas sus congestionadas sienes. —¡Oh, Dios mío!, yo misma le conduje hasta Ned… Le dije adonde dirigirse. ¡Le envié hasta esta misma habitación! —gimió. Sintió que las paredes de la habitación la cercaban, como ruinas desmoronándose en su interior. Oyó a Parvis, en la lejanía, increpándola a través de dichas ruinas, luchando por alcanzarla. Pero ella era insensible a su contacto, no sabía lo que le estaba diciendo. En medio del estruendo una única nota se dejaba oír con nitidez: la voz de Alida Stair hablando en el jardín de Pangbourne. «No lo sabréis hasta después —decía—. No lo sabréis hasta mucho, mucho después». *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
La botella de Perrier
Cuento
1 Había caído la tarde. Sólo el haz de luz proyectado por la lámpara del escritorio del gobernador Mornway rescataba de la oscuridad reinante su imponente corpulencia mientras se hallaba recostado en una cómoda butaca en la actitud relajada que solía adoptar a esa hora. Cuando el gobernador de Midsylvania descansaba, lo hacía a conciencia. Cinco minutos antes había estado inclinado sobre la mesa de su oficina, como un Atlas con el peso del Estado sobre sus hombros. Ahora, concluidas sus horas de trabajo, ofrecía el aspecto de quien ha pasado el día holgazaneando a placer y se dispone a terminarlo disfrutando de una buena cena. Su indolencia atenuaba la crónica agitación de su hermana, la señora Nimick, la cual, fuera del círculo de luz de la lámpara, quedaba sumida en la acogedora penumbra de la chimenea. De vez en cuando, llamas con inquisitivos destellos iluminaban su rostro. Por lo general la presencia de la señora Nimick no invitaba al descanso, pero la serenidad del gobernador no era de las que se perturban fácilmente. Se comportaba con el aplomo de quien sabe que hay un mosquito en la habitación pero se encuentra a salvo con el mosquitero echado por encima de la cabeza. Su calma se reflejó en el tono con el que, reclinándose hacia atrás para sonreírle a su hermana, comentó: —Ya sabes que no voy a concertar ninguna cita esta semana. Era el día posterior a la gran victoria reformista que, por segunda vez, había colocado a John Mornway al frente del Estado, un triunfo que hacía parecer insignificante la tremenda batalla de su primera elección. Ahora se arrellanaba en su asiento con la sensación de imperturbable placidez que sobreviene tras un esfuerzo recompensado. La señora Nimick farfulló una disculpa: —No entiendo… He visto en los periódicos de la mañana que se había elegido al fiscal general. —¡Oh, Fleetwood…! Su reelección formaba parte de la campaña. ¡Representa uno de los principios que yo mismo encarno! La señora Nimick sonrió con escepticismo: —Resulta raro que alguien identifique al señor Fleetwood con algún tipo de principio. En la sonrisa del gobernador no había nada parecido a una recíproca acritud. La mención del nombre del fiscal general hizo aflorar nuevamente la adrenalina de la contienda, y se preguntó cómo podía ser que Fleetwood no hubiese pasado todavía por su casa para estrecharle la mano por el triunfo de ambos. —No —dijo de buen talante—. Hace un par de años el nombre de Fleetwood no se habría asociado a principio alguno, pero yo creo en él, y mira lo que ha hecho por mí. Le consideré un hombre suficientemente inteligente para saber ver a tiempo que el trabajo de Estado va mucho más allá de la política práctica, y ahora que le he dado la oportunidad de descubrirlo, va camino de convertirse en el modelo de estadista que el país necesita. —¡Oh, es mucho más fácil y gratificante creer en las personas! —replicó la señora Nimick con una voz cargada de veladas indirectas—. Y, naturalmente, todos sabíamos que el señor Fleetwood era el aspirante con más posibilidades. El gobernador permaneció impasible ante aquellas palabras: —Bueno, en cualquier caso, no va a ocupar él mismo todas las oficinas del Estado. Probablemente quedarán una o dos libres una vez haya tomado posesión del cargo y, llegado el momento, pensaré en tu candidato. Le tendré en cuenta. La señora Nimick se animó visiblemente. —Oh, supondría un cambio tan grande para Jack… ¡Para el pobre muchacho sería de vital importancia que saliera elegido el señor Ashford! El gobernador levantó una mano en un ademán disuasorio. —¡Oh!, ya sé, una no debe decir eso o, al menos, tú no deberías escucharlo. Le temes tanto al nepotismo… Pero no estoy pidiendo nada para Jack… Nunca he pedido ni una migaja para nosotros, gracias a Dios. Nadie puede acusarme a mí de… —La señora Nimick se interrumpió bruscamente para proseguir en un tono más impersonal—: Pero estoy segura de que no hay nada malo en hablar en favor del señor Ashford, cuando es de sobra sabido que se le baraja como aspirante al cargo. Y no entiendo que el hecho de que Jack trabaje en su oficina deba impedirme expresar mi opinión. —Todo lo contrario —dijo el gobernador—. Denota, por tu parte, un conocimiento personal de la cualificación del señor Ashford que puede serme de gran utilidad para tomar una decisión. La señora Nimick no sabía nunca a qué atenerse cuando él adoptaba aquel tono, y a las trémulas llamas de la chimenea su semblante pareció por un momento la viva imagen de la incertidumbre. Seguidamente, se aventuró a espetarle: —Bueno, en cualquier caso, tengo la promesa de Ella. El gobernador se irguió en su asiento: —¿La promesa de Ella? —Sí, de apoyarme en esto. ¡Ella le aprueba incondicionalmente! El gobernador sonrió: —¡Hablas como si Ella tuviese un salón político y repartiese lettres de cachet! Celebro que le guste Ashford, pero si crees que es mi esposa la que hace los nombramientos por mí… —Lo innecesario de aquella aclaración le hizo reír. La señora Nimick se sonrojó: —Una nunca sabe cómo vas a tomarte los comentarios más simples. ¿Qué hay de malo en decir que Ella aprueba al señor Ashford? Pensaba que te gustaba que se interesara por tu trabajo. —Me encanta. Pero no puedo permitir que se interese de esa forma. —¿De qué forma? —La de prometer usar su influencia en la designación de cargos. Y es que hablas de política en el mismo lenguaje que los tribunales europeos. Gracias a Dios, Ella tiene menos imaginación. Obviamente, tiene sus preferencias, pero no espera que afecten a la organización de las oficinas. La señora Nimick recogió su abrigo de piel con un aire a un tiempo contrito y resentido: —Lo siento… Parece que siempre termino metiendo la pata. Te aseguro que vine con la mejor de las intenciones… Es normal que tu hermana quiera estar a tu lado en un momento tan dichoso. —¡Pues claro, querida! —exclamó afable el gobernador, levantándose para tomarle las manos con las que ella se ajustaba nerviosamente sus prendas de abrigo. La señora Nimick, que vivía a cierta distancia del centro y cuyas visitas a su hermano eran, según solía dar a entender, resultado de un esfuerzo colosal y de misteriosas complicaciones, había venido a felicitarle por su victoria, así como para saber qué posibilidades tenía el abogado en cuya oficina trabajaba su hijo mayor de hacerse con un puesto bastante codiciado. En la vehemencia de este último cometido casi había perdido de vista el primero, pero su rostro se distendió cuando el gobernador, con sus manos retenidas entre las suyas, y adoptando esa inflexión de voz con la que solía conferirle la mejor de las intenciones a los motivos de su hermana, le dijo: —Estaba seguro de que serías una de las primeras en darme tu bendición. —Oh, tu éxito… ¡Nadie lo celebra más que yo! —suspiró la señora Nimick, que siempre se sentía a sus anchas en clave emocional—. Yo me mantengo al margen. No hago ruido, no pido nada, pero ¡nadie impedirá jamás que me alegre de los triunfos de mi hermano…! Pase lo que pase. Las felicitaciones de la señora Nimick siempre albergaban un matiz condicional, una mirada dirigida de soslayo hacia oscuras contingencias. El gobernador, sonriendo ante aquella familiar manera de expresarse, replicó risueño: —No veo por qué querría nadie privarte de ese privilegio. —No podrían…, no podrían… —afirmó la señora Nimick con heroica resistencia. —Bueno, en cualquier caso, permaneceré dos años más en mi puesto, de modo que puedes alegrarte todo lo que quieras. —¡Pase lo que pase…, pase lo que pase! —sollozó la señora Nimick contra el pecho de su hermano. —Lo único que puede pasar en este momento es que pierdas tu tren si permito que continúes diciéndome cosas agradables. La señora Nimick se secó los ojos, se ciñó de nuevo su abrigo y barrió la habitación con una mirada sentimental mientras su hermano pedía su carruaje. —Me llevo una bonita imagen tuya —murmuró—. Es asombroso lo que has conseguido hacer con este espantoso lugar. —¡Ah, no he sido yo, sino Ella…! Ahí sí que es la reina indiscutible —admitió él, recorriendo también con la mirada la biblioteca, que tenía cierto aire de estancia permanente, de intimidad adquirida día a día con sus ocupantes, y que contrastaba con la ostensible impersonalidad de los clásicos apartamentos para ejecutivos. —¡Oh, Ella es maravillosa, maravillosa! Veo que ha comprado las cortinas de damasco importadas que estuvo mirando el otro día en Fielding’s. Cuando me preguntan cómo lo hace, siempre digo que no tengo la menor idea —murmuró la señora Nimick. —Es un arte como cualquier otro —dijo el gobernador con una sonrisa—. Ella se acostumbró a vivir en jaimas y tiene la habilidad de darles un asombroso aire de permanencia. —Desde luego, consigue las gangas más extraordinarias… Y no basta la habilidad para hacerse con semejantes cortinas y alfombras. —¿Son caras? Me alegra oírlo. Pero ni todas las cortinas y las alfombras del mundo garantizan que una casa sea cómoda para vivir. Eso es a lo que me refiero cuando hablo de habilidad. Con un estremecimiento, recordó sus tristes años en el Congreso, antes de casarse, cuando la señora Nimick vivía con él en Washington y alternaba la lucha diaria en la Casa Blanca con conflictos domésticos casi igual de recurrentes. La oferta de una misión en el extranjero, si bien le desconectó de la política activa, tuvo la ventaja de eximirle de la tutela de su hermana. En Europa, donde permaneció dos años, conoció a la dama que llegaría a ser su esposa. La señora Rendfish era la viuda de uno de los muchos diplomáticos que languidecen como perpetuos secretarios en las diversas embajadas americanas. La vida que había llevado le había aportado mucho mundo sin hacerla caer en la frivolidad, así como un sentido de la trascendencia política poco habitual entre las señoras de su nacionalidad. Consideraba la vida pública como la más noble y absorbente de las vocaciones y, con enorme versatilidad social, combinaba un mismo don para leer libros de leyes y analizar debates. Tanto disfrutaba con esto último que no lamentó sustituir las distracciones de su vida europea, poblada de pintorescas amistades, por la anodina capital midsylvana. Ayudó a Mornway en su lucha por la gobernación como a los hombres les gusta que les ayuden las mujeres: con buen tacto, aspecto impecable, memoria ágil para recordar caras, ingenio para decir la cosa apropiada a la persona apropiada y capacidad para llevar a cabo tareas invisibles y arduas a la sombra de la actividad pública del cónyuge. Pero, por encima de todo, su esposa le ayudaba haciendo su vida doméstica apacible y armónica. Para ser un hombre que se desentendía por completo de su bienestar personal, Mornway era particularmente sensible a las comodidades domésticas. Servicio solícito, cenas en punto, chimeneas con buen fuego y alguna esencia floral en el ambiente… Ese tipo de detalles materiales, que casi se habían convertido en una prolongación de la personalidad de su esposa, en el resultado natural de su proximidad, le resultaban, tras cinco años de matrimonio, tan placenteros como la primera vez que descubrió con asombro su existencia. La señora Nimick llevaba la casa con un estilo brusco y estridente; Ella realizaba la misma tarea de forma sigilosa e imperceptible, y los resultados hablaban a favor de este último método. Aunque ni el gobernador ni su esposa disponían de grandes medios, bajo la dirección de la señora Mornway la casa adoptaba un aire de lujo sobrio que resultaba tan del agrado de su esposo como enojoso para su cuñada. La maquinaria doméstica marchaba como la seda. No había sobresaltos ni deudas ni períodos de carestía en la cocina entre intervalos de pródiga hospitalidad. La rutina casera discurría sobre raíles de placidez y discreta elegancia, tras lo cual sólo el ojo clínico de una buena ama de casa habría podido advertir una progresiva escalada de gastos. Dicho ojo clínico inspeccionaba en ese mismo instante el entorno del gobernador, y el resultado de dicha exploración quedó de manifiesto en la forma en que la señora Nimick repitió desde el umbral: —¡Insisto en que no sé cómo lo hace! Aunque el tono no pasó inadvertido al gobernador, no llegó a inquietarle más de lo que lo habría hecho el zumbido de un insecto aturdido. ¡Pobre Grace! Él no tenía la culpa de que su marido se dedicara a inversiones quiméricas, de que sus hijos no fuesen «satisfactorios» ni de que no le durasen las cocineras. Pero era comprensible que tales circunstancias contrastaran de forma irritante con la paz y la armonía de la vida que él disfrutaba en casa. Y aún compadecía más a su hermana, porque era consciente de que su envidia le impedía acceder a la esencia de la felicidad de la que él gozaba, sabía que ella se quedaba en la antesala de aquellos signos externos de bienestar que tan poco computaban en la suma total de sus placeres. La vida de la señora Nimick parecía doblemente anodina y miserable cuando uno recordaba que, bajo su pobre superficie, no existían riquezas espirituales que pudiesen compensarla. 2 La guardiana de aquellos tesoros secretos del gobernador interrumpió en ese momento sus cavilaciones. La señora Mornway, radiante tras su paseo matutino, irrumpió en la estancia con ese aire cordial y espontáneo que parecía desprender calidez en torno suyo: guapa, esbelta, cercana, tan moldeada y pulida por una provechosa experiencia vital que cualquier jovenzuela parecía torpe a su lado. Miró a su marido y sacudió la cabeza. —Me prometiste reservarte la tarde para ti solo y he sabido que ha estado aquí Grace. —Pobre Grace… No se ha quedado mucho tiempo, y habría sido un desaire no atenderla. Se retrepó en su sillón, abarcando la atractiva imagen de su esposa, que, de un plumazo, había logrado que se desvaneciera el inquieto fantasma de la señora Nimick. —Supongo que ha venido a felicitarte, ¿no? —Sí, y a pedirme que haga algo por Ashford. —Ah… Para ayudar a Jack. ¿Qué quiere para él? El gobernador se echó a reír: —Dijo que tú estabas al tanto del asunto…, que la respaldabas. Parecía creer que tu apoyo garantizaría su éxito. La señora Mornway sonrió. Su sonrisa, siempre cargada de sutiles implicaciones, denotaba a un tiempo un gesto de ternura hacia su esposo y una discreta burla hacia su hermana. —¡Pobre Grace! Imagino que la sacaste de su error. —¿Respecto a tu influencia sobre mí? Le dije que era astronómica en lo que te corresponde. —¿Y en qué lo es? —En la elección de cortinas y alfombras. Parece que las nuestras son incluso demasiado buenas. —¡Gracias por el cumplido! ¿Demasiado buenas para qué? —Para nuestro nivel de vida, supongo. Al menos Grace pareció alarmada. —¡Pobre Grace! Siempre se preocupa por mí. —Hizo un inciso mientras se quitaba los guantes, pensativa, y, acercándose por detrás, puso sus manos finas y largas sobre los hombros de su esposo—. ¿Así que no crees en Ashford? Percibiendo que él se sobresaltaba ligeramente, retiró las manos para echar hacia atrás el velo de su sombrero. —¿Qué te hace pensar que no creo en Ashford? —Preguntaba sólo por curiosidad. Por si ya habías decidido algo al respecto. —No, y no pienso hacerlo en esta semana. Estoy agotado, y quiero abordar la cuestión con la cabeza despejada. Sólo haré una excepción con la cita de Fleetwood, claro. Ella se apartó de él y empezó a atusarse delicadamente el peinado en el espejo que colgaba sobre la chimenea. —¿Estás seguro? —preguntó al cabo de un momento. —¿De George Fleetwood? ¡Y la pobre Grace cree que tú estás al tanto de todas mis cosas! Estoy tan seguro de reelegir a Fleetwood como lo estoy de haber sido elegido yo mismo. Nunca he ocultado que si querían que yo volviese tendrían que nombrarle a él también. —¡Eres increíblemente generoso! —susurró ella. —¿Generoso? ¡Qué raro que emplees esa palabra! Fleetwood es mi mejor opción…, el único en quien puedo confiar para que lleve a cabo mis ideas cueste lo que cueste. Ella meditó sobre aquello, sonriendo vagamente. —Por eso digo que eres generoso… ¡Cuando pienso cómo te desagradaba hace dos años! —¿Y qué? Tenía prejuicios contra él, lo admito; o mejor dicho, sentía una desconfianza razonable hacia un hombre con un pasado como el suyo. ¡Pero hay que ver la forma tan espléndida en que ha sabido borrarlo! ¡Menudo expediente ha escrito en la página en blanco que me prometió empezar si le daba la oportunidad! ¿Sabes? —El gobernador se interrumpió riendo con gratas reminiscencias—, me enfadé bastante con Grace cuando insinuó que le habías prometido apoyar a Ashford… Le dije que no aspirabas a hacer de mecenas de nadie. Pero bien podría haberme replicado mi hermana, de haberlo sabido, que fuiste precisamente tú quien me convenció para que le diese dicha oportunidad a Fleetwood. La señora Mornway se giró con un rubor incipiente. —Grace…, ¿cómo habría podido enterarse ella? —De ninguna manera, por supuesto, a no ser que mi cara me traicionase. Pero ¡no te habrás molestado por una broma tan tonta! —Es sólo que me disgusta la idea preconcebida que Grace tiene de mí como una manipuladora. ¿Por qué habría de pensar ella que yo la ayudaría a apoyar a Ashford? —¡Oh!, Grace siempre ha sido una conspiradora mediocre e ineficaz, y piensa que todas las demás mujeres están hechas de la misma pasta. En cambio, tú sí que le conseguiste el puesto a Fleetwood, ya lo creo —repitió él con jubilosa insistencia. —Tenía más fe que tú en la naturaleza humana, eso es todo. —Hizo un inciso y añadió—: Personalmente, siempre me ha resultado más bien antipático, ya lo sabes. —Oh, jamás he dudado de tu desinterés. Pero no irás ahora a ponerte en contra de tu candidato, ¿verdad? Ella vaciló: —No estoy segura, las circunstancias cambian las cosas. Cuando hace dos años hiciste a Fleetwood fiscal general él era el hombre indiscutible para el cargo. —Y… ¿es que hay ahora otro mejor? —No digo que lo haya… No es asunto mío fijarme en eso, en cualquier caso. Lo que quiero decir es que por entonces valía la pena apostar por Fleetwood… Ahora no estoy tan segura. —Pero, aunque no valiese la pena, ¿qué puedo arriesgar nombrándole ahora? No entiendo lo que quieres decir. Si él no me ha costado mi reelección, ¿qué puede costarme una vez que ya estoy dentro? —Es una persona tremendamente impopular. Supondrá una lacra para tu buen nombre, y tú nunca has fingido menospreciar ese aspecto. —No, ni nunca he sacrificado por ello nada que fuese esencial. ¿De verdad me estás pidiendo que renuncie a Fleetwood por ese motivo? —No te estoy pidiendo que hagas nada… Salvo considerar si él es esencial. Has dicho que estabas extenuado y que querías abordar el tema de los demás nombramientos con la mente despejada. ¿Por qué no aplazas también éste? Mornway se giró en su sillón y miró con curiosidad a su esposa. —Esto no tiene más remedio que significar algo, Ella. ¿Qué has oído por ahí? —Lo mismo que tú, seguramente, sólo que yo he prestado mayor atención. El expediente del que tú te enorgulleces tanto le ha granjeado a Fleetwood muchos enemigos en los últimos dos años. Los de la Compañía del Plomo están decididos a arruinarle, y si se oponen a su reelección tú no saldrás bien parado. —¿Oponerse a su reelección? ¿La prensa, quieres decir? Ella no contestó enseguida. —Ya sabes que al Espía se le da de maravilla sabotear una campaña. Y, como bien dices tú mismo, Fleetwood tiene un pasado. —Que era del dominio público mucho antes de que yo le nombrara. Nadie gana nada hurgando en su antiguo historial político. Todo el mundo sabe que no llegó a mí con las manos limpias, pero para poder atacarle ahora el Espía tendría que endosarle un nuevo escándalo, y eso no les resultaría fácil. —¡Pero les resultaría fácil inventar uno! —Las acusaciones sin fundamento no significan nada contra un hombre de probada capacidad. Su mejor aval es su expediente de los últimos dos años. Eso es en lo que se fija la gente. —La gente se fija en lo que denuncia la prensa. Además, tienes que considerar tu propio futuro. Sería una pena sacrificar una carrera como la tuya sólo por apoyar a alguien, incluso a alguien tan válido como Fleetwood. —Hizo una pausa, como cohibida por el incipiente ceño fruncido de su esposo, pero prosiguió con renovado ardor—: Oh, no hablo de ambición personal, pienso en el bien que puedes hacer. ¿Garantizará la reelección de Fleetwood lo mejor para todos si su impopularidad te afecta a ti hasta el punto de obstaculizar tu carrera? Despejado el frunce de su frente, el gobernador se levantó sin dejar de sonreír: —Querida, tu razonamiento es admirable, pero debemos dejar que mi carrera cuide de sí misma. Sea lo que sea el día de mañana, hoy por hoy soy el gobernador de Midsylvania y mi deber como gobernador es designar como fiscal general a la persona más idónea para el cargo… Y esa persona es George Fleetwood, a no ser que tengas otro candidato mejor que proponerme. Ella se tomó esto con ostensible buen humor: —No, ya te he dicho que eso no es asunto mío. Pero tengo un candidato propio para otra de las oficinas, de manera que Grace no andaba tan equivocada, después de todo. —Y bien, ¿quién es tu candidato y para qué oficina? ¡Mientras no desees cambiar de cocineras…! —¡Oh, eso ya lo hago sin tu permiso! Y nunca te darías cuenta. —Ella vaciló y a continuación añadió con exultante franqueza—: Deseo que hagas algo por el pobre Gregg. —¿Gregg? ¿Rufus Gregg? —preguntó él mirándola perplejo. ¡Qué petición tan inaudita! ¿Qué puedo hacer por un tipo al que he tenido que despedir por falta de honradez? —No demasiado, tal vez, sé que es difícil. Pero, después de todo, tu despido arruinó su vida. —Su deslealtad fue la que arruinó su vida. Percibía un buen sueldo como mi taquígrafo personal y, si no hubiese vendido aquellas cartas al Espía, aún seguiría percibiéndolo. Su esposa hizo un gesto desdeñoso con la mano: —Al fin y al cabo no se demostró nada… Él siempre lo negó todo. —¡Por el amor de Dios, Ella! ¿Es que alguna vez has dudado de su culpabilidad? —No…, no. No quiero decir eso. Pero, como es natural, su mujer y sus hijos creen en él y piensan que fuiste cruel, y él lleva ya tanto tiempo sin trabajar que están pasando hambre… —En tal caso, envíales un poco de dinero. Me sorprende que hayas creído que debías consultarme al respecto. —No lo habría creído necesario, pero no es dinero lo que quiero. La señora Gregg es orgullosa y resulta difícil ayudarla de esa forma. ¿No podrías darle trabajo a él en lo que sea…, un pequeño puesto en un rincón apartado? —Mi querida chiquilla, los pequeños puestos en rincones apartados son precisamente aquéllos en los que la honestidad resulta más indispensable. ¡No acecha el ladrón al pie de una farola! Además, ¿cómo puedo recomendar a un hombre al que yo mismo he despedido por hurto? No seré yo quien diga una palabra para impedir que obtenga un empleo, pero, en conciencia, no puedo proporcionarle uno. Ella calló unos instantes y se dirigió lentamente hacia la puerta sin dar muestras de contrariedad. Pero, ya en el umbral, se tomó el tiempo suficiente para decir: —¡Sin embargo sí le diste una oportunidad a Fleetwood! —¿A Fleetwood? ¿Comparas a Fleetwood con Gregg? ¿Al mejor hombre del Estado con un insignificante ladronzuelo de tres al cuarto? ¡Está claro que tienes poca experiencia en esto de enchufar gente, en caso contrario mostrarías más perspicacia! Ella acogió el comentario entre risas: —No parece que vaya a poder adquirir mucha experiencia si mi primer intento es un fracaso total. Bueno, veré si la señora Gregg me permite ayudarla un poco… Supongo que no puede hacerse otra cosa. —Nosotros no. Si Gregg quiere un empleo, será mejor que lo busque entre la plantilla del Espía. Les sirvió a ellos mejor que a mí. 3 El gobernador contemplaba la tarjeta con el ceño fruncido. Había transcurrido media hora desde que su esposa subiese a cambiarse para una de las grandes cenas de las que a él le exoneraban sus muchas obligaciones oficiales, y permanecía sentado junto al fuego antes de prepararse para su propia cena en solitario. No esperaba a nadie aquella noche excepto a su viejo amigo Hadley Shackwell, con quien desde hacía años solía comentar sus derrotas y triunfos en la calma posterior a la tempestad. Y Shackwell no aparecería hasta las nueve. La extraña quietud de la habitación y el saber que tenía ante sí una tarde tranquila suscitaban en el gobernador una gozosa sensación de paz. El mundo le parecía un buen sitio en el que estar, y sólo ensombrecía su complacencia el resquemor de que quizá había estado un poco desabrido al rehusar la intercesión de su esposa en favor del taquígrafo. Con oportuna justicia aparecía ahora en su mano la tarjeta del individuo en cuestión y, tras un suspiro, el gobernador dio instrucciones de hacer pasar a Gregg. Gregg seguía siendo el mismo sinvergüenza de gentiles andares y piel de cordero, y Mornway sintió una profunda repulsión en cuanto lo vio entrar. Pero como no había forma de evitar la entrevista permaneció sentado mientras el otro le exponía su caso. Según la señora Mornway, el taquígrafo atravesaba graves apuros económicos y estaría dispuesto a aceptar cualquier trabajo que se le ofreciera fuera cual fuese, pero, aunque su aspecto parecía corroborar lo que ella le había dicho, era obvio que la visión del tipo de su propia situación no era tan desesperada. El gobernador descubrió con asombro que tenía puestos los ojos en un empleo de secretario en una de las oficinas del Gobierno, cargo que prácticamente se le había prometido antes del incidente de las cartas. Aducía que la acusación del gobernador, pese a no haber podido probarse, había dañado tanto su reputación que sólo podía aspirar a limpiarla desempeñando un pequeño puesto en la administración. Después de eso ya no le sería difícil acceder al empleo que quisiese. Gregg acogió civilizadamente la negativa del gobernador, pero, tras un inciso, comentó: —No esperaba esto, gobernador. La señora Mornway me dio a entender que podría hacerse algo al respecto. El tono del gobernador fue terminante: —La señora Mornway lo lamenta por su esposa y por sus hijos, y por el bien de ellos se alegraría de poder encontrar un trabajo para usted, pero de ningún modo puede haberle hecho creer que había alguna posibilidad de conseguir una secretaría. —Pues fue exactamente así: me dijo que pensaba que podría arreglarlo. —Ha malinterpretado usted el interés de mi esposa por su familia. La señora Mornway no tiene nada que ver con la adjudicación de oficinas gubernamentales —le espetó el gobernador, contrariado por tener que aclarar dos veces en un día una realidad tan evidente. Siguió un minuto de silencio al cabo del cual, en un tono de voz perfectamente tranquilo, Gregg repuso: —Siempre ha sido usted severo conmigo, gobernador, pero yo no actúo con maldad. Me acusó de vender aquellas cartas al Espía… El gobernador hizo un gesto de impaciencia. —No pudo probar sus acusaciones —prosiguió Gregg imperturbable—, pero tenía razón respecto a una cosa. Fui confidente del Espía. —Hizo una pausa y miró a Mornway, cuyo semblante permanecía impasible—. Todavía sigo siéndolo, y estoy dispuesto a que se beneficie usted de ello si me da la oportunidad de recuperar mi buen nombre. Pese a su irritación, el gobernador no fue capaz de reprimir una sonrisa. —En otras palabras, jugará usted sucio a favor mío si yo me comprometo a convencer a la gente de que es usted la personificación de la honradez. Gregg sonrió a su vez. —Siempre hay dos maneras distintas de ver las cosas. ¿Por qué no describirlo como un mero ejemplo de dar y recibir a cambio? Yo quiero algo y puedo pagar por ello. —No en la misma moneda que empleo yo —replicó el gobernador apoyando la espalda contra su sillón. Gregg vaciló. A continuación añadió: —Tal vez no tenga usted intención de volver a nombrar a Fleetwood. —Como el gobernador guardaba silencio, él continuó—: Pero si piensa hacerlo, no debería despedirme por segunda vez. No le estoy amenazando… Le hablo como amigo. La señora Mornway ha sido amable con mi esposa y me gustaría ayudarla. El gobernador se incorporó, agarrando con firmeza el respaldo de su asiento. —Tenga la amabilidad de dejar el nombre de mi mujer fuera de esta discusión. Suponía que me conocía usted lo suficiente como para saber que no compro secretos de prensa a ningún precio, ¡y mucho menos con dinero público! Gregg, que también se había puesto de pie, permaneció a unos cuantos metros de distancia, mirándole de forma inescrutable. —¿Es ésa su última palabra, gobernador? —Por supuesto que sí. —Bien, buenas noches, entonces. 4 Shackwell y el gobernador estaban sentados en torno a la lumbre nocturna. Eran más de las diez, y el criado había retirado el café y los licores, dejando a ambos hombres fumando unos puros. Mornway había vuelto a acomodarse en su sillón y, con los pies estirados hacia delante, miraba plácidamente a su amigo. Shackwell era un adusto hombrecillo de cincuenta años, de tez amarillenta y pecosa como una pera de invierno, con un bigote mustio y ojos sagaces y melancólicos. —Me alegro de que te hayas permitido un día de descanso —comentó mirando al gobernador. —Bueno, no es que me hiciera falta. La victoria conlleva tanta felicidad que nunca me he sentido más descansado. —Ah, aunque la guerra no ha hecho más que empezar. —Lo sé…, pero estoy preparado para ella. Te refieres a la campaña contra Fleetwood, supongo. Entiendo que va a desencadenar una bronca enorme. Bueno, él y yo estamos acostumbrados a las broncas. Shackwell hizo una pausa inspeccionando su puro. —¿Sabías que el Espía quiere encabezar el ataque? —Sí. Esta tarde me han brindado la oportunidad de echar un vistazo a dicha información. Shackwell se incorporó, inquieto: —¿Y te negaste? Mornway relató el incidente de la visita de Gregg. —Difícilmente podía comprar mi información a ese precio —dijo—, y además, en esta ocasión el tema le compete a Fleetwood, en realidad. Imagino que ya conoce el informe, pero no parece preocuparle. Creí que se pasaría por aquí hoy para charlar sobre el tema, pero no ha aparecido. Shackwell acariciaba el puro entre sus dedos amarillentos sin acordarse de encenderlo. —¿Estás decidido a volver a nombrar a Fleetwood? —preguntó al cabo de un minuto. El gobernador respondió al instante: —¡Eres la cuarta persona que me hace esa pregunta hoy! No habrás perdido la confianza en él, ¿verdad, Hadley? —¡Ni un ápice! —respondió enfáticamente el otro. —Bueno, en tal caso, ¿en qué estáis pensando todos para creer que puede intimidarme un poco de prensa? Además, si Fleetwood no está acobardado, ¿por qué habría de estarlo yo? —Porque te verás involucrado en el asunto junto con él. El gobernador se echó a reír. —¿Qué tienen ahora en mi contra? Poniéndose en pie, Shackwell se colocó delante de su amigo en actitud grave. —Que Fleetwood compró su nombramiento hace dos años. —Ah… ¿Que me lo compró a mí, dices? ¿Y por qué no salió a la luz en su momento? —Porque entonces no se sabía. Se ha descubierto recientemente. —¿Se ha sabido…, se ha descubierto? ¡Esto es genial! ¿Cuál fue mi precio y qué hice con el dinero? Shackwell paseó la mirada por la habitación y volvió a fijarla en el rostro de Mornway. —Mira, John, Fleetwood no es el único hombre en el mundo. —¿El único hombre? —El único fiscal general. El Espía tiene detrás a la Compañía del Plomo, así como los medios para presentar una batalla salvaje. La mala reputación no se restituye fácilmente y… —Hadley, ¿es esto una conspiración? Me estás diciendo lo mismo que me ha dicho Ella esta tarde. Un silencio se instaló entre ambos cuando surgió el nombre de la señora Mornway. El gobernador se rebulló incómodo en su sillón. —No estarás aconsejándome que le dé la patada a Fleetwood porque el Espía pueda acusarme de haberle vendido su primer nombramiento… —dijo al cabo de un rato. Shackwell exhaló un hondo suspiro. —Tú mismo has dicho que la señora Mornway te aconsejó lo mismo esta tarde. —Bueno, ¿y qué? ¿Es que crees que mi mujer asig…? —El gobernador se interrumpió con una carcajada nerviosa. Apoyado contra la chimenea, Shackwell miraba las brasas. —Yo no he dicho que el Espía se proponga acusarte a ti de haberle vendido el cargo. Mornway se incorporó lentamente, con los ojos fijos en la cara vuelta de su amigo. Las cenizas caían de su puro formando un pequeño reguero sobre la alfombra que había suscitado la envidia de la señora Nimick. —La asignación de cargos es potestad mía. Si yo no vendí ninguno, ¿quién lo hizo? —le requirió. Shackwell le puso una mano en el brazo. —Por el amor de Dios, John… —¿Quién lo hizo? ¿Quién? —repitió violentamente el gobernador. Los dos hombres se encontraban frente a frente en el silencio de la fastuosa estancia, en penumbra tras las cortinas echadas. La mirada de Shackwell vagaba otra vez en derredor, como incitando a las paredes a facilitar una respuesta. Acto seguido, dijo: —Tengo información fidedigna de que el Espía no hablará si no nombras a Fleetwood. —¿Y qué dirá si lo nombro? —Que él le compró su primer nombramiento a tu esposa. El gobernador permaneció callado, inmutable, mientras la sangre ascendía lentamente desde su cuello hasta sus sienes. Rió una vez de forma extemporánea, para después tensar los labios y quedarse absorto en las llamas. Al rato miró la punta de su cigarro y sacudió con cuidado el cono de cenizas dentro de la chimenea. Acababa de volverse hacia Shackwell cuando se abrió la puerta y el mayordomo anunció: —El señor Fleetwood. A Shackwell empezó a darle vueltas la habitación y cuando vino a recobrarse del vahído, Mornway avanzaba lentamente con la mano extendida para recibir a su invitado. Fleetwood era más bajo que el gobernador, un hombre recio y robusto cuyo rostro derrochaba hosca energía, y que parecía impulsarse por la fuerza de sus rasgos prominentes, como si éstos fuesen el arma con la que se abría paso en el mundo. Vestía traje de etiqueta, escrupulosamente elegido, pero se le veía pálido y tenso. Mornway parecía el más sereno de los dos. —Pensaba que vendrías antes —dijo. Fleetwood correspondió a su apretón de manos y estrechó también la de Shackwell. —Sabía que necesitabas estar solo. No pensaba haber venido esta noche, pero quería hablar contigo de un asunto. Al oír esto, Shackwell, que se había replegado en un rincón, hizo ademán de marcharse, pero el gobernador le detuvo. —No tenemos secretos para Hadley, ¿no es cierto, Fleetwood? —Desde luego que no. Me alegra que se quede. Sólo he venido a decir que he estado pensando en mis planes futuros y que creo que no me será posible continuar en el cargo. Siguió una larga pausa, durante la cual Shackwell no dejó de observar a Mornway. El gobernador se había puesto lívido, pero cuando habló su voz sonó decidida y firme. —No me esperaba esto —dijo. Fleetwood, apoyado sobre una silla de respaldo alto, palpaba su repujado ornamental con dedos inquietos. —Sí…, es inesperado. Yo…, existen diversos motivos. —¿Y uno de tus temores tiene que ver con lo que pueda llegar a publicar el Espía? El fiscal general se sonrojó profusamente y se alejó unos pasos. —Estoy harto de calumnias —murmuró. —¡George Fleetwood! —exclamó Mornway. Se había acercado a su amigo y ambos permanecieron mirándose las caras, desentendidos ya de la presencia de Shackwell. —No es sólo eso, claro está. He estado trabajando en exceso. Mi salud se ha resentido… —¿Desde ayer? Fleetwood esbozó una sonrisa forzada. —Mi querido amigo, ¡eres un explotador! ¿No tiene uno derecho a descansar? —No un soldado en vísperas de la batalla. Nunca antes me habías fallado. —Y no quiero fallarte ahora. Pero no estamos en víspera de la batalla… Tú estás inmerso en ella, y eso es lo que importa. —Lo que importa en este momento es que me prometiste estar a mi lado, y que quiero saber el verdadero motivo que tienes para romper tu palabra. Fleetwood hizo un gesto de protesta. —Mi querido gobernador, si tú supieras… Te estoy haciendo un favor retractándome. —Un favor…, ¿por qué? —Porque me detestan…, porque la Compañía del Plomo quiere mi sangre y querrá también la tuya si me nombras. —¡Ah!, ésa es la verdadera razón, entonces… ¿Tienes miedo del Espía? —¿Miedo…? El gobernador prosiguió con deliberada aspereza. —Es obvio, en tal caso, que sabes lo que se proponen argumentar. Fleetwood se echó a reír. —¡No hace falta saberlo para intuir que será abominable! —¿A quién le importa lo abominable que sea si no es cierto? Fleetwood se encogió de hombros y guardó silencio. Desde un sillón apartado, Shackwell emitió un murmullo de protesta, pero ninguno le hizo caso. El gobernador permanecía plantado frente a Fleetwood, con las manos en los bolsillos. —¿Es verdad, entonces? —¿Si es verdad qué? —Lo que se propone publicar el Espía…, que compraste la influencia de mi esposa para tu primer nombramiento. En medio del silencio, Shackwell se puso bruscamente en pie. Sonaron las ruedas de un carruaje perturbando la paz de la calle, se le oyó detenerse y acto seguido bordear la rotonda de acceso a la entrada de la residencia oficial. —¡John! —avisó Shackwell. El gobernador se volvió con gesto impaciente, se escucharon los pasos de un criado en el recibidor, seguidos de la apertura y cierre de la puerta de entrada. —¡Tu esposa…, la señora Mornway! —exclamó alarmado Shackwell. Más pasos, acompañados de rumor de faldas, se aproximaban a la biblioteca. —¿Mi esposa? ¡Que pase! 5 Ella apareció ante ellos con un deslumbrante vestido de noche, con cierto esplendor retenido en su aspecto, como la gota de una fuente súbitamente convertida en hielo. Dirigió una mirada fugaz a uno y a otro, mientras Shackwell se deslizaba tras ella para cerrar la puerta. —¿Qué ha sucedido? —preguntó. Shackwell empezó a hablar, pero el gobernador intervino con aplomo. —Fleetwood ha venido a decirme que no desea permanecer en el cargo. —¡Ah! —murmuró ella. Se produjo un nuevo silencio, que Fleetwood rompió diciendo: —Se hace tarde. Si quieres verme mañana… El gobernador escrutó su semblante y, a continuación, el de Ella. —Sí, mejor vete ahora —dijo. Shackwell, tras los pasos de Fleetwood, se dirigió también hacia la puerta. La señora Mornway continuaba con la cabeza erguida, sonriendo débilmente. Estrechó las manos de ambos. A continuación se acercó hasta el sofá y soltó allí su flamante abrigo. Todos sus gestos eran pausados y gráciles, pero, al levantar la mano para desabrocharse la chaqueta, su esposo dejó escapar una repentina exclamación: —¿De dónde has sacado esa pulsera? No la recuerdo. —¿Ésta? —Ella lo miró atónita—. Era de mi madre. No me la pongo muy a menudo. «¡Ay…! Ahora voy a sospechar de todo», se lamentó él. Se dio la vuelta y se dejó caer cabizbajo en la silla que había ante su escritorio. Deseaba recuperar el control, interrogarla, llegar hasta el fondo de la abominable sima sobre la que planeaba su imaginación. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué importaban los hechos? Sólo tenía que reunir sus recuerdos, y éstos le conducían directamente a la verdad. Todos los incidentes de la mañana parecían un mismo dedo acusador apuntando en una única dirección, desde la alusión de la señora Nimick a las adamascadas cortinas de importación a la confiada petición de Gregg de ser readmitido. «Si crees que es mi esposa la que hace los nombramientos por mí…», se escuchó repetir a sí mismo ridículamente, y parecía como si su voz reverberase en las risas reprimidas de su hermana y de Gregg. Escuchó a Ella levantarse del sofá y alzó bruscamente la cabeza. —¡Quédate ahí sentada! —ordenó. Ella volvió a sentarse sin decir palabra, y él apartó el rostro una vez más. Los meses, los años pasados danzaban como en un aquelarre en torno a él. Ahora recordaba mil detalles significativos… «¡Oh, Dios!», gimió para sí, si al menos ella no le mintiese al respecto… Recordó de pronto cómo había compadecido a la señora Nimick por no ser capaz de acceder a la esencia última de la felicidad que él disfrutaba. ¡Esas mismas palabras había empleado! Se oyó a sí mismo riendo en voz alta. Sonó el reloj…, y siguió sonando de manera interminable. Al cabo de un rato sintió que su mujer volvía a levantarse diciendo con repentina autoridad: —John, dime qué pasa. Con autoridad… Ella le hablaba con autoridad. Volvió a darle la risa y a través de sus carcajadas escuchó el ininteligible sonido de sus propias palabras: «Si crees que es mi esposa la que hace los nombramientos por mí…». Alzó la mirada desolado y vio a Ella frente a él. ¡Si al menos no le mintiera! —Ya has visto lo que ha pasado. —Supongo que alguien te ha contado lo del Espía. —¿Quién te lo ha dicho? ¿Gregg? —la interpeló él. —Sí —dijo ella con calma. —¿Ese es el motivo por el que querías…? —¿Por el que quería ayudarle? Sí. —¡Oh, Dios!… ¿No quería dinero? —No, no quería dinero. Él permaneció sentado y en silencio, observándola, advirtiendo con morbosa minuciosidad el exquisito acabado de su vestido, ese acabado que parecía formar parte de ella misma, hasta el punto de que nunca antes se le había ocurrido que se tratase sólo de un accesorio que podía comprarse con dinero. ¡Tenía tan poca idea de lo que costaban los vestidos de las mujeres! Se perdió un instante en vagas especulaciones al respecto. Finalmente dijo: —¿Por qué lo hiciste? —¿Por qué hice qué? —Aceptar dinero de Fleetwood. Al cabo de una pausa de unos cuantos segundos ella dijo: —Si me dejaras explicar… Entonces Mornway cayó en la cuenta de que había esperado que ella lo desmintiera todo. Una opresiva oscuridad se abatió sobre él, sintió que le costaba respirar. A continuación, obligándose a ponerse en pie, dijo: —¿Fue amante tuyo? —Oh, no, no… ¡No! —exclamó ella con rotundidad. Mornway apenas podía dilucidar si la tiniebla estaba despejándose o si se volvía más densa. Su predisposición a creerla le desconcertaba más aún. De repente advirtió que ella continuaba hablando, y empezó a escucharla, captando una frase aquí y allá entre el fragor de sus propios pensamientos. Sus explicaciones podrían resumirse en que, justo después de la primera elección de su esposo, cuando el grupo de partidarios de Fleetwood respaldaban en vano su candidatura a la fiscalía general, la señora Mornway coincidió casualmente con él en un par de cenas. Un día, en virtud de dichos encuentros, él se presentó en su casa y le preguntó abiertamente si no podría ayudarle con su marido. Le confesó todo acerca de su pasado pero adujo que, bajo el mando de un hombre como Mornway, creía poder borrar sus pecados políticos y redimirse a sí mismo al tiempo que servía al partido. Ella sabía que el partido necesitaba talentos como el suyo, y creyó en él… Estaba convencida de que cumpliría su palabra. Habría hablado en su favor de manera incondicional…, habría empleado toda su influencia para vencer los prejuicios de su marido, y fue sólo por casualidad, en el transcurso de una de aquellas conversaciones, cuando inesperadamente le dio él un «incentivo» (sus contactos del pasado aún le eran útiles para cosas así); «incentivo» que ella, en vista de las apremiantes deudas adquiridas en la elección de Mornway, no había tenido el valor de rechazar. Fleetwood la había hecho ganar algún dinero, en efecto…, unos treinta mil dólares. Ella le devolvió lo que él le había prestado y no hubo después entre ellos más transacciones similares. Pero, al parecer, antes de ser despedido, Gregg se había apoderado de un talonario donde se recogía parte de la historia y había terminado atando cabos con ayuda de un empleado de la oficina de Fleetwood. El Espía disponía ahora de dicha información, pero no haría uso de ella si Fleetwood no resultaba elegido, puesto que la Compañía del Plomo no albergaba enemistad personal alguna contra Mornway. Ahí concluía su historia. La señora Mornway permaneció sentada y en silencio mientras él continuaba con la vista clavada en ella. Había perdido tanto en el naufragio de su confianza que no le concedía demasiado valor a lo que pudiese quedar de ella. Poco importaba que él la creyese cuando la verdad era tan sórdida. Después de todo, más allá de lo que había percibido la señora Nimick, no había nada por lo que él pudiese ser envidiado: la esencia de su vida era tan miserable y desdichada como la de su hermana… —John… —dijo ella, poniendo una mano sobre su hombro. Él alzó hacia ella una mirada de derrota: —Será mejor que te retires a dormir —la interrumpió. —No me mires de ese modo. Estoy preparada para que te enojes conmigo… Cometí un tremendo error y asumiré mi castigo, el castigo que quieras infligirme. Pero antes debes pensar en ti mismo, debes escapar tú del daño. ¿Por qué estás tan descorazonado? ¿No entiendes que, habiéndose comportado el señor Fleetwood de forma tan correcta, estamos bastante seguros? Y te juro que le he devuelto hasta el último penique. 6 Tres días después Shackwell fue convocado por teléfono a la oficina del gobernador en el Capitolio. Durante dicho tiempo no habían mantenido ningún tipo de contacto, y los periódicos se habían mantenido en silencio o evasivos. En el vestíbulo, Shackwell se encontró con Fleetwood, que salía del edificio. Por un instante pareció que el fiscal general iba a hablarle, pero finalmente saludó con una inclinación de cabeza y pasó de largo, dándole a Shackwell la impresión de que, más que nunca, proyectaba el rostro hacia delante como una flecha. El gobernador se encontraba sentado ante su escritorio a la clara luz del sol otoñal. Comparado con Fleetwood, se le veía relajado y resuelto, pero el semblante que le mostró a su amigo conservaba una pálida mirada convaleciente. Con súbita preocupación, Shackwell se preguntó si él y Fleetwood habrían estado juntos. Sin decir palabra se quitó el abrigo, y cuando se giró de nuevo hacia Mornway se sobresaltó al comprobar que éste le observaba sonriendo. —Me alegra verte, Hadley —dijo el gobernador. —He esperado a que me mandases llamar. Sabía que cuando me necesitaras me lo harías saber. —No te he mandado llamar antes a propósito. De haberlo hecho, podría haberte pedido consejo, y no quería más consejo que el mío. —El gobernador hablaba con seguridad, pero tal vez con una voz excesivamente firme para ser natural—. He pasado tres días reunido conmigo mismo —prosiguió—, y ahora que todo está zanjado quiero que me hagas un favor. —Claro —asintió Shackwell. Los detalles íntimos del asunto aún continuaban para él envueltos en misterio, pero ni por un momento había albergado dudas respecto a cuál sería su solución pública, por lo que no le fue difícil barruntar el tipo de favor que habría de hacer. Aunque su corazón se dolía sinceramente por Mornway, se alegraba de que el paso inevitable se diera sin más dilación. —Todo está zanjado —repitió—, y quiero que le comuniques a la prensa que he decidido reelegir a Fleetwood. Shackwell saltó de su silla. —¡Por el amor de Dios! —exclamó. —He reelegido a Fleetwood —recalcó el gobernador— porque en el actual estado de cosas él es la única persona apta para el cargo. El trabajo que iniciamos juntos no ha concluido, y no puedo terminarlo sin él. Acuérdate de los frentes abiertos en la investigación de la Compañía del Plomo… Él, y nadie más, sabe en qué dirección van. Debemos proseguir con esas averiguaciones, cueste lo que cueste, así que te he llamado para que lleves esta carta al Espía. La mano de Shackwell se resistía a tomar el sobre que le tendía. —Dices que no quieres mi consejo, pero no pretenderás que cumpla esta misión con los ojos cerrados. ¿A dónde demonios quieres ir a parar? Indudablemente Fleetwood insistirá en renunciar. Mornway sonrió. —Sí, insistió…, durante tres horas. Pero cuando se marchó de aquí hace un rato me dio su palabra de aceptar. Shackwell emitió un gemido: —En ese caso me enfrento a dos locos en vez de a uno. El gobernador se echó a reír. —Mi pobre Hadley, eres peor de lo que pensaba. Creía que me comprenderías. —¿Comprenderte? ¿Cómo iba a hacerlo, por todos los santos, cuando ni siquiera comprendo la situación? —¿La situación…, la situación? —repitió Mornway en voz queda—. ¿Cuál? ¿La suya o la mía? Yo tampoco la comprendo… No he tenido tiempo de pensar mucho en ello. —¿En qué diablos has estado pensando entonces? El gobernador se levantó para dirigirse a la ventana, a través de la cual y por encima de la loma de los jardines del Capitolio, los tejados y los capiteles de la ciudad proyectaban su vaporosa silueta contra el cielo claro. —En todo lo demás —respondió—. En todo salvo en Fleetwood y en mí mismo. —Ya… —murmuró Shackwell. Mornway se dio la vuelta y se dejó caer en su sillón. —¿Es que no ves que es de eso justamente de lo que tenía que ocuparme? Se mire como se mire, ¡el Estado…, el país es muy grande y hay otros muchos huecos que llenar! Mis paredes se me quedaron pequeñas, así que me vi obligado a salir fuera. No puedes hacerte idea de cómo se simplificaron enseguida las cosas. Todo cuanto tuve que hacer fue decirme a mí mismo: «Adelante, haz lo mejor por tu país». El aspecto personal simplemente no existía. —Sí… ¿Y entonces? —Entonces durante tres días le di vueltas a este asunto de la fiscalía general. No percibía que nada hubiese cambiado… ¿Cómo iba a verse afectado el tema por mis sentimientos? Fleetwood no ha traicionado al Estado. No hay ni una mácula en su expediente público… Sigue siendo el mejor hombre para el puesto. Mi deber es designar al mejor hombre que encuentre, y no encuentro a ninguno mejor que Fleetwood. —Pero… pero… ¿y tu mujer? El gobernador alzó la vista sorprendido. Shackwell habría jurado que, efectivamente, se había olvidado del aspecto personal. —Mi esposa está dispuesta a asumir las consecuencias. Shackwell volvió a su inicial escepticismo. —Pero ¿y Fleetwood? Fleetwood no tiene derecho a sacrificar… —¿A sacrificar a mi mujer por el Estado? Oh, cuidado con las palabras grandilocuentes. También Fleetwood estuvo tentado de hacer uso de ellas al principio, pero me las arreglé para hacerle recuperar el sentido de la proporción. Le hice ver que ahora nuestras vidas privadas apenas ocupan un par de metros cuadrados y que, en verdad, para respirar con libertad uno debe despojarse de ellas y lanzarlas al aire. —Se interrumpió y prosiguió con súbita vehemencia—: ¡Por Dios, Hadley!, ¿es que no entiendes que Fleetwood debía obedecerme? —Sí… Entiendo lo que dices —replicó Shackwell con renovada terquedad—. Pero si has llegado tan alto llevándole a él contigo me parece que, desde esa privilegiada posición, deberíais ser capaces de ver más claramente lo insensato de vuestra postura. Dices que has tomado la determinación de sacrificar tus sentimientos y los de tu esposa…, pero no estoy tan seguro de tu derecho a decidir por ella en este asunto. ¿Y si sacrificas también al partido y al Estado en este intento trascendental tuyo de distinguir entre honor público y privado? Tendrás que contestarme a eso antes de pedirme que entregue esta carta. El gobernador no se amilanó ante el ataque. —Creo que la carta te proporcionará la respuesta —contestó sin alterarse. —¿La carta? —Sí. Contiene algo más que la notificación del nombramiento de Fleetwood. —Mornway hizo un inciso y se quedó mirando fijamente a su amigo—. Te asusta que pueda haber una investigación, una acusación por prevaricación. Bien, pues la carta se anticipa a dicha posibilidad. —¿Cómo, por todos los santos? —Exponiendo abiertamente los hechos. Mi esposa me ha dicho que, en efecto, aceptó un préstamo de Fleetwood. Éste realizó algunas especulaciones con ese dinero a favor de ella y consiguió una suma considerable, de la cual ella le reembolsó el préstamo. La acusación del Espía es cierta. Si se pudiese probar que mi esposa me persuadió para nombrar a Fleetwood, se podría aducir que ella le vendió el nombramiento. Pero eso no se puede probar, y el Espía no malgastará energías en intentarlo porque mi declaración dejará sin veneno sus argumentos. Me propongo anticiparme a su ofensiva exponiendo los hechos claramente en sus columnas, y pidiéndole al público que juzgue. Por un lado, está la circunstancia privada de que mi esposa aceptó un préstamo de Fleetwood sin mi conocimiento, justo antes de que yo le nombrara para un puesto importante; por otro lado están su expediente público y el mío. Quiero que la gente sopese ambos aspectos y que decida por sí misma, pero no ante los focos sensacionalistas de una denuncia de prensa, sino a la luz diáfana del sentido común. Por lo general, los cargos contra la moral privada de un personaje público se producen en medio de tal fragor de titulares y de nubarrones de difamación que es imposible que pueda hacerse oír la voz que el aludido eleva en su defensa. En este caso quiero que el público escuche lo que tengo que decir antes de que empiecen los bramidos. Mi carta deshinchará el aire de las velas del Espía, y si el veredicto sale en mi contra, el asunto se habrá solventado por sus propios méritos, y no por el dictamen de los artífices del sensacionalismo. Aun en el caso de que no consiga mi propósito, sería bueno que, por una vez, el público pueda meditar sin apasionamientos hasta qué punto debería permitirse que una calamidad en el ámbito privado repercuta en una carrera de probada utilidad pública. Al menos, el próximo que tenga que pasar por lo que estoy pasando yo me estará agradecido, aunque sea el único. Shackwell permaneció unos instantes sentado y en silencio, con el eco de estas últimas palabras resonando en sus oídos. De repente se levantó, extendió la mano y dijo: —Dame esa carta. El gobernador contestó solícito con un brillo en los ojos: —¿De acuerdo, entonces? ¿La entregarás? Shackwell le devolvió una mirada de triste incertidumbre. —Creo que estoy delante de un formidable suicida, pero es la clase de muerte que a mí mismo no me importaría tener. Se puso el abrigo sin más y se metió la carta en uno de los bolsillos, pero, cuando ya se encaminaba hacia la puerta, el gobernador le llamó en tono festivo: —Por cierto, Hadley, ¿no dais tú y la señora Shackwell una recepción mañana? Shackwell se detuvo en seco, sobresaltado. —Creo que sí… ¿por qué? —Porque si hay sitio para dos más, a mi mujer y a mí nos gustaría asistir. Shackwell asintió con un gesto de cabeza y se dio la vuelta sin responder. Cuando abandonó el vestíbulo y salió a la radiante luz crepuscular, observó una victoria que ascendía por la amplia avenida de acceso al Capitolio y se detenía en la rotonda central. Él bajaba la escalinata y la señora Mornway, envuelta en pieles, se inclinó para saludarle. —Vengo a buscar a mi esposo —anunció risueña—. Me prometió que terminaría a tiempo para dar un paseo por el parque antes de cenar. *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
La duquesa está rezando
Cuento
Siempre pensé que, aunque buen tipo, Jack Gisburn era un genio mediocre, por lo que no me sorprendió enterarme de que había abandonado la pintura en la cima de su gloria, que se había casado con una viuda rica y se había establecido en la Riviera. (A mi entender, Roma o Florencia habrían sido más idóneas). «La cima de su gloria…», así lo expresaban las mujeres. Me parecía estar oyendo a la señora de Gideon Thwing, su última modelo en Chicago, deplorando su inexplicable abdicación. «Indudablemente mi retrato se revalorizará, pero yo no pienso en eso, señor Rickham… En lo único que puedo pensar es en la pérdida que supone para el Arrrrte». En labios de la señora Thwing la palabra multiplicaba sus erres como si se reflejaran sobre un infinito paisaje de espejos. Y no eran exclusivamente señoras Thwing quienes lamentaban tamaña pérdida. ¿Acaso no se había detenido junto a mí, ante las Bailarinas bajo la luna, de Gisburn, durante la última exposición en la Galería Grafton, la sofisticada Hermia Croft para comentar con los ojos arrasados de lágrimas que «ya no volveremos a ver algo así»? Pero… incluso a través del prisma de las lágrimas de Hermia, me sentía capaz de abordar el asunto de forma ecuánime. ¡Pobre Jack Gisburn! Las mujeres lo habían creado, era natural que le llorasen. Entre los de su propio sexo se escucharon escasos lamentos, y entre sus compañeros de profesión, apenas un murmullo. ¿Celos profesionales? Tal vez. Por si acaso, el honor corporativo fue convenientemente defendido por el enjuto Claude Nutley, que, con su mejor voluntad, escribió en el Burlington un bonito «obituario» sobre Jack —uno de esos artículos rimbombantes, saturado de arbitrarios tecnicismos que también he escuchado (no diré a quién) en relación a la pintura de Gisburn—. Así pues, como su veredicto parecía incontestable, la polémica fue languideciendo gradualmente y, tal como había vaticinado la señora Thwing, se disparó el precio de los Gisburn. No fue hasta tres años después, en el transcurso de unas semanas de vacaciones en la Riviera, cuando de repente se me ocurrió preguntarme por qué habría abandonado Gisburn la pintura. Bien pensado, era un enigma inquietante. Lo más fácil habría sido culpar a su esposa…, pero ni siquiera ese consuelo les quedó a sus clientas. No pudieron afirmar que la señora Gisburn lo hubiese «retirado», pues la señora Gisburn como tal no existió hasta casi un año después de que Jack hubiese tomado su decisión. A él le gustaba vivir con comodidad, por lo que era bastante posible que se hubiese casado porque no quería seguir pintando. Por el contrario, era difícilmente demostrable que hubiese dejado la pintura por haber contraído matrimonio. Aunque su mujer no había contribuido a retirarle, resultaba evidente que tampoco había logrado «relanzarle», como argumentaba la señorita Croft… No había sabido devolverle al caballete. Poner de nuevo el pincel en su mano…, ¡qué vocación para una esposa! La señora Gisburn, sin embargo, parecía haberla desdeñado… Y a mí me parecía que podía ser interesante descubrir el motivo. La vida ociosa en la Riviera se presta a este tipo de lucubraciones intelectuales, y habiendo vislumbrado entre los pinares las terrazas porticadas de Jack cuando me dirigía a Montecarlo, me las arreglé para plantarme allí al día siguiente. Encontré a la pareja tomando el té bajo las palmeras, y la bienvenida de la señora Gisburn fue tan cálida que seguí disfrutándola durante las semanas posteriores. No es que mi anfitriona fuese «interesante», en cuyo caso no habría tenido más remedio que darle la razón a la señorita Croft. Era precisamente porque no era interesante (si se me permite el desvarío) por lo que a mí me lo parecía. Y es que Jack había estado toda su vida rodeado de mujeres interesantes: ellas habían promovido su arte, el cual terminó de florecer en el invernadero de la adulación femenina. Resultaría curioso, por tanto, verificar el efecto que sobre él estaba teniendo «aquel empobrecedor ambiente de mediocridad» (cito textualmente a la señorita Croft). He mencionado que la señora Gisburn era rica, y se percibía de forma inmediata que dicha circunstancia suscitaba en su marido una sutil pero definitiva satisfacción. Por regla general, es precisamente la gente que desprecia el dinero la que más se beneficia de él, y el elegante desdén de Jack hacia la fortuna de su esposa le permitía invertirla en arte y en artículos de lujo sin perder sus educadas maneras. Hacia los segundos, debo añadir, Jack mostraba relativa indiferencia. Sin embargo, adquiría bronces del Renacimiento y pintura del siglo XVIII con una discriminación a la altura de los más desahogados recursos. «El dinero sólo se justifica si hace circular la belleza», fue uno de los axiomas que él mismo dejó caer sobre la plata y la porcelana de Sèvres de una mesa primorosamente dispuesta para el almuerzo, cuando, al día siguiente, me acerqué de nuevo a visitarles desde Montecarlo. Mirándole con arrobo y para ayudarme a comprender, la señora Gisburn había añadido: «Jack es morbosamente sensible hacia cualquier forma de belleza». ¡Pobre Jack! Su destino era hacer que las mujeres dijesen de él cosas semejantes: aquello debería constar como atenuante. Lo que me sorprendió en aquella ocasión fue que, por primera vez, a él le molestase el tono. Le había visto tantas veces regodearse con cumplidos similares… ¿Era el tono conyugal lo que le impedía disfrutar ahora de ellos? No…, porque, por extraño que pueda parecer, era obvio que apreciaba a la señora Gisburn… Tanto como para no reparar en su absurdez. Era su propia absurdez la que le provocaba una mueca de disgusto…, su propia actitud como objeto de laureles e incienso. «Querida, desde que abandoné la pintura nadie dice esa clase de cosas sobre mí… Se dicen sobre Victor Grindle…», fue su única protesta, al tiempo que se levantaba de la mesa y se alejaba hacia la asoleada terraza. Me quedé mirándole, impresionado por sus últimas palabras. Victor Grindle se estaba convirtiendo, ciertamente, en el hombre del momento… Como el propio Jack había sido, por así decirlo, el hombre del instante. Se decía que el joven artista se había formado a los pies de mi amigo, y me preguntaba si tras la enigmática renuncia de éste no subyacía una ráfaga de envidia. Pero no… Porque los Grindle comenzaron a exponerse en las salas rosadas de Dubarry tras haberse producido tal renuncia. Me volví hacia la señora Gisburn, que se demoraba en el comedor dándole un terrón de azúcar a su spaniel. —¿Por qué dejó Jack la pintura? —le pregunté abruptamente. Ella alzó las cejas con un atisbo de desenfadada sorpresa. —¡Oh!, ahora no tiene por qué hacerlo, ya sabes, y quiero que disfrute de su tiempo. —Se limitó a contestar. Contemplé la espaciosa habitación de paneles blancos en la que me encontraba, con sus jarrones famille-verte a tono con las pálidas cortinas adamascadas y sus pinturas al pastel del siglo XVIII en sus desvaídos marcos. —¿También ha dejado de pintar para sí mismo? No he visto ningún cuadro suyo aquí. Una fugaz sombra de vacilación atravesó el apacible semblante de la señora Gisburn. —Es todo por su ridícula modestia, ¿entiendes? Dice que no son adecuados para nuestra casa. Se ha deshecho de todos excepto de uno, de mi retrato… Y ése quiere que lo tenga arriba. Su ridícula modestia…, ¿Jack modesto sobre sus cuadros? Mi curiosidad crecía como la mata de haba. En tono persuasivo, le dije a mi anfitriona: —¿Sabes qué? Tengo que ver ese retrato. Casi temerosa, dirigió una mirada a la terraza donde su marido, arrellanado en una silla con parasol, había encendido un puro y colocaba entre sus rodillas la cabeza del podenco ruso. —Bueno, ven, ahora que no nos ve —dijo con una risa que trataba de ocultar su nerviosismo. Y seguí sus pasos entre los emperadores de mármol del recibidor, y por la amplia escalera adornada con impávidas ninfas de terracota que asomaban entre las flores de los rellanos. En el rincón más umbrío del vestidor de la señora Gisburn, entre la profusión de delicados y selectos objetos, colgaba uno de los famosos lienzos ovales, enmarcado con las consabidas guirnaldas. ¡La mera visión del marco traía a la memoria el pasado entero de Gisburn! La señora Gisburn corrió las cortinas, retiró una jardinera rebosante de azaleas de color rosa y comentó al tiempo que apartaba un sillón: —Desde aquí podrás verlo mejor. Yo lo había colgado sobre la chimenea, pero él no quiso que se quedase allí. Sí, podía verlo, ¡el único retrato de Jack que tenía que contemplar realizando un esfuerzo! Generalmente, sus cuadros gozaban de lugares de honor… En el panel central de una sala Dubarry de suaves tonos amarillos o rosas, por ejemplo, o sobre un caballete monumental colocado de forma que recibiera la luz a través de cortinas de antiguo encaje veneciano. En este entorno más modesto, el cuadro destacaba más. Pese a ello, a medida que mis ojos se habituaban a la media luz, se iban revelando los familiares rasgos: las vacilaciones disfrazadas de audacia, los trucos de prestidigitación mediante los cuales, y con ayuda de consumada técnica, se las ingeniaba el artista para desviar la atención de lo principal y centrarla en algún bonito detalle irrelevante. La señora Gisburn (de por sí insípido motivo de inspiración que se contagiaba al alma de su propio retrato) había contribuido en gran medida a resaltar el falso virtuosismo. El cuadro era uno de los más «agresivos», como lo habrían definido sus admiradores, de Jack. En él se apreciaban músculos prominentes, venas congestionadas y un equilibrio vacilante e impostado que recordaba los histriónicos esfuerzos con que los payasos de circo fingen levantar una pluma. En síntesis, el cuadro cumplía las expectativas de la mujer bella que, harta de parecer «delicada», aspira a ser retratada de forma «agresiva», pero que, al mismo tiempo, no desea perder un átomo de dicha delicadeza. —Es el último que pintó, ¿sabes? —dijo la señora Gisburn con comprensible orgullo—. El penúltimo —rectificó—, pero ese otro no cuenta porque lo destruyó. —¿Lo destruyó? —Me disponía a insistir en ello cuando escuché unos pasos y vi al propio Jack en el umbral. Allí de pie, con las manos en los bolsillos de su batín de terciopelo y el fino cabello castaño peinado hacia atrás, despejado de la pálida frente, con las bronceadas mejillas fruncidas por la sonrisa que le curvaba las puntas de su espléndido bigote, percibí hasta qué punto se beneficiaba él de la misma cualidad de sus cuadros: la de parecer más listo de lo que era. Su mujer le miró en actitud afligida, pero los ojos de Gisburn la ignoraron para posarse sobre el retrato. —El señor Rickham deseaba verlo —empezó a decir ella tratando de disculparse. Él se encogió de hombros, sin dejar de sonreír. —¡Oh!, Rickham me descubrió hace tiempo —dijo con ligereza. Seguidamente, añadió cogiéndome del brazo—: Ven a ver el resto de la casa. Me la fue mostrando con una especie de complacencia infantil de clase media: cuartos de baño, intercomunicadores, vestidores, prensas para pantalón… Todas las complejas simplificaciones domésticas de los millonarios. Y cada vez que yo pagaba el esperado tributo de mi admiración, respondía él sacando un poco el pecho: —Sí, verdaderamente no entiendo cómo se las arregla la gente para vivir sin todo esto. Al fin y al cabo, éste era el final que cualquiera habría previsto para Gisburn. La cuestión era que, para bien y para mal, el tipo seguía siendo el que fue por y a pesar de sus cuadros… Tan atractivo, tan encantador, tan irresistible que a uno le entraban ganas de suplicarle: «¡No te resignes a esta vida ociosa!», de la misma forma que en el pasado a uno le habían entrado ganas de suplicarle: «¡No te resignes a un trabajo como éste!». Pero, justo cuando la súplica se esbozaba en mis labios, mi diagnóstico experimentó un brusco retroceso. —Esta es mi guarida particular —dijo conduciéndome, tras la deslumbradora gira, hasta una habitación anodina y oscura. Era cuadrada, marrón y tapizada en piel; sin «piezas», sin antiguallas, sin nada que revelase un ambiente de posado previo a su plasmación en un cuadro semanal y, sobre todo, sin el menor atisbo de haber sido jamás utilizada como estudio. Este hecho me confirmó la definitiva ruptura de Jack con su vida anterior. —¿Alguna vez pintas algo? —le pregunté buscando todavía en torno a mí algún indicio de dicha actividad. —Jamás. —¿Ni siquiera acuarelas o aguafuertes? Sus ojos apacibles se entrecerraron y sus mejillas palidecieron un poco bajo el bonito bronceado. —Nunca pienso en ello, querido amigo. Es como si no hubiese cogido un pincel en toda mi vida. Por el tono en que lo dijo adiviné enseguida que en realidad no pensaba en otra cosa. Me aparté por instinto, incómodo por aquel insospechado descubrimiento. Al volverme reparé en un cuadro pequeño colgado sobre la chimenea, el único objeto que rompía el monótono revestimiento en roble de la habitación. —¡Santo Dios! —exclamé. Se trataba del boceto de un burro, un burro viejo y cansado, de pie junto a un muro bajo la lluvia. —¡Santo Dios! —repetí—. ¡Un Stroud! Él guardó silencio, pero podía sentirle pegado a mi espalda, con la respiración algo agitada. —¡Qué maravilla! Apenas doce trazos pero sobre cimientos recios. Eres afortunado, amigo. ¿Dónde lo conseguiste? —Me lo regaló la señora Stroud. —¡Ah, no tenía ni idea de que conocieras a los Stroud! Él era un ermitaño incorregible. —No los conocía hasta que… Ella me buscó para que le pintara tras su muerte. —¿Tras su muerte? ¿A ti? Mi sorpresa debió de traslucir un asombro excesivo, porque Jack reaccionó con una risa embarazosa: —Sí, bueno, ya sabes… Ella, la señora Stroud, es de lo más simple. Su única obsesión era que lo retratase un pintor de moda, pobre Stroud… Creía que era el único modo de proclamar su grandeza, de metérsela por los ojos a un público miope. Y en aquel momento yo era el pintor de moda. —Pobre Stroud…, como tú dices. ¿Esa fue su historia? —Esa fue su historia. Ella creía en él, se vanagloriaba de él…, o eso creía. Pero no soportaba no controlar todas las salas de exposiciones. No soportaba que alguien pudiese acercarse demasiado para ver sus cuadros durante los días de barnizado. ¡Pobre mujer! Sólo es un fragmento en busca de más fragmentos. Stroud fue la única persona completa en sí misma que he conocido. —¿Que has conocido? Pero acabas de decir… En la mirada de Gisburn había un júbilo enigmático. —¡Oh, sí, le conocí…! Y él me conoció a mí… Sólo que fue después de su muerte. Bajé la voz instintivamente: —¿Cuando ella te mandó buscar? —Sí, por irónico que parezca. Ella quería que se reivindicase su nombre para la posteridad y deseaba que yo lo hiciese. Volvió a reír, echando la cabeza hacia atrás para contemplar el boceto del burro. —Hubo días en los que no podía mirarlo, colocarme frente a él. Pero me obligué a colgarlo aquí, y ahora me ha curado…, me ha curado. Ese es el motivo por el que ya ni siquiera me acerco a la pintura, querido Rickham. O quizá el motivo sea Stroud. Por primera vez mi frívola curiosidad por mi amigo se tornó en genuino deseo de querer comprenderle. —Me gustaría que me contaras cómo ocurrió. Gisburn continuaba mirando el boceto, haciendo rodar entre los dedos un cigarrillo que había olvidado encender. De repente se volvió hacia mí: —Me apetece contártelo…, porque siempre he sospechado que detestas mi trabajo. Inicié un gesto de protesta que él atajó con un espontáneo encogimiento de hombros. —¡Oh!, no me importaba en absoluto cuando yo creía en mí mismo… ¡y ahora es un vínculo más entre los dos! Se rió un poco, sin amargura, y empujó hacia delante uno de los sillones: —Toma, ponte cómodo… Aquí tienes los puros que te gustan. Los dejó junto a mi codo y se puso a caminar por la habitación, deteniéndose de vez en cuando bajo el cuadro. —¿Que cómo ocurrió? Te lo puedo contar en cinco minutos… Lo que pasó tampoco transcurrió en mucho más tiempo… Recuerdo lo sorprendido y halagado que me sentí al recibir la nota de la señora Stroud. Por supuesto, en lo más profundo de mi ser, siempre supe que no había otro como él…, sólo que me dejé llevar, me hice eco de las típicas trivialidades que se decían sobre él, casi hasta llegué a creer que era un fraude, uno más de los que se quedan en el camino. Y ya lo creo que se quedó en el camino…, ¡porque él llegó para quedarse! Los demás seríamos barridos o sepultados, pero él nadaba muy por encima de la corriente… Sobre cimientos recios, como bien has apuntado tú. »Pues bien, llegué a la casa en actitud regia…, ¡casi conmovido, que Dios me perdone, por el dramatismo de la fracasada carrera de Stroud, coronada por la gloria de haber sido retratado por mí! Naturalmente, tenía intención de hacer el retrato sin cobrar… Se lo dije a la señora Stroud en cuanto ésta empezó a balbucir algo respecto a sus apuros económicos. Recuerdo que salí del paso con una frase airosa sobre que realmente el honor era mío… ¡Oh, estuve formidable, querido Rickham, posando para mí mismo como una de mis modelos! »A continuación me condujeron hasta donde estaba Stroud y me dejaron a solas con él. Había enviado todos mis bártulos por adelantado, sólo tenía que montar el caballete y ponerme a trabajar. Llevaba sólo veinticuatro horas muerto y había fallecido de repente, de enfermedad coronaria, por lo que no había habido actividad destructiva previa… Su rostro estaba despejado e intacto. Le había visto una o dos veces antes, hacía años, y me había parecido insignificante y gris. En cambio en ese momento me pareció soberbio. »En un principio me alegré por mera complacencia estética. Me satisfacía poner mi mano sobre semejante “motivo”. Pero más tarde la extraña impresión de que parecía estar vivo empezó a afectarme de manera inquietante… Cuando esbozaba su cabeza sentía que él observaba cómo lo hacía. Por si aquella sensación no fuese suficiente se me ocurrió preguntarme qué diría de mi forma de trabajar si verdaderamente estuviese mirándome. Mis trazos se tornaron imprecisos…, me sentía nervioso e inseguro. »Cierta vez, al alzar la mirada, me pareció detectar una sonrisa bajo su barba cana, como si él estuviera en posesión del secreto y me lo estuviera ocultando. Esto aún me exasperó más. ¿El secreto? ¡Por Dios, yo tenía un secreto que valía más que veinte de los suyos! Me apliqué al lienzo con furia e intenté poner en práctica algunos de mis atrevidos subterfugios. Pero me fallaron, se me desmoronaron. Observé que él no les daba importancia a mis minucias exhibicionistas, que no conseguía desviar su atención, sino que mantenía la mirada fija en los arduos entresijos. Eran ésos precisamente los que yo siempre había logrado esquivar o cubrir con algo de pintura engañosa. ¡Y cómo logró ver Stroud a través de mis engaños! »Alcé de nuevo la vista y reparé en el boceto del burro que colgaba de una pared junto a su cama. Luego su esposa me contó que era lo último que había hecho, un simple apunte realizado con mano temblorosa mientras estuvo en Devonshire, convaleciente de un ataque cardíaco anterior. ¡Un simple apunte! Sin embargo, revela toda su trayectoria. Hay años de paciente e implacable perseverancia en cada línea. Alguien que nada con la corriente jamás habría aprendido ese prodigioso trazo a contracorriente… »Volví a mi tarea, seguí probando y buscando. Entonces miré de nuevo al burro y me di cuenta de que, a la primera pincelada, Stroud ya sabía cuál iba a ser el final. Había poseído a su sujeto, lo había absorbido y recreado. ¿Cuándo había hecho yo eso mismo con mis cosas? Mis creaciones no habían nacido de mí… Las había adoptado, ni más ni menos… »Imagínate, Rickham, no era capaz de dar la siguiente pincelada con aquel rostro mirándome. La pura verdad era que no sabía hacia dónde dirigirla… ¡Nunca lo había sabido! Entre mis clientas y mi público una intrépida mancha de color bastaba para disimular dicha realidad… Me limitaba a aplicar pintura a sus rostros… Pues resulta que aquellos ojos muertos sabían mirar precisamente a través de esa pintura. Y veían hasta los más frágiles cimientos. ¿Sabes cuando uno habla en un idioma extranjero cómo, aunque lo haga con fluidez, la mitad de las veces no es capaz de comunicar lo que quiere decir sino sólo lo que puede? Pues así mismo pintaba yo. Y, mientras él yacía allí mirándome, eso que todos denominaban mi “técnica” se me vino abajo como un castillo de naipes. Entiéndeme, no es que él me pusiese cara de desprecio, pobre Stroud… Sólo estaba allí, observando en silencio, pero de sus labios, a través de la barba gris, me pareció escuchar la pregunta: “¿Estás seguro de saber adónde quieres ir a parar?”. »Si hubiese sido capaz de pintar aquel rostro, con la pregunta reflejada en él, habría realizado algo grandioso. Sin embargo, igualmente grandioso fue percatarme de que no era capaz de hacerlo… Me fue concedida esa última gracia. Pero ¡ay, Rickham!, en ese momento, ¿qué no habría dado yo por tener a Stroud vivo delante de mí y escucharle decir: “No es demasiado tarde…, yo te enseñaré cómo lograrlo”? »Era demasiado tarde… Lo habría sido incluso aunque él hubiese estado vivo. Recogí mis bártulos, bajé y se lo dije a la señora Stroud. Naturalmente no le conté aquello. Le habría sonado a chino. Le conté simplemente que no podía pintarle, que estaba demasiado conmovido. A ella le agradó la idea… ¡Es tan romántica! Por eso se decidió a regalarme el burro. Pero le preocupaba terriblemente no tener el retrato… ¡Deseaba tanto que lo “trabajase” alguien en boga! »Al principio me temí que no conseguiría librarme…, y tan agobiado estaba que le sugerí a Grindle. Sí, yo fui el que lanzó a Grindle: le dije a la señora Stroud que era “un talento en alza”. Ella se lo dijo a otra persona, y así es como llegó a ser verdad… Grindle pintó a Stroud sin pestañear y ella colgó el cuadro al lado de las obras de su marido… Se desplomó en el sillón que estaba junto al mío, echó hacia atrás la cabeza y, enlazando los brazos tras ella, contempló el cuadro que estaba sobre la chimenea. —Me gusta imaginar que, si aquel día hubiese podido decir lo que pensaba, Stroud me lo habría encomendado a mí. Y, en respuesta a mi casi obligada pregunta sobre si empezaría de nuevo, se apresuró a contestar: —¿Empezar de nuevo? ¿Ahora que lo único que me asemeja remotamente a él es haber tenido la lucidez de claudicar? —Se puso en pie y apoyó su mano en mi hombro riendo—. Lo más irónico de todo esto es que todavía sigo pintando… ¡Porque Grindle lo hace por mí! Los Stroud son excepcionales y ocurren sólo una vez, pero no hay forma de exterminar a artistas como nosotros. *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
La misión de Jane
Cuento
Dos días de traqueteo por endiabladas rutas en un cochecillo voluntarioso pero renqueante y otros dos a lomos de una montura alquilada de temperamento poco sociable habían llevado al joven Medford, de la Escuela Americana de Arqueología de Atenas, a cuestionarse el motivo por el que su excéntrico amigo inglés, Henry Almodham, habría elegido vivir en el desierto. Ahora lo comprendía. Justo en ese momento se encontraba apoyado sobre el pretil de la cornisa de la antigua edificación, entre fortaleza cristiana y palacio árabe, que había sido el pretexto esgrimido por Almodham. O uno de ellos. Abajo, en un patio interior y a medida que descendía el sol, empezaba a levantarse un vientecillo que, con su repiqueteo como de lluvia, se abría paso entre el palmeral llevando frescor a los peregrinos del desierto. Una vieja higuera, enorme y exuberante, se contorsionaba sobre un blanco aljibe, succionando vida de la que parecía ser la única fuente de humedad entre aquellos muros. Más allá, a uno y otro lado, se extendía el misterio de las arenas, doradas como promesas, lívidas como amenazas, según las cubriese o descubriese el sol. El joven Medford, cansado del viaje desde la costa y abrumado por aquella primera e íntima impresión de la omnipresencia del desierto, sintió un súbito estremecimiento y se apartó de la baranda. Indudablemente era un refugio privilegiado para un erudito misógino. Pero uno había de ser, por fuerza, ambas cosas. «Echemos un vistazo a la casa», se dijo Medford a sí mismo, como si le urgiese tomar contacto con algo realizado por la mano del hombre para recuperar la sensación de seguridad. La casa (ya lo había averiguado) estaba vacía, a excepción de aquel criado solícito y cosmopolita que hablaba un palimpsesto de cockney mezclado con lenguas mediterráneas y dialectos del desierto… ¿Sería inglés, italiano o griego? Había también dos o tres subalternos ataviados con burnus que, tras llevar el equipaje de Medford hasta su habitación, dispensaron al entorno de sus subrepticias presencias. El criado le informó de que el señor Almodham había tenido que ausentarse. De un día para otro un jefe local amigo suyo le había hecho llamar para visitar unas ruinas inexploradas al sur. Había partido al amanecer, demasiado precipitadamente como para haberle escrito una nota, aunque sí le hacía llegar un mensaje verbal de disculpa y pesar. Quizá regresase a última hora de aquella misma noche o a la mañana siguiente. Por lo que sabía el joven Medford, Almodham estaba siempre enfrascado en aquel tipo de exploraciones. Ellas fueron la razón de que se instalase en aquel remoto lugar, y su arriesgada apuesta ya había obtenido la recompensa de unas interesantes ruinas de la primera era cristiana. Medford celebró que su amigo no se hubiese ceñido al protocolo y, a decir verdad, se sintió bastante aliviado de disponer de unas horas para sí mismo. El verano anterior había contraído malaria y, aunque había llevado puesto su casco de automovilista, no descartaba haber pillado una ligera insolación. Pero, pese a la intensa fatiga, se sentía también profundamente feliz. ¡Y menudo lugar para reponer fuerzas era aquél! ¡El silencio, la lejanía, el aire ilimitado…! En pleno corazón de lo inhóspito, verde follaje, agua, comodidades (había entrevisto unos amplios sillones de mimbre bajo las palmeras)… Una morada acogedora y hospitalaria. Sí, empezaba a comprender a Almodham. Para cualquiera harto del febril ajetreo de Occidente los muros de aquel fortín en el desierto transpiraban paz. Justo cuando había puesto el pie en las escaleras (diseñadas como si fuesen una escalera de mano) y se disponía a bajar, Medford divisó la cabeza del criado, que en ese momento se alzaba hacia él. Lo hizo con tal lentitud que Medford tuvo tiempo de comprobar que era cetrina y calva en la coronilla, dentada en diagonal por una cicatriz larga y blanquecina y rodeada de toscos cabellos de color rubio ceniza. Hasta entonces Medford sólo había reparado en el rostro del hombre (juvenil, aunque también cetrino) en el que le había impactado descubrir una peculiar expresión que sólo de manera precaria cabría definir como de perplejidad. El criado, echándose a un lado, miró hacia arriba, y Medford cayó en la cuenta de que su permanente aire de asombro se debía al hecho de que sus ojos azul intenso estaban mucho más abiertos de lo habitual, ribeteados además por densas pestañas rubio ceniza. Aparte de eso, no había ninguna otra cosa destacable en él. —Iba a preguntar… Esto…, ¿qué vino le sirvo para la cena, señor? ¿Champán o…? —Nada de vino, gracias. Los disciplinados labios del hombre dibujaron un remoto amago de desprecio o de ironía. O ambas cosas. —¿De ningún tipo, señor? Medford le sonrió a su vez: —No, de verdad. He estado algo pachucho y me han prohibido el vino. El criado no parecía querer darse por vencido. —¿Y un poco de Moselle ligero para siquiera colorear el agua, señor? —No, nada de vino, de ninguna clase —respondió Medford empezando a exasperarse. Todavía se hallaba en esa fase de la convalecencia en la que a uno le irrita que le contradigan en asuntos de dieta—. Oh, a propósito, ¿cómo se llama usted? —añadió para suavizar un poco la aspereza de su negativa. —Gosling —respondió el otro para sorpresa de Medford, si bien éste no habría sabido decir cómo había esperado que se llamase. —¿Es usted inglés, entonces? —Oh, sí, señor. —Pero lleva bastantes años por estas tierras, ¿no? —Sí —respondió Gosling. Demasiado tiempo para su gusto. Añadió que había nacido en Malta—. Pero conozco bien Inglaterra. —De nuevo la mirada de desprecio—. Confieso, señor, que me habría gustado ver Wembley. El señor Almodham me lo prometió en su momento, pero luego… —Como deseoso de mitigar el abandono en el que había incurrido con semejante confidencia, le pidió a continuación las llaves de su habitación y, en el mismo tono ceremonioso, le preguntó a qué hora le gustaría cenar. Tras haber recibido respuesta, todavía se mostraba remiso a marcharse. Parecía más perplejo que nunca. —Entonces, ¿sólo agua mineral, señor? —Oh, sí, cualquiera que tengan. —¿Una botella de Perrier, por ejemplo? ¡Perrier en pleno desierto! Medford sonrió afirmativamente, entregó sus llaves sin rechistar y prosiguió su paseo. La casa, o al menos la zona habitable de ésta, resultó ser más pequeña de lo que había imaginado al principio. Y es que, sobre ella, se levantaba una portentosa dilapidación de muros de piedra amarilla entre cuyas intersecciones se erigían estancias de escayola, unas encima de otras, semiderruidas pese a las vigas de cedro y las contraventanas color carmesí. De entre aquel maremagno de mampostería y estuco, cristiano y musulmán, el reciente inquilino había escogido una serie de habitaciones agrupadas en un ala de la antigua fortaleza. Dichas habitaciones daban al patio principal, el mismo en el que susurraban las palmeras y la higuera se retorcía sobre el aljibe. Sobre el resquebrajado suelo de mármol blanco había un juego de sillas y una mesa baja, así como unos cuantos geranios y unas campanillas azules que se habían avenido a crecer entre las losas. Un chico con falda blanca y mirada atenta estaba regando las plantas, pero se desvaneció como una nube de vapor al aproximarse Medford. Y algo había de vaporoso e insustancial en el ambiente. Incluso la amplia habitación porticada con acceso al patio, decorada con cojines tipo alforja, divanes de piel de gacela y toscas alfombras indígenas, incluso la mesa sobre la que se apilaban viejos Times y ultramodernas revistas inglesas y francesas… Bajo el aire claro y burlón todo parecía el espejismo de un caminante del desierto. Una hamaca bajo la higuera invitó a Medford a dormitar. Cuando despertó, la tensa cúpula azul que había sobre su cabeza estaba constelada de estrellas y la brisa nocturna cuchicheaba con las palmeras. Descanso, belleza, paz. ¡Sabio Almodham! ¡Sabio Almodham! Tras haber concluido (con resultados un tanto decepcionantes) las excavaciones que la sociedad arqueológica le había encomendado hacía veinticinco años, su amigo había decidido quedarse, había tomado posesión de aquella fortificación de los Cruzados y había mudado sus intereses de las ruinas antiguas a las medievales. Pero Medford sospechaba que incluso estas investigaciones más recientes las llevaba a cabo de manera esporádica, siempre y cuando su ánimo no se viese excesivamente lastrado por el hechizo de su solaz. El joven americano había conocido a Henry Almodham en Luxor el invierno anterior. Ambos habían cenado en casa del coronel Swordsley, en una fragante terraza sobre el Nilo encendida de estrellas y, habiendo despertado Medford cierto interés en el arqueólogo, éste le había instado a visitarle en el desierto el año siguiente. Habían pasado juntos esa única noche, con el viejo Swordsley pestañeando con sus párpados ensoñadores y en compañía también de dos o tres encantadoras damas del Palacio de Invierno que no pararon de conversar y de proferir exclamaciones sobre una y otra cosa. En el camino de regreso a Luxor, cabalgando bajo la luz de la luna, Medford creyó haber desentrañado las líneas esenciales del carácter de Henry Almodham. Talante saturnino pero sentimental, crónica indolencia alternada con brotes de actividad asombrosamente lúcida, corrosiva inseguridad aliviada por una secreta autoestima y ansia de soledad combinada con la incapacidad para soportarla durante demasiado tiempo. Medford sospechaba que había algo más: un toque de reconfortante romanticismo Victoriano derivado del entorno, de lo remoto e inaccesible de su retiro, del hecho de ser conocido como ese Henry Almodham («el que vive en el castillo de los Cruzados, ya sabes») y del gradual encierro en una pose adquirida en la juventud y dentro de la cual se había ido agarrotando a medida que le sobrevenía la madurez. Sí, intuía algo profundo y oscuro, aunque el joven no habría sabido precisar qué. Quizá fuese simplemente que aquel singular estilo de vida había acabado por curar alguna vieja herida, alguna mortificación del pasado, algo que años atrás le hubiese tocado en una parte vital de su ser dejándolo en cierto modo dañado. Especialmente en los ademanes dubitativos de Almodham, en el aspecto soñador de su rostro, largo, bronceado y armónico, con su copete de pelo gris, detectaba Medford cierta inercia mental y moral que habría fomentado (y de la que a su vez le habría exonerado) la vida en aquel castillo novelesco. «Una vez aquí, ¡qué sencillo resulta quedarse!», pensó. —La cena, señor —anunció Gosling. La mesa estaba dispuesta bajo una bóveda del salón. El atenuado resplandor de las velas se proyectaba como una balsa rosácea en el atardecer. Cada vez que se exponía a la luz, el criado, con chaqueta blanca y zapatos de terciopelo, parecía más eficaz y atónito que nunca. Por otra parte, el menú… ¿Sería también maltés el cocinero? Gosling detuvo momentáneamente su tarea, acompañó su asentimiento de una sonrisa y empezó a escanciar Chablis en el vaso del invitado. —No tomo vino —dijo Medford con paciencia. —Lo siento, señor. Pero lo cierto es que… —¿No dijo que había Perrier? —Así es, señor, pero acabo de darme cuenta de que no queda. Ha hecho un calor terrible y como el señor Almodham ha pasado una larga temporada en casa se la ha bebido toda. La nueva remesa no llegará hasta la semana que viene. Dependemos para ello de las caravanas que marchan en dirección al sur. —No importa. Agua natural, entonces. La prefiero. El asombro de Gosling fue en aumento hasta convertirse en ostensible estupor: —¿Agua, señor? El agua de por aquí… Medford se revolvió irritado: —¿Qué pasa con el agua? Hiérvala, ¿de acuerdo? No voy a… —Apartó el vaso de vino a medio llenar. —Oh…, ¿hervirla? Desde luego, señor. —La voz del hombre decayó hasta transformarse en un susurro. Depositó sobre la mesa una sustanciosa mezcla de arroz y cordero y, a continuación, se esfumó. Medford se reclinó en el respaldo de la silla, abandonándose a la noche, al relente, a las rachas de viento entre las palmeras. La cena consistió en una suculenta sucesión de platos. Justo cuando le servían el segundo y empezaba a sentir sed, vio que le colocaban una jarra de agua junto al codo. —Hervida, señor, y le he exprimido un limón. —Estupendo. Supongo que a finales de verano el agua se vuelve por estas tierras un poco cenagosa, ¿no? —Así es, señor. Pero encontrará esta de su gusto, señor. Medford la probó. Le supo mejor que la Perrier. Apuró el vaso, se echó hacia atrás y rebuscó en su bolsillo. En un instante apareció al alcance de su mano una bandeja con puros y cigarrillos. —¿No… fuma usted, señor? Por toda respuesta, Medford sostuvo su cigarrillo ante los ojos del hombre: —¿Cómo llama usted a esto? —Oh, ya, claro. Me refería al otro estilo. —Gosling echó una discreta mirada a las pipas de opio de jade y ámbar que había sobre la mesa auxiliar. Medford declinó la invitación con una sacudida de hombros y se quedó pensativo. Tal vez fuera aquél el otro secreto de Almodham… o uno de ellos. Porque empezaba a pensar que podría haber muchos, y todos celosamente escondidos tras la vigilante frente de Gosling. —¿Todavía no hay noticias de Almodham? Gosling estaba recogiendo los platos con ademanes diestros. Por un momento pareció no haberle oído. Pero luego, desde el fulgor de las velas, dijo: —¿Noticias, señor? Difícilmente podría haberlas, ¿verdad? No hay telégrafo en el desierto, señor. No es como en Londres. —Su tono respetuoso atemperaba la sutil ironía—. Pero para mañana por la noche deberíamos tenerle ya por aquí. —Gosling se detuvo, se aproximó un poco, pasó una de sus raudas manos por la mesa en busca de unas últimas migajas y añadió vacilante—: Seguramente podrá usted quedarse hasta entonces… Medford se echó a reír. La noche era un bálsamo, se colaba en su ánimo como si le diese alas. El tiempo se diluía, lejos quedaban el estrés y las complicaciones. —¿Quedarme? ¡Me quedaría un año si hiciese falta! —Oh… ¿un año? —repitió Gosling en tono jocoso, antes de recoger los platos del postre y marcharse. Medford había dicho que esperaría a Almodham durante un año, pero a la mañana siguiente cayó en la cuenta de que tales términos arbitrarios habían perdido allí todo sentido. No existían medidas de tiempo en semejante lugar. La boba esfera de su reloj reducía a la nada su letanía diaria. El rotar de los astros en torno a aquellos muros ruinosos se limitaba a dejar constancia de las circunvoluciones de la Tierra y los espasmódicos movimientos del hombre carecían de sentido. El simple hecho de estar hambriento, el aviso del reloj interno, se veía neutralizado por la irrelevancia de la sensación en sí, relegada a un espasmo espectral fácilmente apaciguable con algo de miel y frutos secos. La vida y la molicie, liviana y monótona, de lo eterno. Al declinar la tarde, Medford se sacudió aquella rara sensación de ubicuidad y subió a la azotea. Se puso a acechar a través del desierto la posible llegada de Almodham. Hacia el sur, las montañas de alabastro figuraban un velo azulado suspendido contra la luz. Una gran columna de fuego había prendido en el oeste, esparciéndose en nubecillas plumosas que convirtieron el cielo en un surtidor de pétalos de rosa y en oro las arenas extendidas a sus pies. Ningún punto lejano que sugiriese la llegada de un jinete. Medford aguardó en vano la aparición del ausente anfitrión hasta que cayera la noche y el puntual Gosling volvió a convocarle a la mesa. Durante la tarde, Medford se entretuvo hojeando las vanguardistas revistas (de sólo tres meses de antigüedad y ya rancias al tacto), luego las apartó a un lado, se tumbó en un diván y se dispuso a soñar despierto. Almodham debía de pasar mucho tiempo soñando, seguramente. Y entonces, justo cuando su amigo empezase a sentirse presa del sopor, partiría como una exhalación a surcar el desierto tras la aventura de alguna ruina ignota. No era mala vida. En ese momento Gosling apareció con un café turco servido en una taza repujada con filigranas. —¿Hay caballos en el establo? —preguntó Medford de improviso. —¿Caballos? Únicamente percherones, señor. El señor Almodham se llevó consigo los dos mejores caballos de montar. —Estaba pensando que podría salir a caballo a buscarle. Gosling ponderó la cuestión. —Claro, podría hacerlo, señor. —¿Sabe qué ruta tomó? —No exactamente, señor. Iba a guiarles el caíd del hombre que le dio aviso. —¿Guiarles? ¿Quiénes iban con él? —Sólo uno de nuestros hombres, señor. Ellos se llevaron los dos purasangres. Hay un tercero, pero es manso. —Gosling hizo un inciso—: ¿Conoce las veredas, señor? Discúlpeme, pero no creo haberle visto a usted por aquí con anterioridad. —No —admitió Medford—. Nunca había estado aquí. —Oh, entonces… —El gesto de Gosling resultó bastante explícito: «En tal caso ni siquiera el mejor purasangre le sería de ayuda». —Supongo que todavía cabe la posibilidad de que aparezca esta noche, ¿no? —¡Oh, sin duda, señor! Confío en verles desayunando juntos aquí mañana —dijo Gosling en tono efusivo. Medford dio un sorbo a su café. —Ha dicho que nunca me había visto antes por aquí. ¿Y usted? ¿Cuánto lleva aquí? Gosling replicó al instante, como si las cifras nunca permanecieran alejadas de su memoria durante mucho tiempo: —Once años y siete meses en total, señor. —¡Casi doce años! Demasiado tiempo… —Sí, mucho. —Y supongo que no se ausenta usted de aquí con mucha frecuencia. Gosling, que se alejaba ya con la bandeja, se paró en seco, se giró y respondió con impetuoso énfasis: —No me he ausentado ni en una sola ocasión. No desde que el señor Almodham me trajo aquí por primera vez. —¡Dios bendito! ¿Ni unas vacaciones? —Ni eso, señor. —Pero el señor Almodham se marcha de vez en cuando. Le conocí en Luxor el año pasado. —Efectivamente, señor. Pero resulta que cuando está aquí me necesita a su entera disposición y cuando no está me necesita también para vigilar al resto. Así que ya ve usted… —Sí, ya veo. Pero debe de estar haciéndosele horriblemente largo… —Se me hace largo, señor. —Pero ¿y los demás? ¿Quiere decir que no son plenamente fiables? —Bueno, señor, es que son árabes —dijo Gosling con desdeñosa indiferencia. —Ya. ¿No hay entre ellos uno sólo que lleve más tiempo al servicio del señor Almodham y que sea de fiar? —Esa palabra no figura en su vocabulario, señor. Medford se entretuvo encendiendo un puro. Cuando levantó la vista comprobó que Gosling todavía estaba a un metro escaso de distancia. —Fue como si nunca me hubiese hecho esa promesa, señor —dijo con un punto de exaltación. —¿Promesa? —La de darme vacaciones, señor. La misma promesa…, una y otra vez. —¿Y nunca se presentó la ocasión? —No, señor. Los días fueron pasando… —Ah, en este lugar no es de extrañar. No permanezca usted despierto por mí —añadió Medford—. Creo que voy a esperar al señor Almodham. Gosling abrió todavía más, si cabe, los ojos: —¿Aquí, señor? ¿En el patio? El joven asintió y el criado permaneció inmóvil unos instantes, mirándole, transformado a la luz de la luna en una espectral figura blanca, el inquieto fantasma de un paciente mayordomo que pudo haber muerto sin haber gozado jamás de vacaciones. —¿Toda la noche aquí abajo, en este patio, señor? Es un lugar retirado. No le oiría si me llamase para cualquier cosa. Estaría mejor en la cama, señor. El aire es malo. Podría volver a darle fiebre. Medford se echó a reír y se repantigó en su holgada silla. «Decididamente —pensó—, este tipo necesita un cambio de aires». Y en voz alta comentó: —¡Oh, estoy bien! Es usted quien parece nervioso, Gosling. En cuanto regrese el señor Almodham me propongo hablarle en su favor. Obtendrá usted sus vacaciones. Gosling continuó inmóvil. No articuló sonido durante un minuto. —¿Lo haría usted, señor? ¿Lo haría? —dijo aquello de forma entrecortada, con un quiebro de voz, la última palabra distorsionada por la risa…, una especie de chirrido breve y estridente, la clase de risa de quien lleva demasiado tiempo sin permitirse tales desahogos—. Gracias, señor. Buenas noches, señor. —Y se fue. —¿Hierve usted siempre el agua que bebo? —preguntó Medford, agarrando el vaso sin llegar a levantarlo. Lo dijo en tono cordial, casi confidencial. Medford tenía la sensación de que su espontánea promesa de conseguirle a Gosling unas vacaciones había establecido entre ambos una genuina amistad. —¿Hervirla? Siempre, señor. Faltaría más —Gosling se expresó con un atisbo de reproche, como si la pregunta de Medford supusiera un agravio (involuntario, cabía esperar) en el marco de la relación que acababa de instaurarse entre ambos. Escrutó a Medford con sus ojos desorbitados, en los que, más allá del velo de profesional indiferencia, se entreveía una sincera preocupación. —Porque, sabe usted, mi baño de esta mañana… En aquel preciso instante Gosling estaba recibiendo un fragrante plato de cuscús de manos de un sigiloso árabe. Por lo bajo le susurró al nativo: —Tú, condenado aborigen, ¿es que ni siquiera sirves para sostener un plato derecho? ¡Aggh! El nativo se esfumó tras aquellas imprecaciones y Gosling, manteniendo el pulso deliberadamente bajo control, colocó el plato ante Medford. —Éstos son todos iguales. —Con un gesto de fastidio retiró un resto de suciedad de la manga de su uniforme. —Es que esta mañana mi baño olía mal, ¿sabe usted? —dijo Medford. —¿Su baño, señor? —Gosling recalcó sus palabras. El asombro volvió a anegar aquellos ojos clavados en Medford, hasta el punto de anular cualquier otro tipo de emoción—. Desde luego que no iba yo a consentir que pasara una cosa así —dijo en tono de autocensura. —Es el único aljibe que hay, ¿no? ¿El del patio? Gosling emergió al fin de la honda cavilación en la que le había sumido la queja del huésped. —Sí, señor, sólo ése. —¿De qué clase de aljibe se trata? ¿De dónde procede el agua? —Oh, sólo es una cisterna, señor. Agua de lluvia. Nunca ha habido ningún otro. Y, que yo sepa, siempre ha funcionado sin problema. Pero en esta estación se vuelve un poco loco. Puede preguntarle a cualquiera de esos árabes, señor. Pese a lo embusteros que son, no se van a pringar molestándose en mentir sobre eso. Vaya que no. Medford degustaba ahora con cautela el agua de su vaso. —Ésta parece estar bien —dictaminó. La satisfacción se dibujó en el semblante de Gosling. —Yo mismo me ocupo de vigilar que se hierva convenientemente, señor. Siempre lo hago. Espero que esa dichosa Perrier llegue mañana, señor. —¡Oh, mañana! —Medford se encogió de hombros al tiempo que tomaba un segundo sorbo—. Puede que mañana no esté aquí para bebería. —¿Qué…? ¿Se marcha, señor? Al girarse abruptamente, Medford captó una expresión nueva e indescifrable en los ojos de Gosling. Le daba la impresión de que el hombre le había cogido una especie de afecto perruno. Medford incluso habría jurado que Gosling habría deseado retenerle allí, convencerle de que fuera paciente y pospusiera su marcha. Y sin embargo, bien pudiera ser también que fuese alivio lo que percibió en su mirada; satisfacción, casi, en su voz. —¿Tan pronto, señor? —Bueno, llevo ya cinco días aquí. Y puesto que todavía no hay noticias del señor Almodham y dice usted que incluso es posible que se haya olvidado por completo de mi llegada… —¡Oh!, no digo eso, señor. ¡Olvidado no! Sólo que cuando todos esos montones de piedra se apoderan de él, se olvida del tiempo, señor. Eso es lo que quiero decir. Los días pasan…, está como en un sueño. No le extrañe que crea que está usted todavía por llegar, señor. —Una imperceptible sonrisita aligeró la incolora gravedad de los rasgos de Gosling. Era la primera vez que Medford le veía sonreír. —Oh, lo comprendo, pero aun así… —Medford hizo una pausa. Su instinto de alerta trataba de combatir el marasmo en que le sumían la molicie de aquel lugar embriagador y sus reconfortantes comodidades—. Es extraño… —¿Qué es extraño? —repitió al instante Gosling mientras colocaba dátiles e higos secos sobre la mesa. —Todo —dijo Medford. Se apoyó contra el respaldo de su asiento y, a través del arco, contempló el alto cielo desde el cual caía el mediodía en cascadas de azul y oro. Almodham estaba allá afuera, en algún lugar bajo aquel toldo de fuego, tal vez abstraído en sus sueños, como había dicho el criado. Verdaderamente, la tierra era un incesante sortilegio. —¿Café, señor? —sugirió Gosling. Medford aceptó. —Me resulta raro que diga usted que no confía en estos tipos…, en estos árabes…, y sin embargo no parece en absoluto preocupado porque Almodham esté ahí fuera, Dios sabe dónde, sólo con todos ellos. Gosling ponderó el comentario sin alterarse. Entendió a qué se refería Medford. —Bueno, señor, no… Usted no lo entendería. Es el tipo de cosas que no se puede enseñar, cuándo fiarse de esta caterva y cuando no. Según convenga a sus intereses, señor, y a su religión, como la llaman ellos, vamos. —Su desprecio era ilimitado—. Pero incluso para comprender un poco por qué no estoy preocupado por el señor Almodham, tendría usted que haberse mezclao con esta chusma y entender el parloteo ese que se traen entre ellos. —Pero yo… —balbució Medford. Se interrumpió bruscamente y se inclinó sobre su café. —¿Sí, señor? —Se puede decir que he viajado con ellos, más o menos. —Oh, viajar. —El tono de Gosling no acertó a conciliar el respeto con la sorna que había despertado en él el alarde de Medford. —Con este llevo ya cinco días aquí —insistió el otro como queriendo proseguir con su argumentación. El sol de mediodía apretaba con fuerza incluso en la zona sombreada del patio y empezaban a debilitarse los débiles resortes de su voluntad. —Lo entiendo, señor. Un caballero como usted con otros compromisos pendientes… Estará apurado de tiempo, por así decirlo —convino Gosling en tono conciliador. Despejó la mesa, trasladó su contenido sobre un par de brazos árabes que tan pronto aparecieron como se esfumaron, y finalmente él mismo se quitó de en medio mientras Medford se dejaba caer en el diván. Tierra de sueños… La tarde envolvía el ambiente como un gran velarium de paño dorado cubriendo las almenas y cayendo en vaporosos pliegues sobre las frondosas palmeras. Cuando, al cabo de un rato, lo dorado se tornó violeta y el oeste semejaba un arco de cristal que abarcaba las arenas, Medford se sacudió la modorra y anduvo un rato deambulando. Pero esta vez, en lugar de subir a la azotea, tomó una dirección distinta. Le asombró descubrir lo poco que sabía de aquel lugar tras cinco días de merodeos y espera. Quizá fuese la última noche que pasaría allí solo. Salió del patio a través de un abovedado pasadizo de piedra que conducía a otro recinto amurallado. Al aproximarse él, dos o tres árabes que habían estado agachados por los alrededores se incorporaron y desaparecieron de la vista. Parecía que hubiesen sido engullidos por la recia mampostería. Un poco más allá de donde estaba, oyó Medford ruido de cascos, la agitación de un establo al caer la noche. Atravesó otra arcada y se encontró de repente entre caballos y mulas. Un árabe estaba cepillando a uno de los caballos bajo la luz declinante, un ejemplar joven, vigoroso y castaño. También aquel criado pareció a punto de evaporarse, pero Medford le detuvo sujetándole de la manga. —Continúe con su trabajo. El hombre, joven y musculoso, de enjuto rostro beduino, se detuvo y le miró. —No sabía que su excelencia hablase nuestro idioma. —¡Oh, sí! —dijo Medford. El otro permaneció callado, con una mano sobre el inquieto cuello del caballo y la otra embutida en su fajín de lana. Él y Medford se escrutaron mutuamente bajo la exigua luz. —¿Es éste el caballo manso? —preguntó Medford. —¿Manso? —Los ojos del árabe recorrieron las patas del animal—. Bueno, sí… Es manso —respondió vagamente. Medford se agachó y palpó las rodillas y los espolones del animal. —Parece bastante en forma. ¿No sería posible dar un paseo con él esta noche si me apeteciera? El árabe se tomó unos segundos para reflexionar. Evidentemente, le había desconcertado la magnitud de la responsabilidad sobrevenida con la pregunta. —¿A su excelencia le gustaría montar esta noche? —Oh, no sé, es un antojo. Tal vez sí o tal vez no. Medford encendió un cigarrillo y le ofreció otro al mozo cuya blanca dentadura reflejó su evidente satisfacción. Al aproximarse los dos hombres para compartir el fósforo pareció ceder un poco la timidez del árabe. —¿Es ésta una de las monturas del señor Almodham? —inquirió Medford. —Sí, señor, es su favorita —dijo el mozo, acariciando con orgullo el brillante hombro del caballo. —¿Su favorita? ¿Y cómo es que no se la ha llevado consigo en esta expedición tan larga? El árabe guardó silencio y clavó la vista en el suelo. —¿No le pareció raro? —quiso saber Medford. Ambos continuaron sin decir palabra mientras sobre ellos descendía rauda la noche azul. Al cabo de un rato, preguntó Medford en tono casual: —¿Dónde cree usted que está su amo en este preciso instante? La luna, oculta durante el radiante declinar del día, se había adueñado de repente del mundo, y un profuso rayo blanco caía de lleno sobre la igualmente blanca casaca del nativo, sobre su rostro bronceado y sobre el turbante de pelo de camello coronado con un nudo en la parte superior. Sus agitados globos oculares centelleaban como joyas. —¡Si fuese voluntad de Alá que lo supiésemos! —Pero cree usted que está a salvo, ¿verdad? No le parece necesario enviar todavía una partida en su busca… El árabe pareció meditar cuidadosamente la cuestión. La pregunta debía de haberle cogido por sorpresa. Pasó un brazo moreno por el cuello del animal y siguió escudriñando el empedrado del patio. —Cuando el señor Almodham está fuera, el señor Gosling es nuestro amo. —¿Y él no lo considera necesario? —Todavía no —suspiró el árabe. —Pero si el señor Almodham tarda demasiado en regresar… El hombre volvió a guardar silencio y Medford prosiguió: —Usted es el mozo principal, imagino. —Sí, excelencia. Se produjo una nueva pausa. Medford se volvía para marcharse cuando, por encima de su hombro, añadió: —Supongo que sabe usted qué dirección tomó el señor Almodham, que sabe dónde ha ido. —¡Oh, desde luego, señor! —En tal caso usted y yo saldremos a caballo a buscarle. Esté preparado una hora antes del amanecer. No le diga nada a nadie… Ni al señor Gosling ni a nadie. Los dos deberíamos ser capaces de dar con él sin ayuda. Los ojos y los dientes del árabe dieron muestras de aquiescencia. —¡Oh, señor, estoy seguro de que usted y mi amo se verán antes de mañana por la noche! Y nadie va a enterarse de nada. «Está tan preocupado por Almodham como yo», pensó Medford. Un leve escalofrío recorrió su espalda. —De acuerdo, esté usted preparado —repitió. A su regreso encontró el patio desierto, fantasmalmente habitado por palmeras aleadas de plata y por una higuera de mármol blanco. «Después de todo —se le ocurrió pensar—, igual ha sido mejor no haberle dicho a Gosling que hablo árabe». Se sentó y esperó a que Gosling llegase del salón para anunciar, pomposamente y por quinta vez, que la cena estaba servida. * * * Presa de ese sobresalto que no se parece a ningún otro, Medford se incorporó bruscamente en la cama. Había alguien en la habitación. No lo constató mediante la vista o el oído (la luna se había ocultado y el silencio de la noche era total) sino mediante esa sutil y peculiar alteración de las corrientes invisibles que nos rodean. Tardó un instante en estar totalmente despierto, cogió su lámpara eléctrica y la proyectó sobre un par de ojos espantados. Gosling estaba plantado al borde de su cama. —El señor Almodham…, ¿ha regresado? —exclamó Medford. —No, señor, no ha regresado. —Gosling se expresaba en voz baja y controlada. Su extremo autodominio le transmitió a Medford cierta sensación de peligro, aunque no hubiera podido precisar por qué o de qué índole. Se sentó erguido, mirando al hombre con severidad. —¿Qué pasa entonces? —Bueno, señor, es que podría usted haberme dicho que hablaba árabe… —El tono de Gosling era ahora penosamente reprobador—… antes de tratar con ese tal Selim, haciéndole confidencias de noche en medio del desierto. Medford cogió sus cerillas y encendió la vela que había junto a la cama. No sabía si echar a Gosling de la habitación de un puntapié o escuchar lo que el hombre tenía que decir. Un intempestivo brote de curiosidad le hizo decantarse por lo segundo. —¡Menuda insensatez! Primero pensé en encerrarle a usted. Podría haberlo hecho… —Gosling se sacó una llave del bolsillo y la sostuvo en alto—. O también podría haberle dejado marchar. Habría sido lo mejor. Pero, claro, estaba lo de Wembley. —¿Wembley? —repitió Medford como un eco. Empezaba a creer que el hombre se estaba volviendo majara. ¡No era de extrañar en aquel lugar de postergaciones y ensalmos! Se preguntó si Almodham no habría enloquecido también un poco. —Wembley. Me prometió usted que convencería al señor Almodham para que me diese unas vacaciones… para poder volver a Inglaterra a tiempo de visitar Wembley. Cada cual tiene sus caprichos, ¿no es verdad? Y el mío es ése, para que vea usted. Cansao está uno de decírselo al señor Almodham. Nunca me ha escuchao o sólo daba a entender que sí lo hacía y era que no lo hacía, qué va, se ponía a decirme que ya veremos, Gosling, y que ya veremos. Y nunca más se habló de nada de eso, vaya que no. Pero usted está hecho de otra pasta, señor. Usted lo dijo y sé que lo dijo de veras…, lo de mis vacaciones. Por eso voy a tener que encerrarle ahora mismito aquí dentro con llave. Gosling se había expresado con serenidad, pese al soterrado quiebro de emoción en su singular acento mitad mediterráneo, mitad cockney. —¿Encerrarme? —Evitar de algún modo que se marche usted con ese asesino. No creería usted en serio que habría vuelto con vida de esa excursión a caballo, ¿verdad? Al igual que la tarde anterior, cuando se dijo a sí mismo que el criado árabe parecía compartir su inquietud respecto a Almodham, un estremecimiento recorrió a Medford. Soltó una nerviosa risa ligera. —No sé de qué me está hablando. Pero de ningún modo va usted a encerrarme. El efecto de sus palabras fue inesperado. El rostro de Gosling se contrajo en una mueca convulsa y dos lágrimas afloraron a sus claras pestañas para luego rodar por sus mejillas. —No confía usted en mí, después de todo —dijo en tono lastimero. Medford se reclinó sobre la almohada y se quedó pensativo. Nunca antes le había ocurrido algo tan insólito. El tipo parecía tan ridículo que incluso daba risa. Y a pesar de todo sus lágrimas no eran fingidas. ¿Lloraría por Almodham, muerto ya, o por Medford, a punto de compartir la misma tumba? —Confiaría en usted de inmediato —dijo Medford— si me dijera dónde está su amo. El semblante de Gosling recuperó su habitual expresión de cautela, pese a retener aún su rostro el brillante rastro de sus lágrimas. —No puedo hacerlo, señor. —¡Vaya, eso me imaginaba! —Porque… ¿cómo iba yo a saberlo? Medford sacó una pierna de la cama, dejando una mano sobre su revólver, bajo la manta. —Bien, ya puede usted retirarse. Deje primero esa llave en la mesa. Y no haga nada que interfiera en mis planes. Si lo hace, le dispararé —añadió lacónicamente. —¡Oh, no, usted no dispararía jamás a un súbdito británico! Se montaría un escándalo. No es que me importe demasiado… A menudo he pensao en pegarme un tiro yo mismo, no vaya usted a creer que no. A veces, durante la estación del siroco. A mí eso no me asusta un pelo, qué va. Pero, vaya, que le digo yo a usted que no se va a ir mover de aquí. Medford ya se había puesto en pie con el revólver a la vista. Gosling lo observó sin inmutarse. —¿Así que sabe dónde está el señor Almodham y está decidido a que yo no lo averigüe? —le desafió Medford. —Es Selim quien está decidido —dijo Gosling—, así como los otros. Todos le quieren a usted quitao de en medio. Por eso los tengo encerraos en sus habitaciones y he estao yo mismo echándole un ojo a usted todo el tiempo. Y ahora, ¿me hará usted el favor de quedarse aquí? ¡Por el amor de Dios, señor! La caravana de regreso sale para la costa pasao mañana. ¡Cójala usted, señor…, es la única cosa segura! Es que por nada del mundo le voy a dejar yo irse con ninguno de ésos, aunque me jurase usted por lo más sagrao que se iba derechito a la playa. Y lo otro, mejor vamos a dejarlo ya de una vez, anda. —¿Lo otro? ¿Qué otro? —La preocupación por el paradero del señor Almodham, señor. No hay nada de qué preocuparse. Todos los hombres lo saben. Pero la pura verdad es que en cuanto el amo se largó le trajinaron dinero de la caja y si yo no hubiese hecho la vista gorda me habrían matao sin pestañear siquiera. Lo que quiere toda esa canalla es que salga usted en busca del otro para darle boleto y esconderlo bajo un montón de arena en algún rincón de las rutas de la caravana. Una faena fácil. Hala, para que vea usted, señor. Que le digo yo que así es como está aquí el patio. Siguió un considerable silencio. Los dos hombres se observaron largamente bajo el débil resplandor de la vela. El cerebro de Medford se iba despejando a medida que se cernía sobre él la sensación de peligro. Su mente buscó afanosamente desde todos los ángulos de aquel hostigador enigma, pero parecía impenetrable desde cualquier acceso. Lo extraño era que, si bien no creía ni la mitad de cuanto le había dicho Gosling, el hombre continuaba inspirándole una rara sensación de confianza en lo que concernía a la mutua relación entre ambos. Medford dejó el revólver sobre la mesa. —Muy bien —dijo—. No saldré en busca del señor Almodham, ya que me aconseja usted lo contrario. Pero tampoco voy a marcharme con la caravana. Esperaré aquí hasta que mi amigo vuelva. Vio a Gosling palidecer bajo su piel cetrina. —No haga usted eso. No respondo de esa gentuza si se empeña en esperarle. La caravana le llevará a la costa pasao mañana tan fácilmente como si fuese usted montao en Rotten Row. —Vaya, ¿de modo que tiene la certeza de que el señor Almodham no estará de regreso pasado mañana? —le pilló Medford. —Yo no sé nada, señor. —¿Ni siquiera dónde se encuentra él ahora? Gosling reflexionó unos instantes. —Lleva demasiado tiempo fuera como para saberlo. —Y sin añadir nada más, la puerta se cerró a sus espaldas. A Medford ya no le fue posible conciliar el sueño. Apoyado en su ventana vio marcharse a las estrellas y al alba irrumpir en toda su beatitud. Con el resurgir de la vida dentro de aquellos antiguos muros se admiró del contraste entre aquella fuente de pureza que anegaba los cielos y los malignos secretos que anidaban cual vampiros en la mampostería terrenal. Ya no sabía qué ni a quién creer. ¿Y si algún enemigo de Almodham le hubiese atraído con engaños hasta el desierto comprando la connivencia de la gente a su servicio? ¿Habrían tenido los criados sus propios motivos para raptarle y estaría Gosling en lo cierto al afirmar que el mismo destino aguardaba a Medford? A medida que se intensificaba la luz, Medford sentía que retornaban sus fuerzas. Incluso le estimulaba lo inextricable de todo aquel misterio. Se quedaría y descubriría la verdad. Siempre era el propio Gosling quien le llevaba el agua para el baño de Medford, pero no lo hizo aquella mañana. Cuando apareció fue sólo para traerle la bandeja del desayuno. Medford reparó en su semblante inusualmente pálido y en los párpados enrojecidos como de haber llorado. El contraste resultaba desagradable y en el interior del joven empezó a gestarse cierta repulsión hacia Gosling. —¿Y mi baño? —Bueno, señor, es que como ayer se quejó del agua… —¿No puede usted hervirla? —Lo he hecho, señor. —Entonces… Gosling salió de mala gana y regresó con un jarro de cobre. —Es esta época del año… Estamos que nos morimos por un poco de lluvia —refunfuñó vaciando una mínima cantidad de agua en el baño. «Desde luego el aljibe debe de estar en las últimas», pensó Medford. Incluso hervida, el agua desprendía el molesto olor que había percibido el día anterior, aunque claramente atenuado. Pese a ello, en aquel clima el baño constituía una necesidad de primer orden. Pasó el día entregado a fútiles lucubraciones sobre su situación. Había albergado la esperanza de que la mañana trajese consigo sabiduría, pero tan sólo le trajo coraje y resolución, aptitudes ambas de escasa utilidad si no van acompañadas de lucidez. De repente recordó que la caravana que se dirigía al sur desde la costa pasaría aquella misma tarde junto a las inmediaciones del castillo. Medford tenía mentalmente anotada la fecha por ser aquélla la caravana que debía traer la caja de agua Perrier. «Bueno, no es que lo lamente, precisamente…», pensó con un estremecimiento involuntario. Algo repulsivo y viscoso, mitad olor, mitad sustancia, parecía habérsele quedado adherido a la piel desde que se bañase por la mañana, y la idea de tener que beber de nuevo de aquella agua le resultaba nauseabunda. Pero la principal razón para alegrarse de la llegada de la caravana era la esperanza de hallar en ella a algún europeo o al menos a algún oficial nativo de la costa a quien poder confiarle su inquietud. Vagabundeó por el lugar, escuchando y esperando, y finalmente subió a la azotea a avizorar la ruta del norte. Pero bajo el halo del atardecer únicamente alcanzó a distinguir a tres beduinos conduciendo unas atestadas mulas de carga en dirección al castillo. A medida que éstos ascendían el empinado sendero logró reconocer a algunos de los hombres de Almodham, deduciendo al instante que la ruta sur de la caravana no pasaba exactamente junto a las murallas, sino que los hombres habían salido a su encuentro, quizá en algún pequeño oasis al otro lado de las dunas. Mortificado por la torpeza de no haber previsto dicha posibilidad, Medford bajó a toda prisa al patio, confiando en que los hombres le trajeran noticias de Almodham. Al llegar Medford al patio le alcanzaron voces airadas y respuestas igualmente exaltadas procedentes de las caballerizas. Apoyado sobre la tapia se puso a escuchar. Gosling, maestro de todos los dialectos del desierto, imprecaba a sus subordinados en media docena de ellos. —Que no lo habéis traío, vamos hombre… y me decís que no estaba el bulto allí, y yo os digo que sí estaba, cómo que no, y que lo sabéis muy requetebién, lo que pasa es que lo habéis dejao tirao en alguna duna mientras estabais de palique con los cantamañanas esos de la costa, o también puede ser que lo hayáis amarrao tan malamente al caballo que se os ha soltao por el camino… y, claro, como que estabais todos demasiado alelaos como para darse cuenta. ¡Oh, hijos de malas madres que ni merecen que las miente uno! ¡Hala, pues para allá que vais a ir de vuelta otra vez a buscar lo que habéis perdío! Es lo que hay. —Por Alá y la tumba de su profeta, nos tratas de manera imperdonable. No se quedó nada en el oasis ni tampoco se nos cayó por el camino. No estaba allí y ésa es toda la verdad. —¡Toda la verdad, toda la verdad! Miserable pandilla de haraganes y embusteros, vosotros… Y el caballero invitado aquí que no se echa a la boca otra cosa que no sea agua…, ja, lo mismo que vosotros, ya lo creo, que siempre estáis jurando no haber bebió más que agua… A otro con el cuento ese, rufianes que sois todos, bebedores de licor. Medford se apoyó sobre la tapia con una sonrisa de alivio. ¡Tan sólo era una caja de Perrier (la caja que estaban esperando) lo que había caldeado los ánimos de aquellos dos hombres adultos hasta tal punto de furor! El anticlímax le quitó un gran peso del pecho. Si Gosling, tan mesurado e inalterable, podía permitirse descargar su ira por una simple incidencia en el funcionamiento del comisariado, ello significaba que no tenía la cabeza ocupada en otras cosas. ¡Qué absurdas se antojaban las suspicacias de Medford a la luz de aquel imprevisto doméstico! Al instante se sintió conmovido por las atenciones de Gosling e irritado consigo mismo por haberse dejado llevar por fantasiosos delirios orientales. Almodham estaba de viaje, ocupado en sus asuntos. Probablemente sus hombres sabrían dónde le habían llevado y en qué consistían tales asuntos. E incluso en caso de que le hubiesen robado durante su ausencia y de que se hubiesen peleado después unos con otros por los restos del botín, Medford no veía qué podía hacer él. Por otra parte, cabía la posibilidad de que su excéntrico anfitrión (a quien, después de todo, había tratado en el transcurso de una única noche), arrepentido de una invitación hecha demasiado a la ligera, se hubiese ausentado para escapar del fastidio de tener que atenderle. En el mismo momento de ocurrírsele, la alternativa le pareció a Medford tan plausible que empezó a preguntarse si no estaría Almodham recluido en alguna suite secreta de aquella intrincada mansión a la espera de que su invitado se largase. Aquella posibilidad explicaba claramente el interés de Gosling en que se marchase el visitante…, y justificaba tan bien la actitud nerviosa y contradictoria del hombre que Medford, sonriendo ante su propia ofuscación, resolvió marcharse a la mañana siguiente. Apaciguado por la decisión tomada, se demoró en el patio hasta la caída de la tarde y poco después subió a la azotea como era su costumbre. Pero en aquella ocasión sus ojos, en lugar de abarcar el horizonte, se centraron en el edificio compuesto de múltiples anexos del que tan poco sabía al cabo de seis días de estancia allí. Los distintos niveles, aéreos, sobresaliendo desde caprichosos ángulos, le desconcertaban con sus ventanas de persianas echadas o, eventualmente, con el enigma oculto en algún cristal pintado. ¿Detrás de qué ventana estaría escondido su amigo, espiando quizá a su invitado en aquel preciso instante? La idea de que aquel hombre de carácter mudable, de rostro moreno y alargado, con su copete de pelo cano, sus presumibles egoísmo y tiranía y su pertinaz ensimismamiento pudiese estar realmente a un tiro de piedra suscitó por primera vez en Medford una aguda sensación de soledad. Se sintió excluido, no querido… Ahora que imaginaba que alguien podría estar viviendo allí sin que él tuviese conocimiento de ello, todo el lugar se le antojó aislado, inhóspito y sumamente peligroso. «Mira que soy idiota… Probablemente Almodham esperaba que hubiese recogido mis cosas y me hubiese marchado en cuanto hubiese sabido que él no se encontraba en casa», cavilaba el joven. Sí, definitivamente se marcharía a la mañana siguiente. Gosling no se había dejado ver en toda la tarde. Cuando al cabo de un rato y con cierto retraso llegó para poner la mesa, traía una mirada de hosca reticencia, de hostilidad casi, que Medford no le había visto anteriormente. Apenas se dignó responder al cordial «hola, ¿está ya la cena?» del joven, y una vez que Medford se hubo sentado le puso el primer plato delante sin decir palabra. El vaso de Medford permaneció vacío hasta que él se vio obligado a señalar el borde con los dedos. —Oh, no hay nada para beber, señor. Los hombres perdieron la caja de Perrier… o la dejaron caer e hicieron añicos las botellas. Ellos dicen que nunca llegaron. ¡Cómo va uno a saber la verdad si ésos no abren sus labios blasfemos como no sea para contar embustes! —estalló Gosling con inusitada violencia. Soltó el plato que sostenía y Medford comprobó que no había tenido más remedio que hacerlo porque su cuerpo entero temblaba como si tuviera fiebre. —¡Hombre de Dios! ¿Qué importancia tiene eso? Va usted a enfermar —exclamó Medford poniendo una mano sobre el brazo del criado. Pero el otro mascullando «Oh, válgame Dios, si hubiera ido yo mismo en lugar de esos liantes», se soltó bruscamente y abandonó la habitación. Medford se sentó sumido en especulaciones. Realmente el pobre Gosling parecía a punto de tener una crisis nerviosa. Nada extraño, por otra parte, cuando a él mismo le había afectado tan profundamente lo siniestro de aquel lugar. Tras un breve intervalo, reapareció Gosling (comedido y sin despegar los labios) para traer el postre y una botella de vino blanco. —Discúlpeme, señor. Para tranquilizarlo, Medford probó el vino y seguidamente apartó la silla y salió de nuevo al patio. Marchaba en dirección a la higuera junto al aljibe cuando Gosling, adelantándosele casi al vuelo, trasladó su silla y la mesita auxiliar hasta el extremo opuesto del patio. —Estará usted mejor aquí… Se levantará algo de aire en breve —dijo—. Iré a por su café. Desapareció de nuevo y Medford se sentó alzando la vista hacia la mole de cemento y escayola, preguntándose si no le habrían desplazado de su rincón favorito para apartarlo (¿o situarlo?) en el ángulo de visión del observador invisible. Una vez le hubo traído el café, Gosling se marchó y Medford permaneció allí sentado. Al cabo de un rato se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo mientras fumaba. Medford regresó luego a su silla, pero tan pronto se hubo sentado creyó sentir la mirada del furtivo observador clavada en la brasa rojiza de su cigarro. La sensación se tornó crecientemente incómoda: casi podía notar los largos y fantasmales brazos de Almodham alcanzándole desde allá arriba, desde algún punto inconcreto de la oscuridad. Regresó al salón, donde colgaba del techo una lámpara que despedía luz tenue, pero, como apenas había aire dentro de la habitación, volvió a salir fuera arrastrando la silla hasta su lugar habitual bajo la higuera. Allí tenía la sensación de poder esquivar el acecho de las ventanas que tanto le había inquietado hacía un momento y se sintió más a gusto, pese a que la brisa no llegaba tan directa hasta aquella esquina y a que el denso aire parecía impregnado de las emanaciones del aljibe adyacente. «El agua debe de estar muy baja», pensó Medford. Pese a no ser penetrante, el olor no dejaba de ser desagradable. Y se quedó dormido. Cuando despertó, el disco anaranjado de la luna se cernía pesadamente sobre los muros aligerando un poco la oscuridad del patio. Debía de haber dormido durante una hora o más. La noche era deliciosa, o lo habría sido en cualquier lugar distinto de aquél. Medford sintió un repelús como secuela de sus pasadas fiebres y recordó que Gosling le había advertido que el patio no era un lugar saludable de noche. «Será por el aljibe, supongo. Me he sentado demasiado cerca», concluyó. Le dolía la cabeza y, tal como le había sucedido tras el baño, tuvo la sensación de que el repulsivo olor dulzón se le quedaba adherido a la cara. Se levantó y se aproximó al aljibe para comprobar cuánta agua quedaba en él. Pero la luna no estaba aún lo bastante alta como para iluminar aquellas simas y únicamente acertó a escrutar la oscuridad. De repente sintió que le agarraban por los hombros a sus espaldas y que se los presionaban con fuerza hacia delante, como si alguien pretendiese empujarle desde el borde. Un segundo después, casi coincidiendo con su propia resistencia refleja, el empujón se convirtió en violento tirón hacia detrás y Medford se volvió para quedar cara a cara con Gosling, cuyas manos soltaron enseguida sus hombros. —Creí que le había vuelto la fiebre, señor… Me pareció que estaba a punto de caerse dentro… —farfulló Medford cuando recuperó sus facultades. —Nos ha debido de pasar a ambos algo parecido porque yo he tenido la impresión de que era usted el que estaba a punto de empujarme a mí —dijo con una carcajada. —¿Yo, señor? —jadeó Gosling—. Si he tirao de usted para atrás con todas mis fuerzas… —Claro, claro, ya lo sé. Gosling guardó silencio y al cabo de unos segundos preguntó: —¿No se va usted a dormir, señor? —No —dijo Medford—. Prefiero quedarme aquí. El semblante de Gosling adoptó una expresión de iracunda terquedad. —Bueno, pero yo preferiría que no lo hiciera, señor. Medford rió de nuevo: —¿Por qué? ¿Porque es la hora en la que sale el señor Almodham a tomar el aire? El efecto de aquella pregunta fue inesperado. Gosling retrocedió un par de pasos y se llevó las manos a los labios presionándolos como si quisiera reprimir un lamento. —¡Venga! Reconozca usted que está aquí y acabemos con esto —exclamó Medford. —¿Aquí? ¿Qué quiere decir con «aquí»? No será que lo ha visto, ¿verdad? —Las palabras apenas habían salido de sus labios cuando el hombre levantó de nuevo los brazos, avanzó tambaleante y se desplomó como un fardo a los pies de Medford. Éste, sin dejar de apoyarse sobre el borde del aljibe, dirigió una sonrisa de desprecio al desdichado individuo que se postraba afligido ante él. Sus conjeturas habían sido correctas, entonces. —Levántese, hombre, no sea absurdo. No tiene usted la culpa de que yo haya averiguado que el señor Almodham sale a pasear de noche por aquí… —¿A pasear por aquí? —gimió el otro aún encogido de pavor. —Sí, eso mismo. ¿Acaso no es verdad? No va a matarle a usted por admitirlo, ¿no? —¿Matarme? ¿Matarme? ¡Ojalá le hubiese matado yo a usted! —Gosling se incorporó ligeramente y echó la cabeza hacia atrás lívido de terror—. ¡Y vaya si podría haberlo hecho! En un santiamén, ya lo creo que sí. Poco me habría costao, no se crea… Sintió como si yo le diera un empujón, ¿no es verdad? Hay que ver, vamos, venir aquí a espiar así y a fisgonearlo todo… Medford no había alterado su postura. Lo despreciable de la criatura a sus pies le proporcionaba una ventajosa sensación de poder. Pero el gemido final de Gosling había desviado abruptamente el curso de sus cavilaciones. Almodham estaba allí, entonces, de eso no cabía duda, pero ¿dónde y bajo qué apariencia? Un nuevo temor descendió raudo por su espina dorsal. —¿Así que después de todo tuvo usted intención de empujarme para hacerme caer? —dijo—. ¿Por qué? ¿Quizá como el método más rápido para que me reuniese con su patrón? El criado tardó menos en reaccionar de lo que se había figurado. De nuevo en pie, Gosling permaneció respetuosamente inclinado y en actitud sumisa bajo la acusadora luz de la luna. —Ay, Dios mío… ¡Si casi voy y le tiro a usted dentro! Se ha dao cuenta, ¿a que sí? Pero luego…, fue por lo que me dijo sobre Wembley. Lo de echarme un cable, señor, sentí que lo había dicho usted de veras y por eso me ha dao sentimiento y me he arrepentío al final. —El rostro del hombre volvía a estar bañado en lágrimas, pero esta vez Medford las rehuyó con aprensión, como si fuesen salpicaduras despedidas por un cuerpo al caer sobre las sucias aguas de un pozo. Medford continuaba sin decir palabra y Gosling prosiguió con sus divagaciones. —Con que hubiese llegao esa Perrier de las narices… No creo que nunca se le hubiera pasao a usted por las mientes, digo yo, si hubiera tenío su Perrier cada día como está mandao, ¿no es verdad? Pero ahora va y me dice que el otro se pasea por aquí como si tal cosa… ¡Ya sabía yo que eso iba a pasar! Pero… ¿qué iba a hacer yo con el hombre si va usted y se planta aquí de golpe y porrazo el mismo día? Medford continuaba inmutable. —Y es que él me estaba volviendo tarumba, señor, loco de remate, esa misma mañana. ¿Que no me cree? Justamente la semana antes de que llegase usted iba yo a pillar el barco para Inglaterra y a tomarme mis vacaciones. Un mes enterito, mire usted, señor, y eso que en justicia me correspondían seis meses, ¿eh? Un mes en Ammersmith, en casa de un primo mío iba a estar yo la mar de bien y pudiendo ver Wembley sin prisas. Y entonces, va él y se entera de que viene usted de camino y, hala, como está tan solo y aburrió aquí, ya me entiende… Le hacen falta nuevas distracciones para no perder la chaveta… y entonces, cuando se entera, digo, de que viene usted para acá, se le quita en un pispás el humor de perros que había tenío, se vuelve loco de alegría y va y me dice: «Le tendré todo el invierno aquí conmigo… un joven interesante, Gosling, de los de mi cuerda». Y cuando le pregunto qué va a pasar entonces con lo de mis vacaciones, se me queda mirando con esos ojos tan fríos que tiene y me dice: «¿Vacaciones? Oh, claro, bueno, el año que viene… Veremos cómo arreglamos la cosa para el año que viene». El año que viene, señor, ¡como si me estuviera haciendo un favor, digo! ¡Y erre que erre desde hace ya casi doce años! Pero esta vez, de no haber venío usted, creo que habría podio irme porque ya se estaba acostumbrando a que le atendiera ese Salim y de salud estaba más bien que nunca, se lo digo yo. Y… bueno, eso le dije yo mismamente, que uno tenía también sus derechos, que yo ya no era un chiquillo… y que le había servío muy requetebién encadenao aquí como un perro guardián y que él siempre me salía con la misma monserga, que si el año que viene y el año que viene. Y… ya ve usted, señor, de pronto se echa a reír en mis narices. Va el menda, se enciende un pitillo y me suelta: «Corta el rollo». »Estaba de pie, ahí donde está usted ahora mismo plantao, señor, y se volvió de pronto para meterse ya en la casa. Y entonces fui y le endiñé. Como pesaba lo suyo, se cayó por el borde del aljibe en menos que canta un gallo. Y para rematar la cosa, todos aquí esperando que apareciera usted por las puertas en cualquier momento… ¡Ay, que Dios me ayude! —La voz de Gosling se quebró al final en un extraño murmullo. Ante sus últimas palabras, Medford había retrocedido involuntariamente unos cuantos pasos. Ambos hombres permanecieron de pie en mitad del patio observándose el uno al otro sin decir palabra. Desde arriba, oscilando entre las almenas, la luna lanzó un inquisitivo arpón de luz sobre la ominosa oscuridad del aljibe. *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
La plenitud de la vida
Cuento
1 ¿No se ha sentido nunca inquieto ante la alta fachada con persianas echadas de una vieja casa italiana? ¿Esa impávida máscara, uniforme, muda y engañosa como el semblante de un cura tras el cual continúan zumbando los secretos escuchados en el confesionario? Hay casas que proclaman la actividad que albergan; son la clara y expresiva cutícula de una vida que fluye próxima a la superficie. Pero el palacio en su callejón o la villa oculta entre cipreses en su colina resultan impenetrables como la muerte. Los ventanales asemejan ojos ciegos, y el portón, una boca cerrada. En el interior tal vez podría brillar el sol, oler a fragantes arrayanes… O podría percibirse algún latido de vida recorriendo las arterias de la colosal estructura. O una soledad mortal en cuyo seno se hospedan los murciélagos, entre las desencajadas piedras, donde las llaves se oxidan en las cerraduras de puertas sin franquear… 2 Desde la galería con sus desvaídos frescos, mirando hacia la avenida flanqueada por una escalera de sombras de ciprés, divisé el escudo ducal y los desportillados jarrones de la verja. El mediodía caía de plano sobre los jardines, sobre las fuentes, sobre los pórticos y las grutas. Al pie de la terraza, donde un liquen color cromo había tapizado la balaustrada como si se tratase de laminae de oro, se sucedían los viñedos inclinándose hacia el fértil valle encajado entre montañas. Las lomas más bajas aparecían salpicadas de blancas aldeas, como estrellas cubriendo de lentejuelas una noche de verano. Y algo más allá, cadenas de azulados montes, livianos contra el cielo de gasa. El aire de agosto era débil, pero ligero y vivificante en contraste con la enrarecida atmósfera de las estancias por las que me habían conducido. Sentí su frescor y acogí agradecida el calor del sol. —Los aposentos de la duquesa están al otro lado —dijo el anciano. Era el hombre más viejo que había visto en mi vida. Tan engullido por el pasado que más parecía un recuerdo que un ser vivo. El único rasgo que le vinculaba al presente era la fijeza con que sus pequeños ojos saurios vigilaban el bolsillo del que, nada más entrar, yo había sacado una lira para el hijo del conserje. Prosiguió sin apartar la vista: —Nada ha cambiado en los aposentos de la duquesa en los últimos doscientos años. —¿Y no vive nadie ahora aquí? —Nadie, señor. El duque pasa el verano en Como. Me había apartado hacia el extremo opuesto de la galería. Más abajo, entre el boscaje en suspensión, tejados y cúpulas de color blanco destellaban como sonrisas. —¿Y ésa es Vicenza? — Proprio!  —El viejo extendió unos dedos tan escuálidos como los de las manos desdibujadas que se encontraban en las paredes, a nuestras espaldas—. ¿Ve usted allí el tejado del palacio, a la izquierda de la basílica? ¿El que tiene esa fila de estatuas que parecen pájaros a punto de alzar el vuelo? Ese, el palacio del duque en la ciudad, fue construido por Palladio. —¿Y se aloja el duque allí alguna vez? —Nunca. En invierno se marcha a Roma. —Entonces ¿el palacio y la villa están siempre cerrados? —Siempre… Como puede comprobar usted mismo. —¿Desde cuándo están así? —Desde que yo puedo recordar. Le miré a los ojos, espejuelos de metal opaco que no reflejaban nada. —Mucho tiempo debe de ser ése —dije sin querer. —Mucho —corroboró el anciano. Dirigí la mirada hacia los jardines. Una profusión de dalias desbordaba las jardineras intercaladas entre cipreses que cortaban la luz del sol como lanzas de basalto. Las abejas remoloneaban sobre la lavanda, las lagartijas se exponían al sol sobre los bancos para escurrirse luego entre las grietas de las resecas piletas. Por todas partes quedaban rastros de la fantástica horticultura cuyo arte ha perdido nuestra indolente era. A lo largo de las galerías, las mutiladas estatuas extendían sus brazos como filas de mendigos lastimeros. Fáunicas hermas sonreían entre los arbustos y, por encima de los muros cubiertos de laurentino, se alzaba lo que parecía el trampantojo de un templo derruido, el cual exponía abiertamente su condición de auténtica ruina bajo aquel aire fulgente y pulverizador. La luz resultaba cegadora. —Entremos —dije. El anciano empujó una pesada puerta tras la cual acechaba el frío, cortante como un cuchillo. —Los aposentos de la duquesa —anunció. Por encima de nuestras cabezas y a nuestro alrededor se repetían de manera interminable los mismos frescos evanescentes; a nuestros pies, las mismas volutas de escayola. Las vitrinas de caoba revestidas de hermosos mármoles en engañosa perspectiva se alternaban a lo largo de la estancia con una profusión de deslustradas consolas de oro que sostenían monstruos chinescos. Desde la repisa de la chimenea nos ignoraba un altivo caballero ataviado con hábito español. —El segundo duque de Ercole —explicó el anciano—, pintado por el Fraile Genovés[10]. Tenía un rostro de frente estrecha, cetrino como una esfinge de cera, nariz prominente y pestañas recelosas, como si efectivamente hubiese sido modelado por unas manos monacales. Más que crueles, los labios parecían insuficientes y altivos; una boca regañona que, ante el más mínimo error verbal, habría chasqueado como una lagartija cazando moscas, y que sin embargo nunca habría llegado a adoptar la redondeada forma requerida para articular un sí o un no. Una de las manos del duque descansaba sobre la cabeza de un enano, una criatura simiesca con pendientes de perlas y estrafalaria vestimenta; la otra volvía las páginas de un gran libro apoyado sobre una calavera. —Ahí detrás está el dormitorio de la duquesa —me recordó el anciano. Las persianas apenas dejaban pasar al interior dos rayos de luz, dos barras doradas hendiendo aquella penumbra submarina. La cama con baldaquino se alzaba adusta, nupcial e impersonal sobre una tarima. Un Cristo amarillento agonizaba entre las cortinas y, desde la otra punta de la habitación, desde el frontispicio de la chimenea, nos sonreía una dama. El anciano descorrió una de las persianas y la luz cayó sobre el rostro de la mujer. ¡Y menudo rostro!, con aquel esbozo de sorna atravesándolo como atraviesa la brisa una pradera en el mes junio… Un rostro de actitud sumisa, singularmente dulce, ¡como si alguna de las afables diosas de Tiépolo se hubiese embutido en el rígido armazón de un traje del siglo XVII! —Nadie más ha dormido nunca aquí, a excepción de la duquesa Violante… —¿Y ella era…? —Aquella dama de allí. La primera mujer del segundo duque de Ercole. Sacó una llave de su bolsillo y abrió una puerta que quedaba al fondo de la habitación. —La capilla —anunció—. Y ésta es la terraza de la duquesa. Cuando me giré para ir tras él, la duquesa me dirigió una sonrisa de soslayo. Caminando sobre un entarimado que crujía a mi paso, entré en la capilla festoneada con estuco. Entre las pilastras se intercalaban esculpidos santos bituminosos. Las rosas artificiales de los jarrones del altar se habían vuelto grises de polvo y tiempo, y un nido de pájaros colgaba de las rosetas cubiertas de telarañas de la cúpula. Había ante el altar una fila de sillones con el tapizado hecho jirones, y retrocedí al ver una figura arrodillada junto a ellos. —La duquesa —susurró el anciano. Del cavaliere Bernini. Era la imagen de una mujer envuelta en pieles con rica gorguera; tenía la mano levantada y el rostro de cara al tabernáculo. Había algo siniestro en la estampa de aquella presencia inmóvil perpetuamente encerrada en oración ante un sagrario abandonado. Su rostro estaba oculto, y me pregunté si sería dolor o gratitud lo que la hacía elevar las manos y dirigir la vista hacia el altar, donde ningún otro orante correspondía a su marmórea invocación. Bajé en pos de mi guía los escalones del entarimado, impaciente por comprobar qué místicas versiones de aquellas gracias terrenales habría reproducido el ingenioso artista. El cavaliere Bernini era maestro en tales artes. La actitud de la duquesa era de arrobamiento, como si unas brisas celestiales alborotaran sus encajes y los mechones que se le salían de la cofia. Advertí la forma admirable en que el autor había captado la pose de su cabeza, la suave curva de los hombros. Entonces me acerqué y miré su cara…, su expresión de petrificado horror. Nunca antes había visto al odio, la rebeldía y la angustia apoderarse así de un semblante humano… El anciano se santiguó mientras arrastraba los pies sobre el mármol. —La duquesa Violante —repitió. —¿La misma del cuadro? —Eh… La misma. —Pero, esa cara…, ¿qué significa? Se encogió de hombros y me miró poniendo los ojos en blanco. Seguidamente barrió con la mirada aquel espacio sepulcral, me agarró de la manga y susurró pegado a mi oreja: —No siempre ha sido así. —¿El qué? —Esa cara… tan terrible. —¿La cara de la duquesa? —La estatua. Cambió después de… —¿Después de qué? —De que la pusieran aquí. —¿Que la cara de la estatua cambió? Él, confundiendo mi estupor con incredulidad, apartó de mi manga su dedo confidencial. —Bueno, es lo que se dice. Yo sólo le cuento lo que he oído por ahí. ¡Qué sé yo! —Volvió a arrastrar sus pasos seniles por el mármol—. Este no es buen lugar para quedarse, nadie entra nunca aquí. Hace demasiado frío. Pero como el caballero dijo que quería verlo todo… Hice tintinear la lira: —Y es lo que deseo… Verlo y escucharlo todo. Y esta historia de la que me habla, ¿a quién se la ha escuchado usted? Señaló con una mano tras su espalda. —A alguien que lo presenció. —¿Que lo presenció? —Mi abuela, para más señas. Soy muy viejo… —¿Su abuela? ¿Su abuela era…? —La criada personal de la duquesa, con todos mis respetos. —¿Su abuela? ¿Hace doscientos años? —¿Es demasiado tiempo? Alabado sea Dios. Soy muy viejo, y ella era muy vieja cuando yo nací. Cuando murió se puso tan negra como una virgen milagrosa y su aliento silbaba como el viento a través de una cerradura. Me contó la historia cuando yo era pequeño. Me la contó ahí fuera, en el jardín, sentados los dos en un banco junto al estanque de los peces, una noche de verano del año en que murió. No creo que me lo haya inventado, porque puedo enseñarle el banco en el que estuvimos sentados. 3 El mediodía caía perpendicularmente sobre los jardines. No se trataba de la adormecedora canícula a la que estamos acostumbrados nosotros: era la reseca exhalación del verano que se acaba. Incluso las estatuas parecían dormitar como enfermeros ante un lecho de muerte. Las lagartijas surgían raudas del suelo resquebrajado como si fuesen llamas, y la oquedad del laurel aparecía recubierta con el barniz azulado de los cuerpos de moscas muertas. Ante nosotros se hallaba el estanque de los peces, un pozuelo de mármol ambarino erigido sobre secretos en descomposición. La villa se erguía justo enfrente, pacífica como el semblante de un difunto, flanqueada por cipreses que semejaban velas. 4 —¿Imposible, dice usted, que la madre de mi madre fuera la criada de la duquesa? Y qué sé yo… Hace tanto tiempo que aquí no ocurre nada que las cosas pasadas tal vez nos parezcan más recientes a nosotros que a quienes viven en las ciudades… Pero ¿cómo si no llegó a saber ella lo de la estatua? ¡Respóndame usted a eso, señor! Puedo jurar que ella lo vio con sus propios ojos y que no volvió a sonreír (según me contó ella misma) hasta que le pusieron en los brazos a su primer hijo. Sí, porque la tomó por esposa el hijo del administrador, Antonio, el que se ocupaba de traer el correo… Pero ¿por dónde iba? Ah, sí, cuando la duquesa murió, ella, mi abuela, no era más que una cría, sobrina de Nencia, la gobernanta, pero sintió mucho lo de la duquesa por la gran cantidad de chistes y canciones divertidas que sabía la señora. ¿Es posible, se preguntará usted, que hubiese escuchado a otros lo que al cabo del tiempo acabó por creer que había visto ella misma? Cómo pudo ser eso no le corresponde decirlo a un hombre sin estudios como yo, pero por otra parte incluso yo mismo creo haber visto muchas de las cosas que ella me contó. Este es un lugar extraño. Nadie viene por aquí, nada cambia, y los viejos recuerdos persisten con la misma fuerza que las estatuas del jardín. »Todo empezó el verano en que volvieron de la Brenta. El duque de Ercole se había casado con una señora de Venecia, como quizá sepa usted. Por entonces aquélla era una ciudad bulliciosa, según cuentan, de risas y música constantes sobre las aguas, y los días discurrían como barcazas arrastradas por la marea. Pues bien, a fin de complacerla, el duque regresó con ella el siguiente otoño a la Brenta. Al parecer el padre de la señora tenía allí un palacio grandioso, con jardines, boleras, cuevas artificiales y casinos como no se han visto jamás. Había góndolas meciéndose al pie de los embarcaderos, caballerizas atestadas de coches de punto revestidos de oro, un teatro con muchos actores, y cocinas y comedores con incontables cocineras y lacayos para servir chocolate a lo largo de todo el día a las elegantes damas vestidas con máscaras y faralaes que pasaban por allí con sus perritos falderos, sus criaditas negras y sus abates. ¡Vaya! Me lo conozco todo como si yo mismo hubiese estado allí, porque Nencia, ya sabe, la tía de mi abuela, acompañó allí a la duquesa y volvió con los ojos redondos como platos y sin dirigirle la palabra durante el resto del año a ninguno de los muchachos que la andaban cortejando aquí en Vicenza. »Lo que pasó allí, yo no lo sé. Mi abuela no era capaz de sacar nada en claro porque Nencia era una tumba en lo que se refería a su señora, pero en cuanto regresaron a Vicenza el duque ordenó arreglar la villa, y en primavera trajo a la duquesa y la dejó aquí. Ella no parecía disgustada, decía mi abuela, ni tampoco daba motivos para que nadie le tuviera lástima. Tal vez, después de todo, era mejor que estar encerrada en Vicenza, en aquellas habitaciones de altas paredes por las que transitaban los curas con sigilo de gatos a la caza de pájaros. El duque estaba permanentemente recluido en su biblioteca, conversando con hombres instruidos. Era una persona culta, ¿no se ha fijado en que le retrataron con un libro? Bueno, los que saben leer afirman que estos están llenos de cosas maravillosas, como el que va a una feria cruzando los montes y vuelve contándoles a los suyos que aquello no se puede comparar con nada que ellos vayan a ver en sus vidas. »En cuanto a la duquesa, vivía para la música, las representaciones y la compañía de gente joven. El duque era un hombre reservado, que se movía sin hacer ruido y con los ojos bajos, como si acabase de regresar de confesarse. Cuando el perrito chillón de la duquesa le ladraba en los talones, brincaba de tal modo que parecía que le estuviese acosando un enjambre de abejorros. Si la duquesa reía, él se encogía sobresaltado, como si alguien hubiese arrojado un diamante contra el cristal de una ventana. Y la duquesa reía continuamente. »En los primeros tiempos, nada más llegar a la villa, ella estuvo muy ocupada disponiendo los jardines, diseñando grutas artificiales, plantando la arboleda y planeando toda suerte de amenas sorpresas, como aspersores de agua que le empapaban a uno cuando menos lo esperaba, ermitaños en las cuevas o salvajes que surgían de la espesura para echársete encima. Tenía mucho gusto para esa clase de cosas, pero pasado un tiempo se aburrió, y como no tenía con quien hablar aparte de las criadas y del capellán (un hombre torpón y ensimismado en sus libros), pues, claro, acabó rodeándose de artistas ambulantes de Vicenza, de charlatanes y pitonisas de feria, de médicos de paso y de astrólogos, así como de todos los animales amaestrados que pueda usted imaginar. A pesar de todo, saltaba a la vista que la pobre señora estaba necesitada de compañía. Las mujeres que la atendían, que la apreciaban de verdad, se alegraron de corazón cuando el cavaliere Ascanio, primo del duque, se instaló en el viñedo que quedaba al otro lado del valle… ¿Ve usted aquella casa rosada de allá, encima de las moreras, la del tejado rojo y el palomar? »El cavaliere Ascanio era el benjamín de una de las grandes familias venecianas, pezzi Grossi[11] del libro de oro. Estaba predestinado a la Iglesia pero, qué se le va a hacer, era más amigo de combates que de rezos y, por si fuera poco, se cruzó en su camino el capitán de los bravi[12], el duque de Mantua, a su vez de buena cuna veneciana, aunque más bien enemistado con la justicia. Por lo que yo sé, el cavaliere regresó a Venecia, quizá con la reputación perjudicada a causa de su relación con este otro caballero del que le hablo. Algunos dicen que intentó secuestrar a una novicia del convento de la Santa Croce. No tengo ni idea de cómo fue la cosa exactamente, pero mi abuela aseguraba que tenía enemigos allí, y lo cierto es que con un pretexto u otro los Diez[13] acabaron por desterrarlo a Vicenza. Siendo como era un caballero de su misma clase, el duque no tuvo más remedio que comportarse de manera civilizada. Y fue así como llegó a la villa. »Era un joven de buen porte, bello como un san Sebastián, un músico singular que tocaba el laúd y cantaba canciones compuestas por él mismo de tal forma que lograba derretir el corazón de mi abuela, haciéndolo correr por todo su cuerpo como si fuese un vino cálido y aromático. Además, siempre tenía una palabra amable para todo el mundo, vestía a la moda francesa y olía como un sembrado de habas. Todos estaban encantados de verle aparecer por allí. »Bien, pues al parecer también la duquesa lo acogió con entusiasmo. La juventud a la juventud llama y la alegría busca la alegría, así que los dos congeniaron como los candelabros de un altar. La duquesa… Bueno, ya ha visto usted su retrato, señor, aunque por lo que decía mi abuela se le parecía lo mismo que un huevo a una castaña. Como buen poeta, el cavaliere la comparaba en sus romanzas con todas las diosas paganas de la Antigüedad, y ni que decir tiene que éstas eran mucho más agradables a la vista que las mujeres normales y corrientes. También lo era la duquesa, según parece. Si es verdad lo que decía mi abuela, a su lado las demás mujeres se asemejaban a la muñeca de estilo francés que se exponía en la piazza durante los días de la Ascensión. No era, sin embargo, de las que necesitan excesivo perifollo para estar bellas. Cualquier vestido que se pusiera le quedaba tan natural como las plumas a los pájaros. Y el pelo no había adquirido ese color claro por andar blanqueando en el tejado, precisamente. Brillaba de forma natural, como los hilos de una casulla de Pascua. Tenía la piel blanca como el mejor pan de trigo y su boca era dulce como un higo maduro… »En fin, señor, que resultaba del todo imposible mantenerlos a ambos a distancia, tan imposible como mantener a las abejas lejos de la lavanda. Siempre estaban juntos, cantando, jugando a los bolos, al boliche, paseando por los jardines, visitando las pajareras, y consintiendo a los monos y a los perros amaestrados de su excelencia. A la duquesa se la veía feliz como un potrillo, gastando bromas y riendo todo el tiempo, vistiendo a sus mascotas como si fuesen cómicos de circo, disfrazándose ella misma de campesina o de monja (debería haberla visto usted el día en que se hizo pasar ante el capellán por una hermana de la orden mendicante), o enseñando a los muchachos y a las mozas de los viñedos a bailar y cantar madrigales juntos. El cavaliere tenía un especial talento para ese tipo de pasatiempos y les faltaban horas en el día para tantas distracciones. Pero hacia finales de verano la duquesa se volvió taciturna y escuchaba únicamente música triste. Ambos se sentaban a menudo en el cenador situado al otro extremo del jardín. Allí los encontró el duque cierto día que volvió de Vicenza en su carruaje. Sólo acudía a la villa una o dos veces al año y, como decía mi abuela, quiso la mala suerte que justo aquel día la pobre señora se hubiese puesto aquel vestido veneciano de hombros al descubierto que siempre hacía fruncir el ceño al duque, y que llevase el cabello con los bucles sueltos y empolvados de oro. Los tres tomaron chocolate en el cenador y lo que pasó a continuación no lo sabe nadie, pero lo cierto es que cuando el duque se marchó instó a su invitado a compartir asiento en el carruaje. El cavaliere no regresó nunca más. »En vista de que se acercaba el invierno y de que la pobre señora volvía a encontrarse tan sola como antes, las mujeres que la servían barruntaban que no tardaría en sumirse en un estado de ánimo más sombrío. Pero lejos de ser éste el caso, la duquesa dio tales muestras de buen humor y estabilidad de carácter que mi abuela se sintió un poco resentida al comprobar que no dedicaba un solo pensamiento al joven que mientras tanto estaría penando en la casa al otro lado del valle. Bien es cierto que la duquesa dejó de lado los vestidos de encaje dorado y empezó a usar velo para ocultar su rostro, pero, en opinión de Nencia, aquel cambio la hacía parecer incluso más bella, lo cual disgustaba más si cabe al duque. Por su parte, él empezó a ir más a menudo por la villa y, aunque siempre encontraba a su señora ocupada con tareas como el bordado o la música, o bien jugando a las cartas con otras damas, volvía a marcharse con una expresión amarga en la mirada, no sin antes haberle susurrado algo al capellán. En cuanto a dicho capellán, mi abuela admitía que su excelencia no siempre había estado acertada en su trato con él. Y es que, según Nencia, parece que su reverencia, de continuo sepultado entre libros como un ratón dentro de un queso, no se acercaba jamás a la duquesa… Y un día tuvo la desfachatez de abordarla para pedirle cierta suma de dinero, una considerable suma, para comprar libros, según contaba Nencia, un arcón de libros que le había traído un vendedor ambulante. La duquesa, que no soportaba los libros, soltó una carcajada ante semejante petición y retomando por un instante sus pasadas chanzas le espetó: »—Santa Madre de Dios, ¿es que todavía voy a tener más libros a mi alrededor? Casi me ahogo en ellos durante mi primer año de matrimonio… —Y, viendo que el capellán enrojecía por la afrenta, añadió—: Puede comprarlos, faltaría más, mi querido capellán, siempre que encuentre usted el dinero, porque en lo que a mí respecta todavía estoy buscando la manera de pagar mi collar de turquesas, la estatua de Dafne que está al final del campo de bolos y el loro indio que mi joven sirviente negro me trajo de las Bohemias el año pasado por San Miguel… De modo que, como usted comprenderá, no dispongo de dinero para gastar en tonterías. »Ya se retiraba el otro de su presencia, visiblemente molesto, cuando va ella y le suelta por encima del hombro: »—¡Debería usted pedirle a santa Blandina que abra el bolsillo del duque! »Ante lo cual, sin apenas alzar la voz, respondió el capellán: »—Me parece admirable la recomendación de su excelencia. Ya me había encomendado yo a esta bendita mártir para que le abra al duque el entendimiento. »Según me contó Nencia, que estaba presente, aquel comentario hizo que la duquesa se sonrojase violentamente y que despidiera al capellán con un displicente gesto de la mano. A continuación, se volvió hacia mi abuela y la llamó con impaciencia. »—¡Rápido! —le dijo (a ella le encantaba que la llamase para aquel tipo de recados)—. Búscame a Antonio, el ayudante del jardinero, que estará con los cajones de flores. Tengo que hablar una cosa con él referente a los nuevos claveles dentados. »Puede, señor, que tal vez no le haya contado que en la cripta que se encuentra bajo la capilla ha habido durante más generaciones de las que alguien sería capaz de recordar una sepultura de piedra que contiene un hueso femoral de la bendita santa Blandina de Lyon; reliquia ofrecida, según tengo entendido, por un gran duque de Francia a alguno de nuestros propios duques cuando combatieron juntos a los turcos. Desde entonces dicha pieza se convirtió en objeto de particular veneración en el seno de esta ilustre familia. De hecho, desde que la duquesa se vio obligada a prescindir de otra compañía que no fuese la suya propia, se despertó en ella una ferviente devoción hacia la reliquia que la llevaba a orar asiduamente en la capilla. Incluso mandó sustituir la puerta de piedra que cubría la entrada de la cripta por una de madera para poder bajar cuando quisiera a postrarse ante el catafalco. Su actitud fervorosa fue un ejemplo a seguir para todos los miembros de la casa, y de manera particular tendría que haber complacido al capellán pero, con todos mis respetos, él era de esa clase de personas que se las arregla para volver amargo el mordisco de la manzana más dulce. »En cualquier caso, tan pronto se hubo librado del capellán, se vio a la duquesa correr en dirección a los jardines, donde mantuvo una seria conversación con el joven Antonio sobre los claveles dentados. Durante el resto del día permaneció sentada sin salir de casa arrancando dulces notas al virginal. Nencia siempre mantuvo que su excelencia cometió un error al rechazar la petición del capellán, pero no le dijo nada a ella porque hacer entrar en razón a la duquesa era igual de inútil que orar pidiendo lluvia en temporada de sequía. »Aquel año el invierno llegó prematuramente: para el Día de Todos los Santos ya había nieve en las cumbres, el viento desarboló los jardines y los limoneros fueron pronto puestos a cubierto en los invernaderos. Durante esta estación sombría, la duquesa permanecía encerrada en su habitación, sentada junto a la lumbre, bordando, leyendo libros piadosos (algo que nunca antes había hecho), y orando frecuentemente en la capilla. En lo que respecta al capellán, no pisaba aquel sitio salvo para celebrar la misa dominical a la que la duquesa asistía desde el palco, y los sirvientes, aquejados de reumatismo, sentados sobre el suelo de mármol. A su vez, el capellán detestaba el frío y corría todo cuanto podía para acabar pronto la misa, como alma perseguida por un hatajo de brujas. Pasaba el resto del día en su biblioteca, inclinado ante un brasero, con sus sempiternos libros… »Se preguntará usted, señor, si voy a llegar alguna vez al meollo de esta historia. Y la verdad es que voy lento, lo admito, por miedo a lo que viene a continuación. Pues eso, el invierno fue largo y duro. Cuando hacía frío, el duque no solía venir desde Vicenza, y la duquesa no tenía a nadie con quien hablar salvo sus doncellas y los jardineros de la villa. Y a pesar de todo era asombroso, según decía mi abuela, cómo mantenía la señora el buen color y alegre el estado de ánimo. El único cambio que todos pudieron apreciar fue que pasaba cada vez más tiempo en la capilla, tanto que se mantenía encendido un brasero a lo largo del día para ella. Cuando a los jóvenes se les niegan sus goces naturales, suelen refugiarse en la religión. Con todo, aseguraba mi abuela que fue providencial que la duquesa, que no tenía ni un solo pecador vivo con quien poder conversar, hallase tanto alivio en la compañía de una santa muerta. »Aquel verano mi abuela la vio poco, porque aunque ante todos exhibía un talante jovial, cada vez se aislaba más del resto. Sólo consentía tener cerca a Nencia, e incluso a ella la despachaba cuando se disponía a orar. Y es que su fervor llevaba la impronta de la devoción verdadera: no deseaba ser observada. En consecuencia, Nencia tenía instrucciones estrictas de avisar enseguida a su señora si aparecía el capellán mientras ella se encontraba orando. »Bueno, ya había pasado el invierno y estaba bien avanzada la primavera cuando mi abuela, cierta noche, se llevó un buen susto. No voy a negar que la culpa la tuvo ella misma por estar paseando por el limonar con Antonio cuando su tía la hacía cosiendo en su habitación. Resulta que, viendo de pronto una luz encendida en la ventana de la habitación de Nencia, le entró miedo de ser descubierta en su desobediencia y atravesó rauda el bosquecillo de laureles para entrar en la casa. De camino hacia su dormitorio tenía que pasar por delante de la capilla, y cuando cruzaba sigilosamente con intención de escabullirse a través del vestíbulo de la cocina, tanteando el camino porque la oscuridad se había echado encima y apenas había luna, escuchó algo desplomándose justo a sus espaldas, como si alguien se hubiese caído desde una ventana de la capilla. A la pobre tonta le dio un vuelco el corazón, pero mientras corría miró hacia atrás y aseguró haber visto a un hombre huyendo por la terraza. Mi abuela juraba haber distinguido el revuelo de los faldones del capellán justo cuando doblaba la esquina de la casa. Aquello era bastante extraño, no cabe duda… ¿Por qué iba a salir el capellán por la ventana de la capilla en lugar de hacerlo por la puerta? Como habrá usted advertido, señor, hay una puerta que conduce de la capilla al salón de la primera planta. Sólo existía otra salida, a través del palco de la duquesa. »Mi abuela le dio vueltas al asunto en su cabeza y en la siguiente ocasión en que se reunió con Antonio en el paseo del limonar (lo cual no ocurrió hasta pasados unos días, tan grande había sido el susto que se había llevado) puso en su conocimiento lo que había pasado. Para su sorpresa, el otro se echó a reír y le dijo: »—Mira que eres bobita: no estaba saliendo por la ventana, sino intentando mirar dentro. »Ella no fue capaz de sacarle ni una palabra más al respecto. »Así las cosas, la estación seguía su curso hasta que, entrada Pascua, llegó la noticia de que el duque se había marchado a Roma para pasar allí aquella festividad santa. Sus idas y venidas no afectaban en nada a la villa y, pese a ello, no había quien no se sintiese mejor sabiendo que su rostro bilioso estaba en la otra punta de los Apeninos, a excepción, tal vez, del capellán. Pues bien, un día de mayo en que la duquesa había estado paseando un rato con Nencia por la terraza, disfrutando con antelación del plan y del agradable aroma de los alhelíes plantados en los jarrones de piedra, se retiró hacia mediodía a sus habitaciones, dando instrucciones de que se le sirviese la cena en su alcoba. Mi abuela ayudó a llevar los platos y no pudo dejar de advertir, según dijo, la singular belleza de su ama, quien, en homenaje al buen tiempo, se había puesto un vestido con incrustaciones de plata y había rodeado con perlas sus hombros desnudos, como si se dispusiera a asistir a un baile en la corte de un emperador. También había pedido una cena poco habitual en una dama que se preocupaba tan poco por lo que comía: gelatinas, empanadas de carne, fruta en almíbar, dulces condimentados y una jarra de vino griego. Asintió con entusiasmo y aplaudió cuando las mujeres le pusieron todo aquello delante, repitiendo una y otra vez: “Hoy quiero comer bien”. »Pero, de repente, se produjo en ella un cambio de humor, le dio la espalda a la mesa, pidió su rosario y le dijo a Nencia: »—El buen tiempo me ha hecho descuidar mis oraciones. Debo rezar una letanía antes de cenar. »Despidió a las mujeres y echó el pestillo a la puerta, como era su costumbre. Nencia y mi abuela bajaron a hacer la colada. Desde la lavandería, que da al patio, mi abuela vio acercarse a una extraña comitiva. En primer lugar venía el carruaje del duque (a quien todos hacían en Roma), y tras él, tirado por una larga reata de mulas y bueyes, un carro transportando lo que parecía ser una figura arrodillada y envuelta en ropajes luctuosos. Tan estrambótico resultaba aquello que la chica quedó paralizada por la impresión, tanto que, antes de poder dar aviso de su llegada, el carruaje del duque ya se había detenido ante la puerta. Al verlo, Nencia se puso lívida y salió corriendo de la habitación. Demudada del susto, mi abuela fue tras ella, y ambas atravesaron volando el corredor hasta llegar a la capilla. Por el camino se toparon con el capellán, que, completamente absorto en un libro, les preguntó sorprendido adónde iban con tanta prisa. Al responderle ellas que a anunciar la llegada del duque, el hombre quedó tan profundamente desconcertado, les hizo tantas preguntas y prorrumpió en tantos “ohs” y “ahs”, que para cuando finalmente las dejó pasar el duque casi les pisaba los talones. Nencia llegó la primera a la puerta de la capilla y anunció a voz en grito que había llegado el duque. Antes de obtener respuesta, el aludido estaba junto a ella seguido del capellán. »Un momento después se abrió la puerta y tras ella apareció la duquesa. Sostenía el rosario en una mano y sus hombros, aunque cubiertos con un chal, relucían bajo la tela como la luna entre la niebla. Su rostro resplandecía de belleza. »El duque le tomó la mano al tiempo que le hacía una inclinación de cortesía: »—Señora, nada podría haberme proporcionado mayor felicidad que sorprenderla ocupada de este modo en sus rezos. »—Y mi propia felicidad —repuso ella— habría sido mayor si su excelencia la hubiese prolongado mediante el anticipado anuncio de su llegada. »—Señora —dijo—, si me hubiese estado esperando no se habría esforzado tanto en arreglarse para la ocasión. Pocas damas conozco de su juventud y belleza que se acicalen para venerar a un santo como si se dispusieran a reunirse con su amante. »—Señor —contestó ella—, puesto que nunca he gozado de la oportunidad de lo segundo, no me queda más remedio que esmerarme en lo primero. ¡¿Qué es eso?! —gritó de pronto retrocediendo espantada al tiempo que se le caía el rosario de la mano. »Se había producido un fuerte ruido al otro extremo del salón, como si se estuviese arrastrando un objeto por el corredor, y justo en aquel momento una docena de hombres aparecieron en el umbral descargando del carro de bueyes aquella cosa cubierta con una especie de mortaja. El duque la señaló con un gesto de la mano. »—Este, señora —dijo—, es un tributo a su extraordinaria piedad. Me ha producido una singular satisfacción saber de la devoción que les profesa a las santas reliquias de la capilla, y para honrar un tesón que no han debilitado ni los rigores del invierno ni el bochorno estival, he dispuesto que, ante el altar, a la entrada de la cripta, sea colocada una escultura a imagen suya, maravillosamente tallada por el cavaliere Bernini. »La duquesa, que se había puesto pálida, no dejó de sonreír y bromear al respecto. »—Por lo que se refiere a honrar mi piedad —dijo—, advierto claramente una de las galanterías de su excelencia… »—¿Galantería? —la interrumpió el duque, al tiempo que hacía una señal a los hombres, los cuales casi habían llegado ya hasta la entrada de la capilla. En un instante cayeron los paños que cubrían la figura y apareció ante ellos la duquesa arrodillada como si fuese a cobrar vida en un instante. Un clamor de asombro surgió de entre los allí reunidos, pero la duquesa se puso blanca como el mármol. »—Como ve, no se trata de ninguna galantería —dijo el duque—, sino de otro éxito del cincel incomparable de Bernini. El modelo se tomó del retrato en miniatura que le hizo la divina Elisabetta Sirani, que yo mismo envié al maestro hace unos seis meses con los resultados que ahora todos admiramos. »—¡Seis meses! —exclamó la duquesa, que se hubiera desplomado de no haber sido porque su excelencia la sujetó de la mano. »—Nada puede producirme mayor placer que la desbordante emoción que manifiesta, pues la genuina piedad es siempre discreta y esta manera suya de expresar gratitud, señora, no podría ser más acorde a su persona. Y ahora (les indicó a los hombres) pongan la imagen en su sitio. »Para entonces la duquesa parecía haberse recobrado del pasmo, y le respondió con una marcada reverencia: »—Como su excelencia acaba de admitir, es propio de mi condición abrumarme ante una gracia tan inesperada, y puesto que por encima de todo me complace aceptar lo que corrobore su criterio, pediría que en virtud de esa misma modestia se coloque la imagen en el rincón más apartado de la capilla. »Ante aquello, el duque adoptó una expresión sombría. »—¡Cómo! ¿Acaso va a quedar esta obra maestra, fruto del cincel más reputado, y que (no voy a negarlo) me ha costado el precio de una viña en monedas de oro, arrumbada para que nadie la vea como si se tratara de la obra de un picapedrero local? »—Es mi semblante, no la obra del escultor lo que deseo ocultar. »—Si es usted apta para mi casa, señora, lo es también para la de Dios. Y en ambos sitios merece un lugar destacado. ¡Traigan para acá la estatua, haraganes! —les gritó a los hombres. »La duquesa retrocedió sumisa: »—Tiene razón, señor, como siempre, pero al menos me gustaría que la estatua estuviese a la izquierda del altar, de modo que, con sólo alzar la vista, mirase hacia el asiento que su excelencia tiene en el palco. »—Un bonito pensamiento, señora, el cual agradezco. Sin embargo, tengo intención de poner en breve una imagen mía, gemela a la suya, al otro lado del altar y, como bien sabe, el lado de la esposa es siempre a la derecha de su esposo. »—Cierto, señor, pero, insisto, si mi humilde representación va a gozar del inmerecido honor de arrodillarse junto a la suya, ¿por qué no colocar ambas imágenes ante el altar, que es donde acostumbramos a rezar los vivos? »—¿Y dónde nos íbamos a arrodillar nosotros, señora mía, si las esculturas ocupasen nuestro lugar? Además —añadió el duque, sin abandonar su tono neutro—, tengo otro motivo más particular para desear poner la estatua a la entrada de la cripta. Y es que, de ese modo, no sólo dejaría yo constancia de la especial devoción de mi señora hacia las santas reliquias que aquí reposan, sino que, al quedar bloqueada la entrada que da acceso al corredor, tendría asegurada la perpetua conservación de los huesos de la santa mártir, los cuales han estado hasta la fecha demasiado alegremente expuestos a sacrílegas tentativas. »—¿Qué tentativas, mi señor? —exclamó la duquesa—. Nadie entra en la capilla sin mi permiso. »—Eso tengo entendido y bien que me lo creo por cuanto he oído acerca de su perseverante piedad. Aun así, cualquier noche podría colarse un malhechor por la ventana, señora, sin que se percatase de ello su excelencia. »—Tengo el sueño ligero —dijo la duquesa. »El duque le dirigió una mirada de preocupación: »—¿De veras? Mala señal a su edad. Me ocuparé de que le proporcionen algún brebaje para dormir. »Los ojos de la duquesa rebosaban estupor: »—¿Privándome así del consuelo de visitar esas venerables reliquias? »—Preferiría teneros a vos como eterna guardiana de las mismas, pues no conozco nadie más apto para confiárselas. »Ya había sido arrastrada la imagen hasta la losa de madera que cubría la entrada de la cripta cuando la duquesa, dando un salto hacia delante, se interpuso en el camino. »—Señor, permitid que la estatua sea colocada en su sitio mañana, consintiendo así en que pueda yo orar esta noche junto a esos sagrados huesos. »El duque dio unos pasos colocándose al instante junto a ella: »—Bien pensado, señora. Bajaré ahora mismo con usted y rezaremos juntos. »—¡Ay, señor mío! Sus prolongadas ausencias han fomentado en mí el hábito del rezo en solitario. Debo confesar que la presencia de cualquier otra persona supone para mí motivo de distracción. »—Señora mía, acepto de buen grado el reproche. Es cierto que hasta ahora las responsabilidades propias de mi posición me han obligado a largas ausencias, pero de aquí en adelante voy a permanecer a su lado mientras usted viva. ¿Bajamos, pues, juntos a la cripta? »—No, temería que le retornasen las fiebres. El aire ahí es excesivamente húmedo. »—Razón de más para que usted misma deje de exponerse a él. Y para evitar la intemperancia de su fervoroso tesón voy a hacer que dicho lugar sea clausurado de inmediato. Ante aquellas palabras, la duquesa cayó de rodillas sobre la losa de piedra, llorando desconsoladamente y elevando las manos al cielo. »—¡Oh, qué cruel es usted, señor, al privarme del acceso a estas santas reliquias que hicieron posible que pudiese sobrellevar con resignación la soledad a la que me condenaron las muchas responsabilidades de su excelencia! Y si la oración y las meditaciones me proporcionan alguna autoridad para pronunciarme en la materia, permítame la osadía de advertirle, señor, que temo firmemente que la bendita santa Blandina nos castigue por abandonar sus venerables y santas reliquias. »Ante aquello, el duque pareció vacilar, pues era hombre piadoso. A mi abuela le pareció ver que intercambiaba una fugaz mirada con el capellán, el cual, avanzando vacilante hacia ellos y con la mirada gacha, dijo: »—En verdad, no deja de haber sabiduría en las palabras de su excelencia, pero me permito sugerir, señor, que respetando los píos deseos de la señora y para que la santa pueda ser honrada de manera más abierta, se trasladen las reliquias de la cripta a algún lugar bajo el altar. »—¡Cierto! —gritó el duque—. ¡Y que se haga sin la menor dilación! »Pero en ese momento la duquesa se puso de pie con una terrible expresión en el semblante. »—¡No, por Dios santo! —gritó ella a su vez—. Que no se diga que, tras haber rechazado su excelencia cada una de mis peticiones, acato yo su consentimiento para una petición que no ha partido de mí. »El capellán se puso rojo, y amarillo el duque. Durante unos instantes ninguno articuló palabra. »A continuación el duque repuso: »—Ya está bien de palabras, señora. ¿Desea o no que las reliquias sean trasladadas desde la cripta? »—No quiero que se haga nada que implique la intervención de terceras personas. »—Pongan, pues, la imagen en su sitio —dijo furioso el duque. A continuación fue y acompañó a su gracia hasta una silla. »Allí se sentó ella, decía mi abuela, tensa como una flecha, con las manos entrelazadas, la cabeza erguida, los ojos fijos en el duque, mientras la imagen era arrastrada hasta ser colocada en su lugar. »Acto seguido se levantó y se marchó de allí. Al pasar junto a Nencia quiso susurrarle: “Avísame a Antonio”, pero antes de que las palabras hubiesen salido de su boca el duque se interpuso entre ambas. »—Señora —dijo el duque ahora ya todo sonrisas—, he venido directamente desde Roma para traerle lo antes posible esta prueba de mi estima. Hice noche en Monselice y estoy en camino desde el alba. ¿Es que no va a invitarme a cenar? »—Sin duda, señor —respondió la duquesa—. En una hora la cena estará servida en el comedor. »—¿Por qué no en su alcoba y enseguida, señora? Creo que es su costumbre cenar allí. »—¿En mi alcoba? —dijo la duquesa desconcertada. »—¿Tiene algo en contra? —preguntó él. »—Por supuesto que no, señor, si me da un poco de tiempo para arreglarme… »—Esperaré en su antecámara. »Decía mi abuela que la duquesa adoptó una expresión similar a la que adoptarían las almas del infierno tras haberse cerrado ante ellas las puertas de Nuestro Señor. A continuación llamó a Nencia y entró en su dormitorio. »Lo que sucedió allí dentro no llegó a saberlo mi abuela, salvo que la duquesa se vistió a toda prisa y con extraordinario esplendor, empolvándose el pelo de oro, pintándose el rostro y el escote y cubriéndose de joyas hasta brillar como Nuestra Señora del Loreto. Apenas había completado tales preparativos cuando el duque, que aguardaba en la antecámara, entró seguido de los criados que traían la cena. La duquesa despidió a Nencia y lo que ocurrió después sólo lo supo mi abuela por el pinche de cocina, el cual les llevó los platos y se mantuvo a la espera en la antecámara. »Pues bien, señor, según este muchacho, que estuvo todo el tiempo observando y escuchando con los cinco sentidos (por así decirlo y dado que nunca antes se le había permitido estar tan cerca de la duquesa), parece que la noble pareja se sentó a la mesa con bastante buen humor, regañando la duquesa entre bromas a su marido por sus largas ausencias mientras el duque juraba que el deslumbrante aspecto que ella presentaba era la mejor forma de castigarle. En ese mismo tono prosiguió la charla, con similares bromas por parte de la duquesa y similares galanterías cariñosas por la del duque, tanto así que el chico declaró que a todas luces parecían una pareja de enamorados cortejándose en una noche de verano en los viñedos. Y así siguió la cosa hasta que el criado les sirvió el vino aromático. »—¡Ah! —comentaba el duque justo en aquel momento—. Esta agradable noche me compensa por las muchas veladas tediosas que he tenido que pasar lejos de usted. Tampoco recuerdo haber disfrutado de unas risas así desde aquella tarde del año pasado en que bebimos chocolate en el cenador del jardín con mi primo Ascanio. Y, hablando del tema —dijo—, ¿está mi primo bien de salud? »—No tengo noticias suyas —contestó la duquesa—. Pero su excelencia debería probar estos higos rellenos de malvasía… »—Estoy dispuesto a probar cualquier cosa que me ofrezca —dijo él, y mientras ella le servía los higos, añadió—: De no ser porque mi felicidad es ahora mismo absoluta, casi desearía que estuviese con nosotros mi primo Ascanio. El tipo resulta una grata compañía, de las que no abundan, para amenizar las cenas. ¿Y si enviamos a buscarle? »—¡Ah! —exclamó la duquesa con un suspiro y adoptando una expresión compungida—. Veo que su excelencia ya se ha cansado de mí. »—¿Yo, señora? Ascanio es sin duda un buen hombre, pero en lo que a mí respecta su mayor mérito en este momento es su ausencia. Y dicha ausencia me predispone hacia él de forma tan entrañable que podría brindar ahora mismo a su salud. »En tal punto el duque alzó su copa e hizo señas al criado para que rellenase la de la duquesa. »—Por el primo —dijo, elevando la voz y poniéndose de pie—, que tiene el buen gusto de mantenerse a distancia cuando no se requiere su presencia. Brindo por su larga vida… ¿Y usted, señora? »La duquesa, que había permanecido sentada mirándole fijamente con una expresión extraña en el semblante, se levantó a su vez y se llevó su copa a los labios. »—Y yo brindo por que llegue a tener una muerte dichosa —dijo con voz audaz. Y, mientras hablaba, la copa vacía cayó de su mano y ella se desplomó en el suelo. »El duque llamó a gritos a las mujeres al servicio de la duquesa diciéndoles que se había desvanecido, y ellas acudieron y la llevaron a la cama. Padeció horriblemente durante toda aquella noche, contaba Nencia, retorciéndose como un hereje en una pira, y sin que se la oyese pronunciar una sola palabra. El duque velaba junto a ella y, al despuntar el día, mandó buscar al capellán. Pero para entonces ella estaba inconsciente y así, con los dientes apretados, no había forma de que el cuerpo de Nuestro Señor pasase a través de ellos. »El duque anunció a sus parientes que su señora había fallecido tras haber compartido alegremente con él un vino aromático y una tortilla de huevas de carpa, en el transcurso de una cena que ella misma había dispuesto con motivo de su regreso. Y al año siguiente trajo una nueva duquesa a la casa, la cual le dio un hijo y cinco hijas. 5 El cielo se había vuelto plomizo y, contra él, la villa se alzaba cetrina e inescrutable. Un vientecillo se colaba entre los jardines, arrancándole aquí y allá una hoja amarilla a los sicomoros. Al otro lado del valle, las cimas de las montañas despuntaban cárdenas como nubes de tormenta. —¿Y la estatua…? —pregunté. —¡Ah, la estatua! Bueno, señor, esto es lo que me contó mi abuela aquí, en este mismo banco en el que estamos usted y yo sentados. La pobre muchacha, que adoraba a la duquesa como cabe esperar que una chica de su edad adore a un ama tan bella y atenta, pasó la noche aterrorizada, como se puede usted imaginar, expulsada de la habitación de su señora, escuchando los lamentos que de allí salían y observando, acurrucada en un rincón, el ir y venir de las mujeres con caras desquiciadas, el enjuto rostro del duque asomado a la puerta y al capellán recorriendo de un lado a otro la antecámara con los ojos clavados en su breviario. Nadie le echó cuenta a mi abuela ni aquella noche ni durante la mañana siguiente. Y al caer la tarde, cuando todos sabían que la duquesa ya no estaba entre ellos, la desdichada criatura sintió el compasivo deseo de orar por su difunta señora. Se dirigió a hurtadillas hacia la cripta y se coló dentro sin que nadie la viera. El lugar estaba vacío y en penumbra, pero a medida que avanzaba escuchó un apagado gemido. Una vez frente a la estatua observó que su rostro, tan dulce y risueño el día anterior, tenía esa expresión que ya conoce usted…, y el gemido parecía salir de sus labios. Mi abuela se quedó petrificada, pero algo (según contaría ella más tarde) le impidió avisar a los demás o ponerse a gritar. Se dio la vuelta y salió corriendo. En mitad del pasillo cayó desmayada y, cuando recobró el sentido, ya en su habitación, oyó decir que el duque había mandado cerrar con llave la capilla y prohibido a todo el mundo poner un pie allí… El lugar no volvió a abrirse hasta la muerte del duque unos diez años más tarde y fue entonces cuando otros criados, al servicio del nuevo heredero, tuvieron oportunidad de contemplar el espanto que mi abuela había conservado en su pecho… —¿Y la cripta? —quise saber yo—. ¿No ha vuelto a abrirse? —¡Dios no lo quiera, señor! —exclamó el viejo, persignándose—. ¿Acaso no fue expreso deseo de la duquesa que no se perturbasen nunca las reliquias? *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
Los otros dos
Cuento
1 Algún cambio difícil de precisar en el aspecto de la señora Lethbury provocó que la mirada conyugal de su esposo, habitualmente indiferente, se demorara aquella noche sobre ella, por encima de la mesa dispuesta para la cena. —¡Qué atractiva te encuentro hoy! ¿Es nuevo ese vestido? Ella le correspondió con una mirada vagamente resentida, como ofendida por que él la juzgase capaz de incurrir en la extravagancia de despilfarrar en un vestido sólo para él y, justo entonces, su marido cayó en la cuenta de que el cambio que había detectado iba más allá de la anécdota indumentaria. Un rubor sutil y amedrentado le demostró que su esposa era, a su vez, consciente de tal cambio. Una de las ventajas del infantilismo crónico de la señora Lethbury era que todavía se sonrojaba con la candidez de los dieciocho años. También su cuerpo había sido bendecido para no exceder a su mente, por lo que el uno y la otra, pensaba Lethbury, estaban destinados a surcar juntos una eterna adolescencia. —No sé a qué te refieres —repuso ella. Nunca parecía saberlo, y a su esposo no dejaba de asombrarle que semejante respuesta sonase invariablemente igual que una renovada crítica hacia su persona. Sin embargo, como su asombro carecía de resentimiento, le respondió de buen talante: —Es que estás tan deslumbrante que pensé que te habías puesto tus diamantes. Ella suspiró y se ruborizó aún más. —Debe de ser —continuó él— que has estado en la inauguración del taller de alguna modista. Irradias el placer de lo prohibido. Ella volvió a mirarle perpleja, esta vez confundida por el adjetivo. Los adjetivos de su esposo, que se le antojaban ininteligibles y llenos de resonancias impúdicas, siempre lograban desconcertarla. —En resumen —concluyó el señor Lethbury—, que has estado haciendo algo de lo que te avergüenzas profundamente. Para su sorpresa, ella le replicó: —¡No veo por qué debería avergonzarme! Lethbury se reclinó hacia atrás con una sonrisa socarrona. Le gustaba prestar atención a las explicaciones de su esposa cuando no tenía nada mejor que hacer. —¿Y eso…? —preguntó. Ella empezó a sofocarse y a proferir acusaciones: —Sé que te vas a reír… ¡Todo te lo tomas a broma! —¡Vaya, no me agües la fiesta antes de tiempo! —intervino él. Pero ella, haciendo caso omiso, le espetó: —¡Es tan fácil reírse del mundo! —Ah —murmuró Lethbury aliviado—, eso es de la tía Sophronia, ¿no? La mayor parte de las expresiones de su esposa eran reliquias de familia, y a él le producía un inusitado placer averiguar la procedencia de cada una de ellas. La señora Lethbury se enorgullecía por lo arcaizante de tales expresiones y no veía razón para desecharlas mientras continuasen siendo útiles. Indudablemente, algunas eran tan exquisitas que, al igual que la porcelana Crown Derby de la bisabuela, debían reservarse para ocasiones especiales. Pero el lote de frases hechas que su esposa había heredado de la dama conocida como tía Sophronia eran de uso corriente y todavía conservaban la vigencia del primer día. En cambio, según había comprobado la señora Lethbury, su esposo sustituía constantemente sus propias sentencias. Al principio de su matrimonio ella esbozó una sutil tentativa de reproche, pero hacía tiempo que él la había silenciado para los restos con una sola respuesta: «Querida, no soy un hombre rico, pero si puedo evitarlo no uso la misma frase dos veces». Así pues, la señora Lethbury debía conformarse con rumiar para sus adentros las deficiencias morales de su esposo, de entre las que destacaba especialmente su negativa a tomarse las cosas en serio. En aquella ocasión, sin embargo, un propósito de mayor envergadura la disuadía de seguirle el juego. —¡No estoy en absoluto avergonzada! —repitió ella con aire de quien hace ondear una bandera al viento. No obstante, la placidez de la aplastante atmósfera doméstica hizo que la bandera se abatiese con exigua heroicidad. —Eso —dijo Lethbury en tono judicial— me lleva a inferir que deberías estarlo y, por ende, que te has permitido el lujo de hacer algo que, sin duda, yo no aprobaría. Ella reaccionó con una franqueza casi solemne: —No —dijo—. No lo aprobarías. Ya contaba con eso. —¡Ah! —replicó él soltando su copa de licor—. Así que ya has solucionado el problema, ¿no? —Eso creo. —¡Qué interesante, para variar! ¿Y de qué se trataba? Ella le miró impasible: —De un bebé. Pocas veces había conseguido sorprender a su esposo, pero esta vez, desde luego, se colgó una medalla. —¿Un bebé? —Sí. —¿Un bebé… humano? —¡Naturalmente! —protestó ella con el virtuoso reproche de una mujer que jamás permitiría que entraran perros en su casa. La mirada atónita de Lethbury se diluyó en una franca sonrisa: —¿Un bebé que yo no aprobaría? Bueno, tengo que reconocer que en términos abstractos no pienso mucho en ellos, la verdad. ¿Se trata de un bebé abstracto? El adjetivo la hizo fruncir de nuevo el ceño, pero había alcanzado tal punto de exaltación que ningún obstáculo habría podido detenerla. —¡Del bebé más precioso…! —murmuró. —¡Ah, entonces se trata de uno concreto! Existe. Respira con dolor en este mundo ingrato… —¡Es el bebé más saludable que he visto en mi vida! —le corrigió ella indignada. —¿Lo has visto? Volvió a embargarla un rubor traicionero. —Sí, lo he visto. —¿Y a quién pertenece el ínclito? Y esta vez la respuesta de su mujer logró confundirlo por completo: —A mí…, espero —declaró. Él echó la silla hacia atrás y murmuró con dificultad: —¿A… ti? —A… nosotros —rectificó ella. —¡Santo cielo! —exclamó él. Si hubiese habido el más ligero indicio de locura en la mirada transparente de su esposa… Pero no, su mirada seguía tan clara, tan despejada, tan accesible como la primera vez que se sorprendió a sí mismo fondeando en ella. Tal vez estuviera tratando de ser graciosa… Sabía a ciencia cierta que no hay nada más críptico que el sentido del humor de quienes carecen de él. —¿Es una broma? —farfulló. —Espero que no. Deseo tanto que se convierta en realidad… Sonriendo fugazmente ante las limitaciones de un mundo en el que las bromas no fuesen realidades, Lethbury prosiguió: —Pero ya lo es, según parece… —Una realidad para nosotros, quiero decir, para ti y para mí. Quiero… —le tembló la voz y, con ella, la mirada—. Siempre he ansiado tan desesperadamente… Ha sido una decepción tan grande no poder… —Ya veo —dijo Lethbury con delicadeza. Pero no, no lo había visto con anterioridad. En aquel instante le pareció extraño que nunca antes se le hubiese pasado por la cabeza que su esposa pudiese sentirse así, que jamás hubiese sospechado de alguna complejidad oculta bajo su exuberante simpleza. Se sentía como si hubiese activado un resorte secreto de su mente. Siguió un momento de silencio, lacrimoso y trémulo por parte de ella, algo embarazoso y vagamente contrariado por la de él. —Supongo que te has sentido sola —empezó él. Se le hacía raro tener que tratar de repente con la extraña que le miraba con aquellos ojos despojados de la trivialidad que él conocía. —De vez en cuando —repuso ella. —Lo siento. —No ha sido culpa tuya. Los hombres estáis tan ocupados…, y las mujeres listas o bonitas…, bueno, supongo que eso también cuenta como una ocupación. A veces me da la impresión de que una vez servida la cena no me queda nada más que hacer hasta el día siguiente. —Vaya… —se lamentó él. —No ha sido culpa tuya —insistió la esposa—. No te lo había dicho hasta ahora pero cuando elegí aquel papel rosado para la primera habitación del piso de arriba, siempre pensé que… —¿Sí…? —Que era un color precioso para que un bebé despertase rodeado de él… Eso fue hace ya dos años, claro está, pero resultó un papel bastante caro… Y no se ha descolorido lo más mínimo… —dijo ella entrecortadamente. —¿No se ha descolorido? —No… Y entonces pensé que… como no usamos la habitación para nada desde que murió tía Sophronia… Pensé que podría…, que tú podrías… Oh, Julian, ¡si hubieses podido verla al despertarse en su cuna! —¿Ver… qué, dónde? ¡No tendrás un bebé arriba…! —¡Oh, no… todavía no! —contestó ella con su peculiar risa…, esa fresca risa adolescente que al principio le pareció uno de sus mayores encantos. En aquel momento se le ocurrió a Lethbury que últimamente no le había proporcionado a su esposa muchos motivos para reír. Pero, por otra parte, ella precisaba de cosas muy elementales y a él le resultaba tan difícil de entretener como un salvaje. De modo que había acabado por concluir que el problema radicaba en que él no era lo bastante simple. —Alice —dijo en un tono más bien grave—, ¿qué quieres decir exactamente? Ella vaciló unos instantes. Lethbury observó cómo reunía valor para un esfuerzo supremo. A continuación, con voz pausada y sentenciosa, como si recitase una oración sacramental, le explicó: —Me siento tan sola sin un hijo que pensé que tal vez me dejarías adoptarlo… Está en el hospital… Su madre ha muerto… Y yo la he mimado, vestido, cuidado… Y es un bebé tan bueno… Puedes preguntarle a cualquiera de las enfermeras… Nunca, nunca te molestaría con su llanto… 2 Lethbury acompañó a su esposa al hospital con una docilidad insospechada. Ni por un momento se le había ocurrido oponerse a su deseo. Naturalmente, sabía que a él le tocaría la peor parte de todo aquello: las bromas en el club, las preguntas, las explicaciones. Se vio a sí mismo en el cómico papel de padre adoptivo, y lo aceptó como si fuese una suerte de expiación. Y es que una veloz reconstrucción del pasado le devolvió una imagen de sí mismo bastante menos grata de lo que le habría gustado admitir. Siempre había sido intolerante con los necios y, en justo castigo, era condenado por su necedad. Mientras recorría mentalmente los años que mediaban entre su matrimonio y la inesperada paternidad que acababa de asumir, y a la luz de su imaginación exaltada, detectó numerosos síntomas de extraordinaria estulticia. No es que hubiese dejado de creer que su esposa fuese necia: era necia, limitada e inflexible, pero le producían cierta ternura los forcejeos de su mente obtusa, la manera en que éstos buscaban a ciegas las emociones primarias. Siempre había creído que la señora Lethbury sería más feliz con un hijo, pero lo había pensado de forma mecánica, sólo porque así lo había pensado alguien previamente, sólo porque estaba en la naturaleza de las cosas el pensar así de las mujeres, sólo porque su esposa pertenecía tan indefectiblemente a su especie que se ajustaba a todos los tópicos que existían sobre su sexo. Pero Lethbury había considerado tales tópicos como un claro ejemplo del triunfo de la tradición sobre la experiencia. Sin duda, la maternidad era la función suprema de la mujer primitiva, el único fin hacia el cual tendía su organismo entero. Sin embargo, con el paso de los siglos, ambos sexos se habían visto afectados por la ley de la progresiva complejidad, y él no se había planteado seriamente que semejantes tópicos pudiesen seguir arraigados en el imaginario femenino más allá del mundo de la ficción navideña y del arte anecdótico. Ahora comprendía que ambas artes se mantenían vivas gracias a la fuerza de los sentimientos a los que, en último término, apelaban. En efecto, Lethbury había experimentado un rápido proceso de readaptación. Su matrimonio había sido un fracaso, pero había mantenido hacia su esposa la fidelidad en los actos que supuestamente justifica cualquier posible desviación de los sentimientos. Así pues, durante años, el vínculo entre ellos había consistido principalmente en abstenerse de hacer el amor a otras mujeres. Estando el mundo tan increíblemente bien surtido de la clase de mujeres con las que uno debió casarse y no lo hizo, la abstención no siempre le había resultado fácil. También Lethbury se había sentido tentado por estas alternativas. Compró su inmunidad al precio de recluirse en la atmósfera más bien enrarecida de sus propias percepciones. En un mundo tan limitado como el suyo había concedido excepcional importancia a los detalles, compensando así la estrechez de su horizonte con la minuciosidad de lo inmediato. Lo impetuoso rara vez se atrevía a posar su atolondrado pie en su universo de sutiles penumbras y exquisitas proporciones, un universo donde el festín de la razón jamás se veía perturbado por el inmoderado flujo del espíritu. Naturalmente, su mujer no estaba invitada a aquel banquete. El menú no habría sido de su agrado y con toda probabilidad habría puesto objeciones al resto de invitados. Pero puesto que, pese a sus evidentes errores de cálculo, Lethbury creía haber satisfecho plenamente todas las necesidades de su esposa, pensaba que se había ganado el derecho de disfrutar a placer de su comilona sin que nadie viniese a mendigar a su puerta. Sin embargo, ahora se figuraba constantemente a la señora Lethbury presionando su rostro hambriento contra las ventanas de su vida, y la viva imaginación de Lethbury inculcaba a la escena un dramatismo exacerbado por culpa de sus propias omisiones. Una vez en el hospital su fantasía prosiguió su curso con más brío. Veía a su esposa con ojos nuevos. Antes de eso, ella sólo había sido para Lethbury un racimo de negaciones, un laberinto de paredes sordas y de puertas con cerrojo. No había nada tras aquellas paredes, y las puertas no conducían a ningún sitio. Él las había tanteado y auscultado lo suficiente para cerciorarse de ello. Y, sin embargo, ahora se sentía como el viajero que al explorar unas antiguas ruinas tropieza con una cámara secreta, preservada del expolio general, decorada con imágenes que revelaban las pretéritas funciones del recinto. Su esposa se detuvo al fin en una de las salas, junto a una cuna blanca. En la cuna había un bebé de un año, según les informó la enfermera, aunque a Lethbury le pareció un simple fragmento de humanidad sin fecha que se perfilaba contra un fondo de conjeturas. La señora Lethbury se inclinó sobre aquella anónima partícula de vida con un éxtasis en su rostro similar al que en La noche, de Correggio, dimana del cuerpo del niño al semblante de la madre. Una luz que emanaba de ella y, a la vez, la iluminaba. Alzó la vista para atender una pregunta de Lethbury, pero, cuando sus miradas se encontraron, éste advirtió que ella había dejado de verle, que se había vuelto tan invisible para su esposa como ella lo había sido para él durante mucho tiempo. Tuvo que dirigir su pregunta a la enfermera: —¿Cómo se llama el bebé? —Nosotras la llamamos Jane —respondió aquélla. 3 En un principio Lethbury se había mostrado remiso a una adopción legal, pero no tardó en retirar sus objeciones al comprobar que su esposa, con una mente inusitadamente limitada, no consideraría a la niña como propia hasta que no lo ratificase un trámite legal. Tan sólo se mantuvo inflexible en un punto: el cambio de nombre de la huérfana. La señora Lethbury había expresado desde el principio su deseo de rebautizarla. Se debatía entre Muriel y Gladys, y aplazaba el momento de la decisión como una damisela indecisa entre dos sombreros. Pero Lethbury se mostró implacable al respecto. En la absoluta claudicación de sus prejuicios aquél fue el único que resistió. —Pero Jane es tan horrible… —protestaba su esposa. —Bueno, no sabemos si ella misma acabará siendo horrible. Puede acabar siendo una Jane. Su esposa replicó resentida: —Dice la enfermera que es el bebé más lindo… —¿Y acaso no es eso lo que se dice siempre? —preguntó pacientemente Lethbury. Ahora que había encontrado un firme asidero al que agarrar su oposición, estaba dispuesto a ser paciente hasta la extenuación. —Es cruel llamarla Jane —suplicó la señora Lethbury. —Es ridículo llamarla Muriel. —La enfermera está convencida de que debe de tratarse de la hija de alguna dama. Lethbury hizo una mueca de disgusto. Hasta aquel momento había evitado pensar en el tema de la ascendencia. —Muy bien, dejemos que lo demuestre ella misma —dijo con creciente impaciencia. Se preguntaba cómo se había dejado enredar en un asunto así. Percibió por primera vez lo irónico de todo aquello. Se imaginó a sí mismo regresando a un hogar que olía a linaza y a paregórico, y en el que era recibido por un aullido crónico cuando subía las escaleras para cambiarse para la cena. Nunca había sido un hombre de club social, pero tenía el terrible presentimiento de que ahora iba a convertirse en uno. Sin embargo, no se cumplieron sus peores vaticinios; el bebé estaba inusualmente sano y era inusualmente tranquilo. Los remedios infantiles que le administraban no eran tan fuertes como para que pudiesen percibirse más allá de la habitación del bebé. Y cuando lograban convencer a Lethbury para que entrase en el santuario, no encontraba nada enervante en la serena y sonrosada presencia de su hija adoptiva. Indudablemente, ocasionaba ciertos trastornos inevitables en la alterada rutina de la casa, pero sólo afectaban a la señora Lethbury y a las niñeras. Jane contribuía poco a ello, apenas con una plácida mirada que habría bastado para disuadir a quienes acudían a perturbarla. Fiel a su propósito de desagraviar a su esposa y aguzando sus percepciones, Lethbury no tardó en advertir el efecto que el cambio de circunstancias iba operando en el carácter de aquélla. Pronto constató que se había equivocado al creer que se produciría alguna transformación en ella. Tan sólo se magnificaron sus peculiaridades anteriores. Era como una esponja seca en agua: se dilataba pero no cambiaba de aspecto. Desde una perspectiva científica resultaba curioso comprobar cómo sus atesorados instintos respondían a la llamada seudomaternal. Su esposa superaba cualquier axioma aplicable a la ocasión. Uno percibía en ella el epítome, la consumación de siglos de maternidad animal, de tal forma que aquella mujer menuda, que chillaba a la vista de un ratón y vivía siempre temerosa de ladrones, vino a encarnar a la madre cavernícola que trituraba a su presa para dársela de comer a su criatura. Menos fácil era abordar los efectos prácticos de su sobrevenida maternidad desde un punto de vista filosófico. Lethbury comprobó estupefacto que se estaba volviendo una mujer positiva y segura de sí. Ya no encarnaba el lado negativo de la vida; mostraba, más bien, cierta tendencia a proferir afirmaciones inconvenientes. Poco a poco había ido ampliando su asunción de la maternidad hasta absorber la parte que le correspondía a él en dicha relación, de tal manera que, de un día para otro, se encontró convertido para todo el mundo en el padre de Jane. No había previsto dicha contingencia, y tuvo que hacer acopio de toda su filosofía para aceptarla. Sin embargo, no faltaron ocasiones para sentirse compensado, porque sin duda la señora Lethbury era feliz por primera vez en años, y pensar que él había contribuido tardíamente a dicho fin le reconciliaba con lo paradójicos que habían sido los medios para alcanzarlo. Al principio solía censurarse a sí mismo por contemplar la situación desde fuera, por actuar como espectador en lugar de como parte implicada. Durante un tiempo le había atraído la idea de ver múltiples manos reunidas al borde de la cuna, tal como certifican todas las fuentes de la ficción doméstica. Pero, a su entender, el hecho de que se tratase de una cuna prestada provocó que dicha conjunción no llegara a producirse nunca. La pequeña no le incomodaba. Para él no había dejado de ser una presencia hipotética, un interrogante más que un hecho. Sin embargo, su proximidad no le resultaba desagradable, y había instantes en los que sus balbuceos, sus pasos tambaleantes parecían disolver las resecas excrecencias que envolvían su ser más recóndito. Pero ni siquiera en dichos momentos (que él propiciaba y cuidaba con celo) conseguía la niña acercarle lo más mínimo a su esposa. Sólo ahora era consciente de que le había hecho determinado hueco en su vida a la señora Lethbury, y que ella había dejado de encajar en él. Era demasiado tarde para ensanchar el espacio y, en consecuencia, ella iba invadiendo y usurpando el suyo propio. Lethbury luchaba contra la sensación de estar sumergido. Dejaba caer barrera tras barrera, cada vez cedía más intimidad, pero la personalidad de su esposa continuaba expandiéndose. Ya no era ella sola: eran ella y Jane. Poco a poco, en una monstruosa fusión de identidades, ella se transfiguraba en ella misma, en él y en Jane, y Lethbury, en lugar de tratar de instalar a su esposa en alguna rendija disponible de su personalidad, se encontró a sí mismo incrustado de cualquier manera en el más ínfimo compartimento de la vida doméstica. 4 Lethbury se convencía a sí mismo de que se daba por satisfecho si su esposa era feliz, y hasta que la niña no cumplió diez años no albergó ninguna duda respecto a dicha felicidad. Jane había sido una niña excepcionalmente buena. Durante aquellos años no había causado a sus padres adoptivos ningún motivo de inquietud, aparte de los relacionados con la habitual sucesión de enfermedades infantiles. Sus desconocidos progenitores la habían dotado de una constitución robusta que la hizo salir incólume del sarampión, de la varicela y de la tos ferina. La señora Lethbury, cuya fiebre subía y bajaba con la de la paciente, sufrió de esta forma indirecta todos sus padecimientos y no podía ver estornudar a Jane sin vislumbrar un ángel de mármol llorando sobre una columna rota. Pero aunque las prontas recuperaciones de Jane desmentían continuamente este tipo de premoniciones, aunque su existencia discurría sin sobresaltos, con buena salud y mejor conducta, el grado de satisfacción de su esposa no se correspondía con dicha prosperidad. En un principio, Lethbury estuvo tentado de sumar la decepción de su mujer a la larga lista de inconsistencias femeninas a partir de las cuales elaboran sus tópicos quienes tienden a analizar la vida desde premisas dogmáticas. Pero en esta ocasión las circunstancias le obligaron a adoptar una visión más indulgente. Hasta ese mismo momento su esposa le había considerado un factor prescindible en la evolución de Jane. Aparte de proporcionar el sustento económico para la manutención de su hija adoptiva y de pasar inadvertido en su presencia, no se esperaba que contribuyese de otra forma al bienestar de la niña. Pero, a medida que pasaba el tiempo, su esposa comenzó a verle bajo una luz distinta. Era él quien debía educar a Jane. En materia intelectual la señora Lethbury era la primera en confesar sus deficiencias, incluso en proclamarlas con un deje de virtuosa superioridad. Admitía sin pudor, y sin que nadie contradijera la verdad del aserto, que ella no era una persona inteligente. Sin embargo ahora intentaba por todos los medios hacer aún más ostensibles las limitaciones que ya antes admitía sin problema. Tener que hacer frente a la educación de Jane le producía un enorme pánico. —Yo siempre he sido una ignorante, ya lo sabes —le dijo a Lethbury con una humildad inusual en ella—. Tengo miedo de no saber qué es lo mejor para Jane. Estoy segura de que tiene unas aptitudes maravillosas, y me reprocharía para siempre no haberle dado todas las oportunidades. —Ella le miraba angustiada—. Dime tú lo que hay que hacer. Lethbury no se negó a complacerla. En alguna parte de su desván mental enmohecía cierta teoría sobre la educación, de esas que suelen encontrarse entre los trastos inservibles de quienes no tienen hijos. La recuperó, la restauró y se la aplicó a Jane. Al principio pensó que su esposa no había sobrevalorado la capacidad de la niña. Jane parecía extraordinariamente inteligente. Su precoz sagacidad resultaba alentadora para su inexperto preceptor. Carecía de problemas de atención, y Lethbury percibía que cada dato que impartía quedaba grabado a fuego en su mente. Ayudó a su esposa a contratar a los mejores profesores y, durante un tiempo, siguió mostrando un interés extraoficial por los estudios de su hija adoptiva. Pero poco a poco ese interés fue decayendo. Las ideas de Jane no progresaban con los conocimientos que ponían a su alcance. Su mente infantil era un simple receptáculo de información, una especie de cámara frigorífica de la cual podía sacarse en cualquier momento algo que se hubiera conservado dentro, intacto pero congelado. Por otra parte, desarrolló un desmesurado orgullo respecto a la capacidad de su almacén mental, así como cierta propensión a esparcir indiscriminadamente su contenido entre su público. En una ocasión la sorprendieron burlándose de su niñera por ignorar ésta cuándo había caído la Heptarquía Anglosajona, y aturdía o deprimía alternativamente a la señora Lethbury con la abundancia de sus referencias cronológicas. Pero no mostraba interés alguno por el significado de la información que acumulaba, se limitaba a coleccionar fechas como cualquier otro chiquillo coleccionaría sellos o canicas. A su madre adoptiva le parecía un prodigio de sabiduría, pero Lethbury notaba, con secreta simpatía incipiente, que eran precisamente las aptitudes elogiadas por la señora Lethbury las que poco a poco la iban distanciando de su propietaria. —Se está volviendo demasiado lista para mí —le comentó su esposa tras una de las históricas peroratas de Jane—, pero me alegra mucho que pueda convertirse en una buena compañía para ti. Lethbury se estremeció interiormente. No ansiaba en modo alguno la compañía de Jane. Seguía siendo una niña irreprochable, pero había algo mecánico y rígido en su afabilidad, como si fuese una especie de calistenia moral en la que se ejercitaba con el único fin de exhibir su agilidad. Un conocimiento precoz de la virtud provocó además que se erigiera en guardiana natural y consejera de sus mayores. Antes de cumplir los quince ya se había puesto a reformar la casa. En primer lugar la emprendió con la señora Lethbury. A continuación extendió sus esfuerzos al personal de servicio con desastrosas consecuencias para la armonía doméstica, y, por último, se consagró al mismo Lethbury en cuerpo y alma. Apoyándose en las estadísticas, le demostró a su padre que fumaba demasiado y que era perjudicial para el nervio óptico leer en la cama. Le reprendía por no asistir con mayor regularidad a la iglesia y le señalaba los perjuicios de la lectura no sistemática. Le explicó que un ritmo de estudio regular estimularía su concentración mental, sugiriendo que el pensamiento arbitrario era sintomático de vejez inminente. Igualmente pertinentes eran las instrucciones que Jane dispensaba a su madre adoptiva. Aleccionó a la señora Lethbury sobre cómo hacer un caldo de ternera más sabroso y la instruyó en las cualidades antihigiénicas de las alfombras. Le proporcionó tediosos datos sobre bacilos y hongos, demostrando que las cortinas y los portarretratos eran el caldo de cultivo perfecto para determinados microorganismos animales. Se aprendió de memoria los componentes nutritivos de los principales elementos de una dieta, y revolucionó la cocina intentando establecer un promedio científico entre féculas y fosfatos. Cuatro cocineras abandonaron sus trabajos en el transcurso del experimento, y el señor Lethbury adoptó la costumbre de cenar en su club. El padre adoptivo probó a frenar el ímpetu de Jane en un par de ocasiones, pero sus esfuerzos sólo conseguían herir los sentimientos de su esposa. Jane nunca se daba por aludida y a la señora Lethbury la ofendía cualquier intento por parte de su esposo de protegerla de su hija. Al final comprobó que ella soportaba su sentimiento de inferioridad imaginando lo que debía de significar para él la compañía intelectual de Jane. Por su parte, él trataba de mantener viva dicha ilusión sobrellevando con la mayor delicadeza posible el azote de las edificantes disertaciones de Jane. 5 Mientras Jane continuaba creciendo, Lethbury se torturaba preguntándose si su esposa aún lamentaría no haberla llamado Muriel. Jane no era fea; por el contrario, desarrolló una especie de belleza radical que bien podría haber sido una proyección de su mente. Poseía una encomiable colección de bellos rasgos, pero hubiera sido necesario inventariarlos para llegar a la conclusión de que resultaba atractiva. Faltaba en el conjunto la gracia que los habría hecho armónicos. La señora Lethbury siguió con conmovedor orgullo los primeros pasos de su hija en el mundo. Confiaba en que el aspecto de Jane le haría ganarse a quienes no lograse seducir con su saber. Pero la sonrosada frescura de Jane no causó estragos perceptibles. Ya fuese porque los jóvenes sospecharan el constante axioma al borde de sus labios, porque detectaran la enciclopedia en sus ojos o porque simplemente no hallaran interés intrínseco alguno en su fisonomía, lo cierto es que, pese a los heroicos esfuerzos de su madre y a las incesantes apelaciones a la cartera de Lethbury, al término de su primera temporada social Jane se había quedado inevitablemente relegada. Unas cuantas chicas más aburridas que ella la encontraron interesante, y un par de jóvenes se acercaron por la casa con objeto de conocer a otro par de chicas. Pero la realidad era que Jane se estaba convirtiendo a marchas forzadas en la típica supernumeraria social a la que sólo se invita a salir de vez en cuando porque figura en la lista de compromisos de alguien. Fue un amargo revés para la señora Lethbury, si bien la idea de que el fracaso de Jane era sólo debido a su inteligencia excesiva la consolaba bastante. Probablemente Jane compartía dicha convicción. En cualquier caso no parecía en absoluto consciente de su fracaso. Desarrolló una notable afición por la vida social e, invierno tras invierno, incansable y obstinada, redobló sus salidas a diversos eventos sociales mientras la señora Lethbury intentaba seguir sus pasos con esfuerzo, prodigando atenciones a las anfitrionas olvidadizas. A Lethbury le parecía que había a la vez algo trágico y exasperante en la imagen que daban las dos; la una conciliadora, porfiada la otra, persiguiendo ambas con celo indesmayable el esquivo trofeo de la popularidad. Incluso empezó a sentir un interés personal en el empeño, no en lo referente a Jane, pero sí en lo que afectaba a su esposa. Se daba cuenta de que ésta era víctima de la decepción de Jane, de que la joven no aspiraba a otra cosa que a la burda satisfacción de penalizar a su madre. La experiencia frenaba su impulso de acudir en defensa de su esposa, y cuando el resentimiento de Lethbury llegó a su punto álgido, Jane le desarmó renunciando a presentar batalla. La capitulación de la joven se produjo sin mediar palabra, pero Lethbury no pudo dejar de advertir que habían cesado las visitas a la vez que disminuían las facturas de las modistas. Por otra parte, la señora Lethbury le informó de que Jane empezaba a interesarse por las obras de caridad. La conversación de la muchacha no tardó mucho en confirmar dicho dato. Lethbury se alegró inicialmente por el cambio, pero la domesticidad que aquello conllevaba pronto empezó a agobiarle. Durante las mañanas la joven solía ausentarse en misiones salvadoras, pero por las tardes se quedaba siempre en casa. Al principio ella y la señora Lethbury se instalaban en el salón y Lethbury se quedaba fumando en la biblioteca, pero últimamente Jane había adquirido el hábito de reunirse allí con él, y Lethbury empezó a temer que la joven le hubiese incluido entre los destinatarios de su filantropía. La señora Lethbury corroboró su sospecha. —Jane se está volviendo muy responsable —dijo—. Cree que no te ha prestado mucha atención en el pasado y, a su manera, intenta resarcirte. No la decepciones —añadió sin ningún atisbo de malicia. Aquella súplica dejó a Lethbury a merced de los desvelos de su hija. Pronto se encontró a sí mismo calculando las horas que pasaba con ella en función del alivio que esas mismas horas le reportaban a su madre. Había momentos en los que incluso intuía una gratitud furtiva en la mirada de la señora Lethbury. Pero Lethbury no era ningún héroe, y casi había alcanzado el límite de la paciencia que se había impuesto cuando sucedió algo maravilloso. Nunca supieron después cómo había sucedido o quién había sido el primero en detectarlo, pero cierto día la señora Lethbury formuló en voz trémula aquello que ambos venían sospechando. —Por supuesto —dijo—, él viene por aquí para ver a Elise. La joven en cuestión, amiga de Jane, era dueña de una serie de encantos que constituían la única explicación plausible para la presencia de visitantes masculinos en la casa. Lethbury se aventuró a contradecirla: —No creo que sea por eso —declaró. —Pero todos piensan que Elise es muy atractiva —insistió ella. —Ante eso no hay nada que hacer —comentó Lethbury con terquedad. Percibió una sutil sonrisa en los ojos de su esposa, pero ella comentó distraídamente: —El señor Budd sería un gran partido para Elise. Lethbury apenas pudo reprimir la carcajada: advertía claramente que ella se proponía granjearse de algún modo el favor de los dioses. Durante un par de semanas ninguno de los dos volvió a mencionar el tema, pero transcurrido cierto tiempo la señora Lethbury retomó el asunto. —Hace ya un mes que Elise se marchó al extranjero —dijo. —¿Tanto? —Y parece que el señor Budd sigue viniendo por aquí con la misma asiduidad… —Ah —contestó Lethbury con heroica indiferencia. Su esposa cambió apresuradamente de tema. El señor Winstanley Budd era un joven que adolecía de un exceso de modales. La cortesía emanaba de él a borbotones incluso en las temporadas más áridas. Siempre estaba organizando torneos de galantería de salón, y la proximidad de la dama más anodina le provocaba unos aspavientos que constituían un verdadero peligro para el mobiliario. Sus rasgos, del tipo querúbico, no se ajustaban a su papel, pero eventualmente parecía dominarlos hasta lograr encajarlos en un ideal aquilino. El amplio radio de acción de la prodigalidad social del señor Budd hacía que no fuese tarea sencilla identificar a su principal destinataria. Extendía su manto de manera tan indiscriminada que uno no siempre conseguía interpretar sus intenciones. Por su parte, el talante impasible de Jane obligaba al joven a redoblar sus esfuerzos, abocándole a unas cortesías que rayaban en el paroxismo. En un principio, las galanterías del pretendiente invadieron toda la casa, pero poco a poco se hizo evidente que sus efectos más deslumbrantes iban dirigidos exclusivamente a Jane. Lethbury y su esposa contenían el aliento y evitaban mirarse. Fingían no advertir lo asiduo de las visitas del señor Budd, y luchaban contra la imprudente tentación de dejar a la joven pareja demasiado tiempo a solas. Extraían sus conclusiones a partir de una vigilancia subrepticia, pues ninguno de los dos se arriesgaba a ser sorprendido espiando al señor Budd. Actuaban como naturalistas tras el rastro de una mariposa exótica. En sus esfuerzos por ignorar al señor Budd, Lethbury concentraba su atención en Jane. Y fue precisamente en aquel momento crucial cuando la muchacha logró suscitar en él una especie de admiración furtiva. Mientras sus padres se las ingeniaban para poder ocultar sus emociones, ella no parecía tener ninguna que esconder. No traslucía ni ansiedad ni sorpresa. Tan genuina era su indiferencia que había instantes en los que Lethbury temía que se tratase de simple y llana estupidez, y reprimía las ganas de susurrarle que había llegado la hora de echar la red. Por su parte, el dinamismo de las contorsiones del señor Budd fue en aumento con el frenesí del cortejo: sus modales se volvieron tan incandescentes que Jane se sintió súbitamente el centro de un espectáculo pirotécnico que culminó con la «traca final» de una proposición de matrimonio. Una noche, después de que se hubiese acostado su hija, la señora Lethbury le dio la noticia a su esposo. El anuncio fue transmitido y acogido con cierta pose flemática, como si ambos temiesen que les traicionase un regocijo impropio. Pero tan pronto su esposa hubo terminado de darle la noticia, Lethbury no pudo reprimir la pregunta: —¿Y han decidido ya la fecha? La señora Lethbury, que ejercía mayor control sobre sus gestos, se las ingenió para fingir asombro: —¿Pero cómo se te ocurre…? ¡Se le ha declarado a las cinco de esta misma tarde! —Claro, claro… —farfulló Lethbury—, pero es que hoy en día los noviazgos son tan breves… —¿Noviazgo? —repitió su esposa en tono solemne—. Aún no hay ningún noviazgo. A Lethbury se le cayó el cigarro. —¿Qué demonios quieres decir? —Jane se lo está pensando. —¿Que se lo está pensando? —Ha pedido un mes de margen antes de decidirse. Retrepándose en su asiento Lethbury exhaló un suspiro. ¿Extravagancia o enajenación? No era capaz de decidirlo. Las siguientes palabras de la señora Lethbury revelaron hasta qué punto ella compartía su desazón: —Lógicamente no quiero presionar a Jane… —Por supuesto que no —convino él. —Pero le he hecho ver que un joven de carácter impulsivo como el señor Budd podría desanimarse fácilmente… —Claro. ¿Y qué ha dicho ella? —Ha dicho que si merece que la conquisten, también merece que la esperen. 6 El período de prueba no fue tan acongojante para el señor Budd como para sus potenciales suegros. La señora Lethbury intentó, valiéndose de diversas artimañas, reducir en lo posible el tiempo de suplicio, pero Jane se mostró inflexible. Cada mañana Lethbury bajaba a desayunar esperando encontrar una nota de claudicación del desalentado pretendiente. Cuando finalmente llegó el día decisivo y, al caer la noche, la señora Lethbury entró en la biblioteca con aire de alegría reprimida, los dos permanecieron un momento sin decir nada. A continuación la señora Lethbury cumplió con el oportuno decoro anunciando entre sollozos: —Será terrible tener que renunciar a ella… Lethbury no pudo evitar un gesto de extrañeza, pero su estupor no le impidió constatar que la desolación de su mujer era sincera. —Claro, claro —dijo rebuscando inútilmente en su propia planicie emocional una aflicción a la altura de la de su mujer. ¡Y eso que había sido su esposa quien más había sufrido a causa de Jane! Lethbury había imaginado que tales sufrimientos se disiparían en la atmósfera más sosegada de sus últimas semanas juntas. Pero la felicidad no apaciguó a Jane. Ni por un instante atenuó su despotismo, simplemente lo amplió para acoger a una nueva víctima. El señor Budd se encontró a sí mismo obedeciendo órdenes como los demás. Un nuevo temor atenazó a Lethbury cuando vio a Jane asumir el control prenupcial de su prometido. Él nunca se había interesado personalmente por el señor Budd, pero, como futuro marido de Jane, el joven gozaba de su simpatía. Para su sorpresa, descubrió que la señora Lethbury compartía el mismo sentimiento. —Temo que pueda encontrar a Jane un poco exigente —comentó tras una tarde de tormentosas discusiones sobre los preparativos de la boda—. Verdaderamente ella debería hacer algunas concesiones. Si él quiere casarse con levita negra en lugar de gris oscura… —Se detuvo y miró dubitativa a su esposo. —¿Qué puedo hacer yo al respecto? —preguntó él. —Podrías explicarle a él…, decirle que Jane no es siempre tan… Lethbury hizo un gesto de impaciencia. —¿De qué tienes miedo? ¿De que descubra cómo es ella o de que no lo descubra? La señora Lethbury se sonrojó: —Lo expresas de un modo tan espantoso… Su esposo reflexionó durante unos segundos y, a continuación, dijo en tono de jubilosa hipocresía: —Después de todo, Budd es bastante mayor para cuidar de sí mismo. Pero al día siguiente la señora Lethbury le dio una sorpresa. Ya avanzada la tarde, entró en la biblioteca, jadeante y expresándose con tanta dificultad que él presintió alguna catástrofe. —¡Lo he hecho! —exclamó. —¿Que has hecho qué? —Se lo he dicho. —Señaló la puerta con la cabeza—. Acaba de marcharse. Jane había salido y he tenido ocasión de hablar con él a solas. Lethbury le acercó una silla y ella se sentó cómodamente. —¿Qué le has dicho? ¿Que ella no siempre es…? La señora Lethbury le miró con expresión dramática. —No, le he dicho que ella siempre es… —¿Que siempre… es? —Sí. Se produjo un silencio. Lethbury apeló a sus provisiones de filosofía. De repente imaginó a Jane reinstalada en su butaca junto a la chimenea de la biblioteca. Pero reaccionó con súbita emoción ante el heroísmo de su esposa. —Bueno…, ¿y qué ha dicho él? La señora Lethbury pareció todavía más inquieta. Estaba claro que había ocurrido lo peor. —Dijo… que nosotros nunca habíamos entendido a Jane…, que no la valorábamos. Las sílabas finales se extraviaron en su pañuelo. Seguidamente la señora Lethbury abandonó la habitación, dejando a su esposo sumido en un total desconcierto acerca de las motivaciones femeninas. Después de aquello, Lethbury afrontó el futuro sin más remordimientos. Habían cumplido con su deber…, o al menos su esposa había cumplido con el suyo, y ahora recolectaban la habitual cosecha de ingratitud con un entusiasmo impropio de lo cosechado. Se produjo un cambio sustancial en la actitud del señor Budd, y su creciente frialdad transmitía una sensación de bienestar que se propagaba por el organismo entero de Lethbury. Resultaba más fácil aguantar a Jane a la luz de la actitud reprobadora que hacia ellos había adoptado el señor Budd. Y verdaderamente hubo mucho que aguantar durante los últimos días, siendo la señora Lethbury quien se llevó la peor parte. Jane inauguró su transición al estado de casada con una preceptiva aunque incongruente exhibición de nervios. Le dio por ponerse sentimental, histérica y negativa. Se peleó con su prometido amenazando con devolverle el anillo. La señora Lethbury se vio obligada a intervenir, y Lethbury sintió la espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza. Pero el desastre logró evitarse. La galantería del señor Budd resistió los caprichosos embates de su prometida, si bien tanta devoción conseguía exacerbar la crueldad de la joven. Lethbury temía que Budd fuese demasiado leal, demasiado permisivo, y anhelaba instarle a cambiar de táctica. Finalmente Jane reapareció con el anillo en el dedo y consintió en probarse el traje de novia. Pese a todo, sus titubeos y sus reacciones extemporáneas se prolongaron hasta la víspera. Cuando amaneció el tan esperado día, Lethbury continuaba sumido en la zozobra. Ahora que se sentía razonablemente seguro respecto a los actores principales, sus temores se centraban en las posibles contingencias: el sacerdote podría sufrir un infarto, la iglesia podría venirse abajo a causa de un incendio o podría surgir alguna irregularidad con la licencia. Hizo todo lo humanamente posible para combatir dichos riesgos, pero siempre quedaba pendiente ese otro factor impredecible conocido como la mano de Dios. A Lethbury le parecía sentirla revoloteando sobre su cabeza. Una vez en la iglesia la mano divina estuvo a punto de agarrarle por el cogote. El señor Budd se retrasaba y, durante cinco agónicos minutos, Lethbury y Jane tuvieron que enfrentarse a una feligresía rebosante de conjeturas. Al final apareció el novio, azorado pero galante, explicándole a su suegro por lo bajo que se le había desgarrado un guante y había tenido que volver a buscar otro. —A ver si vas a perder también el anillo —le susurró Lethbury. Pero el señor Budd sacó el objeto al instante, y unos minutos más tarde llevaba cautiva a su portadora a lo largo del pasillo. En el transcurso del desayuno nupcial, Lethbury advirtió que su esposa le clavaba una mirada de discreto reproche, y comprendió que su hilaridad excedía los límites de lo decoroso. Se recompuso e intentó moderar el tono, pero su júbilo burbujeaba como una copa de champán cuyo contenido no deja de renovarse. Cuanto más bebía, más elevaba la voz. El punto culminante se produjo cuando, dispersándose ya los últimos invitados, Jane bajó vestida para el viaje y se desplomó sobre el cuello de su madre. —¡No puedo dejarte! —se lamentó entre sollozos, e instantáneamente Lethbury se sintió tan sobrio como hubiera podido estarlo alguien bajo el chorro de una ducha. Pero si la novia parecía indecisa, su captor se mostró implacable. Nunca antes había estado el señor Budd más arrogante y aquilino. Los últimos temores de Lethbury se disiparon cuando el joven apartó bruscamente a Jane del regazo de su madre y la condujo hasta el carruaje. El carruaje se alejó, la última empleada abandonó su puesto en el guardarropa, se plegó la alfombra roja y se cerró la puerta de la casa. Lethbury permaneció unos minutos en el vestíbulo a solas con su esposa. Cuando se volvió hacia ella, reparó en la mirada de vencido heroísmo de sus ojos, en las marcadas arrugas de su rostro. Todo en ella traslucía con tanta exactitud lo que él mismo sentía que no pudo evitar enternecerse. La tensión nerviosa había sido formidable. Se acercó a su esposa y ésta, por un impulso recíproco, apoyó una mano en su brazo. Él la retuvo allí durante unos instantes. —Salgamos a cenar los dos tranquilamente a un restaurante —propuso él. Hubo un tiempo en que una proposición así habría constituido para ella una reprobable improvisación. Pero esta vez aceptó sin pensarlo. —¡Oh, estupendo! —murmuró con un profundo suspiro de alivio y bienestar. Después de todo, Jane había cumplido su misión: había conseguido unirlos. *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
Un cobarde
Cuento
1 Había estado recostada durante horas, sumida en un plácido sopor no muy diferente de la dulce molicie que nos embarga en la quietud de un mediodía estival, cuando el calor parece haber acallado incluso a los pájaros y a los insectos. Mullidamente tumbada sobre flecos de hierba, dirige la mirada hacia lo alto, por encima de la uniforme techumbre que conforman las hojas de los arces, hacia el vasto cielo, despejado e impávido. De cuando en cuando, a intervalos progresivamente crecientes, la atravesaba una punzada de dolor, como un fucilazo surcando ese mismo cielo de verano. Resultaba, sin embargo, demasiado fugaz para conseguir sacarla de su estupor, ese estupor delicioso y abisal en el que iba cayendo cada vez más profundamente sin oponer el menor conato de resistencia, el más mínimo esfuerzo por aferrarse a los recesivos bordes de la consciencia. La resistencia y el esfuerzo tuvieron sus momentos de plenitud, pero ahora habían cesado por completo. Su mente, hostigada desde hacía tiempo por imágenes grotescas, por fragmentarias visiones de la vida que llevaba últimamente, por aflictivos versos, por recurrentes representaciones de cuadros contemplados alguna vez, por las difusas impresiones que en ella habían dejado ríos, torres y cúpulas en el transcurso de viajes casi olvidados… Su mente apenas reaccionaba ya a unas escasas y primarias sensaciones de incoloro bienestar, de vaga satisfacción al recordar que le había dado el trago definitivo a aquella medicina fatal… y que no volvería a escuchar el chasquido de las botas de su marido (aquellas horrendas botas), que nadie la molestaría más con cuestiones relativas a la cena del día siguiente o a los encargos pendientes en la tienda de ultramarinos. Al final, incluso aquellas débiles sensaciones acabaron engullidas por la espesa tiniebla que la iba cercando, por el crepúsculo cuajado de pálidas rosas geométricas, desplegadas ante ella en suaves e incesantes círculos que, a su vez, se ensombrecían poco a poco hasta adoptar una negrura uniforme y azulada similar a la de una noche de verano sin estrellas. Y en dicha oscuridad se iba adentrando paulatinamente, con la reconfortante sensación de seguridad de quien se sabe sostenido desde abajo. Una tibia marea que se deslizaba cada vez más arriba la iba rodeando, envolviendo su cuerpo relajado y exhausto en un aterciopelado abrazo, sumergiéndole primero pecho y hombros, y desplazándose gradualmente sobre su cuello con inexorable delicadeza hasta alcanzar su barbilla, sus orejas, su boca. ¡Ah!, ahora avanzaba demasiado, volvía el impulso de presentar batalla… Tenía la boca llena…, se ahogaba… ¡Socorro! —Todo ha concluido —anunció la enfermera cerrándole los párpados con profesional aplomo. El reloj dio las tres. Todos lo recordarían más adelante. Alguien abrió la ventana para permitir la entrada de una de esas corrientes de aire extraño y neutral que recorre la tierra entre la noche y el alba. Alguien (distinto) condujo al marido hasta otra habitación. Él salió con paso indolente, como un ciego, calzado con sus restallantes botas. 2 Le pareció estar de pie bajo una especie de umbral, pese a que no veía ante sí ninguna puerta tangible. Tan sólo un inabarcable panorama de luz, suave pero penetrante como el fulgor simultáneo de millares de estrellas, se iba extendiendo gradualmente ante sus ojos ofreciendo un beatífico contraste con la cavernosa oscuridad de la que acababa de emerger. Avanzó unos pasos, sin miedo pero con cierta vacilación, y a medida que su vista se fue habituando a las fundentes densidades de luz que la rodeaban, acertó a distinguir los contornos de un paisaje que a primera vista se le antojó inmerso en la opalina ambigüedad típica de las vaporosas creaciones de Shelley, pero que poco después fue adquiriendo relieves más definidos. Así, se le fueron desvelando una descomunal y soleada planicie, la aérea silueta de unas montañas y, seguidamente, el plateado serpenteo de un río sobre un valle, así como el estarcido azul de los árboles alineados en sus meandros… Todo ello recordaba en cierto modo, en su tonalidad indescriptible, a los cerúleos azules de Leonardo: extraños, subyugadores, misteriosos… Azules que encauzaban la vista y la imaginación hacia regiones de goces indecibles. Extasiada en tal contemplación, el corazón le latía con un asombro placentero y acuciante; tan jubilosa le parecía la promesa que creía adivinar en la incitación de aquella distancia hialina… —Así que, después de todo, la muerte no es el fin. —Se escuchó decir a sí misma en voz alta con alborozo—. Siempre pensé que eso era imposible. Creí a Darwin, por supuesto. Todavía creo en él. Pero el propio Darwin dijo (eso pienso, al menos) que no las tenía todas consigo respecto al tema del alma, y Wallace fue un espiritualista, y también estaba George Mivart… —La mirada se le extravió en la etérea lejanía de las montañas—. ¡Qué belleza! ¡Qué bien se está aquí! —murmuró—. Tal vez ha llegado el momento de averiguar lo que es vivir. Mientras hablaba sintió una repentina aceleración de su ritmo cardiaco y al mirar hacia arriba advirtió que ante ella estaba el Espíritu de la Vida. —¿De verdad que nunca has sabido lo que es la vida? —le preguntó el Espíritu de la Vida. —Jamás he conocido la plenitud de la vida que todos nos sentimos llamados a conocer, pese a que no han faltado en la mía dispersos atisbos de ella, como el olor a tierra que a veces se percibe en alta mar. —¿Y a qué llamas tú «Plenitud de la Vida»? —preguntó nuevamente el Espíritu. —¡Oh, si tú no lo sabes, cómo voy a explicártelo yo! —dijo ella con un punto de reproche—. Se supone que hay muchas palabras para definirlo, entre las cuales las más usadas son «amor» y «afecto», pero no estoy muy segura de que sean las idóneas. Además, hay tan poca gente que sepa lo que significan… —Estuviste casada —dijo el Espíritu— y, aun así, ¿no conociste la plenitud de la vida en tu matrimonio? —¡Oh, no, válgame Dios! —replicó ella con indulgente desdén—. Mi matrimonio fue un asunto bastante precario. —Y, pese a ello, ¿apreciabas a tu marido? —Has dado con la palabra exacta. Le apreciaba, sí, pero lo mismo que apreciaba a mi abuela, la casa en que nací o a mi antigua niñera. ¡Oh, sí, le apreciaba!, y se nos consideraba una pareja muy feliz. Pero a veces pienso que la naturaleza de la mujer es como una casa con muchas habitaciones: está el recibidor de entrada por el que pasa todo el mundo para salir o entrar, el salón en el que una recibe a las visitas formales, la sala de estar donde los miembros de la familia vienen y van a su antojo… Pero más apartadas, mucho más apartadas, hay otras habitaciones cuyos picaportes nunca se hicieron girar para abrir sus puertas. Nadie conoce el camino para acceder a ellas, nadie sabe a dónde conducen. Y en la habitación más recóndita de todas, en el santuario de santuarios, el alma se sienta sola, aguardando el sonido de unos pasos que nunca llegan. —Y tu marido —preguntó el Espíritu al cabo de una pausa— ¿nunca fue más allá de la salita familiar? —¡Nunca! —respondió exasperada—. Y lo peor de todo es que estaba muy conforme con no pasar de ahí. Consideraba la salita un lugar precioso y, en ocasiones, cuando admiraba el vulgar mobiliario, impersonal como las sillas y mesas de un recibidor de hotel, me entraban ganas de gritarle: «Estúpido, ¿es que nunca vas a adivinar que, justo aquí al lado, hay estancias llenas de tesoros y portentos como no ha visto jamás el ojo humano, estancias a las que jamás ha accedido nadie pero en las que tú podrías quedarte de por vida si fueses capaz de dar con el picaporte?». —Entonces —prosiguió el Espíritu— esos momentos de los que hablabas antes, esos que parecían sobrevenirte como esporádicos atisbos de la plenitud de la vida, ¿no los compartías con tu marido? —Oh, no… Nunca. Él era diferente. Sus botas chasqueaban continuamente y cada vez que salía de una habitación lo hacía dando un portazo. Jamás leía nada que no fuesen novelas baratas o las noticias de deportes de la prensa y… y… En resumidas cuentas, que no nos entendimos en absoluto el uno al otro. —En ese caso, ¿a qué otras influencias atribuías las exquisitas sensaciones que mencionas? —Pues no sabría decirlo. Unas veces al perfume de una flor, otras a un verso de Dante o de Shakespeare o incluso a un cuadro o a una puesta de sol, o a uno de esos días de calma en alta mar cuando a una le parece estar recostada en la cuenca de una perla azul. En ocasiones (aunque de manera muy ocasional) a algo dicho por alguien que obró el milagro de poner en palabras, en el momento adecuado, lo mismo que yo había sentido y no había sido capaz de expresar. —¿Alguien a quien amabas? —inquirió el Espíritu. —¡Yo nunca he amado de esa forma! —repuso ella con pesadumbre—. Como tampoco pensaba en nadie en particular al hablar, tal vez en dos o tres personas que, al pulsar eventualmente alguna tecla de mi ser, lograron hacer sonar una nota aislada de la extraña melodía que parecía dormir dentro de mi alma. Sin embargo, han sido pocas las veces en las que he podido atribuir tales sensaciones a las personas. Y, desde luego, nadie suscitó nunca en mí una sensación de felicidad como la que tuve el privilegio de experimentar una noche en la capilla de San Miguel, en Florencia. —Háblame de ello —dijo el Espíritu. —Fue casi al anochecer, tras una tarde lluviosa de primavera en la semana de Pascua. Las nubes se habían dispersado, barridas por un viento repentino y, cuando entramos en la iglesia, las fulgentes vidrieras de las ventanas brillaban en lo alto como lámparas en la penumbra. Había un sacerdote en el altar mayor y su blanca vestidura contrastaba como una mancha lívida contra la oscuridad saturada de incienso. La luz de las velas danzaba arriba y abajo como luciérnagas en torno a su cabeza. Un grupo de personas estaban arrodilladas a su alrededor. Nosotros pasamos con cuidado por detrás y nos sentamos en un banco cercano al tabernáculo de Orcagna. »Por raro que parezca, aunque Florencia no era nueva para mí, no había estado antes en esa iglesia, y bajo aquella luz mágica vi por vez primera los escalones taraceados, las estriadas columnas, las esculturas en bajo relieve y el baldaquín del fastuoso sagrario. El mármol, desgastado y pulido por la sutil mano del tiempo, había adquirido un indescriptible tono rosáceo que recordaba remotamente al color miel de las columnas del Partenón, siendo este otro más místico, más intrincado, un color no nacido del pertinaz beso del sol, sino surgido de aquella semioscuridad de cripta, de las llamas de las velas sobre las tumbas de los mártires, de los haces de luz crepuscular filtrados a través de las simbólicas vidrieras de crisoprasa y rubí. Una luz como la que ilumina los misales de la biblioteca de Siena, o como la que irradia cual fuego invisible la Madonna de Juan Bellini en la iglesia del Redentor de Venecia… La luz de la Edad Media, más rica, más solemne, más significativa que el diáfano sol de Grecia. »En la iglesia reinaba el silencio, tan sólo interrumpido por las letanías del sacerdote y por el arrastre ocasional de alguna silla por el suelo. Mientras me encontraba allí, bañada por aquella luz, cautivada por la contemplación del milagro de mármol que se erigía ante mis ojos (hábilmente diseñado como un cofre de marfil, embellecido con incrustaciones de joyería y oscurecidas vetas de oro), sentí cómo era arrastrada por una poderosa corriente cuyo nacimiento parecía remontarse al principio mismo de las cosas y en cuyas torrenciales aguas iban convergiendo todos los afluentes de las pasiones y los afanes humanos. La vida, en sus distintas manifestaciones de belleza y singularidad, parecía danzar rítmicamente en torno a mí mientras me impulsaba hacia delante, y tuve la certeza de que cualquier camino que hubiese transitado alguna vez el espíritu del hombre resultaría ser plenamente familiar para mis pies. »Extasiada en dicha visión, los pinjantes medievales del tabernáculo de Orcagna parecieron fundirse y recobrar sus formas primitivas, de tal manera que el lánguido loto del Nilo y el acanto griego aparecían entrelazados con los nudos rúnicos y los monstruos de cola de pez del Norte. Cualquier forma plástica de terror o belleza creada por la mano del hombre desde el Ganges hasta el Báltico oscilaba y se entremezclaba en la apoteosis de la María de Orcagna. Y el río no cesaba de empujarme hacia delante. Tras de mí quedaban los irreconocibles rostros de las civilizaciones antiguas y los célebres portentos de Grecia, pero yo continuaba braceando sobre la arrolladora marea de la Edad Media con sus impetuosos torbellinos de pasión y sus remansos de poesía y arte capaces de reflejar el cielo. Podía escuchar los acompasados golpes de los martillos de los artesanos tanto en las herrerías como contra los muros de las iglesias, las consignas de facciones armadas en las angostas callejas, el diapasón de los versos de Dante, el crepitar de los leños en torno a Arnaldo de Brescia, el trino de las golondrinas a las que predicaba san Francisco, la risa de las damas escuchando las salidas de tono del Decamerón al pie de las laderas mientras la Florencia devastada por las plagas clamaba de desesperación a escasa distancia… Pude oír eso y mucho más, todo mezclado en un extraño unísono con voces de un pasado aún más remoto, violentas, apasionadas o apacibles, pero, en cualquier caso, sometidas a una armonía tan increíble que me hizo pensar en el cántico que conjuntamente entonaban las estrellas matutinas, y tuve la sensación de que estuviese sonando justo en mis oídos. El corazón me latía hasta provocarme sofoco, las lágrimas me escocían bajo los párpados… Y es que la dicha, lo misterioso que resultaba todo aquello, llegaba a resultar intolerable, imposible de soportar. Ni siquiera entonces alcancé a comprender la letra de aquel cántico, pero sabía que de haber habido alguien escuchándola a mi lado tal vez entre los dos hubiésemos logrado descifrarla. »Me volví hacia mi marido, que, sentado junto a mí en actitud de resignado abatimiento, escudriñaba el fondo de su sombrero. Pero justo en ese instante se puso en pie y, estirando sus entumecidas piernas, sugirió amablemente: “Mejor nos vamos, ¿no? No parece que haya demasiado que ver por aquí, y la cena de la table d’hôte se sirve a las seis y media en punto”. Concluida su exposición, se produjo un intervalo de silencio al cabo del cual el Espíritu de la Vida dijo: —Siempre aguarda una compensación para las necesidades de las que hablas. —¡Oh! Entonces, tú sí que me comprendes, ¿no es verdad? ¡Dime qué clase de compensación, venga! —Se ha dispuesto que cualquier alma que en la tierra haya buscado en vano un alma gemela ante la cual poder desnudar lo más íntimo de su ser la encuentre aquí y se una a ella por toda la eternidad. Un grito de júbilo escapó de sus labios: —¡Ah!, ¿voy a encontrarle por fin? —gritó exultante. —Aquí está —dijo el Espíritu de la Vida. Ella alzó los ojos y vio ante sí a un hombre cuya alma (bajo aquella luz desmesurada le parecía ver su alma con mayor claridad que su rostro) la atraía hasta él con una fuerza invencible. —¿Eres tú realmente él? —Soy él —respondió el otro. Ella le tendió la mano y le condujo hasta el alféizar bajo el cual se extendía todo el valle. —¿Bajaremos juntos a ese lugar maravilloso? —le preguntó ella—. ¿Lo veremos juntos como si tuviésemos los mismos ojos y nos diremos con las mismas palabras todo lo que pensemos y sintamos? —Eso mismo he estado esperando y soñando yo hasta hoy —repuso. —¿Cómo? —inquirió ella con creciente alegría—. Entonces, ¿tú también me has estado buscando? —Toda mi vida. —¡Qué maravilla! ¿Y nunca encontraste a nadie en el otro mundo que te comprendiera? —No del todo… No como nos entendemos tú y yo. —¿Así que tú también lo sientes así? ¡Oh, qué feliz soy! —suspiró ella. Permanecieron con las manos entrelazadas, mirando por encima del alféizar hacia el radiante paisaje que se exponía ante sus pies en medio del espacio zafirino. El Espíritu de la Vida, que continuaba observando bajo el umbral, podía oír de vez en cuando algún volátil retazo de su charla que regresaba demorado hasta él, como la golondrina extraviada que en ocasiones el viento aísla de su tribu migratoria. —¿No has sentido nunca en el atardecer…? —¡Oh, claro que sí! Pero nunca se lo escuché decir a nadie más. ¿Y tú? —¿Recuerdas ese tercer verso del canto tercero del Infierno de Dante? —Ah, ese verso, siempre fue mi favorito… ¿Es posible que…? —¿Sabes cuál es la Victoria inclinada del friso de Atenea Niké? —¿Te refieres a la que se ata la sandalia? ¿Entonces también tú te has dado cuenta de que todos los Botticelli y Mantegna están latentes entre los vaporosos pliegues de sus ropajes? —¿Has visto alguna vez tras una tormenta de otoño…? —¡Sí, sí! Es curioso cómo ciertas flores evocan a ciertos pintores, el perfume del clavel a Leonardo, el de la rosa a Tiziano, el del nardo a Crivelli… —Jamás imaginé que otra persona pudiese haberlo notado. —¿No has pensado nunca…? —¡Oh, sí! Más veces de las que crees, pero ni en sueños se me ocurrió que otro pudiese haber pensado lo mismo. —Pero sin duda debes de haber sentido que… —Oh, sí, sí… Y tú también… —¡Qué hermoso! ¡Qué extraño…! Sus voces subían y bajaban como el sonido de dos fuentes respondiéndose la una a la otra a través de un jardín sembrado de flores. Al cabo de un tiempo, en tono de dulce apremio, él se volvió hacia ella y le dijo: —Amor, ¿por qué demorarnos aquí? Tenemos toda la eternidad por delante. Bajemos juntos hasta esos hermosos campos y levantemos una casa en alguna de esas colinas azules que se que alzan sobre el reluciente río. Mientras el hombre hablaba, ella retiró instintivamente la mano que minutos antes había dejado abandonada en la suya, y él pudo advertir que una nube atravesaba el resplandor de su alma. —¿Una casa? —repitió ella en voz queda—. ¿Una casa en la que vivir los dos juntos durante toda la eternidad? —¿Por qué no, amor? ¿Acaso no soy el alma que la tuya ha estado buscando? —Sssí… sí, lo sé… Pero, ya sabes, una casa no me parecería mi casa a no ser que… —¿A no ser que…? —repitió él con un deje de asombro. Ella se abstuvo de responder, pero mentalmente, en un arrebato de arbitraria sinrazón, concluyó para sí misma: «A no ser que cerrases la puerta de un portazo y llevases botas que chasqueasen al andar». Pero él la había tomado nuevamente de la mano y, avanzando de modo apenas perceptible, la iba conduciendo hacia la refulgente escalinata que descendía hasta el valle. —Vamos, ¡ay, alma de mi alma! —le imploraba él apasionadamente—. ¿Para qué perder un solo instante? Seguro que, al igual que yo, sientes que incluso la eternidad resulta corta para esta dicha nuestra. Ya me parece ver nuestro hogar. ¿Y acaso no lo he visto siempre en mis sueños? Es todo blanco, ¿no es verdad, amor?, con columnas suaves al tacto y una cornisa con relieves recortándose contra el azul del cielo. Rodean la casa arboledas de laurel y adelfas, así como macizos de rosas, pero desde la terraza por la que solemos pasear al caer la tarde la vista también alcanza a divisar bosques y frescos prados a través de los cuales, casi sepultado bajo primitivas frondas, un arroyo sigue su delicado curso en busca del río. Dentro de casa nuestros cuadros favoritos cuelgan de las paredes y los libros se alinean en los estantes de las habitaciones. Fíjate, querida, por fin tendremos tiempo de leerlos todos. ¿Por cuál empezaremos? Vamos, ayúdame a elegir. ¿Será Fausto, La vida nueva, La tempestad, Los caprichos de Mariana o el trigésimo primer canto del Paraíso, o tal vez el Epipsychidion o el Lycidas? Dime, querida, ¿cuál? No había terminado de hablar cuando advirtió la sonrisa de ella vibrando ilusionada en sus labios. Sin embargo, se le borró al instante, justo antes del silencio que se produjo a continuación. Permaneció inmóvil, remisa a la invitación de la mano que él le tendía. —¿Qué ocurre? —preguntó él en tono de súplica—. Aguarda un instante —dijo ella con una extraña vacilación en la voz—. Antes necesito saber, ¿estás completamente seguro de ti mismo? ¿No hay nadie en el mundo a quien recuerdes algunas veces? —No desde el momento en que te vi —repuso él. Porque, para ser un hombre, era verdad que se había olvidado por completo. Con todo, ella seguía sin moverse, y él vio oscurecerse la sombra que se abatía sobre su alma. —Seguramente, amor —le reprochó él—, no es eso lo que de verdad te inquieta. Por lo que a mí respecta, ya he surcado el Lete. El pasado se ha desvanecido como una nube sobre la luna. No fue vida lo que tuve hasta encontrarte. Ella no respondió a sus ruegos, pero, al cabo de unos minutos, incorporándose con visible esfuerzo, se apartó de él y se acercó al Espíritu de la Vida, que todavía aguardaba junto al umbral. —Quiero hacerte una pregunta —dijo ella, preocupada. —Pregunta —respondió el Espíritu. —Hace un rato —empezó a decir lentamente— me dijiste que cualquier alma que no hubiese encontrado su alma gemela en la tierra está llamada a hallar una aquí. —¿Y no has encontrado ninguna? —preguntó el Espíritu. —Sí, pero ¿le ocurrirá lo mismo al alma de mi esposo? —No —contestó el Espíritu de la Vida—, porque tu esposo creyó haber encontrado en ti su alma gemela en la tierra. Y la eternidad carece de remedios para tales alucinaciones. A ella se le escapó un pequeño grito. ¿De decepción o de triunfo? —Entonces… ¿qué le pasará a él cuando llegue aquí? —No sabría decírtelo. No cabe duda de que hallará cierto campo de acción y de felicidad, en justa proporción a su capacidad para ser activo y feliz. Ella le interrumpió espetándole casi al borde de la cólera: —Nunca será feliz sin mí. —No estés tan segura de eso —contestó el Espíritu. Como ella pareció hacer caso omiso, el Espíritu añadió: —Tu marido no va a comprenderte aquí arriba mejor de lo que lo hizo en la tierra. —No importa —dijo ella—. Yo seguiré siendo la única damnificada, puesto que él siempre pensó que me comprendía. —Sus botas chasquearán igual que antes… —Eso no me importa. —Y dará portazos al salir… —Seguramente. —Y seguirá leyendo populares novelas de tren. Ella le atajó con vehemencia: —Bueno, muchos hombres hacen cosas peores. —Pero acabas de decir —insistió el Espíritu— que no le amabas. —Cierto —repuso ella sin vacilación. Pero ¿no te das cuenta de que no podría sentirme en casa sin él? Todo esto está muy bien para una o dos semanas… ¡pero para la eternidad! Al fin y al cabo los chasquidos de sus botas no me molestaban tanto, salvo cuando tenía jaquecas, y supongo que aquí no las tendré. Y además él se arrepentía enormemente cada vez que daba un portazo… Sólo que era incapaz de acordarse de no hacerlo. Por otra parte, ninguna otra persona sabría cuidar de él como yo… Es un ser tan desvalido… Nadie rellenaría nunca su tintero, se quedaría sin sellos de repente y sin tarjetas de visita. Nunca se acordaría de reforzar el paraguas o de preguntar el precio de algo antes de comprarlo. Vamos, ni siquiera sabría qué novelas leer. Siempre era yo quien tenía que escoger las que le gustaban, ésas con crímenes, falsificaciones y algún detective infalible. Se volvió abruptamente hacia su alma gemela, que permanecía escuchando con cara de estupor y consternación. —¿No entiendes que de ninguna manera me puedo ir contigo? —Pero ¿qué piensas hacer? —preguntó el Espíritu de la Vida. —¿Que qué es lo que pienso hacer? —repitió ella indignada—. Pues obviamente me dispongo a esperar a mi marido. Si él hubiese llegado primero, me habría esperado durante años, y le partiría el corazón no encontrarme aquí cuando llegase. —Señaló con desdén la mágica visión de la colina y el valle en las estribaciones de las translúcidas montañas—: Le importaría un rábano todo eso —añadió— si no me encontrase a mí aquí. —Pero ten en cuenta —le advirtió el Espíritu— que ahora estás eligiendo para la eternidad. Es un momento solemne. —¡Eligiendo! —dijo ella con una media sonrisa triste—. ¿Aquí arriba todavía sigue vigente esa vieja falacia sobre la elección? Pensaba que precisamente tú sabrías a qué atenerte al respecto. ¿Qué puedo hacer? Él esperará encontrarme aquí cuando venga y jamás te creería si le dijeses que me he marchado con otra persona… Nunca, jamás. —Sea pues —dijo el Espíritu—. Aquí, como en la tierra, uno tiene que elegir por sí mismo. Ella se volvió hacia su alma gemela y le miró con afecto, casi con añoranza. —Lo siento —dijo—. Me habría gustado volver a hablar contigo, pero sé que lo entenderás, y me atrevo a asegurar que encontrarás a alguien mucho más inteligente… Y sin demorarse para escuchar su respuesta le dedicó un apresurado gesto de despedida y se volvió hacia el umbral. —¿Llegará pronto mi marido? —le preguntó al Espíritu de la Vida. —Eso no estás llamada a saberlo —replicó el Espíritu. —No importa —dijo ella alegremente—. Tengo toda la eternidad para esperar. Y sola, sentada en el umbral, aún espera escuchar, de un momento a otro, el chasquido de sus botas. *FIN*
Wharton, Edith
Estados Unidos
1862-1937
Un viaje
Cuento
1 De pie junto a la chimenea del salón, Waythorn esperaba a que su esposa bajase a cenar. Era la primera noche que ambos pasaban en casa de él, y le embargaba un inusitado nerviosismo juvenil. No es que fuese mayor (las gafas le añadían poco más de los treinta y cinco años que admitía tener su esposa), pero a él le gustaba pensar que ya había alcanzado la edad de la madurez. Ahí estaba, sin embargo, aguardando el sonido de los pasos de ella, emocionado por lo que presagiaban. Las guirnaldas nupciales que adornaban las jambas de la puerta habían avivado en su interior un rescoldo de sentimentalismo que quedó flotando en el aire, y que le hacía gozar doblemente de la acogedora estancia en la que se encontraba y de la grata cena dispuesta en la contigua. La enfermedad de Lily Haskett, hija del primer matrimonio de la señora Waythorn, había provocado el precipitado regreso de la pareja de su luna de miel. La pequeña había sido trasladada a casa de Waythorn por expreso deseo de éste el mismo día de la boda de su madre. Nada más llegar, el doctor les confirmó que se trataba de fiebre tifoidea, si bien declaró que los síntomas parecían favorables. Lily había cumplido doce años de salud impecable, por lo que el caso prometía ser benigno. También la enfermera les habló en términos tranquilizadores, de manera que, tras la alarma inicial, la señora Waythorn se adaptó a la situación. Aunque adoraba a Lily (tal vez había sido dicho fervor lo que más había atraído a Waythorn), era dueña de sus emociones, virtud que había heredado su hija y que la alejaba del prototipo de mujer que malgasta pañuelos en preocupaciones estériles. Así pues, Waythorn se disponía a verla aparecer de un momento a otro, con un ligero retraso debido a una visita de última hora a Lily, pero tan serena y comedida como si hubiese depositado su beso de buenas noches sobre la frente de la salud personificada. Su entereza constituía un alivio que contrarrestaba la contumaz suspicacia de Waythorn. Al imaginarla inclinada sobre la cama de la niña, pensaba en lo reconfortante que habría de resultar su presencia durante períodos de enfermedad: el mero rumor de sus pasos debía de ser como un presagio de curación. La vida de Waythorn había sido gris, más debido a su carácter que a las circunstancias, y ella le había atraído precisamente por aquella innata alegría que la mantenía jovial y activa a una edad en que la mayor parte de actividades femeninas se tornaban apáticas o febriles. Sabía lo que se decía de ella, porque, aunque gozaba de simpatías, siempre había persistido un vago trasfondo de detracción. Cuando, nueve o diez años antes, había irrumpido en Nueva York como la preciosa señorita Haskett desenterrada por Gus Varick de no se sabía dónde (¿de Pittsburg o de Utica?), la sociedad, al tiempo que se apresuraba a aceptarla, se reservó el derecho a recelar de su propia indulgencia. Las pesquisas, sin embargo, establecieron sin ningún género de dudas su relación con cierta familia socialmente imperante, y justificaron su reciente divorcio como el resultado natural de una boda a los diecisiete con fuga incluida. Y puesto que nada se sabía del señor Haskett, era fácil formarse una mala opinión de él. El segundo matrimonio de Alice Haskett con Gus Varick constituyó para ella el pasaporte a la élite cuya aceptación anhelaba y, durante algunos años, los Varick fueron la pareja más popular de la ciudad. Por desgracia, la unión resultó breve y tormentosa y, en esta ocasión, el marido también contaba con un buen número de partidarios. Pese a todo, incluso los defensores más acérrimos de Varick admitieron que éste no había nacido para el matrimonio. Por su parte, los motivos aducidos por la señora Varick fueron de envergadura suficiente como para superar con éxito la inspección de los tribunales neoyorquinos. Un divorcio en Nueva York equivalía a un diploma de virtud y, en la cuasi viudedad que siguió a aquella segunda separación, la señora Varick adoptó tal aire de santidad que incluso le estuvo permitido desahogar sus penas en los oídos más escrupulosos de la ciudad. No obstante, cuando se supo que iba a casarse con Waythorn, estalló una reacción pasajera. Sus mejores amigas habrían preferido continuar viéndola en ese papel de esposa agraviada que le resultaba tan favorecedor como el tejido de crepé a las pieles sonrosadas. En realidad, había transcurrido un tiempo prudencial, y ni siquiera llegó a insinuarse nunca que Waythorn hubiese suplantado a su predecesor. Pese a ello, la gente movía desaprobadoramente la cabeza en presencia de él, y cierto amigo, a quien Waythorn había confesado que daba aquel paso con los ojos bien abiertos, se vio obligado a replicarle con gravedad oracular: «Sí, y con los oídos bien cerrados». Waythorn se permitía desdeñar aquel tipo de insinuaciones. En jerga de Wall Street: les había «desbancado» a todos en cuanto a progresismo. Sabía que la sociedad no se había adaptado todavía a los efectos del divorcio, y que hasta que no se produjera dicha adaptación cada mujer que ejercitaba la libertad que le concedía la ley debía autojustificarse socialmente. Waythorn tenía gozosa confianza en la habilidad de su mujer para justificarse a sí misma. Sus expectativas se vieron cumplidas y, antes de que tuviese lugar la boda, el círculo de Alice Varick la había respaldado públicamente. Ella lo asumió todo con entereza: la acompañaba la virtud de ir superando obstáculos de los que parecía no ser consciente. Todo lo contrario de Waythorn, el cual rememoraba perplejo cómo en el pasado había llegado a enajenarse por asuntos baladíes. Le embargaba la sensación de haber hallado refugio en una naturaleza más tupida y cálida que la suya, y a dicha satisfacción contribuía ahora el saber que su mujer, una vez atendida Lily en todo lo posible, no sentiría remordimiento maternal por disfrutar con él de una agradable cena. Pero, cuando finalmente se reunió con él, lo que traslucía el adorable semblante de la señora Waythorn no era entusiasmo precisamente. Aunque se había puesto su traje de noche más atractivo, se había olvidado de adoptar la sonrisa a juego, y Waythorn pensó que era la primera vez que detectaba en ella algo parecido a la preocupación. —¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Le pasa algo a Lily? —No. Acabo de estar con ella y todavía duerme. —La señora Waythorn vaciló—. Pero ha ocurrido algo bastante embarazoso. Él la tomó de ambas manos y, al hacerlo, advirtió que arrugaba un papel entre ellas. —¿Y esta carta? —Sí… El señor Haskett ha escrito… Su abogado, quiero decir. A su pesar, Waythorn sintió que se ruborizaba. Soltó las manos de su mujer. —¿Qué dice? —Habla de ver a Lily. Ya sabes, el juez… —Sí, sí —la interrumpió con impaciencia. Nada se sabía de Haskett en Nueva York. Vagamente se daba por hecho que permanecía en la brumosa periferia de la cual había sido rescatada su mujer. Waythorn era de los pocos que estaban al corriente de que había liquidado sus negocios en Utica para seguirla hasta Nueva York y poder así estar cerca de su pequeña. Muchas veces, durante el noviazgo, Waythorn había coincidido con Lily en los escalones de la entrada de su casa, sonrosada ella y risueña, lista «para ver a papá». —Lo siento muchísimo —murmuró la señora Waythorn. Él se puso en pie. —¿Qué quiere? —preguntó. —Quiere verla. Ya sabes que debe pasar un rato con él una vez por semana. —Bueno… No esperará verla ahora, ¿no? —No… Se ha enterado de su enfermedad. Pero espera poder venir aquí. —¿Aquí? La señora Waythorn enrojeció ante la reacción de su esposo. Ambos desviaron las miradas. —Me temo que tiene derecho… Míralo tú mismo… —Ella hizo ademán de ofrecerle la carta. Waythorn se apartó con un aspaviento de rechazo. Se quedó contemplando la habitación sutilmente iluminada que hasta hacía unos instantes irradiaba intimidad nupcial. —Lo siento tanto… —repitió ella—. Si pudiésemos trasladar a Lily… —Eso ni pensarlo —atajó él con vehemencia. —Ya…, claro. Al advertir el temblor de los labios de ella se sintió un palurdo. —Que venga, por supuesto —dijo—. ¿Qué día le toca? —Mañana, me temo. —Muy bien. Envíale una nota por la mañana. El mayordomo entró para anunciar la cena. Waythorn se volvió hacia su esposa. —Vamos… Debes de estar cansada. Es un asunto molesto, pero procura olvidarlo —le dijo tomándole la mano y pasándola por debajo de su brazo. —¡Qué bueno eres, querido! Lo intentaré —le susurró ella. Enseguida se le despejó el semblante, y al mirarle por encima del centro floral, entre las sombras rosáceas de las velas, Waythorn percibió en sus labios una sonrisa incipiente. —¡Qué precioso está todo! —suspiró embelesada. Él se dirigió al mayordomo: —El champán enseguida, por favor. La señora Waythorn está cansada. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos por encima de las copas burbujeantes. La de ella parecía serena y despreocupada, por lo que él dedujo que había seguido su consejo y olvidado el incidente. 2 A la mañana siguiente Waythorn bajó antes de lo habitual. Era improbable que Haskett llegase antes del mediodía, pero le espoleó el instinto de huida. Tenía intención de pasar todo el día fuera, pensaba cenar en el club. Al cerrarse la puerta tras de sí, cayó en la cuenta de que antes de que volviese a abrirla aquel umbral habría acogido a otro hombre con tanto derecho a entrar como él mismo. La idea le desagradó profundamente. Tomó el tren elevado a la hora de los oficinistas y pronto se encontró apretujado entre dos bloques de humanidad colgante. A la altura de la calle octava el hombre que tenía delante se escabulló y otro ocupó su lugar. Al levantar la vista, Waythorn comprobó que se trataba de Gus Varick. Ambos estaban tan cerca que fue imposible ignorar la sonrisa de reconocimiento que afloró a la atractiva y jactanciosa cara de Varick. Y después de todo…, ¿por qué no? Siempre se habían tratado con cordialidad, y Varick se había divorciado antes de que empezaran las atenciones de Waythorn hacia su esposa. Intercambiaron algún comentario sobre la crónica mortificación de los trenes atestados y cuando, milagrosamente, quedó libre un asiento doble a su lado, el instinto de conservación impulsó a Waythorn a ocuparlo, al igual que había hecho Varick. Este último lanzó un profundo suspiro de alivio. —¡Dios! Empezaba a sentirme como una flor machacada. —Se retrepó en el asiento, mirando distraídamente a Waythorn—. Siento que Sellers esté otra vez fuera de combate. —¿Sellers? —repitió Waythorn, sobresaltado al oír el nombre de su socio. Varick pareció sorprenderse. —¿No sabe que está con gota? —No, he estado fuera… Regresé anoche. —Presintiendo la sonrisa del otro, Waythorn se sintió enrojecer. —Oh…, claro, naturalmente. Hace sólo dos días del ataque de Sellers. Me temo que está bastante mal. Muy inoportuno para mí, además, porque me estaba tramitando un asunto importante. —¿Sí? —Waythorn se preguntaba desde cuándo estaría Varick metido en «asuntos importantes». Hasta entonces se había limitado a realizar incursiones en las aguas poco profundas de la especulación, terreno éste en el que no solía involucrarse la oficina de Waythorn. Se le ocurrió entonces que Varick podría estar hablando por hablar, para aliviar el malestar de la proximidad. A Waythorn la tensión se le hacía cada vez más insoportable. A la altura de la calle Cortland divisó a un conocido y, de repente, le dio por pensar en la imagen que él y Varick estarían ofreciendo a quienes estuviesen al tanto de su situación. Se puso en pie de un salto farfullando una excusa. —Espero que encuentre mejor a Sellers —dijo Varick cortésmente. A lo que él replicó con un titubeante: —Si yo puedo serle de alguna utilidad… —Y luego se dejó arrastrar hacia el andén entre el gentío que salía. Una vez en su oficina le confirmaron que, en efecto, Sellers había sufrido un ataque de gota y que probablemente no podría salir de casa en unas semanas. —Siento mucho que haya ocurrido esto, señor Waythorn —dijo el encargado con afables intenciones—. Al señor Sellers le sabía muy mal la idea de darle tanto trabajo extra precisamente ahora. —¡Oh, no tiene importancia! —se apresuró a decir Waythorn. En su interior agradecía la presión de trabajo adicional. Pensó que cuando acabara la ardua jornada y, camino a casa, le haría una visita a su socio. Como se le hizo tarde para almorzar, entró en el restaurante más próximo en lugar de dirigirse al club. El local estaba abarrotado y el camarero le apremió hacia la zona del fondo para que ocupara la única mesa disponible. Al principio, entre la nube de humo de tabaco, Waythorn no distinguía a sus vecinos de mesa, pero pronto, mirando a su alrededor, divisó a Varick sentado a escasos metros. En esta ocasión, por fortuna, había demasiada distancia entre ellos para entablar conversación. Podría ser que Varick, que miraba hacia otra parte, ni siquiera le hubiese visto. No obstante, no dejaba de resultar paradójica aquella recurrente cercanía de ambos. Se comentaba que a Varick le gustaba la buena vida, y, mientras Waythorn despachaba su almuerzo a toda prisa, vigilaba de soslayo, y casi con envidia, la parsimonia con que el otro degustaba el suyo. Cuando reparó en él se encontraba ensimismado ante un trozo de Camembert en su punto óptimo de fundición y ahora, una vez retirado el queso, se estaba sirviendo un café doble de una pequeña cafetera de barro. Su perfil rubicundo se inclinaba sobre la tarea: lo vertía con lentitud, sujetando con una mano blanca y enjoyada la tapa de la cafetera. A continuación alargó la mano hacia la botella de coñac que tenía junto al codo, llenó un vaso de licor, dio un sorbo tentativo y vertió el brandy en su taza de café. Waythorn le observaba con algo parecido a la fascinación. ¿En qué estaría pensando? ¿Tan sólo en el sabor del café y del licor? ¿Es que el encuentro de la mañana había dejado tan poca secuela en sus pensamientos como en su fisonomía? ¿Estaba ya su esposa tan borrada de la vida de Varick como para que el encuentro con su actual marido, a una semana de la boda, sólo fuese un incidente más en su jornada? Y mientras Waythorn elucubraba le asaltó otra idea: ¿alguna vez se habría encontrado Haskett con Varick de la misma forma que se habían encontrado Varick y él? Pensar en Haskett le soliviantó. Se levantó y abandonó el restaurante dando un rodeo para rehuir la plácida ironía del saludo de Varick. Eran más de las siete cuando Waythorn llegó a casa. Le pareció que el criado que le abrió la puerta le miraba de modo extraño. —¿Cómo se encuentra la señorita Lily? —le preguntó con brusquedad. —Muy bien, señor. Un caballero… —Dígale a Barlow que retrase la cena media hora —e interrumpió Waythorn lanzándose escaleras arriba. Fue directo a su habitación y se cambió antes de ver a su mujer. Cuando llegó al salón ella ya estaba allí, relajada y radiante. Lily había pasado bien el día, el doctor no tendría que acudir aquella noche. Durante la cena, Waythorn le habló de la enfermedad de Sellers y de sus consecuencias. Ella escuchó con interés, aconsejándole que no se dejara sobrecargar de trabajo y haciendo preguntas, típicamente femeninas, sobre su rutina laboral. Seguidamente le refirió la jornada de Lily. Le trasladó las palabras textuales de médico y enfermera, y le informó de quiénes se habían interesado por la salud de la niña. Nunca la había visto él tan sosegada y apacible. Con algo de remordimiento, reparó en lo feliz que se la veía cuando estaba con él; tan feliz que revivir los triviales acontecimientos del día le producía un regocijo infantil. Tras la cena se dirigieron a la biblioteca. El criado depositó el café y los licores en una mesita auxiliar delante de ella y se marchó. Se la veía singularmente delicada y aniñada con aquel vestido rosa pálido que destacaba contra uno de los sillones de soltero tapizado en piel oscura. Un día antes aquel contraste habría complacido a Waythorn. Se giró, sin embargo, eligiendo un puro con afectada concentración. —¿Vino Haskett? —le preguntó vuelto de espaldas. —Oh, sí… Ha venido. —No le habrás visto, naturalmente. Ella vaciló un instante: —Hice que le atendiese la enfermera. Eso fue todo. No había nada más que preguntar. Se volvió súbitamente hacia ella, acercando una cerilla a su cigarro. Bueno, al menos durante una semana la cuestión estaba zanjada. Procuraría no pensar demasiado en ello. Algo más arrebolada de lo habitual, alzó la vista hacia él, con una sonrisa en la mirada. —¿Quieres ya el café, querido? Apoyado sobre la chimenea, observó cómo ella levantaba la tapa de la cafetera. La luz de la lámpara centelleaba sobre sus pulseras, haciendo brillar su pelo sedoso. ¡Qué frágil y delicada era y con qué naturalidad se acompasaban sus gestos! Parecía una criatura toda hecha de armonías. A medida que se desvanecía el recuerdo de Haskett, Waythorn volvía a sucumbir al deleite de la posesión. Le pertenecían a él aquellas manos blancas y sus revoloteos de mariposa, el delicado lustre de su pelo, los labios y los ojos… Ella soltó la cafetera, después alcanzó la botella de coñac y, usando como medida un vasito de licor, lo vertió sobre la taza de él. De repente, Waythorn lanzó una exclamación. —¿Qué ocurre? —preguntó ella sobresaltada. —Nada, es que no tomo coñac con el café. —¡Oh, qué boba soy! —se lamentó ella, consternada. Sus ojos se encontraron y ella se ruborizó embargada por una repentina vergüenza. 3 Diez días después, Sellers, todavía confinado en casa, le pidió a Waythorn que pasara a verle de camino al centro. El veterano socio, con el pie vendado y colocado en alto junto al fuego, recibió a su colega con aire de sentirse cohibido por algo. —Lo siento, querido amigo, pero tengo que pedirte que hagas por mí algo un poco embarazoso. Waythorn aguardaba, y el otro, tras una pausa aparentemente destinada a reorganizar sus frases, prosiguió: —Es que, justo cuando me quedé fuera de combate con lo del pie, acababa de embarcarme en un asunto bastante complicado con… Gus Varick. —¿Y? —dijo Waythorn intentando evitarle la tensión. —Bueno, la cuestión es la siguiente: Varick vino a verme el día anterior a mi ataque. Alguien con información de primera mano debió de darle un soplo que le hizo ganar cien mil dólares. Vino para asesorarse y yo le aconsejé que invirtiera en Vanderlyn. —¡Vaya! —exclamó Waythorn vislumbrando en una fracción de segundo lo que había sucedido. La inversión era interesante, pero requería cierta negociación. Escuchó atentamente mientras Sellers le exponía el caso y, cuando éste concluyó, preguntó—: ¿Crees que yo debería quedar con Varick? —Me temo que yo no estoy en condiciones de hacerlo aún. El médico ha sido tajante. Y esto no puede esperar. Odio tener que pedirte esto, pero nadie más en la oficina conoce a fondo el tema. Waythorn guardó silencio. Le importaba un rábano que Varick saliese airoso de su aventura, pero tenía que considerar el buen nombre de la oficina y, por otra parte, se sentía obligado con su socio. —De acuerdo —dijo—. Lo haré. Esa tarde, tras haber sido citado por teléfono, Varick acudió a la oficina. Waythorn, que esperaba en su despacho privado, se preguntaba qué pensarían los demás. Los días previos a que la señora Waythorn contrajera matrimonio los periódicos habían proporcionado a sus lectores exhaustivos detalles sobre sus anteriores incursiones conyugales, y Waythorn imaginaba a los empleados sonriendo a espaldas de Varick mientras le invitaban a pasar. Varick se condujo de forma admirable. Se comportó de modo natural sin parecer indecoroso, y Waythorn fue consciente de que él mismo no estuvo ni mucho menos a su altura. Varick no tenía experiencia en los negocios, por lo que la charla se prolongó durante casi una hora en el transcurso de la cual Waythorn le explicó con escrupulosa precisión los detalles de la transacción que le proponían. —Le estoy profundamente agradecido —dijo Varick incorporándose—. La verdad es que no estoy acostumbrado a tener una cantidad importante de dinero de la que preocuparme y no quiero hacer el tonto… —Sonrió, y Waythorn no pudo dejar de reconocer que había algo grato en su sonrisa—. Se me hace increíblemente raro tener dinero suficiente para pagar facturas. ¡Hace cuatro años habría vendido mi alma por ello! La alusión suscitó una mueca de contrariedad en Waythorn. Le había llegado el rumor de que la falta de fondos había sido una de las causas determinantes en la separación de Varick, pero no pensó que sus palabras hubiesen sido malintencionadas. Más probable parecía que el deseo de eludir temas espinosos le hubiese precipitado fatídicamente hacia uno. Waythorn no quiso parecer menos cortés: —Bueno, haremos por usted todo lo que podamos —dijo—. Creo que este negocio en el que se ha metido puede resultar interesante. —¡Oh, estoy seguro de que saldrá de maravilla! Ha sido tremendamente amable por su parte… —Varick se interrumpió, indeciso—. Supongo que el asunto está zanjado, pero si… —Si sucede algo antes de que Sellers se haya incorporado, volveremos a vernos —dijo Waythorn con calma. Le complacía ser él, finalmente, quien diese muestras de mayor aplomo. La enfermedad de Lily proseguía su curso sin complicaciones y, según pasaban los días, Waythorn se iba acostumbrando a la visita semanal de Haskett. La primera vez se había ausentado hasta bien tarde, interrogando a su mujer a su regreso acerca de la visita. Ella le había respondido sin vacilar que Haskett sólo se había entrevistado abajo con la enfermera, puesto que el médico no admitía a nadie en la habitación de la niña hasta que la crisis hubiese remitido. La semana siguiente, Waythorn también se había preparado para el día de la visita de Haskett, pero para cuando regresó a casa a la hora de la cena se había olvidado por completo del tema. Días antes, con un súbito descenso de la fiebre, había concluido el período crítico de la enfermedad, confirmándose que la niña estaba fuera de peligro. En medio del alborozo general, a Waythorn no se le ocurrió volver a pensar en Haskett, de manera que una tarde, tras entrar en la casa con su propia llave, se dirigió directamente a la biblioteca sin reparar en el ajado sombrero ni en el paraguas que se encontraban en el vestíbulo. Ya en la biblioteca descubrió a un hombrecillo de aspecto insignificante, con barba gris y rala, sentado al filo de una silla. El desconocido bien podría ser un afinador de pianos, o cualquiera de esas personas misteriosamente eficaces a quienes se avisa con urgencia para arreglar cualquier minucia de los aparatos domésticos. Al advertir la presencia de Waythorn, parpadeó nerviosamente a través de sus gafas de montura dorada y dijo en tono apenas audible: —El señor Waythorn, supongo… Soy el padre de Lily. Waythorn se sonrojó. —Oh… —farfulló incómodo. A su pesar, lamentando parecer grosero, enmudeció. En su interior intentaba conciliar al Haskett de carne y hueso con la imagen proyectada por los recuerdos de su mujer. A Waythorn siempre le habían hecho creer que el primer marido de Alice era un desalmado. —Siento molestar —dijo Haskett con cortesía de tendero. —No, en absoluto —respondió Waythorn recuperando la compostura—. Supongo que ya habrán avisado a la enfermera… —Eso creo. No me importa esperar —dijo Haskett. Hablaba de forma resignada, como si la vida ya le hubiese arrebatado toda su capacidad de resistencia. Waythorn permanecía plantado bajo el umbral, quitándose atribuladamente los guantes. —Lamento que le hayan hecho esperar. Enseguida llamo a la enfermera —dijo y, al tiempo que abría la puerta, añadió haciendo un esfuerzo—: Me alegro de que podamos darle informes favorables de Lily. El «podamos» le provocó un ligero espasmo que Haskett pareció no advertir. —Gracias, señor Waythorn. Para mí han sido unos días de intensa preocupación. —Sí, bueno, ya pasó. Pronto podrá volver a estar con la niña. —Waythorn se excusó con una inclinación de cabeza y salió. Ya en su habitación, se sentó profiriendo un gemido. Odiaba aquella susceptibilidad suya, propia de mujeres, que le hacía tan vulnerable a las grotescas casualidades de la vida. Cuando se casó, sabía que los dos maridos anteriores de su mujer aún vivían y que, en la multiplicidad de relaciones de la existencia moderna, había mil probabilidades contra una de toparse con uno u otro. No obstante, su breve encuentro con Haskett le había irritado profundamente, como si alguna ley hubiese desatendido su obligación de eliminar los obstáculos que habían propiciado el encuentro. Waythorn se levantó de un brinco y empezó a dar vueltas por la habitación presa de los nervios. No lo había pasado ni la mitad de mal en sus dos encuentros con Varick. Era la presencia de Haskett en su propia casa lo que hacía la situación intolerable. Se detuvo al escuchar pasos en el corredor. —Por aquí, por favor. —Oyó decir a la enfermera. Así que conducían a Haskett hasta arriba… ¡No le estaba vedado ni un rincón de la casa! Waythorn se desplomó en otra silla mirando distraídamente ante sí. Sobre el tocador había una fotografía de Alice, tomada cuando él la conoció. Por entonces todavía era Alice Varick. ¡Qué elegante y distinguida le había parecido! Las que llevaba al cuello eran las perlas de Varick. Se las devolvieron, a instancias de Waythorn, antes del matrimonio. ¿Le habría regalado Haskett alguna baratija? ¿Y qué habría sido de ella?, se preguntaba Waythorn. Reparó de repente en lo poco que sabía de la situación pasada o presente de Haskett. Sin embargo, del aspecto y de la forma de hablar del hombre se discernía con curiosa precisión el contexto del primer matrimonio de Alice. Le desconcertó pensar que ella hubiese podido tener en su pasado una existencia tan distinta a todo cuanto él le había proporcionado. Varick, pese a sus defectos, era un caballero, en el sentido tradicional y convencional del término, justo en el sentido que, por raro que pudiese parecer, más consideración le merecía a Waythorn. Él y Varick tenían los mismos hábitos sociales, hablaban el mismo lenguaje, entendían las mismas alusiones. Pero este otro individuo… Sobre todo, y paradójicamente, le inquietaba que Haskett luciese una corbata raída, de esas que se venden ya confeccionadas, sujeta con un elástico. ¿Por qué un detalle tan ridículo habría de definir a la persona? A Waythorn le exasperaba su propia mezquindad, pero el detalle de la corbata se amplificaba, se superponía a lo demás convirtiéndose en algo así como la llave del pasado de Alice. Podía vislumbrarla en la «salita» tapizada con tejido de felpa, con una pianola y una copia de Ben Hur sobre la mesa de centro. La imaginaba también yendo al teatro con Haskett, quizá incluso a algún acto social de la parroquia, ella con pamela y Haskett con levita oscura, algo arrugada, y con la corbata prefabricada sujeta con elástico. De regreso a casa, se detendrían a mirar los escaparates iluminados, demorándose ante las fotografías de actrices neoyorquinas. Los domingos por la tarde Haskett la llevaría a pasear, empujando ante ellos el cochecito esmaltado en blanco de Lily. Waythorn incluso tuvo una visión de la gente con la que se detendrían a conversar. Podía figurarse lo guapa que estaría Alice, con un vestido copiado con acierto de alguna revista de moda de Nueva York, mirando con desdén a otras mujeres, renegando de su vida, sintiendo en lo más recóndito de su ser que ella pertenecía a un sitio con más clase. Pero, fundamentalmente, prevalecía en Waythorn el estupor por la manera en que ella se había desprendido de la etapa de su existencia que había supuesto su matrimonio con Haskett. Era como si su apariencia completa, cada gesto, cada inflexión, cada alusión, fuese una estudiada negación de aquel período de su vida. Si llegase a negar haber estado casada con Haskett probablemente se debería menos a una mentira que al hecho de haberse olvidado por completo de la remota mujer que había sido la esposa de aquel hombre. Waythorn se incorporó, interrumpiendo el análisis que hacía de los motivos de ella. ¿Qué derecho tenía él a crearse una efigie ficticia y ponerse a juzgarla? De una forma imprecisa, ella se había referido a su matrimonio como infeliz, insinuando con prudente reticencia que Haskett había arruinado sus ilusiones juveniles… Desafortunadamente, la paz mental de Waythorn se había visto alterada por el aspecto inofensivo de Haskett, y por la luz distinta que dicho detalle arrojaba sobre la naturaleza de aquellas ilusiones. Como cualquier otro hombre, también él prefería creer que su esposa había sido vilipendiada por su primer marido a pensar que las cosas habían sucedido a la inversa. 4 —Señor Waythorn, no me gusta la institutriz francesa de Lily. Haskett, sumiso y como haciéndose perdonar, se plantó en la biblioteca delante de Waythorn, dando vueltas en la mano a su gastado sombrero. Waythorn, sorprendido en su sillón con el periódico de la tarde, le devolvió a su visitante una mirada atónita. —Disculpe que haya acudido a verle —continuó Haskett—, pero ésta es mi última visita y pensé que sería preferible hablar con usted antes que escribir al abogado de la señora Waythorn. Waythorn se levantó incómodo. Tampoco a él le gustaba la institutriz francesa, pero eso era irrelevante. —No estoy tan seguro de eso —contestó desabrido—, pero puesto que así lo desea, le daré su mensaje a… mi esposa. —Cuando hablaba con Haskett no podía evitar titubear con el pronombre posesivo. El otro dejó escapar un suspiro: —No creo que sirva de mucho. No se mostró conforme cuando hablé con ella. Waythorn se ruborizó. —¿Cuándo habló con ella? —preguntó. —No he vuelto a hacerlo desde el primer día que vine a ver a Lily… Justo después de que cayera enferma. Entonces le comenté que no me gustaba la institutriz. Waythorn no respondió. Recordaba con claridad que, después de aquella primera visita, le había preguntado a su esposa si había visto a Haskett. En dicha ocasión ella le había mentido, pero en lo sucesivo había respetado sus deseos. El incidente arrojaba una luz inaudita sobre el carácter de su esposa. Estaba convencido de que ella no se habría entrevistado con Haskett aquel día de haber previsto que Waythorn pondría objeciones, pero el hecho de que no lo hubiese previsto le resultaba a éste tan desagradable como descubrir que le había mentido. —No me gusta esa mujer —repetía Haskett con mansa insistencia—. No es adecuada, señor Waythorn… Enseñará a la niña a ser taimada. He notado cierto cambio en Lily… Se muestra demasiado ansiosa por complacer…, y no siempre dice la verdad. Antes era una niña muy sincera. Señor Waythorn… —se interrumpió con la voz ligeramente ronca—, no deseo sino que tenga una educación apropiada —concluyó. Waythorn estaba conmovido. —Lo siento, señor Haskett, pero francamente no veo qué puedo hacer yo. Haskett vaciló. A continuación dejó su sombrero sobre la mesa y avanzó hacia la alfombra extendida junto a la chimenea, donde estaba Waythorn. No había nada agresivo en su actitud, pero tenía la solemnidad de un hombre tímido resuelto sobre un asunto importante. —Hay algo que podría hacer, señor Waythorn —dijo—. Podría recordarle a la señora Waythorn que, por decisión judicial, mi opinión cuenta en lo que respecta a la educación de Lily. —Hizo una pausa y prosiguió en un tono más desaprobador—: No soy de los que tratan de hacer prevalecer sus derechos, señor Waythorn. Le habla alguien que no siempre ha sabido defender los derechos que le correspondían, pero este asunto de la niña es diferente. Ahí nunca he cedido…, y no tengo intención de hacerlo. La escena dejó a Waythorn profundamente agitado. A través de terceras personas, y para su vergüenza, había estado investigando a Haskett. Y todo lo que había averiguado era positivo. Aquel hombre insignificante había vendido su participación en un próspero negocio en Utica, aceptando un modesto puesto de oficinista en una fábrica de Nueva York, para poder estar cerca de su hija. Se hospedaba en una calle humilde y tenía escasas amistades. Su pasión por Lily llenaba su vida. A Waythorn le parecía que espiar a Haskett de aquel modo era como adentrarse a tientas, con una débil linterna, en el pasado de su esposa. Pero ahora caía en la cuenta de que había rincones que su linterna no había alcanzado. Nunca había preguntado sobre las verdaderas circunstancias de la primera ruptura matrimonial de su esposa. Desde fuera todo parecía razonable. Ella obtuvo el divorcio y el juez le concedió la custodia de la niña. Pero Waythorn sabía cuántas ambigüedades podía encubrir un veredicto así. El simple hecho de que Haskett hubiese conservado cierto derecho sobre su hija apuntaba hacia un convenio fuera de lo común. Waythorn era un idealista. Se negaba a aceptar contingencias negativas sin verificarlas por sí mismo, y cuando esto sucedía le parecía que dichas contingencias arrastraban una espectral cadena de consecuencias. Pasó los días siguientes sumido en estas cavilaciones, y decidió hacer frente a los fantasmas conjurándolos en presencia de su mujer. Cuando le comunicó la petición de Haskett un relámpago de cólera cruzó por el semblante de ella, pero lo reprimió al instante, comentando con cierta ofuscación de maternidad ofendida: —Ha sido muy poco considerado por su parte. El calificativo sacó a Waythorn de sus casillas. —No se trata de si ha sido esto o lo otro. Es una simple cuestión de derechos. —Pero si él ni siquiera supone un apoyo importante para Lily… —murmuró ella. Waythorn enrojeció. La respuesta le fastidiaba aún más. —La cuestión es —repitió— qué derechos tiene sobre la niña. Ella bajó la vista, revolviéndose un poco en su asiento. —Estoy dispuesta a verle… Pensé que no estabas de acuerdo —dijo insegura. En un instante comprendió que ella estaba perfectamente al tanto de las exigencias de Haskett. Quizá no fuese la primera vez que se enfrentaba a ellas. —Que yo esté o no de acuerdo no tiene nada que ver —contestó con frialdad—. Si Haskett tiene derecho a que se le consulte, debes consultarle. Ella rompió a llorar y él percibió claramente que esperaba ser tratada como una víctima. Haskett no abusó de sus derechos. A su pesar, Waythorn siempre estuvo convencido de que no lo haría. Pese a todo, la institutriz fue despedida y, de vez en cuando, el hombre pedía entrevistarse con Alice. Ella, tras la reticencia inicial, aceptó la situación con su adaptabilidad habitual. En cierta ocasión Haskett le había recordado a Waythorn a un afinador de pianos y, transcurridos un par de meses, también la señora Waythorn pareció haberle catalogado como tal en el entorno doméstico. Waythorn no podía evitar respetar el tesón paterno de Haskett. En un principio quiso alimentar la sospecha de que tramaba algo, que tenía algún motivo para querer asegurar su presencia en la casa. Pero en su interior Waythorn estaba seguro de la integridad de Haskett. Incluso creía percibir en él un sutil desprecio por las prebendas que pudieran derivarse de su relación con los Waythorn. La honestidad de sus intenciones hacía a Haskett invulnerable, y su sucesor terminó aceptándole como si se tratase de un gravamen sobre su propiedad. Al señor Sellers le enviaron a Europa para reponerse de su gota y los asuntos de Varick recayeron definitivamente en manos de Waythorn. Las negociaciones fueron arduas. Ambos hombres se vieron obligados a entrevistarse con regularidad y los intereses de la empresa impidieron que Waythorn sugiriese a su cliente el traslado de la transacción a otra entidad. Varick se desenvolvió bien en el transcurso de la operación. En momentos de relax surgía su faceta más desinhibida y Waythorn temía su sociabilidad, pero en la oficina se contenía, tenía las ideas claras y mostraba una aduladora deferencia hacia el criterio de Waythorn. Siendo tan cordial su relación profesional habría sido absurdo que ambos se ignorasen en sociedad. La primera vez que se encontraron en una recepción, Varick entabló conversación con él en el mismo tono relajado, y la mirada de gratitud de la anfitriona hizo que Waythorn respondiera en consonancia. Después de aquello, se cruzaron con bastante frecuencia, y cierto día, en un baile, merodeando Waythorn por las habitaciones más apartadas, se encontró a Varick sentado junto a su esposa. Ella se sonrojó un poco e interrumpió lo que estaba diciendo. Varick, sin levantarse, saludó a Waythorn con un gesto de cabeza y éste siguió deambulando por las estancias. En el carruaje, camino a casa, estalló sin poder contenerse: —No sabía que hablabas con Varick. Ella respondió con voz trémula: —Es la primera vez… Estaba casualmente a mi lado. No sabía qué hacer. Es tan embarazoso encontrarse con él en todas partes… Y dijo que tú habías sido muy amable en no sé qué negocio. —Eso es distinto —dijo Waythorn. Ella hizo una breve pausa. —Haré lo que tú digas —contestó conciliadora—. Creí que sería menos incómodo hablar con él cuando coincidiésemos. Su docilidad empezaba a ponerle enfermo. ¿Es que no tenía voluntad propia, ninguna teoría sobre su relación con esos hombres? Había aceptado a Haskett, ¿se proponía aceptar a Varick? Era «menos incómodo», había dicho ella, y su instinto natural era evitar dificultades o vadearlas. Waythorn vislumbró con repentina lucidez cómo se había desarrollado dicho instinto. Ella era tan fácil de llevar como unos zapatos viejos…, unos zapatos que habían calzado demasiados pies. Su elasticidad era el resultado de una tensión sostenida en demasiados frentes. Alice Haskett, Alice Varick, Alice Waythorn… Había sido una cada vez y, adherido a cada nombre, había dejado un poco de su intimidad, un poco de su personalidad, un poco del yo más recóndito, aquél en el que habita el dios desconocido. —Sí… Es mejor hablar con Varick —repuso Waythorn con desgana. 5 Avanzaba el invierno, y la sociedad se beneficiaba de que los Waythorn hubiesen aceptado a Varick. Las consternadas anfitrionas les agradecían que hubiesen superado dicho escollo social, y la señora Waythorn fue ascendida a portentoso modelo de diplomacia. Algunas almas empíricas no pudieron resistir la diversión de favorecer la cercanía de Varick con la que fuera su esposa, y hubo incluso quienes opinaron que él disfrutaba con el contubernio. Sin embargo, la conducta de la señora Waythorn siguió siendo irreprochable. Ni eludía ni buscaba la compañía de Varick. Incluso Waythorn tuvo que admitir que había logrado solventar el problema de aceptación social que venía arrastrando. Waythorn se había casado con ella sin pensar demasiado en el asunto. Había imaginado que una mujer podía desprenderse de su pasado igual que un hombre. Pero ahora se daba cuenta de que Alice continuaba ligada al suyo, tanto por las circunstancias que la abocaban repetidamente a él como por las secuelas que había dejado en su carácter. Waythorn se equiparaba con sombría ironía al accionista de una empresa. Disponía de muchas acciones de la personalidad de su mujer, y sus predecesores eran sus socios. Si la transacción hubiese incluido algún elemento pasional, se habría sentido menos afectado, pero el hecho de que Alice cambiase de marido con la naturalidad con que cambia el tiempo degradaba la situación hasta hacerla parecer vulgar. Él podría haberle perdonado errores, excesos, haberse enfrentado a Haskett, haber sucumbido a Varick, cualquier cosa excepto su aquiescencia y su tacto. Le recordaba a una lanzadora de cuchillos, sólo que sus cuchillos eran romos y ella sabía que nunca iban a cortarle. Y entonces, poco a poco, la costumbre fue creando una membrana protectora sobre la susceptibilidad de Waythorn. Pagando cada día de calma con la calderilla de sus ilusiones, fue aprendiendo a valorar más la placidez y a restar importancia a la moneda. Terminó contrayendo un vínculo indolente con Haskett y Varick, e ironizaba sobre su situación como una especie de venganza barata. Incluso empezó a considerar las ventajas añadidas de dicha situación, a preguntarse si no era preferible poseer la tercera parte de una esposa que sabía hacer feliz a un hombre a disponer al cien por cien de una que no había tenido ocasión de aprender el arte. Porque se trataba de un arte, adquirido, como todos los demás, a fuerza de renuncias, concesiones y simulación, de luces sabiamente orientadas y de sombras difuminadas con habilidad. Su mujer sabía muy bien cómo manipular las luces, y él conocía a la perfección el adiestramiento que había contribuido a su pericia. Incluso jugó a averiguar la procedencia de los favores que ella le dispensaba, a discernir entre las influencias que concurrían en su felicidad doméstica. Descubrió así que la vulgaridad de Haskett era responsable de la fascinación que Alice sentía por la elegancia, mientras que la concepción liberal que Varick tenía del matrimonio la inclinaba a exaltar las virtudes conyugales. Resultaba, al fin y al cabo, que se encontraba claramente en deuda con sus predecesores por aquella entrega de una esposa que hacía de la suya una vida cómoda aunque escasamente estimulante. De aquella fase Waythorn pasó a la de total aceptación. Dejó de ridiculizarse a sí mismo porque el tiempo desvirtuó lo irónico de la situación y el sarcasmo perdió gracia a medida que se evaporaba su veneno. Ni siquiera la visión del sombrero de Haskett en la mesa del recibidor tenía ya resonancias de epigrama. En efecto, se empezó a ver el sombrero más asiduamente por allí, porque todos habían decidido que era preferible que el padre de Lily visitara a la niña a que ésta se desplazara hasta su hospedería. Waythorn, que había accedido a este arreglo, se sorprendía de la escasa trascendencia del cambio de situación. Haskett pasaba inadvertido, y las personas que se cruzaban con él en la escalinata de la entrada desconocían su identidad. Waythorn ignoraba con qué frecuencia vería a Alice, pero con él mismo rara vez tuvo contacto. No obstante, una tarde, nada más llegar, le informaron de que el padre de Lily aguardaba para verle. Encontró a Haskett en la biblioteca, ocupando una silla con su habitual actitud de provisionalidad. A Waythorn siempre le aliviaba que no se reclinase sobre el respaldo. —Espero que me disculpe, señor Waythorn —dijo levantándose—. Quería hablar con la señora Waythorn en relación a Lily, y su sirviente me indicó que esperase aquí a que ella regresara. —Claro, por supuesto —dijo Waythorn recordando que una repentina fuga de agua tenía el salón tomado por los fontaneros desde aquella misma mañana. Abrió su pitillera y se la ofreció al visitante. Haskett aceptó, lo cual parecía inaugurar una nueva etapa en sus relaciones. Era una tarde fría de primavera, y Waythorn incitó a su invitado a acercar su silla al fuego de la chimenea. Pensaba inventar una excusa para alejarse de Haskett lo antes posible, pero estaba cansado y aterido y, después de todo, aquel hombrecillo había dejado de enervarle. Ambos estaban enfrascados en la intimidad del humo de sus cigarros cuando se abrió la puerta y entró Varick. Waythorn se puso en pie de un salto. Era la primera vez que Varick venía a su casa y el impacto de verle, junto a la excepcional inoportunidad de su llegada, volvieron a crispar los nervios que tanto le había costado domeñar. Se quedó mirando al recién llegado sin articular palabra. —¡Querido amigo! —exclamó Varick en su tono más expansivo—. Lamento mucho irrumpir de esta manera pero no llegaba a tiempo de pillarle en el centro y pensé… Se detuvo en seco al advertir la presencia de Haskett, y su color rubicundo se acentuó con un azoramiento intenso que se extendió hasta la raíz de su ralo pelo claro. No obstante, se rehízo enseguida y saludó con un escueto movimiento de cabeza. Haskett devolvió el saludo con una ligera inclinación, y todavía estaba Waythorn intentando recuperar el habla cuando entró el criado con una mesita de té plegable. La intrusión le proporcionó a Waythorn la oportunidad de descargar sus nervios: —¿Para qué demonios trae esto aquí? —preguntó con brusquedad. —Le pido disculpas, señor, pero los fontaneros continúan en el salón, y la señora Waythorn dijo que tomaría el té en la biblioteca. El tono perfectamente respetuoso del criado obligó a Waythorn a adoptar una actitud más comedida. —¡Ah, de acuerdo! —dijo resignado, y el criado procedió a desplegar la mesita de té y a colocar sus minuciosos accesorios. Durante el interminable proceso los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, observando absortos hasta que Waythorn, para romper el silencio, se dirigió a Varick: —¿Le apetece un cigarro? Sacó la pitillera que acababa de ofrecerle a Haskett y Varick cogió uno sonriendo. Waythorn miró alrededor en busca de cerillas y, al no encontrarlas, le ofreció lumbre de su propio cigarro. Haskett, en un rincón, sostenía lo que quedaba del suyo, inspeccionando la punta de vez en cuando, adelantándose justo a tiempo de sacudir las cenizas en el fuego. Una vez se hubo retirado el criado, Varick empezó a decir: —Si pudiese hablar con usted sólo un momento de la inversión… —Por supuesto —balbuceó Waythorn—. En el comedor… Pero tan pronto puso la mano en la puerta esta se abrió desde el lado opuesto y su esposa apareció bajo el umbral. Entró radiante y risueña, con su vestido y sombrero de paseo, dejando tras de sí la fragancia del foulard del que venía desprendiéndose. —¿Tomamos entonces el té aquí, querido? —empezó—. Advirtió entonces la presencia de Varick, y se acentuó su sonrisa, encubriendo el imperceptible temblor que le causaba la sorpresa. —Vaya, ¿qué tal? —dijo evidentemente complacida. Mientras estrechaba la mano de Varick reparó en Haskett, de pie detrás de él. Su sonrisa se esfumó momentáneamente, pero la recuperó al instante, dirigiendo a Waythorn una fugaz mirada de soslayo. —¿Cómo está, señor Haskett? —dijo estrechándole la mano con una cordialidad algo más contenida. Los tres hombres permanecieron de pie ante ella en actitud embarazosa, hasta que Varick, siempre más dueño de sí mismo, se lanzó a dar explicaciones: —Nosotros… Yo tenía que ver un momento a Waythorn para un asunto de negocios —dijo entrecortadamente, colorado como un ladrillo desde la barbilla hasta la nuca. Haskett dio un paso hacia delante con su aire de mansa terquedad: —Siento haber interferido, pero me citó usted a las cinco… —Su mirada sumisa se dirigió hacia el reloj de la chimenea. Ella disolvió la turbación general con un encantador gesto de hospitalidad. —Lo lamento mucho… Siempre me retraso, pero hacía una tarde tan bonita… —Seguía de pie, quitándose los guantes, conciliadora y resuelta, irradiando en torno suyo una normalidad y una familiaridad que disipaban lo que la situación tenía de grotesco. —Pero, antes de hablar de trabajo, seguro que a todos les apetece un té —añadió sonriendo. Se dejó caer en su silla baja junto a la mesita de té, y los dos invitados, alentados por su sonrisa, se acercaron para recibir las tazas que les ofrecían. Ella buscó a Waythorn con la mirada, y este cogió la tercera taza al tiempo que dejaba escapar una carcajada. *FIN*
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Agrimensor Bene Nio
Minicuento
1 —Mi hija Irene —comentó la señora Carstyle haciendo rimar el nombre con « tureen»— no ha gozado de oportunidades sociales, pero si el señor Carstyle hubiese optado… —Se interrumpió para mirar alusivamente el raído sofá que se encontraba frente a la chimenea como si se tratara del propio señor Carstyle. Vibart se alegró de que no fuese el caso. La señora Carstyle era una de esas mujeres que vulgarizan lo elegante. Se refería invariablemente a su marido como «el señor Carstyle», y aunque sólo tenía una hija se cuidaba mucho de designar siempre a la joven por su nombre. Durante el almuerzo se había explayado a gusto sobre la necesidad de una mayor altura de miras en lo relativo a influencias y aspiraciones, alternando la conversación con sus excusas por el cordero reseco y fingiendo sorprenderse de que la criada (desconcertada a su vez) se hubiese olvidado de servir el café y los licores, «como siempre». Vibart casi se arrepentía de haber ido. La señorita Carstyle seguía siendo preciosa, casi tan preciosa como la primera vez que la vio, hacía sólo dos días, enmarcada en el exuberante escenario de una de esas reuniones campestres tan habituales en el mes de junio. Pero las declaraciones y comentarios de su madre devaluaban la belleza de la joven de la misma forma que las señales de tráfico arruinan la armonía de un bosque. La mirada de la señora Carstyle viajaba de manera compulsiva de su hija hasta Vibart, como un taxi vacío en busca de pasajeros. La señorita Carstyle, concluyó el joven, era la clase de chica que resultaba irremediablemente eclipsada por su entorno. ¿O era quizá que la señora Carstyle tenía ese tipo de personalidad que colorea a cuantos se encuentran a su alcance? Sopesando aquella alentadora posibilidad desde su extremo de la mesa, Vibart acabó por convencerse de que, en cualquier caso, la dama había fracasado rotundamente al intentar colorear al señor Carstyle. Sin lugar a dudas, aquello obedecía a que, más bien, había logrado decolorarlo por completo. El señor Carstyle era de por sí bastante incoloro, tanto que resultaría imposible adivinar su tono original. Si de algún modo había llegado a afectarle el carácter de su esposa, había sido negativamente: no se había disculpado por el cordero y, tras el almuerzo, se había retirado sin molestarse en aparentar que aguardaba la llegada del café y de los licores de sobremesa. Por otra parte, sus parcas contribuciones a la conversación mantenida durante el almuerzo no estuvieron orientadas hacia abstractas consideraciones sobre la vida. Mientras le observaba alejarse, con el paso ligeramente escorado y un encorvamiento que sugería el hábito de esquivar misiles, Vibart, que todavía estaba en edad de hacer cábalas, se sorprendió a sí mismo especulando sobre el sentido que podría tener la vida para alguien que a todas luces se había resignado a viajar con el viento a la espalda. Así pues, la referencia de la señora Carstyle a la falta de oportunidades de su hija (alusión hecha mientras Irene buscaba por toda la casa un cigarrillo que no acababa de encontrar) resultó de una exactitud que no se correspondía precisamente con la intención con que se había formulado. —Si el señor Carstyle hubiese querido —repetía aquella señora—, habríamos tenido nuestra casa en la capital (en ningún momento empleó el vulgar sustantivo «ciudad»), e Irene podría haberse codeado con la sociedad que yo frecuentaba a su edad. —Y con un sentido suspiro vino a enfatizar aquel tiempo remoto en el que los jóvenes hacían cola al mediodía con el único propósito de visitarla. Dicho suspiro atrajo la mirada de Vibart, y aquella mirada le llevó a la penosa conclusión de que, a decir verdad, Irene se parecía a su madre. Indiscutiblemente, no era la mustia rama paterna la responsable de la linda floración de la joven: era la señora Carstyle quien había aportado los toques definitivos a aquel lienzo. La señora Carstyle interceptó su mirada y se la apropió con cierta complacencia de beldad suplente. Era consciente de la importancia de su propio aspecto personal para garantizar que Irene llegase a ser una mujer distinguida. —Pero tal vez —continuó la dama retomando el hilo de sus divagaciones— haya oído hablar de la peculiar extravagancia del señor Carstyle. Él ya sabe que así la denomino yo, por decirlo de forma caritativa. —Dirigió una gélida mirada al raído sofá y otra rebosante de indulgencia al joven sentado en una esquina del mismo—. Puede parecerle extraño, señor Vibart, que, teniendo en cuenta que nos conocemos desde hace tan poco tiempo, le haga estas confidencias, pero, no sé por qué, no puedo evitar considerarle ya un amigo. Creo en las simpatías instintivas, ¿usted no? Nunca me han defraudado… —Entornó los párpados durante la fugaz retrospección—. Y, además, siempre le digo al señor Carstyle que en este tema jamás me andaré con tapujos. Soy inexorable en lo que a la verdad se refiere, y considero mi deber hacer saber a mis amigos que nuestro austero estilo de vida es por pura elección…, por elección del señor Carstyle. Cuando me casé con el señor Carstyle lo hice con la esperanza de residir en Nueva York y de disponer de mi propio carruaje. Y la verdad es que no hay ningún motivo para que no lo hagamos… No hay motivo, señor Vibart, para que nuestra hija Irene se haya visto privada de las ventajas intelectuales de los viajes al extranjero. Deseo dejar esto bien claro. Es únicamente por libre decisión de su padre por lo que Irene y yo hemos vivido recluidas en los estrechos límites de la sociedad de Millbrook. No me quejo en lo que a mí respecta. Si el señor Carstyle elige anteponer a los demás a su propia esposa, no le corresponde a esta lamentarse. Puede incluso que su punto de vista sea noble…, quijotesco. No me permito opinar sobre eso, aunque otros consideran que sacrificar a la propia familia para favorecer a extraños es violar las normas más sagradas de la vida doméstica. Así lo creen mi director espiritual y algunos amigos íntimos. Pero, como suelo decirles a todos ellos, no pido nada para mí. En lo que concierne a mi hija Irene el asunto es diferente… Fue un alivio para Vibart que en aquel preciso instante la reaparición de Irene interrumpiera la perorata de deber moral de la señora Carstyle. Irene había sido incapaz de encontrar un cigarrillo para el señor Vibart, y su madre, derrochando boba incongruencia, sugirió que en tal caso sería preferible que la joven le enseñase el jardín. La casa de los Carstyle se ubicaba a escasos metros de la calle adoquinada de Millbrook y su jardín era minúsculo, salvo que, según parecía ser la intención de la señora Carstyle, uno acabase midiéndolo en función de los encantos de su hija. Tan notables eran estos que para cuando Vibart se dio cuenta de las limitaciones de la propiedad de los Carstyle, ya había recorrido media docena de veces, y de arriba abajo, la distancia entre el porche y la cancela. Sólo cuando Irene le acusó de ser un cínico, y tras confesarle que «las chicas» estaban furiosas con ella por haber permitido que él la acaparase tanto tiempo durante la reunión campestre en casa de su tía, reparó el joven en la angostura de su entorno. Con ligera irritación observó también el perfil indiferente del señor Carstyle, inclinado sobre un periódico al otro lado de una de las ventanas inferiores. Para Vibart lo normal habría sido que, mientras simulaba leer la prensa, el señor Carstyle hubiese contado el número de veces que su hija recorría con su acompañante el trayecto comprendido entre los setos de lilas. Por algún motivo difícil de precisar, le contrariaba más la desentendida vigilancia del señor Carstyle que la deliberada desaparición de la señora Carstyle. Para quien trata de agasajar a una chica atractiva la proximidad de un espectador neutral resulta a veces más desconcertante que la más flagrante connivencia. Y algo en la expresión del señor Carstyle delataba su cándida impasividad ante el ir y venir de Irene. Cuando la cancela se hubo cerrado por fin tras Vibart, éste fue consciente de que su curiosidad por los Carstyle había desplazado su epicentro de la hija al padre. Acostumbrado como estaba a sorpresas emocionales de esta índole, había adquirido la habilidad de sacar partido de lo que pudiese surgir de ellas. 2 Los Carstyle pertenecían al Millbrook de las fábricas de papel, de los funiculares, de la pavimentación de calzadas, de las obras caritativas y demás actividades sociales que se sucedían a lo largo del año, mientras que la señora Vanee, la tía en cuya casa se alojaba Vibart, constituía un ornamento más de la colonia de veraneantes que desplegaba sus residencias de campo por entre los cerros circundantes. Pese a ello, la señora Vanee no tuvo dificultad alguna para satisfacer la curiosidad que las enigmáticas palabras de la señora Carstyle habían despertado en el joven. La señora Carstyle prefería desahogar su inmoderada franqueza con los tradicionalmente conocidos como «veraneantes»: no iba a tolerar que nadie en un radio de diez kilómetros de Millbrook dispusiera de carruaje sin dejar claro que también ella estaba en situación de poder permitirse uno. La señora Vanee comentó entre suspiros que las reivindicaciones anuales de la señora Carstyle para despejar posibles dudas sobre su estatus social regresaban siempre con la misma puntualidad que los impuestos y el pago de la contribución. —Querido mío, el asunto se reduce a lo siguiente: cuando Andrew Carstyle se casó con ella hace años (sólo Dios sabe por qué lo hizo, siendo él uno de los Carstyle de Albany y ella una de las hijas del viejo diácono Ash, del sur de Millbrook)… Bueno, pues cuando contrajeron matrimonio, él disponía de una pequeña renta, y supongo que la recién casada esperaba establecerse en Nueva York y convertirse en uña y carne de todo el clan Carstyle. Pero ya fuese porque él se avergonzó de ella desde el principio o por cualquier otra razón inexplicable, optó por adquirir una casa en el campo, y allí se asentó de por vida. Durante unos cuantos años vivieron con considerable holgura… Ella disponía de un vestuario bastante elegante y siempre acudía en una victoria a visitar a los veraneantes. Más tarde, cuando la linda Irene tendría unos diez años, la muerte del único hermano del señor Carstyle reveló que se había apropiado de considerables fondos que tenía en fideicomiso. Fue un asunto horrible: desaparecieron más de trescientos mil dólares y, naturalmente, la mayor parte pertenecía a viudas y huérfanos. Tan pronto como los hechos se hicieron públicos, Andrew Carstyle declaró que repondría lo que había sustraído su hermano. Vendió su casa de campo y el carruaje de su mujer y se mudaron a la casita en la que viven ahora. Seguramente los ingresos del señor Carstyle no son tan grandes como le gustaría hacer creer a la señora Carstyle, y pese a que, según tengo entendido, destina cada año una considerable cantidad a satisfacer las deudas de su hermano, imagino que ésta tardará todavía algún tiempo en liquidarse. Para ayudarse un poco abrió un bufete (estudió Derecho en su juventud), pero aunque dicen que es un hombre inteligente, he escuchado que no le sobra el trabajo precisamente. Su carácter hosco y reservado intimida a la gente. Nadie cree en un hombre que no cree en sí mismo, y el señor Carstyle parece estar siempre espiando a través de una rendija de su celo profesional. A la gente no le gusta eso. A su mujer no le gusta. Creo que ella habría accedido a la venta de la casa de campo y del carruaje si él hubiese explicado abiertamente su postura, haciéndole comprender que de ese modo cumplía con su deber. Pero el hecho de que él se hubiese tomado el asunto a la ligera acabó por sacar a su esposa de sus casillas. ¿Qué objeto tiene realizar proezas como si fuese lo más sencillo del mundo? Compadezco a la señora Carstyle. Perdió su casa y su carruaje, y ni siquiera se le permitió ser una heroína. Vibart había estado escuchando con atención. —Me gustaría saber lo que piensa de todo esto la señorita Carstyle —murmuró pensativo. La señora Vanee le miró con una maliciosa sonrisa: —Y a mí me gustaría saber qué piensas tú de la señorita Carstyle —preguntó a su vez. Su respuesta la tranquilizó: —Creo que se parece a su madre —dijo él. —¡Ah! —exclamó su tía en tono jocoso—. En tal caso no me veo obligada a escribirle a tu madre, y además ¡no hay problema en seguir invitando a Irene a todas mis reuniones! La señorita Carstyle constituía un elemento esencial en el marco de las restringidas combinaciones sociales al alcance de una anfitriona de Millbrook. Resultaba muy útil contar con una belleza local durante las prolongadas recepciones de fin de semana, y la atractiva Irene solía ser ofrecida como asidua novedad a los huéspedes de la colonia veraniega víctimas del tedio. Como había recalcado la tía de Vibart, Irene resultaba perfecta hasta que se ponía a flirtear. Y nunca flirteaba antes del tercer día. Con semejante panorama, parecía natural que Vibart frecuentase la compañía de la joven y, sin darse apenas cuenta, se encontró en la anómala situación de pasar por pretendiente de la hija con objeto de congraciarse con el padre. La señorita Carstyle era guapa, Vibart joven, y los días se hacían eternos en la amplia y suntuosa casa de su tía. Pero era más bien el deseo de saber más del señor Carstyle lo que llevaba al joven a compartir tan asiduamente el churruscado cordero de aquel anfitrión. La imaginación de Vibart se conmovía al descubrir que, lejos de viajar con el viento a favor, aquel hombrecillo escorado afrontaba permanentemente un temporal doméstico nada desdeñable. El que el señor Carstyle hubiese querido saldar la deuda de su hermano le parecía al joven una hazaña más o menos comprensible, pero lo que en verdad se le antojaba modelo de un heroísmo sin precedentes era soportar que a dicha cantidad de dinero vinieran a sumarse de manera sistemática e incesante los recurrentes reproches sobre el insuficiente vestuario de Irene o las excusas por parte de la señora Carstyle en relación al cordero. El señor Carstyle era tan inaccesible como cualquier padre americano medio, y llevaba una vida tan ajena a la de las mujeres de su casa que Vibart encontró ciertas dificultades para atraer su atención. Para el señor Carstyle él sólo era uno más de los jovenzuelos de turno que merodeaban por la casa desde que Irene abandonase la escuela, y los esfuerzos de Vibart por desmarcarse de aquel abstracto concepto de pretendiente se veían entorpecidos por la alborozada asunción por parte de la señora Carstyle de que él y no otro era el pretendiente, así como por la naturalidad con que Irene se sentía destinataria de sus visitas. Así las cosas y de un día para otro, Vibart percibió un sutil pero determinante cambio en la actitud de las señoras. Irene, en lugar de andar acusándole de cínico y antipático, y de confesarse incapaz de creer cualquier palabra que él pronunciase, empezó a acoger sus comentarios con la anodina sonrisa que Vibart la había visto adoptar con los varones casados en las veladas en casa de su tía. Por su parte, la señora Carstyle, hablando por encima de la coronilla de Vibart como si se dirigiese a un interlocutor invisible pero claramente compresivo y empático, debatía la conveniencia de que Irene aceptase una invitación para pasar el mes de agosto en Narragansett. Cuando Vibart, en un acceso de audacia, se arrogó los derechos sobre aquel oscuro oráculo manifestando que unas semanas en la costa supondrían un beneficioso cambio para la señorita Carstyle, las señoras le miraron y rompieron a reír. Fue justo entonces cuando, por primera vez, Vibart se sintió observado por el señor Carstyle. Estaban todos reunidos en torno a los restos de un almuerzo que concluyó su repertorio tras el estofado de ternera, lo cual dio pie a que la señora Carstyle volviese a lamentar la ineptitud de la pobre cocinera en cuestión de postres, especialmente cuando recibían invitados. El señor Carstyle, con las manos embutidas en los bolsillos y los enjutos hombros encorvados por el contacto con el respaldo de su silla, permanecía sentado contemplando a su invitado con una sonrisa de inequívoca aprobación. Cuando Vibart interceptó su mirada, dicha sonrisa se desvaneció, y el señor Carstyle, deslizando sus gafas sobre el puente de su fina nariz, se puso a mirar por la ventana como quien trata de disimular a toda costa. Pero Vibart estaba seguro de haberle visto sonreír: se había establecido entre él y su anfitrión una complicidad que el simulado desinterés del señor Carstyle no hacía sino corroborar. Animado por dicho incidente, Vibart se presentó unos días después en la oficina del señor Carstyle. Para no suscitar suspicacia, el joven alegó que iba de parte de su tía para informarse sobre un asunto que la señora Vanee tenía pendiente con la compañía telefónica de Millbrook. Pero en realidad lo que le movía a hacer de intermediario no era sino la esperanza de retomar el contacto con el señor Carstyle en el punto en el que lo había dejado la sonrisa en cuestión. Vibart no se vio defraudado. En una deslucida oficina, con una única ventana que daba a una pared vacía, encontró al señor Carstyle, vestido con un abrigo de alpaca y leyendo a Montaigne. Obviamente, ni se le pasó por la cabeza que Vibart hubiese ido a hablar de negocios y, por la complacencia con que fue recibido, el joven sintió como si le hubiese dado la oportunidad de decir la última palabra en una hipotética disputa conyugal de la que, para variar, el señor Carstyle hubiese salido airoso. Una vez dirimido el tema legal, Vibart centró su atención en Montaigne: ¿conocía el señor Carstyle la colección de ensayos del joven fulano de tal? Había uno sobre Montaigne con un enfoque original, con una curiosa perspectiva. A Vibart le asombró comprobar que el señor Carstyle sabía quién era fulano de tal. Los jóvenes instruidos son muy dados a creer que sus mayores nunca pasaron de Macaulay. No obstante, el señor Carstyle parecía lo bastante familiarizado con la literatura moderna para no tomarla demasiado en serio. Aceptó el ofrecimiento que le hizo Vibart de la colección de fulano de tal, admitiendo que su biblioteca personal no estaba precisamente actualizada. Vibart salió de allí sumido en especulaciones. Regresó al día siguiente con la colección de ensayos. De forma tácita, quedó sobreentendido que podía acercarse cuando quisiera por la oficina para ver al señor Carstyle, cuyos compromisos legales no interferían seriamente con sus intereses literarios. Durante una semana o diez días y siempre en presencia de Vibart, la señora Carstyle continuó dirigiéndose a su confidente ficticio para debatir el tema de la visita de su hija a Narragansett. Una o dos veces dejó caer Irene su insulsa sonrisa para dar a entender ante Vibart que no le importaba si iba o dejaba de ir. La señora Carstyle escogió un momento de têt-à-têt para confesarle que la pobre criatura detestaba la idea de marcharse, y que sólo lo hacía porque su amiga, la señora Higby, no dejaba de insistirle. Naturalmente, de no ser por las excentricidades del señor Carstyle, habrían tenido su propia residencia en la playa (en Newport, probablemente, pues la señora Carstyle prefería el postín de Newport) e Irene no habría tenido que depender de la caridad de sus amistades. Pero, tal como estaban las cosas, debían estar agradecidos por estas pequeñas muestras de generosidad, y verdaderamente la señora Higby era muy amable a su manera y, aun tratándose de Narragansett, gozaba de una buena posición social. Tales confidencias pronto fueron sustituidas por diálogos entre madre e hija llenos de alusiones, cada vez más frecuentes, a los atractivos de Narragansett, a la popularidad de la señora Higby y al encanto de su casa. La señora Carstyle incluso llegó a hacer una referencia de pasada a la posibilidad de que, como siempre, se encontrase allí Hewlett Bain (¿no le había comentado la señora Higby a Irene que él estaría allí?). Dicha observación fue decisiva para hacer partir finalmente a la señorita Carstyle y dejar a Vibart en la grata compañía de su padre. Vibart nunca había sido aficionado a las diversiones veraniegas de Millbrook. El compromiso familiar por el cual se veía forzado a pasar unos meses al año con su tía (la señora Vanee era viuda y sin hijos, y él desempeñaba el sacrificado puesto de sobrino favorito) confería también cierta sensación de obligatoriedad a las triviales ocupaciones con las que rellenaba su tiempo libre. La señora Vanee, pese a que confesaba sentirse sola cuando él se encontraba ausente, estaba demasiado ocupada con notas, telegramas e invitados yendo y viniendo como para otra cosa que no fuese dedicarle una apresurada sonrisa al verle o implorarle que llevase a dar un paseo en calesa a la chica más aburrida de sus reuniones (y, camino de Millbrook, ¿sería tan encantador de pasar un momento por el mercado para preguntar por qué no habían llegado las langostas?). Ni la casa en sí ni los invitados que iban y venían de ella como el público ajetreado de las estaciones de tren proporcionaban un instante de paz a sus pensamientos. Algunas casas resultan cómplices naturales: las paredes, las estanterías de libros, las propias sillas y mesas poseen la cualidad de la empatía. Sin embargo, los interiores de la señora Vanee eran tan impersonales como el escenario de un drama clásico. Tales circunstancias favorecieron un asiduo intercambio de libros entre Vibart y el señor Carstyle. El joven se acercaba casi a diario a la modesta casa de la ciudad donde la señora Carstyle, que ya le recibía con el aire despreocupado de quien lleva los bigudíes puestos, y que a primera vista no era raro que le confundiese con el afinador de pianos, no se molestaba en detenerle cuando se dirigía hacia el despacho de su esposo. 3 En ciertas ocasiones, cuando Vibart se disponía a despedirse, el señor Carstyle se calaba un raído sombrero panamá y acompañaba al joven durante un par de kilómetros en su camino de regreso a casa. La carretera que llevaba hasta la casa de la señora Vanee discurría entre uno de los barrios más apacibles de Millbrook, y el señor Carstyle, caminando a paso tranquilo, con el sombrero echado hacia atrás y arrastrando su bastón tras de sí, parecía complacerse filosóficamente en el aspecto de los cuidados parterres y de los opulentos jardines. Vibart no conseguía nunca que su acompañante prolongara su paseo hasta el salón de la señora Vanee, pero una tarde, cuando las montañas se perfilaban a lo lejos tras los arqueados olmos encendidos por la luz crepuscular, ambos hombres continuaron andando hasta adentrarse en el campo y llegar hasta las hospitalarias columnas de la puerta de la dama en cuestión. Era un día apacible, la calle estaba desierta, y el más mínimo sonido se filtraba nítidamente en el aire. El señor Carstyle se encontraba en mitad de una disquisición sobre Diderot cuando irguió la cabeza y se quedó inmóvil. —¿Qué es eso? —dijo—. Escuche. Vibart se puso a escuchar y percibió un distante rumor de cascos de animal al trote. Al cabo de un momento, una calesa tirada por un par de rocines dobló peligrosamente la esquina. Estaba a unos cuarenta metros de distancia y se dirigía velozmente hacia ellos. El hombre que conducía estaba inclinado hacia delante con los brazos extendidos. Junto a él iba sentada una niña. De repente Vibart vio que el señor Carstyle se ponía de un salto en mitad de la carretera, frente a la calesa. Se quedó allí clavado, con los brazos extendidos y las piernas separadas, en actitud de irreductible resistencia. Casi al mismo tiempo, Vibart advirtió que el conductor de la calesa tenía sus caballos bajo control. —¡No están desbocados! —gritó, saltando a la carretera y agarrando la manga de alpaca del señor Carstyle. Éste miró vagamente en derredor: parecía ido. —¡Vamos, señor! —voceó Vibart tirándole del brazo. La calesa pasó rauda de largo y el señor Carstyle se quedó en medio de la polvareda observando cómo se alejaba. Por fin sacó su pañuelo y se limpió la frente. Estaba lívido, y Vibart vio que le temblaba la mano. —Un aviso justo a tiempo, ¿verdad, señor? Supongo que pensó que se habían desbocado. —Sí —dijo el señor Carstyle con lentitud—, pensé que se habían desbocado. —Desde luego eso pareció en un primer momento. Sentémonos, ¿quiere? Yo también estoy sin resuello. Vibart notó que su amigo apenas podía tenerse en pie. Se sentaron sobre el tronco de un árbol, al pie de la carretera. El señor Carstyle continuaba enjugándose la frente sin decir palabra. Al cabo de un rato se volvió hacia Vibart y le soltó de improviso: —Me he plantado en medio de la carretera, ¿no? Si se hubiese tratado de una estampida, ¿habría podido detenerlos? Vibart lo miró atónito. —Lo habría intentado, sin duda. Si alguien no hubiese podido apartarle a tiempo… El señor Carstyle enderezó sus estrechos hombros. —En cualquier caso, no ha habido vacilación por mi parte, ¿verdad? ¿No…, no pareció que quisiera esquivarlo? —Yo diría que no, señor. Fui yo quien se lo impidió. El señor Carstyle guardó silencio. Había inclinado la cabeza, parecía un anciano. —¡Ha sido otra vez mi maldita suerte! —exclamó de repente en voz alta. Por un momento, Vibart pensó que estaba desvariando, pero el otro levantó la cabeza y siguió hablando con mayor coherencia. —Apuesto a que hace un instante le he parecido bastante ridículo, ¿eh? Tal vez usted se percató desde un principio de que los caballos no venían al galope. Sus ojos son más jóvenes que los míos y, por otra parte, usted no está siempre pendiente de eventuales fugitivos, como lo estoy yo. ¿Sabe que en treinta años no he presenciado ni una estampida? —Es usted afortunado —dijo Vibart todavía desconcertado. —¿Afortunado? Hombre, por Dios, rezo para ver una. No una estampida necesariamente, sino cualquier accidente grave que supusiera un peligro para la vida de la gente. Ocurren accidentes constantemente en todo el mundo, ¿por qué no iba yo a toparme con uno? ¡No habrá sido por no haberlo intentado! Hubo un tiempo en que vigilaba los teatros con la esperanza de detectar incendios… Los incendios en los teatros tienen muchas posibilidades de resultar fatales. Pues, bueno, ¿quiere creerlo? Estuve en el teatro de Brooklyn la noche antes de que saliera ardiendo y salí del antiguo Madison Square Garden media hora antes de que se desplomaran los muros. Y lo mismo me ocurre con los accidentes de la calle… ¡Me los pierdo siempre, no hay vez que no llegue tarde! El año pasado un muchacho resultó arrollado por un funicular en nuestra esquina. Llegué a mi puerta justo en el momento en que le trasladaban en una camilla. Y siempre me pasa lo mismo. Si hubiese sido otro el que hubiera ido caminando por la calzada, esos caballos habrían venido desbocados. Y había una niña en la calesa, demasiado… ¡Era sólo una niña! El señor Carstyle volvió a hundir la cabeza. —Se está preguntando qué significa todo esto —prosiguió tras otra pausa—. Por un momento me he sentido confuso… Debo de haberle parecido un demente. —Su voz se había aclarado, e hizo un esfuerzo por recomponerse—. En fin, una vez me comporté como un maldito cobarde y desde entonces intento vivir con eso. Vibart le miró incrédulo y el señor Carstyle respondió a su mirada con una sonrisa. —¿Por qué le extraña? ¿Acaso me parezco a Hércules? —Levantó una mano pellejuda y su esmirriada muñeca—. No estoy hecho para ese papel, desde luego que no, pero eso da igual. Lo que importa es el alma invicta del hombre y todo eso… En fin, que yo me comporté como un rematado cobarde en cada partícula de mi ser, en cuerpo y alma. Dejó de hablar y miró a uno y otro lado de la carretera. No había nadie a la vista. —Sucedió cuando yo era un jovenzuelo recién salido del instituto. Me encontraba de viaje por el mundo con otro amigo de mi edad y con un hombre mayor, Charles Meriton, que desde entonces ha adquirido una notable reputación. Puede que haya oído hablar de él… —¿Meriton, el arqueólogo? ¿El que hace poco descubrió las ruinas de unas ciudades africanas? —El mismo. Por entonces él era tutor de instituto, y mi padre, que le conocía desde niño y que le tenía en gran estima, le pidió que nos acompañase en nuestro viaje. Ambos, mi amigo Collins y yo, sentíamos una inmensa admiración por Meriton. Era la clase de tipo que despierta el entusiasmo de cualquier muchacho: frío, rápido, impasible… De los que siempre están preparados para entrar en acción. Sus exploraciones le habían llevado a los lugares más peligrosos del mundo y había dado muestras de una combinación extraordinaria de calculadora paciencia y de arrojo. Jamás hablaba de sus hazañas. Nos enterábamos de ellas por casualidad a través de las personas que fuimos conociendo en el viaje. Había estado en todas partes, conocía a todo el mundo y todo el mundo tenía algo emocionante que contar de él. Seguro que esta descripción parece exagerada, tal vez lo sea. No le he visto desde entonces. Pero en aquella época me parecía un tipo formidable, una especie de Ayax de la ciencia. En cualquier caso, era un compañero de viaje insustituible: afable, alegre, con sentido del humor, sin asomo de esa jactancia de estar de vuelta de todo que les resulta tan cargante a los jóvenes. Nos hacía sentir como si para él todo fuese tan nuevo como lo era para nosotros. Jamás truncaba nuestro entusiasmo ni nos aguaba las sorpresas. No había nadie cuya opinión me importase más que la suya: él era el sumun. »De vuelta a casa, Collins enfermó de difteria. Nos encontrábamos en el Mediterráneo, cruzando las Espóradas en una falúa. Mi amigo se sintió mal en Chios. La enfermedad se presentó de repente y el riesgo nos disuadía de llevarle de vuelta a Atenas en la falúa. Nos hospedamos en la posada de Chios, donde el pobre chico estuvo convaleciendo durante semanas. Afortunadamente, en la isla había un médico bastante bueno, e hicimos traer de Atenas a una monja enfermera para que nos ayudase a asistirle. El pobre Collins estaba fatal: a la difteria le siguió una parálisis parcial. El doctor nos aseguró que el peligro había pasado, que paulatinamente recobraría el control de sus miembros. Pero la recuperación sería lenta. También la hermana nos infundía ánimos… Había visto casos igual de severos con anterioridad, y, a decir verdad, él mejoraba un poquito cada día. Meriton y yo nos habíamos turnado con la hermana para cuidarle, pero, tras presentarse la parálisis, no había mucho que pudiésemos hacer y nada impedía que Meriton pudiese dejarnos solos durante un día o dos. Había recibido noticias de Asia Menor sobre el descubrimiento de una interesante tumba en algún lugar del interior. No se había ofrecido a llevarnos consigo porque el viaje no era seguro, pero ahora que estábamos retenidos en Chios no había razón que impidiese que él fuese a echar un vistazo. La expedición no duraría más de tres días, Collins estaba convaleciente y tanto el médico como la enfermera nos aseguraban que no había motivo para inquietarse. Así que, una tarde a la hora del ocaso, Meriton se marchó. Le acompañé y vi cómo embarcaba en la falúa. La perspectiva del peligro me atraía tanto que habría dado lo que fuera por partir con él. »“No dejarás que Collins se quede nunca solo, ¿verdad?”, se volvió a gritarme cuando el barco ya abandonaba la bahía. Recuerdo que aquella recomendación me molestó. »Volví caminando a la posada y me acosté. La enfermera permaneció toda la noche asistiendo a Collins. A la mañana siguiente, la relevé a la hora habitual. Era un día bochornoso, con un extraño cielo plomizo. El aire era sofocante. A mitad del día la enfermera regresó para sustituirme mientras yo iba a comer. De vuelta en la habitación de Collins la enfermera me dijo que iba a salir a tomar un poco el aire. »Me senté junto a la cama de Collins y empecé a refrescarle con el abanico que había estado usando la hermana. El calor le hacía estar inquieto, y le recosté sobre el otro lado de la cama porque él todavía no podía valerse: tenía todo el costado derecho insensible. Al poco tiempo se quedó dormido y yo me acerqué a la ventana y me senté a mirar la plaza que quedaba más abajo, desierta a causa del calor, en la que unos cuantos asnos y sus dueños dormitaban a la sombra del muro del convento de enfrente. Recuerdo haber advertido los caireles azules en los cogotes de los asnos… ¿Alguna vez ha vivido un terremoto? ¿No? Yo tampoco lo había vivido nunca. Es una sensación indescriptible… Hay en el ambiente un presagio de Día del Juicio Final. Todo empezó cuando los burros se despertaron temblando. Me percaté de ello y me pareció raro. Poco después los dueños de los animales se incorporaron de un salto… Advertí el terror en sus caras. A continuación un rugido… Recuerdo haber visto cómo una gran grieta negra resquebrajaba el muro del convento de enfrente…, una grieta en zigzag, como un rayo abriendo un tajo en la madera. Eso pensé en aquel momento también. Entonces empezaron a sonar todas las campanas del lugar… Producían una algarabía pavorosa… Vi gente corriendo por la plaza… Ruidos de derrumbe inundaban el aire. El suelo se hundió ante mí de forma vertiginosa, y luego resurgió lanzándome contra el techo, pero ¿ dónde estaba el techo? ¿Y la puerta? Me dije a mí mismo: “Estamos en una segunda planta, las escaleras tienen el ancho justo para una persona…”. Dirigí una rápida mirada a Collins: estaba en la cama, completamente despierto, los ojos fijos en mí. Eché a correr. Algo me golpeó la cabeza cuando me lancé escaleras abajo…, pero seguí corriendo. Supongo que el golpe me dejó aturdido, porque apenas recuerdo nada hasta que me encontré en un viñedo a más de un kilómetro del pueblo. Me despertó la sangre tibia que corría por mi nariz… Me oía a mí mismo explicándole a Meriton lo que había sucedido exactamente… »Cuando, casi arrastrándome, pude volver al pueblo, me dijeron que todas las casas próximas a la posada estaban derruidas y que una docena de personas había perecido. Ni que decir tiene que entre ellos estaba Collins. Se le había caído el techo encima. El señor Carstyle se secó la frente. Vibart continuaba sentado evitando mirarle. —Dos días después regresó Meriton. Empecé a contarle la historia, pero él me interrumpió. »—Entonces, ¿no había nadie con él en ese momento? ¿Le habíais dejado solo? »—No, no estaba solo. »—¿Quién estaba con él? »—Yo. »—… ¿Tú estabas con él…? »Nunca olvidaré la mirada de Meriton. Creo que intenté explicarme, acusarme, proclamar la agonía de mi alma, pero me di cuenta de que era inútil. Se había cerrado una puerta entre uno y otro. Ninguno de los dos volvió a pronunciar palabra. Fue muy amable conmigo en el camino de regreso a casa: cuidó de mí con un celo maternal mucho más duro de soportar de lo que lo habría sido su flagrante desprecio. Me daba cuenta de que el hombre intentaba de corazón compadecerse de mí, pero no servía de nada… simplemente era incapaz. El señor Carstyle se incorporó despacio, con cierta rigidez. —¿Volvemos a casa? Quizá le estoy retrasando. Caminaron un trecho en silencio. Al rato él retomó la palabra. —Aquel incidente alteró toda mi vida. No debí haberlo permitido, naturalmente…, porque eso es otra forma de cobardía. Pero ya no podía verme a mí mismo de otro modo que no fuese a través de los ojos de Meriton… Una de las peores desgracias de la juventud es la de estar siempre intentando ser otro. Yo había pretendiendo ser un Meriton… Comprendí que lo mejor era volverme a casa y estudiar Derecho… »Sé que es una fantasía pueril, un reducto del primitivo salvaje, si usted quiere, pero desde aquel instante hasta hoy he añorado día y noche la oportunidad de redimirme, de enderezar al hombre que quise ser. Quiero demostrarle a dicho hombre que todo fue un accidente…, una desviación inexplicable de mis instintos naturales, que el haber sido cobarde una vez no significa que uno sea cobarde por naturaleza… Y no puedo, ¡no puedo! De forma imperceptible, el tono del señor Carstyle había pasado de la desazón a la ironía. Había recuperado la objetividad que era consustancial a su carácter. —En resumidas cuentas, soy una rama de olivo perfecta —concluyó con su risa mordaz e indulgente—. Hasta los bebés dejan de llorar cuando me acerco… Arrastro a mi paso una especie de milenio… Me haría rico como agente de la Sociedad para la Paz. Me iré a la tumba sin haber podido convencer a ese otro hombre. Vibart regresó caminando con él hasta Millbrook. En la puerta de su casa se encontraron con la señora Carstyle, sofocada y envuelta en plumas, con un tarjetero en la mano y con las botas llenas de polvo. —No le invito a entrar —le dijo a Vibart en tono de disculpa—, porque esta noche no respondo de la cena. La criada principal dice que se marcha a un baile…, ¡cosa que yo no he hecho en años! Y además sería inhumano pedirle a usted que pase una tarde tan calurosa en nuestra agobiante casita… El aire es mucho más fresco en casa de su tía. Salude de mi parte a la señora Vanee, y dígale cuánto lamento no poder incluirla ya en mi ronda de visitas. Cuando disponía de carruaje veía a toda la gente que quería, pero, ahora que tengo que ir andando, mis posibilidades de alternar en sociedad son más restringidas. De joven no tuve necesidad de hacer mis visitas a pie, y mi médico afirma que caminar es un ejercicio de lo más perjudicial para las personas habituadas a desplazarse en carruaje. —Dirigió a su marido una mirada cargada de rencorosa dulzura—. Afortunadamente —concluyó—, al señor Carstyle caminar le sienta bien. *FIN*
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Capitán Luiso Ferrauto
Minicuento
Acostada en su litera, con la mirada prendida en las sombras que se cernían sobre su cabeza, el apremiante ritmo de las ruedas persistía en su cerebro sumiéndola en círculos cada vez más profundos de desvelada lucidez. El coche cama había sucumbido al silencio nocturno. A través de los húmedos cristales de las ventanas contemplaba las luces fugaces, los largos jirones de presurosa oscuridad. De vez en cuando giraba la cabeza y miraba entre las rendijas de las cortinas de su marido, al otro lado del pasillo… Se preguntó inquieta si necesitaría algo, si podría oírle si él la llamaba. Su voz se había debilitado mucho a lo largo de los últimos meses y le irritaba que ella no lo oyese. Aquella irritabilidad, aquella creciente petulancia infantil, parecía ser la forma de expresión que había adoptado el sutil distanciamiento entre ambos. Seguían estando cerca, como dos rostros que se contemplasen mutuamente a través del panel de un cristal y casi pudieran tocarse. Sin embargo, eran incapaces de escuchar o sentir la presencia del otro: se había roto la conductividad entre ambos. Al menos ella era consciente de tal separación y, en ocasiones, también le parecía verla reflejada en la mirada con la que él compensaba sus menguantes palabras. Indudablemente la culpa era de ella. Su salud era demasiado infranqueable como para que hiciesen mella en su persona las irrelevancias de la enfermedad. La ternura culpable que ella le dispensaba no le impedía percibir la irracionalidad del otro. Tenía la vaga sensación de que había algún propósito en sus irreprimibles tiranías. Lo brusco del cambio la había cogido completamente desprevenida. Hacía apenas un año el pulso de ambos había latido a un vigoroso unísono. Los dos habían sentido una confianza pródiga en un futuro que se les antojaba inagotable. En cambio, ahora sus respectivas energías no marchaban al mismo ritmo: la suya continuaba incitándola hacia el porvenir, vislumbrando territorios de esperanza y de actividad que aún estarían aguardándola, mientras que la de él había quedado rezagada, luchando en vano por alcanzarla. Cuando contrajeron matrimonio, ella tenía muchas cosas sin vivir de las que quería resarcirse. Sus días habían estado tan vacíos como el aula de paredes encaladas en la que se esforzaba por inculcarles datos de escaso provecho a niños remisos a aprender. La llegada de él había interrumpido el marasmo de sus circunstancias, ensanchando el presente hasta convertirlo en recipiente de las más remotas posibilidades. Pero dicho horizonte se había angostado de modo imperceptible. La vida le guardaba rencor; nunca le sería permitido extender las alas. Al principio, los médicos habían dicho que seis semanas de aire cálido bastarían para que él se recuperase del todo, pero, a su regreso, la certidumbre inicial fue matizada por la circunstancia de que también existieran inviernos en los climas secos. Así pues, ambos renunciaron a su bonita casa, almacenaron los regalos de boda y el mobiliario nuevo y se marcharon a Colorado. Ella odió aquel lugar nada más verlo. Nadie la conocía y a nadie le importaba lo más mínimo; no había nadie que se maravillase del buen matrimonio que había hecho, nadie que envidiase sus vestidos nuevos ni las tarjetas de visita que ni ella misma había dejado de admirar aún. Y cada día iba a peor. Se sentía asediada por dificultades demasiado difusas para afrontarlas con su habitual temperamento directo. Todavía quería a su marido, por supuesto, pero gradualmente y de un modo impreciso este había empezado a dejar de ser él. El hombre con el que se había casado era fuerte, activo, delicadamente dominante… El típico varón cuyo mayor placer consiste en despejar el camino de los obstáculos prácticos de la vida. En cambio ahora a ella le había tocado el papel de protectora, era a él a quien había que evitarle cualquier molestia, a él a quien había que prepararle gotas o caldo de ternera aunque se les estuviese cayendo el mundo encima. La rutina de la habitación del enfermo la desconcertaba y aquella puntual administración de medicamentos se le antojaba tan fútil como un incomprensible rito religioso. Pese a todo, no faltaban momentos en los que unos cálidos borbotones de lástima conseguían suprimir el instintivo resentimiento que le inspiraba el estado de su marido, en los que, al acariciarse ambos en medio de la densa atmósfera de la postración del enfermo, todavía hallaba ella en sus ojos a la persona que había sido. Pero tales momentos se habían vuelto cada vez más infrecuentes. En ocasiones su rostro demacrado e inexpresivo como el de un extraño, su voz apagada y ronca, su sonrisa de delgados labios, una mera contracción muscular llegaban incluso a darle miedo. Su mano evitaba el contacto con aquella piel húmeda y suave que había perdido la robustez de la salud y se sorprendía a sí misma observándolo furtivamente como podría haber observado a un animal exótico. La estremecía advertir que aquel era el hombre al que amaba. A ratos tenía la sensación de que contarle a su marido sus propias tribulaciones habría sido la única vía de escape a sus temores. Sin embargo, por lo general se juzgaba a sí misma con mayor indulgencia, diciéndose que tal vez había pasado demasiado tiempo sola con él, que se sentiría de otro modo una vez estuviesen de regreso en casa, rodeada de su fuerte y optimista familia. ¡Qué contenta se había puesto cuando los médicos dieron por fin su consentimiento para que él volviese a casa! Naturalmente, sabía lo que significaba aquella decisión. Ambos lo sabían. Significaba que él iba a morir, pero disfrazaron la verdad con esperanzados eufemismos y en ocasiones, en el alborozo de los preparativos, ella llegaba a olvidar el propósito de aquel viaje e incurría en espontáneas alusiones a cualquier plan concebido para el año siguiente. Por fin llegó el día de la partida. La asaltó un miedo terrible a que nunca consiguieran marcharse, a que de algún modo él le fallase en el último momento, a que los médicos sacaran a relucir alguna de las muchas insidias a las que les tenían acostumbrados. Pero no sucedió nada. Llegaron en coche hasta la estación, instalaron al enfermo en su asiento con una manta sobre las rodillas y ella se apostó junto a la ventana dedicando gestos de despedida sin atisbo de nostalgia a aquellas amistades que nunca llegaron a gustarle. Las primeras veinticuatro horas habían transcurrido bien. Él se había animado un poco e incluso le distrajo contemplar por la ventanilla la humareda que desprendía el vagón. Al segundo día empezó a aburrirse y a mostrar su fastidio ante la pertinaz mirada de indiferencia de la pecosa niña del chicle. Ella se vio en la obligación de explicarle a la madre de la niña que su marido estaba muy enfermo y que había que intentar molestarle lo menos posible, declaración esta que fue recibida por la dama con un resentimiento ostensiblemente compartido por el instinto maternal del vagón entero… Aquella noche el enfermo durmió mal y a la mañana siguiente la fiebre le había subido tanto que no le cupo duda de que se estaba poniendo peor. El día prosiguió con lentitud, marcado por las pequeñas molestias del viaje. Detectaba en las contracciones del extenuado rostro de su marido cada una de las sacudidas y los traqueteos del tren, hasta tal punto que también el cuerpo de ella experimentó agitaciones de empática fatiga. Se daba cuenta de cómo miraban los otros al enfermo, por lo que no dejó de prodigarle atenciones para interponerse entre él y aquellos ojos inquisitivos. La niña pecosa lo rondaba como una mosca. Los caramelos y los libros de fotografías que llegó a ofrecerle no consiguieron ahuyentarla: cruzó una pierna sobre la otra y siguió observando imperturbable a su marido. El mozo del tren se detuvo un momento a su paso y profirió vagas propuestas de ayuda, hostigado seguramente por más de un pasajero filantrópico henchido de aquella sensación de «deberíamos hacer algo». A un nervioso individuo con bonete incluso se le escuchó expresar de forma audible su preocupación sobre el posible efecto que todo aquello podría tener sobre la salud de su esposa. Las horas transcurrían con una cansina falta de actividad. Al atardecer, ella se sentó junto a su marido y él puso su mano sobre las suyas. El roce la sobresaltó. Parecía como si él la estuviese llamando desde muy lejos. Ella lo miró impotente, y la sonrisa de él la traspasó como un espasmo físico. —¿Estás muy cansado? —le preguntó. —No, no demasiado… —Pronto estaremos en casa. —Sí, muy pronto. —A esta ahora mañana… Él asintió con la cabeza y ambos se quedaron callados. Cuando lo hubo acostado y ella misma pudo escabullirse a su propia litera, intentó animarse con la perspectiva de que en menos de veinticuatro horas llegarían a Nueva York. Toda su gente estaría en la estación para recibirla. Imaginaba sus rostros redondos y apacibles despuntando entre la multitud. Tan solo confiaba en que no le comentasen a su marido de forma demasiado ostensible el espléndido aspecto que tenía y lo pronto que se encontraría repuesto del todo. La empatía bastante más sutil que ella había ido desarrollando a raíz de su prolongado contacto con el sufrimiento le hacía detectar cierta rudeza en la textura de la sensibilidad familiar. De repente, le pareció que él la llamaba. Apartó las cortinas y aguzó el oído. No, se trataba únicamente de un hombre roncando al otro extremo del vagón. Sus ronquidos sonaban con una consistencia grasienta, como filtrados a través de sebo. Volvió a recostarse e intentó dormir… ¿No lo había oído moverse? Se espabiló temblando… El silencio la arredraba más que cualquier otro ruido. Pudiera ser que él no consiguiese hacerse oír… Tal vez estuviera llamándola ahora… ¿Qué le hacía pensar tal cosa? Únicamente se trataba de la habitual tendencia de las mentes exhaustas a aferrarse a la opción más intolerable de entre los muchos presentimientos que las asedian. Sacando la cabeza hacia fuera volvió a escuchar, pero fue incapaz de distinguir la respiración de él de la de los otros pares de pulmones que la rodeaban. Deseaba levantarse para ir a verlo, pero sabía que aquel impulso era tan solo una válvula de escape para su desasosiego. La disuadía además el temor a perturbarlo. Sin saber muy bien por qué, la tranquilizaba el movimiento regular de las cortinas del compartimento que él ocupaba. Recordó lo alegremente que él le había deseado buenas noches. La clara imposibilidad de soportar sus temores por más tiempo la llevó a desecharlos mediante un esfuerzo en el que intervino todo su cuerpo exhausto. Se acomodó en su litera y se quedó dormida. De pronto se sentó, rígida, contemplando sin pestañear el amanecer. El tren atravesaba raudo una región de desarboladas lomas apiñadas contra un cielo apagado. Parecía el primer día de la Creación. El aire en el vagón estaba tan cargado que decidió abatir su ventana para que entrase el vientecillo cortante. Miró el reloj: eran las siete, y pronto la gente de alrededor comenzaría a despertarse. Se puso ropa limpia, se arregló un poco el cabello desgreñado y entró en el cuarto de aseo. Una vez se hubo lavado la cara y ajustado el vestido se sintió más animada. Le costaba un enorme esfuerzo no estar contenta por las mañanas. El ardor de sus mejillas contra la toalla áspera le producía placer, y el húmedo cabello en torno a sus sienes se le erizaba obstinadamente hacia arriba. Cada centímetro de su ser rebosaba vida y elasticidad. ¡Y en diez horas estarían en casa! Se dirigió hacia la litera de su marido: era hora de que tomase su vaso de leche de la mañana. La persiana estaba bajada y en la encortinada penumbra tan solo alcanzó a verlo recostado de lado, con la cara vuelta del lado opuesto a ella. Se apoyó un poco en él para levantar la persiana. Al hacerlo rozó una de sus manos. Estaba fría… Se acercó más, poniéndole la mano en el brazo y llamándolo por su nombre. No se movía. Le habló en voz más alta. Le agarró del hombro y lo sacudió con suavidad. Él seguía sin moverse. Volvió a cogerle la mano, que se deslizó inerte de entre las suyas, como algo muerto. ¿Algo muerto? Contuvo el aliento. Tenía que verle la cara. Echó el cuerpo hacia delante, por encima del suyo, y con un movimiento perentorio y crispado, consciente de la asqueada aversión de su carne, puso sus manos sobre los hombros de su marido y lo giró. La cabeza del enfermo cayó hacia atrás dejando ver su rostro pequeño y suave. Sus ojos estaban fijos en ella. Permaneció un buen rato sin moverse, sosteniéndolo de aquella manera. Se miraban el uno al otro. De repente, retrocedió estremecida: casi se apoderó de ella el deseo de gritar, de avisar a alguien, de huir de él. Pero la contuvo una mano firme. ¡Cielo santo! Si llegaba a saberse que había muerto, los harían bajar del tren en la estación siguiente… En un aterrador lapso retrospectivo le vino a la memoria una escena de la que había sido testigo en cierta ocasión en que se encontraba de viaje, cuando un matrimonio cuyo hijo había fallecido en el tren se había visto obligado a apearse sin más en una estación al azar. Los había visto de pie en el andén con el cuerpo del niño entre ambos. Nunca había podido olvidar la mirada de desolación con la que siguieron el movimiento del tren que se alejaba. Y eso mismo iba a sucederle a ella. En el transcurso de una hora podía encontrarse en el andén de alguna estación extraña, sola con el cuerpo de su marido. ¡Cualquier cosa menos eso! Era demasiado espantoso… Empezó a temblar como una criatura acorralada. Mientras estaba allí, presa del pavor, sintió que el tren se movía más lentamente. Iba a suceder después de todo… ¡Se estaban acercando a una estación! Volvió a ver a la pareja inmóvil en aquel andén solitario y, con un gesto brusco, echó de nuevo la persiana para ocultar el rostro de su marido. Mareada, se sentó al borde de la litera sin rozar el cuerpo estirado de él y corrió bien las cortinas, de modo que ambos quedaron encerrados en una especie de penumbra sepulcral. Intentó pensar. Debía ocultar a toda costa el hecho de que él estaba muerto. Pero ¿cómo? Su mente se negaba a actuar, no era capaz de planear nada ni de coordinar. No se le ocurría otra cosa que no fuera permanecer allí sentada, agarrando las cortinas todo el día… Escuchó al mozo hacer su cama. La gente empezaba a moverse por el vagón. La puerta del cuarto de aseo no paraba de abrirse y cerrarse. Intentó incorporarse. Por fin, con un esfuerzo supremo, consiguió ponerse en pie y salir al pasillo del vagón echando las cortinas tras ella. Advirtió que estas se separaban un poco con los movimientos del vagón y las sujetó firmemente con un alfiler que encontró en su vestido. Ahora estaba a salvo. Miró alrededor y divisó al mozo. Le pareció que la observaba. —¿Su marido no se ha despertado todavía? —No… —balbució ella. —Ya tengo lista su leche, para cuando la quiera. Como me dijo que se la tuviese preparada para las siete… Ella asintió con la cabeza y se dirigió hacia su asiento. El tren llegó a Búfalo a las ocho y media. Para entonces los pasajeros estaban ya vestidos y las literas replegadas para el día. El mozo, yendo de arriba abajo con el montón de sábanas y almohadas, la miró fijamente al pasar por su lado. Al cabo de un momento, le dijo: —¿No va a levantarse su marido? Sabe que tenemos instrucciones de recoger las literas lo antes posible. Ella se volvió hacia él, helada de miedo. Justo estaban entrando en la estación. —¡Oh, todavía no! —dijo con voz trémula—. No hasta que se haya tomado la leche. ¿Haría usted el favor de traerla? —De acuerdo. En cuanto arranquemos de nuevo. Cuando el tren se puso otra vez en marcha el hombre reapareció con la leche. Ella la cogió y se quedó sentada contemplándola como ausente durante un rato. Su cerebro se desplazaba con lentitud de una idea a otra, como si fuesen piedras de paso demasiado distantes entre sí enclavadas sobre un arroyo tempestuoso. Al cabo de un rato se percató de que el mozo continuaba mirándola expectante. —¿Quiere que se la dé yo? —sugirió. —¡Oh, no! Todavía está dormido… creo… Esperó hasta que se fue el mozo, luego desprendió el alfiler de las cortinas y se deslizó tras ellas. En la semioscuridad, el rostro de su marido la observaba fijamente como una máscara de mármol con ojos de ágata. Su mirada era terrible. Le colocó la mano encima y le cerró los párpados. De repente se acordó del vaso de leche que sostenía en la otra mano… ¿Qué iba a hacer con él? Pensó en abrir la ventana y arrojarlo al exterior, pero para hacerlo tendría que apoyarse en el cuerpo de él y acercar su cara a la suya. Resolvió tomarse ella la leche. Volvió a su asiento con el vaso vacío y, al cabo de un rato, el mozo vino a recogérselo. —¿Cuándo podré plegarle la cama? —¡Oh!, todavía no, está muy delicado… ¿No puede usted dejar que se quede como está? Los médicos quieren que pase acostado el mayor tiempo posible. El otro se rascó la cabeza: —Bueno, si está realmente tan enfermo… Cogió el vaso vacío y se marchó, explicándoles a los pasajeros que la persona que se encontraba tras las cortinas estaba demasiado enferma como para levantarse tan temprano. Ella se sintió de pronto centro de múltiples miradas de simpatía. Una mujer de aspecto maternal con una solícita sonrisa se sentó a su lado. —¡Cómo lamento enterarme de que su marido está enfermo…! Mi propia familia ha padecido gran cantidad de enfermedades y tal vez pueda serle de ayuda. ¿Podría verlo un momento? —Oh, no, no… Gracias. No se le debe molestar. La dama aceptó con indulgencia la negativa. —Claro, debe ser como usted dice, naturalmente, pero no me da la impresión de que sea usted una persona con demasiada experiencia con la enfermedad, y me habría encantado poder ayudarla. ¿Qué suele hacer cuando su marido se pone así de mal? —Yo… lo dejo dormir. —Tampoco es conveniente que duerma demasiado. ¿No le da ningún medicamento? —Sí… sí. —¿No lo despierta usted para dárselo? —Sí. —¿Cuándo le toca la siguiente dosis? —No hasta dentro… de dos horas. La señora pareció decepcionada. —Bueno, si yo fuese usted intentaría dársela más a menudo. Es lo que hago yo con los míos. Tras aquel comentario le dio la sensación de que una gran cantidad de rostros la presionaba. Los pasajeros se disponían a pasar al vagón comedor, y ella notó que al cruzar por el pasillo observaban con curiosidad las cortinas cerradas. Un hombre de cara larguirucha y ojos saltones se quedó parado delante e intentó que su mirada prominente se colase a través de la separación que quedaba entre los visillos. La niña pecosa, que volvía de desayunar, abordaba a cuantos pasaban por su lado agarrándolos con sus manos pringosas y susurrando por lo bajo: «Está enfermo». En un momento dado apareció el revisor pidiendo los boletos. Ella se encogió en su rincón y se puso a mirar a través de la ventana los raudos árboles y las casas, abstrusos jeroglíficos de un papiro que nunca terminaba de desplegarse. De vez en cuando el tren se detenía y los recién llegados se quedaban mirando por turnos las cortinas cerradas. Le parecía que no paraba de pasar gente… Sus caras empezaban a adoptar formas fantásticas entremezcladas con las imágenes que surgían de su cerebro… Avanzado el día, un hombre grueso apareció entre la bruma de rostros. De su estómago surgían sendos michelines y sus labios eran delicados y pálidos. Cuando logró encajarse en el asiento frente al suyo, ella vio que iba vestido con fino paño negro y que llevaba una corbata blanca llena de manchas. —El marido anda malucho esta mañana, ¿no? —Sí. —Vaya, vaya. Eso es bastante preocupante, ¿verdad? —una sonrisa apostólica dejó al descubierto su dentadura de oro—. Seguro que ya sabe que no existe la enfermedad como tal. Un pensamiento bonito, ¿no es cierto? Incluso la muerte no es otra cosa que una ilusión de nuestros sentidos más básicos. Solo hay que permanecer abierto al influjo del espíritu, dejarse llevar dócilmente por la acción de la fuerza divina, y la enfermedad y la disolución dejarán de existir para uno. Si pudiese usted conseguir que su marido leyese este pequeño panfleto… De nuevo los rostros de cuantos la rodeaban se volvieron indistinguibles. Vagamente creyó haber escuchado a la señora maternal y a la progenitora de la niña pecosa discutiendo sobre las relativas ventajas de probar varias medicinas a la vez o de tomarlas por turnos. La señora maternal sostenía que el sistema competitivo ahorraba tiempo, mientras que la otra argumentaba que de ese modo no podía saberse a qué remedio atribuir la curación. Sus voces no paraban nunca, como boyas de campana resonando tras un banco de niebla. El mozo reaparecía de vez en cuando con preguntas que ella no comprendía, pero que de algún modo debió responder porque el hombre se marchó sin tener que repetírselas. Cada dos horas la señora maternal le recordaba que su marido debía de tomar las gotas. Unos abandonaban el vagón y otros los reemplazaban… La cabeza le daba vueltas y trató de despejarse apresando sus pensamientos a medida que estos desfilaban por su mente, pero se le escapaban como los matorrales al borde del escarpado precipicio por el que le parecía estar despeñándose. De pronto, su cerebro volvió a despejarse y se encontró a sí misma imaginando claramente lo que sucedería una vez el tren llegase a Nueva York. Se estremeció al pensar en lo frío que él debía de estar y en que alguien podría darse cuenta de que llevaba muerto desde por la mañana. Se puso a pensar a toda prisa. «Si ven que no me sorprendo sospecharán algo. Me harán preguntas y no me creerán si les digo la verdad… ¡Nadie me creería! Será terrible…» Y se repetía a sí misma: «Tengo que fingir que no sé nada. Tengo que fingir que no sé nada. Cuando abran las cortinas me acercaré a él con naturalidad… y entonces daré un grito…». Le dio la sensación de que sería muy difícil fingir aquel grito. Gradualmente se le fueron acumulando nuevos pensamientos, vividos y acuciantes. Intentaba separarlos y controlarlos, pero la acorralaban con éxito por todas partes, como sus alumnos de la escuela al final de un día caluroso, cuando ella se sentía demasiado cansada para hacerlos callar. En su cabeza reinó una creciente confusión y sintió un enfermizo temor a olvidar el papel que debía desempeñar, a delatarse mediante una palabra o una mirada no previstas. «Tengo que fingir que no sé nada», continuó murmurando. Aquellas palabras habían perdido todo su significado, pero las repetía mecánicamente, como si fuesen una fórmula mágica, hasta que de repente se escuchó a sí misma diciendo: «¡No me acuerdo, no me acuerdo!». Su voz sonó muy alta y miró aterrada en derredor, pero nadie pareció percatarse de que había hablado. Al echar un vistazo al pasillo permaneció con la vista clavada en las cortinas de la litera de su marido y se quedó examinando el monótono arabesco entretejido en sus pesados pliegues. El dibujo era intrincado y difícil de trazar. Observó fijamente las cortinas y, al hacerlo, la gruesa tela acabó por volverse transparente y vio a través de ella el rostro de su marido… su rostro muerto. Se esforzó en desviar la mirada, pero sus ojos se negaban a moverse y parecía que tuviese atornillada la cabeza. Al final, con un impulso que la dejó debilitada y temblorosa, apartó la vista. Pero fue inútil: ante ella, pequeño y delicado, seguía estando el rostro de su marido. Parecía suspendido entre ella y la mujer de trenzas postizas sentada enfrente. Mediante un gesto incontrolable estiró la mano para apartar el rostro e, inesperadamente, percibió el contacto de su piel suave. Reprimió un grito y a punto estuvo de saltar de su asiento. La mujer de las trenzas postizas miró en derredor y ella, creyendo que de algún modo debía justificar aquel movimiento, se levantó para coger su bolso de viaje del asiento de enfrente. Abrió el bolso y miró dentro, pero el primer objeto que encontró fue una petaca de su marido echada allí en el último momento, con las prisas del viaje. Ajustó el cierre del bolso y entornó los ojos. Allí estaba otra vez la cara de él, suspendida entre sus pupilas y sus párpados como una máscara de cera contra un cortinaje rojo… Se incorporó con un escalofrío. ¿Se había desmayado o se había quedado dormida? Parecía que hubiesen transcurrido horas, pero todavía no había empezado siquiera a oscurecer y la gente que la rodeaba seguía allí sentada, en la misma actitud que antes. Una repentina sensación de hambre le hizo comprender que no había probado bocado desde la mañana. Pensar en comida le produjo asco, pero temía que volviesen los mareos. Recordó que tenía galletas en el bolso, sacó una y se la comió. Se atragantó con las migas resecas y se apresuró a tomar un poco de brandy de la petaca de su marido. La quemazón de su garganta actuó como un bálsamo, aliviando momentáneamente la persistente tensión de sus nervios. La embargó a continuación un agradable calor, como si la abanicase un aire suave. Los apremiantes temores amainaron un poco, retrocediendo tras la quietud que la envolvía, una quietud reparadora como la dilatada calma de un día de verano. Se quedó dormida. En sueños sintió la impetuosa marcha del tren. Parecía que fuese la propia vida la que la arrastrara con vehemencia y con una fuerza inexorable, arrojándola hacia la oscuridad y el terror, hacia el pavor de unos días desconocidos… De repente, todo estaba en paz… ni un sonido, ni una pulsación… Ella estaba a su vez muerta y yacía junto a él con rostro sosegado y mirando hacia lo alto. ¡Qué tranquilo estaba todo!… Y pese a ello, podía escuchar ruido de pasos acercándose, los pasos de los hombres que iban a llevárselos a ambos. También podía sentir… Sintió una vibración súbita y prolongada, una serie de bruscos balanceos y de nuevo otra inmersión en la oscuridad, la oscuridad de la muerte esta vez… Un negro torbellino en el que los dos daban vueltas como hojas en frenéticas espirales sin fin, entre millones y millones de muertos… Dio un brinco, presa del pánico. Su sueño debió de haber durado bastante, porque se había apagado el día de invierno y se habían encendido las luces. El vagón se encontraba sumido en el caos y cuando ella se hubo recompuesto un poco vio que los pasajeros estaban recogiendo sus paquetes y bolsos de viaje. La mujer de las trenzas postizas había traído del cuarto de aseo una lánguida hiedra plantada en una botella y el científico cristiano se estaba remangando los puños de la camisa. El mozo del tren recorría el pasillo con su imparcial cepillo de barrer. Una figura impersonal tocada con una gorra de franja dorada le estaba pidiendo el billete de su marido. Una voz gritaba: «¡Equipaje exprés!», y se escuchaba el sonido metálico que producían los pasajeros al entregar sus pertenencias. En aquel preciso instante, un enorme muro lleno de hollín bloqueó su ventana y el tren se adentró en el túnel de Harlem. El viaje tocaba a su fin, en unos minutos divisaría a su familia abriéndose paso alborozada entre el gentío de la estación. Su corazón se relajó. Había pasado el peor de sus terrores… —Mejor que lo levantemos ya, ¿no? —preguntó el mozo, tocándola en el brazo. Llevaba en la mano el sombrero de su marido y le daba vueltas bajo el cepillo en actitud meditativa. Ella miró el sombrero e intentó decir algo, pero de repente el vagón se quedó a oscuras. Levantó los brazos, intentando agarrarse a algo, y cayó boca abajo, golpeándose la cabeza contra la litera del muerto. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
El ángel
Minicuento
Es notable la cantidad de partes y de órganos que puede perder una persona y aun así seguir incólume, o casi. Como una estatua antigua, con apenas cincuenta y cinco años de edad el agrimensor Bene Nio ya ha perdido las piernas y los brazos, buena parte de la pelvis, el hombro derecho, además le falta casi toda la mitad izquierda de la cabeza y también el ojo y la oreja derechos, y por eso ya no ve ni oye; le ha desaparecido la nariz, y la lengua -o lo que queda de ella- está parcialmente al descubierto y se le ha endurecido de modo tal que no se entiende bien lo que dice. Vive sentado, si puede decirse así, en una especie de silla de ruedas que parece más bien un carrito para hacer las compras, y dentro de este carrito, embutido y atado para evitar que se caiga, está el agrimensor Nio. Manos solícitas lo llevan de un lado al otro, oídos todavía sanos escuchan sus órdenes y las interpretan; porque el agrimensor, afecto desde siempre a las tareas del campo y a los nuevos métodos de avanzada, es hombre de una actividad envidiable. Es dueño de una serie de cañadas, montes y barrancos en el Alto Lazio, terreno arcilloso y friable que el agrimensor Nio se ha propuesto sanear con numerosos proyectos que le ocupan todo su tiempo. Antes que nada, el proyecto de irrigación, que se nutre de dos grandes manantiales permanentes existentes en la propiedad y que en pocos años promete transformar esos desiertos en una tierra prometida. Luego, el proyecto de forestación que, con la ayuda de la Dirección Forestal, transformará en pocos decenios esa tierra prometida en un jardín colgante. Mientras tanto el agrimensor Nio está haciendo cercar todo con sólidos postes de cemento y con una red de dos metros de alto, para después meter dentro toda clase de animales y de aves exóticas, y transformar ese jardín colgante en un Edén. El proyecto de riego prevé una hermosa piscina olímpica para uso particular del agrimensor (o de lo que queda de él), ya que el agua de los manantiales es más que abundante. Después construirá, en los puntos más panorámicos, media docena de pabellones de caza o de descanso, comunicados entre sí por cómodos senderos asfaltados; todos contarán con luz, teléfono y demás servicios indispensables para la vida moderna. El agrimensor Nio piensa terminar este paraíso en apenas veinte o treinta años, luego de lo cual espera vivir allí: después de todo aún es joven. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Giocoso Spelli
Minicuento
Una vez al año, en primavera, el capitán Luiso Ferrauto cambia de piel; de la piel vieja emerge lustroso y rosado como un recién nacido, pero al cabo de unas horas la piel nueva recobra su color normal, que es aceitunado, y también el pelo, que se ha desprendido junto con la piel del cráneo, vuelve a crecer rápidamente, como corresponde a un oficial de la Seguridad Pública. Su mujer, unida a él por un amor inusitado en estos tiempos, suele guardar estas pieles usadas de su marido y rellenarlas de goma espuma color carne, para hacer así un muñeco bastante presentable, bien cosido y armado, con su uniforme puesto. Ya tiene unos quince, en el garaje: todos oficiales de policía, tan parecidos a su marido que da gusto verlos a todos juntos, tan dignos, tan rectos, tan inalcanzables por la corrupción. La señora hizo instalar un equipo estéreo en el garaje y cuando el capitán está de servicio fuera de casa, la mujer baja para hacerles escuchar a sus ex maridos las mejores páginas de la lírica mundial. Absortos, como embelesados, los quince policías escuchan inmóviles la muerte de Desdémona, el merecido asesinato de Scarpia, la disputa fatal entre Carmen y Don José, delitos todos que exigen el arresto inmediato del culpable, hechos de sangre y de violencia como tantas veces han visto a lo largo de su carrera. Puesto que los muñecos de piel policíaca son producidos a razón de uno por año y cada uno es de edad más avanzada que el anterior, presentan esta insólita característica: que el más joven de los quince es el más viejo de los quince. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Graziella Link
Cuento
El ángel Elzevar está desocupado, lo único que sabe hacer es llevar mensajes pero ya no hay más mensajes que llevar, y entonces el ángel da vueltas revisando en la basura del gran basurero municipal en busca de restos de comida y sobras de fruta: algo tiene que comer. De noche, hizo la prueba de recorrer la orilla del río en calidad de prostituto todo servicio, y de hecho sabe hacer muchas cosas y su condición angélica lo exime de cualquier escrúpulo moral; pero la mayoría de las veces el encuentro termina mal, por ejemplo cuando el cliente, antes o después, descubre que Elzevar no tiene sexo: por lo que parece, en ciertas ocupaciones el sexo es particularmente requerido, e incluso indispensable. Para aplacar al desilusionado cliente, Elzevar le muestra un poco cómo vuela, primero a la derecha, después a la izquierda, después le pasa sobre la cabeza y le desordena los cabellos como una brisa ligera; pero los clientes de la orilla del río exigen algo más concreto que una normal exhibición de levitación; uno le mordió el tobillo en pleno vuelo, otro calvo con peluca lo llamó sodomita y un tercero lo denunció a la policía, basándose en un artículo del Código Penal que prohíbe exaltar la seducción y otros dos artículos del Código de Navegación Aérea relativos al vuelo urbano sin documentos. Después de lo cual Elzevar tuvo que mudarse a otro recodo del río, peligrosamente frecuentado por familias y pescadores con cañas, incluso de noche. Estos inconvenientes, natural consecuencia de su desocupación temporaria, no pueden realmente preocupar a un ángel. Para comenzar los ángeles son inmortales, y son pocos los mortales que pueden decir lo mismo. En cuanto a la falta de mensajes, un día u otro tendrá que terminar. Nuevos emisores se están alistando, y los potenciales receptores por cierto no escasean. Ya en el pasado le sucedió estar sin trabajo por períodos más o menos largos, sin hacer nada. Basura de comer nunca le ha faltado; es verdad que la prostitución angélica ya no es lo que era , pero de cualquier forma, hasta que esté listo el nuevo mensaje, hay que seguir en contacto con los hombres. Mientras tanto Elzevar siempre puede encontrar trabajo en un circo, en tanto lamentablemente muchas cosas cambiaron desde que existe la televisión. Si el Gran Silencio durase mucho, otros caminos interesantes y poco recorridos se le abren: por ejemplo el cine underground, la aplicación de antiparasitarios, la manutención de computadoras, la limpieza de ascensores y los desfiles masculinos de moda. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Ilio Collio
Minicuento
El teólogo y profesor de historia de las religiones Giocoso Spelli es casi con seguridad un monstruo, o en todo caso tiene algo de monstruoso. Para empezar camina en cuatro patas, y esto ya es insólito en un teólogo; es tan ancho que no todas las puertas admiten su paso, y en un automóvil, si alguna vez consiguiera introducirse en uno, no sabría de todos modos dónde poner las alas. Por culpa de los cuernos ningún sombrero le queda bien, y cuando ruge hace temblar el edificio. Es un verdadero experto en todo lo referente a los manuscritos del Mar Muerto, y ha escrito dos libros autorizadísimos sobre la cándida comunidad de Khirbert Qumran. Pero tiene las patas de atrás demasiado cortas, y cuando camina lleva las manos enfundadas en dos guantes enormes o, mejor dicho, borceguíes para manos. Hay quien sostiene que le salen llamas de la boca, pero esa debe ser una imagen literaria; o quizá alguien ha tomado por fuego la saliva rojiza que le sale continuamente de las fauces. Lo cierto es que pesa 375 kilos, y su volumen es adecuado a su peso. Las alas, entonces, no le sirven de nada, pesa demasiado para volar, y pueden considerarse un capricho teologal: son rígidas y lustrosas, rectas hacia arriba como las de un toro alado, pero mucho más voluminosas. Los cuernos son macizos y ambos apuntan hacia arriba y hacia adelante, como un baldaquino suspendido sobre los ojos. Fue él quien aclaró definitivamente la total independencia del cristianismo con respecto a la religión de los Esenios, como resulta del análisis de los textos supérstites, y por tanto la absoluta originalidad de Jesús y de sus teorías. Cuando duerme, su respiración emite un silbido que se oye hasta en la plaza. Su novia le dijo a una amiga que en la cama se comporta como la Bestia del Apocalipsis. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
La Atlántida
Minicuento
Al lado de Graziella Link una cerda parecería flaca, un elefantito esbelto, una pelota no lo suficientemente redonda; pero ella se maquilla con tanto estilo que logra parecer lo que en el fondo, muy en el fondo, bajo quintales de grasa, es: una mujer. Y ¿por qué no? también en la superficie, y ¿por qué no?, una mujer hermosa. Sea como fuere está siempre alegre; las canciones más estúpidas afloran continuamente a sus labios, sus ojitos destellan, su risa musical repiquetea ante las situaciones más fúnebres, más luctuosas. Actúa, más por placer que por dinero, en el teatro de variedades. Como no puede caminar, sólo mantenerse en equilibrio sobre dos piecitos desproporcionadamente pequeños, cuatro jóvenes la llevan en vilo hasta el escenario; ella saluda dándose tres golpecitos con un abanico sobre el pecho circular, y canta. Risueña gorjea, contenida desvaría, radiante se exalta: ¡Cu-cú, cu-cú mi amor eres tú, pícaro Barbazul, cu-cú, cu-cú! Desde que se quedó completamente calva usa una peluca refulgente; vista desde la platea, su cabeza asoma sobre su cuerpo como un sol que se pone tras una montaña, o más bien como una aurora. De ella emana tanto calor que las lamparitas del escenario se derriten. Al final el público siempre le pide un strip-tease, y ella lo hace: con premeditación, lleva un vestido adecuado, le basta dar un tironcito a un bretel y todo cae. Los aullidos aclaman la redondez emergente, el calor de ese cuerpo anaranjado como un sol de verano provoca desmayos en los espectadores de las primeras filas, los custodios del pudor no tienen nada de qué quejarse, porque nada puede haber de impúdico en una esfera, en una naranja, por más desnuda que esté. Ella, mientras tanto, sin dejar de sonreír y de tirar besos, con brevísimos movimientos de los pies, comienza a girar y trina: De la comunión de los santos sólo a San Pedro venero: ya me vieron por delante ahora véanme el trasero. El hecho es que de espaldas emite aun más calor que de frente, a tal punto que los jóvenes que la asisten en escena deben acudir con una sábana mojada y envolverla rápidamente, por temor cuanto menos a un incendio. Graziella Link se deja envolver y trasladar fuera del escenario, y a lo lejos todavía resuenan sus gorjeos dementes, sus escalas idiotas, sus coplas imbéciles. En ella vence la redondez, triunfa la gordura; sin embargo dicen que prefiere los cortejantes minúsculos. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Las muñecas
Cuento
El asistente social Ilio Collio se encuentra enormemente impedido en el ejercicio de sus funciones de asistente social porque de las tetillas le sale una especie de aceite espeso, como de máquina, que normalmente le corre hasta los pies, y eso lo vuelve muy escurridizo, además de ser una fuente inagotable de manchas grasientas de las más desagradables e incluso peligrosas, ya que pueden prenderse fuego con relativa facilidad. Su cuerpo es tan resbaladizo que ya casi no puede caminar y cada vez que levanta un pie termina tendido a lo largo del pavimento, y así, boca abajo, se esfuerza por desplazarse aunque sólo sea con las manos, pero todo a lo que se aferra se le resbala, y a duras penas consigue arrastrarse con los codos algunos metros más. Su trabajo es resolver los problemas tanto de los individuos como de las familias, dar consejos, ofrecer consuelo, explicar, remediar, alentar; pero ¿cómo se hace para ofrecer consuelo, etcétera, en esas condiciones de deslizamiento permanente? Ha intentado caminar con gruesas botas de goma, pero es lo mismo, el aceite de las tetillas rebasa de las botas y volvemos al punto de partida; también ha probado, inútilmente, un tipo de corpiño impermeable para adolescentes. A pesar de ello debe -es su obligación- ayudar al prójimo. Apenas se cierra la puerta de un departamento, entre sus paredes comienzan a fermentar los problemas personales como una horda de perros y de gatos encerrados juntos; desde la calle se oyen los gritos, los llamados desesperados, los alaridos de las víctimas indefensas aplastadas por la aplanadora de una vida demasiado compleja para sus modestos intelectos. Y en el vestíbulo de la planta baja, Ilio Collio, reclamado desde lejos por sus virtudes asistenciales, tendido en el piso en medio del charco de aceite de sus inagotables tetillas, busca en vano abrirse paso con ligeras contracciones del abdomen, como hacen los gusanos: “¡Ya voy, ya voy!” se lo oye gritar, y cuando por fin llega a la escalera, resbala en los primeros peldaños y cae de nuevo hacia atrás; ya ensució todo el vestíbulo sin haber ayudado a nadie. Pobre Ilio Collio, se ha impuesto una tarea imposible. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Los amantes
Minicuento
Cuando aquella vasta isla que los antiguos llamaban Atlántida comenzó a hundirse en el océano, los más sagaces de sus habitantes decidieron embarcarse y mudarse a otro continente. Lamentablemente sus barcos eran pequeños y bastó una sola tempestad para tragarse a todos los emigrantes. Pero la gran mayoría de los atlánticos se habían quedado en la isla; de hecho, todas las profecías preveían un gradual reelevamiento del nivel de las tierras, y los isleños, como sucede a menudo, creían más en las profecías que en la realidad de lo que veían con los ojos y tocaban con la mano. Por eso, inundadas las llanuras costeras y amenazadas por las olas las primeras colinas, los periódicos atlánticos continuaban alentando a la población: “Hemos tenido una nueva confirmación, venida de las más altas esferas científicas de la isla, de que está prevista la progresiva elevación de la plataforma continental atlántica, cuyo movimiento parece haber sido tan repentino que ha arrastrado consigo las aguas del océano; esto explica el hecho de que éstas hayan alcanzado en algunas localidades un nivel falsamente preocupante. En la espera del retorno, sin duda inminente de las aguas geológicamente impelidas, los habitantes y animales sobrevivientes se han refugiado en las montañas que rodean a la capital. El gobierno ha tomado las medidas apropiadas para evitar este temporario peligro, mediante oportunos diques y barreras, mientras los sacerdotes amorosamente se ocupan de bendecir los restos flotantes”. Más subían las aguas, más optimistas se volvían los comunicados distribuidos por las agencias de noticias, más inminente era declarado el reflujo de la marea, con la consiguiente adquisición por parte del patrimonio nacional de nuevas e ilimitadas extensiones de tierra enriquecida por el fértil humus de milenios de vida submarina. Por eso nadie hizo nada, y cuando el último habitante, que era justamente el presidente del consejo, se encontró en la cima de la más alta montaña del país, con el agua al pecho, se oyó decir a los ministros que flotaban en torno suyo, cada uno aferrado a su propio escritorio: “Valor, excelencia, lo peor ya pasó”. FIN
Wilcock, Juan Rodolfo
Argentina
1919-1978
Los donguis
Cuento
Es un gran armario de madera de nogal, simple, vertical, al mismo tiempo pesado y elegante, casi un símbolo de la digna estabilidad; por otra parte está siempre cerrado. Por dentro, el armario está dividido con estantecitos, y en cada uno de estos estantes vive una escritora; en realidad son las viejas muñecas que se volvieron escritoras solamente por obra de la inacción, la oscuridad y el aburrimiento. Por esa razón todas llevan trajes coloridos, a menudo los trajes de alguna región o provincia, y la cabeza ligeramente desproporcionada respecto al cuerpo, demasiado aplanada, demasiado en punta o simplemente demasiado voluminosa; salvo una poetisa que la tiene pequeñísima, y esto hace reír mucho a las demás, como si tener la cabeza pequeña fuese más gracioso que tenerla grande. De todas formas, y como el armario no se abre nunca, y los estantes no permiten otra comunicación que la habitual entre los presos, por medio de golpecitos dados en un sistema convencional, poco a poco casi todas las muñecas se han dedicado a la literatura, y así se volvieron novelistas, poetisas, críticas literarias, críticas teatrales y consultoras de editoriales. Allí dentro todo es un continuo repiqueteo: cada una quiere hacer oír a las otras sus propias obras. Pero éstas son, de más está decirlo, obras de muñecas. Está la novelista con gafas que después de diez años de trabajo consiguió escribir esta novela, titulada Huelga: “Hacía frío. Los obreros hacían huelga. Sobre el más frío el más joven murió de huelga”. Está la dramaturga de vanguardia que cada año presenta la misma comedia en un acto, titulada El otro: “ANA: Dame un beso, Edgardo. EDGARDO: No puedo, amo a otro”. Está la chica teatral que cada semana redacta su veredicto: “Brava la Breva en el papel de Briva”. Y está la poetisa de la cabeza pequeña, la más prolífica de todas, que una vez al mes rehace, cambiando la rima, la misma lírica: PobreslosPobres. En la oscuridad, convencidas de su importancia, las muñecas de la cabeza desproporcionada se mueven, toman posturas, amenazan a los gobiernos extranjeros si éstos quisieran seguir persistiendo en el error, y pasan todo el día transmitiéndose sus propias composiciones. En vano, porque ninguna de ellas quiere escuchar lo que escriben las otras, y por otra parte no todas manejan el mismo sistema convencional de golpecitos, así que sus esfuerzos caen inexorablemente en el vacío. A veces alguien se acerca al armario cerrado, acerca la oreja a las puertas de nogal, y comenta: “¡Pero este armario está lleno de ratones!” Por eso nadie quiere abrirlo. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
Aforismo
Minicuento
Harux y Harix han decidido no levantarse más de la cama: se aman locamente, y no pueden alejarse el uno del otro más de sesenta, setenta centímetros. Así que lo mejor es quedarse en la cama, lejos de los llamados del mundo. Está todavía el teléfono, en la mesa de luz, que a veces suena interrumpiendo sus abrazos: son los parientes que llaman para saber si todo anda bien. Pero también estas llamadas telefónicas familiares se hacen cada vez más raras y lacónicas. Los amantes se levantan solamente para ir al baño, y no siempre; la cama está toda desarreglada, las sábanas gastadas, pero ellos no se dan cuenta, cada uno inmerso en la ola azul de los ojos del otro, sus miembros místicamente entrelazados. La primera semana se alimentaron de galletitas, de las que se habían provisto abundantemente. Como se terminaron las galletitas, ahora se comen entre ellos. Anestesiados por el deseo, se arrancan grandes pedazos de carne con los dientes, entre dos besos se devoran la nariz o el dedo meñique, se beben el uno al otro la sangre; después, saciados, hacen de nuevo el amor, como pueden, y se duermen para volver a comenzar cuando despiertan. Han perdido la cuenta de los días y de las horas. No son lindos de ver, eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos; pero su amor está más allá de las convenciones. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El amigo fiel
Cuento
I Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide. Al día siguiente por la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza. El día del traslado me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y luego penetramos en la montaña. Balsocci hablaba con Balsa como un combinado y dijo en cierto momento: -Barnaza come más que un dongui. Balsa me miró de costado y después de otra selección de noticias del exterior pretendió sonsacarme: -¿A usted le han explicado, ingeniero, por qué motivo construimos el hotel monumental de Punta de Vacas? Yo sabía pero no me lo habían explicado: contesté: -No. Y les ofrecí esta miseria adicional: -Supongo que lo construyen para fomentar el turismo. -Sí, fomentar el turismo, ja, ja. Cola de paja, ja, ja, diga mejor (Balsocci). No dije mejor, pero entendiendo les dije: -No entiendo. -Después le comunicaremos ciertos detalles secretos -me explicó Balsa- que se relacionan con la construcción y que por lo tanto le serán comunicados cuando lo pongamos en posesión de los planos, pliegos de condiciones y demás detalles de construcción. Por ahora permita que abusemos un poco de su paciencia. Supongo que entre los dos no habrían conseguido ni en catorce años formar un misterio. Su única honradez -involuntaria- consistía en mostrar todo lo que pensaban, por ejemplo en vez de disimular poner cara de disimulo, etcétera. Miré mi valiente nuevo mundo. Ciertos instantes se proyectan sobre las horas y los días subsiguientes, de modo que cuando uno vuelve por ejemplo por segunda vez a la plaza cóncava de Siena y entra por el otro lado cree que la entrada que utilizó primero ya es famosa. Móvil entre dos rocas altas como el obelisco, una negra y una colorada, capté una visión memorable y me dediqué a la toma de posesión de otro gran paisaje: junto al estrépito fluvial recapacité que el momento era un túnel y que emergería cambiado. Proseguimos como un insecto veloz entre planos verdes, amarillos y violetas de basalto y granito por un camino peligroso. Balsa me preguntó: -¿Tiene la familia en Buenos Aires, ingeniero? -No tengo familia. -Ah, comprendo -contestó, porque para ellos siempre existía la posibilidad de no comprender, ni siquiera eso. -¿Y piensa quedarse mucho tiempo por aquí? (Balsocci). -No sé; el contrato mencionaba la construcción de indefinidos hoteles monumentales, lo que naturalmente puede prolongarse un tiempo indefinido. -Mientras la altura no le caiga mal… (Balsocci, esperanzado). -2.400 metros ni se sienten, menos un muchacho (Balsa, con la misma esperanza). Los cielos de gran lujo se transformaban en mercados de nubes congestionadas entre los cerros: al rato llovía entre arcos iris, al otro rato la lluvia era nieve. Bajamos para tomar café con leche en casa de un eslavo amigo de ellos de 50 años casado con una argentina de 20 años y encargado de mantener el ferrocarril y de cambiar las vías de lugar, esos trabajos fútiles de los pobres. La mujer apenas visible parecía sufrir meramente de vivir pero me dio semejante deseo que tuve que salir afuera para no mirarla como un mono. Hundí los pies en esa materia nueva; me quité los guantes y apreté un ovillo, lo probé con los labios, lo mordí con los dientes, arranqué de las ramas pedazos de escarcha, oriné, me resbalé y me caí sobre una acequia congelada. Cuando nos fuimos la nieve emplumaba los vidrios del coche y la humedad me penetró en las botas. A veces pasábamos al lado del río y a veces lo veíamos en el fondo de un precipicio. -Los que se caen al agua los arrastra lejísimo y cuando los encuentran están desnudos y pelados (Balsa). -¿Por qué? (Yo). -Porque el agua los golpea contra las piedras (Balsa). -Siete metros por segundo, dispara el agua. Hace unos días se cayó un capataz de la pasarela, Antonio, la mujer está en Mendoza esperando el cuerpo y no podemos encontrarlo (Balsocci). -Cierto, tendríamos que mirar de vez en cuando a ver si se lo ve (Balsa). En el fondo del valle se abrió un cuadro sencillo al sol. De un lado Uspallata con álamos y sauces sin hojas, del otro el camino que seguía subiendo por una garganta colorada, entre ríos solitarios. Esos ríos de la Cordillera, rápidos, más claros que el aire, con sus piedras redondas, verdes, violetas, amarillas y veteadas, siempre lavados, sin bichos y sin ninfas entre bloques sin edad que algo raro trajo y dejó, ríos modernos porque no tienen historia. A veces los escucho parado sobre una roca, bajo el cielo invisible sin nubes ni pájaros; entre manantiales, oyendo torrentes, pensando en la misma nada. Tienen nombres de colores, Blanco, Colorado y Negro; algunos aparecen de frente, otros de un salto (dicen que hay guanacos, pero hasta ahora no vi ninguno); todos vienen al valle y en verano engordan, cambian de lugar y de color, transportan cantidades increíbles de barro. Pasamos una elevación aluvional amarilla geológicamente interesante denominada Paramillo de Juan Pobre y llegamos a la obra a la hora de almorzar. No queda exactamente en Punta de Vacas sino unos dos kilómetros antes; esto me enfureció porque pensé que en invierno la nieve podía dejarme sin mujeres, suponiendo que me gustara alguna. Después me tranquilicé porque comprendí que de todos modos siempre podía llegar a pie, aunque se cayeran los rodados -son unos conos de detritos minerales que periódicamente se escurren cubriendo los caminos y las vías. La construcción ocupa una especie de plataforma a buena distancia de los derrumbes. El terreno es inclinado y a un lado está limitado por un arroyo que después de formar una noble cascada de 7 metros cae al valle miserablemente como un chorro de canilla. En este lugar todo lo que no vino sobre ruedas es basalto, pizarra o jarilla y yuyos parecidos. Un cerro como un serrucho colorado o el techo de una iglesia o más bien la estación de Saint Pancrase en Londres cierra la quebrada del otro lado; el cielo es tan angosto aquí que el sol se asoma a las nueve y media y se pone a las cuatro y media, rápido, como avergonzado por el frío y el viento que van a hacer. ¡El viento! ¿Cómo harán para vivir aquí las mujeres ricas de Buenos Aires, siempre tan atentas con sus peinados, entre estos vientos que hacen rodar las piedras como nada? Ya las oigo decir el dolor de cabeza que les da y eso en cierto modo me alienta a terminar pronto el primer hotel y a perfeccionar un tipo de ventana sencilla que una vez abierta no se puede cerrar. Dentro de unos días inauguraremos la sección provisoria, si no aparece Enrique el fastidioso. Después de almorzar los dos ingenieros me mostraron los planos y la obra. Estaban muy satisfechos de que no interviniera en ella ningún arquitecto y habían encomendado la decoración del edificio a una marmolería de Mendoza con la que actualmente existe un conflicto por una partida de ciento veintiocho cruces destinadas a los dormitorios cuyo tamaño no está estipulado en ningún pliego de condiciones. Las cruces enviadas son de “granitit” negro y un metro de alto; yo que las concebí insisto en colocarlas pero Balsocci les teme. En realidad me excedí, pero hasta ahora se han dejado, pobres, notoriamente manejar y, exceptuando la menor del correo y esta crónica, me cuesta entretenerme: en una de las columnas principales de hormigón del anexo para la servidumbre conseguí intercalar cuando la llenaban una cámara de pelota inflada pero al sacar el encofrado se veía la cámara donde había apoyado contra la madera; hubo que rellenar el hueco con una inyección de cemento y el incidente es ahora una leyenda confusa que periódicamente provoca despidos de personal. La pelota pertenecía a Balsocci. Volvimos a la oficina y los colegas abordaron la parte secreta de mi iniciación. No tuve que simular curiosidad porque me interesaba oírselo contar a ellos. II Balsocci. -¿Usted no advirtió nada raro últimamente en Buenos Aires? Yo. -No, nada. Balsa. -Vamos al grano (como si decidiera rápidamente chupar un grano en un cráneo frondoso). ¿No oyó nunca hablar de los donguis? Yo.-No. ¿Qué son? Balsa. -Usted habrá visto en el subterráneo de Constitución a Boedo que el tren no llega hasta la estación de Boedo porque no está terminada, se para en una estación provisoria con piso de tablas. El túnel sigue y donde interrumpieron la excavación el hueco está cerrado con tablas. Balsocci. -Por ese hueco aparecieron los donguis. Yo. -¿Qué son? Balsa. -Ahora le explico… Balsocci. -Dicen que es el animal destinado a reemplazar al hombre en la Tierra. Balsa. -Espere que le explico. Hay unos folletos de circulación restringida y prohibida que le condensan la opinión de los sabios extranjeros y de los sabios argentinos. Yo los leí. Dicen que en distintas épocas predominaron distintos animales en el mundo, por H o por B. Ahora predomina el hombre porque tenemos muy desarrollado el sistema nervioso que le permite imponerse a los demás. Pero este nuevo animal que le llama dongui… Balsocci. -Lo llaman dongui porque el que los estudió primero fue un biólogo francés Donneguy (lo escribe en un papel y me lo muestra) y en Inglaterra le pusieron Donneguy Pig pero todos dicen dongui. Yo.-¿Es un chancho? Balsa. -Parece un lechón medio transparente. Yo. -¿Y qué hace el dongui? Balsa. -Tiene tan adelantado el sistema digestivo que estos bichos pueden digerir cualquier cosa, hasta la tierra, el fierro, el cemento, aguas vivas, qué sé yo, tragan lo que ven. ¡Qué porquería de animal! Balsocci. -Son ciegos, sordos, viven en la oscuridad, una especie de gusano como un lechón transparente. Yo. -¿Se reproducen? Balsa. -Como la peste. Por brotes, imagínese. Yo. -¿Y son de Boedo? Balsocci. -Cállese, allí empezaron, pero después empezaron también en otras estaciones, sobre todo si hay túneles de vía muerta o depósitos subterráneos, Constitución está plagado, en Palermo, en el túnel empezado de la prolongación a Belgrano hay montones. Pero después empezaron en las otras líneas, habrán hecho un túnel, la de Chacarita, la de Primera Junta. Hay que ver lo que es el túnel del Once. Balsa.-¡Y el extranjero! Donde había un túnel se llenaba de donguis. En Londres hasta se reían parece porque tienen tantos kilómetros de túnel; en París, en Nueva York, en Madrid. Como si repartieran semillas. Balsocci. -No permitían que los barcos que llegaban de un puerto infectado atracara en esos puertos, temían que trajera donguis en la bodega. Pero no por eso se salvaron, están mejor que nosotros. Balsa. -En nuestro país tratan de no asustar a la población, por eso no le dicen nunca nada, es un secreto que le confían solamente a los profesionales, y también a algunos no profesionales. Balsocci. -Hay que matarlos pero quién los mata. Si les dan veneno se lo comen o no se lo comen, como usted prefiera, pero no les hace nada, lo comen perfectamente como cualquier otro mineral. Si les echan gases los degenerados tapan los túneles y salen por otra parte. Cavan túneles en todos lados, no puede atacárselos directamente. No se puede inundarlos o echar abajo las galerías porque se puede hundir el subsuelo de la ciudad. Ni qué decir que andan por los sótanos y las cloacas como Juan por su casa. Balsa. -Habrá visto estos derrumbes de estos meses. Los depósitos de Lanús son ellos, por ejemplo. Quieren dominar al hombre. Balsocci. -¡Oh!, al hombre no lo dominan así nomás, no lo domina nadie, pero si se lo comen… Yo. -¿Se lo comen? Balsocci. -¡Y cómo! Cinco donguis se comen a una persona en un minuto, todo, los huesos, la ropa, los zapatos, los dientes, hasta la libreta de enrolamiento, si me perdona la exageración. Balsa. -Les gusta. Es la comida que más les gusta, mire qué desgracia. Yo. -¿Hay casos comprobados? Balsocci. -¿Casos? Ja, ja. En una mina de carbón de Gales se comieron 550 mineros en una noche: les taparon la salida. Balsa. -En la capital se comieron una cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre Loria y Medrano. Los encerraron. Balsocci. -Yo propongo que hay que inocularles una enfermedad. Balsa. -Hasta ahora no hay caso. No sé cómo le van a inocular una enfermedad a un aguaviva. Balsocci. -¡Esos sabios! Supongo que el que inventó la bomba de hidrógeno contra nosotros podría inventar algo también, unos pobres chanchitos ciegos. Los rusos, por ejemplo, que son tan inteligentes. Balsa.-Sí, ¿sabe qué están haciendo los rusos? Tratando de criar una variedad de dongui que resista la luz. Balsocci. -Que se embromen ellos. Balsa. -Sí, ellos. Pero ellos no importa. Nosotros Desapareceríamos. No será cierto. Será un rumor como tantos. Yo no creo una palabra de lo que le dije. Balsocci. -Primero pensamos resolver el problema construyendo edificios sobre pilotes, pero por una parte el gasto y, por otra siempre pueden derrumbarlos de abajo. Balsa. -Por eso construimos nuestros hoteles monumentales aquí. ¡A que no socavan la Cordillera! Y la gente que sabe está loca por venirle. Veremos cuánto duran. Balsocci. -Podrían socavar también las rocas, pero tardarían mucho; y mientras me supongo que alguien hará algo. Balsa. -De todo esto ni una palabra. Total no tiene familia en Buenos Aires. Por eso nos limitamos a un mínimo de excavaciones en los cimientos y todos los hoteles proyectados ni tienen sótanos ni planta alta. III El aire de Buenas Aires posee una calidad coloidal especial para la transmisión intacta de rumores falsos. En otros lugares el ambiente deforma lo que oye pero junto al Río las mentiras se trasmiten con pulcritud. Cada ser humano puede inventar en sus días de extraversión rumores concretos y no requiere proclamarlos en una esquina para que se los devuelvan idénticos una semana después. Por eso cuando me anunciaron los donguis hace unos dos años y medio los relegué con los platos voladores, pero un amigo de intereses variados que acababa de autorizarse en Europa me patentó la noticia. Desde el primer momento me fueron simpáticos y esperé quererlos. En esa época descendía parabólicamente mi interés por aquella vendedora de una sedería denominada Virginia y ascendía el subsiguiente por la negrita Colette. Mi desvinculación de Virginia solía adquirir forma de noche en el Parque Lezama aunque su estupidez prolongaba indecorosamente el proceso. Una de esas noches en que más sufrí de ver sufrir nos acariciábamos en esa escalera doble que abarca unos depósitos excavados en la barranca del Parque donde guardan sus herramientas los jardineros. La puerta de uno de estos depósitos estaba abierta; en el hueco oscuro vi de repente ocho o diez donguis nerviosos que no se atrevían a salir por un poquito de luz de mala muerte. Eran los primeros que veía; me acerqué con Virginia y se los mostré. Virginia llevaba puesta una pollera clara estampada con grandes macetas de crisantemos; la recuerdo porque se desmayó de espanto en mis brazos y por suerte paró de llorar por primera vez esa noche. La llevé desmayada hasta la puerta abierta y la tiré adentro. La boca de los donguis es un cilindro cubierto de dientes córneos en todo su interior y tritura mediante movimientos helicoidales. Miré con curiosidad espontánea; en la oscuridad se distinguía la pollera de crisantemos y sobre ella el movimiento epiléptico de las vastas babosas en masticación. Me fui casi asqueado pero contento; al salir del Parque cantaba. Ese Parque solitario y húmedo con estatuas rotas y mil vulgaridades modernas para ignorantes, con flores como estrellas y una sola fuente buena, Parque casi sudamericano, cuántas liaisons de personas que llaman jazmines a la tumbergias habrá visto fenecer por otra parte debajo de sus palmeras polvorientas. Allí me deshice de Colette, de una polaca que me prestó el dinero de la moto, de una menorcita indigna de confianza y finalmente de Rosa, adormeciéndolas con un caramelo especial. Pero la Rosa llegó en cierto momento a excitarme tanto que perpetré la temeridad de darle el número de teléfono y aunque juró destruir el papelito y aprenderlo de memoria, y lo hizo, una vez su hermano la vio llamar y se fijó en el número que marcaba de modo que poco después de su desaparición apareció Enrique y empezó a fastidiar. Por eso acepté este trabajo renunciando provisoriamente a toda diversión como los reyes prehistóricos que debían pasar 40 días de ayuno en la montaña. De este voto de castidad  me distraigo a mi manera resolviendo jeroglíficos y preparando cosas para Enrique. La pasarela sobre el río Mendoza por ejemplo sólo era cuando vine una vía de esas que esparció el aluvión del treinta y tanto, el que retorció los puentes, y un cable tendido a un costado a la altura de la mano para sostenerse. De allí se cayó un tal Antonio y con ese pretexto hice retirar el cable y colocar en su lugar un caño largo que en cada punta va enganchado en un poste. Ahora es más fácil sostenerse cuando uno cruza y cuando cruza otro desenganchar el caño. Otras distracciones podrían ser cuando hace frío encender con un fósforo los arbustos que rodean las carpas de los peones porque son tan resinosos que arden solos. Una vez organicé un picnic unipersonal que consistía en subir y subir siempre con varios sandwiches de jamón, huevo y lechuga y me hastié tanto de ascender que me volví a mediodía. Esa mañana vi glaciares inexplicablemente sucios y encontré en los rodados de arriba flores negras, las primeras que veo. Como no había tierra, sino solamente piedras sueltas y filosas, me interesó ver las raíces; la flor medía cinco centímetros más o menos pero apartando las piedras desenterré unos dos metros de tallo blando que se perdía entre los cascotes como un cordón negro y liso; pensé que seguiría así unos cien metros más y me dio un poco de asco. Otra vez vi un cielo negro sobre la nieve fosforescente porque absorbía toda la luz de la luna; parecía un negativo del mundo y valía la pena describirlo. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El artista
Minicuento
Los hombres querrían ser siempre el primer amor de una mujer. Tal es su necia vanidad. Las mujeres tienen un instinto más sutil para las cosas: les gusta ser el último amor de un hombre. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El crimen de lord Arthur Savile
Cuento
Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola larga, que parecía una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque, como si fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la cabeza bajo el agua. -Nunca podréis codearos con la alta sociedad, a menos que aprendáis a manteneros bajo el agua -les repetía machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía. Pero los patitos no prestaban atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas de pertenecer a la sociedad. -¡Qué chiquillos más desobedientes! -gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente merecen ser ahogados. -¡Qué cosas dice usted! -respondió la Pata-. Nadie nace enseñado y a los padres no nos queda más remedio que tener paciencia. -¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los padres -dijo la Rata de Agua-. No soy madre de familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor está bien, dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más elevado. La verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro que una amistad verdadera. -Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? -le preguntó un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca de allí, y que había oído la conversación. -Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber -dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta la otra orilla del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus pequeños. -¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es fiel, es porque me es fiel a mí. -¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama plateada batiendo sus diminutas alas. -No te entiendo -le contestó la Rata de Agua. -Deje que te cuente un cuento sobre eso -dijo el Pnzón. -¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a escucharlo. Me encantan los cuentos. -Se le podría aplicar -contestó el Pinzón. Y bajó volando del árbol y, posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el cuento del Amigo Fiel. -Erase una vez -comenzó a decir el Pinzón- un honrado muchacho, que se llamaba Hans. -¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata de Agua. -No -contestó el Pinzón-. No creo que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla redonda y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando del jardín. No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían minutisas y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La aguileña y la cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la flor de lis, el narciso y la clavellina brotaban y florecían unas tras otras, según pasaban los meses, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la vista y exquisitos perfumes para el olfato. El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero el más fiel de todos era el grandote Hugo el Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete de flores, o un puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y cerezas, si estaban maduras. -Los amigos verdaderos deberían compartir todas las cosas -solía decir el Molinero. Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas. Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero nunca diera al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina almacenados en el molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero a Hans nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad. El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy feliz; pero llegaba el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores que llevar al mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras. Y además, en invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a visitarlo. -No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve -decía el Molinero a su mujer-. Porque, cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola y no molestarla con visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y estoy convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la primavera y después le haré una visita y podrá darme una cesta llena de prímulas, y con ello será feliz. -Eres muy considerado con todo el mundo -le decía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que vive en una casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique. -¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a que suba a vernos? -preguntó el hijo menor del Molinero? -Si el pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le enseñaré mis conejitos blancos. -¡Pero qué tonto eres! -exclamó el Molinero- Realmente no sé para qué te mando a la escuela, pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril de vino tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación. Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay que confundirlas. Está claro que son dos palabras diferentes y significan cosas distintas. Eso lo sabe cualquiera. -¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza tibia-. Estoy medio amodorrada, como si estuviera en la iglesia. -Mucha gente obra bien -prosiguió el Molinero-, pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra que es mucho más difícil hablar que obrar; aunque también es mucho más elegante. Y se quedó mirando con severidad, por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar encima de la merienda. Pero era tan joven que hay que disculparlo. -¿Y así acaba el cuento? -preguntó la Rata de Agua. -Claro que no -contestó el Pirizón- Así es como empieza. -Pues entonces no está usted al día -le dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores empiezan por el final, siguen por el principio y terminan por el medio. Así es el nuevo método. Se lo oí decir el otro día a un crítico, que ia paseando alrededor del estanque con un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en lo cierto, porque llevaba gafas azules, y era calvo, y, a cada observación que hacía el joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego que continúe usted con el cuento. Me encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en común. -Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose ora en una patita ora en la otra-, tan pronto como acabó el invierno y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans. -¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo su mujer-. ¡Siempre estás pensando en los demás! No te olvides de llevar la cesta grande para las flores. Así que el Molinero sujetó las aspas del molino de viento con una gruesa cadena de hierro y bajó por la colina con la cesta en su brazo. -Buenos días, pequeño Hans -dijo el Molinero. -Buenos días -dijo Hans, apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja. -¿Y qué tal has pasado el invierno? -dijo el Molinero. -Bueno, la verdad es que eres muy amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó Hans. Te diré que lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy muy contento, y todas mis flores están hechas una maravilla. -Hemos hablado muchas veces de ti este invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos qué tal te iría. -Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que me temía que me hubierais olvidado. -Hans, me sorprendes -dijo el Molinero- Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso de la amistad, pero me temo que no seas capaz de entender la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas! -Realmente están preciosas -dijo Hans-; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero que me dé compraré otra vez mi carretilla. -¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No mé irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más tonta! -La verdad es que no tuve más remedio que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y no tenía dinero ni para comprar pan. Así que primero vendí la bolonadura de plata de la chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la pipa grande, y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez. -Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte mi carretilla. No está en muy buen estado, porque le falta un lado y tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela. Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy como los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además, tengo una carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi carretilla. -Es muy generoso por tu parte -dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía de alegría-. La puedo arreglar fáciImente, pues tengo un tablón en casa: -¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado del granero, que tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por supuesto que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica amistad nunca se fija en cosas como ésas. Anda, haz el favor de traerla enseguida, que quiero ponerme a arreglar el granero hoy mismo. -Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans. Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el tablón a rastras. -No es una tabla muy grande -dijo el Molinero mirándola-. Y me temo que, después de que haya arreglado el granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla. Claro que eso no es culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla hasta arriba. -¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y sabía que, si la llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar su botonadura de plata. -Bueno, en realidad –dijo el Molinero-, como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte un puñado de flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la amistad, la verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo. -Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó el pequeño Hans , todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que recuperar la botonadura de plata. Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero. -Adiós, pequeño Hans -le dijo el Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al hombro y la gran cesta en la mano. -Adiós -respondió el pequeño Hans. Y se puso a cavar tan contento, pues estaba encantado con la carretilla. Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la voz del Molinero, que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, cruzó corriendo el jardín y miró por encima de la tapia. Allí estaba el Molinero con un gran saco de harina al hombro. -Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado? -Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las enredaderas, y regar las flores y atar la hierba. -Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por tu parte negarte a hacerme este favor. -Oh, no digas eso -exclamó el pequeño Hans-. No querría ser egoísta por nada del mundo. Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran saco a sus espaldas. Hacía mucho calor, y la carretera estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su camino, y llegó al mercado. Después de un rato, vendió el saco de harina a muy buen precio y regresó a casa inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera encontrar a algún ladrón en el camino. -Ha sido un día muy duro -se dijo Hans mientras se metía en la cama- Pero me alegro de no haber dicho que no al Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla, A la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero del saco de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la cama. -Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No te parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo si no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir siempre lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a los demás; pero un amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no le importa causar dolor. Es más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe que está obrando bien. -Lo siento mucho -dijo el pobre Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan cansado que quise quedarme un rato en la cama, escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros? -Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole una palmadita en la espalda-, porque, tan pronto estés vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el tejado del. granero. El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días que no regaba las flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan amigo suyo. -¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con voz tímida y vergonzosa. -Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla -le contestó el Molinero-. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo. -¡De ninguna manera! -exclamó Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al granero. Allí trabajó todo el día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la obra. -¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans? -le preguntó el Molinero con voz alegre. -Está completamente arreglado -contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la escalera. -¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que se hace por los demás -dijo el Molinero. -Realmente es un privilegio oírte hablar -respondió el pequeño Hans, sentándose y enjugándose e! sudor de la frente- Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré unas ideas tan bonitas como las tuyas. -Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas -dijo el Molinero- De momento, tienes sólo la práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría. -¿De verdad crees que la tendré? -preguntó el pequeño Hans. -No tengo la menor duda -contestó el Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías ir a casa a descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al monte. El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó todo el día subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado el día. -¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar. Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no había manera de dedicarse a las flores, pues siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que le ayudara en el molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus flores creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de que el Molinero era su mejor amigo. -Además -solía decir- va a darme su carretilla y eso es un acto de verdadera generosidad. Así que el pequeño Hans seguía trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para poderlas leer por la noche, pues era un alumno muy aplicado. Y sucedió que una noche estaba Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la puerta. Era una noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la tormenta. Pero enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros. «Será algún pobre viajero», pensó Hans; y corrió a abrir la puerta. Allí estaba el Molinero con un farol en una mano y un gran bastón en la otra. -¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído de la escalera y está herido y voy en busca del médico. Pero vive tan lejos y está la noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a darte la carretilla, así que sería justo que a cambio hicieras algo por mí. -Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-. Considero un honor que acudas a mí. Ahora mismo me pongo en camino; pero préstame el farol, pues la noche está tan oscura que tengo miedo de que pueda caerme al canal. -Lo siento mucho -le contestó el Molinero-, pero el farol es nuevo. Sería una gran pérdida, si le pasara algo. -Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él -exclamó el pequeño Hans. Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de lana bien calentito, se enrolló una bufanda al cuello y salió en busca del médico. ¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y el viento era tan fuerte, que le costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo era muy valiente, y después de haber caminado alrededor de tres horas llegó a casa del médico y llamó a la puerta. -¿Quién es? -gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio. -Soy yo, el pequeño Hans. -¿Y qué quieres, pequeño Hans? -El hijo del Molinero se ha caído de una escalera, y está herido, y el Molinero dice que vaya usted enseguida. -¡Está bien! -dijo el médico. Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el farol, bajó las escaleras y salió al trote hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le siguió con dificultad. Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no veía por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha del caballo. Al cabo de un rato se perdió y estuvo dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy peligroso, lleno de hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos cabreros encontraron su cuerpo flotando en una charca y se lo llevaron a casa. Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans, porque era una persona muy conocida; y allí estaba el Molinero, presidiendo el duelo. -Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe el sitio de honor -dijo el Molinero. Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre envuelto en una capa negra muy larga y, de vez en cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo. -Ha sido una gran pérdida para todos nosotros -dijo el herrero, cuando hubo terminado el entierro y todos estaban cómodamente sentados en la taberna, bebiendo ponche y comiendo pasteles. -Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el Molinero-, porque resulta que le había hecho el favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa me estorba y está en tal mal estado, que no creo que me den nada por ella, si quiero venderla. Pero, de ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver a regalar nada. Hace uno un favor y mira cómo te lo pagan. -¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua, después de una larga pausa. -Luego, nada. Éste es el final -dijo el Pinzón. -Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la Rata de Agua. -Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy seguro -contestó el Pinzón. -Entonces, es evidente que no tiene usted sentimientos -dijo la Rata de Agua. -Me temo que no ha comprendido usted la moraleja del cuento -observó el Pinzón. -¿La qué? -gritó la Rata de Agua. -La moraleja. -¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja! -Pues sí -dijo el Pinzón. -¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes de empezar. Y así me habría ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el crítico: «¡Psss!» Aunque aún estoy a tiempo de decírselo. Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!», hizo un movimiento brusco con la cola y se metió en su agujero. -¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? -preguntó la Pata, que llegó chapoteando unos minutos después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo sentimientos maternales y no puedo ver a un solterón sin que se me salten las lágrimas. -Siiento mucho haberle molestado -contestó el Pinzón-. El hecho es que le conté un cuento con moraleja. -Ah, pues eso es siempre muy peligroso -dijo la Pata. Y yo estoy de acuerdo con ella. “The Devoted Friend”, The Happy Prince and Other Tales, 1888
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El cumpleaños de la infanta
Cuento
Una tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del “Placer que se posa un instante”. Y se fue por el mundo a buscar bronce, pues solo el bronce podía concebir su obra. Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce de la imagen del “Dolor que dura para siempre”. Era él quien había forjado esta imagen con sus propias manos, y la había puesto sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la vida, y había muerto, había puesto esta imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano que no muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para siempre. Y en el mundo entero no había más bronce que el bronce de esta imagen. Y tomó la imagen que había formado y la puso en un gran horno y se la entregó al fuego. Y con el bronce de la imagen del “Dolor que dura para siempre” esculpió una imagen del “Placer que se posa un instante”. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El discípulo
Minicuento
Capítulo I Era la última recepción que daba lady Windermere antes de Semana Santa, y los salones de Bentinck House se hallaban más concurridos que nunca. Acudieron seis ministros, tras hacer acto de presencia en el evento del presidente de la Cámara de los Comunes, ostentando sus cruces y sus bandas, y todas las mujeres bonitas lucían sus prendas más elegantes. Al final de la galería de retratos se encontraba la princesa Sophia de Carlsrühe, una gruesa dama de aspecto tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto se decía. Realmente se apreciaba allí una singular mezcolanza de personas. Espléndidas esposas de pares del reino charlaban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos; una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, disfrazados de artistas, y se decía que el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En pocas palabras: era una de las más deslumbrantes veladas de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media. Justo después de su marcha, lady Windermere volvió a la galería de retratos, en la que un famoso economista estaba explicando con aire solemne la teoría científica de la música a un virtuoso húngaro espumeante de indignación, y se puso a hablar con la duquesa de Paisley. Lady Windermere estaba maravillosamente bella con su esbelto cuello marfileño, sus grandes ojos azules color nomeolvides y sus espesos bucles dorados. Cabellos de or pur, no como esos de tono pajizo que usurpan hoy día su refinada denominación, sino cabellos de un oro como tejido con rayos de sol o bañados en un ámbar insólito; cabellos que encuadraban su rostro con un nimbo de santa y, al mismo tiempo, con la fascinación de una pecadora. Lo cierto es que lady Windermere constituía un curioso caso psicológico. Desde muy joven descubrió en la vida la importante verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento; y, por medio de una serie de aventuras despreocupadas, del todo inocentes en su mayoría, logró todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado varias veces de marido. En el Debrett [es decir, el directorio donde figuran las personalidades nobles y de la alta burguesía británicas] aparecía con tres matrimonios en su haber, pero nunca cambió de amante, así que el mundo había dejado de chismorrear a cuenta suya desde hacía tiempo. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y poseía esa pasión desordenada por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud. De repente, miró con ansiedad a su alrededor, y preguntó con su clara voz de contralto: —¿Dónde está mi quiromante? —¿Su qué…, Gladys? —exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario. —Mi quiromante, duquesa. Me es imposible vivir ya sin él. —¡Querida Gladys! Usted siempre tan original… —murmuró la duquesa, intentando recordar qué era exactamente un quiromante, y confiando en que no sería lo mismo que un manicuro. —Viene a leer mi mano dos veces por semana —prosiguió lady Windermere—, y le interesa muchísimo. “¡Dios mío! —pensó la duquesa—. Debe de ser una especie de manicuro. ¡Es atroz! Supongo que por lo menos será extranjero. Así no resultará tan desagradable”. —Tengo que presentárselo a usted —dijo lady Windermere. —¡Presentármelo! —exclamó la duquesa—. ¿Quiere usted decir que está aquí? Empezó a buscar a su alrededor tras su abanico de carey y su chal de encaje antiquísimo, como preparándose para huir a la primera alarma. —Claro que está aquí; no se me ocurriría dar una reunión sin él. Dice que tengo una mano esencialmente psíquica, y que si mi dedo pulgar fuera un poquito más corto, sería yo una pesimista convencida y estaría recluida en un convento. —¡Ah, sí! —profirió la duquesa, ya más tranquila—. Dice la buenaventura, ¿no es eso? —Y la mala también —respondió lady Windermere—, y muchas cosas por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peligro, en tierra y por mar. Tendré pues que vivir en globo. Todo eso está escrito aquí, sobre mi dedo menique… O en la palma de mi mano, no recuerdo bien. —Pero realmente eso es tentar a la providencia, Gladys. —Mi querida duquesa: la providencia puede resistir, seguro, a la tentación en estos tiempos. Creo que todos deberían hacerse leer sus manos una vez al mes, con objeto de enterarse de lo que les está prohibido. Claro es que todos seguirían haciendo lo mismo, pero ¡resulta tan agradable saber lo que va a ocurrir! Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar ahora al señor Podgers, iré yo misma. —Permítame que me encargue de ello, lady Windermere —dijo un muchacho alto y distinguido que las acompañaba y seguía la conversación con sonrisa divertida. —Muchas gracias, lord Arthur; pero temo que no le reconozca usted. —Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no podrá escapárseme. Dígame solo cómo es, y dentro de un momento se lo traeré. —Bien, no tiene nada de quiromante; quiero decir que no tiene nada de misterioso, nada esotérico, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una cabeza cómicamente calva y grandes gafas de oro; un personaje entre médico y notario pueblerino. Siento que sea así, pero no tengo yo la culpa. ¡Es tan absurda la gente! Todos mis pianistas tienen aspecto de poetas, y todos mis poetas, aspecto de pianistas. Recuerdo ahora que la última temporada invité a comer a un tremendo conspirador, un hombre que había hecho volar con dinamita a infinidad de gente y que vestía siempre una cota de malla y un puñal escondido en la manga. Pues bien; sepan ustedes que, a pesar de todo, tenía el total aspecto de un sacerdote bondadoso y anciano, y durante toda la noche se mostró muy chistoso; lo cierto es que resultó muy divertido, encantador; pero yo me sentí cruelmente desilusionada, y cuando le pregunté por su cota de malla, se contentó con reírse y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra. ¡Ah, ya está aquí el señor Podgers! Bueno; desearía, señor Podgers, que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley. Duquesa, ¿quiere usted quitarse el guante? No, el de la izquierda, no; el de la derecha. —Mi querida Gladys: no creo que esto sea del todo correcto —dijo la duquesa, desabrochando con desgana un guante de cabritilla bastante sucio. —Lo que es interesante no es nunca correcto —dijo lady Windermere—: on a fait le monde ainsi [es decir, el mundo lo han hecho así]. Pero tengo que presentarles: señor Podgers, mi quiromante favorito; la duquesa de Paisley. Como le diga a usted que tiene el «monte de la luna» más desarrollado que el mío, no volveré a creerle nunca. —Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano —dijo la duquesa en tono grave. —Su Excelencia está en lo cierto —replicó el señor Podgers, echando un vistazo sobre la manita regordeta de dedos cortos—: el «monte de la luna» no está desarrollado. Sin embargo, la línea de la vida es excelente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca… Gracias. Tres rayas clarísimas en la rascette [es decir, la unión entre la palma de la mano y el antebrazo]. Vivirá usted hasta una edad avanzada, duquesa, y será extraordinariamente feliz. Ambición moderada; línea de la inteligencia sin exageración, línea del corazón… —Sea usted indiscreto sobre este punto, señor Podgers —interrumpió lady Windermere. —Nada sería tan agradable para mí —replicó el señor Podgers, inclinándose— si la duquesa diese lugar a ello; pero lamento anunciar que veo una gran constancia en su afecto, combinada con un sentido muy arraigado del deber. —Tenga usted la bondad de seguir, señor Podgers —dijo la duquesa con aire satisfecho. —La economía no es la menor de las virtudes de Su Excelencia —prosiguió el señor Podgers. Lady Windermere soltó una carcajada. —La economía es una cualidad superior —observó la duquesa con agrado—. Cuando me casé, Paisley poseía once castillos y ni una casa presentable donde pudiéramos vivir. —Y ahora es dueño de doce casas y no tiene ni un castillo —exclamó lady Windermere. —Sí, querida —dijo la duquesa—; a mí me gusta… —La comodidad —terminó el señor Podgers—, y los adelantos modernos y el agua caliente en todas las habitaciones. Su Excelencia tiene perfecta razón. La comodidad es lo único bueno que ha producido nuestra civilización. —Ha descrito usted de forma admirable el carácter de la duquesa, señor Podgers. Tenga usted la bondad de contarnos ahora sobre lady Flora. Y, respondiendo a una señal de la sonriente anfitriona, una muchachita de cabellos rojos de escocesa y hombros aupados se levantó con torpeza del sofá y mostró una mano larga y huesuda, con dedos aplastados como espátulas. —¡Ah, ya veo que es una pianista! —dijo el señor Podgers—. Una excelente pianista, aunque no sea quizá una música excepcional. Muy reservada, tímida y dotada de un exaltado amor a los animales. —¡Completamente cierto! —exclamó la duquesa, volviéndose hacia lady Windermere—. Exacto del todo. Flora posee dos docenas de perros en Macloskie, y convertiría nuestra casa de Londres en una verdadera casa de fieras si su padre lo permitiese. —Pues eso es justo lo que hago yo los jueves por la noche —replicó lady Windermere, echándose a reír—. Solo que yo prefiero los leones a los perros. —Es su único error, lady Windermere —dijo el señor Podgers con una inclinación ceremoniosa. —Si una mujer no puede hacer deliciosos sus errores, es una criatura infeliz —le respondió—. Pero es preciso que lea usted otras manos. Acérquese, sir Thomas, y enséñele la suya al señor Podgers. Un señor viejo de figura distinguida, que vestía frac azul, se adelantó y ofreció al quiromante una mano ancha y ordinaria, con el dedo medio muy largo. —Carácter aventurero; cuatro largos viajes en el pasado, y uno en el porvenir. Ha naufragado tres veces… No, solo dos; pero corre el peligro de naufragar durante el próximo viaje. Firme conservador, muy puntual; tiene la manía de coleccionar curiosidades. Una enfermedad grave entre los dieciséis y los dieciocho años. Heredó una gran fortuna a los treinta. Gran aversión por los gatos y los radicales. —¡Extraordinario! —exclamó sir Thomas—. Tiene usted que leer también la mano de mi mujer. —De su segunda mujer —dijo con gravedad el señor Podgers, que seguía reteniendo la mano de sir Thomas en la suya—. Lo haré gustoso. Pero lady Marvel, una dama de aspecto melancólico, con pelo negro y pestañas de persona sentimental, se negó en rotundo a revelar su pasado o su porvenir. A pesar de todos sus esfuerzos, lady Windermere tampoco pudo conseguir que consintiera en quitarse los guantes monsieur de Koloff, el embajador de Rusia. En realidad, muchas personas temieron enfrentarse con aquel extraño hombrecillo de sonrisa estereotipada, con gafas de oro y ojos de un brillo de azabache. Y cuando reveló a la pobre lady Fermor en voz alta y delante de todos que le interesaba poquísimo la música, pero que le volvían loca los músicos, pensaron todos que la quiromancia era una ciencia peligrosa, que no se podía avivar más que en un tête-à-tête. Sin embargo, lord Arthur Savile, que no sabía nada de la desdichada particularidad de lady Fermor, y que seguía con vivísimo interés las palabras del señor Podgers, sintió una gran curiosidad por que leyese su mano. Como tenía cierta timidez en proponerse, cruzó la habitación, acercándose al sitio donde estaba sentada lady Windermere, y con una encantadora turbación, le preguntó si creía que el señor Podgers accedería a ello. —Claro que sí —dijo lady Windermere—; para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, están amaestrados y saltan por el aro cuando yo quiero. Pero debo advertirle que se lo contaré todo a Sybil. Vendrá mañana a comer conmigo para hablar de sombreros, y si el señor Podgers descubre que tiene usted mal carácter, propensión a la gota o una mujer en Bayswater [el barrio londinense donde solían residir a principios de este siglo las queridas de la aristocracia], no dejaré de hacérselo saber. Lord Arthur inclinó la cabeza, sonriendo. —Eso no me asusta —contestó—. Sybil me conoce tan bien como yo a ella. —¡Ah! De veras que lo lamento. La mejor base del matrimonio es la incomprensión mutua. Y no es que yo sea cínica, solo que tengo experiencia, lo cual es, con mucha frecuencia, lo mismo. Señor Podgers, lord Arthur Savile se muere de ganas de que lea usted su mano. No le diga que es el prometido de una de las muchachas más bonitas de Londres, porque hace ya un mes que el Morning Post publicó esa noticia. —Mi querida lady Windermere —exclamó la marquesa de Jedburgh—, tenga la bondad de permitir al señor Podgers que se quede aquí un minuto más. Está diciéndome que acabaré en un escenario, y esto me interesa en sumo grado… —Si le ha dicho a usted eso, lady Jedburgh, no vacilaré en llamarle. Venga de inmediato, señor Podgers, y lea la mano de lord Arthur. —Bueno —dijo lady Jedburgh, haciendo una leve moue [es decir, un mohín de disgusto] mientras se levantaba del sofá—; si no me está permitido salir a escena, supongo que me dejarán asistir al espectáculo. —Por supuesto; vamos a asistir todos a la representación —replicó lady Windermere—. Señor Podgers, continúe usted y díganos algo bueno de lord Arthur, que es uno de mis más estimados favoritos. Pero en cuanto el señor Podgers examinó la mano de lord Arthur, palideció de un modo extraño y no dijo nada. Pareció recorrerle un escalofrío; sus espesas cejas temblaron de forma convulsiva con aquella singular contracción tan irritante que le dominaba cuando estaba turbado. Gruesas gotas de sudor brotaron entonces de su frente amarillenta, como un rocío envenenado, y sus manos carnosas se pusieron frías y viscosas. Lord Arthur no dejó de notar aquellos extraños signos de agitación, y por primera vez en su vida tuvo miedo. Su primer impulso fue escapar del salón, pero se contuvo. Mejor era conocer la verdad, por mala que fuese, que permanecer en aquella incertidumbre. —Estoy esperando, señor Podgers —dijo. —Esperamos todos —exclamó lady Windermere con su tono vivo, impaciente; pero el quiromante no contestó. —Creo que lord Arthur va a terminar en un escenario —dijo lady Jedburgh—, y que, después de oír a lady Windermere, el señor Podgers no se atreve a decírselo. De pronto, el señor Podgers dejó caer la mano derecha de lord Arthur y le asió la izquierda con fuerza, doblándose tanto para examinarla que la montura de oro de sus gafas pareció rozar la palma. Durante un momento su cara fue una máscara lívida de horror; pero recobró enseguida su sangre fría, y mirando a lady Windermere, le dijo con una sonrisa forzada: —Es la mano de un muchacho encantador. —En efecto —contestó lady Windermere—; pero ¿será un marido encantador? Eso es lo que necesito saber. —Todos los muchachos encantadores lo son también como maridos —repuso el señor Podgers. —No creo que un marido deba ser demasiado seductor —exclamó lady Windermere—. Pero lo que quiero son detalles; lo único interesante son los detalles. ¿Qué le sucederá a lord Arthur? —Pues que dentro de unos meses ha de emprender un viaje… —Claro: el de su luna de miel. —Y que perderá un pariente. —Confío en que no será su hermana —dijo lady Jedburgh con tono compasivo. —Seguro que su hermana no —respondió el señor Podgers, tranquilizándola con un gesto—. Será solo un pariente lejano. —Bueno, me siento cruelmente desilusionada —dijo lady Windermere—. No podré contarle nada a Sybil mañana. ¿Quién se preocupa hoy de los parientes lejanos? Hace ya muchos años que pasaron de moda. A pesar de lo cual, supongo que Sybil hará bien en comprarse un vestido de seda negro; siempre podrá servirle para ir a la iglesia. Y ahora vamos a cenar algo. Se lo habrán comido todo, pero aún encontraremos una taza de caldo caliente. François preparaba antes un caldo riquísimo, pero ahora le veo tan preocupado por la política que nunca estoy segura de nada con él. De verdad quisiera que el general Boulanger se quedara callado. Duquesa, tengo la seguridad de que está usted fatigada. —En absoluto, mi querida Gladys —respondió la duquesa, dirigiéndose hacia la puerta—. Me he divertido muchísimo; su manicuro, no, su quiromante, es de gran interés. Flora, ¿dónde podrá estar mi abanico de carey? ¡Oh, gracias, sir Thomas; mil gracias! ¿Y mi chal de encaje, Flora? ¡Oh, gracias, sir Thomas! Es usted muy amable. Y la digna dama terminó de bajar la escalera sin dejar caer más que dos veces su frasquito de esencia. Entretanto, lord Arthur Savile había permanecido en pie cerca de la chimenea, oprimido por el mismo sentimiento de terror, por la misma preocupación enfermiza respecto a un negro porvenir. Sonrió con tristeza a su hermana cuando pasó a su lado del brazo de lord Plymdale, luciendo preciosa su vestido de brocado rosa y sus perlas, y casi no oyó a lady Windermere, que le invitaba a seguirla. Pensó en Sybil Merton, y a la sola idea de que pudiera interponerse algo entre ellos dos, se le llenaron los ojos de lágrimas. Quien le hubiese mirado habría dicho que Némesis se había apoderado del escudo de Palas Atenea, mostrándole la cabeza de la Gorgona. Parecía petrificado, y su cara presentaba el aspecto de un mármol melancólico. Había vivido la vida delicada y lujosa de un joven bien nacido y rico; una vida exquisita, libre de toda baja inquietud, de una bella despreocupación infantil. Y ahora, por primera vez, tomaba conciencia del terrible misterio del Destino, de la espantosa idea de la Fatalidad. ¡Qué disparatado y monstruoso le parecía todo aquello! ¿Podría ser que lo que estaba escrito en su mano con caracteres que él no sabía leer, pero que otro descifraba, fuese el terrible secreto de alguna culpa, el signo sangriento de algún crimen? ¿No habría escape? ¿No somos entonces más que peones de ajedrez puestos en juego por una fuerza invisible, más que vasijas que el alfarero modela a su gusto, por honor o descrédito? Su razón se rebelaba contra aquel pensamiento; y, sin embargo, sentía una tragedia suspendida sobre su vida, como si de repente estuviera destinado a soportar una carga intolerable. Los actores son gentes dichosas. Pueden elegir entre representar la tragedia o la comedia, el dolor o la diversión; entre hacer reír o hacer llorar. Pero en la vida real es muy distinto. Infinidad de hombres y mujeres se ven obligados a representar papeles para los cuales no estaban designados. Nuestros Guildenstern hacen de Hamlets, y nuestros Hamlets intentan bromear como el príncipe Hal. El mundo es un escenario, pero la obra tiene un reparto deplorable. De pronto el señor Podgers entró en el salón. Al ver a lord Arthur se detuvo, y su carnosa faz ordinaria tomó un tinte amarillo verdoso. Los ojos de los dos hombres se encontraron, y hubo un momento de silencio. —La duquesa se ha dejado aquí uno de sus guantes, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve —dijo, por fin, el señor Podgers—. ¡Ah, allí lo veo, sobre el sofá! Buenas noches. —Señor Podgers, no tengo más remedio que insistir en que me dé una respuesta categórica a la pregunta que voy a hacerle. —En otra ocasión, lord Arthur. La duquesa me espera; debo reunirme con ella. —No irá usted. La duquesa no tiene prisa. —Las mujeres no acostumbran a esperar —dijo el señor Podgers con una sonrisa forzada—. El bello sexo es impaciente. Los labios bellamente cincelados de lord Arthur se plegaron con altivo desdén. La pobre duquesa le parecía de poquísima importancia en aquel momento. Cruzó el salón, llegó hasta donde se había detenido el señor Podgers y le alargó su mano derecha. —¡Dígame lo que ve usted aquí! ¡Dígame la verdad! Quiero saberla. No soy un niño. Los ojos del señor Podgers parpadearon tras sus gafas de oro, y se balanceó con aire turbado sobre uno y otro pie mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con la brillante cadena de su reloj. —¿Por qué cree usted, lord Arthur, que he visto en su mano algo más de lo que le he dicho? —Sé que ha visto usted algo más, e insisto en que me lo diga. Le pagaré con un cheque de cien guineas. Los ojillos verdes del señor Podgers relampaguearon durante un segundo, y luego volvieron a quedarse inexpresivos. —¿Cien guineas? —preguntó, por fin, el señor Podgers en voz baja. —Sí, cien guineas. Le enviaré un cheque mañana. ¿Cuál es su club? —No pertenezco a ningún club; es decir, no por el momento. Pero mis señas son… Permítame que le dé una tarjeta. Y sacando del bolsillo del pecho una cartulina de cantos dorados, se la alargó con una profunda inclinación a lord Arthur, que leyó lo siguiente: SEPTIMUS R. PODGERS Quiromante profesional 103a West Moon Street —Recibo de diez a cuatro —murmuró el señor Podgers con un tono mecánico—, y hago descuentos a las familias. —¡Dese prisa! —gritó lord Arthur, poniéndose muy pálido y tendiéndole la diestra. El señor Podgers miró a su alrededor con gran agitación, y corrió la pesada portière [la cortina gruesa que se utiliza para tapar la puerta de una habitación] sobre la puerta. —La cosa durará un poco, lord Arthur. Mejor hará usted en sentarse. —¡Dese prisa, caballero! —gritó de nuevo lord Arthur, colérico, pataleando con violencia el suelo encerado. El señor Podgers sonrió, y, sacando de su bolsillo una lente pequeña, se puso a limpiarla cuidadosamente con el pañuelo. —Ya estoy preparado y a su disposición —dijo. Capítulo II Diez minutos más tarde, lord Arthur Savile, con la cara lívida de terror y los ojos enloquecidos de angustia, se precipitaba fuera de Bentinck House. Se abrió paso entre el tropel de lacayos, cubiertos de pieles, que esperaban bajo la marquesina del gran pabellón, y parecía no ver ni oír nada en absoluto. La noche era muy fría, y las lámparas de gas de alrededor de la plaza centelleaban, vacilantes, bajo los latigazos del viento; pero él sentía en sus manos un calor febril, y las sienes le ardían como brasas. Andaba zigzagueando por la acera, como un beodo. Un policía le miró con curiosidad al pasar, y un mendigo que surgió del quicio de un portal para pedirle limosna, retrocedió aterrado al contemplar un infortunio mayor que el suyo. En un momento dado, lord Arthur Savile se detuvo debajo de un farol y se miró las manos. Creyó ver la mancha de sangre que las delataba, y un débil grito brotó de sus labios trémulos. ¡Asesino! Esta era la palabra que había leído el quiromante en ellas. ¡Asesino! La noche misma parecía saberlo, y el viento desolado la aullaba en sus oídos. Los rincones oscuros de las calles estaban preñados de aquella acusación, que le sonreía desde los tejados. Primero se dirigió a Hyde Park, cuyo boscaje sombrío parecía fascinarle. Se apoyó en la verja con aire extenuado, refrescando su frente con la humedad del hierro y escuchando el silencio rumoroso de los árboles. «¡Asesino! ¡Asesino!», se repitió, como si por dirigirse de nuevo la acusación pudiera atenuar el sentido de la palabra. El sonido de su propia voz le hizo estremecer, y, a pesar de ello, casi deseó que el eco lo escuchase y despertara de sus sueños a la ciudad adormecida. Sentía impulsos de detener al primer transeúnte que pasara y contárselo todo. Después siguió su marcha vagando a lo largo de Oxford Street, adentrándose en callejuelas estrechas e ignominiosas. Dos mujeres de cara pintarrajeada se mofaron de él a su paso. De un patio lóbrego llegó hasta sus oídos un ruido de juramentos y de golpes, seguidos de gritos penetrantes. Y apretujadas bajo una puerta húmeda y fría, vio las espaldas arqueadas y los cuerpos agotados de la pobreza y la decrepitud. Le sobrecogió una extraña piedad. Aquellos hijos del pecado y de la miseria, ¿estaban fatalmente predestinados como él? ¿Acaso no eran, como él, muñecos de un guiñol monstruoso? Y, sin embargo, no fue el misterio, sino la comedia del sufrimiento la que le conmovió con su absoluta inutilidad y su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente y qué desprovisto de armonía le pareció todo! Le dejó atónito el desacuerdo entre el optimismo superficial de nuestro tiempo y la realidad de la vida. Era todavía muy joven. Al cabo de un rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calle, silenciosa, parecía una larga cinta de plata bruñida, moteada aquí y allá por los oscuros arabescos de las sombras movedizas. A lo lejos se curvaba la línea de luces de los vacilantes faroles de gas, y ante una casita rodeada por un muro estaba detenido un solitario coche de alquiler, cuyo cochero dormía en el interior. Lord Arthur se dirigió con paso rápido en dirección a Portland Place, observando a cada momento a su alrededor, como si temiera que le siguiesen. En la esquina de Rich Street había dos hombres leyendo un anuncio en una valla. Un extraño sentimiento de curiosidad le dominó, y cruzó la calle. Ya cerca, la palabra «asesino», impresa en letras negras, hirió sus ojos. Se estremeció, y una oleada de rubor tiñó sus mejillas. Se trataba de un bando ofreciendo una recompensa a quien facilitase detalles que cooperasen a la detención de un individuo de estatura regular, de entre treinta y cuarenta años, que vestía un sombrero blanco de alas levantadas, una chaqueta negra y unos pantalones escoceses, y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lord Arthur leyó y releyó el anuncio. Se preguntó si aquel hombre sería detenido y cómo se había hecho aquella cicatriz. ¡Quizá algún día su nombre se vería expuesto de igual modo en los muros de Londres! ¡Quizá algún día pondrían también precio a su cabeza! Aquel pensamiento le dejó descompuesto de horror, y, volviéndose sobre sus talones, huyó en la noche. No sabía apenas dónde estaba. Recordaba confusamente haber vagado por un laberinto de casas sórdidas, perderse en una gigantesca maraña de calles sombrías, y empezaba a despuntar el alba cuando se dio cuenta, por fin, de que se hallaba en Piccadilly Circus. Al poco rato, cuando cruzaba por Belgrave Square, se encontró con los grandes camiones de transporte que se dirigían al mercado de Covent Garden. Los carreteros con sus blusas blancas y sus rostros agradables, bronceados por el sol, de revueltos cabellos rizados, apresuraban con vigor el paso restallando sus fustas y hablándose a gritos. Sobre el lomo de un enorme caballo gris, el primero de la recua, iba montado un mozo mofletudo con un ramito de prímulas en su sombrero de alas caídas, agarrándose con mano firme a las crines y riendo a carcajadas. En la claridad matinal los grandes montones de legumbres destacaban como bloques de verde jade sobre los pétalos rosados de una flor mágica. Lord Arthur experimentó un sentimiento de viva conmoción, sin que pudiese decir por qué. Había algo en la delicada belleza del alba que le emocionaba inefablemente, y pensó en todos los días que despuntan y mueren en medio de la tempestad. Aquellos hombres rudos, con sus voces broncas, su grosero buen humor y su andar perezoso, ¡qué Londres más extraño veían! ¡Un Londres preñado de los crímenes nocturnos y del humo del día; una ciudad pálida, fantasmagórica; una ciudad desolada de tumbas! Se preguntó lo que pensarían de ella y si sabrían algo de sus esplendores y sus vergüenzas, de sus goces soberbios, tan bellos de color, de su hambre atroz y de todo cuanto brota y se marchita en Londres desde la mañana hasta la noche. Tal vez para ellos era tan solo el mercado donde llevaban a vender sus productos, y en el que no permanecían más que unas horas a lo sumo, dejando a su regreso las calles todavía en silencio y las casas aún dormidas. Sintió un gran placer en verlos pasar. Por muy zafios que fuesen con sus zapatones claveteados y sus andares ordinarios, llevaban consigo algo de la Arcadia. Sintió que habían vivido con la Naturaleza, y que esta les enseñó la paz. Envidió todo aquello que ignoraban. Cuando cruzó Belgrave Square el cielo era de un azul desvanecido, y los pájaros empezaban a piar en los jardines. Capítulo III Cuando despertó lord Arthur estaba ya muy avanzada la mañana, y el sol de mediodía se filtraba a través de las cortinas de seda marfileña de su dormitorio. Se levantó y fue a mirar por el ventanal. Una vaga neblina de calor flotaba sobre la gran ciudad, y los tejados de las casas parecían de plata oxidada. Por el césped tembloroso de la plaza de abajo se perseguían unos niños como mariposas blancas, y las aceras estaban llenas de gente que se dirigía a Hyde Park. Nunca le pareció la vida tan hermosa ni tan alejada de él la maldad. En aquel momento su ayuda de cámara le trajo una taza de chocolate sobre una bandeja. Después de tomársela, levantó una pesada cortina color albaricoque y pasó al cuarto de baño. La luz entraba con suavidad desde lo alto a través de unas delgadas hojas de ónice transparente, y el agua en la pila de mármol tenía el brillo apagado de la piedra lunar. Lord Arthur se sumergió con rapidez hasta que el agua rozó su cuello y sus cabellos; entonces metió de golpe la cabeza dentro del líquido, como si quisiera purificarse de la mancha de algún recuerdo infame. Cuando salió del baño se sintió casi serenado. El bienestar físico que había experimentado le dominó, como sucede a menudo a las naturalezas refinadas, pues los sentidos, como el fuego, pueden purificar o destruir. Después de almorzar se tumbó en un diván y encendió un cigarrillo. Sobre la repisa de la chimenea, enmarcada con un brocado antiguo finísimo, descansaba un gran retrato de Sybil Merton, tal como la vio por primera vez en el baile de lady Noel. La pequeña cabeza, de un modelado delicioso, se inclinaba ligeramente a un lado, como si el cuello, delgado y frágil como una caña, no pudiese apenas soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban un poco entreabiertos y parecían formados para la suave música, y en sus ojos soñadores se leían las sorpresas de la más tierna pureza virginal; ceñida en su vestido de blanco crespón de China, con un gran abanico de plumas en la mano, parecía una de esas delicadas figuritas que se encuentran en los bosques de olivos próximos a Tanagra; y había en su postura y en su actitud rasgos de gracia helénica. Sin embargo, no resultaba petite, sino proporcionada a la perfección, cosa rara en una edad en que tantas mujeres son, o más altas de lo debido, o insignificantes. Contemplándola en aquel momento, lord Arthur se sintió lleno de esa terrible piedad que nace del amor. Comprendió que casarse con ella teniendo el fatum [es decir, fatalidad] del delito suspendiendo sobre su cabeza sería una traición como la de Judas, un crimen peor que todos los que planearon los Borgia. ¿De qué felicidad gozarían cuando en cualquier momento podría verse forzado a ejecutar la espantosa profecía escrita en su mano? ¿Cuál sería su vida mientras el Destino mantuviese aquella terrible orden en su balanza? Era preciso a toda costa retrasar el matrimonio. Estaba completamente decidido a ello. Aunque amase con ardor a Sybil, aunque el simple contacto de sus dedos, cuando se sentaban juntos, hiciese estremecer de exquisito goce todas las fibras de su ser, no dejaba de reconocer cuál era su deber, y estaba del todo convencido de que no tenía derecho a casarse con ella mientras no cometiera el crimen. Una vez ejecutado podría presentarse ante el altar con Sybil Merton y depositar su vida en manos de la mujer amada, sin temor a remordimientos. De este modo podría estrecharla entre sus brazos, sabiendo que ella no tendría nunca que sentirse avergonzada. Pero antes tenía que cometerlo: cuanto antes lo hiciera sería mejor para ambos. Muchos, en su caso, hubiesen preferido el sendero florido del amor a la cuesta escarpada del deber; pero lord Arthur era demasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de sus principios. En su amor no había solo una simple atracción sensual: Sybil simbolizaba para él cuanto hay de bueno y de noble en el mundo. Durante un momento sintió una repugnancia instintiva hacia la tarea que el Destino le obligaba a realizar; pero enseguida se desvaneció aquella impresión. Su corazón le dijo que aquello no era un crimen, sino un sacrificio; y su razón le recordó que no le quedaba ninguna otra salida. Era preciso elegir entre vivir para él o vivir para los demás, y por terrible que fuera en realidad aquella tarea que le estaba impuesta, sabía, no obstante, que no debía permitir que el egoísmo venciera al amor. Más tarde o más temprano se nos está obligado resolver ese mismo problema, ya que a cada uno de nosotros se plantea la misma cuestión. A lord Arthur se le planteó muy pronto en la vida, antes de que el cinismo corrompiese su carácter y le convirtiera en un calculador en la edad madura, o antes de que le corroyese el corazón el egoísmo frívolo y elegante de nuestra época, y él no vaciló en cumplir su deber. Por fortuna para él, no era un simple soñador o un diletante ocioso. De serlo, habría dudado, como Hamlet, permitiendo que la irresolución destruyese su propósito. Pero era un hombre esencialmente práctico. Para él la vida representaba acción antes que pensamiento. Poseía ese don tan raro entre nosotros que se llama sentido común. Las sensaciones crueles y violentas de la noche anterior se habían borrado ahora por completo, y pensaba, casi con un sentimiento de vergüenza, en su loca caminata de calle en calle, en su terrible agonía emotiva. La misma sinceridad de su sufrimiento lo hacía ahora pasar por inexistente ante sus ojos. Se preguntaba cómo había podido ser tan loco para indignarse y desbarrar contra lo inevitable. La única cuestión que ahora parecía turbarle era cómo llevaría a cabo su obra, pues no era tan obcecado como para negar el hecho de que el crimen, como las religiones paganas, exige una víctima y un sacerdote. Como lord Arthur no era un genio, no tenía enemigos y, por otro lado, comprendía que no era ocasión de satisfacer un rencor o un odio personales; la misión de la que estaba encargado era de una grave y elevada solemnidad. Por consiguiente, hizo una lista de sus amigos y parientes en una hoja de un libro de notas, y después de un minucioso examen se decidió en favor de lady Clementina Beauchamp, una estimable dama, ya de edad, que vivía en Curzon Street, y que era una prima segunda por parte de su madre. Tuvo siempre un gran afecto por lady Clem, como la llamaba todo el mundo; y como era él muy rico, pues una vez alcanzó la mayoría de edad entró en posesión de la fortuna de lord Rugby, quedaba descartada la sospecha de que le acarreara ningún despreciable beneficio económico la muerte de aquella pariente. En efecto, cuanto más lo reflexionaba, más veía en lady Clem la persona que le convenía escoger; y pensando que todo aplazamiento era una mala acción con respecto a Sybil, decidió ocuparse al punto de los preparativos. Lo primero que debía hacer, sin duda, era saldar cuentas con el quiromante. Así pues, se sentó ante una mesita de Sheraton colocada frente a la ventana y escribió un cheque por ciento cinco libras, pagadero a la orden del señor Septimus Podgers; después lo metió en un sobre y ordenó a su criado que lo llevase a West Moon Street. Enseguida telefoneó a su cochero ordenando que enganchasen el cupé y se vistió para salir. Antes de salir de la habitación, dirigió una mirada al retrato de Sybil Merton, jurándose que, pasase lo que pasase, no le diría nunca lo que iba a hacer por su amor, y que guardaría el secreto de su sacrificio en el fondo de su corazón. De camino hacia el club de Buckingham se detuvo en una tienda de flores, y envió a Sybil un ramo de narcisos de bellos pétalos blancos y de pistilos parecidos a ojos de faisán. Llegado al club, fue directamente a la biblioteca, tocó el timbre y pidió al camarero que le trajese una limonada y un tratado de toxicología. Había decidido que el veneno era el instrumento que más le convenía utilizar para su enojoso trabajo. Nada le desagradaba tanto como un acto de violencia personal, y además le preocupaba mucho asesinar a lady Clementina con algún medio que pudiese llamar la atención, pues le horrorizaba la idea de convertirse en el hombre de moda en casa de lady Windermere, o de ver su nombre figurar en los sueltos de los periódicos que lee el vulgo. Necesitaba también tener en cuenta a los padres de Sybil, que, como pertenecían a un mundo un poco anticuado, podrían oponerse al matrimonio si se producía algún escándalo; aunque estaba seguro de que, si les contara todos los incidentes del suceso, serían los primeros en comprender los motivos que le impulsaban a obrar así. Tenía, pues, perfecta razón al decidirse por el veneno. Era inofensivo, seguro, silencioso, y actuaba sin necesidad de escenas penosas, por las cuales sentía él profunda aversión, como muchos ingleses. Sin embargo, no conocía nada en absoluto de la ciencia de los venenos, y como el criado era, por lo visto, incapaz de encontrar algo en la biblioteca que no fuera Ruff’s-Guide o Bailey’s Magazine [dos revistas deportivas de la época], examinó por sí mismo los estantes llenos de libros y acabó por encontrar una edición muy bien encuadernada de la Pharmacopeia y un ejemplar de la Toxicology de Erskine, editada por sir Mathew Reid, presidente de la Real Academia de Medicina y uno de los miembros más antiguos del Buckingham Club, para el que fue elegido por confusión con otro candidato, contratiempo que disgustó tanto a la junta que, cuando el candidato auténtico se presentó, fue derrotado por unanimidad. Lord Arthur se quedó desconcertadísimo ante los términos técnicos empleados en los dos libros, y empezaba a recriminarse no haber concedido más atención a sus estudios en Oxford cuando en el tomo segundo de Erskine encontró una explicación acertadísima y muy completa de las propiedades de la aconitina, redactada en un inglés clarísimo. Le pareció que aquel veneno le convenía en todos los sentidos; era muy activo, por no decir casi instantáneo, no causaba dolores y, tomado en forma de cápsula de gelatina, como recomendaba sir Mathew, era insípido al paladar. Se anotó en el puño de la camisa la dosis necesaria para causar la muerte, devolvió los libros a su sitio y se encaminó por Saint-James Street hasta Pestle & Humbey’s, el establecimiento de esos grandes farmacéuticos. El señor Pestle, que servía siempre personalmente a sus clientes de la aristocracia, se quedó muy sorprendido por su petición, y con tono amabilísimo murmuró algo respecto a la necesidad de una receta médica. Sin embargo, no bien lord Arthur le explicó que era para dárselo a un perro gran danés, del cual se veía obligado a desembarazarse porque presentaba síntomas de hidrofobia, habiendo intentado por dos veces morder a su cochero en una pantorrilla, pareció satisfecho por completo, y después de felicitar a lord Arthur por sus extraordinarios conocimientos de toxicología, confeccionó de inmediato la preparación. Lord Arthur colocó la cápsula en una linda bombonera de plata que adquirió en una tienda de Bond Street, tiró la basta cajita de Pestle & Humbey’s y se encaminó hacia la casa de lady Clementina. —Y bien, monsieur le mauvais sujet [es decir, un señor malvado] —le espetó la vieja señora al entrar él en su salón—, ¿por qué no ha venido usted a verme en todo este tiempo? —Mi querida lady Clem, no tengo nunca un rato de soledad —replicó lord Arthur con una sonrisa. —Supongo que querrás decir que te pasas los días con la señorita Sybil Merton, comprando chiffons [es decir, retales de tejidos] y diciendo tonterías. No acabo de comprender por qué la gente se alborota tanto para casarse. En mis tiempos no hubiéramos pensado nunca en exhibirnos y en bullir tanto en público y en privado por cosa tan vulgar. —Le aseguro que no he visto a Sybil desde hace veinticuatro horas, lady Clem. Que yo sepa, pertenece por completo a sus modistas. —¡Claro! Ese es el único motivo que puede traerte por casa de una mujer vieja como yo… Me extraña que vosotros los hombres no escarmentéis. On a fait des folies pour moi [se han cometido locuras por mí], y aquí me tienes hecha una pobre reumática, con pelo postizo y mal humor. Bueno, y si no fuese por esa querida lady Jansen, que me manda las peores novelas francesas que puede encontrar, no sé cómo serían mis días. Los médicos no sirven más que para sacar dinero a sus clientes. Ni siquiera pueden curar mi enfermedad del estómago. —Le traigo un remedio para ella, lady Clem —dijo con gravedad lord Arthur—. Es una cosa maravillosa, inventada por un estadounidense. —No me gustan nada los inventos estadounidenses, Arthur; no me gustan en absoluto. He estado leyendo hace poco varias de sus novelas y eran verdaderas insensateces. —¡Oh! Esto no es ninguna insensatez, lady Clem. Le aseguro que es un remedio infalible. Tiene usted que prometerme que lo probará. Y lord Arthur sacó de su bolsillo la bombonera, y se la ofreció a lady Clementina. —¡Pero es deliciosa esta bombonera, Arthur! Una verdadera joya. Eres amabilísimo. Y aquí está el remedio; parece un bombón. Voy a tomarlo ahora mismo. —¡Por Dios, lady Clem! —exclamó lord Arthur, deteniéndola—. ¡No haga usted eso! Es una medicina homeopática. Si la toma usted sin tener dolor de estómago le sentaría mal. Espere a que se presente un ataque y entonces tómesela. Quedará asombrada por el resultado. —Querría tomarla ahora —dijo lady Clementina, mirando al trasluz la capsulita transparente, con su burbuja flotante de aconitina líquida—. Estoy segura de que es deliciosa. Te lo confieso: detesto a los médicos, pero adoro las medicinas. Sin embargo, la guardaré para mi próximo ataque. —¿Y cuándo cree usted que sobrevendrá ese ataque? —preguntó lord Arthur, impaciente—. ¿Será pronto? —No lo espero hasta dentro de una semana. Ayer pasé un día malísimo, ¡pero vaya usted a saber! —¿Está usted segura entonces de padecer un ataque antes de fin de mes, lady Clem? —Mucho me lo temo. ¡Pero cuánto afecto me demuestras hoy, Arthur! La verdad es que la influencia de Sybil te resulta muy beneficiosa. Y ahora debes marcharte. Ceno con gente gris que carece de conversación bulliciosa, entretenida, y sé que si no duermo un poco antes me será imposible permanecer despierta durante la cena. Adiós, Arthur. Cariños a Sybil y un millón de gracias por tu remedio americano. —No se olvidará usted de tomarlo, ¿verdad, lady Clem? —dijo lord Arthur, levantándose. —Claro que no me olvidaré, tunante. Encuentro muy amable que te preocupes por mí. Ya te escribiré si necesito más cápsulas. Lord Arthur salió de casa de lady Clementina lleno de bríos y sintiéndose reconfortado. Aquella noche tuvo una entrevista con Sybil Merton. Le dijo que se veía de pronto en una situación horriblemente difícil, ante la cual no le permitían retroceder ni su honor ni su deber. Le explicó que era preciso aplazar la boda, pues hasta que no se encontrase exento de aquel compromiso no recobraría su libertad. Le rogó que confiase en él y que no dudase del porvenir. Todo marcharía bien, pero era necesario tener paciencia. La escena tuvo lugar en el invernadero de la residencia del señor Merton, en Park Lane, donde cenó lord Arthur como de costumbre. Sybil no se mostró nunca tan dichosa, y hubo un momento en que lord Arthur sintió la tentación de portarse como un cobarde y de escribir a lady Clementina revelándole lo de la cápsula, dejando que se produjera el casamiento, como si no existiese en el mundo el señor Podgers. No obstante, su buen criterio se impuso enseguida, y no flaqueó ni al arrojarse Sybil llorando a sus brazos. La belleza que hacía vibrar sus sentidos despertó del mismo modo su conciencia. Comprendió que perder una vida tan hermosa por unos cuantos meses de placer era realmente una acción feísima. Estuvo con Sybil hasta cerca de medianoche, consolándola y recibiendo ánimos de su parte. Y al día siguiente, muy temprano, salió para Venecia, después de haber escrito al señor Merton una carta varonil y entera respecto al aplazamiento necesario de la boda. Capítulo IV En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos semanas encantadoras. Por la mañana montaban a caballo por el Lido o iban de un lado para otro por los canales verdes en su alargada góndola negra; por la tarde solían recibir visitas a bordo del yate, y por la noche cenaban en Florian’s y fumaban innumerables cigarrillos paseando por la plaza. A pesar de todo, lord Arthur no era feliz. Todos los días recorría la columna de defunciones del Times, esperando encontrar la noticia de la muerte de lady Clementina, pero siempre sufría una decepción. Empezó a temer que le hubiese ocurrido algún accidente, y sintió muchas veces no haberle dejado tomar la aconitina cuando quiso ella probar sus efectos. Las cartas de Sybil, aunque llenas de amor, de confianza y de ternura, tenían con frecuencia un tono triste, y a veces pensaba que se había separado de ella para siempre. Al cabo de quince días, lord Surbiton se cansó de Venecia y decidió recorrer la costa hasta Rávena, pues oyó decir que había mucha caza en el Pinetum. Lord Arthur, al principio, se negó de forma tajante a acompañarle; pero Surbiton, a quien quería muchísimo, le persuadió por fin de que si seguía viviendo en el hotel Danieli se moriría de tedio, y el día 15, por la mañana, se dieron a la vela con un fuerte viento nordeste y un mar bastante picado. La travesía fue agradable, y la vida al aire libre hizo que reaparecieran los frescos colores en las mejillas de lord Arthur, pero hacia el día 22 volvieron a invadirle sus preocupaciones con respecto a lady Clementina, y, a pesar de las exhortaciones de Surbiton, regresó en tren a Venecia. Cuando desembarcó de su góndola en los escalones del hotel, el dueño fue a su encuentro llevando un telegrama. Lord Arthur se lo arrebató de las manos y lo abrió, rasgándolo con brusco ademán. ¡Éxito total! Lady Clementina había muerto de repente, por la noche, cinco días antes. El primer pensamiento de lord Arthur fue para Sybil, y le envió un telegrama anunciándole su regreso inmediato a Londres. Enseguida ordenó a su criado que preparase el equipaje para el rápido de aquella noche, quintuplicó la propina a su gondolero y subió hacia su habitación con paso ligero y corazón alegre. Allí le esperaban tres cartas. Una de Sybil llena de cariño, con un pésame muy sentido; las otras, de la madre de Arthur y del notario de lady Clementina. Parecía ser que la vieja señora cenó con la duquesa la noche antes de su muerte. Encantó a todo el mundo con su gracejo y esprit, pero se retiró temprano, quejándose de dolor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su lecho, sin que pareciese haber sufrido en modo alguno. Se avisó entonces a sir Mathew Reid, pero era ya inútil, y fue enterrada en Beauchamp Chalcote el día 22. Pocos días antes de su muerte escribió su testamento. Dejaba a lord Arthur su casita de Curzon Street, todo su moblaje, sus efectos personales, su galería de cuadros, menos la colección de miniaturas, que legaba a su hermana lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que dejaba a Sybil Merton. El inmueble no valía mucho, pero el señor Mansfield, el notario, deseaba vivamente que acudiese lord Arthur lo antes posible porque había muchas deudas que pagar, ya que lady Clementina no pudo mantener nunca sus cuentas en regla. A lord Arthur le conmovió mucho aquel buen recuerdo de lady Clementina, y pensó que el señor Podgers tenía que asumir una grave responsabilidad en aquel asunto. Su amor por Sybil dominó, sin embargo, cualquier otra emoción, y la plena conciencia de que había cumplido su deber le tranquilizó y le dio ánimos. Al llegar a Charing Cross ya se sentía dichoso por completo. Los Merton le recibieron muy afectuosos. Sybil le hizo prometer que no toleraría ningún obstáculo que se interpusiera entre ellos y quedó fijada la boda para el 7 de junio. La vida le parecía, una vez más, brillante y hermosa, y toda su antigua alegría renacía en él. Sin embargo, pocos días después, mientras lord Arthur confeccionaba el inventario de la casa de Curzon Street junto con el notario de lady Clementina y con Sybil, quemando paquetes, cartas amarillentas y desechando extrañas antiguallas, la joven lanzó de pronto un grito de alegría. —¿Qué has encontrado, Sybil? —inquirió lord Arthur, levantando la cabeza y sonriendo. —Esta bombonerita de plata. ¡Es preciosa! Parece holandesa. ¿Me la regalas? Las amatistas no me sentarán bien, creo yo, hasta que tenga ochenta años. Era la cajita con la cápsula de aconitina. Lord Arthur se estremeció, y un rubor repentino inflamó sus mejillas. Ya casi no se acordaba de lo que había hecho, y le pareció una extraña coincidencia que fuese Sybil, por cuyo amor pasó todas aquellas angustias, la primera en recordárselo. —Tuya es, desde luego. De hecho fui yo quien se la regaló a lady Clem. —¡Oh, gracias, Arthur! ¿Y este bonbon, me lo das también? No sabía que le gustasen los dulces a lady Clementina. La creía demasiado intelectual. Lord Arthur se puso pálido como un muerto, y una idea horrible cruzó por su imaginación. —¡Un bonbon, Sybil! ¿Qué quieres decir? —preguntó con voz ronca y apagada. —Sí; hay un bombón dentro, uno solo, rancio ya y sucio… No me resulta nada apetitoso. Pero ¿qué sucede, Arthur? ¡Estás muy pálido! Lord Arthur saltó de su silla y cogió la bombonera. Dentro se hallaba la píldora ambarina, con su glóbulo de veneno. ¡A pesar de todos sus esfuerzos, lady Clementina había fallecido de muerte natural! La conmoción que le produjo aquel descubrimiento fue superior a sus fuerzas. Tiró la píldora al fuego y se desplomó sobre el sofá con un grito desesperado. Capítulo V El señor Merton se quedó muy desconsolado ante aquel segundo aplazamiento, y lady Julia, que había encargado ya su vestido para la boda, hizo todo cuanto pudo por convencer a Sybil de la necesidad de una ruptura. A pesar del inmenso cariño que Sybil profesaba a su madre, había entregado su vida a lord Arthur, y nada de lo que le dijo aquella pudo torcer su voluntad. En cuanto a lord Arthur, necesitó varios días para reponerse de su cruel decepción, y por espacio de una temporada tuvo los nervios descompuestos. Sin embargo, recobró pronto su excelente sensatez, y su criterio sano y práctico no le dejó titubear durante mucho tiempo sobre la conducta a seguir. Ya que el veneno había fallado por completo, era preciso emplear la dinamita, o cualquier otro explosivo de este género. Así pues, examinó de nuevo la lista de sus amigos y parientes, y después de maduras reflexiones decidió volar a su tío, el deán de Chichester. A este, que era un hombre de gran cultura y talento, le entusiasmaban los relojes. Tenía una colección maravillosa de esos aparatos, colección que abarcaba desde el siglo XV hasta nuestros días. Le pareció a lord Arthur que aquella afición del bonachón deán le proporcionaba una excelente base para realizar sus planes. Pero agenciarse una máquina explosiva era ya otra cosa. El London Directory [la guía de direcciones para el comercio inglés] no le ofrecía ninguna indicación respecto a ello, y pensó que le reportaría muy poca utilidad dirigirse a Scotland Yard: allí no se enteran nunca de los hechos y movimientos de los dinamiteros sino después de una explosión, y ni siquiera entonces. De pronto pensó en su amigo Rouvaloff, un joven ruso de tendencias muy revolucionarias, a quien conoció el invierno anterior en casa de lady Windermere. El conde de Rouvaloff estaba escribiendo una vida de Pedro el Grande. Fue a Inglaterra con el propósito de estudiar los documentos referentes a la estancia del zar en ese país, en calidad de carpintero naval, pero todos sospechaban que era agente nihilista [el movimiento intelectual revolucionario ruso en contra de toda forma de autoridad ejercida por el Estado contra el individuo], y era evidente que la embajada rusa no veía con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que aquel era el hombre que le convenía, y una mañana se dirigió a su casa de Bloomsbury para pedirle consejo y ayuda. —¿Al fin piensa usted ocuparse seriamente de política? —preguntó el conde de Rouvaloff cuando lord Arthur le expuso el objeto de su visita. Pero este, que detestaba las fanfarronadas, se creyó en la obligación de explicarle que las cuestiones sociales no ofrecían el menor interés para él, y que necesitaba un explosivo para un asunto puramente familiar. El conde de Rouvaloff le contempló un momento lleno de sorpresa, y luego, viendo que hablaba en serio, escribió una dirección en un pedazo de papel, firmó con sus iniciales y se lo dio a lord Arthur, diciendo: —Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esa dirección, mi querido amigo. —No la conocerán —exclamó lord Arthur echándose a reír. Y después de estrechar de forma amigable la mano del joven ruso, se precipitó a la escalera, y ordenó a su cochero que le llevase a Soho Square. Una vez allí lo despidió y siguió por Greek Street hasta llegar a un lugar llamado Bayle’s Court. Cruzó un pasaje y se encontró en un curioso cul-de-sac, que parecía ocupado por un lavadero francés, pues de una casa a otra se extendía toda una red de cuerdas cargadas de ropa blanca que agitaba el aire matinal. Lord Arthur siguió derecho hacia el final de ese secadero, y llamó a la puerta de una casita verde. Después de una corta espera, durante la cual todas las ventanas del patio se llenaron de cabezas, abrió la puerta un extranjero, de aspecto bastante hosco, que le preguntó en un malísimo inglés qué deseaba. Lord Arthur le tendió el papel que le había dado el conde de Rouvaloff. No bien lo hubo leído, el individuo se inclinó, invitando a lord Arthur a penetrar en una habitación reducidísima del piso bajo. Pocos minutos después, herr Winckelkopf, como le llamaban en Inglaterra, se precipitó en el aposento con una servilleta al cuello manchada de vino y un tenedor en la mano izquierda. —El conde de Rouvaloff —dijo lord Arthur, inclinándose— me ha dado ese papel de presentación para usted, y deseo con viveza que me conceda una breve entrevista para una cuestión de negocios. Me llamo Smith, Robert Smith, y necesito que me proporcione usted un reloj explosivo. —Encantado de recibirle, lord Arthur —replicó el malicioso y pequeño alemán, estallando de risa—. No me mire usted con esa cara de asustado. Es mi deber conocer a todo el mundo y recuerdo haberle visto a usted una noche en casa de lady Windermere; espero que Su Excelencia esté bien de salud. ¿Quiere usted acompañarme mientras termino de almorzar? Tengo un excelente pâté [pastel o tarta], y mis amigos llevan su bondad hasta afirmar que mi vino del Rin es mejor que ninguno de los que pueden beberse en la embajada de Alemania. Y antes de que lord Arthur hubiese vuelto de su asombro se encontró sentado en la salita del fondo, bebiendo a sorbos un Marcobrünner de los más deliciosos en una copa amarillo pálido, grabada con el monograma imperial, y charlando de la manera más amistosa con el famoso anarquista. —Los relojes explosivos —dijo herr Winckelkopf— no son buenos artículos para exportar, ni aun consiguiendo hacerlos pasar por la aduana. El servicio de trenes es tan irregular, que, por regla general, estallan antes de llegar a su destino. A pesar de ello, si necesita usted uno de esos aparatos para uso doméstico, puedo proporcionarle un artículo excelente, garantizándole que ha de quedar satisfecho del resultado. ¿Puedo preguntarle para qué fin piensa usted destinarlo? Si es para la policía o para alguien relacionado con Scotland Yard, lo sentiré muchísimo, pero no puedo hacer nada por usted. Los detectives ingleses son nuestros mejores amigos, y he comprobado siempre que, gracias a su estupidez, podemos hacer todo cuanto se nos antoja. No quisiera tocar ni un pelo de sus cabezas. —Le aseguro —replicó lord Arthur— que esto no tiene nada que ver con la policía. Para que usted lo sepa: el mecanismo de relojería está destinado al deán de Chichester. —¡Caramba! No podía yo imaginarme ni por lo más remoto que fuese usted tan exaltado en materia religiosa, lord Arthur. Los jóvenes de hoy no se apasionan por eso. —Creo que me alaba usted demasiado, herr Winckelkopf —dijo lord Arthur, ruborizándose—. El hecho es que soy un completo ignorante en teología. —¿Se trata entonces de un asunto meramente personal? —Meramente personal. Herr Winckelkopf se encogió de hombros y salió de la habitación. Unos minutos después reaparecía con un cartucho redondo de dinamita, del tamaño de un penique, y un precioso reloj francés, rematado por una figurita, en bronce dorado, de la Libertad aplastando a la hidra del Despotismo. El semblante de lord Arthur se iluminó de alegría al verlo. —Esto es justo lo que necesito. Y ahora dígame usted cómo estalla. —¡Ah, ese es mi secreto! —respondió herr Winckelkopf, contemplando su invento con una justa mirada de orgullo—. Dígame usted tan solo cuándo desea que estalle y regularé el mecanismo para el momento indicado. —Bueno; hoy es martes y si puede usted mandármelo enseguida… —Imposible. Tengo una infinidad de encargos; entre otros, un trabajo importantísimo para unos amigos de Moscú. Pero, a pesar de todo, se lo mandaré mañana. —¡Oh! Llegará a tiempo —dijo lord Arthur de forma cortés— si queda entregado mañana por la noche o el jueves por la mañana. En cuanto al momento de la explosión, fijémoslo para el viernes a mediodía en punto. A esa hora el deán está siempre en su casa. —¿El viernes a mediodía? —repitió herr Winckelkopf. Y tomó nota en un gran registro abierto sobre una mesa, al lado de la chimenea. —Y ahora —dijo lord Arthur levantándose— haga el favor de decirme cuánto le debo. —Muy poca cosa, lord Arthur; se lo voy a dejar al precio de coste. La dinamita vale siete chelines con seis peniques; la maquinaria de relojería, tres libras con diez chelines; y el porte, unos cinco chelines. Me complace sobremanera poder servir a un amigo del conde de Rouvaloff. —Pero ¿y su molestia, herr Winckelkopf? —¡Oh, nada! Obtengo un verdadero placer en ello. No trabajo por el dinero, vivo solo para mi arte. Lord Arthur depositó cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al pequeño alemán por su amabilidad y, rehusando lo mejor que pudo una invitación para entrevistarse con varios anarquistas en un té-merienda el sábado siguiente, salió de casa de herr Winckelkopf y se marchó al parque. Los dos días siguientes los pasó en un tremendo estado de agitación. El viernes a mediodía se dirigió al Buckingham en espera de noticias. Durante toda la tarde, el estúpido portero de servicio fijó en la tablilla telegramas de todos los lugares del país con los resultados de las carreras de caballos, las sentencias de divorcio, el estado del tiempo y otras informaciones semejantes, mientras la cinta telegráfica desenrollaba los detalles más aburridos sobre la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes y sobre un ligero ataque de pánico en la Bolsa de Londres. A las cuatro llegaron los diarios de la noche, y lord Arthur desapareció en el salón de lectura con el Pall Mall, el St. James’s, el Globe y el Echo, ante la gran indignación del coronel Goodchild, que quería leer el extracto de un discurso que había pronunciado aquella mañana en el palacio consistorial, con motivo de las misiones sudafricanas y la conveniencia de tener en cada provincia un obispo negro. Y el coronel sentía, no se sabe por qué, una gran animadversión hacia el Evening News. Ninguno de aquellos periódicos contenía, sin embargo, la menor alusión a Chichester, y lord Arthur comprendió que el atentado había fracasado. Fue para él un terrible golpe, y durante algunos minutos permaneció abatidísimo. Herr Winckelkopf, a quien visitó al día siguiente, se deshizo en excusas complicadas, comprometiéndose a proporcionarle otro reloj, que abonaría él, o una caja de bombas de nitroglicerina a precio de coste. Pero lord Arthur no tenía ya ninguna confianza en los explosivos, y herr Winckelkopf reconoció que estaba hoy día todo tan falsificado que era difícil proporcionarse hasta dinamita sin adulterar. Sin embargo, el alemán, aun admitiendo que el mecanismo de relojería podía ser defectuoso en alguna pieza, confiaba todavía en que el resorte del reloj funcionase. Citaba en apoyo de su tesis el caso de un barómetro que envió una vez al gobernador militar de Odessa, preparado para estallar al décimo día, y que permaneció imperturbable por espacio de tres meses. También era verdad que cuando estalló no hizo añicos más que a una doncella, pues el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes; pero, al menos, aquello demostraba que la dinamita, regida por un mecanismo de relojería, era un poderoso agente, aunque algo inexacto. Lord Arthur halló un poco de consuelo con aquella reflexión, pero estaba predestinado a sufrir un nuevo desengaño. Dos días después, cuando subía la escalera, la duquesa le llamó a su tocador y le enseñó una carta que acababa de recibir del deanato. —Jane me escribe unas cartas encantadoras —le dijo—; lee esta última; es tan interesante como algunas de las novelas que nos remite Mudie. Lord Arthur se la arrebató de las manos. Estaba redactada en los siguientes términos: Deanato de Chichester, 27 de mayo. Queridísima tía: Mil gracias por la franela para el asilo Dorcas, así como por la guinga. Estoy del todo de acuerdo con usted en estimar absurdo ese afán de lucir cosas llamativas; pero hoy día todo el mundo es tan radical y tan no religioso que resulta difícil hacerles ver que no deben adoptar los gustos y la elegancia de la clase alta. ¡Lo cierto es que no sé adónde vamos a llegar! Como dice papá a menudo en sus sermones, vivimos en una época de incredulidad. Hemos tenido un gran jaleo estos días con motivo de un relojito enviado a papá por un admirador desconocido el pasado jueves. Llegó de Londres, con porte pagado, en un cajoncito de madera, y papá cree que le ha sido remitido por algún oyente de su notable sermón sobre el tema “¿El libertinaje es la libertad?”, pues el reloj está coronado por una figura de mujer con un gorro frigio en la cabeza. Yo no encuentro esto muy correcto, pero papá dice que es histórico, y sus razones tendrá. Parker desembaló el objeto y papá lo colocó sobre la repisa, en la chimenea de la biblioteca. Estábamos todos sentados en esa habitación el viernes por la mañana, cuando en el preciso momento en que daba las doce el reloj, oímos como un ruido de alas, salió un poco de humo del pedestal de la figura y la diosa de la libertad se desprendió, ¡y se rompió la nariz contra el reborde de la chimenea! Maria se impresionó mucho, pero fue una cosa tan ridícula que James y yo estuvimos riéndonos un buen rato, y el mismo papá se divirtió. Cuando examinamos el reloj vimos que era una especie de despertador, y que, disponiendo la aguja sobre una hora determinada y colocando pólvora y un fulminante debajo del martillo, se producía el estallido a voluntad. Papá dijo que era un reloj demasiado ruidoso para tenerlo en la biblioteca, así es que Reggie se lo llevó al colegio y allí sigue produciendo pequeñas explosiones durante todo el día. ¿Cree usted que le gustaría a Arthur un regalo de boda así? Supongo que debe de estar muy de moda en Londres. Papá dice que estos relojes sirven para hacer un bien, porque enseñan que la libertad no es duradera, y que su reinado acaba en el desmoronamiento. Dice también papá que la libertad fue inventada en tiempos de la Revolución francesa. ¡Es una cosa atroz! Voy a ir dentro de un momento al asilo Dorcas, y les pienso leer la carta de usted, tan instructiva. ¡Qué cierta es, tía, su idea de que, dada su clase de vida, no debieran llevar lo que no les corresponde ni les sienta bien! De verdad creo que su preocupación por el vestir es absurda, habiendo tantas otras cosas graves en que pensar en este mundo y en el futuro. Me alegro mucho de que su popelín floreado sea de tan buena fábrica y de que el encaje no se rompa. El miércoles llevaré a casa del obispo el vestido de raso amarillo, que tuvo usted la amabilidad de regalarme; creo que hará un gran efecto. ¿Tiene usted lazos, tía? Jennings dice que ahora todo el mundo lleva lazos, y que las enaguas se usan encañonadas. Reggie acaba de asistir a una nueva explosión. Papá ha mandado llevar el reloj a la cuadra; me parece que no aprecia este reloj tanto como al principio, aunque le halague mucho haber recibido un regalo tan bonito e ingenioso, pues demuestra que se escuchan sus sermones y que sirven de enseñanza. Papá le envía recuerdos e igualmente James, Reggie y Maria, que esperan que tío Cecil se encuentre mejor de su gota. Ya sabe usted, querida tía, cuánto la quiere su sobrina, JANE PERCY P. D.: Dígame sobre los lazos. Jennings insiste en que están muy de moda. Lord Arthur contempló la carta con un aire tan serio y triste que la duquesa se echó a reír. —¡Mi querido Arthur! —exclamó—, ¡no volveré a enseñarte una carta de una muchacha! Pero ¿qué piensas de ese reloj? Me parece un invento verdaderamente curioso y me gustaría tener uno así. —No me inspiran gran confianza esos relojes —dijo lord Arthur con triste sonrisa. Y, después de besar a su madre, salió de la habitación. No bien llegó a la suya, se desplomó sobre un sofá con los ojos arrasados de lágrimas. Había hecho cuanto podía por cometer el crimen, pero dos veces fracasaron sus tentativas sin que él tuviese la culpa. Intentó cumplir su deber, pero parecía que el Destino le traicionaba. Estaba abrumado por el sentimiento de esterilidad de sus buenas intenciones, por la inutilidad de sus esfuerzos en un acto honrado. Quizá hubiera valido más romper su compromiso con Sybil. Ella sufría, eso sí; pero el dolor no podría aniquilar un carácter tan noble como el suyo. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre hay alguna guerra en la que un hombre puede hacerse matar, o una causa por la que puede dar su vida. Y si la vida no tenía aliciente para él, la muerte no le aterraba. ¡Que se cumpliese su Destino! No haría nada por evitarlo. Se vistió a las siete y media y se marchó al club. Allí estaba Surbiton con un grupo de jóvenes, y lord Arthur se vio obligado a cenar con ellos. Su frívola conversación, sus gestos indolentes no le interesaban, y en cuanto sirvieron el café les dejó con la disculpa de una cita. Al salir del club, el conserje le entregó una carta. Era de herr Winckelkopf, que le invitaba a ir a la noche siguiente a presenciar un paraguas explosivo que estallaba al abrirse, el último grito de los inventos, que acababa de llegar de Ginebra. Lord Arthur rompió la carta en pedazos. Estaba decidido a no realizar nuevos experimentos. Vagó luego por los muelles del Támesis, y permaneció varias horas sentado a orillas del río. La luna asomó a través de un velo de nubes rojizas, como una pupila de león, e innumerables estrellas salpicaron de lentejuelas el firmamento insondable como un polvillo dorado extendido sobre la cúpula purpúrea. De cuando en cuando una enorme barcaza se balanceaba sobre el río cenagoso y se deslizaba siguiendo la corriente. Las señales del ferrocarril, primero verdes, se volvían rojizas a medida que los trenes atravesaban el puente con estruendo. Al poco rato sonaron las doce con un ruido sordo en la torre de Westminster, y la noche pareció vibrar con cada sonora campanada. Después se apagaron las luces de la vía. Solo una siguió brillando como un gran rubí sobre un poste gigantesco, y el rumor de la ciudad fue debilitándose. A las dos, lord Arthur se levantó y se encaminó paseando hacia Blackfriars. ¡Qué irreal!, ¡qué semejante a un extraño sueño le parecía todo! Al otro lado del río las casas parecían surgir de las tinieblas. Se hubiera dicho que la plata y la oscuridad reconstruían el mundo. La enorme cúpula de St. Paul se dibujaba como un globo en la atmósfera negruzca. Al acercarse a la Aguja de Cleopatra, lord Arthur divisó a un hombre asomado al parapeto del río, y cuando llegó, la luz del farol, que caía de lleno sobre la cara, le permitió reconocerle. ¡Era el señor Podgers, el quiromante! El rostro carnoso y arrugado, las gafas de oro, la sonrisa enfermiza y la boca sensual eran inconfundibles. Lord Arthur se detuvo. Una idea brillante le iluminó como un relámpago. Se deslizó con suavidad hacia el señor Podgers y en un segundo le agarró por las piernas y lo tiró al Támesis. Se oyó una blasfemia, el ruido de un chapoteo y… nada más. Lord Arthur contempló con ansiedad la superficie del río, pero no pudo ver más que el sombrero del quiromante, que daba vueltas en un remolino de agua plateada por la luna. Al cabo de unos minutos el sombrero desapareció también y ya no quedó ninguna huella visible del señor Podgers. Hubo un momento en que lord Arthur creyó divisar una silueta gruesa y deforme que se abalanzaba hacia la escalerilla próxima al puente. Pero casi enseguida se agrandó el reflejo de aquella imagen, y cuando volvió a salir la luna, desapareció definitivamente. Entonces le pareció haber cumplido los mandatos del Destino. Lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil apareció en sus labios. —¿Se le ha caído a usted algo? —dijo de repente una voz a su espalda. Se volvió de golpe y vio a un policía con su linterna sorda. —Nada que valga la pena —contestó sonriendo; y tomando un coche que pasaba se dirigió a Belgrave Square. Los días siguientes alternó entre la alegría y la preocupación. Había momentos en que casi esperaba ver entrar al señor Podgers en su cuarto; y, sin embargo, otras veces comprendía que el Destino no podía ser tan injusto con él. Fue por dos veces a casa del quiromante, pero no pudo decidirse a tocar el timbre. Deseaba con toda su alma conocer la verdad y al mismo tiempo la temía. Y al fin la supo. Se hallaba sentado en el salón de fumar del club, y tomaba el té escuchando, aburrido, a Surbiton, que le cantaba la última canción cómica del Gaiety, cuando el criado trajo los diarios de la noche. Cogió el St. James’s, y, hojeándolo con ojos distraídos, de repente se topó con este titular: SUICIDIO DE UN QUIROMANTE Palideció de emoción y empezó a leer la noticia, que decía lo siguiente: Ayer por la mañana, a las siete, fue hallado el cuerpo del señor Septimus R. Podgers, el eminente quiromante, devuelto por el río en la ribera de Greenwich, frente al hotel Ship. Este infortunado señor desapareció hace unos días, y en los centros quirománticos se sentían vivas inquietudes respecto a su paradero. Se supone que se suicidó a influjos de un trastorno momentáneo de sus facultades mentales, provocado por un trabajo excesivo. Así lo ha reconocido por unanimidad el dictamen forense, emitido esta tarde. El señor Podgers había concluido un tratado sobre la lectura de la mano humana, que será publicado en breve y ha de suscitar, sin duda alguna, un gran interés. El finado tenía sesenta y cinco años y, según parece, no ha dejado familia. Lord Arthur salió con gran precipitación del club, periódico en mano, ante la gran estupefacción del conserje, que intentó inútilmente detenerle, y se hizo conducir a Park Lane a toda prisa. Sybil, que miraba por la ventana, le vio llegar y algo pareció decirle que traía buenas noticias. Corrió a su encuentro y, al mirarle a la cara, comprendió que todo marchaba bien. —Mi querida Sybil —exclamó lord Arthur—, ¡casémonos mañana! —¡Qué chiquillo más loco! ¡Y el pastel de boda sin encargar! —replicó Sybil, riéndose entre lágrimas. Capítulo VI Cuando se celebró la boda, unas tres semanas después, St. Peter estaba lleno de una verdadera multitud de personas de la más elevada alcurnia. Ofició de un modo conmovedor el deán de Chichester, y todos los asistentes estuvieron de acuerdo en reconocer que no habían visto nunca una pareja tan seductora como la que formaban los novios. Pero eran más que hermosos; eran felices. No sintió lord Arthur un solo momento lo que había sufrido por amor a Sybil, y ella, por su parte, le daba lo mejor que puede ofrendar una mujer a un hombre: respeto, ternura y amor. En su caso, la realidad no mató a su romance. Y conservaron siempre la juventud de sus sentimientos. Algunos años después, cuando habían nacido dos preciosos niños, lady Windermere fue a visitarles a Alton Priory, antigua y encantadora finca, regalo de boda del duque a su hijo; y sentada una tarde con Sybil bajo un tilo, en el jardín, contemplando al niño y a la chiquilla que jugaban correteando por la rosaleda como dos suaves rayos de sol, asió de pronto las manos de Sybil y le preguntó: —¿Eres feliz, Sybil? —¡Sí, mi querida lady Windermere, soy feliz! ¿Y usted? —No tengo tiempo de serlo, Sybil; me encariño siempre con la última persona que me presentan. Pero generalmente, en cuanto la conozco a fondo, me aburre. —¿No la entretienen ya sus leones, lady Windermere? —¡Oh amiga mía! Los leones no sirven más que para una temporada. En cuanto se cortan la melena se convierten en los seres más insufribles del mundo. Además, si se porta una de un modo cariñoso con ellos, se portan ellos, en cambio, muy mal con una. ¿Te acuerdas de aquel horrible señor Podgers? Era un inicuo impostor. Como es natural, al principio no lo noté, y hasta cuando me pidió dinero se lo di, pero no podía yo soportar que me hiciese la corte. Me ha hecho odiar de veras la quiromancia. Ahora mi pasión es la telepatía. Resulta mucho más divertida. —Aquí no puede hablarse mal de la quiromancia, lady Windermere. Es la única cosa sobre la cual no le gustan a Arthur las bromas. Le aseguro a usted que se la toma en serio por completo. —¿No querrás decirme, Sybil, que tu marido cree en ella? —Pregúnteselo usted y lo verá, lady Windermere. Aquí viene. Lord Arthur se acercaba, en efecto, por el jardín, con un gran ramo de rosas amarillas en la mano y sus dos hijos jugueteando a su alrededor. —¿Lord Arthur? —A sus órdenes, lady Windermere. —¿Se atreverá usted de verdad a mantener que cree en la quiromancia? —Claro que sí —dijo el joven, sonriendo. —Pero ¿por qué? —Porque le debo toda la dicha de mi vida —murmuró él, arrellanándose en un sillón de mimbre. —¿Qué le debe usted, mi querido lord Arthur? —Pues Sybil —contestó él, ofreciendo las rosas a su mujer y mirándose en sus ojos violeta. —¡Qué tontería! —exclamó lady Windermere—. ¡No he oído en mi vida una tontería semejante! *FIN*
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El famoso cohete
Cuento
Era el día del cumpleaños de la infanta, la princesita real de España. Ella cumplía doce años, y el sol iluminaba con esplendor los jardines del Palacio. Por más que fuese una princesa de sangre real, y además infanta del inmenso imperio de España, también ella debía resignarse a no tener más que un cumpleaños cada año, lo mismo que los hijos de los plebeyos del reino. Era, por lo tanto, muy importante para todos que ese día fuera un día hermoso. ¡Y era un día lindísimo! Los arrogantes tulipanes se erguían en sus tallos, como largas filas de soldados, y miraban desafiantes a las rosas, diciendo: -¡Hoy somos tan hermosos como ustedes! Las rojas mariposas revoloteaban alrededor, con alas empolvadas de oro, y visitaban una por una todas las flores; las lagartijas de verde tornasol habían salido de los muros para tomar el sol, y las granadas se abrían con el calor, dejando ver sus corazones rojos. Hasta los pálidos limones amarillentos, que crecían a lo largo de las arcadas sombrías, tomaban del sol un color más rico y resplandeciente, y las magnolias abrían sus grandes flores color marfil, embalsamando el aire con un perfume dulce y pungente al mismo tiempo. La princesita con sus compañeros se paseaban por la terraza del palacio que se abría sobre aquel jardín, y después jugó a las escondidas alrededor de los jarrones de piedra y las antiguas estatuas cubiertas de musgo. Por lo general solo se le permitía jugar con niños de su misma alcurnia, así es que casi siempre tenía que jugar sola. Pero su cumpleaños era una ocasión excepcional, y el rey había ordenado que la niña pudiese invitar a todos los amigos que quisiera. Los movimientos de los esbeltos niños españoles tienen una gracia majestuosa; los muchachos con sus sombreros anchos, adornados de plumas, y sus capitas flotantes; las niñas, recogiendo la cola de sus largos vestidos de brocado y protegiendo sus ojos del sol con grandes abanicos negro y plata. Pero la infanta era la más encantadora de todas, y la mejor vestida, según la aparatosa moda de aquellos tiempos. Llevaba un traje de raso gris con amplias mangas abullonadas, damasquinadas de plata, y un rígido corpiño cruzado por hilos de perlas finas. Al caminar, dos pequeños escarpines, con moñitos de cinta carmesí, se le asomaban debajo de la falda. Su inmenso abanico de gasa era rosa y nácar, y en la cabellera, que rodeaba su carita pálida como un halo de oro, llevaba prendida una rosa blanca. Triste y melancólico, el rey observaba a los niños desde una ventana del palacio. Detrás de él estaba, de pie, su hermano, don Pedro de Aragón, a quien odiaba, y su confesor, el gran inquisidor de Granada, estaba sentado a su lado. El rey estaba más triste que de costumbre, porque al ver a la infanta saludando con gravedad infantil a los cortesanos, o riéndose detrás del abanico de la horrible duquesa de Alburquerque, quien la acompañaba siempre, se acordaba de la reina, la madre de la infanta, que había venido del alegre país de Francia, para marchitarse en el sombrío esplendor de la Corte de España. Su amada reina había muerto seis meses después de nacer su hija, sin alcanzar a ver florecer dos veces los almendros del jardín. Tan grande había sido el amor del rey por ella, que no permitió que la tumba se la robara por completo. Un médico moro al que perdonaron la vida -porque según se murmuraba en el Santo Oficio, era hereje y sospechoso de practicar la brujería-, la embalsamó, y el cuerpo de la reina todavía descansaba en su ataúd, en la capilla de mármol negro del Palacio, tal como los monjes la habían dejado un tempestuoso día de marzo, doce años atrás. Cubierto por una capa oscura y con una bujía en la mano, el rey iba a arrodillarse al lado del sepulcro cada primer viernes del mes. -¡Reina mía, reina mía! -gemía roncamente. Y a veces, olvidando la rígida etiqueta que gobierna cada acto de la vida y limita hasta las expresiones del dolor en un rey, tomaba entre las suyas aquellas manos pálidas y enjoyadas, y trataba de reanimar con besos insensatos aquel rostro maquillado y frío. Sin embargo, esta mañana le parecía verla de nuevo tal como aquella vez en que la contempló por primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando él solo tenía quince años, y ella era aún menor. Fue en aquella ocasión, cuando sellaron los esponsales ante el nuncio de su santidad, el propio rey de Francia y toda su Corte. Poco después él había regresado a El Escorial, llevando junto al corazón un rizo de cabellos rubios y el recuerdo de dos labios infantiles que se inclinaban a besarle la mano cuando subía a la carroza. Más tarde celebraron su matrimonio en Burgos, ciudad próxima a la frontera de ambos países, y en seguida entraron solemnemente en Madrid, asistieron a la tradicional misa mayor en la Iglesia de Atocha, y dictaron un auto de fe más solemne que de costumbre, por el cual más de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera. Sí, el rey la había amado con locura, y para su propio infortunio. Apenas permitía que se apartara de su lado, y por ella olvidaba, o al menos parecía olvidar, los graves asuntos del Estado. La amaba tanto que jamás llegó a comprender que las complicadas ceremonias con que trataba de entretenerla, solo conseguían agravar la extraña enfermedad que ella padecía. Cuando la reina falleció, el rey anduvo algún tiempo como privado de razón. Y sin duda habría abdicado para recluirse en el Gran Monasterio Trapense de Granada, si no hubiese temido dejar a la infanta, que todavía no tenía un año, en manos de su hermano, cuya crueldad y ambición eran famosas en toda España. Además, muchos sospechaban que don Pedro de Aragón había provocado la muerte de la reina, ofreciéndole unos guantes envenenados cuando ella lo visitó en su castillo de Aragón. Después de pasar los tres años de luto oficial que ordenó en todos sus dominios, el rey no toleró que sus ministros le hablasen de un nuevo matrimonio. El mismo emperador de Alemania le ofreció la mano de su sobrina, la encantadora archiduquesa de Bohemia, pero el rey dijo a los embajadores que él ya había contraído nupcias con el Dolor. Esta respuesta le costó a su trono perder las ricas provincias de los Países Bajos, que se rebelaron contra él, acaudilladas por los fanáticos hugonotes. Mientras veía a la infanta jugar en la terraza, recordaba toda su vida conyugal, con sus goces vehementes y su terrible agonía. La niña tenía, al igual que la reina, esa petulancia deliciosa, ese gesto voluntarioso, la misma boca encantadora con arrogantes labios altivos, y misma sonrisa maravillosa de su madre cuando miraba hacia la ventana o tendía la manita para que la besaran los solemnes hidalgos españoles. Pero la risa penetrante de los niños le lastimaba los oídos, y el resplandor del sol se burlaba de su tristeza, y un perfume denso de especias orientales, como las que utilizan los embalsamadores, parecía viciarle el aire puro de la mañana. Escondió entre las manos sus facciones, y cuando la infanta miró nuevamente hacia la ventana, las cortinas estaban corridas, y el rey se había retirado. La infanta hizo un gesto de desagrado y se encogió de hombros. Su padre tendría que haberla acompañado el día de su cumpleaños… ¿Qué podían importarle los aburridos asuntos del Estado?, o, ¿acaso se había ido a la sombría capilla, donde ardían continuamente los cirios, y a donde a ella no la dejaban entrar? ¡Qué tontería, cuando el sol brillaba alegremente y todo el mundo estaba contento! Además, se iba a perder el simulacro de corrida de toros, que ya anunciaban los sones de trompeta, sin contar los títeres y las demás maravillas. Su tío Pedro y el gran inquisidor eran más cuerdos. Habían bajado a la terraza para saludarla y decirle frases bellas y galantes. Levantó entonces su cabecita, y de la mano de don Pedro descendió lentamente las escalinatas, para dirigirse hacia un gran pabellón de seda púrpura que habían levantado a un extremo del jardín. Los demás niños la seguían por orden riguroso de precedencia, ya que iban primero aquellos que tenían una serie más larga de apellidos. Un cortejo de niños nobles, vestidos de toreros, salió a su encuentro, y el joven conde de Terra Nova, de catorce años y belleza asombrosa, se quitó el sombrero con toda la gracia de un hidalgo y la condujo con solemnidad a un pequeño trono de oro y marfil, colocado sobre un alto estrado que dominaba la plaza. Las muchachas se apiñaron a su alrededor, agitando sus inmensos abanicos y secreteándose entre ellas. Don Pedro y el gran inquisidor se quedaron riendo a la entrada. Hasta la duquesa, dama de facciones enjutas y duras, no parecía de tan mal humor como de ordinario, y por su rostro se veía vagar algo parecido a una sonrisa fría y desvaída. Fue por cierto una soberbia corrida de toros, mucho más bonita, pensaba la infanta, que la corrida de verdad que había visto en Sevilla, cuando el duque de Parma visitó a su padre. Algunos muchachos caracoleaban sobre caballos de madera y mimbre, esgrimiendo largas lanzas adornadas con gallardetes de colores brillantes; otros iban a pie agitando delante del toro sus capas escarlata y saltando ágilmente la barrera cuando arremetía contra ellos; y en cuanto al toro, era idéntico a uno de verdad, aunque solo fuera de mimbre forrado de cuero, y mostrara una marcada tendencia a correr en dos patas por la plaza, cosa que nunca haría un toro verdadero. Sin embargo, se portó con tanta valentía, que las entusiasmadas doncellitas terminaron subidas a los bancos, agitando sus pañuelos de encaje y voceando: -¡Bravo toro! ¡Bravo, toro bravo! -igual que si fueran personas mayores. Finalmente el condecito de Terra Nova logró vencer al toro, y tras de recibir la venia de la infanta, hundió con tanta fuerza su estoque de madera en el morrillo del animal, que la cabeza cayó a tierra, dejando ver el rostro sonriente del vizconde de Lorena, hijo del embajador de Francia en Madrid. Después de eso, entre aplausos entusiastas, dos pajecitos moros despejaron el ruedo, arrastrando solemnemente los caballos muertos, y tras de un corto intermedio, en el que un equilibrista francés realizó unos ejercicios vertiginosos sobre la cuerda floja, aparecieron en el escenario de un teatro expresamente construido para ese día, unas marionetas italianas, representando la tragedia semiclásica de Sofonisba. La representaron tan bien y con gestos tan naturales, que al final de la obra los ojos de la infanta estaban bañados de lágrimas. Algunos niños lloriqueaban también, y hubo que consolarlos con golosinas. El mismo gran inquisidor se sintió tan conmovido que comentó a don Pedro que le parecía intolerable que unos simples objetos de madera y cera, movidos por alambres, pudieran ser tan desdichados y sufrir tantas desdichas. Apareció después un malabarista africano que traía una gran canasta cubierta con un velo rojo. La puso en el centro del ruedo, extrajo de su turbante una flauta de caña, y comenzó a tocar. De pronto el paño comenzó a agitarse y mientras la flauta emitía sonidos cada vez más penetrantes, dos serpientes de verde y oro asomaron sus extrañas cabezas triangulares, y se fueron levantando muy despacio, balanceándose al ritmo de la música, como una planta acuática se balancea en la corriente. Los niños se asustaron un poco, y se divirtieron mucho más cuando el malabarista hizo brotar de la tierra un naranjo diminuto, que súbitamente se cubrió de preciosas flores blancas, y por último exhibió racimos de verdaderas naranjas. Y también se sintieron fascinados cuando el africano le pidió su abanico a la hija del marqués de Las Torres, y lo transformó en un pájaro azul, que revoloteó cantando entusiasmado alrededor del pabellón. Entonces el deleite y asombro de los niños no tuvo límite. Luego vino el espectáculo encantador del solemne minué que bailaron los niños del coro de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, de Zaragoza. La infanta no había presenciado nunca esta maravillosa ceremonia que cada año se celebra durante el mes de mayo ante el altar mayor de la Virgen. Además ningún miembro de la familia real había vuelto a entrar en la catedral de Zaragoza desde que un sacerdote loco, y según se dijo, sobornado por la solterona Isabel de Inglaterra, había intentado hacer comulgar al príncipe de Asturias con una hostia envenenada. Por eso, la infanta solo conocía de oídas aquel minuet que todos llamaban la “Danza de Nuestra Señora”. Estos niños Zaragozanos venían vestidos con trajes antiguos, de terciopelo blanco, y sus tricornios estaban ribeteados de plata y adornados con grandes penachos de blanquísimas plumas de avestruz. Todo el mundo se sintió encantado por la lindura y dignidad con que bailaron las complicadas figuras de la danza y por la gracia de sus ademanes y reverencias. Cuando terminaron, se sacaron los sombreros para saludar a la infanta, y ella contestó con mucha cortesía, prometiendo además mandar un gran cirio al santuario, para agradecer la alegría y el placer con que la habían agasajado. En el momento en que salían de la iglesia, un grapo de gitanitos avanzó por la plaza. Se sentaron con las piernas cruzadas, formando circulo, y empezaron a tocar suavemente sus guitarras y citaras, al tiempo que canturreaban, casi imperceptiblemente, un aire soñador y melancólico. Cuando divisaron a don Pedro, algunos se aterraron, y otros pusieron el ceño adusto y embravecido, pues pocas semanas atrás don Pedro había mandado a ahorcar por brujería a dos hombres de la tribu; pero la infanta, que los contemplaba por encima del abanico con sus grandes ojos azules, les encantó transformándoles el ánimo. Una criatura tan encantadora no podía ser cruel con nadie. Y continuaron tocando muy dulcemente, rozando las cuerdas con sus largas uñas, e inclinando sobre el pecho la cabeza, mientras cantaban como si estuvieran a punto de quedarse dormidos. Después se levantaron, desaparecieron por un instante, y regresaron con un lanudo oso pardo, sujeto por una cadena, que llevaba en los hombros varios monos de Berbería. El oso se puso de cabeza, con la mayor gravedad, y los monos hicieron todo tipo de piruetas con dos gitanillos de diez años. En verdad, los gitanos tuvieron un gran éxito con su presentación. Pero lo más divertido de la fiesta, lo mejor de todo sin duda alguna, fue la danza del enanito. Cuando apareció en la plaza tambaleándose sobre sus piernas torcidas y balanceando su enorme cabezota deforme, los niños estallaron en ruidosas exclamaciones de alegría, y la infanta rió tanto que la camarera se vio obligada a recordarle que si bien muchas veces en España la hija de un rey había llorado delante de sus pares, no había procedente de que una princesa de Sangre Real se mostrara tan regocijada en presencia de personas inferiores a ella. Pero el enano era irresistible, y ni siquiera en la Corte de España, conocida por su afición a lo grotesco, se había visto jamás un monstruo tan extraordinario. Fuera de eso, esta era la primera aparición en público del enano. El día anterior, mientras cazaban en uno de los sitios más apartados del bosque de encinas que rodeaba la ciudad, lo habían descubierto dos nobles, corriendo locamente entre los árboles. Los nobles pensaron que podía servir de diversión a la princesa y lo llevaron al Palacio, ya que el padre del enano, un mísero carbonero, no puso dificultad alguna en que lo libraran de un hijo que era tan horrible como inútil. Tal vez lo más divertido era la absoluta inconsciencia que tenía el enano de su grotesco aspecto. Al contrario, parecía muy feliz y orgulloso. Tanto, que cuando los niños se reían, el también reía, tan franca y alegremente como ellos, y al terminar cada danza los saludaba con las más divertidas reverencias, como si fuera igual a ellos, y no un ser raquítico y deforme, que solo servía para que los demás tuviesen algo de qué burlarse. La infanta lo había fascinado de un modo tal que al enano se le hacía imposible dejar de mirarla, y parecía bailar solamente para ella. Cuando terminó de bailar, la niña recordó haber visto a las grandes damas de la Corte arrojarle ramos de flores a Caffarelli, el famoso tiple italiano, y entonces, en parte por burla y en parte para enojar a su camarera mayor, sacó la rosa blanca de sus cabellos y la arrojó a la plaza con la más dulce de sus sonrisas. El enano tomó la cosa muy en serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al corazón antes de arrodillarse delante de la infanta, gesticulando con sus ojos chispeantes de alegría. Con esto se quebrantó la seriedad y compostura de la infanta que no pudo contener la risa, ni siquiera cuando el enanito desapareció de la plaza, y manifestó a su tío el deseo de que se repitiera la danza de inmediato. Pero la camarera mayor decidió que el sol calentaba demasiado y que sería preferible que su alteza regresara sin tardanza al Palacio, donde le habían preparado una fiesta maravillosa. Al fin, la infanta se puso de pie con suma dignidad, y dio la orden de que el enanito danzase de nuevo para ella después de la siesta. Agradeció también al condecito de Terra Nova por su encantador recibimiento, y se retiró a sus habitaciones, seguida por los niños, en el mismo orden en que habían entrado. Al saber que iba a bailar de nuevo ante la infanta, obedeciendo sus expresas órdenes, el enanito se sintió tan orgulloso y feliz, que se lanzó a correr por el jardín besando la rosa blanca en un absurdo transporte de alegría, y gesticulando del modo más estrambótico y pagano. Hasta las flores se indignaron de aquella insolente invasión a sus dominios, y cuando le vieron hacer piruetas por los paseos y agitar los brazos de modo tan ridículo, no pudieron contenerse. -Es demasiado horrible para permitirle estar donde estamos nosotros -exclamaron los tulipanes. -¡Ojalá bebiera jugo de amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! -dijeron las grandes azucenas, encendidas de ira. -¡Qué cosa tan horrible! -aullaron las calceolarias-. Es contrahecho y rechoncho, y no puede haber mayor desproporción entre su cabeza y sus piernas. Si se nos llega a acercar va a conocer nuestros pelitos urticantes. -¡Y lleva una de mis rosas más bellas! -exclamó el rosal blanco-. Yo mismo se la di esta mañana a la infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha robado. Y se puso a gritar con todas sus fuerzas: -¡Atajen al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! Incluso los rojos geranios, que no suelen creerse grandes señores, y se les suele conocer por sus numerosas relaciones de dudosa calidad, se encresparon de disgusto cuando lo vieron. Y hasta las violetas mismas observaron -aunque dulcemente-, que si por cierto el enano era sumamente feo, la culpa no era de él. Algunas agregaron que siendo la fealdad del enanito casi ofensiva, demostraría más prudencia y buen gusto adoptando un aire melancólico o siquiera pensativo, en lugar de andar saltando como un enajenado y haciendo gestos tan grotescos y estúpidos. En su despreocupación, el enano llegó a pasar rozando el viejo reloj de sol que antiguamente indicaba las horas nada menos que al emperador Carlos V. El venerable reloj se desconcertó tanto, que casi se olvidó de señalar los minutos, y comentó con el pavo real plateado que tomaba el sol en la balaustrada, que todo el mundo podía advertir que los hijos de los reyes eran reyes, y carboneros los hijos de los carboneros. Afirmación que aprobó el pavo real: -¡Indudablemente, indudablemente! -dijo con voz tan áspera y chillona que los peces dorados que vivían en la fuente, sacaron del agua la cabeza preguntando qué ocurría a los grandes tritones de piedra que arrojaban sus gruesos chorros para mantener fresca el agua. Sin embargo, los pájaros amaban al enanito. Lo habían visto bailando en la selva, como un duendecillo detrás de los torbellinos de hojas, o acurrucado en el hueco de la vieja encina, compartiendo sus nueces con las ardillas, y no les importaba en absoluto que no tuviese esos rasgos que los humanos consideran belleza. Para ellos, el enano no era en absoluto feo. El mismo ruiseñor que canta tan dulcemente en los bosques de naranjos, no es muy hermoso que digamos. Además el enanito había sido muy bueno con ellos y durante aquel invierno crudísimo, cuando no ya en los árboles no quedaba fruta ni semilla alguna, y la tierra estaba dura como el hierro, y los lobos aullaban en las mismas puertas de la ciudad buscando alimento, el enanito no los había olvidado ni un solo día; siempre les dio migajas de su mendrugo de pan negro y compartió con ellos su almuerzo, por más pobre que fuera. Es por eso que volaron a su alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando entre sí. El enanito estaba tan maravillado que les mostró la hermosa rosa blanca, y les dijo que se la había dado la propia infanta, en prueba de amor. Los pájaros no le entendieron ni una palabra, pero no importaba, porque ladeaban la cabeza y lo miraban con aire doctoral. También las lagartijas sentían un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito se cansó de dar volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a descansar, jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible. -No todos pueden ser tan hermosos como una lagartija -exclamaban-, sería mucho pedir. Y, aunque parezca absurdo, no es tan feo cuando uno cierra los ojos y deja de verlo. Las lagartijas son de naturaleza extraordinariamente filosófica, y muy a menudo se pasan horas y horas meditando, cuando no tienen otra cosa que hacer o llueve o hace demasiado frío para salir a pasear. Las flores, ante esto, se sintieron fastidiadas por la manera como actuaban los lagartos y los pájaros, que para ellas resultaba desleal. -Esto demuestra con toda claridad -decían-, cómo reblandece el cerebro ese ir y venir, ese revolotear sin sentido. La gente bien educada no se mueve de su sitio, como hacemos nosotras. ¿Quién nos ha visto corretear por los paseos o rotar sobre la hierba detrás de las libélulas? Cuando necesitamos cambiar de aire mandamos venir al jardinero, y él nos traslada de sitio. Pero los pájaros y los lagartos no tienen sentido del reposo, y de los pájaros en particular hasta se puede decir que no tienen domicilio fijo. Son simples vagabundos, como los gitanos, y como tales deberían ser tratados. Y alzando sus corolas, adoptaron un aire más altanero todavía; solo volvieron a mostrarse alegres cuando vieron que, poco rato después, el enanito se levantó de la hierba y atravesó la terraza en dirección al Palacio. -Como asunto de higiene pública deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida -comentaron las flores-. ¿Han visto esa joroba y esa piernas retorcidas? -y empezaron a reír burlonamente. Pero el enanito no había escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las largatijas, y pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo, exceptuando naturalmente a la infanta; porque ella le había dado la rosa blanca, y le amaba, y eso establecía una gran diferencia. ¡Cómo anhelaba volver a encontrarse ante la princesita! Ella lo sentaría a su diestra, y le sonreiría, y después no volvería a apartarse de su lado; iba a ser su compañero, y le enseñaría juegos deliciosos. Porque a pesar de no haber estado nunca antes en un Palacio, él sabia hacer muchas cosas admirables. Sabía hacer jaulitas de junco para encerrar los grillos, y que cantaran dentro; y con las cañas nudosas podía fabricar flautas y caramillos. Imitaba el grito de todas las aves, y podía hacer bajar a los estorninos de la copa de los árboles, y atraer a las garzas de la laguna. Él sabia reconocer las huellas de todos los animales y podía seguir la pista de la liebre por su rastro casi invisible, y la de los jabalíes por unas pocas hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas salvajes: la danza desenfrenada del otoño, en traje rojo; la danza estival sobre las mieses, en sandalias azules; la danza con blancas guirnaldas de nieve, en el invierno; y la danza embriagada de las flores a través de los jardines en la primavera. Sabía en qué lugares las palomas torcazas ocultan sus nidos, y una vez que un cazador había capturado a los padres, él crió a los polluelos construyéndoles un pequeño palomar en la oquedad de un olmo desmochado. Y los domesticó con tanta habilidad que todas las mañanas acudían a comer en su mano. La infanta también los amaría, lo mismo que a los conejos, que se hacen invisibles entre los grandes helechos y las zarzas; y a los grajos, de plumas aceradas y picos negros; y a los puercoespines que pueden convertirse en una bola de púas y a las grandes galápagos, que se arrastran lentamente, menean la cabeza y comen hojas tiernas y raíces suculentas. Sí, la infanta iría a la selva, y jugaría con él. Por las noches le cedería su propia cama para que ella durmiese, y él la cuidaría hasta el alba, para que los lobos hambrientos no se allegasen demasiado a la choza. Y al amanecer, la despertaría con unos golpecitos en la ventana. Y se irían al bosque, y allí, bailando juntos, dejarían transcurrir el día entero. Pero ¿dónde estaba la infanta? Interrogó a la rosa blanca pero no obtuvo respuesta. Todo el Palacio parecía dormir, y hasta en las ventanas abiertas colgaban pesados cortinajes para amortiguar la resolana. Después de dar mil vueltas buscando una entrada, halló finalmente una puertecilla, que había quedado entreabierta. Se deslizó dentro con cautela, y se encontró en un salón espléndido, mucho más espléndido, pensó atemorizado, que la misma selva. Todo era dorado, y hasta el piso estaba hecho de primorosos baldosines de colores, dispuestos en dibujos geométricos. Pero la infanta tampoco estaba allí; solo había unas maravillosas estatuas blancas, que lo miraban desde lo alto de sus zócalos de jaspe, con ojos de mirada ambigua y una extraña sonrisa en los labios. Al fondo del salón había una cortina de terciopelo negro, lujosamente bordada de soles y estrellas; era la enseña favorita del rey. ¿No estaría la infanta ahí detrás? Avanzó sigilosamente y descorrió la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más hermosa que la anterior. Las paredes estaban cubiertas con tapices de Arras, en tonos verdes y castaños, representando una escena de cacería. En otro tiempo esa había sido la habitación de Jean Le Fou, como llamaban a ese rey Loco, tan apasionado por la cacería, que más de una vez, en su delirio, había querido montar en los grandes corceles encabritados de los tapices, y perseguir al ciervo acosado por los enormes sabuesos. Ahora la habían destinado a sala del consejo, y sobre la mesa del centro se veían las carteras rojas de los ministros y consejeros. El enano miró a su alrededor lleno de asombro, y casi sin atreverse a seguir su camino, a los extraños jinetes silenciosos, que galopaban tan velozmente por el bosque, sin hacer el menor ruido en la tapicería. Le parecía que eran los Comprachos, esos terribles fantasmas de que había oído hablar a los carboneros, que solo cazan de noche, y si encuentran a un hombre lo transforman en ciervo para cazarlo. Pero el recuerdo de la encantadora infantita le hizo recobrar el coraje. Necesitaba encontrarse a solas con ella y decirle que él también la amaba. Atravesó corriendo las alfombras persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco estaba allí. La habitación estaba completamente vacía. Era el imponente salón del Trono, destinado a la recepción de los embajadores extranjeros, cuando el rey accedía a darles audiencia, cosa que sucedía rara vez. Las colgaduras eran de cuero dorado de Córdoba, y una pesada lámpara dorada colgaba del techo blanco y negro, con suficientes brazos como para sostener trescientas bujías. El trono se alzaba bajo un gran dosel de brocado de oro, donde estaban bordados los leones y las torres de Castilla. Sobre el segundo escalón del Trono estaba el reclinatorio de la infanta, con su cojín de tisú de plata; y más abajo, fuera del dosel, el asiento del nuncio pontificio, único dignatario que tenía el derecho de estar sentado en presencia del rey. En la pared frente al trono pendía un retrato, en tamaño natural, de Carlos V en traje de caza, acompañado de su gran mastín. Otro cuadro representaba a Felipe II recibiendo el homenaje de sus vasallos de Flandes. Mas poco le importaba toda esta magnificencia al enanito. No habría cambiado su rosa blanca por todas las perlas del dosel, ni habría dado un solo pétalo por el mismísimo trono. Lo único que quería era ver a la infanta antes de que ella fuese al pabellón, y pedirle que se marchara con él cuando la danza concluyese. Dentro del palacio, el aire era sofocante y pesado, mientras que en la selva el viento soplaba filtrándose alegremente entre hojas fragantes y la luz del sol apartaba las ramas con sus manos doradas. También había flores en la selva, no tan espléndidas como las flores del jardín, pero de perfume más dulce: como los jacintos tempranos, las prímulas amarillas, las brillantes celidonias, las verónicas azules y los lirios de color morado y oro. ¡Sí, la Princesa se iría con él una vez que lograse encontrarla! Lo acompañaría a la selva, y él pasaría el día entero bailando para ella. Esta idea lo hizo sonreír y entró sin vacilar en la cámara siguiente. De todas las habitaciones donde ya había estado, esta era la más espléndida y hermosa. Las paredes estaban tapizadas de damasco rojo, salpicado de pájaros y flores de plata; los muebles eran de plata maciza y ante las dos enormes chimeneas, se abrían dos grandes pantallas, con pavos reales y papagayos de hilo de oro bordado en relieve. El pavimento, de ónix color verde mar, parecía perderse en la lejanía. Pero aquí no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la habitación, una pequeña figura lo contemplaba. Le tembló el corazón, dejó escapar un grito de alegría, y avanzó. Entonces, la figura avanzó también y el enanito consiguió distinguirla con claridad. ¿Era la infanta? No, quien se le acercaba era un monstruo, el monstruo más grotesco que podía existir. No era proporcionado como todo el mundo, sino jorobado y patizambo, con una cabezota enorme que se bamboleaba de un lado a otro, y una hirsuta crin negra. El enanito frunció el ceño, y el monstruo también lo frunció. Se echó a reír, y el monstruo se puso a reír con él, dejando caer los brazos lo mismo que él. Le hizo una reverencia burlona, y el monstruo le respondió con una reverencia todavía más irónica. Avanzó hacia él, y el monstruo vino a su encuentro remedando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó alegremente y corrió hacia él, alargándole la mano, y la mano del monstruo tocó la suya y era fría como el hielo. Se asustó y retiró la mano y la mano del monstruo le imitó vivamente, mientras ponía una grotesca expresión de miedo. Hizo un intento de esquivarlo y seguir adelante pero lo detuvo aquel ente, poniéndosele siempre por delante con su contacto duro y resbaladizo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, como si tratase de besarlo, y se veía patéticamente aterrorizada. Retiró los mechones que le caían sobre los ojos, y el monstruo hizo lo mismo. Lo golpeó, y el monstruo le devolvió golpe por golpe, le hizo muecas y en el rostro del monstruo se dibujaron las mismas muecas. Retrocedió, y el monstruo retrocedió también, entreabriendo una jeta repulsiva. ¿Qué extraño fenómeno era ese? Reflexionó un momento mirando en torno suyo por todo el salón. Era extraño: todo parecía tener su igual detrás de ese muro invisible de agua transparente y sólida. Si, cuadro por cuadro, y asiento por asiento todo estaba allí como duplicado. El fauno dormido, junto a la puerta, tenía su hermano gemelo que dormía también; y la Venus de plata, en pie bajo los rayos del sol, extendía los brazos a otra Venus tan hermosa como ella. ¿Sería aquello el Eco? Recordó aquella ocasión en que había llamado al eco en el valle y el Eco le había respondido palabra por palabra. ¿Podría burlar la vista, como burlaba la voz? ¿Podría crear un mundo a imitación, idéntico al mundo real? ¿Las sombras de las cosas, podrían tener color y vida y movimiento? ¿Sería posible que…? Se estremeció, y sacando de su pecho la rosa blanca, la besó. ¡ Pero he aquí que el monstruo también tenía una rosa, pétalo por pétalo idéntica a la suya! ¡Y la besaba con igual deleite, y la estrechaba contra su corazón haciendo gestos grotescos! Cuando al final la verdad se abrió paso en su mente, el enano lanzó un aullido, un grito de desesperación, y cayó al pavimento sollozando. ¡Ese ser deforme y jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! ¡Era él mismo, él era el monstruo, y era de él de quien se habían reído todos los muchachos… y la princesita, en cuyo amor creyera… ella también se había burlado de su fealdad, había hecho mofa de sus piernas torcidas! ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había espejo que le mostrara su horror? ¿Por qué no lo había matado su padre antes de permitir que se burlaran de él? Lloró lágrimas quemantes, y sus manos destrozaron la rosa blanca… y el monstruo hizo lo mismo y esparció por el aire los delicados pétalos. El enanito se cubrió los ojos con las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más. Como un pobre ser herido se arrastró hacia la sombra, y allí se quedó gimiendo. En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la propia infanta con su séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el pavimento, golpeándolo con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres carcajadas. -Sus danzas son muy graciosas -dijo la infanta-, pero su manera de actuar es mucho más divertida todavía. Lo hace casi tan bien como las marionetas, aunque con menos naturalidad. Agitó su abanico, y aplaudió. Pero el enanito no levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles; hasta que exhaló un extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca arriba y quedó inmóvil. -¡Lo has hecho estupendo! -aplaudió la infanta después de una pausa-. Pero ahora te toca bailar. -Sí -gritaron los demás niños-, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente como los monos de Berbería, y mucho más gracioso. Pero el enanito no contestó. La infanta, airada, dio un golpe en el suelo con su pie, y llamó a su tío, que estaba paseando con el chambelán, mientras leían unas cartas recién llegadas de México, donde se acababa de establecer la Santa Inquisición. -Mi enanito se está haciendo el desobediente -gritó la infanta-. ¡Levántenlo y díganle que baile! Los caballeros sonrieron entre sí y entraron sin prisa. Al llegar junto al enanito, don Pedro se inclinó y lo golpeó suavemente en la mejilla con su guante bordado. -Baila ya, petit montre –dijo-. La infanta de España y de todas las Indias quiere que la diviertas. Pero el enanito permaneció inmóvil. -Habrá que hacer venir al verdugo -dijo enojado don Pedro. Pero el chambelán, que miraba la escena con rostro grave, se arrodilló junto al enanito y le puso la mano sobre el corazón. Después de un momento se encogió de hombros y levantándose, hizo una profunda reverencia a la infanta diciendo: -Mi bella princesa, tu enanito no volverá a bailar. Y es lamentable, porque es tan feo, que con seguridad habría hecho sonreír al propio rey. -¿Y por qué no volverá a bailar? -preguntó la infanta con aire decepcionado. -Porque su corazón se ha roto -contestó el Chambelán. Y la infanta frunció el ceño, y sus finos labios se contrajeron en un delicioso gesto de fastidio. -De ahora en adelante -exclamó echando a correr al jardín- procura que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El fantasma de Canterville
Cuento
Cuando murió Narciso, el remanso de su placer se trocó de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, y llegaron llorando a través de los bosques las ninfas de las montañas, las oréades, para consolar al remanso con su canto. Y cuando vieron que el remanso se había trocado de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, soltaron las verdes trenzas de sus cabellos y gritando al remanso le dijeron: -No nos sorprende que hagas un duelo tal por Narciso, tan hermoso como era. -¿Era hermoso Narciso? -dijo el remanso. -¿Quién había de saberlo mejor que tú? -respondieron las ninfas-. A nosotras siempre nos desdeñaba, pero a ti te cortejaba, y solía recostarse en tus orillas e inclinarse a mirarte, y en el espejo de tus aguas reflejaba gustoso su belleza. Y el remanso respondió: -Pero yo amaba a Narciso porque, cuando recostado en mis orillas se inclinaba a mirarme, en el espejo de sus ojos veía mi propia belleza reflejada. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El gigante egoísta
Cuento
El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta. Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesa iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre. Era tan pálida, que al pasar por las calles, se quedaban admiradas las gentes. -Parece una rosa blanca -decían. Y le echaban flores desde los balcones. A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía los ojos violeta y soñadores, y sus cabellos eran como oro fino. Al verla, hincó una rodilla en tierra y besó su mano. -Tu retrato era bello -murmuró-, pero eres más bella que el retrato. Y la princesita se ruborizó. -Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una rosa roja. Y toda la corte se quedó extasiada. Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir: -¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca! Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje. Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte. Transcurridos aquellos tres días, se celebraron las bodas. Fue una ceremonia magnífica. Los recién casados pasaron cogidos de la mano, bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas. Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas. El príncipe y la princesa, sentados al extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. Únicamente los verdaderos enamorados podían beber en esa copa, porque si la tocaban unos labios falsos, el cristal se empañaba, quedaba gris y manchoso. -Es evidente que se aman -dijo el pajecillo-. Resultan tan claros como el cristal. Y el rey volvió a doblarle la paga. -¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos. Después del banquete hubo baile. Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta. La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo gritaba: -¡Delicioso! ¡Encantador! El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar exactamente a media noche. La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los recursos de su arte el día del casamiento de la princesa. -¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella al príncipe, mientras se paseaban por la terraza. -Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los prefiero a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a empezar a brillar y son además tan agradables como la música de mi flauta. Ya verán.., ya verán… Así pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín real, y no bien acabó de prepararlo todo el pirotécnico real, cuando los fuegos artificiales se pusieron a charlar entre sí. -El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño buscapiés-. Miren esos tulipanes amarillos. ¡A fe mía, ni aun siendo petardos de verdad, podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los prejuicios que haya podido uno conservar. -El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres días para recorrerlo por entero. -Todo lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino y muy orgullosa de su corazón destrozado- pero el amor no está de moda; los poetas lo han matado. Han escrito tanto sobre él, que nadie les cree ya, cosa que no me extraña. El verdadero amor sufre y calla… Recuerdo que yo misma, una vez.., pero no se trata de eso aquí. El romanticismo es algo del pasado. -¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! Realmente, los recién casados se aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente a ellos esta mañana por un cartucho de papel oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que sabe las últimas noticias de la corte. Pero la rueda meneó la cabeza. -¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! -murmuró. Era una de esas personas que creen que repitiendo una cosa cierto número de veces, acaba por ser verdad. De pronto se oyó una tos fuerte y seca y todos miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un palo. Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la atención. -¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó. Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la pobre rueda, que seguía moviendo la cabeza y murmurando: -¡El romanticismo ha muerto! -¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo. Tenía algo de político y había tomado siempre parte importante en las elecciones locales. Por eso conocía las frases empleadas en el Parlamento. -¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se volvió a dormir. No bien se restableció por completo el silencio, el cohete tosió por la tercera vez y comenzó. Hablaba con una voz clara y lenta, como si dictase sus memorias, y miraba siempre por encima del hombro a la persona a quien se dirigía. Realmente, tenía unos modales distinguidísimos. -¡Qué feliz es el hijo del rey -observó- por casarse el mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte. -¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era precisamente lo contrario y que era usted a quien se disparaba en honor del príncipe. -Ése quizás sea su caso -replicó el cohete-. Casi diríase que estoy seguro de ello; pero en cuanto a mí, es ya diferente. Soy un cohete distinguido y desciendo de padres igualmente distinguidos. Mi madre era la girándula más célebre de su época. Tenía fama por la gracia de su danza. Cuando hizo su gran aparición en público, dio diecinueve vueltas antes de apagarse, lanzando por el aire siete estrellas rojas a cada vuelta. Tenía tres pies y medio de diámetro y estaba fabricada con pólvora de la mejor. Mi padre era cohete como yo y de origen francés. Volaba tan alto, que la gente temía que no volviese a descender. Descendía, sin embargo, porque era de excelente constitución e hizo una caída brillantísima, en forma de lluvia, de chispas de oro. Los periódicos se ocuparon de él en términos muy halagüeños, y hasta la Gaceta de la Corte dijo que “señalaba el triunfo del arte pilotécnico”. -Pirotécnico, pirotécnico querrá decir -interrumpió una bengala-. Sé que es pirotécnico porque he visto la palabra escrita sobre mi caja de hoja de lata. -Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en tono severo. Y la bengala se quedó tan apabullada, que empezó inmediatamente a mortificar a los buscapiés pequeños para demostrar que ella también era persona de bastante importancia. -Decía yo… -prosiguió el cohete-, decía yo… ¿qué es lo que yo decía? -Hablaba de usted mismo -repuso la candela romana. -Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa interesante cuando he sido tan groseramente interrumpido. Odio la grosería y las malas maneras, porque soy extremadamente sensible. No hay nadie en el mundo tan sensible como yo, estoy seguro de ello. -¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la candela romana. -Una persona que porque tiene callos pisa siempre los pies a los demás -respondió la candela en un débil murmullo. Y el petardo casi estalló de risa. -¡Perdón! ¿De qué se ríe? -preguntó el cohete-. Yo no me río. -Me río porque soy feliz -replicó el petardo. -Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con ira-. ¿Qué derecho tiene para ser feliz? Debería pensar en los demás, debería pensar en mí. Yo pienso siempre en mí y creo que todo el mundo debería hacer lo mismo. Eso es lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud y yo la poseo en alto grado. Suponga, por ejemplo, que me sucediese algún percance esta noche. ¡Qué desgracia para todo el mundo! El príncipe y la princesa no podrían ya ser felices: se habría acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey, creo que no podría soportarlo. Realmente, cuando empiezo a pensar en la importancia de mi papel, me emociono hasta casi llorar. -Si quiere agradar a los demás -exclamó la candela romana-, haría mejor en mantenerse en seco. -¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no estaba de muy buen humor-, eso es sencillamente de sentido común. -¿Cree que es de sentido común? -replicó el cohete indignado-. Olvida que yo no tengo nada común y que soy muy distinguido. ¡A fe mía todo el mundo puede tener sentido común con tal de carecer de imaginación! Pero yo tengo imaginación, porque nunca veo las cosas como son. Las veo siempre muy diferentes de lo que son. En cuanto a eso de mantenerme en seco, es que no hay aquí, con toda seguridad, nadie que sepa apreciar a fondo un temperamento delicado. Afortunadamente para mí, no me importa nada. La única cosa que le sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la enorme inferioridad de sus semejantes y éste es un sentimiento que he mantenido siempre en mí. Pero ninguno de ustedes tiene corazón. Gritan y se regocijan como si el príncipe y la princesa no estuviesen celebrando sus bodas. -¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y por qué no? Es una alegre ocasión y cuando estalle yo en el aire pienso comunicárselo a todas las estrellas. Ya verán cómo brillarán cuando las hable de la bella recién casada. -¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo el cohete-, pero no me esperaba yo menos. No hay nada en usted. Es hueco y vacío. ¡Bah! Quizás el príncipe y la princesa se vayan a vivir en un país en que haya un río profundo, quizás tengan un solo hijo, un pequeñuelo de pelo rizado y de ojos violeta como los del príncipe. Quizás vaya algún día a pasearse con su nodriza. Quizás la nodriza se duerma debajo de un gran sauce. Quizás el niño se caiga al río y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! ¡Los pobres perder su hijo único! Es terrible, realmente. No podré soportarlo nunca. -Pero no han perdido su hijo único -dijo la candela romana-. No les ha sucedido ninguna desgracia. -No he dicho que les haya sucedido -replicó el cohete-. He dicho que podría sucederles. Si hubiesen perdido a su hijo único, sería inútil decir nada sobre el suceso. Detesto a las personas que lloran por su cántaro de leche roto. Pero cuando pienso que han perdido a su hijo único, me siento verdaderamente tristísimo. -Ya lo veo -exclamó la bengala-. Realmente es usted la persona más afectada que he visto en mi vida. -Y usted la persona más grosera que he conocido -dijo el cohete-. No puede comprender mi afecto por el príncipe. -¡Bah! Ni siquiera lo conoce… -chisporroteó la candela romana. -No, nunca dije que le conociera -respondió el cohete-. Me atrevo a decir que si lo conociese no sería de ningún modo amigo suyo. Es cosa peligrosa conocer uno a sus amigos. -Mejor haría en mantenerse en seco -dijo el globo de fuego-. Eso es lo más importante. -Para usted no dudo que será importantísimo -respondió el cohete-. Pero yo lloraré si me viene en gana. Y el cohete estalló en lágrimas que corrieron sobre su vara en gotas de lluvia, ahogando casi a dos pequeños escarabajos que pensaban precisamente en fundar una familia y buscaban un bonito sito seco para instalarse. -Debe tener un temperamento verdaderamente romántico, pues llora cuando no hay por qué llorar -dijo la rueda. Y lanzando un profundo suspiro, se puso a pensar en la caja de madera. Pero la candela romana y la bengala estaban indignadas. Gritaban con todas sus fuerzas: -¡Pamplinas! ¡Pamplinas! Eran muy prácticas, y cuando se oponían a algo lo denominaban pamplinas. Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y las estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una música. El príncipe y la princesa dirigían el baile. Bailaban tan bien que los pequeños lirios blancos echaban un vistazo por la ventana contemplándolos, y las grandes amapolas rojas movían la cabeza, llevando el compás. En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego las doce, y a la última campanada de media noche, todo el mundo fue a la terraza y el rey hizo llamar al pirotécnico real. -Empiecen los fuegos artificiales-dijo el rey. Y el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se dirigió al fondo del jardín. Tenía seis ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha encendida sujeta a la punta de una larga pértiga. Fue realmente una soberbia irradiación de luz. -¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda que empezó a girar. -¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana. Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas colorearon todo de rojo. -¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se elevaba haciendo llover chispitas azules. -¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que se divertían muchísimo. Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete. Estaba tan húmedo por haber llorado que no pudo arder. Lo mejor que había en él era la pólvora y ésta se hallaba tan mojada por las lágrimas que estaba inservible. Toda su pobre parentela, a la que no se dignaba hablar sin una sonrisa despectiva, produjo un gran alboroto por el cielo, como si fuesen magníficos ramilletes de oro floreciendo en fuego. -¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte. Y la princesita reía de placer. -Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-. Indudablemente es eso. Y miraba a su alrededor con aire más orgulloso que nunca. Al día siguiente vinieron los obreros a colocarlo todo de nuevo en su sitio. -Evidentemente es una comisión -se dijo el cohete-. Los recibiré con una tranquila dignidad. Y engallándose empezó a fruncir las cejas como si pensase en algo muy importante. Pero los obreros no se dieron cuenta de su presencia hasta dejarlo atrás. Entonces uno de ellos lo vio. -¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete! Y le tiró al paso por encima del muro. -¡Mal cohete! ¡Mal cohete! -dijo éste girando por el aire-. ¡Imposible! Famoso cohete, eso es lo que han querido decir. Mal y famoso suenan para mí casi lo mismo, y a veces ambas cosas son idénticas. Y cayó en el lodo. -No es esto muy cómodo -observó-, pero sin duda es algún balneario de moda a donde me han enviado para que reponga mi salud. Mis nervios están muy desgastados y necesito descanso. Entonces una ranita de ojillos brillantes y de traje verde moteado, nadó hacia él. -Ya veo que es un recién llegado -dijo la rana-. ¡Bueno! Después de todo no hay nada como el fango. Denme un tiempo lluvioso y un hoyo y soy completamente feliz… ¿Cree que la tarde será calurosa? Así lo espero, porque el cielo está todo azul y despejado. ¡Qué lástima! -¡Ejem!, Ejem! -profirió el cohete tosiendo. -¡Qué voz más deliciosa tiene! -gritó la rana-. Parece el croar de una rana y croar es la cosa más musical del mundo. Ya oirá nuestros coros esta noche. Nos colocamos en el antiguo estanque de los patos junto a la alquería y en cuanto aparece la luna, empezamos. El concierto es tan sublime que todo el mundo viene a oírnos. Ayer, sin ir más lejos, oí a la mujer del colono decir a la madre que no pudo dormir ni un segundo durante la noche por nuestra causa. Es muy agradable ver lo popular que es una. -¡Ejem!, Ejem! -dijo el cohete. Estaba muy molesto de no poder salir de su mutismo. -¡Sí, una voz deliciosa! -prosiguió la rana-. Espero que vendrá al estanque de los patos. Voy a echar un vistazo a mis hijas. Tengo seis hijas soberbias y me inquieta mucho que el sollo tope con ellas… Es un verdadero monstruo y no sentiría el menor escrúpulo en comérselas. Así es que ¡adiós! Me agrada mucho su conversación, se lo aseguro. -¿Y llama conversación a esto? -dijo el cohete-. Ha charlado usted sola todo el rato. Eso no es conversación. -Alguien tiene que escuchar siempre -replicó la rana-, y a mí me gusta llevar la voz cantante en la conversación. Así se ahorra tiempo y se evitan disputas. -Pues a mí me gusta la discusión -dijo el cohete. -No lo creo -replicó la rana con aire compasivo-. Las discusiones son completamente vulgares, porque en la buena sociedad todo el mundo tiene exactamente las mismas opiniones. Adiós otra vez. Veo a mis hijas allá abajo. Y la ranita se puso a nadar nuevamente. -Es una persona antipática -dijo el cohete-, y mal educada. Detesto a las gentes que hablan de sí mismas como usted, cuando necesita uno hablar de uno mismo, como en mi caso. Eso es lo que se llama egoísmo y el egoísmo es una cosa aborrecible, sobre todo para los que son como yo, pues bien conocen todos mi carácter simpático. Debería tomar ejemplo de mí. No podría encontrar un modelo mejor. Ahora que tiene esa oportunidad, aprovéchela sin tardanza, porque voy a volver a la corte en seguida. Soy muy estimado en la corte. Ayer, el príncipe y la princesa se casaron en mi honor. Seguramente no estará enterada de nada de esto, ¡como es provinciana! -¡No se moleste en hablarle! -dijo una libélula posada en la punta de una espadaña-. Se ha ido. -Bueno, ¡ella se lo pierde y no yo! No voy a dejar de hablarle, sólo porque no me escuche. Me gusta oírme hablar. Es uno de mis mayores placeres. Sostengo a menudo largas conversaciones conmigo mismo y soy tan profundo que a veces no comprendo ni una palabra de lo que digo. -Entonces debe ser licenciado en filosofía -dijo la libélula. Y desplegando sus lindas alas de gasa, se elevó hacia el cielo. -¡Qué necedad demuestra al no quedarse aquí! -dijo el cohete-. Estoy seguro de que no habrá tenido muy a menudo la oportunidad de educar su espíritu; aunque después de todo me es igual. Un genio como el mío será apreciado con toda seguridad algún día. Y se hundió un poco más en el fango. Pasado un rato, una gran pata blanca nadó hacia él. Tenía las patas amarillas, los pies palmeados y la consideraban como una gran belleza por su contoneo. -¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué tipo más raro tiene usted! ¿Puedo preguntarle si ha nacido aquí o si es de resultas de algún accidente? -¡Cómo se ve que ha vivido siempre en el campo! De otro modo sabría quién soy. Sin embargo, disculpo su ignorancia. Sería descabellado querer que los demás fueran tan extraordinarios como uno mismo. Sin duda le sorprenderá saber que vuelo por el cielo y que caigo en una lluvia de chispas de oro. -No lo considero muy estimable -dijo la pata-, pues no veo en qué puede ser eso útil a nadie. ¡Ah! Si arara los campos como un buey; si arrastrase un carro como el caballo; si guardase un rebaño como el perro del ganado, entonces ya sería otra cosa. -Buena mujer -dijo el cohete con tono muy altivo-, veo que pertenece a la clase baja. Las personas de mi rango no sirven nunca para nada. Tenemos un encanto especial y con eso basta. Yo mismo no siento la menor inclinación por ningún trabajo y menos aún por esa clase de trabajos, que enumera. Además, siempre he sido de opinión que el trabajo rudo es simplemente el refugio de la gente que no tiene otra cosa que hacer en la vida. -¡Bien, bien! -dijo la pata, que era de temperamento pacífico y no reñía nunca con nadie-. Cada cual tiene gustos diferentes. De todas maneras, deseo que venga a establecer aquí su residencia. -¡Nada de eso! -exclamó el cohete-. Soy un visitante, un visitante distinguido y nada más. El hecho es que encuentro este sitio muy aburrido. No hay aquí ni sociedad ni soledad. Resulta completamente de barrio bajo… Volveré seguramente a la corte, pues estoy destinado a causar sensación en el mundo. -Yo también pensé en entrar en la vida pública -observó la pata-. ¡Hay tantas cosas que piden reforma! Así pues, presidí, no hace mucho, un mitin en el que votamos unas proposiciones condenando todo lo que nos desagradaba. Sin embargo, no parecen haber surtido gran efecto. Ahora me ocupo de cosas domésticas y velo por mi familia. -Yo he nacido para la vida pública y en ella figuran todos mis parientes, hasta los más humildes. Allí donde aparecemos, llamamos extraordinariamente la atención. Esta vez no he figurado personalmente, pero cuando lo hago, resulta un espectáculo magnifico. En cuanto a las cosas domésticas, hacen envejecer y apartan el espíritu de otras cosas más altas. -¡Oh, qué bellas son las cosas altas de la vida! -dijo la pata-. ¡Esto me recuerda el hambre que tengo! Y la pata volvió a nadar por el río, continuando sus ¡cuac… cuac… cuac…! -¡Vuelva, vuelva! -gritó el cohete-. Tengo muchas cosas que decirle. Pero la pata no le hacía ningún caso. -Me alegro de que se haya ido. Tiene realmente un espíritu mediocre. Y hundiéndose un poco más en el fango, empezaba a reflexionar sobre la belleza del genio, cuando de repente dos chiquillos con blusas blancas llegaron al borde de la cuneta con un caldero y unos leños. -Ésta debe ser la comisión -dijo el cohete. Y adoptó una digna compostura. -¡Oh! -gritó uno de ellos-. Mira este palo viejo. ¡Qué raro que haya venido a parar aquí! Y sacó el cohete de la cuneta. -¡Palo viejo! -refunfuñó el cohete-. ¡Imposible! Habrá querido decir palo precioso. Palo precioso es un cumplido. Me toma por un personaje de la corte. -¡Echémoslo al fuego! -dijo el otro muchacho-. Así ayudará a que hierva la caldera. Amontonaron los leños, colocaron el cohete sobre ellos y prendieron fuego. -¡Magnífico! -gritó el cohete-. Me colocan a plena luz. Así todos me verán. -Ahora vamos a dormir! -dijeron los niños-, y cuando nos despertemos estará ya hirviendo la caldera. Y acostándose sobre la hierba cerraron los ojos. El cohete estaba muy húmedo. Pasó un buen rato antes de que ardiese. Sin embargo, al fin, prendió el fuego en él. -¡Ahora voy a partir! -gritaba. Y se erguía y se estiraba. -Sé que voy a subir más alto que las estrellas, más alto que la luna, más alto que el sol. Subiré tan arriba que… -¡Fisss! ¡Fisss! ¡Fisss! Y se elevó en el aire. -¡Delicioso! -gritaba-. Seguiré subiendo así siempre. ¡Qué éxito tengo! Pero nadie lo veía. Entonces comenzó a sentir una extraña impresión de hormigueo. -¡Voy a estallar! -gritaba-. Incendiaré el mundo entero y haré tanto ruido, que no se hablará de otra cosa en un año. Y, en efecto, estalló. -¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! -hizo la pólvora. La pólvora no podía hacer otra cosa. Pero nadie oyó, ni siquiera los dos muchachos que dormían profundamente. No quedó del cohete más que el palo que cayó sobre la espalda de una oca que daba su paseo alrededor de la zanja. -¡Cielos! -exclamó-. ¡Ahora llueven palos! Y se tiró al agua. -¡Me parece que he causado una gran sensación! -musitó el cohete. Y expiró. “The Remarkable Rocket”, The Happy Prince and Other Tales, 1888
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El hombre que contaba historias
Minicuento
I Cuando el señor Hiram B. Otis, el ministro de Estados Unidos, compró Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba embrujada. Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo al señor Otis cuando llegaron a discutir las condiciones. -Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, mientras se vestía para cenar. Me creo en el deber de decirle, señor Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado de la Universidad de Oxford. Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca. -Señor -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos o para pasearlo por los caminos como un fenómeno. -El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia. -¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa. -Realmente son ustedes muy naturales en Estados Unidos -dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última observación del señor Otis-. Ahora bien: si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo lo previne. Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su familia emprendieron el viaje a Canterville. La señora Otis, que con el nombre de señorita Lucrecia R. Tappan, de la calle Oeste, 52, había sido una ilustre “beldad” de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio. Muchas damas norteamericanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción de Europa; pero la señora Otis no cayó nunca en ese error. Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad. A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido citársele en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con Estados Unidos hoy en día, excepto la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser bailarín excepcional. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era perfectamente sensato. La señorita Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules. Era una amazona maravillosa, y sobre su caballito derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan delirante en el joven duque de Cheshire, que le propuso acto continuo el matrimonio, y sus tutores tuvieron que expedirlo aquella misma noche a Elton, bañado en lágrimas. Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas. Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia. Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, el señor Otis telegrafió que fueran a buscarlo en coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el aire estaba aromado de olor a pinos. De cuando en cuando se oía una paloma arrullándose con su voz más dulce, o se entreveía, entre la maraña y el frufrú de los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán. Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos, levantando su rabo blanco. Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas. En los escalones se hallaba para recibirlos una vieja, pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de llaves que la señora Otis, a vivos requerimientos de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto. Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un singular acento de los buenos tiempos antiguos: -Les doy la bienvenida a Canterville-Chase. La siguieron, atravesando un hermoso vestíbulo de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado. Estaba preparado el té. Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, se sentaron todos y se pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para el otro. De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney: -Veo que han vertido algo en ese sitio. -Sí, señora -contestó la señora Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre. -¡Es espantoso! -exclamó la señora Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente. La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa respondió: -Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco. Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por otras personas, pero quitarla, imposible. -Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El detergente y quitamanchas marca “Campeón Pinkerton” hará desaparecer eso en un abrir y cerrar de ojos. Y antes de que el ama de llaves, aterrada, pudiera intervenir, ya se había arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida a un cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro. -Ya sabía yo que el “Campeón Pinkerton” la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una mirada circular sobre su familia, llena de admiración. Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora Umney, que se desmayó. -¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo cigarro-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar. -Querido Hiram -replicó la señora Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya? -Descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a desmayar. En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, se veía que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que debía esperarse algún disgusto en la casa. -Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas… que pondrían los pelos de punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de los hechos terribles que pasaban. A pesar de lo cual, el señor Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas. La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a su habitación renqueando. II La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraordinario. Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado. -No creo que tenga la culpa el “limpiador sin rival” -dijo Washington-, pues lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser el fantasma. En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco. Al otro día, por la mañana, había reaparecido. Y, sin embargo, la biblioteca había permanecido cerrada la noche anterior, porque el señor Otis se había llevado la llave para arriba. Desde entonces, la familia empezó a interesarse por aquello. El señor Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas. La señora Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una larga carta a los señores Myers y Podmone, basada en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas. La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche. Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de “espera” y de “receptibilidad” que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos. Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la señora Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los norteamericanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas inglesas; la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros, y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a Simón de Canterville. A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban apagadas todas las luces. Poco después, el señor Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más. Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora. Era la una en punto. El señor Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado. El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos. El señor Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la puerta. Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos. -Mi distinguido señor -dijo el señor Otis-, permítame que le ruegue vivamente que engrase esas cadenas. Le he traído para ello una botella de “Engrasador Tammany-Sol-Levante”. Dicen que una sola untura es eficacísima, y en la etiqueta hay varios certificados de nuestros agoreros nativos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las mecedoras, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea. Dicho lo cual, el ministro de los Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama. El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación. Después tiró, lleno de rabia, el frasquito contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde. Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemente, no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa recobró su tranquilidad. Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento, y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años seguidos, fue injuriado tan groseramente. Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, estando mirándose al espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas, sólo con hacerles visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse a medianoche, lo vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de esqueleto, entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que de resultas de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de relaciones con el señalado escéptico monsieur de Voltaire. Recordó igualmente la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado agonizante en su tocador, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar que por medio de aquella carta había timado la suma de diez mil libras a Carlos Fos, en casa de Grookford. Y juraba que aquella carta se la hizo tragar el fantasma. Todas sus grandes hazañas le volvían a la mente. Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la bella lady Steefield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real. Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones más célebres. Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de “Rubén el Rojo”, o “el rorro estrangulado”, su “debut” en el “Gibeén, el Vampiro flaco del páramo de Bevley”, y el furor que causó una tarde encantadora de junio sólo con jugar a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de hierba de “lawn-tennis”. ¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables norteamericanos le ofreciesen el engrasador marca “Sol-Levante” y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de aquella manera. Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la revancha, y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación. III Cuando a la mañana siguiente el almuerzo reunió a la familia Otis, se discutió extensamente acerca del fantasma. El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido viendo que su ofrecimiento no había sido aceptado. -No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo-, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una almohada a la cabeza… Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa en los gemelos. -Pero, por otro lado -prosiguió el señor Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engrasador marca “Sol-Levante”, nos veremos precisados a quitarle las cadenas. No habría manera de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas. Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el parqué de la biblioteca. Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que el señor Otis cerraba la puerta con llave por la noche, igual que las ventanas. Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón, produjeron asimismo frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era bermellón; luego, de un púrpura espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre iglesia episcopal reformada de Norteamérica, la encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como era natural, estos cambios caleidoscópicos divirtieron grandemente a la reunión y se hacían apuestas todas las noches con entera tranquilidad. La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre, y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda. El fantasma hizo su segunda aparición el domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos ellos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el salón. Bajaron apresuradamente, y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte y caído sobre las losas. Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre su rostro. Los gemelos, que se habían provisto de sus hondas, le lanzaron inmediatamente dos balines, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la amenaza de su revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, lo instaba a levantar los brazos. El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y se disipó en medio de ellos, como una niebla, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándolos a todos en la mayor oscuridad. Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de carcajadas satánicas, que en más de una ocasión le habían sido muy útiles. Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord Raker. Y que tres sucesivas amas de llaves renunciaron antes de terminar el primer mes en su cargo. Por consiguiente, lanzó su carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro, la señora Otis. -Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, esto le sentará bien. El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro. Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación, y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los gemelos iban a darle alcance. Una vez en su habitación se sintió destrozado, presa de la agitación más violenta. La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de la señora Otis, todo aquello resultaba realmente vejatorio; pero lo que más lo humillaba era no tener ya fuerzas para llevar una armadura. Contaba con hacer impresión aun en esos norteamericanos modernos, con hacerles estremecer a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos razonables, al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayentes, le habían ayudado con frecuencia a matar el tiempo, mientras los Canterville estaban en Londres. Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth, siendo felicitado calurosamente por la Reina-Virgen en persona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo por el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha. Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre. No obstante lo cual, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia. Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte del día a pasar revista a sus trajes. Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado por las mangas y el cuello y, por último, en un puñal mohoso. Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: Iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligibles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada. Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el “limpiador incomparable de Pinkerton”. Después de reducir al temerario, al despreocupado joven, entraría en la habitación que ocupaba el ministro de los Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa sobre la frente de la señora Otis, y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro tembloroso, los secretos terribles del osario. En cuanto a la pequeña Virginia, aún no tenía decidido nada. No lo había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, llegaría hasta tirarle de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis. A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre sus pechos, con el objeto de producirles la sensación de pesadilla. Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se quedaran paralizados de terror. En seguida, tirando bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por el tiempo, moviendo los ojos de sus órbitas, en su creación de “Daniel el Mudo, o el esqueleto del suicida”, papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan bien en éste como en su otro papel de “Martín el Demente o el misterio enmascarado”. A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse. Durante algunos instantes lo inquietaron las tumultuosas carcajadas de los gemelos, que se divertían evidentemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama. Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las doce se puso en camino. La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo crascitaba en el hueco de un tejo centenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la familia Otis dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba. Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que dominaban el ruido de la lluvia y de la tormenta. Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada. Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que parecía hacer retroceder de espanto a las mismas tinieblas en su camino. En un momento dado le pareció oír que alguien lo llamaba: se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Prosiguió su marcha, refunfuñando extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo de cuando en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación de Washington. Allí hizo una breve parada. El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento. Se dedicó una risotada y dio la vuelta a la esquina. Pero apenas lo hizo retrocedió, lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas manos huesosas. Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un loco. La cabeza del espectro era pelada y reluciente; su faz, redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata, la boca tenía el aspecto de un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, envolvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca. Sobre el pecho tenía colgado un cartel con una inscripción en caracteres extraños y antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplandeciente. Como nunca antes había visto fantasmas, naturalmente sintió un pánico terrible, y, después de lanzar a toda prisa una segunda mirada sobre el monstruo atroz, regresó a su habitación, trompicando en el sudario que le envolvía. Cruzó la galería corriendo, y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente. Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero, al cabo de un momento, el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese. Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas, volvió al sitio en que había visto por primera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno solo, y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio se halló en presencia de un espectáculo terrible. Le sucedía algo indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido por completo de sus órbitas. La cimitarra centelleante se había caído de su mano y estaba recostado sobre la pared en una actitud forzada e incómoda. Simón se precipitó hacia delante y lo cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despegarse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de lienzo grueso y que yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder comprender aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, leyendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles: He aquí al fantasma Otis El único espíritu auténtico y verdadero Desconfíen de las imitaciones Todos los demás son falsificaciones Y la entera verdad se le apareció como un relámpago. ¡Había sido burlado, chasqueado, engañado! La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las mandíbulas desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según el ritual pintoresco de la antigua escuela, “que cuando el gallo tocara por dos veces el cuerno de su alegre llamada se consumarían sangrientas hazañas, y el crimen, de callado paso, saldría de su retiro”. No había terminado de formular este juramento terrible, cuando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó una hora, y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo. Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas lo obligó a abandonar su terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando en su juramento vano y en su vano proyecto fracasado. Una vez allí consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas ocasiones se recurrió a aquel juramento. -¡Que el diablo se lleve a ese animal volátil! -murmuró-. ¡En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi buena lanza, atravesándole el cuello y obligándolo a cantar otra vez para mí, aunque reventara! Y dicho esto se retiró a su confortable caja de plomo, y allí permaneció hasta la noche. IV Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado, y temblaba al más ligero ruido. No salió de su habitación en cinco días, y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la mancha de sangre del parqué de la biblioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudable que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles. La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales era realmente para ellos cosa desconocida e indiscutiblemente fuera de su alcance. Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación. Verdad es que su vida fue muy criminal; pero, quitado eso, era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural. Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas, se envolvía en una gran capa de terciopelo negro, y no dejaba de usar el engrasador “Sol-Levante” para sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de protección. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio de la señora Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus proyectos. A pesar de todo, no se vio libre de problemas. No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerlo tropezar en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de “Isaac el Negro o el cazador del bosque de Hogsley”, cayó cuan largo era al poner el pie sobre una pista de maderas enjabonadas que habían colocado los gemelos desde el umbral del salón de Tapices hasta la parte alta de la escalera de roble. Esta última afrenta le dio tal rabia, que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de “Ruperto el Temerario o el conde sin cabeza”. No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía sesenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo de actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jach Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la terraza, al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo por lord Canterville en la pradera de Wandsworth, y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos los sentidos. Sin embargo, era, permitiéndome emplear un término de argot teatral para aplicarlo a uno de los mayores misterios del mundo sobrenatural (o en lenguaje más científico), “del mundo superior a la Naturaleza”, era, repito, una creación de las más difíciles, y necesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos. Por fin, todo estuvo listo, y él contentísimo de su disfraz. Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas del arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor. Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, a la que llamaré el dormitorio azul, por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entreabierta. A fin de hacer una entrada sensacional, la empujó con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel. Su sistema nervioso sufrió tal conmoción, que regresó a sus habitaciones a todo escape, y al día siguiente tuvo que permanecer en cama con un fuerte reuma. El único consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros, pues sin esto las consecuencias hubieran podido ser más graves. Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de norteamericanos, y se limitó a vagar por el corredor, con zapatillas de orillo, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos. Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera hasta el espacioso salón, seguro de que en aquel sitio por lo menos estaba a cubierto de jugarretas, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mujer, hechas en casa de Sarow. Iba vestido sencilla pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela y llevaba una linternita y una azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de “Jonás el Desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Cherstey Barn”. Era una de sus creaciones más notables y de las que guardaban recuerdo, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo. Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y, a su juicio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente en dirección a la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabezas, mientras gritaban a su oído: -¡Bu! Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la escalera, pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que lo esperaba armado con la regadera del jardín; de tal modo que, cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que, afortunadamente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre tubos y chimeneas, llegando a su refugio en el tremendo estado en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación. Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca de expedición nocturna. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sorprenderlo, sembrando de cáscara de nuez los corredores todas las noches, con gran molestia de sus padres y criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido, sin duda, y no quería mostrarse. En vista de ello, el señor Otis se puso a trabajar en su gran obra sobre la historia del partido demócrata, obra que había empezado tres años antes. La señora Otis organizó una extraordinaria horneada de almejas, de la que se habló en toda la comarca. Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al ecarté, al póquer y a otras diversiones nacionales de Estados Unidos. Virginia dio paseos a caballo por las carreteras, en compañía del duquesito de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones. Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, hasta el punto de que el señor Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del ministro. Pero los Otis se equivocaban. El fantasma seguía en la casa, y, aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duquesito de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville. A la mañana siguiente encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabras que éstas: -¡Doble seis! Esta historia era muy conocida en un tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de dos familias nobles, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe Regente y sus amigos. Desde entonces, el fantasma deseaba vivamente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado por matrimonio, pues una prima suya se casó en segundas nupcias con el señor Bulkeley, del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire. Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al pequeño enamorado de Virginia en su famoso papel de “Fraile vampiro, o el benedictino desangrado”. Era un espectáculo espantoso, que cuando la vieja lady Starbury se lo vio representar, es decir en víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos agudos, que tuvieron por resultado un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville y legase todo su dinero a su farmacéutico en Londres. Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos lo retuvo en su habitación, y el duquesito durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Virginia. V Virginia y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la escalera de atrás para que no la viesen. Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de Tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación. Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido. ¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de Canterville en persona! Se había acomodado ante la ventana, contemplando el oro llameante de los árboles amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas enrojecidas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida. Tenía la cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo. Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarlo. Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló. -Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y entonces, si se porta usted bien, nadie lo atormentará. -Es inconcebible pedirme que me porte bien -le respondió, contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda mis cadenas, que gruña por los agujeros de las cerraduras y que corretee de noche. ¿Eso es lo que usted llama portarse mal? No tengo otra razón de ser. -Esa no es una razón de ser. En sus tiempos fue usted muy malo ¿sabe? La señora Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su esposa. -Sí, lo reconozco -respondió incautamente el fantasma-. Pero era un asunto de familia y nadie tenía que meterse. -Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de gravedad puritana, heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra. -¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima. No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina. Mire usted: un día había yo cazado un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un hermoso macho de dos años. ¡Pues no puede usted figurarse cómo me lo sirvió! Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la matase. -¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh señor fantasma…! Don Simón, quiero decir, ¿es que tiene usted hambre? Hay un sándwich en mi costurero. ¿Le gustaría? -No, gracias, ahora ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por su parte. ¡Es usted bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y ladrona familia! -¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el ordinario es usted. En cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis colores de la caja de pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón, imposibilitándome para pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así es que ahora no puedo hacer más que claros de luna, que da grima ver, e incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado, aún estando fastidiada y a pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez sangre color verde esmeralda…? -Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó con su quitamanchas incomparable, no veo por qué no iba yo a emplear los colores de usted para resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra… Aunque ya sé que ustedes los norteamericanos no hacen el menor caso de esas cosas. -No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de algo. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya fuertes impuestos sobre los espíritus, no le pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en Nueva York, puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma para la familia. -Creo que no me divertiría mucho en Estados Unidos. -Quizás se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia. -¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y sus modales. -Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones. -¡No se vaya, señorita Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que no sé qué hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo. -Pues es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz. Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cambio, dormir es muy sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir admirablemente, y no son de los más listos. -Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules, llenos de asombro-. Hace ya trescientos años que no duermo, así es que me siento cansadísimo. Virginia adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de rosa. Se acercó y arrodilló al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y arrugado. -Pobrecito fantasma -profirió a media voz-, ¿y no hay ningún sitio donde pueda usted dormir? -Allá lejos, pasando el pinar -respondió él en voz baja y soñadora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los durmientes. Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos. -Se refiere usted al jardín de la Muerte -murmuró. -Sí, de la muerte. Debe ser hermosa. Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio. No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque el amor la acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte. Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos instantes hubo un gran silencio. Le parecía vivir un sueño terrible. Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento: -¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca? -¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ojos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene más que éstos seis versos: “Cuando una joven rubia logre hacer brotar “una oración de los labios del pecador, “cuando el almendro estéril dé fruto “y una niña deje correr su llanto, “entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad “y volverá la paz a Canterville. “Pero no sé lo que significan”. -Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se apoderará de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas murmurarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales. Virginia no contestó, y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos. -No tengo miedo -dijo con voz firme – y rogaré al ángel que se apiade de usted. Se levantó el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados, y la besó. Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; el fantasma la guió a través de la estancia sombría. Sobre un tapiz, de un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados de flecos y con sus lindas manos le hacían gestos de que retrocediese. -Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete, vete! -gritaban. Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos. Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja: -Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte. Pero el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada. Cuando llegaron al extremo de la estancia el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna. Un áspero y helado viento los azotó, sintiendo la muchacha que le tiraban del vestido. -De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de Tapices quedó desierto. VI Unos diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla. No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a la señorita Virginia por ninguna parte. Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a recoger flores para la cena, la señora Otis no se inquietó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa. A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por ninguna parte. Entonces se conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer, cuando el señor Otis recordó de repente que pocos días antes habían permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos. Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos de sus criados de la granja. El duquesito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con insistencia a el señor Otis que lo dejase acompañarlo, mas éste se negó temiendo algún jaleo. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado. Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues el fuego ardía todavía y quedaban platos sobre la hierba. Después de mandar a Washington y a los dos hombres que registrasen los alrededores, se apresuró a regresar y envió telegramas a todos los inspectores de Policía del condado, rogándoles que buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gitanos. Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un criado por el camino de Ascot. Había recorrido apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al duquesito que llegaba en su caballito, con la cara sofocada y la cabeza descubierta. -Lo siento muchísimo, señor Otis -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero me es imposible comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año último, no habría pasado esto nunca. No me rechaza usted, ¿verdad? ¡No puedo ni quiero irme! El ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia. Inclinándose sobre su caballo, le acarició los hombros bondadosamente, y le dijo: -Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en venir, no me queda más remedio que admitirle en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot. -¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es Virginia! -exclamó el duquesito, riendo. Y acto seguido galoparon hasta la estación. Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén de salida a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida, después de comprar un sombrero para el duquesito en una tienda de novedades que se disponía a cerrar, el señor Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse al guardia rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él. Así es que, después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándolos a la puerta con linternas, porque la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos. Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día en que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde los obligó a darse prisa. Además, parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos al señor Otis por haberles permitido acampar en su parque. Cuatro de ellos se quedaron atrás para tomar parte en las pesquisas. Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos, pero no consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un aire de profundo abatimiento como entraron en casa el señor Otis y los jóvenes, seguidos del criado, que llevaba de las bridas al caballo y al caballito. En el salón se encontraron con el grupo de criados, llenos de terror. La pobre señora Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de espanto y de ansiedad, y la vieja ama de llaves le humedecía la frente con agua de colonia. Fue una comida tristísima. No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían despavoridos y consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando terminaron, el señor Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios detectives a su disposición. Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando se oyó un crujido acompañado de un grito penetrante. Un trueno formidable bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Un lienzo de la pared se despegó bruscamente en lo alto de la escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la mano un cofrecito. Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. La señora Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón. El duquesito casi la ahogó con la violencia de sus besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje alrededor del grupo. -¡Ah…! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido? -dijo el señor Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromitas de ese género a nadie. -¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas. -Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -murmuraba la señora Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro, que se desparramaban sobre sus hombros. -Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayan a verlo. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes de morir me ha dado este cofrecito de hermosas joyas. Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y muy serio. En seguida, dando media vuelta, los precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un corredor secreto. Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por fin llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos. Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba encadenado, se veía un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas. Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía su interior tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más que un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado. -¡Miren! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Miren! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna. -¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro. -¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito, ciñéndole el cuello con los brazos y besándola. VII Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House. El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban. La caja de plomo iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville. A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante. Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia. Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás, Washington y los dos muchachos. En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho de verlo desaparecer para siempre. Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier. Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas. En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor. Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso. A la mañana siguiente, antes de que lord Canterville partiese para la ciudad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. Eran soberbias, magníficas. Había, sobre todo, un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que el señor Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas. -Señor -dijo el ministro-, sé que en este país se aplica la mano muerta lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis, cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso (pues ha tenido la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha), que esas piedras preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de la familia. Además de que todas estas tonterías y juguetes, por muy apreciados y necesitados que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas según los severos principios, pudiera decirse, de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a asegurar que Virginia tiene gran interés en que le deje usted el cofrecito que encierra esas joyas, en recuerdo de las locuras y el infortunio del antepasado. Y como ese cofrecito es muy viejo y, por consiguiente, deterioradísimo, quizá encuentre usted razonable acoger favorablemente su petición. En cuanto a mí, confieso que me sorprende grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, al poco tiempo de regresar la señora Otis de una excursión a Atenas. Lord Canterville escuchó imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose de cuando en cuando el bigote gris para ocultar una sonrisa involuntaria. Una vez que hubo terminado el señor Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó: -Mi querido amigo, su encantadora hijita ha prestado un servicio importantísimo a mi desgraciado antecesor. Mi familia y yo le estamos reconocidísimos por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo, a fe mía, que si tuviese yo la suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo tunante saldría de su tumba al cabo de quince días para infernarme la vida. En cuanto a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un testamento, en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando la señorita Virginia sea mayor, sospecho que le encantará tener cosas tan lindas que llevar. Además, señor Otis, olvida usted que adquirió usted el inmueble y el fantasma bajo inventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra lo hace a usted dueño de lo que le pertenecía a él. El señor Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma. Cuando, en la primavera de 1890, la duquesita de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron motivo de general admiración. Y Virginia fue agraciada con la diadema, que se otorga como recompensa a todas las norteamericanitas juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo edad para ello. Eran ambos tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo el mundo le encantó ese matrimonio, menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que venía haciendo todo lo posible por atrapar al duquesito y casarlo con una de sus siete hijas. Para conseguirlo dio al menos tres grandes comidas costosísimas. Cosa rara: el señor Otis sentía una gran simpatía personal por el duquesito, pero teóricamente era enemigo de los títulos y, según sus propias palabras, “era de temer que, entre las influencias debilitantes de una aristocracia ávida de placer, fueran olvidados por Virginia los verdaderos principios de la sencillez republicana”. Pero nadie hizo caso de sus observaciones, y cuando avanzó por la nave lateral de la iglesia de San Jorge, en Hannover Square, llevando a su hija del brazo, no había hombre más orgulloso en toda Inglaterra. Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase, y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario próximo al pinar. Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse sobre la losa fúnebre de Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana de la biblioteca. La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía. La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, recostado a sus pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos. De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una mano, le dijo: -Virginia, una mujer no debe tener secretos con su marido. -Y no los tengo, querido Cecil. -Sí los tienes -respondió sonriendo-. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras estuviste encerrada con el fantasma. -Ni se lo he dicho a nadie -replicó gravemente Virginia. -Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a mí. -Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No puedo realmente decírtelo. ¡Pobre Simón! Le debo mucho. Sí; no te rías, Cecil; le debo mucho realmente. Me hizo ver lo que es la vida, lo que significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que la muerte. El duque se levantó para besar amorosamente a su mujer. -Puedes guardar tu secreto mientras yo posea tu corazón -dijo a media voz. -Siempre fue tuyo. -Y se lo dirás algún día a nuestros hijos, ¿verdad? Virginia se ruborizó. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El imán
Minicuento
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos. -¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín. -¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante. Los niños escaparon corriendo en desbandada. -Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí. Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía: ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES Era un Gigante egoísta… Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás. -¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros. Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha. -La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas. -¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también. Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo. -No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo. Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. -Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles. Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era solo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. -¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse. -¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. -¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños. Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Solo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín. -Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante. -Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón? El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso. -No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito. -Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él. -¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía. Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín. -Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas. Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró… Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos. Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y dijo: -¿Quién se ha atrevido a hacerte daño? Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies. -¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo. -¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor. -¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: -Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso. Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas. FIN “The Selfish Giant”, The Happy Prince and Other Tales, 1888
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El joven rey
Cuento
Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían: -Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy? Él explicaba: -He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos. -Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres. -Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro. Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias. Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos… Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron: -Vamos, cuenta: ¿qué has visto? Él respondió: -No he visto nada. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El maestro
Minicuento
Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose. Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó: -Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto. La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El modelo millonario
Cuento
Aquella noche, la víspera del día fijado para su coronación, el joven rey se hallaba solo, sentado en su espléndida cámara. Sus cortesanos se habían despedido todos, inclinando la cabeza hasta el suelo, según los usos ceremoniosos de la época, y se habían retirado al Gran Salón del Palacio para recibir las últimas lecciones del profesor de etiqueta, pues aún había entre ellos algunos que tenían modales rústicos, lo cual, apenas necesito decirlo, es gravísima falta en cortesanos. El adolescente -todavía lo era, apenas tenía dieciséis años- no lamentaba que se hubieran ido, y se había echado, con un gran suspiro de alivio, sobre los suaves cojines de su canapé bordado, quedándose allí, con los ojos distraídos y la boca abierta, como uno de los pardos faunos de la pradera, o como animal de los bosques a quien acaban de atrapar los cazadores. Y en verdad eran los cazadores quienes lo habían descubierto, cayendo sobre él punto menos que por casualidad, cuando, semidesnudo y con su flauta en la mano, seguía el rebaño del pobre cabrero que le había educado y a quien creyó siempre su padre. Hijo de la única hija del viejo rey, casada en matrimonio secreto con un hombre muy inferior a ella en categoría (un extranjero, decían algunos, que había enamorado a la princesa con la magia sorprendente de su arte para tocar el laúd; mientras otros hablaban de un artista, de Rímini, a quien la princesa había hecho muchos honores, quizás demasiados, y que había desaparecido de la ciudad súbitamente, dejando inconclusas sus labores en la catedral), fue arrancado, cuando apenas contaba una semana de nacido, del lado de su madre, mientras dormía ella, y entregado a un campesino pobre y a su esposa, que no tenían hijos y vivían en un lugar remoto del bosque, a más de un día de camino de la ciudad. El dolor, o la peste, según el médico de la corte, o, según otros, un rápido veneno italiano servido en vino aromático, mató, una hora después de su despertar, a la blanca princesa, y cuando el fiel mensajero que llevaba al niño sobre la silla de su caballo bajaba del fatigado animal y tocaba a la puerta de la cabaña del cabrero, el cuerpo de la joven madre descendía a la tumba abierta en el patio de una iglesia abandonada, fuera de las puertas de la ciudad. En aquel sepulcro yacía, según la voz popular, otro cuerpo, el de un joven extranjero de singular hermosura, cuyas manos estaban atadas a su espalda con nudosa cuerda, y cuyo pecho estaba lleno de rojas puñaladas. Tal era, al menos, la historia que la gente susurraba en secreto. Lo cierto era que el viejo rey, en su lecho de muerte, ya sea movido del remordimiento de su gran pecado, o ya deseoso de que el reino quedara en manos de su descendiente único, había hecho buscar al adolescente y, en presencia del Consejo de la Corona, lo había reconocido como heredero suyo. Y parece que desde el primer momento en que el joven fue reconocido dio muestras de aquella extraña pasión de la belleza que debía ejercer tan grande influjo sobre su vida. Los que lo acompañaron a las habitaciones que se dispusieron para su servicio, hablaban a menudo del grito de felicidad que se le escapó al ver las finas vestiduras y ricas joyas que allí le esperaban, y de la alegría casi feroz con que arrojó su basta túnica de cuero y su tosco manto de piel de oveja. Echaba de menos, eso sí, a veces, la hermosa libertad de la vida en el bosque, y se mostraba pronto al enojo ante las fastidiosas ceremonias de corte que le ocupaban tanto tiempo cada día; pero el maravilloso palacio -“Joyeuse” lo llamaba-, del cual era señor ahora, le parecía un mundo nuevo recién creado para su alegría; y en cuanto podía escaparse de las reuniones del Consejo y de las cámaras de audiencia bajaba corriendo la gran escalera, donde había leones de bronce dorado y escalones de luciente pórfido, y vagaba de sala en sala, y de corredor en corredor, como quien busca en la armonía el calmante contra el dolor, la curación de una enfermedad. En estos viajes de descubrimiento, según él los llamaba -y en verdad lo eran para él, verdaderos viajes a través de una tierra prodigiosa-, lo acompañaban en ocasiones los delgados y rubios pajes de la corte, con sus mantos flotantes y alegres cintas voladoras; pero las más de las veces iba solo, porque, con rápido instinto, que casi era adivinación, comprendió que los secretos del arte se aprenden mejor en silencio. De él se contaban, en aquella época de su vida, muchas historias curiosas. Se decía que un gordo burgomaestre, que había venido a pronunciar una florida pieza de oratoria en representación de los habitantes de la ciudad, lo había sorprendido contemplando con verdadera adoración un hermoso cuadro que acababan de traer de Venecia. En otra ocasión se había perdido durante varias horas, y después de largas pesquisas se le descubrió en un camarín, en una de las torrecillas del lado norte del palacio, adorando, como en éxtasis, una joya griega. Se le había visto, según otro cuento, como iluminado ante una estatua antigua de mármol que se había descubierto en el fondo del río, cuando se construyó el puente de piedra. Se había pasado toda una noche contemplando el efecto que producía la luz de la luna sobre una imagen argentada de una diosa. Todos los materiales raros y preciosos lo fascinaban y en su deseo de obtenerlos había enviado a países extranjeros a muchos mercaderes, unos a comprar ámbar a los rudos pescadores de los mares del Norte; otros a Egipto en busca de aquella curiosa turquesa verde que solo se encuentra en las tumbas de los reyes y dicen que posee propiedades mágicas; otros aun a Persia en busca de alfombras de seda y alfarería pintada, y otros, en fin, a la India a comprar gasa y marfil teñido, piedras lunares y brazaletes de jade, madera de sándalo y esmalte azul y mantos de lana fina. Pero lo que más le había preocupado era el traje que había de llevar en la fiesta de su coronación, el traje de oro entretejido, y la corona tachonada de rubíes, y el cetro con sus hileras y cercos de perlas. En realidad, en eso pensaba aquella noche, mientras yacía en su lujoso canapé, con la vista fija en el gran leño de pino que ardía en la chimenea abierta. Los dibujos, que eran obra de los más famosos artistas de la época, habían sido sometidos a su aprobación meses antes, y él había dado órdenes para que los artífices trabajaran día y noche a fin de ejecutarlos, y para que en el mundo entero se buscaran gemas dignas de su traje. Con la imaginación se veía de pie ante el altar mayor de la catedral, con las hermosas vestiduras regias, y una sonrisa jugueteaba en sus labios infantiles e iluminaba con lustroso brillo sus oscuros ojos. Poco después se levantó de su asiento y, recostado sobre la repisa de la chimenea, paseó su vista en derredor de la habitación tenuemente alumbrada. Un gran armario con incrustaciones de ágata y lapislázuli llenaba uno de los rincones, y frente a la ventana había un arcón curiosamente labrado con láminas de oro, barnizadas de laca, sobre el cual había unas finas copas de cristal veneciano y una taza de ónix de vetas oscuras. En la colcha de seda de la cama estaban bordadas amapolas pálidas, como si el sueño las hubiera dejado escapar de las fatigadas manos, y altos junquillos de marfil estriado sostenían el dosel de terciopelo, del cual subían, como espuma blanca, grandes plumas de avestruz, hasta la plata pálida del calado techo. Sobre la mesa había un ancho tazón de amatista. Afuera veía el príncipe la enorme cúpula de la catedral, levantándose como una burbuja sobre las casas sombrías, y miraba a los centinelas haciendo su recorrido, llenos de aburrimiento, sobre la nebulosa terraza del río. Muy lejos, en un huerto, cantaba un ruiseñor. Vago aroma de jazmín entraba por la ventana. El joven rey echó hacia atrás sus cabellos, y tomando en las manos un laúd, dejó vagar sus dedos sobre las cuerdas. Sus párpados, pesados, cayeron, y una languidez extraña se apoderó de él. Nunca había sentido tan agudamente y con tanta alegría la magia y el misterio del arte. Cuando la medianoche sonó en el reloj de la torre, tocó un timbre, y sus pajes entraron y lo desvistieron con mucha ceremonia, echándole agua de rosas en las manos y regando flores sobre su almohada. Pocos momentos después de haber salido los pajes, el rey dormía. * * * Y mientras dormía soñó, y este fue su sueño: Creyó estar de pie en un desván largo, de techo bajo, entre el zumbido y repiqueteo de muchos telares. Escasa luz penetraba a través de las enrejadas ventanas, y le mostraba las flacas figuras de los tejedores, inclinados sobre sus bastidores. Niños pálidos, de aspecto enfermizo, se agachaban en los enormes traveses. Cuando las lanzaderas corrían entre la urdimbre, levantaban las pesadas tablillas, y cuando las lanzaderas se detenían, dejaban caer las tablillas y juntaban los hilos. Las caras estaban contraídas por el hambre, y las manos temblaban y se estremecían. Unas mujeres demacradas se hallaban sentadas alrededor de una mesa, tejiendo. Horrible olor llenaba el lugar. El aire estaba pestilente y pesado, y los muros chorreaban humedad. El joven rey se acercó a uno de los tejedores, se detuvo junto a él y lo contempló. El tejedor lo miró con ira y dijo: -¿Por qué me miras? ¿Eres un espía, puesto aquí por el amo? -¿Quién es tu amo? -preguntó el joven rey. -¡Nuestro amo! -exclamó el tejedor, con amargura-. Es un hombre como nosotros. Pero, en realidad, hay mucha diferencia entre nosotros: él lleva buena ropa, mientras yo llevo harapos, y mientras yo padezco de hambre, él padece por exceso de alimentación. -El país es libre -dice el rey- y tú no eres esclavo de nadie. -En la guerra -dijo el tejedor- los fuertes hacen esclavos a los débiles, y en la paz, los ricos hacen esclavos a los pobres. Tenemos que trabajar para vivir, y nos dan salario tan escaso que nos morimos. Trabajamos para ellos todo el día, y ellos amontonan oro en sus cofres, mientras nuestros hijos se marchitan antes de tiempo, y las caras de los que amamos se vuelven duras y malas. Nosotros pisamos las uvas y otros se beben el vino. Sembramos el trigo, y nuestra mesa está vacía. Estamos en cadenas, aunque nadie las ve; y somos esclavos, aunque los hombres nos llamen libres. -¿Y ocurre así con todos? -preguntó el rey. -Así ocurre con todos -contestó el tejedor-, con los jóvenes y con los viejos, con las mujeres y con los hombres, con los niños pequeños y con los viejos que se inclinan al peso de la edad. Los mercaderes nos oprimen y tenemos que hacer su voluntad. El sacerdote cruza junto a nosotros repasando las cuentas del rosario, y nadie se ocupa de nosotros. A través de nuestras callejuelas sin sol se arrastra la Pobreza con sus ojos hambrientos, y el Pecado con su cara podrida la sigue de cerca. La Desgracia nos despierta en la mañana y la Vergüenza nos acompaña en la noche. Pero ¿esto qué te importa a ti? Tú no eres de los nuestros. Tienes cara demasiado feliz. Y le volvió la espalda gruñendo y echó su lanzadera a través de la urdimbre, y el joven rey vio que llevaba hilos de oro. Y grave terror se apoderó de él, y dijo al tejedor: -¿Qué vestidura es la que tejes? -Es la vestidura para la coronación del joven rey -respondió el obrero-. ¿A ti, qué más te da? Y el joven rey lanzó un gran grito, y despertó; y he aquí que se hallaba en su propia habitación, y a través de la ventana vio la gran luna color de miel suspendida en el aire oscuro. * * * Y se durmió de nuevo, y soñó, y este fue su sueño: Creyó encontrarse sobre la cubierta de una enorme galera en la que remaban cien esclavos. Sobre una alfombra, junto a él, se hallaba sentado el jefe de la galera. Era negro como el ébano, y su turbante era de seda carmesí. Grandes aros de plata pendían de los espesos lóbulos de sus orejas, y en sus manos tenía una balanza de marfil. Los esclavos estaban desnudos, salvo el paño de la cintura, y cada hombre estaba atado con cadenas a su vecino. El sol tórrido caía a plomo sobre ellos, y los negros corrían sobre el puente y los azotaban con látigos de cuero. Los esclavos movían los brazos y empujaban los remos a través del agua. Al golpe del remo saltaba la espuma salobre. Al fin llegaron a una pequeña bahía, y comenzaron a sondear. Ligero viento soplaba de la tierra y cubría de fino polvo rojo el maderamen y la gran vela latina. Tres árabes montados sobre asnos salvajes aparecieron sobre la playa y arrojaron lanzas sobre ellos. El jefe de la galera tomó en sus manos un arco pintado e hirió en la garganta a uno de los árabes, que cayó pesadamente sobre la arena, mientras sus compañeros huyeron galopando. Una mujer envuelta en un velo amarillo les seguía despacio sobre un camello y de cuando en cuando volvía la cabeza hacia el muerto. Cuando hubieron echado el ancla y bajado la vela, los negros descendieron a la cala del buque y sacaron una larga escala de cuerdas con lastre de plomo. El jefe de la galera echó al agua la escala, después de haber enganchado el extremo en dos puntales de hierro. Entonces los negros asieron al más joven de los esclavos, le quitaron sus grillos, le llenaron de cera las narices y las orejas y le ataron una gran piedra a la cintura. Con aire cansado descendió por la escala y desapareció en el mar. Unas cuantas burbujas se levantaron del lugar donde se hundió. Algunos de los otros esclavos miraron con curiosidad hacia el mar. En la proa de la galera estaba sentado un encantador de tiburones, tocando monótonamente un tambor para alejarlos. Momentos después, el buzo surgió del agua y jadeando asió la escala. Traía la perla en la mano derecha. Los negros se la quitaron y volvieron a echarlo al agua. Los esclavos se quedaron dormidos sobre sus remos. Una vez y otra vez bajó y subió el joven esclavo, y cada vez trajo en la mano una hermosa perla. El jefe de la galera las pesaba y las ponía en un saquito de cuero verde. El joven rey quería hablar; pero su lengua parecía pegada al paladar, y sus labios se negaban a moverse. Los negros parloteaban entre sí y comenzaron a pelearse por una sarta de cuentas brillantes. Dos grullas volaban en torno al barco. El buzo subió por última vez y la perla que trajo era más hermosa que todas las perlas de Ormuz, porque tenía forma de luna llena y era más blanca que la estrella de la mañana. Pero la cara del buzo tenía extraña palidez, y se le vio caer sobre la cubierta del buque: le brotaba sangre de la nariz y de las orejas. Se agitó durante breves momentos, y luego dejó de moverse. Los negros se encogieron de hombros, y echaron al agua el cadáver. Y el jefe de la galera lanzó una carcajada, y extendiendo la mano tomó la perla, y cuando la hubo contemplado, la apretó contra su frente y se inclinó como saludando. -Será -dijo- para el cetro del joven rey. E hizo seña a los negros para que levaran el ancla. Y cuando el joven rey oyó esto, dio un gran grito y despertó, y a través de la ventana vio los largos dedos de la aurora atrapando las estrellas que se apagaban. * * * Y se quedó de nuevo dormido, y soñó, y este fue su sueño: Creyó que vagaba por un bosque oscuro, lleno de frutos extraños y de lindas flores venenosas. Los áspides silbaban a su paso, y los loros relucientes volaban, gritando de rama en rama. Enormes tortugas yacían dormidas sobre el barro caliente. Los árboles estaban llenos de monos y de pavos reales. Caminó largo tiempo hasta llegar a la salida del bosque, y allí vio una inmensa multitud de hombres que trabajaban en el lecho de un río seco ya. Llenaban la tierra como hormigas. Abrían hoyos profundos en el suelo y descendían a ellos. Unos rompían las rocas con grandes hachas; otros escarbaban en la arena. Arrancaban de raíz los cactos y pisoteaban las flores de color escarlata. Se movían a prisa, daban voces y ninguno estaba ocioso. Desde la oscuridad de una caverna la Muerte y la Avaricia los observaban, y la Muerte dijo: -Estoy cansada, dame una tercera parte de ellos, y déjame ir. Pero la Avaricia movió la cabeza negativamente: -Son mis siervos -dijo. Y la Muerte le preguntó: -¿Qué tienes en la mano? -Tengo tres granos de trigo -contestó la Avaricia-; ¿qué te importa? -Dame uno de ellos -dijo la Muerte- para plantarlo en mi huerto; uno solo de ellos, y me iré. -No te doy nada -dijo la Avaricia, y escondió la mano en los pliegues de su vestidura. Y la Muerte lanzó una carcajada, y tomó en sus manos una taza y la introdujo en un charco de agua, y de la taza se levantó la Fiebre Palúdica. Con ella atravesó por entre la multitud, y la tercera parte de ellos quedaron muertos. Fría niebla la seguía, y las serpientes de agua corrían a su lado. Y cuando la Avaricia vio que morían tantos hombres, se dio golpes de pecho y lloró. Golpeó su pecho estéril y dio voces. -Has matado la tercera parte de mis siervos -gritó-. ¡Vete! Hay guerra en los montes de Tartaria, y los reyes de cada facción te llaman. Los afganos han matado el toro negro y marchan al combate. Pegan en sus escudos con sus lanzas, y se han puesto los yelmos de hierro. ¿Qué tiene mi valle que en él te detienes tanto tiempo? Vete y no vuelvas más. -No -respondió la Muerte-, no me iré mientras no me des el grano de trigo. Pero la Avaricia cerró la mano y apretó los dientes: -No te doy nada -murmuró. Y la Muerte lanzó una carcajada, y tomó en sus manos una piedra y la lanzó al bosque, y de la maleza de cicutas silvestres salió la Fiebre en traje de llamas. Atravesó la multitud y tocó a los hombres, y murió cada hombre a quien ella tocó. La hierba se secaba bajo sus pies. Y la Avaricia tembló y se echó ceniza sobre la cabeza. -Eres cruel -gritó-, eres cruel. Hay hambre en las amuralladas ciudades de la India, y las cisternas de Samarcanda se han secado. Hay hambre en las amuralladas ciudades de Egipto, y las langostas vienen del desierto. El Nilo no ha rebasado sus orillas, y los sacerdotes maldicen a Isis y a Osiris. Vete adonde te necesitan, y déjame mis siervos. -No -respondió la Muerte-; mientras no me hayas dado un grano de trigo, no me iré. -No te doy nada -dijo la Avaricia. Y la Muerte lanzó otra carcajada y silbó por entre los dedos, y por el aire vino volando una mujer. El nombre de Peste estaba escrito sobre su frente, y una multitud de buitres flacos volaba en torno suyo. Cubrió el valle con sus alas, y ningún hombre quedó vivo. Y la Avaricia huyó gritando a través del bosque y la Muerte subió sobre su caballo rojo y partió al galope, y su galope era más rápido que el viento. Y del limo, en el fondo del valle brotaron dragones y seres horribles con escamas, y los chacales llegaron trotando por entre la arena, olfateando el aire. Y el joven rey lloró, y preguntó: -¿Quiénes eran estos hombres, y qué buscaban? -Rubíes para una corona de rey -le respondió una voz. Sobresaltado el rey, se volvió y vio a un hombre en hábito de peregrino, con un espejo de plata en la mano. Y el rey palideció, y preguntó: -¿Para qué rey? Y el peregrino contestó: -Mira en este espejo y lo verás. Y miró en el espejo y, al ver su propia cara, lanzó un gran grito y despertó y la vívida luz del sol entraba a torrentes en la habitación, y en los árboles del jardín cantaban los pájaros. * * * Y el chambelán y los altos funcionarios del Estado entraron y le hicieron homenaje; y los pajes le trajeron la vestidura de oro entretejido, y pusieron delante de él la corona y el cetro. Y el joven rey los miró, y eran de gran belleza. Más bellos que cuanto había visto hasta entonces. Pero recordó sus sueños y dijo a sus caballeros: -Llévense estas cosas, que no voy a usarlas. Y los cortesanos se asombraron y hubo quienes se rieron, porque creían que se trataba de una broma. Pero les habló de nuevo con severidad y dijo: -Llévense estas cosas y escóndanlas lejos de mí. Aunque sea el día de mi coronación, no las usaré. Porque en los telares de la Desgracia y con las blancas manos del Dolor se ha tejido la vestidura. Hay Sangre en el corazón del rubí y hay Muerte en el corazón de la perla. Y les contó sus tres sueños. Y cuando los cortesanos los oyeron, se miraron entre sí y murmuraron: -Ciertamente está loco. ¿Pues no son sueños los sueños y visiones las visiones? No son cosas reales para que hagamos caso de ellas. ¿Y qué tenemos que ver con las vidas de los que trabajan para nosotros? ¿No ha de comer pan el hombre mientras no haya visto al sembrador de trigo, ni ha de beber vino mientras no haya hablado con el viñatero? Y el chambelán habló al joven rey, y le dijo: -Señor, le ruego que aleje de usted esos pensamientos negros. Vístase con la hermosa vestidura y ponga la corona sobre su cabeza. Porque ¿cómo sabrá el pueblo que es rey, si no lleva vestidura de rey? Y el joven rey lo miró y preguntó: -¿Es así, en verdad? ¿No sabrán que soy rey si no llevo vestidura de rey? -No lo conocerán, señor -dijo el chambelán. -Creí que había hombres que tenían aire de reyes -respondió-; pero puede que sea verdad lo que dices. Y, sin embargo, no me pondré esa vestidura, ni me coronaré con esa corona, sino que saldré del palacio como entré en él. Y pidió a todos que se fueran, excepto a un paje a quien retuvo como compañero, adolescente más joven que él en un año, lo retuvo para su servicio, y, cuando se hubo bañado en agua clara, abrió un gran arcón pintado y de él sacó la túnica de cuero y el tosco manto de piel de oveja que usaba cuando desde las colinas vigilaba las hirsutas cabras del cabrero. Se puso la túnica y el manto rústico y tomó en sus manos el rudo cayado del pastor. Y el pajecito abrió con asombro sus grandes ojos azules y le dijo sonriendo: -Señor, veo su túnica y su cetro, pero ¿dónde está su corona? Y el joven rey arrancó una rama de espino que trepaba por el balcón y la dobló e hizo con ella un cerco y se lo puso sobre la cabeza. -Esta será mi corona -respondió. Y así ataviado salió de su cámara al Gran Salón, donde los nobles lo esperaban. Y los nobles se burlaban, y hubo quienes gritaran: -Señor: el pueblo espera a su rey y usted le muestra un mendigo. Y otros se indignaban y decían: -Pone en vergüenza al Estado y es indigno de ser nuestro señor. Pero él no respondió palabra, sino que siguió adelante. Descendió por la luciente escalera de mármol rojo, y salió por las puertas de bronce. Montó sobre su caballo y fue hacia la catedral, mientras el pajecito corría tras él. Y la gente se reía y decía: -Es el bufón del rey el que pasa a caballo. Y se burlaban de él. Y el rey detuvo al caballo y dijo: -No; soy el rey. Y les contó sus tres sueños. Y un hombre salió de entre la multitud y le habló con amargura, y le dijo: -Señor, ¿no sabe que del lujo de los ricos se sustenta la vida del pobre? Su vanidad nos nutre y sus vicios nos dan pan. Trabajar para el amo duro es amargo; pero es más amargo aún no tener amo para quien trabajar. ¿Cree usted que los cuervos nos han de alimentar? ¿Y qué remedio propone para estas cosas? ¿Dirá al comprador: “Comprarás tanto”, y al vendedor: “Venderás a tal precio”? De seguro que no. Vuelva, pues, a su palacio, y vista la púrpura y el lino. ¿Qué tiene que ver con nosotros, ni con lo que sufrimos? -¿No son hermanos el rico y el pobre? -preguntó el rey. -Sí -respondió el hombre- y el hermano rico se llama Caín. Y al joven rey se le llenaron los ojos de lágrimas, y siguió avanzando a caballo por entre los murmullos de la gente, y el pajecito se asustó y lo abandonó. * * * Y cuando llegó al pórtico de la catedral, los soldados le opusieron sus alabardas y le dijeron: -¿Qué buscas aquí? Nadie ha de entrar por esta puerta sino el rey. Y la cara se le enrojeció de ira, y les dijo: -Soy el rey. Y apartando las alabardas, pasó por entre ellos y entró al templo. Y cuando el anciano obispo lo vio entrar vestido de cabrero, se levantó con asombro de su trono, y avanzó a recibirlo y le dijo: -Hijo mío, ¿es este el traje de un rey? ¿Y con qué corona he de coronarte, y qué cetro colocaré en tus manos? Ciertamente, para ti este debiera ser día de gozo y no de humillación. -¿Debe la Alegría vestirse con lo que fabricó el Dolor? -dijo el joven rey. Y contó al obispo sus tres sueños. Y cuando el obispo los oyó, frunció el ceño y dijo: -Hijo mío, soy un anciano y estoy en el invierno de mis días y sé que se hacen muchas cosas malas en el ancho mundo. Los bandidos feroces bajan de las montañas y se llevan a los niños y los venden a los moros. Los leones acechan a las caravanas y saltan sobre los camellos. Los jabalíes salvajes arrancan de raíz el trigo de los valles, y las zorras roen las vides de la colina. Los piratas asuelan las costas del mar y queman los barcos de los pescadores y les quitan sus redes. En los pantanos salinos viven los leprosos; tienen casas de juncos y nadie puede acercárseles. Los mendigos vagan por las ciudades y comen su comida con los perros. ¿Puedes impedir que estas cosas sean? ¿Harás del leproso tu compañero de lecho y sentarás al mendigo a tu mesa? ¿Hará el león lo que le mandes y te obedecerá el jabalí? ¿No es más sabio que tú aquel que creó la desgracia? Rey, no aplaudo lo que has hecho, sino que te pido que vuelvas al palacio y te pongas las vestiduras que sientan a un rey, y con la corona de oro te coronaré y el cetro de perlas colocaré en tus manos. Y en cuanto a los sueños, no pienses más en ellos. La carga de este mundo es demasiado grande para que la soporte un solo hombre y el dolor del mundo es demasiado para que lo sufra un solo corazón. -¿Eso dices en esta casa? -interrogó el joven rey; y dejó atrás al obispo, subió los escalones del altar, y se detuvo ante la imagen de Cristo. A su mano derecha y a su izquierda se hallaban los vasos maravillosos de oro, el cáliz con el vino amarillo y con el óleo santo. Se arrodilló ante la imagen de Cristo y las velas ardían esplendorosamente junto al santuario enjoyado y el humo del incienso se rizaba en círculos azules al ascender a la cúpula. Inclinó la cabeza en oración y los sacerdotes de vestiduras rígidas huyeron del altar. Y de pronto se oyó el tumulto desatado que reinaba en la calle y los nobles entraron al templo espada en mano y agitando sus plumeros y embrazando sus escudos de pulido acero. -¿Dónde está el soñador de locuras? -exclamaban-. ¿Dónde está el rey vestido de mendigo, el que trae la vergüenza sobre el Estado? En verdad que hemos de matarlo, porque es indigno de regirnos. Y el joven rey inclinó de nuevo la cabeza y oró, y he aquí que, a través de las vidrieras de colores, bajaba sobre él a torrentes la luz del día, y los rayos del sol tejieron en torno suyo una vestidura más hermosa que aquella que fue tejida para darle placer. El cayado seco floreció y se llenó de lirios más blancos que las perlas. La seca rama de espino floreció, y dio rosas más rojas que los rubíes. Más blancos que perlas finas eran los lirios, y sus pecíolos eran de plata luciente. Más rojas que rubíes espinelas eran las rosas, y sus hojas eran de oro batido. Se quedó inmóvil en su traje de rey, y las puertas del enjoyado santuario se abrieron, y del cristal de la custodia radiante brotó maravillosa y mística luz. Se quedó inmóvil en su traje de rey, y la Gloria del Señor llenó el lugar, y los santos en sus nichos labrados parecían moverse. Con el hermoso traje regio quedó inmóvil ante ellos, y el órgano lanzó su música, y los trompeteros soplaron en sus trompetas, y los niños cantores alzaron sus voces. Y el pueblo cayó de rodillas con espanto, y los nobles envainaron sus espadas y le rindieron homenaje, y el obispo palideció y le temblaron las manos: -Te ha coronado uno más grande que yo -dijo, y se arrodilló ante él. Y el joven rey bajó el altar mayor, y volvió al palacio, atravesando la multitud. Pero ninguno se atrevió a mirarlo a la cara, porque era semejante a la de los ángeles. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El niño astro
Cuento
Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea, después de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió desde la colina al valle. Porque tenía que hacer en su casa. Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo que lloraba. Sus cabellos eran color de miel y su cuerpo como una flor blanca; pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos. Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo que lloraba. -Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era justo. Mas el joven le respondió: -No lloro por él sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no hay ningún alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto él hizo, lo he hecho yo. -¿Y por qué lloras, entonces? -Porque a mí no me han crucificado. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El Pescador y su alma
Cuento
A menos que se sea rico, no sirve de nada ser una persona encantadora. Lo romántico es privilegio de los ricos, no profesión de los desempleados. Los pobres debieran ser prácticos y prosaicos. Vale más tener una renta permanente que ser fascinante. Estas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erskine nunca comprendió. ¡Pobre Hughie! Intelectualmente, hemos de admitir, no era muy notable. Nunca dijo en su vida una cosa brillante, ni siquiera una cosa mal intencionada. Pero era, en cambio, asombrosamente bien parecido, con su pelo castaño rizado, su perfil bien recortado y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre las mujeres, y tenía todas las cualidades, menos la de hacer dinero. Su padre le había legado su espada de caballería y una Historia de la guerra peninsular, en quince volúmenes. Hughie colgó aquella sobre el espejo, puso esta en un estante entre la Guía de Ruff y la Revista de Bailey, y vivió con las doscientas libras al año que le proporcionaba una anciana tía. Lo había intentado todo. Había frecuentado la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué iba a hacer una mariposa entre toros y osos? Había sido comerciante de té algo más de tiempo, pero pronto se había cansado del té chino negro fuerte y del negro ligero. Luego había intentado vender jerez seco; aquello no resultó; el jerez era tal vez demasiado seco. Por último, se dedicó a no hacer nada, y a ser simplemente un joven encantador, inútil, de perfil perfecto y sin ninguna profesión. Para colmo de males, estaba enamorado. La muchacha que amaba era Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido el humor y la digestión en la India, y que no había vuelto a encontrar ni lo uno ni la otra. Laura le adoraba, y él hubiera besado los cordones de los zapatos que ella calzaba. Hacían la más bonita pareja de Londres, y no tenían ni un penique entre los dos. Al coronel le parecía muy bien Hughie, pero no quería oír hablar de noviazgo. -Muchacho -solía decirle-, ven a verme cuando tengas diez mil libras tuyas, y veremos. Y Hughie tomaba un aspecto taciturno en esos días, y tenía que ir a Laura en busca de consuelo. Una mañana, cuando se dirigía a Holland Park, donde vivían los Merton, entró a ver a un gran amigo suyo, Alan Trevor. Trevor era pintor. En verdad, poca gente escapa de eso hoy día; pero este era artista, además, y los artistas son bastante escasos. Como persona era un individuo extraño y rudo, con una cara llena de pecas y una barba roja descuidada. Sin embargo, cuando cogía el pincel era un verdadero maestro, y sus cuadros eran muy solicitados. Hughie le había interesado mucho; en un principio, hay que reconocer, a causa enteramente de su encanto personal. -Un pintor -solía decir- debiera conocer únicamente a las personas que son tontas y hermosas, a las personas que son un placer artístico cuando se las mira y un reposo intelectual cuando se habla con ellas. Los hombres elegantes y las mujeres amadas gobiernan al mundo, al menos debieran gobernarlo. No obstante, cuando hubo conocido mejor a Hughie, le gustó otro tanto por su radiante optimismo y su generosa naturaleza atolondrada, y le dio entrada libre en su estudio. Cuando llegó Hughie aquel día encontró a Trevor dando los últimos toques a un magnífico retrato de un mendigo en tamaño natural. El mendigo mismo estaba posando en pie, subido a un estrado, en un ángulo del estudio. Era un viejo seco, con una cara semejante a un pergamino arrugado y una expresión sumamente lastimera. De los hombros le colgaba una tosca capa parda, toda desgarrada y harapienta; sus gruesas botas estaban remendadas y con parches, y con una mano se apoyaba en un áspero bastón, mientras que con la otra sostenía su maltrecho sombrero, pidiendo limosna. -¡Qué modelo tan asombroso! -susurró Hughie al estrechar la mano a su amigo. -¿Un modelo asombroso? -gritó Trevor a plena voz-, ¡eso creo yo! No se encuentran todos los días mendigos como él. ¡Une trouvaille, mon cher; un Velázquez en carne y hueso! ¡Rayos!, ¡qué aguafuerte hubiera hecho Rembrandt con él! -¡Pobre viejo! -dijo Hughie-, ¡qué aspecto tan triste tiene! Pero supongo que para ustedes, los pintores, su cara vale una fortuna. -Ciertamente -replicó Trevor-, no querrás que un mendigo parezca feliz, ¿verdad? -¿Cuánto cobra un modelo por posar? -preguntó Hughie, mientras encontraba cómodo asiento en un diván. Un chelín por hora. -¿Y cuánto cobras tú por el cuadro, Alan? -¡Oh, por este cobro dos mil! -¿Libras? -Guineas. Los pintores, los poetas y los médicos siempre cobramos en guineas. -Bueno, yo creo que el modelo debiera llevar un tanto por ciento -exclamó Hughie riendo-; trabaja tanto como ustedes. -¡Tonterías, tonterías!; ¡mira, aunque solo sea la molestia de extender la pintura, y el estar de pie todo el santo día delante del caballete! Para ti es muy fácil hablar, Hughie, pero te aseguro que hay momentos en que el arte alcanza casi la dignidad del trabajo manual. Pero no debes charlar; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estate callado. Al cabo de un rato entró el sirviente y dijo a Trevor que el hombre que le hacía los marcos quería hablar con él. -No te vayas corriendo, Hughie -dijo al salir-; volveré dentro de un momento. El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para descansar unos instantes en un banco de madera que había detrás de él. Parecía tan desamparado y tan desdichado que Hughie no pudo por menos de compadecerse de él, y se palpó los bolsillos para ver qué dinero tenía. Todo lo que pudo encontrar fue una libra de oro y algunas monedas de cobre. «¡Pobre viejo! -pensó en su interior-, lo necesita más que yo; pero esto supone que no podré tomar un simón en dos semanas.» Y cruzó el estudio y deslizó la moneda de oro en la mano del mendigo. El viejo se sobresaltó, y una débil sonrisa revoloteó en sus labios marchitos. -Gracias, señor -dijo-, gracias. Entonces llegó Trevor, y Hughie se marchó, sonrojándose un poco por lo que había hecho. Pasó el día con Laura, recibió una encantadora reprimenda por su extravagancia, y tuvo que volver a casa andando. Aquella noche entró en el Palette Club hacia las once, y encontró a Trevor sentado solo en el salón de fumadores bebiendo vino del Rin con agua de seltz. -Bien, Alan, ¿terminaste el cuadro? -dijo, mientras encendía su cigarrillo. -Está terminado y enmarcado, muchacho -contestó Trevor-; y a propósito, has hecho una conquista. El viejo modelo que viste te tiene verdadera devoción. He tenido que contarle todo acerca de ti: quién eres, dónde vives, de qué ingresos dispones, qué perspectivas de futuro tienes… -Querido Alan -exclamó Hughie-, probablemente le encontraré esperándome cuando vaya a casa. Pero, naturalmente, estás solo bromeando. ¡Pobre viejo desgraciado! Desearía hacer algo por él; creo que es terrible que haya alguien tan desdichado. Tengo montones de ropa vieja en casa; ¿crees que le interesaría algo de ella? ¡Como sus harapos se le estaban cayendo a pedazos! -Pero tiene un aspecto espléndido con ellos -dijo Trevor-. No le pintaría con levita por nada del mundo. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo atuendo romántico; lo que a ti te parece pobreza, a mí me parece aspecto pintoresco. Sin embargo, le hablaré de tu ofrecimiento. -Alan -dijo Hughie gravemente-, ustedes los pintores son gente sin corazón. -El corazón de un artista es su cabeza -replicó Trevor-; y, además, nuestra tarea es comprender el mundo como lo vemos, no reformarlo de acuerdo con el conocimiento que tenemos de él. A chacun son métier. Y ahora, dime, cómo está Laura. El viejo modelo se interesó mucho por ella. -¿No querrás decir que le hablaste de ella? -dijo Hughie. -Desde luego que sí. Él sabe todo respecto al inexorable coronel, la bella Laura y las diez mil libras. -¿Contaste al viejo mendigo todos mis asuntos privados? -exclamó Hughie, enrojeciendo y enfadándose mucho. -Mi querido muchacho -dijo Trevor, sonriendo-, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de Europa. Podría comprar mañana todo Londres sin dejar al descubierto sus cuentas corrientes. Tiene una casa en todas las capitales; come en vajilla de oro, y cuando quiera puede impedir que Rusia entre en una guerra. -¿Qué demonios quieres decir? -exclamó Hughie. -Lo que digo -respondió Trevor-. El viejo que viste hoy en el estudio era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío; compra todos mis cuadros y todas esas cosas, y hace un mes me encargó que le pintara de mendigo. Que voulez-vous? La fantaisie d’un millionnaire! Y he de reconocer que hacía una magnífica figura con sus harapos, o quizá debiera decir con los míos, pues es una ropa vieja que conseguí en España. -¡El barón Hausberg! -exclamó Hughie-. ¡Cielo santo! ¡Y yo le di una libra! Y se desplomó en un sillón, pareciendo la imagen de la consternación. -¿Que le diste una libra? -gritó Trevor, lanzando una carcajada-. Mi querido muchacho, nunca volverás a verla. Son affaire c’est l’argent des autres. -Creo que bien podías habérmelo dicho, Alan -dijo Hughie malhumorado-, y no haberme dejado que hiciera el ridículo. -Bueno, para empezar, Hughie -dijo Trevor-, nunca se me hubiera ocurrido que fueras por ahí repartiendo limosnas de ese modo tan atolondrado. Puedo entender que des un beso a una modelo guapa, pero que des una moneda de oro a un modelo feo, ¡por Júpiter, no! Además, el hecho es que en realidad yo no estaba en casa para nadie, y cuando entraste tú yo no sabía si a Hausberg le gustaría que se mencionara su nombre. Ya sabes que no estaba vestido de etiqueta. -¡Qué imbécil debe creer que soy! -dijo Hughie. -Nada de eso. Estaba del mejor humor después de que te fuiste; no hacía más que reírse entre dientes y frotarse las viejas manos rugosas. Yo no podía explicarme por qué estaba tan interesado en saber todo lo referente a ti, pero ahora lo veo todo claro. Invertirá tu libra por ti, Hughie, te pagará los intereses cada seis meses, y tendrá una historia estupenda para contar después de la cena. -Soy un pobre diablo sin suerte -refunfuñó Hughie-. Lo mejor que puedo hacer es irme a la cama, y tú, querido Alan, no debes decírselo a nadie; no me atrevería a dejar que me vieran la cara en el Row. -¡Tonterías! Esto hace honor a tu alta reputación de espíritu filantrópico, Hughie. Y no te vayas corriendo. Fúmate otro cigarrillo, y puedes hablar de Laura tanto como quieras. Sin embargo, Hughie no quiso quedarse allí; se fue a casa, sintiéndose muy desgraciado y dejando a Trevor con un ataque de risa. A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando, el sirviente le llevó una tarjeta en la que estaba escrito: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le baron Hausberg.» -Supongo que habrá venido a pedir que me disculpe -se dijo Hughie. Y ordenó al criado que hiciera pasar al visitante. Entró en la habitación un señor anciano con gafas de oro y pelo canoso, y dijo con un ligero acento francés: -¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine? Hughie asintió con la cabeza. -Vengo de parte del barón Hausberg -continuó-. El barón… -Le ruego, señor, que le ofrezca mis más sinceras excusas -balbuceó Hughie. -El barón -dijo el anciano con una sonrisa- me ha encargado que le traiga esta carta. Y le tendió un sobre lacrado, en el que estaba escrito lo siguiente: «Un regalo de boda para Hugh Erskine y Laura Merton, de un viejo mendigo.» Y dentro había un cheque por diez mil libras. Cuando se casaron, Alan Trevor fue el padrino, y el barón pronunció un discurso en el desayuno de bodas. -Los modelos millonarios -observó Alan- son bastante raros, pero, ¡por Júpiter!, los millonarios modelo son más raros todavía. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El príncipe feliz
Cuento
Éranse una vez dos pobres leñadores que regresaban a su casa cruzando un gran pinar. Era invierno y hacía un frío terrible. La nieve caía espesa sobre la tierra y los árboles; el hielo acumulado rompía las ramas más pequeñas y débiles, y cuando los leñadores llegaron al Torrente de la Montaña, vieron que este colgaba inánime en el aire porque había recibido el beso del Rey de Hielo. Tanto frío hacía, que aun los animales, hasta los mismos pájaros, no sabían qué hacer. -¡Muh! -gruñó el lobo saltando entre los matorrales con su cola entre las patas-. ¡Hace un tiempo perfectamente horrible! ¿Por qué no trata de remediarlo el gobierno? -¡Uit! ¡Uit! ¡Uit! -gorjeaban los verdes colorines-; la anciana Tierra ha muerto, y le han puesto su mortaja blanca. -La Tierra se va a desposar, y este es su traje de bodas -murmuraban las tórtolas entre sí. Tenían sus piececitos de rosa heridos por el hielo; pero sentían que era un deber el considerar la situación de un modo romántico. -¡Vamos! -gruñó el lobo-. Les digo que toda la culpa la tiene el gobierno, y a quien no me crea me lo comeré. El lobo poseía un gran sentido práctico, y no le faltaban nunca argumentos sólidos. -¡Bueno, lo que es por mí -dijo un pajarillo, que había nacido filósofo- las explicaciones me importan… una teoría atómica! Si una cosa es así, pues es así, y ahora lo que hay es que hace un frío horrible. Verdaderamente, el frío era atroz. Las ardillas que vivían dentro del gran abeto no dejaban de frotarse las naricitas unas con otras, a fin de conservarlas calientes, y los conejos permanecían acurrucados en sus madrigueras, sin atreverse siquiera a asomarse. Los únicos seres que parecían contentos eran los búhos; sus plumas estaban atiesadas por la escarcha, pero eso los tenía sin cuidado; movían sus grandes ojos amarillos y no cesaban de llamarse unos a otros a través del bosque: ¡Tu-juit! ¡Tu-ju! ¡Tu-juit! ¡Tu-ju! ¡Qué tiempo mas delicioso tenemos! Los dos leñadores caminaban uno tras el otro; iban frotándose las manos violentamente, y sus botazas bastas y claveteadas dejaban marcado el camino sobre la nieve endurecida. Una vez se hundieron en un arroyo profundo y salieron de él blancos como los molineros cuando se mueve el molino, y otra vez, por donde las lagunas se habían helado, resbalaron sobre la dura llanura del hielo; se soltaron los nudos de sus gavillas de leña y tuvieron que recogerlas y atarlas de nuevo; y otra vez se creyeron perdidos, y un gran terror se apoderó de ellos, porque sabían cuán cruel es la nieve para quien se duerme en sus brazos. Pero confiaban en el buen San Martín, que vela por todos los viajeros, y, rehaciendo el camino, avanzaban prudentemente, y por fin llegaron al final del bosque y vieron a lo lejos, en el valle que se extendía por debajo de ellos, las luces de su aldea. Tan locos de alegría estaban al verse salvados, que se pusieron a reír a carcajadas. La tierra les pareció una flor de plata y la luna una flor de oro. Pero después de tanto reír se quedaron tristes, pues recordaron su pobreza, y uno de ellos le dijo al otro: -¿A qué alegrarnos, puesto que la vida es para los ricos y no para aquellos que están como nosotros? Más nos valía haber perecido de frío en el bosque o haber sido devorados por una fiera. -Verdad es -contestó su compañero- que a algunos se les da mucho y a otros bien poco. La injusticia ha repartido el mundo y no hay partes iguales de nada, salvo de dolor. Y he aquí que mientras lamentaban su miseria, sucedió este hecho extraño. Cayó del cielo una estrella muy brillante y hermosa; se deslizó hacia abajo, pasando en su curso por entre las demás estrellas, y mientras los leñadores la contemplaban asombrados, les pareció que se hundía tras un grupo de sauces situado junto a un pequeño establo que se encontraba al alcance de una piedra. -Bueno; habrá oro para quien lo encuentre -exclamaron los dos, y en su afán de hallar oro, echaron a correr hacia allí. Y uno de los dos corría más aprisa; se adelantó a su compañero; siguió su carrera a través de los sauces, salió al otro lado, y he aquí que había realmente un objeto de oro destacándose sobre la blancura de la nieve. Se apresuró a cogerlo, se inclinó para ello y vio que era un manto de tisú de oro adornado con estrellas y doblado con muchas vueltas. Gritó a su camarada, diciéndole que había encontrado el tesoro caído del cielo, y cuando el camarada llegó junto a él, se sentaron los dos en la nieve y empezaron a desdoblar el manto para repartirse las monedas de oro. Pero ¡ay!, no había oro en el manto, ni plata, ni tesoro de ninguna clase, sino solamente un niño pequeño que estaba dormido. Y uno de los leñadores le dijo al otro: -¡Qué mal acaba nuestra esperanza! ¡Qué poca suerte tenemos! ¿Qué puede sacar un hombre de un niño? Dejémosle aquí y sigamos nuestro camino, ya que somos pobres y tenemos a nuestros hijos, cuyo pan no podemos dar a otro. Pero su compañero le replicó: -No; sería una mala acción dejar aquí a este niño para que se muera de frío entre la nieve, y aunque soy tan pobre como tú y debo dar de comer a muchas bocas, teniendo poco en el puchero para ello, me llevaré este niño a mi casa y mi mujer cuidará de él. Cogió al niño con ternura, lo envolvió en el manto para preservarlo del frío cortante y volvió a descender la colina, dirigiéndose hacia la aldea, mientras su compañero quedaba asombrado por tanta necedad y tanta blandura de corazón. Y llegando a la aldea le dijo a su camarada: -Ya que tú tienes el niño, dame a mí el manto; pues justo es que repartamos el hallazgo. Pero él le contestó: -No; porque el manto no es ni tuyo ni mío, sino del niño. ¡Buena suerte, pues! Y se despidió, dirigiéndose a su casa. Llamó. Al abrir la puerta y ver que su marido había regresado con felicidad, su mujer lo abrazó, lo besó, lo desembarazó del haz de leña que llevaba a la espalda, le limpió la nieve de las botas y le dijo que entrase. Pero él contestó: -He encontrado algo en el bosque y te lo traigo para que cuides de ello -y no pasaba del quicio de la puerta. -¿Qué es? -preguntó ella-. Muéstramelo, que la casa está vacía y son muchas las cosas que nos hacen falta. Él, entonces, descubrió el manto y mostró el niño dormido. -¡Pero, hombre! -murmuró la mujer-, ¿no tenemos ya a nuestros hijos, que necesitas traer un intruso a sentarse en nuestro hogar? ¡Y acaso nos traiga mala suerte! ¿Y cómo voy a cuidarlo yo? Y se puso furiosa contra su marido. -No, que es un Niño-Astro -contestó él, y le contó la extraña aventura. Pero ella no se apaciguaba; le hizo burla, se enfureció más, y exclamó por fin: -¿Nuestros hijos carecen de pan y vamos a dar de comer al hijo de otros? ¿Quién atenderá entonces a los nuestros? ¿Quién les dará de comer? -Dios cuida hasta de los gorriones y les da alimento -repuso él. -¿Acaso no mueren también los gorriones de hambre durante el invierno? -contestó ella-. ¿Y no estamos ahora en invierno? El hombre no dijo nada, pero no se movió del quicio de la puerta. Un viento horrible venido del bosque hacía temblar la puerta abierta. La mujer tiritaba y le dijo al marido: -¿Por qué no cierras la puerta? Penetra en casa un viento horrible y tengo frío. -En la casa donde hay un mal corazón, ¿no entra acaso siempre un viento horrible? -replicó él. La mujer calló y se acercó a la lumbre. Después de unos momentos, volvió y miró a su marido con los ojos arrasados de lágrimas. Él, entonces, entró rápidamente, le puso al niño en los brazos, y ella lo besó y lo acostó en una cuna, en la cual estaba durmiendo el más pequeño de sus hijos. Al día siguiente, el leñador cogió el extraño manto de oro y lo guardó en un arca; y su mujer cogió una cadena de ámbar que rodeaba el cuello del niño y la guardó también junto al manto. Así fue como el Niño-Astro creció con los hijos del leñador; se sentaba a su mesa y era su compañero de juego. Y cada año que transcurría se hacía más hermoso, y todos los habitantes de la aldea admiraban su belleza, pues mientras ellos eran cetrinos y pelinegros, él era blanco y delicado como el marfil, y los rizos de su cabellera se asemejaban a los anillos del narciso. Sus labios eran como los pétalos de una flor encarnada; sus ojos, como violetas en río de agua cristalina, y su cuerpo, como los narcisos de un campo virgen, virgen de segadores. Pero su hermosura le inspiraba el mal. Creció altivo, cruel y egoísta. Despreciaba a los hijos del leñador y a los demás niños de la aldea, diciéndoles que eran de origen humilde, mientras que él era de noble estirpe, porque había nacido de una estrella. Y se erigió en señor de todos ellos, y los llamaba sus criados; no sentía piedad por los desvalidos, ni por los ciegos o mutilados, ni por los afligidos, sino que, por el contrario, les tiraba piedras, los arrojaba a la carretera y les prohibía mendigar el pan, de modo que nadie, sino los que estaban fuera de la ley, llegaban dos veces hasta aquella aldea a pedir limosna. Estaba convencido hasta tal punto de su propia belleza, que se reía de los raquíticos y poco agraciados, burlándose de ellos. El leñador y su mujer lo reprendían a menudo, diciéndole: -Nosotros no te tratamos como tratas tú a los que se quedan solitarios, sin tener quién los ampare. ¿Por qué te muestras tan duro para cuantos necesitan compasión? A menudo, también el anciano sacerdote lo mandaba llamar e intentaba inculcarle el amor a los seres vivientes, diciéndole: -La mosca es hermana tuya; no le hagas daño. Los pájaros silvestres que vuelan por el bosque tienen su derecho a la vida; no te diviertas en ponerles trampas. Dios crió al gusano y al topo y cada uno tiene designado su puesto. ¿Quién eres tú para traer penas al mundo de Dios? Hasta el ganado del campo alaba al Señor. Pero el Niño-Astro no prestaba atención a estas palabras; ponía mal gesto, profería insultos y se iba a gobernar a sus compañeros. Y estos lo seguían porque era hermoso y tenía los pies ligeros y sabía hacer música con la flauta. Y dondequiera que el Niño-Astro los llevaba, ellos lo seguían, y cualquier cosa que el Niño-Astro les mandaba, ellos la hacían. Y cuando él, con una caña afilada le saltaba al topo los ojos turbios, ellos se echaban a reír; y cuando tiraba piedras a un leproso, también se reían. En todo los gobernaba, y les hizo volverse tan duros de corazón como él. Un día pasó por la aldea una pobre mendiga. Tenía las ropas desgarradas y andrajosas, los pies le sangraban a causa del áspero camino recorrido, y toda su apariencia era miserable. Y como estaba muy cansada se sentó a descansar debajo de un castaño. Al verla, el Niño–Astro dijo a sus compañeros: -Miren, bajo aquel hermoso árbol cubierto de hojas verdes está sentada una mendiga asquerosa. Vamos a echarla de aquí, porque es fea y desagradable. Dicho esto se aproximó a la anciana, la apedreó y se burló de ella. La mujer lo miraba con terror y no le apartaba la vista de encima. Cuando el leñador, que se hallaba partiendo leños en un montecillo cercano, vio lo que hacía el Niño–Astro, corrió a reprenderlo, diciéndole: -Verdaderamente tienes el corazón muy duro y no sabes lo que es tener misericordia. ¿Qué daño te ha hecho esa pobre mujer para que la trates de ese modo? El Niño–Astro se puso furioso, pateó la tierra y contestó: -¿Quién eres tú para interrogarme acerca de lo que hago? No soy tu hijo y no te debo obediencia. -Dices bien -repuso el leñador-; pero yo te enseñé la piedad cuando te hallé en el bosque. Al oír estas palabras, la mendiga dio un gran grito y se desmayó. El leñador la llevó a su casa, en donde su mujer la atendió y cuando recobró el conocimiento colocaron ante ella comida y bebida para que se reconfortase. Pero ella, en lugar de comer y beber, le dijo al leñador: -¿No dijiste que el niño fue encontrado en el bosque? Y ¿no son diez años los transcurridos desde entonces? -Sí -contestó el leñador-; en el bosque encontré yo al niño y van diez años de ello. -Y ¿qué encontraste junto a él? -prosiguió la mendiga-. ¿No llevaba alrededor del cuello un collar de ámbar? ¿No iba envuelto en un manto de tisú de oro bordado con estrellas? -Cierto -contestó el leñador-, era como tú dices -y sacó, del arca en donde los guardaban, el collar de ámbar y el manto de oro, y se los mostró. Al verlos, la mendiga se echó a llorar de alegría y exclamó: -Es mi hijito, al que yo perdí en el bosque. Te suplico que mandes pronto por él, porque vengo recorriendo el mundo en su busca. El leñador salió con su mujer a llamar al Niño–Astro: -Entra en casa -le dijeron-, que allí está tu madre esperándote. Entró el niño, con gran frialdad y asombro; pero al ver quién lo esperaba, se echó a reír desdeñosamente, diciendo: -¿Y dónde está mi madre? Porque aquí sólo veo a esta mendiga. Ella le dijo entonces: -Yo soy tu madre. -Estás loca -exclamó él, colérico-. Yo no soy tu hijo, tú eres una mendiga fea y harapienta. Por lo tanto, vete de aquí y no vuelvas a mostrarme tu repugnante cara. -No, que eres verdaderamente mi hijito, el que yo perdí en el bosque -exclamó ella. Y cayendo de rodillas, le tendió los brazos-. Te robaron unos ladrones y te dejaron para que te murieras -continuó diciendo-; pero te he reconocido en seguida y también reconozco el manto de tisú de oro y el collar de ámbar. Te suplico que vengas conmigo, pues he errado por toda la tierra buscándote. Ven conmigo, hijo mío, ven, que necesito tu cariño. Pero el Niño–Astro permaneció inmóvil y cerró las puertas de su corazón. No se oía ningún ruido, salvo el del llanto de la mendiga que lloraba de pena. Y, por fin, habló el niño, con voz dura y severa: -Si realmente eres mi madre -dijo- mejor hubieras hecho en marcharte que no en venir a avergonzarme, ya que yo me creía hijo de una estrella y no de una mendiga como tú. Vete de aquí, y que no te vuelva a ver más. -¡Ay!, hijo mío -repuso ella-. ¿No me besarás siquiera antes de que me vaya? Mira que mi dolor ha sido muy grande al encontrarte. -No -contestó el Niño–Astro-, que estás muy sucia. Besaría a una víbora o a un sapo antes que a ti. La mendiga se levantó entonces y se fue al bosque, llorando amargamente. Al ver que se había ido, el Niño–Astro se puso muy contento y volvió junto a sus compañeros para seguir jugando. Pero al verle llegar, estos se volvieron contra él, diciéndole: -Eres tan vil como el sapo y tan aborrecible como la víbora. Márchate de aquí, que no queremos que juegues con nosotros. Y lo echaron fuera del jardín. El Niño–Astro se enfureció, murmurando: -¿Qué es lo que me han dicho? Iré al pozo, me miraré detenidamente y el pozo me dirá cuán hermoso soy. Así lo hizo, pero ¡ay!… Su cara era como la cara de un sapo y su cuerpo tenía escamas como el de una víbora. Entonces se echó a llorar sobre la hierba, diciendo: -Seguramente me sucede esto en castigo de mi pecado. He negado a mi madre, la he echado de mi lado y me he mostrado altivo y cruel con ella. Por lo tanto, debo ir a buscarla por todo el mundo y no descansaré hasta haberla encontrado. En ese instante se acercó la más pequeña de las hijas del leñador, y poniéndole la mano encima del hombro, le preguntó: -¿Qué te ocurre que has perdido tu hermosura? Quédate con nosotros, que yo no me burlaré de ti. Y él contestó: -No, porque he sido cruel con mi madre y este mal me ha sido enviado en castigo; así es que debo irme de aquí y andar por todo el mundo hasta encontrar a mi madre y conseguir su perdón. Así, marchó al bosque y llamó a su madre, pero en vano. Todo el día la estuvo llamando; cuando se puso el sol, se tendió en un lecho de hojas para dormir; los pájaros y todos los animalitos huían de él recordando su crueldad, y se quedó solo. Únicamente le hacían compañía el sapo, que parecía servirle de guardia, y la víbora, que pasaba arrastrándose lentamente. A la mañana se levantó, cogió de los árboles algunas frutas amargas, se las comió, y llorando lastimosamente emprendió el camino a través del bosque inmenso. Y a todo el que encontraba le preguntaba si por casualidad había visto a su madre. Al topo le dijo: -Tú que andas por debajo de tierra, dime: ¿está mi madre allí? Y el topo le contestó: -Me has dejado ciego, ¿cómo quieres que la vea? Le dijo al colorín: -Tú, que puedes volar por encima de los árboles y puedes vislumbrarlo todo, dime: ¿no ves a mi madre? Y el colorín le contestó: -Me has cortado las alas por divertirte, ¿cómo quieres que vuele? Y a la pequeña ardilla, que vivía solitaria dentro del abeto, le dijo: -¿Dónde está mi madre? Y la ardilla le contestó: -A mí me mataste, ¿quieres acaso matarla también? Y el Niño–Astro lloró y bajó la cabeza, y pidió a Dios que le perdonara todas sus culpas y siguió por el bosque buscando a su madre mendiga. Y al tercer día había atravesado todo el bosque y descendió hacia la llanura. Cuando pasaba por las aldeas, los niños le hacían burla y lo apedreaban, y los campesinos no le permitían dormir en los establos, sino después de sacar fuera todo el estiércol; estaba tan sucio, que le echaban de todas partes y nadie se apiadaba de él. En ningún lugar pudo saber de la mendiga, que era su madre, a pesar de vagar por el mundo durante tres años. A menudo le parecía verla frente a él por algún camino, y la llamaba y corría tras ella hasta ensangrentarse los pies con los puntiagudos guijarros; pero no lograba alcanzarla y aquellos a quienes preguntaba por ella, contestaban que sí, que la habían visto, y si no, que habían visto otra parecida, y se reían de su pena. Por espacio de tres años anduvo errando por el mundo y en el mundo no había para él ni amor, ni afecto, ni caridad; y es que aquel mundo era el que él mismo se había fraguado en los días de su altivez. Una noche llegó a la puerta de una ciudad rodeada de fuertes murallas y situada junto a un río, y como estaba muy cansado y tenía los pies heridos, decidió entrar en ella. Pero los soldados que montaban la guardia no le permitieron la entrada cruzando sus lanzas y le preguntaron duramente qué buscaba en la ciudad. -Voy en busca de mi madre -contestó él-, y les suplico me dejen pasar, pues quizás esté en esta ciudad. Pero se burlaron de él, y uno de los soldados que tenía una gran barba negra apoyó su arma en el suelo y exclamó: -En verdad que para tu madre no habrías de ser ninguna alegría, pues eres más feo que el sapo de la laguna y la víbora que se arrastra por el pantano: ¡lárgate de aquí! Otro soldado que sostenía un estandarte amarillo le preguntó: -¿Quién es tu madre y por qué la andas buscando? Y él contestó: -Mi madre es una mendiga como yo, y la traté mal; te ruego que me dejes pasar para que me perdone, si es que se ha detenido en esta ciudad. Pero los soldados no hicieron caso de lo que decía, y lo pincharon con sus lanzas. Cuando ya se alejaba, llorando, llegó uno cuya armadura tenía en incrustación flores doradas y cuyo yelmo ostentaba un león alado; llegó y preguntó a los soldados quién era aquel que había solicitado entrar. -Es un mendigo, hijo de una pordiosera, y lo hemos echado de aquí -dijeron los soldados. -No -exclamó riendo el recién llegado-, podemos venderlo como esclavo; lo daremos por una copa de vino dulce. Un viejo de mal aspecto que pasaba por allí dijo entonces: -Lo compro por ese precio. Y después de pagar lo convenido, cogió al Niño–Astro de la mano y entró con él en la ciudad. Después de recorrer muchas calles, llegaron ante una puertecita abierta en una pared, junto a la cual había un granado. El viejo golpeó la puerta con un anillo de jaspe tallado, la puerta se abrió y bajaron por cinco escalones de bronce a un jardín lleno de amapolas negras y jarrones verdes de barro cocido. El viejo sacó entonces de su turbante un pedazo de seda bordado, vendó con él los ojos del Niño–Astro y lo hizo marchar hacia adelante. Cuando le quitó la venda, el Niño–Astro se encontró en un calabozo alumbrado por un farol de cuerno. El viejo colocó encima de una mesa un pedazo de pan añejo y le dijo: -¡Come! Le sirvió un poco de agua en una taza y le dijo: -¡Bebe! Y después de haberle visto comer y beber, se fue, cerrando la puerta tras sí y asegurándola con una cadena de hierro. A la mañana siguiente, el viejo, que debía poseer tantas habilidades como los magos de Libia y que había aprendido su ciencia de uno de ellos que habitaba en las tumbas del Nilo, entró, y, con malos modos, le dijo: -En un bosque que está cerca de las puertas de esta ciudad de Giaours hay tres monedas de metal. Una es de metal blanco; otra, de metal amarillo, y la tercera es de metal rojizo. Hoy me vas a traer la pieza de metal blanco, y si vuelves sin ella te daré cien latigazos. Ve de prisa: al ponerse el sol, te esperaré a la puerta del jardín. Y no dejes de traer el metal blanco, o te irá mal conmigo: eres mi esclavo, pues te compré por una copa de vino dulce. Le vendó los ojos con la venda de seda blanca, lo condujo a través de la casa y del jardín de amapolas; le hizo subir los cinco escalones de bronce, y, abriendo la puerta con su anillo, lo puso en la calle. El Niño–Astro salió de las puertas de la ciudad y llegó al bosque. Desde afuera, el bosque estaba hermosísimo; parecía lleno de pájaros cantarines y de flores deliciosamente perfumadas, así es que el Niño–Astro penetró en él con gran alegría; pero aquel esplendor no le servía de nada, pues dondequiera que iba, zarzas y espinas brotaban a su paso y lo cercaban, ortigas dañinas lo pinchaban y hojas de cardo le agujereaban la piel; de modo que se encontró pronto en terrible aprieto, y tampoco pudo hallar por ningún lado la moneda de metal blanco, de la cual le había hablado el mago, a pesar de estar buscándola desde el amanecer hasta el mediodía y desde el mediodía hasta la puesta del sol. Entonces volvió a la casa llorando desconsoladamente, pues demasiado sabía lo que allí le esperaba. Pero al llegar a la orilla del bosque oyó un grito, como de alguien que se quejase, que partía de un matorral; y olvidando sus propias penas, volvió sobre sus pasos y vio una liebre pequeñita cogida en una trampa puesta por algún cazador. El Niño–Astro tuvo piedad de la liebre y la liberó diciéndole: -No soy más que un esclavo, pero puedo devolverte tu libertad. La liebre le contestó entonces: -Es verdad, tú me has liberado; ¿qué puedo yo darte a cambio? -Estoy buscando una moneda de metal blanco -le dijo el Niño–Astro-, no la encuentro por ninguna parte, y si no se la llevo a mi amo me dará de palos. -Ven conmigo -repuso la liebre-, que yo te llevaré adonde está, pues sé dónde fue escondida y con qué fin. El Niño–Astro se fue con la liebre, y he aquí que dentro de un gran roble vio la moneda de metal blanco tan buscada. Lleno de alegría la cogió y dijo a la liebre: -El servicio que te presté, me lo has pagado con creces, y el cariño que te demostré me lo has devuelto centuplicado. -No es nada -contestó la liebre-, solo te he tratado conforme tú me trataste. Dicho esto, desapareció rápidamente, y el Niño–Astro se dirigió hacia la ciudad. En la puerta de esta se hallaba sentado un leproso. Sobre su cara pendía una capucha de tela gris, a través de cuyos ojetes brillaban sus ojos como carbones encendidos. Al ver llegar al Niño–Astro, golpeó en su taza de madera, agitó su cascabel, y llamando al niño le dijo: -Dame una moneda, pues si no me voy a morir de hambre; me han echado de la ciudad y no hay quién se apiade de mi. -¡Ay! -exclamó el Niño–Astro-, solo tengo una moneda dentro de mis alforjas y si no se la llevo a mi amo me apaleará, pues soy su esclavo. Pero tanto rogó y suplicó el leproso, que el Niño–Astro se compadeció y le dio la moneda de metal blanco. Cuando llegó a casa del mago, este le abrió la puerta, y haciéndole entrar, le preguntó: -¿Traes la moneda de metal blanco? -No la traigo -contestó el Niño–Astro. Entonces el mago se lanzó sobre él y lo maltrató, y colocándolo ante una mesa vacía, le dijo: -¡Come! Y dándole una taza vacía, añadió: -¡Bebe! Y lo encerró de nuevo en el calabozo. Al día siguiente llegó y le dijo: -Si hoy no me traes la moneda de metal amarillo te guardaré siempre como esclavo y te daré trescientos latigazos. El Niño–Astro se fue al bosque y estuvo todo el día buscando la moneda de metal amarillo, pero no pudo dar con ella por ninguna parte. A la puesta del sol se sentó en el suelo y rompió a llorar. Mas he aquí que mientras estaba llorando llegó la liebre a la que había liberado del cepo. -¿Por qué lloras? -le preguntó la liebre-. ¿Y qué haces en el bosque? -Estoy buscando una moneda de metal amarillo que está aquí escondida -contestó el Niño–Astro, y si no la encuentro, mi amo me pegará y me guardará como esclavo. -¡Sígueme! -ordenó la liebre. Y se fueron corriendo por el bosque hasta llegar a una laguna. En el fondo de la laguna estaba la moneda de metal amarillo. -¿Cómo darte las gracias? -dijo el Niño–Astro-, pues esta es ya la segunda vez que me salvas. -Tú tuviste compasión de mí primero -dijo la liebre, y desapareció veloz. El Niño–Astro cogió entonces la moneda de metal amarillo, la metió en su bolsillo y se dirigió hacia la ciudad. Pero el leproso lo divisó de lejos, corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, exclamó: -Si no me das una moneda, me moriré de hambre. -No tengo en mi bolsillo más que una moneda de metal amarillo -le dijo el Niño–Astro-, y si no se la llevo a mi amo me apaleará y me guardará como esclavo. Pero el leproso le suplicó tan lastimosamente, que el Niño–Astro acabó por compadecerse y darle la moneda de metal amarillo. Y cuando llegó a la casa, el mago le abrió la puerta, le hizo entrar y le preguntó: -¿Traes la moneda de metal amarillo? Y el Niño–Astro hubo de contestar: -No la traigo. Entonces el mago se lanzó sobre él, le pegó, lo cargó de cadenas y lo arrojó de nuevo al calabozo. Al otro día llegó y le dijo: -Si me traes hoy la moneda de metal rojizo, te dejaré libre; pero si no me la traes, te mataré indefectiblemente. El Niño–Astro se fue al bosque y durante todo el día buscó la moneda de metal rojizo sin poder hallarla por ninguna parte. A la puesta del sol se sentó y rompió a llorar, y mientras lloraba, llegó la liebre. Y la liebre le dijo: -La moneda que buscas se halla en la caverna que está detrás de ti. Por lo tanto, alégrate en vez de llorar. -¿Cómo recompensarte? -exclamó el Niño–Astro-, pues ya es la tercera vez que me salvas. -Tú te compadeciste de mí primero -repuso la liebre, y desapareció rápidamente. Y el Niño–Astro penetró en la caverna, y en el sitio más recóndito halló la moneda de metal rojizo, la metió en su bolsillo y volvió a la ciudad. Viéndole venir, el leproso se puso en medio del camino y dijo: -¡Dame la moneda de metal rojizo o me muero! El Niño–Astro tuvo lástima de él y le entregó la moneda, diciéndole: -Tu necesidad es mayor que la mía. Pero su corazón quedó oprimido, pues sabía la suerte que le esperaba. Mas he aquí que al pasar por las puertas de la ciudad los soldados de la guardia le saludaron con grandes reverencias, diciendo: -¡Qué hermoso es nuestro señor! Y una muchedumbre le seguía, exclamando: -Seguramente no habrá nadie tan hermoso en el mundo. El Niño–Astro lloraba pensando: “Se están burlando de mí para hacerme sentir mi desgracia”. Y tal era la muchedumbre, que el Niño–Astro se extravió en su camino y fue a parar a una gran plaza en la que se elevaba el palacio de un rey. Se abrió la puerta del palacio y los sacerdotes y altos dignatarios de la ciudad salieron a su encuentro, diciéndole prosternados: -Tú eres nuestro señor, el hijo de nuestro rey, que estábamos esperando. -No -les contestó el Niño–Astro-. Yo no soy el hijo del rey, sino el hijo de una pobre mendiga. ¿Y por qué me dicen hermoso, si yo sé que soy muy feo? Entonces uno cuya armadura tenía incrustaciones de flores doradas y cuyo yelmo ostentaba un león alado, alzó su escudo de armas y exclamó: -¿Por qué dice mi señor que no es hermoso? El Niño–Astro se miró en el escudo, y he aquí que se vio nuevamente como había sido en otros tiempos. Y los sacerdotes y los altos dignatarios se prosternaron diciendo: -Hace mucho fue profetizado que en este día vendría quien habría de gobernarnos. Por consiguiente, tome nuestro señor esta corona y este cetro y sea en su misericordia y su justicia nuestro rey. Pero él les contestó diciendo: -No soy digno de ello, pues he negado a mi madre que me dio a luz, y no descansaré hasta encontrarla y conseguir su perdón. Así, pues, déjenme ir que debo seguir errando por el mundo y no me puedo detener, aunque me ofrezcan una corona y un cetro. Pero al acabar de hablar, volvió su rostro hacia la calle que conducía a la puerta de la ciudad, y ¡oh milagro!, entre la muchedumbre apiñada tras los soldados, vio a la mendiga que era su madre y junto a ella al leproso del camino. Dio un grito de júbilo y corrió apartando a la gente, y, arrodillándose ante su madre, le besó las heridas de sus pies y los regó con sus lágrimas. Bajó la cabeza, y sollozando como el que tiene desgarrado el corazón, le dijo: -Madre: te negué en la hora de mi orgullo; recíbeme en la hora de mi humildad. Madre, te aborrecí; dame tu amor. Madre, te rechacé; acoge ahora a tu hijo. Pero la mendiga no le respondió una palabra. Él entonces se abrazó a los pies del leproso, diciéndole: -Tres veces tuve compasión de ti; dile a mi madre que no permanezca sin hablarme. Pero el leproso no le respondió una palabra y él sollozó de nuevo y dijo: -Madre: mi sufrimiento es superior a mis fuerzas. Perdóname y permíteme que vuelva al bosque. Y la mendiga, poniéndole la mano sobre la cabeza, le dijo: -¡Levántate! Y el leproso, poniéndole la mano sobre la cabeza, le dijo también: -¡Levántate! Púsose en pie, los miró y… ¡eran un rey y una reina! Y la reina le dijo: -Este es tu padre, al que socorriste. Y el rey le dijo: -Esta es tu madre, cuyos pies has regado con tus lágrimas. Y lo abrazaron y lo besaron y lo llevaron al palacio, donde lo vistieron con ropas magníficas y le colocaron la corona sobre la cabeza y el cetro entre las manos. Y él gobernó la ciudad de junto al río. Y fue su dueño y señor. Fue justo y misericordioso con todos; desterró al mago perverso y colmó de grandes regalos al leñador y su mujer, y de honores a sus hijos; no toleró que nadie se mostrara cruel con los animales ni con los pájaros; dio ejemplo de amor y caridad, vistió al desnudo, y hubo paz y prosperidades sobre la tierra. Pero no gobernó mucho tiempo; sus sufrimientos habían sido tan grandes y tan terrible la fuerza de su prueba, que murió tres años más tarde. Y su sucesor gobernó mal. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El reflejo
Minicuento
Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua. Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos. Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo: —O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar. Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua. Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; solo una sirenita que estaba profundamente dormida. Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos. Tan bella era aquella sirenita que cuando el joven Pescador la vio, se sintió sobrecogido de maravilla, alargó la mano y la atrajo hasta él; luego inclinándose sobre el borde de la barca, la tomó en brazos. Pero apenas la tocó, la sirenita gritó como una gaviota asustada, y despertó, y lo miró con sus ojos de amatista llenos de terror, esforzándose en un vano intento de escapar. Él la sujetó poderosamente abrazada, sin dejarla escapar. Cuando la sirenita comprendió que no había forma de huir se puso a llorar y dijo: —Te suplico que me dejes en libertad. Soy la hija única de un Rey, y mi padre ya es viejo y vive solo. Pero el joven Pescador respondió: —No te soltaré hasta que me prometas que cada vez que te llame obedecerás mi llamada, y cantarás para mí. A los peces les fascina el oír las canciones del pueblo del mar, y así mis redes estarán siempre llenas. —¿Juras que me soltarás si te hago esa promesa? —preguntó la sirena. —Juro que te soltaré —respondió el joven Pescador. Ella hizo entonces la promesa pactada, jurando con el juramento de los hijos del Mar. Él abrió los brazos y la sirenita se sumergió en el agua temblando con un extraño temblor. Todas las tardes el joven Pescador se internaba mar adentro, y llamaba a la sirena, y ella acudía invariablemente; salía del agua y cantaba. En torno de ella nadaban los delfines, y las gaviotas le revoloteaban sobre la cabeza. Cantaba una canción maravillosa. Cantaba sobre los hijos del Mar que llevan sus rebaños de gruta en gruta, cargando los ternerillos al hombro; cantaba acerca de los tritones, que tienen largas barbas verdes y pechos velludos, y hacen sonar sus retorcidas caracolas cuando pasa el Rey; cantaba sobre el palacio del Rey que es todo de ámbar, y su techo es de claras esmeraldas, y el pavimento está formado de resplandecientes perlas; y cantaba sobre los jardines del Mar, donde los grandes abanicos de coral se balancean todo el día, y los peces nadan alrededor como pájaros de plata, y las anémonas se cogen a las rocas y en la arena amarilla florecen con grandes corolas rojas. Cantaba de las vastas ballenas, que bajan de los mares del Norte con sus barbas cuajadas de agudos carámbanos; cantaba también acerca de las sirenas, que cantan tales maravillas, que los mercaderes deben taparse con cera los oídos, por temor, al escucharlas, de saltar al agua y ahogarse; cantaba sobre las naves hundidas, con sus altos mástiles y sus marineros aferrados aún a las jarcias, y de las caballas entrando y saliendo por los huecos abiertos en el casco; cantaba sobre las lapas diminutas, que son grandes viajeras porque adheridas a la quilla de los barcos dan vueltas al mundo una y otra vez; y cantaba de las jibias, que habitan los arrecifes y extienden sus largos brazos negros, y pueden crear la noche cuando se les antoja. Cantaba al Nautilus, que tiene un barquito tallado en ópalo y se gobierna con una vela de plata; cantaba a los grandes leones marinos, con sus colmillos curvos, y a los hipocampos, de crines flotantes y graciosos cuerpos de carey rojo y cabriolante. Mientras la sirenita cantaba, los atunes subían de las profundidades para oíra, y el joven Pescador lanzaba sus redes al mar y los atrapaba, o bien traspasaba con su arpón a los más grandes. Y cuando tenía su barca bien cargada, la sirena le sonreía y se sumergía nuevamente hacia el reino de su padre. Sin embargo, ella nunca se le acercó tanto como para que el Pescador pudiese volver a tocarla. Muchas veces él la llamó y le suplicó, pero ella no quería; y cuando trataba de capturarla, ella se zambullía en el mar con la grácil rapidez de una foca, y ya no volvía a verla en todo el día. Y cada día el sonido de su voz era más dulce. Tan dulce era la voz de la sirena que a veces el pescador olvidaba sus redes. Esas tardes pasaban en cardumen los atunes con sus aletas purpúreas y sus ojos de oro elástico, sin que el pescador se diera cuenta. Esas tardes el arpón descansaba ocioso a su lado, y los cestos de mimbre quedaban vacíos. El Pescador, con los labios entreabiertos y los ojos llenos de maravilla, se quedaba muy quieto en la barca, escuchando, escuchando, hasta que la niebla llegaba arrastrándose a envolver la embarcación y la luna tenía de plata su cuerpo de bronce. Y una tarde llamó a la sirena y le dijo: —Sirenita, sirenita, yo te quiero. Seamos novios, porque estoy enamorado de ti.. Pero la sirena negó moviendo tristemente la cabeza, mientras decía: —Tienes un alma humana. Solo podría amarte yo si tú te desprendieses de tu alma. Entonces el joven pescador se dijo: —¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco. La despediré, y podré ser feliz. Y de sus labios surgió un grito de alegría, y poniéndose de pie en su barca extendió los brazos hacia la sirena, y le dijo: —Expulsaré a mi alma, y entonces seremos novios, y viviremos juntos en lo más profundo del mar, y me mostrarás todo lo que has cantado, y yo haré todo lo que quieras, y ya nunca podrán separarse nuestras vidas. Y la sirenita rió alegremente, escondiendo el rostro entre las manos. —Pero ¿cómo podré desprenderme de mi alma? —preguntó el pescador—. Dime qué debo hacer y lo haré ahora mismo. —¡Ay! —repuso la sirenita—. ¡Yo no lo sé! Los hijos del Mar no tenemos alma. Lo miró con sus ojos ardientes y se hundió en lo profundo. Al día siguiente, muy temprano, cuando el sol todavía no se alzaba un palmo por sobre la colina, el joven pescador se dirigió a la casa del cura, y llamó tres veces a la puerta. El novicio se asomó por el postigo y cuando vio de quien se trataba, descorrió el cerrojo y le dijo: —Entra. El joven entró, se arrodilló sobre la estera de juncos del suelo, y dijo al cura, que leía el Libro Santo: —Padre, estoy enamorado de una hija del Mar, y mi alma impide que consiga mi deseo. Dime por favor, qué es lo que debo hacer para librarme de mi alma, porque no la necesito: ¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco. —¡Oh, mi muchacho, estás loco o has comido quizás algún hongo venenoso! El alma es lo más noble que hay en el hombre, y nos fue dada por Dios para que la usemos noblemente. Nada hay tan precioso como el alma humana, ni cosa terrestre alguna que pueda comparársele. Vale todo el oro del mundo, y es más preciosa que los rubíes de los reyes. Hijo mío, no pienses más en algo así, porque incluso tal pensamiento es un pecado mortal. Los hijos del Mar, ellos están perdidos, y los que tienen comercio con ellos, lo están también. Son como las bestias del campo, que no distinguen el bien del mal. ¡Por ellos no murió nuestro Señor Jesucristo! Al escuchar las amargas palabras del cura, al joven Pescador se le llenaron de lágrimas los ojos; se levantó y repuso: —Padre, los faunos viven en la selva, y viven contentos; y los tritones vienen a descansar sobre las rocas del acantilado, con sus arpas doradas. Déjame ser como ellos, te lo ruego, porque sus días son como los días de las flores. Y en cuanto a mi alma, dime tú, ¿de qué me sirve si se interpone entre yo y el ser que amo? —El amor del cuerpo es ruin —exclamó el cura, frunciendo el ceño—, y los seres paganos que Dios permite que vaguen por el mundo, también son ruines y maléficos. ¡Malditos los faunos del bosque, y malditos los cantores del Mar! Los he oído a veces en las noches, e intentan distraerme de mi rosario. Llaman a mi ventana levemente, y ríen, y me susurran al oído el cuento de sus placeres peligrosos. Me seducen con sus proposiciones y cuando me propongo rezar me hacen muecas. ¡Te digo que están perdidos, están perdidos!… Para ellos no hay cielo ni infierno y en ninguno lugar podrán alabar el nombre del Señor. —Padre —replicó el joven Pescador—, tú no sabes lo que dices. Una tarde capturé en mis redes a la hija de un Rey del Mar. Y es más hermosa que la estrella de la mañana y más blanca que la luna. Yo daré mi alma por su cuerpo y renunciaré al cielo por su amor. Contesta mi pregunta y déjame ir en paz. —¡Atrás! ¡Atrás! —gritó el cura—. ¡Esa muchacha está perdida y te perderás con ella! Y lo expulsó de la casa parroquial sin darle la bendición. El joven Pescador se dirigió al mercado; caminando lentamente, con la cabeza baja, sumido en una tristeza insondable. Cuando lo vieron los mercaderes, cuchichearon entre ellos, y uno se adelanto. Después de llamarlo por su nombre, le preguntó: —¿Qué vendes, pescador? —Vendo mi alma —contesto el joven Pescador—. Te ruego que me la compres, porque estoy cansado con ella. ¿De qué sirve mi alma? No puedo verla. No pudo tocarla. No la conozco. Entonces los mercaderes se burlaron de él: —Pero dinos, muchacho, ¿de qué nos serviría el alma de un hombre? No vale ni una mala moneda de cobre. Si quieres te podemos comprar tu cuerpo como esclavo, y te vestiremos de rojo y te pondremos un anillo en el dedo y podrás ser el favorito de la gran Reina. Pero no nos hables de tu alma porque a nosotros tampoco nos sirve para nada, ni tiene valor alguno. El joven Pescador pensó: —¡Qué cosa rara! El cura dice que el alma vale todo el oro del mundo, pero los mercaderes aseguran que no vale ni una mala moneda de cobre. Salió del mercado, y se encaminó hacia la playa donde se puso a meditar sobre qué debería hacer. Al mediodía, el Pescador recordó que cierta vez uno de sus compañeros le había hablado de una bruja joven que vivía en una caverna al extremo de la bahía, y que era muy sabia en brujerías. De inmediato echó a correr en dirección a la caverna. Tan veloz que una nube de polvo le seguía al correr por la arena de la playa. La joven bruja adivinó la llegada del Pescador por una picazón que sintió en la palma de la mano; se soltó entonces la roja cabellera y se puso a reír. Se quedó de pie a la entrada de la caverna, teniéndo en la mano una rama de cicuta florida. —¿Qué necesitas? —gritó cuando el Pescador subía jadeando por el acantilado—. ¿Quieres peces para tus redes cuando el viento sopla en contra? Si es eso, tengo un caramillo que cuando se sopla en él, el mújol se mete a la bahía. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? ¿Quieres una tormenta que haga naufragar los barcos y arrastre a la costa baúles llenos de tesoros? Tengo más huracanes que el tiempo, porque mi amo es más fuerte que el tiempo, y con un cedazo y un cubo de agua puedo enviar las grandes carabelas al fondo del mar. Pero también tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? Conozco una flor que crece en el valle y que yo solo conozco. Tiene las hojas púrpura, y una estrella en el corazón, y su jugo es tan blanco como la leche. Si tocas los labios desdeñosos de la gran Reina con esta flor, ella te seguirá a través del mundo entero. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? Puedo machacar un sapo en el mortero y hacer un caldo, removiéndolo con la mano de un muerto. Si mojas con ese caldo a tu enemigo mientras duerme, se convertirá en una víbora negra, y lo matará su propia madre. Con ayuda de una rueda puedo hacer bajar a la luna del cielo, y en un cristal puedo mostrarte la Muerte. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Dime tu deseo y yo te lo concederé. Pero me tendrás que pagar su precio, hermoso joven, me tendrás que pagar su precio. —Mi deseo es poca cosa —contestó el joven Pescador—, sin embargo el cura se enojó conmigo y me arrojó de su casa. Es poca cosa, pero los mercaderes se burlaron de mí y me lo negaron. Por eso vengo a conversar contigo, a pesar que los hombres dicen que eres mala; y sea cual sea tu precio, te lo pagaré. —¿Qué necesitas? —preguntó la bruja, acercándosele. —Quiero desprenderme de mi alma —contesto— el joven Pescador. La bruja palideció y, con un estremecimiento, escondió su rostro en el manto azul. —Hermoso joven, hermoso joven —murmuró—, esa es una cosa terrible. Pero él sacudió sus rizos oscuros y se echó a reír. —¿De qué me sirve mi alma? —dijo—. No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco. —¿Qué me darás si te lo digo? —preguntó la bruja mirándolo con sus hermosos ojos. —Tengo cinco monedas de oro para darte —contesto él—, y también mis redes, y la choza de cañas en que vivo, y la barca en que navego. Dime solamente lo que debo hacer para desprenderme de mi alma, y te daré todo lo que tengo. Ella se rió burlonamente, lo rozó con la rama de circuta, y le dijo: —Si yo lo desease, podría convertir en oro las hojas del otoño, y tejer hebras de plata con los rayos de la luna. Mi amo es más rico que todos los reyes de este mundo, y gobierna en todos los dominios de la tierra. —¿Qué te daré entonces —dijo él—, si no esperas recibir oro ni plata? La joven bruja le acarició los cabellos con su mano blanca y fina y sonriendo, murmuró: —Tendrás que bailar conmigo, hermoso joven. —¿Solo bailar contigo? —exclamó el Pescador maravillado. —Nada más —contesto ella— sonriendo de nuevo. —En cuanto se ponga el sol, bailaremos juntos donde nadie nos vea, o donde quieras que lo hagamos —dijo él— y después de bailar me dirás lo que quiero saber. Ella agitó la cabeza murmurando: —Cuando salga la luna, cuando salga la luna. Luego observó atentamente alrededor, y atentamente escuchó. Un pájaro azul salió chillando de su nido y se puso a describir círculos sobre las dunas; y tres pájaros pardos bostezaron en medio de la hierba verde y áspera silbándose entre sí. No se oía más que el susurro de las olas arrastrando las piedras pulidas de la playa. Entonces la bruja extendió su mano, atrajo hacia sí al joven pescador y le acercó los labios al oído: —Esta noche habrás de venir a la cumbre de las colinas —susurró—. Es sábado y estará Él. El joven Pescador se estremeció. Ella reía, mostrando sus dientes blancos. —¿Quién va a estar allí? —preguntó. —Eso no debe importarte —repuso ella—. Ven esta noche y espérame a la sombra del espino blanco… si un perro negro te acomete, golpéalo con una rama de sauce y huirá. Y si te habla un búho, no le respondas. Cuando la luna esté en el cenit iré a buscarte y bailaremos juntos sobre la hierba. —Pero, ¿Juras decirme qué debo hacer para desprenderme de mi alma? —preguntó el joven Pescador. Ella se puso al sol y el viento agitó sus cabellos rojos. —Te lo juro por las pezuñas del macho cabrío —prometió. —Eres la mejor de las brujas —exclamó el Pescador—, y bailaré contigo esta noche en la cumbre de las colinas… Hubiera preferido que me pidieras oro o plata, pero de todos modos el precio me conviene… es poca cosa. Se quitó la gorra, hizo una profunda reverencia ante la mujer, y bajó corriendo de regreso al pueblo, ebrio de alegría. La joven bruja lo miró hasta que el Pescador se perdió de vista. Volvió entonces a su gruta, sacó un espejo de un cofre de cedro labrado, y lo puso en un marco. Luego, sobre unas brasas, quemó delante del espejo un puñado de verbena, y miró atentamente a través de las espirales de humo. Después de unos instantes cerró los puños iracunda: —Debería haber sido mío —murmuró—, soy tan hermosa como ella. Esa noche, al salir la luna, el joven Pescador trepó a la cima del monte, y esperó bajo las ramas del espino blanco. Allá abajo, a sus pies, se extendía el mar como una rodela de plata bruñida, y la sombra de las barcas de pesca moteaba la bahía de signos que resbalaban por la luz. Un gran búho, de amarillos ojos sulfúreos, lo llamó por su nombre… pero él no respondió. Y un perro negro lo persiguió gruñendo… él lo golpeó con una rama de sauce y el perro huyó lanzando gañidos lastimeros. Las brujas llegaron a medianoche, volando por el aire como murciélagos. —¡Whee—ho! —gritaban al tocar tierra—. Aquí hay uno a quien no conocemos. Olfateaban alrededor, charlaban entre ellas, y se hacían signos. La joven Bruja, con su roja cabellera al viento, llegó la última de todas. Vestía un traje de tisú de oro, bordado con ojos de pavos reales, y un pequeño birrete de terciopelo verde en la cabeza. —¿Dónde está, dónde está? —chillaron las brujas cuando la vieron. Pero ella no hizo más que reír, corrió hacia el espino blanco, tomó de la mano al Pescador y llevándolo a la luz de la luna comenzaron a bailar. Pronto todos estaban bailando. Giraban juntos vertiginosamente, dando vuelta tras vuelta, y la joven Bruja saltaba tan alto que el Pescador podía ver los tacos escarlata de sus zapatillas. Entonces, por encima del tumulto de los bailarines, se escuchó galopar un caballo, pero no se veía caballo alguno, y el joven Pescador tuvo miedo. —¡Más rápido! ¡Más rápido! —gritó la bruja abrazándolo por el cuello a tiempo que le exhalaba su aliento cálido en el rostro. —¡Más rápido! ¡Más rápido! —volvió a gritar, y la tierra parecía girar bajo los pies del Pescador, y la cabeza le daba vueltas, y comenzó a sentirse dominado por el terror, como si lo estuviera observando un ser maléfico. Al fin advirtió que al pie de una roca, había una sombra que recién no estaba allí. Era un hombre vestido de terciopelo negro, a la manera española; tenía el rostro pálido, y sus labios eran orgullosos como una flor roja. Estaba reclinado contra la roca, como si estuviese muy cansado, y su mano izquierda jugaba distraída con el pomo de la daga que pendía del cinturón. A su lado, sobre la hierba, había un sombrero emplumado y unos guantes de montar bordados con hilos de oro. Sus manos blancas estaban cubiertas de preciosos anillos y una capa corta le colgaba del hombro izquierdo. El Pescador no podía verle los ojos, porque los velaban sus párpados cansados. El joven Pescador no podía apartar la mirada de esta figura, como si fuese víctima de un sortilegio. Al fin se encontraron sus ojos, que parecían seguirle dondequiera que los llevara la danza. Entonces escuchó reír a la Bruja, y tomándola de la cintura giraron y giraron locamente. De pronto, un perro ladró en el bosque, y los bailarines se detuvieron, y fueron subiendo de a dos en dos, para besar las manos del hombre. Mientras lo hacían, una sonrisa se dibujó levemente en sus labios altivos. Pero había cierto desdén en el gesto, y los ojos del hombre continuaban fijos en el joven Pescador. —¡Ven, adorémoslo! —murmuró la Bruja tironeándolo hacia arriba. El Pescador sintió un gran deseo de hacer lo que ella le pedía, y la siguió. Pero cuando estuvo cerca de él, sin saber por qué, hizo la señal de la cruz, invocando el Nombre Santo. Al instante, las brujas emprendieron vuelo chillando como halcones, y el rostro pálido que había estado mirando, se contrajo en con un espasmo de dolor. El hombre se dirigió al bosque y silbó. Un corcel con arreos de plata corrió a su encuentro. El hombre saltó sobre la silla, se volvió, y miró tristemente, por última vez, al joven Pescador. La Bruja de cabellos rojos también trató de levantar el vuelo, pero el Pescador la sujeto fuertemente por las muñecas. —¡Suéltame! —gritó ella—. ¡Déjame ir, porque has nombrado lo que no debería nombrarse, y has hecho el signo que no debe verse! —¡No! —replicó él—. No te dejaré ir hasta que me hayas dicho el secreto. —¿Qué secreto? —preguntó ella forcejeando como un gato montés y mordiéndose los labios, blancos de espuma. —¡Lo sabes muy bien! —dijo el joven. Los ojos de la bruja, verdes como el pasto, centellearon de lágrimas, diciendo: —¡Pídeme lo que quieras, menos eso! Pero él se echó a reír, y la sujetó con más fuerza. Y cuando ella vio que no podía escapar, le susurró al oído: —¿No te parece que soy tan bella como las hijas del Mar, tan seductora como las que viven bajo las aguas azules? Y lo miraba cariñosamente, acercando su rostro al del joven. Pero el Pescador la rechazó frunciendo el ceño, mientras decía: —Si no cumples la promesa que me hiciste, tendré que matarte por ser bruja falsa y mentirosa. Ella palideció, tomando el color gris lívido de la flor del árbol de Judas, y estremeciéndose le señaló: —Será como quieres. Es tu alma y no la mía. Haz con ella lo que se te antoje. Y se descolgó del cinturón un cuchillito, con mango de piel de víbora verde, para entregárselo. En la hoja centelleaban misteriosas runas. —¿Y para qué me va a servir esto? —preguntó el Pescador sorprendido. Ella calló todavía por un instante y una sombra de terror le pasó por el rostro. Luego sonrió extrañamente, sacudió su cabellera reja, y agregó: —Lo que los hombres llaman la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma. Ponte de pie en la playa, de espaldas a la luna, y con este cuchillo corta, desde tus pies, tu sombra, que es el cuerpo de tu alma, y ordénale que se vaya. Ella así tendrá que hacerlo. El joven Pescador se estremeció de placer. —¿Es verdad lo que me dices? —murmuró. —Es cierto, y quisiera no habértelo dicho nunca —murmuró ella llorando, y se abrazó a sus rodillas. Pero el Pescador la rechazó de nuevo, y la hizo caer sobre la hierba espesa, luego se guardó el cuchillo en el cinturón, caminó hasta el borde de la cima e inició el descenso. Y su alma, que estaba dentro de él y había escuchado todo, lo llamó para decirle apesadumbrada: —Escucha, he vivido contigo todos estos años y siempre estuve a tu servicio. No me arrojes ahora… ¿qué mal te he hecho? Y el joven Pescador se puso a reír: —No me has hecho ningún daño pero no te necesito. El mundo es ancho, y hay Cielo e Infierno, y esa sombría mansión crepuscular que se extiende entre ambos. Ve donde se te ocurra, pero no me importunes, porque mi amor me está llamando. El alma suplicó, plañidera, pero el Pescador, sin hacerle caso, bajó saltando de risco en risco, tan seguro de pies como una cabra. Por fin llegó a la playa amarillenta junto al mar. Recio y bronceado, como una estatua esculpida por un griego, se alzó sobre la arena, de espaldas a la luna; y, de la espuma, surgieron, llamándolo, unos brazos blancos, y de las olas se levantaron formas indecisas, rindiéndole homenaje. Delante suyo, yacía su sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás, en el aire, colgaba la luna color miel. Su alma todavía le dijo: —Si realmente quieres echarme, no me despidas sin corazón. El mundo es cruel, dame tu corazón para llevarlo conmigo. Pero el Pescador, moviendo la cabeza, sonrió: —¿Cómo voy a amar a mi amor si te doy mi corazón? —Sé generoso —insistió el alma —, dame tu corazón, que el mundo es muy cruel y tengo miedo. —Mi corazón es de mi amor —dijo él—. No seas porfiada y vete. —¿Y no podré amar yo también? —preguntó su alma. —¡Ándate, te digo, yo no te necesito para nada! Y tomó el cuchillo con mango de piel de víbora verde, y recortó su sombra alrededor, a partir de sus pies. Y la sombra se irguió, y quedó en pie delante de él, y era exactamente igual a él. Dando un paso atrás, el pescador se guardó el cuchillo en el cinturón, y se sintió dominado por un temor que entraba a las honduras de su ser. —¡Ahora vete! —murmuro—. ¡Que no vuelva yo a ver tu rostro! —No —dijo el alma—. Es necesario que nos encontremos de nuevo —su voz era llorosa y aflautada, y sus labios apenas se movían al hablar. —¿Cómo nos encontraremos? —dijo el pescador — ¿No estarás pensando seguirme a las profundidades del mar? —Todos los años vendré una vez a este mismo lugar y te llamaré—dijo el alma—. Tal vez me necesites. —¿Para qué te habría de necesitar? —protestó el joven Pescador—. En fin, haz lo que quieras. Y se sumergió en el agua. Y los tritones soplaron sus caracolas, y la sirenita nadó para encontrarlo, y lo abrazó besándole en los labios. Y el alma, de pie en la playa solitaria, los miraba. Y cuando desaparecieron en el mar, se marchó llorando a través de las marismas. Cuando transcurrió un año, el alma vino a la orilla del mar y llamó al joven Pescador. Él subió de las profundidades, y la interrogó en tono fastidiado: —¿Por qué me llamaste? Y el alma respondió: —Acércate más, para que pueda hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas. El Pescador se acercó a la orilla, se tendió sobre el agua, y escuchó con la cabeza apoyada en la mano. Y el alma le refirió: —Cuando nos separamos miré hacia el Oriente, y caminé hacia allá, pues del Oriente viene toda la sabiduría. Estuve caminando seis días, y al amanecer del séptimo, llegue a una colina que se encuentra en el país de los Tártaros. Tuve que sentarme a la sombra de un tamarindo, porque el país era seco y el calor me abrasaba. La gente iba y venía, como moscas arrastrándose por una bandeja de cobre bruñido. Al mediodía se levantó una nube de polvo, y apenas la divisaron los tártaros prepararon sus arcos saltaron sobres sus caballos, y galoparon hacia ella. Las mujeres subieron chillando a los carros, y se escondieron tras las cortinas de fieltro. “Los tártaros volvieron al caer la tarde; faltaban cinco de ellos, y muchos de los que volvían estaban heridos. Subieron a los carros y se alejaron velozmente. Cuando salió la luna, vi los fuegos de un campamento y me dirigí hacia allá. Era una caravana de mercaderes, sentados en sus alfombras alrededor de una fogata. “Al acercarme, su jefe se levantó, y desenvainando la espada, me preguntó qué quería. “Repuse que en mi país yo era un príncipe, y que había huido de los tártaros que me llevaban prisionero. El jefe sonrió mostrándome cinco cabezas clavadas en varas de bambú. “Luego me preguntó quien era el profeta de Dios, y yo le dije que Muhammad. “Al oírme pronunciar el nombre del falso profeta, me tomó de la mano y me hizo sentar a su lado. Un negro me trajo leche de yegua y un trozo de cordero asado. “Continuamos el viaje a la salida del sol. Yo cabalgaba en un camello al lado del jefe, y un esclavo corría delante de nosotros agitando una lanza. Nos seguían los hombres de armas, desplegados a uno y otro lado, y detrás las mulas con las mercancías. “Mucho cabalgamos. Del país de los tártaros pasamos al país de los que odian a la Luna, donde vimos los grifos custodiando su oro sobre rocas blancas, y los dragones cubiertos de escamas durmiendo en sus cavernas. Cuando cruzamos las montañas, conteníamos el aliento por miedo a que las nieves cayeran encima de nosotros. Al pasar por los valles, los pigmeos nos lanzaron flechas desde los huecos de los árboles, y durante la noche escuchamos los tambores de los salvajes. Cuando llegamos a la Torre de los Monos, les ofrecimos fruta, y no nos hicieron daño. Cuando alcanzamos la Torre de las Serpientes, les ofrecimos leche tibia, y nos dejaron pasar mirándonos con sus ojos inexcrutables. “Los señores de cada ciudad nos exigían tributos de paso, pero no nos abrían sus puertas. Nos arrojaban pan, pastelillos de harina cocidos en miel, y pasteles de cebada rellenos con dátiles, desde lo alto de sus muros. “Cuando los habitantes de las aldeas nos veían acercar, envenenaban sus pozos y escapaban a la cumbre de los cerros. Luchamos con los magdenses, que nacen viejos y se rejuvenecen año tras año hasta que mueren niños; y con los lactros, que se dicen hijos de los tigres y se pintan de negro y amarillo; y con los aurantes, que sepultan a sus muertos en los árboles, y viven en oscuras cavernas por miedo a que el sol, que es su dios, les quite la vida. “Un tercio de nuestra caravana murió peleando, y un tercio pereció de hambre. El resto murmuraba en contra mía, diciendo que les había traído la mala suerte. Entonces tomé una víbora de debajo de una piedra y la dejé que me mordiera. Cuando vieron que no me pasaba nada, sintieron temor pero no me amaron. “Tras cuatro meses de viaje agobiador, llegamos a la ciudad de Illiel. Era de noche, y al amanecer llamamos a sus inmensas puertas. Los centinelas preguntaron qué queríamos, y nosotros respondimos que veníamos de la isla de Siria con gran cantidad de mercancías. Ellos nos dijeron que abrirían las puertas al mediodía. “Y así lo hicieron; abrieron las puertas cuando el sol estaba en el cenit y apenas entramos acudió la gente para vernos, y un pregonero recorrió la ciudad. Nos detuvimos en el mercado, donde los mercaderes mostraron los lienzos encerados del Egipto, y las telas pintadas de los Etíopes, y las esponjas purpúreas de Tiro y los tapices azules de Sidón. “El primer día vinieron a comprar los sacerdotes, al segundo los nobles, y al tercero los artesanos y los esclavos. “Permanecimos allí toda una luna hasta que, hastiado, me puse a vagar por las calles de la ciudad. Así llegué al jardín de su dios. Los sacerdotes vestidos de amarillo, paseaban silenciosos entre los árboles verdes, y sobre un pavimento de mármol negro se levantaba el palacio rosado que sirve de mansión al dios. “Uno de los sacerdotes, me preguntó qué deseaba. “Le respondí que quería ver al dios. “—El dios ha ido de cacería —dijo el sacerdote mirándome con sus ojos oblicuos. “—Dime a qué selva ha ido, pues quiero cabalgar con él —repuse. “El sacerdote peinó los flecos de su túnica con las uñas puntiagudas, y respondió: “—El dios está durmiendo. “—Dime en qué lecho, y velaré su sueño —respondí. “—El dios está en la fiesta —gritó el sacerdote. “—Si el vino es dulce, beberé con él, y si es amargo beberé también —respondí. “El sacerdote, asombrado, me cogió de la mano y me condujo al templo. “En la primera cámara había un ídolo sentado en un trono de jaspe. Era de ébano tallado y de la estatura de un hombre. Tenía un rubí en la frente y sus pies estaban enrojecidos por la sangre de un cabrito recién degollado. “Le pregunté al sacerdote: “—¿Es éste el dios? “Y él me respondió: “—Este es el dios. “—Enséñame el dios —grité—, o te mataré sin vacilar. “Y le toqué la mano, que se marchitó enseguida. “El sacerdote me imploró diciendo: “—Cure mi señor a su siervo, y le mostraré al dios. “Le soplé en la mano que se curó de inmediato. Temblando me condujo a un segundo aposento, donde había un ídolo, en pie sobre un loto de jade. Era todo de marfil y del doble de la estatura de un hombre. Tenía un crisólito en su frente, y sus pechos estaban ungidos de mirra y cinamomo. “Yo interrogué al sacerdote: “—¿Es éste el dios? “Y él me respondió: “—Este es el dios. “—Enséñame el dios—rugí—, o te mataré sin vacilar. “Y le toqué los ojos, que quedaron ciegos. “El sacerdote me suplicó diciendo: “—Cure mi señor a su siervo, y le mostraré el dios. “Le soplé en los ojos, y la vista volvió a ellos. Temblando de pavor, el sacerdote me llevó entonces a una tercera estancia. Allí, ¡oh maravilla!, no había ídolo ni imagen alguna, sino solamente un espejo redondo de metal, colocado encima de un altar de piedra. “Y dije al sacerdote: “—¿Dónde está el dios? “Y él me contestó: “—No hay más dios que este Espejo, que es el Espejo de la Sabiduría. Todas las cosas del cielo y de la tierra las refleja, excepto el rostro de quien se mira en él. No lo refleja para que el que mire pueda ser sabio. Todos los demás espejos son espejos de la opinión. Solo éste es el Espejo de la Sabiduría. Quienes poseen este Espejo, lo saben todo, y no hay nada oculto para ellos. Y quienes no lo poseen, no adquieren la Sabiduría. Este es el dios que adoramos nosotros. “Miré el espejo, y era tal como él me había dicho. “Hice entonces una cosa muy singular… No viene al caso que te lo diga, pero en un valle que está a solo un día de camino, tengo escondido el Espejo de la Sabiduría. Permíteme que vuelva a entrar en ti, para servirte, y serás más sabio que todos los sabios, y tuya será la Sabiduría. Permíteme entrar en ti, y no habrá nadie tan sabio como tú. El joven Pescador se puso a reír. —El amor es mejor que la sabiduría —exclamó— y la sirenita me ama. —Te equivocas, no hay nada mejor que la sabiduría —dijo el alma. —El amor es mejor —repitió el joven Pescador, y volvió a sumergirse en las honduras del mar, mientras el alma se alejaba llorando a través de las marismas. Cuando el segundo el año hubo transcurrido, llegó el alma a la orilla del mar y llamó al joven Pescador. Una vez más, éste subió de las profundidades, y pregunto: —¿Para qué me has llamado? Y el alma repuso: —Acércate más, para poder hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas. Y él se acercó a la orilla, y echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la mano. El alma dijo entonces: —Cuando nos separamos, miré hacia el Mediodía, y caminé hacia allá. Del Mediodía viene todo lo que hace Riqueza. Seis días caminé por las sendas que conducen a la ciudad de Aster, y al amanecer del día séptimo divisé a mis pies la ciudad, en el fondo de un valle. “En los muros de la ciudad hay nueve puertas, y en cada una de ellas hay un caballo de bronce que relincha cuando los beduinos bajan de la montaña. Sus murallas están cubiertas de cobre y en cada una de sus torres hace guardia un arquero. Cuando sale el sol, disparan una flecha contra un gong, y al ponerse el sol tocan una bocina de cuerno. “Quise entrar, y los centinelas me preguntaron quién era. Repliqué que era un derviche en camino hacia la Meca, donde está la roca Kaaba y sobre ella hay un velo negro con El Corán bordado en letras de oro por mano de los ángeles. Ellos quedaron maravillados y me rogaron que entrara. “Dentro de esa ciudad, es todo un bazar. ¡Lástima que no estuvieras conmigo! Los mercaderes se sientan en el umbral de sus tiendas sobre tapices de seda. Tienen barbas negras, y turbantes cubiertos de broches de oro. Algunos venden gálbano y nardo, y extraños perfumes de las Indias, y aceite de rosa, y jugo cristalizado de las hojas de un árbol, y florecillas de clavero de olor. Otros venden brazaletes de plata incrustados de turquesas azules, y colgantes de perlas, y garras de tigre engarzadas en oro, y arracadas de esmeralda, y anillos de jade. De las casas de té llega el sonido del laúd, y los fumadores de opio, con sus blancos rostros sonrientes, miran pasar a los viandantes. “Es una lástima que no estuvieras conmigo. Los vendedores de vino llevan grandes pellejos negros a la espalda. Casi todos venden vino de Chiraz, que es dulce como la miel. Y lo sirven en tacitas de metal, con pétalos de rosas. Un día, vi pasar por allí un elefante. Llevaba el cuerpo pintado con bermellón y cúrcuma. Se paró frente a una de las tiendas, y se puso a comer naranjas mientras el dueño reía. ¡Qué gente tan extraña! Cuando están contentos, van donde un vendedor de pájaros, compran un centenar de ellos y los dejan libres, para aumentar su alegría; y cuando están tristes, se azotan con espinos, para que su tristeza sea mayor. “Es de verdad una pena que no estuvieses conmigo. En la fiesta de la Luna Nueva el joven Emperador salió de su palacio para ir a rezar a la mezquita. Llevaba la barba y los cabellos cubiertos con pétalos de rosas, y las mejillas cubiertas con oro pulverizado. “Salió de su palacio al amanecer con una vestidura de plata; y al atardecer, volvió con otra vestidura de oro. La gente se arrojaba al suelo, ocultando sus rostros; excepto yo, que no quise imitarlos. Me mantuve de pie, junto al mesón de un vendedor de dátiles, esperando. “Al verme, el Emperador se detuvo. Pero yo continué inmóvil, sin rendirle homenaje. La gente se maravilló de mi audacia, y me aconsejaron que huyera de la ciudad. Pero no les hice caso, y fui a sentarme con los vendedores de dioses extranjeros, que por su oficio, son abominados. Cuando les dije lo que había hecho, me regalaron dioses, pero me suplicaron que me alejase de ellos. “Aquella noche, mientras dormía entre almohadones, en una casa de té que hay en la calle de las Granadas, entraron los guardias del Emperador y me llevaron al palacio. Apenas entré cerraron las puertas y las aseguraron con cadenas. Al interior había un vasto patio, los muros eran de alabastro blanco, adornados con azulejos verdes y azules. Las columnas eran de mármol verde, y el pavimento de un mármol color damasco. Nunca había visto nada similar. “Cuando atravesé el patio, dos mujeres veladas me maldijeron desde una galería. Los guardias abrieron una puerta de marfil labrado, y me encontré en un patio dispuesto en siete terrazas. Estaba lleno de maceteros con tulipanes, girasoles y áloes. Al centro se abría un surtidor de agua rodeado de cipreses que eran como antorchas apagadas, y en cada uno de ellos cantaba un ruiseñor. “Al acercamos a un pequeño pabellón que se levantaba al extremo del jardín, salieron dos eunucos a encontramos. Sus cuerpos obesos se balanceaban al caminar, y me miraban de soslayo, con ojos de párpados amarillentos. “Entonces, el capitán de la guardia me indicó la entrada del pabellón. Entré apartando la cortina. “El joven Emperador estaba reclinado sobre un lecho cubierto de pieles de león. Detrás de él se erguía un nubio, desnudo hasta la cintura, con turbante de bronce y pesados aretes. Encima de una mesa, al lado del lecho, descansaba un gran alfanje de acero. “Cuando me vio el Emperador frunció el ceño, y me dijo: “—¿Cuál es tu nombre? ¿Acaso no sabes que soy el Emperador de esta ciudad? “Pero yo no le contesté. “Entonces el Emperador señaló la cimitarra con el dedo, y el nubio la empuñó y abalanzándose sobre mí, me asestó un tajo terrible. La hoja pasó zumbando a través de mi cuerpo, pero no me hizo daño alguno. El verdugo rodó por tierra, y al levantarse sus dientes castañeteaban de terror. Corrió a protegerse tras el lecho. “El joven Emperador se levantó, tomó una lanza, y la arrojó contra mí. Pero yo la cogí al vuelo y la quebré en dos pedazos. Entonces él me disparó una flecha, pero levanté las manos y la detuve en el aire. Luego desenvainó una daga, y apuñaló la garganta del nubio, para que no pudiese contarle a nadie la afrenta que había recibido. El esclavo se retorció como una serpiente, y la roja espuma roja le salió a borbotones entre los labios. “Al verlo ya muerto, el Emperador se volvió hacia mí, y después de secarse el sudor con una toalla de seda carmesí, me dijo: “—¿Eres acaso un profeta, que no puedo herirte, o el hijo de un profeta, que no puedo dañarte? Te ruego que salgas de mi ciudad esta noche, porque mientras estés aquí, yo ya no seré el Señor. “Y yo le respondí: “—Quizás acepte marcharme, pero a cambio de la mitad de tus tesoros. Dame la mitad de tus tesoros y me iré de tu ciudad. “El Emperador me cogió de la mano y me guió fuera del jardín. Cuando me vio el capitán de la guardia, se maravilló. Cuando los eunucos me vieron, les tiritaron las rodillas y cayeron al suelo. “Hay en el Palacio una habitación que tiene ocho paredes de pórfido rojo, y un techo artesonado de bronce, del que cuelgan las lámparas. El Emperador tocó una de las paredes y ésta se abrió. Bajamos entonces por un corredor iluminado por antorchas. En nichos, a uno y otro lado, había grandes cántaros, llenos hasta el borde de monedas de plata. Cuando llegamos al centro del corredor el Emperador dijo la palabra que no puede ser dicha, y giró una puerta de granito. El se cubrió el rostro con las manos, por temor a que sus ojos quedaran deslumbtados. “No puedes imaginarte qué sitio tan maravilloso. Había grandes conchas de tortuga rebosantes de perlas, y selenitas de gran tamaño amontonadas con rubíes rojos. El oro estaba almacenado en arcas de piel de elefante, y el oro en polvo en botellas de cuero de bestias marinas. Había ópalos y zafiros; los primeros en copas de cristal, los segundos en copas de jade. Ordenadas en bandejas de marfil había esmeraldas verdes, y en un rincón grandes sacos de seda, unos con turquesas y otros con berilos. Y aún no he podido decirte ni la décima parte de lo que allí había. Cuando el Emperador apartó las manos de su rostro, me expreso: “—Este es mi tesoro, y tal como te prometí, la mitad de él es tuya. Y te daré camellos y camelleros para que lleves tu parte a cualquier lugar del mundo que se te antoje. Y todo quedará hecho esta misma noche, pues no quiero que el Sol, que es mi padre, vea que en mi ciudad hay un hombre al que no puedo matar. “Pero yo le respondí: “—El oro que hay aquí es tuyo, y también es tuya la plata, y tuyas las piedras preciosas. No los necesito para nada, ni aceptaré otra cosa tuya que ese anillo que llevas en el dedo. “Y el Emperador frunció el ceño y exclamó: “—Es una sortija de plomo, sin ningún valor. Toma la mitad del tesoro y vete. “—No —repliqué—, solo aceptaré ese anillo de plomo, porque sé muy bien lo que hay escrito por dentro, y con qué fin. “Y el Emperador tembló, y me imploró, diciendo: “—Toma el tesoro entero, pero ándate de mi ciudad. La mitad mía también será tuya. “Y entonces hice una cosa muy singular… Pero no importa lo que hice, porque en una gruta, que está solo a un día de camino, tengo escondido el Anillo de la Riqueza. Un día de marcha nada más. Quién posee ese anillo es más rico que todos los reyes de la tierra. Ven, tómalo, y todas las riquezas del mundo serán tuyas. Pero el joven Pescador se echó a reír: —El amor es mejor que la riqueza —exclamó—, y la sirenita me ama. —No, no hay nada mejor que la riqueza —insistió el alma. —El amor es mejor—replicó el joven Pescador. Y volvió a hundirse en las profundidades, mientras el alma partía llorando a través de las marismas. Pasado el tercer año, el alma regresó a la orilla del mar y llamó al joven pescador. Este subió desde las profundidades y dijo: —¿Para qué me llamas? Y el alma le dijo: —Acércate más para que pueda hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas. El se acercó a la orilla, y echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la mano. El alma le contó: —En una ciudad que conozco, hay una posada a la orilla de un río, donde estuve en compañía de unos marineros que bebían vinos de dos colores y comían pan de cebada con pescaditos salados servidos en hojas de laurel con vinagre; nos divertíamos allí, cuando entró un viejo con una alfombra de cuero y un laúd que tenía dos cuernos de ámbar. Extendió el tapiz en el suelo y comenzó a tocar el laúd con la punta de una pluma; entonces entró corriendo una muchacha, con el rostro cubierto por un velo, y comenzó a bailar ante nosotros. Tenía cubierto el rostro, pero los pies desnudos. Tenía los pies desnudos y se agitaban sobre el tapiz como dos pichones blancos. Jamás, en ninguno de mis viajes, vi nada tan maravilloso. Y la ciudad donde baila queda solo a una jornada de aquí. Cuando el joven Pescador oyó las palabras de su alma, recordó que la sirenita no tenía pies, y no podía danzar. Y se apoderó de él un gran deseo, y se dijo: —Puesto que solo queda de aquí a un día, luego puedo volver al lado de mi amor. Riendo, se puso de pie y caminó a grandes pasos hacia la orilla. Al llegar a tierra firme volvió a reír y extendió los brazos hacia su alma. Y su alma lanzó un gran grito de alegría, y corrió a su encuentro, y penetró en él; y el joven Pescador vio delante suyo, sobre la arena esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma. Y su alma le dijo: —Ven, alejémonos de aquí ahora mismo, mira que los dioses del mar son muy celosos y tienen monstruos que obedecen sus mandatos. Se apresuraron y toda aquella noche caminaron bajo la luna, y todo el día siguiente caminaron bajo el sol, y al atardecer llegaron a una ciudad. Y entonces el joven Pescador preguntó a su alma: —¿Está es la ciudad donde danza la muchacha de quien me hablaste? Y su alma contestó: —No, no es está ciudad, es otra. Sin embargo, entremos. Y entraron, y vagaron por las calles. Al pasar por el barrio de los joyeros, el joven Pescador se fijó en una copa de plata que estaba expuesta en una tienda. Y su alma le dijo: —Toma esa copa de plata y escóndela. El tomó la copa y la escondió entre los pliegues de su capa. Luego, precipitadamente, salieron de la ciudad. Cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador frunció el ceno, arrojó lejos la copa y le dijo a su alma: —¿Por qué me dijiste que tomara esa copa y la ocultara, siendo eso, como es, una acción vil? Pero su alma le respondió: —Cálmate, tranquilízate… Al anochecer del segundo día, llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma: —¿Es ésta la ciudad donde baila la muchacha de quien me hablaste? Y su alma le contestó: —No, no es esta ciudad, es otra. Sin embargo, entremos. Y entraron, y comenzaron a vagar por las calles. Al pasar por el barrio de los vendedores de sandalias, el joven Pescador vio a un niño que estaba de pie, cargando un cántaro de agua. Y su alma le dijo: —Pégale, hazlo caer. Y él le pegó al niño, hasta hacerlo caer, llorando. Luego escaparon de la ciudad. Y cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador se irritó y dijo a su alma: —¿Por qué me hiciste que le pegara a ese niño, siendo eso, como es, una acción vil? Pero su alma le respondió: —Cálmate, tranquilízate… Al amanecer del tercer día llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma: —¿Es esta la ciudad donde baila la muchacha de quien me hablaste? Y su alma le contestó: —Sí, quizás sea esta la ciudad. Entremos a ver. Y entraron, y recorrieron las calles. Pero en ningún sitio les fue posible encontrar el río, ni la posada que se levantaba a orillas del río. Y la gente de la ciudad lo miraba con extrañeza, y el joven Pescador se atemorizó, y le dijo a su alma: —Vámonos de aquí, porque la muchacha que baila con pies blancos no está en esta ciudad. Pero su alma le contestó: —No, quedémonos en esta ciudad, porque la noche esta oscura y puede haber ladrones en el camino. Se sentaron entonces a descansar en el mercado; cuando al poco rato, pasó un mercader vestido con una capa de paño de Tartaria que llevaba una linterna al extremo de una caña. El mercader le dijo: —¿Por qué te sientas en el mercado, cuando las tiendas ya están cerradas? Y el joven Pescador repuso: —No encontré ninguna posada en esta ciudad, y no tengo pariente alguno que me hospede. —¿Es que acaso no somos todos hermanos? —dijo el mercader—. ¿Acaso no nos hizo a todos el mismo dios? Ven conmigo, yo tengo en mi casa una habitación para huéspedes. Y el joven Pescador se levantó y siguió al mercader hasta su casa. Cuando entraron, después de atravesar un jardín de granados, el mercader le trajo agua de rosas en un lavatorio de cobre para que se lavara las manos, y melones maduros para que apagara su sed, y un plato de arroz con una porción de cabrito asado para que saciara su hambre. Una vez que hubo acabado de comer, lo llevó a la habitación para alojados, y le deseó una buena noche. El joven Pescador le dio las gracias, y besó el anillo que su anfitrión llevaba en el dedo. Luego se tendió sobre los tapices de pelo de cabra, y cubierto con pieles de cordero negro, se quedó dormido. Tres horas antes de salir el sol, cuando todavía era de noche, su alma lo despertó y le dijo: —Levántate y anda al cuarto del mercader, a la misma habitación donde duerme, y mátalo, y róbale el oro; porque tenemos necesidad de dinero. El joven Pescador se levantó, como sonámbulo, y se deslizó sigilosamente hasta la alcoba del mercader. A los pies de su anfitrión había una espada curva, y en un azafate, junto a él, nueve bolsas de oro. Extendiendo la mano, el joven Pescador tocó la espada; pero, apenas lo hizo despertó el mercader estremeciéndose y saltando del lecho, empuñó la espada. Y dijo al joven Pescador: —¿Vas a devolver el bien por mal y pagar con mi sangre la bondad que he tenido contigo? Pero su alma le dijo al joven Pescador: —¡Mátalo! Entonces el joven Pescador golpeó al mercader y lo hizo perder el sentido. Luego se apoderó de las nueve bolsas de oro, y huyó rápidamente atravesando el jardín de los granados, y volviendo continuamente el rostro hacia la estrella de la mañana. Cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador se golpeó el pecho y dijo a su alma: —¿Por qué me ordenaste que asesinara al mercader y le robara su oro? No cabe duda que eres muy perversa. Pero su alma le respondió: —Cálmate, tranquilízate… —¡No! —gritó el joven Pescador—, no puedo tranquilizarme, porque detesto todo lo que me has obligado a hacer. Y a tí también te detesto, y te ordeno que me expliques por qué me has obligado a actuar de esta manera. Su alma le contestó entonces: —Cuando te desprendiste de mí y me lanzaste al mundo, no me diste corazón; así que aprendí a hacer todas estas cosas, y a gustar de ellas. —¿Qué dices? —murmuró el joven Pescador. —Bien lo sabes —contestó su alma—, lo sabes muy bien. ¿Te olvidaste que no me diste corazón? Por eso, no te inquietes, ni me perturbes a mí. Tranquilízate, porque no hay dolor que no puedas ahuyentar, ni placer que no puedas conseguir. Al oír estas palabras atroces, el joven Pescador tembló, y replicó a su alma: —Eres perversa y malvada, me has hecho olvidar mi amor, me has seducido con tus tentaciones, y has encaminado mis pies por la senda del pecado. Pero su alma replicó con petulancia: —No olvides que cuando me arrojaste al mundo no me diste corazón. Ven, vamos ya a otra ciudad, y divirtámonos, porque tenemos nueve bolsas de oro para gastar. Esta vez el joven Pescador arrojó al suelo las nueve bolsas de oro, y las pisoteó, gritando: —¡No! ¡No quiero nada contigo, ni viajaré más en tu compañía! Tal como me desprendí de ti una vez, me desprenderé de nuevo ahora, porque no me has hecho más que daño. Se volvió de espaldas a la luna, y con el cuchillito de mango de piel de víbora verde, trató de recortar, desde sus pies, esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma. Sin embargo ahora el alma no se separó de él, ni obedeció su mandato, sino que le dijo: —El hechizo que te enseñó la bruja ya no te sirve ahora, porque ni yo puedo abandonarte, ni tú puedes desprenderte de mí. Solo una vez en la vida un hombre puede separarse de su alma, pero aquel que la ha recibido de nuevo, tiene que conservarla consigo para siempre; y éste es su castigo y también su recompensa. El joven Pescador palideció y apretó los puños, gritando: —¡Fue una bruja malvada, porque eso no me lo dijo! —No —repuso su alma—, ella fue fiel a Aquel a quien adora y servirá para siempre. Cuando el joven Pescador comprendió que ya no podría librarse de su alma, que ahora era un alma perversa, y que habitaría en él para siempre, cayó en tierra llorando amargamente. Al amanecer, el joven Pescador se levantó y dijo a su alma: —Amarraré mis manos para que no te obedezcan, cerraré mis labios para que no repitan tus palabras, y volveré al lugar en que vive la sirena que amo. Caminaré de nuevo hacia el mar, hacia la bahía donde ella canta habitualmente y la llamaré, y le contaré el mal que he hecho a otros, y el mal que tú me has hecho a mí. Y su alma lo tentó, diciéndole: —¿Qué tan gran cosa es esa amada tuya, para que quieras volver con ella? Hay muchas mujeres en el mundo que son mucho más hermosas. Existen las bailarinas de Samaris, que bailan imitando a las aves y los animales, y llevan los pies teñidos de alheña, y cascabeles en las manos. Ellas ríen cuando bailan, y su risa es tan clara como la risa del agua. Ven conmigo y te las mostraré. Porque, ¿para qué te vas a preocupar de eso que tú crees que es pecado? ¿No fueron hechas para el goce las cosas sabrosas de comer? ¿Y acaso hay algún veneno en lo que es dulce de beber? No te perturbes más, y ven conmigo a otra ciudad. Muy cerca de aquí se encuentra una ciudad, donde hay un jardín de tulipanes poblado de pavos reales blancos y pavos reales de pecho azul. Cuando abren sus colas al sol son como discos de marfil y como discos de oro. Y la muchacha que los alimenta, baila con ellos, y algunas veces baila sobre sus manos y otras veces baila sobre sus pies. Y lleva los ojos pintados con antimonio, y las aletas de su nariz tienen el delicado molde de las alas de la golondrina. De una de ellas cuelga una flor tallada en una perla. Y ríe cuando baila y los aros de plata que lleva en los tobillos tintinean como campanitas. No te mortifiques más, y acompáñame a esa ciudad. El joven Pescador ya no le contestó a su alma; cerró sus labios con un sello de silencio, amarró sus manos con una cuerda, y emprendió el regreso hacia el lugar de donde había venido, hacia la bahía donde su amada cantaba. Aunque su alma lo tentó sin cesar durante todo el camino, el joven Pescador no respondió, ni quiso seguir ninguno de sus pérfidos consejos. Tan grande era la fuerza de su amor. Cuando por fin llegó a la orilla del mar, liberó sus manos de la cuerda, levantó de sus labios el sello de silencio y llamó a la sirenita. Pero esta vez ella no acudió a su llamada, a pesar de que él estuvo allí, implorando todo el día. Su alma se burlaba, ahora, y le decía: —Poca es la alegría que te produce tu amor. Eres como ese que, en tiempos de sequía, guarda su agua en un cántaro roto. Das lo que tienes y no recibes nada en cambio. Mejor será que te vengas conmigo, porque yo sé dónde está el valle de los Placeres, y las cosas que pasan allí. El joven Pescador siguió sin responder a su alma, y en una quebrada de la roca, se construyó una cabaña, y habitó allí todo un año. Cada mañana llamaba a la sirenita, y todas las tardes la volvía a llamar, y pasaba las noches repitiendo su nombre. Pero ella no salió del agua, jamás acudió a su encuentro, y tampoco pudo encontrarla en ningún lugar del mar, a pesar de que la buscó en las grutas y en el agua verde, en las charcas de la marea y en los pozos que hay en las profundidades. Y sin cesar, su alma le tentaba, susurrándole cosas terribles. Pero no consiguió vencerlo, tan grande era la fuerza de su amor. Y cuando pasó todo un año, pensó el alma: —He tentado a mi dueño con el mal, y su amor es más fuerte que yo. Ahora voy a tentarlo con el bien, y quizás venga conmigo. Habló entonces al joven Pescador diciéndole: —Te he referido los placeres del mundo, y no me has escuchado. Déjame ahora que te hable del dolor del mundo y acaso quieras oírme. Porque, en verdad, el dolor es el Rey del mundo, y no hay nadie que pueda escapar de sus redes. A unos les falta ropa, y otros no tienen pan. Hay viudas que se visten de púrpura, y hay viudas que se visten de harapos. A través de los pantanos caminan los leprosos, y son crueles unos con otros. De aquí para allá van los mendigos por los caminos, con sus bolsillos vacíos. Por las calles de las ciudades pasea el Hambre, y la Peste se estaciona en las puertas. Ven, vamos a remediar todo eso. ¿Para qué vas a quedarte aquí, llamando día y noche a tu amada, si ves que no viene nunca? ¿Qué tanto valor tiene ese amor tuyo para que le des tanta importancia? Nuevamente el joven Pescador no quiso contestarle; tan grande era la fuerza de su amor. Y siguió llamando a la sirenita cada mañana, y todas las tardes la volvía a llamar y pasaba las noches repitiendo su nombre. Sin embargo, ella nunca salió del agua para encontrarlo, ni tampoco pudo encontrarla en ningún lugar del mar, a pesar que la buscó en las corrientes, y en los valles que hay debajo de las olas; la buscó en el mar que al atardecer se tiñe de rojo, y en el mar que al amanecer se vuelve gris. Cuando el segundo año transcurrió, una noche su alma dijo al joven Pescador, mientras estaba sentado en la cabaña: —Te he tentado con el mal y te he tentado con el bien, pero tu amor es más fuerte que yo. No voy a volver a tentarte, pero te ruego que me dejes entrar en tu corazón, para ser de nuevo una sola contigo, como fuimos antes. —Por cierto que puedes entrar —dijo el joven Pescador—, porque en los días que vagaste por el mundo sin corazón, has tenido que sufrir mucho. —¡Ay! chilló el alma—. No hay sitio para mí en tu corazón, está repleto de amor. —Yo quisiera ayudarte —dijo el joven Pescador. En ese instante, un gran grito de duelo llegó del mar, como el grito que escuchan los hombres cuando muere un hijo del Mar. El joven Pescador se puso en pie de un salto, y corrió hacia la orilla. Las olas sombrías se precipitaron hacia la playa, trayendo una carga más blanca que la plata. Blanca como la espuma y semejante a una flor flotante sobre las olas empenachadas de negro. La marejada la arrancó de las olas, la espuma la arrancó de la marejada, la playa la recibió… y el joven Pescador vio tendido a sus pies el cuerpo de la sirenita. La sirenita estaba muerta a sus pies. Con el corazón deshecho de dolor, el joven pescador se echó sobre la arena, junto a la sirenita, y besó el rojo frío de su boca, y acarició el ámbar mojado de su cabellera. Se echó junto a la sirenita, llorando como el que tiembla de alegría y la estrechó contra su pecho. Estaban fríos sus labios, pero él los besó. Estaba salada la miel de su carne, pero él la saboreó con cruel alegría. Y habló con el cadáver. En las conchas de las orejas de la sirenita vertió el vino agrio de su historia. Puso las manos de ella alrededor de su cuello, y con sus dedos le acarició la garganta delicada. Amarga, amarga era su alegría, y lleno de una extraña plenitud era su dolor. El mar negro se acercaba hinchándose, y la blanca espuma gemía como un leproso. Con blancas manos de espuma el mar se aferraba a la playa. Y del palacio del Rey del Mar se escuchó de nuevo el grito de dolor, y a lo lejos en alta mar, los tritones soplaron roncamente sus caracolas. —Retírate— le advirtió su alma—, porque el mar se acerca cada vez más; si te demoras vas a morir. Retírate a un lugar seguro. ¿No querrás enviarme al otro mundo sin corazón? Pero el joven Pescador no la escuchaba. Llamaba a la sirenita, y le decía: —El amor es mejor que la sabiduría, y más precioso que las riquezas, y más bello que los pies de las hijas de los hombres. Al amor no lo consume el fuego, ni el agua puede apagarlo. Yo te llamaba al amanecer, y tú no acudiste a mi llamada. La luna oyó tu nombre, pero tú no escuchaste. Porque yo te había abandonado, y para daño mío vagué muy lejos de ti. Sin embargo, tu amor fue siempre conmigo a todas partes, y siempre fue poderoso, y nada prevaleció contra él, a pesar de que contemplé el mal y contemplé el bien. Y ahora que tú estás muerta, yo quiero también morir contigo. Su alma le suplicaba que se retirase pero él no quiso hacerlo; tan grande era su amor. Y el mar se acercó cada vez más y trató de cubrirlo con sus olas. Y cuando él supo que su muerte estaba próxima, besó con labios frenéticos los labios fríos de la sirenita, y su corazón se hizo pedazos. Y como la plenitud de su amor hizo estallar su corazón, el alma encontró una abertura, y por allí entró, y fue de nuevo una sola con el joven Pescador, tal como antes. Entonces las sombrías olas del mar cubrieron al joven Pescador. A la mañana siguiente, el sacerdote salió para bendecir el mar que había estado tormentoso, y con él venían los monjes y los músicos, y los acólitos llevando cirios, y una gran muchedumbre. Cuando alcanzaron la orilla, el sacerdote vio al joven Pescador, ahogado sobre la playa con el cuerpo de la sirenita estrechamente abrazado. Y retrocedió frunciendo el ceño; y después de hacer la señal de la cruz anunció con resentimiento: —¡No bendeciré al mar, ni a nada de lo que encierra! ¡Malditos sean los hijos del Mar, y malditos los que tienen relaciones con ellos! Y en cuánto a este joven Pescador, que por causa del amor olvidó a su Dios, y yace así, fulminado por el juicio de Dios, tomen su cuerpo y el cuerpo de su amante impía, y entiérrenlos al final del Campo de los Retamos, y no pongan encima marca ni señal alguna, para que nadie sepa el lugar donde descansan, porque fueron malditos en vida, y malditos son también en la eternidad de la muerte. La gente le obedeció, y al final del Campo de los Retamos, en un sitio donde no crecía hierba, cavaron un profundo foso, y allí depositaron los cadáveres. Cuando hubo pasado el tercer año, llegado que fue el día de la gran fiesta, subió el cura a la parroquia, para mostrarle al puerto las llagas del Señor, y hablar de la cólera divina. Después de vestirse con sus paramentos sacerdotales, cuando entró y se inclinó ante el altar, vio que estaba todo cubierto de extrañas flores fragantes, que jamás había visto anteriormente. Eran muy singulares, y su rara belleza le turbó, y el aroma fue dulce para su olfato, sugerente de nostalgias que jamás se cuajarían en recuerdos. Y se sintió alegre, sin saber por qué estaba alegre. Después de abrir el tabernáculo y de incensar la custodia que había dentro, y demostrar la Santa Forma al pueblo, y de esconderla otra vez detrás del velo de los velos, comenzó hablar al pueblo. Se había propuesto hablarles de la cólera divina. Pero la belleza de las flores blancas lo turbaba, y su perfume era tan grato a su olfato, y otras palabras comenzaron a brotar de sus labios. Así no habló de la ira de Dios, sino del Amor de Dios. ¿Y por qué hablaba así? No lo sabía. Al término de su prédica la gente lloraba, y el propio cura volvió a la sacristía con los ojos llenos de lágrimas. Y los diáconos vinieron a despojarle de sus paramentos, le quitaron el alba y el cíngulo, el manípulo y la estola, mas el sacerdote seguía inmóvil como en sueños. Cuando lo hubieron desvestido, miró a los diáconos y dijo: —¿Qué flores son esas que hay en el altar, y de dónde provienen? Y ellos le contestaron: —Qué flores son no podemos decirlo; pero provienen del final del Campo de los Retamos. Entonces el cura se estremeció, atravesado de recuerdos, y volviendo a su casa se puso en oración. Al amanecer del siguiente día, salió con los monjes y los músicos, y los portadores de cirios; y los acólitos, y una gran muchedumbre. Fue caminando hasta la orilla del mar y bendijo al mar, y a todos los seres que viven en él. A los faunos también los bendijo, y a las pequeñas criaturas que danzan en la selva, y a las criaturas de ojos brillantes que espían a través del follaje. A todos los seres del mundo de Dios los bendijo estremeciéndose de amor, y el pueblo estaba lleno de júbilo y asombro. Sin embargo, desde entonces, nunca más volvieron a crecer flores en aquel rincón de los Campo de los Retamos, que volvió a quedar tan desierto como lo había sido. Tampoco volvieron a entrar los hijos del Mar en la bahía, como acostumbraban a hacerlo, porque se fueron a otro lugar del limpio océano. *FIN*
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
El ruiseñor y la rosa
Cuento
En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. Por todo lo cual era muy admirada. -Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Pero no es tan útil -añadió, temiendo que lo tomaran por un hombre poco práctico. Y realmente no lo era. -¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito. -Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa. -Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas. -¿En qué lo conocen -replicaba el profesor de matemáticas- si no han visto uno nunca? -¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños. Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar. Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle. -¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos. Y el Junco le hizo un profundo saludo. Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata. Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano. -Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia. Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos. Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. Una vez que se fueron sus amigas, sintiose muy sola y empezó a cansarse de su amante. -No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa. Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias. -Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo. -¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco. Pero el Junco negó con la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar. -¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós! Y la Golondrina se fue. Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad. -¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme. Entonces divisó la estatua sobre la columnita. -Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco. Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz. -Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo. Y se dispuso a dormir. Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua. -¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo. Entonces cayó una nueva gota. -¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea. Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota. La Golondrina miró hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio! Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro. Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintiose llena de piedad. -¿Quién eres? -dijo. -Soy el Príncipe Feliz. -Entonces, ¿por qué lloriqueas de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me has empapado casi. -Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar. «¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas. -Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover. -Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del gran rey. El mismo rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas. -Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre! -No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto. Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada. -Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera. -Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe. Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad. Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio. -¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor! -Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras! Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre se había quedado dormida de cansancio. La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño. -¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor. Y cayó en un delicioso sueño. Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho. -Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor; sin embargo, hace mucho frío. Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía. Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño. -¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno! Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!… -Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina. Y solo de pensarlo se ponía muy alegre. Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas partes adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros: -¡Qué extranjera más distinguida! Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz. -¿Tienes algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha. -Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo? -Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata. -Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre lo ha rendido. -Me quedaré otra noche contigo -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí? -¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra. -Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso. Y se puso a llorar. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido. Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas. -Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra. Y parecía completamente feliz. Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos. -¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente. -¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina. Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz. -He venido para decirte adiós -le dijo. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más? -Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejarte, pero no te olvidaré nunca y la primavera próxima te traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que diste. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano. -Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de fósforos. Se le han caído los fósforos al arroyo, estropeándose todos. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará. -Pasaré otra noche contigo -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancarte el ojo porque entonces te quedarás ciego del todo. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo. Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano. -¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe. -Ahora estás ciego. Por eso me quedaré contigo para siempre. -No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto. -Me quedaré contigo para siempre -dijo la Golondrina. Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas. -Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas. Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras. Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse. -¡Qué hambre tenemos! -decían. -¡No se puede estar acostado aquí! -les gritó un guardia. Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto. -Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices. Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle. -¡Ya tenemos pan! -gritaban. Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían. Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo. La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: lo amaba demasiado para hacerlo. Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando este no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas. Pero, al fin, sintió que se iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe. -¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permíteme que te bese la mano. -Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo. -No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad? Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies. En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacía un frío terrible. A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua. -¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso se ve el Príncipe Feliz! -¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde. Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua. -El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde-. En resumidas cuentas, parece un pordiosero. -¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales. -Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí. Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea. Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz. -¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la universidad. Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal. -Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo. -O la mía -dijo cada uno de los concejales. Y acabaron disputando. -¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho. Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta. -Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto. -Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
La Casa del Juicio
Cuento
Cuando murió Narciso las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarlo. -¡Oh! -les respondió el río- aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo lo amaba. -¡Oh! -prosiguieron las flores de los campos- ¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso. -¿Era hermoso? -preguntó el río. -¿Y quién mejor que tú para saberlo? -dijeron las flores-. Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza… -Si yo lo amaba -respondió el río- es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
La esfinge sin secreto
Cuento
-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado. -¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante. Y sus bellos ojos se llenaron de llanto. -¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja. -He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente. -El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón. -He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro. -Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle. Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba. -¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada. -Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol. -Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue. -Llora por una rosa roja. -¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería! Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas. Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor. De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín. En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita. -Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el rosal meneó la cabeza. -Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres. Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol. -Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el rosal meneó la cabeza. -Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres. Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante. -Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el arbusto meneó la cabeza. -Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año. -No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga? -Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo. -Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso. -Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía. -La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre? Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque. El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos. -Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso. El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros. Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas. -Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas! Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina. Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz. “El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!” Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada. Al poco rato se quedo dormido. Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas. Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche. Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho. Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción. Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora. La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago. Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. -Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen. Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida. Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa. Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. -Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor. Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba. Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón. Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos. Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta. Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo. La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba. El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos. El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar. -Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa. Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas. A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera. -¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado. E inclinándose, la cogió. Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa. La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies. -Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero. Pero la joven frunció las cejas. -Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores. -¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera. Y tiró la rosa al arroyo. Un pesado carro la aplastó. -¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán. Y levantándose de su silla, se metió en su casa. “¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica.” Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer. “The Nightingale and the Rose”, The Happy Prince and Other Tales, 1888
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
La piel de naranja
Cuento
Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el Hombre compareció desnudo ante Dios. Y Dios abrió el Libro de la Vida del Hombre. Y Dios dijo al Hombre: -Tu vida ha sido mala y te has mostrado cruel con los que necesitaban socorro, y con los que carecían de apoyo has sido cruel y duro de corazón. El pobre te llamó y tú no lo oíste y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste, para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me alababan, los perseguiste por los caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con la que te formé, vertiste sangre inocente. Y el Hombre respondió y dijo: -Si, eso hice. Y Dios abrió de nuevo el Libro de la Vida del Hombre. Y Dios dijo al Hombre: -Tu vida ha sido mala y has ocultado la belleza que mostré, y el bien que yo he escondido lo olvidaste. Las paredes de tus habitaciones estaban pintadas con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de las flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo padecí, y comiste lo que no se debe comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada con los tres signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste hasta la tierra ante ellos, y los tronos de tus ídolos se han elevado hasta el sol. Has mostrado al sol tu vergüenza, y a la luna tu demencia. Y el Hombre contestó, y dijo: -Sí, eso hice también. Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la Vida de Hombre. Y Dios dijo al Hombre: -Tu vida ha sido mala y has pagado el bien con el mal, y con la impostura la bondad. Has herido las manos que te alimentaron y has despreciado los senos que te amamantaron. El que vino a ti con agua se marchó sediento, y a los hombres fuera de la ley que te escondieron de noche en sus tiendas los traicionaste antes del alba. Tendiste una emboscada a tu enemigo que te había perdonado, y al amigo que caminaba en tu compañía lo vendiste por dinero, y a los que te trajeron amor les diste en pago lujuria. Y el Hombre respondió: -Si, eso hice también. Y Dios cerró el Libro de la Vida del Hombre y dijo: -En verdad, debía enviarte al infierno. Sí, al infierno debo enviarte. Y el Hombre gritó: -No puedes. Y Dios dijo al Hombre: -¿Por qué no puedo enviarte al infierno? ¿Por qué razón? -Porque he vivido siempre en el infierno -respondió el Hombre. Y el silencio reinó en la Casa del Juicio. Y al cabo de un momento. Dios habló y dijo al Hombre. -Ya que no puedo enviarte al infierno, te enviaré al Cielo. Sí, al cielo te enviaré. Y el Hombre clamó: -No puedes. Y Dios dijo al Hombre: -¿Por qué no puedo enviarte al Cielo? ¿Por qué razón? -Porque jamás y en parte alguna he podido imaginarme el Cielo -replicó el Hombre. Y el silencio reinó en la Casa del Juicio. FIN
Wilde, Oscar
Irlanda
1854-1900
Pluma, lápiz y veneno
Cuento
Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado. -No comprendo suficientemente bien a las mujeres -respondió. -Mi querido Gerald -dije-, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas. -Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar -replicó. -Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de qué se trata? -Vamos a dar una vuelta en coche -contestó-, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color… Mira, aquel verde oscuro servirá. Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine. -¿Dónde vamos? -quise saber. -¡Oh, donde tú quieras! -repuso-. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida. -Me gustaría que tú lo hicieras antes -dije-. Cuéntame tu misterio. Lord Murchison sacó de su bolsillo una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un extraño atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo suelto. Parecía una clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles. -¿Qué opinas de ese rostro? -inquirió-. ¿Lo crees sincero? Lo examiné detenidamente. Tuve la sensación de que era el rostro de alguien que guardaba un secreto, aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza moldeada a fuerza de misterios… una belleza psicológica, en realidad, no plástica… y el atisbo de sonrisa que rondaba sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce. -Bueno -exclamó impaciente-, ¿qué me dices? -Es la Gioconda envuelta en martas cibelinas -respondí-. Cuéntame todo sobre ella. -Ahora no, después de la cena -replicó, antes de empezar a hablar de otras cosas. Cuando el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces de un lado a otro la estancia y, desplomándose en un sofá, me contó la siguiente historia: -Una tarde -dijo-, estaba paseando por la Calle Bond alrededor de las cinco. Había una gran aglomeración de carruajes, y éstos estaban casi parados. Cerca de la acera, había un pequeño coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta tarde. Me fascinó al instante. Estuve toda la noche obsesionado con él, y todo el día siguiente. Caminé arriba y abajo por esa maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperando la llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a ma belle inconnue y empecé a pensar que se trataba de un sueño. Aproximadamente una semana después, tenía una cena en casa de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, media hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado buscando. Entró muy despacio, como un rayo de luna vestido de encaje gris y, para mi inmenso placer, me pidieron que la acompañase al comedor. »-Creo que la vi en la Calle Bond hace unos días, lady Alroy -exclamé con la mayor inocencia cuando nos hubimos sentado. »Se puso muy pálida y me dijo quedamente: »-No hable tan alto, por favor; pueden oírlo. »Me sentí muy desdichado por haber empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en el asunto del teatro francés. Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musical, y parecía tener miedo de que alguien la escuchara. Me enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba despertó mi más ferviente curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco después de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella pareció vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había alguien cerca de nosotros, y luego repuso: »-Sí, mañana a las cinco menos cuarto. »Pedí a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo único que logré saber fue que era una viuda con una casa preciosa en Park Lane; y como algún aburrido científico empezó a disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de los más capacitados para la vida matrimonial, me despedí y regresé a casa. »Al día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntualidad, pero el mayordomo me comunicó que lady Alroy acababa de marcharse. Me dirigí al club bastante apesadumbrado y totalmente perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento, le escribí una carta pidiéndole permiso para intentar visitarla cualquier otra tarde. No recibí ninguna respuesta en varios días, pero finalmente llegó una pequeña nota diciendo que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria postdata: “Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se lo explicaré cuando le vea”. El domingo me recibió y no pudo estar más encantadora; pero, cuando iba a marcharme, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo, dirigiera mi carta “a la atención de la señora Knox, Biblioteca Whittaker, Calle Green”. »-Existen razones -dijo- que no me permiten recibir cartas en mi propia casa. »Durante toda aquella temporada, la vi con asiduidad, Y jamás la abandonó aquel aire de misterio. A veces se me ocurría pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para mí llegar a alguna conclusión, pues era como uno de esos extraños cristales que se ven en los museos, y que tan pronto son transparentes como opacos. Al final decidí pedirle que se casara conmigo: estaba harto del constante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las escasas cartas que le enviaba. Le escribí a la biblioteca para preguntarle si podía reunirse conmigo el lunes siguiente a las seis. Me respondió que sí, y yo me sentí en el séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces -por efecto de él, comprendo ahora-. No; era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino? -Entonces, ¿lo descubriste? -exclamé. -Eso me temo -repuso-. Puedes juzgar por ti mismo. »El lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a Marylebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar, atravesé un montón de viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy, completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en ella. “He aquí el misterio”, pensé; y me acerqué presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno de esos lugares que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el umbral. Lo recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo que debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía el menor derecho a espiarla y me dirigí en carruaje al club. A las seis aparecí en su casa. Se hallaba recostada en un sofá, con un elegante vestido de tisú plateado sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy hermosa. »-No sabe cuánto me alegro de verlo -dijo-; no he salido en todo el día »La miré sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué. »-Se le cayó esta tarde en la Calle Cummor, lady Alroy -señalé sin inmutarme. »Me miró horrorizada, pero no hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo. »-¿Qué estaba haciendo allí? -inquirí. »-¿Y qué derecho tiene usted a preguntármelo? -exclamó ella. »-El derecho de un hombre que la quiere -contesté-; he venido para pedirle que sea mi mujer. »Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de lágrimas. »-Debe contármelo -proseguí. »Ella se puso en pie y, mirándome a la cara, respondió: »-Lord Murchison, no tengo nada que contarle. »-Fue usted a reunirse con alguien -afirmé-; ése es su misterio. »Lady Alroy adquirió una palidez cadavérica y dijo: »-No fui a reunirme con nadie. »-¿Acaso no puede decir la verdad? -exclamé. »-Ya se la he dicho -repuso. »Yo estaba furibundo, enloquecido; no recuerdo mis palabras, pero la acusé de cosas terribles. Finalmente, me precipité fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville. Regresé un mes más tarde y lo primero que leí en el Morning Post fue la muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la ópera, y había muerto de una congestión pulmonar a los cinco días. Me encerré en casa y no quise ver a nadie. La había querido demasiado, la había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto había amado a esa mujer! -¿Y nunca fuiste a aquella casa? -le interrumpí. -Sí -replicó. »Un día me dirigí a la Calle Cummor. No pude evitarlo; me torturaba la duda. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aire respetable. Le pregunté si tenía alguna habitación para alquilar. »-Verá, señor -contestó-, en teoría los salones están alquilados; pero, como hace tres meses que la señora no viene y que nadie paga la renta, puede usted quedarse con ellos. »-¿Es ésta su inquilina? -quise saber, mostrándole la foto. »-Sin duda alguna -exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor? »-La señora ha fallecido -repuse. »-¡Oh, señor, espero que no sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi mejor inquilina. Me pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando. »-¿Se reunía con alguien? -le pregunté. »Pero la mujer me aseguró que no, que siempre llegaba sola y jamás veía a nadie. »-¿Y qué diablos hacía? -inquirí. »-Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el té -respondió ella. »No supe qué contestarle, así que le di una libra y me marché. -Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía la verdad? -Pues claro que lo pienso. -Entonces, ¿por qué acudía allí lady Alroy? -Mi querido Oswald -replicó-, lady Alroy era simplemente una mujer obsesionada con el misterio. Alquiló esas habitaciones por el placer de ir allí tapada con su velo, imaginando que era la heroína de una novela. Le encantaban los secretos, pero no era más que una esfinge sin secreto. -¿De veras lo crees? -Estoy convencido. Sacó la cajita de tafilete, la abrió y contempló la fotografía. -Sigo teniendo mis dudas -exclamó finalmente. FIN
Williams, Tennessee
Estados Unidos
1911-1983
Algo de Tolstói
Cuento
I Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas. En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos. Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos. Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa-Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa-Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia. Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas. Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela. Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas. Y, cosa rara: la tía y el sobrino no parecían entenderse más que para los paseos y durante ellos, pues en casa o en la calle se mantenían en esa cortesía un poco agresiva que es frecuente entre la mujer joven de un tío viejo y el sobrino que ha de heredar de ese tío. Meredith, a quien hice observar el contraste de las dos actitudes que notaba entre ellos, me contestó con una franqueza llena de buen humor: -Mi querido amigo, como usted dice muy bien, no quiero a mi tía. Su presencia al lado de mi tutor me irrita y me importuna. Lady Marcela odia cordialmente a su sobrino: mis visitas a su marido la molestan. Pero cuando salimos al campo no somos más que dos camaradas a quienes agrada el paseo, los árboles hermosos, la brisa fresca, el aire puro de las alturas y las flores silvestres. Lady Marcela tiene veintiún años y un espíritu inquieto. Yo le llevo muy pocos años, y dicen que no soy tonto. En una palabra: que no pensamos más que en divertirnos y en gozar de la vida durante nuestro paseo; libres, eso sí, de adoptar otra vez nuestras actitudes de hostilidad cortés al regresar a casa. Le repliqué que yo no acertaba a comprender por qué la amiga en el campo no podía serlo en casa, y que su sicología me parecía muy sutil. -No he dicho «amiga» -me respondió-, he dicho «camarada», lo cual es muy distinto. No hay amistad posible entre la mujer de mi tío y yo; la camaradería a nada compromete. Cuando me dedico a escudriñar mi «yo» de entonces, pienso que quizá en el fondo estaba yo lo bastante enamorado de lady Marcela para encontrar admirable que Meredith la considerase tan fríamente: Este sentimiento, del que yo no me daba cuenta, era quizá lo que me detenía en mis anteriores pensamientos sobre Ángela. Un domingo -hacía un poco más de tres meses que frecuentaba la morada hospitalaria de lord William, y era el 14 de junio de 1880- almorzábamos los cuatro en el comedorcito Renacimiento. Estábamos en los postres, y lady Marcela hizo servir los vinos, según la moda inglesa. De ordinario seguía en la mesa, procurando impedir que lord William, que era algo aficionado, bebiera demasiado jerez o demasiado Corton. Pero aquel día me pareció sumida en una profunda distracción. Como yo siempre he sido muy poco bebedor, dejé a los dos ingleses que se despachasen a su gusto, y me dediqué a observar a mi vecina. Jugueteaba con la piel de la naranja que acababa de saborear, gajo a gajo. Primero, con el cuchillo de la fruta la cortó en largas tiras; después subdividió cada tira en pequeños rombos, y, por último, reunió los pequeños rombos en un montoncito en medio de su plato. Y entonces, como interesándose de pronto en la conversación de su marido, interrumpió con dos o tres breves observaciones el relato que él hacía de un viaje por los mares de China. Luego, cogió otra vez su cuchillo, lo alzó un momento sobre su plato, y se enfrascó en la ejecución de un dibujo de adorno complicadísimo, colocando los pequeños rombos alrededor y en el fondo del plato. Hecho lo cual, me dirigió algunas preguntas banales sobre la comedia de moda, como desinteresándose de su trabajo de arabescos, cogió el cuchillo, con aire indiferente, y con un leve gesto decidido empujó otra vez los rombos al centro del plato. Y la maniobra del cuchillo comenzó de nuevo, y ahora alineó dos rombos tan solo. Durante un instante, el cuchillo descansó sobre el plato, encima de los dos, para tomar en seguida la posición vertical. Y entonces, bruscamente, lady Marcela desordenó los pedazos de piel de naranja y los volvió a amontonar. El juego había concluido. Lord William proseguía el interminable relato de sus riñas con lord Elgin. Meredith, indiferente en apariencia, bebía poco a poco su jerez. Autorizado por un gesto de la dama, encendí una «niña»1. No cabía duda; el juego de la piel de naranja era un sistema organizado de correspondencia, y esta correspondencia no podía dirigirse sino a Meredith. Pero ¿con qué objeto, puesto que en el campo tenían ocasión de hablarse sin miedo a los indiscretos? Entre una bocanada de humo de mi cigarro, me decidí a lanzar un vistazo sobre lady Marcela. Su mirada dominante no se apartaba de Meredith, como si esperase una respuesta. -El jerez de ustedes es excelente, tío; pero un andarín como yo no debe abusar. Quisiera que llegáramos hoy lo más cerca posible de Vaucresson. ¿Qué dicen a esto sus piernas? -Dicen, hijo mío, que tienen necesidad del brazo de tu amigo el doctor. -A su disposición, lord William. -Bueno: pues en ese caso, preparémonos a salir. Milady, procure no tardar más de una hora en su toilette -añadió lord William con tono malicioso. Y partimos como de costumbre. Pero noté que la tía y el sobrino, no bien tomaron la delantera, tuvieron un vivo altercado, durante el cual lady Marcela multiplicaba sus gestos imperativos, en tanto que Meredith parecía replicar con negativas. II Después de un paseo de tres horas regresamos lord William y yo a Villa-Avray, pero no se nos unieron Meredith y lady Babington. Se habrían entretenido seguramente bebiendo un refresco en algún tenducho campesino, y, sin preocuparnos por aquellos andarines intrépidos, lord William, que cuidaba sus achaques de viejo siguiendo unos procedimientos especiales, se hizo servir un bitter. Serían las seis y media cuando una especie de carromato se detuvo frente a la terraza. Lady Marcela saltó de él con ligereza de pájaro. -Venga usted en seguida -me gritó- a socorrer al pobre Meredith, que se ha torcido un pie. ¡Háganse cuenta de que han perdido el tren de medianoche! Son ustedes prisioneros nuestros hasta mañana, en que buscaremos un medio de transportar a Meredith a su casa. Voy a preparar su habitación, en la que también tendrá usted que dormir, doctor, porque no hay otra. Y lady Marcela se precipitó hacia la escalera. Con ayuda de los criados, llevé a Meredith al diván oriental, cerca del piano. Se negó a ir más lejos, diciendo que ya era bastante sufrir sin aburrirse. Le subirían cuando fuese hora de acostarse, pero deseaba, ya que no cenar, por lo menos asistir a la comida. Lo único que me permitió fue que le reconociese el pie. Lo tenía, quizá, un poco hinchado por una caminata excesiva, pero no vi nada de alarmante, nada que revelase claramente la causa de los dolores de que se quejaba. -No es una torcedura -afirmé-. Si acaso, un intenso calambre. ¿Se han vuelto damiselas los estudiantes de Eton, cuando se ponen a dieta por tan poca cosa? Va usted a comer, Meredith, y, como deseo, con buen apetito. Lady Marcela apareció en el salón, apenas convencí a Meredith de que sustituyese sus botas finas por unas zapatillas gruesas. Parecía muy alegre milady, y más reidora y revoltosa que nunca; por lo menos, en apariencia, se preocupaba muy poco de Meredith. Terminada la cena, durante la cual lord William no dejó de mandar traer champaña para brindar por la curación de su sobrino, el rival de lord Elgin se durmió en su sillón, mientras lady Marcela, sentada al piano, ejecutaba polonesas y berceuses de Chopin, su maestro favorito. Meredith fumaba en silencio. Acodado en el Pleyel, volvía yo las hojas, cambiando una palabra, de cuando en cuando, con la pianista. A eso de las once, lord William se despertó, dando la señal de retirada. Subimos a Meredith al segundo piso, alumbrados por lady Marcela, que me aconsejó, en vista de que nuestra habitación no tenía timbre, que diese en el suelo si Meredith necesitaba algo. -Mi habitación cae precisamente debajo de èsta, y ya avisaré yo a los criados, porque, desgraciadamente, Juana, mi doncella, que duerme de costumbre en mi tocador, está fuera, con permiso, hasta mañana por la noche. Ayudé a Meredith a acostarse, y una vez apagadas las luces, no tardé en dormirme. Cuando me desperté hacía una noche negra y sin luna. Encendí una cerilla para ver el reloj. Eran las dos y cuarto. Iba a soplar la cerilla cuando, al no oír la respiración de Meredith, volví casi maquinalmente la cabeza hacia su cama. Estaba vacía. «He aquí -pensé- la explicación de esta extraña torcedura. ¡El amigo Meredith es un buen cómico, y lady Marcela, con sus rombos de piel de naranja, que me han intrigado tanto, le señalaba, sencillamente, la hora del amor! Y después de esto vaya usted a creer en la virtud de las tías carnales y en el juramento de los sobrinos: “Yo no quiero a mi tía, y ella me odia cordialmente.” No habría necesidad de ir muy lejos para tener prueba de ello, si tuviera yo, como el Diablo Cojuelo, la facultad de levantar los tejados de las casas y los techos de las habitaciones. Y, sin embargo, lord William duerme con el sueño de los justos; es natural. Aunque no lo sea que ese anciano de sesenta y cinco años necesite casarse con una mujer de veinte… En fin: si mi amigo diese esta noche un heredero a su tío, a este le haría poquísima gracia. Doctor, amigo mío, todos los hombres están locos. Tú mismo divagas. ¿No estás en la cama para dormir y no para filosofar? Pues, entonces, duerme sin preocuparte de las vicisitudes de las vidas de otros.» Pero estos hermosos razonamientos no me trajeron el sueño, y solo al amanecer conseguí, al fin, dormirme… III Me despertó un grito de llamada al que respondió una exclamación angustiosa de Meredith, que se precipitó hacia la escalera: No bien me hallé en estado de presentarme decentemente, le seguí. -¿Qué sucede? -pregunté a una criada que encontré en el rellano del primer piso. -Lord Babington -me dijo- ha muerto o está moribundo. Palidecí atrozmente. Instantáneamente pensé en el cuchillo colocado en el plato, sobre los dos rombos de piel de naranja. La voz de Meredith, una voz rota, me llamaba desde la alcoba abierta. Entré. Lady Marcela, pálida y angustiosa, lloraba al pie del lecho. Meredith, con un ademán, me señaló el cadáver. Me acerqué. Como me lo reveló la primera mirada, lord William había dejado de existir. En un rápido examen intenté encontrar las causas del fallecimiento. Dejando aparte dudas o preocupaciones que yo tuviera por los sucesos de aquella noche, nada significativo permitía sospechar que la muerte no fuese natural: era una rotura de aneurisma, indiscutible, al parecer. La caminata, irresistible para las fuerzas del enfermo, sus abusos habituales de bebidas alcohólicas y sus excesos del día anterior podían explicar sin duda el accidente. Me estremecí. ¡Era tan buen cómico y tan gran químico Meredith! Sentí un peso menos sobre mi corazón. Después de todo, el médico forense se las arreglaría como pudiese. Lo que yo sabía -y que en el fondo eran suposiciones y no ciencia- no tenía nada que ver allí. El colega que Meredith había hecho llamar comprobaría las causas «comprobables» del fallecimiento, y la justicia humana quedaría satisfecha. Si había algo más… las conciencias de Meredith y de Marcela eran las únicas a responder… Por otra parte, ¿había algo más? ¿Un amorío, una cita? Conformes. ¿Un crimen? Si lo hubiera sostenido, todo el mundo me habría tomado por loco. Me habrían dicho que había bebido demasiado champaña la noche anterior con lord William, y que si los resultados de esas libaciones desmedidas fueron menos funestos para mí que para el viejo, no era eso razón para turbar con mis sueños más o menos discretos la quietud de Villa-Avray. Me tragué mis dudas y no dije una palabra. IV Salió Meredith para Inglaterra inmediatamente después de celebrado el entierro de su tío. Lady Marcela se retiró a Borgoña, a casa de unos parientes lejanos, y no volví a oír hablar de ellos lo menos en un año. Por esa época supe, por una invitación banal, que Meredith se casaba con la tía a quien odiaba, según él, y más adelante me enteré de que no había cuidado que el título de lord pasase a otras ramas colaterales, porque, según la frase de ritual, el Cielo bendijo felizmente varias veces su matrimonio. En diversas ocasiones recibí de mi antiguo amigo invitaciones para que lo visitase en Inverness, pero las circunstancias me retenían, contra mi gusto, en París, y lo siento, porque hubiese aclarado en su intimidad si él y lady Marcela encarnaban la felicidad en el crimen, o la felicidad en el amor. ¿Quién sabe?2 ¡Juzgamos tan a la ligera y con tanta malignidad nosotros los escépticos endurecidos! -terminó el doctor, sacudiendo la ceniza de su habano. FIN 1. En español en el original2. En español en el original “The Orange Peel”
Williams, Tennessee
Estados Unidos
1911-1983
El ángel del ático
Cuento
Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad. Este hombre destacable, tan poderoso con “pluma, lápiz y veneno”, como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray’s Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino “un caballero que comerciaba en libros”, el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman’s Magazine nos habla de su “amable disposición y numerosos méritos” y agrega algo extrañamente que “se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente”. Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth. Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus biógrafos- “casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita”. Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella en varias compañías. Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: “Señor, ustedes, hombres de la Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!”. Cuando un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: “Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos”. Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con “pluma, lápiz y veneno”. Ser inspirador para la ficción es mucho más importante que una simple realidad. FIN
Williams, Tennessee
Estados Unidos
1911-1983
La habitación a oscuras
Cuento
Estaba cansado y me sentía fracasado: el sitio parecía un agujero silencioso en el que una persona podría ocultarse de un mundo que parecía totalmente en contra de ella; y finalmente, Brodzki quiso que su hijo fuera a la universidad; esos fueron los motivos por los que me convertí en empleado de la librería. La mañana que llegué al trabajo había recorrido las calles durante varias horas con aire atolondrado. En el escaparate de la librería aquel cartel primorosamente escrito, SE NECESITA EMPLEADO, atrajo mi atención. Entré y encontré al propietario, un hombre lúgubre de aspecto judío, al fondo de la tienda, sentado detrás de una mesa de despacho enorme con libros amontonados encima. Me miró de modo penetrante. Lo que le indujo a contratarme me resulta difícil de imaginar. Yo tenía la cara demacrada y el cuerpo consumido debido al insomnio, difícilmente podría haber ofrecido un aspecto muy atractivo. Quizá algo mío le hizo saber el hecho de que yo trabajaría con aplicación y fidelidad a cambio de solo la tranquila y sombría seguridad que su pequeña librería me podía ofrecer. En todo caso, conseguí el trabajo y lo encontré muy parecido a lo que quería. Mi vida era gris, pero su grisura quedó compensada, si era compensación lo que necesitaba, con la fortuna de ser testigo de un drama que no era menos intenso, estoy seguro, que cualquiera de los contenidos en los miles de volúmenes que atestaban las polvorientas estanterías de la librería. En aquella época el hijo de Brodzki tenía dieciocho años. Era del tipo de jóvenes judíos rusos espirituales, místicos, de cuerpo escuálido, piel oscura, rasgos delicados, proporcionados. Nunca le llegué a conocer bien. Nadie lo hizo, pues era huidizo como un animalillo salvaje; el tipo de persona a la que le es completamente imposible acercarse a cualquier distancia socialmente aceptable. Este relato es sobre él; su padre murió a los dos meses de darme el empleo. El joven Brodzki estaba tremendamente enamorado, y la chica no era judía. Por eso el viejo señor Brodzki quería que el chico fuera a la universidad. Como la mayoría de los otros judíos de su generación, se oponía desesperadamente al matrimonio de su hijo con una cristiana, y parecía que los dos, si los dejaban en paz, derivarían inevitablemente hacia el matrimonio. El chico estaba con ella todo el tiempo. Nunca estaba con nadie más. Se habían criado juntos; jugado toda su infancia en la misma escalera de incendios trasera; crecieron, se podría decir, el uno para el otro. No eran completamente semejantes. Existían, claro, las habituales diferencias raciales; la diferencia de la sangre gala con la sangre hebrea, que casi es la diferencia entre el sol y la luna. Pero había más que eso. Había una absoluta antítesis de temperamentos. Él era, como he dicho, tímido, espiritual y místico; ella era algo así como una fuerza salvaje; llena de vitalidad animal, de vida y entusiasmo. A pesar de eso, se querían enormemente desde la infancia. Él había estado solo, supongo, y ella había estado desatendida. Cuando la vi por primera vez era una chica de aspecto encantador. Su cuerpo parecía una expresión perfecta de su espíritu. Despedía luz y calor. Pero lo más encantador de todo lo suyo era la voz. A menudo, por las tardes, ella le cantaba, y con tal encanto irresistible que yo nunca podía dejar de escucharla, cualquiera que fuesen mis ocupaciones o pensamientos. Poco después de que yo hubiera reemplazado al joven Brodzki como empleado de su padre y al chico lo mandasen a la universidad, el anciano enfermó. La señora Brodzki mandó rápidamente por su hijo, pero antes de que este hubiese tenido tiempo de volver las velas del candelabro de los siete brazos estaban encendidas, y se entonaban cantos mortuorios en la casa de la familia de encima de la librería. La señora Brodzki no sería tan enérgica como lo había sido su marido. El chico se negó a volver a la universidad, y en menos de un mes él y la chica estaban casados y vivían juntos en las habitaciones del piso alto. Entonces empezó el trágico drama del que, durante quince años, fui espectador. El conflicto entre sus caracteres fue de inmediato tan evidente como lo había sido la devoción del uno por el otro. La chica nunca había tenido nada. Probablemente durante su infancia muchas veces había necesitado comida y ropas adecuadas. Habría quedado satisfecha, pensaría uno, con su posición como esposa del dueño de una librería que iba bastante bien. Pero ella era una cosilla excesivamente enérgica y ambiciosa. Quería más, mucho más, de lo que le podía proporcionar la modesta librería. Empezó a animar a su marido para que la vendiera y se dedicara a un negocio más lucrativo. No conseguía ver lo imposible que sería eso. Desde que le conocía podía ver que aquel muchacho soñador no encajaría en ningún sitio mejor que una librería. Él, sin embargo, lo veía con claridad. El cambio era algo a lo que temía. Adoraba la sombría oscuridad de aquella pequeña librería; la adoraba tan apasionadamente como la había adorado yo. Por eso fue, aunque él no fuera amistoso, por lo que llegamos a sentir una intensa simpatía el uno por el otro. Aborrecíamos del mismo modo las calles ruidosas que empezaban al otro lado de la puerta de la librería. La chica andaba detrás de él incesantemente; no le dejaba en paz; concentraba toda su inmensa energía en la lucha con él. Pero el chico encontró en la herencia de su raza la energía para resistírsele. Y lo que sucedió casi al cabo de un año fue esto. Por lo que fuera, ella conoció a un agente de teatro de variedades. El tipo apreció los encantos de su voz y habló a la chica de las posibilidades que tendría en el mundo teatral. Le dijo muchas cosas, supongo, y al final dejó tan completamente fascinada a la chica con las expectativas, que ella decidió abandonar a su marido. Supongo que yo no tenía lo bastante claro el modo en que el joven amaba a su mujer. Era más que la habitual relación de dependencia propia de los judíos. Su amor por ella era la esencia de su vida. Había un enorme peligro en aquel amor. Cuando se pierde la amada, se pierde la vida. Esta se hace trizas. Y eso fue lo que le pasó a la vida del joven Brodzki cuando su mujer se marchó con la compañía de variedades. Debería describir el modo en que ella le dejó. Una mañana, después de haber hablado, supongo, con el agente de teatro de variedades, ella irrumpió en la librería y llamó a su marido, que estaba desembalando un nuevo envío de libros. La chica tenía una nota histérica, frenética, en la voz, y se apretaba la garganta con una mano como si algo la estuviera asfixiando. Por el modo en que habló con su marido se habría pensado que mantenían una violenta disputa. Pero la disputa había surgido de un cielo despejado; un cielo, cuando menos, que no estaba más nublado de lo habitual. Ella le dijo: –Ya he tirado de la cuerda todo lo posible. Ya no puedo soportar esto más. Te lo he dicho muchas veces, pero es inútil. Ahora tengo una oportunidad maravillosa; y no voy a dejarla pasar. Me voy a Europa con un espectáculo de variedades. El chico al principio no le dijo nada; tenía aspecto de que le había abandonado toda vida. La siguió, mirándola fijamente sin entender nada, mientras ella se apresuraba escalera arriba hacia las habitaciones donde vivían. Curiosamente, recuerdo que el chico agarraba en las manos un libro encuadernado rojo del que habíamos vendido varios centenares de ejemplares aquella temporada, impertinentemente titulado Idiotas enamorados, y que, a pesar de la auténtica tragedia de la situación, yo contuve con dificultad una sonrisa ante la grotesca correspondencia de aquel título con la expresión aturdida, desamparada de la cara de él. Cuando ella volvió a bajar pareció que, al fin, el chico había conseguido entender lo que estaba pasando. –¿Te marchas? –preguntó sordamente. Ella contestó que se iba. Entonces él se buscó dentro del bolsillo y tendió a su mujer una pesada llave negra. Era la llave de la puerta delantera de la librería. -Será mejor que la guardes -le dijo, todavía con una completa tranquilidad-, porque algún día la necesitarás. Tu amor no es mucho menor que el mío como para que puedas alejarte de él. Volverás en algún momento, y yo estaré esperando. Ella le agarró por los hombros, le besó, y luego, jadeando con fuerza, salió de la librería. En el sombrío interior nos quedamos siguiéndola con la mirada. Juntos, seguimos mirando la calle que los dos aborrecíamos y temíamos; la calle, rebosante de vida e iluminada por el sol, que parecía regocijarse maliciosamente por haberse llevado en su concurrido torrente todo lo que tenía algún valor para el hombre de mi lado. Durante los meses y los años que siguieron fui testigo de algo que parecía peor que la muerte. Como dije, la chica había sido la esencia, la vida de él. Cuando se marchó, el chico quedó destrozado. Al principio creí que se sumiría en una completa y violenta locura. Recorría aturdido los retorcidos pasillos de entre los estantes de libros, quejándose y frotando las manos arriba y abajo a los lados de su chaqueta. Los clientes le miraban y se apresuraban a salir de la librería. Traté de convencerle de que se quedara en el piso de arriba. Pero él no quería. No soportaba estar allí, supongo; las habitaciones en las que vivía estaban llenas del recuerdo de ella. Durante varias noches se quedó conmigo en la habitación que ocupaba yo al fondo de la librería. No dormía. Me mantenía constantemente despierto con un murmullo continuo; unas palabras que le dirigía a ella. Más que otra cosa, decían: –Tú me quieres… en algún momento volverás. Viendo que no lo superaba, mandé por su madre, que había ido a vivir con unos parientes. Ella le tranquilizó un poco. Y no mucho después de eso el chico se dedicó a leer. Se entregó a la lectura como otro hombre se hubiera entregado a la bebida o las drogas. Leía para escapar de la realidad. Y al final la lectura consiguió su objetivo con una efectividad espantosa. Sentado a la gran mesa cercana al fondo de la librería, leía el día entero, hasta que los ojos se le cerraban de cansancio. Su madre y yo intentábamos que se levantara, que fuera a atender a los clientes, a desembalar y distribuir los libros, no porque se necesitase su ayuda, sino porque considerábamos que estar ocupado le sentaría bien. Parecía dispuesto a hacer todo lo que podía. Pero se había vuelto tan inútil y torpe como un niño pequeño. La lectura constante le había nublado la conciencia, haciéndole increíblemente embotado. Las preguntas más simples que le dirigían los clientes lo desconcertaban. No conseguía recordar los títulos de los libros que le pedían. Paseaba la vista alrededor de un modo absurdo, desorientado, como si acabase de salir de un profundo sueño Yo había esperado -pues había llegado a sentir por él una intensa piedad y simpatía- que aquel estado solo fuera temporal. Según pasaban los meses y los años, sin embargo, no daba signos de que fuera a pasar. Aparentemente era un hombre perdido; una vela consumida. No existía esperanza de volverle a revivir nunca. No, a menos que ella volviera a él. E incluso en ese caso -incluso si ella regresaba-, tal vez fuese demasiado tarde. Casi quince años después de irse al extranjero con la compañía de variedades, la joven señora Brodzki volvió a la librería. Era a mediados de diciembre; la oscuridad había caído, pero la gente, de compras para Navidades, todavía pululaba por las aceras de la ciudad. Su aliento empañaba el escaparate de la librería, lo recuerdo, con una escarcha brillante. La librería estaba cerrada y todas las luces apagadas a no ser la bombilla colgada encima de la mesa del fondo, donde estaba leyendo Brodzki. Yo me encontraba parado junto a la puerta, interesado por el espectáculo de los que pasaban. Un coche con un apuesto chofer se detuvo en el bordillo y una mujer, envuelta en pieles, surgió del compartimento trasero. Una farola de la calle se alzaba directamente encima del coche, conque cuando la mujer volvió su cara hacia la librería supe de inmediato que era ella. Con una extraña sensación de terror me retiré de la puerta, medio escondiéndome entre las oscuras estanterías. Ella se acercó a la puerta, abriéndose paso impacientemente entre la multitud de compradores. En apariencia no había cambiado; en la cara y los movimientos del cuerpo, intensamente iluminados por la farola, estaba tan intensamente viva como antes. ¿Por qué había vuelto?, me pregunté. ¿Se había cumplido la profecía de su marido y al cabo de quince años había descubierto que su amor por él era demasiado fuerte para rehuirlo? Iba a obligarme a mí mismo, con la menor gana posible, a volver a la puerta y abrirla, cuando sonó una llave en la cerradura. Todavía la tenía; ¡la llave que le había dado él aquella mañana de quince años atrás! • • • En un momento la puerta estaba abierta y ella se encontraba en el interior de la librería en penumbra. La oí respirar profundamente. Paseó la vista a su alrededor con ojos brillantes, pero por algún motivo no llegó a distinguirme mientras yo estaba estúpidamente acurrucado en un rincón entre las estanterías de libros. Pude notar que estaba terriblemente nerviosa. Se agarraba la garganta con una mano enguantada, igual que había hecho la mañana en que se marchó; como si alguien la estrangulara. En los quince años transcurridos desde que se marchara, el local había cambiando tan poco, de hecho, que debía de resultarle sumamente difícil creer que aquellos años habían pasado de verdad. De pronto debían de parecerle completamente increíbles, como un sueño fantástico. La penumbra, las extrañas sombras de las mesas y los estantes, el olor a papel, el sonido amortiguado de la calle abarrotada; todo eso debía de resultarle tan agobiante como en aquellas tardes de invierno, quince años antes, cuando solía bajar de las habitaciones del piso alto para ayudarle a cerrar la librería. Debía de tener la sensación de que retrocedía, literalmente, en el tiempo. Apretándose un diminuto pañuelo en los labios, parecía hacer esfuerzos por contenerse. Avanzó silenciosamente. Entonces ya debía de haber visto que él estaba sentado a la mesa. Solo le resultaba visible la coronilla; lo demás quedaba oculto por un libro enorme. El pelo, espeso, de un negro azulado y despeinado, le brillaba intensamente bajo la bombilla eléctrica. Se me ocurrió, con repentino horror, que ella podría encontrar que físicamente él casi no había cambiado. En aquellos quince años su marido no había envejecido de modo perceptible; carecía además de vida, habría parecido, para hacerse mayor. Me dije que debería adelantarme y prepararla para lo que se iba a encontrar. Pero algo me impidió moverme de mi escondite de entre los estantes de libros. La observé mientras avanzaba hacia la mesa y me pareció notar la intensidad de su emoción. Una intensidad que parecía atravesarme; y de modo insoportable. Muchas veces me pregunto en qué estaría pensando ella cuando se detuvo delante de la mesa, bajando la vista hacia el hombre al que había amado apasionadamente cuando era su marido quince años atrás. Perfectamente podría sentirse desconcertada, entonces, ante el extraño ensimismamiento con el que leía él, sin que aparentemente hubiera tomado conciencia del sonido de su entrada y de sus pasos; del crujido de estos en las vetustas tablas del suelo. A lo mejor, con todo, ella estaba rebosante de alegría, y de una especie de terror, como para preguntarse nada. Con voz aguda, temblorosa, dijo el nombre de él: –Jacob. Con un espasmo, él alzó la cabeza y miró en su dirección con ojos que parpadeaban, que bizqueaban. Los momentos pasaron despacio, insoportablemente lentos, mientras yo los veía mirarse uno al otro. Había esperado que ella se echase a llorar y se lanzara hacia su marido; lo cual, seguramente habría sido lo natural que hiciera. Pero la falta de vida, la ausencia absoluta de reconocimiento de los ojos de él, debían de haberla contenido. ¿En qué estaría pensando? ¿Supondría que él se negaba deliberadamente a reconocerla? ¿O imaginaba que los quince años la habían cambiado hasta el punto de que él no la reconocía? Cuando yo pensaba que el propio aire debía romperse debido a la tensión, él habló. Le dijo, con aquella voz sin expresión, temblorosa, que se había convertido en la suya habitual, estas palabras: –¿Quiere un libro? Ella se llevó la mano enguantada a la garganta y soltó un leve jadeo. Me alegró tenerla de espaldas y no poder verle la cara. Los angustiosos momentos pasaban muy despacio mientras los dos continuaban mirándose uno al otro. Al final, ella debió de llegar a una conclusión; decidió que los quince años le habían afectado mucho más a ella que a él, y que le resultaba irreconocible. En cualquier caso, pareció que ella se recuperaba. El cuerpo se le relajó algo y se quitó la mano de la garganta. –¿Quiere un libro? –repitió él. Ella tartamudeó: –No… bueno… quería un libro, pero he olvidado su título. Enfrentada a aquellos ojos que miraban fijamente, debía de haber encontrado completamente imposible decir directamente: -Soy Lila. He vuelto contigo. Debía de haber recurrido a aquel pretexto de que había venido por un libro, como un modo de revelarle quién era con una franqueza menos embarazosa. Sentándose en un taburete, cerca de la parte delantera de la mesa, dijo: –Deje que le cuente el argumento. A lo mejor lo ha leído y puede decirme el título. Es sobre un chico y una chica que habían sido compañeros constantes desde la infancia. Querían estar juntos siempre. Pero el chico era judío y la chica cristiana. Y el padre del chico se oponía tajantemente a que su hijo se casara con alguien que no fuera de su propia raza. Mandó al chico a la universidad. Pero al poco tiempo, el padre murió y el chico volvió y se casó con la chica. Vivían juntos en unas habitaciones de encima de una pequeña librería que el padre le había dejado al chico. Habrían seguido juntos perfectamente felices a no ser por una cosa; la librería proporcionaba poco más de lo mínimo para vivir, y la chica era ambiciosa. Ella adoraba al chico, pero su descontento aumentó y continuamente metía prisa a su marido para que se dedicara a algún negocio más rentable. Pero el chico era muy diferente a la chica. La quería tanto que haría lo que fuese por ella; pero era incapaz, por lo que fuera, de renunciar a la librería que había pertenecido a sus padres. ¿Entiendes? El chico era soñador, sentimental, un judío raro. Y la chica nunca conseguía ver las cosas desde su punto de vista. La familia de ella, que había muerto y la había dejado con una tía viuda, era de origen francés. Debido a ello, la chica había heredado una gran energía, sentido práctico y amor hacia el mundo. Al cabo de un tiempo, la chica recibió la oferta del agente de una compañía de variedades para que hiciera gala de su talento musical sobre un escenario. Cegada por la brillante perspectiva de una carrera teatral, ella decidió aceptar la propuesta del agente de la compañía de variedades. Volvió a la librería y le dijo a su marido que lo iba a dejar. Él fue demasiado orgulloso para hacer el menor esfuerzo por retenerla, y en lugar de eso le entregó una llave de la librería y le dijo que algún día ella volvería; y que siempre la estaría esperando. Aquella noche ella embarcó rumbo a Inglaterra con el espectáculo de variedades. Tuvo éxito enorme en los escenarios de Londres. Se convirtió en una cantante famosa y recorrió todos los países más importantes de Europa. Llevaba una vida desenfrenada y arrebatadora, y durante extensos periodos ni siquiera pensó en el judío soñador que había sido su leal marido, ni tampoco en la pequeña y polvorienta librería donde habían vivido juntos. Pero la llave de aquella librería, que le había dado su marido, permanecía en su poder. No podía obligarse, por lo que fuera, a deshacerse de ella. La llave parecía apegarse a ella, casi con una voluntad propia. Era una llave de aspecto raro, antigua, pesada, larga y negra. Sus amigos se reían de ella porque siempre la llevaba encima y la chica se reía con ellos. Pero poco a poco empezó a darse cuenta del motivo por el que la conservaba. El encanto de las cosas nuevas con las que había llenado su vida empezó a desvanecerse y dispersarse, como una niebla, y la chica veía, brillando entre ellas, la auténtica y profunda belleza de las cosas que había dejado atrás. El recuerdo de su marido y de su vida juntos en la pequeña librería cada vez acudía a su mente con más intensidad y de modo más obsesivo. Finalmente ella comprendió que quería volver; que quería entrar en la librería con la llave conservada durante quince años, y encontrar que su marido todavía la esperaba, como prometió que haría. La mujer se había levantado del taburete; el cuerpo le temblaba y se agarraba a la mesa como apoyo. Hubo momentos de quietud, de una calma completa. Cuando la mujer volvió a hablar había una nota de terror en su voz. Debía de haber empezado a darse cuenta de lo que había pasado; de en qué se había convertido el hombre que había sido su marido. –¿No recuerdas… tienes que recordarla… la historia de Lila y Jacob? Ella escudriñaba desesperadamente la cara de su marido, pero en la cara no había nada más que desconcierto. –Hay algo que me suena en la historia. Creo que la he leído en alguna parte. Me recuerda a algo de Tolstói. Desde mi refugio entre las estanterías de libros oí un fuerte sonido metálico que debía ser el de la llave al caer al suelo. Y luego oí las largas zancadas de ella entre la confusión de mesas y estanterías. Debía de estar dándose prisa, presa de un ciego frenesí, para salir de aquel sitio. Cerré los ojos, sin atreverme a verle la cara y el horror que debía expresar, hasta que la puerta se cerró detrás de ella. Cuando los abrí, el hombre del fondo de la habitación tenía oculta la cara otra vez detrás del enorme libro, y había reanudado la lectura con su aterradora tranquilidad de costumbre. Su mujer había vuelto a él y se había ido de nuevo. Todo era tan fantásticamente igual que podría creerse que había ocurrido en sueños. Pero yo veía, caída en el suelo, la pesada llave negra de la librería. FIN
Williams, Tennessee
Estados Unidos
1911-1983
Una manzana regalada
Cuento
La desconfianza es la enfermedad laboral de las caseras, y el largo contacto con ellas me ha dejado un oscuro sentido de culpa del que probablemente nunca me libraré. El trauma inicial al respecto me lo produjo una casera que tuve en el viejo Barrio Francés de Nueva Orleáns cuando yo tenía escasamente veinte años. La mujer era el arquetipo de la casera desconfiada. Tenía una habitación para ella sola, pero prefería dormir en un camastro plegable en el vestíbulo del piso bajo para que ninguno de sus inquilinos pudiera entrar o salir del establecimiento sin su permiso, concedido a regañadientes. Cuando por fin me marché de allí, engañé a la mujer. Me largué por un balcón utilizando un par de sábanas. Estaba a kilómetros de la ciudad, en el viejo Spanish Trail camino del Oeste, antes de que la vieja se enterara de que había conseguido eludirla. El vestíbulo del piso bajo de esta pensión de la calle Bourbon estaba totalmente a oscuras. Uno tenía que ir a tientas con una cautelosa repugnancia, pasando los dedos por el enlucido húmedo y cuarteado de la pared, hasta que llegaba a la puerta o al pie de la escalera. Uno nunca alcanzaba alguno de esos dos sitios sin que lo advirtiera la vieja. Su figura fantasmal se alzaba como un rayo del camastro haciendo un ruido metálico. Pronunciaba una sílaba: ¿Quién? Si no quedaba satisfecha con la identificación que le dabas, o sospechaba que te llevabas el equipaje y escapabas furtivamente, o traías a alguien para el disfrute carnal, se encendía una cerilla frotando en el suelo y se alzaba hacia ti durante unos momentos. A esta vacilante luz sobrenatural, la mujer clavaba con recelo sus ojos en ti hasta que sus dudas desaparecían, y si esperabas podías oír murmullos hoscos y groseros como los de cualquiera de los borrachos de los bares del barrio. Era una mujer de una desconfianza paranoica y su desconfianza con respecto a mí era ilimitada. Muchas veces entraba en mi habitación con el periódico de la mañana y leía en voz alta algún artículo referido a un acto delictivo en el barrio. Después de la lectura me examinaba atentamente buscando algún cambio culpable en mi expresión, y yo casi siempre satisfacía su desconfianza con un intenso rubor y la incapacidad para devolverle la mirada. Estoy seguro de que la mujer me había atribuido docenas de delitos y solo estaba esperando algún dato concreto para llamar a la policía, uno de cuyos capitanes, me había advertido, era primo carnal suyo. La casera era víctima de los sablistas, lo que debe tenerse en cuenta en defensa suya. Ninguno de sus inquilinos pagaba con regularidad. Algunos seguían en sus habitaciones durante meses y meses con solo promesas de futuros pagos. Uno de ellos era una viuda que se llamaba la señora Wayne. La señora Wayne era la más hábil mal pagadora de la casa. Incluso se las arreglaba para conseguir cosas de la patrona. Su fortuna residía en su labia. Era una narradora maravillosa de historias tremendamente morbosas y obscenas. Siempre que olía que cocinaban comida, abría rápidamente su puerta y se lanzaba pasillo adelante con un cazo jaspeado azul y blanco que mantenía coquetamente ante su pecho como si fuera un abanico de encaje. Era indudable que estaba medio muerta de hambre y el olor de la comida la ponía en funcionamiento como una potente droga, pues entonces hacía gala de una brillantez poco frecuente en su charla. Llamaba con la mano a la puerta de la que procedía el tentador aroma, pero entraba antes de obtener cualquier tipo de respuesta. La lengua se le disparaba antes de haber entrado del todo, y no había ninguna grosería sobre que la echarían a la fuerza de la habitación que consiguiera desanimarla. Había algo en la anciana que daba pena y que se imponía. Hasta su aliento maloliente se convertía en un componente de su malsano atractivo. Para mí era el espectáculo de tanta vitalidad heroica en un pozo tan agotado lo que me hacía sentir afecto por la viuda. Yo nunca cocinaba en mi dormitorio del ático. Solo me encontraba con la señora Wayne en la cocina de la patrona las veces que me había ganado la cena por hacer pequeños trabajos en la casa. La propia casera no era inmune al encanto de la señora Wayne, y las historias que contaba esta indudablemente la dejaban en éxtasis. Cuando ponía cosas al fuego siempre añadía: «Si a la muy puta le llega el olor de esto, ¡no habrá nada que la pueda detener!». Ocho años después esos personajes desaparecieron, la tierra se los tragó, las paredes los absorbieron como a la humedad. Era indudable que la anciana señora Wayne y su abollado cacharro de cocina habían desaparecido entre protestas, y no estoy completamente seguro de que con ellos el mundo no haya perdido al mayor genio patológico desde Baudelaire o Poe. Su tema de conversación favorito era la muerte de parientes y amigos a los que había cuidado con la vista y el oído atentos para que no se le escapara ningún detalle de sus agonías. Su memoria los reproducía en la cocina de la casera de modo tan gráfico que yo mismo me sentía enfermo de espanto, sin embargo tan fascinado, que el riesgo a quedarme sin ganas de tomar una cena ganada con tanto esfuerzo no se imponía a las ganas de taparme los oídos. La patrona estaba igualmente hechizada. Poco a poco sus roncos murmullos de incredulidad y sus gestos impacientes daban paso a un placer tan morboso que se le aflojaban las mandíbulas y babeaba. Una mirada perdida, como si estuviera hipnotizada, asomaba a sus ojos habitualmente incisivos como alfileres. Mientras tanto, la señora Wayne, con el cazo sujeto delante del pecho, hacía un lento y oblicuo movimiento de aproximación al gran fogón de la cocina. Era tan potente su hechizo que incluso cuando de hecho levantaba la tapa de la cazuela con el guisado y se servía algo de su contenido en el cazo, aunque la mirada de la casera seguía sus movimientos, no parecía que se diese cuenta de ellos. No hasta que la desventurada protagonista de la historia había llegado a la desgraciada conclusión final —los ojos se le salían de las órbitas y unos efluvios fantasmales empapaban la ropa de su cama—, y entonces el encanto perdía la suficiente fuerza para permitir que los oyentes de la narración se dieran cuenta con claridad de lo que pasaba más allá de la escena representada. En ese momento la señora Wayne ya había rebañado su cazo con un apetito lobuno y se había dirigido a un punto tan cercano a la puerta que cualquier cosa desagradable procedente de la casera al salir del trance quedaría fuera del alcance del oído de la viuda antes de alcanzar su objetivo. En aquella vieja casa el silencio era mortal, y si no las altas paredes enyesadas sonaban como alarmas anunciando fuego debido a voces airadas, a riñas sobre el uso del retrete, acusaciones de robo o amenazas de expulsión. Yo no tenía puerta en mi habitación, que estaba en el ático, solo una andrajosa cortina que no evitaba la andanada de miserias humanas que explotaban con tanta frecuencia. Las paredes de la habitación estaban pintadas con lunares rosas y verdes, y había una claraboya. Esa claraboya iluminaba débilmente de noche. Había un banquito debajo de ella. De cuando en cuando, en momentos en que a la habitación no la iluminaba otra luz, una vaga imagen grisácea parecía estar sentada en el hueco donde estaba ese banquito. Era la frágil y melancólica figura de un ángel o de una madonna ajada y de edad. La aparición se producía en el hueco con mayor frecuencia las noches de invierno de Nueva Orleáns, cuando caía una lenta lluvia de un cielo que no estaba lo suficientemente nublado para separar por completo a la ciudad de la luna. Nueva Orleáns y la luna siempre me ha parecido que se entendían entre ellas, que tenían una intimidad de hermanas que han envejecido juntas y ya no necesitan más que una mirada sin palabras para comunicarse sus sentimientos una a otra. Esta atmósfera lunar de la ciudad me trae de vuelta a ella siempre que se han apaciguado las oleadas de energía que me han llevado a ciudades más vitales, y se impone una época de retiro. Cada vez que he tenido una herida psíquica profunda, una pérdida o un fracaso, he vuelto a esa ciudad. En esos periodos parecía como si yo perteneciera a ella y a ningún otro lugar del país. Durante esa primera estancia en Nueva Orleáns todavía no habían hecho presencia ninguno de los pequeños estímulos que impulsan mi vida de escritor y ya había aceptado el anonimato y el fracaso. Ya había aprendido a hacer religión de la resistencia y secreto de mi desesperación. Las noches eran un consuelo. Cuando la bombilla desnuda se había apagado y todo lo visible había desaparecido salvo el borroso hueco profundamente enraizado en una pared que daba a la calle Bourbon, yo parecía deslizarme a otro estado de la existencia en el que no mantenía penosos contactos con el mundo. Durante un rato el hueco seguía vacío: pero después de que mis pensamientos hicieran una imaginaria excursión y me volvía para mirar otra vez en aquella dirección, la figura transparente había entrado silenciosamente y se había sentado en el banquito de debajo de la ventana, iniciando aquella paciente vigilancia que me sumía en el sueño. Las manos de la figura estaban recogidas entre los ropajes incoloros del regazo y los ojos se clavaban en mí con una mirada amable, nada interrogadora, que yo llegaba a recordar como la propia de mi abuela durante su enfermedad, cuando yo iba a su habitación y me sentaba junto a su cama y quería decir algo o poner mis manos sobre las suyas, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas, pues era consciente de que si hacía alguna me desharía en unas lágrimas que la preocuparían aún más que su enfermedad. La aparición de esta figura gris en el hueco precedía unos pocos instantes al momento de quedarme dormido. Cuando la veía allí, yo pensaba consolado: Bueno, ahora estoy a punto de dormir, en unos momentos todo habrá desaparecido y no volverá hasta por la mañana… Una de esas noches vino a mi habitación un visitante más palpable. Un calor que no era el mío me arrancó del sueño, y al despertar encontré que había entrado alguien en mi habitación y se había inclinado sobre mi cama. Di un salto y casi grité, pero los brazos del visitante me lo impidieron vehementemente. Susurró su nombre, que era el de un artista tuberculoso que dormía en la habitación de al lado. Quiero, quiero… susurró. Conque me volví a tumbar y le dejé que hiciera lo que quisiese hasta que terminó. Luego, sin decir nada, se levantó y salió de mi cuarto. Durante los momentos siguientes le oí toser y murmurar para sí mismo al otro lado de la pared que nos separaba. Pero al final me volví a adormecer. Eché una ojeada al hueco de debajo de la claraboya. Sí, allí estaba el ángel. Me pregunté si habría contemplado las cosas extrañas que habían pasado y cuál sería su actitud hacia las perversiones del deseo. Pero no hubo la más mínima señal. Las dos manos sin peso seguían sujetándose sin fuerza una a otra entre el ropaje incoloro del regazo, los fríos y solidarios ojos grises en la cara levemente nacarada estaban tan inmóviles como los de una estatua. Noté que había dejado que se produjera el acto, y que ni lo desaprobaba ni lo aprobaba, de modo que me volví a dormir. No mucho después del episodio de mi habitación, el artista estuvo implicado en una escena espantosa con la casera. Su enfermedad entraba en la fase final, tosía todo el tiempo pero se las arreglaba para seguir trabajando. Hacía dibujos rápidos en el Two Parrots, que estaba a la vuelta de la esquina, en Toulouse. No se fiaba de nadie ni de nada. Vivía en un mundo completamente hostil a él, implacablemente hostil, y nadie podía atravesar las paredes que le rodeaban durante más tiempo que el que duraban los frenéticos momentos de deseo que le dominaban. No cedía a la fiebre mortal que le afectaba los nervios. Inventaba toda clase de quejas y molestias triviales para ocultarse a sí mismo que se estaba muriendo. Uno de estos subterfugios a los que recurría por la noche era a lo mucho que le molestaban las chinches. Aseguraba que su colchón estaba infestado de ellas, y todas las mañanas realizaba un airado informe a la casera sobre el número de las que le habían picado durante la noche. La vieja no se lo quería creer. Por fin, una mañana hizo que la casera entrara en la habitación para que echase una ojeada a su ropa de cama. Le oí respirar trabajosamente mientras la vieja revolvía y removía el rincón donde estaba la cama. —Bien —dijo finalmente con un gruñido—, yo no encuentro nada. —¡Dios santo! —dijo el artista—, ¡está usted ciega! —¡Muy bien! ¡Enséñemelo! ¿Qué hay en esta cama? —¡Mire esto! —dijo el artista. —¿Qué? —Esa mancha de sangre de la almohada. —¿Y qué? —¡Aplasté ahí a una chinche tan grande como una uña mía! —¡Juá, juá, juá! —soltó la casera—. ¡Es donde usted escupió sangre! Hubo una pausa en la que la respiración de él se hizo más ronca. Su voz, cuando volvió a surgir, estaba tremendamente alterada. —¡Cómo se atreve, maldita sea, a decir eso! —¡Juá, juá, juá! Supongo que pretende que no escupe usted sangre, ¿no? —¡No, no, nunca! —gritó él. —¡Juá, juá, juá! Usted escupe sangre todo el tiempo. He visto escupitajos suyos en la escalera, en el vestíbulo y en el suelo de este dormitorio. Deja un rastro de ella en todos los sitios a los que va. Deja un sendero de sangre como un pollo que corriera con la cabeza cortada. Usted tose y escupe y contagia la enfermedad. ¡Y eso no es todo lo que hace usted! —Oiga —vociferó el artista—. ¿Qué tipo de insinuación es esa? —¡Juá, juá, juá! ¡Yo no insinúo nada, se trata de hechos sabidos! —¡Fuera! —gritó él. —¡Estoy en mi casa y digo lo que me apetece! Lo sé todo de los degenerados del barrio como usted. Por algo llevo diez años alquilando habitaciones en el barrio. Una panda de mestizos, de borrachos y degenerados, con tipos así es con quienes me las tengo que ver. Pero usted es el peor de todos, ¡nadie le gana! Y no solo aquí, también en el Two Parrots. Su espantoso proceder se ha convertido en el tema principal de conversación del local donde usted trabaja. Tiene lleno de escupitajos el caballete. Deben fregarlo con un potente desinfectante todas las noches. El encargado está molesto. Quiere que recoja su caballete y se vaya al infierno. Lo que pasa es que no se lo dice porque es usted un caso perdido. Fíjese, una de las camareras me contó que algunos clientes se iban sin pagar porque usted había tosido y escupido justo al lado de su mesa. Eso es lo que pasa, ¡y el encargado está harto de eso! —¡Está contando mentiras! —¡Lo que digo es verdad! ¡Me enteré por la cajera! —¡Debería darle un guantazo! —¡Adelante! —¡Debería partirle esa espantosa cara vieja! —¡Adelante, adelante, inténtelo! ¡Tengo un sobrino que es capitán de la policía! ¡Pegúeme y dará con sus huesos en el calabozo! ¡Un manguerazo en la espalda es lo que le darán allí! —¡Debería arrancarle esas asquerosas mentiras de la boca! —¡Juá, juá! ¡Venga, inténtelo! ¡El esfuerzo le matará a usted! —Tendrá usted su merecido —dijo él jadeando—. ¡Una de estas noches encontrará que tiene un cuchillo clavado! —Por usted, supongo, ¿no? ¡Se va a morir usted en la calle, echará los pulmones por la boca a fuerza de toser! Lo llevarán al depósito de cadáveres. Nadie reclamará su esquelético cadáver. Lo meterán en una caja y lo cargarán en una barcaza del río. Y cuanto antes mejor, además. Un caso como el suyo es una amenaza y un peligro público. No tiene derecho a ser un riesgo para las personas sanas. Debería ir usted al pabellón de beneficencia del San Vicente. Es el sitio adecuado para una persona que se está muriendo y que no tiene la cordura de darse cuenta de lo que de verdad le pasa en lugar de andar protestando de que las chinches le manchan de sangre la almohada. ¡Agh! ¡Chinches! ¡Usted es la chinche que mancha de sangre todas estas sábanas! ¡Es usted, y no las chinches, lo que deja tan hecho una pena el Two Parrots que tienen que restregarlo con lejía todas las noches! Es usted, y no las chinches, el que hace que los clientes se marchen sin pagar. ¡El encargado no está molesto con las chinches, sino con usted! Y si no se marcha usted por su propia voluntad, se va a enterar muy pronto. Tampoco yo le quiero aquí. No, después de las amenazas y de la escena que ha montado esta mañana. ¡Quiero que recoja todas sus porquerías, todos sus pañuelos sucios y sus frascos, y se largue de aquí antes de las doce, o por Dios, por el mismo Jesucristo, que cualquier cosa que deje irá directamente al incinerador! ¡Yo misma la recogeré con un palo de tres metros y la tiraré al fuego, porque nada de lo que haya tocado usted es seguro para el contacto humano! El artista salió corriendo de la habitación, le oí correr escalera abajo y salir del edificio. Fui a la claraboya del hueco y le vi dando vueltas enloquecidas por la calle. Estaba loco de ira. Un camarero del restaurante chino salió y le agarró del brazo; un borracho de un bar razonó con él. El joven sollozaba y se lamentaba, andaba de una puerta a otra de los antiguos edificios hasta que el borracho se las arregló para meterle en un bar. La casera y una negra gorda y vieja que trabajaba en la casa quitaron el colchón del joven de la cama y lo arrastraron hasta el patio. Lo metieron por la trampilla de hierro del incinerador y le prendieron fuego, manteniéndose a una distancia prudente para verlo arder. La patrona no estaba contenta con solo la quema, soltó un largo parlamento a voz en grito con respecto a él. —No lo quemamos porque tenga chinches —gritaba—. Quemo este colchón porque lo han contagiado. Uno con tisis ha estado tumbado en él, ¡un degenerado asqueroso y un mentiroso! Siguió y siguió hasta que el colchón quedó completamente consumido; y aún después continuó. Luego mandó a la vieja negra al piso de arriba para que se llevase las pertenencias del joven. Había empezado a llover y, a pesar de las protestas de la casera, la negra colocó todas las cosas debajo del platanero del patio y las tapó con un trozo de linóleo desechado que sujetó con unos ladrillos. A la puesta de sol el joven volvió a la casa. Le oí toser y jadear bajo la lluvia del patio mientras recogía sus cosas de debajo del fantástico paraguas verde y amarillo del platanero. Parecía que estaba hablando de todas las cosas malas que había padecido desde que había venido a este mundo, pero al final sus quejas se centraron en la pérdida de un peine precioso. «Ay, Dios mío —murmuraba—. Me ha robado el peine, tenía un peine precioso que me dio mi madre, un peine de concha de tortuga con un mango de plata y perlas. ¡Ha desaparecido, me lo han robado, y el peine perteneció a mi madre!» Al final lo encontró, o el joven renunció a su búsqueda, pues las palabras se interrumpieron. Una plateada y húmeda quietud se impuso en la casa de la Bourbon como si el día y la noche hubieran terminado con lo que tenían que hacer allí, y en mi habitación las manillas luminosas de un reloj y el gris borroso del hueco eran lo único del mundo visible que permanecía. El episodio puso fin a mi residencia en la casa. Las noches siguientes el transparente ángel gris dejó de aparecer en el hueco de debajo de la claraboya y el sueño tuvo que acudir sin ninguna sanción maternal. Conque decidí terminar con mi estancia en la pensión. Notaba que la delicada anciana angélica me había dado a entender que debía irme, y que si me volvía a visitar alguna vez, sería en otro momento y en otro lugar… que todavía no han llegado. FIN
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
A la vera del brasero
Cuento
—Y su marido, señora Lucca, ¿cuánto lleva sin trabajo? —Dios sabe cuánto. —Necesito una respuesta precisa, por favor. —Debe de haber estado desde 1930. Puede que más. Mi marido dejó de trabajar porque no estaba bien de la cabeza. Ya no podía recordar las cosas. —¿No ha trabajado desde entonces? —No. Desde entonces ha estado enfermo. No está bien de la cabeza. —¿Y sus hijos? —¿Hijos? Frank y Tony se marcharon. Frank se fue a Chicago, creo. No lo sé. Tony nunca fue bueno. Los otros dos, Silva y Lucio, todavía van al colegio. —¿Van al instituto? —Todavía van al colegio. La escoba de la señora Lucca rebuscó con repentino vigor debajo de la mesa de la cocina. Sacó una cuchara de plomo, unos recortes de papel y un trozo de bramante. Recogió la cuchara y la colocó encima de la mesa. —Me hago cargo —dijo la señorita Morgan—. Y tiene usted una hija, ¿no? —Sí. Una chica. —¿Trabaja en algo? —No. No trabaja. —Su nombre y edad, por favor. —Se llama Tina. —¿Cuántos años tiene? —Viene justo antes que Silva. Silva tiene quince. —Lo que hace que tenga unos dieciséis años, supongo. —Dieciséis. —Ya veo. Me gustaría hablar con su hija, señora Lucca. —¿Hablar con ella? —Sí. ¿Dónde está? —Ahí dentro —dijo la señora Lucca, señalando una puerta cerrada. La asistente social se levantó. —¿Puedo verla? —No, no se puede entrar ahí. A ella no le gusta. La señorita Morgan se puso tensa. —¿No le gusta? ¿Por qué no? ¿Está enferma? —No sé lo que le pasa —dijo la señora Lucca—. No quiere que entre nadie en su habitación y no quiere que se encienda la luz. La escoba rebuscó debajo del fogón y sacó el asa de una taza rota. La señora Lucca gruñó cuando se agachó para recogerla. La tiró por la trampilla del carbón. —¿Qué es lo que le pasa, señora Lucca? —¿A quién? ¿A Tina? No lo sé. —¡De verdad! ¿Desde cuándo pasa eso? —Desde sabe Dios cuánto. —Por favor, señora Lucca, trate de dar respuestas precisas a mis preguntas. Las evasivas no mejorarán nada las cosas. La señora Lucca pareció un tanto desconcertada. —¿Cuánto lleva en esa habitación? —repitió la señorita Morgan. —¿Cuánto? Puede que unos seis meses. —¿Seis meses? ¿Está usted segura? —Empezó a hacer cosas raras más o menos hacia Año Nuevo. Esa noche él no vino. Fue la primera noche que él no venía después de mucho tiempo, y era Año Nuevo. Lo llamó a casa y su madre le dijo que él se había ido y que no llamara más. Dijo que se iba a casar con una chica judía. —¿Él? ¿Quién es él? —El chico con el que salía regularmente desde hacía mucho tiempo. Un chico judío que se llama Sol. —¿Fue eso lo que hizo que empezara a comportarse así? —Puede que lo fuera. No lo sé. Tina colgó el auricular, se metió en la cocina y calentó agua. Dijo que tenía dolor de estómago. —¿Lo tenía? —No lo sé. A lo mejor sí. En cualquier caso se acostó y desde entonces no se ha levantado. La escoba de la señora Lucca hizo tímidas excursiones en torno a la silla donde estaba la asistente social. La señorita Morgan recogió las piernas rápidamente con el gesto de fastidio de un gato que evita agua derramada. Las sucias pajas de la escoba se movieron sin propósito fijo hacia el otro extremo de la habitación. —¿Quiere decir que lleva encerrada en su habitación desde entonces? —Sí. —¿Y desde cuándo lleva? —Desde el último Año Nuevo. —¿Seis meses? —Sí. —¿Nunca sale? —Sale cuando tiene que ir al cuarto de baño. Sale entonces, pero son las únicas veces en que sale. —¿Qué hace ahí dentro? —No lo sé. Se limita a estar acostada a oscuras y no quiere salir. A veces hace ruidos, llora y todo eso. Los de la familia del piso de arriba a veces se quejan. Pero por lo general no dice nada. Se limita a estar acostada ahí, en la cama. —¿Come? —Sí, come. A veces. —¿A veces? ¿Se refiere a que no hace unas comidas regulares? —No, regulares no. Solo lo que le trae él. —¿Él? ¿A quién se refiere, señora Lucca? —A Sol. —¿Sol? —Sí, Sol, el chico con el que estuvo saliendo regularmente tanto tiempo. —¿Se refiere a que él viene? —Sí, a veces viene. —Creí que había dicho que se casó con una chica judía. —Se casó. Se casó con esa chica judía con la que su familia quería que se casase. —¿Y todavía viene a ver a su hija? —Sí, la viene a ver. Es al único que deja entrar en la habitación. —¿Así que entra? ¿A la habitación? ¿Con la chica? —Sí. —¿Sabe ella que está casado con otra chica? —No sé lo que sabe. No lo puedo decir. Ella nunca dice nada. —Sin embargo ¿lo deja entrar y hablar con ella? —Lo deja entrar, pero él nunca habla con ella. —¿No habla con ella? ¿Qué es lo que hace, señora Lucca? —No lo sé. Ahí dentro está a oscuras. No lo puedo decir. Nadie dice nada. Él sólo entra, se queda un rato y sale. —¿Se refiere, señora Lucca, a que deja usted que un hombre entre a la habitación con ella, su hija, encontrándose esta como se encuentra? —Sí. Le gusta que entre ahí con ella. La tranquiliza durante un tiempo. Cuando no viene, ella se lo toma muy a mal. Los de la familia del piso de arriba a veces se quejan por eso. Pero cuando viene, ella mejora. Deja de hacer ruidos. Y él todas las veces le trae algo de comer y ella come lo que le trae. La escoba hizo un amplio círculo, amontonando la basura en un rincón. —Nos viene bien —continuó la señora Lucca—. Pasamos dificultades. Solo contamos con lo de la beneficencia y eso no es tanto. A veces ni siquiera tenemos… —Mamá, ¿puedes darme quince centavos? Era uno de los chicos, Silva o Lucio, que asomaba la cabeza por la ventana abierta que daba a la escalera de incendios. Tenía sangre en la nariz. —Dame quince centavos, mamá. Aposté con Jeep a que no me podía, pero me pudo y dice que me pegará más todavía si no aparezco con la pasta. —Calla la boca —dijo la señora Lucca. El chico miró sorprendido a la señorita Morgan y bajó estrepitosamente por la escalera de incendios. En el callejón se oyeron gritos agudos y sonido de pasos que corrían. La mirada de la señorita Morgan continuaba fija. No era consciente de la interrupción. —Supongo que sabe, señora Lucca, ¡que pueden considerarla a usted responsable! —¿De qué? Hubo un momento tenso y perplejo entre ellas. —No importa. ¿Cuánto lleva eso? —¿El qué? —Lo de ese hombre y su hija. —¿Tina? ¿Sol? ¡No lo sé! ¡Sabe Dios cuánto! —Esa no es una respuesta, señora Lucca. —¿Quiere saber cuánto lleva teniendo relaciones con Sol? Casi desde que Tina empezó a ir al colegio cuando tenía once años. —Me refiero a cuánto lleva ese hombre entrando en la habitación de ella. La escoba se sacudió con petulancia y luego continuó sus movimientos errantes por el suelo de la cocina. —Puede que unos cinco o seis meses. No lo sé. —Y usted y su marido, señora Lucca, ¿nunca hicieron ningún esfuerzo por mantenerla alejado a él? La señora Lucca bajó la vista con muda concentración hacia las pajas que se arrastraban. —Su marido, señora Lucca, ¿no hizo nada para evitar que ese hombre viniera aquí? —Mi marido lleva enfermo mucho tiempo. La señora Lucca se llevó un cansado dedo índice a la frente. —Él no está bien de la cabeza. Y yo, yo no puedo hacer nada. Todo el tiempo tengo cosas que hacer. Vamos tirando lo mejor que podemos. Lo que pasa no es culpa nuestra. Es la voluntad de Dios. Es todo lo que puedo decir, señorita Morgan. —Ya veo, señora Lucca. La voz pareció trazar una raya blanca de tiza en el aire. La señora Lucca dejó de barrer y esperó. Sabía que estaba a punto de pronunciarse sentencia. Se preparó para escuchar las palabras sin una tensión apreciable. —Señora Lucca, habrá que llevarse a la chica. —¿A Tina? No le gustará eso. —Me temo que no podremos consultarle lo que ella opina al respecto. Ni a usted, señora Lucca. —No creo que ella quiera irse a otro sitio. Usted no conoce a Tina. Es testaruda. Suelta cosas espantosas cada vez que uno trata de que haga algo que no quiere. Grita, da patadas y muerde, conque no hay modo de acercarse a ella. —Se tendrá que ir. —Espero que quiera. Claro que espero que quiera. No es decente que esté ahí tumbada a oscuras todo el tiempo. Es malo para los chicos. —¿Los chicos? —Sí, Silva y Lucio. No es decente que ella esté ahí acostada desnuda en ese plan. —¡Desnuda! —Sí. No quiere estar tapada con nada. El cuaderno de notas se cerró con un sonido de asombro. La señorita Morgan apretó la caperuza de su pluma estilográfica. —Tendrán que llevársela por la mañana y tenerla bastante tiempo en observación. —Espero que vaya, pero no creo que quiera a no ser que la lleve él. —¿Él? ¿Se refiere usted a…? —A Sol. —¡Sol! —Sí, el chico con el que salió regularmente durante tanto tiempo. —¡Ya veo! ¡Ya veo! La escoba de la señora Lucca reanudó su lento movimiento, hacia adelante y atrás, sin un objetivo evidente. Una piel seca de cebolla sonó bajo las sucias pajas. Hacia adelante y atrás. Las tablas mojadas crujieron. FIN
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
Caperucita Roja
Cuento
Durante una hora después de que dejara la cadena de colinas había caminado con el ardiente sol dándole en la nuca. La áspera correa de lona le irritaba los hombros y tenía la región lumbar sensible debido al golpeteo rítmico de la mochila. Se la cambiaba de vez en cuando, pero en ninguna posición encontraba más que un alivio momentáneo. Pasaban coches muy raramente. Casi todos eran de familias de paso en trastos polvorientos. Los niños sonreían y saludaban con la mano, pero los padres hacían como que no le veían. Una vez pasó a su lado un Ford del 32 y se detuvo. Eran tres hombres y una mujer borrachos, y la mujer se asomó y le preguntó cuánto dinero tenía. Sesenta y cinco centavos, le dijo él. Eso no nos sirve de nada, dijo ella. Vendimos la rueda de repuesto para llenar este último depósito de gasolina y ahora tenemos que recoger a un pasajero que nos pueda pagar algo más. Te harás cargo, ¿no? El coche arrancó dando bandazos, la mujer se dejó caer pesadamente y él comprendió que lo que le había dicho era cierto, solo quedaba la sujeción de la rueda de repuesto encima de la matrícula naranja y negra de Nuevo México. Dios santo, pensó, supongo que tendré que andar todo el camino hasta Lexington, Kentucky. En California era relativamente fácil pedir transporte con el dedo, pero según se iba hacia el este la gente parecía volverse más desconfiada. A lo mejor era por su aspecto desastrado debido a la carretera; tenía la ropa cubierta de polvo y en malas condiciones, y las decepciones en serie le hacían difícil simular la sonrisa alegre y seductora que los haría detenerse. Cuando uno está fresco y de buen humor puede ejercer una especie de coacción mental sobre los conductores. La ejerce fundamentalmente con los ojos. Uno proyecta algo con los ojos que atrae su atención y si no son unos hijos de puta no pueden evitar detenerse. Pero eso es en el oeste. Más hacia el este todos son hijos de puta. La mitad de las veces, si uno se detiene es un marica y tienes que dejar que te meta mano por todas partes para pagar el viaje. O si no es un borracho que pone a parir a su mujer y maldice a su jefe y te pone los huevos por corbata mientras circula a ciento veinte kilómetros por hora. O como aquel Ford de antes; estaban sin nada de dinero y querían que los ayudases a pagar la gasolina. Volvió la vista. El sol se estaba poniendo en dirección a las colinas de detrás. La forma de estas se volvía más nítida con el ardiente brillo de su declive. Era perfectamente redondo, un poco borroso por los bordes, como una de esas pelotas de tenis. A la luz menos intensa todo parecía destacarse con claridad. Un poco antes, la ciudad a la que se acercaba había estado perdida bajo una luz vacilante. Ahora adquiría definición. Distinguía el último sol brillando en un campanario y en unos cuantos tejados en punta que estaban encaramados justo a esta parte de la segunda cadena baja de colinas. Se preguntó si llegaría allí antes de la noche y se puso a considerar taciturnamente el problema de conseguir una cama. De repente vio, no muy delante de él, un automóvil con remolque. Era un coche muy viejo, de color crema y polvoriento. El remolque no tenía neumáticos en las ruedas traseras. Debía de llevar allí una enormidad de tiempo. Una pequeña chimenea de hojalata salía del puntiagudo techo en punta y soltaba una tenue voluta de humo. A su alrededor había cestas y potes que aparentemente estaban en venta, y en el costado del remolque que daba a la carretera había colgadas hileras de gorros de terciopelo rojo, hierba sarracena de un naranja brillante y calabazas amarillo pálido. Era un puesto de venta ambulante que probablemente se pasaba allí el verano entero vendiendo esas cosas a los turistas que volvían de sus vacaciones en la zona montañosa. La parte trasera del remolque le daba cara y mientras se acercaba distinguía a través de las alas de lona la forma de una mujer. Era corpulenta y de pelo negro. Durante un momento se preguntó cómo se las arreglaría para vivir en aquel sitio tan pequeño. Pensó en una garrafa que una vez había sacado del río Sunflower. Se había metido a buscar un tronco y, al tocar el fondo arenoso, las manos dieron con aquella garrafa de casi veinte litros. Ató una cuerda al asa, y él y otro chico la sacaron del río. Dentro había un siluro enorme. Se preguntaron cómo se las había arreglado para entrar pues era demasiado grande para pasar por el cuello de la garrafa. Debía de haberse metido cuando era muy pequeño y de algún modo había crecido dentro. Demasiado grande para salir. Pensó en eso mientras miraba a la enorme desconocida. Los otros habían querido romper la garrafa para abrirla y asar el siluro para cenar, pero la idea a él le repelió porque había algo anormal en un siluro que había crecido dentro de una botella. Siguió avanzando, pero pilló los ojos oscuros de la mujer que le miraban por las alas de lona. Se detuvo en la carretera y dijo: —Hola —a la mujer. Ella salió de la pequeña plataforma. Oyó crujir levemente las tablas bajo el peso de ella. Estaba por encima de él pestañeando con el sol en los ojos. Tenía una cara como la del siluro. Oscura y de rasgos romos. Tiesos pelos sobre el labio superior. Con los brazos cruzados ante el gran bulto fláccido de sus pechos. Llevaba puesta una combinación de seda de poca calidad. Tenía los brazos y las piernas al aire; de carne floja, morena. Le sorprendió ver que había unos cuantos pelos oscuros en mitad del pecho, donde llegaba el escote de la combinación. Antes nunca había visto a una mujer con pelo en el pecho. Eso le hizo pensar en aquel hermafrodita del espectáculo callejero de Dodge City. El feriante señalaba al hombre-mujer que se exponía, con un lado de mujer completamente desarrollada y el otro de varón, según aseguraba el hombre. Aquello, sin embargo, no parecía posible. —Hola —dijo la mujer—. ¿No quieres comprar algo? —No tengo nada de dinero —le dijo él—. Pero pensé que podrías tener algo de comer que pudieras darme. La mujer no dijo nada. Parpadeó hacia el sol en un silencio jovial. Él miró las ristras de salvia, eneldo, ajos y pimientos rojos secos que tapaban la parte de arriba de la puerta. Pensó en comida sabrosa, grasienta; se le hizo la boca agua. La mujer se metió en el remolque. Dentro él oyó movimientos pesados como los del siluro que forcejeaba en la garrafa después de haber vaciado el agua. Una cosa horrible. Se habían puesto de cuclillas en la orilla y le miraron hasta que dejó de agitarse. La mujer volvió a la plataforma. —Te daré una manzana. —Vaya, gracias. Tendió la mano. Vio que la palma le brillaba oscura de sudor. La echó atrás y se la secó rápidamente en la pernera de los pantalones de pana y luego volvió a extenderla una vez más para recibir la manzana. Era de un rojo vino oscuro. Podría decir cómo sabía en el momento en que la tocaron sus dedos. La mujer se sentó en el escalón de arriba del remolque. —Siéntate —dijo con voz ronca. —Gracias. Él se sentó en el escalón de abajo, llevándose al mismo tiempo la manzana a la boca. El duro pellejo rojo se rompió, salió el jugo dulce y los dientes se hundieron en la firme pulpa blanca de la manzana. Era como hacer el amor, pensó, cuando trituró el pellejo y la pulpa entre los dientes. Pasó la lengua por la parte de delante de la boca y saboreó el sabor dulce del jugo. Los labios se le curvaron en una sensual sonrisa. La pulpa se le deshizo en la boca. Trató de no tragarla. Haz que dure, pensó. Pero se fundió como nieve entre sus afilados dientes. Se convirtió toda en líquido y se le deslizó garganta abajo. No lo podía impedir. Es como hacer el amor, volvió a pensar. Uno intenta que dure más. Prolongar el dulce momento final. Pero no podía mantenerlo en ese punto. Pasaba y pasaba, se terminaba. Y entonces en cierto modo uno se sentía estafado. —Estaba rica —le dijo a la mujer—. ¡Nunca probé una manzana tan rica como esta! —Sí. A lo mejor. La mujer volvió adentro. Él vio que se volvía a inclinar sobre el cesto y sacaba otra manzana. Bien. Extrajo la navaja del bolsillo de los pantalones y separó los trocitos que quedaban de pulpa blanca del corazón de la manzana que ya había comido para que la mujer viera que seguía con hambre. Ella salió de nuevo, pero no le ofreció la segunda manzana. Se la comió ella misma. Abrió sus propias fauces enormes y la masticó como un caballo. Apartó la vista de ella. Se sentía muy cansado, le dolían las piernas. Era agradable estar sentado cara al sol, una bola naranja redonda directamente encima de la línea púrpura de colinas con bosques. Ahora llegaba el viento por los campos, agitaba la alta hierba en sazón y hacía que suspiraran las hojas de sauce. Pensó en que la mujer estaba allí, en aquel sitio, el verano entero. Durmiendo de noche en un catre al lado de la carretera con la luna contemplando su enorme cuerpo moreno de mujer; con los brazos extendidos para recibir al fresco viento como a un amante. La carne mojada de sudor… La volvió a mirar. Tenía que decir algo para evitar que los labios hicieran una mueca risueña sin sentido. —¿Qué hora es? La mujer gruñó incierta. Él se sujetó el cinturón. —Tu hombre ha ido a la ciudad, ¿verdad? —Sí. Él y mi chico han ido a la ciudad para emborracharse. Se rió un poco. —¿Y qué estabas haciendo tú? —le preguntó él. Ella soltó aire por la nariz y frunció los labios. Sus ojos no se detuvieron en la cara de él. Le recorrieron el cuerpo. Él casi los podía notar. Se echó rápidamente hacia atrás como respuesta a la caricia sugerida. Sus hombros tocaron el bulto redondo de las rodillas de ella. Suaves, como si no tuvieran hueso. Se preguntó qué edad tendría. ¿Cuarenta y cinco? ¿Cuarenta? Podría ser aún más joven. Hablaba de su chico que iba a emborracharse con su padre. El chico debe de tener casi mi misma edad, pensó él. Pero los de raza oscura se desarrollaban pronto. Por ejemplo, la chiquita griega que vivía en su mismo bloque de casas. Iba al callejón después de pasar la tarde detrás del mostrador del restaurante de su padre, entre el cubo de basura y los tres enormes contenedores de desperdicios. Mmmm. Jadeando por aire. Con el duro cemento y todos aquellos olores a humedad fría. Peladuras de papas, restos de melón y posos húmedos de café. Trozos de desperdicios pegados a las palmas de las manos. Pero la dureza que los rodeaba hacía más dulce el bienestar de dentro de la chica. Y ella solo tenía once años. Y los espasmos y los gemidos nerviosos. Anormales, tal vez. —¿Y qué estabas haciendo tú? —¿Yo? Voy a preparar la cena. —¿Qué tienes para cenar? —Carne. —¿Un trozo grande? —Sí. Un trozo bastante grande. —¿Suficiente para dos personas? —No, no lo sé —dijo ella—. Tengo que guardar algo para mi chico. —Probablemente coma algo en la ciudad. —No. No sé. Él sonrió y entrecerró los ojos, pero ella apartó la vista. Clavó los ojos en la bola naranja redonda del sol. Ahora este mandaba unos anchos rayos de un naranja claro por entre las plumosas masas de nubes gris claro. Muy bonito. Le hizo pensar en un vestido que se había puesto su hermana un domingo de Pascua. Calles pavimentadas de oro. Oh, sí. Los raíles negros. ¿Escalera de incendios? No. Las vías del viaducto. Y el tren que pasaba pitando. Su madre. Su voz, ¡qué clara era! Irma, no estés junto a la ventana así. El hollín volando. La confirmación. Los cinco huevos de colores en un rincón. Azul claro, rosa, amarillo y verde. Huevos cocidos. Se preguntó si después los habían comido. Los huevos cocidos estaban ricos. La clara blanca separada del centro amarillo. El amarillo una bola redonda, rica y granujienta, que formaba una pasta en la boca y se pegaba a los dientes para que el sabor durara mucho tiempo después. Mmmmm. Le gustaría tomar unos huevos cocidos ahora mismo. —¿Todavía tienes hambre? —preguntó ella. Se movió repentinamente. Levantó la mano de su regazo y la colocó en la nuca de él. Deslizó los dedos por su cuello y bajo el cuello de la camisa. Interiormente él rechazaba el tocamiento, pero mantenía los ojos en la cara de ella. —Tienes una piel agradable, como la de una chica. —Gracias. —Cuántos años tienes, ¿eh? —Diecinueve. —¡Caramba! Protestó como si la acabaran de pinchar con un alfiler. Se levantó de los escalones y le dio una patada leve y juguetona con la punta de su polvorienta zapatilla. —Vamos, vamos —dijo—. ¡Eres demasiado joven! —¿A qué te refieres con lo de demasiado joven? —¡Diecinueve son los años que tiene mi chico! ¡Mejor te largas! Él alzó la vista hacia ella y vio que era inútil discutir. Grande, corpulenta y oscura, estaba quieta en la puerta del remolque, con la cara levemente fruncida, mirando el sol. Una vieja puerca latina, eso era. Las mujeres así se construyen reglas para sí mismas, más sagradas que la ley más sagrada. Si él hubiera dicho que veintiuno e incluso veinte, podría haberlo hecho con ella, pero no con diecinueve que era la edad de su hijo… Bueno, pues vaya. Se levantó con facilidad del escalón de abajo del remolque y se quitó el polvo de los pantalones. Se volvió a poner la mochila sobre los hombros. Ahora parecía menos pesada. Empezó a caminar carretera abajo. Soltó una risita ahogada y miró hacia atrás por encima del hombro. El coche y el remolque destacaban claramente ante la luz dorada que se desvanecía. Los campos se estaban oscureciendo. Rodeaba un crepúsculo gris. Solo quedaba la punta del sol naranja en la cumbre de las colinas como si allí arriba hubiera un gran incendio. Los ojos se volvieron una vez más hacia el puntiagudo techo del remolque. Vio una delgada voluta de humo que se alzaba de la chimenea de hojalata y oyó ruido de sartenes. La vieja estaba allí atrapada como un siluro metido en una garrafa. Se estaba preparando algo de cenar. Lo tomaría sola. Unos codos gruesos plantados a cada lado del hornillo y los hombros separados encima. Resollando un poco. Pasándolo con café solo que abrasaba. La rica, la jugosa carne. Un trozo grande. La vieja puta. Bueno, ya está bien. Algún día moriría. De alguna enfermedad horrible como el cáncer. Ya había empezado dentro de su carne oscura. Una vieja puta roñosa como ella… Siguió carretera adelante. El aire era fresco. Se había levantado viento. Delante de él vio, confusamente, la blanca estructura de edificios con manchas de una luz amarilla decaída. Todavía podía notar el sabor de la manzana que había comido. La parte de dentro de la boca era fresca y estaba dulce debido a aquel sabor. Tal vez era mejor de aquel modo, con solo aquel sabor en la boca, el limpio y blanco sabor de la manzana. FIN
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
Confesión
Cuento
Frente a mi incensario que deja escapar por las bocas de bronce el humo del sándalo, me he puesto a recordar… Este humo, perfumado y azul, evoca mi juventud a la vera del brasero tradicional de mi tierra; del viejo brasero que posee el secreto de los siglos; el de las buenas abuelas, el cariñoso brasero que hace pasar las mejores noches a los nobles y trabajadores huasos de Chile. Me visita el espectro de mi madre que, sobre todos mis recuerdos, sonríe, toca mi frente con sus dedos de niebla y desaparece… Entonces tenía yo diez años y era la segunda de seis hermanas. Decíase que éramos bonitas y nos llamaban “las ondinas del Rin”, por nuestra larguísima cabellera rubia y nuestros ojos de turquesa. La mitad del año vivíamos en la capital y la otra, la pasábamos en alguna de las fincas de mi padre, lugares fértiles y hermosos, internados en la región del sur. Cuando se aproximaba la primavera, las seis criaturas de salón, correctas y puntillosas, familiarizadas con la historia griega y romana, conocedoras de cuatro idiomas, volvíanse pequeñas salvajes, faltaban el respeto a las rígidas institutrices y aturdían a la indulgente madre con parloteo bullanguero de aves americanas. —¡Qué bien nos vamos a divertir en el campo! Yo, la más soñadora y fantástica de todas, provocaba la risa de mis hermanas con mis salidas románticas, en medio de una vulgar reyerta sobre la propiedad de una fruta o de cualquier baratija de nuestros juguetes. Esto me valió apodo de loca” que me prodigaban en coro. Me embelesaba pensando en los lindos cinturones y pulseras que haría de las tornasoladas pieles de lagartija; buscaba en la imaginación dibujos que ejecutaría, a la manera de los indios, con las blancas semillas del Achiray, y, encerrada en el escritorio de mi padre, las manos negras de tinta, no dejaba un papel ni tapa de libro sin una de mis producciones cubistas o futuristas. El campo tenía para nosotros, además de los árboles, donde trepábamos como urracas, y del lago que el atardecer doraba, la atracción de los cuentos. Trágicas y deliciosas, aquellas noches que pasábamos a la vera del brasero, en la choza del primer capataz. Oíamos con devoción las leyendas macabras de ánimas en pena y de aparecidos en los largos caminos obscuros. Nuestros padres nos enviaban a la cama a las ocho de la noche; nos despedían con un tierno beso, sobre la frente, y el dulce estribillo maternal de “Dios te vuelva una santita”. Las tres mayores teníamos el dormitorio próximo al de la vieja criada, en cuyas manos estaba depositada todavía confianza de la casa. Sabina nos había visto nacer. Treinta años antes, fue ella quien llevó a nuestra madre para que recibiera el agua del bautismo, y eso era su mayor timbre de honor. Las llaves de la despensa, del granero y de la bodega, colgaban de su cinto atadas al cordón de Santa Filomena. Las ostentaba orgullosa, como un soldado sus condecoraciones. Cuando Sabina hablaba regañando, amenazaba tempestad en la cocina, y las sirvientes jóvenes apresuraban sus tareas, tratando de ocultarse ante los ojos investigadores del ama. Sabina nos inspiraba cariño y admiración. Pensábamos: ¡Qué honrada es! Tiene bajo sus llaves todas las cosas ricas: galletas, caramelos, azúcar, vino, dulce, y no toca nada. ¡Sabina es una heroína digna de figurar al lado de Juana de Arco! Comparaba la voluntad de Sabina con mi debilidad. ¡Oh, si hubiera yo cargado por un momento con las preciosas llaves de la despensa! ¡Qué soberbios atracones de dulce; qué largos tragos de vino de Misa !Sólo de imaginarlo sentía en la garganta un cosquilleo que me daba ganas de gritar… Cuando nuestros padres se retiraban a la alcoba, después de leer los periódicos y jugar dos vueltas de brisca, nosotras, “las tres grandes”, como solíamos llamarnos, despreciando a las menores, nos íbamos en puntillas a la pieza de Sabina, y allí, con voz cariñosa y tono suplicante, le pedíamos nos llevase a casa del capataz, para oír un cuento y tomar mate. –¡Llévanos, Sabina! Seremos buenas. Te ayudaremos mañana a recoger los huevos en el gallinero y a desenterrar rabanillos en la huerta para el almuerzo de papacito. —¡No, niñitas; no, soles! Miren que nos puede sorprender mi señora y me retaría. Ya saben ustedes, palomas; a ella no le agrada que salgan de noche: pueden resfriarse. —¡No, Sabina! —implorábamos con voz persuasiva.— Es verano, hace mucho calor; fíjate, estamos transpirando.— Y para hacer supremo el argumento, besábamos cucañeras las bronceadas y redondas mejillas del ama. —Bueno, pues, vayan a ponerse abrigo y ¡calladitas!; ni una palabra a naiden… Sabina cogía un gran pañolón de vicuña y se embozaba en él; desprendía el rosario de la perilla del lecho, y después de besar el crucifijo, lo deslizaba en el gran bolsillo de su delantal de tela azul a cuadros blancos. —¿Está lista la comitiva? — preguntaba Luz, mi hermana mayor. —Sí, sí, vámonos ligerito para estar más rato, —respondíamos en coro. Salíamos, una por una, reteniendo la respiración, íbamos tan ondulantes, bajo nuestros mamelucos blancos, que tomábamos apariencia de gigantescos gatos a quienes les hubiese dado el capricho de bailar en el arabesco que dibuja en las arenas el fulgor de la luna. Leal, el perro guardián, era cómplice de nuestras escapadas. En cuanto nos veía, se arrimaba a nosotros, lamiéndonos las manos y azotando nuestras capas con el vaivén de su alegre cola. —¡Chut, Leal, despacito! Que nos puede oír mamacita, y entones… se acabó la fiesta! La casucha del capataz quedaba tres cuadras de las casas. Se llegaba a ella por una avenida de álamos que separaba a un trigal de un potrerillo de alfalfa. Ese trayecto lo hacíamos corriendo y saltando, envalentonadas por las risas de Sabina y protegidas por la noche. Seguras de que mamá no nos vería, aprovechábamos en disfrutar de todo lo prohibido. Quitándonos las capas, nos echábamos a rodar sobre el trigal, aplastando las espigas y espantando las perdices que allí anidaban. También jugábamos a las escondidas con Leal, que, al sorprendernos, se volvía implacable contra nuestros fundillos. Eran de ver las cavilaciones de mamá cuando la institutriz le llevaba esa prenda de vestir, pidiendo género para remendarla. —Pero si estos mamelucos son nuevos, Miss Ketty. ¿Cómo es posible que los rompan así? De seguro que estas niñitas riñen en sueños con las fieras… –decía nuestra buena madre. —¡Basta palomas! —Así daba la voz de alarma Sabina.— Vámonos niñas, que se les puede pegar en las ropas uno de esos cucarachos venenosos, y picarlas. Ante el terror que nos inspiraba el famoso insecto —que tomaba en nuestra mente dimensiones de buey,— como movidas por un resorte, nos escapábamos del trigo, rogando a Sabina nos mirara, y tirándole una del pañolón, la otra del delantal, la arrastrábamos al claror de la luna para que nos examinase bien. —Ya está; si no tienen nada. Vamos luceros a casa del compaire; puede que tenga pan calentito y matecito de leche… Tres golpecitos a la puerta de caña, y ésta se abría, mostrando en el umbral al primer capataz, un “roto” alto, fornido, vestido de una manera llamativa y pintoresca. Ajustaban sus pantorrillas pantalones angostos, como cosidos en las piernas, y desde el cuello hasta las rodillas colgaba el clásico poncho chileno. Los botines amarillos, con tacones altos y puntiagudos, tenían la forma de una pequeña barca de río. Adheridas al calzado, dos espuelas con grandes rodajas de plata, imitaban dos estrellas. El sombrero de alas anchas y copa en forma de pan de azúcar, no tenía otro adorno que un cordón rojo con dos borlas y un barboquejo anudado bajo las mandíbulas. —Buenas noches mis señoras, pasen ustedes, que yo muy contento de tenerlas por acá. —¡Oye Matea! —gritaba para los interiores de la casuca;— aquí está la comaire con las amitas. A traer panecillos frescos y carbón para avivar el fuego del brasero. Después que Matea pasaba un trapo sobre los asientos, unas banquetitas de bejuco, blandas y limpias, nos acomodábamos a la vera del amoroso brasero, donde invariablemente, a cualquier hora del día y de la noche, hervía agua dentro de un gran cacharro. —Cuéntenos un cuento, Anacleto; a eso hemos venido. Estamos locas por oír ese del animita de aquel pobre arriero que mataron hace tres años aquí, detrás de su casucha en la avenida de las palmeras. –Su merced misia Lucesita, —se dirigía a mi hermana mayor,— con su venia va a ofrecerle este humide huaso el primer mate e leche. Y haciendo reverencioso saludo de gran cortesía en el campo, con mucho ruido en las espuelas, Anacleto alargaba el mate que temblaba en su mano rugosa tostada por el sol. —Gracias, Anacleto; cuéntanos ahora el cuento que te pedíamos. Sentábase el huaso, muy serio, y después de hacer la señal de la cruz, cosa que nos infundía pavor, empezaba. —Este que era mi compaire José arriero de este fundo trabajaor y honrao. El solo se había hecho unos cuantos realitos porque aemás de lo que ganaba en las mulas, había plantao una chacrita con maizal y too. Le iba harto bien a mi compaire en el negocito y en dei pu iñor, tar vez por eso, le tomaron entre ojo argunos picaros sin alma; y una noche que José venía por esta júnebre avenía, le salió un bandío y le rajó el corazón de una puñalá. Cayó muerto el compaire “al tirito”, tan remuerto que aunque le llevaron al hespital y lo vio el méico con unos aparatos, fue inútir; no abrió más los ojos. Pobre compaire; yo lo vi al pobrecillo y me dieron unas ganas de buscar por cielo y tierra al malvao mataor, pa hacer tripillas con él y dárselas después al perro. Pero na; nunca e supo na y eso que se metió la polecía. No dieron con sus rastros. A ver Matea, —interrumpió el huaso,— tráeles pan a las iñoritas sus mercedes, tú sabís, como les gusta er candial. Nosotras mirábamos la cara de Anacleto con los ojos espantados, redondos como platillo. Un pequeño escalofrío nos recorría la espalda, y de vez en cuando, mirábamos la puerta creyendo que alguien nos iba a tirar del pelo, o una mano fría a posarse sobre la nuca. A pesar del miedo, nos engullíamos el panecito que nos sabía a cielo y con la boca llena, pedíamos a Anacleto continuara el cuento. —Gueno pu, —decía este,— ahora viene la parte fea, pero no se asusten mis amitas. Espués que había pasao un año y se cumplía el daniversario del compaire José, una noche escura como un horno apagao, se le apareció al hijo de ña Ufrasia, lavandera del pueblo. Se le apareció con el puñal atravesao en el esquileto con todos los huesos al aire y el corazón colgando. Icen qui era horrible el gesto de su cara. Venía de la montaña haciendo como que, arriaba las mulas pa el potrero. El hijo de ña Ufrasia arrancó a perderse, “patitas pa que te quiero”, gritando: ¡socorro!, y vino a caer a esta mesmita puerta que acaba de abrirse para sus mercedes. Al ruio, Matea y yo nos levantamos y creímos en otro crimen cuando vimos al muchacho tendió, blanco como la harina. Espués de friccionarlo por entro y por fuera con aguardiente, —gastamo mas e un litro e aguardiente del fino, pu,— porque paese que er susto le dio sed y cuando se alentó, nos puso al cabo de lo ocurrío. Y se acabó mi cuento y “paso por una zapatilla rota” pa que comaire Sabina nos cuente otro. Inconscientemente nos habíamos acercado a Sabina y las tres, tomadas de la mano, nos aferrábamos al pañolón de vicuña. —Vámonos, Sabina —decíamos temblando,— vámonos… pero que nos acompañe Anacleto; son más de las doce y es hora de trajín para las ánimas. Salíamos silenciosas, apretadas unas contra otras, sin osar mirar hacia atrás, adivinando las luces de las velas que señalaban el sitio de un crimen a lo largo de la avenida de las Palmeras. Caminábamos ligero, tapándonos los oídos para no oír el silbido de las lechuzas y los gritos de los pavos reales que se desvelaban en el parque. Cuando llegábamos a casa nos deslizábamos despacito bajo las ropas de la cama, cubriéndonos hasta los ojos y transpirando frío de terror, al escuchar el menor ruido. Muchas veces nos acostamos las tres juntas, y entonces más valientes, osábamos mirar hacia la ventana, donde veíamos balancearse en un viejo pino, el suave fantasma de la luna. Abrazadas nos quedábamos dormidas. Frente a mi incensario, sigo recordando. Las brasas se han extinguido. Brutalmente el viento deshace la última figurita que formó para mi regocijo el humo perfumado. *FIN*
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
El legado
Cuento
¡Caperucita Roja! ¡Pobre muñeca rubia, cuya historia tanto hemos escuchado sin penetrar nunca la tragedia de su alma de flor! Como ustedes saben, Caperucita era buena, pero curiosa. Amó demasiado la plática del lobo en la soledad del bosque, olvidando los buenos consejos de su madre. ¡Era tan melifluo el ladino lobo! Sabía mirar tan hondo con sus ojos encendidos como ascuas. Caperucita no pudo escapar de esa red hábilmente entretejida de sutiles encantos, y murió, triturado el corazón entre los dientes de aguja… ¡Pobre Caperucita Roja, frágil cosita de sueño! ¡Con qué pena debemos llorar la muerte de tu alma de flor! * * * En un país cuyo nombre no recuerdo —de esto hace mucho tiempo,— vivía una señora viuda que poseía, como inmenso y único tesoro, una hija. Era la niña tan linda, tan blanca, tan rubia, tan suave, cual rayo de sol, cual copo de nieve; era ángel humano cuya carne fuese hecha de raso y pétalos. La viuda adoraba a su hijita; ella correspondía a ese cariño con beata sumisión. Caperucita debía su nombre al traje que siempre vestía: una hermosa capita y gorro de color rojo, que sentaba a las mil maravillas en sus cabellos de oro y nacarada tez. Cuando Caperucita cumplió quince años, hízole saber la madre todos los peligros a que se expone una criatura sin experiencia, y todos los agrados que trae consigo la conducta honesta y obediente. La niña, emocionada, prometió seguir las amorosas enseñanzas. Como la viuda fuese pobre, ayudábala su hija en los quehaceres domésticos, dedicando sus momentos de recreo a las gallinas, a las cuales daba de comer migajas de pan, y regando las flores, cuyos tallos ostentaban su frescura en las macetas del balcón. Caperucita, diligente, se levantaba con el sol; la cesta bajo el brazo, ligera y bulliciosa, salía a hacer compras. Eran sus andares rítmicos, armoniosos; había tal gracia en la redonda carita, que provocaba el piropo a cuantos la veían. Ella, naturaleza humilde, bajaba los ojos ruborizada y sonreía como el más casto de los querubines. ¡Pobre chiquilla rubia! Una mañana hecha de luz, de cantos, de perfumes, Caperucita, embriagada de sol, sintió la irresistible tentación de ir a bañar sus piececitos al río. El agua clara era su juguete predilecto. ¡Cuántas veces hubo de amonestarla su mamá para que retirase las manecitas casi yertas del chorro del pilón! Caperucita tenía la peregrina ocurrencia de formar un collar con cuentas de agua que brillarían multicolores al sol. Esa tan bella mañana, no pudo la chica sustraerse al deseo de llegar hasta el río. —¿Por qué ha de enojarse mamá —pensó— si vendré a tiempo para hacer la comida? y si me atraso, no le diré nada. —Conforme con su atolondrada reflexión salió, el cestito al brazo. La roja gorrita colgada a las espaldas daba libertad a sus rubios bucles, cuyas ensortijadas hebras flotaban desordenadas al viento. Juguetona, corcobeante, esta cabrita nueva despojose de sus zapatos y en un cerrar de ojos estuvo dentro del agua hasta las rodillas. El río, quieto, quieto, murmuraba apenas un rezo al follaje; parecía dormido en su urna de cristal. ¡Qué rica, qué fresca burbujeaba el agua! En ansia indecible de agradecer el dulce bienestar que le regalaba la corriente, inclinose Caperucita hasta las ondas y les ofreció sus labios. Fue tan musical el chasquido de aquel beso, como el ruido que al caer en el río haría una piedra preciosa. ¿Acaso no eran los labios de Caperucita, un corazón de paloma tallado en un solo rubí? Inconsciente la chica en su felicidad, no había notado dos ojos como carbunclos chispeantes, que la observaban detrás de una barca en la orilla opuesta. ¡Qué iba a notar ella el lobo! Pero la humana fiera, estaba codiciosa de la imagen que se destacaba en medio de la brillante naturaleza, cual una esbelta flor primaveral. De un brinco saltó a la barca, a espaldas de ella, y acercándose sin ser notado, la sorprendió con saludo amable impregnado de perfidias y de mieles. —Buenos días, Caperucita Roja. Benditos mis OJOS que te ven y mi corazón, que a tu sonrisa se adelanta. –Buenos días, señor, —respondió azorada la niña,— ¿por dónde ha llegado usted, que no le he visto? —La corriente me trajo hasta aquí; venía de pescar. ¿Te gustan los pececillos rojos, Caperucita? Son tocayos tuyos. —¡Oh, sí! —respondió juntando las manecitas; y agregó tristemente. —Pero no se pueden pescar; son tan ligeros como los gusanillos de luz que echa el sol sobre el río cuando va a morir. —Caperucita, ¿quieres pescaditos? Yo iré a buscarlos para ti. Mañana los tendrás. —¡Oh sí! ¡Oh sí! —exclamó llena de júbilo;— traeré una tacita de porcelana para llevarlos a casar. —¿Me prometes que vendrás —preguntó el joven tomando una de las inquietas manitas— y no dirás nada a nadie? —¿Por qué no podría contárselo a mamá? ¡Se pondría tan contenta! —No, tontuela; mejor es ofrecérselos de improviso. —Tiene usted razón. Pero ya es tarde y debo marcharme. Puede notar mi madre que he estado en el río. Adiós, señor pescador. —Adiós Caperucita, hasta mañana. * * * Caperucita trabajó aquel día más contenta. El gorjeo de sus cantos subía hasta anidar en las madreselvas que tapizaban los viejos muros de la casuca. La viuda, embelesada, escuchaba empapando su alma en la dicha del tesoro. No sabía la madre el secreto que aleteaba dentro del pecho juvenil, como pajarillo travieso que le hiciese cosquillas. A la mañana siguiente, Caperucita volvió al río, pero llegó a casa sin los peces. No obstante, continuaba en su garganta el arrullo de la alegría. El lobo, el terrible lobo, ya había destilado en su vida la venenosa gota verde de la esperanza. Sin que lo notase la señora, volvió la chica muchas veces al río. Continuaba vacía la tacita de porcelana que había de guardar los pececillos. Y los días pasaban, rápidos cual flechas a través de rayos lunares. Y así transcurrió un año. Caperucita seguía cantando; pero un oído que fuese atento habría notado la tristeza de esas canciones. Además, la niña palidecía. ¿Qué tenía la dulce Caperucita? Ah! estaba enferma de ese terrible mal cuyo verdugo mata martirizando lentamente con sus garras sedosas y finas. Caperucita amaba… Y fue una noche, una noche de viento, de obscuridad, de tormenta, cuando la niña aprovechando el sueño de la madre abandonó el hogar, sin un gesto de piedad para ese inmenso dolor que dejaba dormido confiadamente. El lobo la había hechizado hasta hacerla olvidar los más sagrados sentimientos. La madre enloqueció dé pesar al verse impotente para encontrar el perdido tesoro. ¿Y ella? —me dirán ustedes.— ¿Ella, qué fue de la pobre Caperucita? Cuentan los pescadores de aquel país, que una tarde, cuando venia el río revuelto, encontraron cerca de unos matorrales el cuerpo de la desdichada. Estaban desencajadas sus preciosas mejillas, y aun conservaba las manecitas estrechamente unidas en gesto de imploración. Una gran herida dejaba descubierto el corazón de donde manaba sangre roja, tan roja como sus labios que triunfaron de la muerte en un regio color de rubí. Desde entonces todas las mujeres llevamos el corazón cubierto por una caperucita roja de nuestra sangre. Porque todas hemos sido heridas por el lobo de ojos brillantes, de gestos graciosos, de palabras melifluas… *FIN*
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
El retrato
Cuento
Ven acá, tú anciano, que ahora fijas los opacos ojos en mis páginas; para ti solo, voy a contar el último cuento. No desconfíes de mi narración, y si ella te apena, te ruego ¡oh anciano! te ruego no llores. Serás indulgente con la princesita de mi cuento lo sé; porque ya veo en tus párpados el anuncio del sueño que te llevará a dormir en la gran cuna hospitalaria, hermana de aquella otra de marfil o de pino, donde te recibió, hechizada de ternura, tu amante madre. No temas descender a la cuna augusta, la tierra también tiene dulzuras femeninas. Anciano, préstame el apoyo de tu endeble pecho para que en el recline mi cabeza, di a tu corazón que me escuche, es a él a quien hablaré. * * * En un reino lejano cuyos campos doraba en estío la fertilidad, a orillas del océano azul, vivió ha muchos años una princesa loca, que debió morir al nacer, y digo morir, porque su estrella era roja con el nimbo del signo fatal. Sus padres, incrédulos, se mofaron de los augurios que, después de mirar la “Copa de oro”, le predijeron los magos del reino. No hicieron caso de la trágica advertencia, y ella estaba grabada en la frente de la princesita a raíz misma del pensamiento. La chiquilla era buena, como buena es la tempestad. Su espíritu hecho para los grandes encuentros, no tenía límite en sus audacias, en sus amores, y sus ansias. Ignorando los reyes, sus padres, el temple de esa alma juvenil, temían que aquella espontaneidad, originara malos sentimientos y decidieron poner atajo a su desarrollo, como un torpe jardinero, que poda con filosas tijeras los brotes de una encina, porque quiere que se vuelva arbusto como las otras plantas del jardín. Crecían los rasgos extraños en la princesita, a despecho de las crueles precauciones paternas; —tú bien sabes, anciano que no hay atajo para el reflujo del mar; por el contrario, parece que se enfurece cuando quieren cabalgar sobre sus lomos inquietos. ¿No te advertí al principio, que la princesita era buena como la tempestad?—. Crecía esbeltamente, cual los trigos de aquel reino prodigioso, y era aficionada a soñar. Todos sabemos que los sueños son trampa de la fea realidad. Cuando llegó a la edad del corazón, la impetuosa princesita se dispuso al amor, buscando entre los principies rubios, aquel que dijera mayores ternuras en su rosado oído. Para desgracia de ella, quien sedujo su alma fue un paje aventurero, que cantaba como el pájaro azul, y que hacía tan bien la comedia del dolor, que la princesa emocionada lo amó por compasión. Más tarde, cuando ya no había tiempo de arrepentirse, pudo ella ver el interior de ese elegante paje. Era de trapos raídos el corazón, como el de los títeres que sirven de inocente diversión. Anciano, anciano, que pena horrible experimentó la pobre princesita; la misma angustia que tendrías tú, si vieras que el viento derriba las florecillas plantadas por tu propia mano en el huerto —tu tienes un huerto, ¿verdad andino?—. Uno a uno, cayeron los castillitos que levantó su fantasía. Ella, todavía de pié entre las ruinas, parecía una palmera joven castigada por el rayo de la ira divina. Al verla próxima a sucumbir, todos los malos huracanes comenzaron a golpearla, el mundo desatado en sus lúgubres pasiones quiso hacerla su víctima. Con boca profana lanzaba en el bonito rostro el soplo amargo de sus impíos deseos… Sufrió la princesita, hasta sentir en la médula de sus huesos el frío de la maldad. ¿Fue mala? No sé, no sé. Lloraba mucho, alguien le ha dicho que las almas que lloran tienen perdón de Dios. Sí, la princesita lloraba, con los ojos fieramente fijos, y las manos crispadas sobre el corazón. Era buena, buena, como la tempestad. Al cabo de algunos años de rudo combate por la vida, porque la chiquilla quedó abandonada de todos, silenciosamente triunfó en ella el bien. Esa cabecita loca hecha para todas las bellas frivolidades, se inclinó cargada por el peso de la meditación, y sus manos, antaño mariposas traviesas, se volvieron dos monjitas blancas de esas que amortajan a los muertos anónimos. Su boca ya no injuriaba a la suerte, la paz la había sellado con un dulce beso de resignación. Ella era buena, hija de la tierra, apasionada y calma, hija del mar, fresca y vibrante hermana de la tempestad. Para reposar tranquila sólo aguarda el perdón de un alma buena. ¿Quieres dárselo tú, anciano; tú que inclinas la frente hacia el seno del Señor? Al contarte este cuento a ti, sólo a ti, he pedido que pongas como oído tu corazón. *FIN*
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
Mahmú
Cuento
Este que era un hidalgo pobre, pero de justo y noble corazón. En sus épocas de miseria, supo encontrar el medio de animar a su esposa y sonreír al tierno infante su hijo. Rechazó con energía los procedimientos poco escrupulosos de proporcionarse bienestar, prefiriendo tener un físico escueto por las privaciones; eso le daba mayor aire de señoría —decía, chanceándose— y su lema fue: “Hidalgo honrado, antes roto que remendado”. El severo varón era de ánimo dulce, incansable amigo del bien. Vivió en la tierra de los hidalgos —¿vosotros sabéis donde es, verdad, lectores?— Por allá en el año… tengo mala memoria, perdonadme, pero no recuerdo. Sucedió que el asiduo luchar, encaneció sus cabellos prematuramente, y encorvó sus espaldas. A pesar de ello, jamás nadie observó en su rostro cetrino, la mueca de un disgusto. Proporcionaba sumo agrado al extranjero, estrechar esa mano flaca, ceremoniosa, que parecía un escudo de nobleza cuando para saludar, la apoyaba galantemente contra su corazón. Crecía el infante a la vera de tan saludable sombra, repartiendo sus caricias entre la hirsuta barba del hidalgo, y los resplandecientes cabellos de su madre. Era muy pequeño aún, cuando un traidor encuentro con los moros arrebató la vida del afable señor, y a su vez la pena de esta ausencia eterna, apagó como un cirio los ojos de la madre. Por mucho tiempo, los feligreses de aquel lugar, vieron entrar el mancebo al recinto de los fieles, llevando entre sus manos grandes ramos de lirios. Distribuía esas flores religiosamente, sobre la losa donde, olvidados de la vida, dormían sus progenitores. Después de un fervoroso soliloquio, se retiraba el muchacho con paso firme, dejando la custodia de la fosa amada a los lirios, blancos pajes del silencio. Como herencia sólo le habían quedado, el recuerdo del ánimo tesonero del hidalgo, y la sangre azul que circulaba en sus venas. Dedicose el huérfano al trabajo, haciéndose cargo de las fincas de un burgués. No era de su agrado este deslucido oficio. Sus sueños lo remontaban a épocas de guerra, haciendo resaltar en su mente episodios leídos en libros de caballería, donde se producían sangrientos encuentros y raptos de hermosas doncellas, que terminaban por enamorarse de los arrogantes enemigos. Entregado enteramente a sus labores de campo, apenas el muchacho tenía tiempo para distraerse. La noche lo tumbaba rendido en el fresco camastro, sin otro deseo que cerrar los ojos, y dormir. Los domingos se allegaba a la fuente para recrearse, mirando las caras rozagantes de las mozas, pero no se atrevía a dirigirles la palabra, porque su carácter era excesivamente tímido. Guardaba su salario intacto en el fondo de un carcomido arcón, con el paciente propósito de reunir una pequeña fortunita, para emprender un largo viaje. Al cabo de varios años, casi agotado por largas fatigas, se encontró poseedor de algunos maravedíes en oro, y pensó entonces, realizar sus ardientes deseos de rodar tierras. Cuando tuvo todo listo, suspendiose al cuello un escapulario con la imagen de la Virgen de los Desamparados, colgose al cinto la espada del hidalgo, y partió. Los campesinos de la comarca viéronlo alejarse entristecidos. El muchacho era bueno; un coro de bendiciones lo acompañó en el camino. Al cabo de unos meses, como no tuvieron noticias, lo echaron al olvido, fiel compañero de los que se despiden. * * * —Que si, que no, —disputan, en el umbral de una rústica vivienda, dos ancianas lugareñas. —Que no, mujer, que no puede ser. Cómo quieres comparar a este hombre acabado, de andar vacilante, con el joven que partió hace cinco años; el otro era fuerte, trabajador, y este parece un mendicante. —No discuta, vecina, sobre lo que no está segura —respondió la más anciana. Reconozco al antiguo empleado de mi amo en este mancebo. Sus ojos eran azules como cuentas de aderezo; ahora están más turbios, pero es su misma mirada tímida. —Ahí viene —exclamaron las dos en coro— ya sabremos a que atenernos. Un hombre avanza por el estrecho sendero, un hombre, si es que así puede llamarse a la extraña figura que se acerca; ¿es el hijo del hidalgo? La flacura ha espigado su talle, y en el fondo del cráneo titilan los ojos, como próximos a extinguirse. Camina sonámbulo, sin fijar la vista en los sitios familiares; su andar es débil, lleva la cabeza baja hasta tocar su pecho con la barba. Doblegado por el peso de un gran abatimiento, busca refugio en la tumba de los padres, tanto tiempo abandonada. —Perdón, padres míos. He venido arrastrándome a buscar el calor de vuestros recuerdos, cuando nada me quedaba de pureza. Mi alma está pobre, pobre, más que el lazarillo del mendigo, y hay tanta tristeza en mi interior como en un campo desvastado. Tronché con inquietud febril, todo lo bello que salió a mi encuentro, mancillé ilusiones, destrocé el alma que me ofreció un amor sencillo, hurgué en el vicio, y en su charco dejé mi sana juventud. ¡Ah si pudierais ver lo enfangado y harto que está mi espíritu, no me maldeciríais, muertos míos! Sólo me resta terminar la obra destructora… Al decir esto cruzó en un azote negro la frente del mancebo el látigo del misterio. Largo rato estuvo caviloso, apoyado en el muro del templo. Luego, como saliendo de un sueño, cogió el ancho sombrero caído sobre las losas y salió del recinto, tambaleante, pesaroso en dirección al camino que llevaba a la montaña. Sus manos fuertemente oprimidas contra el pecho, trataban de sentir la última caricia pura, la caricia de la Virgen de los Desamparados, que colgaba a su cuello. Acercándola a sus labios, puso el beso desmayado de su alma en la imagen bendita, y en un impulso desesperado arrancó de su cinto la espada del hidalgo, para atravesarse el corazón. Pero el viejo puño de bronce cedió, abriéndose en dos, y cayó de su hueco este amarillento pergamino. A Gonzalo de Lara “Hijo mío: Guíame al legarte estos consejos un sentimiento de humanidad, y el propósito de volverte un caballero serenísimo, dueño de tus pasiones y de firme voluntad, como tal debe ser el hombre que hereda el linaje de tu padre, y de tanto valiente antepasado. Estas líneas, trazadas por la mano de un anciano, mano impregnada en la experiencia del combate por la patria y por la vida, te darán, fortaleza en horas desfallecidas, y reconforto en tus instantes de amargura. Comenzaré por advertirte, hijo mío, que del camino que tornes dependerá tu felicidad. No vayas de prisa por la vida, observa con ojos profundos todo lo que te rodea, aprende a extraer del mal que te acecha, el fruto que es el bien. Si logras establecer una estrecha amistad con tu espíritu, no te exasperarán las sañudas e inflexibles dificultades que fatalmente esperan en mitad de la ruta, para hacer tragar al hombre el agrio polvo de que fue hecho. Quiero hijo mío, que formes para tu culto, un ideal fuerte, cuyas raíces estén firmemente atadas a la belleza de tus sentimientos. Cuídate de todo lo que reluce, el exceso de fulgor, es el mejor medio para dejar la mente en tinieblas. Me es un deber prevenirte, no tengas muchos amigos; ten presente que cuando el diablo reza engañarte quiere. No des gran importancia a los seres humanos, ayúdalos siempre, consuélalos cuando puedas. Tampoco tomes estrictamente los consejos y alabanzas. Los primeros, rara vez son desinteresados; las segundas, son armas definitivas para lograr un propósito. El hombre es susceptible de engañarse. Me parece acertada la comunión con la naturaleza; ella es fuente insondable de sabiduría; si te fijas bien, encontrarás en sus gestos la enseñanza que precises para allanar tus dificultades. Observa también a tus inferiores; en más de una ocasión te servirán ellos de provecho. Nada hay bajo el sol que no encierre un ejemplo. No huyas el sufrimiento, hijo mío, antes bien búscalo, sólo así alcanzarás serenidad. Tú, con tu propio esfuerzo, debes de horadar el duro lecho de piedra donde ella se esconde. Las primeras decepciones preparan para la lucha futura, son el nervio de la energía. Todo ser lleva un tesoro dentro del corazón. Guarda el tuyo, hijo mío. Cúbrelo con tus dos manos formándole una defensa; no permitas que aquella larva venenosa, incansable perseguidora de la juventud, escoja en él su guarida. Acrecienta ese tesoro enriqueciéndolo en bondades, como la hormiga provee de alimentos su cueva de invierno. El te dará pan moral, más tarde, cuando solo y dolorido te haya botado en la playa de la vida, el fogoso corcel a cuyas crines va asida la inconsciencia. Abandona el camino por donde vayan tus hermanos ataviados de relumbrantes oropeles, fantochesco ropaje, con que cubre sus miserias la hueca farsa humana. Viste de peregrino, hijo mío, y golpea rudamente con tu cayado en la roca interior, hasta que brote el agua limpia del bautismo, agua donde deleitada, bajará a saciar su sed de bien tu alma. Adelante, y no desmayes, pon tu frente vuelta hacia los astros, y tu corazón descubierto a los malos y buenos vientos. Acoge en tu seno al desgraciado, tiende tu diestra al que te injurie, no rechaces las benditas penas que enseñan y redimen. Entonces, sólo entonces, hijo mío, recibirás la sagrada palma, que te envía el Omniscio Señor de todos los mundos y justísimo tribunal de las alturas celestes. Paz te desea Tu padre” * * * Cuentan las crónicas de aquel país de hidalgos, que ha muchos años, fue encontrada en lo espeso de las montañas una cueva sombría. Dentro de ella, respetado por los siglos, dormía un ermitaño el sueño eterno. Su faz alargada por los ayunos, era la imagen misma de la serenidad. Guardando el olvido del severo asceta, echado a sus pies, con las crines rebeldes y el mirar tranquilo, custodiábalo un león. *FIN*
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
¿Quién eres?
Cuento
—¿Qué es el dolor? —preguntó una vez un chiquillo a su madre. —Qué dices hijito? —contestó ella, enarcando sus cejas en movimiento de complejidad y duda. —¿Qué es el dolor? —repitió la criatura, alzando su vocecita de flautín, con el gesto mimoso de su boca rosada. ¡Oh santa ignorancia de las pasiones! ¿por qué no anidas para siempre en la cuna amorosa del alma infantil? Dejó la joven madre su labor cerca de la lámpara, que alumbraba tibiamente el grupito amable, y tomando al nene entre sus brazos, enternecida, le habló: — ¿Por qué me haces tan extraña pregunta, nene de mis entrañas? ¿Quién ha pronunciado a tu lado esa palabra? Y la mamá, apretaba con sus manos largas desnudas de joyas, manos de monja o de mujer honrada, la fina cabecita. —Mamita, me lo dijo la vecina, aquella viejecita que suele traerte flores para la Virgen. Verás. Primero me preguntó por ti, con esa voz que parece estuviera siempre llorando. “¿Cómo está tu mamita, nene? ¿Siempre tan sola? Tienes que cuidarla mucho”, dijo: Y después, suspirando, mientras yo jugaba con el gato en su puerta, ella hablaba sola y murmuraba: —Santa de Dios, y dicen que hay justicia cuando en esa pobre alma parece que la tierra se hubiese ensañado. ¡Oh dolor, dolor!, exclamó tan fuerte la viejecita, que yo me asusté y vine corriendo. —¿Decía así?… —interrogó la madre, estremeciéndose en un impulso helado de su alma. —Sí mamita, sí. Por eso te pregunto qué es el dolor. Palideció la mujer; un gotear de lágrimas silenciosas rompió el cristal de sus ojos enigmáticos: ojos de iluminada y de bestia humilde. —¿Por qué lloras mamá? ¡No quiero que llores! —gimoteó el chiquitín, acomodando su minúscula personita en el regazo maternal. El chico miraba hacia la ventana donde se veía, a través de los cuadrados, caer la espesa obscuridad de la noche, como un presentimiento agorero en el silencio de los campos. —Tengo miedo, mamita; tengo miedo. —De qué, hijito mío? —De tu llanto y de la oscuridad que veo desde aquí —y el chiquillo señalaba la ventana. —No te asustes, nene mío, no es nada. ¿Quieres dormir? —Bueno, mamita, —y la cabecita confiada, buscó el hueco blando de los brazos maternos. La llama de la lámpara tenia el palpitar desmayado de un corazón enfermo. Colgado a los barrotes del lecho se balanceaba, imperceptiblemente, un negro crucifijo de ébano con sus brazos de plata, abiertos como alas lunares. Las dos camas blancas, extendidas sin una arruga en las simples colchas, daban la impresión de que hubiese puesto en ellas las sonrisas de sus ojos la Madre de Dios. Suspendido entre las cabeceras, relucía un marco acerado, sosteniendo, en sus extremidades la imagen de un hombre: Dulce la mirada, correcto el corte de la nariz, funesto el pliegue de la boca. —¿Qué es el dolor, mamita?, —balbuceó débilmente entre sueños el hijito. La madre nada dijo, pero sus dedos afilados se crisparon, y levantándose en un gesto desconsolado y rebelde, señalaron el retrato, donde reía y reirá siempre la eterna causa del dolor femenino. *FIN*
Wilms Montt, Teresa
Chile
1893-1921
También para ellos
Cuento
Mi muñeca fea, desgarbada y triste, es una figura soñada bajo la influencia del hachís. Es de esas muñecas, que arrancan de los labios infantiles una risa acariciadora, y el mejor sentimiento de bondad a sus almas puras. Los niños quieren a sus juguetes feos, los compadecen; presienten ellos que la fealdad es un defecto inexcusable en la vida… Mi muñeca larga, larga, como el bostezo de un hambriento, se llama Mahmú. Sus anchos pies están calzados por lindos borceguíes castaños; dos poemas de zapatero viejo, que al coser los botincitos hilvanó en ellos sus últimas ilusiones… Apoyada en el espejo del tocador me mira la muñeca, con sus ojos de jirafa mansa, fijos y brillantes como si llorasen silenciosamente. —¿Qué tienes, muñequita mía? ¿Por qué se humedecen tus ojicos? Pobrecita, la traigo a mi cama, apretada entre los brazos, le arrullo, le canto, juego con su cabecita, destrenzando sus sedosos cabellos color de avellana. Mi Mahmú es la única figura que, como yo, se asemeja a un ser humano; la única que conoce mi soledad. De tanto mirarla, en mi ansia de ser comprendida, he traspasado un soplo de entendimiento a sus miembros de trapo. Me habla y dice: —Hace frío, ¿verdad? —Sí, hace frío —respondo. —¿Y no hay sol? ¿Dónde estamos, Teresita? —¡Ah, muñequita! Este es tu país natal; no lo recuerdas porque al salir de aquí no tenías pensamiento. Reposabas muy tiesa dentro de una caja de cartón, acuñados los brazos con pajitas de arroz. —Entonces ¿estaba muerta? —me dice con su vocecita nasal. —Sí, muñequita, guardabas frío silencio; eras el ídolo de muchas criaturas que vislumbraron tu carita en las vidrieras de un almacén. Tú esperabas, sin imaginarte, que manecitas infantiles vendrían a darte calor, animación. —Entonces ¿tú eres una niña? ¡Pobre Mahmú! No sabe cuánto me duele su pregunta, ni se ha fijado que vuelvo la cara para que no vea mi angustia. —No, muñeca mía, no soy una niña. Las chiquillas no conocen las miserias, no han penetrado la vida, y tienen una madre que las besa protegiéndolas, como yo a ti. Guardamos silencio, ella en su corazón de estopa, yo en el mío de piedra. Nieva; el cisne, caballero del invierno, deja las heladas plumas de su pecho en mi balcón. Yo pienso, recuerdo… —Oye, Teresita —me interrumpe Mahmú— las otras muñecas ¿pueden hablar como yo? —Sí, Mahmú, las que han sido compradas para los niños. —¿Cómo son los niños? —¡Ah!, tú no puedes imaginarlo, Mahmú. Ellos son poetas vírgenes, son sabios de frente tersa, sus miradas trascienden una dulzura que da ganas de llorar. Sí, Mahmú, las muñecas hablan por la boca de los nenes, y gimen y ríen… Yo no sé por qué me apena decírtelo, pero tú has caído en manos de una juventud anciana. Mis ojos no pueden mirarte como esos ojos límpidos, espejos del cielo, y lo que dice mi boca es un doloroso remedo de aquello que hablan los niños. ¡Ah, los hijos! Habrá palabras para decirte cuál es la incomparable felicidad que ellos regalan con sus besos al corazón de la madre; ellos son bondad, son fuente de pureza. Con solo verlos brota del alma un acto de contrición, así como brotan espontáneas las flores bajo la caricia del sol. Los hijos son el radioso lucero en la noche tormentosa de la vida. Si se van, o se mueren, jamás se les olvida; la ausencia y la muerte no son capaces contra la gloria única de ese amor. ¡Ah, los hijos, los hijos! —Teresita, tu voz tiembla, está húmedo tu rostro, ¿lloras? —No, muñequita, hace frío… nieva… hay un eterno invierno dentro de mi corazón. Mahmú afligida se esconde entre mis brazos; sus manecitas pequeñas, rellenas de algodón, resbalan suavemente por mi rostro, y me dice al oído con voz entrecortada: —Teresita, yo te quiero tanto; Teresita, tengo ganas de rezar… FIN
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
El cuarteto de cuerdas
Cuento
Una noche de esas noches cálidas de verano, en que todo el cuerpo se vuelve pulmón para respirar, buscando fresco, con la dificultad del que busca oro, me dirigí con paso lento a las afueras de la ciudad. Después de mucho caminar y maldecí la temperatura, di con un rincón a mi gusto. Era éste una hondonada en medio de un rústico jardín. Verde abajo, blando musgo, azul arriba, incendio de astros, y como orquesta, una fuente deslizante entre las piedras. Libre de inquietudes, suspirando de bienestar, despojeme de mis atavios, –ridículos atavíos de moderno peregrino— y tendida de cara a los espacios, me dispuse a soñar, dormir o espantar los mosquitos, que es la diversión obligada de todo paseo campestre. No lejos ranas, sapos, y otros molestos animaluchos, oficiaban sabatinas en el saxófono de sus gargantas, cobijados bajo la espesura de las plantas enanas. Pardos murciélagos dibujaban misteriosos círculos en el aire, y las luciérnagas chisporroteaban en la sombra, zafiros y esmeraldas. Desnuda, la noche abanicábase en la corona de los árboles, lanzando a los cielos su respiración agitada. A sus pies, las rosas exhalaban el perfume de la tierra fecunda. ¡Qué beatitud seráfica dentro de mi ser! ¡Ah! ¡si llegué a creer que había muerto! Adoro la noche que nos hace sentir la placidez del alma naturaleza; la santidad de tanto ser que vive más allá del pensamiento; y, como os decía, tal era mi paz interior, que imaginé había muerto. Profundo fue mi letargo. No supe darme cuenta de si aquella voz que hablara a mi oído, era voz humana o voz de presentimiento. Comenzó así: —Vengo desde muy lejos a reposarme y encuentro que has usurpado mi sitio. Pero no importa, quédate; desahogaré contigo, criatura mortal, el secreto amargo que traigo de mis andanzas por esos mundos de seres intangibles. Presta atención —susurró la extraña voz.— Los hombres del siglo pasado me llamaron genio; si te acercas a mi fosa, verás sobre ella, la insignia del búho sapiente. No desdeñaron elogios; también leerás en las preliminares páginas de mis obras la palabra inmortal. —Sentí que la voz se hacía irónica, despedazada.— Engreído en mis saberes todo penetré: ciencia, liturgia, magia, química, física, poesía, filosofía. ¡Oh loco delirio de soberbia! creí que en mi cabeza la verdad encendía su tea. Me proclamaron apóstol, quemando ante mí ¡humano Icono! los inciensos y mirras destinados a los dioses paganos. Bajo el sayal de humildad, rebelde a la modestia, pavoneábase erguido mi espíritu fatuo. Infeliz de mí. Hueca estaba mi mente como espiga sin grano. En el apogeo de este nefasto esplendor, llegó la inevitable. Irritada sin duda de tanta falsedad, de un solo tirón, despojome de la mísera vestidura que ahora pudre entre laureles, allá en el rincón del campo santo. Separado bruscamente del mundo de los hombres, contempleme desnudo ante los implacables ojos de mi conciencia. En un instante, la muerte habiame transformado en juez de mi propia causa. Tuve horror de ver tanta bajeza reunida; enrojecí, vergüenza sentí de mezclarme con las otras almas errantes del espacio, y huí del fulgor de los astros hasta perderme en la nebulosa. Interesadas mis compañeras en el fallo de mi conciencia, único arbitro de ambos mundos, siguieren mi vuelo. Yo me esforzaba por aventajarlas. Una de ellas, la más frágil de todas, comprendiendo la tristeza que me embargaba, me siguió llena de solicitud. Al oír junto a mí el ruido de sus alas, apresuré la fuga, y de un solo envión me hundí en las frías sombras. “Detente hermana, gritaba mi perseguidora, detente, alma temeraria. Esa región del Saos donde te lleva tu fatal vuelo, está inexplorada. Grave peligro te amenaza. Por Dios, retrocede, Te lo suplico”. Como hacía poco había perdido mi humana envoltura, aun perduraba en mi los instintos, y movido de curiosidad le interrogué. Afable, plena de gracia, respondiome: “Vas hacia lo ignoto, hermana. Desde hace muchos siglos nadie ha penetrado el paraje donde diriges el vuelo. Hay en él algo inexplicable, en vano yo y mis compañeras hemos tratado de indagarlo; tal vez ocultó allí el creador el arcano que rige los mundos; tal vez sea la nada… No sé, no sé, pero no intentes penetrar la nebulosa …” Yo escuchaba y en mi espíritu nacía una esperanza. Quizá encontraría en aquel sitio la expiación de mis pasadas flaquezas, ¡qué grande alivio! Sin pensarlo más, seguí avanzando en las tinieblas . ¿Cuánto tiempo estuve allí?, lo ignoro. El silencio me envolvía en fajas de hielo, iba petrificándome como pedazo desprendido de planeta muerto. Desesperadamente trataba de luchar contra el sopor que embargaba mis alas, creí sucumbir. Jamás olvidaré aunque atraviese los siglos, jamás, la dulce sensación que experimenté cuando una mano de mujer, mano blanda cual las blandas manos de las madres humanas, tomándome como un pajarillo entre sus dedos cobijome en el tibio hueco de las palmas. Luego, con una voz que no escuché tan armoniosa en los tiempos de mi juventud, me habló de esta manera: “Paz, hijo mío, paz. Muy osado debiste ser en el mundo, cuando en esta región para ti desconocida te aventuras a tan arriesgadas empresas. ¿Qué te ha traído hasta mi solitario albergue? Después de Cristo no ha venido alma alguna a golpear mi puerta. Habla hijo mío, acaso seas el mensajero del mundo que ha tanto tiempo aguardo”. Nada respondí, inmenso dolor hizo inclinar mi frente. “Ven apóyate en mi corazón, hijo de la tierra amada, yo calmaré la angustia que leo en tus ojos, te daré serenidad”. —Oh mortal, si tuvieses la inefable dicha de escuchar la delicia de esa voz, pasarías los tiempos de rodillas, sumido en éxtasis. Pero esa voz se escucha más allá de la muerte, y es sólo para aquellos que saben encontrarla. No continuaré hablándote de esa noble mujer ella es modesta, las alabanzas hieren su oído. Confiada, llena de fervor pasé entre sus manos los umbrales de una mansión incomparable. No creas que en ella había fastuosidad, tono aperlado velaba las cosas, que eran pocas. Había allí flores, las más humildes que nacen en la praderas, pájaros de todos los climas; libros, todas las obras modestas que en el mundo desdeñamos, y sobre una piedra de granito, abiertos los viejos brazos, un volumen donde resaltaba profundamente grabado en letras de oro este nombre. Salomón. Observando ella que fijaba mi atención en esa páginas cuya escritura y lenguaje no conocía, díjome: “Este libro y todos los que ves en esta estancia, son de mi hermana menor que alberga conmigo”. —Ya puedes imaginar tú que me oyes; mi extrañeza al encontrar tan lejos de la tierra a esa criatura rodeada de cosas familiares, extrañeza que aumentaba al darme cuenta del interés no disimulado, que sentía por los habitantes del pequeño planeta. Me interrogó sobre los asilos de menesterosos, de huérfanos, de idiotas; preguntome por las ambiciones y afanes del siglo; pero, llegó al coludo mi estupor, cuando la vi entristecerse y dejar caer sobre su pecho la cabeza orlada de albos cabellos. “Tengo muchos enemigos en tu planeta –díjome, suspirando. A los hombres les debo mis cabellos nevados. —¿Cómo, interrumpí yo; cómo tu que vives tan lejos del mundo, puedes ser maltratada allí? “Así es, —dijo ella, inclinando la frente.— No puedo explicarte, hijo mío; es demasiado doloroso, pero es así”. —Dime, te lo suplico ¿quién eres, misteriosa señora, que tan afable acogida me has hecho? ¿Por qué vives tan sola y retirada con tu hermana? “Ella y yo estamos desterrados desde hace veinte siglos. Cuando se consumó la tragedia del Gólgota, escarnecidas por los hombres, huimos de esa inhospitalaria tierra”. “Pero —agregó, reprimiéndose,— no seas curioso, hijo mío. Harto has penado purgando tus vanidades, no quiero que sufras por las miserias de los que aún vagan engañados en el mundo”. —Gentil señora; dulce amiga, te estoy agradecido. Quiero saber a quién debo la paz. “Sea como gustes, díjome severamente triste. Y plegando los labios en una sonrisa que dibujó un tenue refleja de ironía, me susurró quedamente: Mi hermana es la Sabiduría y yo soy la Bondad”. Terminando su relato, sollozó la extraña voz de la aparición, y sin decirme adiós, se alejó pausadamente de mi oído. Me levanté de un salto; esas revelaciones hundiéronse perforando agudamente mi cerebro. Cogí con precipitación mis atavíos de moderno peregrino, y, sin mirar, salí al camino. Interrogué a la noche en un afán incontenible de persuadirme que había soñado: ¿Es cierto que la bondad no existe? Y llegó hasta mi la silenciosa respuesta, en la palidez de las estrellas, en el llorar infantil de la fuente, en el chillar siniestro de las aves nocturnas. Cuál reina empuñando su cetro, apareció tras la montaña, la luna, torvo el ceño, roja de ira, castigando al mundo en un azote de sangre. *FIN*
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
El foco
Cuento
Job, era el nombre de un modesto pollino que tenía por exclusiva tarea, llevar, desde el trillo al granero, las alforjas repletas de rubio trigo. Estaba viejo el pobre Job. La carga y los palos que, sin mayor motivo, propinábale su arriero, le habían aniquilado. A pesar de todo, humilde, resignado, cumplía con su deber, pensando, allá en las tinieblas del calabazudo cerebro. que su destino era morir, las alforjas sobre el lomo, durante el cotidiano trajín. Como la providencia es maternal y a toda cuita da su alivio, sucedió que Job fue jubilado en repentino ablandamiento sentimental del amo. Era tiempo. Catorce años de trabajo asiduo, del alba al crepúsculo, bien merecían recompensa. Job se la ganó honradamente con abundante sudor de sus costillas. Libre ya de penurias, nuestro peludo héroe fue llevado al potrero, donde serpenteaba cual rayo de luna, un despreocupado hilo de agua. Verdino estaba el campo, mansa la pradera, y extendido manto de sedas flotaba en las faldas de la montaña. Job abría grandes las fosas nasales, resoplando sobre las yerbas, aspirando sus frescuras. Sus orejas se movían a impulsos de graciosos gestos, que él hacía para percibir mejor las notas bulliciosas de los miles de insectos que amenizan la gran fiesta estival. Su hocico iba de un lado a otro, voluptuoso de golosinas vegetales, mordiendo sin método toda clase de malezas sabrosas. Por fin se regalaba a gusto después de una vida de privaciones. Entre tanto halago recordaba el infeliz su juventud. “¿Fue acaso juventud la mía?”, se preguntaba. Nació hermoso. El cuerpecillo cubierto de rizada piel plateada, vacilaba sobre las delgadas patas. Largas, derechas, las orejas amenazaban tocar los cuernos de la luna. Así se lo decía su honesta madre, una paciente burra de noria, en tanto que amorosa hacía el aseo del hijo, lamiéndolo tiernamente. Cuando Job pudo comer cascaras de patata, corteza de melones y otras blandas cosillas, brutales los arrieros arrancáronlo de la protección materna, y sin consultar su vocación, le pusieron al trabajo. En su joven seso, no concebía Job seres desalmados. —¿Por qué podían ellos existir si él era resignado y ante todas las vilezas doblaba su larga cabeza gris? Pero había hombres crueles, pues él sentía que cargaban sus ancas con pesos que su cuerpecito endeble, de tierno pollino, apenas podía resistir. Sufría mucho. Llenaban el corralón sus rebuznos doloridos. ¿Mas quién prestaría atención a un burro? Al cabo del primer año de trabajo, su conducta obediente llamó la atención del mayordomo de la granja, y éste bautizolo, irónicamente con el nombre de Job. También recordaba el cuadrúpedo las bromas de sus compañeros de establo; amargo sabor subía a su gaznate, volviéndole incomibles las jugosas verduras. Una noche, después de rudo trabajar, advirtió que su corazón se abría dulcemente al amor; también los asnos tienen corazón. La silueta robusta de una hermosa yegua baya que pacía en los alrededores del establo, turbó su tranquilidad. Espontáneo, lleno de entusiasmo acercose el inexperto jumento al objeto de su inquietud y puso a sus patas la ofrenda de pasión. Más le valiera haber guardado su entusiasmo. ¡Infeliz Job! Como recompensa recibió un par de coces, viniendo a amargar sus recien nacidas tribulaciones, los rebuznos de insolente regocijo con que acogieron tan celebrado gesto los gaznápiros del corralón. Desde entonces, el desengañado burro escondió sus sentimientos, dedicándose a rumiarlos tristemente, mientras hacía el camino desde el trillo al granero y desde el granero al trillo. Todo a su alrededor predicábale esperanzas. La campiña luminosa, inmenso racimo de apretados trigos; los árboles donde anidan las voces del sol y de la vida, el collado quebrado en sombras, que se ofrece a las alturas celestes en holocausto de mieses aromadas. Job no parecía oír ni gustar de nada: llevaba muerta la ilusión. Dicen los sabios, que a los burros les basta un desengaño para curarse de la fantasía. El jumento aceptaba todo. —¿Qué es la resignación sino agonía de ideales?–Así, cuando Job se encontró libre de esclavitudes, experimentó alivio y dolor. Érale angustiosa la libertad; sentía el cuadrúpedo la melancolía de un preso que en cadenas hubiese perdido la vista. Estaba viejo. Jamás, jamás brotaría en su corazón aquel capullito que antaño le hiciera estremecer de amor. Vagaba ahora por sotillos y potreros, gustando sólo del alimento, como un anciano temeroso de soñar… Y sucedió que una de esas tardes de vagabundaje, vínole repentino deseo de aventura y echando la pena al lomo, salió a recorrer desconocidos senderos, sin volver la vista hacia atrás. Caminaba deteniéndose a trechos, para ramonear en uno que otro árbol del sendero que tentaba con sus delicados cogollos su apetito de viejo. Perezosamente recorría un trayecto que lo llevaría no sabía adonde. Después de mucho vagar, llamó su atención un punto que azuleaba sobresaliendo de los incipientes sembrados, y que se balanceaba donairoso al soplo del viento. —¿Qué será aquello tan hermoso? –se decía Job— jamás he visto algo dé igual belleza en la granja del amo. Pausado el tranco, fuese allegando cautelosamente, temeroso de que el apunto azul desapareciese. —¿Será un pajarillo —pensaba— o será una flor? Job tenía sus recelos al aproximarse, pues una vez quiso demostrar su gran admiración a una rosa y diole un beso. Torpe debió ser la caricia, pues la flor, como creyéndose atacada, clavole sin piedad en el hocico, su puñal de espinas. Desconfiado, sigiloso, acercose Job a la arrogante mata que mantenía erguido a los vientos el objeto azul que despertara su codicia. Una gutural expresión de asombro escapó de su tragadero. ¿Estaría soñando? Si, aquello era un cardo de corazón azul. Haciendo memoria, recordó nuestro burro la superficie del aljibe que, durante el día, mostraba en su espejo igual colorido al de la flor; color que según oyó decir cierto día a su arriero, era reflejo del cielo. Y el pobrecillo Job, que no sabía de latines ni entendía de cielo, creyó que un pedazo de ese cielo había caído para formar corazón a la flor. Obscurecía lentamente, montes y pinos destacábanse recortados en el horizonte empalidecido. La noche empezaba a encender las estrellas de su cortejo. Job cavilaba, embebecido ante el cardo. Dura complicación albergaba en su opaco cacumen. La cisterna quedaba lejos; ¿de qué medios se valdría para hacer la comparación entre el color de la flor y del agua, si no le era posible aproximarlas? Nervioso husmeaba aquí y allá yerbas que no comía; su cola iba en desordenados giros sacudiendo las hojas vecinas. ¿Cómo haría él para librarse de esta curiosidad que le complicaba? En movimientos de interrogación se le ocurrió levantar por primera vez su cabeza hacia los espacios. Job quedó suspenso. ¡Milagro de los milagros! la bóveda era, azul y estaba toda, toda florecida de cardos. * * * Job ya no recuerda sus tristezas, no sufre por su vida desierta. Cuando sus semejantes, todavía esclavos, reposan bajo el techo del establo, él los abandona silenciosamente y se interna en las llanuras obscurecidas. Allí, en medio de la quietud, alza sus ojos al cielo envolviendo en una estática mirada humana los fúlgidos cardos del campo azul. *FIN*
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
Jardines de Kew
Cuento
Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas… Sobre si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente… -¡Siete años sin vernos! -La última vez fue en Venecia. -¿Y dónde vives ahora? -Bueno, es verdad que prefiero que sea a última hora de la tarde, si no es pedir demasiado… -¡Pero yo te he reconocido al instante! -La guerra representó una interrupción… Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos? ¿De qué? Cada minuto se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni siquiera recordar la última vez que ocurrió. -¿Viste la procesión? -El rey me pareció frío. -No, no, no. Pero, ¿qué decías? -Que ha comprado una casa en Malmesbury. -¡Vaya suerte encontrarla! Contrariamente, tengo la fuerte impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que todo es cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas, o así parece ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos hacemos, por cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo, buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes, si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste, cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el primer violín cuenta uno, dos, tres… ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se aglomeran los peces, todos en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora liberados-, y van veloces corriente abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y suben, suben… ¡Cuán bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja! -Mozart de los primeros tiempos, claro está… -Pero la melodía, como todas estas melodías, produce desesperación, quiero decir esperanza. ¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de rosa, beber vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente… me gustaría. A medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De qué? No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero supongamos, supongamos… ¡Silencio! El melancólico río nos arrastra. Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna. Entretejidos, sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor, liados con la pena, ¡choque! La barca se hunde. Alzándose, las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría. ¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues insatisfecha? Diría que todo ha quedado en reposo. Sí, ha sido dejado en descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme altura, como un diminuto paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se estremece, vacila. No llegará hasta nosotros. -No, no, no he notado nada. Esto es lo peor de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha retrasado? Ahí va la vieja señora Munro, saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo resbaladizo. Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza… Ahí está, en la acera, haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo. -¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan! ¡Qué – qué – qué! La lengua no es más que un badajo. La mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante. -¡Qué – qué – qué! ¡Silencio! Estos son los enamorados sobre el césped. -Señora, si me permite que coja su mano… -Señor, hasta mi corazón le confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que está sobre el césped son las sombras de nuestras almas. -Entonces, esto son abrazos de nuestras almas. Los limoneros se mueven dando su asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro de la corriente. -Pero, volviendo a lo que hablábamos. El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual yo grité, y el príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de España, ¿sabe?-, ante lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi falda, para ocultar… ¡Escuche! ¡Las trompas! El caballero contesta tan aprisa a la dama, y la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos que ahora culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las palabras a pesar de que su significado es muy claro -amor, risa, huida, persecución, celestial dicha-, todo ello surgido, como flotando, de las más alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la huida de los enamorados… El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los limoneros, los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a través del cual, mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de mármol… Marcha y trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos. Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas, sin proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás, perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre la puerta: Noche estrellada. -Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección? -Lo siento, voy en la otra. FIN
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
La casa encantada
Cuento
La mansión del vizconde del siglo XVIII había sido transformada en un club del siglo XX. Y era agradable, después de cenar en la gran estancia con columnas y candelabros, bajo el esplendor de la luz, salir a la terraza que daba al parque. Los árboles eran frondosos, y si hubiera habido luna se hubiesen podido ver las banderolas de color rosa y crema puestas en los castaños. Pero era una noche sin luna; muy cálida, tras un hermoso día de verano. Los invitados del señor y la señora Ivimey tomaban café y fumaban en la terraza. Como si quisieran aliviarles de la necesidad de hablar, como si quisieran entretenerles sin que tuvieran que hacer esfuerzo alguno por su parte, haces de luz recorrían el cielo. Corrían tiempos de paz entonces; las fuerzas aéreas hacían prácticas; buscaban aviones enemigos en el cielo. Después de detenerse para examinar un punto sospechoso, la luz giró, como las aspas de un molino, o bien como las antenas de un prodigioso insecto, y reveló aquí un cadavérico muro de piedra; allá un castaño en flor; y de repente la luz incidió directamente en la terraza, y, durante un segundo, brilló un disco blanco, que quizá fuera el espejo dentro del bolso de una señora. -¡Miren! -exclamó la señora Ivimey. La luz se fue. Volvieron a quedar en la oscuridad. La señora Ivimey añadió: -¡Nunca adivinarán lo que esto me ha hecho ver! Como es natural, intentaron adivinarlo. -No, no, no -protestaba la señora Ivimey. Nadie pudo adivinarlo. Sólo ella lo sabía; y sólo ella podía saberlo, debido a que era la biznieta del hombre en cuestión. Y este hombre le había contado la historia. ¿Qué historia? Si ellos querían, intentaría contársela. Quedaba aún tiempo, antes de que el teatro comenzara. -Pero, realmente, no sé cómo empezar -dijo la señora Ivimey-. ¿Fue en 1820…? Este año debía correr, más o menos, cuando mi bisabuelo era un muchacho. Ya no soy joven -no, pero era muy hermosa y de buen porte- y mi bisabuelo era un hombre muy viejo, cuando yo me encontraba en la niñez, que fue cuando me contó la historia. Era un viejo muy apuesto, con su mata de cabello blanco y sus ojos azules. De muchacho tuvo que ser muy guapo. Pero extraño. Lo cual no deja de ser lógico -explicó la señora Ivimey- teniendo en cuenta la manera en que vivían. Se apellidaban Comber. Habían venido a menos. Habían sido hidalgos; habían tenido tierras en Yorkshire. Pero, cuando mi bisabuelo era joven, casi un muchacho, sólo quedaba la torre. La casa había desaparecido, y sólo quedaba una casucha de campesinos en medio de los campos. La vimos hace diez años, sí, la visitamos. Tuvimos que dejar el automóvil y cruzar los campos a pie. No hay camino hasta la casa. Está aislada, y la hierba crece hasta la misma puerta… Había gallinas picoteando, entrando y saliendo de los cuartos. Todo estaba ruinoso. Recuerdo que, de repente, de la torre cayó una piedra. -Hizo una pausa-. Allí vivían -prosiguió- el viejo, la mujer y el muchacho. La mujer no era la esposa del viejo, ni la madre del muchacho. Era, simplemente, una doméstica, una muchacha que el viejo se llevó a vivir con él cuando enviudó. Esto quizá fuera una razón más para que nadie los visitara, una razón más que explica que todo fuera quedando en estado ruinoso. Pero recuerdo el escudo de armas sobre la puerta; y los libros, libros viejos, cubiertos de moho. En los libros aprendió cuanto sabía. Leía y leía, me dijo, libros viejos, con mapas plegados entre las páginas. Los subió a lo alto de la torre; todavía se conserva la cuerda, y los peldaños rotos. Todavía hay una silla desfondada, junto a la ventana, y la ventana abierta, batiendo, con los vidrios rotos, y un panorama de millas y millas de páramo. Hizo una pausa, como si se encontrara en lo alto de la torre, mirando por la ventana que batía. -Pero no pudimos -dijo- encontrar el telescopio. En el comedor, a sus espaldas, el sonido de platos entrechocando aumentó. Pero la señora Ivimey, en la terraza, parecía intrigada por no haber podido encontrar el telescopio en la vieja casa. -¿Y por qué buscabas un telescopio? -le preguntó alguien. Riendo, la señora Ivimey repuso: -¿Por qué? Pues porque si no hubiera habido un telescopio, yo no estaría ahora sentada aquí. Y ciertamente ahora estaba sentada allí, mujer de media edad y buen porte, con algo azul sobre los hombros. Volvió a hablar. -Tuvo que ser allí, porque me contó que todas las noches, cuando los viejos ya se habían acostado, se sentaba ante la ventana, para mirar las estrellas con el telescopio. Júpiter, Aldebarán, Casiopeya. Agitó la mano hacia las estrellas que comenzaban a aparecer sobre las copas de los árboles. La noche se estaba oscureciendo. Y el foco parecía más luminoso, barriendo el cielo, deteniéndose aquí y allá para contemplar las estrellas. -Y allí estaban -prosiguió- las estrellas. Y se preguntó, mi bisabuelo, aquel muchacho: ¿Qué son? ¿Para qué están? ¿Quién soy yo? Como solemos hacer cuando estamos solos, sin nadie con quien hablar, mirando las estrellas. Guardó silencio. Todos miraron las estrellas que estaban surgiendo de la oscuridad, encima de los árboles. Las estrellas parecían muy permanentes, muy inmutables. El rugido de Londres se alejó. Cien años parecían nada. Tenían la impresión de que el muchacho contemplaba las estrellas con ellos. Tenían la impresión de estar con él, en la torre, mirando las estrellas, encima de los páramos. Entonces una voz a sus espaldas dijo: -Efectivamente. Viernes. Todos se volvieron, rebulleron, se sintieron situados de nuevo en la terraza. La señora Ivimey murmuró: -Sí, pero no había nadie que pudiera decírselo a él. La pareja se levantó y se fue. -Estaba solo -prosiguió la señora Ivimey-. Era un hermoso día de verano. Un día de junio. Uno de esos días de verano perfectos, en que todo, en el calor, parece estarse quieto. Estaban las gallinas picoteando en el patio de la casa de campo; el viejo caballo pateando en el establo; el viejo dormitando junto al vaso. La mujer fregando platos en la cocina. Quizá de la torre cayó una piedra. Parecía que el día nunca fuera a terminar. Y el muchacho no tenía a nadie con quién hablar, y nada, absolutamente nada que hacer. El mundo entero se extendía ante él. El páramo subía y bajaba; el cielo se unía al páramo; verde y azul, verde y azul, para siempre, eternamente. En la penumbra, podían ver que la señora Ivimey se apoyaba en la baranda, con la barbilla en las manos, como si contemplara el páramo desde lo alto de una torre. -Nada, salvo páramo y cielo, páramo y cielo, siempre, siempre -murmuró. Entonces la señora Ivimey efectuó un movimiento como si colocara algo en la debida posición. -Pero, ¿qué aspecto tenía la tierra, vista a través del telescopio? -preguntó. Efectuó otro rápido y leve movimiento con los dedos, como si diera la vuelta a algo. -Lo enfocó -dijo-. Lo enfocó hacia la tierra. Lo enfocó en la oscura masa de un bosque, en el horizonte. Lo enfocó de manera que pudiera ver… cada árbol… cada árbol aisladamente… y los pájaros… alzándose y descendiendo… y la columna de humo… allá… entre los árboles… Y después… más bajo… más bajo… (la señora Ivimey bajó la vista)… allí había una casa… una casa entre los árboles… una casa de campo… se veían los ladrillos por separado, cada uno de ellos… y los toneles a uno y otro lado de la puerta… con flores azules, rosadas, hortensias quizá… -Hizo una pausa… -Y entonces de la casa salió una muchacha… que llevaba algo azul en la cabeza… y se quedó allí… dando de comer a los pájaros… palomas… que acudían revoloteando a su alrededor… Y entonces… mira… Un hombre… ¡Un hombre! Apareció por la esquina de la casa. ¡Cogió a la muchacha en sus brazos! Se besaron… se besaron. La señora Ivimey abrió los brazos y los cerró como si estuviera besando a alguien. -Era la primera vez que el muchacho veía a un hombre besar a una mujer -a través del telescopio-, a millas y millas de distancia, en el páramo. Alejó de sí algo, probablemente el telescopio. Y quedó sentada, con la espalda muy erguida. -Y el muchacho bajó corriendo la escalera. Corrió a través de los campos. Corrió por senderos, por la carretera, a través del bosque. Corriendo recorrió millas y millas, y en el preciso instante en que las estrellas comenzaban a aparecer sobre los árboles, llegó a la casa… cubierto de polvo, chorreando sudor… Se calló como si estuviera viendo al muchacho. -Y entonces, y entonces… ¿qué hizo? ¿Qué dijo? ¿Y la chica…? -así apremiaron los presentes a la señora Ivimey. Un haz de luz quedó proyectado sobre la señora Ivimey, como si alguien hubiera enfocado sobre ella la lente de un telescopio (eran las fuerzas aéreas, buscando aviones enemigos). Se había puesto en pie. Llevaba algo azul en la cabeza. Había alzado una mano como si estuviera ante una puerta, pasmada. -Bueno, la muchacha… Era… -dudó, como si se dispusiera a decir “era yo”. Pero recordó; y se corrigió. -Era mi bisabuela -dijo. Se volvió en busca de su echarpe. Se encontraba en una silla, detrás de ella. -Pero, ¿y el otro hombre? ¿El hombre que salió de la esquina? -le preguntaron. -¿Aquel hombre? Oh, aquel hombre -murmuró la señora Ivimey, interrumpiéndose un instante para modificar la posición del echarpe (el foco había abandonado la terraza)- supongo que desapareció. -La luz -añadió mientras cogía sus cosas- sólo incide aquí y allá. El foco acababa de pasar. Ahora daba en el llano terreno de Buckingham Palace. Y había llegado el momento de ir al teatro. FIN
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
La duquesa y el joyero
Cuento
Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores. Y de la oscuridad roja, azul o amarilla del centro sobresalía un tallo grueso, recto, rugoso, cubierto de polvo dorado y con terminación compacta. Los pétalos eran lo suficientemente grandes como para agitarse con la brisa de verano y, al moverse, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban, manchando un pequeño diámetro de la tierra marrón del cantero de un color de lo más intrincado. La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra; o bien sobre la caparazón de un caracol, con sus venas circulares color marrón; o sobre una gota de lluvia, ensanchando con tal intensidad las delgadas paredes de agua, de rojo, azul y amarillo, que parecía que iba a explotar y desaparecer. Sin embargo, la gota recuperó en un segundo su tono gris plata habitual, y la luz se posó luego sobre la superficie de una hoja, revelando las nervaduras de la superficie; y otra vez se movió y se posó sobre los vastos espacios verdes bajo el montículo de hojas con forma de corazón o de lengua. Después, la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por Kew Gardens en julio. Las figuras de esos hombres y mujeres caminaban lentamente detrás del cantero con un curioso movimiento irregular, no muy diferente del de las mariposas blancas y azules, que atravesaban el césped volando en zigzag de cantero en cantero. El hombre caminaba despreocupado, apenas unos centímetros delante de la mujer; mientras que ella iba a paso decidido, volviéndose solo de vez en cuando para vigilar que los niños no se hayan alejado demasiado. Él mantenía la distancia deliberadamente, aunque tal vez de modo inconsciente, pues deseaba seguir abstraído en sus pensamientos. «Hace quince años vine aquí con Lily», pensó. “Nos sentamos por allí junto al lago y durante toda esa tarde calurosa le supliqué que se casara conmigo. La libélula nos sobrevolaba: con qué claridad veo la libélula y el zapato de Lily, con la hebilla de plata cuadrada en la punta. Mientras yo hablaba, miraba su zapato, y si ella movía el pie con impaciencia yo sabía, sin levantar la vista, lo que iba a decir. Todo su ser parecía estar en el zapato; y todo mi amor, mi deseo, en la libélula. Por alguna razón pensaba que si se posaba allí, en esa hoja ancha con la flor roja en el medio; pensaba que si la libélula se posaba en esa hoja ella diría que sí de inmediato. Pero la libélula volaba y volaba: nunca se detuvo en ninguna parte; desde luego que no, afortunadamente, pues de lo contrario no estaría aquí paseando con Eleanor y los niños. —Dime Eleanor, ¿piensas a menudo en el pasado? —¿Por qué lo preguntas, Simon? —Porque he estado pensando en el pasado. He estado pensando en Lily, la mujer con la que pude haberme casado… ¿Por qué estás callada? ¿Te molesta que piense en el pasado? —¿Por qué lo haría, Simon? ¿Acaso no todos pensamos en el pasado cuando estamos en un jardín con hombres y mujeres recostados bajo los árboles? ¿No son ellos, acaso, nuestro pasado, todo lo que queda de él, esos hombres y mujeres, esos fantasmas recostados bajo los árboles… nuestra felicidad, nuestra realidad? —En lo que a mí respecta, una hebilla de plata cuadrada y una libélula. —En lo que respecta a mí, un beso. Imagina seis niñas sentadas frente a sus caballetes hace veinte años, a la orilla del lago, pintando los nenúfares, los primeros nenúfares rojos que vi en mi vida. Y de repente un beso, justo detrás del cuello. Y la mano temblorosa durante el resto de la tarde que me impedía pintar. Me quité el reloj y fijé la hora en la que me permitiría volver a pensar en el beso durante tan solo cinco minutos. Qué beso tan preciado, el de una mujer de cabello gris y verruga en la nariz, la madre de todos los besos de mi vida. Vamos Caroline, vamos Hubert. Pasaron el cantero caminando los cuatro juntos ahora, y pronto se fueron encogiendo entre los árboles hasta verse casi transparentes, mientras la luz del sol y la sombra flotaban a sus espaldas formando grandes y temblorosas manchas irregulares. En el cantero ovalado, el caracol, con el caparazón teñido de rojo, azul y amarillo durante aproximadamente dos minutos, parecía moverse ahora muy lentamente dentro de su concha. Se empezó a arrastrar sobre los grumos de tierra floja que se desintegraban a medida que les pasaba por encima. Parecía perseguir un objetivo específico, y en ello se diferenciaba del curioso insecto, verde y anguloso, que intentaba adelantársele. Esperó unos segundos, la antena le temblaba como si vacilara, hasta que de un salto rápido y curioso salió disparando hacia el lado contrario. Barrancos marrones, en cuyos huecos se formaban lagos verdes y profundos; árboles chatos, con hojas como briznas de hierba, se agitaban de la raíz a la punta; cantos rodados grises; superficies rugosas, de textura delgada y quebradiza… Todo esto veía el caracol que iba de tallo en tallo en dirección a su objetivo. Antes de que pudiera decidir si esquivaría la hoja muerta en forma de arco o la treparía, pasaron junto al cantero los pies de otros seres humanos. Esta vez eran dos hombres. El más joven tenía una expresión de tranquilidad quizás algo artificial. Levantaba la vista y miraba al frente mientras su compañero hablaba; y al hacer silencio éste, la fijaba otra vez en el suelo, separando los labios tras largas pausas y, por momentos, sin abrirlos en absoluto. El mayor caminaba de forma curiosamente inestable, balanceando los brazos y sacudiendo la cabeza, como si fuera un caballo de tiro, impaciente, cansado de esperar en la puerta de una casa. Pero en aquel hombre estos gestos eran indecisos y sin objeto. Hablaba casi incesantemente; sonreía y seguía hablando, como si esa sonrisa hubiera servido de respuesta. Hablaba de espíritus, los espíritus de los muertos que, según él, incluso en ese momento, le contaban acerca de sus extrañas experiencias en el cielo. —Los antiguos llamaban al cielo Tesalia, William; y ahora, con esta guerra, lo espiritual anda como el trueno entre las colinas. Hizo una pausa, como si escuchara algo, sonrió, sacudió la cabeza y continuó: —Tienes una pequeña batería eléctrica y un pedazo de goma para aislar el cable. ¿Aislar se dice? Bueno, ahorrémonos los detalles, de qué sirve entrar en cuestiones que nadie entendería. En fin, la maquinita se coloca en una posición conveniente en la cabecera de la cama, diremos, en un limpio estante de caoba. Una vez que los obreros hayan hecho todos los preparativos de acuerdo a mis indicaciones, las viudas acercarán la oreja y convocarán a los espíritus con la señal acordada. ¡Mujeres! ¡Viudas! Mujeres de negro… En este momento pareció ver el vestido de una mujer a lo lejos, que a la sombra parecía de un negro violáceo. Se quitó el sombrero, llevó su mano al corazón y se apuró a alcanzarla murmurando y gesticulando febrilmente. Pero William lo sujetó de la manga y tocó una flor con la punta de su bastón para desviar la atención del anciano. Después de contemplarla unos segundos, el anciano, algo confundido, inclinó el oído hacia la flor y pareció responder a una voz que surgía desde allí, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay que había visitado hacía tantos años acompañado por la joven más bella de Europa. Podía escuchárselo murmurar sobre los bosques de Uruguay, cubiertos de pétalos de rosas tropicales, ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar; y se dejaba conducir por William, sobre cuyo rostro, una expresión de estoica paciencia se iba dibujando lenta y profundamente. Detrás del anciano, lo suficientemente cerca como para que les llamara la atención sus gestos, venían dos mujeres entradas en edad, de clase media baja, una regordeta a paso lento, la otra ágil y de mejillas sonrojadas. Como la mayoría de las personas de su posición, se sorprendían abiertamente con cualquier signo de excentricidad que señalara algún tipo de desorden mental, sobre todo en los mejor posicionados. Pero estaban muy lejos de poder asegurar si esos gestos eran meramente excéntricos o de veras se trataba de un desequilibrado. Después de observar al anciano un rato en silencio, mirándose con malicia, siguieron caminando enérgicamente, retomando su complicado diálogo: —Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, Pa, dice él, digo yo, dice ella, digo yo, digo yo, digo yo… —Mi Bert, Sis, Bill, el abuelo, el anciano, azúcar. Azúcar, harina, arenque ahumado, verduras. Azúcar, azúcar, azúcar. La mujer regordeta miró con expresión de curiosidad entre la catarata de palabras. Las flores que crecían firmes, rectas en la tierra. Las miró como alguien que despierta de un profundo sueño y ve un candelero de metal reflejar la luz de modo extraño, y cierra los ojos otra vez y al abrirlos por segunda vez y ver —ahora sí, habiendo despertado completamente— el candelero todavía allí, lo observa con toda su atención. Así, la pesada mujer se paralizó frente al cantero de forma ovalada, dejando incluso de aparentar estar escuchando lo que la otra mujer decía. Allí se detuvo, dejando que las palabras le cayeran encima, balanceando suavemente la parte superior del cuerpo, hacia adelante y hacia atrás, y mirando las flores. Después sugirió ir a sentarse a tomar el té. El caracol consideraba ahora todas las formas posibles de llegar a su objetivo sin bordear la hoja seca ni treparla. Dejando de lado el esfuerzo necesario para hacer esto último, dudaba de si la delgada textura, que vibraba con ese alarmante crujido incluso al rozarla con la punta de sus antenas, soportaría su peso. Esto hizo que finalmente decidiera por arrastrarse por abajo, pues en un punto la hoja se curvaba lo suficiente como para darle lugar. Había metido ya la cabeza y observaba el techo marrón; comenzaba a acostumbrarse a la fresca luz allí abajo cuando dos personas pasaron. Esta vez eran los dos jóvenes, un varón y una mujer; ambos en los primeros años de la juventud, o incluso en la etapa previa a esos años; la etapa previa a que los suaves pliegues rosas de la flor desplieguen su capullo pegajoso, cuando las alas de la mariposa, aunque ya desarrolladas por completo, yacen inmóviles al sol. —Por suerte no es viernes —observó él. —¿Por qué lo dices? ¿Crees en la suerte? —Debes pagar seis peniques los viernes. —¿Qué son seis peniques de todos modos? ¿Acaso esto no lo vale? —¿Qué es «esto»? ¿A qué te refieres con «esto»? —Oh, a lo que sea, quiero decir, tú sabes a lo que me refiero. Largas pausas les seguían a cada comentario que soltaban con su voz monótona. Se detuvieron en el borde del cantero y presionaron la punta de la sombrilla de ella hasta enterrarla en la tierra blanda. Esta acción, y que él apoyara su mano sobre la de ella, expresaba sus sentimientos de un modo extraño, como esas palabras cortas e insignificantes también expresaban algo, palabras con alas cortas para cargar tanto significado, insuficientes para llevarlos demasiado lejos; y así se posaban con incomodidad sobre los objetos corrientes que los rodeaban; y eran para su tacto inmaduro tan macizas… Pero ¿quién sabe (pensaban mientras presionaban la sombrilla) qué precipicios se hallan ocultos en ellas, o qué laderas de hielo no brillan en el sol del otro lado? ¿Quién sabe? ¿Quién ha visto esto antes? Incluso cuando ella se preguntaba qué clase de té servían en Kew Gardens, él sentía que algo se avecinaba detrás de las palabras de la muchacha, y se mantuvo firme y decidido detrás de ellas. Y la neblina se dispersó lentamente y descubrió (oh, Dios, ¿qué eran esas formas?) pequeñas mesas blancas y meseras que la miraban primero a ella y después a él. Y después habría una cuenta que él pagaría con dos verdaderos chelines. Y era real, todo era real, pensó él tocando la moneda en su bolsillo, real para todos excepto para ellos dos, incluso para él comenzaba a parecer real. Y después —pero era tan emocionante seguir pensando— desenterró la sombrilla de un sacudón, impaciente por encontrar el lugar sonde se tomaba el té junto a las otras personas, como las otras personas. —Vamos Trissie, es hora de tomar el té. —¿Dónde se toma el té? —preguntó ella con un dejo de emoción en su voz de lo más extraño, observando a su alrededor y dejándose conducir por el camino de césped, arrastrando la sombrilla, volteándose de un lado al otro, olvidándose del té, deseando ir para allí y para allá, recordando las orquídeas y las aves del paraíso entre las flores salvajes, una pagoda china y un pájaro de copete color carmesí; pero siguió caminando. Así, una pareja detrás de la otra, a un ritmo bastante similar, a paso irregular e indeciso, pasaban el cantero y terminaban envueltos en un halo de vapor verde azulado en el que, al principio, los cuerpos mantenían la sustancia y algo de color, pero luego se disolvían en la atmósfera verde azulada. ¡Qué calor hacía! Tanto que hasta el zorzal decidía saltar, como un pájaro a cuerda, hacia la sombra de las flores, con largas pausas entre un movimiento y el siguiente. En lugar de deambular sin sentido, las mariposas blancas danzaban una sobre la otra, dibujando con sus blancas escamas superpuestas, la forma de una columna de mármol rota sobre las flores más altas. El techo de cristal del invernadero brillaba como si un mercado repleto de relucientes sombrillas verdes se hubiera abierto bajo el sol. Y entre el zumbido del avión, la voz del cielo de verano descubría su alma abrumadora. Amarillo y negro, rosa y blanco como la nieve; formas de todos estos colores, hombres, mujeres y niños se distinguían por un instante en el horizonte, y después, viendo tanto espacio amarillo sobre el césped, titubeaban y buscaban la sombra bajo los árboles, disolviéndose como gotas de agua en la atmósfera amarilla y verde, manchándola apenas con rojo y azul. Parecía como si todos los cuerpos sólidos se hubieran hundido en el calor y yacieran amontonados sobre la tierra; pero sus voces salían flotando, como llamas saliendo de los gruesos cuerpos de cera de las velas. Voces. Sí, voces. Voces sin palabras, rompiendo el silencio de repente con expresiones de pura satisfacción, de deseo apasionado o, en las voces de los niños, de inocente sorpresa. ¿Rompiendo el silencio? Pero no había silencio, todo el tiempo se escuchaba el motor de los autobuses poniéndose en marcha o cambiando la velocidad; la ciudad murmuraba como un nido gigante de cajas chinas, todas de hierro forjado, girando incesantemente unas dentro de las otras; y en la cima, las voces gritaban y los pétalos de millones de flores esparcían sus colores en el aire. *FIN*
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
La marca en la pared
Cuento
A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes. «Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.» Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped. Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado? Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.» El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría. «Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…» «Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieve invernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón. Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.» Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta. «A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.» FIN
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
Lunes o martes
Cuento
Oliver Bacon vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un departamento; las sillas estaban colocadas de manera que el asiento quedaba perfectamente orientado, sillas forradas en piel. Los sofás llenaban los miradores de las ventanas, sofás forrados con tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas, estaban debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los brandys, los whiskys y los licores que debía contener. Y, desde la ventana central, Oliver Bacon contemplaba las relucientes techumbres de los elegantes automóviles que atestaban los atestados vericuetos de Piccadilly. Difícilmente podía imaginarse una posición más céntrica. Y a las ocho de la mañana le servían el desayuno en bandeja; se lo servía un criado; el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver Bacon; él abría las cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera destacada los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y honorables damas. Después Oliver Bacon se aseaba; después se comía las tostadas; después leía el periódico a la brillante luz de la electricidad. Dirigiéndose a sí mismo, decía: «Hay que ver, Oliver… Tú que comenzaste a vivir en una sucia calleja, tú que…», y bajaba la vista a sus piernas, tan elegantes, enfundadas en los perfectos pantalones, y a sus botas, y a sus polainas. Todo era elegante, reluciente, del mejor paño, cortado por las mejores tijeras de Savile Row. Pero a menudo Oliver Bacon se desmantelaba y volvía a ser un muchacho en una oscura calleja. En cierta ocasión pensó en la cumbre de sus ambiciones: vender perros robados a elegantes señoras en Whitechapel. Y lo hizo. «Oh, Oliver», gimió su madre. «¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás cabeza?»… Después Oliver se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos; después transportó una cartera de bolsillo a Ámsterdam… Al recordarlo, solía reír por lo bajo… el viejo Oliver evocando al joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio con los tres diamantes, y también hubo la comisión de la esmeralda. Después de esto, pasó al despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho con la balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después… y después… Rió por lo bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los grupitos de joyeros, en los cálidos atardeceres, que hablaban de precios, de minas de oro, de diamantes y de informes de África del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre la parte lateral de la nariz y murmuraba «hum-m-m», cuando Oliver pasaba. No era más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que un dedo en la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de joyeros en Hatton Garden, un cálido atardecer ¡Hacía muchos años…! Pero Oliver todavía lo sentía recorriéndole el espinazo, todavía sentía el codazo, el murmullo que significaba: «Mírenlo -el joven Oliver, el joven joyero- ahí va.» Y realmente era joven entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después a palco. Y tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales de rosas rojas; y Mademoiselle solía cortar una rosa todas las mañanas, y se la ponía en el ojal, a Oliver. -Vaya -dijo Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas-. Vaya… Y quedó en pie bajo el retrato de una vieja señora, encima de la chimenea, y levantó las manos. -He cumplido mi palabra -dijo juntando las palmas de las manos, como si rindiera homenaje a la señora-. He ganado la apuesta. Y no mentía; era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz, larga y flexible, como la trompa de un elefante, parecía decir mediante el curioso temblor de las aletas (aunque se tenía la impresión de que la nariz entera temblara, y no sólo las aletas) que todavía no estaba satisfecho, todavía olía algo, bajo la tierra, un poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un terreno fecundo en trufas; después de desenterrar esta trufa y aquella otra, todavía huele otra mayor, más negra, bajo la tierra, un poco más allá. De igual manera, Oliver siempre husmeaba en la rica tierra de Mayfair otra trufa, más negra, más grande, un poco más allá. Ahora rectificó la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, y cogió los guantes amarillos y el bastón. Balanceándose, bajó la escalera, y en el momento de salir a Piccadilly, medio resopló, medio suspiró, por su larga y aguda nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un hombre insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había ganado la apuesta? Siempre se balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico se balancea a uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos de asfalto, atestados de tenderos acompañados por sus esposas, que comen el contenido de bolsas de papel y arrojan al sendero porcioncillas de papel de plata. El camello desprecia a los tenderos; el camello no está contento de su suerte; el camello ve el lago azul, y la orla de palmeras a su alrededor. De igual manera el gran joyero, el más grande joyero del mundo entero, avanzaba balanceándose por Piccadilly, perfectamente vestido, con sus guantes, con su bastón, pero todavía descontento, hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en Francia, en Alemania, en Austria, en Italia, y en toda América: la oscura tiendecilla en la Calle Bond. Como de costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los cuatro hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos jóvenes, Hammond y Wicks, se irguieron y le miraron, con envidia. Sólo por el medio de agitar un dedo, enfundado en guante de color de ámbar, dio Oliver a entender que se había dado cuenta de la presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de su despacho privado. A continuación, abrió la cerradura de las rejas que protegían la ventana. Entraron los gritos de la Calle Bond; entró el distante murmullo del tránsito. La luz reflejada en la parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto. Un árbol agitó seis hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero Mademoiselle se había casado con el señor Pedder, de la destilería de la localidad, y ahora nadie le ponía a Oliver rosas en el ojal. -Vaya -medio suspiró, medio resopló- vaya… Entonces oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron lentamente a un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero, cinco, no, seis, todas ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una llave; abrió una; luego otra. Todas ellas estaban forradas con grueso terciopelo carmesí, y en todas reposaban joyas: pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras sueltas en cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas, diamantes. Todas seguras, relucientes, frías pero ardiendo, eternamente, con su propia luz comprimida. -¡Lágrimas! -dijo Oliver contemplando las perlas. -¡Sangre del corazón! -dijo mirando los rubíes. -¡Pólvora! -prosiguió, revolviendo los diamantes de manera que lanzaron destellos y llamas. -Pólvora suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más arriba, más arriba-. Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo sonidos como los del relincho del caballo. El teléfono emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en sordina, sobre la mesa. Oliver cerró la caja de caudales. -Dentro de diez minutos -dijo-. Ni un minuto antes. Se sentó detrás del escritorio y contempló las cabezas de los emperadores romanos grabadas en los gemelos de la camisa. Una vez más se desmanteló y otra vez volvió a ser el muchachuelo que jugaba a canicas, en la calleja donde se venden perros robados, los domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchachito, con labios rojos como cerezas húmedas. Metía los dedos en montones de tripa; los hundía en sartenes llenas de pescado frito; escabullándose salía y penetraba en multitudes. Era flaco, ágil, con ojos como piedras pulidas. Y ahora… ahora… las saetas del reloj seguían avanzando al son del tic-tac, uno, dos, tres, cuatro… La duquesa de Lambourne esperaba por el placer de Oliver; la duquesa de Lambourne, hija de cien vizcondes. Esperaría durante diez minutos, en una silla junto al mostrador. Esperaría, por placer de Oliver. Esperaría hasta que Oliver quisiera recibirla. Oliver contemplaba el reloj alojado en su caja forrada de cuero. La saeta avanzaba. Con cada uno de sus tic-tacs, el reloj entregaba a Oliver -esto parecía- paté de foie gras, una copa de champaña, otra de brandy viejo, un cigarro que valía una guinea. El reloj lo iba dejando todo sobre la mesa, a su lado, mientras transcurrían los diez minutos. Entonces oyó suaves y lentos pasos acercándose; un rumor en el pasillo. Se abrió la puerta. El señor Hammond quedó pegado a la pared. El señor Hammond anunció: -¡Su gracia, la Duquesa! Y esperó allí, pegado a la pared. Y Oliver, al ponerse en pie, oyó el rumor del vestido de la Duquesa, que se acercaba por el pasillo. Después la Duquesa se cernió sobre él, ocupando el vano de la puerta por entero, llenando el cuarto con el aroma, el prestigio, la arrogancia, la pompa, el orgullo de todos los duques y de todas las duquesas, alzados en una sola ola. Y, de la misma forma que rompe una ola, la Duquesa rompió, al sentarse, avanzando y salpicando, cayendo sobre Oliver Bacon, el gran joyero, y cubriéndolo de vivos y destellantes colores, verde, rosado, violeta; y de olores; y de iridiscencias; centellas saltaban de los dedos, se desprendían de las plumas, rebrillaban en la seda; ya que la Duquesa era muy corpulenta, muy gorda, prietamente enfundada en tafetán de color de rosa, y pasada ya la flor de la edad. De la misma manera que una sombrilla con muchas varillas, que un pavo real con muchas plumas, cierra las varillas, pliega las plumas, la Duquesa se apaciguó, se replegó, en el momento de hundirse en el sillón de cuero. -Buenos días, señor Bacon -dijo la Duquesa. Y alargó la mano que había salido por el corte rectilíneo de su blanco guante. Y Oliver se inclinó profundamente al estrechar la mano. En el instante en que sus manos se tocaron volvió a formarse una vez más el vínculo que les unía. Eran amigos, y, al mismo tiempo, enemigos; él era amo, ella era ama; cada cual engañaba al otro, cada cual necesitaba al otro, cada cual temía al otro, cada cual sabía lo anterior, y se daba cuenta de ello siempre que sus manos se tocaban, en el cuartito de la trastienda, con la blanca luz fuera, y el árbol con sus seis hojas, y el sonido de la calle a lo lejos, y las cajas fuertes a espaldas de los dos. -Ah, Duquesa, ¿en qué puedo servirla hoy? -dijo Oliver en voz baja. La Duquesa le abrió su corazón, su corazón privado, de par en par. Y, con un suspiro, aunque sin palabras, extrajo del bolso una alargada bolsa de cuero, que parecía un flaco hurón amarillo. Y por la apertura de la barriga del hurón, la Duquesa dejó caer perlas, diez perlas. Rodando cayeron por la apertura de la barriga del hurón -una, dos, tres, cuatro-, como huevos de un pájaro celestial. -Son cuanto me queda, mi querido señor Bacon -gimió la Duquesa-. Cinco, seis, siete… rodando cayeron por las pendientes de las vastas montañas cuyas laderas se hundían entre las rodillas de la Duquesa, hasta llegar a un estrecho valle, la octava, la nona, y la décima. Y allí quedaron, en el resplandor del tafetán del color de la flor del melocotón. Diez perlas. -Del cinto de los Appleby -dijo dolida la Duquesa-. Las últimas… Cuantas quedaban… Oliver se inclinó y cogió una perla entre índice y pulgar. Era redonda, era reluciente. Pero, ¿era auténtica o falsa? ¿Volvía la Duquesa a mentirle? ¿Sería capaz de hacerlo otra vez? La Duquesa se llevó un dedo rollizo a los labios. -Si el Duque lo supiera… -murmuró-. Querido señor Bacon, una racha de mala suerte… ¿Había vuelto a jugar, realmente? -¡Ese villano! ¡Ese sinvergüenza! -dijo la Duquesa entre dientes. ¿El hombre con el pómulo partido? Mal bicho, ciertamente. Y el Duque, que era recto como una vara, con sus patillas, la dejaría sin un céntimo, la encerraría allá abajo… Qué sé yo, pensó Oliver, y dirigió una mirada a la caja de caudales. -Araminta, Daphne, Diana -gimió la Duquesa-. Es para ellas. Las damas Araminta, Daphne y Diana, las hijas de la Duquesa. Oliver las conocía; las adoraba. Pero Diana era aquella a la que amaba. -Sabe usted todos mis secretos -dijo la Duquesa mirando de soslayo a Oliver. Lágrimas resbalaron; lágrimas cayeron; lágrimas como diamantes, que se cubrieron de polvo en las veredas de las mejillas de la Duquesa, del color de la flor del cerezo. -Viejo amigo -murmuró la Duquesa- viejo amigo. -Viejo amigo -repitió Oliver- viejo amigo-, como si lamiera las palabras. -¿Cuánto? -preguntó Oliver. La Duquesa cubrió las perlas con la mano. -Veinte mil -murmuró la Duquesa. Pero, ¿era auténtica o falsa, aquella perla que Oliver tenía en la mano? El cinto de los Appleby, ¿pero es que no lo había vendido ya la Duquesa? Llamaría a Spencer o a Hammond. -Tenga y haga la prueba de autenticidad -diría Oliver. Se inclinó hacia el timbre. -¿Vendrá mañana? -preguntó la Duquesa en tono de encarecida invitación, interrumpiendo así a Oliver-. El Primer Ministro… Su Alteza Real… -La Duquesa se calló-. Y Diana… -añadió. Oliver alejó la mano del timbre. Miró por encima del hombro de la Duquesa las paredes traseras de las casas de la Calle Bond. Pero no vio las casas de la Calle Bond, sino un río turbulento, y truchas y salmones saltando, y el Primer Ministro, y también se vio a sí mismo con chaleco blanco, y luego vio a Diana. Bajó la vista a la perla que tenía en la mano. ¿Cómo iba a someterla a prueba, a la luz del río, a la luz de los ojos de Diana? Pero los ojos de la Duquesa lo estaban mirando. -Veinte mil -gimió la Duquesa-. ¡Es mi honor! ¡El honor de la madre de Diana! Oliver cogió el talonario; sacó la pluma. -Veinte… -escribió. Entonces dejó de escribir. Los ojos de la vieja mujer retratada lo estaban mirando, los ojos de aquella vieja que era su madre. -¡Oliver! -le decía su madre-. ¡Un poco de sentido común! ¡No seas loco! -¡Oliver! -suplicó la Duquesa (ahora era Oliver y no señor Bacon)-. ¿Vendrá a pasar un largo final de semana? ¡A solas en el bosque con Diana! ¡Cabalgando a solas en el bosque con Diana! -Mil -escribió, y firmó el talón. -Tenga -dijo Oliver. Y se abrieron todas las varillas de la sombrilla, todas las plumas del pavo real, el resplandor de la ola, las espadas y las lanzas de Agincourt, cuando la Duquesa se levantó del sillón. Y los dos viejos y los dos jóvenes, Spencer y Marshall, Wicks y Hammond, se pegaron a la pared, detrás del mostrador, envidiando a Oliver, mientras éste acompañaba a la Duquesa, a través de la tienda, hasta la puerta. Y Oliver agitó su guante amarillo ante las narices de los cuatro, y la Duquesa conservó su honor -un talón de veinte mil libras, con la firma de Oliver- firmemente en sus manos. -¿Son auténticas o son falsas? -preguntó Oliver, cerrando la puerta de su despacho privado. Allí estaban las diez perlas sobre el papel secante, en el escritorio. Fue con ellas a la ventana. Con la lupa las miró a la luz… ¡Aquella era la trufa que había extraído de la tierra! Podrida por dentro… -Perdóname, madre -suspiró Oliver, levantando la mano, como si pidiera perdón a la vieja retratada. Y, una vez más, fue un chicuelo en la calleja en donde vendían perros robados los domingos. -Porque -murmuró juntando las palmas de las manos- será un fin de semana largo. FIN
Woolf, Virginia
Inglaterra
1882-1941
Un resumen
Cuento
Creo que fue a mediados de enero de este año cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Para indicar una fecha primero debo recordar lo que vi. Así que ahora pienso en el fuego, en la luz amarilla fija sobre la página de mi libro, en los tres crisantemos en el florero redondo sobre la chimenea. Sí, seguramente era invierno, y recién habríamos terminado de tomar el té, porque recuerdo que estaba fumando un cigarrillo cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Miré por entre el humo del cigarrillo y mi vista se detuvo un instante en el carbón ardiendo; se me vino a la mente aquella vieja imagen de la bandera roja flameando en la torre del castillo, y pensé en los caballeros rojos ascendiendo por la ladera de la roca negra. Para mi alivio, ver la marca en la pared interrumpió el pensamiento, pues es una imagen vieja, una imagen automática, que construí de niña tal vez. La marca era pequeña y redonda, negra sobre la pared blanca, situada a unos quince centímetros sobre la chimenea. Con qué facilidad los pensamientos se lanzan sobre un nuevo objeto; lo elevan unos instantes —como hormigas cargando una brizna de paja con tanta avidez— y luego lo abandonan… Si un clavo había dejado esa marca, no podía haber sido por un cuadro; tendría que haber sido por una miniatura, la miniatura de una dama de rulos blancos, de mejillas empolvadas y labios como rojos claveles. Una falsificación desde luego, pues los que vivían en esta casa antes que nosotros habrían escogido ese tipo de cuadros: un viejo cuadro para una vieja habitación. Esa clase de personas eran: personas muy interesantes. Y pienso en ellos tan a menudo, en lugares tan extraños, pues nunca los volveré a ver, nunca supe lo que pasó después. Dejaban esta casa porque querían cambiar el estilo de los muebles, así dijo él; y estaba por decir que, en su opinión, detrás de todo arte debe haber ideas cuando nos separaron, como nos separamos de la señora que está por servir el té, o del joven que está por golpear la pelota de tenis en el patio trasero de una casa en las afueras al pasar rápido en el tren. Pero en cuanto a la marca, no estoy segura; no creo que haya sido provocada por un clavo después de todo. Es demasiado grande, demasiado redonda. Debería levantarme, pero si lo hago y la miro, apuesto diez a uno que no sabría decirlo, pues cuando algo está hecho, nunca nadie sabe cómo sucedió. ¡Oh pobre de mí! ¡Qué misteriosa es la vida! ¡Qué inexacto es el pensamiento! ¡Qué ignorante es la humanidad! Para demostrar cuán poco control tenemos sobre nuestras posesiones, qué fortuita es la vida aun después de todos estos años de civilización, déjenme hacer un recuento de algunas de las cosas que perdemos a lo largo de la vida, comenzando por la que siempre me ha parecido una de las pérdidas más misteriosas… ¿Qué gato mordisquearía, qué rata roería, tres latas celestes con herramientas para encuadernar? Y estaban las jaulas de los pájaros, los aros de hierro, los patines de acero, los cubos para el carbón estilo Queen Anne, la tabla de bagatelas, el órgano, todos perdidos; y las joyas también. Ópalos y esmeraldas yacen bajo las raíces de los nabos. ¡Qué asunto tan trivial por cierto! Lo asombroso es que esté vestida, que esté aquí sentada entre muebles sólidos. Porque… ¡Si uno quiere comparar la vida con algo, habría que hacerlo con salir despedida por el túnel del metro a ochenta kilómetros por hora y aparecer del otro lado sin una sola horquilla en el cabello! ¡Arrojarse a los pies de Dios completamente desnuda! ¡Caer rodando por las praderas de asfódelos como un paquete marrón arrojado por la oficina de correos! Con el cabello al viento, como la cola de un caballo de carrera. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el gasto y la renovación constantes; todo tan pasajero, tan arbitrario… Y después de la vida. Los gruesos tallos verdes tirando suavemente hacia abajo para que el capullo de la flor, al abrirse, nos invada con su luz púrpura y roja. Después de todo, ¿por qué no podríamos nacer allí como nacemos aquí, indefensos, sin poder hablar ni fijar la vista, andando a tientas entre las raíces del césped, entre los dedos de los gigantes? En cuanto a decir qué son los árboles, y qué son los hombres y las mujeres, o si existen tales cosas, no estaremos en condiciones de hacerlo en, digamos, cincuenta años. No habrá nada más que espacios de luz y oscuridad atravesados por gruesos tallos, y más bien en lo alto, tal vez, manchas con forma de rosa de vagos colores, tenues rosas y azules que, con el tiempo, se volverán más definidos, se volverán, no sé qué cosa… Y aún esa marca en la pared no es en absoluto un agujero. Algo negro y redondo la debe haber dejado, algo así como la hoja de una pequeña rosa que haya quedado allí desde el verano y yo, que no soy un ama de casa demasiado atenta… Mira el polvo sobre la chimenea, por ejemplo, el polvo que, así dicen, enterró a Troya tres veces, tan solo fragmentos de vasijas que se resistieron a la aniquilación total, lo cual parece ser cierto. El árbol junto a la ventana golpea suavemente contra el cristal… Quiero pensar con tranquilidad, con calma, con tiempo, sin que nada me interrumpa, sin tener que levantarme del sillón; deslizarme fácilmente de una cosa a la otra, sin dificultad ni obstáculos. Quiero hundirme más y más profundo, lejos de la superficie y de sus duras verdades. Para recobrar el equilibrio, déjenme atrapar la primera idea que pase… Shakespeare… Bueno, servirá tan bien como cualquiera. Un hombre permanecía horas sentado en el sillón, mirando el fuego, y una lluvia de ideas caía sin cesar desde el alto cielo directo hacia su mente. Llevaba la frente a la mano, y las personas miraban por la puerta abierta (pues esta escena debe haber tenido lugar una noche de verano). ¡Pero qué aburrida es la ficción histórica! No me interesa en absoluto. Desearía dar con una línea de pensamiento agradable, una línea de la que, indirectamente, me sienta orgullosa, pues tales son los pensamientos agradables, muy frecuentes incluso en las personas modestas y sencillas que de veras creen que les desagrada escuchar elogios. No son pensamientos que nos elogien directamente —en ello radica su belleza—; son pensamientos así: «Entré en la habitación. Discutían sobre botánica. Conté cómo había visto crecer una flor en un montículo de tierra en el terreno de una vieja casa en Kingsway. La semilla, dije, debe haber sido sembrada durante el reinado de Carlos I. ¿Qué flores había durante el reinado de Carlos I?», pregunté (pero no recuerdo la respuesta). Flores altas con capullos púrpura tal vez. Y así sucesivamente. Todo el tiempo intento embellecer la imagen de mí misma en mi mente, cariñosamente, a hurtadillas, sin adorarla abiertamente, pues me descubriría haciéndolo y tomaría instantáneamente un libro para protegerme. Es curioso cuán instintivamente protegemos nuestra imagen de la idolatría o de cualquier otro trato que pudiera ponerla en ridículo, o la hiciera tan diferente de la original que ya no se pudiera creer en ella. ¿No es curioso después de todo? Un asunto de gran importancia. Imaginen que el espejo se rompa en pedazos: la imagen desaparecería; la romántica figura rodeada de verdes y profundos bosques ya no está allí, sino tan solo la envoltura de una persona tal como es vista por los otros, ¡qué sofocante, superficial, vacío, imponente se vuelve el mundo! Un mundo inhabitable. Cuando cruzamos miradas en los metros y los autobuses vemos el espejo que refleja el vacío, lo vidrioso en nuestros ojos. Y los escritores en el futuro caerán más y más en la cuenta de la importancia de estos reflejos, pues, desde luego, no existe uno solo sino una infinidad de reflejos. Tales son las profundidades que explorarán, los fantasmas que perseguirán; dejarán cada vez más de lado la descripción de la realidad en sus historias, dando por sentado que todos la conocen, tal como lo hicieron los griegos, y Shakespeare tal vez. Pero estas generalizaciones no sirven para nada. El sonido militar en el mundo es suficiente. Nos recuerda a artículos de primera plana, a ministros de estado, a toda una serie de cosas que, de chico, uno pensaba en sí mismas; la referencia, lo real, de lo que no podía apartarse a riesgo de sufrir una indecible condena. Las generalizaciones, de alguna manera, traen de vuelta los domingos en Londres, las caminatas de domingo por la tarde, los almuerzos de domingo; y también formas de hablar de los muertos, vestimenta y hábitos, como el hábito de sentarse todos juntos en una habitación hasta cierta hora aunque a nadie le agradara. Una regla para cada cosa. La regla de los manteles en ese momento era que fueran bordados, con pequeñas divisiones amarillas, como las de las alfombras de los pasillos de los palacios reales que se ven en las fotografías. Manteles de otro tipo no eran verdaderos manteles. Qué espantoso, y a la vez, qué maravilloso era descubrir que estas cosas reales, los almuerzos de domingo, las caminatas, las casas de campo y los manteles, no eran completamente reales, que en verdad eran casi fantasmas, y la condena para el que no creía en ellos era tan solo una sensación de ilegítima libertad. ¿Qué ocupa el lugar de esas cosas ahora?, me pregunto. El lugar de esas cosas reales, los puntos de referencia. Los hombres tal vez, si eres mujer; el punto de vista masculino que gobierna nuestras vidas, que marca el parámetro, que establece la Tabla de Precedencias de Whitaker, que desde la guerra se ha convertido, creo yo, en una especie de fantasma para muchas mujeres y hombres y pronto, cabe esperar, causarán gracia e irán a parar a la basura, a donde van a parar los fantasmas, los aparadores de caoba y las impresiones de Landseer, los dioses y los demonios, el infierno y todo lo demás, dejándonos con una embriagadora sensación de ilegítima libertad, si es que la libertad existe… Bajo ciertas luces la marca pareciera, en efecto, proyectarse desde la pared. Tampoco es completamente circular. No podría asegurarlo pero pareciera proyectar una sombra perceptible que hace creer que, de recorrer con el dedo esa grieta, en determinado punto se elevará y descenderá un pequeño montículo, un montículo suave como los de South Downs que, según dicen, son cementerios y campamentos. De los dos, preferiría que fueran cementerios, con ese gusto por la melancolía tan propio de los ingleses, que nos resulta natural pensar, al final del camino, en los huesos desparramados bajo el césped… Debe haber un libro sobre ello. Algún coleccionista de antigüedades habrá desenterrado esos huesos y les habrá dado un nombre… Me pregunto qué clase de hombre es un coleccionista de antigüedades. Coroneles retirados en su mayoría, diría yo, líderes de partidos de trabajadores retirados, examinando terrones de tierra y piedra, enviándose correspondencia con el clero vecino. Las cartas se abren en el desayuno, lo que las hace parecer importantes; y la comparación de puntas de flecha exige emprender viajes a lo ancho del país, rumbo a los pueblos del condado; algo que los alegra a ellos y a sus ancianas esposas, que desean hacer dulce de ciruela o limpiar el estudio, y tener todas las razones para mantener en perpetuo suspenso la pregunta sobre los campamentos o las tumbas, mientras el Coronel mismo se siente agradablemente filosófico acumulando evidencia a ambos lados de la cuestión. Es cierto que al final se inclina por creer en los campamentos; y encontrando oposición, redacta un panfleto que está por leer en la reunión trimestral de la sociedad local cuando tiene un derrame cerebral y en lo último que piensa no es en su esposa o en su hijo sino en el campamento y la punta de flecha, que ahora está en una vitrina en el museo junto al pie de un chino asesino, un puñado de uñas isabelinas, unas cuantas pipas de cerámica de los Tudor, una pieza de cerámica romana, y la copa de vino que se bebió Nelson, lo cual es evidencia… No sé de qué verdaderamente. No, no, ninguna evidencia, nada se sabe. Y si me fuera a levantar en este mismo momento y asegurar que la marca en la pared es en verdad, ¿qué diría?, la cabeza de un clavo gigante, que alguien martilló hace doscientos años y que ahora, debido al paciente trabajo de generaciones de amas de casa, reveló su cabeza sobre la capa de pintura y está echando su primer vistazo de la vida moderna frente a una pared blanca en una habitación con el fuego encendido, ¿qué ganaría? ¿Conocimiento? ¿Qué son nuestros sabios sino los descendientes de brujas y ermitaños que se agachaban en las cuevas y preparaban brebajes de hierbas en el bosque, hablando con las musarañas y escribiendo el idioma de las estrellas? Y cuanto menos los honramos, a medida que disminuye la superstición y aumenta el respeto por la belleza y la salud mental… Sí, uno podría imaginarse un mundo realmente agradable; calmo, espacioso, con flores rojas y azules en los campos. Un mundo sin maestros ni especialistas ni amas de casa con el perfil de policías; un mundo que uno pudiera recortar con el pensamiento, como un pez recorta el agua con su aleta, rozando los tallos de los lirios, suspendidos sobre nidos de blancos huevos de mar… Qué bien se está aquí en el fondo, enclavado en el centro del universo y observando a través de las aguas grises, con repentinos destellos de luz y sus reflejos. ¡Si no fuera por el Almanaque Whitaker, si no fuera por la Tabla de Precedencia! Debo levantarme y ver por mí misma qué es en verdad la marca en la pared, ¿un clavo, la hoja de una rosa, una grieta? Aquí está la naturaleza otra vez, con su viejo juego de la propia preservación, creyendo que este tren de pensamiento amenaza con ser un mero gasto de energía, incluso, tal vez, un choque con la realidad, pues ¿quién se atreverá alguna vez a levantar un dedo contra la Tabla de Precedencia de Whitaker? El Arzobispo de Canterbury está por encima del Presidente de la Cámara de los Lores, el Presidente de la Cámara de los Lores está por encima del arzobispo de York. Todos están por encima de alguien, tal es la filosofía de Whitaker; y lo importante es saber quién está por encima de quién. Whitaker sabe y no se hable más; así la Naturaleza te aconseja, te consuela, no te regaña; y si nada te sirve de consuelo, si debes arruinar esta hora de tranquilidad, piensa en la marca en la pared. Entiendo el juego de la Naturaleza, cómo nos motiva a entrar en acción de modo que aniquilemos cualquier pensamiento que amenace con alterarnos o causarnos dolor. Así, supongo, comienza nuestro leve desprecio por los hombres de acción. Hombres que no piensan, creemos. Sin embargo, no causa ningún daño ponerle punto final a pensamientos desagradables mirando la marca en la pared. De hecho, ahora que acabo de fijar los ojos en ella, siento haber dado con una tabla en medio del mar; siento una gratificante sensación de realidad, que de inmediato transporta a los dos Arzobispos y al Presidente de la Cámara de los Lores a las sombras. Aquí hay algo definido, algo real. Así, saliendo de un horroroso sueño de medianoche, rápidamente uno enciende la luz y se queda inmóvil, admirando la cajonera, admirando la solidez, admirando la realidad, admirando el mundo impersonal que es la prueba de la existencia de otras cosas aparte de nosotros mismos. De eso es de lo que queremos estar seguros… La madera es algo bueno en qué pensar. Nace de un árbol, y los árboles crecen, y no sabemos cómo. Crecen durante años y años, sin prestarnos ninguna atención; en praderas, en bosques, al costado de los ríos… Todas cosas en las que nos gusta pensar. La vacas golpean sus colas sobre sus troncos en las tardes de calor; pintan los ríos tan verdes que cuando un pájaro se zambulle uno espera ver sus alas color verde al salir. Me gusta pensar en los peces nadando contra la corriente como banderas flameando; y en los escarabajos de agua atravesando lentamente montículos de lodo sobre las camas de agua. Me gusta pensar en el árbol en sí mismo: primero, en la cercana sensación de sequedad de la madera; después, pensarlo bajo la tormenta; y más tarde en el lento, delicioso rezumar de la savia. Me gusta pensar en él, también, en las noches de invierno, en el campo vacío, con las hojas casi plegadas, sin nada expuesto abiertamente a las balas de acero de la luna; un mástil desnudo sobre una tierra que va dando vueltas y vueltas durante toda la noche. El canto de los pájaros debe sonar muy fuerte y extraño llegado junio; y qué fríos se deben sentir los pies de los insectos mientras caminan, trabajosamente, por las grietas de la corteza, o se tumban al sol sobre las hojas verdes y miran a su alrededor con ojos rojos como diamantes… Una a una las fibras se parten con la inmensa y fría presión de la tierra. Después llega la última tormenta y las ramas más altas, al caer, vuelven a hundirse en la tierra. Así y todo, la vida no se acaba; todavía hay millones de vidas pacientes esperando por un árbol, por todo el mundo, en habitaciones, en barcos, en la acera, en habitaciones revestidas, donde hombres y mujeres se sientan después de tomar el té a fumar cigarrillos. Está lleno de pensamientos agradables, felices, este árbol. Me gustaría pensarlos de a uno, pero algo se interpone en el camino… ¿Dónde estaba? ¿A qué venía todo esto? ¿Un árbol? ¿Un río? ¿Las Downs? ¿El Almanaque Whitaker? ¿Los campos de asfódelos? No recuerdo nada. Todo se mueve, cae, resbala, desaparece… Son demasiadas cosas. Hay alguien de pie enfrente de mí que dice: —Voy a comprar el periódico. —¿Sí? —Aunque de qué sirve comprar el periódico… Nunca pasa nada ¡Maldita guerra!… Como sea, no veo por qué deberíamos tener un caracol en la pared. Ah, ¡la marca en la pared! Era un caracol. *FIN*
Yourcenar, Marguerite
Bélgica
1903-1987
Así fue salvado Wang-Fo
Cuento
Perezosa e indiferente, sacudiendo con facilidad el espacio de sus alas, conocedora de su camino, pasa la garza sobre la iglesia, bajo el cielo. Blanco e indiferente, ensimismado, el cielo cubre y descubre sin cesar, se va y se queda. ¿Un lago? ¡Quítale las orillas! ¿Una montaña? Sí, perfecto, con el oro del sol en las laderas. Cae desde lo alto. Helechos o plumas blancas, siempre, siempre… Deseando la verdad, esperándola, destilando laboriosamente unas pocas palabras, deseando siempre (se inicia un grito a la izquierda, otro a la derecha; ruedas golpean divergentes; omnibuses se conglomeran en conflicto), deseando siempre (el reloj asevera con doce claras campanadas que es mediodía; la luz vierte escamas de oro; niños se arremolinan), deseando siempre verdad. Roja es la cúpula; de los árboles cuelgan monedas; el humo sale lento de las chimeneas; ladrido, alarido, grito. «Compro metal»… ¿Y la verdad? Como rayos orientados hacia un punto, pies de hombres, pies de mujeres, negros o con incrustaciones doradas (Esa niebla… ¿Azúcar? No, gracias… La commonwealth del futuro), la luz del fuego salta y deja roja la estancia, salvo las negras figuras y sus ojos brillantes, mientras descargan una camioneta fuera, la señorita Thingummy sorbe té en su mesa escritorio, y las vitrinas protegen abrigos de pieles. Cacareada, leve cual hoja, rizada en los bordes, pasada por las ruedas, plateada, en casa o fuera de casa, reunida, esparcida, derrochada en diferentes platillos de la balanza, barrida, sumergida, desgarrada, hundida, ensamblada… ¿Y la verdad? Recordar ahora junto al fuego del hogar la blanca plaza de mármol. De las profundidades de marfil se alzan palabras que vierten su negrura, florecen y penetran. El libro caído; en la llama, en el humo, en las perecederas chispas; o ya viajando, la bandera en la plaza de mármol, minaretes debajo y mares de la India, mientras los espacios azules corren y las estrellas brillan… ¿la verdad?, o bien, ¿satisfacción con su proximidad? Perezosa e indiferente la garza regresa; el cielo cubre con un velo sus estrellas; las borra luego. FIN
Yourcenar, Marguerite
Bélgica
1903-1987
Cuento azul
Cuento
Como sea que dentro de la casa hacía calor y las estancias estaban atestadas, como sea que en una noche como aquélla no había riesgo de humedad, como sea que los farolillos chinos parecían pender como frutos rojos y verdes, en el fondo de un bosque encantado, el señor Bertram Pritchard llevó a la señora Latham al jardín. El aire libre y la sensación de hallarse fuera de la casa dejaron un tanto desorientada a Sasha Latham, la alta y hermosa señora de aspecto algo indolente, la majestad de cuya apariencia era tan grande que poca gente llegó a advertir que se sentía totalmente incapaz y torpona, cuando tenía que decir algo, en una reunión. Pero así era; y Sasha Latham se alegraba de hallarse en compañía de Bertram, de quien cabía esperar, sin la menor duda, que hablara sin cesar, incluso al aire libre. Si se escribiera lo que Bertram decía, resultaría increíble, ya que, no sólo todo lo que decía resultaba, en sí mismo, carente de sentido, sino que además no había relación alguna entre sus diferentes observaciones. En verdad, si una hubiera cogido un lápiz y hubiera escrito textualmente sus palabras -y lo que decía en el curso de una noche hubiera bastado para formar un libro-, nadie osaría dudar, al leerlo, de que el pobre hombre era un deficiente mental. Y no era éste el caso, ni mucho menos, por cuanto el señor Pritchard gozaba de prestigio en su calidad de funcionario público y era Compañero de la Orden del Baño. Pero resultaba todavía más raro que gozara de casi universales simpatías. Había en su voz un matiz, cierto enfático acento, un esplendor en la incongruencia de sus ideas, como una emanación surgida de su cara regordeta y morena, de su figura de petirrojo, algo inmaterial e inaprehensible, que existía y florecía y se hacía notar por sí mismo, con independencia de sus palabras, e incluso, a menudo, en oposición a ellas. Por esto Sasha Latham se dedicaba a pensar -mientras el señor Pritchard parloteaba acerca de su visita a Devonshire, acerca de posadas y posaderas, acerca de Eddie y Freddie, acerca de vacas y viajes nocturnos, de nata y estrellas, acerca de los ferrocarriles europeos y de Bradshaw, de pescar bacalaos, resfriados, la gripe, reumatismo y Keats-, Sasha pensaba en él, en abstracto, considerándolo persona cuya existencia era buena, creándolo, mientras él hablaba, a guisa de ser diferente de su habla, y éste era ciertamente el auténtico Bertram Pritchard, aunque nadie pudiera demostrarlo. Cómo podía una demostrar que Bertram Pritchard era un leal amigo, dotado de gran comprensión y… pero en este momento, como tan a menudo le ocurría cuando hablaba con Bertram Pritchard, Sasha se olvidó de su existencia, y comenzó a pensar en otro asunto. Sasha pensaba en la noche, después de haber conseguido concentrarse un poco, y con la vista en el cielo. De repente olió a campo, la sombría quietud de los campos bajo las estrellas, pero aquí, en el jardín trasero de la señora Dalloway, en Westminster, la belleza la emocionaba, debido a que Sasha Latham había nacido y se había criado en el campo, probablemente por contraste. Allí el aire olía a heno, y había, a sus espaldas, estancias repletas de gente. Paseó al lado de Bertram. Sasha caminaba de manera algo parecida al paso de los ciervos, con una leve flojera en los tobillos, abanicándose, mayestática, silenciosa, atentos todos sus sentidos, aguzado el oído, olisqueando el aire, como si fuera un ser salvaje, aunque con perfecto dominio de sí mismo, gozando de la noche. Esto, pensó, es la mayor maravilla, el supremo logro de la raza humana. Por una parte, hay mimbrales y rudimentarias barquichuelas navegando por pantanosas aguas, y por otra está esto. Y pensó en la casa seca, de gruesos muros, bien construida, con valiosos objetos en su interior, con el murmullo de hombres y mujeres que se acercaban los unos a los otros, que se alejaban los unos de los otros, que intercambiaban opiniones, y que se estimulaban recíprocamente. Y Clarissa Dalloway había hecho lo preciso para que aquello surgiera en los eriales de la noche, y había puesto planas piedras formando un sendero sobre la tierra, y, cuando llegaron al final del jardín (en realidad era muy pequeño), y ella y Bertram se sentaron en sendas tumbonas, Sasha miró la casa con veneración, con entusiasmo, como si la hubiera atravesado un eje de oro en el que se formaron lágrimas que cayeron en profunda acción de gracias. Sasha, a pesar de ser tímida, y casi incapaz de decir algo, cuando de repente le presentaban a alguien, pese a ser fundamentalmente humilde, sentía una profunda admiración hacia todos los demás. Ser ellos sería maravilloso, pero estaba condenada a ser ella misma, y lo único que podía hacer, a su manera silenciosamente entusiasta, sentada allí, en el jardín, era aplaudir el trato social de la humanidad, del que ella estaba excluida. Retazos de poesías en loa de la gente acudían a sus labios; la gente era adorable, buena, y sobre todo valiente, y triunfaba sobre la noche y los fangales, eran todos supervivientes, eran la compañía de aventureros que, asediados de peligros, se hace a la mar. Por maligno capricho del destino, ella no podía participar, pero sí podía estar sentada y loar, mientras Bertram parloteaba, por ser uno de los viajeros, quizá mozo de camarote o marino simplemente, un ser que se subía a los mástiles, silbando alegremente. Mientras pensaba esto, la rama de un árbol ante ella quedó empapada y rezumante de su admiración por la gente dentro de la casa; y goteó oro; o se puso erecta, en centinela. Formaba parte de la valiente y arremolinada compañía, como un mástil en el que ondeaba una bandera. Había una barrica junto a un muro, y también a la barrica infundió Sasha alma. De repente, Bertram, que era hombre físicamente inquieto, quiso explorar los contornos, y, poniéndose de un salto sobre un montón de ladrillos, miró por encima del muro del jardín. Sasha también miró. Vio un balde o quizás una bota. En un segundo la ilusión se esfumó. Una vez más, allí estaba Londres, el vasto e inatento mundo impersonal, autobuses, negocios, luces ante los bares y policías bostezando. Habiendo satisfecho su curiosidad, y después de haber vuelto a llenar, gracias a un momento de silencio, sus burbujeantes depósitos de palabras, Bertram invitó al señor y a la señora Nosecuántos, a sentarse con ellos, arrastrando al efecto dos tumbonas más. Volvieron a sentarse, mirando la misma casa, el mismo árbol, la misma barrica, aun cuando, después de haber mirado por encima del muro y de haber vislumbrado el balde, o, mejor dicho, Londres viviendo indiferente, Sasha ya no podía cubrir el mundo con aquella vaporosa nube de oro. Bertram hablaba y los nosequé -aunque le fuera la vida, Sasha no podía recordar si se llamaban Wallace o Freeman- contestaban, y todas sus palabras cruzaban una sutil neblina de oro e iban a parar a la prosaica luz del día. Sasha miró la seca y gruesa casa Reina Ana, hizo cuanto pudo para recordar lo que había leído en la escuela acerca de la Isla de Thorney y de los hombres en piragua, y de las ostras, y de los patos salvajes y de las nieblas, pero la casa no le pareció más que un lógico asunto de desagües y carpinteros, y la fiesta nada, sino gente vestida de gala. Entonces Sasha se preguntó cuál de las dos visiones era la verdadera. Podía ver el balde, y podía ver la casa, mitad iluminada, mitad a oscuras. Formuló la pregunta a aquel nosequé a quien Sasha había construido, a su humilde manera, utilizando al efecto la sabiduría y el poderío de cuantos no eran ella. A menudo, recibía las contestaciones de manera puramente accidental, casos hubo en que su viejo perro spaniel contestó por el medio de menear la cola. Ahora el árbol, despojado de sus oros y de su majestad, pareció darle una respuesta; se convirtió en un árbol de campo, el único en un páramo. Sasha lo había visto a menudo, había visto nubes matizadas de rojo, por entre sus ramas, o la luna quebrada, lanzando irregulares destellos plateados. Pero, ¿la respuesta? Pues bien, que el alma -por cuanto Sasha notaba que en ella se movía un ser que iba de un lado para otro y que intentaba escapar, ser al que, con carácter provisional, denominaba alma- es por esencia desaparejada, un pájaro viudo, un pájaro solitario posado en aquel árbol. Pero entonces Bertram, cogiendo del brazo a Sasha, con la familiaridad habitual en él, ya que no en vano eran amigos de toda la vida, observó que no estaban cumpliendo con sus deberes, y que debían entrar en la casa. En aquel instante, en alguna calleja o bar, sonó la habitual voz terrible, asexuada e inarticulada; un chillido, un grito. Y el pájaro viudo, sobresaltado, emprendió el vuelo, describiendo círculos más y más anchos, hasta que se transformó (lo que ella llamaba su alma) en algo tan remoto como un grajo contra el que se ha lanzado una piedra y emprende asustado el vuelo. FIN
Yourcenar, Marguerite
Bélgica
1903-1987
La leche de la muerte
Cuento
El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han. Avanzaban lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de día para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas y no a las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvo pinceles, frascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres porque Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba las monedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los ojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano. Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de un mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón. Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia, cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de que fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de las nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo que cada primavera daba flores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama a un espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas. Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebido para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silencio fuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado exquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinó para hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a la tormenta. Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fo no tenía dinero ni posada, humildemente le ofreció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobre los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de su casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En el corredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del muro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo pintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto. Desde hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, su rostro ¡se marchitaba como una flor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la estrangulaba flotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fo la pintó por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Su discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó de verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para procurar al maestro los frascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que enseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han. Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de los templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. Se decía que Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitían estudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración. Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza de paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro, desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fo estaba triste y hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling fingía humildemente que lo escuchaba. Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredores de la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gritadas en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién ayudaría a Wang-Fo a pasar el vado del próximo río. Los soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarrado lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre su hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la nuca de Wang-Fo quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos. Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió a los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sin duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas sufrían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro, lo que era para él la manera más tierna de llorar. Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como un lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables salas cuadradas o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas, emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda la escala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas allí, debían de ser definitivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un ajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo del Cielo. Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada flor contenida en sus bosquecillos pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. En señal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga del Emperador. El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas como las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para figurar el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado demasiado alto, que no reflejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha al Ministro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor palabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja. —Dragón Celeste —dijo Wang-Fo proster-nándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que está por terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado. —¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador. Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los reflejos del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fo, maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hecho del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había frecuentado la corte de los emperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores. —¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? —prosiguió el Emperador inclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como el veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mi memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En esos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido a nadie pasar frente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habían adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tus pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches. De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de las manos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual al llano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que una piedra, al caer, no podía sino convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como flores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, de los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de los sacrificados es menos roja que la granada figurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados me revuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempre borradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas en paz sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos de narcisos que no pueden morir. Y es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios me hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tus ojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino. Y como tus manos son los dos caminos de diez ramificaciones que te llevan al corazón de tu imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fo? Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en un suspiro: —Y te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro. Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual a una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedra verde. El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo. —Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las figuras que se reflejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y el infinito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante que has acariciado en tu vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado. Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó sus lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suficientes montañas, ni suficientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que nunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling. Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego, agregó sobre la superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, Pero Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua. La frágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas. Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja. Wang-Fo le dijo quedamente mientras seguía pintando: —Te creía muerto. —Vivo usted —contestó respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al maestro a subir a la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto. —Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos desgraciados van a perecer, si no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer? —No tema, maestro —murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el corazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una pintura. Y agregó: —El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, hacia el país que se encuentra más allá de las aguas. —Partamos —dijo el viejo pintor. Wang-Fo se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó de nuevo toda la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en las franjas de su abrigo. El cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fo que flotaba al viento. La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superficie desierta, y el pintor Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que Wang-Fo acababa de inventar. *FIN*