author
stringlengths
4
32
country
stringlengths
4
20
years
stringlengths
4
24
title
stringlengths
2
204
category
stringclasses
13 values
content
stringlengths
9
369k
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
El vengativo
Cuento
Voy a faltar a mi palabra, voy a romper la promesa más solemne que he hecho en mi vida; me siento demasiado humano, no puedo guardar por más tiempo esa tremenda historia. Durante tres años he envejecido por respetar un juramento que ha caducado ahora. ¡Tres años! Reprimiendo el deseo impetuoso que sentía por declarar, resondrando con todas mis fuerzas al impulso, que en mil circunstancias propicias, me obligaba a salvarme de un sufrimiento injusto. Tres años ha sido mi conciencia un escenario de lucha: por una parte la voz autoritaria y desgarrada de él, su ruego, acompañado siempre de la imagen que me hacía de su rostro en aquel supremo momento; y por otra, la súplica de ella, aquel grito desesperado con que pidió justicia, grito que él mismo se sintió débil para omitirlo en su carta. Estoy seguro que él me escribió obedeciendo como un abúlico a ese horrible grito; fue tan intenso, tan grande, que a través de las disculpas del criminal, a pesar de todos sus esfuerzos por atenuarlo, aún lo he sentido en toda su desgracia, con todo su insoportable dolor. Pero entre la justicia y él, no he dudado; preferí a Silvestre y me callé porque en su tragedia hay un salvajismo que atropella e impone silencio. No solo, pues, fue mi promesa solemne; tras del juramento que hice, estuvo siempre la autoridad de él, la influencia impositiva de su salvajismo. Pero hoy quiero declarar y salvarme. Voy a descubriros la carta de Silvestre, es preferible que ustedes oigan esa historia tal cual la recibí; la rapidez y pasión con que está escrita, no podría yo reemplazarlas con ninguna otra cualidad literaria, que borrándole su demasiado tono sanguinario y su franqueza la hiciera igualmente interesante. Hermano: Fue a eso de las once y media de la noche. Había llovido y hacía frío. La calle estaba sembrada de charcos y tenía que caminar saltando los pozos de agua. Como siempre, a esa hora el pueblo estaba en silencio. A pesar de la neblina había un poco de claridad y podían distinguirse las puertas de las casas. Es que era luna llena. Iba a llegar al final de la cuadra, pero me detuve: oí que en la esquina alguien pronunciaba mi nombre. Eran dos comuneros los que hablaban; yo no los distinguía, pero comprendí que conversaban sentados en el corredor de la cárcel, mirando hacia la plaza. Estaba a pocos metros de ellos y oía muy bien sus voces: —¿Don Silvestre? ¡Ah, caraya! Es sonso como los novillos. Era Tomascha el que me insultaba, el amansador de mis potros. —No digas, Tomascha. Don Silvestre es buen patrón. —Yo no digo; pero don Silvestre cree que ha sido él solito. —¿Acaso? —¡Mentira! Él, como los animales, la ha conocido en los retamales de Sullkaray y ahora también se ven en los corrales no más, o en la cueva de Santa Bárbara. —¡Claro, pues! Los mistis con las blancas hacen eso. —¡Ja, ja, ja! ¿Y yo? ¡Buen mak’ta! Yo entré en su mediagua. Como gente, en el blanco de su cama, bajo el azul de su cortinita. Yo, Tomascha, pobre amansador de potrancas y padrillos, indio de la pampa de Koñani. ¡Ja, ja, ja! Primero he sido yo, antes que el patrón don Silvestre, principal de San Juan. ¿Qué dices, Camilo? Yo no grité, ni siquiera salté a la plaza y le impuse silencio al cholo. Una felicidad venenosa recorría todo mi cuerpo; era el grandioso placer de la rabia. —¡Tú no sabes, Camilo! Ahora ya me puedo morir. Después de estar con esa niña, ¿qué más hay para mí en la vida? —¡Tomascha! El miedo le impidió moverse al indio. —¡Tomascha! Por delante, a mi casa. Tú, Camilo, vete. No has oído nada de la niña. ¿Entiendes? Los indios me obedecen siempre como esclavos. El amansador saltó del corredor a la plaza; Camilo, a la calle por donde había venido yo. —¡Camilo! El cholo sacó la cabeza por el ángulo de la pared. —No has oído nada de la niña. Callado como la tierra hasta tu muerte. ¿Entiendes? —Sí, papay. —¡Vete! —Nosotros, a mi tienda, Tomascha. La fachada de la iglesia se distinguía a través de la neblina; la ventana grande del coro se veía negra. El eucalipto del centro de la plaza estaba como dormido, parecía un indio emponchado defendiéndose del frío. Los romazales tendidos en la pampa también eran negros, como el corazón de ella. Marchábamos despacio. Yo iba pisando la sombra de Tomascha. Poco a poco, a cada paso, sentía que me transformaba, que me convertía en hiena o en tigre, que me hacía feroz. Tú no sabes lo dichosa que debe ser la fiera si tiene conciencia de su alma sanguinaria; yo lo aprendí aquella noche, mientras caminaba tras de Tomascha. Solo sentía cierto temor al ir comprendiendo que tan dichoso puede ser el hombre por el amor como por la rabia. ¡Qué valiente es mi corazón, hermano! Temblaba de felicidad cuando ella me ofrecía su vida, su cuerpo, y esa noche se estremeció de satisfacción cuando pensé en su castigo, y en su sangre. Llegamos a la puerta de mi tienda; tú recuerdas que se abre a la calle. El indio parecía sereno, ya no había miedo en su rostro. Abrí la puerta. El amansador, sin esperar que le ordenase, entró tranquilamente a la tienda; yo lo seguí. Mi catre está tras de los andamios. Prendí mi lámpara de kerosene y nos vimos otra vez la cara: la mirada del indio seguía impasible. —Toma asiento, mak’ta. En la silla, como gente. —Yo hombre, tú hombre, Tomascha. Esa mujer ha sido de los dos. La verdad no más para tu patrón. Yo me puse frente a él, sentado en la cama. La lámpara nos alumbraba un lado de la cara. Con las manos sobre la rodilla, serio y casi triste, el cholo me contó la primera rendición de ella: —Don Silvestre, ya sabes: La suerte, pues ha querido; Dios mismo seguro ha querido; fue en la cosecha de maíz, patrón: ese día don Constantino y doña Eloísa durmieron en la era de Utek’pampa. Al atardecer, cuando el Inti amarilleaba en la cabeza del tayta Chitulla, yo aparejé mis burros para cargar el maíz al pueblo; sesenta sacos fue la cosecha. Ayudado del mak’tillo Vicente terminé de cargar al empezar la noche. Salimos de la era cuando los chiwacos acababan sus rezos sobre los retamales. Arreando y gritoneando a los burros subimos la cuesta de Sullu-puquio. Como ahora, llovió en la noche y el agua me entró hasta la carne. Apurando, apurando, llegamos al pueblo bien entrada ya la noche. Los concertados se habían ido a sus casas y Donatacha no más nos abrió el zaguán. Largo rato tardamos para descargar a los burros. Los costales de maíz los amontonamos unos sobre otros en el corredor. Después mandé a Vicenticha con los burros. Nadie había en la casa; la cocinera y Donatacha estaban roncando en la cocina, la pasña se metió en la cama mientras descargábamos a los burros. En la mediagua, la niña tenía su luz prendida. Cuando estaba descansando tirado sobre una jerga, la niña me llamó; miedoso empujé la puerta de su cuarto y entré. La niña estaba sentada sobre su cama, con un librito en las manos. —Sube ese baúl sobre la silla —me dijo. Callado no más obedecí. De regreso, al pasar por el lado de la patrona, mi brazo le tocó en la cadera. Su cuarto es, pues, chiquito; entre su catre y la pared un solo hombre puede pasar y la niña estaba parada junto a su cama. —¡Tomascha! —me dijo—. ¡Tomascha! ¡Pareces ak’chi! De verdad, patrón, en el ojo de la niña estaba el cariño para mí, su carita blanca como la flor de sanky, se reía; clarito oí el cansancio de su corazón. De otro modo me miró; entonces como el de ella, la sangre se alborotó en mi cuerpo. Soy, pues, hombre, como tú, don Silvestre. —¡Niñacha! ¡Por ti voy a morir! ¡Como al Inti, como a Chulla-pampa te quiero! Eso le dije, patrón… y me quedé en su mediagua. A pesar de la pasión con que hablaba, el semblante del indio no se modificó; siguió siendo tranquilo, casi indiferente. Pero al final me miró de frente, con expresión atrevida, algo torpe. —¿Acaso, don Silvestre? ¡Ni yo, ni la niña, Satanás tiene la culpa! Se paró; su cabeza se puso a la altura de la lámpara y la luz aclaró su rostro. Hasta esa noche no lo había notado: Tomascha era casi hermoso, su cara de gavilán era enérgica; tenía un cerquillo en la frente, como los potros cerriles de las pampas. Sus ojos hundidos eran casi iguales a los de los gavilanes andinos, tenían esa expresión; parecían estar mirando siempre muy lejos y eran claros y profundos. Además, Tomascha era musculoso, tenía las espaldas anchas, como todos los indios de K’oñani. —Sí, Tomascha, Satanás es ella. Yo hombre, tú hombre; callado como la tierra hasta tu muerte ¿juras? —Sí, patrón. —No soy ahora don Silvestre, hombre como tú soy, habla de tu voluntad. —Juro, don Silvestre. —¿Desde tu adentro me respetas, Tomascha? —De verdad te quiero, don Silvestre, porque eres buen principal y haces respetar a los indios contra los mistis abusivos de Puquio. —Hasta mañana, Tomascha. —Hasta mañana, patrón. Nos apretamos las manos, de igual a igual. El indio se fue, con su andar lento y pesado, hacia el centro de la plaza. Daba pasos largos y se mecía al caminar. La neblina había subido al cielo; extendida en el espacio era más tenue y dejaba pasar fácilmente a los rayos de la luna. El blanqueo de las paredes se distinguía muy bien en los corredores de la plaza. Tomascha se hacía más pequeño a cada paso, se perdió un momento en la sombra del eucalipto y volvió a aparecer más lejos, como un punto negro; y le seguía con la mirada. Cuando desapareció en la esquina sentí como si algo me faltase, se desprendió de mi cuerpo una especie de alegría, de felicidad pesada e intensa. Me había acostumbrado a verlo; entre él y yo se había establecido una corriente extraña que mantuvo la tensión de mi conciencia; al perderse él en la esquina opuesta, sentí como si se rompiera mi equilibrio. Estuve largo rato parado en la esquina de mi tienda, sentía placer en la inmovilidad; pero el frío me obligó a retirarme. Cuando me examiné con calma encontré en mi interior una sola realidad, una sola pasión grande y fuerte: la rabia. Eran las tres de la mañana; los gallos del pueblo se contestaban de lejos a lejos, con voz sonora; parecían innumerables; cada uno cantaba varias veces, con ese grito largo de los gallos serranos. Yo les oía con atención abstraída. Al poco rato me sentí pendiente de esos cantos nocturnos; desaparecieron lentamente todas mis ideas, todo el bullir de mi rabia; y ya no había en mi interior sino el repercutir del grito placentero de los gallos. Pero también ellos empezaron a guardar silencio; unos tras otros, volvieron a quedarse dormidos. Y en el silencio absoluto, otra vez sentí como si se rompiera mi equilibrio, la tensión que suprimió la voz de mi conciencia. Inmóvil sobre mi cama, durante dos horas fui víctima de la expresión odiosa de dos rostros: ella y Tomascha. Los ojos de ambos vertieron sobre mi alma un chorro continuo de sangre. Al amanecer, cuando los chiwacos y las tuyas cantaron sobre los saúcos del cementerio, sentí como un peso en el pecho; mi corazón estaba inmenso de rabia. El día empezó con un cielo claro. En las faldas de los cerros se veían nubes blancas en reposo. En Santa Bárbara, sobre los tayales y las ortigas verdes, los pájaros silbaban alegres. Los chanchos mostrencos hociqueaban en los romazales de la plaza. El pueblo, silencioso y humilde, me pareció, más que nunca, un disparate. —¡Ramoncha! El cholillo corrió desde el zaguán. —Ensilla mi caballo. Yo estaba en la esquina de mi casa. —¡Esta mañana! El día está bueno —exclamé, cuando Ramoncha se dirigió al patio para obedecerme. De la tierra húmeda se elevaba un vapor blanco. La quebrada del Credo. ¿Recuerdas? El camino se ve de lejos como una línea angular sobre el barranco amarillo. El arroyo corre por el fondo de la quebrada, blanquisco y gritón; de salto en salto se precipita hasta llegar al río grande que avanza, entre los cerros, y se pierde, encajonándose muy lejos, en el corazón de la cordillera. Yo escogí el barranco del Credo para el castigo de ella. Eran las doce del día y ya debía estar cerca. El viejo Constantino estaba enfermo y ella fue a ver sus maizales de Chulla-pampa en reemplazo de su padre. Yo y el tordillo cerrábamos el camino por donde era más angosto. Las flores de los sankys enanos del barranco parecían más sanguinolentos a esa hora, en que el sol quemaba el campo e imponía silencio sobre los sembríos. El tordillo dormitaba, vencido por el calor; solo yo vigilaba el camino, con la cara vuelta hacia el bosque del frente, donde empieza la quebrada. No tenía inquietud, ni sentía miedo, esperaba casi tranquilo. Mi rabia había llegado a nivelarse con mi resolución de matarla; si crecía, era colmado inmediatamente con la proximidad cada vez más inminente de la “hora”. Era por eso que en cada minuto me sentía pasionalmente más grande, más alto, más feroz, sin perder mi equilibrio. Por encima de los molles que dan sombra al camino en la entrada del Credo, vi avanzar la cabeza de ella; el potro negro que le regalé yo, mi gran potro negro, domado por Tomascha, estiró el cuello y relinchó, reconociendo al tordillo, su hermano de tropa. Me estremecí. Era ella que entraba a la quebrada, a su tumba. El corazón me sacudió, como antes, cuando la vi llegar a los retamales de Sullkaray, donde la esperé para gozar de su vida. ¡Qué misterio es el corazón, hermano! Empecé a temblar a pesar de mi valentía. Vi amarillo, todo amarillo, como la tierra del barranco. La tempestad, azuzada durante diez horas, engrandecida en su escondite, apretada en la oscuridad del corazón, me sacudió a la vista de ella, hasta tumbarme. Se oscurecieron mis ojos; una película negra, danzante, cubrió la claridad del cielo, y caí de espaldas sobre el camino. Al despertar me encontré en las faldas de ella; mi cabeza reposaba sobre sus muslos y mis ojos se encontraron muy cerca de sus senos que se movían, golpeados por el corazón. El tordillo y el negro nos miraban; parados al filo del barranco, parecían defenderla de la muerte. —¡Silve! ¡Qué pálido estás! —me dijo. Sus ojos pardos, como hojas de k’eru, me alumbraban con luz clara y dulce; pero su mirada no llegó hasta el fondo de mi conciencia, porque no pude perdonarla. —Habla, Silve. ¿Por qué desmayaste? —¡Tomascha! ¡Tiene ojos de ak’chi y frente de potro cerril! ¿No es cierto? ¡Parece que siempre estuvieran hundiéndose en la lejanía sus ojos de ak’chi! ¡Tomascha! ¡Indio! Salté hasta espantar a los caballos. Ella se quedó ahí, aplastada en el suelo. Yo temblé otra vez; la furia de la rabia me vencía, a pesar de que ya estaba en mis manos, de que iba a morir. La “hora” y mi ferocidad habían crecido tanto, que perdía el dominio y parecía que iba a lanzarlo sobre mí, porque el abismo estaba en mi delante, llamándome con su lengua amarilla. —¡Perdón, Silve! ¡Soy inocente! Me reí, grité a carcajadas. Los caballos huyeron al oír mi risa. —¡Inocente! ¡Inocente! Arranqué el puñal de mi cinturón y me acerqué a ella con pasos lentos y firmes. Ella se arrastró de espaldas sobre la roca, hacia atrás. Sus ojos parecían dominados por el filo de mi cuchillo, no me miraban ya, seguían el puñal como imantados. Di un paso largo y pisé un extremo de su falda. Cuando sintió que ya no podía moverse, que iba a morir, se arrodilló otra vez y me dijo, con esa voz absurda de los condenados: —¡No, Silve! ¡Soy mujer! ¡Perdón! Pero en vez de conmoverme, su voz me enardeció más. Sentí en mi brazo el verdadero impulso de la muerte, me curvé con violencia y clavé mi cuchillo en su pecho, sobre el corazón. Al mismo tiempo gritó ella: —¡Asesino! ¡Justicia! Su sangre saltó en un chorro grueso sobre el barranco. Ella se tambaleó unos segundos en el filo del camino, y rodó después al fondo de la quebrada. Cuando desapareció ella y me encontré solo, con un puñal enrojecido en la mano, temblé por tercera vez; pero entonces sentí espanto. No oí ninguna voz en mi interior, ninguna idea que me dirigiese, que me salvase: un vacío atroz en el corazón y en el cerebro. La nada, frente a ese barranco que me llamaba; la nada, como resultado de una caída horrible desde lo alto de un torbellino de rabia. Y después ya no fui más que la encarnación de un solo sentimiento invencible: el espanto. Miré con pavor a un lado y otro del camino. Nadie. El sol grandioso del mediodía seguía imponiendo silencio en el campo. Las flores del sanky enano reían sangre, sangre humana, roja y vengativa. Me eché a correr, huyendo de la quebrada, con dirección a los maizales. Algo, algo, se rompía en el interior de mi conciencia. De repente, sentí lágrimas sobre mi cara: lloraba. El tordillo y el potro miraban un alfalfar, estirando el cuello por encima del muro. Salté sobre el caballo y lo hice galopar sobre la pampa del Utek’: las flores de los retamales pasaban por delante de mis ojos como un mar amarillo; los sauces que bordean la cequia grande, corrían hacia atrás, como un releje verde y alto. Tenía miedo, un miedo furioso e indomable. El potro negro me seguía, galopaba a mi derecha; le crucé a látigos la cabeza, le grité; no, no obedecía, galopaba con furia; su cerquillo era batido por el viento y la crin del cuello se sacudía como una bandera negra. —¡Eh, potro, potro! ¡Maldito! Era imposible, me hubiera seguido hasta los infiernos. En el callejón de Rollo, atropelló a un indio. La presencia brusca de un hombre me devolvió el sentido. Del espanto volví a la realidad. Tiré de las riendas con fuerza; vencido por la carrera, el tordillo dio varios saltos antes de pararse. —¡Camilo! —Casi me has matado, don Silvestre. Su voz humilde, obediente, me hizo recordar la autoridad de don Silvestre, principal del pueblo. —¡Camilo! ¡Sácala! ¡El potro la ha tumbado en el Credo! —¿El potro, taytay? —¡El potro! ¡Indio! —¡Jesús! ¡Don Silvestre! ¡Ha muerto, entonces! —Anda, Camilo; sácala. Si tiene herida en el pecho, dirás que un palo de molle le había entrado hasta el corazón. ¿Entiendes? —¿Herida, patrón? —Sí, en el pecho. Monta en el potro. Tú solo, Camilo. La traerás hasta el pueblo. Dirás que has visto corcovear al potro en el peligro. Te daré una chacra y dos novillos. Camilo, vas a hacer favor a tu patrón, nunca dirás a nadie que me viste corriéndome del Credo, perseguido por el potro negro. No contestes. ¡Anda! La última palabra salió ronca de mi cuello; grité con tono de mando. El indio obedeció, saltó al potro, y se lanzó a galope por el callejón. Cuando lo vi, ya lejos, comprendí que me había salvado. ¿Dios o Satanás me mandó a Camilo? Subí paso a paso la cuesta de Sullu-puquio. De los nevados del frente —Chitulla, Ventanilla— se levantaban nubes negras de aguacero; el trueno y el relámpago amenazaban. El cielo oscureció rápidamente, y los campos lejanos se entoldaron de un azul sombrío. Ya no tenía miedo, ni me sacudía ninguna pasión fuerte. Parecía un enfermo, atontado y tembloroso. —¡Tomascha! —le dije, cuando lo encontré parado en la esquina de la plaza. El indio tembló. —Sígueme, Tomascha. Por delante, a mi cuarto. Estábamos como aquella noche: mirándonos frente a frente en el interior de mi tienda, tras de los andamios; él sentado en la silla, y yo sobre mi catre. Sus ojos de gavilán no decían nada. —¡Vete de aquí, Tomascha! El tordillo está ensillado en el patio; mi apero, mi pellón, llévatelos. En este sobre hay doscientos soles, para que negocies. A Huamanga, Cuzco, Arequipa o Tarma. Pero no regreses. Vete para siempre, ak’chi. ¡Ahora mismo! Aquí te puedo matar, Tomascha. El indio se puso de pie; parecía triste. —Boyno, patrón. Morir no importa. Yo no tengo padre, mujer, ni hermana; a ti no más te obedezco. Pero tu plata no quiero. ¡Adiós, don Silvestre! Una libra está bien. Puso el sobre en la mesa y me tendió la mano. —¡Nada, nada! ¡Lárgate! Y no voltees la cabeza hasta diez leguas. El amansador tiró la puerta con fuerza y el andamio tembló. Al poco rato sentí el golpe de los herrajes de mi tordillo sobre el empedrado. Se llevó mi mujer y mi caballo. Hermano: todo ha pasado. En el pueblo lloraron por ella. Las mujeres regaron flores de k’antu, de dalia y retama en el camino del panteón. Yo mismo fui por delante del ataúd; casi sereno atravesé los trigales de don Eustaquio guiando a las cholas que gemían y a los indios pálidos de tristeza, porque ella fue buena con la gente del pueblo. Recuerdo que entonces creí ser hombre perdido para el más allá. Pero soy hombre de sierra y tengo alma de mestizo. Hijo de gamonales que tuvieron corazón de piedra, después de haber aprobado todos mis actos, he vuelto con indiferencia mis espaldas al pasado y he dicho: —Está bien. Ahora, hermano, ponte de pie y jura callar como la tierra. Silvestre Y yo le prometí solemnemente. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
Hijo Solo
Cuento
Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio, las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban. A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles frutales. La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche; porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las flores rosadas. Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar, en el callejón empedrado del caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando con el rabo metido entre las patas. Tenía “anteojos”; unas manchas redondas de color claro, arriba de los ojos. Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los huesos de las patas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por las puntas. Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros. —¡“Hijo Solo”! —le dijo cariñosamente—. ¡Hijo Solo! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Niñito! Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en quechua con tono cada vez más familiar. —¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién? Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el iris negro se contraía sin decidirse. —Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste? Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente, bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. Hijo Solo se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro. Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniendo la respiración, tratando de no parecer ni siquiera un ser vivo. No huyó el perro, cesó por un instante de lamer el plato. También él paralizó su aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas. Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. “¿No habrá vuelto de acompañar a su dueño, desde la otra vida?”, pensó. Pero viéndole la barriga y la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Solo los perros maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida. Se abrazó al cuello de Hijo Solo. Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas calandrias, brillando. Hacía tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto que Hijo Solo fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños. Le había dicho eso al perro, solo para engañarlo; pero si él había oído, si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en Lucas Huayk’o, la hacienda temida y odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato Hijo Solo había llegado hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y había escapado de Lucas Huayk’o? —¡Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre —le dijo—. Comida hay, harto. Los patrones pelean, matan sus animales; por eso dicen que Lucas Huayk’o es infierno. Pero tú eres de Singuncha, “endio” sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela, torcacita! ¡Canta, tuyay; tuyacha! ¡Todo tranquilo! Abrazó al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de Hijo Solo se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singuncha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente e infundirle confianza. Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía cómo era eso. El agua de los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. Hijo Solo movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo. Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por ese muro. Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. Hijo Solo comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores de Lucas Huayk’o? —¿Viven aún los dos? —se preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes? —Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales finos. —¡Anticristos! —¡Y su padre vive! —¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca. —¿De dónde, de quién vendrá la maldición? No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles. —Lucas Huayk’o arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente. Sin embargo, Hijo Solo conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda. Los primeros ladridos de Hijo Solo fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor, Hijo Solo ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo. —¿Es tuyo? ¿Desde cuándo? —Desde la otra vida, señor —contestó apresuradamente el sirviente. —¿Qué? —Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va a hacer caso. De “endio” es, no es de werak’ocha. Tranquilo va a cuidar la hacienda. —¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que don Adalberto come sangre? —Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va ladrar. No contra don Adalberto. Hijo Solo los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande. —Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda —dijo don Ángel—. Se desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la sangre, siempre, ese Caín. ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la quebrada. —Hijo Solo, patrón. Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta. “Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido”. El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja. No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda por la banda izquierda que pertenecía a don Ángel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la alfalfa floreada; corría a saltos, levantaba la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía. —¡Hijos de Dios en medio de la maldición! —decía de ellos la cocinera. El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los bosques de retama de los pequeños abismos. El chihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, a la orilla del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en Lucas Huayk’o. Singu era becerrero, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro Hijo Solo, fue aún más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar. Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdicios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban una bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando. Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El otro, don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas de la hacienda, y las minas. Don Ángel, los alfalfares, la huerta, el ganado, el trapiche. Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de animales, los incendios de los campos de trigo, las peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes; traían los caballos. Se armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La cocinera lloraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huida por el camino angosto; todo le confirmaba que en Lucas Huayk’o, de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el viento, desde las cumbres. Hubo un periodo de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de Hijo Solo. —Este perro puede ser más de lo que parece —comentó don Ángel semanas después. Pero sorprendieron a Hijo Solo, en medio del puente, al mediodía. Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés. Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su desigual cuerpo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello. Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco. Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba; tenía espumas en el centro, donde se percibía la corriente. Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no solo ella, sino también los árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría jamás a Hijo Solo. Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio don Adalberto; bajó al remanso. Era profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más ligero que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río. ¡Era cierto! Hijo Solo luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el que aparecían los molinos de don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla, arrastrando al perro. Se tendieron en la arena. Hijo Solo boqueaba, vomitaba agua como un odre. Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a don Adalberto, en quechua: “Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a las velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de Aukimana; Hijo Solo comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!”. Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus “anteojos”, lo miraba. Entonces lloró Singu. —¡Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero! Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus “anteojos”. —¡Vamos a matar a don Adalberto! ¡Dice Dios quiere! —le dijo. Sabía que en los bosques de retama y lambras de los molinos cantaban las torcazas más hermosas del mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a Lucas Huayk’o, porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano. —¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas! —decía—. Me traen gente de cinco provincias. Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaban en el bosque, a tomar sombra. Al anochecer se encaminó hacia los molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía don Adalberto; pudo ver los techos de calamina del primer molino, del más alto. Cortó un retazo de su camisa y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave. Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aun a plena luz del sol. Más tarde vendrían “concertados” a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza. —¡Adiós, niñitas! —les dijo en voz alta. Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al Hijo Solo para que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra. Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las torcazas. Llegaron palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar. Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k’opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas, mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló la llama que se formaba. Después, a pocos, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo. —¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida! —gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre la arena. Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita. Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. Hijo Solo aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de don Ángel, volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires. Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón Santiago. Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el Hijo Solo. —¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda. En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque don Adalberto no murió en el incendio. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
K’ellk’atay-pampa
Cuento
—Recién es el amanecer, pero Yanamayu está resondrando ya a la pampa con su gritar rabioso. —¿Sabes, Nicacha? A este río le pusieron ese nombre porque es malo. Yanamayu, alma negra, asesino. Nadie le quiere en la Pampa de Yanamayu, ni las ovejitas, ni las vacas, ni los caballos cerriles; con odio le oyen roncar todo el año. Los viajeros le tiemblan, es enemigo de los viajeros. En diciembre se llevó al chiquito de don Apa; se salió, dicen, y como con un brazo le arrastró de la cintura y lo envolvió entre su barro negro; Yanamayu nos busca a nosotros los mak’tillos. ¡Yanamayu odioso! Sobre la pampa eriaza silbaba el viento helado, el ischu se agachaba humilde a su paso y besaba la tierra. La tropita de ovejas caminaba con pasos menudos, recogiendo las patas difícilmente y balando en coro con voz triste y alargada. Sobre los cerros lejanos, semioscuros, dormitaban nubes blancas. El agua de las lagunas estaba tranquila; wikus negros, aplastados por el frío, esperaban al sol acurrucados en sus nidos a la orilla de las pequeñas islas. Solo el pájaro preferido, el rey de las lagunas del alto, hecho de sangre y de nube, vigilaba de pie las lagunas de la pampa. —¡Pariona! —gritaron alegres los ovejeritos. Erguidos sobre una pata, con la cabeza oculta entre las alas, parecían grandes flores acuáticas, de corola blanquísima con manchas de sangre purpurina. —¡Parionachakuna! Las voces de los pastores sonaron llenas de cariño y de respeto. Los mak’tillos arrearon su tropa de ovejas hacia la laguna donde vieron las parionas. El yayanmachu iba por delante; sus cuernos retorcidos, escamosos y pesados le obligaban a llevar la cabeza gacha; su hocico curvo, fuerte y largo, sus ojos serios, pardo-oscuros y su cuero de lana tupida, gruesa y sucia, le daban aire de padre, de jefe; era, pues el yayan, el padrillo, el guía de la estancia. Nicacha y Tachucha le respetaban, no le resondraban nunca y por las mañanas le ayudaban a levantarse, porque sus piernas entumecidas por la helada y débiles por su vejez no le obedecían ya como antes. —Machu-tayta, ya es hora —le decían—, tu familia tiene hambre. Abrazaban su cuello corto y grueso y pegaban sus caritas sobre el rostro serio del carnero-padre. —El yayan está viejo, Tachucha; en la cuesta se cansa mucho —dijo Nicacha viendo el andar calmado del jefe de la tropa. —Pero ya tiene su reemplazo, el Pringo va a ser su reemplazo. Tras del yayan caminaba un carnero grande, de cuernos poderosos, de lana muy blanca; era el yayan próximo. Cuando la tropa y los mak’tillos estuvieron cerca de la laguna, las parionas dieron unos pasos hacia el fondo del agua y levantaron el vuelo; extendieron en toda su anchura sus grandes alas y se elevaron muy alto. La mancha purpúrea de sus alas y de sus pechos, desde el cielo limpio, semejaba muchas banderitas rojas. —¡Kuyay patuchakuna! En los ojos de los mak’tillos brilló una alegría pura y tierna. Las dos parionas volaron en dirección de las nieves del K’arwaraso y se perdieron rápidamente en el horizonte. ¿Dónde nacen las parionas? Ningún comunero puede decir que ha visto uno solo de sus nidos. Las parionas son orgullosas y solitarias, no se ven jamás más de dos o cuatro en una laguna, y siempre vuelan muy alto, entre las nubes u ocultas por el azul del cielo. Son hurañas, vuelan apenas sienten que alguien se aproxima a sus lagunas; no se mezclan con los patos ordinarios que pueblan las islas y las orillas de las lagunas, son silenciosas, nadie las ha oído gritar, son como el alma de las pampas frías y calladas de la puna. Cuando en los meses de junio y julio iba a K’ellk’ata don Rufino, principal del distrito, siempre andaba rondando las lagunas en busca de parionas. Pero todo había caído bajo el plomo de su carabina; él mataba carneros, llamas, caballos cerriles, vacas y vicuñas; solo el pájaro amado por los comuneros de la puna escapaba siempre. Don Rufino rabiaba, zapateaba furioso tras de sus escondites, porque las parionas levantaban el vuelo antes que él disparara su carabina. Cuando el patrón se acercaba agazapado a las lagunas, los mak’tillos y los comuneros se rogaban en voz alta: —¡Taytay: que el plomo se derrita en medio camino; que a los oídos de todas las parionas de K’ellk’ata lleguen siempre desde lejos las pisadas del patrón; que nunca tenga entre sus manos las plumas blancas de nuestras parionas! Y se cumplía el deseo de los “endios” k’ellk’atas. Don Rufino regresaba cansado después de haber probado en todas las lagunas y desfogaba su rabia atravesando a balazos las vicuñitas de las laderas, los animales extraños que encontraba en sus pastales y pateando enojado a los comuneros que se alegraban al verlo llegar con las manos vacías. La pampa se llenó de tropas de ovejas; de todas las estancias, de todas las quebraditas, salían manadas de carneros que balaban, balaban incansablemente, alegrando la pampa fría, acallando el silbido cansado del viento. Las pocas aves de la puna comenzaron a revolotear en el aire, y el día empezó sobre la cordillera, semisilencioso, semialegre, porque en el horizonte inmenso, lleno del gris monótono del ischu, se perdía el griterío de las ovejas, de los perros y de los pastores. Nicacha y Tachucha llegaron a la orilla de Yanamayu. El río corre por una quebrada poco profunda; las piedras del fondo son negras y oscurecen el agua. No es torrentoso Yanamayu, al contrario, se arrastra callado sobre la pampa, formando pequeños saltos de trecho en trecho; pero es hondo y de orillas cortadas; por eso los animales que caen allí ya no salen; lentamente los lleva el agua, sin que puedan encaramarse a ninguna de las orillas. Esa mañana Yanamayu estaba turbio: había llovido mucho y cargaba el fango arrastrado por el aguacero. Los dos mak’tillos se arrodillaron en la orilla y tocaron la corriente fría con las manos. —¡Tayta Yanamayu: no le hagas nada a mis ovejitas, ni a las ovejitas de los otros; no te enojes por gusto; no seas perro con los viajeros que cruzan K’ellk’atay-pampa. No hagas llorar a la gente porque la sal de sus ojos te llega y ennegrece tu agua! En ese momento, sobre el filo de la cordillera, apareció el sol y extendió su luz alegre sobre K’ellk’ata; abrazó amoroso a toda la pampa, a todos los animales, a todos los mak’tillos y comuneros de las estancias. El corazón de los ovejeritos se hinchó de regocijo; los carneros se animaron y empezaron a retozar entre el ischu alto y duro; el yayan se sacudió contento y estiró su hocico al cielo. Nicacha y Tachucha se levantaron. Nicacha cantó: K’ellk’atay-pampa tu viento es frío tu ischu es llorón y humilde K’ellk’atay-pampa. Tachucha empezó a bailar el ayarachi delante de Yanamayu. El sol ardía sobre su carne visible por las roturas de su chamarra. K’ellk’atay-pampa yo te quiero y en los pueblos extraños he llorado por ti K’ellk’atay-pampa. La voz tierna y sonora del mak’tillo fue llevada por el viento a todos los rincones de K’ellk’atay-pampa y en las otras tropitas de ovejas los otros mak’tillos iban repitiendo el canto humilde y puro de los proletarios de la puna. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
La agonía de Rasu-Ñiti
Cuento
Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio. Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume. —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! —dijo el dansak’ Rasu-Ñiti. Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras. Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron. La mujer del bailarín y sus dos hijas, que desgranaban maíz en el corredor, dudaron. —Madre, ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor. —¡Es tu padre! —dijo la mujer. Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos. Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación. Rasu-Ñiti se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos. —¡Esposo! ¿Te despides? —preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaban temblorosas. —El corazón avisa, mujer. ¡Llamen al Lurucha y a don Pascual! ¡Que vayan ellas! Corrieron las dos muchachas. La mujer se acercó al marido. —Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él—. Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo. —Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está! Sobre el fuego del sol en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras. —Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando. Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores. La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ Rasu-Ñiti, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz en las fiestas de centenares de pueblos. —¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer. Ella levantó la cabeza. —Está —dijo—. Está tranquilo. —¿De qué color es? —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo. —Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda! La mujer obedeció. En el corredor, de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente. Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín. Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre. Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Solo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos. —¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas. Las tres lo contemplaban, quietas. —¿Lo ves? —No —dijo la mayor. —No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oír todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir. —¿Oye el galope del caballo del patrón? —Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón, no. ¡Sin el caballo él es solo excremento de borrego! Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda. —El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo. —¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre solo está obedeciendo. Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego; depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’. Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo. Yo vi al gran padre Untu, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y el arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre Untu aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre Untu se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor. El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego. O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizá solo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek’ o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas. Rasu-Ñiti era hijo de un Wamani, grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando. Llegó Lurucha, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el Lurucha comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas. Tras de los músicos marchaba un joven: Atok’ sayku, el discípulo de Rasu-Ñiti. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban. Rasu-Ñiti vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente. —¿Ves, Lurucha, al Wamani? —preguntó el dansak’ desde la habitación. —Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora. —¡Atok’ sayku! ¿Lo ves? El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’. —Aletea no más. No lo veo bien, padre. —¿Aletea? —Sí, maestro. —Está bien. Atok’ sayku joven. —Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista. Lurucha tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza. Rasu-Ñiti bailó tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. Rasu-Ñiti ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el sisi nina sus pies se avivaron. —¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo Atok’ sayku, mirando la cabeza del bailarín. Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. Lurucha había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era solo de las cuerdas y de la madera. —¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro. Se le paralizó una pierna. —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba. El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). Rasu-Ñiti hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraban como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo. —El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo. Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo. —¡Lurucha! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza. Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado. Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento. Lurucha, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe. El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida? La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuye se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar. Rasu-Ñiti vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu este que tocaban Lurucha y don Pascual? Lurucha aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos cargados con las primeras lluvias; ríos de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio. Rasu-Ñiti seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra. Entonces Rasu-Ñiti se echó de espaldas. —¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo Atok’ sayku. —Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo. Lurucha avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente. A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revoleándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo. Atok’ sayku se separó un pequeñísimo espacio de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso en la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera. —¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó Atok’ sayku, mirando. Rasu-Ñiti dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos. El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos. Rasu-Ñiti movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia! Duró largo, mucho tiempo, el illapa vivon. Lurucha cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama, que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que Lurucha estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido solo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y toldos. Rasu-Ñiti cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos. Atok’ sayku saltó junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos lo estaban mirando. Lurucha tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la medianoche. —¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’. Nadie se movió. Era él, el padre Rasu-Ñiti, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando. Lurucha inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. Atok’ sayku los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido. —¡Está bien! —dijo Lurucha—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza el blanco de su espalda como el sol del mediodía en el nevado, brillando. —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín. —Enterraremos mañana al oscurecer al padre Rasu-Ñiti. —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando! Lurucha miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo. —¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! —le dijo. —Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
La huerta
Cuento
—La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre. —¿Con qué dices, de lo que el hombre le hace? —De noche, en la cama. O en cualquier parte sucia. —Eres criatura. Ella goza más que el hombre. Más goza, por eso acepta también quedarse con el hijo sin que el hombre le ayude en nada. Con eso sí sufre, buscando comida para el hijo. Porque siempre la mujer pobre acepta no más que le hagan hijo, porque goza. —¡No goza! —gritó Santiago al oído de Ambrosio, el guitarrista—. ¡No goza! Y siendo más que el corazón, teniendo esos ojitos que son mejor que la estrella, mejor que la paloma, mejor que todo. ¿Has conocido a la hija del hacendado de Quebrada Honda? —Sí. Es la más linda de estos pueblos. Su padre la tiene como encerrada en esa cárcel de indios que es la hacienda. Los indios pueden irse, escapando o de puro valientes, si son valientes. Ella, la pobre Hercilia, espera no más. Es linda. Pero ¿por qué dices que la mujer es más que el corazón y que es mejor que estrella? A veces son como patada de burro de feas y mejor que Lucifer de malas. —¡No son malas, entiende! Si no fuera por ellas, ¿tú tocarías la guitarra? ¿Harías llorar a los cerros con lo triste de tu guitarra? La mujer es, pues, triste. —¡Zorro! Hercilia hace años que espera que alguien le “haga el favor”. Yo se lo hice una vez. ¡Sí se lo hice! Y no era ángel, era una yegua retorciéndose de felicidad. Casi me destronca. Corrí peligro de muerte para conseguirla. Me vine de noche por los túneles del camino. Me puse a cantar a la salida del último socavón. Me duraba todavía en la boca la mordedura de los dientes de la hembra. Ese dolorcito es rico… Santiago escapó. Ambrosio vio que el rostro del muchacho cambiaba como cuando el cielo se enfurece de repente en los Andes. Se levantan nubes entre rojas y oscuras; aparecen no se sabe dónde, siempre por la espalda de las montañas más altas, y empieza a llover el mundo o, simplemente, las nubes se quedan en el cielo, moviéndose, inquietando a la gente y a los animales. “Es loquito, de razón. Criado por ese hombre. Vio a Hercilia hace… tres años… Y no es cierto que yo le hice nada a ella. Le hizo el otro guitarrista, el de San Pedro. Está preñada ahora, y se va a escapar con el guitarrista de San Pedro. Y va a heredar o lo van a matar…”. Vio a Santiago correr calle abajo, hacia el cementerio nuevo, es decir, al cementerio de los tiempos actuales, porque el de la época que dicen de los españoles era un campo cercado que rodeaba a la iglesia. Y allí estaban esos dos eucaliptos. El muchacho escaló el muro de una huerta de hortalizas y de capulíes que pertenecía a un viejo hacendado borracho. Los niños habían clavado estacas para escalar el muro y robar capulíes en el tiempo de la fruta. El viejo hacendado permitía que robaran la fruta de noche pero no de día. Las estacas no fueron rotas ni desclavadas; un guardián vigilaba la huerta durante el día. Vigilaba a los niños y espantaba a gritos y cantos a los pájaros. Rodeaban la huerta árboles de sauce frondosos; zumbaban con el viento o servían de reposo a los pájaros del pueblo. Un sauce, uno solo había que tenía las ramas hacia el suelo. Le llamaban “llorón” y parecía una mujer rendida, con la cabellera como chorros de lágrimas. Santiago se echó bajo el sauce. El suelo estaba cubierto de pequeñas hojas amarillas y rojizas. “Ambrosio animal, Ambrosio chancho que persigue chanchas, que hace chorrear suciedad a las chanchas, montándolas. Ambrosio Anticristo. ¿Cómo te sale música triste de tu dedo si eres bestia?”. Contuvo el ansia de seguir insultando. Su pecho le caldeaba la respiración. “La mujer es más que el cielo; llora como el cielo, como el cielo alumbra… No sirve la tierra para ella. Sufre”. Había rondado la casa de doña Gudelia todo el día siguiente en que la señora se quitó el monillo en el horno viejo. La había llegado a seguir un rato cuando ella subió por el camino cascajiento que conducía al manantial de donde el pueblo sacaba el agua para beber. Le extrañó que no cojeara, que no gimiera mientras andaba. Pero sus ojos, hundidos cada día entre negrura, se volvieron hacia él. Como siempre, parecían alcanzar distancias que nadie conoce, pero no tenían el filo de antes. “¿Tú también vas por agüita?”, le dijo la señora, a pesar de que Santiago no llevaba ningún cántaro. No era del pueblo ella; su marido, vecino pobre y algo enfermizo, la había traído de Parinacochas, una provincia lejana. Su fama de buenamoza se extendió por los distritos próximos. Hablaban de sus ojeras que, en lugar de disimular la negrura de los ojos de la señora, la hacían más candente. Miraba, como algunas aves carnívoras prisioneras, lejos, pero con intención y no en forma neutra como las aves. Esa intención, seguramente, tocó el alma sucia de don Guadalupe, dueño del horno viejo, amo putativo de Santiago. “No voy por agua, señora”, contestó el muchacho en el camino del manantial, entonces doña Gudelia le preguntó: “Hijito: ¿mi cara está pálida?”. “Sí, señora. Está flaca también”. “¡Adiós, criatura! Si no vas por agua, regrésate. Estoy flaca… ¡maldecida!”. “¡Maldecida, no; abusada, pateada, emborrachada. Solo el hombre asqueroso patea el cielo, también lo emborracha, alcanza con su mano embarrada al ángel… a la niña… a la señora… a la flor…!”. Bajo las ramas del sauce hablaba en voz alta el muchacho, recordando la última queja de doña Gudelia. Sintió pasos. Era la gorda Marcelina, lavandera del viejo hacendado; ella se acercaba al árbol, porque había visto a Santiago. No se sabe desde qué hora estaría en la huerta o desde qué tiempo. Avanzó hasta meterse en la sombra del sauce llorón; se levantó la pollera, se puso en cuclillas. —Voy a orinar para ti, pues —dijo mirando al muchacho. En su boca verdosa, teñida por el zumo de la coca, apareció algo como una mezcla de sonrisa y de ímpetu—. ¡Ven, ven pues! —volvió a decir, mostrando su parte vergonzosa al chico, que ya se había levantado. Él fue, apartando con la mano una rama fresca que le estaba cayendo de la cabeza hacia la espalda; avanzó rápido. Era el mediodía, manchas de jilgueros llegaban a la huerta para reposar y cantar en los sauces. La gorda Marcelina lo apretó duro, un buen rato. Luego lo echó con violencia. —Corrompido muchacho. Ya sabes —dijo. Su cuerpo deforme, su cara rojiza, se hizo enorme ante los ojos de Santiago. Y sintió que todo hedía. La sombra de los sauces, las hojas tristes del árbol que parecía llorar por todas sus ramas. El alto cielo tenía color de hediondez. No quiso mirar al Arayá, la montaña que presidía todo ese universo de cumbres y precipicios, de ríos cristalinos. Escaló el muro, tranquilo. Fue corriendo hacia el arroyo que circundaba al pueblo. No pudo lavarse. Se restregaba la mano y la cara con la brillante arena del remanso; alzaba las piedras más transparentes desde el fondo del pequeño remanso y se frotaba con ellas. Esas piedras recibían el viento, el ojo de los pájaros, la nieve más alta del Arayá, el río grande, la flor de k’antu que sangra de alegría en la época de más calor. Pero el muchacho seguía recordando feo la parte vergonzosa de la mujer gorda; el mal olor continuaba cubriendo el mundo. Entonces decidió marchar al Arayá. Del Arayá nacía el amanecer; en el Arayá se detenía la luz, siempre, durante el crepúsculo, así estuviera nublado el cielo. Ese resplandor que ya salía de la nieve misma y de las puntas negras de roca, ese resplandor, pues, llegaba a lo profundo. No quemaba como el sol mismo la superficie de las cosas, no transmitía, seguro, mucha fuerza, mucha ardencia, pero llegaba a lo interno mismo del color de todo lo que hay; a la flor su pensamiento, al hombre su tranquilidad de saber que puede traspasar los cerros, hasta el mismo Arayá; al muchacho, a él, a Santiaguito, saber que la mujer sufre, que ese pensamiento hace que la mujer sea más que la estrella y como la flor amarilla, suave, del sunchu que se desmaya si el dedo pellejudo del hombre sucio la toca. Al Arayá, únicamente los hacendados que habían hecho flagelar a la gente no lo entendían. Así era. Y el muchacho necesitaba tres horas de andar para acercarse hasta las nieves del poderoso: en ese momento el sol ya no estaría en el cielo. Veía desde el camino las puntas de las rocas que saltaban del hielo del Arayá como agujas; las miraba cada vez más cerca y se estaba tranquilizando. La boca verde de la lavandera, borracha como su patrón, empezaba a difuminarse en esa oscuridad maciza que volaba en las agujas de la roca del Arayá… —Hijito…, estarás cansado. Te hago regresar en el anca de mi caballo —le dijo el cura. Se encontraron en un recodo de la gran cuesta. —Quiero confesarme, padre —le dijo el muchacho. —Sí, claro. Aquí no se puede, tiene que ser en la iglesia. Llegaremos de nochecita. Te haré entrar, pues, a la sacristía. —Quiero confesarme delante del Arayá, padre. —¿Delante del Arayá? ¿Eres hijo de brujo? ¿Estás maldecido? —Capaz estoy maldecido. ¡Me han malogrado, creo! —¡El Arayá te habrá maldecido! —dijo el cura con impaciencia. —El horno viejo, padre. La gorda Marcelina. Lo que han rezado dos señoras, delante de mí, a la Virgen, a Nuestro Señor Jesucristo. El cura desmontó del caballo. —Confiésate —le dijo—. ¡Este cerro que tiene culebras grandes en su interior, que dicen que tiene toros que echan fuego por su boca…! ¿Qué tienen que hacer las santas oraciones con tu maldición? ¡Confiésate de rodillas! ¿Has fornicado con la Marcelina? No se arrodilló. Estuvo mirando al sacerdote. Unos vellos rojizos, como los que había visto que temblaban en el rostro de la gorda Marcelina, aparecieron clarísimos en la frente del cura, debajo mismo del borde del sombrero. Pero estos vellos jugaban, no estaban separados uno a uno, feos como en la cara de la borracha. —¿Qué cosa es fornicar, padre? El cura miró detenidamente al muchacho. —No te arrodilles, hijo… ¿Te ha…? —Sí, padre, así mismo ha sido. Estoy apestado; estoy sucio… —Más de lo que crees, de cuerpo y alma. Esa chola está enferma. ¿Oyes? Está enferma. Yo te lo digo. Por eso nadie quiere con ella. Esos gendarmes que vinieron a buscar indios cuatreros, la agarraron a ella. —¡El Arayá me va a limpiar, seguro! Me voy, me voy. Deme su bendición, padrecito —rogó el chico. —Sí, cómo no; contra las serpientes del cerro, no contra tu cuerpo sucio: “En nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo…”. Tarde se dio cuenta el sacerdote de que le había dado la bendición en quechua: “Dios Yaya, Dios Churi, Dios Espíritu Santo…”. Santiago continuó subiendo el cerro. —Tú también sufres. ¿De qué estarás enferma, pobrecita, triste Marcelina? —se preguntó, mientras la luz del sol se enfriaba en la quebrada. Pudo ver la nieve cuando su color rojizo se debilitaba. Porque la cima del Arayá cambiaba tanto como la gran zona del cielo en que el sol desaparecía. Allí la luz jugaba hondo; los hombres no podían reconocer bien los colores que ardían unos como consolando, otros como abriendo precipicios en el corazón mismo tanto de las criaturas cual de los viejos. ¿Cuántos y qué colores? Del negro al amarillo cegador, hasta hundirse en lo que llamamos tiniebla. Así también la nieve del Arayá. Santiago quedó tranquilo hablándole a la nieve: “Tú no más eres como yo quiero que todo sea en el alma mía, así como estás, padre Arayá, en este rato. Del color del ayrampo purito. ¡Ahora sí me regreso!”. Habló en castellano muy correcto. Y bajó a la carrera la cuesta. Ya tenía zapatos. Su nuevo protector le había comprado zapatos de mestizo, fuertes y bien duros. Levantaba polvo con ellos en el camino, seco en ese mes de agosto. Llegó de noche, silbando, al pueblo. Con él cantaban los gallos. Era la medianoche, seguramente. No sentía hambre ni sed. La voz de los gallos repercutía fuerte en todo su cuerpo. Pero a los pocos días regresó a la huerta, a la misma hora. Se echó bajo el mismo sauce, entre la cortina de las ramas que parecían cabelleras de lágrimas. La borracha Marcelina también vino, se alzó la pollera, orinó, llamó al muchacho. Santiago fue hacia ella, casi corriendo. Y se dejó apretar más fuerte y más largamente que la primera vez, se revolcó e, igual que entonces, fue ella quien lo arrojó, y se marchó luego de mirarlo como se mira a los huesos botados. Los vellos esparcidos no se movían con el aire en el rostro de la Marcelina. Parecían estacas. Y de allí brotaba la suciedad sin remedio, más que de otros sitios. De esa parte del cuerpo de la chola gorda. El muchacho estuvo mirando al sauce llorón largo rato. “Tú no eres como la Marcelina, tú eres como las otras o…”. Se levantó aturdido; escaló el muro y saltó después hacia la calle. Con el vientre todavía sacudido corrió hacia el pequeño río. La arena de las orillas reverberaba con la luz del sol; bajo la corriente muy lenta del agua, en el remanso, las piedras mostraban sus colores y el de las yerbas que se colgaban jugando sobre ellas. ¡Ahí estaba, pues, la hermosura limpia, la que la gente no podía conseguir para ella! Sin embargo el muchacho ya no se lavó. Le rendía el hedor que todo su cuerpo exhalaba. Al borde de un pequeño barranco, junto al río, descubrió un cúmulo de remilla y otras yerbas de olor fuerte, el chikchinpa, el k’opayso… Santiago arrancó las puntas de las ramas; bajó a la orilla del remanso y se frotó la cara con las yerbas ya mezcladas. —Ahora agüita —dijo. Pero no se lavó, como quiso, al agacharse a la corriente. Bebió del río. Y luego, ya más calmado, tomó el camino del Arayá. ¿Cuántas semanas, cuántos meses, cuántos años estuvo yendo de la huerta al Arayá? No se acordaba. En el camino maldecía, lloraba, prometía y juraba firmemente no revolcarse más sobre el cuerpo grasiento de la Marcelina. Pero la huerta se hacía, en ciertos instantes, más grande que todos los cielos, que los rayos y la lluvia juntos, que el padre Arayá; esa huerta con su sauce llorón, con ese hedor, con los orines de la borracha, más poderosa. Y cada vez le atacaba el anhelo de ir donde el padre Arayá, cuando los pelos de la Marcelina se erizaban y de allí brotaba algo como el asco del mundo. “Será que me sucede esto porque no soy indio verdadero; porque soy un hijo extraviado de la Iglesia, como el cura me dice, rabiando…”. Esas palabras, más o menos, repetía en el camino de ida. Y siempre encontraba luz rojiza, algo moribunda en la nieve de la montaña. Regresaba aliviado; creía reconocer mejor las cosas en la oscuridad; durante la marcha al Arayá, en toda la cuesta, las cosas se le confundían: las flores y las grandes piedras, las mariposas y los saltamontes que cruzaban el aire; el mal recuerdo, como brea, cubría feo, no para bien, las diferencias que felizmente existen sobre la tierra. A la vuelta, en la noche, cuando llegaba al pueblo, el canto de los gallos repercutía bajo su pecho, iluminaba la quebrada, ese abismo donde también el sol se enfurecía y enfriaba, en el mismo día. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
La muerte de los Arango
Cuento
Contaron que habían visto al tifus, vadeando el río, sobre un caballo negro, desde la otra banda donde aniquiló al pueblo de Sayla, a esta banda en que vivíamos nosotros. A los pocos días empezó a morir la gente. Tras del caballo negro del tifus pasaron a esta banda manadas de cabras por los pequeños puentes. Soldados enviados porla Subprefectura incendiaron el pueblo de Sayla, vacío ya, y con algunos cadáveres descomponiéndose en las casas abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y sus tierras secas sólo producían calabazas y arbustos de flores y hojas amargas. Entonces yo era un párvulo y aprendía a leer en la escuela. Los pequeños deletreábamos a gritos en el corredor soleado y alegre que daba a la plaza. Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela. Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el canto de los muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la escuela, cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho. La plaza era inmensa, crecía sobre ella una yerba muy verde y pequeña, la romesa. En el centro del campo se elevaba un gran eucalipto solitario. A diferencia de los otros eucaliptos del pueblo, de ramas escalonadas y largas, éste tenía un tronco ancho, poderoso, lleno de ojos, y altísimo; pero la cima del árbol terminaba en una especie de cabellera redonda, ramosa y tupida. “Es hembra”, decía la maestra. La copa de ese árbol se confundía con el cielo. Cuando lo mirábamos desde la escuela, sus altas ramas se mecían sobre el fondo nublado o sobre las abras de las montañas. En los días de la peste, los indios que cargaban los féretros, los que venían de la parte alta del pueblo y tenían que cruzar la plaza, se detenían unos instantes bajo el eucalipto. Las indias lloraban a torrentes, los hombres se paraban casi en círculo con los sombreros en la mano; y el eucalipto recibía a lo largo de todo su tronco, en sus ramas elevadas, el canto funerario. Después, cuando el cortejo se alejaba y desaparecía tras la esquina, nos parecía que de la cima del ábol caían lágrimas, y brotaba un viento triste que ascendía al centro del cielo. Por eso la presencia del eucalipto nos cautivaba; su sombra, que al atardecer tocaba al corredor de la escuela, tenía algo de la imagen, del helado viento que envolvía a esos grupos desesperados de indios que bajaban hasta el panteón. La maestra presintió el nuevo significado que el árbol tenía para nosotros en esos días y nos obligó a salir de la escuela por un portillo del corral, al lado opuesto de la plaza. El pueblo fue aniquilado. Llegaron a cargar hasta tres cadáveres en un féretro. Adornaban a los muertos con flores de retama, pero en los días postreros las propias mujeres ya no podían llorar ni cantar bien; estaban oncas e inermes. Tenían que lavar las ropas de los muertos para lograr la salvación, la limpieza final de todos los pecados. Sólo una acequia había en el pueblo: era el más seco, el más miserable de la región por la escasez de agua; y en esa acequia, de tanto poco caudal, las mujeres lavaban en fila, los ponchos, los pantalones haraposos, las faldas y las camisas mugrientas de los difuntos. Al principio lavaban con cuidado y observan el ritual estricto del pinchk’ay; pero cuando la peste cundió y empezaron a morir diariamente en el pueblo, las mujeres que quedaban, aún las viejas y las niñas, iban a la acequia y apenas tenían tiempo y fuerzas para remojar un poco las ropas, estrujarlas en la orilla y llevárselas, rezumando todavía agua por los extremos. El panteón era un cerco cuadrado y amplio. Antes de la peste estaba cubierto de bosque de retama. Cantaban jilgueros en ese bosque; y al medio día cuando el cielo despejaba quemando al sol, las flores de retama exhalaban perfume. Pero en aquellos días del tifus, desarraigaron los arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio. El panteón quedó rojo, horadado; poblado de montículos alargados con dos o tres cruces encima. La tierra era ligosa, de arcilla roja oscura. En el camino al cementerio había cuatro catafalcos pequeños de barro con techo de paja. Sobre esos catafalcos se hacía descansar a los cadáveres, para que el cura dijera los responsos. En los días de la peste los cargadores seguían de frente; el cura despedía a los muertos a la salida del camino. Muchos vecinos principales del pueblo murieron. Los hermanos Arango eran ganaderos y dueños de los mejores campos de trigo. El año anterior, don Juan, el menor, había pasado la mayordomía del santo patrón del pueblo. Fue un año deslumbrante. Don Juan gastó en las fiestas sus ganancias de tres años. Durante dos horas se quemaron castillos de fuego en la plaza. La guía de pólvora caminaba de un extrerno a otro de la inmensa plaza, e iba incendiando los castillos. Volaban coronas fulgurantes, cohetes azules y verdes, palomas rojas desde la cima y de las aristas de los castillos; luego las armazones de madera y carrizo permanecieron durante largo rato cruzados de fuegos de colores. En la sombra, bajo el cielo estrellado de agosto, esos altos surtidores de luces, nos parecieron un trozo del firmamento caído a la plaza de nuestro pueblo y unido a él por las coronas de fuego que se perdían más lejos y más alto que la cima de las montañas. Muchas noches los niños del pueblo vimos en sueños el gran eucalipto de la plaza flotando en llamaradas. Después de los fuegos, la gente se trasladó a la casa del mayordomo. Don Juan mandó poner enormes vasijas de chicha en la calle y en el patio de la casa, para que tomaran los indios; y sirvieron aguardiente fino de una docena de odres, para los caballeros. Los mejores danzantes de la provincia amanecieron bailando en competencia, por las calles y plazas. Los niños que vieron a aquellos danzantes el “Pachakchaki”, el “Rumisonk’o”, los imitaron. Recordaban las pruebas que hicieron, el paso de sus danzas, sus trajes de espejos ornados de plumas; y los tomaron de modelos, “Yo soy Pachakchaki”, “¡Yo soy Rumisonk’o!”, exclamaban; y bailaron en las escuelas, en sus casas, y en las eras de trigo y maíz, los días de la cosecha. Desde aquella gran fiesta, don Juan Arango se hizo más famoso y respetado. Don Juan hacía siempre de Rey Negro, en el drama dela Degollación que se representaba el 6 de enero. Es que era moreno, alto y fornido; sus ojos brillaban en su oscuro rostro. Y cuando bajaba a caballo desde el cerro, vestido de rey, y tronaban los cohetones, los niños lo admirábamos. Su capa roja de seda era levantada por el viento; empuñaba en alto su cetro reluciente de papel dorado; y se apeaba de un salto frente al “palacio” de Herodes; “Orreboar”, saludaba con su voz de trueno al rey judío. Y las barbas de Herodes temblaban. El hermano mayor, don Eloy, era blanco y delgado. Se había educado en Lima; tenía modales caballerescos; leía revistas y estaba suscrito a los diarios de la capital. Hacía de Rey Blanco; su hermano le prestaba un caballo tordillo para que montara el 6 de enero. Era un caballo hermoso, de crin suelta; los otros galopaban y él trotaba con pasos largos, braceando. Don Juan murió primero. Tenía treintidós años y era la esperanza del pueblo. Había prometido comprar un motor para instalar un molino eléctrico y dar luz al pueblo, hacer de la capital del distrito una villa moderna, mejor que la capital de la provincia. Resistió doce dias de fiebre. A su entierro asistieron indios y principales. Lloraron las indias en la puerta del panteón. Eran centenares y cantaron a coro. Pero esa voz no arrebataba, no hacía estremecerse, como cuando cantaban solas, tres o cuatro, en los entierros de sus muertos. Hasta lloraron y gimieron junto a las paredes, pero pude resistir y miré el entierro. Cuando iban a bajar el cajón de la sepultura don Eloy hizo una promesa: “¡Hermano -dijo mirando el cajón, ya depositado en la fosa- un mes, un mes nada más, y estaremos juntos en la otra vida!” Entonces la mujer de don Eloy y sus hijos lloraron a gritos. Los acompañantes no pudieron contenerse. Los hombres gimieron; las mujeres se desahogaron cantando como las indias. Los caballeros se abrazaron, tropezaban con la tierra de las sepulturas. Comenzó el crepúsculo; las nubes se incendiaban y lanzaban al campo su luz amarilla. Regresamos tanteando el camino; el cielo pesaba. Las indias fueron primero, corriendo. Los amigos de don Eloy demoraron toda la tarde en subir al pueblo; llegaron ya de noche. Antes de los quince días murió don Eloy. Pero en ese tiempo habían caído ya muchos niños de la escuela, decenas de indios, señoras y otros principales. Sólo algunas beatas viejas acompañadas de sus sirvientas iban a implorar en el atrio de la iglesia. Sobre las baldosas blancas se arrodillaban y lloraban, cada una por su cuenta, llamando al santo que preferían, en quechua y en castellano. Y por eso nadie se acordó después cómo fue el entierro de don Eloy. Las campanas de la aldea, pequeñas pero con alta ley de oro, doblaban día y noche en aquellos días de mortandad. Cuando doblaban las campanas y al mismo tiempo se oía el canto agudo de las mujeres que iban siguiendo a los féretros, me parecía que estábamos sumergidos en un mar cristalino en cuya hondura repercutía el canto mortal y la vibración de las campanas; y los vivos estábamos sumergidos allí, separados por distancias que no podían cubrirse, tan solitarios y aislados como los que morían cada día. Hasta que una mañana, don Jáuregui, el sacristán y cantor, entró a la plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado don Juan. La crin era blanca y negra, los colores mezclados en las cerdas lustrosas. Lo habían aperado como para un día de fiesta. Doscientos anillos de plata relucían en el trenzado; el pellón azul de hilos también reflejaba la luz; la montura de cajón, vacía, mostraba los refuerzos de plata. Los estribos cuadrados, de madera negra, danzaban. Repicaron las campanas, por primera vez en todo ese tiempo. Repicaron vivamente sobre el pueblo diezmado. Corrían los chanchitos mostrencos en los campos baldíos y en la plaza. Las pequeñas flores blancas de la salvia y las otras flores aún más pequeñas y olorosas que crecían en el cerro de Santa Brígida se iluminaron. Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, junto a la sombra del eucalipto; hasta le dio de latigazos y le hizo pararse en las patas traseras, manoteando en el aire. Luego gritó, con su voz delgada, tan conocida en el pueblo: -¡Aquí está el tifus, montado en el caballo blanco de don Eloy! ¡Canten  la despedida! ¡Ya se va, ya se va! ¡Aúúúú! ¡Aú ú! Habló en quechua, y concluyó el pregón con el aullido final de los jarahuis, tan largo, eterno siempre: -¡Ah… ííí! ¡Yaúúú… yaúúú! ¡El tifus se está yendo; ya se está yendo! Y pudo correr. Detrás de él, espantaban al tordillo algunas mujeres y hombres emponchados, enclenques. Miraban la montura vacía, detenidamente. Y espantaban al caballo. Llegaron al borde del precipicio de Santa Brígida, junto al trono dela Virgen. El trono era una especie de nido formado en las ramas de un arbusto ancho y espinoso, de flores moradas. El sacristán conservaba el nido por algún secreto procedimiento; en las ramas retorcidas que formaban el asiento del trono no crecían nunca hojas, ni flores ni espinos. Los niños adornábamos y temíamos ese nido y lo perfumábamos con flores silvestres. Llevaban ala Virgen hasta el precipicio, el día de su fiesta. La sentaban en el nido como sobre un casco, con el rostro hacia el río, un río poderoso y hondo, de gran correntada, cuyo sonido lejano repercutía dentro del pecho de quienes lo miraban desde la altura. Don Jáuregui cantó en latín una especie de responso junto al “trono” dela Virgen, luego se empinó y bajó el tapaojos, de la frente del tordillo, para cegarlo. -¡Fuera! -gritó- ¡Adiós calavera! ¡Peste! Le dio un latigazo, y el tordillo saltó al precipicio. Su cuerpo chocó y rebotó muchas veces en las rocas, donde goteaba agua y brotaban líquenes amarillos. Llegó al río; no lo detuvieron los andenes filudos del abismo. Vimos la sangre del caballo, cerca del trono dela Virgen, en el sitio en que se dio el primer golpe. -¡Don Eloy, don Eloy! ¡Ahí está tu caballo! ¡Ha matado a la peste! En su propia calavera. ¡Santos, santos, santos! ¡El alma del tordillo recibid! ¡Nuestra alma es, salvada! ¡Adiós millahuay,  espidillahuay…! (¡Decidme adiós! ¡Despedidme…!). Con las manos juntas estuvo orando un rato, el cantor, en latín, en quechua y en castellano. FIN
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
Los comuneros de Ak’ola
Cuento
—Hoy día —se dijo don Ciprián, principal de Ak’ola y Lukanas. Sentado sobre el poyo del corredor de su casa miraba salir uno tras otro a sus cuatro concertados: José Delgado, Juan Kispe, Antonio Wallpa, Francisco Rondón. —Son unos bestias, indios… —y dijo un calificativo sucio. Era jueves, víspera del yaku punchau (día del agua). Todos los comuneros de Ak’ola se reunían el jueves a las cinco de la tarde en el puente de madera que atraviesa el riachuelo de Wallpamayu a la salida del pueblo. Una vez completos, ochenta más o menos, con el varayok’ y el tayta a la cabeza se iban a tapar Jatunk’ocha. Llegaban casi al anochecer a la laguna y cerraban la compuerta en nombre del taytacha San José, patrón de Ak’ola; emparedaban el boquete con tres o cuatro piedras y taconeaban las rendijas con champa barrosa. A la mañana siguiente empujaban las piedras con un fierro largo y puntiagudo y botaban las champas; el agua derrumbaba entonces las piedras y saltaba a la cequia bulliciosa y negrusca. Los comuneros veían eso y reían con gran alegría. —¡Mamay yaku! ¡Mamay k’ocha! Y sus ojos amarillosos, tranquilos, brillaban de repente con una luz amorosa y regocijante. A media legua de Jatunk’ocha, la cequia de Ak’ola se divide en dos; más lejos cada cequia sigue ramificándose en infinidad de acueductos que llegan hasta los maizales, trigales, alfalfares y todas las chacras que se extienden más abajo de Ak’ola. El pueblito está a la cabecera de todos los sembríos. El domingo los comuneros se repartían en la plaza el único día de agua a que tenían derecho en la semana; el yaku punchau viernes. Pocas veces peleaban en los repartos; respetaban la palabra del semanero: un comunero elegido entre los viejos quienes conocían muy bien las propiedades de todos los ak’olas. Pero en el último año, por culpa de don Raura, tayta de Lukanas, los ak’olas pelearon muchas veces por el agua con los lukaninos. El jueves era el yaku punchau de los lukanas, el miércoles pertenecía al cura y todos los demás a don Ciprián, principal de los dos pueblos. A pesar de que el principal vivía en Ak’ola protegía más a los lukanas. —Lukaninos son gente, más que ak’olas —decía don Ciprián cada vez que podía hacerse oír con diez o quince comuneros ak’olas. La verdad es que los comuneros lukanas eran más sumisos para el principal, más obedientes y humildes. Don Raura, tayta de lukaninos, era muy amiguero de don Ciprián, se hizo engañar con un poco de cañazo y un par de yuntas y desde esa vez les hablaba a los comuneros para que fueran como perros ante el principal y los lukaninos le hacían caso. Don Raura era un viejo hablador de cara seria y mirada clara; se hacía respetar con los lukanas; pero era un k’anra (sucio), vendido al principal, según el hablar de los ak’olas. En cambio el tayta de ak’olas, don Pascual, era indio liso y no se pegaba nunca al principal. Había estado varios años en Nazca, Ica; hasta Cañete había llegado y en todos esos pueblos grandes había aprendido mucho. Don Pascual no era viejo, tendría como cuarentiocho años, era pálido, tercianiento; se vestía de diablofuerte y no de cordellate como los otros ak’olas; desde que llegó de la costa tenía esa costumbre. Su voz era delgada, flemosa, pero fuerte y casi mandona; sus ojos negros estaban rodeados de manchas amarillas y carnosas como las de todos los comuneros que han vivido largo tiempo en la costa comiendo solo cancha, queso salado y otras cosas sin sustancia; pero miraba de frente a la cara, con insolencia, no como el resto de ak’olas que eran cobardones y maulas. Don Pascual hablaba siempre en todos los repartos de agua y se quejaba en voz alta de la poca agua que había para los comuneros que eran tantos como hormigas y de la ganga que tenía el principal siendo solo. Por eso don Ciprián le odiaba. —Es un cholo redomado; lo voy a fregar bien pronto —hablaba lleno de rabia. Pero don Pascual no tenía animales; vivía de dos chacritas donde sembraba papas, maíz y trigo y del dinero que recibía por tocar quena en las fiestas; los mayordomos de las fiestas le hacían llamar de los pueblitos cercanos y le pagaban bien. Así se libraba de las garras del principal porque éste no tenía nada que arrancharle. Don Pascual era muy conocido en el distrito; los comuneros de todas las punas, de todas las quebradas hablaban bien de él, aunque con cierto temor; hasta los lukanas le respetaban. En el cielo limpio y claro el sol brillaba ardoroso; hasta muy entrada la tarde el Inti quemaba todavía las tierras de todas partes. Los sembríos estaban llenos del olor de la hierba caliente. —Ya no alcanza el agua, ak’olakuna —dijo don Pascual en el puente—. Vamos a perder el año. Nuestros trigalitos amarillean junto a las chacras de don Ciprián donde el maíz verde y gordo se ríe de nuestra desgracia. Los ak’olas se entristecieron y bajaron la cabeza humildemente. —El tayta Inti está en nuestra contra. A los comuneros nos hace llorar, quema por puro gusto nuestros plantitas, pero al principal le quiere. Debemos enrabiarnos, ak’olakuna. Los comuneros levantaron la cabeza para mirarle a su tayta; pero en sus ojos solo brillaba una luz resignada, pobre; no comprendían. —¡Enrabiaremos contra el principal y le quitaremos el agua y la tierra! Los ak’olas sacudieron sus cuerpos como si de repente hubiera pestañeado el sol. —Principal ya no necesita agua; sus chacras están fangosas y nuestras tierras se ponen duras como el alma del principal. Los comuneros de Ak’ola entendieron, pero tenían miedo y se quedaron callados. —¿Qué dicen, ak’olakuna? —preguntó don Pascual con voz fuerte e impaciente. —Ak’olas te obedeceremos, don Pascual —habló por fin don Kokchi. —Tú eres tayta de ak’olas y sabes —dijo otro. —¡Don Pascual, está bien! ¡Nosotros comuneros necesitamos agua de Jatunk’ocha más que principal; vamos a tapar todos los días la laguna para nosotros! —Fue el mak’ta Tomascha el que habló así. —¡Vamos! —mandó el tayta. Los comuneros ak’olas se pararon al borde de la laguna seca ya a esa hora; sobre la compuerta se cuadró don Pascual. —Esta agua es de nosotros, ak’olakuna. En nombre del taytacha San José, tápenlo. Cinco comuneros saltaron al fondo de la laguna. Jatunk’ocha es grande; tiene media cuadra de largo y es casi redonda; al centro se levanta un montículo cilíndrico hecho de piedra y cal; es el puputi (ombligo) que jamás falta en los pozos artificiales de la sierra. Cuando los comuneros empezaron a tapar la compuerta se oyó a poca distancia un cohetazo fuerte que resonó en las quebradas próximas. Los ak’olas voltearon la cara asustados y los que estaban en la compuerta saltaron al muro. Por el camino a Lukanas, en la falda del cerro, apareció una tropa de indios lukaninos. —¡Mueran, ak’olas! —gritaron los que llegaban. —Seguro están borrachos con el trago de don Ciprián —dijo don Pascual mirando serio a los lukanas. —¡Les rajaremos la cabeza a esos vendidos! —habló Tomascha. En los ojos de todos los ak’olas prendió la rabia con gran rapidez, sus ojos ardían. —¡Malhaya! —se dijo tristemente el tayta de Ak’ola—. ¡Si esa rabia fuera contra el principal…! Y miró de un modo extraño al Osk’onta, al Chitulla, a todos los grandes cerros y a los falderíos. Seguro en su corazón había algo, en su cabeza también había algo preciso, fuerte. Miró con pena a sus comuneros que se lanzaban a carrera, piedra en mano, contra sus hermanos lukanas. Y gritó fuerte, hasta engrosar su voz y se hizo oír bien en todo el campo. —¡Comunkuna, wauk’eykuna único enemigo de nosotros es Cipriancha; vamos a matarle a él más bien entre nosotros, ak’olakuna, lukanaskuna! Los comuneros se pararon en seco durante un rato y le miraron como asustados al tayta. Pero en ese instante se oyó otra voz gruesa, medio hueca y encolerizada: —¡Perros ak’olas! Era el vendido Raura. —¡Don Pascual, a ese sucio no más! —contestó temblando de ira el mak’ta Tomascha y siguió corriendo al encuentro de los lukanas; todos los ak’olas le siguieron. Y principió la pelea. Los lukanas por defender a don Raura apedrearon a los ak’olas y la pelea se hizo general. Los comuneros se rajaban la cara a puñetazos, se apaleaban, se arañaban y mordían bramando. Don Pascual, parado sobre la compuerta de Jatunk’ocha, siguió gritando. Pero se volvió ronco y nadie ya le hizo caso. Entonces de sus ojos amarillosos y brillantes brotaron lágrimas saladas que chorrearon por su cara flaca, pálida. Don Pascual no lloraba así no más. —¡Supay! Pero algún día comuneros verán a su enemigo y pelearán con más rabia que ahora. ¡Seguro, seguro! En este momento, cuando la pelea era más encarnizada, llegó a galope don Ciprián con su mayordomo y tres mestizos. Al pasar junto a la laguna dispararon todos y el cuerpo del tayta cayó de espaldas sobre el fango de la laguna. El principal siguió de frente contra los indios; su overo saltaba como tigre, los otros tres montados le seguían, pisotearon a los comuneros de los dos pueblos y reventaron tiros al aire. Despavoridos los ak’olas y lukanas huyeron al cerro y se treparon a las peñas. Al poco rato el sol se ocultó tras el lomo del tayta Chitulla y todo se perdió entre las sombras. La pelea sirvió de pretexto y ya no hubo más yaku punchau jueves ni viernes. Toda la semana fue desde entonces para el principal don Ciprián Palomino. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
Los comuneros de Utej-pampa
Cuento
En la cumbre del cerro Santa Bárbara el cura de San Juan mandó hacer un trono de tantarkichka para la Virgen Candelaria, patrona del pueblo. Don Inocencio, sacristán de la iglesia, dirigió el trabajo. El tantar es un arbusto espinoso con hojas pequeñas y verdes. Don Inocencio aplastó con una piedra plana las ramas centrales de un tantar robusto y frondoso; todas las semanas acomodaba la piedra y las ramas del tantar. Después de muchos meses, en una ceremonia dirigida por el cura y los mistis notables de San Juan, sacaron la piedra. Las ramas del tantar se habían retorcido bajo la piedra, se habían apretado unas a otras hasta formar una superficie plana. Los sanjuanes recortaron las ramas que miraban hacia la gran pampa de Utej y las que estaban en dirección del camino a San Juan. El tantar, así, tomó la forma de un cilindro hueco con dos puertas. Cuando los campos estaban verdes y alegres; en un día hermoso en que las tuyas y las torcazas cantaban sobre los maizales de la pampa madre, los comuneros de San Juan cargaron a la Virgen Candelaria hasta la cumbre del cerro Santa Bárbara. Con gran respeto y ante el silencio de toda la gente, don Inocencio, don Victo Pusa y don Demetrio Páucar, bajaron a la Virgen desde su trono de cenefas, la llevaron hasta su nuevo trono vivo de tantarkichka. Todos los sanjuanes se arrodillaron sobre el pasto fresco. En el espacio, sobre el aire azulejo de la quebrada, un killincho hacía piruetas burlándose del anka que volaba pesadamente frente al trono. Muy abajo cerca ya del río grande, se veía Utej, el pueblito bullicioso de los maizales y duraznos. En la plaza estaba reunida toda la gente de Utej; en cuanto vieron a la Mamacha Candelaria hicieron reventar seis camaretazos, el humo de la pólvora se elevó hasta muy alto desde Ajtojrumi que está al centro de la plaza. De regreso las mujeres fueron regando flores de k’antu y retama en el camino. Tras del anda iban los mistis de San Juan con su ropa nueva de kaki; el principal del pueblo, don Pablo Ledesma, llevaba un terno azul de casimir y caminaba al medio de los mistis. Después seguían los comuneros; en primera fila don Pedro Raura de San Juan y don Victo Pusa de Utej. Al llegar a la plaza, las “señoras” cantaron alternándose con el sacristán. Desde cada esquina hicieron reventar un dinamitazo. Avanzaron todos lentamente hasta llegar a la iglesia. A la salida del templo, el sol ardía sobre el blanqueo de las paredes y el cielo estaba claro y limpio como el agua de Torkok’ocha en tiempo de helada. Los mistis le siguieron en tropa a don Pablo; iban por su atrás, como perros de estancia, a buscar el trago en la casa del principal. Los comuneros se reunieron en la esquina de la plaza que da al camino de Utej. —Para llegar a Utej todo se anda de bajada —dijo don Victo, mirando en los ojos a todos los sanjuanes. —Y de regreso la tierra es pesada —contestó don Raura. —Pero en casa de Victo Pusa hay alegría; hay flauta, arpa y violín; chicha como para doscientos. —Sanjuanes y utej son hermanos. —Son buenos comuneros. ¡Andando! Don Victo tomó la delantera. Los comuneros llenaron todo el ancho de la calle. En el campo se sentía el olor de las flores maduras. El camino estaba oculto entre los montes de retama, k’antu, tantar… El pecho de los mak’tas respiraba allí fuerte y sano; sus ojos miraban con la misma alegría al cielo y a la tierra. No era la fiesta de Mamacha Candelaria. ¡Mentira! Era la fiesta de los sembríos en flor, de los falderíos cubiertos de pasto jugoso, del corazón “endio” regocijado sobre la tierra madre. Los comuneros bajaron en tropel por el camino, iban casi corriendo; hablaban y reían con voz gruesa y dura. Desde la cumbre de Santa Bárbara se ve toda la pampa de Utej. Comienza al pie del cerro y termina en el barranco que baja al río Viseca. La pampa de Utej es plana, tiene como dos leguas de largo y una de ancho, al centro se eleva un cerrito puntiagudo en cuya cabeza los utej han hecho una era para festejar allí las cosechas con bailes y cantos. El maíz crece en la pampa casi hasta el tamaño de dos hombres y cada planta da tres y cuatro mazorcas. En un extremo de la pampa se ve al pueblito rodeado de huertas y eucaliptos; en la plaza, frente a la iglesia, se destaca el tejado de una casa más grande que las otras, sobre el tejado varias fajas de cal formando cuadriláteros; ésa es la casa de don Victo Pusa, tayta principal de Utej, pueblo de “endios” comuneros. Los utej no son indios humildes y cobardes, son comuneros propietarios. Entre todos, y en faena, labran la pampa, y cuando las eras están ya llenas, tumban los cercos que tapan las puertas de las chacras y arrean sus animales para que coman la chala dulce. Utej es entonces de todos, por igual; el ganado corretea en la pampa como si fuera de un solo dueño. Por eso los utej son unidos y altivos. Ningún misti abusa así no más con los utej. —¡Indio perro! —le dijo un día don Pablo a don Victo. —¡Misti maldecido! —le gritó con voz rabiosa el comunero. Los dos se miraron con ojos ardientes, pero de igual a igual. Don Pablo latigueó a su caballo y se fue a galope por el camino de la pampa. —Con este indio no hay que meterse, tiene cara de asesino. —¡Asesino! Comunero más bien, comunero propietario, dueño de la tierra, dueño de su alma. Por eso don Pablo y los mistis de San Juan hacen sus correrías por la puna, por los pueblos del interior: Sondondo, Mayu, Aucará. De ahí se traen ganado; unas veces robando, otras comprando con revólver en la mano, por la mitad de su precio. ¡Pero a Utej nunca! Los utej tienen buenas escopetas, don Victo una carabina legítima, y ninguno le tiene miedo a las balas y a los cachacos. —¡Que vengan gendarmes. Les romperemos la calavera en el camino, a galga y bala! —decía don Victo. Los sanjuanes en cambio son muy pobres, la mayor parte son sirvientes de los mistis: vaqueros, concertados, arrieros… Pero todos quieren a los utej y en las cosechas se van a la pampa y regresan con una o dos carguitas de maíz, alberjas y habas. Los que pueden se casan con utejinas y se quedan en la pampa. Utej crece todos los años; las casitas nuevas se extienden más y más hacia la pampa; mientras el tejado de las casas de San Juan se va volviendo color tierra y las calles se llenan de hierbas y suciedad. Los comuneros de Utej y San Juan bailaban en el patio de la casa de don Victo. En un extremo del patio, bajo la sombra de un manzano, tocaban animosos los tres músicos del pueblo: don K’espe, arpista; don Wallpa, violinista y el Chipru, flautero. El patio estaba lleno, toda la gente de Utej se reunió ese día en la casa de don Victo. Al pie de las paredes, sobre troncos de molle y eucalipto, sentados, conversaban los comuneros; otros bailaban junto al arpa y el resto se emborrachaba con chicha en el corredor. Las pasñas con traje nuevo y rebosante de colores fuertes y alegres, reilonas, rosaditas, provocaban a los waynas de San Juan. Don Victo se daba de abrazos con don Raura y varios comuneros sanjuanes en el corredor. Don Victo era alto; en todo el distrito ningún hombre era de su tamaño, tenía espaldas anchas y un pecho redondo y carnoso; su cara estaba picada por la viruela y era llena y grande; su nariz era medio ganchuda, nariz de killincho, y, bajo su frente angosta, ardían sus dos ojos pequeñitos y brillantes. Don Victo había llegado hasta sargento en el ejército, sabía leer y escribir y dice, una vez, le pateó a un oficial porque quiso abusar de un soldado utejino; le flagelaron, primero, le metieron a la cárcel, y después lo botaron. —¡Los oficialitos y coroneles son como perros rabiosos para el soldado; ajean y mandan tirar látigo, como si la tropa fuera ganado! —decía don Victo. Los ojos de don Victo miraban con fuerza y a veces se alegraban hasta redondearse y crecer, como si de repente hubiera ganado una pelea, pero casi siempre parecían retener algo en su fondo. Don Victo era verdadero principal en Utej, toda la gente de la pampa le respetaba y quería; porque no abusaba de nadie, porque nunca negaba sus yuntas para las faenas, porque su casa estaba abierta para todo “endio” necesitado. Ahora tomaba sus tragos con los sanjuanes; bebía la chicha del maíz grande de Utej, del maíz dulce de la pampa madre y estaba hablador como nunca. —¿Por qué sanjuanes son pobres y los utej, acomodados? Porque utej tenemos tierras y ustedes son sirvientes no más de don Pablo Ledesma. La tierra es principal, sanjuankuna; comuneros sin tierras, tienen que recibir en el lomo el zurriago y la saliva de los mistis maldecidos. Comuneros propietarios, como utej, se ríen de los principalitos, de los cachacos. A Utej no entran a robar los mistis de otros pueblos, porque utej tienen ojos grandes para ver sus intereses, porque utej no es “innorante” y ciego como sondondo. Utej ya somos comuneros con alma, con escopeta, con corazón para ajearle al mismo don Pablo Ledesma. En San Juan hay tierras de don Raura y en barranco no hay necesidad de piedra grande para romperle la cabeza a don Pablo Ledesma. Los pastos de Santa Bárbara son dulces para las vaquitas. ¿Qué dicen, sanjuankuna? Don Victo miraba ahora sin disimulo, sin desconfianza, miraba de lleno. Y en el corazón de los sanjuanes empezó a hervir la esperanza. —¡Don Victo contra don Pablo Ledesma! ¡Taytakuna: obedeceremos a don Victo! Los sanjuanes rodearon a don Victo y a don Raura; estaban animosos y decididos. Sobre la pampa madre ardía la luz blanca del sol. En los maizales, sobre los cercos, cantaban las tuyas y las torcazas. El viento, al pasar por las huertas, se llevaba lejos la flor de los duraznos y de los manzanos. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
Los escoleros
Cuento largo
El wikullo es el juego vespertino de los escoleros de Ak’ola. Bankucha era el escolero campeón en wikullo. Gordinflón, con aire de hombre grande, serio y bien aprovechado en leer, Bankucha era el “Mak’ta” en la escuela; nosotros a su lado éramos mak’tillos no más, y él nos mandaba. Cuando barríamos en faena la escuela, cuando hacíamos el chiquero para el chancho de la maestra, cuando amansábamos burros maltones en el coso del pueblo, y cuando arreglábamos el camino para que viniera al distrito el subprefecto de la provincia, Bankucha nos dirigía. En el trabajo del camino, que era trabajo de hombres, los escoleros obedecíamos callados al mak’ta, diciendo en nuestro adentro que ya éramos faeneros, peones ak’olas, mak’tas barreteros; que Bankucha era nuestro capataz, el mayordomo. Nos limpiábamos el sudor con prosa; descansábamos por ratos, poniéndonos las manos a la cintura, como faeneros de verdad; mientras, Bankucha, parado a la cabeza de la cuadrilla, nos miraba con su cara seria, igual que don Jesús, mayordomo de don Ciprián, principal del pueblo. A veces, nos reíamos fuerte mirando al Banku; pero él no, se creía capataz de veras, nos resondraba con voz gruesa y nos hacía callar; sabía mandar el wikullero. Y los escoleros le queríamos, porque todo lo que hacíamos bajo sus órdenes salía bien, porque odiaba y pateaba a los abusivos, y porque tenía unos ojos bien grandes y amistosos. Cuando faltaba a la escuela, hasta los más chicos le extrañaban y decían entristecidos: —¡Dónde estarás, Bankuchallaya! Un sábado por la tarde, yo y Bankucha nos paramos en una esquina de la plaza para oír el griterío de los chiwacos que cantaban en los duraznales del cementerio. No había casi gente en el pueblo; todos los comuneros estaban en el trabajo y la mayor parte de los escoleros vivían en los pueblecitos cercanos, en las estancias, y se iban los sábados, tempranito. La tarde estaba húmeda y nublada. —Bankucha, de poco ya te voy a ganar en wikullo. —Eres maula, Juancha. —Ahora, badulaque, vamos a probar en Wallpamayu. Ak’ola está entre dos riachuelos: Pukamayu y Wallpamayu; los dos llegan hasta la explanada del pueblo, dando saltos desde la cumbre de la cordillera y siguen despeñándose hasta llegar al fondo del río grande, del verdadero río que corre por la base de las montañas. Wallpamayu, en miles de años de trabajo, ha roto la tierra, y corre encajonado en un barranco perpendicular y profundo. A la orilla del barranco los ak’olas plantaron espinos, para defender a los animales y a los muchachos. De trecho en trecho, varias plantas de maguey estiran sus brazos sobre el barranco. Pero desde años antes, los escoleros hicieron varios huecos en el muro de espinos, para pasar a la orilla del barranco y tirar los wikullos al río. El wikullo lo hacíamos de las hojas del maguey; eran unos cuadriláteros con mangos, en forma de palmeta. Cada wikullero llevaba amarrado al chumpi o al cinturón un cuchillo hecho de fleje, para cortar el maguey. Bankucha tenía un puñal de verdad con forro de cuero; se lo regaló don Fermín, un borrachito, amiguero de los muchachos. —Bankucha, vamos a pelear a iguales. Tú sabes hacer wikullo mejor que yo; si eres legal haz para los dos. No me contestó el escolero. Se acercó a un maguey, arrancó una hoja larga y cortó seis estupendos wikullos. —Uno para cada —dijo. Tomó la delantera y entró, agachándose, por uno de los huecos del cerco de espinos. Detrás del cerco había un espacio como de tres metros. El río estaba fangoso, arrastraba ramas de molle y retama, se revolvía entre las grandes piedras y salpicaba muy alto. —¡Wallpamayu: algún día te voy a atravesar con mi wikullo, frente a frente! —dijo Bankucha, y miró la otra orilla del barranco. —¡Mentira, Wallpamayucha, yo te voy a cruzar antes que el badulaque Banku! Levanté mi wikullo, me agaché, encorvando el brazo, hice una flexión rápida, me estiré como un arco, con todas mis fuerzas, y arrojé el wikullo. Recto, de plano, se lanzó silbando, y fue a caer de filo sobre el barranco del frente, a veinte metros del río. —¿Kunanri, Kunanri? (¿Y ahora?). ¡Jajayllas! Salté a la orilla del precipicio, cerrando el puño; me pareció que ya no podía haber querido en mi vida nada más que eso. ¡Qué alegría! Me daban deseos de patearle al Banku, de pura alegría. —¡He tocado el frente, mak’ta! —le grité. Banku se asustó un poco, me miró receloso, como resentido. —¡Espera, wiksa (barriga), wiksacha! Se escupió las manos y levantó su wikullo del suelo. Sabía como nadie; abrió las piernas, se agachó, levantó un poco la cabeza; en lo hondo de sus ojos había rabia. De repente, saltó, y su brazo se estiró como un zurriago bien tirado. El wikullo se perdió en el aire, voló recto; pero en medio del barranco se ladeó, se lanzó oblicuo hacia abajo y se desplazó sobre una piedra. —¡Malhaya viento! Probó con otro wikullo. Ya no era tiempo, el viento empezó a soplar fuerte, y se llevó el wikullo, lejos, en la misma dirección de la quebrada. Por primera vez vi al Banku en apuros. Cortaba wikullo de cuatro en cuatro, de seis en seis, me amenazaba antes de tirar cada uno. —¡Ahora sí! ¡Eres huahua para mí, Juancha! Sudaba, cambiaba de posturas, se daba viada de distintas maneras. ¡Y nada! El viento estaba contra él; tiraba al suelo todos sus wikullos y los despedazaba. Me dio pena. —Deja, Banku. Yo por casualidad no más he atravesado el barranco, pero tú eres mak’ta, mayordomo, capataz de escoleros. Mañana, seguro, cuando el aire esté parado, vas a tirar hasta la cabeza del barranco. De verdad, Banku. El mak’ta me agarró del brazo, señaló con la otra mano el sitio donde cayó mi wikullo. —Juancha, desde tiempo has estado alcanzándome, eres buen mak’ta. Si mañana o pasado no te igualo, vas a ser primer wikullero en Ak’ola. —Bueno, Banku. Pero tú eres capataz, siempre. Oscurecía. Los trigales jugaban con el viento del anochecer; la neblina se había subido muy arriba y cubría el cielo en todo el horizonte; el mundo parecía envuelto en un paño ceniciento, terso y monótono. Los grandes cerros dormitaban en la lejanía. Por todos los caminos, los comuneros empezaron a llegar al pueblo; unos tras de sus burros cargados de leña, otros arreando una tropita de ovejas; muchos acompañados por sus vecinos de chacra; sus perros entraban al pueblo a carrera, persiguiéndose, dando saltos de regocijo. —Juancha, de ocho años más, nosotros también vamos a venir como los comuneros, con nuestras mujeres por detrás y el chascha por delante. —Claro, Banku, nosotros somos buenos ak’olas. Salimos al camino grande que baja a la pampa de Tullo, a la pampa madre de los ak’olas, donde el maíz crece hasta el tamaño de dos hombres. —Le miraremos un rato más al tayta Ak’chi —dijo Banku. El tayta Ak’chi es un cerro que levanta su cabeza a dos leguas de Ak’ola; diez leguas, quizá veinte leguas mira el tayta Ak’chi; todo lo que él domina es de su pertenencia, según los comuneros ak’olas. En la noche, dicen, se levanta a recorrer sus tierras, con un cuero de cóndor sobre la cabeza, con chamarra, ojotas y pantalón de vicuña. Muchos arrieros y viajeros cuentan que lo han visto; alto es, dicen, y silencioso; anda con pasos largos, y los riachuelos juntan sus orillas para dejarle pasar. Pero todo eso es mentira. Los pastales, las chacras que mira el tayta Ak’chi, y el tayta también, son pertenencia de don Ciprián, principal del pueblo. Don Ciprián sí, anda de verdad en las noches por las pampas del distrito; anda con su mayordomo, don Jesús y dos o tres peones más; el principal y el mayordomo carabina al hombro y revólver con forro en la cintura; los peones con buenos zurriagos; y así arrean todo el ganado que encuentran en los pastales; a látigos los llevan hasta el corral del patrón y allí los encierran, hasta que mueran de hambre, o los dueños paguen los “daños”, a don Ciprián de quince, diez soles de reintegro, según su voluntad. —Tayta Ak’chi es respeto, Juancha. Sus ojos miraban al cerro con esa luz enternecedora que tenía siempre; pero ahora su mirar era más serio y humilde. —¿Le quieres al Ak’chi, Banku? —El tayta Ak’chi es patrón de Ak’ola, cuida a los comuneros, a las vacas, a los becerritos, a todos los animales: todos somos hijos de tayta Ak’chi. —¡Mentira! Nadie es padre de los comuneros; nadie, solos como la paja de las punas son. ¿El corazón de quién llora cuando a los comuneros nos desuella don Ciprián con sus mayordomos, con sus capataces? —Deja, Bankucha; el tayta Ak’chi es upa, no oye; sonso es como el lorito de las quebradas. Vamos a alcanzar más bien a Teófanes; con la Gringa está subiendo por el camino. Se molestó el escolero, pero no le hice caso, y corrí por el callejón a darle alcance a Teófanes. Banku, al poco rato, me siguió saltando por encima de los romazales. En la repartición del camino encontramos a Teófanes. Agarrándose del rabo de la Gringa se hacía arrastrar para no cansarse. —¡Gringa! Salté al cuello de la vaca madre y la abracé con fuerza. Banku llegó después, levantó la cabeza de la Gringa por la quijada y se la puso al hombro. —¡Ya, ya carago! —gritó Teófanes. La vaca se paró en el camino, resopló fuerte, y empezó a lamerse la nariz; su olor a leche fresca nos enternecía más. La Gringa era la mejor vaca del pueblo; el padre de Teófanes, que fue arriero, se la trajo, tiernecita, de la costa; y como tenía algunas chacritas de alfalfa y maíz creció bien cuidadita y gorda; se hizo grande y cuando tuvo su hijo, daba una arroba de leche al día. El padre de Teófanes murió, cuando la Gringa estaba preñada; la viuda no tenía ahora más animales que esa vaca. La llamaron Gringa porque era blanca entera y un poco legañosa; la queríamos los escoleros porque íbamos a jugar todos los días a la casa de Teófanes, donde no había nadie que nos resondrase. La viuda era buena y adoraba a Teófanes; y cada vez, por las mañanas, muchos escoleros forasteros tomaban la leche de la Gringa, y también porque era muy mansa, y en su boca de labios abultados, en sus ojos legañosos y azules, en sus orejas pequeñas, encontrábamos una expresión de bondad que nos desleía el corazón, ¡Gringacha! Lo que es yo la quería como a una madre de verdad. —Dejen a la Gringa, me ha jalado toda la cuesta y está de mal humor, se ha cansado bien —dijo Teófanes. —¡Maula ak’ola! ¿No tienes alma para subir cuesta con tus pies? —¿Acaso cuesta el wikullo? Soltamos a la Gringa para hablar mejor con el escolero. —Oye, Teófanes, la Gringa está engordando. —Es que ahora está comiendo en Pak’cha; allí la alfalfa es más dulce. —Cierto, la tierra en Pak’cha es de otro modo, no le iguala ninguna tierra de Ak’ola. La Gringa empezó a subir paso a paso la cuesta; hacía un gran esfuerzo con las patas traseras para caminar: su ubre llena se mecía y la arrastraba. Caminamos los tres largo trecho, casi sin conversar; íbamos al pie de la Gringa. Los payk’ales y sunchus que crecían sobre los muros del callejón se mecían con el viento y hacían bulla. Bandadas de palomas y toda clase de aves pasaban velozmente volando muy bajo; se iban a dormir en los bosques del río grande y en los kishuares de Wallpamayu. El cielo estaba completamente negro, por el lado del tayta Ak’chi, y daba miedo. —¿Sabes, Banku? Don Ciprián ha ido cuatro veces ya a mi casa para que la viuda le venda nuestra Gringa; mi mamá no ha querido y don Ciprián se ha molestado fuerte. “A buenas o a malas”, ha dicho, y se ha ido ajeando a su casa. Don Jesús también ha visitado de noche a la viuda y le ha estado rogando por la vaca; dice es vergüenza para el patrón que nosotros tengamos el mejor animal del pueblo. —¿Y tú qué dices, Teófanes? —¡Ja caraya! La Gringa es de mí, de Teofacha. A mí tiene que matar primero don Ciprián para llevarse a la Gringa. —A mí también, hermano. Nunca estará la Gringa en el corral del principal. —¡“Endios” respetan su palabra, Bankucha! —habló Teófanes. Ya estábamos frente al muro de espinos, cerca del pueblo. No hablaba ninguno. En nuestro corazón, de repente, creció la pena; todos mirábamos, callados, a la Gringa. Es que don Ciprián era malo, tenía alma de Satanás y ahora le estaba dando vueltas a la Gringa; y la miraba hambriento, con sus ojos verdes, verdes sucios, como los charcos podridos. —Mejor no te acuerdes, Teofacha. Vamos a danzar aquí para la Gringa. En su delante vamos a danzar, como el mak’ta Untu de Puquio. —¡Yaque! —¡Yaque! Hicimos parar a la Gringa, y empezamos a bailar sobre la pampita de romazales. Me sentía ágil, retozón, diestro en el baile indio. Silbábamos la danza del Untu, padre de todos los danzantes de Lucanas; levantábamos en alto la mano derecha, como si lleváramos las tijeras de acero. Y zapateamos, olvidándonos de todo, como tres pichiuchas alegres. La Gringa nos miraba curiosa, con sus ojos tranquilos. Empezaba una noche de aguacero cuando nos separamos los tres mak’tillos. Las nubes bajaban poco a poco hasta colocarse a la verdadera altura, desde donde sueltan el granizo primero y después la lluvia. El cielo negro, ya casi sin luz, asustaba; en el filo de los cerros lejanos ya empezaba el aguacero, como un tul blanquizco; el viento silbaba, como siempre, antes de la lluvia. Las calles estaban sin gente y sin animales; los verracos mostrencos y los perros estarían en sus casas y en la cocina de sus dueños. Gran cantidad de hojas verdes, paja y basura, revoloteaba en el aire; el viento veloz, viento de lluvia, las revolvía y arrastraba hacia el río grande. Tenía frío y pena. —Don Ciprián va a matar seguro a la Gringa, su alma de diablo se ha encaprichado. Yo, Teofacha, Banku; mak’tillos no más somos; como hormiga negra somos para el patrón, chiquitos, de dos zurriagos ya no hay mak’tillos. Los comuneros son maulas; tantos son, pero le tiemblan al principal; yo no le tiemblo; Teofacha y Banku son valientes, pero falta fuerza, falta tamaño. Don Ciprián es solo no más; en los pueblos grandes sí hay muchos principales, muchos platudos; don Ciprián en Ak’ola es único principal pero no hay hombre para él; por gusto, por ser maulas le temen. ¿Acaso no tiene cuello como don Lucas, como don Kokchi? Cuchillo seguro le entra, wikullo seguro le rompe la cabeza. ¡Juancha, Bankucha; cuesta abajo, desde la cumbre de Piedra Alta, en el camino al río grande! ¡Como sanki arrojado sobre una roca se pegaría en los retamales el seso de don Ciprián, sobre los troncos de molle! ¡Con wikullo de piedra! ¡Jajayllas! ¡Cipriancha, yo no te respeto, yo soy wikullero, hijo de abogado, misti perdido! Empezó a llover. Nunca había estado así, entusiasta, hablador, animoso; como candela había en mi adentro; quería dar saltos; mi corazón se sofocaba, como de potro cansado. —¡Espérate! Levanté una piedra del suelo. —Éste es wikullo. Miré la pared de una casa sin techo; hacía muchos años que esa pared nueva esperaba que le pusieran tejado. A dos metros del suelo, el albañil había hecho poner, por capricho, una piedra casi redonda; los escoleros le pintaron ojos, nariz y boca; y desde entonces la piedra se llama uma (cabeza). —¡Uma de don Ciprián! Me agaché, como en el barranco de Wallpamayu, agarré la piedra por una punta, encogí mi brazo, lo templé bien, y tiré después. La piedra se despedazó en un filo de la uma, mordiéndole el extremo de la frente. —¿Y ahora, carago? Estaba rabioso, como nunca; mi cuerpo se había calentado y sudaba, mi brazo wikullero temblaba un poco. —¡Juancha es hombre, don Ciprián! Bankucha y Teófanes atraviesan de lado a lado el barranco de Wallpamayu. ¡Wikulleros ak’olas, como a sanki verde te podemos rajar la cabeza! Como alocado le hablé a la piedra, a una uma; le amenacé furioso. Pero me cansé al poco rato, y seguí mi camino andando despacio, desganado. Una tibia ternura creció de repente en mi corazón, y enseguida sentí deseos de llorar. —¡Gringacha, no hay cuidado! Yo, Bankucha y Teófanes somos wikulleros; en nuestro corazón hay hombre grande ya. ¡Confía no más, Gringacha! Me reí despacito; estaba contento de mí, de Teófanes, de Banku, del wikullo de piedra. Media cuadra caminé callado, tropezando con las piedras y la bosta fresca. Cuando llegué a la esquina me paré de golpe. —¡Ja caraya! Mi pecho estaba húmedo con mis lágrimas. —No importa, por la Gringa es; estoy llorando por la Gringa. El aguacero empezó a bailar sobre la tierra, me golpeaba sobre las orejas y en la espalda. Cuando llegué a la puerta de la casa de don Ciprián, me pareció que un rato antes había peleado con alguien, y que estaba triste porque no había sabido patearle como un buen wikullero; estaba descorazonado y miedoso. El patio se había llenado de agua, pasé el pozo saltando por las piedras planas que servían de puente a la cocina. En la sala, don Ciprián comía junto con su mayordomo y su mujer; en el corredor, varios jornaleros conversaban. Entré a la cocina sacudiendo el agua de mis ojotas. Facundacha me miró asustada. —Juancha, don Ciprián está molestoso, dice vas a ir. Rodeando el fogón, los concertados de don Ciprián: José Delgado, Tomás y Antonio Quispe, Juan Wallpa, Francisco Rondón, se calentaban cerca del fuego. Doña Cayetana, la cocinera, servía arroz en una fuente. —Juancha —dijo don Tomás—, cuidado no más anda; don Ciprián está con mal de rabia. Sobre la mesa grande de la sala ardía una cera de iglesia, restos del mayordomaje de don Ciprián; en la cabecera, el patrón se atracaba con un pedazo de carne; a su lado, doña Josefa estaba medio dormida, y frente a ella, don Jesús miraba el mantel, como si tuviera vergüenza. La sala estaba casi oscura; las bancas negras, altas, labradas, puestas en hilera de extremo a extremo, parecían el luto de la sala. —¿Dónde has estado desde las cinco? Los ojos verdes de don Ciprián se pusieron turbios; así era cuando le atacaba la rabia; y entonces parecían color ceniza. Esta noche su mirar era peor que otras veces; caían de frente sobre mis ojos, como la luz opaca de los faroles de cuero que usan los indios andamarkas. —¡Contesta, mocoso! —Con Teófanes y Bankucha he jugado a la entrada del pueblo. —¡Juancha! Otra vez te voy a hacer tirar látigo. Ya no hay doctor ahora, si eres ocioso te haré trabajar a golpes. ¿Sabes? Tu padre me ha hecho perder el pleito con la comunidad de K’ocha, yo le di treinta libras, tienes que pagar eso con tu trabajo. —Bueno, don Ciprián. —No andes con Teofacha, ese cholito dicen me amenaza; mañana, pasado, cualquier día, su vaca tiene que caer en mis potreros. O si no, convéncele para que me venda la Gringa, hasta un terno completo te puedo mandar hacer; en vez de tres, cuatro días irás a la escuela. —¡Qué te va a vender la Gringa, don Ciprián! Como a su madre la quiere el Teofacha. —Este muchacho está con la viuda, don Ciprián; con un poquito de leche lo compran —dijo el mayordomo. —¡Bueno! Nunca más vas a andar con Teofacha; si te veo, te haré latiguear. Puedes irte. En los ojos de doña Josefa había compasión y cariño para mí. —Anda, Juancha, no te asustes —dijo. La oscuridad del patio me golpeó en los ojos; el aguacero estaba ya por terminar: del tejado goteaba agua a pocos. —¡No hay más, Banku! ¡Wikullo de piedra en el camino al río grande! Fuerte hablé en lo negro del patio; me paré un rato para escuchar mi conciencia; seguro tendría valor para tumbarle a don Ciprián. Cuando cesó la lluvia empezó el ladrido de los perros. En las esquinas de la plaza los chaschas ladraban, dos, tres horas, por puro gusto; estiraban sus hociquitos hacia el cielo negro y gritaban enloquecidos, a veces peleaban por tropas y se mordían. Kaisercha no más, el perro del patrón, era serio; su cabeza grande, sus ojos chiquitos, su boca de labios caídos, su tamaño —era casi como un becerro— ponían recelosos a los comuneros. ¿Por qué no ladraba Kaisercha? Andaba con la cabeza casi gacha, con el rabo caído, sin mirar a nadie, bien serio; a los otros perritos del pueblo no les hacía caso y de vez en vez no más enamoraba. Los chaschas eran muy distintos; callejeaban todo el día, con las orejitas paradas, el rabo alto y enroscado, andaban alegres y jactanciosos en todo el pueblo. A veces, como de milagro, Kaisercha salía al atardecer hasta la esquina de la plaza, se sentaba junto con ellos; los comuneros se detenían un rato para oírle. La voz de Kaisercha retumbaba en la plaza, llegaba hasta la quebrada, sonaba bien extraña, dominando el griterío de los chaschas; el ladrar de Kaisercha era corto, grueso, casi como voz de toro, y ahí mismo se notaba que era de perro extranjero. —Cómo serán esos pueblos, don Rikra —hablaban los comuneros—, por su perro no más podemos pensar. Sus casas, dice, son de fierro y hay gente peor que hormiga. —Pero, dice, son malos, se comen entre ellos; de hambre también dice, se mueren en las calles. —¿Dónde será eso, don Rikra? Así, oyendo al Kaisercha, pensábamos en los pueblos lejanos, adonde cada año iba don Ciprián llevando vacas y carneros; y regresaba de dos, de tres meses, trayendo realitos y soles nuevos, brillantes, como la arena del río grande. —Como sonsos ladran los chaschas sin tener por qué —dijo José Delgado. —¿Acaso? Los chaschas “miran”; cuando el alma anda en lejos, ladran; pero si está en el mismo pueblo aúllan de tristes. —Don Francisco, ¿el Kaisercha “mirará”? —No. Kaisercha es upa, el ánima de estos pueblos no puede ver; por eso es silencioso siempre; anda enfermo. Seguro alma de Kaisercha se ha quedado en “extranguero”, por eso al oscurecer llora por su alma, le llama con voz gruesa. ¡Pobre Kaisercha! Su ánima estará dónde todavía; a veinte, a treinta, a cien días de Ak’ola; nunca ya seguro va encontrar a su alma. Doña Cayetana tenía corazón dulce; en su hablar había siempre cariño; quería al gato, al Kaisercha, a las gallinas, y más que a todos, a los escoleros de otras partes, a esos que se iban los sábados por las mañanitas. Me gustaba el hablar de doña Cayetana, en su voz estaba siempre la tristeza, una tierna tristeza que consolaba mi vida de huérfano, de forastero sin padre ni madre. —Doña Cayetana, capaz vas a llorarte por el chascha grande también; más bien voy a irme. José Delgado se paró para despedirse, los otros concertados también se levantaron. —Hasta mañana, mamaya. —Hasta temprano, mak’takuna. Se fueron los cuatro, hablando del corazón cariñoso de doña Cayetana. En la oscuridad de la cocina, los carbones rojos del fogón se apagaban a ratos, cubiertos por la ceniza; el viento y un poco de claridad, entraban por la ventana, que se abría cerca del techo, en el mojinete. Los chaschas se callaron, el viento también paró un poco; el negro duro de la noche lo redondeó todo, y de pronto se apagó la bulla. Nosotros, los mak’tillos, nunca pasamos mala noche si hay aunque sea un cuero de chivo para tenderlo de cama; el sueño nos quiere. —¡Juancha, Juancha! Me llamaba doña Cayetana, pero el sueño me trababa la lengua. —Juancha; don Ciprián está con mala rabia para ti; mañana tempranito anda con tu segadora al cerco de Jatunrumi y carga alfalfa para los becerros, a las seis ya vas a estar aquí. ¡Juancha! —Bueno, mamaya, no hay cuidado. —¡Forasterito! ¡Misticha! Ya el montón de alfalfa que había cortado era grande cuando en el lomo del Jatun Cruz apareció el primer resplandor del sol; se extendió casi hasta la mitad del cielo y lo iluminó con su luz brillante y alegre. La salida del sol en un cielo limpio siempre me hacía saltar de contento. Dejé mi segadora y me senté sobre la carga de alfalfa para esperar al tayta Inti. Las pocas nubes, que reposaban en ese lado del cielo, se pusieron muy blancas y risueñas; el cielo claro se encendió; las cabezas de los cerros lejanos se azularon con un azul de humo; y de repente, sobre el filo del Jatun Cruz brotó un rayo blanco. —¡Inti! ¡K’oñi Inticha! (tibio sol). Toda la quebrada se iluminó; los campos se hicieron más verdes, los falderíos y las pampas se animaron; y enfrente, a un lado del Jatun Cruz, el respetado tayta Ak’chi levantó su cumbre puntiaguda, grande, sin nubes que le taparan por ningún lado; como si fuera el verdadero dueño de todas las tierras. Tranquilo y resuelto hice mi carga. Tiré el tercio de alfalfa sobre mi espalda y me eché a andar. Al pasar junto a Jatunrumi vi la huella del camino por donde Banku y algunos escoleros más subían hasta la cima de la piedra. Jatunrumi es la piedra más grande de Ak’ola, está sentada a la orilla del camino que va a las punas, clavada en la ladera. Por el lado del camino no se le ve tan alta, pero mirada desde el potrero que lleva su nombre, por la parte baja de la ladera, parece un cerro, da vueltas la cabeza cuando se le contempla largo rato. Subir hasta la cabeza de Jantunrumi era proeza de los escoleros mayores y más valientes. —Esta mañana te voy a subir hasta la punta, Jatunrumi —le hablé. Confiado y valiente estaba yo esa mañana. Si don Ciprián hubiera pasado a caballo por el camino, seguro le hubiera abierto la calavera con un wikullo de piedra. El calor del sol de la mañana, la altivez del tayta Ak’chi, la alegría de los potreros y los montes, el volar orgulloso de los gavilanes y los killinchos (cernícalos), me enardecían la sangre; y me volví atrevido. Tiré mi carga al suelo, salté sobre el cerco del potrero y de ahí empecé a trepar la piedra. Mis dedos se agarraban con maña de las rajaduras, de las puntas que habían en la roca; mis pies se afianzaban fácilmente en las aristas. ¡Ni Banku, ni nadie, subía con esa maestría! En un ratito me vi en la misma cabeza de Jatunrumi. Un viento fuerte y silbador me empujaba de la cara hacia atrás, pero me planté tieso en la cumbre, miré todas las tierras de Ak’ola, de canto. El pueblito aplastado en la quebrada, humilde y pobre, daba pena contemplándolo desde Jatunrumi. Estuve buen rato pensando, oyendo al viento, mirando satisfecho los sembríos verdes. Pero ya el sol se puso alto y desde el pueblo empezó a llegar el griterío de las vacas que iban en busca de sus becerros. Sentí otra vez el desaliento, la pena de antes, y el odio que le tenía a don Ciprián se despertó con más fuerza en mi pecho. ¡Malhaya vida! ¿Bajar? ¡Nunca! Jatunrumi me quería para él, seguro porque era huérfano; quería hacerme quedar para siempre en su cumbre. Como el gorrión que ha caído en la trampa, daba vueltas en la cumbre de la piedra sin encontrar camino. Me echaba de barriga y quería colgarme, pero sentía miedo y me retractaba. Probé a bajarme por todos lados, y apenas avanzaba un poco sentía espanto, mirando el camino como desde la cumbre de un barranco; empezaba a marearme otra vez y regresaba, regresaba siempre. Y recordé las historias que contaban los comuneros sobre los cerros, las piedras grandes, los ríos y las lagunas. —De tiempo en tiempo, dice, sienten hambre y se llevan a un mak’tillo; se lo comen enterito y lo guardan en su adentro. A veces, los mak’tillos presos recuerdan la tierra, sus pueblos, sus madres y cantan tristes. ¿No le has oído tú cantar a Jatunrumi? El corazón de cualquiera llora si en las noches negras, cuando ha pasado la lluvia, por ejemplo, canta Jatunrumi con voz triste y delgadita. Pero no es la voz de Jatunrumi, es la voz de los pobres mak’tillos que se ha llevado. Cada cien años no más pasa eso. ¿Cuántos años ya tendrá Jatunrumi? Pero don Ciprián y don Fermín, que habían estado tantas veces en el “extranguero”, se burlaban de esos cuentos. ¿Y ahora? Me desesperé. De verdad, Jatunrumi no quería soltarme. Me pareció que de un rato a otro iba a abrirse una boca negra y grande en la cabeza de Jatunrumi y que me iba a tragar. Grité con todas mis fuerzas: las lágrimas saltaron de mis ojos. —¡Auxilio, comunkuna, mak’takuna! Me tumbé sobre la piedra y lloré, arañando la roca dura. Cerré los ojos. Y rogué con voz de becerrito abandonado. —Jatunrumi tayta: yo no soy para ti, hijo de blanco abugau; ¡soy mak’tillo falsificado! ¡Mírame bien, Jatunrumi, mi cabello es como el pelo de las mazorcas, mi ojo es azul; no soy como para ti, Jatunrumi tayta! En eso me hizo saltar el llamar ronco de don Jesús. —¡Eh, Juancha, Juancha! Me serené ahí mismo, viendo a don Jesús. Estaba en su caballo moro, sin saco; a alcanzarme no más venía, seguro. Estaba rabioso, su cara malograda por la viruela daba miedo cuando estaba enrabiado. Pero sentí agradecimiento por él. —¡Taytay, me has librado! Jatunrumi quería comerme —le grité desde arriba. Se bajó del caballo, saltó el cerco del potrero; de allí subió hasta la mitad de la piedra, porque era fácil, y me tiró su cabestro. Amarré la soga en una punta de la piedra y me solté, agarrándome del cabestro. Caí sobre don Jesús. El mayordomo me levantó de la cintura y casi me botó al suelo. —¡Carago! ¡Mejor te mataría! Me tiró sobre un graderío de la piedra. Como un gato me bajé hasta el cerco; salté al camino y corrí para cargar mi tercio de alfalfa. Cuando levanté la carga la acomodé bien en mi espalda, de mis manos salía bastante sangre; el cabestro me había desollado a su gusto. Sin mirar atrás corrí por el camino; las piedrecillas del suelo se metían bajo mis ojotas, como nunca, y me arañaban; tropezaba a cada rato y del dedo gordo de mi pie se hizo sangre. —¡Pero de Jatunrumi me ha salvado! Gritaba casi y me aventaba cuesta abajo, sin acordarme del mayordomo. Cuando ya estaba cerca del pueblo oí el galopar del moro; un rato después sentí un latigazo en mi cuello. —¡Carago, muchacho! ¡Maldito ’e mierda! Casi me atropelló el caballo. Don Jesús hizo fuerza para sujetarlo y regresó de nuevo con el látigo en alto. Para librarme salté al cerco del camino y me tiré al otro lado. —¡Mi cabestro, carago, se ha quedado en la piedra! ¡Anda, sal, cojudo! Si no, me bajo y te mato en el sitio. Sus ojos chiquitos, de chancho cebado, se afilaban para mirarme, ardían en su cara como dos chispas. —¿Sales o no sales? —¡Taytay! ¿Cómo pues? ¡No me pegues! ¡Mi mano está con sangre, mi pie también! ¿Qué más ya quieres? Le enseñé mis manos. —¡Bueno! ¡Sal y anda delante! Levanté mi alfalfa sobre el cerco e hice rodar la carga al camino. Después subí yo. —¡Para desfogar mi rabia uno te voy a dar! En mi espalda hizo reventar su látigo, como si yo fuera perro o becerro mañoso. Me tumbé de cara y me eché sobre la alfalfa. Sentí un tibio dentro de mi pecho; me pareció que mi corazón se acababa poco a poco y que se iba a dormir para siempre. Don Jesús se quedó callado un rato. Después se bajó del caballo y se agachó para mirarme la cara. Seguro en mi oreja estaba la sangre que había salido de mis manos. Me tocó la cabeza con su mano gruesa de zurriaguero, de arreador de vacas. —¡Juancha! ¡Malhaya rabia, carago! Me levantó hasta su pecho. Sus ojillos estaban casi llorosos. —¡Carago, rabia! ¡Juancha, pierdóname! ¡Como perro soy cuando enrabio! Me dejó otra vez en el suelo; levantó el tercio de alfalfa, lo puso delante de la montura; saltó sobre el potro y se fue a galope. Yo estaba bien malogrado. Me dolían el cuello, la espalda, el pie y las manos. —¡Malhaya vida! El sol brillaba con fuerza en el cielo limpio; su luz blanca me calentaba el cuerpo con cariño, se tendía sobre la quebrada, y sobre los cerros lejanos parecía azuleja. Los cernícalos peleaban alegres en el aire; los pichiuchas gritoneaban sobre los montoncitos de taya y sunchu. Todo el mundo parecía contento. En la cabecera de Ak’ola, el agua de Jatunk’ocha, de la cual tomaba el pueblo, se arrojaba cantando sobre la roca negra. Me senté a la orilla del camino. —Ak’ola es bonito. El fresco de la mañana, la alegría de la quebrada madre, me consolaban de nuevo. Algún día en Ak’ola se morirá el principal y los comuneros vivirán tranquilos, arando sus chacras, cantando y bailando en las cosechas, sin llorar nunca por culpa de los mayordomos, de los capataces. Querrán libremente a sus animales, con todo el corazón, como Teofacha quiere a su Gringa. Ya nadie hará reventar tiros y matará de lejos a las vaquitas hambrientas; porque todas las quebradas y las pampas que mira el tayta Ak’chi serán de los comuneros. Yo también me quedaré con los “endios”, porque mi cariño es para ellos; seré buen mak’ta ak’ola. ¡Ja caraya! Estuve pensando largo rato en la felicidad de los comuneros de todas partes. —Los indios son buenos. Se ayudan entre ellos y se quieren. Todos miran con ojos dulces a los animales de todos; se alegran cuando en las chacritas de los comuneros se mecen, verdecitos y fuertes, los trigales y los maizales. ¿Por culpa de quién hay peleas y bullas en Ak’ola? Por causa de don Ciprián no más. Al principal le gusta que peleen los ak’olas con los lukanas, los lukanas con los utek’ y con los andamarkas. Compra a los mestizos de los pueblos con dos o tres vaquitas y con aguardiente, para que emperren a los comuneros. Principal es malo, más que Satanás; la plata no más busca; por la plata no más tiene carabina, revólver, zurriagos, mayordomos, concertados; por eso no más va al “extranguero”. Por la plata mata, hace llorar a los viejitos de todos los pueblos; se emperra; mira como demonio, ensucia sus ojos con la mala rabia; llora también por la plata no más. ¿Dónde, dónde estará el alma de los principales? Y desde lejos le apadrinan; desde lejos vienen soldados para respeto de los principales. Allá, seguro, hay como un padre de todos los patrones y seguro es más grande; seguro tiene rabia y odio no más en su cabeza, en su pecho, en su alma; y don Ciprián también es mayordomo no más de él… ¡Malhaya vida! No los había visto. Don Ciprián y don Jesús pasaron a carrera el puente de Wallpamayu, montando cada uno sus mejores aguilillos. El overo del patrón empezó a subir la cuesta a galope y el moro le seguía levantando la cabeza, arqueando el cuello. —A la chacra estarán yendo —pensé. Me oculté tras un monte de k’antu. Al poco rato los dos caballos pasaron. Cuando ya no se oía el ruido de los herrajes, salí al camino y me fui derecho al pueblo. Estaba como enfermo, tenía pena. Yo no era un mak’tillo despreocupado y alegre como el Banku. Hijo de misti, la cabeza me dolía a veces, y pensaba siempre en mi destino, en los comuneros, en mi padre que había muerto no sabía dónde; en los abusos de don Ciprián; y los odiaba más que Teofacha, más que todos los escoleros y los ak’olas. Doña Cayetana me frotó las manos con unto, mientras sus dulces ojos lloraban. —¡Animal, bien animal es don Jesús! —¡Ja caraya! Yo soy hombrecito de verdad, doña Cayetana; eso no me duele; más bien he escapado de Jatunrumi. Don Jesús, aunque perro, me ha librado. Pero la doña no se convencía; sus lágrimas chorreaban sobre su monillo, como si yo me hubiera muerto. De su cajón de retazos sacó un pedazo de tocuyo nuevo y empezó a vendarme la mano. En ese momento llegó a la cocina doña Josefa. La patrona se asustó viendo mis heridas y me llevó a su cuarto para curarme. El cuarto de la patrona estaba a continuación de la sala; tenía una sola puerta, era oscura. La ventana que se abría al coso de don Ciprián era chica y alta, apenas alumbraba un poco. El catre en que dormían los principales parecía una casa, tenía techo en forma de cúpula y una corona en la punta; era bien alta y ancha. En un rincón del dormitorio tenía doña Josefa una vitrina donde guardaba sus remedios. —Sabe Dios cómo te habrán herido; bueno, eso no importa —dijo doña Josefa. Con un algodón echó yodo a mis heridas. El ardor me hizo saltar lágrimas. Después me envolvió las manos con un trapo suave. —Don Ciprián se ha ido a las punas con el mayordomo; de cuatro días van a regresar —me dijo. —¿Cierto, señoray? —¿Te alegras? —Don Ciprián tiene mala voluntad para mí, mamaya. —La verdad es la verdad, Juan. —A ti sí te quiero, mamita. —Esta noche vamos a cantar con guitarra en el corredor. —¡No hay herida, mamay! ¡No hay herida! ¡Alegría no más hay en mi pecho, en mi mano también! Casi grité en el cuarto de la patrona. Quería bailar; como si toda mi vida hubiera estado en jaula y de repente fuera libre. Quería echarme a correr gritando, abriendo los brazos, como los patitos del río grande. —Sentado tienes que estar todo el día, por tu herida. —¡No, mamaya! Escapé a la carrera del cuarto; de un salto pasé las gradas del corredor y me di una vuelta en el patio. El sol reía sobre la tierra blanca de las paredes. Doña Josefa salió al corredor y me miró seria. Un poco avergonzado, subí las gradas y me senté en el poyo. —Aquí el almuerzo, aquí la comida, mamacha —le dije. La casa estaba vacía a esa hora. Los concertados venían muy temprano por su coca, y se iban enseguida a las chacras. Doña Cayetana y Facundacha eran las únicas que se quedaban para servir a la patrona. Así era siempre cuando don Ciprián se iba a las punas; nunca avisaba un día ni dos antes. En la víspera, el mayordomo ocultaba las carabinas en el camino, y por la mañana ensillaba los mejores caballos. Antes de montar don Ciprián le decía a su mujer el lugar donde iba, y listo. Esos días en que el patrón recorría las punas eran los mejores en la casa. Los ojos de los concertados, de doña Cayetana, de Facundacha, de toda la gente, hasta de doña Josefa, se aclaraban. Un aire de contento aparecía en la cara de todos; andaban en la casa con más seguridad, como dueños verdaderos de su alma. Por las noches había fuego, griterío y música, hasta charango se tocaba. Muchas veces se reunían algunas pasñas y mak’tas del pueblo, y bailaban delante de la señora, rebosando alegría y libertad. De dos, de tres días, el tropel de los animales en la calle, los ajos roncos y el zurriago de don Jesús, anunciaban el regreso del patrón. Un velito turbio aparecía en la mirada de la gente, sus caras se atontaban de repente, sus pies se ponían pesados; en lo hondo de su corazón temblaba algo, y un temor frío correteaba en la sangre. Parecía que todos habían perdido su alma. Al día siguiente empezaban a llegar comuneros de todos los pueblos cercanos y de las alturas; con las caras llorosas, humildes, entraban al patio. Don Ciprián los esperaba, parado en el corredor. —¡Taytay! —decían—. Mi animalito dice lo has traído. —¡Tu animalito! ¿Mis pastales son de ti? Las cabras, caballos y vacas de todos ustedes han acabado mis pastales. Una libra. O yo te daré veinte soles de reintegro. Y asunto arreglado. Don Ciprián no cejaba nunca; se reía del lloriqueo de todo el mundo y siempre salía con su gusto. Los comuneros recibían casi siempre los veinte soles y después se iban agachados, limpiándose las lágrimas con el poncho. Cada vez que veía llorar a esos hombres grandes, me asustaba del corazón de don Ciprián: “No debe ser igual al de nosotros, decía. Más grande y duro. Grande, pero redondo; pesado, como de un novillo viejo”. ¿Y por qué cobraba una libra, dos libras, don Ciprián? Porque los animales de esos comuneros comieron unos cuantos días la paja seca de una puna indivisa y sin cuidanza, sin cercos. Y ni siquiera se sabía dónde empezaban las punas del patrón y dónde las de las comunidades. Don Ciprián decía no más: “Hasta aquí es de mí”. Y todo animal que encontrara dentro del terreno que señalaba con el dedo, se lo llevaba de “daño”. Cada año morían reses en el corral de don Ciprián. Los comuneros, no todos le respetaban igual; por aquí por allá, había uno que otro indio valeroso que se paraba de hombre y le contestaba fuerte al principal; no pagaba el daño. Pero el patrón casi no le molestaba; tranquilo hacía morir de hambre al animal; después lo hacía arrastrar hasta la puerta del dueño. Pero cada animal muerto en su corral agrandaba el odio que le tenían los ak’olas, los lukanas y toda la gente del distrito. A veces, muy de tarde en tarde, don Ciprián no encontraba peones; todos los ak’olas se convenían y se negaban a ir a trabajar para el principal. Entonces el patrón rabiaba, se ponía como loco, correteaba a caballo por todas partes, reventando tiros, matando chanchitos mostrencos, perros y hasta vacas. Los comuneros se dejaban ganar con el miedo y se ahumildaban; uno tras otro se sometían. ¡Por eso es mentira lo que dicen los ak’olas sobre el tayta Ak’chi! El ork’o grande es sordo; está sentado como un sonso sobre los otros cerros; levanta alto la cabeza, mira “prosista” a todas partes, y en las tardes se tapa con nubes negras y espesas, para dormir tranquilo. Por las mañanas el tayta Inti le descubre y los cóndores dan vueltas lentamente alrededor de su cumbre. Una vez al año, en febrero, no se deja ver; las nubes de aguacero se cuelgan de todo su cuerpo y el tayta descansa envuelto en una negra noche. Viendo eso, los ak’olas también se equivocan; dicen que conversa con el Taytacha Dios y recibe de “Él” las órdenes para todo el año. ¡Mentira! El Ak’chi es nada en Ak’ola, Taytacha también es nada en Ak’ola. En vano el ork’o se molesta, en vano tiene aire de tayta, de “señor”; nada hace en esas tierras; para el paradero de las nubes no más sirve. El taytacha San José, patrón de Ak’ola, tampoco es dueño del distrito: en vano el 6 de agosto, los comuneros le sacan en hombros por todas las calles; por gusto en la víspera de su día hacen reventar camaretas desde Suchuk’rumi; en vano le ruegan con voz de criaturas. Él también es sordo como el tayta Ak’chi; es amiguero, más bien, del verdadero patrón, don Ciprián Palomino; porque en su fiesta el principal le besa en la mano, y no como los ak’olas en una punta de la capa; a veces hasta se ríe en su delante y echa ajos roncos con confianza. ¡Don Ciprián, sí! Don Ciprián es rey en Ak’ola, rey malo, con un corazón grande y duro, como de novillo viejo. Don Ciprián se lleva las reses de cualquiera; de él es el agua de todas las acequias, de todas las lagunas, de todos los riachuelos; de la cárcel. El tayta cura también es concertado de don Ciprián; porque va de puerta en puerta, avisando a todos los comuneros que se engallinen ante el principal. Don Ciprián hace reventar su zurriago en la cabeza de cualquier ak’ola; no sabe entristecerse nunca y en el hondo de sus ojos arde siempre una luz verde, como el tornasol que prende en los ojos de las ovejitas muertas. Cuando ven la plata no más sus ojos brillan y se enloquecen. Todo el día estuve en el corredor, sentado sobre un cuero de llama. El día fue bueno; el sol brilló hasta muy tarde, y no hizo viento. Ya casi al anochecer se elevaron nubes de todas partes y taparon el cielo, pero no pudo llover. —No —decía—. Esto no es para aguaceros; se va a derretir sin lluvia no más. Y así fue. Al oscurecer llegaron los concertados y los peones. Cuando supieron que don Ciprián se había ido a las punas, se reunieron alegremente en el patio y empezaron a conversar como si estuvieran en su casa. —Los trigales están bonitos; el año es bueno, don Tomás. —Seguro. Ya podrás ahora tapar la barriga a tus seis hijos. —Seguro. Dice le has palabreado a la Emilacha, de don Mayta; a ver si el año bueno te hace alcanzar para ella más. —Como alcahuete eres, don Tomás. Oliendo, oliendo no más paras. Los dos ak’olas se agarraron pico a pico; sin rabiar de veras, tranquilos, se insultaban para hacer reír a los demás. —Huahua eres, don Tomás. ¿No han visto ustedes a los pollitos? Tienen el trasero inflado, como botija igual que don Tomás. —Espera un ratito, don José. ¿No le han visto la cara al gato cuando está orinando? ¡Ja caraya! Bien serio, como un cura en oración se pone; pero causa risa el pobrecito. ¿Mírenle la cara, a ver, don José? Don Tomás vencía siempre, tenía fama en Ak’ola, era el campeón del insulto. Los domingos, en los repartos de agua, don Tomás era principal en la tarde. Antes de empezar el reparto los comuneros le rodeaban. El corredor de la cárcel se llenaba de gente. Uno se atrevía a desafiarle: —Ya, don Tomás, si quieres conmigo. —Pobrecito. No hay para mí en Ak’ola. No le han visto… Los escoleros nos subíamos a los pilares del corredor para ver la cara que ponía al insultar y para oír mejor. Dos, tres horas se reían los ak’olas; dos, tres horas, mientras don Ciprián llegaba y mandaba al reparto. —Este don Tomás es la alegría de los ak’olas —decían los comuneros. José Delgado era discípulo de don Tomás. Los dos trabajaban de concertados en la casa de don Ciprián. La pelea terminó cuando doña Cayetana hizo llamar a los peones para la cena. Ya en ese momento José Delgado no hablaba; sentado sobre un tronco de molle que servía de estaca para amarrar caballos, oía los insultos de don Tomás, con la boca abierta, sin reírse, aprendiendo. Los otros mak’tas llenaban la casa a carcajadas; algunos hasta pateaban el suelo y sus risas crecían a cada rato. Para eso estaba lejos el patrón. Nunca se hubieran reído así delante del principal. En la noche, el cielo se despejó un poco y las estrellas alumbraron alegres el pueblito. Toda la gente de la casa se reunió en el corredor. Junto a la sala se sentó doña Josefa, en su sillón grande; en el que servía el 6 de enero para hacer el trono de Herodes. A un lado y a otro, sobre el poyo, algunos concertados que se quedaron para conversar con la patrona. Doña Cayetana, Facundacha y las pasñas Margacha y Demetria, que vinieron a la casa por encargo de la señora, se sentaron juntas. Sobre una silla bajita pusieron una lámpara. Casi no nos veíamos la cara; el corredor estaba semioscuro y el silencio de la calle entraba hasta la casa. Desde el fondo de la noche, las estrellas pestañeaban, sus lucecitas se quedaban ahí, pegadas en el cielo negro sin alumbrar nada. —Margacha. Voy a tocar “Wikuñitay”, con Juancha vas a cantar. Doña Josefa templó su guitarra y empezó a tocar “Wikuñitay”. Sobre las pampas frías, junto al ischu, silbador, recibiendo el agua y la nieve de los temporales, las vicuñitas gritan, mirando tristemente a los viajeros que pasan por el camino. Los indios tienen corazón para este animalito, le quieren, en sus ojos turbios prende una ternura muy dulce cuando se le quedan mirando, allá, sobre los cerros blancos de la puna, mientras ellas gritan con su voz triste y delgada: Wikuñitay, wikuñita. ¿Por qué tomas el agua amarga de los puquiales? ¿Por qué no bebes mi sangre dulce, la sal caliente de mis lágrimas? Wikuñitay, wikuñita. Wikuñitay, wikuñita. No llores tanto, porque mi corazón duele; pero tú siquiera tienes tu nieve blanca, tu manantial amargo. Ellos se quejan a la wikuñita; a la torcaza, al árbol, al río, le cuentan sus penas. Desde mak’tillos aprendemos a querer a los animales, a los luceros del cielo, al agua de los ríos. Wikuñitay, wikuñita: llévame con tu tropa, correremos llorando sobre el ischu, lloraremos hasta que muera el corazón, hasta que mueran nuestros ojos; te seguiré con mis pies, al fangal, al río o a los montes de k’eñwa. Wikuñitay, wikuñita. —No hay como tú, nadie, cantando tristes. Las tonadas de puna te gustan, como si hubieras nacido en Wanakupampa. —Tonada de puna es triste, mamacha, igual a mí. —Pero ahora no estamos para llamar a la puna; más bien, mamita, cantaremos un kachaspari sanjuanino. —¡Eso es! —Bueno. Margacha y Crisu que bailen. Doña Josefa tocó “Lorito”, el huayno alegre de la quebrada. Doña Josefa era guitarrista de verdad. Los dos waynas (jóvenes) empezaron a bailar al estilo sanjuanino: el hombre con el pañuelo en alto, dando vueltas como gallo enamorado alrededor de la pasña; Margacha zapateaba en el mismo sitio, balanceando el cuerpo, coqueteando con Crisucha. —¡Ya, Juancha! El “Lorito”. Lorito, amigo de los solteros. Sílbale, sílbale fuerte, despiértala, que ya es muy tarde; grítale, grítale, que ya es muy tarde. Doña Josefa rasgaba fuerte la guitarra; los concertados y las otras mujeres palmeaban, y le daban ánimo a la pareja. Sin necesidad de aguardiente y sin chicha, doña Josefa sabía alegrarnos, sabía hacernos bailar. Los comuneros no eran disimulados para ella, no eran callados y sonsos como delante del principal; su verdadero corazón, le mostraban a ella, su verdadero corazón sencillo, tierno y amoroso. ¿Acaso el Crisucha que bailaba esa noche con tanta prosa, levantando airoso la cabeza y dando vueltas a Margacha como un gallo fino a sus gallinas, era igual al otro Crisucha, a ese que saludaba humilde al patrón, encorvándose, pegándose a la pared como una chascha frente al Kaisercha? —¡Don Ciprián es como Satanás! —le dije rabiando a mi alma—. ¡Su mirar no más engallina a los comuneros! Esa noche, la bulla de los mak’tas y de las pasñas alegres no me gustó como otras veces; pensaba mucho en don Ciprián; se había clavado muy adentro en mi vida; por cualquier cosa le recordaba y la rabia hacía saltar mi corazón. En vez de retozar en el corredor como una vizcacha alegre, me salí a la calle como quien va a orinar. Yo, pues, no era mak’tillo de verdad, bailarín, con el alma tranquila; no, yo era mak’tillo falsificado, hijo de abogado; por eso pensaba más que los otros escoleros; a veces me enfermaba de tanto hablar con mi alma, pero de don Ciprián hablaba más. Otras veces sentía como una luz fuerte en mis ojos. —¿Y por qué los comuneros no le degüellan en la plaza, delante de todo el pueblo? Y me alegraba hasta volverme sonso. —¡Eso sí! —gritaba—. ¡Como a toro mostrenco, con el cuchillo grande de don Kokchi! Esa noche miré hasta las punas. Las estrellas alumbraban un poco a los cerros lejanos; Osk’onta, Ak’chi, Chitulla, parecían durmiendo tranquilos en el silencio. —¡Estará rajando el lomo de las pobres vaquitas que han entrado de daño en sus pastales! A una que otra las tumbará de un balazo. Mañana, pasado, llegará aquí, haciendo sonar sus espuelas, mirando enojado con sus ojos verdosos. Después llorarán los viejecitos de Wanakupampa, de Lukanas, de Santiago. ¡Malhaya vida! ¿Por qué los comuneros ak’olas, puquios, andamarkas, lukanas, chillek’es no odiarán a los principales, como yo y Teofacha a don Ciprián? ¡Como a sapo le reventaríamos la panza a pedradas! Daba vueltas frente al zaguán del principal; la rabia me calentó la cabeza y como un gato juguetón, daba vueltas, buscando mi sombra. Hasta el primer canto del gallo, doña Josefa nos hizo bailar en el corredor. Todos los estilos de huayno cantamos con la guitarra: estilo Puquio, Huamanga, Oyolo, Andamarka, Abancay. Al último doña Josefa cantó su huayno: No quieras, hija mía, a hombres de paso, a esos viajeros que llegan de pueblos extraños. Cuando tu corazón esté lleno de ternura, cuando en tu pecho haya crecido el amor, esos hombres extraños darán media vuelta y te dejarán. Más bien ama al árbol del camino, a la piedra que estira su sombra sobre la tierra. Cuando el sol arda sobre tu cabeza, cuando la lluvia bañe tu espalda, el árbol te ha de dar su sombra dulce, la piedra un lugar seco para tu cuerpo. Don Ciprián trajo a doña Josefa desde Chalhuanca; allá fue de viajero, como hombre de paso, y ahora era su señor, como su patrón, porque a ella también la ajeaba y golpeaba. Doña Josefa era humilde, tenía corazón de india, corazón dulce y cariñoso. Era desgraciada con su marido; pero vino a Ak’ola para nuestro bien. Ella nos comprendía, y lloraba a veces por todos nosotros, comenzando por su becerrito Juancha. Por eso los ak’olas le decían mamacha, y no eran disimulados y mudos para ella. —Mamacha, no cantes eso —le dijimos todos. Destempló rápidamente todas las cuerdas de su guitarra y se bajó de la silla. —Ya ha cantado el gallo. Los concertados y las pasñas se despidieron de doña Josefa, estrechándole la mano con respeto. —Que duermas bien, mamita, suéñate con el cielo —dijo doña Cayetana. Yo me guardé para el último. Cuando nos quedamos solos me acerqué a mi patrona y casi en secreto le dije al oído: —¡Mamita! ¿Por qué será tan perro don Ciprián? Le odio, mamay, porque te pega en tu cara de mamacha, porque quiere llevarse a la Gringa hasta el extranjero, porque es perro y sucio. En los ojos de la mamacha prendió una honda tristeza, todo el amargo de su vida se apretó en sus ojos. —¡Pero los indios te quieren, mamita! Comuneros saben que tu corazón es bueno. Para nosotros eres, no para don Ciprián. —Yo soy para necesitados, Juancha. ¡Mamacha Candelaria que me bendiga! La tristeza de sus ojos se apagó de repente cuando se acordó de la Virgen, y una humildad de chascha se reflejó en su cara. —¡Mamacha Candelaria! Los gallos cantaron otra vez. La abracé a mi patrona y me fui a dormir. Casi ya no tenía rabia, ni pena; doña Josefa me contagió su humildad y me dormí bien, como buen mak’tillo. —Don Ciprián se ha ido a las punas. —Don Ciprián ha ido de “viague”. Los ak’olas hablaban con alegría de la ausencia del principal; solo algunos que tenían animales en los pastales de la puna estaban tristes; pero eran pocos. Ak’ola casi no tiene punas; las estancias de don Ciprián pertenecen a Lukanas, el pueblo más próximo al distrito de Ak’ola. Don Ciprián se apoderó por la fuerza de las tierras comunales de Lukanas, les hizo poner cercos y después trajo al juez y el subprefecto de la provincia; las dos autoridades le dieron papeles y desde ese momento don Ciprián fue dueño verdadero de Lukanas y Ak’ola. Pero el patrón vivía en Ak’ola porque el pueblecito está en quebrada y es caliente, Lukanas es puna y allí hace frío. Por eso, cuando don Ciprián iba a recorrer las punas, traía animales de lukaninos, de los wanakupampas y de otras comunidades; de vez en vez caía una vaca de los ak’olas. Hablando francamente, los ak’olas no se llevaban bien con los lukaninos; todos los años se quitaban el agua, porque los terrenos de los dos pueblos se riegan con el agua de Jatunk’ocha, una laguna grande que pertenece por igual a los dos pueblos. De los siete días de la semana, el yaku punchau jueves era para los ak’olas, el miércoles del cura y los demás días para el principal, don Ciprián Palomino. El patrón les daba voluntariamente uno o dos días a los demás mistis de los dos pueblos. Pero los lukanas, apoyados por don Ciprián, querían tapar la laguna desde las tres de la tarde del jueves, y por eso eran las peleas. Desde tiempos antes las dos comunidades se tenían mala voluntad. En carnavales y en la “escaramuza”, lukaninos y ak’olas peleaban, como en juego, hondeándose con manzanas y desafiándose a látigos; pero en verdad, se golpeaban con rabia y todos los años morían uno o dos por bando. Nosotros, los escoleros, también jugábamos a veces imitando a los dos pueblos: nos dividíamos en dos partidos, ak’olas y lukanas, y peleábamos a pedradas y látigos; muchos salían con la cabeza rota y sangrando. En wikullo hacíamos lo mismo; yo era lukana y Bankucha ak’ola. No había, pues, mucho peligro para los ak’olas cuando el patrón iba a recorrer las punas; al contrario, andaban alegres, libres, animosos; hasta el día era más claro y el pueblo mismo parecía menos pobre. Pero nosotros los escoleros aprovechábamos mejor el viaje del principal; nos hacíamos dueños de la plaza y del coso del pueblo. Nos reuníamos al atardecer en el corredor de la cárcel. Bankucha organizaba algún juego y gritábamos a nuestro gusto, sin temor a nada, como mak’tas libres. Nos reíamos fuerte, llenábamos el cielo con nuestra alegría. Esto no se podía hacer cuando don Ciprián estaba en el pueblo. Entonces jugábamos callados, como sonsos, escogíamos los juegos más humildes: la troya, el lek’les, el ak’tok; todos, juegos de tinka (boliches); porque si gritábamos muy fuerte, don Ciprián salía a la puerta de su tienda que da a la plaza, echaba cuatro ajos con su voz de toro, y todos los mak’tillos escapaban por las esquinas; la plaza quedaba en silencio, vacía, muerta como el alma del patrón. Llegó el domingo y don Ciprián no regresaba de las punas. Bankucha gritó desde el corredor de la cárcel: —¡Mak’tillukuna: kuchi mansay! (Amansar chanchos). Los escoleros ak’olas saltaron de todas partes y corrieron hacia la puerta de la cárcel. —Dos, tres, cinco, diez —Bankucha silbó fuerte con la uña entre los dientes. Por las cuatro esquinas aparecieron los mak’tillos, corriendo con las manos en alto. —¡Kuchi mansay! —¡Bankucha! ¡Mayordomo! Bankucha contó las cabezas. —Veintinueve. Completo. A ver: cinco, con Juancha por chancho de doña Felipa; tres con Teofacha a la Amargura; tres a Bolívar; cuatro a Wanupata… Yo con tres en el coso. ¡Yaque! Todas las comisiones volaron con el capataz a la cabeza. La plaza estaba alegre; en las cuatro esquinas y en la puerta de las tiendas, conversaban separadamente comuneros y mistis. El cielo estaba limpio y el sol alumbraba, como riéndose de verdad. El pueblo y el campo verde parecían más anchos, más contentos que otras veces. Nosotros, los escoleros ak’olas, corríamos por las calles buscando chanchos mostrencos, con la cara al sol, libres, felices, porque el Dios de Ak’ola estaba lejos. Los otros mistis eran nada, calatos, rotosos, solo cuando estaban borrachos y al lado de don Ciprián se hacían los hombres y abusaban. Los comuneros nos veían pasar y se reían a boca llena. El chancho rubio de doña Felipa era el padre, el patrón de todos los kuchis ak’olinos; por su tamaño parecía un burro maltón; tenía una trompa larga, casi puntiaguda; orejas anchas como hojas de calabaza; y cuando corría, esas orejas sonaban igual que matracas; pero era flaco y chúcaro, cabizbajo y traicionero. El kuchi de doña Felipa era para el mayordomo de los escoleros: Banku Pusa. Doña Felipa era la vieja temible de Ak’ola; vivía solita en un caserón antiguo, frente a un pampón que en tiempo de lluvias se llenaba de agua y formaba laguna. Era beata y tenía para su uso una llave de la iglesia. Decían que todas las noches iba a la iglesia a hacer rezar a las almas. Muchas veces, al amanecer, cuando todo estaba oscuro todavía, yo la encontraba saliendo de la iglesia, toda agachada, envuelta en su pañolón verde y caminando despacito. Los escoleros le teníamos miedo; era muy seria, rabiosa, odiaba a los chiquillos y tenía unos bigotes muy negros y largos. Por eso en comisión por su chancho fui yo con cuatro ayudantes. —Hay que ser mak’ta para llevar chancho de doña Felipa. El chiquero del kuchi estaba frente al caserón de doña Felipa; la puerta tenía doble pared, era alta; pero entre los cinco botamos las piedras y limpiamos la salida en un rato. Cuando vio la puerta franca, el kuchi agachó la cabeza y pensó un momento; después, dio un salto y escapó a la pampa. Corrimos tras de él, látigo en mano, y lo enderezamos hacia la plaza. El kuchi grande corría tan fuerte como una potranca, era liviano porque estaba flaco; sus orejas sonaban como las matracas de Viernes Santo. —¡Kuchi! ¡Kuchi! —gritábamos, locos de alegría. Retozaba el bandido; él también estaba alegre, tiraba hasta lo alto las patas traseras y latigueaba el aire con el rabo. —¡Ahora te voy a ver, kuchi, cuando Bankucha te monte! —le decíamos los mak’tillos. Entramos galopando a la plaza. Cuando vieron al kuchi rubio de doña Felipa, los escoleros se palmearon. —¡Viva Juancha! ¡Viva el kuchi de doña Felipa! Había muchos comuneros en la plaza, parados en las esquinas, en el rollo y en las puertas, miraban sonrientes los preparativos del kuchimansay. Varios principales, con el gobernador y el alcalde, tomaban cañazo en la tiendecita de doña Segunda; hablaban casi gritando y parecía que iban a pelear. Trabajamos un poco para encerrar al kuchi de doña Felipa. Cuando entró al coso, los otros chanchitos se arremolinaron y se juntaron en un rincón; le tenían miedo al kuchi grande, pero éste corrió y se entropó con los chanchos negros; parecía el padre de todos ellos. Banku, capataz de los escoleros, se fue derecho sobre el chancho grande; nosotros hicimos corral con nuestros cuerpos alrededor de la tropa de chanchos. Los kuchis rozaban la pared con sus trompas y gruñían. —¡Cuidado, mak’ta! —le gritamos. ¡Era valiente! Saltó como un puma sobre las orejas del kuchi grande. —¡Yaque! El chancho pasó como un toro bravo, rompiendo el cerco que hicimos agarrándonos de las manos. Pero el mayordomo de los escoleros ak’olas era de raza, tenía el corazón de los comuneros wanakupampas, indios lisos y bandoleros. El kuchi barría el suelo con el cuerpo del Banku; pero el mak’ta, de repente, puso una pierna sobre el lomo filudo del cerdón, se enderezó después y cruzó las piernas sobre la barriga del kuchi, y gritó: —¡Abran, carago! Froilán tiró la puerta del coso y el chancho saltó a la plaza; todos los escoleros le seguimos. El kuchi grande de Ak’ola galopó desaforado hacia la esquina por donde había entrado a la plaza; sacudía al mak’tillo Banku como a una enjalma. —¡Que viva el Banku! ¡Viva el kuchi de doña Felipa! Los mak’tillos palmeábamos enloquecidos. Teofacha se lanzó a la carrera tras el chancho y nosotros le seguimos en tropa gritando: —¡Que viva Banku! Todos los comuneros de Ak’ola llenaron la plaza, riendo a carcajadas. Ya casi al llegar a la esquina, el cerdón se tumbó, cansado; Banku rodó por encima de la cabeza del chancho y cayó de pecho al suelo; pero se paró ahí mismo; levantó el brazo derecho y empezó a danzar silbando la tonada del tayta Untu. —¡Que viva Banku, capataz de ak’olas! —¡Que viva! Abrimos cancha y el mak’tillo se animó de verdad; bailó como un maestro danzante; los indios corrieron a nuestra tropita y todos juntos formamos una tropa grande de comuneros. —¡Buena, mak’tillo! —decían los comuneros. —¡Carago! ¡El muchacho va a resultar! —dijo don Kokchi. Bankucha sudaba, pero a ratos se animaba más, daba vueltas como un trompo, sus pies casi no tocaban ya el suelo. ¡Era un dansak’ padre! Todos los comuneros se callaron; sus ojos miraban complacidos y amorosos a ese mak’tillo que era hijo de la comunidad de Ak’ola y sabía danzar igual que los maestros de Puquio y Andamarka. Pero en ese silencio sonó fuerte y clara la voz borrachosa de don Simón Suárez, alcalde de Ak’ola. —¡Indios! ¡Carajo! Los comuneros se revolvieron medio asustados. —¡Borracho está el misti maldecido! —gritó el Teofacha. Don Simón quiso venir hacia nosotros, pero bajó mal las gradas de la tienda, se cayó de cabeza y se rompió el hocico en la piedra. Todos los comuneros se rieron. Pero con don Ciprián no hubieran podido; él hubiera reventado su balita en la plaza, y los comuneros se hubieran engallinado. Don Ciprián tenía alma de diablo, y le temían los ak’olas. Solo Teofacha, yo y el Banku estábamos juramentados. No había principales para nosotros, todos eran mistis maldecidos. A medianoche tocaron con piedra la puerta del zaguán. —¡Juancha! ¡Juancha! Me levanté de un salto. —¡Juancha! ¡Juancha! Oí bien claro la voz mandona de don Ciprián. Corrí saltando sobre las piedras blancas del patio y llegué al zaguán; en ese momento doña Josefa prendió la luz en su dormitorio. Levanté el cerrojo y abrí la puerta. Una mancha blanca tropezó con mis ojos. Don Jesús hizo reventar su zurriago y echó un ajo indio. Primero entró al patio un burro, después, el bulto blanco, grande y largo; era una vaca. Sentí miedo. —Hoy día, por estar ausente don Ciprián, Teofacha no ha ido por su Gringa… Pero es mentira. De chacra ajena don Ciprián no va a sacar vaca de nadie. Los caballos entraron al patio roncando, y golpeando fuerte sus herrajes sobre la piedra. Don Ciprián saltó de su caballo; no tenía espuelas, ni don Jesús tampoco. Don Ciprián corrió él mismo a la puerta del corral, y la abrió. Don Jesús arreó apurado los dos animales. El patrón regresó rápidamente; subió de un salto los tres escalones que hay entre el corredor y el patio. Doña Josefa salió en ese momento al corredor. —¿Cómo te ha ido, Ciprián? —Bien, hija. Pero no traigas luz, no hay necesidad. Jesús: desensilla las bestias, y que Juancha las arree hasta el canto del pueblo; que las enderece a la pampa, que no se vayan al camino de la puna. El patrón y su mujer entraron a la sala. Yo me acerqué al mayordomo. —¿Qué tal pues, Juancha? Seguro has jugado estos días. ¿No? —Un poco, don Jesús. El mayordomo empezó a desensillar las bestias. —Poco “daño” han traído ahora de las punas, don Jesús. —Lo que has visto no más. Quítale la montura a mi mula. Las bestias estaban sudorosas y cansadas. “Parece que han subido cuesta”. Y me asusté peor que antes. De la puna se viene de bajada y los animales nunca sudan mucho. El lomo de la mula estaba húmedo. Don Jesús tiró las monturas y las bridas sobre el corredor. —¡Ya, Juancha! Le dio un latigazo en el lomo al overo de don Ciprián, el caballo zafó a la calle y el moro le siguió. Yo salí después. Corrí tras de las dos bestias, a carrera abierta. El overo sonaba fuerte las narices, y galopaba con gran alegría. ¿Qué le importaba yo a él? Ni sabía que le seguía, que debía ganarle el camino y espantarlo hacia el callejón que va a la pampa. Corrían como endemoniados. Yo no los veía bien porque todo estaba oscuro, pero sentía los golpes de sus herrajes sobre el suelo. No pude alcanzarlos. Cada vez, el tropel de las dos bestias se sentía más lejos. —¡Ahora se van a ir arriba! ¡Maldita sea mi suerte! Me eché a correr más fuerte; tiré el cuerpo adelante e hice de cuenta que estaba en apuesta con Teófanes, y que debía ganarle, para que el Banku me abrazara. Pero en vano. Cuando llegué al canto del pueblo, ya no sentía los pasos del overo; se perdieron en la oscuridad. Me paré frente al muro de espinas y le rogué al Tayta Dios. —¡Taytay, ojalá se hayan ido derecho a la pampa! El viento frío que corría por la quebrada me golpeó en la cabeza. El cielo parecía lleno de un polvo más negro que el hollín; estaba como duro, me ajustaba por todas partes. Tuve miedo y regresé a carrera. La puerta estaba abierta. Entré y le eché cerrojo. Ya don Jesús se había ido después de guardar los aperos. Cuando iba a entrar a la cocina me acordé de la Gringa. —¿Por qué el patrón ha regresado de noche, como nunca? ¿Por qué ha traído dos animales no más? Me acerqué a la puerta del corral y miré; enfrente, junto a la pared, estaba el animal blanco; abrí bien los ojos y miré mucho rato sin pestañear. Nada. Al poco rato oí bien claro el rumiar de la vaca. Sentí deseos de gritar muy fuerte y despertar a todos los ak’olas. —¡Gringa de Teofacha está en el corral de don Ciprián! ¡Gringacha! Corrí a la cocina. —¡Juancha! —La doña se había despertado desde el principio. —A la Gringa de Teofacha se la han traído de “daño”. —¿Le has mirado bien, mak’ta? —Está muy oscuro. Pero es vaca, mamaya, grande, blanca, como la Gringa de Teofacha. Hoy no ha arreado a la Gringa, la ha dejado en su potrero porque el principal estaba en las punas. A propósito, seguro fue don Ciprián, por trampa, para robarle a la Gringa. ¡Mamaya, ahora se la va a llevar a “estranguero” o la va a secar de hambre en su corral! En corazón de principal no hay confianza, peor que de perro rabioso es. —Capaz no es la Gringa, Juancha. Aunque sea principal, de chacra extraña, no saca animal de otro. Seguro no es la Gringa, seguro. —Mamitay, ¿de verdad crees que don Ciprián respeta chacra de otro? —Como patrón, a oscuras, no puede sacar a la Gringa del potrero de Teófanes. Don Ciprián es más rabioso. De día hubiera arreado a la Gringa. De noche, como ladrón, no. —¿Y don Jesús? —A solas, don Jesús hasta nuestros ojos se puede robar; pero con el patrón, no, Juancha. —Verdad. Otra vez dijo: “Yo soy abusivo, pero no ladrón”. —¡Cuánto animal blanco habrá en punas, mak’tillo! —¡De cierto, mamaya! Pero no había ya tranquilidad para mí desde esa hora. Creo que el olor de la Gringa sentí cuando el animal blanco entró al patio; creo que en su aliento la reconocí, porque no le hacía caso a doña Cayetana, ni lo que yo pensaba. —¡Es la Gringa! ¡Gringacha! Mi corazón lloraba. Mi corazón sabía reconocer, hasta en lo negro de la noche, a todos los que quería. Todos los mak’tillos somos iguales. —¡Nadie ya puede, mamaya, nadie ya puede! Sobre el suelo duro se va a secar, poquito a poco, como las otras vaquitas. Sus huesos no más, ya, el Satanás le hará arrastrar hasta la puerta del Teofacha. ¡Pero le voy a matar mamaya, con wikullo de piedra, en el camino que va a la pampa! Como otras veces, doña Cayetana me apretó contra su pecho para consolarme. En el cielo de Ak’ola brillaban todavía algunas estrellitas; el cielo estaba casi rosado y las nubes extendidas sobre los cerros dormían tranquilas. Los zorzales y todos los pajaritos del pueblo gritoneaban sobre las casas, sobre los árboles; se perseguían aleteando, saltando en los tejados, en los romazales de las calles. Los ak’olas amanecían para sufrir. Don Ciprián, su dueño, desde la salida del sol, empezaría a echar ajos a todos los comuneros. Solo los pichiuchas eran alegres, cuando el principal estaba en el pueblo. Yo empecé ese día en Ak’ola, gritando frente a la puerta de la viuda. —¡Teofacha, Teofacha! ¡La Gringa creo que está en el corral de don Ciprián! Al poco rato apareció Teofacha asustado, temblando. —No he visto bien. Y me eché a correr, calle abajo; el Teofacha me siguió. Llegamos junto a la pared del corral. En un extremo, la pared tenía varios huecos hasta la cumbre, nosotros los hicimos para mirar a los “daños”. —Primero tú, Juancha. Saqué la cabeza por encima del muro. La Gringa estaba echadita sobre el barro podrido del corral. Puse mis brazos sobre el pequeño techo de la pared y la miré largo rato. El Teofacha gritaba desde abajo. Salté al suelo. El mak’tillo escaló la pared como un gato. —¡Gringacha! Cayó parado sobre el romazal. Nos miramos frente a frente, al mismo tiempo. Los ojos del Teofacha se redondearon, en el centro apareció un puntito negro, filudo, ardiente, después se llenaron de lágrimas. —¡Ak’ola que llora no sirve! Me sentía valiente. Mi corazón estaba entero, porque había decidido apedrear a don Ciprián. —Oye, Teofacha; ahora, temprano, el patrón va a ir a Tullupampa; nosotros le vamos a esperar en el barranco de Capitana; solo va a ir; don Jesús tiene que llevar peones a K’onek’pampa, al barbecho. Con wikullo de piedra se puede romper calavera de toro bravo también. ¿Qué dices? Teofacha se tiró de pecho contra mí y me apretó entre sus brazos, como si yo le hubiera salvado del rayo. Después me soltó y se puso serio; sus ojos ardían. —¿Te acuerdas, Juancha, de don Pascual Pumayauri? Regresó de la costa y quiso levantar a los ak’olas y a los lukanas contra don Ciprián. Don Pascual era comunero rabioso, comunero valiente, odiaba como a enemigo a los principales. Pero los ak’olas son maulas, son humildes como gallo cabestro. Le dejaron abalear en Jatunk’ocha a don Pascual. Él quería tapar la laguna para los comuneros, contra el principal; pero don Ciprián lo tumbó de espaldas sobre el barro de Jatunk’ocha, y en el mismo pecho le metió su balita. Ahora Teófanes y Juancha, mak’tillos escoleros, vamos a vengar a don Pascual y a Gringacha. ¡Buen mak’ta, inteligente eres, Juancha! El Teofacha parecía hombre grande, hombre de cuarenta años, enrabiado, decidido a matar. —¡Carago! Con nuestra voz delgada de escoleros hablamos el ajo indio. En nuestro adentro nos sentíamos de más valer que todos los ak’olas, que todos los lukanas, que los sondondinos, los andamarkas. —¡A Satanás le vamos a tumbar! Como fiesta grande había en nuestra alma. La rabia y el cariño se encontraban en nuestro corazón y calentaron nuestra sangre. Como a los indios de Lukanas, don Ciprián recibió a la viuda; parado en el corredor de su casa, con gesto de fastidio y desprecio. —Tu vaca ha comido en mi potrero, y por la lisura cobro veinte soles —gritó antes que hablara la viuda. —¿En qué potrero, don Ciprián? La Gringa ha estado en mi chacra, y de ahí la has sacado, anoche, como ladrón de Talavera. El Teofacha le tapó la boca. —¡Déjale, mamitay! Pero la viuda quiso subir las gradas y arañar al principal. —¡Talacho, ladrón! El Teofacha ya había hablado con su alma, y se había juramentado. Su corazón estaba esperando y estaba frío como el agua negra de Torkok’ocha. Sin hablar nada, sin mirar a nadie, arrastró a su vieja hasta afuera y siguió con ella, calle arriba. Yo iba a seguirlos. —¡Juancha! Me acerqué hasta las gradas. El patrón no tenía ya la mirada firme y altanera con que asustaba a los lukanas; parecía miedoso ahora, acobardado, su cara se puso más blanca. —Dile a la viuda que le voy a mandar ochenta soles por la Gringa. De verdad la Gringa no ha hecho daño en mi potrero, pero como principal quería que doña Gregoria me vendiera su vaca, porque para mí debe ser la mejor vaca del pueblo. Si no, de hombre arrearé a la Gringa hasta Puerto Lomas, junto con el ganado. ¡Vas a regresar ahí mismo! Yo sabía que la viuda no vendería nunca a la Gringa, pero corrí para obedecer a don Ciprián y por hablar con el Teofacha. La viuda y el escolero llegaban ya a la puerta de su casa, cuando los alcancé. Las calles estaban vacías y solo dos mujeres lloraban siguiendo a la viuda. El Teofacha temblaba, parecía terciamiento. —Doña Gregoria: don Ciprián dice que te va a dar ochenta soles por tu vaca. Dice que de verdad no ha hecho daño y la ha sacado de tu potrero, porque es principal y quiere tener la mejor vaca del pueblo. Si no le vendes dice va a llevar a la Gringa hasta el extranjero. —¡Que se lleve, el talacho! —¡Talacho! —gritó el Teofacha. Regresé otra vez a la carrera. El principal estaba en la puerta, esperándome. —La viuda no quiere. Dice eres talacho, don Ciprián. El patrón levantó su cabeza con rabia y se fue, apurado, a la puerta del corral; la abrió de una patada y entró. Yo le seguí. Don Ciprián se acercó hasta la Gringa, sacó su revólver, le puso el cañón en la frente e hizo reventar dos tiros. La vaca se cayó de costado, y después pataleó con el lomo en el suelo. —¡K’anra! —grité. Don Ciprián me miró como a una cría de perro: metió el revólver en su funda y salió al patio. —¡Mamacha, Gringacha! Me eché al cuello blanco de la Gringa y lloré, como nunca en mi vida. Su cuerpo caliente, su olor a leche fresca, se acababan poco a poco, junto con mi alegría. Me abracé fuerte a su cuello, puse mi cabeza sobre su orejita blanda, y esperé morirme a su lado, creyendo que el frío que le entraba al cuerpo iba a llegar hasta mis venas, hasta la luz de mis ojos. Ese mismo día, don Ciprián nos hizo llevar a látigos hasta la cárcel. Los comuneros más viejos del pueblo no recordaban haber visto nunca a dos escoleros de doce años tumbados sobre la paja fría que ponen en la cárcel para la cama de los indios presos. En un rincón oscuro, acurrucados, Juancha y Teofacha, los mejores escoleros de Ak’ola, los campeones en wikullo, lloramos hasta que nos venció el sueño. Don Ciprián fueteó, escupió, hizo llorar y exprimió a los indios, hasta que de puro viejo ya no pudo ni ver la luz del día. Y cuando murió, lo llevaron en hombros, en una gran caja negra con medallas de plata. El tayta cura cantó en su tumba, y lloró, porque fue su hermano en la pillería y en las borracheras. Pero el odio sigue hirviendo con más fuerza en nuestros pechos y nuestra rabia se ha hecho más grande, más grande… *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
Orovilca
Cuento
El chaucato ve a la víbora y la denuncia; su lírica voz se descompone. Cuando descubre a la serpiente venenosa lanza un silbido, más de alarma que de espanto, y otros chaucatos vuelan agitadamente hacia el sitio del descubrimiento; se posan cerca, miran el suelo con simulado espanto y llaman, saltando, alborotando. Los campesinos acuden con urgencia, buscan el reptil y lo parten a machetazos. Los chaucatos contemplan la degollación de la víbora y se dispersan luego hacia sus querencias, a sus árboles y campos favoritos. Si la víbora no es alcanzada por los campesinos, los chaucatos se resignan, cambian la voz lentamente, del tono de horror a su cristalina música; y vuelan abriendo y cerrando las alas, como cayendo y levantándose en línea quebrada, a la manera de sus primos, el chihuillo y el guardacaballo costeños, y el zorzal andino. El chaucato es campesino; no va a los árboles de las ciudades; es pardo jaspeado, de pico fino y largo. La víbora se arrastra sobre el suelo polvoriento del valle; traza líneas visibles en la tierra. Cierta tarde, sobre uno de los grandes ficus que dan sombra al claustro del Colegio, cantó un chaucato. Su voz transmitía el olor, la imagen del ingente valle. Los internos jugaban o charlaban. Salcedo se acercó, sorprendido, junto a una columna. Gorjeó nuevamente el pájaro; el cielo dorado recibió la música y se hizo transparente, bañado por el débil canto. Varios alumnos corrieron en el patio, persiguiéndose a gritos, y el chaucato se fue. Salcedo vino adonde yo estaba. —He observado que escuchaba usted como yo —me dijo. —Sí; se parece al zorzal. Nunca lo había oído cantar en la ciudad. Salcedo me causaba turbación, más que a los otros compañeros del Colegio. —Es muy extraño que haya venido a cantar aquí —dijo—. Quisiera hablarle de este pájaro; pero es usted muy callado, y es con quien deseo charlar siempre. —Nadie le escucha como yo, Salcedo; aunque me faltan palabras para contestarle bien. Yo era alumno del primer año, un recién llegado de los Andes, y trataba de no llamar la atención hacia mí; porque entonces, en Ica, como en todas las ciudades de la costa, se menospreciaba a la gente de la sierra aindiada y mucho más a los que venían desde pequeños pueblos. —El chaucato es un espécimen real; me refiero a la realeza, no a las cosas —Salcedo hablaba inspiradamente, sin mirar casi a su interlocutor—. El chaucato es un príncipe como de los cuentos. Debe ser algún genio antiguo, iqueño. Es quizás el agua que se esconde en el subsuelo de este valle y hace posible que la tierra produzca tres años, a veces más años, sin ser regada. En el fondo de la tierra, en los núcleos adonde quizá solo llega la raíz de los ficus muy viejos, hay agua cristalina y fecunda, cargada de la esencia de millones de minerales y de los cuerpos carbónicos por los que se filtró a la manera de un líquido brujo. La voz del chaucato es el único indicio que bajo el sol tenemos de esa honda corriente. Yo vi que usted fue tocado por el mensaje. El mensajero es digno de su origen, de su autor. ¿Por qué el chaucato descubre en el polvo a la víbora, que es del color del polvo y hecha de fuego maligno? ¡La oposición absoluta! La víbora brota de una parte especial, negada, del polvo, que a su vez aprehende los rayos del sol, de la parte maligna del sol. ¡El agua la niega; apaga el ardor! Porque en la oscura entraña, bajo la tierra, el agua fresca, por la temperatura, la soledad y el largo proceso de empurecimiento, adquiere el poder extremo, la belleza extrema. ¡El canto que hemos oído! Yo presentía que al ver hablar tan largamente a Salcedo, y más, conmigo, vendría Wilster a escucharlo, a buscar algún motivo para provocarlo. Vino. Lo acompañaba Muñante. Se detuvieron detrás de mí, frente a Salcedo. Pero él, como siempre, los ignoró. Aparecieron, los dos, retratados en los grandes ojos de Salcedo; yo los veía y me sentí intranquilo. Salcedo siguió hablando con la sapiencia e inspiración que eran en él tan naturales. —No conozco al zorzal. Sé que es pardo muy oscuro y de pico amarillo. Debe tener la misma naturaleza especial que el chaucato. Me gustaría oírlo cantar en los valles profundos donde vive. ¿Ha escuchado usted al chaucato al borde del valle de Nazca o Palpa, allí donde montañas rocosas y no solo el arenal circundan los campos sembrados? El color del chaucato es semejante al de las rocas de la cordillera seca de los Andes gastados que se acercan al mar. En esos valles angostos, un chaucato canta posado en lo alto de un sauce, cerca de un monte de rocas cubiertas de polvo. Y vibra el fondo en que su pequeño cuerpo se distingue apenas por su jaspeado. El color del desierto, de los arenales sueltos que beben el sol y se recrean ardiendo, está muy cerca, a dos pasos. El chaucato nunca ha cruzado el desierto que separa un valle de otro. No sería una buena experiencia llevarlo en una jaula. A mí, en la niñez, me llevaron por las pampas de Huayuri, a caballo. Los rodantes arenales, el silencio y el calor, tantos, no debiera sentirlos el hombre en tan tierna edad… —¡Basta ya! —gritó Wilster a mi espalda—. ¡Charlatán, lora de Nazca! Y se acercó hasta topar casi su cabeza con la de Salcedo. Corrieron todos los internos hacia el sitio donde estábamos. Wilster tenía ojos un poco saltados; era alto y fornido, el más corpulento de los alumnos del quinto año. Salcedo lo empujó un poco y pudo paralizarlo inmediatamente. ¿Qué influencia ejercía este joven, tan súbita, sobre profesores y estudiantes? —Mire, Wilster, creo que debo pelear con usted, formalmente —le dijo—. Ha acumulado un furor clamoroso, ¿no es cierto? A la noche hay luna. Usted y yo, solos, nos quedaremos detrás de los silos. El único lugar tranquilo para estos sucesos. Yo aseguraré la puerta, y nadie entrará. Pero lucharemos con un mínimum de decencia. Medio cuerpo desnudo. Nada de cabezazos, de patadas en el suelo. Usted puede cebarse en mí, quizá le dé la oportunidad, o quizá le rompa la nariz o le reviente más los ojos. —¡Lo que buscaba! —exclamó Wilster—. Y tras los silos. ¡Quizá yo te meta dentro! Y desde abajo recitarás tus sabidurías, con la boca llena de “esencia”. Gran entierro para un futuro Presidente de la República. ¡Muñante; vámonos! —le dijo a su amigo—; después de tantos días de trabajo he conseguido que este… No pudo pronunciar las otras palabras, porque todos los internos lo mirábamos. Alzó la cabeza con ademán despectivo, hizo una señal con la mano a Muñante para que lo acompañara, y se fue caminando lentamente. Atravesó el patio; se apoyó en uno de los maderos de la barra, bajo las ramas inmensas del ficus que se elevaba en esa esquina; saltó a la barra e hizo varias flexiones rapidísimas. Al bajar no miró al grupo. Muñante estaba pendiente de él. Volvió a tomarlo del brazo y se lo llevó al corral de los silos. Desaparecieron. Salcedo sonreía, todos los internos lo miraban con preocupación. Cuando Wilster y Muñante entraron al corral, Gómez, el cetrino, le dijo a Salcedo: —Yo seré el juez. Los colegiales no encontrábamos cómo decirle algo a Salcedo. Tenía una frente alta; sus cabellos muy ondulados se levantaban como pequeñas olas. Su nariz recta, semejante a la de las máscaras de Herodes que usaban en mi aldea para la representación del día de los Reyes, era armoniosa, como la amplitud y la forma de su frente. La sombra de las altas ramas del ficus llegaba a su rostro. Era el único alumno a quien todos los colegiales le hablaban de usted. —Yo creo que usted deberá ser el juez; Wilster lo respetará —contestó Salcedo. Gómez era el campeón de atletismo en Ica. Su nariz rara, con un caballete increíble, que parecía tener filo; sus ojos hundidos, sus pómulos huesudos y los carrillos descarnados, daban a su rostro un aire de ave de rapiña; pero sus negrísimos ojos eran tiernos e infantiles. Gómez hablaba poco. Era cetrino amarillento; sus brazos y piernas eran largos y delgados. Saltaba y corría con agilidad regocijadora. Los niños lo engreían. Su frente tan estrecha tenía algo que hacer con el brillo infantil de sus ojos. Se elevaba en los saltos recogiéndose como una araña. En las carreras dejaba atrás a sus competidores, desde los primeros tramos. Sus pasos parecían saltos; los niños los marcaban con rayas y se enorgullecían cuando alcanzaba la distancia, en saltos con impulso. Cuando él propuso: “Yo seré el juez”, disipó la intranquilidad que nos aislaba a todos. Como una grúa de acero fino, Gómez levantaría a Wilster del cuello, si pretendía emplear en la lucha alguna maña traidora. ¡Ellos tres! La mayor parte de los colegiales celebraron la respuesta de Salcedo con un grito. Pero Gómez no iba a pelear, iba a ser solo el juez. Nadie empleó la palabra árbitro o referee. Y la intervención de Gómez hacía segura la realización del encuentro. ¿En qué favorecía a Salcedo? ¿En qué lo favorecía, si Wilster era más fuerte que él, era valiente y estaba envenenado por la ira? —Hasta luego, jóvenes —dijo Salcedo. Y empezó a pasearse a lo largo de uno de los corredores del claustro. “Le va a destrozar la cara —pensaba yo—. Tratará de sacarle sangre de la nariz, de partirle los labios, de cortarle las cejas; de desfigurarlo”. Salcedo acostumbraba caminar en el claustro, solo, durante horas. Los días domingo y de fiesta él se quedaba en el Colegio, y leía, mientras paseaba; se detenía a instantes y meditaba. No, no era una simulación; veíamos que meditaba, y luego reiniciaba su paseo. Los profesores le permitían hablar en las clases, a él únicamente. Demostraba teoremas y resolvía problemas de Física, explicando el proceso con fría modestia. A veces ocupaba las horas íntegras de las clases de Historia y Filosofía. Ni los alumnos, ni los maestros se sintieron afectados en nada por las intervenciones de Salcedo. El profesor de Historia era un gran hacendado, doctor en Letras y taurófilo; le llamaban Camión, porque era alto e inmenso; su voz era un trueno acuoso y regocijante. “¡A ver, el ilustre Salcedo! Usted tiene ideas propias y muy profundas: considera usted a Bolívar y a Hércules como demonios del orgullo; me lo dijo por escrito. Discutamos para satisfacción nuestra y de los “pequeños” alumnos. Yo pienso que Bolívar…”. Y discutían. Cuando tocaban la campana, cerraban la puerta del salón y la discusión continuaba. Los domingos, de seis a ocho de la noche, la banda municipal ofrecía una retreta en la plaza de armas. Salcedo iba de vez en cuando al parque a oír la música. Unos carteles gigantes colgaban a esa hora en la fachada del cine. Los altos y frondosos ficus enlazan sus ramas en el aire y cubren de infinita sombra, la más clemente, el parque de esa ciudad que flota sobre fuego. Salcedo caminaba en el parque, lentamente, a orillas de los grupos de jóvenes que llenaban las aceras. Lo conocían todos. Había logrado interesar aun a las grandes familias de la ciudad. —¡Qué frente tiene! —¡Qué frente tan ancha! —¡Ésa sí es frente de sabio! —exclamaban, mirándolo con curiosidad no disimulada. Los alumnos del quinto año usaban entonces bastón, guantes y sombrero ribeteado, de fieltro. La moda para el traje era exagerada; un pantalón, llamado Oxford, muy ancho y largo, que cubría casi los zapatos; en cambio el saco era ceñido y corto. Los jóvenes del quinto año, hijos de gente adinerada, hacían brillar este conjunto con el cual se pavoneaban, especialmente los días domingos. En el internado, el prepararse para salir a la calle duraba una o dos horas. Salcedo no acató esa moda; vestía al modo corriente, y siempre de dril. No usaba sombrero; quizá por eso era tan observada su brava cabeza, su cabellera levantada y su frente. Luego de dar una o dos vueltas en el parque principal, iba a los barrios, y se quedaba a pasear en algunas de las otras dos plazas de la ciudad, que eran más pequeñas, sombreadas de ficus menos añosos y de ramas menos espesas. Estas plazas de los barrios no estaban bien alumbradas ni limpias; las semillas de los árboles se amontonaban en el suelo o en las aceras de losetas; crujían bajo los pies de los transeúntes. Casas de un solo piso, bajas, de paredes ondulantes, pintadas cada una de color diferente: rosado, azul, verde o naranja, parecían formar un marco risueño a las filas cuadrangulares de los grandes árboles. Durante el día, con el sol, en las bajas fachadas resplandecen los colores y los ficus mecen lentamente sus ramas pesadas. De noche, en el centro de la plaza, lucía la luz de la luna o de las estrellas, porque las ramas de los ficus no se entrelazan, como en la plaza mayor. Casi todos los domingos, a la hora de la retreta, veía a Salcedo caminar solo en la acera principal de algunos de estos parques silenciosos. No se sentaba en los bancos de madera; prefería, a veces, reclinar su cuerpo por unos instantes en el tronco de un ficus, y continuaba, después, caminando. La sombra extensa de los ficus cubría la fachada de las pequeñas casas, aumentaba la oscuridad. En el valle de Ica, donde se cultiva la tierra desde hace cinco o diez mil años, y cerca de la ciudad, hay varias lagunas encantadas. La Victoria es la más pequeña; la rodean palmeras de altísimos penachos, y el agua es verde, espesa: natas casi fétidas flotan de un extremo a otro de la laguna. Es honda y está entre algodonales. Aparece singularmente, como un misterio de la tierra; porque la costa peruana es un astral desierto donde los valles son apenas delgados hilos que comunican el mar con los Andes. Y la tierra de estos oasis produce más que ninguna otra de América. Esto es polvo que el agua de los Andes ha renovado durante milenios cada verano. En los límites del desierto y el valle están las otras lagunas: Huacachina, Saraja, La Huega, Orovilca. Altas dunas circundan a Huacachina. Lago habitado en la tierra muerta, desde sus orillas no se ve en el horizonte sino montes filudos de arena. Es extensa y la rodean residencias y hoteles en cuyos patios han cultivado flores y árboles. Ficus gigantes refrescan el aire y dan sombra. Contra la superficie de arena, la fronda murmurante de estos árboles profundos se dibuja. Y quien está bajo su protección, siente en el rostro, sobre los ojos, su paternal, su fría lengua; porque las dunas tienen su cimiento en esta orilla arbórea, y el ardor de las arenas estalla en derredor, como un anillo. La gente nada o chapotea en el agua de la laguna, también espesa y de olor penetrante; chapotean y juegan como animales regocijados por estos contrastes, que en lugar de abrumarlos, los calman, los acarician, les dan una gran alegría. Algunos tullidos, los viejos, los llagados, y otros enfermos de las vísceras se sienten resucitar al estímulo de tanto fuego, de tan extraño mundo. Y vuelven por años desde lejanas ciudades. Orovilca significa en quechua “gusano sagrado”. Es la laguna más lejana de la ciudad; está en el desierto, tras una barrera de dunas. Salcedo iba a bañarse a Orovilca los días domingos por la tarde, en la primavera. Yo lo acompañé algunas veces. Íbamos por los caminos de chacra, porque entre la ciudad y Orovilca no había carretera. —Caminar en el polvo, entre caballos y peatones, diez horas, veinte horas, no importa —decía—. Los largos caminos pavimentados, empedrados, me abruman. Y no me agrada Huacachina. La ostentación humana me irrita. El pequeño camino, entre sembrados y arbustos, no entre árboles alineados por el hombre, es liberador. En cambio, andar en el desierto, sobre la arena suelta, es una vía segura para buscar la muerte. Llevábamos una sandía al hombro, cada uno. Salcedo no perdía su compostura a pesar de ir cargando la sandía a la manera de los campesinos. Conversaba con la naturalidad y animación de siempre. Escalábamos las dunas silenciosas, como dos pequeños insectos de andar lento. Tramontando las limpias cimas bajábamos a la hondonada de arena en que está el pequeño lago; volcán de agua la llaman, porque es un estanque fresco entre lenguas de arena, quemantes o heladas, de inmortal blancura. Llegábamos a la orilla de la laguna y Salcedo partía inmediatamente la sandía. Cortaba grandes trozos de la pulpa roja, y la bebía con un apresuramiento que me parecía locura. —La sed que tengo —me explicó una vez— no debe venir únicamente de mis entrañas, sino de alguna otra necesidad antigua. En Nazca, a estas horas, mi padre se expone al fuego del valle; trota catorce horas diarias recorriendo la hacienda de su patrón. Él cree ser dichoso. Yo he caminado por el cauce del río millares de días, para ir a la escuela. El fuego debiera atraerme, pero no en forma de sed. A veces sospecho que un can mítico vive en mí. El espíritu del río cuyo cauce arde diez meses y brama dos en esa agua terrosa. ¡Pero estos patos de Orovilca, que tienen la cresta roja y nadan con tanta armonía, felizmente existen! Orovilca no tiene aguas densas, puede brillar; la superficie de las otras es opaca. No hay ficus, ni laureles, ni flores; la orillan árboles y yerbas nativas. Huarangos de retorcidos tallos, ramas horizontales y hojas menudas que se tienden como sombrillas; arbustos grises o verdes oscuros que reptan en la base de las dunas, y totorales altos, espesos, de honda entraña, desde donde cantan los patos. Los huarangos dejan pasar el sol, pero quitándole el fuego. Árbol nativo del campo, el hombre se siente allí, bajo sus troncos y rodeado del mundo seco y brillante, como si acabara de brotar de Orovilca, del agua densa, entre el griterío triunfal de los patos. Salcedo se tendía de espaldas en la laguna y flotaba durante largo rato. Una arenilla dorada forma ondas difusas en la playa. Es un oro húmedo, opaco; sobre esta superficie metálica encontraba gusanos de caparazones azuladas, pequeños escarabajos y lombrices; luego me echaba a nadar, braceando, y un halo de agua verde me rodeaba. Volvíamos cuando el sol tocaba la cima de las montañas de arena. Cruzábamos el trozo de desierto que separa el valle de la laguna, sin hablar. Salíamos de la hondonada, y el valle aparecía como un rumoroso mundo, recién descubierto, un oasis donde los pájaros hablaran. Porque la luz del crepúsculo embellece a los seres en la costa, les transmite su armonía, su plácida hondura; no los rasga y exalta como los torrentes de lobreguez y metales llameantes de los crepúsculos serranos. Salcedo hundía su mirada en el gran campo negruzco y en los confines donde aparecían los Andes; se detenía junto a los grupos de palmeras que crecen sin dueño a la orilla del valle, en la arena, y en los caminos. Arrojando piedras bajábamos algunos dátiles de los elevados racimos. —¡Qué cabellera tienen las palmeras de Ica! —exclamó Salcedo la última vez que fuimos a Orovilca—. Éste es el único valle de América donde caminaron durante unos años los dromedarios y camellos de África. Las arenas de la costa peruana se hunden mucho con las pisadas. Las bestias de África se cansaron y extinguieron. —A esta hora, junto a las palmeras, debieron verse animales nativos —le dije. —Sí, los dromedarios, especialmente, porque tienen la apariencia de animales deformados por el hombre. Usted no sabe cuánto ocurre bajo esta luz que nos ilumina como si fuéramos ángeles. Aquí aprietan con tenazas de aire. El espacio andino, en cambio, el helado espacio, todo lo exhibe; se muestran las cosas como sobre un témpano en cuya superficie la más pequeña cosa camina como una araña; aquí, el polvo, el sol, amodorran y encubren… Llega el agua en enero a Nazca, viene despacio y el cauce del río se hincha lentamente, se va levantando, hasta formar trombas que arrastran raíces arrancadas de lo profundo, y piedras que giran y chocan dentro de la corriente. La gente se arrodilla ante el paso del agua; tocan las campanas, revientan cohetes y dinamitazos. Arrojan ofrendas al río, bailan y cantan; recorren las orillas mientras el agua sigue lamiendo la tierra, destruyendo arbustos, llevándose las hojas secas, la basura, los animales muertos. Después comienza el trabajo y la guerra. En las grandes haciendas se empoza el agua, cargada de esencias, como la sangre; y hay campesinos que no alcanzan a regar y siembran en la tierra seca, con una esperanza como la mía, que no es sino una sed inclemente. Yo los he visto llorar en las noches de feraz verano y aun bajo la luz del sol que repercute en el inmenso Cerro Blanco. —¿Usted conoce la sierra? —le pregunté. —Sí. El patrón de mi padre me llevó a cazar vicuñas en la altura, a 4200 metros, donde se ven ya chozas de indios pastores. Hay allí un silencio que exalta las cosas. El llanto, en tal altura, o un incendio ¡un gran incendio!, perturbarían el mundo. Lo dejé hablar. Yo no me atrevía a contestarle. Le temía y me inquietaba; sentía por él un respeto en algo semejante al que me inspiraban los brujos de mi aldea; pero me calmaba la expresión siempre tranquila de su rostro, de sus ojos, en que podía seguir el curso de su afán por encontrar la palabra justa y bella con la que se recreaba. Porque su oratoria lo envolvía y aislaba. En cualquier momento él podía abandonar a la persona o el grupo con quien hablaba, e irse, a paso lento. Su cabeza tenía expresión, entonces; la llevaba en alto como un símbolo, a la sombra de los claustros o de los grandes ficus o en el patio en que el sol denso hacía resaltar su figura, toda ella pensativa. Wilster comenzó a atacarlo, súbitamente. Wilster había sido durante cuatro años uno de los internos más festejados. Bajo los ficus del patio, cantaba con voz agradable las melodías que estaban de moda: tangos, paso-dobles, jazz “incaicos”, valses. Marcaba alborozadamente el ritmo de las danzas, y movía a compás las piernas y la cabeza. Se improvisaban bailes entre los alumnos. Wilster era tenor. Sus canciones predilectas no las habrán olvidado quienes las oyeron en esa sombra baja del claustro: “Y todo a media luz”, “Medias finas de seda”, “Melenita de oro”, “Cuando el indio llora”, “Bailando el charleston”. Un guitarrista limeño, que no conocía la sierra, compuso el jazz pentafónico “Cuando el indio llora”. De melodía triste y de compás muy norteamericano, aunque lento, esta canción la oíamos en todas partes. Wilster la entonaba melancólicamente. Le escuchábamos, y nadie bailaba. Pero inmediatamente después cantaba un charleston, y los jóvenes internos atravesaban el patio o recorrían los claustros danzando a toda máquina. Hasta que tocaban la campana que señalaba la hora de entrar al dormitorio. —Solo Hortensia Mazzoni baila “Cuando el indio llora” como si fuera una ninfa —dijo cierta vez Wilster. —Es que no has visto a otras. Ella baila sola, en el salón de su casa. Por los balcones que dan a la plaza de armas podemos verla. —¿Quién baila sola un jazz? Únicamente ella. Gira como una estrella de cine. ¿Qué hace? —preguntó Wilster. —Hay que bailar con ella —dijo Gómez. —Podría usted hacerlo —le dijo Salcedo a Wilster—. Es la muchacha más bella de Ica. Y ella no ve que la miran. Su salón está siempre muy iluminado; la calle o la esquina de la plaza quedan en la oscuridad. —Una rama del ficus de la esquina se extiende justo frente a los dos balcones, y por lo alto. —Es el privilegio de los árboles. Crezca usted como él, Wilster. —Salcedo rió, y Wilster también. Unos días después, Wilster odiaba a Salcedo y lo acosaba. Y no hubo desde entonces otra preocupación en el internado que esa lucha. Del sereno, del sabio, armonioso y raro joven de Nazca, vestido siempre de dril; y de su persecutor, el elegante Wilster, cantor y deportista, el que usaba el más llamativo y mejor llevado bastón de Ica. Wilster andaba perdiendo. No se atrevía, no se atrevía. Descompuso su vida, la revolvió; mientras Salcedo continuaba… Wilster era el sapo, cada vez más el sapo. Empezaban ya a odiarlo. Hasta que Salcedo quiso dar fin a la lucha. Parecía que su actitud había sido bien meditada y no era el fruto de su estallido. Pero yo temía que sus cálculos fallaran esta vez. Confiaba mucho en el pensamiento. En cinco años, su inteligencia le había dado en el Colegio una autoridad sin límites; pero la armonía entre él y los internos se había quebrado hacía unos instantes con el desafío. Lo seguí cuando, tras largo paseo en el claustro, se encaminó al pequeño jardín del internado. Se sentó al borde del pozo que daba agua al Colegio. La polea pendía de un madero rojo de huarango, a poca altura del borde musgoso de la cisterna. —¿Va usted a trompearse con Wilster? —le pregunté. —Claro. Yo lo he citado. Tengo ya el candado con que aseguraré la puerta. He estudiado el terreno. Cuatro hojas de calamina cubren la puerta de los cuatro silos. La lucha será detrás de esas casetas. —Pero usted no se ha trompeado nunca. —Sin embargo, todos saben que he cultivado con sistema mis músculos. En las pruebas de barra, solo Gómez me supera. Lo derribaré, seguramente. Yo no pienso en que me derribe él. Ninguna esfera puede girar limpiamente… creo. A usted que es callado y tiene otro modo de ser que el nuestro, me refiero a los hombres de estos valles y desiertos, le contaré un secreto… ¿Sabía usted que una corvina de oro viaja entre el mar y Orovilca, nadando sobre las dunas? —No, Salcedo. Nunca he oído esa historia. —Sale después de la medianoche. Tiene una cola ramosa y aletas ágiles que la impulsan sobre la arena con la misma libertad que en el agua. —¿Usted cree en eso? —Debe ser diez veces más grande que una corvina de mar, pues se la distingue claramente desde el bosque de huarangos hasta que traspone la cima de la gran luna. El brillo de su cuerpo permite ver su figura. Y ¿sabe usted?, en la primavera lleva a Hortensia Mazzoni sentada sobre su lomo, tras una aleta encrespada que tiene en la línea más alta de su esfera. —¿A Hortensia Mazzoni? Usted delira. —Usted conoce la montaña de arena más grande del Pacífico, Cerro Blanco, de Nazca. Al pasar por sus bajíos, ¿no lo ha oído usted cantar al mediodía? —No. Pero los arrieros que me traen de la sierra a Nazca han oído ese canto. Yo creo que es el viento que forma remolinos de arena en el cerro. He visto esos remolinos; el soplo de sus costados llegaba hasta el camino que pasa a dos leguas de la cumbre. —Hay en el mundo hombres rígidos que no tocarán las mejillas de ninguna mujer muy bella —exclamó Salcedo, de repente, y se puso de pie—. Somos como la superficie de la corvina de oro, amigo. ¡Qué proa para cortar el aire, la arena, el agua densa! ¡Nada más! ¡Nada más! Decía la verdad. En el jardín, lirios morados y un árbol de tilo temblaban con el viento; el cielo, casi oscuro ya, nos bañaba, con ese tibio resplandor que calma al hombre, como ningún cielo ni hora en los Andes. Pero Salcedo ¿por qué estaba ausente? Sus ojos tenían una expresión acerada, una especie de decisión para cortar, como un diamante, las flores, y los astros que empezaban a aparecer. “Lo matará. ¡Matará a Wilster!”, pensé. Me levanté. —Salcedo —le dije—, los indios cuentan historias como ésa. Pero usted no es indio. Es todo lo contrario. —¡Soy heredero de los griegos! La armonía puede matar, puede cercenar un cuerpo, disiparlo, sin mover una sombra, ¡ni una sombra! Y se encaminó al comedor. Cuando entraba, tocaron la campana. Los internos no fueron al dormitorio a sacar sus latas de dulce o mantequilla. Ingresaron directamente al comedor. Éramos veintiocho. El inspector-jefe, un viejo calvo, enérgico, veterano de los “montoneros” de Piérola, imponía orden en la mesa. En menos tiempo que de costumbre, terminamos de comer. El viejo nos miró a todos con extrañeza. Fue una comida apresurada y en silencio. Salimos. Gómez y Salcedo alcanzaron a Wilster. —Gómez desea ser testigo. A mí no me importa. Usted decida —dijo Salcedo, casi en voz alta. —Que sea; pero que no se meta a separarnos. Y que nadie más entre —contestó Wilster. Los tres fueron por delante. Llegamos al claustro formando un solo grupo. Vimos enseguida que el inspector nos observaba. Él también entró al claustro. No era su costumbre. A esa hora nos dejaba libres. Se paró en la esquina, y permaneció allí hasta que vio cómo nos dispersábamos en el patio. Entonces se dirigió hacia el corredor que comunicaba el jardín del internado con el claustro. Pero aún se detuvo allí un rato bajo la luz del foco que alumbraba el corredor. Quedaba ya muy poco tiempo para la lucha. Los tres guardaban la entrada al corral de los silos. Salcedo entregó las llaves de un pequeño candado a Gómez. Cuando el inspector desapareció en el corredor, entraron los tres al corral; cerraron la puerta por dentro y le pusieron candado. El portero del Colegio echaba otro candado a esa verja, cuando los internos nos recogíamos al dormitorio. Los alumnos se agolparon junto a la puerta. En la pared blanqueada de los silos había un pequeño foco que alumbraba de frente; pero detrás de las celdas, el corral quedaba a oscuras. No veíamos nada. Los alumnos menores no pudieron acercarse a la puerta; yo logré conservar el sitio en el extremo inferior, junto al suelo. Alcanzaba a ver el campo por entre los barrotes de madera. Gómez apareció y se recostó en la pared. Detrás de los silos empezó la lucha. Oímos las pisadas fuertes en el suelo, y el choque de los cuerpos. Gómez corrió hacia la sombra. —Esto no —dijo con voz fuerte. Debió separarlos, porque volvió a su sitio. —¡Déjalo que se levante! —gritó de nuevo Gómez. Y estiró el brazo hacia nosotros pidiendo calma. Oímos que corrían, que se atropellaban, que giraban tras los silos. A esa hora, la fetidez del corral empezaba a elevarse e invadir el patio; en los barrios de la ciudad, las mujeres echaban el agua sucia a la calzada. Ica era envuelta en un vaho de humedad semipútrida. De centenares de silos brotaba un hedor veloz que se expandía en las calles. —¡Salcedo, amigo mío, caballero, no te hagas golpear! —rogaba yo—. ¡No te dejes! —¡Salcedo pierde! ¡Echemos abajo la puerta! —dijo un alumno de quinto año, porque vimos a Gómez correr de nuevo, a saltos. —¡Recita ahora, oye Demóstenes! ¡Canta, ruiseñor, canta! —Escuchamos la voz de Wilster. Y lo vimos aparecer después, arrastrado por Gómez. Lo traía del cuello. Sus piernas flojas araban el polvo. —¡Viene muerto! —¡Desmayado! Gómez le aprieta la garganta. Y tocaron la campana del Colegio, fuerte. La agitaron, llamando, con urgencia. Corrieron los más pequeños. Gómez dejó en el suelo a Wilster; abrió el candado, y arrojó el cuerpo sobre las baldosas del claustro. Volvió después al corral. Wilster se levantó; se agarró la garganta y empezó a caminar detrás de los que se iban. Muñante veía el corral. No siguió a Wilster. —¡La respiración! ¡Me tapó la respiración! —exclamó Wilster a pocos pasos de la puerta. Entonces se acercaron hacia él, Muñante y dos o tres jóvenes más. En ese instante volvieron a tocar la campana. —¡Viene el inspector! —dijo alguien. Corrieron los internos. Solo quedamos en la puerta, tres. Y continuaron tocando la campana. —¡Caballero! Te espero —exclamé yo, despacio—. Te esperaré. ¡Juntos iremos a Orovilca, esta noche! ¡Me mostrarás la corvina de oro! La seguiremos convertidos en cernícalos de fuego, como los que salen de la cumbre del Salk’antay, en las noches de helada. Pondrás tu mejilla sobre el rostro de esa niña; o la cazarás desde lo alto, con una honda sagrada. La arrebatarás viva o muerta… Gómez salió, mientras yo hablaba. —Ya viene —dijo—. Dejémosle un rato. Se está arreglando. No conviene que el inspector lo sorprenda. Me tomó del brazo. Nos siguieron los demás. Los dedos de Gómez me apretaban. Eran largos y como de acero. Acababan de cortar la respiración de Wilster, hasta convertir su fornido cuerpo en una masa inerme. —¿Qué tiene Salcedo? ¿Le ha roto la nariz, Wilster? —preguntó un alumno. —Nada, nada fuerte. Un poco de sangre. El inspector venía. —¿Por qué demoran? —gritó desde el corredor. Esperó; nos dejó pasar, y luego de un instante volvió. No se dio cuenta que Salcedo faltaba. La mano de Gómez seguía prendida de mi hombro; sus dedos se movían como una araña inquieta; vibraban. —¡Gómez, Gomecitos! ¿Tú has dejado en el suelo a Salcedo? —le pregunté en voz muy baja. —Sentado —me dijo—. Restañándose la sangre con su camisa. ¡Eso era la muerte! ¡La misma muerte! Sentado en la tierra maloliente, con un inmenso trapo sobre su rostro, en que la sangre no corría, sino que era detenida por sus manos, daba vueltas sobre sus mejillas. ¿Qué podía ser eso, en él, sino la muerte? El viejo inspector dormía con nosotros. Su catre estaba bajo la imagen de un crucifijo, en un extremo del angosto y largo dormitorio, junto a la puerta. Al pie de la cruz, un foco rojizo daba muy poca luz al dormitorio. La calva del viejo relucía ahora, porque estaba cerca del foco. —¿Todos? —preguntó. —Sí, señor —contestó Gómez. El catre de Salcedo ocupaba el extremo opuesto, pero en la fila. Algunas noches, para enfurecer al inspector, los internos imitaban el aullido de un perro o el canto de los gallos de pelea. Y el viejo bramaba. Insultaba a los alumnos con las palabras más inmundas; se levantaba, envuelto en una larga bata. Caminaba entre los catres; podíamos oír el roncar de su vientre. Salcedo pedía calma; conseguía aplacar a los alumnos y al viejo. El inspector permanecía, después, largas horas, recostado, con los gruesos brazos cruzados, y un gorro tejido que le cubría la coronilla. No podía imaginarse él que Salcedo faltara nunca al internado. Cuando el portero fue a cerrar el corral, encontró a Salcedo de pie, recostado en el ficus que crece a ese lado del claustro. Le mostró la sangre de su camisa y le pidió que le dejara salir. Tenía la cara cubierta por otro trapo blanco. Salcedo le explicó que iría solo a la botica, y que volvería enseguida. El portero obedeció, sin decir una palabra. Salcedo caminó con pasos apresurados detrás del portero. Éste abrió el postigo del zaguán, y el joven salió, con el saco puesto. El portero lo esperó hasta la medianoche. Luego fue a buscarlo en las calles. El frío de los desiertos rodeaba ya a Ica, la estaba helando. El portero recorrió la ciudad, todos los barrios. No se atrevía a preguntar. Era un negro joven. Al amanecer se echó a llorar, y entró así al dormitorio. Estábamos despiertos. Yo había vigilado hasta el amanecer. Gómez se sentaba sobre la cama, caminaba unos pasos y volvía a acostarse. Yo no quise ir donde él. Vigilaba la puerta. Algunos niños presentimos cuando alguien muere; cuando alguien a quien dejamos en grave riesgo no vuelve. Lo esperamos con el corazón oprimido, mientras un insondable pálpito nos hunde en un páramo resonante donde la respuesta mortal, al unísono, canta, sustenta el presagio, lo comunica a nuestra fría materia. Wilster se levantó cuando vio al portero. —¡Señor inspector! —dijo—. ¡Señor inspector! ¡Despierte! No lo encontramos. Yo le dije al inspector que lo buscáramos en el camino de Orovilca al mar. Detrás de los bosques de huarango, entre las malezas que rodean la laguna, huellas ondulantes de víboras hay marcadas en la arena. Las huellas suben algo por la pendiente del desierto. ¡Por allí ha andado él; por ese punto debió iniciar su viaje al mar! Me escucharon como a un niño delirante, como a un muchacho adicto a las apariciones e invenciones, como todos los que viven entre los ríos profundos y las montañas inmensas de los Andes. ¿La corvina de oro? ¿La estela que deja en el desierto? Me tomaron desconfianza. ¿Cómo iba a hablar, entonces, de la hermosa iqueña que viaja entre las dunas agarrándose de unas frías aunque transparentes aletas? Pero Salcedo, con el rostro ya revuelto, la piel crujiendo bajo la costra de sangre, su cabeza cubierta por una larga camisa rasgada, su nariz y los ojos negros, no iba a volver. Cortaría como un diamante el mar de arenas, las dunas, las piedras que orillan el océano. El mar, por el lado de Orovilca, es desierto, inútil; nadie quería buscar allí, donde solo los cóndores bajan a devorar piezas grandes. Los cóndores de la costa, vigilantes, casi familiares, despreciables. *FIN*
Arguedas, José María
Perú
1911-1969
Warma kuyay
Cuento
Noche de luna en la quebrada de Viseca. Pobre palomita, por dónde has venido, buscando la arena por Dios, por los cielos. —¡Justina! ¡Ay, Justinita! En un terso lago canta la gaviota, memoria me deja de gratos recuerdos. —¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’! —¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas! —¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta! —¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere. La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros. —¡Ay, Justinacha! —¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera. Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa; gritaron a carcajadas. —¡Sonso, niño! Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre. Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro. —¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos! En medio del witron, Justina empezó otro canto: Flor de mayo, flor de mayo, flor de mayo primavera, por qué no te liberaste de esa tu falsa prisionera. Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros. —Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro? Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba voces alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froilán apareció en la puerta del witron. —¡Largo! ¡A dormir! Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio. —¡A ése le quiere! Los indios de don Froilán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froilán entró al patio tras de ellos. —¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu. Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él. —Vamos, niño. Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froilán. Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba. La hacienda era de don Froilán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda. Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo. —¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina? —¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto! —¡Mentira, Kutu, mentira! —¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños! —¡Mentira, Kutullay, mentira! Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar. Como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura. —¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don Froilán. Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre. —¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella, ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño. Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche. —¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a don Froilán! —¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu! La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón. —Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir. Su alegría me dio rabia. —¿Y por qué no matas a don Froilán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón. —¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas “abugau” ya estarán grandes. —¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer! —No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres. —¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tienen hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froilán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana. —¡“Endio” no puede, niño! ¡“Endio” no puede! ¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido! Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado. —¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma! Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón se sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo. —¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella, ¿quieres? El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor. —¡Verdad! Así quieren los mistis. —¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala! —¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito! Mira, en Wayrala se está apagando la luna. Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera. Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia. —¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía. Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froilán. Al principio yo lo acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…, cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba. —¡De don Froilán es, no importa! ¡Es de mi enemigo! Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón. Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes. —¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya! Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella. —¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla, indio perro! La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato. Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce. —¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero! Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida. A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos. —Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres maula! Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo. —¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio! —¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir. Resentido, penoso como nunca, se largó al galope en el bayo de mi tío. Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo. Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froilán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondondo, Chacralla… ¡Era cobarde! Yo, solo, me quedé junto a don Froilán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay” y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo. El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños. *FIN*
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Accidentado paseo a Moka
Cuento
Cuando el “Caballo Verde” salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Poo empequeñecía a la distancia: -¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo! Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó: -Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía. Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió: -Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre. El noble anciano movió la cabeza. -¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven. No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas. Súbitamente la inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos del “Caballo Verde”, bajó a los puentes; los negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Poo, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del “Caballo Verde”; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble anciano que en su juventud había sido un conspicuo bandido dijo, mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo: -Esta tarde me acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la primavera del año 80. Mi choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre, mi criado Alí me despertó con sus palabras rituales: “-Que tu día sea bendecido… “Alí era un chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de hambre en las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del Zoco. A cambio de esta pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos. Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal. “Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Poo. “Ahora estaba frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca abierta por un bostezo: “-Que tu día sea bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka. “Hacía varios días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que mataban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de sus emanaciones de óxido de carbono. Los negros bupíes decían que el diablo vivía en el valle de Moka. “En cierto modo, mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más. Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda costa a entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyecto de asaltar el próximo invierno un importante banco de Calcuta y de huir a través de la selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que conocer la selva, estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su misterio. “Tal es la razón por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos tenían el rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completamente desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo de los genios malignos de la selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que encontráramos en el camino. Yo iba armado con una magnífica carabina, revólver y puñal. Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligarlos a cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido, aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a quien pensaba convertir en un eficiente ayudante de bandido. “Durante los primeros días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me extasió violentamente. Mis hombres, unos con yataganes prehistóricos, otros con hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en verde la luz solar. Había momentos que parecíamos buzos en el fondo del mar, tan perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constantemente. Nuestra pequeña caravana era acompañada por los arrullos de las palomas silvestres, las voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti, los chillidos de los monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las ramas más altas. “Alí, contra su costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente en cuanto sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bupíes, que tal es el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente agobiado. “Atribuí su silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de caminar continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo nombre ignoraba, pero cuyo tronco áspero o lustroso, de hojas gruesas o transparentes soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados de estrellas escarlatas o de cálices blancos. “De pronto Alí me hizo una señal. Me acerqué a él y dijo: “-Estos perros enemigos del Profeta saben que estoy enfermo. “Lo miré, sorprendido, a él y a los cargueros. “Efectivamente, los bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí, porque hablaban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí. Quemaba de fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho. “-Hagamos alto -dije-. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos quedaremos aquí hasta mañana. “Alí habló con los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para recoger hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar. “Alí se dejó caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora. Lejos se escuchaban los voces de los cargueros bupíes. Alí, con la cabeza apoyada en el tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr, golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí en su brazo amarillento, vi una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos. “Me retiré estremecido. “No quedaba duda. Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño. “Como si mi descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un silencio imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se escuchaban ya. “Aturdido por la sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había encontrado con negros encadenados por el pescuezo a recios árboles para que no pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el fondo de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de negras y negros en distintas etapas de la enfermedad. Algunos durmiendo, con la piel pegada a los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían mantenerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza, pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, completamente inmóviles, pegados al suelo, con las piernas encogidas, parecían momificados en su extremísima demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos. “¿Qué hacer? “Si yo abandonaba a Alí en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes, los buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí estaba perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los bupíes no se escuchaba una sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya peligrosidad conocían. “Tomé mi revólver, me acerqué a Alí y le encañoné cuidadosamente la cabeza. Sonó un estampido. Alí no sufriría más. “Ahora lo que yo tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos salido del islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día siguiente regresaría por el camino que habían abierto las hachas y yataganes de los bupíes. “Dando un rodeo en torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indigenas habían abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho por la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también enfermo de la enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo la oscuridad del ramaje me quedé dormido. “Un grito espantoso me despertó en la noche. “Me puse de pie en la oscuridad. Estaba rodeado de ramas de árboles sobre las que se movían lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en su fondo la luz de la luna, invisibles desde el lugar donde yo vigilaba. “Me estremecí en mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un reptil al deslizarse. “Me tomé el pulso. El corazón marchaba perfectamente. “El bosque permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba al hombre ni al salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos amarillos. “Sin embargo, un grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el que había gritado? “La noche debía estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua. Cautelosamente me senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas horas de la orilla del agua, y ya se presentaban dificultades insuperables. “Otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó la atención un grupo de monos chillando en la copa de un árbol, señalándose los unos a los otros, como seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar. “Desde la rama más alta, donde ya me había encaramado, sólo se distinguía una especie de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar entre los bejucos de la cortina vegetal un camino hacia el claro misterioso. Trabajaba alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensaba que esa disposición para el trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño. “Finalmente llegué a la plazoleta. “Allí, en un claro, a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta, puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza cortada dejada expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se veía la mano derecha de la negra. Había sido cortada de un hachazo. “El cuerpo de la negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón. “Comprendí. “El castigo que los bupíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio o que abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra. Ofrecía un espectáculo extraño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo. Levanté un párpado de la cabeza. La negra estaba viva. “Miré en derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el que la negra viva estaba enterrada. El sudor corría a grandes chorros por mi cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la frente. Se consumía de fiebre. Finalmente, evitando herirle el cuerpo, abrí el hoyo y conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura. Los negros que la mutilaron le habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de evitar la hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios. “Yo no era un sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que a la bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos. Finalmente reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó. “Yo trabajaba alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos, caballos del diablo. Un día recuerdo que maté una araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilando sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía. “Finalmente Bokapi me contó el origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse ido a vivir con un mestizo. “La cosa ocurrió así: “Entonces cada tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual también participaban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada de bambú. “El mestizo la amaba cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la noche ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente lo atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y después el hechicero del poblado más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola. “La tribu en el bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos bupíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y con la cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrente de imprecaciones; después, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con la cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente danzaban en torno de ella sombras lujuriosas; de pronto las sombras se detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer. “El tremendo grito que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada. “Conocí entonces la naturaleza negra. “Si Bokapi había amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la ponía en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de plátano, que sabía preparar, o solomillos de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando yo dormía, ella, de pie a mi lado, movía constantemente unas hojas de palma para renovar el aire en torno de mi rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los arenales. “Finalmente abandonamos la selva. “El camino que algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad asombrosa. Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la floresta entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales, ocurrió lo imprevisto. “Bokapi y yo caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo, deteniéndome. “A cinco metros de nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida ondulando de furor fuera de la escamosa boca. “Me paralizó un frío mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo comprendió, se despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a la boa. “¡Quién pudiera contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los dientes en el lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión. Y Bokapi ya no se movió. “Entonces, a la vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura. La selva era terrible.” FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Acuérdate de Azerbaijan
Cuento
Los dos mahometanos se detuvieron para dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su cabeza delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto. Atrás, oscilante, avanzaba el cortejo de elefantes superando con sus budas dorados cargados en el lomo, la verde copa de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el prudente Mahomet, dijo, mirando a un gendarme tamil detenido frente a una dama de Colombo, cuyo cochecito de bambú arrastraba un criado descalzo. -Que el Profeta confunda el entendimiento de estos infieles. -Para ellos el eterno pavimento de brasas del infierno -murmuró Azerbaijan con disgusto, pues una multitud de túnicas amarillentas llenaba la calle de tierra. Esta multitud mostraba la cabeza afeitada y casi todos se refrescaban moviendo grandes abanicos de redondez dentada. Azerbaijan con ojos de entendido, observaba los tipos humanos y descubría que en aquel rincón de Ceilán estaban representadas muchas de las razas del sur de la India. Se veían brahmanes con turbantes chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles revestidos de pieles de serpiente y trompetas en forma de cuerno de elefante; chicos descalzos, de vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes budistas con la cabeza afeitada; parias cubiertos de polvo como lagartos y más desnudos que monos; jefes candianos, tripudos, con grandes fajas recamadas en oro y sombreros descomunales como fuentones de plata. Se reconocían los pescadores de perlas por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal grandeza del pecho. Había también allí algunos ladrones chinos, moviendo los ojos como ratones, y varios estafadores ingleses, que con las manos en los bolsillos miraban irónicamente desfilar la procesión, sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos. -Vámonos -dijo Azerbaijan. Y Mahomet, encogiéndose de hombros, siguió a su cofrade. -¿Tienes el dinero? -preguntó Mahomet. Azerbaijan asintió, sonriendo. El dinero, en buenas rupias indostanas, estaba liado contra las carnes de su pecho. Azerbaijan y Mahomet habían vendido el fumadero de opio a un traficante chino. Azerbaijan y Mahomet eran nativos de Tánger, pero el azar de los negocios los había arrastrado hasta Colombo, donde, siguiendo el ejemplo de la comunidad musulmana, se dedicaron a combinar el ejercicio de la usura con la explotación de campos de arroz y fumaderos de opio. Claro está que no podían jurar sobre el Corán que el dinero con que iniciaron sus negocios había sido honradamente adquirido. Hacía algunos años, los dos compinches, entre las nieves del Himalaya, aturdieron a palos a un espía prófugo de la policía inglesa. Inútil que, intentando defenderse, el fugitivo tomara por la chilaba a Mahomet, al adivinar sus ladrones propósitos. Más rápido, Azerbaijan le hundió, con un golpe de báculo, el casco de corcho hasta las orejas; y después de aligerarle de sus libras huyeron a monte traviesa. Y así vinieron a recalar a Ceilán. Ahora Azerbaijan y Mahomet tomaron por un polvoriento camino torcido entre palmeras. A lo largo de cobertizos de bambú se veían hileras de viejas lavando azafrán; más allá, junto a un muro gris de piedras y de adobes, tres ancianos de turbante trabajaban frente a un telar. Una malaya hacía girar su rueda. Los hombres levantaron la vista cuando los dos mahometanos pasaron, y la mujer murmuró un conjuro para protegerse del mal de ojo. Junto a la silla del Buda me espera un pescador de perlas -dijo, de pronto, Mahomet. -¿Qué te quiere? -Es forastero. Dice que tiene una perla… -Robada… -Probablemente… -Debíamos verla. La silla del Buda, un tronco quemado por un rayo tan caprichosamente, que en carbón había quedado esculpida la figura del solitario como si estuviera sobre un copo, estaba en una curva que describía el camino entrando al bosque. Ahora los dos socios caminaban a lo largo de una playa frente al océano centelleante, aplanado por la caliente pesadez del sol. Algunas velas escarlatas se doblaban sobre la llanura de agua; los peces voladores trazaban vertiginosas curvas; la ciudad había quedado atrás; entraron en el camino que conducía a los arrozales. -¿Qué pedirá el ladrón por la perla? Mahomet, cuya cara redonda y lustrosa reflejaba la paz, dijo, extendiendo el brazo: -Allí está. Azerbaijan volvió la cabeza. No podía distinguir bajo qué árbol del bosque oscuro se ocultaba el ladrón de la perla. De pronto, sintió un golpe tremendo bajo el corazón; vio a Mahomet enorme como una estatua, que esgrimía un cuchillo gigantesco, y comprendió que estaba muerto. Cayó cara al polvo. Como en sueños, muy lejos, sintió que Mahomet, con mano impaciente, le desgarraba la faja del pecho, y todo se hizo oscuridad en sus ojos cuando el mercader se apoderó del bulto de rupias indostanas. Lentamente, una bandeja de sangre se fue formando en el polvo. Mahomet se alejó internándose por el camino que conducía hacia la silla del Buda Este hecho ocurrió a comienzos del año 1915. A comienzos del año 1930, quince años después de la muerte de Azerbaijan, un joven aproximadamente de dieciocho años de edad, instaló su puesto de barberillo frente mismo al Bazar de los Sederos, que en Tánger es como la Bolsa de la seda. Durante los primeros tiempos, el joven rapaba y afeitaba junto a la fontana donde van todas las mujeres del bajo pueblo a buscar agua y a murmurar de sus amas. El Bazar de los Sederos es un lugar importante, y la mejor forma de representarle es como un patio de resquebrajadas baldosas rojas, en torno de cuyas aristas los arcos festonean de arabescos unas recovas oscuras. Bajo estas recovas se abren profundos nichos, donde relucen rollos de las más floreadas telas que pueda codiciar la imaginación de una mujer negra. La principal tienda del Bazar de los Sederos pertenecía al asesino Mahomet. Naturalmente, nadie sabía que Mahomet había asesinado, hacía quince años, a su socio Azerbaijan en los alrededores de Colombo. Además, éste fue el primer y último crimen que cometió Mahomet, porque desde aquel día el traficante cumplía escrupulosamente con todos los deberes del creyente. No faltaba a una sola oración en la mezquita, y nunca dejaba de llevar la mano a su bolso para beneficiar con una caridad al ciego, al huérfano o al enfermo. De este modo, la vida de Mahomet florecía como su misma barba, que, cuando se olvidaba de afeitarla, relucía negra como el azabache en torno de sus mejillas sonrosadas y pulidas. Para esparcimiento de sus sentidos, mantenía un harén con eunuco y varias esclavas. De manera que, como dejo contado, fue frente a este bazar donde instaló su puesto de barberillo el joven extranjero que apareció en Tánger. Aunque musulmán, el barberillo no era nativo de África, sino de Ceilán; su pronunciación lo delataba, y Mahomet no pudo menos que estremecerse cuando supo que el barberillo venía del archipiélago; pero se tranquilizó cuando su criado le dijo que el menestral era nativo de Puloli, la punta opuesta de Colombo. Durante algún tiempo el jovencito cingalés rapó barbas en medio de la calle; luego, mediante algunas monedas de plata, echó al conserje del Bazar de los Sederos, y un día se le vio instalar su sillón frente mismo a la tienda de Mahomet, y poner en hilera, sobre una mesita de cerezo, sus cortantes navajas. Los comerciantes encontraban cómodo, en la hora de la siesta, sentarse en el sillón y dejarse rapar por el hombre de la isla. Cuando no tenía nada que hacer, canturreaba. Siempre la misma canción: “El Rasd ad-Dill”. Aquel “si” bemol con que el barberillo arrancaba palabra “ja” inicial de la canción le crispaba los nervios al pulcro Mahomet. Y el menestral canturreaba: Ja…si-hibu l hemmi di in-nel hemma… A veces el sedero se encontraba con la mirada del barberillo fija en él, y entonces experimentaba una especie de ansiedad extraña, un género de incomodidad, que le hacía mover la cabeza como si el cuello de su abotonado chaleco bordado en oro le ajustara demasiado en torno del pescuezo; pero Mahomet se vengaba de esta molestia no recurriendo jamás a los servicios del barberillo. A pesar de esto, el hombre de la isla le saludaba respetuosamente, como si el sedero fuera su padre o el protector de su hermana y su madre. Mahomet, orondo, gordo, con las mejillas lustrosas, recibía el saludo del mozo de las navajas con ostensible tiesura y dignidad. Pero el joven como si esa actitud no fuera con él, arrancaba en el irritante “si” bemol: Ja…si-hibu l hemmi li in-nel hemma… Al mismo tiempo de cantar la irritante cancioncilla, asentaba una de sus navajas en una negra lonja de cuero. Insensiblemente, todos los comerciantes del patio se acostumbraron a utilizar los servicios del cingalés, menos Mahomet, que soñando una noche que se estaba haciendo afeitar por el barberillo de Puloli, se despertó sudoroso de terror. Sin embargo, aquello era estúpido. Mahomet era un honesto comerciante. Nadie tenía que reprocharle nada, salvo, naturalmente, el asesinato de Azerbaijan, aunque no existía sobre la tierra una sola persona que en aquel momento se acordara del hombre muerto cerca de la silla del Buda. Un gendarme se detuvo frente a Mahomet. -Mi cadí quiere hablar contigo. -¿El cadí? -Parece que un traficante, envidioso de tu prosperidad, te acusa de estar en tratos con contrabandistas de seda. -Vete, que ya iré a ver a mi juez. Quedó solo el comerciante frente a sus rollos de seda, e involuntariamente sus dedos, en horqueta, se tomaron la mejilla. Estaba barbudo, no podía presentarse así ante el cadí; una falta de respeto semejante no lo inclinaría al juez hacia la equidad ni a la benevolencia. Tampoco tenía tiempo de ir hacia la finca del Marshan. Y, precisamente allí, de brazos cruzados frente a su sillón, estaba el mancebillo cingalés canturreando como de costumbre, en el irritante “si” bemol: Ja…sa-hibu l hemmi li in-nel hemma… Hizo una seña al barberillo, y éste se acercó al opulento mercader: -Trae tu sillón. Tendrás el alto honor de cortarme la barba. Respetuoso, se inclinó el hombre de Ceilán. Luego, diligentemente, entró su sillón a la tienda del asesino de Azerbaijan. Mahomet se apoltronó, el barberillo le puso una toalla en torno del cuello que le caía sobre el pecho como un babero, y, después de humedecer la brocha, comenzó en enjabonar las mejillas del sedero. La brocha, cargada de espuma, iba y venía por el rostro del comerciante y se arremolinaba en torno de las extensiones de barba dura. Mahomet, con la nuca apoyada en el respaldar de la silla, miraba por entre los párpados cerrados al barberillo, al tiempo que hilvanaba las razones que expondría ante el cadí. El hombre de Ceilán se inclinó y tomó una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que comenzaba a repasar pulcramente sobre una lonja de cuero… -A ver si te apuras -rezongó Mahomet. El barberillo le dio a la navaja dos últimos toques sobre la palma de su mano, se inclinó sobre Mahomet, suspendió la navaja sobre la garganta del sedero y le susurró con voz sumamente dulce: -¿Te acuerdas de Azerbaijan? Mahomet desencajó los ojos en el espanto de su situación sin atreverse a moverse. -Está escrito que Alá pierde a los que quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas del noble Azerbaijan? Le dejaste por muerto junto a la silla del Buda, pero vivió el tiempo suficiente para hacerle jurar a mi madre que yo, su hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil encontrarte. Mi madre sabía que tú vendrías a Tánger a deslumbrar a los creyentes con tu fortuna robada. Gruesas gotas de sudor crecían en la frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el fondo de la garganta, y no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo estaba allí trabajando en el Bazar de los Sederos hacía dos años con el exclusivo fin de tomarse venganza cortándole el pescuezo. -Puedes rezar “la oración del miedo” -susurró el hombre de Ceilán-. Quizá el Misericordioso te la tenga en cuenta. A pocos pasos del sedero sus camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una historia de mujeres negras. Y ellos no sospechaban que él estaba entre las manos de un hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría como a un cordero, profundamente; y ya sentía el filo de la navaja penetrar en su carne, y quería gritar y no podía. Grandes nubes rojas circulaban frente a sus ojos; el hombre de Ceilán le parecía un gigante inclinado sobre él entre bloques de montañas escarlatas. Dentro de su cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba, retorciéndole fibra por fibra; de su enemigo ahora solo distinguía la doble hilera brillante de los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero rozando su piel un dolor atroz como si fuera un dolor de muelas en el corazón, le paralizó la respiración. Y súbitamente, el corpachón encogido se relajó sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un costado. El mancebo retrocedió. Un hilo de sangre escapaba de la boca del sedero. Y el mancebo comprendió que Mahomet se había muerto de miedo. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Del que no se casa
Cuento
Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy? Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse “debe conocerse” o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale. Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima. A los dos años de estar de novio, tanto “ella” como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno. Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía: -Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido? Mi suegra, en cambio: -Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar. Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. Él estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida. Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto…! ¡ciento cincuenta pesos! Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente. Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso cara de “piola”, y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos. Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera “morir por su ideal”. Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente. Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: “Le llevaré flores”. Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos. Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos. Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador: -Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento. Y cuando le iba a contestar estalló la revolución. Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.Yo no me caso. Hoy se lo he dicho: -No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Ejercicio de artillería
Cuento
Esta historia debía llamarse no “Ejercicio de artillería”, sino “Historia de Muza y los siete tenientes españoles”, y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un “zelje” que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho “zelje” era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache. Este “zelje”, es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar: -Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos. Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del “zelje” de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano. En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos. El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido. El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así. El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero. ­¡Pensaba en sus deudas! Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido apretado de limones, con “parterres” tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. Él no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas… Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza. Siempre era a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza. Tan advertido estaba su gigantesco portero -un eunuco tunecino negro y corpulento como un elefante-, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía: -Honras mi casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte. Cuando Herminio Benegas respondió: “Cinco mil pesetas”, Muza se lanzó a reír. -¿Y por ese montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ¡Nada más que cinco mil pesetas!… ¡Tú, un oficial español!… ¡Juro, por las barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!… ¿No sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¡Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español! Ciertamente que Benegas se llevó diez mil pesetas…, y firmó un recibo por quince mil. -Tú no te preocupes -le había dicho Muza-. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer. Benegas volvió una vez, y luego otra y otra. Un día, Muza se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad: -¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? ¡Papeles, papeles con tu firma!… ¡Me pagas, o iré a ver a tu coronel!… Benegas pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió: -Dame tres días de plazo…, cuatro… Muza se dejó caer sobre los cojines y respondió: -Hasta el domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel. Y no terminó de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas. El teniente Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas: -¿Qué te ha dicho Muza? -El lunes verá al coronel. Ruiz comenzó a quitarse las botas, y dijo: -Mañana saldremos para los bosques de Rahel -¿Rahel? -Sí; hay que terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina. Benegas se recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén del Califa. ¿Qué hacer? Ruiz ya se había dormido. Benegas apagó la luz. Por la ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta. Una voz ronca respondió: -Adelante. Benegas entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio: Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo: -Pase teniente -le señaló una silla-. Siéntese. Benegas obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos… -¿Qué le pasa? Benegas comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad. El coronel, sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo: -Hay siete tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ¡Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza…, aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente. Benegas, tieso, saludó. Había comprendido. La parcela de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel. Muza, sentado en el tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas. Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque. Aischa, temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque. Su terror no conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a… Esta vez el impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque. Otro estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron. Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta. Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos. Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes. Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible. Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos. Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa: -Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el “reglage” del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia. El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo: -Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la comunidad marroquí, sino argelina. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
El cazador de orquídeas
Cuento
Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas. Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas. Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas. Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar. Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor. Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de “orquídea del azafrán”. No sé qué incidentes tuvo con un nativo -los mexicanos son gente violenta-, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: “No juzguéis si no quieres ser juzgado”. Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes. Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día. Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante. Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro -y éste me seducía muy particularmente- en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales. -¡Tony! ¡Tú aquí, Tony! ¿Quién diablos me llamaba? Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del “fondak” frontero: -Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer. Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo: -Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América. Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó: -Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá. El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó: -A ti puedo confiarme -miró en derredor cautelosamente-. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros. -¿Y dónde descubrió ese prodigio? -A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo. -¿Y por qué no la cazó él? El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió: -Te diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra… – El primo Guillermo masculló: -¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes? -¿Y qué piensas hacer tú? -intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura. -Contrataré a dos indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí. Taman, el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino: -Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim. Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo: TAMAN. – Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón. GUILLERMO. – Únicamente le pegaré cuando haga falta. TAMAN. – Pero ni con el puño ni con el bastón. GUILLERMo. – Pero sí podré utilizar una vara flexible. TAMAN. – Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente. GUILLERMO. – Sí. TAMAN. – Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad. GUILLERMO. – Sí; menos cuando esté de guardia. TAMAN. – No serás con él cruel ni autoritario. GUILLERMO. (impaciente). – ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida! TAMAN. – Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos. Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros. Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol. Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza. Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura. Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas. El “Ojo de Alá”, como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!… Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa. El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible. Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao. Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra. Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo…, ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado! Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa. Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo: -Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble. Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo. -Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas. Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib. Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea. Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia. Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea. Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman. -Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio. Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana. Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo: -¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana? Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo: -¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea! -¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares? -¿Cómete esa orquídea, he dicho! -Entendámonos, Taman: tu querido sobrino… -¡Vas a comerte esa orquídea, perro! El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo: -Escúchame, honorable hermano mío… Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro. -Taman, piensa… -¡Come! -ladró Taman. Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor. Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó. Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde “se comió su fortuna”. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
El gato cocido
Cuento
Me acuerdo. La vieja Pepa Mondelli vivía en el pueblo Las Perdices. Era tía de mis cuñados, los hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a su mujer, María Palombi, en el salón de su negocio de ramos generales. Reventó, no puede decirse otra cosa, cierta noche, en un altillo del caserón atestado de mercaderías, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los sacamuelas de Terra Bossa, el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los hijos. Los siete Mondelli eran ahora oscuros, egoístas y enteles, a semejanza del muerto. Se contaba de este que una vez, frente a la estación del ferrocarril, con el mango del látigo le saltó, a golpes, los ojos a un caballo que no podía arrancar de los baches el carro demasiado cargado. De María Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en los nervios el repentino encogimiento, que hace más calculadora a la ferocidad en el momento del peligro. Lo demostraron más tarde. Ya la María Palombi había hecho morir de miedo, y a fuerza de penurias, a su padre en un granero. Y los hijos de la tía Pepa fueron una noche al cementerio, violaron el rústico panteón, y le robaron al muerto su chaleco. En el chaleco había un reloj de oro. Yo viví un tiempo entre esta gente. Todos sus gestos transparentaban brutalidad, a pesar de ser suaves. Jamás vi pupilas grises tan inmóviles y muertas. Tenían el labio inferior ligeramente colgante, y cuando sonreían, sus rostros adquirían una expresión de sufrimiento que se diría exasperada por cierta convulsión interior, circulaban como fantasmas entre ellos. Me acuerdo. Entonces yo había perdido mucho dinero. Merodeaba por las calles de tierra del pueblo rojo, sin saber qué destino darle a mi vida. Una lluvia de polvo amarillo me envolvía en sus torbellinos, el sol centelleaba terriblemente en lo alto, y en la huella del camino torcido oía rechinar las enormes ruedas de un carro cargado de muchas grandes bolsas de maíz. Me refugiaba en la farmacia de Egidio Palombi. En el laboratorio, encalado, Egidio trituraba sales en un mortero o, con una espátula en un mármol, frotaba un compuesto. En tanto que yo me preparaba un refresco con ácido cítrico y jarabe, Egidio decía, sonriendo tristemente: -Esta receta me cuesta ocho centavos, y se la cobraré dos pesos y sesenta y cinco. Y sonreía, tristemente. O, anochecido, abría la caja de hierro que en otros tiempos perteneció a don Alfonso, sacaba el dinero, producto de la venta del día, y lo alineaba encima del tapete verde del escritorio. Primero los amarillentos billetes de cien pesos, después los de cincuenta, a continuación los de diez, cinco y uno. Sumaba, y decía: -Hoy gané ciento treinta y cuatro pesos. Ayer gané ciento ochenta y nueve pesos. Y sus grandes ojos grises se detenían en mi rostro con fijeza intolerable. Con un anonadamiento invencible me inmovilizaba su crueldad. Y él repetía, porque comprendía mi angustia, repetía, con una expresión de sufrimiento dibujado en el semblante por una sonrisa: -Ciento treinta y cuatro pesos, ciento ochenta y nueve pesos. Y lo decía porque sabía que ya había perdido mi fortuna. Y ese conocimiento le hacía más enorme y dulce su dinero, y necesitaba verme pálido de odio frente a su dinero para gozarse más sabrosamente en él. Y yo me preguntaba: -¿De quién le viene esta ferocidad? En un automóvil de seis cilindros me llevaba a casa de su tía Pepa, la hermana de su padre. Allí comía, para no gastar en el hotel, y la vieja, recordando el egoísmo de su difunto hermano, se regocijaba en esta virtud del sobrino. Cuando yo llegaba, la tía Pepa me hacía recorrer su caserón, abría los armarios y me mostraba rollos de telas, bultos de frazadas y joyas que ella regalaría a sus futuras nueras y conducíame a la huerta, donde recogía ensalada para el almuerzo o me mostraba las habitaciones desocupadas y la sólida reja de las ventanas. Si no, hablaba, interrumpiéndose, tomándome de un brazo y clavando en mí sus implacables ojos grises, más grises aún en el arco de los párpados. Y a espaldas del sobrino, me contaba de su hermano muerto, de su hermano que yo comprendía había robado en todas las horas de su vida, para dejar un millón de pesos a los hijos de María Palombi. La vieja vociferaba: -Y esa perra tiró todo a la calle. Cuando nombraba a su cuñada, la tía Pepa masticaba su odio como una carne pulposa, y exaltándose, contábame tantas cosas horribles, que yo terminaba por sentir cómo su odio entrábase a tonificar mi rencor, y ambos nos deteníamos, estremecidos de un coraje que se hacía insoportable en el latido de las venas. Y yo me preguntaba: -¿De dónde les viene a esa gente un alma tan sucia? Y a veces creía en la herencia trasegada de la María Palombi y otras en la continuidad del terrible don Alfonso Mondelli. Después comprendí que ambos se complementaban. Esta historia explicará el alma de los Mondelli, el egoísmo y la crueldad de los Mondelli, y su sonrisa, que les daba expresión de sufrimiento, y su belfo colgante como el de los idiotas. Y esta historia me la contó, riéndose, el hijo de la tía Pepa, aquel que fue una noche al cementerio a robarle el chaleco al padre de María Palombi. La tía Pepa tenía gallinas en el fondo de la casa, y junto al brasero, siempre acurrucado a su lado, un hermoso gato negro. Cuando una de las gallinas se «enculecó», la tía Pepa consiguiose una docena de «verdaderos» huevos catalanes. Más tarde nacieron once pollitos, que iban de un lado a otro por el patio de tierra, bajo la implacable mirada de la vieja. Vigilándoles, el gato negro se regodeaba, enarcando el lomo y convirtiendo sus pupilas redondas en oblicuas rayas de oro macizo. Una mañana devoró un pollo, y estropeó a otro de un zarpazo. Cuando la tía Pepa recogió del suelo la gallinita muerta, el gato, soleándose en la cresta del muro, malhumorado, la espiaba con el vértice de sus ojos. Doña Pepa no gritó. Súbitamente amontonó en ella tanta ira, que, desesperada, fue a sentarse junto al brasero. Al mediodía el gato entró al comedor. Se deslizó prudentemente, atisbando el ojo gris de la patrona, y deteniéndose a los pies de la mesa, maulló dolorosamente. La tía Pepa le arrojó un pedazo de carne asada. Después que los muchachos salieron, la vieja tomó una lata vacía, en cuya tapa circular hizo varios agujeros, y la llenó hasta la mitad de agua. Preparó también cierto alambre, de esos que se utilizan para atar los fardos de pasto, y llamó al gato con voz meliflua. Este se deslizó como a mediodía, prudente, desconfiado. La tía Pepa insistía, llamándole despacio, golpeándose un muslo con la palma de la mano. El gato maulló, quejándose de un desvío, luego, acercose, y frotó su pelaje en la saya de la vieja. Bruscamente, lo metió en el tacho, con los alambres ató la tapa, echó más carbón en el brasero, colocó la lata encima, y tomando la pantalla, suavemente, movió el aire para avivar el fuego. Y sentada allí, la tía Pepa pasó la tarde escuchando los gritos del gato que se cocía vivo. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
El hombre del turbante verde
Cuento
A ningún hombre que hubiera viajado durante cierto tiempo por tierras del Islam podían quedarle dudas de que aquel desconocido que caminaba por el tortuoso callejón arrastrando sus babuchas amarillas era piadoso creyente. El turbante verde de los sacrificios adornaba la cabeza del forastero, indicando que su poseedor hacía muy poco tiempo había visitado la Ciudad Santa. Anillos de cobre y de plata, con grabados signos astrológicos destinados a defenderle de los malos espíritus y de aojamientos, cargaban sus dedos. Abdalá el Susi, que así se llama nuestro peregrino del turbante verde, terminó por detenerse bajo el alero de cedro labrado de un fortificado palacio, junto a una reja de barras de hierro anudadas en los cruces, tras la cual brillaba una celosía de madera laqueada de rojo. Junto a esta reja podía verse un cartelón, redactado simultáneamente en árabe y en francés: Se entregarán 10.000 francos a toda persona que suministre datos que permitan detener a los contrabandistas de ametralladoras o explosivos. EL ALTO COMISIONADO No bien el piadoso Abdalá terminó de leer esta especie de bando, cuando al final de la calle resonaron los gritos de un pequeño vendedor de periódicos italiano: -¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro! ¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro! Abdalá el Susi movió, consternado, la cabeza. Pronto comenzaría el terror. Pronto chocarían nuevamente extremistas y moderados. Alejose lentamente del cartelón, pegado junto a la celosía roja, diciéndose: “No sería mal negocio pescar los diez mil francos”. Evidentemente, alguien estaba sembrando la campaña siria de ametralladoras livianas, que el diablo sabía de dónde brotaban. Un consulado de Damasco no era ajeno a esta infiltración. Por su parte, él, Adbalá el Susi, no creía absolutamente en nada, ni en la peregrinación a La Meca, ni en los anillos astrológicos ni en el turbante verde. Las luchas de nacionalistas y moderados le resultaban una estupidez. No tenía finalidad cambiar de amo: Llegado el momento, todos golpeaban a la cabeza con la misma frialdad. Lo importante era vivir y vivir sin hacer nada, bajo ese hermoso cielo africano. Con diez mil francos podían hacerse muchas cosas… Nuevamente volvió la cabeza con disimulo. Nadie le seguía y ello le regocijó, porque su conciencia no estaba sumamente tranquila. Su conciencia no se encontraba sumamente tranquila porque él había vivido en las más diversas regiones de África. Claro está que él no podía confesar desde el alto de un alminar cuáles eran los motivos que le indujeron hacía tres años a refugiarse en plena selva congolesa, donde muchos meses vivió penosamente, alimentándose con carne de elefante. Tampoco podía decir qué era lo que buscaba en los alrededores de Dahomey, donde se le vio atracarse como un miserable de horribles gusanos fritos o indigestarse de langosta seca en las puertas mismas de Fez, o pasearse como un cadí prevaricador por las calles de Túnez en un automóvil flamante. Su existencia había sido variada y culposa. ¡Hasta llegó a ser miembro de una banda de ladrones de elefantes! Ahora el decente turbante verde que adornaba su cabeza, la escrupulosamente limpia chilaba que con hacendosos pliegues revestía su flaco cuerpo, la renegrida barba que le caía sobre el pecho indicaban que Abdalá el Susi era un musulmán devoto, que no solo había cumplido con su peregrinación a La Meca, sino que también era muy probable que disfrutara de ciertas rentas. Y efectivamente, las rentas de que Abdalá el Susi disfrutaba eran el producto de un robo de alhajas cometido en El Cairo, en perjuicio de una gorda y estúpida turista americana. Estas alhajas habían sido vendidas a un judío del ghetto de Tetuán; su propietaria no las encontraría jamás, mientras que él, Abdalá el Susi, con el producto de aquel robo podría aún vivir tres meses, sin necesidad de cometer ningún acto de violencia o astucia. De pronto el tortuoso callejón se abrió como el tubo de un embudo en una plazuela, entoldado por el follaje de una vid. En el centro de este zoco se veía una fuente; el suelo, de puntiaguda piedra, estaba cubierto de sombras movedizas, y más allá, bajo un inmenso toldo amarillo, junto a un muro encalado, se abría la arcada de un café musulmán. Sillas esterilladas invitaban a reposar. Siempre con paso grave llegó Abdalá el Susi hasta el toldo amarillo, y con respetable talante se instaló en un sillón, cruzándose de piernas. Encendió un cigarrillo y golpeó las manos. Un mofletudo muchacho con bombachas anaranjadas y un fez rojo, se detuvo frente a él; el Susi pidió café y luego comenzó a meditar. Un imbécil, por ejemplo, se presentaría ahora mismo en la Alta Comisaría de Dimisch esh Sham para solicitar autorización al Alto Comisionado para descubrir a los contrabandistas, y los porteros y los covachuelistas de la Alta Comisaría, simultáneamente, en sus casas, en el café, en el mercado, dirían: -Por fin se ha presentado un musulmán prudente que va a intentar descubrir a los contrabandistas de ametralladoras. Y este musulmán prudente, como es lógico, antes de descubrir nada, moriría cualquier noche con el cuerpo hecho una criba de tiros y puñaladas. No, no, no. Abdalá el Susi no cometería ninguna de estas tonterías. Primero descubriría a los contrabandistas si podía y luego vería al Alto Comisionado. El Susi echó la mano al bolsillo interno de su chilaba y extrajo un periódico de la mañana. “Es evidente -decía el articulista- que los contrabandistas se valen de un nuevo medio para sacar fuera de las murallas de la ciudad las ametralladoras y los proyectiles. “Hasta ahora, inútilmente han sido registrados los automóviles, los ejes de los carros, las más mínimas cargas que transportaban los bueyes, los camellos, los mulos y los campesinos. Todo aquel que sale fuera de las puertas de Dimisch esh Sham llevando el más insignificante paquete en sus manos está seguro de ser registrado. Todas las viviendas cuyas ventanas se abrían sobre las murallas habían sido desalojadas, las casas clausuradas y las ventanas tapiadas. Sin embargo, de la ciudad continúan saliendo respetables cargas de proyectiles para ametralladoras no solo livianas, sino pesadas, que se distribuyen entre los bandidos de la campiña.” Por supuesto, “los bandidos” eran los líderes nacionalistas extremistas, que luchaban activamente, organizando a los campesinos para la próxima revuelta. Un gandul se detuvo en la boca del zoco junto mismo al arco de la fuente y comenzó a gritar: -¡La renuncia de Djamil! ¿Mardan Bey, primer ministro! Abdalá el Susi, parsimoniosamente, volvió a doblar el periódico en ocho dobleces y se lo guardó entre el pecho y la chilaba. Su mirada, cargada de melancólica dulzura, volvió a posarse, complacida, sobre el arco encalado que se abría sobre una callejuela techada y tan estrecha que parecía un túnel enfardado de sombras azules. De pronto, en lo alto de un alminar revestido de azulejos amarillos y negros, se vio recortarse la silueta de un hombre. El hombre del alminar, apoyándose en el antepecho sobre el vacío, gritó: -Dios es grande. Yo atestiguo que no hay más que un Dios. Yo atestiguo que Mahoma es el Profeta. Venid a la oración. Dios es grande y único. Precipitadamente, Abdalá el Susi abandonó su cómodo sillón de esterilla y, cayendo sobre sus rodillas en las ásperas piedras, se inclinó en dirección hacia La Meca, con los brazos extendidos delante de su cabeza, mientras pensaba: -Me disfrazaré de Taleb. Algunos días después de estas pacientes meditaciones podíamos encontrar a Abdalá el Susi sentado sobre una esterilla a la sombra del arco de ladrillo que forma la puerta de Sab el Estha. Frente a él, en una pequeña mesa laqueada de rojo, se veían algunos coranes forrados de pieles teñidas de diferentes colores, y a otro costado algunos pliegos de pergamino auténtico, con pequeñas bolsas de cuero rojo encima. -Llevad un versículo del Corán, que os libra de enfermedades, falsos testimonios, aojamiento, muerte de ganado… De tanto en tanto un campesino se acerca a Abdalá el Susi, y Abdalá el Susi escribe en un pergamino, con gruesos caracteres, un versículo del Corán, lo introduce en la bolsa de cuero rojo y se lo entrega al campesino que deja caer algunos cobres sobre la mesa. -No te apartes nunca de él -le dice el Susi-. Tu ganado se multiplicará. Mientras habla, el Susi no pierde de vista ni una sola de las personas que entran o salen por la puerta de Bab el Estha. Yuntas de bueyes y rebaños de carneros pasan frente a sus ojos, vendedores con los pellejos de cabra repletos de aceite, campesinas con pilastras de carbón amarradas por juncos a los sobacos, barberos que se dedican a sangrar. Al lado mismo de Abdalá el Susi se instala un freidor de buñuelos que, de tanto en tanto, frente a la asombrada mirada de los queseros y floristas, arroja por los aires todos los buñuelos que contiene una sartén y luego los recoge sin perder uno. El mismo Abdalá el Susi está asombrado de no recibir una salpicadura de la nauseabunda grasa que utiliza el tunecino. Con las piernas cruzadas sobre su esterilla, grave el talante y pensativa la mirada, Abdalá el Susi ve llegar los camellos agobiados bajo tremendas cargas con grandes manchones de alquitrán en su piel, para defenderlos de la sarna; pasan los cadíes de las tribus, en visita de ceremonial al Alto Comisionado, revestidos por magníficos albornoces escarlatas. Pero si es fácil la entrada por la puerta, la salida es difícil. Todo aquel que lleva un bulto, un paquete o una carga es revisado implacablemente por los soldados de capa azul. Inútiles son las protestas de los campesinos, de los turistas. Para registrar a las mujeres de éstos, en una garita tras la puerta de ladrillo hay dos empleadas de policía. Un día, irónicamente, un soldado le dice a otro: -Los contrabandistas van desnudos. Y ambos se ríen de la guasada. El que no se rió fue Abdalá el Susi. Con la frente grave bajo su turbante verde, el ex ladrón de elefantes medita envuelto en las nubes de polvo que levanta el ganado al entrar. Conoce a todos los bribones de los alrededores. Ha identificado al entregador de una banda de asaltantes. Ha reconocido a un estafador inglés que se pasea jactanciosamente con un bastón de bambú y un casco de corcho. Pero él no está allí para ocuparse de bagatelas. La frase de los dos soldados de capa azul continúa girando en su cerebro: “Los contrabandistas van desnudos”: Claro que es una burla. Pero una burla que no carece de sentido común. Al único hombre a quien los soldados jamás registran, jamás miran, es al mendigo miserable, que con algunos harapos sobre sus riñones, mostrando los huesos bajo la piel amarillenta o llagada, pasa extendiendo su mano. El único hombre a quien los soldados no registran es al hombre desnudo. Al mendigo de los aduares, que con el belfo colgante, la mirada extraviada, sentado junto al suelo, pasa frente a todos, con la pobreza de su repulsiva desnudez a la vista de todos. Pero Abdalá el Susi no deja descansar su pensamiento. Repite: “Los contrabandistas van desnudos”. Porque es evidente que un hombre desnudo no puede ocultar una ametralladora, a menos que haya encontrado un procedimiento para tornar invisible la ametralladora, y este procedimiento no existe. Pasan las yuntas de bueyes y los rebaños de moruecos, y las cabras saltarinas, y las carboneras del valle, y los campesinos de la vega, y los cadíes envueltos en sus magníficos albornoces escarlatas, con los bordes revestidos de una trencilla de oro, cantan los muecines a la hora eterna el pregón de la oración, y hace bailar el buñuelero sus buñuelos en la sartén, y Abdalá el Ladrón está allí, sentado sobre su polvorienta esterilla amarilla, repitiéndose por milésima vez. -¿Cómo puede un hombre desnudo pasar de contrabando una ametralladora sin que se le descubra? De pronto, el hombre del turbante verde levanta la vista. Es la tercera vez que, frente a sus ojos, pasa ese mendigo, desnudo casi, montado en un borriquillo que apenas se puede mantener en pie. El mendigo tiene la cabeza arrollada en un trapo, y los restos de un pantalón, y el pecho desnudo. Siempre que este andrajoso entra por la mañana, sale por la tarde, acompañado de algún otro mendigo, tan haraposo como él, tan desnudo como él. -Estos son los hombres que pueden llevar las ametralladoras de contrabando -le dice Abdalá al teniente francés, que, detenido frente a él, escucha su hipótesis. -Verás -asegura Abdalá-. Esta tarde, antes de que cierren las puertas de la ciudad, ellos saldrán, los dos desnudos, montados en su borriquito con una ametralladora de contrabando. Y no te extrañes, teniente, si es una ametralladora pesada. El teniente Levil se aleja de la puerta de Bab el Estha, sonriendo escépticamente. Pero no faltará a su palabra. Esta tarde, con algunos hombres, estará allí para hacerle el juego a ese endiablado sujeto del turbante verde. Efectivamente, a la caída del sol, el pordiosero que entró semidesnudo a la ciudad montado en un borriquillo, viene acompañado de otro mendigo, también semidesnudo, montado en un borriquillo. Los dos vagabundos llevan sus pies arrastrando junto al suelo, el cuerpo inclinando sobre el cuello de sus borriquillos sarnosos, un harapo caído sobre la espalda. El teniente Levil se acerca a Abdalá el Ladrón y le dice: -Allí están tus hombres. Entonces, Abdalá el Susi se incorpora de un salto, se acerca a uno de los dos pordioseros y de un puñetazo trata de derribarlo del borrico. El viejo que recibe el puñetazo de Abdalá no se cae del borrico, se inclina a un costado, y permanece allí inerte, mientras que el otro trata de escapar, pero es sujetado por los hombres del teniente Levil. Entonces Abdalá el Susi le dice al teniente: -Mira. Han atado a un muerto al borrico. Dentro del pecho del muerto viene oculta una ametralladora. Y corriendo un andrajo muestra un largo corte en el pecho del cadáver robado. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
El jorobadito
Cuento
Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado. Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto. Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad. Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas. No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor. Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba… Es terrible…, sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos…, de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días: -Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?… -¿Qué se le importa? -No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia… -Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego. Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía: -Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene… Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso. Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor. Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo. Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho: -¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba. He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado. En la casa de la señora X yo “hacía el novio” de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto -si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez- observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social. Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle: -¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive? Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente: -¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí? ¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida? Lo cual es grave, señores, muy grave. Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento. Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo. Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo: -Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos? Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo: -¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias. La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras: -No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos. Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó: -Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero… le digo la verdad… -No lo dudo- repliqué sonriendo ofensivamente-, no lo dudo… -De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted… Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo: -Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos…; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos…; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto? -¡Claro que sí! Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente: -Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme? -No sé… -Porque mi semblante respira la santa honradez. Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió: -Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto. Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó: -Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún. -¿Del betún? -Sí, lustrador de botas…, lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice “técnico de calzado” el último remendón de portal, y “experto en cabellos y sus derivados” el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?… Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida. -¿Y ahora qué hace usted? -Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes… -No hace falta… -¿Quiere fumar usted, caballero? -¡Cómo no! Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo: -Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence…. me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo -dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa. Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó: -¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte! Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable. Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes. Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla. Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella “involuntariamente” me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas: -Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.-O si no:- Sería conveniente, no le parece a usted, que la “nena” fuera preparando su ajuar. Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi “decencia de caballero”, mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz. Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara: -Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto. Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno. En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente “debe enorgullecerme de ser padre”. Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho “padre de familia”. Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría. Y mientras la “deliciosa criatura” con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado. En esas circunstancias se me ocurrió la “idea” -idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas- y aunque no se me ocultaba que era ésa una “idea” extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía: Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre. Familiarizado, como les cuento, con mi “idea”, si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto. Después que se hubo sentado a mi lado, le dije: -Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí… y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme? Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó: -¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar? -¿Cómo, mal rato? -¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: “Querida, te presento al dromedario”. -¡Yo no la tuteo a mi novia! -Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia. -Y eso, ¿qué tiene que ver? -¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos? La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije: -Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted. -¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado? Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la “idea”, le respondí: -Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa? -¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres. -Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido? Amainó el jorobadito y ya dijo: -¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho? -¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad? -¡Rotundamente protesto, caballero! -Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza! -¡No me ultraje! -Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás? -¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?… -Te daré veinte pesos. -¿Y cuándo vamos a ir? -Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas… -Bueno…, présteme cinco pesos… -Tomá diez. A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta. La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero: -¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted? Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada. ¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque. El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso. Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas: -Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado: -Aquí es. Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo: -¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado…! Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada. Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: “¿me permite una palabra, señorita?”, y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión. Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada. -Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto. -¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto! -¡A ver si te callás! Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho: -Sentáte allí y no te muevas. Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje. Me sentí súbitamente calmado. -Elsa -le dije-, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo… no sé por qué…, pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso…, créalo… Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo. Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar “toda la vida”, pero tanto me agradó la frase que insistí: -Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento. Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero. Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué: -Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto. Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente: -¡Retírese! -¡Pero!… -¡Retírese, por favor…; váyase!… Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo…, pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando: -¡No le permito esa insolencia, señorita…, no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo! Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito extendido, vociferaba: -¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide…, se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza? Descompuesto de risa, sólo atiné a decir: -¡Calláte, Rigoletto; calláte!… El corcovado se volvió enfático: -¡Permítame, caballero…; no necesito que me dé lecciones de urbanidad! Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo: -¡Señorita… la conmino a que me dé un beso! El límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente: -¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica!… ¡No se acerquen! Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos. Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca. Éste, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó: -¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té! ¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales. -Lo haré meter preso… -Usted ignora las más elementales reglas de cortesía -insistía el corcovado-. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo. Indudablemente… si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él: -Caballero… yo soy… Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible. ¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole? FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
El traje del fantasma
Cuento largo
Inútil ha sido que tratara de explicar las razones por las cuales me encontraba completamente desnudo en la esquina de las calles Florida y Corrientes a las seis de la tarde, con el correspondiente espanto de jovencitas y señoras que a esa hora paseaban por allí. Mi familia, que se apresuró a visitarme en el manicomio donde me internaron, movió dolorosamente la cabeza al escuchar mi justificación, y los periodistas lanzaron a la calle las versiones más antojadizas de semejante aventura. Si se agrega que frecuentaba mi habitación un marinero, nadie se extrañaría que las malas lenguas supusieron (entre los lógicos agregados de “¡oh, no puedo creerlo!”) que yo era un pederasta, es decir, un hombre que se complacía en substituir en su cama a las mujeres por los hombres. Tanto circuló la mala historia, que algunos reporteros caritativos lanzaron desde las páginas de los periódicos amarillos donde se ganan las arvejas, esta declaración: Gustavo Boer no fue nunca un invertido. Es un loco. Y ¡cuerpo de Cristo!, yo no estoy loco y siempre me han gustado las mujeres. No he estado nunca loco. Declarar loco a un ciudadano porque sale desnudo a la calle es un disparate inaudito. Nuestros antepasados, hombres y mujeres, vagabundearon durante mucho tiempo desnudos, no solo por las calles, que en esa época no existían, sino también por los bosques y los montes, y a ningún antropólogo se le ha ocurrido tildar a esa buena gente de desequilibrados ni nada por el estilo. Claro está que lo normal tampoco consiste en que un hombre salga a la calle en cueros. De acuerdo. Pero solo a mentecatos como los que florecen en este país se le puede ocurrir que un prójimo tiene las facultades mentales alteradas por presentarse ante sus semejantes sin ropas que cubran su natura. Con criterio semejante podríamos tildar de loco al escultor que talló en mármol al adolescente que bajo la forma de una estatua exhibe en la rosaleda de Palermo sus graciosas partes pudendas. A vía de comentario diré que he visto a numerosas doncellas tímidas mirar de reojo la estatua, curiosas de saber en qué se diferencia un adolescente de una jovencita, y por ello a nadie se le ha ocurrido poner el grito en el cielo. Y en última instancia, ¿qué diremos de los nudistas, quienes parecen ser discípulos de los antiguos y socarrones adamitas? Inútiles han sido explicaciones y razonamientos. Cuando mi madre me visitó en el manicomio se echó a llorar profusamente. Mi cuñado movía la cabeza pretendiendo expresar con ese movimiento: “Siempre he dicho yo que este pajarraco terminaría mal”, y mi hermana lanzaba el consabido: “¡Oh, qué vergüenza para la familia!”. Después vinieron mis amigos; a todos les bailaba la misma pregunta en la punta de la lengua: —¿Es cierto que fornicaba con el marinero? Me he aburrido de explicar ciento treinta veces el mismo asunto. A los que dudaban de mi virginidad masculina les he mostrado un certificado médico y al resto los he enviado al diablo, pero tanto rodó la bola de nieve que ya no es bola sino fabuloso témpano, desmesurado planeta. Para terminar de una vez por todas con esas habladurías me he visto obligado a escribir la memoria de los sucesos extraordinarios que siguen: con ello abrigo la esperanza de que la gente comprenda que si salí a la calle desnudo no fue porque creyera estar desnudo sino vestido. ¿Se dan cuenta? Pero hágale comprender usted la razón a un médico idiota y a un periodista irresponsable que a cada tres minutos de conversación reporteril consulta su reloj, pues tiene más prisa en ir a encontrarse con su querida que en escribir una buena nota. Víctima, víctima de la incomprensión humana que me encierra como a una fiera en un establecimiento de enfermedades frenopáticas, tengo que defenderme por mi propia cuenta y prepararme a ser mártir de una causa perdida. No importa. Lo juro. Mi corazón es grande y les perdono a todos la injusticia espantosa con que me agravian al obligarme a tolerar un medicucho de aliento fétido y pies juanetudos que cada vez que se acerca a mí sonríe hipócritamente diciéndome a vía de consuelo: —Estamos mucho mejor que al principio, ¿no m’hijo? Mi corazón es grande. Perdono a todos aquéllos que creyeron por un momento que me gustaban más los hombres que las mujeres (entonces sí sería estar loco de veras) y también perdono a los otros que aún se obstinan en admitir que mi cerebro funciona como mi aparato de radio con una válvula electrónica coja o un condensador averiado. Magnánimamente lo perdono todo, porque yo soy así; e insisto: si salí a la calle desnudo fue por creerme vestido, y si creí que estaba vestido débese a que regresaba de un país donde nadie me había visto desnudo, sino bien trajeado, y más me valiera no haber regresado nunca, porque allí me llamaban El Capitán y yo tan de veras me había acostumbrado a creer que era capitán, que, sin haber navegado como no fuera en los canales del Tigre, me sabía de memoria las batallas navales que había perdido o ganado, y no existe vagabundo del País de las Tierras Verdes que no haya abierto la boca como un ballenato cuando contaba cómo había torpedeado la escuadra inglesa del Báltico y los prodigios realizados desde mi torre de combate cuando hundieron a cañonazos el “Breslau” y el “Dresden”. Bueno, bueno…, no nos anticipemos a los hechos y vamos por riguroso orden de aventuras, pues si no, ciertamente, correré el riesgo de que la gente crea que he enloquecido y sea yo quien asesinó al marinero. El Marinero Misterioso En el prólogo relacionado con mis desventuras aludí al Marinero. Mi amistad con este perdulario fantasmagórico databa de un suceso casi absurdo. Nos encontramos un día yendo por la calle en dirección contraria. él avanzó hacia mí manifestando con estas textuales palabras: “Experimento mucha alegría de encontrarlo nuevamente”). Le respondí que yo no lo conocía de ninguna parte, y que, además, no tenía ninguna curiosidad por saber quién era. Indignado retrocedió en la acera preguntándome a voz en cuello: —Y entonces, ¿por qué me ha hecho usted un corte de manga? Repuse que yo era un hombre de educación exquisita y por tanto jamás le haría en la calle, y a un desconocido, un corte de manga. Entonces el Marinero, guiñando socarronamente un ojo, añadió que mis razones no le daban ni frío ni calor, que en la vida existían cosas más importantes y la “identificación de las almas magnánimas frente a un vaso de vino le parecía una necesidad formal”. Ello constituía una clara invitación a echarse al estómago un vaso de vino y tomándonos del brazo entramos a un bodegón mugriento. Un muchachón puso ante nuestras narices un botellón de vino tinto, creo que era Nebiolo seco. Bebimos esa botella y después otra. Terminadas las dos botellas salimos a la puerta del establecimiento vinatero y comenzamos a hacerle cortes de manga a cuanto transeúnte pasaba, y a ponernos las manos en cornetilla sobre la boca para hacer un ruido semejante al que producen los gases que expelen los intestinos. Se indignó el dueño del hostal y a empujones nos apartó del umbral de su comercio, brutalidad que nosotros aceptamos, comprendiendo que la vida encierra “cosas más profundas”. Trazando zigzags avanzamos por las calles y el Marinero durmió esa noche como un fardo de pasto (si un fardo de pasto puede dormir), tendido en el piso de mi cuarto. Desde ese día nos hicimos amigos. Y ahora que se presenta la oportunidad de presentarlo, diré que era un truhan grandote, con el cuerpo desde la cintura a la nuca echado hacia adelante. En cierto modo, con brazos perpendiculares al suelo como plomadas, parecía un cuadrumano al caminar. Le cruzaba la mejilla, desde la sien hasta un lunar del mentón, una tremenda cicatriz de cuchillada, en cuya señal lívida no crecía pelo de barba. Afirmaba que lo había marcado así un gigante de las Tierras Verdes, zona situada al otro lado de las Tierras del Espanto, pero el cronista supone con no escasa razón que semejante tatuaje le fue inferido en una riña de rufianes, pues solo en las historias antiguas se encuentra mención de gigantes y ellas son inexactas, como todo el mundo sabe. Por otra parte, si era un gigante el que había reñido con él, ¿a qué utilizó cuchillo? Por su propia condición, un gigante para quitarse de adelante a un desvergonzado no necesita utilizar un cuchillo. Salvo el detalle de la cuchillada y sus alocados ojos grises, nada revelaba en él costumbres que no merecieran adornar la figura de un caballero. él, como si sospechara este detalle, en vez de refugiarse en una isla desierta, vivía casi constantemente en tierra, en el alto cuarto de una casa cuya construcción había sido interrumpida cuando los carpinteros colocaban los marcos de las puertas. Se subía al cuchitril mediante una escalera de soga, y el gran Cosme (pues así se llamaba) transcurría la mayor parte del día sentado a la sombra glacial de la muralla roja, gargajeando negro y trenzando y destrenzando una soga entre sus manos más duras que manoplas de cuero. No podía negarse que en otros tiempos viajó. Sin embargo, no le agradaba mucho referirse a su pasado. Alguna vez supuse que había sido pensionista en uno de los presidios de Nueva Caledonia, pero como soy sumamente discreto jamás me permití preguntarle nada. él, de interrogarlo, tampoco me hubiera contestado. Observé que, correspondiendo ampliamente a mi discreción, no me contaba absolutamente nada relacionado con su vida íntima. Pero, a cambio del silencio que guardaba respecto a la zona moral de su existencia, era generoso en otra dirección. Así, me enseñó los tatuajes que le adornaban el cuerpo, dibujos variados y extraordinarios. En el pecho, por ejemplo, tenía un elefante tendido de espaldas y atado por las cuatro patas a cuatro palmeras, mientras que en el vientre del paquidermo una pareja de monos bailaba un cancan acompañada por una orquesta de negros flautistas. En su brazo izquierdo, en cambio, se veía una mujer corriendo con cuatro pies, perseguida por un monstruo medio hombre y medio caballo. En el brazo derecho exhibía una marina, cierto trozo de oleaje verdiazul, en el que flotaba un salvavidas con un hombre que fumaba una pipa sentado en él. Por las piernas le trepaba desde los tobillos hasta las ingles una doble enredadera azul, entre cuyos tallos acaracolados y hojas dentadas se abría paso el descomunal pico de dos marabús de Java, situados en sus muslos uno frente a otro, como dos bajorrelieves en una estela asiria. A pesar de su piel decorativa, el hombre vivía castamente y amaba los pájaros de plumas rojas, verdes y amarillas. Su orgullo estribaba, como dije antes, en reírse de los peces de colores y en afirmar que todos los capitanes que surcaban los mares eran irnos barbianes ignorantes de la geografía de las Tierras del Espanto. Estaban mareados polla Rosa de los Vientos, que no era una rosa sino un círculo flechado de puntas sin perfume. Cuando se le preguntaba si había visitado la Tierra del Espanto respondía afirmativamente, agregando que el día que ambos tuviéramos voluntad, me conduciría hasta la Taberna de los Perros Ahogados. Allí se daba cita la canalla más conspicua de los tres grandes puertos del mundo. Con sorprendente seriedad aseguraba que el Canal Perdido estaba bloqueado en su trayecto por malecones sucios y apestados. Entre altos yuyales se pudrían cajones de automóviles, cuyos dueños habían quebrado. En las solanas, descomunales vagabundos dormían con la panza al sol, o se divertían organizando carreras entre los piojos gordazos que se quitaban del sobaco, aunque los piojos preferidos para tales carreras eran los criados en el ombligo. Varios vagones abandonados en los desvíos habían sido convertidos en tabernas, donde bailaban, al son de jazbandas furiosas, desteñidas “girls” que habían fracasado en Hollywood, y el Marinero afirmaba que el hombre de mar que bebía el maldito vino de la Tierra del Espanto terminaba casi siempre su carrera carbonizado en la silla eléctrica o desvertebrado de una puñalada trapera. Más allá de la costa y de los desvíos se extendía un desierto cruel, totalmente vitrificado. En vez de seguir la ley de curvatura terrestre, se prolongaba liso y recto hasta el infinito. Un fabricante de espejos -decía él-, con un buen juego de diamantes, podría cortar allí la suficiente cantidad de cristales como para ornamentar todos los bares de la tierra. Tanto le entusiasmaba la idea que un día, encontrándose escaso de dinero, visitó a un vidriero pequeñín, domiciliado en su barrio, para proponerle el negocio; pero, sea que el otro estuviera aquel día de muy mal humor, sea que el haber nacido cojo y tuerto le ponía fuera de sí, el caso es que el vidrierito, escamado, casi hace encarcelar al Marinero bajo la acusación de tentativa de estafa. Era cosa de reír buenamente, porque nunca se imaginaba nadie que podía almacenarse tanta cólera como aquélla que tenía comprimida en su cuerpo chiquitín el vidriero cascarrabias. A su vez, el Marinero se puso tan furibundo que pretendió querellar ante los tribunales al vidrierito por calumnias e injurias. Durante muchos días me divertí con los bufidos que le arrancaba la indignación. Para apartarlo de la línea de su furor insistí muchas veces en preguntarle en qué paraje de la ciudad se encontraba la Taberna de los Perros Ahogados, pero el gran Cosme se abstenía de contestarme. Solo una vez, entre dientes, me dio a entender que todos los insignes rufianes de cuya amistad se enorgullecía, eran esperpentos momificados por el salitre y el yodo de los vientos marinos. Entendí entonces que la susodicha vinería era la taberna de los marineros muertos. Ateniéndome estrictamente a su relato, pues nunca visité la tal taberna, diré, que allí los diques rebalsaban de fango y agua podrida. Carcomidas por el óxido, las grúas enrojecían bajo un cielo de azul lejía. Una chata de hierro encallada en el légamo se había convertido en un vivero de ratas atroces. Por la noche, las más gordas, a la luz de la luna, bailaban como castores sobre dos patas, y el Marinero afirmaba que ni él, “ni siquiera él”, se hubiera atrevido a poner un pie en tal lugar. Más allá se dilataba el desierto negro y ardiente como la sed… y de aquello era mejor no hablar por un montón de razones. Por otra parte, cualquier lector medianamente inteligente se dará cuenta que el relato del gran Cosme, en su segunda descripción de las inmediaciones de la Tierra de los Perros Ahogados, se contradice con la primera. De lo dicho se desprende cuán extraordinario bergante era el Marinero y qué doloso en sus relatos, a los cuales no hubiera prestado nunca la menor atención si, contra toda razón de prudencia y sentido común, no me hubiera embarcado una noche con él en una de esas fementidas lanchas con que se hace la travesía de los canales del Tigre. Ocurrió que, habiendo quebrado el vidrierito (a quien en otra oportunidad me referí) y sido enviados sus bártulos a un remate judicial, para festejar el acontecimiento el Marinero me invitó a beber. Soy culpable y lo reconozco, de no haberme comportado morigeradamente en aquella eventualidad, y, más rápido de lo que pudiera creerse, me embriagué a tal punto que cuando el Marinero me invitó a la Taberna de los Perros Ahogados asentí complacido. Esperaba burlarme de él haciéndole creer que admitía sus historias de imposible comprobación, y nuevamente para festejar el flamante acontecimiento volvimos a beber. Tanto vino tragué que de pronto, en el mismo despacho de bebidas comencé a vomitar como un búfalo atiborrado de agua. No hice el menor caso a aquella advertencia a la cual un temperamento religioso pudiera llamar divina, y empecinado en que borracho o fresco visitaría igualmente la Taberna de mi curiosidad, me dispuse a seguir al Marinero, quien, y ahora comprobarán ustedes las mañas del pajarraco, hurtó, en un descuido del mozuelo del almacén, la filosa cuchilla de cortar fiambres ocultándola entre su camisa y el pecho. Sacamos los boletos en la estación Retiro, y cuando llegamos al Tigre había anochecido por completo. Cruzamos algunas calles de tierra y pronto llegamos a una ensenada, siniestro pozo de agua, perdido entre cañaverales. Junto a un cobertizo destechado y solitario, yacía amarrado el “transatlántico”. En mi vida he visto catafalco más indecente y cochambroso que aquél. Tratábase (mis conocimientos náuticos son reducidísimos) de un mugriento “sloop” de más o menos veinticinco pies de eslora, con un largo palo de mesana en su centro. Fijado a la proa, encontrábase un motorcito portátil, oxidado y cubierto de grasa negra. Tal era la incuria del Marinero, que para asegurar aún más el motor a su lugar le había agregado nudos de alambre. Servía la máquina para arrastrar fuera de los canales a la maltrecha embarcación, pues como dije antes, jamás vi “yacht” más descuajeringado que éste que tenía ahora a mi vista, con la cubierta destruida a punto tal, que estoy seguro que a una milla de distancia se podían contar los boaos del sollado y las tablas del casco. De las cabinas (que en un tiempo las hubo) no quedaba ni rastro. Se caminaba pisando directamente en la sobrequilla, y cuando el gran Cosme izó los foques y el viento hinchó ligeramente la cangreja y la escandalosa, el “sloop” no parecía la embarcación de un marinero, sino la de un cargador de guano. Digo esto porque el velamen estaba tan sucio, que, dijérase lo había enmerdado algún enemigo del Marinero. No queda duda, después de lo que he descrito, que con semejante cachivache no podía irse muy lejos, pero el estado de incoherencia en que me encontraba no me permitió rechazar rotundamente la aventura, y un cuarto de hora después de haber descendido en el Tigre estábamos en marcha hacia la famosa Taberna. Navegamos entre murallas de sombras formadas por los boscajes de las islas (no había luna), y yo apretaba el cabo de mi pequeña pistola automática, en el bolsillo, no porque el gran Cosme me inspirara temor, sino para situarme dentro del estricto protocolo aventuresco, que le exige a los héroes de novela que esgriman el revólver en su bolsillo, mientras el compañero, con completa ignorancia de lo que ocurre, está ocupado, siempre y fatalmente, en algo, hasta que sobreviene lo inesperado. Navegamos, el Marinero junto al motorcito resoplón como el de una motocicleta y yo junto al timón, cuando en un cuarto de segundo se desenvolvió totalmente el horrible suceso. El marinero púsose en la proa, de entre el pecho y la camisa extrajo con un brusco movimiento de brazo la cuchilla de cortar fiambre y levantándola a la altura de su mentón se cercenó la garganta. Permaneció un instante de pie junto al motor; luego, con los brazos abiertos, cayó de espaldas al agua. Instintivamente, me lancé hacia él, golpeé la cabeza en el mástil y caí sobre el travesaño, no sé si desvanecido del golpe o de la conjunción de éste con los residuos de la embriaguez y la impresión que me produjo la explosión de aquel acontecimiento. Al recobrar el conocimiento me asombré de encontrarme en postura horizontal y frente a las tinieblas. Instintivamente llevé la mano a la cabeza y la retiré húmeda y pegajosa. Comprendí que era mi sangre y ello me produjo tanto horror que volví a desmayarme. Cuando desperté, intuitivamente comprendí que ya no estaba en el canal, y esta intuición despojada de razonamiento, lisa y fría, precipitó tal magnitud de desesperación a las compuertas de mis nervios que me sentí proyectado fuera del planeta, como si hubiera recibido la descarga de un cañón neumático. Anonadado me dejé caer en el fondo del “sloop” y apoyé la cabeza en el travesaño de madera, insensible al colchón de agua que bajo mi cuerpo zangoloteaba en el fondo de la embarcación. Una temperatura tierna y repugnante brotaba de mis sentidos hacia las sienes. Simultáneamente comencé a sudar. Aspiraba aire entre los labios entreabiertos por la relajación muscular. Subía y bajaba en una superficie elástica que abarcaba hasta la última pulgada de mi carne y entonces, súbitamente espantado traté de refugiarme en el fondo del “yacht”, y aunque el agua que en la cala había me bañaba horizontalmente medio cuerpo, me dejé estar allí, con horror de mirar el espacio de afuera, y durante muchas horas permanecí así tendido como en el fondo de un ataúd húmedo, golpeando con los flancos las paredes de la embarcación, indiferente al castigo que sufría mi cuerpo. Adentro de él se desarticulaba una armazón más viscosa y blanda. Luego volví a dormirme, o a perder totalmente la conciencia. Cuando desperté era bien entrado el día, aun cuando no podría precisar la hora. El sol caía oblicuamente sobre los maderos sucios del “sloop hediondo a pescado. Hacia donde se miraba, la extensión verdosa tocaba la base circular de la cúpula del cielo. Mis ropas estaban enteramente mojadas. Me desnudé y las colgué al mástil, atándolas con un clavo por temor de que se me cayeran al agua o se las llevara el viento. El sol empezó a calentar mi piel, casi a curtirla, y recordando el efecto de las quemaduras solares me envolví en la vela de lona, que estaba recalentada. Por momentos me acordaba del Marinero y su extraña conducta. No podía quedar duda de su suicidio. El motor y la madera guardaban rastros de sangre coagulada; pero aquel horrible suceso, debido a su vertiginoso desarrollo, me parecía distanciado de mi situación presente por un espacio de tiempo inmenso. Para mejor expresarme diré que no lograba conectarlo con la realidad que yo estaba viviendo. De mí no quedaba más que un instinto a la expectativa. No pensaba en nada, y más tarde he recordado frecuentemente esa etapa terrible. Yo me encontraba en aquellos momentos bajo la somnolencia de una ligera conmoción cerebral. ¿Qué se hicieron en aquellos momentos los conocimientos que adquirí en la escuela, las teorías respecto al mejor modo de vivir y filosofar? Me olvidé completamente de las bibliotecas para convertirme en un animal en exclusiva relación con el horizonte, la luz y la temperatura. Miraba el confín en todas direcciones porque de allí podría venirme la salvación, y cuanto más escudriñaba el horizonte más importante me parecía, y hubiera dado toda la ciencia del mundo contenida en los libros si a cambio de esa ciencia me hubiera sido permitido adquirir la salvación de mi cuello. De pronto recordé que tenía sed. Me incliné hacia el fondo de la maldita embarcación. En el fondo había aproximadamente cinco centímetros de agua. Sorbí de bruces aquel brebaje insípido, ligeramente amargo, y volví a sentarme en el travesaño apoyando la espalda en el mástil y espiando el horizonte. Pero poco duró mi presencia de espíritu. Nuevamente sentí que desfallecía. Mi voluntad se desmoronaba; de mí no quedaba una célula viviente que no se desvaneciera en una particular desesperación. El “sloop”, siguiendo el vaivén del oleaje, me disolvía en el espacio, y solo esperaba morir, porque había renunciado a la vida en la certeza de que ninguna salvación podía esperar. En punto alguno del espacio se distinguía una sola muestra de tráfico marítimo. Con los párpados entrecerrados, tendido junto al palo de mesana al cual terminé por atarme con el cinturón de cuero añadido al cabo que servía para atar la cangreja, miraba la distancia verdegrís repetida en cada pulgada por una ondulación repetida de espuma, y unas veces en lo alto de una de aquellas pequeñas olas, otras en lo bajo, me sentía una microscópica partícula del infinito. Nada podía contra él. Perdí varias veces el conocimiento. Incluso ignoro cuántos días me encontré en situación semejante, porque a veces abría los ojos y el sol estaba bajo y resplandecía como un carro de oro atascado en una llanura vinosa y otras, en cambio, rojizo como un disco de cobre, entre nubarrones violetas, aparecía furtivo ante mis ojos que volvían a cerrarse. La última vez que desperté sentí un dolor terrible en la cintura. Me examiné y descubrí horrorizado que la correa me había cortado profundamente la piel en su roce incesante. El agua, al mojarme, me producía la sensación de una quemadura. Tenía la lengua enormemente hinchada y rota. Me desaté para echar a caminar por el océano. Tal era mi propósito, pues estaba delirando de la sed y la fiebre, y en ese trance me parecía natural caminar encima de las olas. Había gritado demasiado tiempo llamando a una sirvienta para pedirle que me trajera agua, y como ésta no venía y yo escuchaba mis propios gritos, por lo que no me cabía duda de que no querían servirme, me incorporé penosamente al pie del mástil para desatar el nudo. Fue en ese instante que comprendí que era de noche. Experimenté una gran alegría. Si la sirvienta no me atendía debíase a la noche, y recuerdo con precisión que me reproché el haber sido injusto con la criada. La negrura del mar parecía un túnel vacío dispuesto a tragarme; íbame a lanzar a su fondo cuando descubrí una masa inmensa virando despaciosamente a proa del “sloop” y en su fondo amarillo se recortaron dos cañones de gran calibre y dos chimeneas oblicuas; entonces, un sobresalto de alegría espantosa, inaudita, me hizo gritar. La dirección del fuerte viento empujaba a todo paño a mi embarcación hacia la mole de acero que trazaba un mosaico negro en la superficie movediza y plateada del agua, y es indecible describir mis sufrimientos durante aquellos minutos, porque sin poder apreciar la velocidad del acorazado ni la del barquillejo que me llevaba, se me figuraba que la mole desaparecería antes de yo llegar a ella, mas como el “yacht” no seguía una trayectoria recta sino oblicua, recuerdo que cuando llegué al corredor de sombra que la nave trazaba sobre el agua de plata, recibió el envión de la estela que la desplazaba, y si no hubiera habido una escala de cuerda caída a un costado ignoro cómo me hubiera valido. Cierto que mis energías eran escasas, pero la esperanza de poder beber mil litros de agua inflamó los músculos de mis brazos; la boca se me llenó de saliva mientras pensaba en los mil litros de agua y con los brazos tendidos aguardaba que la muralla de acero con la escalera pendiente pasara frente a mis manos. Cuando ésta pasó recuerdo que me tomé fuertemente de un travesaño de madera y como si no confiara en la energía de mis brazos mordí el travesaño. Así trepé hasta arriba, y cuando llegué me dejé caer en la fría coraza del puente, humedecida por el rocío nocturno. ávidamente me puse a lamer la chapa de acero. Creía morir de felicidad, y no bebía tan solo con la boca o los labios o la lengua, sino que abría las manos y las restregaba en el piso de acero elevado y húmedo, y hasta la piel de los brazos absorbía con tanta avidez la sensación de frescura como mi boca. Esto me reanimó lo suficiente para ponerme de pie, y tambaleándome miré sobre mi cabeza dos cañones desnivelados proyectando desde su torre de combate desiguales conos de sombra en el puente. Indudablemente aquél era un barco de guerra. En lo alto del palo trípode de la proa, un marinero de espaldas miraba con un catalejo hacia el lugar en que subía la luna. Tambaleándome, busqué la entrada al corredor de camarotes. Una mortecina lamparilla eléctrica iluminaba la entrada, y hacia allí me dirigí. Todas las puertas de los camarotes estaban cerradas y el piso cubierto de una alfombra de salitre, pero en el suelo, al fondo, se veía una raya amarilla de luz. Como estaba descalzo caminaba sin hacer mido y al llegar a la puerta del camarote me detuve, pues un oficial, de espaldas, con la cabeza inclinada, parecía estudiar algo en un inmenso plano que caía hasta sus rodillas desde una mesa. —Permiso, oficial —murmuré—. Soy un náufrago. El oficial debía ser algo sordo. Reparé que no me escuchaba, ocupado en el estudio de su carta marítima. Y cuando iba a entrar sin permiso ocurrió algo sumamente singular. El oficial giró sobre sí mismo y al hacerlo descubrí horrorizado que bajo la visera de su gorra no había una cabeza humana sino una calavera de respingada nariz de hueso y dientes de plata. Las manos del esqueleto tomaron un compás… Retrocedí, espantado. Buscando por dónde salir tropecé con un esqueleto vestido de marinero. Avanzaba por el pasillo. Pasó por mi lado sin mirarme, se cuadró frente a la puerta, llevó una mano a la altura de la sien y rigurosamente cuadrado habló en un idioma desconocido con el oficial de adentro. Mientras hablaba pude leer en la cinta de su gorra el nombre de “La galera galeota”. No me quedaba ya ninguna duda. Había caído en el acorazado fantasma. Seguí a lo largo del pasillo, una puerta estaba semientreabierta, ensayé la última prueba, y tuve que rendirme a la evidencia. En el comedor de los oficiales siete esqueletos uniformados, con la graduación en las bocamangas de sus chaquetas negras, reían en tomo de una mesa cargada de porrones de alcohol, y juro que era sumamente curioso ver esos dedos de huesos amarillos cogiendo los vasos de licor y echándoselos al coleto mientras los maxilares rechinaban unas palabras endiabladas que deduje eran alemanas. Y aunque la puerta crujió al abrirse y yo me detuve en el centro de ella, ninguno de ellos se dio por aludido. En aquel instante mi sed era tanta que no vacilé en acercarme a la mesa y tomar un botellón de agua, poniéndome a beber frente a ellos, pero ninguno de los bebedores, aparentemente, se enteró de mi acción. Después de vaciar el botellón tuve nuevamente mucha sed y cogí un botellón de cerveza; bebí hasta que semiembriagado caí sobre una silla, junto a un oficial que colijo sería teniente de navío. Fumaba una nauseabunda pipa, y quedé entre él y otro esqueleto cuya dentadura era de oro. Mas atención hubiera provocado en ellos una ráfaga de aíre que mi presencia. Pero todos estos hechos distintos, el dolor que aún me causaba la piel rasgada en la cintura, la sed satisfecha, luego la cerveza, me produjeron un bienestar optimista. Resolví aceptar que, habitado el acorazado por esqueletos o seres humanos, el hecho carecía de importancia siempre que yo me encontrara a salvo. Saliendo del comedor pensé (¡qué curioso es el mecanismo cerebral!) que posiblemente estuviera delirando a consecuencia de los sufrimientos pasados. Nada tendría de improbable que me encontrara en un acorazado real, y a consecuencia de la fiebre… Luego mi pensamiento perdió ilación, abrí la primera puerta al alcance de mi mano, me tiré sobre una colchoneta e inmediatamente quedé dormido. Cuando desperté tenía la boca pastosa y un dolor de cabeza extraordinario. Me dirigí por el corredor hacia el comedor de los oficiales; no había nadie. Abrí un trinchante, y descubrí un frasco de cerveza y un plato con manteca salada y pan negro. Recién entonces al mirarme accidentalmente a un espejo, reparé que estaba completamente desnudo y ello se explicaba, pues en el momento de descubrir el acorazado fue tal mi extraordinaria alegría que no se me ocurrió ni remotamente vestirme con la ropa colgada para secar al sol. Me inspeccioné el cuerpo llagado. La cuerda con la cual me atara habíame abierto una herida en la cintura. Di en pensar que, por más fantasma que fuera: el acorazado, decorosamente no podía circular desnudo entre espectros; quién sabe qué podrían suponer de mí. Tales eran mis escrúpulos terrestres. Meditando ocupé el sillón cabecera de la mesa, y mientras untaba concienzudamente una rebanada de pan con manteca, me dije una vez más que solo mi conducta irregular pudo arrastrarme a tales aventuras. No había excusa. Si yo hubiera sido un hombre respetable, un hombre que gastara calzoncillos de franela, en vez de encontrarme ahora solo y perdido a bordo de un barco fantasma, me encontraría en el seno de mi familia, posiblemente sentado a una mesa real, disfrutando de los bienes concedidos a los hombres honestos. Recordé los consejos que en la escuela me prodigara una santa y digna maestra, me acordé de los avisos que las compañías de seguros insertan en los tranvías. Avisos en los que aparece un progenitor en compañía de dos párvulos escrupulosamente peinados, sentados ante una mesa. Están acabando armoniosamente su merienda y de pronto los niños le señalan al padre, por la ventana, un truculento vagabundo que pide limosna porque no practicó la santa virtud del ahorro, e involuntariamente me golpeé el pecho con las manos. Mi desesperación no me impidió diezmar el pan y la manteca. ¿No era yo, en cierto modo, la representación de ese vagabundo? Todo ello me ocurría por haber dejado de tratar a personas respetables y alternar con un marinero borracho y loco. Ahora me encontraba a bordo de un acorazado fantasmagórico, entre oficiales esqueléticos, cuando a esta misma hora podía encontrarme en una mesa de café, tomando el vermut en compañía de dos respetables señores que me hablarían del estado de sus respectivas esposas o del engorde paulatino de sus primogénitos. A tales extremos conducía la mala conducta. Ese era el resultado de no tener principios morales ni religiosos. Tanto me afligió ello que repetidas veces insulté a Dios, pero como mis inauditas blasfemias no podían remediar mi situación y yo estaba más desnudo que Adán, determiné que la primera dificultad a salvar era la de proporcionarme ropa, y entonces, abandonando el diván de cuero, me dirigí a la camareta donde noches anteriores se encontraba el oficial espectral estudiando la carta náutica. La puerta de la camareta estaba cerrada; llamé varias veces con el nudillo de los dedos, pero como nadie salía a contestarme me introduje en ella, comprobando que se encontraba desierta. La carta marina se hallaba en el mismo lugar que la vi la primera vez, pero bajo una cucheta, en un rincón, descubrí una maleta de cuero. La abrí y en su interior encontré un ramo de flores secas, dos camisas de lana y un uniforme con las insignias de capitán de corbeta, que me apresuré a enfundar. El uniforme me venía excesivamente holgado, mas se trataba de cubrir mi desnudez y no de presumir de elegante. Así trajeado salí descalzo a la cubierta. Aunque tenía la sensación del movimiento de la nave en el cuerpo, constaté con sorpresa que el acorazado no se movía. Permanecía quieto en medio de una noche azul, amarrado a la orilla de una tierra alta y amarilla. No sé por qué motivos se me paralizó durante un instante el corazón al contemplar esa costa alta y gredosa, en la que proyectaba su funesta sombra el acorazado solitario, y nuevamente me acordé de los avisos de las compañías de seguros y de mi vida irregular, y experimenté un gran remordimiento, porque una cosa era gustar las aventuras y sentirse aventurero sentado en una cómoda poltrona, mientras el viento lanza la lluvia sobre los cristales de una habitación caliente, y otra la de participar como protagonista en una maraña de situaciones absurdas. Yo era un hombre de paz, y solo un fabricante de ladrillos podía encontrarse a gusto en presencia de esa tierra amarilla, siniestra como la playa de un matadero. Nuevamente me golpeé el pecho con ambas manos, y luego, con los brazos cruzados, los dedos rígidos que sobresalían fuera del cuerpo y la cabeza caída sobre un hombro, quedé en la cubierta de la nave de guerra como un fantoche. La noche curvada y terrible sobre el océano que cabrilleaba en la distancia, parecía cerrar un círculo de vida; era indudable: yo me había perdido para siempre. Y todo debíase al hecho de no practicar las virtudes del ahorro y por burlarme de los hombres que respetaban las leyes. Sin embargo, yo no era culpable. Constituía el tipo del pequeño burgués aburrido y un poco cínico a quien su mala pata embarca en sucesos irrisorios. De este modo fui adueñándome de la situación en lo referente a mi tranquilidad, y como no era posible pasarse la noche de brazos cruzados sobre el puente de comando, y además, como nadie me lo impedía, bajé a la tierra amarilla por una escalerilla de madera. Un silencio fantástico, casi sonoro, como presencia de una aparente detención de la vida, colmaba la soledad redonda. Eché a caminar. Era mi único recurso. De la tripulación del acorazado no podía esperar nada, pues dada su naturaleza espectral no podían informarse de mi existencia. Además, ya me encontraba en tesitura de aceptar lo absurdo. Esto no era tan divertido como en las novelas de aventuras, donde los acontecimientos se presentan a gusto y paladar de los protagonistas. Ahora deseaba apartarme de la nave siniestra, sentarme en cualquier rincón de la costa amarilla, mirar el océano y decirme a mí mismo con el mejor de los talantes: “Bueno, aquí estoy porque he venido”. No se me ocultaba que mi familia se afligiría, que la desaparición del marinero truhan provocaría un tole-tole mayúsculo; tan seguro como que dos más dos son cuatro que mi jefe de oficina clamaría una vez más contra mis costumbres disolutas, pero yo no era culpable de todo lo que ocurría. Al propio Dios padre, puesto en mi situación, no le hubiera quedado otro recurso que cruzarse de brazos y decirse que el mundo se pasara sin él. La aventura no tenía lógica. Eso ni se discute. Carecía de esa elegancia manufacturada para los sucesos novelescos, pero ni yo podía echarme a cuestas el barco de guerra ni trabar una descomunal pelea con los oficiales del mismo, ni descubrir una mina de oro. En el peor de los casos, mi posición se asemejaba, aunque no se quiera admitirlo, a la que puede ofrecérsele a un buen hombre que toma un tren, pierde el boleto, lo desembarcan en una estación vacía diciéndole de paso: —Que te las arregles con buena suerte porque la empresa no admite el traslado gratuito de vagabundos. ¿Qué hace un hombre a quien le ocurre tan estúpido percance? Pues, si no es un papanatas, rascarse tres minutos seguidos la punta de la nariz y otro la punta de una oreja, levantar un plano mental del edificio de la estación, tratar de congraciarse con el primer perro que pasa, y luego echar a caminar dulcemente por el pueblo desconocido para enterarse de cómo marcha el engranaje del mundo por allí. Y eso es lo que hice. Comencé a marchar alejándome del acorazado por un camino perpendicular a él. Corno dije, iba descalzo. La tierra sumamente liviana tendía un almohadillado de polvo bajo la planta de mis pies. A no mucho andar distinguí a un prójimo que caminaba con el mismo paso tranquilo que el mío. A lo parecía tener mayor apuro ni nada que se le pareciera. Le chisté repetidas veces hasta que se dio por notificado: cuando volvió la cabeza le hice señales con el brazo. Siguió caminando unos pasos y volvió nuevamente la cabeza; al fin optó por detenerse y cuando llegué a él descubrí que era un negro de cabeza redonda y motuda. Llevaba colgado del cuello, de la forma más pintoresca, un par de guantes. él, a su vez, al descubrirme uniformado, me saludó cuadrándose al tiempo que decía: —A la orden, mi capitán. Lo honesto en esa circunstancia era confesarle el accidente encerrado bajo la apariencia de mi uniforme, pero una ráfaga de vanidad me impulsó a consentir el trato, y, dándome cierto tono, le pregunté hacia dónde iba y qué le ocurría. Se puso a mi lado para explicarme sus desventuras. Había echado a andar por el mundo porque la comisión de boxeo de su país lo descalificó por unas sucias peleas, de las cuales él no era en absoluto culpable, sino el “otro y su ‘manager’”. Dándomelas de entendido le contesté que no se afligiera, yo podía recomendarlo cuando llegáramos al próximo poblado. Posiblemente allí tendría peleas a granel para efectuar, pues no me cabía duda de que “mis marineros habían llegado”. Me preguntó él a su vez qué género de desgracias me lanzaron al camino y le narré que la nave a mi cargo acababa de sostener un recio combate con dos “dreadnoughts”. Al fin, desmantelada por tres torpedos, se hundió en el océano, desde cuyo “nido de cornejas” continué haciendo fuego sobre mis enemigos con una ametralladora, hasta que no me quedó otro recurso que huir hacia tierra. Sosteníamos este diálogo no de manera forzada, sino lenta, y el boxeador, al tiempo que yo hablaba, movía la cabeza, preguntando ingenuidades. Después le pedí noticias de todas las peleas sucias y limpias que riñera en su vida, de sus éxitos y proyectos, pero, sumamente lerdo de ideas, se limitó a mostrar la media luna de sus dientes entre las negras bananas de sus labios. Si de primera intención me alegré de encontrarme con el negro, diez minutos después de acompañarme con su persona estaba profundamente aburrido. El fulano, salvo las historias de cómo había perdido o ganado y de referencias sobre jurados que conocía y “managers” que no me interesaban, no tenía nada que decir ni mayores ganas tampoco. Caminaba como si estuviera haciendo “footing”, con la soga de los guantes cruzada sobre la espalda y un puño de cuero en el pecho y otro sobre el riñón siguiendo el ritmo de sus pasos. De tiempo en tiempo, el negro volvía la cabeza hacia mí. Examinaba mis galones dorados y sonreía admirativamente; luego levantaba los puños a la altura de los codos, cimbreaba el torso y hacía un medio “round” de sombra en el aire, caminando. Este ejercicio, supongo efectuado en mi obsequio y para que me formara una alta idea de su persona, resultaba divertido en los primeros mil metros recorridos, pero al comenzar el segundo kilómetro el negro se me hizo insoportable. Para sacármelo de encima, como se dice vulgarmente, deteniéndome un momento en la llanura amarillenta, le señalé una dirección y le dije que caminando hacia tal parte se encontraba la ciudad hacia donde marcharon mis marineros. No sé si el negro estaba tan harto de mi compañía como yo de la suya, el caso es que me entendió y empezó a marchar en dirección contraria a la que seguí después. Durante algunos instantes quedé mirando cómo se iba haciendo su figura cada vez más borrosa y pegada a las otras sombras de la noche; luego yo también eché a andar. En casi todos los casos, caminar significa adentrarse en la cabeza de un globo de incoherencia, que sobreviene cuando a pesar de la fatiga se continúa moviendo las piernas. Tal me ocurrió en las primeras horas de marcha. Sin embargo, no tardé en alegrarme, pues observé que la llanura amarilla cambiaba de color, tomando un matiz verde claro. Por singular correspondencia, el cielo, negro sobre la otra llanura, azuleaba aquí. Se distinguían las primeras estrellas, lo que me infundió extraordinarios ánimos, porque el espectáculo tenía una similitud terrestre. Nuevamente mi pasado y sus experiencias sombrías quedaron relegados a la zona del sueño, que puede o no haber ocurrido, porque ¿quién se preocupa de averiguar el grado de verosimilitud contenido en un suceso que se nos figura un sueño y que, además, deseamos que lo sea? Pronto tuve la certeza de hallarme en otro mundo, aunque la llanura herbosa era continuación de la siniestra extensión de greda amarilla. Y era otro mundo, porque súbitamente desapareció la pesadez de mis miembros y ya no experimenté fatiga. Avanzaba ágilmente por un prado verdoso. Claras estrellas fustigaban de luz remota las cóncavas distancias, de manera que aunque yo sabía que era de noche, el paraje aparecía envuelto en claridad celeste. Esta luz parecía justificar cualquier armonía que un instrumento hubiera vibrado, produciendo la sensación de que ondulaba a ras de tierra. Quizá entre hojas secas o nacimiento de hierbas. Localizando aquel paraje con auxilio de una topografía terrestre, puedo decir que yo avanzaba hacia el norte. Al noroeste aparecía suspendida en el espacio la arquitectura fina y curvilínea de un palacio de galerías abiertas al oeste. No caminaba apresuradamente como alguien erróneamente pudiera creer. Por el contrario, avanzaba despacio, con el cuerpo excesivamente tieso, retrasando el inevitable encuentro que “tenía” que sobrevenir. ¡Porque sabía que me encontraría con alguien! Persistía en mí una sensación de dulzura, tal si hubiera sido reducido a las condiciones de una criatura que sabe que no puede recibir mal de nadie. Hacía mucho tiempo no gustaba un placer físico total, semejante a éste. Desparramado por las hinchadas venas de mis brazos subía desde las rodillas hasta los ilíacos. No podía ser de otra calidad aquella sensación que nace de la ejecución de un sortilegio. Sí, en cierto modo, me encontraba en el estado psicológico de un hombre que mediante un hechizo ha neutralizado una enfermedad mortal aposentada en las capas más profundas de su alma. Las Siete Jovencitas Claro que mi alegría no era completa en lo que atañe a las virtudes intelectuales. Contenía elementos de inteligencia animal que posiblemente allí, en esa zona azul, no serían tolerados. Simultáneamente me reconfortaba la presencia del palacete, con sus galerías abiertas y las especies de bosquecillos que formando manchas circulares permitían colocarse respecto al paisaje de manera decorativa sin desentonar con él. Y aunque andaba, como dije, erguido, pero retrasando el momento de llegada, no avanzaba gran cosa. Esto, en vez de alarmarme, como me hubiera ocurrido en circunstancias terrenas, me alegraba. Evidentemente, estaba satisfecho, y, además, asombrado de poder estarlo. Hacía mucho tiempo que ignoraba un tan total estado de ingenua alegría, festividad espiritual y animal. Mis sentidos entraron en un estado de sensibilidad tan supernatural que involuntariamente escuchaba la música de la hierba. Bajo los pies desnudos la sentía deslizarse, rozando la tierra, con ondulación de aire espeso. A su vez, la música de los bosquecillos tenía notas graves, tañidos de cacharro de cobre, de manera que el sentimiento de religiosidad que naciera en mí o en cualquier otro visitante no podía ser excesivo, sino ligeramente serio y adecuado a la coloración nocturna que arreposaba todo. De pronto resolví detenerme. No porque estuviera fatigado, sino porque maliciosamente pensé que más me convenía retrasarme. Sentándome en un banco de piedra di la espalda oblicuamente al palacete. Un agradecimiento extraordinario brotaba de mí hacia el misterioso protector que me había encaminado hacia esa espesura mágica donde yo distinguía formas de arquitectura terrestre. Estas eran simples apariencias, ya que en el país de los espíritus no son necesarios los palacios. Si ellos existen son únicamente sombras destinadas a decorar la perspectiva y a dejar ligado al visitante reciente por un cordón de belleza a su patria planetaria. ¿Qué alma se había ocupado de mí desde tan prodigiosa altura? Yo no necesitaba nada más que aquel respaldar de granito. Me era suficiente la paz aplomando mi cuerpo en el banco de piedra, la quietud de la noche, la música que a ras de tierra ondulaba sin mezclarse nunca a los tonos bajos de los bosques de frente redondeado, y donde se sucedían y se superponían las notas de los árboles, con tal simetría que un oído mucho más aguzado que el mío hubiera podido discernir entre el sonido del abeto y el del ciprés o la retama. Y mientras despierto dormitaba de esta manera, en el intervalo de uno de aquellos parpadeos que separan el ensueño del sueño físico, vi avanzar hacia mí, y con rápidos pasos, un pajecillo con calzas acuchilladas y jubón de gorguera. Mucho antes de llegar se quitó graciosamente el bonete, y haciéndome una reverencia que lo dobló en medio arco, me dijo una vez erguido: —Vengo, muy alto señor, en nombre de mis señoras, y mis señoras quieren verte y dícenme que te diga que entres con sosiego en el jardín divino, que nada malo te ha de acontecer, y sí que te harán feliz en la medida que tú mismo lo deseas. Dijo esto de un tirón, como personaje de comedia antigua, que ni el estilo lo desmentía, trazó otra reverencia, se cubrió con su cintoso bonete y echó a correr. Y yo ya no lo vi más, pero me quedé inquieto, asaeteado por escrúpulos y recelos: —¿Cómo me recibirían las almas que me esperaban? ¿Me reprocharían el suicidio del Marinero y el abandono del boxeador negro? A mis escrúpulos se mezclaba cierta envidia terrestre. Yo, en aquel instante, uno de los pocos de mi vida, aspiraba a ser perfecto como ellas y tenía conciencia de no serlo. Hubiera querido aparecer ante las jovencitas sin tener que arrepentirme de un solo gesto, de una sola falta de delicadeza. Sin embargo, ante las desconocidas, únicamente podía salvarme algo que no podía precisar con exactitud, a pesar de mi afán de análisis del delirio (porque no queda duda que estaba delirando). Sí, yo llevaba en mí alguna virtud inclasificable, que, a pesar de su potencia, me hacía sufrir. Algunas almas aguardaban mi llegada y me sentía indigno de ello, pero al mismo tiempo, merecedor de aquella prometida fiesta encantada. La verdad es que me resultaban un secreto los méritos por los que yo sería acogido tan afectuosamente. No podía desprenderme de mi naturaleza terrestre. Me sentía hostil hacia alguien, allí; no hostil, le tenía envidia, envidiaba profundamente la belleza de esas almas dispuestas a acogerme amablemente, y me arrepentía de mi debilidad. Deseaba presentarme como hombre a quien toda fuerza le está sometida por ser el mejor. De pronto siete almas se desprendieron de la escalinata. Sus voces cristalinas, entre el grave tono de los bosquecillos redondos y el ondular del viento espeso a ras del suelo, ponían en el aire murmullo de gorjeo. Oí que exclamaban: —Ha llegado nuestro amigo; ha llegado nuestro amigo. Avanzaban, destacándose en el fondo de azul de la noche redondeadas las floridas cabezas por las largas cabelleras. Las vestiduras, pegadas a sus rodillas por la presión del viento, trazaban en el aire siete campanas de colores suaves. Yo no podía apreciar el efecto de los matices ondulantes, arrebatado por el encanto de sus rostros, y en cada una de ellas reconocía una expresión de juventud y gravedad distinta. La generosidad con la que me acogían me entristecía. A pocos pasos del banco de piedra, se detuvieron. Ahora, las siete hadas, de pie, en semicírculo, sonreían sin mirarse entre sí, como si las asombrara mi conducta tan poco efusiva. Mi situación era naturalmente violenta. Siete jovencitas inspeccionándome el semblante, y yo de pie ante ellas, inclinando la cabeza, o desviando la mirada hacia la que era la última a la izquierda, pero cada una me observaba con tan particular afecto que yo no hubiera experimentado ninguna dificultad en hablar confidencialmente con cualquiera de ellas, mas no se me ocurría qué decirles, viéndolas así reunidas, y continuaba callado. Entonces las siete exclamaron nuevamente y con voces tan graduadas que parecían pertenecer a un coro: —¿Este es nuestro amigo? ¡Y ha llegado…; ha llegado cuando menos lo esperábamos! En aquel mismo instante experimenté tal cansancio que, retrocediendo, me dejé caer en el banco de piedra. Apoyé una mano en el respaldar de piedra y la frente en el antebrazo. Ellas me rodearon con pasos danzarines, y cuando levanté la cabeza las siete se agrupaban en tomo mío. Yo las miraba, y el silencio que guardaban me hacía mucho bien. De igual modo esa claridad azulada en la cual flotaban las cúpulas de los árboles destellando verdes de gema metálica. Estaba seguro, además, que, de hablar, mi áspera y desagradable voz humana hubiera resonado allí como rayadura de acero en una placa de vidrio. Decidido a no hablar me deleité en observar más de cerca aquellos rostros finos y los rizos que les caían en tomo de las gargantas y los puros ojos almendrados con largas pestañas que se entornaban pensativas, y yo no acertaba a preferir si detener mis ojos en la rubia, cuya túnica violácea rodeaba de un halo celestial su carne alabastrina, o si en la morena, cuya vestidura color rosa tomaba más luminosa su epidermis de plata. Y las siete, pasando su brazo sobre mi cuello, aguardaban en silencio mirándome fijamente, como si hubieran sido mis hermanas, y yo únicamente sentía un gran deseo de llorar y de llamarlas hermanas mías y no decir más nada y morir así para siempre. Una de ellas se apartó de pronto del grupo y mirándome me hizo una gran inclinación, y como yo no soy un grosero me puse de pie y también la reverencié llevándome la mano al pecho. En seguida las siete se inclinaron y yo repetí la zalema, y entonces la quinta, que tenía los cabellos como muescas de azabache, volvió a inclinarse y extendiendo una mano me alcanzó un violín. Después que hubo hecho esto se reunió a las compañeras y las siete tomaron a arquear otra reverencia y yo les correspondí, con mi violín en la mano, estupefacto de hecho, porque no conocía música, e incluso ignoraba cómo se esgrime el arco y se coloca la caja en el hombro. Y ahora que recuerdo, creo que yo estaba muy bien con mi uniforme de capitán de corbeta. Mas ellas me contemplaban con tanta insistencia, y yo bebía tan ávidamente la amabilidad brillante en el fondo de sus muy preciosos ojos, que comprendí que debía tocar. El sudor brotaba copiosamente de mi frente, pero debía tocar. Me resolví. Apoyé el arco en las cuerdas y el temblor de mi pulso se transmitió a las crines que amanearon un módulo largo. Y simultáneamente las siete se llevaron las manos al pecho. Me olvidé de mí mismo. Adivinaba mi papel. Apoyé decididamente el instrumento en el hombro. Hice temblar el arco tres veces. Una magia desconocida guiaba mis dedos. Luego me detuve, completamente dueño de mí mismo. ¿Qué era lo que quería expresar para ellas, las siete jovencitas? Las miré sonriendo, por primera vez. Interpreté el sentido efusivo de las palabras con que me recibieron: —Ha llegado nuestro amigo. ¡Claro que yo era amigo de ellas, y de sus almas, y de sus sueños! Ese sentimiento lo cantaría en el violín. Mi amistad perfecta, mi alegría flamante, una alborada de desinterés y cierta noche de melancolía plateada. Oprimí el mango entre mis dedos y me lancé decididamente. Fue primero un trino suspendido, fragmentado en tres tiempos, como el de un pájaro que no se atreve a cantar a pesar de ser dueño de su voz, sin tener la certeza que hay otro pájaro en la espesura que contestará a su canto. Después fue un gorjeo más alto, con tonos de oro caliente, y reincidí como si el llamado al otro pájaro solicita correspondencia; mas el silencio en la espesura era rico de densidad y comprendí que no debía esperar más. Las siete jovencitas se habían apiñado junto a un árbol y con una mano en el oído esperaban ávidas y cautas, por lo que necesité recurrir al encanto del agua: el violín chasqueó un golpe de cascada en las breñas y el impulso agitado de las ondulaciones se transformó en una linfa larga y fina, cuyos meandros trazaba el arco con facilidad asombrosa. Luego me desligué de los elementos naturales; cantaba a mi propia alma. Era un trino largo, quizá una queja remota, pero disgustado por la reminiscencia la abandoné para recurrir a los sonidos cantarines, una serie arpegiada de trémolos de plata. Y así como la impaciencia de una garganta de cristal se atora en su propia riqueza, así, densos, superpuestos en polígonos como los que forman los haces de cabello trenzado surgieron tres sonidos únicos. Cual tres médulas, verde, roja y azul, se elevaban en la noche hasta cierta altura, para quebrantarse en un mirasol de gotas irisadas, vertiginoso temblequear del arco y arañar de los dedos. De pronto, las siete jovencitas se cimbraron sobre sus cinturas, levantaron una rodilla, y siete pies en el aire iniciaron el compás de una danza, acompañada rítmicamente de ligeros movimientos de cabeza. Me arrojé de lleno en un compás de oro y plata, solicitación de fuerzas contrarias que terminaban por coordinarse en una melodía que tenía la misma gracia que la inclinación de las siete cabezas sobre el hombro, en un abandono femenino. Rápidamente subí de tono, convertí el módulo espeso en una sucesión de saetas, y tácitamente, tres de las jovencitas se apartaron hacia un costado, otras tres hacia otro extremo de la gran galería y una quedó en el centro, girando. Las notas arrancadas a mi violín subían como saetas, pizzicato que la solista aislada acompañaba con ágiles saltos en las puntas de sus pies. Los sonidos llegando a cierta altura caían como gotas de agua, y los trípticos de danzarinas se elevaban sobre sus talones para luego inclinarse con el cuello extendido hacia adelante. Sus seis pies derechos zigzagueaban en el aire una concéntrica agitación de agua, y la solista, girando sobre sí misma como una peonza, intentaba lentos vuelos que sus dos brazos postraban como los de un ave que tiene las alas rotas. Ya no tenía miedo. Bruscamente interrumpí los staccati para iniciar un campanilleo brusco, horizontal. Ellas, semejantes a estelas faraónicas, el mentón paralelo al hombro izquierdo y los brazos en ángulo recto, avanzaban unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda. Confiado en mí mismo, inicié una melodía de sonidos curvados como las muescas de una elíptica, que una vez en el avance lateral las hacían girar con el pie entornado hacia la derecha y otra hacia la izquierda, pero tan rápidamente que las notas parecían alternativos golpes de martillo en un yunque de plata y otro de oro. Quería superarme. Las inmovilicé con un silencio en la actitud total de la danza, posición que era de las siete, tiesas sobre sus pies tiesos, y vertiginosamente imaginé el canto de una alegría pura, el poema de la felicidad recuperada, canto que puede esperarse con los brazos elevados al firmamento y los pies castigando el suelo, y rápidamente desgrané tres sones graves de atención. Las siete me miraron, luego cambié de idea… Quería estar solo, cantar mi exclusiva alegría, regalársela a ellas, sin que ellas, con la fatiga de sus cuerpos ondulantes, de sus manos ritmadas, de sus ágiles piernas, me embriagaran de voluptuosidad, y, entonces, les hice con el arco entre el espacio de dos sonidos, una señal. La noche tibia y azulada continuaba flotando sobre los bosquecillos redondeados. Hacia el oeste, el cielo adquiría un verdor de esmeralda purísimo. Escasas estrellas encendían sus antorchas de aluminio. Las siete hadas se dejaron caer al pie de un árbol. Tomándose las rodillas entre las manos las que apoyaban las espaldas en el árbol, y recostadas a sus pies las cuatro restantes. éstas apoyaban una mejilla y la sien en la mano. Con el codo clavado en la hierba, se dispusieron a escucharme. Resuelto a cantar la hambrienta sed de altura que había padecido, comencé con un gemido subterráneo. Zumbido de viento, que se trunca y escapa por las angulosas oscuridades de una mina de carbón. El zumbido avanzaba vertiginosamente hacia su explosión, tomándose grave como si pasara por los tubos de un órgano ondulado. En un crescendo de tempestad, aparecía el debate del alma en su lucha despiadada con los monstruos del bosque de la vida, cada nota chillona parecía tajada por un bisturí; los dos acordes sangraban fragorosos. La estructura de aquella gran composición se arremolinaba como el viento bajo los puentes, estratificándose verticalmente en grandes árboles de sonidos, hasta que, al final, la superposición de tonos alcanzaba el tumulto de la tempestad. Esa masa bronca de voces pareció de pronto ser cortada a ras por una filosísima navaja. Las notas quedaron niveladas. De la superficie oscura y triste se desprendió entre abovedamientos de silencio una vocecita cristalina. Cobraba fluidez a medida que se acentuaba, se atornillaba sobre sí misma, como si proyectara en una tensión de resorte el próximo temblar de un címbalo de bronce, y entonces vacilé temeroso: ¿Llegaría esa nota a escalar el cielo? Le imprimí mayor violencia al arco. Fue como si rasgara un catedralesco cubo de cristal. Me atreví e insistí. Los sonidos crujían ahora el resquebrajamiento de un inmenso paralelepípedo de cristal, cada vez más rápidamente, hasta que quedaron colocados en la clave más alta. La primavera surgía de mi instrumento. Cada nota de vidrio, de hierro, de cobre o de plata, batía un orgasmo en flor, una abertura de ramajes morenos en lo azul de nácar del espacio, una curvatura de vergeles verdes. Súbitamente se me llenaron los ojos de sueño, los tendones de los brazos de reumatismo. No podía sostener las manos. Ellas, las siete hadas, se pusieron de pie y me miraron sonriendo. Sentía que caía; iban a tomarme entre sus brazos, cuando en cada uno de aquellos queridos rostros vi pintarse el espanto. Nunca olvidaré la lentitud con que volví el rostro y cómo espié con el rabillo del ojo: quien provocaba nuestro espanto era un orangután que se adelantaba dando saltos de sapo, revestido de una dalmática de seda negra enyesada. Lo seguía una cáfila de estropeados pavorosos, cráneos como melones perpendiculares, ojos tuertos y narices en caballete, trompeta o romas. Algunos se apoyaban por el sobaco en muletas, arrastrando patas vendadas, y otros avanzaban dando saltos sobre sus muñones y la palma de las manos. Entre la tropilla se oía el ronquido bestial de un cerdo cabezudo y cegatón, atraillado por una vieja, que traía la cabeza envuelta en un pañuelo atado en forma de embudo. Un chico gordo en mangas de camiseta, mostraba su jeta lívida y leonina. De pronto, de entre esta terrorífica chusma, escapó el alarido amarillo de una trompeta, un cojo redobló los palillos en el parche de su tambor, y, cuando un viejo con una anteojera de charol sobre un ojo se desprendió del grupo tumefacto, una voz entre las jovencitas exclamó: —Huyamos. Es el Rey Leproso. Y yo, a pesar de mi uniforme de capitán de corbeta, eché a correr desesperadamente.. La Ciudad de las Orillas Corrí durante mucho tiempo, unas veces caía por tierra, y así caído, continuaba arrastrándome, y cuando recuperaba fuerza para respirar, continuaba corriendo y durante mucho tiempo fue de noche en aquella carrera horrenda y sin rumbo. Si volvía la cabeza creía ver tras de mí al orangután, que se adelantaba con saltos de sapo, o escuchaba el ronquido bestial del cerdo cabezudo y cegatón, atraillado por la vieja leprosa. Me había extraviado definitivamente. Cruzaba diabólicas zonas vegetales, que lanzaban desde la tierra sus tentáculos botánicos, y durante días interminables, preso de angustia mortal, me debatía entre atrapadoras lianas, cuyos brazos peludos como los de las arañas me retenían por la cintura, manteniéndome allí, entre lo desconocido de la tierra y lo negro del cielo, vertical y desesperado. Luego, los arcos se aflojaban y echaba a correr. Una vez se me ocurrió que si galopaba tan obstinadamente era porque huía de mí mismo, y entonces, extenuado, me dejé caer en la llanura pastosa y gemí mi desesperación. La tierra era allí una sucesión de montes y colinas, valles y quebradas, totalmente boscosos. Penetraba en selvas formadas por árboles tiernos y jovencitos, y me internaba hacia el infierno verde por picadas profundas, abiertas por ignoradas gentes. Había instantes en que perdía tan totalmente el sentido de la orientación, que me parecía flotar en el centro de una esfera verde. Cuando me aburría de caminar, me sentaba sobre el tronco de algún árbol derribado por el rayo o la tempestad. El aire se enfilaba bruscamente y yo, haciendo un esfuerzo tremendo, levantaba la cabeza. Ciclópeas murallas vegetales dentaban con sus altos montes de verdura un cielo anaranjado o azulenco. Junto a esos árboles de nombres ignorados el hombre resultaba más pequeño que una hormiga al pie de un eucalipto. A veces me detenía en mi marcha para dejar pasar por el camino escamados cables del grosor de un brazo o de un muslo. Estos monstruos parecían tener la piel espolvoreada de limaduras atornasoladas, oro, bermellones, violeta y negro de humo. Solían estar suspendidos de una rama o enroscados a un tronco, mostraban sus bocas triangulares, anfractuosas de dientes, como terribles serruchos. Me desinteresaba del momento en que vivía, pero para saberlo no tenía más que levantar la cabeza: veía allá, en la costa de las alturas prodigiosas, declives teñidos de un amarillo triste, y entonces, estremecido de frío, castañeteando los dientes, continuaba caminando con la cara caída hacia el suelo. Caminar se convirtió en mi segunda naturaleza. Lo hacía automáticamente, dormitando, sorprendido muchas veces de encontrarme en marcha, porque me suponía acostado, o muerto, o en la cima de un árbol. Y no, no estaba acostado, ni muerto, ni en la copa del árbol. Una semana o más caminé sumergido en el agua hasta las corvas. Entré a un pantano cubierto de flores blancas. Estaba extraviado y posiblemente daba lo mismo que caminara en una dirección como en otra. Cada vez que levantaba un pie y bajaba otro, el agua cloqueaba su acuático chec-chec, y las flores blancas extendían sus pétalos en tal extensión que me parecía caminar en una llanura de mariposas dormidas. No sufría los efectos del hambre ni de la sed. Cuando me sentía extremadamente fatigado, subía a un árbol, y, acurrucado en la horqueta, dormía como un mono grande, entre los amenazadores silbidos de serpientes anilladas. Una lívida claridad de crepúsculo verdoso penetraba el espacio como la luz irreal de una decoración de teatro. Al despertar, emprendía la marcha, como un autómata. No quedaba en mí un solo residuo de desesperación que no hubiera derramado en gruesas lágrimas. Quería llegar. Era lo único que sabía… Adonde… No lo sé…, pero quería llegar. Por fin una noche, cuando ya estaba dispuesto a dejarme ahogar en la tersa llanura de agua y flores blancas, choqué de frente con el marco de la misma, y no digo orilla, sino marco, porque aquella era una costa alta, empinada, pétrea y adusta, como el ceño de un mal hombre. Desvanecido de fatiga, apoyé la frente en la piedra, y aquella muralla inmensa le devolvía su realidad al pantano que dejaba atrás, porque ahora el agua recobraba en contacto con la piedra un sonido al cual mis oídos no estaban acostumbrados, o quizá lo habían olvidado en la terrible marcha, y entonces, repentinamente, temeroso, comencé a escalar la costa. Trepaba el roquedal, ayudándome con los pies, las rodillas, los codos y las manos y me desgarré la carne de los brazos, la curva del vientre y la seca piel de las rodillas, pero tanto era mi afán de escapar de la llanura, de las mariposas dormidas, que todo sacrificio me pareció el precio adecuado de esa fuga. Cuando alcancé la planicie de la orilla, me dejé caer al suelo, y posiblemente permanecí en esa postura varios días, hasta que, repuesto de mis fatigas, desperté ante un crepúsculo. Experimenté una sensación extraña. Me encontraba en una planicie confinada por un mar empinado hacia el cielo, y con tal ángulo que parecía una explanada sombría, empotrada en la más alta bóveda…; pero entre ella y esa tierra donde yo me encontraba mediaba el abismo de bosques que durante meses caminé en las tinieblas. Y recordando mis penurias, me dejé caer sobre la tierra y me puse a llorar amargamente. Luego me puse de pie y miré el panorama que quedaba a mi espalda. Una cadena de montañas trancas, crestadas como serruchos perpendiculares, corría de este a oeste, y tan parejamente azules que no parecían de piedra, sino de neblina congelada en el aire. Mirando en derredor, descubrí varios caminos trazados por la planta del hombre y todos en dirección a la cadenuela de montañitas; y, efectivamente, cinco días después de echar a andar por allí, sin percance digno de mención, llegué a la ciudad de las orillas, cuyo nombre no se puede decir, porque es un secreto, y cuento lo que vi en estilo enfático, porque es ésta una de las ciudades de las que únicamente se puede conversar con palabras escogidas y giros cuidadosos. Estaba edificada a orillas del mar cenagoso, sobre roquedales perpendiculares a una llanura de fango que a veces cubría el mar. Y no era extraño oír contar a los pescadores, cuando la marea bajaba, que a veces quedaban sus bicheros engrampados en los eslabones y en las grietas de las murallas cubiertas de fango. Según la tradición de los hombres de la orilla, estas murallas pertenecían al recinto interior de una ciudad que ellos, los hombres de la orilla, decían había sido sede del rey que fue. Los hombres de la orilla se alimentaban de los peces muertos que la marea dejaba abandonados al retirarse de la llanura de fango y no tenían trato alguno con los hombres de la ciudad, que se untaban de aceite aromático, gastaban grandes barbas y movían con suficiencia sus enormes vientres de pescadores de oro. Ellos se habían construido una ciudad grande, tumultuosa y apiñada, como conviene que sea una ciudad de hombres crueles, débiles de piernas y ágiles de manos para contar dineros. Los jardines bajaban en escalones, entre murallas de piedra y columnas de cobre. El centro estaba ocupado por ringlas de comercios de dinteles bajos y cavernas negras. Allí se guardaban los tesoros con que compraban la indulgencia para sus pecados y la alegría que solicitaban sus torneadas pantorrillas. A pesar de esto, era una ciudad extraña porque solían encontrarse en ella espíritus cuyos cuerpos estaban encerrados en los manicomios de la tierra. Estos espíritus decían, cínicamente, que la utilidad de los manicomios consistía en guardar fuera de peligro el cuerpo de aquéllos cuya alma cumplía ciertas necesidades de viaje, de las que no convenía hablar con los que no entienden. Mas, cuando un habitante de la ciudad cuyo nombre no se puede decir, se encontraba con un ciudadano de la tierra, procedía como si no viera ni escuchara nada del nombrado coloquio, de igual manera que procedemos nosotros cuando estamos en compañía respetable y contra nuestra voluntad tenemos que escuchar palabras inconvenientes. Claro está que, a pesar de sus jardines en gradinata y de sus columnatas de cobre, no puede afirmarse que ésa fuera una ciudad alegre, ya que abundaba en callejuelas oscuras constituidas únicamente de edificios con fachadas de piedras de dos o tres pisos de altura. Las casas destinadas a operaciones comerciales tenían puertas bajas, de tableros excesivamente gruesos, y cuando se les preguntaba por qué habían constituido puertas tan sólidas, replicaban sonriendo irónicamente: —Para defendemos de las invasiones de los leones. Allí dentro se distinguían mostradores recios, pintados de rojo y de verde, y tras de cada mostrador un negro que tenía doblada la cabeza sobre un hombro. Estos negros, cuando discutían violentamente, hablaban en voz baja. Algunos tenían un ojo negro y otro celeste y fumaban una hierba fina como pelo de gato que hacía soñar en los bosques y aclaraba los secretos de los dioses menores. Y había un género de mercaderes muy singulares, en cuyas tiendas se podían comprar sueños. Y los vendedores de sueños eran hombres taciturnos, de palabra medida y babuchas violetas a los que algunos llamaban dignatarios del infierno, y otros chambelanes del cielo, y que cuando marchaban por las calles se hacían preceder de cuatro esclavos con campanillas que llevaban cada uno la punta de un inmenso cofre, apoyada en el hombro. Y no efectuaban tal paseo ni camino para comerciar con sueños, sino que cuando uno de estos hombres se exhibía de tal manera era para ir a renovar su “stock” de mercadería a una zona a la cual solo podían entrar muy escasos mortales. Luego me enteré de un detalle singularísimo, que consistía en que dentro del cofre, amordazado para que no gritara y amarrado para que no se rebullera, los mercaderes llevaban un chico vivo, al que degollaban entre árboles singulares, y cuando la sangre del niño se vertía en la tierra fresca, su emanación atraía a los espíritus de los sueños que estos traficantes comercializaban. Otro sector de la ciudad estaba construido como las nuestras, con jactancia y soberbia. Jamás profeta alguno había escupido en sus fachadas ni amenazado los techos de pizarra y tejas de oro con sus puños irritados. En esta zona de la ciudad no entraban jamás los hombres de la orilla, a quienes los de la ciudad llamaban los asesinos. Los asesinos vivían, como dije al comienzo, del desierto, y sus miembros podían únicamente casarse con las hijas de los hombres de las Tierras Verdes, que eran tierras altas y minadas por las cavernas. Cuando hablaban con los hombres de la ciudad tenían que hacerlo de rodillas, y esto ocurría porque los hombres de la ciudad tenían el dinero, y tanto es así, que cuando los hombres de la ciudad hablaban de su dinero, se reían, y el vientre, siguiendo los borborigmos de sus carcajadas, amedrentaba a los que se alimentaban de pescados podridos y hongos escarlatas. Y entre los forasteros estaba ya consagrada la costumbre de no presentarles qué destino le daban a sus cargas de oro, pues era gente aquélla abundante en restricciones misteriosas, y así, otro de los secretos que mantenían en el más riguroso silencio, era la suerte de sus muertos, y ningún viajero se atrevía a preguntárselo, pues hacerles esta pregunta era inferirles una gravísima ofensa. Toleraban que se les hablara mal de la ciudad, e incluso lo saludaban amablemente a uno si los insultaba, pues la cortesía era allí rigurosamente observada, pero en modo alguno permitían que se les preguntara por el camino que seguían sus muertos, aunque yo le oí contar a un vagabundo de las orillas de piedra, que sus muertos los entregaban a un pájaro poderoso que se llamaba Roc, y que el dicho Roc se los llevaba hacia la región que no tiene nombre en el idioma de ellos. Sucesos de los que no puedo dar fe. También había otra costumbre, y era que sonara una campana; cuando esa campana sonaba, las calles se llenaban de mujeres. Ellos decían que ésa era la hora en que paseaban sus mujeres, aunque yo no sé si es cierto o no, pues nunca vi a ninguna mujer en aquellas calles, aunque sí escuché en el aire como roces, y el mismo vagabundo de que hablé antes me comunicó confidencialmente que esas mujeres estaban envueltas en velos tan sutilmente tejidos que las tomaban invisibles. Es probable que así fuera, porque hay otros detalles sumamente curiosos, y que no vienen al caso, que eran como el atributo y la dignidad de aquellos ciudadanos amarillos y redondos, cuyos aceitosos ojos fulguraban de furor si se les injuriaba llamándolos “hijos de las Tierras Verdes”. En aquellos tiempos vivía yo en las afueras, cerca del barrio de los teñidores, en casa de un encantador de metales. Se denominaba encantadores de metales a los esclavos que conocían el secreto de hacer que un metal, al ser golpeado, emitiera el sonido de la voz de una mujer, o el silbido de una serpiente, o el canto de un pájaro. El encantador de metales trabajaba únicamente las noches en que el océano lloraba por las almas de los muertos que están disueltos en su salitre y en su yodo. Era un hombrecito tuerto y silencioso, enemigo de conversar acerca de las habilidades de su profesión. Yo vivía en la casa de este hombre en virtud de una amenaza terrible que le había hecho. Como dije, estaba viviendo en la casa del encantador de metales, cuando los perros lloraron al lamer los charcos de agua, y si alguna duda me quedara de que aquel desastre fuera preparado por los dioses, descontentos de la ciudad, esa duda la disipará un singular suceso de que fui testigo en casa del encantador de los metales. A medianoche me desperté escuchando que alguien tocaba muy suavemente el zócalo de la puerta de mi dormitorio. Volví a dormirme, mas poco tiempo después me volvieron a despertar ruidos sordos y choques amontonados y profundos. Me levanté y corrí en puntillas hasta la puerta para mirar por una hendidura del postigo, y lo que vi fue un león que se rascaba un flanco contra el tronco de la palmera que había en el jardín. Un terror tan maravilloso entró en mi corazón que, arrastrándome por el suelo, con el vientre pegado al piso, llegué hasta la cama. Y me desvanecí. Al día siguiente, cuando le conté al encantador de metales lo que había sucedido, se echó a reír con una risa falsa y dijo que yo estaba equivocado. Y todos los habitantes de la ciudad, cuyo nombre no se puede decir, me negaron terminantemente que fuera verdad el suceso a que hice referencia, incluso más de uno me dijo con descortesía, impropia en gente tan amable, que yo era un fabricante de embustes y de malas historias, y que no tenía derecho a abusar de la hospitalidad que se me daba, haciendo circular chismes inverosímiles. Y un pescador de oro, que tenía la barba negra recortada en forma de estrella con varias puntas sobre su pecho recio y que vestía una magnífica túnica escarlata, tejida en la baba de un pez rarísimo, y que da derecho a los que gastan esta túnica a burlarse de Dios, me expulsó de la puerta de su comercio, mientras me injuriaba atrozmente y pedía a sus protectores me castigaran con la lepra sonriente, que es una enfermedad que no se describe y que cubre todo el cuerpo de muescas que parecen labios sonrientes. Fue entonces cuando, caminando hacia el corazón de la ciudad, vi a los perros que lloraban con amedrentamiento, después de haber sumergido los hocicos en los charcos de agua, como si quisieran advertir a los habitantes de la ciudad, cuyo nombre no se puede decir, de un peligro que nadie comprendía, y menos ellos, porque a ellos, que amaban el oro, las altas deidades les cerraron los ojos del entendimiento. Yo caminaba inmensamente triste. Pensaba que en la tierra se burlarían de mí cuando dijera que había descubierto una ciudad donde los hombres que pesan el oro gastan barbazas en forma de estrella y tienen derecho, si han adquirido una túnica de baba de pez, a burlarse de Dios. Llegó mediodía, y cuando iba a entrar a la calle de los pescadores de Plata (que había la calle de los Pescadores de Plata y de los Pescadores de Oro y en esta calle, por ejemplo, no se podía cambiar monedas de plata) vi con asombro de espanto que de las junturas de las piedras que enlosaban la calle rezumaba agua, y vi también que los comerciantes y los pescadores de metales cerraban con premura sus comercios, y en pocos minutos las calles por donde yo caminaba quedaban desiertas y clausurados los negocios como en día de riguroso peligro, y cuando llegué a la calle del Azafrán, donde todas las fachadas pintadas de amarillo rojizo pregonaban la industria de sus pobladores, el agua ya me cubría los pies. Cuando llegué a la calle del Hierro tenía las rodillas sumergidas. En esa circunstancia tropecé y al caer tragué involuntariamente un buche de agua; me di cuenta entonces por qué los perros lloraban al lamer los charcos: el agua era excesivamente salada. Recordé la ciudad sumergida, de la que hablaban los habitantes de la orilla, y más pavor entró en mi corazón. Y ocurrió algo que es increíble. El agua subía su línea azul por los rebordes de todas las murallas; es decir, que en un mismo nivel, en determinado lugar, cubría un césped, y en otra parte una hornacina. Y, de pronto, aparecieron en sus chalupas los hombres de la orilla, a quienes los dueños del oro llamaban los asesinos. Los asesinos traían amarrados por cadenas de cuero a perros marinos, y los azuzaban al tiempo que gritaban frente a las puertas de los habitantes de la ciudad. Y el agua subía, mas ninguno de aquellos hombres que pesaban oro abandonaba su escondrijo, como si temiera la venganza de sus esclavos. Durante tres días y tres noches el agua cubrió las techumbres de todas las casas; luego se retiró, y ahora la ciudad cuyo nombre no se puede decir está cubierta de fango y sus puertas tapiadas de musgo. A veces, cuando un techo se derrumba, se ve en el interior un cadáver abrazado a un arcón que, probablemente, contiene metales preciosos, pero los asesinos, indiferentes, se pasan el día en la orilla fangosa, tendidos al sol. Y cuando la marea crece, el agua en rizos de espuma les moja los pies; pero ellos no se molestan y dejan que los perros marinos les traigan entre los dientes los pescados que necesitan para alimentarse. Finalmente, los hombres de las Tierras Verdes resolvieron regalarme un perro, que es el obsequio con que se agasaja al viajero a quien se desea perder de vista, y yo llamé a mi perro y le dije estas palabras: —Hijo de las Tierras Verdes: acompañarás a tu amo por el mundo y le proveerás de alimentos porque tienes el hocico cauto y sigiloso como conviene a un buen perro buscador. Pero mis palabras no le causaron el menor efecto, porque no solo no se lanzó al mar a buscarme peces con que alimentarme, sino que, echándose melancólicamente en la tierra, comenzó a gemir suavemente como una mujer. Y entonces le cobré miedo a mi perro y eché otra vez a caminar solo. ¡Qué es lo que no he conocido en ese año de vagabundajes! Fui amante de Gladira, la reina del país de las amazonas, donde todos los años nubes de jovencitas asaetean a los machos nuevos que salen de su caverna a aullar en los prados luneros. Conocí Astapul, la tierra de los campesinos fuertes que mutilan a sus esclavos de brazos, lengua u ojos, según sean los menesteres de labradío o granja. Los campesinos de Astapul tienen perfil cartaginés y viajan montados en mulos gordazos. Visité Pojola, la tierra de las diosas rubias y de los guerreros que dejan colgado un peine, cuando van a combatir. Si los dientes del peine destilan sangre, signo es de que el guerrero ha muerto. En Pojola las vírgenes beben toneles de cerveza y luchan a brazo partido con los herreros caminantes y los tiradores de bolos. He visto enjuiciar un alma que a la luz del sol en el desierto se muestra en el cielo durante la noche, y he comprendido cómo muere “para toda la eternidad” el espíritu de un malvado. Y un día, cuando harto de caminar por las tierras que están a la orilla de la nuestra, entré por un sendero bordeado de ligustros y descubrí mi casa y salí a la calle, la gente descubrió que yo estaba desnudo porque posiblemente no veía mi traje de capitán acusándome, además, de homicidio y pederastia. Por eso he escrito estas líneas que son testimonio de mi honrada vida¹. Notas 1. Gustavo Boer fue detenido bajo la inculpación del asesinato de un marinero, que se encontró muerto en su habitación. Boer, para simular haber cometido el delito en un ataque de locura, salió a la calle desnudo. Su mismo relato del proceso que él quiere hacemos creer, refleja su estado de anormalidad; nos presenta a un imaginativo poético completamente normal. Como se supone, Boer será condenado a pesar de sus tentativas de pasar por demente. *FIN*
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Escritor fracasado
Cuento
Nadie se imagina el drama escondido bajo las líneas de mi rostro sereno, pero yo también tuve veinte años, y la sonrisa del hombre sumergido en la perspectiva de un triunfo próximo. Sensación de tocar el cielo con la punta de los dedos, de espiar desde una altura celeste y perfumada, el perezoso paso de los mortales en una llanura de ceniza. Me acuerdo… Emprendí con entusiasmo un camino de primavera invisible para la multitud, pero auténticamente real para mí. Trompetas de plata exaltaban mi gloria entre las murallas de la ciudad embadurnada groseramente y las noches se me vestían en los ojos de un prodigio antiguo, por nadie vivido. Abultamiento de ramajes negros, sobre un canto de luna amarilla, trazaban, en mi imaginación, panoramas helénicos y el susurro del viento entre las ramas se me figuraba el eco de bacantes que danzaran al son de sistros y laúdes. ¡Oh! aunque no lo creáis, yo también he tenido veinte años soberbios como los de un dios griego y los inmortales no eran sombras doradas como lo son para el entendimiento del resto de los hombres, sino que habitaban un país próximo y reían con enormes carcajadas; y, aunque no lo creáis, yo los reverenciaba, teniendo que contenerme a veces para no lanzarme a la calle y gritar a los tenderos que medían su ganancia tras enjalbegados mostradores: —Vedme, canallas…; yo también soy un dios rodeado por grandes nubes y arcadas de flores y trompetas de plata. Y mis veinte años no eran deslustrados y feos como los de ciertos luchadores despiadados. Mis veinte años prometían la gloria de una obra inmortal. Bastaba entonces mirar mis ojos lustrosos, el endurecimiento de mi frente, la voluntad de mi mentón, escuchar el timbre de mi risa, percibir el latido de mis venas para comprender que la vida desbordaba de mí, como de un cauce harto estrecho. El ingenio afluía a cada una de las frases que pronunciaba. Era mi carcaj de flechas y alegremente las disparaba en torno mío, creyendo que el arsenal sería inagotable. Los hombres de treinta años me miraban con cierto rencor, mis camaradas me auguraban un porvenir brillante… por cierto me encontraba en la edad en que la sonrisa de las mujeres no nos parece un regalo demasiado extraordinario para premiar la violencia de nuestros zafarranchos de combate. Y viví: viví tan ardientemente durante tantos días y numerosas noches, que cuando quise reparar cómo se produjo el desmoronamiento, retrocedí espantado. Una gotera invisible había cavado en mí una caverna ancha, vacía, oscura. Y así como el inexperto viajero que se aventura por una llanura helada y repentinamente descubre que el hielo se rompe, mostrando por las grietas el mar inmóvil que lo tragará. así con el mismo horror, yo descubrí la catástrofe de mi genio, el deshielo de mi violencia. Las grietas de lo que yo creía tierra firme pertenecían a una fina capa de agua endurecida. Bastó la leve temperatura de un éxito para derretirla. Me prodigaron excesivos elogios. Alguien me hizo un maleficio. ¡Triunfé demasiado rápidamente en aquel círculo de pequeñas fieras, para cada una de las cuales, la más preciosa flor con que podían adornarse era una vanidad regada con adulaciones! No sé, no sé. No sé. Después del éxito estrepitoso, mi entusiasmo decayó verticalmente. ¿Agotamiento de la vida miserable que había ardido violentamente un instante en mí? ¿Consecuencia de la total entrega en la única y última obra? No sé. Mortal penuria… congoja de viajero perdido en el desierto. Quise retroceder y el orgullo me lo impidió … Pretendí avanzar… pero la ciudad que antes dilataba ante mis ojos calles infinitas, cada una de las cuales conducía a una altísima metrópoli multicolor, de pronto se acható; y entre las murallas enjalbegadas me sentí pequeño e irrisorio, y envidié la dicha de los comerciantes que había despreciado, y anhelé yo también sentarme a una mesa de madera cepillada y comer mi pan y mi sopa, sin la amargura del fracaso ni el mal recuerdo del buen éxito. ¿Cómo describir el tormento que me infligía la vanidad, la encendida batalla entre los residuos de sensatez y los escombros de soberbia? ¿Cómo describir mi llanto ardiente, mi odio encandecido, la desesperación de haber perdido el paraíso? ¡Oh, para ello se necesitaría ser escritor, y yo no lo soy! Ved mi rostro sereno, mi sonrisa fría de hombre bien nacido, mi cordialidad cortante y medida como la vara de un tendero. Fue aquélla una época terrible. Los trabajos de mi sensibilidad se convirtieron en el juego de un mecanismo enloquecido, alternativa de ilusiones rojas y realidades negras. Por instantes no me quería convencer. Miraba hacia mi pasado, separado por el brevísimo intervalo de dos años, y experimentaba el terror del hombre que ha vivido un siglo. Un siglo en plena esterilidad, sin escribir una línea. ¿Comprenden ustedes lo horrible de semejante situación? Dos años sin escribir nada. Tildarse autor, haber prometido montes y mares a quienes se molestaban en escucharnos y encontrarse de pronto, a bocajarro, con la conciencia de que se es incapaz de redactar una línea original, de realizar algo que justifique el prestigio residuo. Comprenden ustedes lo punzante que resulta aquella infame pregunta de los amigos capciosos, que aproximándose a uno, dicen con una ingenuidad que innegablemente trasciende a malignidad satisfecha: “¿Por qué no trabajas?” O, si no: “¿Cuándo publicas algo?” Para poner dique a preguntas indiscretas o insinuaciones irónicas, me revestí de la tiesura del espectador que ha superado las pobrezas de las actividades humanas. Tuve que defenderme y comencé a desperdigar frases: —La vida no es literatura. Hay que vivir… después escribir. No inútilmente se finge el fantasma. Llega un día en que se termina por serlo. Así, insensiblemente fui impregnándome de cierta acidez que infiltró en todas mis palabras un resabio de ironía agria, cierto hedor de leche cortada. La gente me huía instintivamente. Tuve renombre de cáustico. Mis chistes, los mejor intencionados, resultaban siempre de doble sentido, perversos, y los papanatas me cobraron un miedo terrible. Con esa malignidad en el movimiento de los ojos que hace tan repulsivos a los ratones, descubría lo ridículo donde nadie lo sospechaba. Aproximarse a mí equivalía a resignarse a recibir una pulla insolente. Mi actitud más benévola podía traducirse en estas palabras: “Permanezcamos en la superficie de las cosas”. Me deleitaba revolotear como un lechuzo. No sé por qué. Tampoco sé por qué les gasté bromas tremendas a los que tomaban la vida en serio, e incluso sostuve que únicamente los badulaques profundos le concedían importancia a lo que nacía de ellos. Lo cual no impedía que de continuo se formaran en la superficie de mi conciencia, grietas que rezumaban amargo salitre de envidia. Nada me ofendió más profundamente que el éxito de un compañero a quien despreciaba en mi, fuero interno. Cierto es que el éxito era una bagatela comparado con los que podía obtener yo explotando las posibilidades encerradas en mí. Recuerdo muy ciar cimente que me acerqué a mi cama-rada y lo felicité indulgentemente irónico. Era una congratulación muy de estilo para molestar a las personas que consideramos inferiores a nosotros. Nunca podré olvidar un detalle: el felicitado me examinó bruscamente, con el odio y la curiosidad de hombre en fiesta que descubre a un malhechor en su casa. Careció de tacto para ocultar su sorpresa y yo sin poderme contener agregué: —Has hecho una obra hermosa. Lástima que hayas descuidado un poco el estilo. Él me miró como si se preguntara a si mismo: —¿Que busca aquí este desconocido? Indudablemente, el éxito tiene muy mala memoria. Aquel amigo me debía servicios y bondades extraordinarios, pero también es cierto que mi felicitación estaba muy distante de ser sincera. Era una limosna. Una limosna abortada entre labios helados. Cuando me aparté de él, me prometí trabajar enérgicamente. Yo era una esperanza. Y una esperanza sin proporciones es siempre superior a una realidad mensurable. Espoloneado por mi amor propio, juré ir muy lejos, sin cavilar por un instante que mi “muy lejos” pertenecía al pasado. ¡Es tan fácil, por otra parte, enunciar propósitos sin proporción! Sin embargo repelía dichas palabras, trataba de embriagarme con su contenido, inyectarme los horizontes que englobaba. Intentaba provocar en mis sentidos esa especie de sonambulismo lúcido que precede al acto de crear; pero por más que insistía en repetir el ritornelo optimista, por más que me gritaba a mí mismo que era un genio magnífico, capaz de conquistar el África y la América, mi fraseología dejó totalmente impasibles a las facultades creadoras, y tuve nuevamente ante los ojos el espectáculo de una vida vacía y frívola. Me indigné contra mi intelecto, hice tentativas de intimidar a la inspiración, de infiltrarme en mi propio subconsciente. Era indispensable que él obedeciera y trabajara a mi servicio, pero fue todo inútil. No olvidaré nunca que me encerré una semana entre cuatro paredes a la espera de la maravillosa fuerza que debía inspirarme páginas inmortales, pero el único fenómeno que provocó tal encierro consistió en una violenta intoxicación tabacosa y aburrido de hacer el ermitaño, me lancé a la calle a buscar la vida. ¿Por qué yo no podía producir y otros sí? ¿Dónde radicaba la misteriosa razón que hacía que un hombre que se expresaba como un imbécil, escribiera como si tuviese talento? ¿En qué consistía la personalidad, cómo se construía la personalidad, si yo conocía individuos sin ella en su vida práctica, pero que en sus páginas dejaban a ras de línea, lingotes de originalidad? Y, sin embargo, eran incapaces de contestar ni con mediana habilidad a una provocativa ingeniosidad mía. No se me ocultaba que carecía de anhelos específicos, amor, una ilusión, ensueños. No es suficiente querer escribir. El fervor de mi Juventud (ya me sentía viejo) había sido sustituido por un bloque de indiferencia, dura como el granito. Y sin embargo era joven. Leía hermosos libros. Mi concepto de lo armonioso y de lo bello rebalsaba en teoría muchas veces al que pudieran tener otros que sin necesidad de él creaban obras. Un día me encontré cara a cara con la soledad del intelecto que ningún hombre normal puede sospechar en un prójimo. Desierto del alma humana, liso y gris. ¿Para qué caminar allí, si en cualquier punto se puede caer y morir o dormir; y el sol está siempre en lo alto y ninguna sombra se mueve en dirección a la vida, porque allí la vida es quietud y el silencio sepulcral? Pensé en matarme. Un gramo de cualquier veneno resolvía mi problema. Después retrocedí y las cúpulas de los edificios me parecieron más nuevas, y los brotes de geranios en los pobres tiestos, más verdes y jugosos. Pero la verdad es que estaba vacío como una naranja exprimida. ¿Exprimido por quién? No sé. Las únicas iniciativas que partían de mí, se referían a mi persona y no podían interesar a nadie. Por mucho tiempo abandoné la mesa de trabajo. Vagabundeé y tuve amigos exóticos, orgullosos de que me burlara de ellos, porque admiraban en mí al genio muerto que creían vivo. En distintos parajes descubrí que los hombres son caritativos y bondadosos con los que admiran; y entonces odié y desprecié aún más la bondad y la caridad, porque siempre odiamos y despreciamos a aquellos a quienes les robamos algo… aunque sea un trocito de embobamiento. Personalidad extraña y femenina la mía. Detestaba la felicidad de los simples y los ingenuos, y simultáneamente buscaba su compañía, como si ellos, únicamente ellos, pudieran restañar esa profunda úlcera de mi desprecio, vertiendo siempre su pus de egolatría, una podredumbre de veneno-dinamita. Con este crecimiento de la vanidad arreció también mi soberbia, y me Juzgué un intocable. estatua de mármol blanco en la cual era un pecado proyectar una sombra. Volví los ojos a mi Obra, realizada hacía mucho tiempo, y la proclamé perfecta, impecable. A quien quería escucharme le explicaba que solo el respeto a mi creación anterior me impedía producir algo nuevo que no fuera muchas veces superior a ello. Y superar aquello…, era tan difícil superar aquello… Y la gente se lo creía. Y no se lo creía. Y digo que no se lo creía, porque alguna vez creí descubrir en un semblante enemigo el escorzo de una sonrisa irónica, como si compadecieran mi presunción; pero tanto cuidaba de mi orgullo, que casi siempre encontraba la forma de convertir en enemigos a aquellos que podían conocerme más penetrantemente de lo que me convenía tolerar. Luego hallé un pretexto que, sin ser muy serio ni convincente que digamos, me satisfizo durante cierto tiempo. Cualquier estado de ánimo que pudiera expresar, cualquier trama que imaginara, la habían compuesto anteriormente a mí muchas generaciones de artistas, infinitas veces. Cierto día le confesé estos pensamientos a un amigo mío, cuyo propósito consistía en ejecutar lo que nosotros en nuestra ridícula jerga denominamos una “obra de aliento”. Con imágenes que la inspiración del momento rebuscaba brillantes, le tracé a mi camarada un panorama del mundo del intelecto y de la belleza, creado en el espacio de los siglos por sucesivas etapas de trabajo mental, y terminé mi disertación con estas palabras: —¿Te parece lógico suponer que nosotros, seres minúsculos, podremos superar lo que ellos tan perfectamente acabaron? Mi amigo era un poco botarate. No se dio cuenta que trataba de desanimarlo irónicamente. Ingenuamente entusiasmado, me aconsejó que escribiera una especie de “decálogo de la no-acción”, y tomado en mi propia trampa, la trampa del necio, como dijo no sé quién, le prometí realizarla. Más aún. Dejándome arrastrar por el espíritu de la falsedad, le contesté que ya había comenzado a redactar el panorama de la obra negativa; y por un momento creí en mi propia mentira, y hasta deliré con ella, porque le describí un comienzo de capitulo que en ese preciso instante se me ocurrió… Embriagados, él con la estructura de su obra de aliento, y yo con el decálogo de la no-acción pasamos un día hermoso y una noche bellísima. Conversamos hasta la saciedad de lo que realizaríamos, qué procedimientos estéticos utilizaríamos para aturdir de admiración a nuestros prójimos, y al amanecer de otro día nos apartamos hartos de vino y fatigados por los malabarismos derrochados en esa pirotecnia de entusiasmo inútil. Y nuestro camino no fue hacia la mesa de trabajo, sino en dirección a la cama. Pasado el momento de embriaguez, no me faltaron motivos para pensar seriamente en aquel proyecto. ¿Qué escrúpulo podía impedirme escribir un libro negativo, fabricar algo así como un Eclesiastés para intelectuales sietemesinos demostrándoles con habilidad cuán engañosos resultaban sus esfuerzos frente a la estructura del universo? ¿A quiénes aprovechaban sus esfuerzos estériles? ¿No era preferible vender telas tras de un mostrador o pesar vituallas en una feria, a sacrificarse…? ¿y al final con qué ventajas…? ¿para que un lector desconocido se distrajera algunos minutos en una lectura despreocupada que jamás sospecharía cuántos esfuerzos había costado? ¿Quién más que yo estaba autorizado a escribir esas líneas repletas de angustiosa verdad? No había creado una Obra. No era célebre todavía, para los que aún creían en mí. El final del nuevo libro palpitaba en mi mente. Asistía al crepúsculo de los mundos. Olas de luego se tragaban costras inmensas de planeta, como una hoguera traga virutas de papel. Las ciudades se resquebrajaban, los granito y los hierros se licuaban semejantes a “maquettes” de cera, al aproximarse la tempestad de fuego; entonces, desde el fondo negro y escarlata de aquella hoguera, surgía el ridículo fantasma de un poeta. Las manos enclenques cruzadas sobre el pecho y el rostro fino engorguerado desaliando las llamas; con voz atiplada entre el tumulto bronco de los elementos, preguntaba: —¿Y mis libros…? ¿Cómo es que el fuego no respeta mis libros? Sus libros… ¡uy! El universo se estaba derritiendo en la nada. Una saliva amarga me llenaba la boca de palabras acres. Era necesario escribir ese libro de desolación frente a la eternidad, que cada corazón florecido en mirtos y con cantos de pájaros en sus oquedades se enfriara en el paisaje de mis palabras atroces; y entonces… yo… ¡quedaría únicamente yo…! No me faltaron motivos más o menos serios para aplazar el trabajo que me había propuesto llevar a cabo, “indefectiblemente”. La noticia llegó a desparramarse; y durante quince días me exhibí en los cafés frecuentados por el hampa de la literatura, afectando aires de hombre contrariado por un extraordinario proyecto. Algunas revistas de literatura a base de pastaflora y azul de metileno, comentaron la estructura de mi nueva y futura obra, y durante unos diez días disfruté el gozoso placer de ser interrogado por idiotas de todo calibre, interesados en conocer qué profundidades humanas iba a tocar ahora. Me devoró mi mentira y comencé a trabajar como si perteneciera a un auténtico propósito el llevar a cabo obra semejante. Mas, ¿hasta qué punto es posible engañarse a sí mismo? Insensiblemente los ánimos me decayeron, las frases que escribía se atropellaban como abortos de pensamientos, sin ton ni son; la soledad del cuarto me inspiró repulsión, desidia los ñamantes libros que comprara para ilustrarme eruditamente sobre la “no-acción”, y un día resueltamente acaté los impulsos de mi voluntad, y me confesé que no podía darse nada más estúpido que el trabajar sobre una obra en la cual el primero en no creer era yo. Sustituí mi programa de labor por otro, más tarde éste por un tercero, hasta que por rebote de inercia en el pensar, volví sobre mis pasos para ensañarme con el abortado plan del “decálogo de la no-acción”, que tampoco terminé de bocetar, porque la inspiración se me había enfriado. Finalmente, mandé todo resueltamente al diablo. La vida era breve. Más que ridículo resultaba el hombre que consumía su juventud garabateando infames papelotes. Por optimista que se fuera, había que reconocer que con literatura no se reformaría a la humanidad. Y aunque semejantes razones, a pesar de ser verdaderas, no respondían a los más íntimos anhelos de mi fuero interno, ¿qué podía hacer yo? Por fin un día creí interpretar el secreto del reiterado silencio del “fuego sagrado” que llevaba en mí. Descubrí que me estaba volviendo exigente. Si yo no producía como ciertos escritorastros designados con el apelativo de conejos o mozos de cuerda de la literatura, era porque me estaba volviendo exigente. Eso. Y la exigencia bien entendida comienza por nuestra propia casa. Nada de producir a la marchanta porque sí; nada de prodigarse, ni de trabajar día y noche y noche y día, ni de infestar los periódicos con la firma. Ello era indigno de un escritor que se respete. —Amigos —peroraba yo enfáticamente—. Amigos, hay que ser un poco exigentes, conservar el pudor de la firma. En la época en que pronunciaba esas palabras creo que ni la más recatada doncella tenía tanto pudor de su virginidad como yo de mi firma. Me cabe el honor de haber fundado en Buenos Aires la logia de los Exigentes. Comencé a lanzar la petulante frase-cita en las exposiciones de pintura, en las conferencias literarias, en los conciertos y estrenos teatrales. Cuando me veía rodeado de un círculo de personas de mi conocimiento, empezaba la cantinela: —Seamos exigentes, compañeros. Si nosotros no salvamos el arle, ¿quién lo salvará? Convengan ustedes conmigo, tengan la honestidad de convenir que la frasecita encerraba la potencia de un apostolado severo, cierta dignidad de hombre honrado que repudia el esperpento de los eternos preñados de la literatura. Un hombre que a la luz del sol y de las lámparas de doscientas bujías tiene la audacia de proclamar que hay que ser exigente y comienza él por someterse a su principio, no escribiendo ni una sola línea por razones de exigencia, no puede ser un pedante ni un hipócrita. La tesis prosperó, se convirtió en cátedra. Muchos cretinos comenzaron a respetar mi posición espiritual; incluso numerosas personas que no simpatizaban conmigo, del día a la noche experimentaron hacia mí una extemporánea amistad, estrechándome efusivamente las manos y prometiéndome solidaridad eterna al tiempo que me estimulaban: —Usted tiene razón. Hay que ser exigente. El que no es exigente consigo mismo, mal puede serlo con los demás. Y aunque parezca mentira, varios sujetos que preparaban obras maestras suspendieron su ardua labor al grito de: —¡Abajo los conejos de la literatura! Fue el año de oro de la literatura parda, la gran época del mulatismo literario. En reducido tiempo me vi rodeado de un séquito de Jovencitos irónicos, insolentes e ingeniosos. Acudían de los rincones más diversos y variados, uno abandonó la caballeriza donde esportillaba mierda y otro el seminario, en el que arrastraba sus pies juanetudos y enormes manos, pálidas y frías. Algunos se motejaban de católicos y otros de ultranacionalistas; pero todos, sin distinción de sexo ni color, zangoloteaban mi frase y convenían en la necesidad perentoria de exterminar al aludido mozo ele cuerda de la literatura que hacía gemir las linotipos e inundaba año tras año el mercado, con dos o tres libros imposibles de leer por lo antigramatical y primitivo de su construcción, Y aquellos que por no ser exigentes consigo mismos trabajaban del amanecer hasta la noche, temblaron. A mis camaradas les anuncié que preparaba la Estética del Exigente, a base de un “cocktail” de cubismo, fascismo, marxismo y teología. Varias literatas se alegraron tanto al recibir la noticia, que a consecuencia de ello se les declaró furor uterino. En pocas semanas popularizamos nuestros principios, los desparramamos por las mesas de café y en los cenáculos, y al cabo de un año descubrimos, de acuerdo a esas leyes de nuestra estética, unos cuantos genios anónimos. Después de darles una jabonada de modernismo y afeitarles lo poco que les quedaba de claridad y lógica, los lanzamos al éxtasis de la multitud. La multitud, es menester reconocerlo amplia y francamente, no nos interesó nunca. Declaro orgullosamente que siempre desprecié al gran público; pero, como a la chusma hay que civilizarla y nosotros, los dioses, no podíamos permanecer continuamente en la altura so pena de desinflarnos, condescendimos a interesarnos en las masas y darles noticias de nuestros descubrimientos en el mundo de la belleza. Sin embargo el público (la eterna bestia) insistió en no leernos, en ignorar nuestra existencia. Los periódicos donde trabajaban nuestros amigos batían platillos y tambores, y quieras que no, los habitantes de este país agropecuario tuvieron que enterarse de nuestra existencia. Muchos padres de familia se espantaron al conocer nuestros propósitos, reñidos con la buena costumbre de sus pensamientos, y a pesar de que hicimos fe de celosos católicos, el propio arzobispo nos excomulgó por heréticos y cizañeros, acusándonos de peligrosos para todos los que se tenían por cabales devotos. Con perdón de la palabra, nos burlamos del arzobispo y organizamos una brigada que defendía el honor y la altisonancia de la literatura, creamos el tipo del “squadrista” y “bastonattore” del fascio artístico. Nuestra bandera fue seguida y defendida por jovencitos que. a pesar de practicar todas las formas de la pederastía activa y pasiva, boxeaban admirablemente, rompiendo narices que era un contento; y en menos de un año les ajustamos cuentas a muchos genios anónimos y oficiales. Guay del que pretendía oponernos resistencia. El vacío se producía de inmediato en torno de él. Peor no le ocurriera de saberse que estaba leproso. No llegábamos al extremo de negarle el saludo, pero sí a confederarnos para clavarle banderillas desde todos los ángulos. A veces las banderillas consistían en un articulejo vacuo, tres líneas de referencias sobre un libro recién aparecido del autor, mientras que junto a las tres líneas chirles se destacaba un artículo a dos columnas sobre un autor mejicano, filipino o polar. O el silencio, aquella complicidad del silencio en la que nadie se da por informado de la “cosa”, y que el amor propio del autor percibo como una marisma que se le va tragando la vida sin poder luchar contra ella. Nuestra audacia cobró tales lucros, que un día anunciamos en las páginas de nuestra revista, a todo lo ancho: De aquí en adelante no discutiremos. Distribuiremos razonables tandas de puntapiés y bastonazos. Mas también, ¡qué descubrimientos formidables hicimos en aquella época! Pusimos en claro, sin que quedara lugar a duda alguna, que los genios oficiales, los talentos consagrados eran camelos de una cobardía ejemplar. Bastaba la amenaza de un brulote, la insinuación de una crítica anticipada para que, a pesar de odiar a nuestra juventud agresiva, nos sonrieran amistosamente cuando nos encontraban y vinieran a nuestro encuentro, dedicándonos los elogios más bajunos y las adulaciones más serviles. A pesar de que nuestra obra era negativa, revelamos valientemente las bellaquerías de los bandidos de la literatura; demostramos que el novelista se vendía al espadachín, el poeta al ensayista, constituyendo todos una cáfila de espantosos truhanes; que adulaban sin medida a los políticos, a los espadones, canjeando sus escrupulosas lacayunerías por electivos premios que provocaban la risa de los espectadores marginales. ¡Qué vida, Dios mío, qué vida! Allí se me terminaron las pocas ilusiones que aún me restaban sobre la dignidad humana. La técnica no tenía nada que ver con el hombre. Aquel que escribía una hermosa estrofa era las más de las veces una letrina ambulante. Esta desilusión se nos contagió a todos, y un día nos separamos. Nuestra cohesión social resistió todo lo que las soldaduras del fracaso pueden ligar. Al final, ya nos fatigamos de castigar en el vacío. Unos estábamos hartos de otros, incluso un poquitin avergonzados de las pequeñas canallerías que cometimos valiéndonos de la impunidad que concede la asociación de tuerza. El hombre termina por cansarse hasta de escupir a la cara a sus prójimos. Menester es convenir que lo insultamos con cierta buena intención, pero no es posible ser generoso eternamente. y nos desperdigamos. Habían pasado dos años, quizá más. Reconocí asustado que. salvo un escándalo transitorio, no había producido nada. Estaba girando en descubierto, es decir, sobre lo que prometía mi brillante juventud. No quise darme por vencido y escribí algunas menudencias, menos por amor de crearlas que por justificar la estabilidad de mi reputación, zarandeada por las malas lenguas. Tal fue la inmediata excusa que me di. aunque no puedo negar que mi vanidad en su primer impulso calificó a semejantes bagatelas de geniales. Supongo (dejo sentado) que yo no era un conejo ni mucho menos, para infestar los periódicos o los puestos de libros con mi firma. Muy buenos y penosos esfuerzos me costaron los tales articulejos. Comprobé que a mis compañeros no les alarmaban las muestras de inteligencia que exhibía. Por el contrario, me aplaudían exageradamente y se acercaban sonriéndome con amabilidad espontánea, sincera. Evidentemente… yo no constituía un peligro. La sorpresa no fue agradable ni mucho menos. Me había hecho la ilusión de que mi realización artística provocaría resistencias, críticas acerbas; me imaginaba escuchando a mis camaradas hablar mal de mi, como acostumbramos entre nosotros siempre que alguien tiene el mal gusto de singularizarse, pero me equivoqué de medio a medio. Me tributaron elogios, más elogios. Tuve la dignidad de recibir a través de sus elogios la noticia de mi fracaso. La historia se repetía. Ellos me festejaban, como yo había aplaudido en otros tiempos a ciertos inútiles que no ofrecían ningún margen de rivalidad posible. Cuando a la noche entré a mi cuarto, se me encogió el corazón. Hacia mucho tiempo que estaba triste, pero la última vez al examinar la soledad de mi albergue, el mortecino esmalte de los muebles, los colgantes de cristal de la pantalla, mi lecho frío con su artesonado de hojas azules sobre el fondo de oro cuando paseé la mirada sobre los paisajes que ornamentaban los muros, sombras de rascacielos sobre torres babilónicas, árboles curvados en lejanías de caminos violetas y amarillos, ríos de cobre surcando prados verdes y llanuras sonrosadas, no pude contenerme y lloré mi pena. ¿Por qué no podía escribir? ¿Cómo se había desarticulado el mecanismo de mi voluntad, de mi genio? ¿O es que nunca había tenido voluntad y mi genio no consistía en otra cosa que un poco de entusiasmo de algunos de mis prójimos exagerados en la apreciación de mis condiciones intelectuales? Y si era así… entonces mi Obra… ¿Qué era mi obra…? ¿Existía o no pasaba de ser una ficción colonial, una de esas pobres realizaciones que la inmensa sandez del terruño endiosa a falta de algo mejor? Yo dudaba. Dudaba de mí… pero los otros… había bestias que no dudaban de sí mismos. Escribían de sol a sol, ciegos, sordos, pujantes como toros. Y yo no alcanzaba a ser ni una orquídea… el mismo invernáculo me mataba. ¿Qué era entonces? ¿Hacia qué dirección del horizonte mirar? Momentos hubo en que anhelé que todos los escritores de la tierra tuvieran una sola cabeza. Qué magnífico entonces destrozar esa única cabeza a martillazos, abrir una fosa en cualquier desierto, sepultar bien profundamente el amasijo humano y exclamar a voz en cuello: —¡La literatura no existe. La maté para siempre! El tiempo pasaba. Mi impotencia trazaba un círculo de brasas en cuyo interior me revolvía como un escorpión. ¿Qué tenía adentro de la cabeza? ¡Cuánto he cavilado para asombrar a mis prójimos, buscando una fuente de la cual extraer recursos que si no podían hermosear la vida a los hombres, al menos pudieran amargársela! Yo no soy un tipo psicológico para vivir en silenciosa mediocridad. El genio, la belleza, el arte, constituyen para mí un disfraz destinado a encubrir las reducidas dimensiones de mi inteligencia, que a su vez se apoya sobre la estructura de una vanidad inconmensurable. Acaso la tragedia de la vida no se reduce a aquella obra de arte que un día les prometí a mis semejantes, y que no construí nunca. En un feliz momento de mi existencia, anuncié de mí mismo creaciones demasiado vastas. Surgían fáciles como las columnas de humo de los bosques de chimeneas. A aquel que me quería escuchar le conversaba de mis personajes movientes en sus cavernas de mármol, y el calor de la palabra añadía a la idea una temperatura de la cual ésta, intrínsecamente, carecía. Y no poder cancelar el compromiso contraído me emponzoñaba los días. Así como el demente extrae de su locura los elementos que le hunden en el desconcierto de su propia vida, así yo extraía de mí imaginación el veneno que me amarillaba los ojos. No podía resignarme a ser una anónima partícula silenciosa, que en la noche se sumerge en el sueño colectivo, mientras otros hombres trabajaban dichosos su hermosura a la luz de un infecto candil. Deseaba ser una voz en el corazón de ese silencio. Una voz nítida, perfecta. Perfecta no, la más perfecta. ¡Cuántas palabras inútiles y tristes! ¡Cómo se encoge el alma frente a la miseria de la propia vida! ¡Qué pobre es la palabra, qué pobre para expresar la angustia de adentro, lo baldío y tibio de la entraña que se traduce en pensamientos que si por acaso tienen forma, nada tienen que ver con ella! Ya ven, no soy humanamente nada. Esa certidumbre me causa un desconsuelo profundo. Sé que no soy nada pero no puedo resignarme a la evidencia. Y entonces me digo: “Es necesario que hable, que hable aunque todos los que me escuchen sientan deseos de crucificarme o escupirme la cara. ¿Qué me importaría en ciertos momentos que me crucificaran? Hace tanto tiempo que estoy triste, que comprendo que aunque me quedara ciego llorando mi desventura, mi desventura no se reduciría un adarme; necesitaría los años de otra vida para llorar mi existencia despedazada”. Y esta realidad se escondía bajo el pecho del hombre que amaba los dioses y se creía un prójimo de ellos. En el lugar de un corazón jugoso quedó una fruta amarilla, más ácida que un membrillo. Lo evidente es que ya no despertaba interés en nadie. Me recibían afectuosamente donde me presentaba, mas me recibían con esa cordialidad que se regala a los cadáveres vivientes. Yo no suscitaba aquel cuchicheo encuriosado, esas torsiones de cabeza, aquellos “¡ah!” sofocados, esas miradas clavadas insistentemente, que otros artistas de verdad provocan con su presencia, aunque se la considera odiosa e inoportuna. Yo también hubiera querido ser odioso a alguien. Escribir páginas malditas, que los otros leen recatándose de sus prójimos, porque creen ver en ellas una alusión a su fisonomía espiritual, y luego rabiosos, indignados o asqueados, las arrojan al canasto, fingiendo ante el autor que jamás las han leído. Frente a mí, el vacío, la tolerancia o la simpatía. Me convertí en crítico literario. Un fin lógico por otra parte. Ataqué cruelmente, justamente, deliberadamente. Mi sensibilidad exasperada por el fracaso, sintonizaba las fallas del arte ajeno con una aguda hiperestesia de radiogoniómetro. Allí donde los otros ojos veían una curva yo localizaba el vértice de un ángulo. Nada conseguía agradarme. Como un vidrio sucio, empobrecía la claridad más radiante. Y si fuera mi única anomalía… Apareció en mi el alma del inquisidor. Gozaba el libro que iba a despedazar, muchos días antes de sentarme al escritorio. Recuerdo que tomándolo entre las manos lo palpaba con suavidad feroz, leíalo despacio y por trocitos, con el sobresalto de quien comete un crimen lento y teme que haya alguien espiándole; y nada resultaba más agradable en mis oídos que el escuchar el chasquido de mi propia risita seca, cuando imaginaba la habilidad con que iba a destrozar esa fábrica de palabras. Me restregaba nerviosamente las manos al tiempo que pensaba en el autor; y le decía desde el recoveco más profundo de mis malas intenciones: —Trabajaste, canalla. Quisiste ser célebre. Bueno, ahora tendrás tu merecido. No me faltaban razones muchas veces para ser acre y justo, pero la justicia en un temperamento como el mío, es casi siempre un pretexto para dar salida a los apetitos más ruines y a los instintos más bajos. ¡Qué no habré dicho en nombre de la literatura! Me convertí en una especie de alcahuete de la república de las letras; para sancionar los despropósitos de mis exigencias y las del grupo al cual pertenecía, empleé palabras difíciles e inventé teorías estrafalarias. Ensalcé a perfectas bestias apocalípticas, regodeándome con el sufrimiento que les proporcionaría a escritores en tomo de los cuales, por envidia, se hacía el silencio. Me divertí fabulosamente redactando columnas y más columnas de elogio en honor de libros chatos y chirles. Era necesario sembrar la confusión, embarullar el entendimiento de los lectores, y juro que más de un genio de buhardilla ha rechinado los dientes frente a los impresos testimonios de mi iniquidad e injusticia. Histérico como un pederasta, manoseé y critiqué con dureza a hombres que hubieran debido merecer todo mi respeto, si soy capaz de respetar algo. Esperaba que alguno de ellos me enviaría los padrinos, saboreando un escándalo en perspectiva…, pero ignoro si los agredidos eran perspicaces o cobardes…; el caso es que mi juego endiablado no recibió jamás respuesta. Con poca suerte en crítica negativa y positiva, derivé hacia el sector de la crítica neutra, perfectamente objetiva y que se me ocurre podría denominarse, con un poco de sentido común, posición del que le busca cinco pies al gato. Con talante grave y estilo engolado diserté sobre lo que juzgaba conveniente e inconveniente en la hora actual, para la Belleza y aledaños. Tomaba una obra y en vez de referirme a ella y a su substancia, con la pillería de un hombre ducho en el ring de la literatura, hacía juego de cuerdas y fraseos de estética parda. Así llenaba espacio impacientando al autor, que veía que no iba al grano. Unas veces estaba en las raíces y otras en las ramas; si era indispensable me remontaba a los Vedas, al Kalevala, a Buda o Zoroastro; si era indispensable citaba a Aristóteles, a Bacon, a Gracián, a Benedetto Croce o a Spengler, a la Mónita Secreta o al Manifiesto Comunista…, para el caso daba lo mismo, pues de lo que se trataba era de llenar espacio y demostrar conocimiento y no las habilidades del otro, de manera que llegaba al fin del artículo sin que el público, ni el autor, ni el mismísimo Satanás pudieran saber que diablos era lo que yo opinaba del libro. Los autores siguieron escribiendo. No constituía peligro, y entonces abandoné la crítica convencido de que la idiotez es incurable. La clasificación de hacerse no exigía una inteligencia del otro mundo ni nada parecido. En un plano se encontraban los papanatas profundos, en el otro los inteligentes. Éstos, más vanidosos que “cocottes” no admitían que se les enmendara una coma o señalara una mota. Intransigentes y déspotas, pretendían monopolizar la perfección. Histéricos como señoritas, consideraban cada reparo una ofensa mortal a sus fueros de genios. Públicamente se cuidaban muy bien de exteriorizar su cólera, pero por dentro los devoraba el furor. Me harté de esta canalla y abandoné la crítica literaria. Cuando traté de localizar el paraje espiritual en que me había situado, me encontré sumado a una multitud de pequeños fracasados. La enfermedad, la pobreza, el crimen, el odio, la envidia, cada matiz de la desdicha, del vicio o del pecado, cristalizan involuntariamente en una francmasonería, con clave o hermandad. Estas tribus derrotadas socialmente se rigen por leyes especiales o, en nuestra esfera de influencia, al novato que llegue se le perdonan sus éxitos antiguos en gracia de su fracaso presente. Vaya lo uno por lo otro. Personalmente el individuo ha muerto como promesa, de acuerdo, pero en cambio, inequívocamente, resucita como fracasado. Y al resucitar como fracasado, tiene derecho al pan y a la sal que en el desierto de la literatura se le ofrece al viajero perdido. Es la hospitalidad brindada al hombre que pudo ser y no es. al desdichado sediento de un poco de solidaridad humana, imposible de encontrar allá, en aquellas alturas territoriales, donde los luchadores se muestran continuamente los dientes y las garras, gruñendo como tigres en celo: esto es mío y lo otro también. Me hice, o mejor, el destino me hizo amigo de hombres que en otra época había despreciado profundamente. Estos hombres eran, como yo, artistas de tono menor, vanidosos inconcebibles, mentecatos que de haber vivido Honorato de Balzac le hubieran reprochado como un crimen imperdonable una coma traspuesta o un adjetivo mal utilizado. Dicha gente a la que había despreciado (y ellos lo sabían), en cuanto me identificaron comenzaron a reaplaudirme lo que produje en otros tiempos, y durante un período esa pleitesía respetuosa tributada a mi ex personalidad me enorgulleció como si lo mencionado fuera reciente y no muy antiguo. Entonces reparé en que los había desdeñado inútilmente. Me diferenciaba muy poco o nada de ellos. Era su prójimo. Si se reunían y constituían grupos armoniosos de fracasados, debíase a que la soledad les resultaba insoportable. Por otra parte, no tenían nada que hacer. Mis consideraciones acerca de sus personalidades resultan inútiles y estúpidas. Estos escritores que yo llamaba fracasados, eran excelentes personas, solidarios, capaces de hacer no un favor a sus prójimos sino muchos. Dedicados al arte a la edad en que hasta los notarios hablan de la luna, autores de uno o dos libros de poemas bien intencionados y morales, en nombre de aquella transitoria veleidad de sus veinte años, ha mucho tiempo transcurridos, continuaban tildándose con asombroso optimismo de escritores y poetas. No había uno de ellos que no mantuviera encarpetada una obra maestra, que quien sabe cuándo se resolvería a publicar y terminar, porque los tiempos no estaban para arte puro. Resulta entonces comprensible que estos sujetos no se afanaran por nada, y prefirieran al trabajo horrible de escribir y pulir, aquel otro más fácil de prodigarse jarabe de pico, o en su defecto ir todos los días a una determinada hora a refugiarse en sótanos llamados, ignoro por qué motivo, “agrupaciones de arte”. En estos sótanos se refugiaban las tribus de pintores, escultores, poetas y literatos, y gente llegada recientemente de las ciudades del interior, que anhelaba ilustrarse y conocer de cerca el rostro del bicharraco llamado artista. Allí se exhibían, recientemente pintados, cuadros futuristas hace quince años pasados de moda en París o Berlín y que hacían ahogarse de risa a los tenderos sensatos, o acuarelas impresionistas que para mejor impresionar al espectador presentaban un donoso bulto sobre la bragueta. Allí se bebía cerveza con cocaína, allí se daban de cachetadas los literatos; y las escritoras, para afirmar su independencia se arrojaban a la cara injurias de verduleras. Otras, para “epatar” a las pobres señoras conducidas allí por sus esposos “para conocer la literatura”, gritaban a voz en cuello que ellas preferían acostarse con mujeres a hacerlo con hombres. Había momentos en que uno pensaba que con o sin razón debía encontrarse en las proximidades de una sucursal de la Salpétriére, o en el vestíbulo de Vieytes. Claro que, de escarbarse en el alma de estos haraganes y de aquellas feministas, se hubiera tocado un fondo de sublimado corrosivo… pero yo estaba loco… pretendía alternar con un mundo donde se anotara un porcentaje de cincuenta genios por cada cien sentidos comunes. Como si ser genio sirviera para algo. Estábamos viviendo en el siglo de la máquina. La máquina había encadenado al hombre a su funcionamiento imperioso. Todo lo que se apartaba de la máquina era superfluo. ¿Qué podía significar una poesía junto a un motor en marcha o a una usina en plena producción? ¿Aliviaba un poema el aniquilamiento moral y físico de millares y millares de proletarios uncidos a la esclavitud del salario? No. ¿Entonces para qué servía un poema? Cuando llegaba a esta altura del razonamiento, me decía: —Todas las edades de la tierra han producido un escritor que ha superado a su clase y, de consiguiente, ningún oído ha podido dejar de escucharle. Al enunciar este pensamiento no me daba cuenta que mi razonamiento era producto de un espejismo, que los escritores llamados universales no han sido nunca universales, sino escritores de determinada clase, la más escogida, entendidos y ensalzados por la cultura de esa clase, admirados y endiosados por las satisfacciones que eran capaces de agregarles a los refinamientos que de por sí atesoraba la clase como un bien excelentemente adquirido. Los de abajo, la masa opaca, elástica y terrible que a través de todas las edades vivía forcejeando en la terrible lucha de clases, no existía para esos genios. Y nosotros, escritores democráticos, raídos por cien mil convencionalismos en todas las direcciones, éramos totalmente incapaces de escribir nada que removiera la conciencia social empotrada en un tedioso “dejad estar”. Como otros de mis compañeros, me quise acercar a la clase trabajadora. No negaré que se me ocurrió que al asumir semejante actitud, yo le hacía al proletariado un extraordinario favor. ¿Quiénes sino nosotros (según decíamos) podían orientar a la clase obrera hacia la resolución de sus problemas? ¿No constituíamos algo así como la sal de la tierra proletaria? A las primeras de cambio algunos obreros fantásticamente instruidos, ayudados por su terrible dialéctica marxista (que aún no la entiendo claramente por ser tan complicada) trituraron nuestros conceptos y mi literatura, y sin pelos en la lengua nos tildaron de ignorantes, vanidosos y oportunistas y chiflados. Por si acaso lo que pensaban de nuestro gremio no resultaba claro, me dieron a entender que el mayor placer que ellos podían experimentar algún día era mandar a todos los vagos de mi catadura a cortar leña en los bosques o. cargar bolsas de maíz y trigo en las colonias colectivas. Trágico destino el nuestro. Primero excomulgados por el arzobispo, después anatematizados por el proletariado. Durante algunos meses odié ardientemente al sucio proletariado y a su espantosa dialéctica. Lamenté que en el país no se hubiera implantado el régimen fascista. Allí estaba nuestro lugar. ¿Quiénes sino nosotros podíamos preconizar una sólida expansión nacionalista y poner nuestra pluma al servicio de la patria y la bandera? Un día reparé en que pensaba tonterías. Nosotros los literatos estábamos mal en todas partes. Incluso para ser lacayos de alguien y lustrabotas de todos se necesitaba cierto talento natural que en el clima de estas latitudes no prospera con la jugosidad necesaria. Dormí una siesta de siete meses, y despaciosamente mi personalidad adquirió la clásica elasticidad del indiferente. Y así como aquel que recuerda tiempos de bienestar no puede sustraerse al orgullo que le causa la comodidad perdida y gozada, y en esta evocación se remoza su soberbia y acrecientan sus pretensiones, conformando a su estado de conciencia la actitud que presentará ante extraños, yo como otros se pintan el cabello teñí mi fracaso. Le otorgué cédula de elegante. Mi elegancia consistía en no enterarme de nada. “¿Fulano escribió una novela? ¡Qué pena! Carecí del tiempo para leerla”. “¿Mengano se lució en un concierto? ¡Qué desgracia! Viajaba por el campo el día que debutó”. “¿Zutano había organizado una exposición de cuadros? Mejor para él, aunque yo no lo supe a tiempo para visitarla”. Era el hombre que no se entera de nada, ni siquiera de la guerra chino-japonesa. Lo grave es que sujetos parecidos a mí en no enterarse nunca de nada abundan en tal orden de actividades. Cuando varios tipos por este estilo nos reuníamos, encontrar un tema de conversación constituía un problema, y un ¡oh! y un ¡ah! de nunca acabar, eslabonaba la sorpresa que mutuamente nos producían sucesos de los que no “sabíamos” una palabra. De lo que no dejábamos de enteramos, tronara o lloviera, enfermos o viajando, era de los brulotes endosados a un compañero por cualquier criticastruelo. La noticia circulaba como un rayo redondo, le faltaba tiempo a un prójimo para comunicarle la noticia a otro entre una sonrisa regocijada de complacencia, que decía: —¿Viste el brulote que le metieron a Fulano? Cuanto más injusta o malintencionada la crítica, más festivamente recibida. Sabíamos que el placer que experimentaba el autor al publicar un libro se lo abollaba la crítica, y cuando se comentaba el brulote, no era por el brulote en sí, sino por el placer que derivaba de saber que había un compañero sufriendo en su vanidad o en su orgullo. Un goce infernal nos henchía el alma. Al alcanzar el regocijo su máximum de altura, por un resto de pudor (pues ¡qué diablos!, al fin éramos civilizados) hacíamos, a fin de disculparnos ante nosotros mismos, consideraciones equitativas acerca de la inteligencia del compañero, y entonces pujábamos para ver quién picaba más alto en la justipreciación de los valores intelectuales del bruloteado, y hasta resultaba un placer concederle patente de genio, naturalmente, entre nosotros y la más rigurosa intimidad y discreción… Estoy seguro que nadie se atreverá a negar que son sumamente curiosos los agrios caminos del fracaso. Pero a la postre me aburrí del papel de impasible, y tiré la careta de la imperturbabilidad. ¡A la basura el dandysmo y los impotentes! Yo era un hombre de carne y hueso, admirador del talento allí donde se encontrara, incluso si estaba tirado entre excrementos, y no puedo afirmar que me costó mucho trabajo convertirme en protector de genios nonatos, en manager de inteligencias crepusculares y entrenador de talentos a la violeta. Descubrí a dos o tres brutos maravillosos, los patrociné, les busqué y encontré periódicos donde pudieran colaborar, escandalicé por ellos a un montón de gente honesta y bien nacida, sostuve grescas con mis amigos… llegué al extremo de aconsejarle a uno de mis protegidos que se bañara aunque fuera una vez a la semana porque olía muy mal…. pero estos genios en cuanto criaron puntas de alas en las albardas. se pusieron insoportables de vanidosos, y volaron como si mi presencia les resultara insultante. Me desilusioné de los hombres quedándome otra vez completamente solo. Intenté por centésima vez en mi vida, trabajar, crear algo hernioso, permanente. Quería perturbar el alma de los seres humanos, hacerles sentirse mejores o peores, pero mi esfuerzo se evaporó en el vacio. Me senté durante horas y horas ante páginas de papel en blanco, imaginé que por virtud de un pacto con un demonio tutelar era capaz de escribir algo semejante a la Divina Comedia, y cuando mi pequeña y dorada alegría alcanzaba el límite donde yo suponía comienza la franja de la inspiración, escribía, redactaba dos o tres líneas, para terminar luego dejando apoyada con desaliento la lapicera en el cenicero. Me convencí que de día era imposible trabajar y obtener los beneficios de la inspiración y recurrí a los favores de la noche. Reparé que mi cuarto abundaba de libros, bonitos cuadros, escogidas comodidades, y no sé por qué se me ocurrió que la inspiración para manifestarse necesita de la monástica soledad de una celda, el silencio conventual de una cartuja perdida entre montañas, y entonces hice sustituir los vidrios de las ventanas por “vitraux” representando un paisaje feudal, y sustituí mi cómodo sillón norteamericano por un rígido banquillo colonial, el escritorio por una severa mesa antigua, y las lámparas eléctricas por un candelabro de hierro forjado, y encendí la vela. Pero ni el candelabro, ni la mesa, ni la vela, me concedieron la inspiración que necesitaba, y sí el banquillo colonial recrudeció unas almorranas que padecía, tolerables en el amohadillado del sillón norteamericano. Desterré a la edad media de mi casa y me dediqué a correr aventuras amorosas. Posiblemente la Inspiración se encontraba entre los brazos de una mujer, pero de entre los brazos de pelanduscas fáciles y burguesitas expertas en dormir en un cuartel sin perder la virginidad, salí erizado como un gato a quien le arrojan un cubo de agua, y resolví cambiar de ruta. Posiblemente estaba atacado de surmenage, y como un campeón que aspiraba a detentar un certamen atlético, me entregué e pleno a la gimnasia sueca, al box, a los deportes. Sudé como un hombreador de bolsas en las canchas de pelota, y más de una vez bajé de un ring con los ojos hinchados… pero la inspiración no venía. Finalmente llegué a convencerme: No tenía nada que decir. El mundo de mis emociones era pequeño. Allí radicaba la verdad. Mi espíritu no se relacionaba con los intereses y problemas de la humanidad, ni con la vida de los hombres que me rodeaban, sino con algunas ambiciones personales, carentes de valor. Mi misma disconformidad con el medio en que actuaba, era simulada. Siendo sincero, cínicamente sincero, la sociedad en que me desplazaba me parecía muy bien estructurada para satisfacer materialmente las necesidades de mi egoísmo. Cuando el arzobispo me excomulgó, posiblemente tenía razón, porque su religión se me daba un pepino. Cuando me acerqué a los obreros, mi impulso fue artificial, era un gesto, y yo no puedo afirmar honestamente que se me importe algo que los obreros estén bien o estén mal. ¡Allá ellos y sus problemas! Les estoy profundamente agradecido de que me hayan rechazado, por que si no, vaya a saber cómo, por un impulso de vanidad estúpida me hubiera complicado la existencia. Soy un burgués egoísta. Lo reconozco. De allí que nada alcanza a indignarme seriamente. Ni lo bueno ni lo malo. Tampoco experimento un ardiente afán de deslumbrar a mis prójimos. Si he dicho en alguna parte que sufría cuando no podía escribir, es mentira. Me he apartado de la verdad para adornar mi personalidad con un atributo que pudiera tornarla interesante. Mi vanidad me ha molestado durante cierto tiempo. No lo negaré. Pero también mi vanidad se satisfacía comprobando que la insuficiencia mental de los otros hombres, incluso los que triunfaban, era mucho mayor que la mía. Actos buenos o malos los he ejecutado para distraerme cinco minutos. Mis sentimientos vibran tan escasamente, que no puedo odiar ni amar a nadie, sino en el espacio de un tiempo muy breve. Luego amanece en mí una indulgencia irónica, burlona. Quiero desnudarme por completo. Me siento dichoso de ser así, estéril, medido, seco, amable. Tengo el orgullo de pensar que en mi personalidad se puede estrellar el infinito, sin dejar fijada ni una sola de sus partículas de inmensidad. A veces una ráfaga de rabia me enturbia las pupilas, luego me encojo de hombros. Sustituyo el odio con la antipatía, y la antipatía con la indiferencia. Tanto es así, que he reemplazado mi indiferencia de no enterarme de nada por aquella indiferencia un poquito más sutil, política e irónica de elogiarlo todo. Lo bueno y lo malo. No dejan de aproximárseme malvados, que aspiran a regocijarse en el espectáculo de mi fracaso, y desean aquilatar hasta qué grado me encuentro amargado. Para buscarme la lengua hablan despectivamente de otros que trabajan infatigables. Mas yo los desconcierto diciendo: —¡Cómo! ¿Fulano te parece un mal artista? Estás equivocado. querido. Es de los buenos, y de verdad… Desalío a que haya alguien que sepa sacar mejor partido que yo de las intenciones abortadas, de los ensayos manidos y de las cegueras y cojeras de sus prójimos. Observo entonces, con placer, que aquellos que me suponían agriado se retiran consternados, sin saber cómo clasificarme. Y así pasan los años. De mi ineptitud se desprende una filosofía implacable, serena, destructiva: —¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita? Y yo sé que tengo razón. *FIN*
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Extraordinaria historia de dos tuertos
Cuento
Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme. Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet. Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético: -Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más fácil conseguir un puesto honorable. -¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde? Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo: -Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente. -Vaya si lo sé -repuse yo, suspirando tristemente. Monsieur Lambet prosiguió: -Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él. -Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio. Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo: -Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas. Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet. Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió: -Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad. Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo: -Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa. No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí: -Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo. Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente, me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para mí una plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de “Las Tres Grullas”, cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo. ¡Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente! Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos. Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones…, pero una noche que dormía en “Las Tres Grullas” me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato. Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía. Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme. Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de “Las Tres Grullas”, que se dirigía a la mesa. ¿Sabéis lo que hizo allí? Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido. Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo? El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa. En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio. ¿Qué misterio encerraba ese ritual? Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas. Me despedí del dueño de “Las Tres Grullas” como si no me hubiera ocurrido nada, pero “in mente” estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental. No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia. Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa: -Tú tienes un ojo de vidrio. -Sí. Y tú también. -Sí. -¿Y qué haces por aquí? -Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio. Yo me quedé examinándolo, turulato. -¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión? -¡Tú también vendes ojos de vidrio! -Sí. -¡Cristo! Esto sí que es raro. Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije: -¿Cómo te metiste en esto? Hortensio comenzó a narrarme su historia: Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto. -¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa. El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero. -Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo. -No. -Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta? -Sí. -Pues es él, monsieur Lambet. -Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot. -Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio. -¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas. -Perfectamente. En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Éste comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al “agente 23”, culpable de proporcionar datos falsos. No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot, era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de “Las Tres Grullas”, continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Halid Majid el achicharrado
Cuento
Una misma historia puede comenzarse a narrar de diferentes modos, y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de este: Enriqueta Dogson era una chiflada. A la semana de irse a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una especie de abullonada faldacorsé de color verde y el renegrido cabello suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida fue un éxito. Los perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo para verla pasar. El Capitán Silver, que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser eunucos, verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada. Enriqueta Dogson envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson, un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo: -¿De dónde habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor, que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo. Dicho esto, el viejo Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente se decía que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional. Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizá para eso. Para divertirle a uno con las burradas que perpetraban. El que no se encogió de hombros fue el anciano Faraj el Bint Abdalla. Faraj el Bint Abdalla estaba amostazado. En Tánger no se hacía otra cosa que mormurar el enamoramiento de su hijo Dais con esta extranjera fantasiosa. Un amor con una musulmana es el ideal de todo europeo. Una intriga con un árabe, el más glorioso recuerdo que puede llevarse una muchacha occidental. Enriqueta Dogson era consecuente con este punto de vista. Se podían ver fotografías de ella en compañía de Dais el Bint Abdalla. En la orilla del Mediterráneo, sobre las murallas, recostada a lo largo de los antiguos cañones portugueses, con Dais el Bint Abdalla sentado melancólicamente a su lado. También aparecía Enriqueta en el palacio del ex sultán, con el joven Dais a su lado; a la entrada de la mezquita, con el joven Dais sentado a sus pies; en una grada del pórtico, en el zoco, con el joven Dais ofreciéndole un ramo de rosas; bajo un grupo de palmeras, más allá de la “Puerta del Castigo”. Aquello era sencillamente delicioso. Realmente, al viejo Faraj el Bint Abdalla no le faltaban razones para andar amostazado. El joven Dais el Bint Abdalla se había ido enamorando. Secretamente pensaba renunciar a la religión musulmana, en cambiar la chilaba, las babuchas y el fez por un correcto traje europeo y un hongo discreto, y abandonar a su familia para ir en seguimiento de Enriqueta Dogson. Tales disparates pensaba muy secretamente y con temor oscuro, porque no había podido olvidar ciertos versículos del Corán que en su infancia le habían valido buenas tandas de palos en la planta de los pies, y el Corán estaba incrustado en su vida, y no dejaba de comprender que estaba acercando su vida a una peligrosa playa ignorada. El viejo Faraj el Bint Abdalla le vigilaba con los ojos bien abiertos. Sin pérdida de tiempo le escribió a su corresponsal en la isla de Java, en Bali, y un mes después recibió una respuesta afirmativa. Podía enviar su hijo a Java. Se haría cargo de él su amigo el usurero Hassan. Cierto es que el Corán prohíbe terminantemente la usura; pero esto es con los musulmanes, y el astuto Hassan, en la isla de Java, ejercía la usura no con los musulmanes sino con los infieles, es decir, con los campesinos chinos y budistas. El Corán no prohíbe beneficiarse con la hacienda de los incrédulos. El viejo Faraj, una vez recibida la respuesta de Java, llamó a su hijo Dais a la sala de abluciones de su casa, y sentado frente a él, mientras el joven permanecía respetuosamente de pie, le dijo: -Sé que te has enamorado de una perra infiel. ¿Pretendes que la cólera de Alá ruede sobre nuestras cabezas? ¿Sabes tú lo que encierran los sesos de carnero de una mujer extranjera a tu raza y a tu religión? ¿De una mujer que se pasea semidesnuda entre los hombres, mostrándoles sus piernas y su rostro y bebiendo como una mula, no agua, sino licores? Dais el Bint Abdalla permanecía silencioso, como cuadra a un buen hijo. El viejo Faraj continuó: -Te has enredado como un camello en tus propias cuerdas. ¿Has olvidado la dignidad que te debes a ti mismo y a tu familia y los peligros que encierra para un piadoso creyente el reiterado trato con una mujerzuela oriunda sabe Alá de qué familia? Prepara tu equipaje y apréstate a partir para Java. Irás a trabajar a la casa de mi amigo Hassan, el prestamista. Pero antes de salir, ve a la casa de Hacmet y dile que te haga conocer a su abuelo. Y que su abuelo te muestre su cuerpo desnudo. Por primera vez Dais abrió la boca asombrado: -¿Que su abuelo me muestre su cuerpo desnudo? -Sí; que su abuelo se desnude frente a ti y te muestre su cuerpo. Vete ahora. Y no te olvides. Te haré apalear como a un esclavo si alguien me informa que te ve en compañía de esa maldición de Alá. Dais se inclinó respetuosamente. Estaba perdido. No le quedaba otro recurso que matarse o partir para Java. Lo pensaría. ¡Ah! Y antes, visitar la casa de Hacmet y decirle que su padre le había dicho que le hiciera conocer a su abuelo. Pero a su abuelo desnudo. ¡Eso sí que era una ocurrencia! El joven Dais retrocedió espantado cuando el viejo Halid Majid terminó de desnudarse, y abriendo una ventana se mostró a la claridad del sol. El cuerpo del viejo estaba surcado de terribles cicatrices. Semejantes a un follaje de piel roja y brillante, se extendían irregularmente por todos sus miembros. Esas cicatrices y costurones abarcaban su rostro, sus labios, sus párpados, sus brazos. Era como si el cuerpo de aquel hombre hubiera pasado a través de un engranaje terrible que sin hacerle perder su forma humana le hubiese desgarrado con sus dientes. No había una pulgada de epidermis en aquel anciano que no estuviera señalada por la misteriosa tortura. Ésta le daba la apariencia de un monstruo chino. Una vez que el viejo creyó haber sido contemplado lo suficiente por el joven Dais, le dijo: -Siéntate, hijo de Faraj, y escucha atentamente mi historia. Éstas son las desgracias que les ocurren a los musulmanes que se acercan a las mujeres que no son de su raza. Cuando me hayas escuchado, el camino del deber aparecerá recto y fácil ante tus ojos. ¿Me escuchas, hijo de Faraj? -Sí, señor; te escucho. -En nombre de Alá el Clemente, el Misericordioso: Hace ochenta años. Yo entonces tenía veinte años. Mi padre me envió a la ciudad de Singaragia, en la isla de Java. No sé si tú sabrás que su población se compone en su mayor parte de malasios infieles, de chinos hediondos y de budistas cuya indecencia llega a extremos que no puedes imaginarte. Era mi amo un hermano de mi padre. Aparte de traficar con nidos de golondrina, a los cuales son muy aficionados los chinos, se dedicaba al préstamo como a la compra de telas baticadas, que son unas telas sumamente floreadas por las que pierden la cabeza los javaneses más sensatos. “Mi tío tenía su tienda al final de una calle en la que podían verse altas pértigas de cañas de bambú adornadas en su extremo de manojos de plumas de colores. Por esta calle pasaban hacia sus posesiones del campo los chinos principales, muy tiesos en sus literas doradas y conducidas por coolíes. También pasaban mujeres, con medio cuerpo desnudo y el rostro descubierto, conduciendo sobre la cabeza redondas bandejas de piñas y plátanos, que parecían ciempiés por los innúmeros rayos de palma que de ellos partían. “Yo estaba asombrado de todo aquello que mis ojos veían, y nada igualaba a mi agrado como el poder pasearme por entre las bajas montañas, de las que bajaban como grandes escalones las terrazas de los arrozales. También acudía a las riñas de gallos, por las que enloquecen los javaneses, o me sentaba en unas piedras excavadas que ellos llaman las ‘Sillas de Shiva’, escuchando la música que hacía el viento al pasar por unas inmensas arpas de bambú que los nativos de esos parajes colocan en sus sembradíos para ahuyentar a los pájaros que destrozan sus cosechas. “No vivía sino pasando de un asombro a otro. Solía también pasearme por el mercado, donde había infinita variedad de infieles, algunos con los dientes laqueados de negro, otros con la cabeza rapada, los dientes limados y las narices perforadas, así como chinos de túnicas floreadas, sacerdotes con mantos amarillos, cingaleses conduciendo vacas gibosas y campesinos seguidos de sus lagartos domesticados. “Estando una mañana en el mercado, vi a una mujer que me llamó la atención. Era alta, majestuosa; su cuerpo estaba envuelto en una sola pieza de tela floreada y su cabeza adornada de una corona de flores. Iba descalza, como acostumbraban las mujeres de aquel país, y cuando me vio, arrimado a la tienda de un mercader de flores, me echó tal mirada, que mis huesos se echaron a temblar. Un mal genio me inspiró a seguirla. Eché a caminar tras de ella, hasta que entró en una casa en cuyo portal cosía prendas un sastrecillo. La desconocida, antes de entrar al portal, se volvió y me sonrió de tan arrebatadora manera, que súbitamente creí que el día se había convertido en noche y que mi vida quedaba caída a la misma entrada del portal. “Al día siguiente volví al mercado, y a la misma hora llegó la desconocida, que se detuvo en el puesto de una mujer que mercaba legumbres. Yo, indeciso y tímido, permanecí a alguna distancia de ella, pero pronto la desconocida me descubrió y volvió a sonreírme. Yo iba a acercarme a ella, pero la vendedora de legumbres me hizo un gesto y comprendí que tenía algún mensaje que transmitirme. Cuando me acerqué a su puesto, me dijo que su compradora se llamaba Turey y que era esposa de Moana, el sastrecillo. Turey le había dicho que gustaba de mí, y que aquella noche, cuando los vigilantes golpean en los tambores de madera la hora primera, me acercara al portal donde podría hablarme, pues a esa hora el sastrecillo, fatigado por las labores del día, dormía profundamente. “Ansiosamente esperé la noche, y llegó la noche, y después la hora primera. Cautelosamente me acerqué al portal, cuya puerta estaba entreabierta. Allí me aguardaba Turey. Me dijo que con riesgo de su reputación se atrevía a hablarme. Yo le agradaba mucho. Su marido, el sastrecillo Moana, pertenecía a la religión brahmánica, pero ella no sentía ninguna atracción hacia él. “Desde aquella noche continuamos viéndonos siempre. Entrada la oscuridad, yo me deslizaba hacia el portal que ella dejaba entreabierto, y mientras el sastrecillo dormía, nosotros vivíamos nuestra felicidad. “De esta manera transcurrieron algunos meses. Dicen los sabios que el placer sacia al hombre y encadena a la mujer. Una noche, mientras conversábamos en el portal, Turey me preguntó si yo me casaría con ella si su marido llegara a morir. Irreflexivamente le respondí que sí; pero luego, atacado por un escrúpulo que me produjo el recuerdo de una bárbara costumbre practicada en aquel país, le pregunté: “-Pero, dime, en este país, ¿las viudas no están condenadas a la hoguera? “-Sí -me respondió Turey-. Algunas mujeres practican aún esa costumbre; pero ella queda para las viudas que no quieren cambiar su religión; que las que abandonan el brahmanismo y se hacen musulmanas no marchan a la hoguera, aunque el deshonor caiga sobre ellas y su familia y parientes las repudien. “Una esclava que se acercó a ella en aquel momento interrumpió nuestra conversación y yo tuve que marcharme. “Volvimos a vernos otras veces, y Turey no recordó más la propuesta que me hizo aquella noche; pero una vez que llegué al portal, aunque lo encontré entreabierto, Turey no estaba. Pensando que me convenía aguardar, me senté allí, y Turey no tardó en aparecer. “Escúchame -me dijo-. Es tanto lo que deseaba vivir a tu lado, que esta noche, he envenenado a mi marido. Él acaba de morir. Está allá arriba, en su cama. Nadie sospechará que lo he matado, porque el veneno que le he dado no mancha el cuerpo. Ahora nadie podrá impedirme estar a tu lado. De modo que cuando pasen algunos días, me casaré contigo y adoptaré tu religión. “Escuchándola, mi corazón se aterrorizó secretamente. Jamás supuse que esa mujer fuera capaz de envenenar al inocente sastrecillo. Me dije, razonablemente, que bien pudiera ser que mi destino fuera morir también envenenado a manos de Turey si la casualidad ponía en su camino a otro hombre que le agradara más que yo. Sin poder detenerme, no le oculté mi repulsión por el crimen que había cometido. Le dije que aquélla era la última vez que nos veíamos, y que no se acercara nunca más a mí, porque si no la denunciaría a la justicia del Sultán por el delito cometido. “Turey escuchó en silencio mis palabras, y yo sentí que sus ojos me atravesaban el corazón como dagas envenenadas. Sin saber por qué, en ese momento entró un miedo pánico en mi entendimiento. Sin poderme reportar, me aparté corriendo del portal. Parecíame que la misma sombra del sastrecillo recién asesinado me amenazaba de terrible muerte o me previniera de un suceso peor aún. “Aquella noche, no pude conciliar el sueño. Pensaba que en cierto modo yo era el culpable del triste fin de Moana y que el día del Juicio Final me sería pedida cuenta de su tremenda suerte. Desvelado con tan siniestros pensamientos, vi llegar el amanecer, y cuando entré en la tienda de mi tío, éste me dijo: “-¿No sabes la novedad? Anoche murió Moana, el sastrecillo. Su viuda ha manifestado el deseo de morir en la misma hoguera que carbonice el cuerpo de su marido. Realmente, estas mujeres bárbaras dan muestras a veces de una fidelidad que ni entre los mismos creyentes se encuentra para raro ejemplo. “Si bien me espantó el fin del sastrecillo, más aún me asombró el propósito de Turey. ¿Qué se proponía al manifestar su voluntad de morir en la hoguera? ¿Hacerse perdonar por el dios de sus creencias el mortal pecado que había cometido? “Aunque mozo irreflexivo, adivinaba que un destino grave había caído sobre mi cabeza. En pocas horas, con mi conducta licenciosa había provocado la muerte de un honesto cortador de prendas, y ahora el suicidio de su arrepentida viuda. Indudablemente que algún día el Ángel de la Muerte me pediría cuentas de semejantes desaguisados, y no terminaba de jurarme a mí mismo que jamás volvería a fijar los ojos en la mujer del prójimo, cuando inopinadamente apareció la esclava de Turey, quien, dirigiéndose a mí, me dijo: “-Mi señora manda decirte que de acuerdo con las costumbres del país, su difunto marido será quemado en una hoguera, y que ella, como cuadra a una viuda honesta, se precipitará en la hoguera. Díjome también que te diga que le agradaría mucho verte en el cortejo de los que la despidan de esta vida. “Yo me estremecí de horror frente al sacrificio casi inevitable. Sin embargo, para calmar mis remordimientos, me decía que Turey, llegado el momento, no se atrevería a arrojarse entre las llamas, y dejé que su esclava se retirara, después de prometerle que cumpliría con mi deber e iría a verla morir. “Por la tarde, lívido como el mismo muerto a quien llevaban a quemar a una hoguera que se encendería en el bosque, me incorporé al cortejo funesto. “Rodeada de los malditos sacerdotes brahmanes y de viejas desgreñadas, que más parecían fieras carniceras que seres humanos, marchaba Turey con el rostro rayado de sangrientos arañazos y los ojos hinchados por interminable llanto. Yo la miraba sin acertar a comprender cómo era posible que amando tanto la vida y el placer diera su vida por un ser que cuando estuvo vivo ella mató. A su lado, como protegiéndola de aquellas que podían persuadirla de que no llevara a cabo tan bárbaro propósito como el de quemarse viva, marchaban los parientes del sastrecillo, y todos la cumplimentaban por su conducta y fidelidad a las costumbres del país. “Llegados al bosque, los que formábamos el cortejo hicimos un círculo en torno de un monte de leña donde se abrasaría el muerto y se suicidaría su viuda. Yo no abandonaba la esperanza de que llegado el extremo momento Turey se negaría a arrojarse entre las llamas. A todo esto, los sacerdotes colocaron el cadáver del sastrecillo sobre los maderos regados de aceite y un monje encendió la pira. Una rápida llamarada envolvió el montecillo de madera. Turey, separándose del cortejo, echó a caminar en torno de la hoguera para buscar el lugar más bajo y entrar en ella. Se acercó a mí. Yo iba a recibir su postrer saludo… ¡Horror!… De pronto me sentí agarrado por los ganchos de sus manos y arrastrado con infernal violencia al centro del brasero. Rodamos encima de las brasas. Yo profería terribles gritos, tratando de librarme del mortal abrazo de ese monstruo, cuya venganza era manifiesta ahora. Las llamaradas lamían mi cuerpo y mi túnica ardía rápidamente. De pronto, los brazos de la horrible mujer que me mantenían pegado al fuego se aflojaron; con mis vestiduras incendiadas, achicharrado vivo, me arrojé fuera de la hoguera y caí desvanecido sobre la hierba del prado. “¿Con qué palabras contarte mis terribles sufrimientos? ¡Oh, hijo de Faraj! Me sumergieron en un barril de aceite, donde durante muchos días y muchas noches creí que los sufrimientos terminarían por hacerme perder la razón. Mi tío, mis amigos, nadie creía que resistiría las graves quemaduras que me desfiguraban el cuerpo. Sin embargo, poco a poco fui reponiéndome, y aunque el fuego de la hoguera me había transformado en un monstruo, no pude menos de darle las gracias a Alá por haberme inferido tan clemente castigo. “Ahora ya lo sabes, hijo del amigo de mi hijo. No busques amor de mujer fuera de tu raza, de tu ciudad natal y de tu religión.” Y ésta, aunque ingenua, fue la causa por la que Enriqueta Dogson, de la mañana a la noche, dejó de ver para siempre al joven Dais el Bint Abdalla, que, sin despedirse de ella, se embarcó para Java en busca del olvido de una pasión insensata. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Historia del señor Jefries y Nassin el Egipcio
Cuento
No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia. Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada “La momia”, que una noche vimos y comentamos con varios amigos. Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de “La momia” podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago. Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger. Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble. La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio. Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja. Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos. Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones. Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché “sentí” que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí. Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio. Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí. Era aquella una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos entre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo: -¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente. Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio. No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina “acción hipnótica”. No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además. No me quedaba duda: Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad. Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio. A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillantes y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales. Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar. Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice: me señalaba una bola de vidrio. La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto: “Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita.” Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio. ¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí? Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está; ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas. “Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita.” ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio? Tendría la prueba muy pronto. Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo el domingo cristiano. Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil en la parte de la muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una masas y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en el oído: “Aquí.” Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol; dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio. Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta: -¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su casa, de noche, un muerto dentro de su ataúd? Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido. Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente. Era muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente el egipcio abrió las hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente. El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su cuña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires. Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd. No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que “casualmente” yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita. No me quedó ninguna duda: El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché mano al bolsillo, extraje la pistola, coloqué su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó. Sin esperar más salí. Nadie se cruzó en mi camino. Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro: “Cerrada porque Nassin el egipcio está de viaje”. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
La aventura de Baba en Dimisch esh Sham
Cuento
¿Es de noche o es de día?… ¿Es de noche o es de día?… Dificulto que en todo el Magreb pudiera encontrarse un desarrapado más hilachoso que éste. Tieso junto al pilar de ladrillo de la puerta de Bab el Estha vociferó nuevamente: -¿Es de noche o es de día?… ¿Es de noche o es de día?… La luz verdosa del farolón de bronce amarrado por una cadena a la clave del arco proyectaba del mendigo una desmesurada sombra, movediza en el triangular empedrado del zoco, sembrado de rosas podridas y cáscaras de melones. Había sido día de mercado. Un árabe descalzo, que montado en un asnillo pasaba por allí, se detuvo frente al hablador: -Por Alá, hermano, ¿cómo puedes preguntar si es de noche o es de día? Pero el desarrapado, cuya chilaba negra parecía haberse arrastrado por todos los muladares del Islam, continuó a voz en cuello: -Respondedme, ecuánimes creyentes: ¿llueve o no llueve, llueve o no llueve?… Y sin esperar a que nadie le contestara, comenzó a batir con la yema de los dedos y los nudillos alternativamente, el fondo de un tambor que en forma de florero soportaba bajo el sobaco. Varios campesinos que se hartaban de pescado y cuzcuz en el puesto de un egipcio rodearon encurioseados al mendigo. Ya cerca de él, repararon que era un “jefe de conversación”. Sus ojos blancos de cataratas, semejantes a huevos de serpiente, revelaban al ciego. Baba, que tal se llamaba el desarrapado, volvió a batir durante unos instantes el fondo de su tambor y prosiguió: -En nombre del Clemente, del Misericordioso, escuchad la palabra del Corán a través de los labios de un ciego: “Nada hay tan loable como elevar la voz para convencer a los hombres y exclamar: “Yo soy un buen musulmán”. Os habla un árabe morigerado que jamás bebió vino ni mordió carne de puerco. Insensiblemente acudían los curiosos a escuchar al “jefe de conversación”. Eran artesanos de los contornos, negros batidores de cobre con las manos quemadas de azufre, tahoneros manchados de harina, tintoreros con los brazos teñidos de azul y amarillo. También se veían vendedores de agua, con bombachas hasta las rodillas y el odre de cuero, enjuto, a un costado; curtidores, esterilleros, tejedores de chilabas. Algunos con los ojos abiertos continuaban comiendo su pescado o royendo un hueso de carnero, y el aceite se les corría hasta el mentón. Miraban al ciego con la admiración que suscitan los poetas, y el ciego, sin verlos, comprendía el bulto de sus presencias, por los hedores distintos que emanaban sus cuerpos mal lavados. Baba tableteó nuevamente con los dedos y los nudillos en el fondo del tambor: -Escuchad al Ciego prudente… Tú, comerciante, que tienes los oídos tapados con cera, quítate la cera de los oídos. Abandona tu mostrador. No te muestres reacio como camello estúpido. Acércate a Baba el Ciego. Baba beneficiará tu entendimiento con una historia hermosa. Campesino del Borch, acércate a Baba. Baba te consolará mejor que tus podridas legumbres. (Risas entre los artesanos.) Escuchadlo a Baba, el enemigo de los perros judíos y de los perros cristianos… Escuchad al Ciego morigerado, hermanos. Detente, quesera… Ven aquí, carbonero. Poned el trasero sobre las piedras. No os pesará. Mi narración es más sabrosa que la pata de camello hervida en leche agria. Mercader timorato de tus monedas, escucha al Ciego… Cuando esta noche entres al harén, tu cuarta esposa te dirá: “­Oh, mi señor, cuéntame lo que has oído en el mercado!” Y tú, ¿con qué la divertirás si no conoces mi historia?… Quitaos la cera de los oídos, ecuánimes creyentes. No escupáis sobre la cabeza de vuestros vecinos. Que comienzo… que comienzo… que comienzo… Había anochecido en Dimisch esh Sham. La ciudadela amurallada y blanca parecía aplanarse a los pies del abultado monte. En su cresta, a mucha altura sobre el nivel de la arena, se arqueaba la desolación de las palmeras: Más próximos, recortando la acuidad verdosa del firmamento, se erguían los paralelepípedos de porcelana de los alminares de las mezquitas y las cúpulas de cobre en media naranja de los palacios señoriales. En los alminares, revestidos de mosaicos reproduciendo verticales tableros de ajedrez, la luna fijaba vértices de plata. Más allá, infinito, amarillento, oscureciéndose hacia el confín, se extendía el desierto. Y el horizonte, a pesar de la luna y de las estrellas, parecía una muralla de betún, separando la tierra de los hombres de la tierra de los djinns y de los targuis. Marbruk ben Hassan, a quien Baba el Ciego conocía bajo el nombre de “el hombre de la limosna” estaba ahora en la terraza de su casa. Bajo el entoldado circular, anaranjado, de cuyas aristas colgaban lámparas de colores, se le podía ver recostada sobre unos cojines desparramados en el alfombrado que cubría los ladrillos del suelo. A pesar de su barba renegrida y de la frente abultada en una vertical rayadura de arrugas, se comprendía que era joven. Fumaba despaciosamente una larga pipa turca de cazoleta de arcilla y boquilla de ámbar, mientras que frente a él, de pie, revestido de una pobre chilaba, trajinaba un vendedor de alfombras, de ancha barba de verdugo y nariz más corva que un alfanje. El vendedor de alfombras, inclinándose sobre su mercadería, la arrollaba lentamente, mientras le decía a Marbruk ben Hassan: -Las ametralladoras llegarán desarmadas en el interior de los ejes de los carros que conduce Ahcmet. -Luego exclamó en voz alta: -Señor, piénsalo bien, esta alfombra es tan rica en diseños de oro que no encontrarás otra semejante ni en el mejor bazar de Estambul. -Bajó la voz: -Todos los meses una caravana de carros se detendrá en el corral de Hussein. Cambiarás los juegos de ruedas. -En voz alta: -¿No te interesan las tiendas de pelo de camello? Dejan pasar el aire, pero detienen el frío y el calor. -Bajó la voz: -Secuestra la moneda de plata que puedas y haz circular papel. Mete la plata en los ejes de los carros… Marbruk ben Hassan se incorporó en los cojines y, sin mirar al vendedor de alfombras, golpeó el gong… Apareció Aischa, su esclava. -Aischa -dijo “el hombre de la limosna”-, no hagas entrar más a mi casa traficantes callejeros sin cerciorarte antes de que comercian con noble mercadería. Las alfombras de este hombre podrían adornar la carnicería de un armenio, no mi casa. Acompañado por Aischa, el vendedor de alfombras se retiró humillado. Marbruk ben Hassan se sumergió en sus proyectos. Pertenecía a una de las sociedades secretas que reactivan el movimiento nacionalista musulmán. En el Magreb, él conspiraba contra el sultán de Fez y el mandatario de Francia. En el pozo seco de su finca de Msella del Pachá, en Fez, podían encontrarse cincuenta mil cartuchos de fusil. Estaba a cubierto de sospechas. Su hermana era una de las cuatro esposas del Sultán; su hermano, un fiel servidor de los franceses; su padre, el primer cadí o juez de la ciudad. Además Marbruk ben Hassan, en su momento oportuno, había asesinado, por intereses de Estado a Ismail, el líder de los jóvenes nacionalistas de la Universidad de Fez. Se le conceptuaba un renegado, y este juicio favorecía sus verdaderas actividades. En realidad, era uno de los miembros más enérgicos y peligrosos del comité secreto panislámico. “El hombre de la limosna”, como lo llamaba Baba el Ciego, miró la luna que ahora se ocultaba tras el alminar de la mezquita de Ez Zinaniye y se atusó la barba. Tenía que entrevistarse esa noche con Mahomet Bey, un bandido inexorable. Mahomet Bey en las ciudades levantinas vestía como el más pulcro europeo. Mahomet Bey era un asesino profesional de armenios cristianos. Sus crímenes resultaban numerosos y feroces. El menor de ellos consistía en introducir ancianos armenios, por la cabeza, dentro de los hornos de las tahonas de las aldeas donde sus bandas maniobraban. -Estallan como granadas -decía, sonriendo, Mahomet Bey. Aischa entró bruscamente a la terraza: -Señor, un anciano extranjero pregunta por ti. -¿Árabe o europeo? -Árabe. -¿No te ha dicho su nombre? El anciano que preguntaba por él ya avanzaba a su encuentro, en la terraza. La barba le llegaba hasta el estómago, y una capucha de su capa escarlata encuadraba un fino rostro arrugado, ligeramente achocolatado, de líneas muertas y mirada joven, falsa y cruel. Era su padre, el cadí de Fez. Marbruk ben Hassan corrió al encuentro de él, tomó humildemente la mano del anciano y la mantuvo apretada contra sus labios durante unos instantes. Aischa se retiró. -¿Tú aquí, padre? El anciano avanzó dignamente por la terraza, se sentó en cuclillas sobre una alfombra y Marbruk ben Hassan permaneció de pie sin atreverse a sentarse. Tampoco, por respeto, tomó la palabra. Su padre miró en derredor con escrutadora mirada. Finalmente, dijo: -Puedes hablar. “El hombre de la limosna” reparó que su padre no le invitó a sentarse, y aunque estaba en su propia casa, continuó de pie, y dijo: -¿Cómo se encuentra nuestro señor el Sultán? ¿Y mi noble madre? ¿Y mi hermano? ¿Y mi hermana? El cadí, con voz cansada dio noticias: -Tu madre estuvo enferma, pero bebió leche hirviendo en la cual había bañado una hoja del Corán, y su salud se restableció. Tu hermano ha sido designado por nuestro señor el Sultán con una misión secreta en El Cairo; tu hermana ha dado a luz un hermoso niño. Y tú ¿cómo estás de salud? -Bien padre. Pero, ¿me permites preguntarte cómo te has atrevido a afrontar las fatigas de tan largo viaje. ¿Por qué no te dignaste avisarme de tan alto honor? ¿O es que sucede algo? El cadí miró fríamente a su hijo; luego, recalcando palabra por palabra, dijo: -Sí. Prepárate a rezar “la oración del miedo”. Vengo a matarte… Marbruk ben Hassan levantó despacio los ojos del dibujo de la alfombra verde. -¿Has dicho que vienes a matarme?.. -Sí. A menos que prefieras darte muerte con tus propias manos. -¿Por qué me dices eso, padre? El cadí, a pesar de su edad, de un salto se puso de pie. Su diestra se apoyaba ahora en el labrado mango de oro de un puñal que le cruzaba la cintura. Una luz sombría como las que destellan las gemas del salitre centelleaba en el fondo de sus pupilas. Sin embargo, su voz era suave, Dijo, bajando el tono: ­¡Perro! Traicionas a nuestro señor el Sultán. Traficas armas para sublevar las tribus. Ocultas dos carros de cartuchos en el fondo del pozo seco de tu finca de Msella. Secuestras monedas de plata. La clemencia de Alá ha impedido que la cólera de nuestro señor el Sultán cayera sobre mi cabeza y la de nuestra familia. ¿Con ese fin asesinaste a Ismail? ¿Para engañarnos a todos? Ililla tiene en sus manos todas las pruebas de tu traición. ­Por Alá que tengo que esforzarme para no clavarte el puñal en la garganta! ­Eres más falso que una ramera! “El hombre de la limosna” callaba. Bajo la muselina de su turbante la frente se cubría de gotitas de sudor. El cadí continuó: -Una buena acción nunca se pierde. Cuando yo era joven tuve un acto de consecuencias con Ililla. Ililla lo recordó. Hace un mes vino a mi casa, me mostró las pruebas de tus crímenes, y me dijo, bondadosamente: “Toma varios hombres de mi escolta, vete a Dimisch esh Sham y mata a ese imprudente. Nuestro señor el Sultán jamás sabrá de la traición de tu hijo. Alá le bendiga a él y a su familia”. Marbruk ben Hassan exclamó, mientras pensaba en otras cosas: -Alá se apiade de mí. El cadí apaciguado de haber exteriorizado su furor, continuó: -Es inútil que intentes eludir la sentencia. Tu casa y los jardines están rodeados por mis hombres. Escoge: ¿Te matas o mando yo que te maten? “El hombre de la limosna” reflexionaba rápidamente. -Padre: únicamente el Destino señala el camino de los hombres, y los hombres lo siguen humildemente. Yo he tomado mi camino, pero no quiero que mi familia cargue con la vergüenza de mi secreto. Es preferible que me dé muerte con mis propias manos. Solo quiero pedirte una gracia. Autorízame a repartir mis escasos bienes entre algunos creyentes, que no me olvidarán jamás en sus oraciones. -¿Quiénes son? -Aischa, mi esclava, el Baba el Ciego. Baba el Ciego acostumbra a dormir en el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye. ¿Me permites mandarle a llamar con mi esclava? El cadí pensó: “Evidentemente, el Ciego sería portador de algún mensaje que permitiría establecer quién era el vendedor de armas que las conducía a Fez. Haría detener al ciego a la salida de la casa de su hijo”. Respondió: -Llama a tu esclava. “El hombre de la limosna” golpeó el gong, y Aischa apareció. -Aischa, ve a la puerta de la mezquita de Ez Zinaniye y trae a Baba el Ciego. Salió Aischa, y el anciano cadí insistió: -¿Quieres rezar conmigo “la oración del miedo”? Marbruk ben Hassan compungió el rostro y dijo, finalmente: -Perdóname, padre. No soy digno de estar a la sombra de tu cuerpo. Pero ahora creo que la paz de Alá estará en mí. Que jamás mi madre, ni mi hermana, ni mi hermano sepan del benévolo castigo que has tenido a bien suministrarme. Dale también las gracias al piadoso Ililla. Te ruego ahora, padre, que me dejes solo. Por un instante la sombra de una emoción pareció temblar a través del semblante del anciano. Señaló con su mano amarillenta el cielo estrellado y tan bajo como el techo de la tienda de un beduino, y dijo: -Pronto nos encontraremos allá. La paz en ti… Y, grave, después de vacilar un instante, le alargó la mano. “El hombre de la limosna” besó piadosamente la diestra de su padre, y el anciano salió… Marbruk ben Hassan quedó solo. ¿Quién era el perro que le había traicionado? Muy tarde ya para imaginarlo. Tenía que intentar la fuga. Si alcanzaba a reunirse con Mahomet Bey se reiría de los asesinos mudos que traía su padre. Los haría acuchillar a todos… ¿Y si Mahomet Bey se negaba a mezclarse en la partida perdida? Podía refugiarse en el consulado alemán. Von Freser había varias veces intentado insinuársele. ¿Ofrecer su experiencia al servicio Secreto Alemán? El tiempo que restaba era precioso. Rápidamente se despojó de su túnica, de sus finos pantalones, de su chaqueta bordada de oro, de sus medias de seda blanca. Rápidamente bajó a la cocina; en el almirez de Aischa echó algunos ajos y los machacó, luego comenzó a friccionarse el cuerpo. No se podía estar a un paso de él, tan repugnante era el hedor que despedía. Luego se friccionó con carbón. Entró al cuarto de la esclava; allí había colores. Su oído percibió la puerta de calle que se abría y corrió al encuentro de Aischa. Gracias a Alá, la esclava volvía trayendo por una mano al ciego. Sin embargo, la esclava casi gritó al verle: no lo había reconocido… Violentamente, Marbruk ben Hassan se llevó un dedo a los labios, se acercó al ciego, y apoyándole el puñal sobre el corazón le dijo: -Como hables una palabra te mataré. -Y dirigiéndose a Aischa, ordenó: -Llévalo a la sala de abluciones. -La casa debía pertenecer a un hombre muy rico -continuó narrando el ciego al círculo de oyentes que a la luz del farol escuchaban su relato-, porque en el interior flotaban perfumes y el suelo estaba cubierto de finas alfombras. Sin embargo, cuando el hombre que apoyó el puñal en mi pecho me dijo: “Si hablas una palabra, te mataré”, le reconocí inmediatamente por la voz. Todos los días pasaba él junto a la puerta de la mezquita, y arrojándome una moneda en la mano, me decía: “La paz en ti”. “La esclava me tomó de un brazo y me condujo a la sala de abluciones. Sé oía allí el ruido del agua de una fuente. “El hombre de la limosna” le dijo a su esclava: -Aischa, desnúdalo rápidamente… “Yo estaba atemorizado. ¿Qué iría a ocurrirme? Pensaba que siempre había cumplido con mis deberes con el Profeta…” -Abrevia -gritó una voz-. No nos cuentes la historia de tus deberes religiosos, sino lo que te ocurrió dentro de la casa. El que interpelaba así al ciego era un tahonero impaciente por conocer el final de la aventura. Prosiguió el “jefe de conversación”: -Entonces comenzaron a desnudarme, y me despojaron de mi hermosa chilaba negra, porque yo en aquellos tiempos tenía una muy fina chilaba negra que me había… -Maldito hablador. Deja en paz tu chilaba. Cuéntanos lo que te pasó en el interior de la casa. Pacientemente continuó el ciego: -Los vuestros son paladares de asnos, no de gacelas. Bueno. Me despojaron de mi hermosa chilaba negra y de mi turbante, ­¡ay, mi turbante!… Un turbante que, arrollado en torno de mi cabeza, me daba el aspecto de un gran visir. La esclava que me desnudaba le decía de tanto en tanto al “hombre de la limosna”: “¿Qué pasa, mi señor; qué pasa?” Pero “el hombre de la limosna” terminó por contestarle: -Ten más alto el espejo… “Luego “el hombre de la limosna” dijo: “-¿Me parezco a él? “-Sí…, ponte más sangre en los párpados. “Yo escuchaba que dos personas se movían a mi lado, pero como Alá me ha quitado el don de la vista, solo puedo suponer que “el hombre de la limosna” se estaba pintando para tener mi aspecto.” -¿Qué hacías tú en tanto? -preguntó un fundidor de metales. -Sentado en cuclillas en una estera, rezaba mis oraciones. Aunque estaba desnudo, no sentía frío, porque era verano. Finalmente, “el hombre de la limosna” le dijo a Aischa: “-Dale una moneda de oro a ese hombre. “Y la esclava puso una moneda de oro entre mis manos. Luego “el hombre de la limosna” dijo: -Tómame de una mano, Aischa. “Y oí el ruido de unas pisadas, luego mi propia voz, porque el desconocido imitaba muy bien mi propia voz, oí mi propia voz que decía desde muy lejos: -Bendecida sea la clemencia de Alá y la caridad del señor de esta casa. Que sus esposas le den abundantes hijos. Que sus sementeras sean tan fecundas que los graneros le resulten pequeños. Que sus hijos sean nobles, valientes y generosos como es valiente, noble y generoso su poderosísimo padre… “Luego ya no oí más la voz del “hombre de la limosna” y quedé desnudo en medio de la sala de un palacio desconocido, con una moneda de oro en a mano. Y aunque la moneda de oro estaba muy apretada en mi mano, el miedo también estaba muy apretado en mi corazón, y comencé a orar para que el Profeta iluminara la noche de mi ceguera y me enviara alguna esclava piadosa que me hiciera salir de allí. “No había rezado tres oraciones, cuando de pronto oí unos ruidos, luego una voz grave y desconocida que decía, encolerizada: ­¡Perro!, ¿no habías prometido matarte? ¿Estos son tus juramentos?… Alí, prepara la soga. Ahora te ahorcaremos nosotros. “Un gran frío entró en mi corazón. “El hombre de la limosna”, a pesar de su disfraz, había sido atrapado. Pero yo, sentado en medio de la sala, no me atrevía a moverme. De pronto el mismo hombre que tenía la voz grave y encolerizada apoyó su mano rugosa sobre mi espalda desnuda, y me dijo: “-Ciego, toma estas monedas, pero te juro sobre el Corán que como digas una sola palabra de lo que escuchaste aquí, te haré cortar la cabeza, aunque eres un ciego. “Luego, un hombre que no hablaba, y que debía ser mudo, me vistió con mi hermosa chilaba y me devolvió mi turbante, y tomándome de una mano me condujo hasta el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye… Siempre en silencio, porque era un asesino mudo. “Y al día siguiente, en el mercado, supe una noticia asombrosa: “El hijo del cadí de Fez se había ahorcado voluntariamente porque su esclava Aischa le había abandonado. Y aunque muchos buscaron a la esclava, nadie pudo nunca más encontrarla.” FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
La cadena del ancla
Cuento
Cuando a fines del año 1935 visité Marruecos el tema general de las conversaciones giraba en torno a las actividades de los espías de las potencias extranjeras. Tánger se había convertido en una especie de cuartel general de los diversos Servicios Secretos. En Algeciras comenzaba ya esa atmósfera de turbia vigilancia y contravigilancia que se extiende por toda África costera al Mediterráneo. Entre las verídicas historias y aventuras de espías que me fueron narradas, ésta que se titula “La cadena del ancla” es la que conceptúo la más terrible. Estaba una noche sentado en la mesa de un café de ese patio de calle que se llama el Zoco Chico de Tánger, en compañía de un hombre uniformado con el modestísimo traje azul de agente de hotel. Este hombrecillo, de ojos repletos de malicia, miraba pasar los burros de los indígenas entre las mesas, al tiempo que me decía caritativamente: -En África no hable nunca de política. Desconfíe siempre y de todo el mundo. Por seguir su consejo, empecé a desconfiar de él. Hacía el servicio de corredor de hotel entre dos importantes establecimientos de Algeciras y Tánger. Es decir un pie en España y otro en África. Su verdadero oficio era de policía. Lo que ignoro es a qué policía servía, si a la inglesa, a la francesa, a la española o a la italiana. Él era muy amigo de otro hombre que atendía el surtidor de nafta, estratégicamente ubicado a la salida del camino que conduce de Tánger a Tetuán. El hombre del surtidor de nafta era un ciudadano de cara sonrosada, ojos celestes y sonrisa estúpida, que hablaba en francés, inglés y… árabe. De este ciudadano modesto, que con el conocimiento de tres idiomas se consagraba al cuidado de un surtidor de nafta, me dijo un día Sergia Leucovich: -Fíjese usted. Ese hombre en el sitio que trabaja controla la filiación de todo el pasaje que va de Tánger a Melilla a Ceuta o Tetuán. El hombre del surtidor de nafta pertenecía al Intelligence Service. Estaba, como comencé narrando, una noche bajo los focos voltaicos del Zoco Chico con el corredor de hoteles, que no se quitaba jamás su uniforme azul y gorra de inmensa visera de hule, cuando acertó a pasar, guiado por un lazarillo, un europeo gigantesco, andrajoso ciego tan melenudo como un indígena del Borch, la barba en collar y los pies calzados con unas pantuflas de piel de cabra. Extendió la mano y todos dejaron caer en su platillo algunas monedas. Cuando el mendigo se hubo alejado, el corredor de hoteles me dijo: -Ha visto bien a ese hombre, ¿no? -Demasiado. -¿Y qué cree usted que es él ? -¡Hombre, no lo sé! -Pues ese ciego es un oficial de marina. -¡Oficial de marina… y mendigando! -¿Le interesaría conocer esa historia? -Sí. El corredor de hoteles se respaldó en la silla, le pidió un té verde al camarero y comenzó su relato: -Para Leonesa, acusada del asesinato de un oficial de marina británico, hubiera sido preferible que jamás una coincidencia la librara de la horca, que la esperaba en Inglaterra. Ella había matado para salvarse; posiblemente lo que le interesaba a la policía británica no era castigar a la asesina de un súbdito de Su Majestad, pero el lntelligence Service también necesitaba interrogarla. “En cierto modo, el responsable de todo lo que ocurrió fue el fotógrafo judío Ismael Abraham, agente confidencial del caudillo musulmán nacionalista Yama Mohamed, nieto del gran Raisuli. “La cosa ocurrió así. “Ismael Abraham entró a la oficina de la policía marítima del puerto de Ceuta. Tenía que visar su pasaporte, pues esa noche se embarcaba para Málaga, donde diligenciaría diversos asuntos. Ismael entró al despacho de policía e hizo estos gestos: “Echó la mano al bolsillo interior de su saco y extrajo una libreta negra. Dentro de la libreta negra estaba su pasaporte. Dejó la libreta negra sobre la mesa y le entregó el pasaporte al oficial. Éste conocía al fotógrafo y conversaron de algunas bagatelas. El oficial selló el pasaporte de Abraham y el fotógrafo se echó al bolsillo el pasaporte y la libreta. Luego salió, echando a caminar por los muelles en dirección hacia la compañía de navegación. “Sin embargo, a mitad del tránsito tuvo una sensación extraña. Su bolsillo estaba excesivamente abultado. Posiblemente había puesto la libreta entre los forros y no en el bolsillo, y estaba por caerse. Llevó la mano al bolsillo y experimentó una sorpresa extraordinaria. En su bolsillo había dos libretas en vez de una: la suya y otra, otra de canto rojizo. “Inadvertidamente se había llevado una libreta que estaba sobre la mesa de la oficina marítima. Abrió la libreta y encontró varios telegramas. Uno decía: “Vigílese escrupulosamente al ciudadano Italo Lonbesti. Usa armas”. Otro: “Deténgase a Leonesa Solesvi, acusada de asesinato de un oficial de la marina británica. Lleva en su poder una máquina para cifrar telegramas en clave”. “Lo de la máquina para cifrar telegramas en clave fue una sorpresa para el agente de Yama Mahomed, pues ignoraba la existencia de tales aparatos. “Luego otro telegrama: “Leonesa Bolesvi se encuentra en Tánger o Tetuán, pero se sabe que tiene que pasar a Ceuta. Vigílese la casa de Antón López y la de Efraín el Negro en la Cuestecilla del Monte”. “Cuando el fotógrafo Abraham terminó de leer estos telegramas, se había olvidado en absoluto de lo que conversara con el oficial del puesto. Bendijo a Jehová. “La casualidad, la más extraordinaria de las casualidades le había puesto en coyuntura de servirlo a Yama Mahomed. El informe le valdría una buena bolsa de duros assanis, porque Leonesa estaba refugiada en la casa del nieto de Raisuli. Lo que posiblemente ignoraba la embajada inglesa era que Leonesa pensaba dirigirse a El Cairo. “Era necesario ponerse en comunicación con Yama Mahomed, pero él no podía utilizar el telégrafo. El teléfono de su casa también debía estar bajo el control de la policía; el único recurso era escribir, pero recientemente, por un empleado indígena, había sabido que en el correo central había un puesto de policía donde se abrían las cartas de todos aquellos individuos conceptuados como sospechosos de espionaje, o actividades políticas. Las cartas eran fotografiadas y luego se remitían al destinatario. “Cuando el fotógrafo llegó al puesto de donde salían los autobuses de Ceuta para Tánger, hacía cinco minutos que había partido el último coche. Caviló un instante, pero luego se resolvió y contrató un automóvil para volver a Tánger. “A la una de la mañana, Abraham entraba al jardín de palmeras de Yama Mahomed. El nieto del Raisuli escuchó el relato del fotógrafo, y su mano izquierda, involuntariamente, comenzó a sobar su barba renegrida. El detalle de la máquina para cifrar telegramas en clave indicaba sobradamente que alguien que conocía muy de cerca a Leonesa la había delatado. Yama examinó el rostro del fotógrafo, y le dijo: “-Espérame. “Luego cruzó el jardín de palmeras con paso tardo. Estaba caviloso. “Yama abandonó las pantuflas a la entrada de su dormitorio y entró descalzo. Tendida en unos cojines, fumando y leyendo el “Morning Post”, estaba Leonesa. Yama se sentó a su lado, sobre una estera, y le dijo: “-Te han delatado, Lee. -Y le alcanzó los telegramas. “Leonesa se cruzó de piernas al modo oriental; vista al soslayo de la lámpara ofrecía el perfil de un ave de rapiña con la cabeza recubierta de un ondulado casco de cabello rojo. Luego murmuró: “-Es curioso. El único que sabía que yo llevaba una máquina de cifrar telegramas era el subsecretario de Relaciones Exteriores. Él y el ministro. “-Pues, uno de los dos te ha delatado. “-Debe ser el subsecretario. “-Podría ser el ministro. “-Es el subsecretario; pero escúchame, Yama. Tengo que pasar a El Cairo. “-¡Irás a meterte en la misma boca del lobo! “-¿Conoces alguien que pueda llevarme? “-Por tierra es imposible. Te será fácil escapar a la policía inglesa, pero mejor irás por mar. “-Si los ingleses me pillan, me ahorcan. “Yama se restregó la barba y dijo: “-Nunca debe matarse sino en caso de extrema necesidad. (Se refería al oficial asesinado por Leonesa.) “-Precisamente, ése fue un caso de extrema necesidad. “Yama encendió un cigarrillo, y con expresión soñolienta contempló las volutas. El único que podía servirle era René Vasonier. René Vasonier era primer oficial de “La Nuit”, un paquete de diez mil toneladas que hacía el servicio de cabotaje entre Tánger y El Cairo. René no lo conocía al nieto del Raisuli, pero el caudillo árabe conocía las actividades del primer oficial. Éste contrabandeaba haschich y se dedicaba a la trata de blancas como agente de Giácomo Nigro en toda la costa mediterránea. “El capitán del buque no sospechaba estas actividades extrañas de su primer oficial. El contrabando de haschich o mujeres se efectuaba de esta manera: “A medianoche, por el agujero de la cadena del ancla izquierda, se desprendía una escalerilla de cuerda y un hombre trepaba por la escalerilla, y en el escobén por donde salía la cadena del ancla arrojaba los paquetes de haschich. Las mujeres entraban por la borda y, semejantes a un torpedo, eran introducidas en el tubo por donde pasaba la cadena del ancla. El refugio era seguro; el capitán de “La Nuit”, en el período de diez años que comandaba la nave, no había utilizado ni una sola vez el ancla izquierda de la nave. Ésta se había convertido en una superflua decoración del buque. “Precisamente, “La Nuit” hacía dos días que había anclado en Tánger. Yama examinó a la espía y le dijo” “-¿Te atreverías a viajar embutida en un tubo de acero? “-¿Un tubo de acero? “El nieto de Raisuli le explicó de lo que se trataba. Leonesa, atentísima, escuchaba. “-¿Es seguro? “-Todos los viajes el oficial lleva y trae. Unas veces es haschich y otras mujeres. “-Perfectamente; háblalo a ese hombre. “Y ésta es la razón por la cual al día siguiente René Vasonier acudió a la tienda del fotógrafo judío, se hizo fotografiar ostentosamente y luego escuchó una historia sobre Leonesa, de la cual no creyó una palabra. Pero el fotógrafo le entregó un paquete con cinco mil francos y dijo: “-Yama Mahomed, el nieto de Raisuli, te recomienda esa mujer. “René Vasonier comprendió que el destino de todos sus futuros negocios estaba entre las manos de aquel hombre, y entonces gravemente respondió: “-Dile a tu señor Mahomed que toda la policía de Inglaterra no sería capaz de impedir que esa mujer entrara a El Cairo. “El fotógrafo continuó: “-Vendrás esta tarde a buscar las fotografías, y entonces te diré lo que hay que hacer. “La noche de ese mismo día, faltaba poco para amanecer, un bote se deslizó junto a “La Nuit”; una escalerilla de cuerda se desprendió de un costado oscuro de la popa, y Leonesa, envuelta en un impermeable con capuchón, subió al buque. El primer oficial en persona la esperaba. Bajaron unas escalerillas, se deslizaron a lo largo de recalentados corredores de chapas de hierro, y después de atravesar una galería de la sentina llegaron al tubo de la cadena del ancla. “-Será sumamente molesto -dijo el oficial-, pero es el único lugar del buque que jamás revisará la policía. “Leonesa le escuchaba grave. “-A medianoche le traeré siempre los alimentos. Entre al tubo, no de cabeza, sino por los pies. ¿Quiere que le deje haschich para olvidarse del tiempo? “-No. “-Entre. Mañana zarparemos a primera hora. “La Nuit” debía salir de Tánger a las siete de la mañana, pero a las cinco, inopinadamente, se presentó la policía francesa. Les acompañaban dos oficiales de policía inglesa y un empleado de la embajada. El buque fue revisado escrupulosamente, pero a nadie se le ocurrió mirar en el tubo del ancla. “Cuando Yama Mahomed escuchó el informe de la revisión del buque, sonrió satisfecho. Leonesa se había salvado. Sería extraordinariamente útil a la causa del nacionalismo árabe. En El Cairo podría reorganizar el servicio de espionaje del movimiento, que había sido quebrado por numerosas detenciones. “Leonesa entraba y salía de su redondo escondite negro como un topo de las galerías subterráneas. Durante el día le estaba absolutamente prohibido salir del tubo de acero; por la noche se deslizaba fuera de él, el cuerpo marcado por los eslabones de la cadena del ancla, los huesos adoloridos. “Más de una vez había estado tentada a pedirle haschich al oficial, pero pensaba que una noche René Vasonier se presentaría diciéndole: -Hemos llegado. Salga. -Y entonces ella respiraría el aire puro de la noche, abandonaría para siempre esa sepultura de acero en cuyas tinieblas redondeadas reposaba como un cadáver. “Cuando estaba tendida en el interior del tubo de la cadena del ancla no podía revolverse casi. Estaba separada de los eslabones por una pequeña franja de lona. Dormía o meditaba extendiendo sus planes en el futuro, dentro de todas las probabilidades que le ofrecía su existencia de espía. “René Vasonier se había insinuado una vez para hacerle más agradable el viaje durante la noche, pero Leonesa escuchó sus palabras amables con indiferencia. El hombre le resultaba desagradable. René Vasonier no se atrevió a insistir. Tras ella estaba, tiesa y amenazadora, la figura de Yama Mahomed, el nieto de Raisuli. Leonesa le pidió cirrillos, whisky, y él se los trajo. A partir del cuarto día de viaje, Leonesa comenzó a embriagarse sistemáticamente. Solo así era posible vivir dentro del tubo de acero, cuya glacial vibración se comunicaba a todo su cuerpo como el resuello de un monstruo que estuviera digiriéndola en su estómago de tinieblas. “A veces se detenían en puertos, donde el buque permanecía inmóvil un día o dos, luego partían; cuando anclaron en Malta, un cuerpo de policía revisó nuevamente la nave. Esta vez eran ingleses; ella les oía hablar desde lejos; entre los bultos de la estiba; después se fueron, sobrevino el silencio, y por la noche partieron. “René Vasonier estaba satisfecho. La nueva relación con Yama Mahomed abría amplias perspectivas para su tráfico ilegal. El capitán de “La Nuit” era un imbécil; no se enteraría jamás de sus actividades. Yama Mahomed podía suministrarle un trabajo abundante; los intereses secretos que corría de El Cairo a Tánger, bajo la forma de informes, paquetes extraños, armas contrabandeadas y personas en constante fuga, aparición y desaparición, le aseguraban con su intervención cómplice un destino magnífico y sorprendente. “Transcurrían los días; únicamente cuando entraron a Port Said, el capitán de “La Nuit”, Piontevil, reparó que la mar estaba excesivamente picada. Vasonier también observó que los buques junto al murallón de la ciudad se meneaban constantemente. “Piontevil, desde el puente de mando, miró a su oficial y exclamó: “-íQue bajen las dos anclas! “René dejó de vigilar la maniobra para volverse espantado: “-¿Las dos anclas? Siempre trabajamos con una, capitán. “-Esto está muy picado. “René sintió que un sudor frío le bañaba el cuerpo con su viscosidad repugnante. ¿Las dos anclas? No era posible. ¿Y la mujer que iba metida en el tubo de acero? La aventura se transformaba en una tragedia. Balbuceó: “-Hace como diez años que no funciona esa ancla, capitán. “Piontevil no le escuchaba, mirando el mediodía de Port Said y sus confines de espuma agitada. “En tanto el primer oficial se decía que descubrir a la fugitiva era perder su carrera, someterse a un proceso por soborno. Callarse era condenar a la muerte a la mujer. Pero su carrera… “-¡Y esas anclas! -gritó Piontevil. “Ya no había tiempo de avisar a la mujer. El capitán de “La Nuit”, sin esperar a que su oficial diera la orden, gritó por el portavoz: “-¡Las dos anclas! -Y entonces René le hizo una señal a los hombres de los cabrestantes de vapor. Rechinaron las palancas, una columnita de humo se escapó de los cilindros oxidados, comenzó a girar un tambor, y de pronto un grito agudísimo cruzó los aires sobre la superficie del mar; todos se miraron al rostro sin poder especificar de dónde partía aquel grito; luego estalló otro más agudo y cargado de horror, las cadenas rechinaban en los escobenes y ya no volvió a escucharse nada. “Las anclas entraron en el agua agitada; de pronto, un pescador que rondaba la nave con su botecillo exclamó: “-¡Una pierna sale por el escobén!… “Todos los desocupados del puerto se precipitaron a mirar. “Del ojo de acero, por donde se había deslizado la cadena, colgaba una pierna de mujer. Hilos de sangre se coagulaban en el acero del casco. “Después de dos años de este suceso, René Vasonier no podía aún encontrar trabajo en ninguna compañía marítima. “Un día en París se encontró con el fotógrafo Abraham, el mismo fotógrafo de Tánger. El fotógrafo no le preguntó ni una palabra por el destino de aquella desconocida que embarcara una noche en el puerto de Tánger. René pensó: “-Se han olvidado. “La muerte de Leonesa se borraba de su mente. Otro día volvió a encontrarse con un arquitecto italiano de Tánger. Le ofrecieron trabajo en las construcciones de cemento armado de la colonia italiana. Aceptó. Pasaban los meses; el drama había tenido menos repercusión de la que él supusiera. Una vez preguntó por Yama Mahomed y le dijeron que estaba lejos. La tragedia de Port Said era un mal negocio. Pero él se levantaría nuevamente. Una noche, dirigiéndose a Ceuta a poco de salir del Borch, su automóvil tropezó con un hombre tendido en la carretera. Se detuvo, abrió la portezuela; cuando puso el segundo pie en el suelo, un palo cayó sobre su cabeza; cuando despertó estaba amarrado de pies y manos; dos hombres cubiertos por el capuchón de la chilaba, con gruesas barbas hasta los pómulos, le miraban en silencio. Un tercero avivaba el fuego en un hornillo donde enrojecía lentamente una barra de hierro. “Cuando la varilla alcanzó el rojo blanco, los dos hombres se precipitaron sobre él; con sus robustos dedos le abrieron los párpados, mientras el tercero aproximaba la punta de la barra de hierro al rojo blanco, primero a un ojo, después a otro. “Se desmayó. Algunas horas después le encontraron unos turistas. Le desataron pero René Vasonier no pudo verles. Estaba ciego. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
La doble trampa mortal
Cuento
He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita. El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió: -Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más. Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático: -Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce. El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó: -¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela? -¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet “el Cojo”, respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela… ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas. El teniente Ferrain movió la cabeza. -Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda. El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió: -Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone. -¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada? -Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet “el Cojo” para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente, de ello? -¿Intentará escaparse en Xauen? El jefe del servicio se echó a reír. -Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.-El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.-Aquí está Ceuta.-Su dedo regordete bajó hacia el Sur.-Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . . -El plan es audaz. El señor Demetriades replicó: -¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual. El teniente Ferrain volvió a encender su pipa. -¿Qué es lo que tengo que hacer? -Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima. -¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas? Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué? -Nada. El avión se hará pedazos. -Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte. El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más. El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía. El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: “Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador”. Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain. -¿Ha estado usted con el señor Demetriades? -Sí. -Supongo que estará enterado de todo. -Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes. -Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla. -¿Sus documentos están en orden? -Por completo… ¿Conoce usted Xauen? -He estado dos veces. -De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme? -¡Encantado! -¿Cuándo salimos? -Cuando usted diga. -Me pondré el overol, entonces.-Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo: -Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas? Ferrain permaneció serio. -Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme. -Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra “E”. Ferrain la miró sorprendido: -¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio?… La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó: -¡Es curioso! Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó: -Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe. Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol. Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet “el Cojo”? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora… Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo: -¡Lista! Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa. -¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado… Ferrain la miró desafiante: -¿Contado qué? -Nuestras dificultades. Ferrain cortó en seco: -Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio. La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: “Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme”, y acto seguido cambió de conversación y de tono: -¿Cree usted que habrá elecciones en España? Ferrain la soslayó: -Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada? Ferrain sonrió eficiente: -El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato. Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas. Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta: -Pero, ¿usted cree en ese chisme? -Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza. Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación. A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles. Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos. Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología. Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso. Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan. Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso. La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra. Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
La factoría de Farjalla Bill Alí
Cuento
Los que me conocían, al enterarse de que iba a trabajar en el criadero de gorilas de Farjalla Bill Alí se encogieron compasivamente de hombros. Yo ya no tenía dónde elegir. Me habían expulsado de los más importantes comercios de Stanley. En unas partes me acusaban de ratero y en otras de beodo. Mi último amo al tropezar conmigo en la entrada del mercado, dijo, comentando irónicamente mi determinación: “No enderezarás la cola de un galgo aunque la dejes veinte años metida en un cañón de fusil.” Yo me encogí de hombros frente al pesimismo que trascendía del proverbio árabe. ¿Qué podía hacer? En África uno se muere de hambre no solo en el desierto sino también en la más compacta y vocinglera de las selvas. Allí donde verdea el mango o ríe el chimpancé, casi siempre acecha la flecha venenosa. En la factoría de Farjalla Bill trabajaba como tenedor de libros. El canalla de Farjalla no solo explotaba un provechoso criadero de gorilas, sino también una academia de elefantes jóvenes. Allí se les enseñaba a trabajar. El mercader vendía con excelente ganancia los elefantes domesticados y gorilas. Disponía de varias leguas de selva y de numerosos rebaños de esclavos. Como éstos eran sumamente torpes para dedicarlos a la educación del elefante, se les utilizaba en los trabajos penosos. Las negras, generalmente, en la factoría se dedicaban a nodrizas de los gorilas huérfanos, debido a que los monos adultos morían de tristeza al verse privados de su libertad. Los gorilas recién nacidos y huérfanos requerían atenciones extraordinarias para alimentarlos, porque con su olfato delicado percibían la diferencia que había entre sus madres y las negras. Además, las pequeñas bestias son terriblemente celosas y no toleran que la esclava amamante a su propio hijo. Como Farjalla Bill Alí no se mostraba en este particular sumamente cuidadoso, una negra llamada Tula, que trajo su pequeño al criadero, sin poderlo impedir, vio cómo el gorila a cuyo cuidado estaba estrangulaba al niño. Aquello originó un drama. El padre de la criatura, un negro que trabajaba en el embarcadero de la ciudad, al enterarse de que su hijo había perecido entre las zarpas de un gorila, se presentó en el criadero, tomó la bestia por una pata y le cortó la cabeza. Gozoso de su hazaña, se presentó con la cabeza del gorila en el puerto. Rápidamente Farjalla Bill Alí fue informado del perjuicio que había sufrido. Farjalla acudió al embarcadero. Desde lejos era visible la cabeza del mono, colocada sobre una pila de fardos de algodón. Farjalla apareció “como la cólera del profeta”, según un testigo. No pronunció palabra alguna, desenfundó su gruesa pistola y descerrajó en la cabeza del marido de Tula todos los proyectiles que cargaba el disparador. En mi calidad de capataz de descarga de otro comerciante, fui testigo del crimen. Prácticamente el negro quedó sin cabeza. En el proceso que se le siguió a Farjalla, éste salió absuelto. Los testigos depusieron falsamente que el árabe tuvo que defenderse de una agresión del negro. Entre los testigos inicuos figuraba yo. Mi patrón, que entonces estaba interesado en la compra de colmillos de elefantes, había vinculado sus capitales a la empresa de Farjalla, y me obligó a declarar que el negro había intentado agredir al árabe con un gran cuchillo. Durante el proceso, la cabeza del gorila decapitado figuró como importante pieza de convicción. De más está decir que durante la sustanciación de la causa Farjalla Bill Alí no estuvo un solo día detenido. Hora es, por lo tanto, que presente al principal personaje de la historia. Farjalla Bill Alí era un canalla nato. Tenía antecedentes y no podía desmentirlos. El abuelo de su madre había sido ahorcado en el mastelero de una fragata por tratante de esclavos. El padre de Farjalla fue asesinado por un mercader. La madre de Farjalla se dedicó durante bastante tiempo a la trata de ébano vivo. Un elefante enfurecido durante una siesta, la mató a colmilladas. Farjalla continuó en el oficio. Era él un congolés alto, flaco, de nariz ganchuda. Pertenecía al rito musulmán. Ornamentaba su cabeza un turbante de muselina amarilla, y jamás nadie le vio desprovisto de su recio látigo. Azotaba por igual a blancos y negros. Cierto es que cuando un blanco llegaba a trabajar para Farjalla, había alcanzado su degradación más completa. Después de la factoría estaba el presidio. Él conocía mis antecedentes. Cuando me presenté a Farjalla para pedirle trabajo, ordenó que me entregaran una botella de whisky y me despidió diciéndome: -Ve y emborráchate. Después hablaremos. Estuve tres días ebrio. Al cuarto, una lluvia de puntapiés que recibí sobre las costillas me despertó. De pie junto a mí, frío y adusto, permanecía el tratante. Me levanté dolorido mientras que el bellaco me preguntaba: -¿Vas a dormir hasta el día del juicio final? Ven al almacén. Es hora de que te ganes tu pan. Así me inicié en su factoría. Pero nuestras relaciones no podían marchar bien. Un día que salimos por el río cerca de los llamados “rápidos de Stanley” en busca de un cargamento de marfil, después que hubimos adquirido la mercadería y en momentos que los “cazadores” wauas, en sus piraguas, efectuaban en torno de nosotros un simulacro de danza náutica, Farjalla quiso apoderarse por la violencia de una esclava que yo había canjeado por una pistola automática. Farjalla alegaba que yo no podía adquirir mercadería de ninguna especie mientras trabajaba a sus órdenes. Alegó que si los cazadores me vendieron la esclava era en razón del prestigio de Farjalla. Evidentemente, el negro procedía de mala fe. Yo era un blanco, y a mi compra de la negra no podía oponerse ningún derecho. Entonces Farjalla, irritado, me respondió que jamás toleraría que la negra viviera en la factoría. Yo le respondí que de ningún modo pensaba llevar a mi esclava a su ladronera. Cuando pronuncié esta última palabra la irritación de Farjalla subió tal que inclinándose sobre mí, y antes que pudiera adivinar su intención, me escupió a la cara. ­¡Dios de los dioses! Dispuesto a romperle los huesos me abalancé sobre él, pero Farjalla me lanzó tal puntapié en la boca del estómago que caí desvanecido en el fondo de la barca. Cuando desperté de los efectos del golpe, del aguardiente de banana y del cansancio, mi esclava había desaparecido. Me encontraba cesante e ignominiosamente vapuleado. Los negros me miraban irónicamente. Comprendí que estaba perdido si no me reconciliaba con Farjalla Bill Alí. Tragando mi odio, labio sonriente y corazón traicionero, me dirigí a la factoría. El árabe despotricaba entre sus cargueros. Apenas si se dignó contestar a mi saludo. Yo entré en el escritorio del almacén como si nada hubiera sucedido. Desde entonces mis relaciones con el mercader fueron odiosas. Él me consideraba un esclavo despreciable; yo un hombre a quien mi venganza algún día haría rechinar los dientes. Pero está escrito que los caminos del perverso no van muy lejos. Pocos días después de los acontecimientos que dejo narrado murió en la factoría un gorila adulto que debíamos remitir al jardín zoológico de Melbourne. Farjalla, que por negligencia aplazaba el envío, se daba a todos los diablos, resolvió enviar en su lugar un chimpancé que estaba al cuidado de Tula, la mujer del negro que Farjalla había asesinado a tiros. Tula estaba sumamente encariñada con el pequeño mono. El chimpancé la seguía como un chicuelo travieso sigue a su madre. Cuando la viuda se enteró de que el mono iba a ser remitido a un jardín de fieras, se echó a llorar desconsoladamente. Era cosa de ver y no creer cómo la negra tomaba al chimpancé y le atusaba el pelo y lo apretaba contra su pecho llorando, mientras que el mono, con expresión compungida, miraba en rededor, acariciando con sus largos dedos sonrosados y velludos las húmedas mejillas de su madre adoptiva. Farjalla Bill Alí era un hombre a quien no enternecían las lágrimas ni de un millón de negras. Partiríamos al día siguiente para la ciudad de Stanley. En el mismo camión llevaríamos al gorila muerto, al chimpancé vivo y a la negra. El chimpancé lo enviaríamos desde la ciudad de Melbourne. En cuanto al gorila muerto la negra se quedaría con él junto a una termitera. Camino a Stanley, y poco menos que a dos leguas de la factoría se descubría un trozo de selva diezmado por las termites u hormigas blancas. Allí, en el claro terronero requemado por el sol levantábanse una especie de menhires de barro de cinco a siete metros de altura. Estos monumentos huecos eran los nidos de las termites. Farjalla tenía la costumbre, cuando se le moría un animal exótico, de vender el esqueleto. En Stanley vivía un hombre que compraba los esqueletos de gorilas para remitirlos a Londres. Probablemente los esqueletos estaban destinados a establecimientos educativos. Con el fin de evitar el proceso de descomposición natural, Farjalla, de acuerdo a las costumbres del país, llevaba el cadáver hasta la termitera, y con un mazo abría un agujero en el nido. Inmediatamente hileras compactas de termites cubrían el muerto abandonado sobre el agujero. En pocas horas el esqueleto quedaba perfectamente mondado. Y no dejaré de añadir que hasta hacía pocos años los traficantes de esclavos castigaban a los negros muy rebeldes untándolos con miel y amarrándolos a uno de estos hormigueros. Cargamos el gorila muerto en el viejo camión del mercader. Luego la negra y el chimpancé. Yo iba junto al árabe que conducía el volante. Quiero hacer constar que nosotros éramos las únicas personas que quedaban en la factoría. Todos los servidores se habían concentrado en el Norte para dar caza a una pareja de leones que la noche anterior devoraron un buey. Los hombres, armados de largas lanzas para cazar elefantes, seguidos de sus mujeres y sus hijos, se habían internado en la selva. Salimos con el sol hacia la ciudad de Stanley. Torbellinos de mariposas multicolores se desparramaban por el camino. Aunque el camión se deslizaba rápidamente, nos sabíamos vigilados por todos los ojos del bosque. De pronto, Farjalla, sin apartar los ojos del volante, me dijo: -Búscate otro amo. No me sirves. -Bueno -respondí. Tras nosotros se oía el llanto de la negra abrazada a su chimpancé. Eran unos sollozos sordos. Por entre unas tablas se distinguía a la mujer abrazando tiernamente a la bestia, y el mono, con expresión compungida, miraba en rededor, brillantes los ojos lastimeros. La negra acariciaba la cabeza del chimpancé, que inspeccionaba el rostro de su madre adoptiva con perpleja vivacidad. No sabía de qué peligro concreto defenderla. ­¡Calla esa boca! -rezongó el mercader dirigiéndose a la esclava sin mirarla, porque cuando manejaba le concedía una importancia extraordinaria a esta operación. Tratando de fingir sumisión, le dije: -Siento no haberte podido servir. El árabe se limitó a contestarme: -No sirves ni para cortar las babuchas de un vagabundo. La negra, abrazada al pequeño chimpancé, había comenzado otra vez a llorar. Súbitamente salimos de la sombra verde. Arriba estaba el cielo. Frente al claro requemado por el sol, las termites habían levantado sus rugosos bloques pardos. En el remate de algunos de estos nidos gigantes brotaban matas de hierba. Con rechinamiento de herrería se detuvo el camión. Cogí la maza y me dirigí a un hormiguero tres veces más alto que yo. Parecía un tronco desgastado por la tempestad. La negra cargó con el bolsón con el gorila muerto, y trabajosamente, agobiada, se dirigió a la termitera. Tras ella, chueco, mirándome resentido, caminaba el pequeño chimpancé. Levanté la maza y la descargué sobre la base del hormiguero. El hormigón del nido no cedió. Farjalla se acercó, yo levanté la maza, y antes que él pudiera evitarlo, le descargué un vigoroso puntapié en la boca del estómago. El mismo puntapié que él me había dado en el bote, el día de la fiesta negra en los “rápidos de Stanley”. Farjalla se desplomó. Le dije a la esclava: -Trae el gorila. La mujer dejó caer pesadamente la bestia muerta junto al tratante de esclavos. Sin perder tiempo, le despojé de su turbante, y con la larga tira de muselina lo amarré de pies y manos. Luego descargué otro mazazo en la termitera, y un trozo de corteza se hundió definitivamente, dejando ver el interior plutónico, sembrado de negros canales por los que se deslizaba febrilmente una blancuzca humanidad de hormigas grises. ­¡Ayúdame! -le grité a la negra. La esclava comprendió. Levantando al gorila muerto amarrado al traficante, empujamos los dos cuerpos sobre la termitera. La mujer lanzó algunos gritos guturales, el pequeño chimpancé corrió hacia ella y se pegó a su flanco tomándole la mano. Ella, riéndose, con los labios entreabiertos, se quedó contemplando la hervorosa grieta de la termitera. Millares y millares de hormigas rabiosas cubrían de una sábana gris los dos bultos. La chilaba de Farjalla y el velludo cuerpo del gorila quedaron revestidos de una costra movediza y cenicienta que se ajustaba constantemente a las crecientes desigualdades de aquellos cuerpos. La negra y su hijo adoptivo miraban aquel final. Yo tomé la botella de whisky que había quedado debajo del cajón del asiento del camión y le dije a la esclava: -Es mejor que te vayas y no vuelvas más. La mujer, tomando apresuradamente la mano del mono, se dirigió al bosque. Les vi por última vez cuando entraban en el linde de la muralla vegetal. El pequeño chimpancé, tomado de su mano, volvía la cabeza hacia mí como un chicuelo resentido. Y, oculto ahora tras unos cactos, aguardaba el momento de subir al caballo que había escondido la noche anterior. Tula apartó unas ramas y se hundió en lo verde. Yo monté a caballo y regresé a la factoría para probar la coartada, mientras que allí, bajo el sol se quedó Farjala Bill Alí. Las hormigas se lo comían vivo. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
La luna roja
Cuento
Nada lo anunciaba por la tarde. Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas. Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores. Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos. En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos. Nada lo anunciaba. Por la noche fueron iluminados los rascacielos. La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos. Los hombres timoratos pensaban: «¡Qué bien estamos defendidos!», y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus chóferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban. Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, blues oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un smoking, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir. Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo. Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los dancings económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes. Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como superdread-noughts, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño. El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del Danubio Azul, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor. Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos. Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se «lavaban las manos». Tal dijo después un testigo. Y si hubieran sido ellos solos. Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos) les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos. Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba. Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebasaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol. El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares. No se registró ningún accidente. A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil. El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos. Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección. Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada. De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa. Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada. Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel. En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle. De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas. La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo. Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos. Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio. De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de la multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración. De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad. Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubieran pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud. Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas. Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo. Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera. No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda. Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin. Los hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio. A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes. De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero. La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles. En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales. Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto. En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana. El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado: -Amigos, ¡qué pasa amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo. Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre. Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas. En una distancia empalizada de friego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa. Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero. Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto: -¡No queremos la guerra! ¡No…, no…, no! Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
La ola de perfume verde
Cuento
Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó: -¿Ya apareció el espantoso mal olor? El olfato del profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel. El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros -desde el mostrador, naturalmente-, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume. Luis y yo asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz preguntaban: -¿No serán gases asfixiantes? A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias. Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable. Lo más curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos. “Xenius”, el hábil fotógrafo de “El Mundo” nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo. Junto a los zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes. A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente. Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles . -¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca. Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder: -¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume? Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos. A las cinco de la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire. En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta: -¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume? Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos. “Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan.” “De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde.” “Los químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos.” “La Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleo-clavel sea peligroso.” “El observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de radioactividad.” “Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume.” “Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume.” “El observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto.” Nuestro diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles: 1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo. 2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume. Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era “estamos en las proximidades del fin del mundo”, en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta. A las nueve de la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos… con los fuegos apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intentó abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros. En las cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban desde lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una “especie de aire verde por las narices” y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde. Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, saliendo de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones. A las tres de la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso. Debimos permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negrura del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo. El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró: -Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto! Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielos, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles. Fue la última descarga eléctrica. El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió: -Lo había previsto. Irritado me volví hacia él. -¿Qué es lo que había previsto usted, profesor? -grité. -Todo lo que ha sucedido. Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja leí: “Descripción de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra.” -¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios? El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó: -La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa. -¿Y por qué no lo dijo antes? -Para no alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero…, a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida. Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
La pista de los dientes de oro
Cuento
Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro. Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal. Esto ocurre a las once de la noche. A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado. A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre. En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima. Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos. A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así: El enigma del bárbaro crimen del diente de oro Son las diez de la mañana. El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones. Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro. No se equivoca. A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad. Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son: -Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen. El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota: -Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar? Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban. En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de “profesión” ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido. También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas. Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {…}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo. En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares. Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos. Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana. La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes. La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca. Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini. Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo. A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos. Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo. Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono. Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro. Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda. Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice: -Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación. Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta: -¿Cuesta mucho platinarlo? -No; la diferencia es muy poca. Mientras Diana prepara el torno, habla: -A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras. Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas: -Yo creo que ese crimen es una venganza… ¿Y usted?… -Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?… Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos. Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice: -Véngase pasado mañana. Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe… Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral. Debe denunciar al asesino… Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos. Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!… Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas. Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra… Está allí… Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él. Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece. Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta: -¿Qué le pasa, señorita? Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice: -Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes. Diana lo escucha y responde: -Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries. Lauro prosigue: -Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo. -¿No lo encontrarán a usted? -No; si usted no me denuncia. Diana lo mira: -Es espantoso lo que usted ha hecho. Lauro la interrumpió, frío: -La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas. Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón: -¿No lo encontrarán a usted? -Yo creo que no… -¿Vendrá usted a curarse mañana? -Sí, señorita; mañana iré. Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Las fieras
Cuento
No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió. Sin embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a ese engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y más en la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros espantosos aburridos como yo soportan entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas negras o verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal de nuestras almas. Jamás le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué? La única informada de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es la lectura de la “Vida Social”, y una virtud, la de gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San Fernando. Ceba mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para siempre. Lo dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día tras día. A medida que pasan los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y acostumbramiento. La actitud más ruin y la situación más repugnante me parece natural y aceptable. Me falta extrañeza para recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas veces. Pero a pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo gusto de jactarse de haberla realizado. Muchas veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo la tarde cuando estuvimos juntos, en la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán. Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la fila de bancos… pero han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada. Incluso he cambiado de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras por mí, nadie sabría contestarte. Sin embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas. Con la diferencia, claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva. Y si me resta tu recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca podré vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia, no se escoge. Se acepta. Estalló tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición. Grisáceo como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano de orines y un poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su soporte un farol de petróleo. Nunca olvidaré. El macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el comisario… Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros cercos por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo, tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u opresores, más allá de la dureza de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y la almendra aceituna de tus ojos. Fue un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con la nitidez que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la obsesión del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a golpes por el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver. Después salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo y en la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara. ¡Tacuara! ¿A dónde no habré ido con Tacuara? Por ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con alambre de fiambrera, mientras llega desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas, cargado con una pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho caballos envueltos en grandes nubes de tierra amarilla. Por Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan inmensas como cuadras de un cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para no perder tiempo con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso. ¡A dónde no habré ido con Tacuara! En su compañía he recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez y Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto, Villa María y Bell Ville. Con el auxilio de los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines y parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos donde trabajaba con todos los hombres mi único amor. Viajamos por agua. Estuve en Paraná, Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul, San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me tiraron encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas. Pasamos a Río de Janeiro, y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de Laranyeiras. La casa de piedra mostraba en el frontín un mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara eléctrica que iluminaba una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares barras de hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una estatua, de pie, Tacuara hacia cinco horas de guardia. A través de las rejas los hombres que le apetecían podían tocarle las carnes para constatar su dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado de palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros se liaran a cuchilladas. Volvimos a Buenos Aires. Yo extrañaba mi calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las cajonerías para fruta del Delta. Y así, fui hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de Ambos Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo. Por la noche llegan perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan, saludan de soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa. En el fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada, y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha observado, pero hay días que entre cuatro apenas si pronunciamos veinte palabras. De un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin excepción, han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro una máscara de fealdad cínica y dolorosa. ¡Y qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar! Por ejemplo… el negro Cipriano: Es rechoncho como un ídolo de chocolate. En otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente, que vestido de blanco le servia a una escogida concurrencia de rufianes y macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata. Aunque no lo diga, se enternece evocando los paisajes sonrosados. Los ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende: siente nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores de catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa. No se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias, fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos de sebo, e implacables como verdugos. Estos hombres tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y ricitos de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas. Despreciaban profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los empleados de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con cheques que firmaban guiñando un ojo socarronamente. Cipriano sabe muchas cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como violar a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica. Y sin embargo sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial. Nadie, viéndolo, pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el encargado de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las prostitutas desobedientes. Cuando recuerda las mujeres que castigó, sonríe con dulzura de hipopótamo resoplando agua y barro en el cañaveral de una manigua. Y más dulzura bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra el suelo tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude como una descarga de voltaje el cuerpo sujetado… y la fila de hombres, que con los pantalones sostenidos con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo del niño perforado por un dolor terrible se arquea y luego cae exánime. Y si alguien, para mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un ladroncito, Cipriano que se jacta de haber “desmayado grandes”, entrecierra los ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo adormilado en la marisma, apetece la inmundicia, y sólo cuando está muy contento dice algunas palabras en un dulce francés de la Martinica. Por otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre respetuosamente. Tosiendo penosamente se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero y tuberculoso. Tiene treinta años de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado de repetir siempre la misma infracción inexistente “portación de armas” Lo perdieron las malas juntas. Cuando se enoja tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se sumerge en intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y aunque ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables pretextos para desenvainar el cuchillo: -Es como una niña. Indudablemente, resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por “una niña” Angelito el Potrillo. Cuando Angelito está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un tiempo de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando el cuento de “filo misho” y otros ardides más o menos sutiles, pues Angelito el Potrillo no es como aquellos perdularios que no practican sino su especialidad, sino que a él, “le da tanto un barrido como un fregado”. Por ahora Angelito está muy débil y no viaja. Permanece horas y horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los pesquisas que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no lo detienen. Incluso algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado en sonrisa. Dice que “es un consuelo saber que se va a morir entre la consideración de la gente correcta”. ¡No te diré como fui hundiéndome día tras día! Ahora cada uno de nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza. Ayer… hoy .. mañana… Hundiéndome día tras día. Cómo explicar este fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los sentimientos embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda renunciación a la luz. Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para cada rostro de mujer la mano se nos crispa en una tentación de cachetada, porque junto a nosotros no se encuentra aquella, la preciosísima que nos destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue. ¿Para qué hablar? Si todo lo dice el silencio de sombras que entolda el bar amarillo, donde se inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas terrestres. Fieras enjauladas, permanecemos tras los barrotes de los pensamientos residuos, y por eso es que la sonrisa canalla se despega tan dificultosamente del semblante encolado en una contracción de aburrimiento perrero. Los días son negros, las noches más encajonadas que calabozos. A veces pasa tu recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y Tacuara como si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina rápidamente de pies a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual: -¿Qué te pasa? ¿Te duele el corazón? Su ojo derecho se entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a medias torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejía, me pregunta: -¿Te acordás de ella? No te diré cómo fui hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible pecado. La verdad es que fui quedando aislado. Caminaba como antes por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y hasta me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria, mas la verdad es que estaba horriblemente solo. Alguna que otra vez sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por la tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba entonces a través de los intersticios de mis vértebras. Luego la noche del pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el crepúsculo que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos que la medicina clasifica con el nombre de idiotas profundos. Llegué así por descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad silenciosa, en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero. El Relojero no habla nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le suministra a su “señora” una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón le pregunta por qué le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe dolorosamente y contesta después de rumiar largo rato su respuesta: -Qué sé yo. Será porque estoy aburrido. Guillermito cuida el físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos ultravioletas, pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida, crispación que anticipa el gesto de echar la mano a la cintura para sacar el revólver y resolver un asunto de vida o de muerte. Jamás ha robado en la ciudad, y siempre conversa de instalar una timba. Aspira como yo lo fui en otros tiempos, a ser dueño de un recreo con parrilla criolla, pero aún no dispone del necesario capital y sus opiniones políticas no pueden ser más estúpidas. Está con Yrigoyen y la democracia. Uña de Oro seduce a las “loquitas” con su perfil de gavilán y los transparentes ojos verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso de las sienes huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado apoya los brazos en la mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta del café, con ronquido feroz ¿Es necesario describir estas cosas simples, bestiales, primitivas? Nos comunicamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno de nosotros está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto haber fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente un rincón sucio. ¿Qué miramos? No te lo podría decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué a profundidades increíblemente tristes. Ahora mismo.. cierro los ojos, como Uña de Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos… pero no duermo. Pienso que es triste no saber a quién matar. De pronto el choque del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la descarga de un revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La vida continúa siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad, un intervalo donde descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya que es necesario aguardaría siempre, aguardaría siempre en el desconocido que entre inopinadamente al café o en el temblequeo de la campanilla del teléfono. Jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de olvido persiste una constante tensión nerviosa, una especie de “alerta está”, vigilancia inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve permanentemente los párpados y las pupilas, en un soslayar siniestro. Ningún desconocido al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible abanico de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías blancas y negras de las fichas de dominó. Cuando no se juega, los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El cigarrillo se consume lentamente en el vértice de los labios y entonces… cuando menos se espera aparece el sufrimiento sordo, una como nostalgia de las entrañas que ignoran lo que quieren, arruga las frentes, ¡ah! cómo explicar esta desesperación, nos lanzamos a la calle, vamos hacia los departamentos donde nunca falta una atorranta con la cual acostarse, y desfogar babeando en un mal sueño este dolor que no se sabe de dónde viene ni para qué. Y es que todos llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra retenida, un golpe que no sabe dónde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna a puntapiés a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le envasa un dolor que es como desazón de un nervio en un diente podrido. Y cuando este dolor, que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla en un corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por resonancia los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese momento parecía un círculo de dormidos se anima de injurias terribles y de odios sin razón, y sin saber cómo surgen agravios antiguos y ofensas olvidadas. Y si no llegan a las manos es porque nunca falta un comedido que interviene a tiempo y recuerda con melifluo palabrerío las consecuencias de la gresca. Una fiesta que no hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y amigos perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en provincias. O purgando una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero, tengan la cabeza rapada o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien valen la acogida que se les hace; y entonces por un minuto el mozo se soflama. Tal diversidad de bebidas solicitan los gaznates distintos. Una alegría espantosa estalla en el interior de cada fiera, y siguiendo el impulso de una vanidad inexplicable, de un orgullo demoníaco, se habla… Si se habla es de cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su persecución en los clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se habla, es de riñas con bandas enemigas que las han raptado, de asaltos, de emboscadas, de robos, escalamientos y fracturas. Si se habla es de viajes en transportes nacionales a “la tierra”, si se habla es de la cárcel, de las eternas noches en la “berlina” (calabozo triangular donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se habla es de los procedimientos de los jueces, de los políticos a quienes están vendidos, de los pesquisas y sus ferocidades, de interrogatorios, careos, indagatorias y reconstrucciones, si se habla es de castigos, dolores, torturas, golpes sobre el rostro, puñetazos en el estómago, retorcimiento de testículos, puntapiés en las tibias, dedos prensados, manos retorcidas, flagelaciones con la goma, martillazo con la culata del revólver… si se habla es de mujeres asesinadas, robadas, fugitivas, apaleadas… Siempre los mismos temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la ferocidad. Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo. En una distancia Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan acompañados del camarada que los presentó. Entonces las miradas recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende la victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa fría encrespa algún labio, ya que se sabe con quién está por caer la desgraciada, incluso el que la ronda ya ha anticipado el número de palizas que le suministrará, un fósforo crepita al encenderse entre dos dedos y el humo azulento sube despacio hacia el plafond. ¡Oh! cuántas, cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables noches negras Una vez es Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue que una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una mujer. Ella quería irse a vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa. Relatos de esta índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles. Todos estamos conscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por aburrimiento o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente más bellaco que el que no condenamos. A decir la verdad, aploma a nuestras conciencias un sentimiento implacable, quizá la misma fiera voluntad que encrespa a las bestias carniceras en sus cubiles de los bosques y las montañas. Además, conocemos muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos semejantes a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día que caigamos bajo el cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace mucho tiempo nos está esperando entre las tinieblas. Porque a cada uno de nosotros, lo espera alguien. Después de haber vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan hosco, mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable sólo en los bajíos del mal. Ahora en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio constituye un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se asienten nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos. La música retoba el aburrimiento Un tango antiguo nos recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo de una mujer, otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala. Si el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces el placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o también el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga asesina, o también el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que nosotros recibimos con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado acostándose con otros. Lloro de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: “Esperá un momento, querido, que pronto me desocupo”. El tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones de rigor: “Le presento a mi marido”. Tardes de lluvia desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón, la bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el “hasta luego querido”, el “tené cuidado con los tiras, nena” y la mujer que en el instante de la despedida siempre tiene un gesto raro, casi doloroso al principio en el oficio y que mediante un esfuerzo de voluntad recubre su rostro de una máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente en otra, mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta. Inmediatamente a uno le cruza la mente esta preocupación: “En fija la encanan hoy” o “¿No será la última vez que la veo hoy?” Por eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y Guillermito el Ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro, se nos entra a los ojos, mientras tras el espesor de la vidriera que da a la calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Los bandidos de Uad Djuari
Cuento
Era siempre el mismo y no otro. Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del “fondak”, veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de edad, quien al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente nos saludaba: -La paz. Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondísimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas campesinas de las cabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón, a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma. Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenia y yo nos habíamos conocido en el hotel Continental, donde nos alojábamos. Esta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían: -¡Qué felices parecen! ¡Cuánto deben quererse! No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño. -La paz… Era el maldito niño musulmán que nos saludaba correctamente. El pequeño, después de saludarnos, se sentó muy gravemente a la orilla de la fontana y se puso a mirar, con el gesto pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de piel de cabra que le colgaban de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un pequeño fez rojo, muy elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita que era la mar de graciosa. “¡Maldito sea el niño y su gracia!” me decía yo. El dichoso pequeñito, cada vez que nos veía, se llevaba la mano al corazón y nos saludaba ritualmente. -La paz… Arsenia estaba encantada con el chiquillo. -¡Vea usted qué gracioso! -me decía-. ¡Qué bonito! ¡Qué educado! Yo escuchaba esos elogios con el aire displicente del que de ninguna manera participa de ellos. El dichoso niño jamás se nos acercó como otros niños a ofrecernos ni guitarras de caparazón de tortuga (tortuga sintética fabricada en Alemania), ni carteras moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni puñales con leyendas coránicas repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar estampados en París. El niño, como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las manos a los labios, a la frente y al corazón, y de allí no pasaba. Yo, que sin razón alguna me jactaba de conocer a los orientales mejor que Arsenia, le decía: -El niño ése debe ser un granujilla de la peor especie. Me resulta cien veces más hipócrita que esos otros truhanes que le cargosean a uno ofreciéndole “recuerdos” apócrifos. -No hable así de ese inocente -me respondía Arsenia, malhumorada. Y con gran fastidio de mi parte, le enviaba un beso al niño en la punta de sus dedos. Y el inocente nos seguía por la callejuela con la larga mirada de sus ojos aterciopelados. -¿Dónde vivirá ese muchachito? -me preguntaba Arsenia. -Supongo que en cualquier caverna… -¿Por qué no le llama?… -En fin…, si usted quiere… -Sí… Llámelo… ¿Qué otro remedio me quedaba? Esa mañana, en cuanto llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al niño. A nuestras preguntas respondió que se llamaba Abbul y que se ganaba la vida guiando a los turistas. -¿A dónde guías tú a los turistas? -dijo Arsenia. -A la Casa de la Gran Serpiente. -¡La Casa de la Gran Serpiente! ¿Qué es eso? -Pues, escúchame, señor, y verás -dijo el niño-. Mi padre, que es un excelente hombre de la cabila de Anyera, tiene una serpiente de once varas de largo metida en un pozo cubierto con una tapa de vidrio. Todos los días, a las diez de la mañana, la serpiente devora un cabrito vivo. Siempre hay forasteros y turistas que tienen curiosidad de ver cómo la Gran Serpiente se traga un cabrito vivo, y qué es lo que hace el cabrito en el fondo del pozo cuando ve que la Gran Serpiente se le acerca con la boca abierta… Yo miré a mi amiga como diciéndole: “¿No le decía yo que este niño es un canallita de solemnidad?”. Pero Arsenia ni se dignó mirarme… Inclinada sobre el niño que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias, dijo: -¡Qué horrible! ¡Eso debe ser terrible!… El pequeño Abbul se sonrió como una tímida colegiala, y respondió: -La serpiente abre una boca espantosa y el cabrito llora en un rincón… Siempre la boca del pozo está rodeada de turistas… -Es horrible -insistió Arsenia. Y acordándose de mirarme, dijo-: ¿Qué le parece si fuéramos? -Vamos. -Tú nos acompañas -le dije al niñito modosito como una colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha, mientras que Arsenia, un poco histéricamente, se creía obligada a decirme: -Yo creo que no voy a soportar eso: creo que me voy a desmayar. Pero ¿será cierto, Abbul, que la serpiente tiene once varas de largo? El niñito musulmán aseveró gravemente: -Once varas. Puede tragarse a una oveja gorda, reventarlo a un caballo, dejarlo triste a un elefante. -La policía no debiera permitir eso -dijo Arsenia. Y agregó estremeciéndose-: ¿Queda muy lejos de aquí? -iOh no, señora! -dijo el pequeño Abbul-. Cruzando el Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza. -Si tomáramos un automóvil… -No -replicó el niño-. En quince minutos de camino estaremos allí. Entramos en un túnel que era una callejuela, cuyo torcido rumbo, techado de arcos de ladrillos, estaba poblado de misteriosas figuras. Dejamos atrás la ensangrentada puerta de Bab Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas de los ajusticiados. Nos detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos a la entrada del cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas verdes, grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que un esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de bronce cargada sobre su espalda. El niñito musulmán caminaba delante de nosotros, y Arsenia y yo, sumergidos en nuestros pensamientos, que giraban encantados alrededor del paisaje, nos alejamos insensiblemente de las murallas de la ciudad. Poco después nos cruzamos con varios tuaregs arrebujados en el lomo de sus camellos, y de pronto nos encontramos frente a un puentecillo rústico, de troncos verdes que cruzaba el Uad-Djuari, río de las Perlas. La lonja de plata viva se perdía en la oscuridad ramosa de un bosquecillo próximo. -¿Queda muy lejos? -No -respondió el niño-; queda allí junto al molino de aceite. Habíamos entrado en un camino completamente bloqueado de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó en un sendero áspero y salvaje. Arsenia tenía las mejillas ligeramente encendidas. El maldito niño caminaba ahora dando largas zancadas. De pronto, los cascos de un caballo resonaron a nuestras espaldas; nos volvimos y pudimos ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar. No me quedó duda. Eran bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos vigorosos desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un garrote; sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido a tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe del grupo me dijo que podía bajar los brazos. El mocito musulmán, recatado y vergonzoso como una niña, había desaparecido. Arsenia y yo nos mirábamos estupefactos. Comprendimos. Habíamos caído en una trampa. Estábamos secuestrados… ¡Secuestrados a las puertas de Fez! ¡Qué horror! Acongojados emprendimos la marcha rodeados de aquella gavilla de ladrones, con renegrida barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura al cinto. ¡Secuestrados a las mismas puertas de Fez! Parecía mentira. Abría la marcha un bandido de larga lanza apoyada en el estribo de su potro. Por momentos, los beduinos se confidenciaban, acercando las cabezas protegidas por albornoces listados de brillantes colores. Yo había tomado del brazo a Arsenia, por cuyas mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero no pensaba en ella. Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría ni un céntimo de rescate por mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la situación de Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en que aún se compraban esclavas… Finalmente, cruzando el boscoso aceitunal, llegamos a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo semidesnudo. Arsenia y yo entramos. El interior de nuestra prisión, en contraste con el miserable aspecto exterior, estaba decentemente aderezado. Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras del suelo estaban desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata había una cajetilla de cigarrillos turcos. Arsenia se dejó caer sobre un almohadón y comenzó a llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y traté de consolarla. -Querida Arsenia, no llore. Esta gente se limitará a pedir un rescate. Nada más. El que puede perder la cabeza en esta aventura soy yo, porque mi familia no pagará un céntimo, porque no lo tiene… Usted quédese tranquila… No tema… Arsenia encontró fuerzas para sonreír entre sus lágrimas, y dijo: -¡Nunca, Alberto, nunca! Yo no lo abandonaré. Usted tenía razón. Ese niño… -¡No me hable del niño, por favor! Súbitamente se abrió la puerta y apareció el jefe de los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte, este bribón era un francés de pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y con gafas cabalgando sobre una nariz sumamente respingada. Se detuvo en medio de la habitación y dijo: -Señorita, caballero: tanto gusto. Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés: -Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos existe un ochenta por ciento que dice: “Lástima enorme que la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco”. Pues bien: yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada a cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los “secuestrados” gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los turistas tiene la casa. Y abriendo la puerta nos mostró un modernísimo “limousine” detenido a la puerta de la choza. -¿De modo que ustedes no son bandidos? ¿De modo que podemos irnos? -Así es, caballero… -El jefe de los bandidos echó la mano a su reloj, y agregó: -Van a ser las doce y media. A la una se almuerza en el hotel Continental… ¿Qué otra cosa podía hacer? Eché mano a mi bolsillo. -¿Cuánto le debemos? -repliqué entre hosco y contento, pues no soñaba en salir tan fácilmente del paso. Monsieur Lanterne, que así se llamaba el jefe de los bandidos, sonriose amablemente y dijo: -Doscientos francos… Una bagatela en moneda americana. Va incluido el viaje de vuelta en automóvil. Al otro día, cuando pasamos con Arsenia por la plazuela de Nejjarine, sentado bajo el farolón de bronce de la fuente estaba el maldito y pudoroso niño del “fondak”. Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala, y como si no hubiera sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón: -La Paz… FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Los cazadores de marfil
Cuento
La barcaza a nueve nudos por hora, iba aguas abajo por el río Congo. A un lado del mástil, el pequeño. Inmóvil junto al timón, el grandote. Los dos hombres meditaban. De ellos se podía decir: por mitad comerciantes y por mitad bandidos, según se ofrecieran las circunstancias. Peter, de minúscula estatura, desafiaba al sol africano, que no había podido disolver su firme palidez. Anderson, a su lado, resultaba gigantesco, cabezudo y violento. Difícil era resolver cuál de los dos era más peligroso. Trafican a todo lo largo del río Congo. Su última aventura había consistido en matar a palos y cuchilladas a treinta nativos cargados de colmillos de marfil. En cierto modo iban huidos, ambos pensaban que de ser uno solo el propietario del cargamento de marfil, podría vivir dichosamente los años que le restaban de vida. Mientras la línea de los bosques acercaba o apartaba sus verdes murallas en la llanura de agua, y la barcaza, resoplando, avanzaba hacia el cabo de Dongo-Dongo, Peter pensaba cómo podría asesinar a su socio y Anderson de qué modo mataría a Peter. Por su importancia, el cargamento de marfil solicitaba un asesinato. En África, los hombres siempre han muerto a otros hombres para apoderarse del marfil. No hay una sola bola que ruede en ninguno de los paños verdes de los billares del mundo que, secretamente, no esté manchada de sangre. De sangre de negro, de sangre de bestia y de sangre de blanco… El marfil solicita la sangre. Peter lo sabía y Anderson también. De modo que un crimen más no tenía importancia. Se acercaban a la orilla o se alejaban, y el gigante de Anderson se decía que ahora que cerrara la noche… Ahora que cerrara la noche… Pero ¿quién cuidaría la caldera de la barcaza y del timón si él asesinaba a Peter? Peter, además de maquinista, conocía palmo a palmo las revueltas del río. Además, hasta que no dejaran atrás el cabo de Dongo-Dongo, el río era peligroso. Para Anderson, estrangular a Peter era una operación sencilla. Lo estrangularía y lo arrojaría a las aguas, los peces voraces o los perezosos cocodrilos darían cuenta de él. Cierto es que Peter tenía un hijo, y Anderson hubiera preferido que Peter no tuviera un hijo, porque nunca es agradable dejar a un chico huérfano. No, a esto no llegaba la dureza de Anderson. Pero ¿qué podía hacer el buenazo de Anderson? ¿No estrangular a Peter? No, eso no podía ser… Su benevolencia no llegaba a tales extremos. Lo estrangularía a Peter y se lamentaría profundamente por el huérfano. Además, en todas las ciudades se encuentran establecimientos filantrópicos, y cualquiera de ellos se hará cargo del huérfano. No era cosa de perder un cargamento de marfil por exceso de buen corazón. Le retorcería el pescuezo a Peter como a un pollo, y se interesaría por el huérfano. Eso. ¡Se interesaría por el huérfano y le daría una oportunidad!… Anderson se sintió reconfortado por haber resuelto el problema equitativamente. Peter debiera estarle agradecido de su prudencia. Ahora podía asesinarlo con la conciencia tranquila y todos quedarían contentos. Mientras que Anderson, con una mano apoyada en la barra del timón, pensaba estas cosas, Peter daba vueltas en su magín al factible modo de librarse de Anderson, ¿una puñalada, un tiro o un garrotazo? Un garrotazo era casi imposible. Tendría que acercarse a Anderson, y este, desde hacía varios días dormía con un ojo abierto y otro cerrado, y siempre -¡la casualidad de las casualidades!- que Peter tomaba el cuchillo, Anderson empezaba a revisar el tallado de un garrote que estaba a su alcance, o el tambor de su revólver. Cualquier crimen era preferible a repartir el cargamento de marfil. Si él asesinaba a Anderson, su hijo podría estudiar en la universidad, en fin, vivir una vida un poco más humana y limpia de la que cochinamente no se había podido librar hasta ahora. Pero había que liquidar aquel asunto antes de llegar a las primeras factorías de Dongo-Dongo. El cauce del río se ensanchaba, la selva aparecía allá, muy lejos, sobre la anchurosa sábana de agua amarilla, y Peter, sentado tristemente frente a la caldera, en la que ardían gruesos troncos, pensaba que si su hijo fuera a la universidad, él podría envejecer honorablemente y calzar abrigadas pantuflas durante el invierno. Pero el maldito Anderson, como si sospechara de la naturaleza de sus pensamientos, sesgadamente sentado junto al timón, sin perderle de vista, hacía varios días que Anderson, casualmente, tomaba posiciones que hacían prácticamente imposible toda tentativa de asesinato. De pronto, Anderson dijo, grave: -¡Picaron!… Peter se aproximó apresuradamente… las cuerdas de los anzuelos estaban tensas. Tendrían pescado para la noche. Anderson se inclinó sobre un espinel y Peter sobre otro. En los extremos de las cuerdas, un pez de oro y un pez de plata saltaban fuera de las aguas y volvían a sumergirse. Anderson comenzó a recoger los anzuelos. Peter volvió la cabeza. Anderson seguía divertido con los saltos del pez de oro, y Peter descargó su brazo como un resorte. Se vieron en el aire los dos pies del hombre, y Anderson lanzó un grito ronco. Ahora nadaba vigorosamente tras la barcaza. Pero esta se alejaba rápidamente en el mar de herbajos que la rodeaban. Los aullidos de Anderson sonaban cada vez más distantes, ahora comprendía Peter el significado de nueve nudos por hora. Anderson nadaba rápidamente pero su relieve fuera de las aguas se tornaba cada vez más pequeño. Peter, manteniendo inmóvil la barra del timón con un pie, cruzado de brazos miró al lejano nadador. Nadie podía salvarle. Había caído en la parte más estrecha del río, en la llanura de herbajos, que eran nidales de cocodrilos. Más adelante estaban los remolinos; detrás las cascadas. El cargamento de marfil le pertenecía. Ya nadie podría disputárselo. Su hijo iría a la universidad, y cuando él fuera anciano usaría tiernas pantuflas. En cuanto a Anderson, diría que el hombre había muerto a consecuencia de una fiebre maligna, y todos se darían por muy satisfechos. Tres años después, Peter vivía en Montaña Negra, al sur de Neuquén. Había llegado el verano. Caía la tarde y el cazador de marfil, de pie frente a su casa de madera de alerce. Estaba satisfecho ahora, porque en el pasado había cometido un crimen, y ese crimen había permanecido impune, y de consiguiente él y su hijo vivían sin penas. Sobre todo su hijo. El chico andaba jugando por el monte entre recientemente derribados troncos de robles. Lo había hecho venir de Santiago a pasar sus vacaciones, porque Peter, siempre prudente, quiso que su chico se ligara a los hijos de los ganaderos de la zona, y en vez de enviarlo a estudiar a Buenos Aires, que quedaba tan lejos, le hacía ir hasta Chile cruzando los lagos. Ahora el niño estaba con él, y Peter sentía que el cielo derramaba bendiciones sobre su cabeza. Recordando al corpulento Anderson, cuyos huesos se podrirían en el fondo del río Congo, pensó: “Si Anderson viera al nene, y a este cuadro, y a esta buena casa de alerce, y a las ovejas que andan en el monte, se pondría contento y palmeándome en las espaldas me diría: “-Eres un hombre prudente, Peter, siempre lo he dicho.” ¡Cosa curiosa! El cazador de marfil recordaba al muerto a cada una de sus satisfacciones, y hasta le ocurría, muchas veces, dejarse llevar por su pensamiento y discutir con él, como si el muerto estuviera vivo, y semejante conducta no aminoraba los remordimientos de Peter, por la sencilla razón de que un forajido como Peter no podía experimentar ningún género de remordimiento; pero situaba al muerto, con respecto a él en un plano de indulgencia misteriosa. Era como si le pidiera consentimiento al asesinado para ser feliz, y Anderson, magnánimamente, le permitía ser feliz. Peter echó algunas bocanadas de humo y miró las montañas azules que enrojecían, y nuevamente volvió a sentirse contento de tener un hijo, una propiedad y de no estar en presidio. Un caballo se detuvo frente a la distante tranquera y Peter palideció. Palidecía ansiosamente siempre que un desconocido se detenía frente a su campo. “No hay motivo”, se decía él; pero el caso era que su rostro se cubría de una palidez mortal. El desconocido montaba un recio potro, y una barba espesa le circunvalaba el rostro. Después de abrir la tranquera, sin desmontar, avanzó al galope por el camino. Peter se apoyó, trémulo, en el muro de tablas de su vivienda en cuanto pudo reconocerlo. El muerto había resucitado. Allí, en persona, estaba Anderson. -Aquí estoy -dijo el otro, desmontando-, yo: Anderson. Y su mano ancha cayó sobre la espalda de su verdugo. -¡Tú!… -acertó a murmurar el otro. El hijo de Peter apareció por un camino junto a la casa sombreada de grandes árboles. El niño iba descalzo, un cinturón con cartuchera le sostenía el pantaloncito y traía un arco con flechas entre las manos. Anderson miró al pequeño, y dijo: -De modo que este es tu mocito hijo Andresillo. Bien, bien con Andresillo. El niño miró al barbudo y se coló en la casa. Peter, desencajado, continuaba mirando a su exsocio. ¿De modo que no había muerto? Como si el otro viera lúcidamente lo que pasaba en su cerebro, replicó sagazmente: -No, no he muerto, Peter. ¿Has visto? No he muerto. Y bien pude haberme muerto. ¡Vaya si pude!… -¿Cómo llegaste hasta aquí? -murmuró Peter. -¡Ah, es tan largo de contar todo esto! ¡Tan largo!… -¿Vienes a buscar tu parte? Anderson lo soslayó cruelmente. Luego: -Sí, por supuesto -y nuevamente su mano cayó sobre el hombro del cazador de marfil, y una congoja tremenda entró en los sentidos de Peter, y sus ojos se nublaron. Anderson continuó-: Pero ¡qué alegría verte!, no hay nada que hacer, Peter. Yo siempre lo he dicho. Eres un hombre prudente. ¿De manera que te has comprado estos montes… y esta finca? Bien. Bien. Y el pobre Anderson pudriéndose en el fondo del río Congo, ¿eh? El pobre Anderson haciendo bulto en el estómago de algún cocodrilo, ¿eh?… Miró nuevamente todo lo que había en derredor suyo, y continuó, socarrón: -¿De manera que te das la vida de un príncipe? Engordas, ¿eh? ¿Y no te acordabas nunca de mí? Dime, Peter: ¿nunca te has acordado de mí?… -¡Cállate! -murmuró Peter. -Yo siempre te recordaba -prosiguió Anderson-. Me decía: “¿Dónde estará mi buen amigo? ¿Qué será de sus negocios? ¿Qué intereses le producirá su capitalcito?”. Pensaba en ti -súbitamente ese tono cambió-, y se me revolvía el estómago -nuevamente retomó el otro tono-. Se me revolvía el estómago al acordarme de toda el agua que tragué en aquel anchuroso río. Porque, ¡vaya si es ancho ese río! Copiosas gotas de sudor rodaban por el rostro de Peter. Su mirada iba ansiosamente hacia el interior de la casa. ¿Por qué había enviado a la cocinera hasta el puesto de Coiue? Anderson continuó: -Te prevengo que he salvado la vida, digamos cómo… ¡milagrosamente! Me encontró una lancha de negros en Dongo-Dongo abrazado a un tronco. Te juro, Peter, que llorarías de lástima si vieras cómo me desgarraron las piernas los dentudos peces. Estuve enfermo. Gravemente enfermo. Otro hombre te hubiera delatado a la justicia. Yo me callé. Me dije: “No quiero que Peter tenga dificultades con los hombres de la ley”. ¿He procedido mal o bien? Contéstame. El cazador de marfil tuvo la sensación de que su corazón se había convertido en un trozo de manteca, derritiéndose junto a un encendido brasero. Anderson continuó arrimando su enorme estatura a él. -Contéstame, Peter: ¿he procedido bien o mal? Peter sentía su aliento en las narices. La mano de Anderson se levantó, tomándole del cuello lo introdujo en el comedor. Una estufa ocupaba el centro de la habitación de muros adornados con cabezas de ciervos y jabalíes, y por el vidrio de la ventana entraba un rayo rojo de sol. Peter miró ansiosamente en derredor. Su escopeta estaba allí sobre la cama. Anderson adivinó el sentido de su mirada, y sin soltarle del alzacuello lo arrimó al tubo de la estufa: -De manera que no te niegas ningún placer, ¿eh? ¿Hasta escopeta tienes, y cabezas de ciervos y de jabalíes? Bien. Bien. Y todo ello adquirido con el dinero del pobre Anderson, ¿eh? Lentamente desenfundó un cuchillo. Un cuchillo de hoja ancha. Peter sintió que se desvanecía en las negruras de la muerte, y echándose a los pies de Anderson, le dijo: -Te daré toda mi fortuna. Te daré un cheque, Anderson. La mitad de este campo. La mitad de mis ovejas. Aquí las tierras se están valorizando día a día, Anderson. Podemos trabajar juntos. Te haré abrir una cuenta corriente en el banco de Bariloche, Anderson. La mirada del gigante pesaba como una losa sobre el cazador de marfil. -Tengo quince mil pesos en el banco, Anderson. Te daré la mitad. Seremos socios. Anderson pareció pensarlo y enfundó el cuchillo. Peter, amarillo como un cuerno de marfil, se enderezó lentamente sobre el suelo. Gruesas gotas de sudor rodaban hasta sus cejas. Anderson, sin perderle de vista, dijo: -Fírmame un cheque por diez mil pesos… No: por catorce mil pesos . . . -Anderson, escucha. Conténtate con diez mil. Quédate aquí. Trabajemos juntos a medias. Las tierras se valorizan cada día más. Te juro que se valorizan. Anderson, en silencio, tomó una silla y se sentó junto a la mesa. Peter, frente a él, comenzó a charlar. Y habló convulsivamente hasta entrada la noche. Andresillo, de brazos cruzados sobre la mesa, dormía profundamente, mientras el gigante de gruesas cejas, arrimado a la mesa, con los brazos cruzados, escuchaba impasible. Cerca del amanecer, Peter despertó bruscamente, cosa desacostumbrada en él. Puso la mano debajo de la almohada. Allí estaba su revólver. ¿De modo que en cuanto saliera el sol, Anderson se marcharía con el cheque de doce mil pesos en su bolsillo y él tendría que empezar de nuevo? Si su hijo no estuviera en la casa, no vacilaría en asesinar a Anderson. Se estremeció. Anderson acababa de carraspear en el otro cuarto. Evidentemente, estaba despierto. Peter, tratando de impedir que crujiera su cama, retiró el revólver de debajo de la almohada, y pensó: “Si entra a este cuarto, lo tumbo de un tiro.” Peter apretó el cabo del revólver bajo las sábanas: “Si se dejara convencer y se quedara aquí podría envenenarlo.” Súbitamente Peter se estremeció. Anderson, desde el otro cuarto, le hablaba: -Estás despierto, Peter, ¿eh? Y pensando de qué modo matarme, ¿eh? Un desaliento infinito entró en la conciencia del cazador de marfil. ¿Qué hacer? ¿Negar? ¿Fingirse dormido?… Anderson insistió: -¿Te haces el dormido, eh, Peter? ¿Tienes miedo?… Peter contestó débilmente: -Estoy enfermo, Anderson. Estoy enfermo de verdad -crujió la cama-. No te levantes, Anderson. No te levantes que tengo el revólver en la mano. Estoy enfermo. Anderson, en la oscuridad de su cuarto, apretó los dientes. Aquel era el momento y no otro. Elástico como un gato, el gigante se desprendió de la cama. En una mano sostenía una almohada y en la otra el cuchillo ancho. Peter oyó el crujido del lecho; quiso hablar, pero una arcada tremenda le impidió pronunciar una sola palabra y recibió en el rostro el golpe de la almohada, y quedó tendido sobre su cama bajo el peso del gigante que le hurgaba en el vientre con la hoja del cuchillo. Dos veces aproximó la hoja del cuchillo a su piel y le tocó y no le hirió. Peter quería gritar, pero la almohada le asfixiaba, y de pronto, en las tremendas tinieblas, comprendió que el gigante había cambiado de opinión. El filo del ancho cuchillo se apoyó en su garganta. Y ahora un gran dolor lo sumergía en la breve desesperación de la que no se vuelve. Terminado que hubo, Anderson volvió a su cuarto, encendió la lámpara y comenzó a vestirse. Cobraría el cheque y se marcharía nuevamente al Congo. Estaba satisfecho, porque además de cumplir con su deseo no había dejado en la indigencia al niño de Peter. Sentado ahora en la misma habitación donde estaba el muerto, prendiéndose los cordones de los zapatos, se decía que Andresillo quedaría a cubierto. ¿Y si él lo reclamara a la justicia desde el África? ¡Imposible! El niño le reconocería siempre como el hombre que estuvo con su padre la noche que él lo asesinó. Lástima, en cierto modo, porque el tal Andresillo parecía una criatura despabilada. Precisamente allí en lo alto de la escalera, sin que Anderson pudiera verlo, estaba Andresillo. El niño, gravemente, miró el charco de sangre que había en la cabecera del lecho de su padre, y luego observó al asesino prendiéndose lentamente los cordones de los zapatos. Andresillo inspeccionó nuevamente con la mirada el cuadro y comenzó a bajar lentamente la escalera. La criatura, descalza, se deslizaba como un gato. A un costado de la cama del muerto, colgado del muro, había un mazo. Andresillo, siempre cauteloso, reteniendo la respiración, obedeciendo a la fuerza extraña que le impedía llorar, recogió el mazo, se arrimó al asesino, que le daba las espaldas, levantó el mazo, y con toda la fuerza que cabía en sus bracitos, lo descargó sobre la nuca del cazador de marfil. El asesino se desplomó, herido de muerte, como un toro al que derriba el matarife. Y solo entonces estalló el llanto del niño, asustado en el silencio opaco de la noche… FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Los hombres fieras
Cuento
El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil: -En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering. “El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted.” El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un transparente aguardiente de palma, y prosiguió: -El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo… El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó: -Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos pobrecitos salvajes. El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato: -Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de sus chozas para no regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos -habían devorado vivas a muchas personas-, pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia… -Sugestión colectiva -murmuró el negro doctor. El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción repuso: -La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores? -Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años. “Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante de míster Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering. “Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo: -Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted. “Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia. “Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall, que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzar otro suspiro, me dijo: “-¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados? “Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente: “-¿Qué pasa? ¿Han resucitado? “Traitering sonriose débilmente: “-Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño? “Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan. “-Sí, sí… ¿Qué es de ese huérfano? “-Lo he asesinado ayer, padre. “Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño! “-¿Por qué ha hecho eso? -terminé por preguntarle-. ¿Por qué lo asesinó? “­Ah, padre…, padre!… -Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura-. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No. “A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.) “¿Qué ha pasado? -le dije. “Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia. “­¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado: “-Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho “-¿Estarás contento de haber salvado la piel? -le dije al chico en dialecto krus. “El pequeño caníbal no contestó palabra. “-¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? -le pregunté. “Gan continuó en silencio. Yo insistí: “-Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente. “Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que quiere morder. ­Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies rozándome las pantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir. “-¿Es posible? -interrumpí asombrado. “­Ah, padre! ­Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan: “-Esta noche iremos al bosque. “Gan movió la cabeza asintiendo. “Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan: “-Haz la hiena. “Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos. “Sabíamos” que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible… Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso. “Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví al bosque. “Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas…” El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró: -¿Qué hizo usted, padre? -Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse. Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había ahogado. Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez: -Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás bebió vino ni mordió carne. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Noche terrible
Cuento
Distancia encajonada por las altas fachadas entre las que parece flotar una neblina de carbón. A lo largo de las cornisas, verticalmente con las molduras, contramarcos fosforescentes, perpendiculares azules, horizontales amarillas, oblicuas moradas. Incandescencias de gases de aire líquido y corrientes de alta frecuencia. Tranvías amarillos que rechinan en las curvas sin lubrificar. Ómnibus verdes trepidan sordamente lienzos de afirmados y cimientos. Por encima de las terrazas plafón de cielo sucio, borroso, a lo lejos rectángulos anaranjados en fondos de tinieblas. La luna muestra su borde de plato amarillo, cortado por cables de corriente eléctrica. Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche. Y es probable que Julia tampoco, pero por distintas razones que Ricardo. Él se ha detenido en la vereda, con un pie sobre el mármol del zaguán, la mano derecha en la escotadura del chaleco y los labios ligeramente entreabiertos. Un foco ilumina con ramalazo de aluminio las tres cuartas partes de su rostro, y el vértice de su córnea brilla más que el de un actor de cine. Sin embargo, su corazón galopa como el de un caballo que va a reventar. Y piensa: «Es casi lo mismo cometer un crimen», al tiempo que Julia tomándole de un brazo repite satisfecha: —Cómo van a rabiar las que yo sé. —Luego calla, regustando su satisfacción elástica y profunda. Le parece mentira haber esperado durante tantos meses la ocurrencia del suceso que se llevará a cabo mañana y que anheló tan violentamente durante años y años, llorando de congoja y envidia en su almohada de soltera, cada vez que se casaba una amiga suya. Ahora le ha llegado a ella también el turno. Realidad tan terrible y sabrosa de paladear, como una venganza. Ella no piensa en el que permanece allí a su lado, sino en sus amigas, en lo que dirán sus queridas y odiadas amigas. Y quisiera lanzarse a la calle, a preguntarle a gritos a los transeúntes: —¿Se imaginan ustedes lo que dirán Elsa… y Sebastiana… y María?… Stepens, sardónico, adivina el curso de los pensamientos de la mujer, y se dice: «Julia se casaría conmigo aunque fuera un asesino», y en voz alta, amistosamente, inquiridor, lanza su frase: —¡Si supieras qué feliz me hace saber que te hago tan dichosa!… —Querido… —Y estoy contento de casarme con vos, Julia. ¡Oh!, muy contento. Me has atrapado como a una criatura… y estoy contento de comportarme como un imbécil en tu presencia. Sé que vas a dominarme por completo, que te obedeceré como un esclavo… Stepens descubre un placer agrio y malévolo en humillarse así ante esa mujer que lo observa con ojos fríos mientras sus labios sonríen para despistar el trabajo de su observación. Julia murmura: —No digas eso. —Ansío tu dominio, y vos precisamente tenés el temperamento de mujer que se necesita para tiranizar a un hombre de tan poco carácter como el mío. Lo que aún me queda de voluntad lo disolverás como el ácido nítrico disuelve el hierro. Cada vez que Stepens se expresa de esta forma, en Julia se produce una modulación de sensualidad repugnante, profundamente desagradable. Al mismo tiempo la sensación la atrae, como si ese hombre despertara en su personalidad un yo monstruoso. Mas ya no queda tiempo para elegir. Mañana podrá, por fin, gritar su victoria y cambiar una mirada definitivamente agradecida con la cómplice madre que la ayudó mediante su experiencia a atrapar a este calenturiento, que susurra junto a ella: —Te lameré los pies como un perro…; obedeceré tu más mínimo gesto… Julia contempla las lejanas líneas horizontales amarillas, las oblicuas verdes, las perpendiculares rojas. Es ésta su última noche de novia. Puede dominarlo a Stepens por la sensualidad, este erótico únicamente podrá ser encadenado por su sexo y durante un instante se dice: «Sí, le destruiré la voluntad… me obedecerá y pobre de él si me resiste.» Bajo el foco eléctrico pasa un automóvil de carrocería achocolatada. El aire se impregna de olor a nafta y aceite quemado. Ricardo, por decir algo, murmura: —El carburador no funciona bien —pero al mismo tiempo se repite: «Es casi lo mismo cometer un crimen», y tomando la mano de Julia se la lleva despacio al rostro, aplasta la palma de la mano encima de sus labios y la besa largamente. Son las once… Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche, decorada en la altura por contramarcos de gases fosforescentes y locomotoras de lámparas eléctricas que ponen agujeros negros o soles violetas entre las constelaciones rosa de otros letreros luminosos que antorchan permanentemente las crestas de la ciudad capitalista con sus estructuras de castillos de hadas. Julia apoya una mano sobre el hombro de Ricardo. Lo examina tan profundamente, que Ricardo tiembla por su secreto. Tiene la impresión de que el rostro de la mujer ha enrigecido en las tinieblas. Habla ella: —Es nuestra última noche de novios. Mañana a esta hora… —Estaremos hace cuatro horas camino de Montevideo… Y entonces tú, Julia, tomándome de un brazo me dirás: «¿Querías que te destruyera la voluntad y te convirtiera en un esclavo, no?…» —Querido… me desagrada que hables así. Seremos compañeros. Stepens hace un esfuerzo para ocultar su sonrisa canalla, y murmura hipócritamente: —Tenés razón. Seremos compañeros. Qué hermosa es esa palabra. —Cambiando de tono vuelve sobre el viejo tema—: Sebastiana y María se pondrán verdes de rabia… Con falsa ecuanimidad, reflexiona Julia, arteramente: —Déjalas a las pobres. Hay que compadecerlas. Goloso como un gato que juega con un ratón, insiste Stepens: —No me negarás que te envidian… —Véanlo al presuntuoso… Una voz interior habla en Ricardo: «Sos un canalla y un monstruo. Necesitás excavar más profunda la herida…» Para alejarse de este reproche, Stepens comenta: —¡Cuántos regalos llegaron! —¡Y los que tienen que venir!… —Julia reflexiona. Después—: Es tan necesario todo en una casa. ¡Pero qué pálido estás!… Ricardo escoge la mentira. Ella no puede adivinarla. Lanza: —Es el deseo. Un deseo terrible. Me duele el bajo vientre, querida —como un ebrio se apoya en ella; la toma de la cintura y, apretando el semblante contra su rostro, le levanta el mentón hacia su boca y susurra—: ¿Te das cuenta?… Mañana. Julia apoya delicadamente una mano en el sexo del hombre. Resuenan pasos en la vereda y se apartan. Desaparece el transeúnte y él se derrumba verticalmente sobre ella, trabajosamente mantiene entreabierta su ropa; ella lo oprime y lo acerca a su centro y de pronto él eyacula en el aire. El espacio se llena de gemidos entrecortados: —Querida… queridita… —Callate… ¡ah!… querido… Como a través de una neblina, ellos miran apagarse y encenderse una estrella compuesta de rayas verdes. La fosforescencia de cocuyo filtra en la oscuridad distante cierta frigidez de aire líquido. Permanecen abotargados. Julia, pasando suavemente el brazo por la cintura del hombre, casi soliloquia. —¿Te imaginás oyéndome llamar señora? Estoy tan acostumbrada a que me llamen señorita… Ricardo, haciendo un esfuerzo tremendo aparta la atención de la lejana araña verde, y contesta como a través de un sueño, con la boca pastosa: —Te llamarán señorita, y vos dirás: «No, soy señora… la señora de Stepens». —De pronto la comedia se torna insostenible y Ricardo siente que su corazón desfallece de la misma manera que cuando tiene que sentarse en el sillón de operaciones del dentista. Cierra los ojos y apoya la cabeza en el hombro de Julia. Ella observa, sus dedos se apoyan en el relieve de su nariz, se dilatan abarcando los cartílagos y le frotan la mejilla. Ricardo dice: —Quisiera dormir. Estoy cansado. Estoy tan cansado como no te podés imaginar. Tengo todos los nervios rotos. —Yo te haré dormir. Y te diré: Dormí, chiquito mío. Y vos te dormirás, ¿no es cierto, amor? Stepens, con la cabeza caída en el hombro de la mujer, contempla la distancia. Hay una remota encrucijada de calles. La voz misteriosa exclama dentro de él: «Es casi lo mismo cometer un crimen.» Frío de hielo le sube por la pantorrilla. Se incorpora rígidamente. Julia insiste: —Estás un poco pálido. Descansá. Ved. Quiero darte, antes de que te vayas, mi último beso de novia. Las dos cabezas se entrecruzan. Y, mientras ella aprieta sus labios sobre los suyos, Ricardo piensa: «¡Qué segura de sí misma es esta mujer! ¡Qué firme!» —¿Estás contento, querido mío? —Me voy. Me voy. Si me quedo un minuto más, perderé el control de mí mismo. —Andate. Descansá bien. Pensá en mí. Levantate temprano, que a las once… —A las nueve estaré aquí. —Hasta mañana, gran amor. «ES COMO UN CRIMEN» Al doblar el automóvil en la esquina, Stepens distingue la mano de Julia saludándolo. Cierra los ojos, y doblando el cuerpo sobre el asiento trasero, permanece como semiadormecido. Su corazón trabaja con altísima tensión. Por momentos los latidos se precipitan en avalancha, luego decrece el trabajo de la bomba de sangre, y el toc-toc se podría transmitir telefónicamente a larga distancia. Stepens se asfixia en el interior del coche. Gira la manivela del cristal. La ventanilla baja. Una bocanada de aire húmedo le refrigera la frente. Suspira profundamente. Luego: —¿Dónde dije que fuera, chófer? —A Belgrano… —No, hombre. Vamos al centro. —¿A qué parte? —Adonde se le dé la gana. De la boca de una farmacia escapa un dilatado hedor de yodoformo. Penetra en el coche. La lamparita del tablero de instrumentos lo deslumbra. Cierra los ojos. Piensa: «Es casi lo mismo que cometer un crimen». Su corazón galopa nuevamente. Le parece ir cruzando una llanura, espoleando un caballo. Tiene prisa por llegar. ¿Adónde? Al crimen. El embrague del auto rechina en la brusca frenada. Stepens distingue un quiosco gris, luego una dorada vidriera de café. —Pare aquí, chófer… —Estamos en Almagro. —No importa. Pare aquí. Abona el viaje. Entra al café. Se sienta a una mesa. Mira en redor. Está bajo un plafón de yeso con filetes dorados, que soportan frías columnas jónicas, de mármol jaspeado con motas de oro y ceniza y mostaza. Un friso de espejos ciñe la pared artesonada de cuadros de cedro. Cada espejo es un embudo rectangular de encendidos cristales escalonados. Una solapa morada se inclina hacia él: —… —Café… —¿Café?… —Sí; café y una jarra de agua. Entrevé un gesto despectivo. Nuevamente la solapa morada se inclina hacia él, una jarra de metal plateado se apoya en la mesa y ahora bebe ávidamente. Se desprende el nudo de la corbata, piensa que pueden confundirlo con un criminal, y se ajusta el nudo. Bebe un vaso de agua. Otro. Otro. Suspira profundamente. Descansa algunos minutos. Paladea el café. Enciende un cigarrillo. Mira las chicas de la orquesta. Vuelve el respaldar de la silla al salón, de manera que se queda mirando la calle. Una voz automática repite en él: «Es casi lo mismo cometer un crimen». Su espina dorsal se dobla. Una sensación muelle se le arquea en el estómago. Traga humo. Echa humo. Desparrama la ceniza del cigarrillo sobre el mármol de la mesa. Por instantes entrecierra los ojos, luego los abre; un gran descanso llueve desde el plafón a sus miembros. Descubre que está mirando un atril niquelado que soporta un gorrito de mujer. Lentamente la voz se desenvuelve en él, como el extremo de un carrete de cuya punta estuviera tirando un diablo. Y se repite: «Mañana me casaré… esto es evidente. Me casaré si esta noche no reviento o escapo. Cortar decorosamente es ya imposible. Mis camaradas han hecho una suscripción, han llegado regalos… mañana recibiremos nuevos obsequios…: el eterno juego de té y licores; los cubiertos raros para comer pescados o espárragos… Es maravilloso… ¿Qué diría, por ejemplo, una pareja, si le regalaran un irrigador o un anticonceptivo?» No puede retener la risa y se retuerce solo en su asiento, mirando el tablero de su mesa. —¿Llamaba el señor? Stepens mira la solapa morada de mala manera y hace un gesto negativo. La solapa morada desaparece: «Qué estúpida es la gente. No se ha acostumbrado a ver cómo sonríe un hombre. Parece que fuera obligatorio estar acompañado para reírse. Pero sí ¿por qué no se acostumbrará a regalar irrigadores en las bodas? De cualquier modo es imposible cortar decorosamente. ¿Qué pretexto inventar para dejarla a Julia? No puedo alegar que no es virgen, porque aún no me he acostado con ella. No puedo jurar que tiene mal carácter, porque es más dócil que un guante de seda. ¡Oh! la hipócrita. ¿Dócil? ¿Cuántos amantes habrá tenido? Se domina perfectamente. Me recuerda a esos astutos animalitos, excesivamente castigados por el hombre y que, por ser astutos, descubren al final la técnica para devorar a su enemigo. »Cierto que lo que pienso ahora pude haberlo pensado antes… aunque a decir la verdad mis conjeturas son antiguas. Es inexplicable cómo he permitido que mi situación se agravara hasta semejante extremo. »He aquí el misterio. ¿Por qué? Supongamos que se me condujera ante un honorable consejo de familia. ¿Qué respondería a los interrogantes que plantea mi propósito? De cualquier manera estoy divagando, porque a nadie es posible hacerle consejos de familia por tan ruines bagatelas. Suponiendo que pudiera responder algo, contestaría que “casarme” era una palabra desprovista de sentido para mí hasta el momento en que me vi abocado a la realidad de saber que tendría que convivir con una señorita que mayormente no me produce ni frío ni calor. Este caso guarda cierta similitud con aquel en el que se conversa de la muerte… ¡Qué distinto es divagar apoltronado en cualquier parte, frente a una taza de café, que no se teme la muerte!… ¡Qué desemejante con el acto de morir físicamente… perpetuamente!… »De cualquier modo, tengo que irme…; irme sin avisar… sin dejar rastros… como si hubiera cometido un crimen.» Ahora Stepens reposa con ademán incoherente. La fatiga anterior ha desaparecido. Se siente cómodo como en un baño de vapor. El confort del plafón de yeso con filetes dorados, lo penetra. Bebe a sorbitos un vaso de agua y observa burlonamente las mujeres envueltas en tapados de pieles que pasan tomadas del brazo de sus hombres. Éstos, adormecidos, las remolcan, con el cuello del sobretodo levantado. Stepens mira pensativamente esas parejas ignotas y se dice: «¿Qué objeto tiene reproducir uno de esos grupos somnolientos? Esa gente va directamente a la cama. Los machos se quitarán lentamente las medias, algunos, los más refinados, se meterán los dedos de las manos entre los dedos de los pies, y, retirándolos lentamente de las narices, les preguntarán a sus medias naranjas con perplejidad semicientífica: »—Qué curioso. ¿Por qué olerá como el queso? —y ellas, al tiempo que entre bufidos se quitan las fajas, responderán con el pensamiento en otra parte: »—Puercazo… si huele como queso, es porque no te bañás.» La calzada de asfalto refleja en su pulimento de humedad, alternativas franjas rojas y verdes. Son los focos traseros de los automóviles. Entre los rieles y las ruedas de los tranvías chisporrotean llamaradas azules. Stepens muerde un terrón de azúcar, y continúa soliloquiando: «Innegablemente, soy un hombre de naturaleza sensible. Humano. Otro en mi lugar, desaparecería sin más trámites; yo, en cambio, sufro sofocones y me apiado de Julia. Cierto que, a pesar de compadecerla, me voy. ¿Entonces para qué me ha servido ser dueño de una naturaleza sensible? Parece una ironía, pero la única ventaja que reporta una naturaleza sensible, es demostrarnos que somos lo suficientemente fuertes para dominarla. »Qué sería de nosotros si aceptáramos siempre el mandato de nuestros nobles impulsos. Mi noble impulso me arrastra a casarme con la primera desgraciada, coja, tuerta o jorobada que se me cruza en el camino. Por exceso de sensibilidad, me imagino esas vidas solitarias, recluidas en un altillo, volviendo al atardecer de los talleres, de las grandes tiendas, cargadas de pesados bultos de costura, y sufro… ¿Cómo no sufrir? Pero ¿acaso soy responsable de que estas mujeres hayan nacido con un fardo en la espalda, cojas, tuertas o jorobadas? No. No. No las he engendrado, ni tampoco soy Dios. Otro negocio sería si fuera Dios. ¡Nobles impulsos! Debemos aprender a defendernos de ellos, no de los seres humanos. Y en esta circunstancia, proceder sensatamente consiste en mandarse a mudar, desaparecer. Volatilizarse. Hacerse humo. »Cierto que mi actitud no es correcta, pero en los actuales momentos ni los gobiernos pueden observar procedimientos correctos: cierto que la gente hablará, pero si yo pudiera escribir en los periódicos, le rogaría a los habitantes de este hermoso país que se pusieran una mano en el pecho y que me contestaran imparcialmente: ¿cuándo la gente no ha comentado la conducta de un prójimo? Si me caso con Julia, por ejemplo, las familias de Elsa, de Sebastiana, de María, en cotorreo de personas honestas, demostrarán que tengo precisamente la pasta indispensable para ser un excelente cornudo, y como tenía pasta para ello, he buscado la mujer que puede adornarme la frente con los más variados estilos de la tauromaquia conyugal. Incluso dirán, compungiendo un gesto y adobando una lamentación: »—Es extraño que ese buen muchacho no haya encontrado un alma caritativa que le informara de los abortos que tuvo esa muchacha. —E incluso me mandarán la dirección de la partera… y hasta el monto de sus honorarios. »Si, en vez de juzgarme un cretino profundo, me calificaran de redomado pillete, en la misma rueda donde en caso contrario hubieran citado los abortos de Julia, dirán ahora: »—Bien decíamos que ese hombre era capaz de esto y mucho más. Bastaba mirarle la cara; ese gesto un poco atravesado, falso… pero si uno habla, dicen que es de envidia… —de manera que proceda de una forma o de otra, esa cáfila de narices largas y dientes postizos me despellejará sin consideración. Lo que la gente necesita es un motivo de conversación. La liebre. Luego con la liebre, ellos se preparan el guiso de su gusto…» —¿Llamaba el señor?… Stepens mira irritado la solapa morada, inclinada sobre él. Es innegable que el fámulo debe haberle cobrado repentinamente ojeriza, por una de aquellas misteriosas razones que hacen estallar entre dos desconocidos, al minuto de verse, el deseo de romperse a puntapiés y trompicones. Ricardo mira el reloj; son las doce y treinta y cinco minutos. Observa luego, socarronamente, el semblante del sirviente que tiene una cara redonda, con talante monástico, y le dice calmosamente: —Usted se equivocó de profesión. Debía ser sacristán. El fulano desencaja los ojos, estupefacto. Stepens continúa: —No venga más por aquí hasta que no lo llame. Si no le gusta mi cara, mire la del patrón. Espantado, el hombre de la solapa morada se retira de la mesa, y Stepens se dice: «Es trágico, pero el mozo me mira con antipatía, porque mi corbata de un peso le hace barruntar que recibirá propina escasa.» En fila india, salen de una portezuela situada en lo alto de un palco enguirnaldado de flores de papel y lamparitas azules y verdes, las lavanderas de la orquesta, disfrazadas de ninfas, con ridículos moños en la cintura, y brazos pecosos de fregonas. Stepens las considera casi inconscientemente, desde el fondo de sus ojos, y vuelve a su punto de partida: «Innegablemente, soy un hombre sensible. La sensibilidad es un peligro. Conduce a extremos poco honorables. Por exceso de ingenuidad, acaso bondad falseada, pero al fin y al cabo bondad y también falta de carácter, he llegado a un extremo: tener que casarme con Julia. Un imbécil honrado por sus cuatro costados de necedad se casaría con Julia. Y lo notable es que sería feliz. Posiblemente trataría previamente de convencer a sus amigos que Julia es una de las mujeres más extraordinarias que han infestado el planeta, y si ella hubiera perdido la virginidad en un momento de apuro, él diría: »—Sí… perdió su virginidad…, pero no es la primera ni la última. Además, ¿qué importancia tiene ese accidente en el concierto de los planetas? »Cierto que Julia es virgen. No me lo ha mostrado con certificado médico, de acuerdo, mas me lo ha dado a entender con sus escrúpulos terribles. Tampoco puedo ocultar que mi aseveración se basa simplemente en sus palabras y mi presunta buena fe, pues el resto son hipótesis y lucha grecorromana en los umbrales del deseo. Es trágico, pero ni pretexto tengo para romper con Julia, pues sin necesidad de mayores testimonios he dado a entender a los que querían escucharme, que el recato de Julia asumía formas extraordinarias. No me cabe duda que más de un imbécil se apartó de mi lado, seguro que si me equivocaba respecto a la virginidad de esta muchacha, los astros dejarían de rodar por sus órbitas. »¡Es trágico…, es humorístico…, pero es así! Nos debatimos en un océano de contradicciones. Si aceptamos a la mujer maltrecha por el amor de otro no falta quien nos tilde subterráneamente de cabrones consentidos; si la rechazamos, sobran los filosofastros y justicieros, que enarcando el belfo como si probaran una medicina repugnante nos motejan de absurdos retrógrados y energúmenos del prejuicio. ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse con una mujer así? ¿Endosársela a un amigo? ¡Pobre Julial… ¿Por qué no se casará con algún amigo mío? »¡Y no es que yo tenga nada que decir de ella! No. ¡Dios me libre! Salvo esos conatos de lucha grecorromana donde un experto maliciaría un entrenamiento sospechoso, no tengo nada que decir. »Se me oprime el corazón al pensar en las dificultades que le proporcionaré. Es dramático, mas no lo puedo impedir. Para colmo de infortunio mi sensibilidad ha reconstruido el espectáculo lastimoso… hace una semana que entreveo el formidable toletole que se producirá cuando descubran mi desaparición, y no soy un hombre feroz para regocijarme en la desgracia que le sobrevendrá a un prójimo. »Sí, no soy un hombre feroz, y aparentemente me comporto como si lo fuera. Las apariencias me condenan, pero yo sudo sangre, y nadie lo barrunta. ¡Nadie me compadece! Es terrible, pero mañana, a las nueve y treinta, cuando Julia vea que no llego, me llamará por teléfono. La dueña de la pensión estará en el mercado y atenderá el aparato esa mala bestia de Cata, que como de costumbre ladrará que no entiende nada. ¡Es fantástico! Aunque la trompeta del Juicio Final sonara en las orejas de Cata, ella no entendería nada. ¡Es fantástico! ¿Qué tendrá esa mujer en los oídos? »A las diez y media hablará otra vez Julia, y Cata volverá a repetir su furiosa afirmacion de “que no entiende nada y que dentro de un rato llegará la señora”. A las once pedirá comunicarse conmigo la madre de Julia. Ya la “pensionera” habrá llegado y le responderá que no estoy. A las once y cuarto llegará a su casa en un automóvil el hermano de Julia, acompañado de su amigo, el boxeador. Harta la menestrala de los forasteros que merodean buscándome, y entreviendo en mi ausencia alguna descomunal pejiguera, acompañará a los dos perdularios hasta mi cuarto. Espantados comprobarán la desaparición de mi ropa y equipaje… menos un par de medias sucias…, esas medias sucias que siempre se dejan tiradas como un saldo sardónico en un rincón del cuarto, cuando se cambia de pensión. A las doce menos cuarto mis compañeros de oficina sonreirán socarronamente, regocijándose en la reconstrucción, posibilidades y motivo de mi canallería, simultáneamente felices de encontrar un tema de conversación que interrumpa la monotonía de sus vidas, y condenándome al mismo tiempo con un dejo de envidia. A la una de la tarde todos los braguetones de guardia en las comisarías de la capital archivarán con un gesto obsceno la noticia de mi desaparición. A las dos, el jefe de mi oficina, con grave talante, después de gargajear arduamente en el cesto de papeles, como si fuera a tratar un asunto de estado, perorará en el círculo de mis compañeros: »—Un desvergonzado ha desaparecido de entre nosotros… es decir, un hombre que se burlaba bajo el sayo de la patria, de la moral y de la religión, como si patria, moral y religión no fueran el freno que perentoriamente impide que un irresponsable se convierta en un decidido bellaco. —Y así continuará hasta que bostecen disimuladamente los desdichados que se pudren a sus órdenes. El que posiblemente vomitará un pensamiento sincero será Emesto. Después de la homilía del jefe, dirá cínicamente: »—Lo único que lamento son los diez “mangos” con que contribuí para el cheque y con los que mañana podría jugarle cinco y cinco a Colofón. »A las tres de la tarde, Julia, tendida en la cama; los ojos hinchados como duraznos, un pañuelo empapado de vinagre y dos rodajas de papa en las sienes, recibirá los consuelos de sus amigas. Ellas, haciéndole fresco con el pañuelo, se mirarán las unas a las otras, diciéndose con ojos aterrorizados de presunciones: »—Cada vez es más difícil cazar a estos hombres. ¿Qué debe hacerse para atraparlos? »A las cinco de la tarde, entre graznidos de claxon, bajarán del automóvil dos perfectos animales: el hermano de Julia, esgrimiendo una pistola automática de calibre cuarenta y cinco (descargada, por supuesto), y su amigo el boxeador, dibujando en el aire rounds de sombra, al tiempo que dice: »—Dejámelo por mi cuenta, hermano, si lo encontramos —mientras el otro, enjugándose la frente, vomitará por toda información a las amistades que habrán salido apresuradas al patio, de que en el Departamento de Policía no se ocupan de esas minucias. »A las seis acudirá el médico de la casa, agrio y juanetudo, maldiciendo las puterías de la juventud. Avizorando intimidades de trapos sucios, desde los umbrales de sus casas, las comadres del barrio, con los brazos cruzados sobre las ubres, menearán consternadas las cabezas, al tiempo que, recatándose del oído indiscreto de las menores, se preguntarán de puerta en puerta, con fisgona sonrisa, “¿cómo habrá quedado la muchacha después de tales trapisondas?”. Y alguna madre, libre de boca, le gritará a su párvula con escándalo de las presentes: »—Aprendé…; hacele adelantos a tu novio…; aprendé. »A todo esto, la cocinera en la despensa, cotorreará el suceso con el almacenero, quien entre aspavientos fingidos, aprovechará el relato para escamotearle a la bobalicona doscientos gramos en un kilo de azúcar, mientras que la mujer del comerciante, sinceramente interesada en el chisme, abrirá los ojos y preguntará si los dejaban mucho tiempo solos a los novios y si “la pobrecita no habrá quedado en estado interesante”. »A las diez de la noche harán cola en la casa los sastres y remendones de la orquesta clásica y típica. Éstos, al ser despedidos en la puerta, promoverán escándalo, exigiendo indemnización y argumentando falsamente que nadie les avisó que “no vinieran porque el matrimonio había sido suspendido”. A las once de la noche, una fila de automóviles detenidos a lo largo de la acera dibujarán una oscura aguafuerte de entierro, mientras que las púberes del barrio, tomadas del brazo, irán y vendrán frente a la casa, husmeando la tragedia que no se ve. »Y en la calle, todo el mundo estará inmensamente contento, sin saber por qué. »A las dos de la madrugada, Julia, con los párpados tan hinchados de llorar, que de desfigurada estará irreconocible, experimentará el decimoquinto vahído. A las tres de la madrugada, el hermano, esgrimiendo la pistola de calibre cuarenta y cinco (cargada ahora), jurará ante un crucifijo matarme como a un perro, donde me encuentre. La madre, tomándolo de un brazo a su amigo el boxeador, le rogará que interceda, no se produzcan mayores desgracias en la familia. La otra bestia replicará malamente que no, arguyendo que aunque tenga que domiciliarse en presidio por toda la vida y en el infierno por tres eternidades, me dejará la piel más cribada que una espumadera. »Intervendrán las amistades, y jugaría doble contra sencillo, si entre ellas no se encuentra un lector de las novelas de Edgar Wallace. Ésta será la persona que llamando aparte al hermano y a su amigo el boxeador, le recomendará tomen una venganza clandestina y misteriosa. Entonces el fulano se guardará la pistola de calibre cuarenta y cinco pensando que al día siguiente puede empeñarla en el Banco Municipal, felicitándose de tener que cumplir una venganza misteriosa. No harán falta armas de fuego y a las seis de la mañana todos, desde el gato barcino a la vecina de enfrente, tendrán la boca seca de repetir en los tonos más diversos: »—¿Quién iba a decir que tratábamos con un canalla? »A las siete el lechero dejará tres botellas blancas en el umbral después de tocar dos veces el botón del timbre. El sol iluminará las fachadas de las casas, los tranvías se llenarán de gente semidormida, y Julia, blanca como una muerta, dormirá un sueño artificial de treinta y seis horas. Y a las diez de la mañana, lastimeramente el hermano hará cola entre los desdichados que empeñan prendas en el Banco Municipal, pensando que bien vale la pena de lidiar entre muertos de hambre apresurados, para tener el placer de ir a la noche con el producto de la pistola pignorada a pasar unas horas al prostíbulo de San Fernando en compañía de su amigo el boxeador.» —Otro café, mozo. El rostro de Ricardo Stepens se desfigura a medida que compagina sucesos futuros. Entrevé lo dramático y lo grotesco del suceso. Incluso tiene que hacer fuerza para no reírse a carcajadas, por ejemplo, cuando se imagina la cara que pondrán los músicos napolitanos, despachados por el furioso ademán de su problemática suegra. A medida que sus pensamientos aumentan la velocidad de galope, se siente más fuerte, más dueño de sí mismo; su bellaquería se dignifica a través de la necesidad de salvar su personalidad; por momentos tiene la sensación de que está perforando los muros de la ciudad con un invisible soplete oxhídrico. Y el vigilante enfundado en su capotón, a veinte metros de la vidriera… no se entera de nada… se limita a poner un cromo azul en la claridad de sala de operaciones que abre en la ochava la niquelada quincalla de un bar automático. De pronto, Stepens se pega una palmada en la frente: «Pero, qué diablos…, es perfectamente lógico que ocurra todo lo que me he imaginado. No es posible pretender que una muchacha a quien se la planta con tres cuartos de narices el día de su boda, baile de alegría en el momento que se entera del suceso.» Y al tiempo que examina amistosamente el avinagrado semblante del mozo de solapas moradas, se dice: «Oh, dígase lo que se quiera, es un consuelo pensar con lógica». «¿Y SI ME CASO?…» Ahora Stepens camina a lo largo de fachadas grises, que encajonan veredas silenciosas, rayadas por las siluetas de árboles, que lanzan a través de los follajes los globos del alumbrado eléctrico. Cruza bajo bóvedas de árboles, cuyos troncos torcidos simulan paralizados ademanes de un desesperado, pasa junto a cortinas metálicas corridas y en la muda cesación de vida de la noche, él está contento. Entrevé la liberación. «Supongamos que me quede… me case. Mis veinticinco años se convertirán rápidamente en cincuenta y los cinco mil pesos que ingenuamente puse en un banco para “los malos tiempos”, se derretirán como la nieve al sol… Menos mal que fui prudente y no compré muebles, so pretexto que los primeros meses los podíamos pasar en un hotel. Realmente, tienen razón los libros sagrados de todos los países cuando dicen que el hombre no se arrepiente jamás de ser prudente. Soy un hombre prudente, y la prudencia es un galardón. Además de sensible, prudente. Cuántas virtudes me descubro esta noche, Dios mío. Soy lógico, sensible y prudente. Y sería un hipócrita si no confesara que me admiro a mí mismo. Sin embargo, no se trata de divagar, sino de establecer: ¿Y si no me voy y me caso? Julia me quiere. Esto es innegable. Cierto es que no ha podido darme ninguna prueba de ese amor que siente hacia mí, pero en esa dirección ha procedido cautamente, porque cuando una mujer da pruebas de amor, le es dificultoso sostener que no se las ha dado con prioridad a otros, y entonces… »¿Casarse? Casarse es una forma de suicidarse. Y yo no estoy dispuesto a morir; todavía quiero vivir. Cierto que Julia me quiere, pero Julia a su edad, al mismo diablo está dispuesta a jurarle amor eterno. Y si me quiere, es con un amor natural y simple. De la misma manera podría querer a un hombre distinto a mí. Yo soy alto, pero si fuera bajo, Julia me querría lo mismo, soy rubio, pero si tuviera el pelo renegrido me querría también. Mis dos piernas funcionan perfectamente, pero si fuera rengo me querría lo mismo, porque lo que ella necesita no es un determinado hombre, sino el hombre…, cualquier hombre. Pensarlo resulta trágico… pero, ¿acaso soy yo el culpable? En cierto modo sí; porque al fin y al cabo, no debí permitir que las cosas llegaran a este punto. Mas ¿fui yo o fue ella quien encaminó los sucesos en semejante dirección? »Dios mío!… Nos conocimos en cualquier parte. Fue un baile; sí, un baile. Cuando quise acordarme, ella me había aislado en la fiesta; cuando nos despedimos me presentó al hermano y a la madre; al día siguiente me habló por teléfono, no sé con qué pretexto; a los cinco días me invitaban a tomar té; una semana después tuve que ir para examinar ciertos negativos que no sé qué cosa rara tenían. A la semana, ella, el hermano, la madre, el amigo del hermano, querían convertirse en mis hoteleros, surtirme diariamente de viandas. »¡Oh, es simplemente maravilloso! »Me invitaron tantas veces, que fui…; fui con esta tremenda cara de idiota que Dios me ha dado. »Fui sencillamente, ingenuamente. Me atracaron de ñoquis y capelletis. Todo el repertorio de las hermosas pastas italianas. Me convidaron con exquisitos licores. Hubiera sido una crueldad negarse a comer o a beber allí, máxime si se tiene en cuenta que los manjares habían sido exquisitamente cocinados en puro aceite de oliva y ofrecían un máximo de garantías para mi estómago delicado. »Me convertí en un habitual frecuentador de la casa. Mi timidez me impedía faltar. Cuando recuerdo, se me enrojece el rostro de vergüenza… Allí jamás ni el palco del cine me permitieron pagar. El que obsequiaba los palcos era el hermano. Este tampoco los compraba, sino que a él se los regalaba un compinche, el boxeador. Incluso llegaron a querer presentarme al sastre de la familia, y abrirme un crédito…, pero por prudencia rechacé semejantes operaciones comerciales… Y este noble gesto mío me enalteció ante los ojos de la familia, que comenzó a presentarme a sus amistades, con ese ambiguo gesto con que se exhibe a una larva de marido. En compensación de no haber aceptado el crédito, reconoceré que diezmé tremendas fuentes de tallarines, agoté innúmeras parrilladas de bifes de ternera; por mi gaznate pasaron litros y más litros de café y licor y un repostero se vería verde para calcular los kilos de masas y cremas que despaché, a pesar de tener el estómago sumamente delicado. »¡Lo que es la codicia humana! »Yo, que al principio creí me regalaban de tal manera por mi bonita cara, descubrí en breve tiempo que si esa dadivosa familia me trataba a cuerpo de rey, se debía a que albergaban profundas esperanzas de convertirme en legítimo esposo de la niña llamada Julia. »Y cuando me presentaban como novio de la “nena” hubiera podido decir: “No, señora…; no soy el novio de su hija, sino una simple amistad, a quien ustedes atienden muy amablemente”, pero no me atreví. Mi ingénita timidez me obligó a proceder mal. Me creo obligado a aceptar que muchos, puestos en mi dificultoso caso, hubieran procedido lo mismo, porque ¿cómo es posible, sin herir susceptibilidades, desmentir una presentación como la que dejo consignada? »Si faltaba un día a la casa, me hablaba por teléfono el hermano (el de la pistola automática de calibre cuarenta y cinco), después su amigo el boxeador, después la madre, más tarde Julia. »Un día la madre, revolviendo en su memoria fojas de gloria para los archivos caseros, recordó incidentalmente que su hijo era un héroe. “Francisco es un hombre de un genio terrible”, me decía. “Usa una pistola automática de calibre cuarenta y cinco y casi mata a un hombre el otro día.” Después de esta cordial referencia a las virtudes que hermoseaban el carácter de su primogénito, me insinuó que vería con sumo agrado que le “diera los anillos a la nena. Francisco se pondría muy contento y su amigo el boxeador también”. Cuando argüí que carecía de dinero, la señora no solo que no se afligió, sino que se alegró, y al día siguiente me regalaba los anillos, diciéndome: »—Julia no sabe absolutamente nada de este regalo que le hago. Ofrézcaselos, que la pobrecita se va a morir de alegría. »El escepticismo es un vicio peligroso. »Tres días después le “regalaba” los anillos, deseando comprobar si Julia se moría de la sorpresa, pero no ocurrió tal. Ese día ella se atracó con una cantidad de capelletis, tan desmesurada, que estoy seguro hubiera puesto en peligro la vida de otro ser menos espiritual. No negaré que, insensiblemente, con la robusta ayuda de la dueña de casa, de su hijo, del amigo de su hijo, el boxeador, que obstinadamente quería convertirme en un pugilista, me fui acostumbrando a la idea de constituir una parte integrante de esa honorable casa. »Edifiqué mi sueño. »Era el mío, si se me permite la frase, el pesadillón de un desocupado en trance de convertirse en padre tornero de un convento. Transcurría siestas interminables, despatarrado como un cerdo en fuentes más vastas que los lagos de Palermo, y cargadas de pequeñas montañas rusas de tallarines. Cuando me acuciaba el deseo, por valles de lomos de ternera, avanzaba hasta una especie de catedral de crema de leche y zambayón congelado. Bajo una cúpula de crema de chocolate, en una nívea cama de repostería, me aguardaba Julia. Caía en sus brazos, luego me apartaba y en un crepúsculo verdoso de roquefort, lento como un gusanazo avanzaba hacia una loma de ravioles o un monte de ñoquis. »Tales eran las perspectivas intelectuales que decorarían mi existencia junto a Julia. No alardearé de ser un hombre delicado, pero no puedo ocultar que casarme con Julia en esa circunstancia me producía más repugnancia que convertirme del día a la noche en dependiente de una carnicería. »Su hermano, el hombre de la pistola automática, calibre cuarenta y cinco, era un excelente imbécil… de manera que, dentro del tiempo y del espacio, ese negocio marchara perfectamente, si, para mis desdichas, la mala suerte a través de la lotería no me favorece con un premio de cinco mil pesos. La familia, después de felicitarme, se creyó obligada a darme a entender que ahora no quedaba ningún pretexto para no firmar mi sentencia de muerte… y yo… acosado por la madre, las amigas, Julia, su hermano, el amigo de su hermano, el boxeador, dije que sí…, y fijé fecha. »Y ahora heme aquí ante el terrible trance. »Si me caso, dentro de quince días volveré a la oficina. Los amigos me examinarán el rostro, para deducir por la profundidad de las ojeras los estragos que he hecho en mi luna de miel. Luego… aquí no ocurrió nada y a deslomarme como siempre, que el ser jefe de familia no le autoriza a trabajar menos a uno. Dentro de nueve meses tendré un hijo y dentro de un año haré también lo que hacen todos los hombres casados: mirar a las otras mujeres y cometer sus pequeñas infidelidades. Algunos no esperan un año para cometer “sus pequeñas infidelidades”. »Dentro de dos años no cometeré pequeñas infidelidades, sino sabrosos adulterios, actitud que no me impedirá despotricar contra los inmorales que se pavonean con una querida ostensible. Ni vicios ni hipocresía me impedirán ser simultáneamente un buen padre y en rueda de amigos elogiaré espontáneamente a mis hijos, porque al ventosear ruidosamente o inundar la cuna de pis compiten con los del vecino. A su vez, mis amigos encomiarán las excelencias de su progenie por revelar una bestial capacidad para desgañitarse gritando o defecar espesamente. Cuestión de gustos. Luego eructando las anchoas del vermut, acariciaremos con los ojos, desde la ventana del café, las pantorrillas de las mujeres que pasan, y como no se tratará de nuestras hermanas, ni nuestras esposas, con la fácil filosofía de los burgueses satisfechos de su encanallamiento, diremos que todas las mujeres son unas putas. »Y la vida pasará así. ¡Oh, sí, así! Podemos felicitarnos. Julia, a su vez, me narrará chismes respecto a sus amigas, la última camorra de Mengana con su esposo, el aborto de la mujer de Fulano. ¡Delicioso! »Iremos al cine los días de moda. Ella, silenciosamente, admirará al babieca fotogénico de más actualidad entre los ovarios de la presente sociedad femenina. Me comparará con ciertos galopines de película y descubrirá que soy viejo, desagradable, feo, tosco; como yo por mi parte, llegaré a la conclusion que sería cien veces más agradable acostarse con Kay Francis o Joan Crawford que meterse bajo las sábanas en su compañía. »Cuadro de nuestra vida. Gris como el fondo de un hornillo. Pensaremos disciplinadamente con el almacenero de la esquina y el tenedor de libros de la media cuadra, ambas personas honorables, por otra parte. La justicia nos inspirará saludable terror, admiraremos los brillantes uniformes del ejército, con ingenua curiosidad nos preguntaremos si el arzobispo cree o no en la existencia de los ángeles y cuando nos hablen de comunismo vomitaremos esa espantosa sarta de lugares comunes que circulan para estupidizar a la clase media y terminar de invadirles los restos de cerebro que no han inutilizado por completo los castradores sistemas de educación. »Algunas arrugas se formarán en mi rostro, el brillo que ahora me hermosea los ojos desaparecerá. Paulatinamente me convertiré en una larva amarilla y taciturna, en uno de esos desdichados que tiemblan cuando piensan que pueden perder el empleo. »De tanto en tanto, como quien se asoma a la rendija de un sueño a mirar un país perdido y descubre en él neblinas de oro y arboledas musicales, falso espejismo, virtud de todo lo que fue, evocaré los tiempos en que Julia era mi novia, y estas groserías actuales, limadas por los años, sombreadas por la muerte, me parecerán pintados frutos, fragantes dones que por inexperiencia no supe aprovechar. »¿Dónde se encuentra un marido que no recuerde a veces la estación aquella de su verano, cuando la mujer no era esposa, sino su novia? Y yo pensaré en Julia, y, encontrándola cambiada, me diré: “La Julia novia es un sueño comparada con la Julia esposa”. Ahora bien: si en vez de casarme mañana con Julia, me voy, desaparezco de esta ciudad, me marcho a Europa, dentro de dos años, cuando piense en ella, Julia también me parecerá un sueño, con la ventaja, por supuesto, de no encontrarme casado con ella. »¿Que debí hacerme estas reflexiones con anterioridad a mi compromiso? ¡Oh!, de acuerdo.., de acuerdo, pero ¿cuándo se tiene sensación de la cárcel, sino en el momento de trasponer su umbral y tropezar con su férrea puerta? »En estos momentos estoy jugando a cara o cruz la libertad o una celda. Cuando me alejé de la puerta de su casa, mi corazón daba saltos. Parecía que gritara: »—Huye…, huye, incauto… Aún estás a tiempo.» Ricardo Stepens enciende la lámpara en su cuarto.moradas, se dice: «Oh, dígase lo que se quiera, es un consuelo pensar con lógica». «ES COMO TODAS LAS MUJERES» Un cuartito de soltero, la cama de bronce de una plaza en el centro, a un costado el lavatorio, en un ángulo el ropero. Stepens se cubre los pies con una manta y coloca sobre el velador un rollo de dinero. Cavila un instante y envuelve el rollo en un trozo de diario; mira el reloj. Son ya las tres de la mañana. «Hoy a las diez me casaré. Mejor dicho, me tendría que casar. ¿Qué hacer? Julia es como todas las mujeres. Me quiere. Pero si yo la dejo, dentro de dos años querrá a otro. Y si el otro la deja, al año volverá a querer a un tercero. Supongamos lo contrario. Que yo me casara y falleciera. Julia se casaría después de algunos años. Claro está que aduciría un montón de causas para poder casarse otra vez. Razonaría de esta manera: “Si yo me hubiera muerto, Ricardo también se hubiera casado con otra mujer”. Es notable. Con razonamientos se desmontan los mecanismos más arduamente combinados por la tontería humana. Estudiemos el asunto desde otro ángulo. ¿Puedo encontrar una mujer mejor que Julia? Es difícil. Más fácil es que me enamore de una muchacha peor que Julia. Julia y yo somos dos seres humanos de carne y hueso. ¿Por qué entonces me voy a casar con Julia? Por piedad. Para no proporcionarle el monstruoso día de hoy. Porque si desaparezco, el día que hoy pasará esa mujer será terrible. Pero un día no tiene nada más que veinticuatro horas. Y en el caso de que sufra, mucho más padecería, por ejemplo, si el tranvía le hubiera cortado una pierna. De manera que el sufrimiento es relativísimo. En cambio, si no me voy y me caso, amontonaré repentinamente mi vida para arrojarla a un tacho de basura y monotonía. Y ella me dirá alguna vez, en uno de esos momentos de amargura o de riña en que se descubre el cáncer que nos roe el alma: »—Si hubiera sabido que el matrimonio se reducía a esto, me hubiera quedado soltera. »Y yo me arrepentiré en el alma de no haberme ido. Y ella y yo nos preguntaremos tonterías como ésta: »“¿Por qué cuando uno es joven no tiene la experiencia que dan los años?” »¿Y si Julia ya sabe hacia qué desengaños vamos? Ella es como todas las mujeres. Sentimental, cuando no cuesta nada ser sentimental. Con ideas, cuando las ideas no tienden a modificar el curso de los sucesos prefijados. Si yo le expusiera mis pensamientos a Julia, Julia me diría: »—Querido, sos muy inteligente, pero casémonos. —Mis pensamientos merecerán su respeto, siempre que yo prácticamente responda a sus puntos de vista…, que son casarse. Ella dice que se moriría sin mí… Eso no le impidió pensar positivamente respecto a todos los detalles que regulaban nuestras relaciones. ¿Puede pensar positivamente un ser humano que está dispuesto a morir por otro? No, no y no. Entonces miente… si a su mentira… se la puede llamar mentira… que no lo es, ya que todas las mujeres dicen lo mismo. »Porque lo curioso es que ella fue la que reguló el ritmo de nuestras relaciones. Tranquila, pisando terreno firme. No puedo reprocharle que sus procedimientos no fueran claros, y tanta claridad acertada revela una ausencia completa de sentimientos. Supo elegir perfectamente el momento en que me sugirió la conveniencia de formalizar nuestras relaciones. »¿Que borda a las maravillas? ¿Que es una cocinera sin par? ¡Dios mío, todas las mujeres bordan y cocinan, mas hasta ahora no se ha descubierto que cocinar y bordar sea un factor de felicidad! Además, llegaría un momento en que los platos por ella preparados me serían tan familiares que solo llamarían la atención a nuestros invitados. En cuanto a bordar, el día que ella tenga hijos, mandará al diablo el bordado y como mujer práctica comprará ropas mucho más lindas de las que puede confeccionar… y a precio menor. »En cuanto a tocar el piano…, cierto, toca el piano, no lo puedo negar… Pero seamos sensatos… ¡Dios mío!… Seamos sensatos. Ni ella se va a pasar la vida tocando el piano, ni yo escuchándola. Además, casarse con una mujer porque toca el piano es absurdo. Más barato resulta adquirir una victrola ortofónica, y uno compra los discos que prefiere y los escucha cuando se le da la gana. Con la ventaja de que estarán cien veces mejor ejecutados de lo que ella pudiera tocarlos.» Ricardo Stepens enciende un cigarrillo. Pasea la mirada por su habitación. Arruga la frente, trata de concentrar sus pensamientos dispersos. «¿Que debí pensar todo esto antes? ¿Pero, y ella? ¿Cuál de nosotros es el culpable? Comenzamos una relación inocente: miradas, sonrisas, yo el entusiasmo que suscita la flor fresca, ella el recato de la “chica que se va a casar”. Luego la madre, después el hermano… ¡Dios mío! ¿Quién es más culpable de los dos? Cuando mi ardor se enfriaba, ella desaparecía, de manera que irritaba mi amor propio. Yo he sido peón en ese juego. Me ha movido en la dirección que le convenía. Cierto es que yo me dejaba mover. “No te pediré nunca nada”, me decía. Y sin pedirme nada, heme aquí en el día en que me tengo que casar con Julia. Yo puse sinceridad y entusiasmo en mis sentimientos. Ella, tranquila, dejaba arder la mecha. Cuando el fuego se apagaba, echaba una gota de aceite. ¡Qué inteligencia para maniobrar! ¡Cuánto tacto!» Domg. Domg. Domg. Domg. Stepens salta de la cama. Son las cuatro de la mañana. Las cuatro. Faltan siete horas para ir hasta el Registro Civil. Echa mano al bolsillo. Saca una moneda. Piensa: «Vamos a ver qué dice la suerte. Si sale cara, me caso. Si sale cruz, me voy. Una es la definitiva». En el espejo del ropero se refleja el níquel volteando en el aire. Cae sobre la colcha. Cara. Ricardo observa la moneda, luego se la echa al bolsillo sonriendo y dice: «Hay que hacerle trampa al Destino. No me casaré. Que el Destino me cobre si es brujo». AHORA… Stepens ha detenido una mirada triste sobre el rollo de dinero: «Esta plata era para casarnos. Con ella íbamos a comprar los muebles después que volviéramos de nuestro viaje. Estoy a tiempo todavía. Puedo casarme. Nada ya tiene remedio. No sé lo que se ha roto adentro mío. Quizás hubiéramos sido felices… Es dificil.» Lentamente se han cerrado sus ojos. El hombre fatigado, nuevamente se duerme… Domg. Domg. Domg. Domg. Domg. Domg. Ricardo Stepens salta de la cama. Tiene el cuerpo helado. El traje arrugado. Son las seis de la mañana. Piensa vertiginosamente. «A las siete sale el vapor para Carmelo…» Abre el ropero, deja en el suelo los cajones del lavatorio. Precipitadamente arroja su ropa en un baúl. Hunde a puñetazos las camisas, los trajes. Con los pañuelos van entremezclados paquetes de cartas. Un retrato de Julia cae entre sus manos. Lo va a mirar… rechaza la tentación y lo arroja con algunos libros entre los intersticios que en el baúl floreado deja una colcha. Mira en redor. Todo ha terminado. Baja la tapa del baúl. Gira la cerradura con la llave, y se detiene. Le tiemblan las piernas. Un recuerdo terrible le conmueve toda la blandura de ternura que yace insepulta en él. Distingue a Julia, tomándole el rostro para besarle la boca… y se recuesta en la cama desfallecido. —Andate —persuade el corazón… —¿Qué vas a hacer? ¿Estás loco? —le grita el deseo. Son las seis y media. El pecho de Ricardo se hincha como la presión de un fuelle. Se levanta tambaleándose. Se inclina sobre el baúl, lo carga a su espalda, trastabillando baja la escalera de la pensión, se detiene en la puerta inundada de sol, le hace un gesto a un chófer. Ricardo coloca el baúl en el asiento delantero, y en aquel momento postrero, piensa: «¿Y si le dijera que fuera a la casa de Julia?» Un hombre modestamente vestido asoma a una puerta. Encogido camina por la vereda arrastrando los pies, cuando en el portal del que ha salido aparece una mujer con la cara envuelta en una servilleta, que le grita roncamente: —No te olvides de traer el dinero, Jaime… Ricardo Stepens se estremece. Mira al chófer y con cierta ansiedad, le grita: —Dársena Sur, chófer. Y mientras cierra la portezuela, un pensamiento triste cruza su mente: «¿Qué harán en lo de Julia con los regalos?» *FIN*
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Odio desde la otra vida
Cuento
Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo: -Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando? El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo: -Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia. Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo: -Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo. Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró: -Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla. Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó: -Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde. Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó: -Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo -y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha. Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que lo había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía. El árabe prosiguió: -Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: “Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así”. Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso? Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo: -Usted y Lucía se odian desde la otra vida. -… -Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones. Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda lo aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía. -Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya. Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió: -¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas. Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro “assani”, presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos. Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli. Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y lo invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó: -Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad. Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos: -Rakka, trae la pipa -y dirigiéndose a Fernando, aclaró: -Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio. Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra. Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa. Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa! Fernando examinó el filo de su yatagán -era reciente y tajante-, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente. Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido. Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte. Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente lo protegían. No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones. De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no lo conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó: -Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo. Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió: -Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí. Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto. -Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo? Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó: -Hermanos…, hermanos…, ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar… Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido. Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros lo tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos lo obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que lo había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó: -Lucía, Lucía, soy inocente. Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo. El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo: -Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él. -Soy inocente -exclamó Fernando-. Lo encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente. Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a “Lucía”. Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. “Lucía”, rodeada de sus eunucos, lo observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. “Lucía” lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo: -Afcha, échalo a los perros. El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y… El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo: -¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar. Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró: -Todo esto es extraño e increíblemente verídico. Tell Aviv continuó: -Si tú quieres puedes matar a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida. -No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida. Tell Aviv insistió. -No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso. Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo: -Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre. Y levantándose, salió. Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí lo encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras: -Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre… FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Pequeños propietarios
Cuento
Cierta noche, Eufrasia, poco después de cenar, le dijo a Joaquín, su esposo: —¿Sabes?, tengo el presentimiento de que el de al lado le roba materiales al infeliz a quien le está construyendo la casa. Joaquín la soslayó hosco, con su ojo de vidrio. —¿De dónde sacas eso? —Porque hoy al oscurecer vino con el carrito cargado de polvo de ladrillo y tapado con bolsas, para disimular. —No puede ser. —Sí, porque ayer traía unos mosaicos debajo del brazo, también envueltos en una bolsa rota. Y se les veía el canto. —Entonces… ¡quién sabe!… —Sí… también me fijé cuando tenía la otra obra. Al principio llegaba temprano con el carrito, después, cuando estaba por terminar, mucho más anochecido, y siempre el carrito tapado. Con ese material deben haber construido la marquesina. Taciturno, replicó Joaquín: —Claro, así es fácil construir obras para darle envidia a los otros. Luego no hablaron más. Cenaron en silencio y el ojo de Joaquín, el corredor y pequeño propietario, estaba tan inmóvil como su otro de vidrio. Solo al acostarse, cuando Eufrasia iba a apagar la lámpara, dijo sin mirar a su esposo, con la voz ligeramente desnaturalizada por el deseo de que fuera natural; —Si el dueño de la casa lo supiera… —Lo hace meter preso —fue el único comentario del tuerto. Luego se acostaron y ya no hablaron más. * * * Los dos propietarios se odiaban con rencor tramposo. Tal sentimiento había madurado al calor de oscuras ignominias, y lo teñía de colores distintos la desemejanza de desgracia que se deseaban. Cosme, el albañil, invocaba sobre la propiedad de Joaquín una catástrofe súbita. No podría especificar, si se lo preguntaran, qué clase de catástrofe era la que le deseaba a su vecino, ya que esta no llegaba sino en excepcionales casos a la muerte. Y esta falta de imaginación le atormentaba con iras fugaces pero tormentosas, pues estaba seguro de que si concretara su deseo, sería feliz. En cambio, Joaquín había objetivado este anhelo. Deseaba que el albañil se arruinara. Se imaginaba que su vecino no podía pagar las mensualidades del terreno que con poca diferencia de tiempo habían comprado a plazos, y el sencillo acto de representarse la roja bandera de remate flameando en el jardín de Cosme le regocijaba siniestramente. Crujíanle los dientes y su ojo de vidrio traslucía un fulgor más intenso que el otro, al acecho, bajo un fino párpado siempre arrugado. Dos hechos fueron el origen de este odio. Cuando Joaquín compró el terreno, pidiole presupuesto, para la casa que pensaba construir, a Cosme, y luego, lógicamente, le dio la obra a otro albañil. Pero como necesitó utilizar la medianera de su vecino, este, furioso, le exigió un precio superior al valor natural, y Joaquín, rechinando los dientes, se negó a pagar. Una mañana en que el albañil estaba ausente, hizo colocar las vigas del techo sostenidas provisoriamente por unos parantes, de modo que cuando Cosme llegó era demasiado tarde para detener la obra. Mas como el importe de esta era inferior al de la cantidad requerida para sustanciar un litigio ante los tribunales (imposibilidad que lo puso furioso al albañil, pues deseaba arruinar a Joaquín) el asunto fue a parar a un Juzgado de Paz y en el plazo de un año y medio Cosme cruzó sombrío y tempestuoso, sucios salones atestados de oficiales de justicia y palurdos aburridos. Conoció todas las triquiñuelas de los que no quieren pagar y durante numerosos meses buscó en su caletre arduos sistemas para asesinar a su vecino, mas como era muy bruto no se le ocurría nada y al fin, cuando ya desesperaba de la justicia terrestre, cobró. Pasó el tiempo y este odio creció, ya no con la energía brutal del primer año; porque ahora que ellos estaban en reposo, el rencor maduraba a la sombra, destilando en el alma de los propietarios un jugo que les engordaba los tuétanos rezumándoles en el alma feroces proyectos y cierto goce oscuro y vigilante: el presentimiento de que algún día el otro se “las pagaría”. La primera puñalada trapera partió del albañil. Joaquín construyó una piecita sin presentar el plano a la municipalidad, y lo más grave es que no se hizo colocar el contrapiso, de acuerdo con lo reglamentado en el digesto. Cosme lo supo, charlando con el peón de Joaquín en el despacho de bebidas del almacén de la esquina, y puso esta gravísima infracción en conocimiento del Inspector Municipal de zona. Vino este y el corredor tuvo que abonar una fuerte multa, pero no si haber visto antes cómo el inspector destrozaba su hermoso piso de pinotea, a fin de comprobar la infracción. Aquel día una lágrima cayó de su ojo de vidrio, mientras Eufrasia maldecía en la cocina el poco carácter de su esposo en no irle a buscar querella al albañil. Y este esa noche se sumergió en su camastro mascullando dulces palabras torvas. Siete meses después el albañil compró un carro y un caballo para transportar sus materiales a la obra, pero por negligencia, no construyó la caballeriza de acuerdo a las disposiciones del Digesto Municipal. Joaquín, so pretexto de examinar su techo, subió al de Cosme, estudió aquel establo provisorio, luego se hizo recomendar a un inspector, y un buen día el albañil fue sorprendido por una multa, amén la orden de construir la caballeriza que le costó más que el carro y el caballo. El éxito de estas cuchilladas lubrificadas con jurisprudencia, no marchitaba aquel odio. Joaquín no podía verle a Cosme sin estremecerse de rabia, y la grosera figura del otro le espantaba hasta la repulsión física, pues el albañil era pequeño, morrudo, cargado de espaldas, y en su cara biliosa, había siempre sonriendo, impúdicos, dos ojuelos verdes. Su voz surgía sesgada, recargada del sonido “guee”, y cuando Joaquín le escuchaba se escalofriaba hasta el malestar físico. Y sin embargo charlaban. Porque a veces conversaban. El tema era el desmesurado costo de los ladrillos, o cualquier otra cosa. Joaquín, que necesitaba mil ladrillos para el invierno próximo, comentaba: —Dicen que van a subir a cuarenta el mil. —A cuarenta y cinco. —Pero eso es un escándalo. ¿Se da cuenta usted? Diez pesos de aumento el mil. Y por esos cinco pesos de exceso que tendría que pagar dentro de cuatro meses, se estaba una hora protestando con el otro contra el país y sus leyes, solidarizados por la común desgracia del costo del material. Sentían el placer de ser avaros, y, a la inversa de la gente de otra condición, en vez de ocultar el defecto lo exhibían como una virtud, regodeándose en su tacañería. Y Joaquín, que era más sensible y romántico que Cosme, cuando conversaba de estas miserias, le parecía ser igual al dueño de un conventillo de la calle Loyola, y entonces insistía en su argumento, esperanzado de llegar a ser algún día un propietario gordo, que a la puerta de su casa remienda la tapia con un balde lleno de tierra romana. Y lo único que se reprochaba era no ser demasiado mezquino. A pesar de esta aparente cordialidad, cuando conversaba con el albañil, le parecía entrever en las verdes pupilas del otro, un alma inmóvil, pesada como un monstruo de carne cruda, que entorpecía sus sensaciones, suspendiéndole en una sonrisa tímida, de la áspera cháchara de Cosme. Y no discutía con él, sino que, por lo general, asentía a lo que el albañil decía, mientras que todos los nervios se le sublevaban en una contracción silenciosa, que al transcurrir los siguientes días se traducía en sus pensamientos en una crispadura roja, como la de una epidermis cicatrizada después de una quemadura. Y sus pensamientos, semejantes a sanguijuelas, se movían en un mundo homicida y fangoso. En cambio, el albañil se veía caer sobre Joaquín con un puñal en la izquierda. Era en la esquina lúgubre de su casa, con los desperdicios de basura en la vereda de tierra, y el farol de nafta iluminando con su luz amarilla un círculo del que Cosme brotaba cuando pasaba el tuerto. En tanto, sus deseos no se consumaban, desacreditaba la casa, y cuando Joaquín quiso venderla, y recibió la visita de un comprador, Cosme, que escuchó la conversación por la baja tapia del fondo, siguió al desconocido, y una vez que este se hubo separado de Joaquín, lo interpeló, convenciéndole de que la casa estaba construida con pésimos materiales, lo cual era cierto. Además, este odio era cuidado, abonado, puesto en tensión como las cuerdas de un violín, por sus respectivas esposas. Se deseaban padecimientos atroces, lo que no les impedía hablarse sonriendo, adulándose respecto a insignificancias, dedicándose en los saludos sonrisas melosas, cambiando entre sí melifluos “sí, señora” y “no, doña”, porque la mujer del corredor, que usaba sombrero y medias de seda, era “señora” para la otra que solo gastaba batón para salir y no se cortaba melena. Y como las propiedades estaban divididas por un cerco de alambre, conversaban a la hora de la siesta, buscándose a su pesar, yendo al jardín a recortar las rosas mondadas por las hormigas, o a preguntarse la hora, motivos estos que eslabonaban conversaciones inagotables, donde se sacaba a relucir la vida de la carbonera y la posibilidad de un tranvía en la calle próxima, dándose con solicitud conmovedora consejos sobre compotas y modos de podar las plantas. En estos diálogos ocurría a la inversa que en los de los hombres, y era que la mujer de Cosme daba siempre la razón a la de Joaquín, imitando el modo de conversar de “la señora Eufrasia”, sonriendo con sonrisas que le doblaban el vértice del labio hacia el ojo izquierdo, mientras que, a su vez, la “señora” movía en gesto de comprensión la cabeza hacia la pechera de su batón, gesto que era característico en la analfabeta que se había hecho de este tic, para no demostrar ignorancia. Pues tal movimiento era un compuesto de comprensión e indulgencia, o sea, las condiciones de inteligencia elevadas a su máximo, descubrimiento inconsciente pero que utilizaba con acierto la mujer del albañil. Y el odio que no podían enrostrarse, la casi repulsión que las separaba, ponía en estos diálogos una atracción, y, sin repararlo, cuando ambas conversaban, estaban como esas criaturas que temiendo el vacío se asoman a los altos ventanales. * * * Ahora Joaquín no podía dormir. Súbitamente se había introducido una incomodidad en su conciencia. Era aquello algo extraño, cierto apresuramiento del tiempo a través de sus nervios, de modo que la sangre empujada por el frenesí de los minutos, corriendo más rápidamente, tornaba anhelosa su respiración. Bruscamente se le había transformado la vida, ¿mas, por qué su esposa no lo miró antes de acostarse? Recordándolo, le parecía raro el tono de su voz, que ahora se le presentaba un poco desnaturalizada por el deseo de que el pensamiento expresado pareciera la consecuencia de una actitud natural. Y, aunque desasosegado, no se movía. El tiempo no pasaba nunca en las tinieblas, pero descentrado por una ansiedad de espera, sentía que la mitad longitudinal de su cuerpo pesaba más que la otra debido a un repentino descentramiento de la conciencia. Y no quería asomarse a sus pensamientos, porque le parecía que de levantar la cabeza chocaría la frente con ellos. Luego, entornando los ojos, miró por el intersticio de los postigos el cilindro amarillo que en el fanal del farol oscilaba tristemente y se dio cuenta que en la calle soplaba el viento. Pero no se movía; tan inmóvil estaba, que lo sobresaltó la voz de su esposa preguntando: —¿Qué te pasa que no dormís? Y a las doce de la noche estaba aún despierto. Tal silencio pesaba en el cubo negro de la estancia, que el silencio parecía el susurro tibio de los fantasmas desprendiéndose de los muros. Había algo de horrible en esa situación. Tenía la impresión de que su esposa estaba incorporada junto a la almohada, pero él no la reconocía, porque de aquel semblante amable durante el día solo restaba un perfil de hueso de nariz rampante y terrible mirada lechosa, que, atravesando su carne, estampaba en su conciencia un dictado terrible. Tan fuerte era el llamado implacable, que se revolvió espantado en su cama, al tiempo que con su voz suave le preguntaba su esposa: —¿Qué te pasa que no dormís? No podían dormir. Los atenaceaba el mismo deseo pesado, la igual perspectiva de desastre que podían desencadenar sobre el albañil; y la figura de Cosme surgía ante sus ojos, desmesurada en la soledad de la callejuela, encorvada en el pescante de su carrito, con el pelo enredado sobre la frente y soslayando con sus ojuelos verdosos la carga roja de polvo de ladrillo. O veían esto otro: y era el sargento de policía llegando en el crepúsculo a la casa de Cosme, golpeaba las manos, y de pronto, ellos, escondidos detrás de la ventana que daba al jardín, escuchaban: —¡Señora… su marido está preso por ladrón!… Un grito desgarrador cruzaba la perspectiva y la mujer caía desvanecida en el patio de mosaico, mientras que ellos solícitos acudían corriendo y preguntando: —¿Qué le pasa, señora… qué le pasa? Y ya Joaquín, no pudiendo soportar más su pensamiento, dijo en voz alta: —No; por eso no lo van a condenar. —¿Por qué? Dejó él caer el brazo en la almohada de su esposa y dijo: —Le darán dos años de cárcel… pero condicional… Lo único es el dolor de cabeza. —Te entiendo. —De lo que me alegro, porque uno es sensible aunque no quiera. Eso sí… lo más que le va a pasar es que le rematarán la casa… —¿Quién?… —El dueño de la otra obra… por daños y perjuicios. En silencio se refocilaron los cónyuges, asomados a la siniestra perspectiva judicial de una tarde de domingo, con la callejuela recorrida de honestos propietarios, excitados por un remate ordenado por el juez. ¡Qué plato para la ferocidad del barrio! Veían la bandera roja flameando en la caña tacuara, mientras que ellos, seguros, calafateados en su “casa propia” comentaban en rueda con el carbonero y la panadera las ventajas de ser honrados y esas desgracias que ocurren por “ensuciarse por una miseria”. Paladeando sus frases, Joaquín agregó: —A nadie le gusta pagar… y el dueño de la obra va a encontrar admirable el pretexto de que Cosme lo robaba para hacerlo meter preso y no aflojar la plata que le debe… —¿Pero por una miseria así?… Joaquín replicó indignado: —¿Una miseria? ¡Estás loca tú! El otro día lo pusieron preso a un carpintero por llevarse unas alfarjías y un paquete de clavos de la obra. ¿Dónde iríamos a parar si cada uno hiciera lo que quisiera? ¡No, m’hijita, hay que ser honrados! —Sí, la frente limpia… ¿pero cómo vas a hacer?… —Mañana me averiguo dónde está la obra… la dirección del dueño… —No le vas a escribir, ¡eh!… —Sí… pero le hago un anónimo a máquina. —¡Cómo se va a poner la hipocritona de su mujer! Fijate que ayer, con pretexto de enseñarme un figurín, me dice: “Ah, ¡no sabe?, cuando mi marido termine la obra le vamos a poner persiana a todas las puertas”. Y todo, ¿sabés para qué?, para hacerme “estrilar”. —¡Qué gentuza! —Y pensar que uno tiene que tratarse con ellos… —Dejá… mañana lo arreglamos. Bostezó Joaquín un instante, y ya cansado, dijo: —Me voy a dormir. Hasta mañana, querida. —¿Y no me das un beso? —Tomá… y que duermas bien. *FIN*
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Rahutia la bailarina
Cuento
En el arrabal morisco de Tetuán, en la callejuela de Dar Vomba, precisamente junto a los arcos que la techan dándole la apariencia de un subterráneo azulado, vivía hasta hace pocos años Ibu Abucab, comerciante y fabricante de babuchas. Algunos niños, de nueve y diez años, respectivamente, trabajaban para él. El babuchero era un hombre de baja estatura, morrudo, con ojos como manchados de leche y tupida barba sobre el pecho. Ibu Abucab había repudiado a su esposa, Rahutia, cuando ésta cumplía dieciséis años. Sospechaba que ella, desde la terraza de su finca, le engañaba con su vecino Gannan, el platero. Sin embargo, no había tenido oportunidad de olvidarla. Mientras los niños moros recortaban las sandalias, Ibu recordaba pensativamente el compacto cariño de Rahutia y sus caricias espesas. Ciertas imágenes le roían la conciencia como los agudos dientes de un ratón. Era aquélla una sensación de fuego y enloquecimiento que le cubría los ojos de blancas llamaradas de odio. Rahutia, después de refugiarse en Fez, se dedicó a la danza. En pocos años se hizo famosa en todos los bebederos de té que se encuentran yendo de Uxda a Rabbat y de Tremecen hasta Taza, la vieja ciudadela de los bandidos. Las danzas de esta mujer fea eran un temblor de rodillas y crótalos que exaltaban a los espectadores. Presagiaban la muerte y el zarpazo de la fiera. Ibu Abucab odiaba a su mujer, pero la odiaba consultando sus intereses, y, precisamente, fueron sus intereses los que le impidieron cortarle la cabeza cuando sospechó de ella. Ahora Ibu Abucab prosperaba. Dentro de algunos años, con ayuda de Alá, se enriquecería, y podría, como otros vecinos, mantener un harén. También humillaría a Rahutia. Pero una noche, a las diez, en el mismo momento que se disponía a cerrar su tienda, entró a ella un joven. Ibu Abucab comprendió que su visitante pertenecía a la aristocracia indígena, pues su chilaba era de muy fina lana, y de su espalda colgaba una capa con capucha revestida de seda. Una barba fina sombreaba el rostro del desconocido, que, llevándose las manos a los labios, saludó: -La paz en ti. -La paz. El joven dijo: -Tú no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti. Soy hermano de El Mokri. Ibu Abucab barruntó que tendría que tratar un asunto grave, y se excusó: -Permíteme que cierre mi tienda, y estaré contigo. Y acompañó a su visitante a la trastienda. El joven dejó sus babuchas a la entrada, y avanzando descalzo por el suelo esterillado, se sentó en cuclillas en un cojín. Luego encendió un cigarrillo, y su mirada dura se paseó por la habitación revestida de tapices hasta la altura de sus hombros. Nuevamente entró Ibu, y también descalzo, fue a sentarse frente al hermano de El Mokri. No sabía quién era El Mokri, pero su instinto le advertía que aquel joven sentado frente a él y fumando un cigarrillo egipcio podía tener influencia en su vida. El comerciante inclinó la cabeza sobre el pecho y reposó las manos sobre el vientre. El otro dijo: -Yo no imitaré a los gatos que rodean un pedazo de pescado y maúllan inútilmente. . . ¿Conoces a El Mokri? Ibu Abucab tuvo que convenir que no conocía a El Mokri. El joven, cruzado de brazos, reconsideró al comerciante. Por más que se esforzaba por ocultar el desprecio que le inspiraba ese hombre, la hostilidad traslucía de él. Finalmente exclamó: -El Mokri murió por culpa de tu mujer Rahutia. El babuchero repuso, fríamente: -Rahutia no es mi mujer. Hace tiempo que la repudié a causa de su mala conducta. El joven aclaró su posición en Tetuán: -Mi hermana Fátima es “mulett ettal” del Califa. Habla con sinceridad: ¿Por qué no le cortaste la cabeza a tu mujer? Ibu Abucab se mesó, pensativamente, la barba. De modo que el desconocido era hermano de una favorita del Califa. Aquel hombre podía hacerle mucho daño. Respondió con dignidad: -Un humilde babuchero no puede manchar con sangre las esteras de su tienda. El joven encendió otro cigarrillo, y continuó, obcecado: -Por culpa de Rahutia, mi hermano ha muerto. Esa sepulturera ha hecho daño a muchos hombres. El joven decía la verdad, aunque la cólera lo cegaba. Prosiguió: -Allí tienes al hijo de Ber, enjuto como un perro, y loco como un camello cuando llega la primavera. Y también Alí, que ha despilfarrado en el Tremecen la hacienda de su padre… Tú no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti. El comerciante pensó que podía responderle a ese energúmeno que él no era Rahutia, pero las palabras del joven, en vez de ofenderle, despertaban el odio doloroso enterrado en el fondo de su pecho. En verdad que lamentaba ahora haber dejado con vida a aquella mujer, cuando un pocillo de veneno lo hubiera simplificado todo. El joven, pálido de ira, continuaba: -¿No es una iniquidad que tales abominaciones ocurran y que la responsable sea la mujer de un babuchero? Ibu Abucab miró el rostro del joven atormentado, y experimentó piedad por él. Repuso: -¡Qué puedo hacer yo!… ¿No la he repudiado acaso por su mala conducta? El joven insistió: -Debiste haberle cortado la cabeza… Melancólico, repuso el babuchero: -Sí; pero no se la corté. El joven insistió: -¿Por qué no tomaste ejemplo del piadoso Mohamet, que mató a su mujer a palos cuando supo que le era infiel? Dogmático, repuso el babuchero: -El Profeta ha dicho que no debe golpearse a una mujer ni con una rosa. El hermano de El Mokri repuso rápidamente: -Cortarle la cabeza es diferente. Ibu Abucab intentó la suprema defensa: -Estaba escrito. El visitante no se dejó apabullar por la respuesta: -¿Puedes jactarte tú de haber amarrado al camello a una buena estaca? Con esta frase de Mahoma el joven le quebraba las patas a la fementida teoría de la Fatalidad. En efecto, el Profeta ha escrito que el creyente no debe abandonarlo todo en las manos de Alá sino después de asegurarse que ha cumplido minuciosamente con todas las precauciones que un hombre precavido debe observar. El babuchero comprendió que la Fatalidad marchaba a su encuentro. Entornó los ojos hacia los tapices del muro, y finalmente, descargando su pecho en un suspiro, preguntó : -¿Que puedo hacer yo por tu hermano muerto y el honor de tu familia ? El visitante se puso de pie, aderezó la capa sobre su espalda, y con los ojos dilatados, acercando el rostro al pálido semblante del comerciante, dijo : -Invítala a tu mujer que venga a tu tienda mañana a la noche… Dile que un hombre de Taza te ha ofrecido un collar de perlas. Ella es conocedora de piedras preciosas, y querrá verlo… Salió el hermano de El Mokri… El comerciante se prosternó en dirección a La Meca, y comenzó devotamente su oración : “En nombre del Clemente, del Misericordioso…” Rahutia, la bailarina, había corrido a través de las decepciones con el mismo gesto doloroso de un guerrero que tiene las sienes atravesadas por una saeta. Su corazón estaba empapado de odio a los hombres. Era una mujer pequeña, sombría y delgada, de manos ardientes y labios fríos. Su rostro, endurecido por la adversidad, inspiraba respeto, pero cuando sonreía, súbitamente su alargado semblante se llenaba de tanta luz e ingenuidad que hasta a los granujas más recios les temblaban las manos. Había bailado en Taza, la ciudad de los bandidos ; conocía todos los bebedores de té, desde Uxda a Rabbat, en Tremecen. Un cadí enloqueció al perderla. Aunque su carrera de bailarina había comenzado en los tugurios de Tánger, que están arrimados a las murallas de la época de la dominación portuguesa, su sensibilidad la había convertido en una danzarina que hacía aullar a las masas cuando se presentaba en los tabladillos. ¿Qué era lo que atraía de esa mujer fea ? ¿Acaso su corazón, más seco que la arena, y un tedio cargado de versatilidad, o su enorme desprecio por el dinero, que la tornaba tan grande e inconquistable como el mismo Califa, que todos los viernes acudía a la mezquita, seguido de un escuadrón y un descabalgado caballo de guerra ? Esta era la mujer por quien se había perdido El Mokri. El Mokri había ido a Fez, encargado de una misión oscura acerca del Sultán. Conoció a Rahutia en un cabaret, y perdió la cabeza. Un mes después se ahorcaba en la casa de la bailarina. Rahutia se encogió de hombros. Los hombres eran locos. Sufrían cuando eran felices por miedo a perder la felicidad. Ella no se encadenaría jamás a nadie. Pero después de siete años volvió a Tetuán, a vivir en la entrada de la plazuela de la calle de Attarin del Suk el Fuki. ¿Qué era lo que la atraía de aquel espacio empedrado con guija de río? . . . Durante todo el día se oía disputar allí a las campesinas del Borch con los esclavos negros, cuyas motas estaban cubiertas por redecillas de conchas marinas. Las parras sombreaban con sus pámpanos las paredes encaladas y las piedras manchadas de aceite. Rahutia vivía allí, a la entrada de un túnel, donde constantemente flotaba una crepuscular luz azul; en una casa cuya puerta de cedro estaba defendida por agudas puntas de hierro como la carlanca de un mastín. Frente a la casa, de las vigas que abovedaban la calle, colgaba un inmenso farolón de bronce, tallado al modo morisco. Servía a la bailarina una criada de color de chocolate, con la luna y las estrellas tatuadas en la frente, en las mejillas, en el dorso de las manos y en los talones. ¿Por qué Rahutia había vuelto a Tetuán? Ella misma no hubiera podido contestarse a esta pregunta. La atraía el arrabal moruno, el batir de los tamboriles durante las noches de esponsales y la tristeza de la vida de todos aquellos esclavos, mientras que ella no era una esclava, sino que estaba libre, definitivamente libre… El ex marido, el babuchero, no le inspiraba curiosidad ni odio. Era el hombre que acumula dinero, mueve parsimoniosamente la cabeza y trata de estar bien con todo el mundo porque así conviene a sus intereses. Sin embargo, Ibu Abucab debía despreciarla. Jamás había intentado comunicarse con ella. Bajo ese silencio, probablemente se consumía un amor humillado y cargado de rencor. Quizá la hubiera olvidado, pero cuando pensaba que a ese hombre de ojos lechosos le había regalado dos años de matrimonio, su sensibilidad se crispaba de soberbia y frialdad. No; Ibu Abucab no la olvidaría nunca. De manera que aquella mañana soleada no se extrañó cuando después de muchos años, vio entrar a su casa a la vieja Menana, nodriza de su ex marido. La anciana, después de saludarla e informarse de un montón de bagatelas, fue al asunto: -Ibu Abucab desea verte. . . Un hombre de Taza ha dejado en su tienda un collar de perlas, y quiere mostrártelo, pues sabe que tú entiendes de piedras preciosas, y él en cambio no conoce sino pellejos y babuchas. Rahutia miró una mancha de luz sobre el alto muro encalado, luego fijó la mirada en su esclava, que derramaba un odre de agua en un ánfora de bordes dorados, y respondió, calmosa: -Dile que iré esta noche… Cuando Rahutia, en compañía de Ibu Abucab, pasó a la trastienda del comercio comprendió que no tendría que examinar ningún collar. Un negro, con bombachas anaranjadas y chaleco verde, custodiaba la puerta por donde había entrado. Soportaba una alfombra arrollada bajo el brazo. Del centro de la alfombra salía la punta de una espada. En un cojín permanecía sentado el hermano de El Mokri. El joven no se dignó responder el saludo de la mujer, pero, dirigiéndose al babuchero, le dijo: -Tú puedes aguardar afuera. El babuchero salió sin pronunciar una palabra. Rahutia miró en derredor. Estaba en presencia de misteriosos enemigos. El negro corrió la cortina de la entrada, y Rahutia, después de examinarle despectivamente, le preguntó: -¿No eres tú el aguatero que chilla como una mujerzuela todas las mañanas frente a la tienda de Alí? El negro no respondió una palabra. Bajo el sobaco soportaba la alfombra arrollada, de cuyo centro salía la punta de la espada. El hermano de El Mokri intervino: -¿Tú eres Rahutia, la bailarina? Rahutia miró fríamente al joven: -No has respondido a mi saludo ni me has ofrecido asiento. Tu apariencia es la de un señor, pero tu conducta es más grosera que la de un esclavo. El joven se levantó, las mejillas ruborizadas de furor: -Yo soy hermano de El Mokri, el hombre que por tu culpa se mató en Fez. Te he condenado, y he venido a cortarte la cabeza. Rahutia avanzó serenamente hasta un cojín, se dejó caer allí, levantó los ojos hasta el pálido semblante del joven: -¿De modo que tú eres hermano de El Mokri? ¿No has sido tú quien, en Tremecen, mandó echar veneno en mi baño?… -Soy yo… Rahutia hizo jugar los alambres de oro que se arrollaban a sus muñecas; luego, cruzándose de piernas y mostrando sus pantalones de seda recamada de plata, apoyó el mentón en el puente de las manos entrelazadas. Reflexionó un instante: -Hace mucho tiempo que me persigues. ¿Qué puedo hacer yo por ti? -¡Hacer por mí!… -Naturalmente. Tu hermano ha muerto de muerte que se dio con sus propias manos, y tú me persigues queriéndote cobrar con mi vida. ¿Qué calidad de hombre eres tú? Rahutia hablaba sin cólera, con la triste lentitud de una mujer que ha presenciado demasiados sucesos para ignorar que el Destino los resuelve casi siempre de un modo inesperado y en un minuto muy breve. El hermano de El Mokri estalló: -Yo soy un señor y tú eres una hiena de sepulcros. ¿Cómo te permites hablarme en ese tono? No estoy aquí para cambiar contigo palabras inútiles. He venido a cobrarme con tu vida la vida de mi noble hermano. Una ola de sangre subió hasta las sienes de Rahutia. Dominó su cólera, y dijo: -Haz salir a ese esclavo, y te diré muchas cosas. El joven vaciló. Rahutia sonrió: -Tienes miedo de una bailarina. El joven hizo una señal al negro, y el aguatero salió con su alfombra y su espada. -¿Qué tienes que decirme? Rahutia se levantó y fue a sentarse junto a su enemigo. El capuchón de su capa blanca se le había caído sobre la espalda, y su cabello enmarcaba con finas ondas su rostro largo y fino, encendido por una llama de madura gravedad. Con firmeza puso la mano sobre la espalda del joven: -Yo no lo empujé a la muerte a tu hermano. Tu hermano traicionaba por igual al Califa y al Sultán. Tu hermano me encontró cuando el hacha del verdugo estaba muy cerca de su cabeza. Se comunicaba con Alí, el negro de Taza, agente de Abd-el-Krim. Quería huir del Magrebh y llevarme consigo. Yo no le amaba. . . ¿Por qué iba a seguir a un hombre que ya estaba muerto? Tu hermano se había enredado con extranjeros terribles. Tu padre lo supo, y antes que el Califa le cubriese de vergüenza, vino a Fez y visitó a El Mokri, amenazándole matarle con sus propias manos si él no lo hacía. Y cuando tu hermano, borracho de kif, se ahorcó en mi casa, todos los lavadores de escudillas de Fez dijeron: “La culpable es Rahutia”. El joven reflexionó: -Tus palabras son graves e increíbles. ¿Qué pruebas tienes? Mi padre ha muerto. Mi hermano también. Los franceses han fusilado al negro Alí. ¿Cómo creerte? Rahutia frunció el ceño. -Yo ignoraba, cuando venía hacia aquí, que encontraría al enemigo de mi vida. Hablaba, pero sus manos continuaban jugando con las ajorcas de oro. El hermano de El Mokri se sintió afectado por esa calma. La bailarina le dominaba a su pesar con aquella infinita serenidad. -Estás mintiendo. -Mírame a los ojos. El hombre apartó los ojos de un versículo que en oro culebreaba en el tapiz, y los fijó en la mujer. Aquel rostro largo, fino, que había besado apasionadamente su hermano lo perturbaba. ¿Mentiría ella o no?. . . Iría a caer entre sus garras. Lo atraía. A través de la tela de su chilaba sentía que la temperatura de aquella mano tan ardiente se iba filtrando a lo largo de su ser como un filtro de aborrecida y ansiadísima debilidad. Apelando a su voluntad, estranguló la ola de emoción que se le subía a los ojos, y, entristecido, fatigadísimo, habló como a través de un sueño, con palabras muy pesadas: -Que Alá me condene si eres inocente… Rahutia comprendió que no debía esperar más, y una ajorca de oro cayó de su mano y rodó por el esterillado. El hombre se levantó y corrió hasta la ajorca, se la entregó a la bailarina, y Rahutia, más angustiada que nunca, bajó la voz: -Te diré algo terrible. Algo que te convencerá. Tu hermana puede dar testimonio. Y su cabeza se inclinó hacia el oído de su enemigo, que también acercó la cabeza a los labios de la bailarina. El brazo de la mujer cortó el aire como la correa de un látigo, y el mozo tuvo en el corazón la sensación de la cornada de un becerro. El puñal de Rahutia se había clavado en su pecho, quiso gritar, pero únicamente pudo morder la palma de aquella mano ardiente y perfumada que le amordazaba. Y mientras las sombras de la muerte llenaban sus ojos, alcanzó a escuchar aún aquella dulce voz femenina que le decía: -Te he dicho la verdad…, toda la verdad… El cuerpo del moribundo se desplomó sobre los cojines, y Rahutia retiró su mano ensangrentada por la cruel mordedura. Miró en derredor. Levantó una cortinilla y entró a una pequeña habitación donde había un operario dormido. De allí pasó al jardín: un escalerilla de ladrillo, sin pasamano, conducía a la casa de Gannan, el platero. Las estrellas lucían como faroles en el alto cielo; las palmeras recortaban el espacio semejante a fatigados abanicos. Rahutia corría a través de las terrazas como un fantasma; las mujeres de otros harenes la veían pasar, pero con esa solidaridad cómplice que liga a todas las musulmanas, fingían no verla… Finalmente llegó a un jardín cuyos “parterres” desbordaban sobre las antiguas murallas, saltó un parapeto, bajó por una escalerilla, pasó frente a un soldado español, y se encontró en la calle negra que conduce a los montes. Con rápido paso se internó en la sombra de África. Y así como Rahutia, la bailarina, desapareció de Tetuán. FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Un error judicial
Cuento
De pronto, el señor Roeder, levantándose de entre el círculo de herederos que escudriñaban el semblante de la señora Grummer, exclamó: -Sí, ¡usted es la ladrona! La señora Grummer, una anciana de sesenta años, al escuchar a Roeder se echó a llorar. Las lágrimas corrían por su ruinoso rostro amarillo; pero el señor Roeder, impasible, continuó: -Señora… de la caja del finado Rumpler faltaban veinte mil pesos. Del libro de «haberes» ha sido arrancada la hoja donde figuraba la cantidad de acciones que Rumpler había comprado al frigorífico «El Triángulo», ¡y qué casualidad!, hoy un agente de investigaciones, al revisar el baúl que usted tenía depositado en la casa de la señora Gaster, encuentra una boleta de depósito por veinte mil pesos. Un círculo de cabezas canosas y rostros ceñudos escuchaba con ansiedad al señor Roeder. Roeder, comerciante en cereales, había sido nombrado depositario por los parientes de Rumpler, el día que este había fallecido, de lo que quedaba como posible herencia, pues los negocios de este estaban un poco embrollados. El mismo día, al hacer el arqueo de caja, Roeder descubrió que faltaban veinte mil pesos. Lo que no podía comprobar era si lo defraudado consistía en dinero o valores negociables. La excajera de Rumpler se mesaba desesperadamente el cabello con sus manos resecas. Quería huir, proclamar con alaridos inmensos su inocencia; arrodillarse frente a Roeder, que antes la llamaba «una buena mujer», para convencerlo de que no era una ladrona; pero inútil todo, porque a medida que examinaba los rostros de los parientes, comprendía que estos la habían condenado ya. Quince días antes de fallecer Rumpler, Anastasia Grummer había cumplido veinte años de trabajo en la perfumería. Ya no era empleada de él, sino su casi socia. Y esa atmósfera de odio que ahora la estrangulaba con manos visibles, provenía de los parientes ancianos que deseaban saciar el odio que le tuvieron a Rumpler en ella, y todo por un legado de diez mil pesos que en testamento le dejó, aparte de un reconocimiento de deuda que ascendía a varios miles de pesos. Otro de los herederos hizo uso de la acusación. Era estudiante de derecho y el único joven entre los silenciosos ancianos. -¿De dónde salen entonces esos veinte mil pesos que usted tiene depositados en el banco? -Los gané en la lotería hace tres años. Carcajadas coléricas acogieron esta respuesta. -Sí; con el señor Rumpler jugamos hace tres años un billete entero. La mitad de lo ganado fue para mí. -¿Y cómo hace ocho días que usted los ha depositado en el Banco? -Los había prestado a mi sobrino… Grave se levantó el señor Broquin Rumpler. Hacía muchos años que trabajaba de peletero y había redondeado una fortuna. Dijo: -Esta señora Grummer tiene respuesta para todo. Las tachaduras y asientos arbitrarios que ha hecho en los libros explica que le fueron ordenados por Rumpler… Rumpler le debe… Rumpler le deja herencia… Rumpler ha trabajado y regalado su dinero a la señora Grummer. Perfectamente. Como nosotros no creemos todo esto, es mejor que usted, señora, trate de convencerlo al juez. Era ya la una de la madrugada, y Ernesto Goice, sentado frente a su escritorio, pensaba en el terrible destino de su tía Anastasia Grummer. Él sabía perfectamente que la tía Anastasia era inocente; pero, ¿cómo demostrarlo? Todas las apariencias estaban contra ella. Libros mal llevados, asientos falsos a hoja desaparecida. Y ahora, para colmo, la tía Anastasia, aniquilada por el golpe, no recordaba detalles que pudieran aclarar su situación. Y como de costumbre, su pensamiento se volvió hacia el señor Roeder, el depositario de las llaves. Le era odioso sin saber por qué. El reloj marcaba la una y treinta. Goice se detuvo un instante frente al escritorio, luego apoyó la frente en el vidrio de la ventana y esta frescura le pareció que aclaraba sus ideas. Y se dijo: -Si yo salvo a tía, podré casarme… pero ¿cómo salvarla? Sin embargo, ese Roeder… Y otra vez sus ojos se detuvieron en el escritorio. Esta vez se asombró. Allí en medio del escritorio, había una página arrancada a un libro que él había comprado: un curso de electricidad. -Pero, ¿por qué he arrancado esa hoja? -se preguntó. Picado por la curiosidad se acercó. La página cortada del libro traía unas fórmulas que le interesaba recordar. Pero él no acostumbraba arrancar las hojas de los libros, y pensó que estaba un poco afiebrado. Luego se asomó otra vez a la ventana. Y de pronto, sus ideas se aclararon. Eso es: el que arrancó la hoja del libro de Rumpler lo hizo porque en ella había cosas que le convenía recordar o hacer desaparecer. A mí me ha pasado lo mismo ahora. Freud tiene razón cuando interpreta los sueños. Yo estaba soñando. El único que puede haberla amaneado es Roeder. Pero ¿qué había anotado en esa hoja? ¿Dinero? No. ¿Las acciones? ¿Por qué no? Han quedado sesenta mil pesos en acciones… Súbitamente una gran alegría congestionó el semblante de Goice. Indudablemente, el ladrón era Roeder; pero había que demostrarlo. Caviló un instante; dio varias vueltas entre sus manos a la hoja del curso de electrotécnica, y, sonriendo, se fue a la cama. Roeder era el ladrón. Estaba seguro de ello. Pocos días después, en varios periódicos dedicados a especulaciones bursátiles, se leía este aviso: «Se gratificará a quien informe qué personas compraron acciones del frigorífico “El Triángulo” entre los días 8 y 11 de agosto». Al tercer día de publicarse el aviso, Goice recibió la visita de un dactilógrafo. Este le comunicó que el día 8 de agosto su patrón Broquin Rumpler… -¿Cómo ha dicho? -interrumpió Goice. Sí. Broquin Rumpler compró en doce mil pesos veinte acciones de mil pesos al señor Roeder. -¿Y cómo lo sabe usted? -Porque hice el cheque. El señor Roeder llegó a las siete de la noche… -Pero ¿usted no sabe que Broquin Rumpler es pariente del difunto Rumpler? -No. Solo sé que me ha echado a la calle porque Roeder le dijo haberme encontrado conversando con su sobrina. -¿Y cómo reparó usted en que eran acciones de «El Triángulo»? -Porque Broquin Rumpler se hizo firmar un recibo en el cual constaba eso. -Perfectamente, amigo… -Aloisi… Ernesto Aloisi… -Bueno, amigo Aloisi, todos estos datos que usted me ha dado le serán gratificados, por lo menos, con mil pesos, pero, en tanto, vayamos a los tribunales. Todo esto es necesario contárselo al juez. Y Roeder fue detenido en la mañana del mismo día en que el fiscal del crimen solicitaba tres años de cárcel para Anastasia Grummer. El cerealista quiso negar su participación en el delito, pero cuando se le presentó el recibo firmado a Broquin Rumpler, recibo que se le secuestró, Roeder, llorando, confesó su situación. Había perdido mucho dinero, etc., etc… y Broquin Rumpler, para quedarse con la parte de la anciana, lo había obligado a sustraer las acciones. Tres días después, Anastasia Grummer salía de la cárcel. Y las primeras palabras de Goice, el pícaro, fueron: -Tía… necesito diez mil pesos para casarme, ¿podés regalármelos? Anastasia Grummer miró la puerta de la cárcel que se cerraba a su espalda, y dijo: -Hijo, estoy cansada ya… y quiero que todo lo mío quede para tu futuro hijo. Cásate nomás… FIN
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Una tarde de domingo
Cuento
Eugenio Karl salió aquella tarde de domingo a la calle, diciéndose: «Es casi seguro que hoy me va a ocurrir un suceso extraño.» El origen de semejantes presagios lo basaba Eugenio en las anómalas palpitaciones de su corazón, y éstas las atribuía a la acción de un pensamiento distante sobre su sensibilidad. No era raro que atenaceado por un presentimiento vago tomara precauciones concretas o procediera de forma poco normal. Su táctica en este sentido dependía de su estado psíquico. Si estaba contento admitía que el presagio era de naturaleza benigna. En cambio, si su humor era sombrío evitaba incluso salir a la calle por temor a que se le cayera encima de la cabeza la cornisa de un rascacielos o un cable de corriente eléctrica. Pero, generalmente, le agradaba abandonarse al presagio, ese incierto deseo de aventura que subsiste en el hombre de temple más agrio y pesimista. Durante más de media hora siguió Eugenio al azar por las veredas, cuando de pronto observó a una mujer envuelta en un tapado negro. Avanzaba hacia él sonriendo con naturalidad. Eugenio la reconsideró con el ceño enfoscado, sin poder reconocerla, y pensando simultáneamente: «Las costumbres de las mujeres afortunadamente son cada vez más libres.» De pronto ella exclamó: —¿Cómo le va, Eugenio? Karl despegó instantáneamente de la neblina que envolvía su curiosidad: —¡Ah! ¿Es usted, señora? ¿Cómo le va? Durante una fracción de segundo Leonilda lo reconsideró con sonrisa lacia, equívoca, mientras que Eugenio se informaba: —¿Y Juan?… —Salió, como de costumbre. Ya ve, me dejó solita. ¿Quiere venir a tomar el té conmigo? Leonilda hablaba despacio, indecisa, con su sonrisa relajada por una fatiga lasciva que inclinándole la cabeza sobre un hombro la obligaba a mirar al hombre entre los párpados semicerrados, como si tuviera ante los ojos un sol centelleante. Una chispa de agua gris temblaba en el fondo de sus pupilas, y Karl se dijo: «Ella tiene curiosidad de acostarse con un hombre que no sea su marido», y no bien hubo terminado de pensar esto, cuando sus pulsaciones aumentaron de setenta y cinco a ciento diez. Le pareció que acababa de correr doscientos metros, tal emoción le producía la puerta desconocida que frente a él Leonilda entreabría con laxitud. Pero no pudo menos de relampaguear un escrúpulo en su mente: «Sola. A tomar té con ella. No sabe que una mujer sola no debe recibir a los amigos de su esposo.» Y entonces tartamudeó: —No, muchas gracias… Si estuviera Juan… Era la suya la voz de una criatura a quien le ofrecen una moneda y dice: «no, gracias», porque le han acostumbrado a no recibir regalos, y tan es así que inmediatamente se dijo: «¿Por qué soy tan estúpido? Debí aceptar. Ojalá me invitara otra vez.» Y habló en voz alta: —Fíjese, Leonilda, en que no la reconocí —pero su pensamiento estaba clavado en otra parte, y la mujer parecía comprender la diversidad de sensaciones que conmocionaban al hombre, y Karl se decía: «¿Por qué fui tan estúpido de no aceptar su invitación?» Pero Eugenio, a fin de disolver un comienzo de obsesión, insistió: —No la reconocía. Y cuando vi que usted sonrió, me pregunté: ¿Quién será esta mujer? En tanto hablaba, un deseo bailaba en él: «¿Será capaz de invitarme otra vez a tomar té?» Leonilda lo miraba insinuante a los ojos. Su sonrisa era un esguince lacio, taladrando perspicazmente la hipocresía del hombre que trataba inútilmente de desempeñar la comedia del ciudadano virtuoso. Su mismo silencio le parecía a Eugenio el fragor de una tempestad, entre la cual se diferenciaba asombrosamente la insinuación de Leonilda: «Atrévase. Estoy sola. Nadie lo sabrá.» No tenían ya nada que comunicarse. Mas permanecían en la vereda atornillada por el llamado de su sexo y la contradicción de sus sentimientos subterráneos. Eugenio balbuceó pesadamente, con los labios rígidos de tensión nerviosa: —¿Así que su esposo no está? ¿Salió… y la dejó solita?… Ella se echó a reír, luego, abandonando la cabeza ligeramente sobre su hombro izquierdo, se puso a reír, retorció el cordón de su cartera y, mirándolo, desafiante, respondió: —Me dejó completamente sola. Solita. Y yo me aburría tanto que fui a dar una vuelta. ¿Por qué no viene a tomar el té conmigo? Las pulsaciones de Karl ascendieron de ochenta a ciento diez. Hubo un temblequeo de irresolución en el fondo de sus pupilas. «Perder quizá un amigo. Solos los dos. ¿Hasta dónde será capaz de llegar?» Leonilda lo escrutó semiburlona. Discernía sus escrúpulos, y allí, de pie en la vereda, con la cabeza ligeramente caída sobre un hombro y la sonrisa insinuante como la de una cocotte lo espiaba a través de sus párpados entornados, al tiempo que pronunciaba con vocecita burlona: —Fíjese que le digo a Juan que como siga dejándome sola voy a tener que buscarme un novio. ¡Ja, ja! Qué gracia. Un novio a mi edad. ¿Puede quererme alguien a mí? ¿Pero, por qué no viene? Toma un té y se va. ¿Qué tiene que está tan triste? Y era cierto. Karl jamás como en aquel instante se sintió triste. Pensaba que iba a traicionar a un amigo. Qué remordimiento, para después cuando apartara su vientre sucio del vientre de esa mujer. Sin embargo, la sonrisa de Leonilda era tan insinuante. Y volvió a repetirse: «Traicionar a un amigo por una mujer. Y él tendría entonces derecho a decirme: ¿No sabías que el mundo está repleto de mujeres? Y vos fuiste hacia mi mujer, mi única mujer. Vos. Y el mundo está lleno de mujeres.» Aquí está la sorpresa que presentía para hoy. El corazón de Eugenio palpitaba como después de una carrera de doscientos metros. Y no podía resistirse. Leonilda lo vencía con la estática actitud de la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo y la desgarrada sonrisa que dejaba entrever la hilera de sus dientes blancos y encías sonrosadas. Una laxitud terrible se apoderaba de sus miembros. Caía perpendicular entre ellos, y aplomado, oblicuo en la vereda chapada de luz amarilla, percibía la movilidad del espacio, como si se encontrara en la cimera de una nube, y los mundos y las ciudades estuvieran a sus pies. Y, simultáneamente, ansiaba desmoronarse en el desconocido universo de sensualidad que le ofrecía la “mujer casada”, pero a pesar de su deseo no podía vencer la inercia que lo mantenía oblicuo en la vereda ondulante, bajo sus ojos. Ella, muy bajo, volvió a la carga. —Toma el té y después se va… Él, resueltamente, dijo: —Vamos. La voy a acompañar. Tomaremos juntos el té —pero en tanto pensaba: «Cuando estemos solos le tomaré una mano, después la besaré y de allí tocarle un seno; todo y nada es lo mismo; ella posiblemente me dirá: “no, déjeme”, pero la llevaré a la cama, a su cama matrimonial que es tan ancha, y donde hace tantos años que se acuesta con Juan.» Ella comenzó a caminar a su lado con tranquila confianza. Karl se sentía ridículo como un hombre de madera que se bambolea sobre pies de aserrín. Por decir algo, Leonilda preguntó: —¿Sigue separado de su esposa? —Sí. —¿Y no la extraña? —No. —¡Ah! Cómo son ustedes los hombres… cómo son… Durante dos segundos, Eugenio tuvo inmensos deseos de echarse a reír ruidosamente y repitió para sí mismo: «Cómo somos nosotros los hombres… ¿Y usted, usted, que me lleva a tomar té en ausencia de su marido?»; pero al volver el pensamiento de estar solo con Leonilda en un cuarto, no pudo soslayar la imagen de Juan. Lo veía terminada la hora de trabajo ir corriendo hacia un prostíbulo clandestino, escogiendo las rameras de trasero extraordinario, y entonces observó con cierta curiosidad a Leonilda, preguntándose si él la habría adaptado a ella a sus preferencias sensuales y de pronto se encontró frente a una puerta de madera; Leonilda extrajo un llavero, y sonriendo laciamente, abrió. Subieron una escalera, y ahora apenas si se atrevían a mirarse a los ojos. «Si me encontrara junto a una catarata, no habría más ruido en mis oídos», pensaba Eugenio. Rechinó otra cerradura, se hizo más oscuridad ante sus ojos, luego entrevió el moblaje del escritorio, giró una llave y curvas de luz amarilla rebotaron en el cuello de los sofás. Distinguió carpetas verdes suspendidas de los muros, y repentinamente, fatigado, se dejó caer en un sillón. Le dolían las articulaciones, había corrido mentalmente con demasiada velocidad hacia el deseo, y ahora sus articulaciones estaban como enmohecidas de ansiedad. La sangre parecía precipitarse en un inmenso bloque coagulado hasta una línea horizontal de su corazón, y cierta blandura deslizándose entre la coyuntura de sus rodillas lo postraba allí en ese sillón de cuero frío, mientras que la voz del marido ausente parecía susurrarle en el oído: «Canalla, mi única mujer. ¿No sabías? ¡Mi única mujer en el mundo!» Una sonrisa burlona se dibujó en el semblante de Eugenio: «Todos los maridos tienen una única mujer, cuando ésta se encuentra en trance de acostarse con otro.» Se dio cuenta que ella aún estaba en la habitación, cuando dijo: —Permiso, Eugenio, me voy a sacar el tapado. Leonilda desapareció. Karl, haciendo un gran esfuerzo, se levantó del asiento, y manteniendo inmóvil el busto comenzó a sacudir la cabeza con energía. Conocía este procedimiento por haberlo visto utilizar a los boxeadores cuando están al borde del knock-out. Aspiró profundamente aire, y ya dueño de sí mismo, se arrinconó en el sofá. Experimentaba curiosidad hacia sí mismo. ¿Cómo se comportaría frente a la mujer? Leonilda apareció ahora ajustada en un traje de calle, de merino oscuro. Ella también parecía dueña de sí misma, y entonces Eugenio lanzó casi burlón la preguntita: —Así que se aburre mucho usted, ¿eh? Ella, sentada en un sillón lateral al sofá, cruzando las piernas, aparentó pensar y ya decidida, respondió: —Sí, mucho. Se produjo un silencio tenebroso, en el cual ambos intercalaban examen, mirándose a los ojos, y una como película parlante deslizaba en los oídos de Karl estas palabras: «Solos. Diez minutos antes ibas por las calles de la ciudad, apestadas del tedio dominguero, sin saber en qué ocuparías tus horas y esperando una aventura centelleante. ¡Oh, la vida! Y ahora no sabes de qué modo iniciar la comedia. Tomarla de la cintura, besarle una mano, apretarle un seno inadvertidamente. Ninguna mujer se resiste a un hombre, cuando él le acaricia los senos.» Un ruido de catarata se desmoronaba junto a los oídos del hombre, y entonces otra vez forzando las palabras que estaban allí atrancadas en el fondo de su garganta seca y de su lenguaje torpe, murmuró con la sonrisa falsa de quien no encuentra tema de conversación: —¿Y no hace nada para no aburrirse? —Voy al cine. —Ah. ¿Qué actriz le gusta? Se soslayaron otra vez con miradas densas. Leonilda oblicuamente apoyada en el pasamano del sillón, sonreía incoherentemente, entrecerrados los párpados, de cierto modo que las pupilas chispeaban una luz maligna, intolerable, tal si individualizara cada pensamiento de Karl, y se burlara de él por no ser atrevido. Manteniendo una rodilla tomada entre sus manos finas y largas, en algunos instantes aparecía ebria de su aventura, y Karl insistió otra vez: —¿Así que se aburre usted? —Sí. —¿Y él qué dice? —¿Juan? ¿Qué quiere que diga? A veces piensa que no debíamos habernos casado. Otras veces, en cambio, me dice que tengo todo el aspecto de una mujer que ha nacido para tener un amante. ¿Le parece que tengo tipo para ser querida de alguien? Y yo también me digo: ¿Para qué nos habremos casado? Eugenio recurrió al cigarrillo. Había observado que la inquietud se descarga subconscientemente en algún ínfimo trabajo mecánico. Rechupó lentamente el cigarrillo hasta llenarse la boca de humo, luego lo lanzó lentamente al aire, y, con voz sumamente tranquila, ya dueño de sí mismo, le preguntó: —¿Y nunca Juan le preguntó si usted no deseaba tener un amante? Mejor dicho: ¿nunca le insinuó que tuviera un amante? —No… —¿Y entonces para qué me ha propuesto usted hoy que viniera? Desea serle infiel a su esposo. ¿Y para eso me ha elegido? —No, Eugenio. ¡Qué barbaridad! Juan es muy bueno. Trabaja todo el día… —¿Y porque trabaja todo el día y es bueno, usted me invita a tomar el té en su compañía? —¿Qué tiene de malo?… —Efectivamente, de malo no tiene nada. Lo único es que corre el riesgo de dar con un atrevido que trate de tumbarla en la cama. Leonilda se incorporó violenta: —Gritaría, Eugenio, no le quede ninguna duda. Además, yo me aburro, y también trabajo todo el día. Pero me aburro entre estas cuatro paredes. Es horrible. ¿Usted sabe lo que pasa por la mente de una mujer metida todo el día entre las cuatro paredes de un departamento? Ella se rebelaba. Había que tener cuidado. —¿Y él no se da cuenta de lo que pasa en su interior? —Sí. —¿Y… ? —Estoy cansada. —¿Por qué no se distrae leyendo? —Déjeme, por favor, de libros. ¡Son horribles! ¿Qué quiere que lea? ¿Puedo aprender algo en los libros? Ahora se había arrellanado en el butacón y parecía triste a la luz confusa que teñía su epidermis de un matiz de madera. Destapó con ansiedad sus anhelos: —Me gustaría vivir en otra parte, sabe, Eugenio… —¿En qué parte? —No sé. Me gustaría irme lejos, sin saber adónde parar. Y en cambio, ¿sabe lo que hace Juan cuando llega? Se pone a leer los diarios. —En los diarios aparecen noticias muy interesantes. —Ya sé, ya sé… Es gracioso usted. Él lee los diarios y contesta a todo lo que le pregunto con un «sí» o un «no». Eso es todo lo que hablamos. No tenemos nada que decirnos. A mí me gustaría irme lejos… Viajar en tren, con mucha lluvia, comer en los restaurantes de las estaciones… No crea que estoy loca, Eugenio… —No creo nada… —Él, en cambio, no se muda de casa, sino cuando yo ya no resisto más. Parece el hombre de los rincones. Eso, Eugenio. El hombre de los rincones. Todos los hombres parece que al llegar a los treinta años quieren arrinconarse, no moverse más de su sitio. Y a mí me gustaría irme lejos. Vivir como los artistas de cine. ¿Usted cree que es verdad lo que dicen en los diarios de la vida de las artistas de cine? —Sí…, un diez por ciento, es cierto. —Ve, Eugenio…, ésa es la vida que me gustaría hacer. Pero eso es imposible ahora. —Así es…, pero, ¿para qué me invitó? —Tenía ganas de conversar con usted —movió la cabeza como si rechazara un pensamiento inoportuno—. No, yo no podría serle nunca infiel a Juan. No. Dios me libre. Se da cuenta… Si los amigos de él supieran… Qué vergüenza horrible para él. Y usted sería el primero en decirlo: «La señora de Juan lo engaña, y conmigo»… —¿Está segura? —Eugenio no pudo evitar una sonrisa socarrona e insistió—: No sé por qué me parece que me está mintiendo. Leonilda vaciló un instante. Giraba los ojos como si se encontrara en una altura movediza. Y, aunque Eugenio hubiera querido explicarse dónde radicaba el secreto, en aquel momento era imposible. Ella aparecía afinada por la diafanidad de una atmósfera inconcebible, como si se encontrara entre cielo y tierra. —¿Me promete no contárselo a nadie? —No. —Bueno; una vez un amigo de Juan me besó. —Y usted esperaba que él la besara. —No; fue así…, de sorpresa. —¿Y a usted le gustó o no? —En ese momento me dio una rabia tremenda. Lo eché de casa. Hace de esto varios años. —¿Y él volvió? —No… pero usted va a pensar mal de mí. —No. —Bueno; muchas veces pensé con pena, por qué ese amigo no habrá vuelto más. —¿Se hubiera entregado usted a él? —No…, no… Pero dígame, Eugenio, ¿qué le pasa a un hombre cuando besa así bruscamente a la mujer de un amigo? De un amigo que quiere, porque él lo quería a Juan. —Por lo general es difícil establecer lo que ocurre, si se coloca uno en un terreno metafísico. Ahora si interpreta la cuestión desde un punto de vista materialista, lo que debía pasar es que ese hombre se sentía excitado en su presencia y, posiblemente, usted se daba cuenta. Y más probablemente es que usted deliberadamente haya contribuido a excitarlo. Usted es uno de estos tipos de mujeres que les gusta enardecer a los amigos del esposo. —Eso no es verdad, Eugenio…, porque ya ve… entre nosotros no pasa nada… —Porque me domino. —¿Usted se domina? Pues no me pareció. —De allí que me haya invitado a tomar té. Pero sí, me domino y, además, me divierto cuando me domino. —Se divierte…, ¿de qué modo? —Observándolo al otro. Es algo así como el juego del gato con el ratón. La miro a los ojos y veo en el fondo de ellos la tormenta del deseo y del escrúpulo. —Eugenio. —¿Qué? —¿Le va a contar a su señora que yo lo he invitado a tomar té? —No… porque estoy separado de ella. Y, aunque no estuviera separado, tampoco le contaría, porque a ella le faltaría tiempo para írselo a contar a sus amigas: «¿Saben que la mujer de Juan lo invitó a mi esposo a tomar té a solas con ella?…» —¡Qué perversa! —De ningún modo. Es una mujer honrada. Todas las mujeres honradas son más o menos como ella. Más o menos impúdicas y más o menos aburridas. A momentos les gustaría acostarse con los hombres que las encaprichan; luego retroceden y ni con el mismo marido casi se acuestan. —¿Y qué pensó usted cuando lo invité a tomar…? —Cuando usted me invitó, yo me rehusé; luego pensé inmediatamente: fui un estúpido en no aceptar. Si me invitara otra vez, aceptaría. Cuando usted insistió en que entrara, experimenté una gran emoción y curiosidad… —Siga…, siga…, me gusta mucho escucharlo. —Curiosidad y emoción. Eso. Aventura futura. Pensé mientras caminaba a su lado. Hace mucho tiempo que no me acuesto con una mujer casada, y sobre todo con la esposa de un amigo. —Usted es un bárbaro. No le permito que diga eso. —Me callo entonces. —No; siga. —Bueno; como le decía, ¿en qué íbamos?… en estos últimos años me he dedicado al amor espiritual…, es decir, al amor de las jovencitas. No me explico por qué dicen que las mujeres jóvenes son espirituales. —¿Se enamoró de alguna? —Oh, no, pero tuve pequeñas tenidas que me han demostrado que las más inteligentes son de una estrechez mental espantosa. Por ejemplo, vea: vez pasada conozco a una jovencita, medio literata y medio tuberculosa. Vamos a tomar un café juntos; a los cinco minutos me hablaba de sus pijamas de colores, de sus manos «marfilinas y pálidas», del tabaco rubio y de la música de Debussy… ¿Sabe lo que hice? Pues paré en seco sus confidencias de arte trascendental, preguntándole si menstruaba con regularidad y si movía todos los días el vientre… Las carcajadas de Leonilda resonaban estrepitosas. —Eugenio… Eugenio…, usted es un perfecto salvaje. Karl continuó: —Ella no se enojó, y, como la vi tan flaquita, me dio lástima. Resolví ayudarla. Le preparé un programa de vida magnífico… gimnasia sueca, frutas cítricas en el desayuno, y créamelo, Leonilda… hasta llegué a preocuparme no solo de si hacía sus necesidades todos los días, sino de la misma naturaleza de sus excrementos, diciéndole que el excremento ideal era aquel que presentaba toda la apariencia de una compota de manzanas. —Eugenio, cambie de tema… —No, Leonilda… quiero que vea qué buen corazón tengo. No es el de un salvaje. Le decía a esa muchacha: primero tenés que aumentar diez kilos y después perder la virginidad. ¿No opina, Leonilda, que las mujeres desde los catorce años debían tener derecho a acostarse con quien se les diera la gana? —¿Y los hijos?… —Se evitan, Leonilda. Pero es horrible obligarla a una mujer a custodiar su propia virginidad… Bueno, el caso es que esa muchacha encontró poco espirituales mis lecciones y me abandonó, posiblemente por un hombre de pelo rizado, que había leído a Jean Cocteau y usaba guantes color patito. Mientras Karl hablaba, Leonilda se decía: «Qué charlatán es este hombre.» Pero cuidando de no exteriorizar un súbito mal humor que se le desperezaba entre los nervios, estiró un brazo para arreglar una flor de trapo en su florero, y dijo: —¿Contaba usted, Eugenio?… —¿Se aburre? —¿De dónde saca eso, Karl? —Cuando menos estaba con el pensamiento en otra parte. —Tiene razón, Eugenio. Me acordaba de lo que usted pensó cuando nos encontramos. —El primer impulso, como le contaba, fue el de encontrarme al principio de una maravillosa aventura. Cuando menos de una aventura turbia. Por otra parte, es en cierto modo agradable eso de correr el riesgo que el marido y el amigo lo maten a uno de un balazo. Y quizá ni eso. Qué le parece a usted… ¿Juan sería capaz de matarme? —No…, creo que no. El pobre se llevaría un disgusto… —Ya ve… nosotros los maridos modernos ni somos capaces de retorcer el pescuezo a un canalla que nos roba la mujer. Cierto es que esto de no retorcer el pescuezo a la cónyuge es una conquista del pensamiento y de la civilización… pero, de cualquier forma, a veces es agradable asesinar a alguien… en nombre de una superstición. Y, además, Leonilda, si Juan no la matara a usted ni a mí, no lo haría por bondad, sino simplemente comprendiendo que al ponerle usted unos cuernos grandes como una casa, no hacía sino tomarse un poco de justicia por su mano…; pero, volvamos al punto de partida…; cuando entré, yo pensaba de qué modo iniciaría la comedia amorosa con usted… besándole la mano o tomándole un seno. —Eugenio… —Eso era lo que pensaba. —No le permito… —Ahora es usted la que hace la comedia… —Bueno…, pero no hable así. —Perfectamente… suprimida la descripción de la sección masaje. —Eugenio… —Leonilda… Usted no me deja expresar con coherencia. —Hable decentemente. —El caso es éste. Cuando entramos yo esperaba que usted se pusiera a bailar y me dijera: «vea, qué valiente soy, hoy he resuelto ponerle cuernos a mi marido». Yo deseaba que me dijera eso, Leonilda. O que, desprendiéndose la bata, me dijera: «Béseme el nacimiento de los senos». O, si no, «arrodíllese aquí, a mis pies, y apoye la cabeza en mis rodillas». También cuando entró… durante un instante, dije: «qué maravilloso sería si apareciera desnuda, pero envuelta en una robe de chambre». —Pero usted está loco… —Leonilda.., son suposiciones…; yo no digo que usted debió hacer forzosamente eso, ni nada parecido… me limito a insinuar qué agradable hubiera sido que ello ocurriera… —Gracias a Dios. —Ya sé… no ocurrió… Cuando entramos, usted me dijo: «me aburro», y entonces, créame, el alma se me cayó a los pies. —¿Por qué? —No sé. Instintivamente usted y Juan me dieron lástima. —Lástima…, lástima él… —Y usted —ahora Eugenio caminaba de un rincón a otro del escritorio—. Claro; me dio lástima. Vi su problema…, y su problema era el de todas las mujeres casadas. El esposo continuamente en la oficina; ellas eternamente solas, entre las cuatro paredes que usted contaba. —No tenemos nada que decimos, Eugenio. —Y es natural, Leonilda. ¿Cuántos años hace que se casó? —Diez… —¿Y usted quiere tener algo nuevo que decirle a un hombre después de vivir diez años, o sean tres mil seiscientos días con él?… No, Leonilda… no… —Él llega, se arrincona en ese sillón y lee sus diarios. Los diarios son la quinta pared de esta casa. Nos miramos y no sabemos qué decirnos, o lo sabemos de memoria… —No cuenta nada nuevo usted. Eso ocurre entre todos los matrimonios y entre novios también. Los novios se aburren tremendamente; cuando no son estúpidos por demás. Y usted y yo, Leonilda, si nos tratáramos mucho tiempo terminaríamos por encontramos en la misma situación. —Es posible… —Me alegro de que lo crea, Leonilda. En realidad, conocer a una mujer es una tristeza más. Cada muchacha que pasa por nuestra vida nos oxida algo precioso adentro. Posiblemente cada hombre que pasa por la vida de una mujer destruye en ella una faceta de bondad que otros dejaron intacta, porque no encontraron la forma de romperla. Estamos a la recíproca. Somos una buena cáfila de canallas… —Usted no cree en nada. —¿Quiere que crea en usted, Leonilda, acaso? —¿Y la vida será siempre así, entonces?… —Y, ¿cómo quiere usted que sea? —No sé… no sé… es decir, que todos los matrimonios se llevan como Juan y yo. —Más o menos, el noventa y nueve por ciento… —¿Y qué hacer entonces?… Hasta esta altura, la conversación se había desarrollado en un ritmo tranquilo y avieso; mas de pronto una magnitud de emoción estalló en Karl. Brutalmente tomó a la mujer de una mano, la impulsó hacia él y la besó en el rostro. Ella rehuía sus labios. Él la soltó, mirándola afectuosamente, dijo: —Te besé porque sos una pobre mujercita. La eterna mujercita que cree en las pavadas del cine. Mírame a los ojos. —Ella se había retirado hacia su butacón, enrojecida de vergüenza—. Ya ves. Estoy limpio de deseo. Trate —dejó de tutearla— de quererlo a Juan. Él es un hombre bueno. Yo también soy un hombre bueno. Todos somos hombres buenos. Pero de cada uno de nosotros se burla alguna mujer, de cada mujer en alguna parte se burla un hombre. Estamos como le dije antes: a la recíproca. Uno frente a otro, casi tranquilos se examinaban como si se encontraran absolutamente aislados en la redondez del planeta. No tenían nada que aprender ni decirse. Karl se levantó. —Señora, hasta pronto. Ella sonrió ambiguamente. Cautelosamente: —¿No se va a enojar? Cuando Juan venga esta noche le diré que usted estuvo aquí. —¿Cómo? ¿Le va a decir? —¿Hemos hecho algo malo acaso? —Tiene razón. Hasta pronto. Leonilda, sin moverse del sofá, lo miró avanzar, dándole la espalda, hacia la puerta de madera maciza. *FIN*
Arlt, Roberto
Argentina
1900-1942
Ven, mi ama Zobeida quiere hablarte
Cuento
-¿Te llevaré a visitar el palacio de El Menobi? -No. -¿Y el palacio de Hach Idris ben-Yelul? -No. -¿No deseas conocer una joven de ojos de luna y rostro de diamante? -No. -Por Alá -gimió el lameplatos-. ¿No quieres nada entonces? Piter se irguió ligeramente ante el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que, con un fez ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí importunándole, y le respondió: -Sí, quiero que me dejes en paz. El guía miró cavernosamente en rededor satisfecho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía perjudicarle, y confió: -Pues cuídate de ese hombrecillo que te acompañaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amistad que has envenenado a tu mujer. Piter miró cómo la magra silueta del guía se alejaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían frente a la ochava del correo inglés. ¿De modo que la historia había corrido? Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel, y la respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En la ciudad no creían en su inocencia. La muerte de su mujer volcó sobre su cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino componer una farsa dramática que se resolvió siniestramente por sí misma. Buscando la paz, el médico dio un salto hasta Tánger. Sabía que los hombres de la costa no eran hipócritas como sus conciudadanos, pero a pesar de todo no resultaba agradable llevar a las espaldas semejante reputación. Y volvió a preguntarse si se quedaría en Tánger o marcharía a Casablanca o Fez, porque por el momento los señorones del Biti el-Mal no parecía que tuvieran intención de ocuparle. Sin embargo, algunos lo saludaban. Su historia debía andar en todas las bocas. Piter no experimentó angustia. En aquella ciudadela amurallada, de calles tortuosas, de sinagogas sombrías de mezquitas con ciegos en los pórticos y de freiduría de pescado, en cierto modo era ventajosa una mala reputación. En África, sin honradez, se puede llegar a alguna parte. Un asno pequeño se detuvo junto a su mesa. Piter le acercó un terrón de azúcar al hocico. El animalito lo recogió alargando el belfo. De pronto apareció un campesino que espantó al jumento con grandes movimientos de brazos. Una muchedumbre cubierta de verticales colores cruzaba el zoco de ed-Dajel. Mujeres con pantalones y fumando largas boquillas. Funcionarios con turbante violeta, esclavos de piernas desnudas, aguateros con un odre suspendido a un costado, niños de tahona cargando una tabla con panes sobre la cabeza. Una negra gigantesca como tres barriles encimados se detuvo brevemente a su lado. Tenía el rostro cubierto con un paño blanco. Le dijo al tiempo que se inclinaba como recogiendo algo del suelo: -¿Tú eres el médico? Mi ama Zobeida quiere hablarte. Sígueme. La negra se alejaba sin volver la cabeza. Piter comprendió que tras la invitación de la esclava se ocultaba una aventura de consecuencias. Dejando un real español en la mesa del bar, se lanzó en persecución de la mujer. Semejante a una fragata, la negra avanzaba por la empinada callejuela de los Plateros. Algunos mercaderes, sentados con las piernas cruzadas sobre cojines a la puerta de sus tenderetes, la saludaban conceptuosos. Al llegar a una fuente, la negra entró en un corredor enyesado de celeste. La noche caía rápidamente. La esclava, imperturbable como el destino, seguía su marcha a través del dédalo de pasadizos y Piter andaba tras ella como si en esto le fuera la vida. Finalmente entraron en una callejuela resplandeciente. En cada portal un desarrapado freía pescado o vendía canela. La callejuela, techada con gruesos troncos de árboles, estaba cargada de una atmósfera de especias, de queso y cuero en fermentación. Hombres de todas las tribus del Magreb se arrimaban a los mostradorcillos. Las mezquitas mostraban tremendos pórticos donde hormigueaban los fieles; en una esquina dos juglares se batían con espadas de madera estimulados por una multitud de desarrapados. La negra desapareció en la curva de un pasadizo. Nuevamente se encontraba ahora bajo el cielo estrellado. En aquel corredor solitario se veían inmensas puertas claveteadas como la poterna de una fortaleza, y la esclava extrajo una llave de dos palmos de largo de debajo de su manto y se detuvo frente a una puerta. Piter, como si estuviera soñando, la siguió. Se encontraban en un jardín. El aire estaba rayado por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia de azahares lo llenaba todo. La esclava desapareció y de pronto, bajo el enyesado abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado. -¿Tú eres el médico? -susurró la mujer. -Sí. -Entra. Piter se encontró en una habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Pequeñas mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar. Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía flotar permanentemente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón. Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes. Luego: -¿Tú eres el médico que envenenó a su mujer? -¿Quién te ha dicho esa mentira? -replicó con suavidad Piter. Zobeida sonrió. Lo examinaba con tremenda confianza. -Eres hermoso como la buena suerte. ¿Te gustan las piedras preciosas? Tomó un cofrecillo de marfil, hizo girar la llavecita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado centelleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros de agua. Piter, completamente desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó suavemente. -¿En qué puedo servirte? Zobeida dejó la arqueta y con aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos, dijo: -Necesito un veneno bondadoso como una enfermedad. -¿Qué harás con él? -Dárselo a beber a mi marido. -¿No te agrada tu marido? -No. -Yo no puedo darte veneno. Las leyes me lo prohíben. Además te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza. Zobeida se rió. -En Tánger ya no se corta la cabeza a las mujeres. Te daré un gran puñado de piedras. -No me interesan las piedras. ¿Quién es tu marido? -Sidi Fodil, el cambista del Zoco Chico. -No le conozco. -Es un mal hombre, de genio vivo. Tiene una joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de molino en la cabeza. -No le conozco. -Ayúdame, tú que tienes la sabiduría. ¿No te soy agradable? -Es inútil que me insistas, Zobeida. Ella no se resignaba a no cumplir su deseo. Tomando una rodilla entre sus manos, buscó otro rumbo. -Embrújale, entonces. -¿Que le embruje? -Sí. Piter iba a negarle la existencia del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería sus razones. Fingió. -¿Qué me darás si lo embrujo? -Me casaré contigo. Tú me llevarás a Francia, y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro. -¿Cómo sabes que soy médico? -Se lo dijeron a Aischa en el ed-Dajel cuando tú pasaste la otra noche. Que te escapaste de tu país porque envenenaste a tu mujer. Piter trató de mirar al fondo de aquellos ojos verdosos. -¿Te gustaría casarte conmigo? -Sí. La negra entró en la habitación. Zobeida le dijo al médico: -Aischa ha sido mi nodriza. La esclava habló algunas palabras en árabe con su ama. Zobeida se puso de pie. -Tienes que irte. ¿Es cierto que embrujarás a Sidi Fodil? -Sí. Mañana mismo. -Bueno; ahora vete. Mañana, Aischa pasará por ed-Dajel a la hora de hoy. Síguela. No le hables. Y extendiendo sus brazos se colgó de su cuello y le besó las mejillas. Cuando Piter escuchó que la puerta se cerraba tras él tuvo la impresión de que acababa de despertar de un sueño. Echó a caminar como si anduviera sobre un suelo de algodón. De pronto, de debajo de un arco se desprendió el guía que lo había importunado en el zoco. Como siempre, comenzó: -¿Quieres visitar el palacio de Hach Idris ben-Yelul? -No. Llévame al Zoco Chico. Al día siguiente marchó hasta el zoco para conocer a Sidi Fodil. En el ed-Dajel no podían traficar simultáneamente dos mercaderes jorobados. Comenzó a pasearse lentamente, cuando descubrió que un jorobadito, sumamente tieso en la puerta de su comercio, lo observaba. Gastaba, como le había dicho Zobeida, un turbante ridículo. Piter continuó paseándose por la ancha calle que conducía a las murallas; luego, sin ningún propósito deliberado, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al comercio del prestamista; pero, al entornar disimuladamente los ojos, se encontró con que el jorobadito lo estaba mirando. Entonces, rápidamente, le mostró la lengua. El prestamista desencajó los ojos; pero Piter, divertido, volvió la cabeza con gravedad hacia otro lado, y el jorobadito se quedó mirando de reojo como si dudara de lo que realmente había visto. Así pasaron algunos minutos. Piter parecía estar aguardando a alguien. De pronto volvió la vista; el jorobadito estaba allí observándolo, y entonces otra vez le mostró un palmo de lengua. El prestamista enrojeció de furor hasta la raíz de los cabellos, se enderezó hasta empinarse sobre la punta de los pies, pero luego, pensándolo mejor, resolvió no darse por aludido, y mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes, aparentó mirar a su alrededor, como si no reparara en la existencia de Piter. Este, nuevamente grave, permaneció en la esquina. Sin embargo, la indignada curiosidad de Sidi Fodil llegó a ser más patente que su afán de indiferencia y antes que transcurriera un minuto estaba otra vez clavando la mirada en el médico, que llevándose rápidamente el dedo pulgar a la nariz movió los otros cuatro con el apicarado gesto del “pito catalán”. Una ráfaga de ira envolvió en su torbellino la jactanciosa alma del jorobadito. Olvidó su comercio y también la exigua estatura de su cuerpo. Rechinando los dientes, se lanzó a través de la calle, y en aquel mismo momento un gran grito de horror se escapó de los labios de Piter. Un automóvil cargado de turistas acababa de arrollar bajo sus ruedas al infeliz mercader. FIN
Arredondo, Inés
México
1928-1989
Estío
Cuento
Estaba sentada en una silla de extensión a la sombra del amate, mirando a Román y Julio practicar el volley-ball a poca distancia. Empezaba a hacer bastante calor y la calma se extendía por la huerta. –Ya, muchachos. Si no, se va a calentar el refresco. Con un acuerdo perfecto y silencioso, dejaron de jugar. Julio atrapó la bola en el aire y se la puso bajo el brazo. El crujir de la grava bajo sus pies se fue acercando mientras yo llenaba los vasos. Ahí estaban ahora ante mí y daba gusto verlos, Román rubio, Julio moreno. –Mientras jugaban estaba pensando en qué había empleado mi tiempo desde que Román tenía cuatro años… No lo he sentido pasar, ¿no es raro? –Nada tiene de raro, puesto que estabas conmigo –dijo riendo Román, y me dio un beso. –Además, yo creo que esos años realmente no han pasado. No podría usted estar tan joven. Román y yo nos reímos al mismo tiempo. El muchacho bajó los ojos, la cara roja, y se aplicó a presionarse un lado de la nariz con el índice doblado, en aquel gesto que le era tan propio. –Déjate en paz esa nariz. –No lo hago por ganas, tengo el tabique desviado. –Ya lo sé, pero te vas a lastimar. Román hablaba con impaciencia, como si el otro lo estuviera molestando a él. Julio repitió todavía una vez o dos el gesto, con la cabeza baja, y luego sin decir nada se dirigió a la casa. A la hora de cenar ya se habían bañado y se presentaron frescos y alegres. –¿Qué han hecho? –Descansar y preparar luego la tarea de cálculo diferencial. Le tuve que explicar a este animal A por B, hasta que entendió. Comieron con su habitual apetito. Cuando bebían la leche Román fingió ponerse grave y me dijo. –Necesito hablar seriamente contigo. Julio se ruborizó y se levantó sin mirarnos. –Ya me voy. –Nada de que te vas. Ahora aguantas aquí a pie firme. –Y volviéndose hacia mí continuó–: Es que se trata de él, por eso quiere escabullirse. Resulta que le avisaron de su casa que ya no le pueden mandar dinero y quiere dejar la carrera para ponerse a trabajar. Dice que al fin apenas vamos en primer año… Los nudillos de las manos de Julio estaban amarillos de lo que apretaba el respaldo de la silla. Parecía hacer un gran esfuerzo para contenerse; incluso levantó la cabeza como si fuera a hablar, pero la dejó caer otra vez sin haber dicho palabra. –… yo quería preguntarte si no podría vivir aquí, con nosotros. Sobra lugar y… –Por supuesto; es lo más natural. Vayan ahora mismo a recoger sus cosas: llévate el auto para traerlas. Julio no despegó los labios, siguió en la misma actitud de antes y solo me dedicó una mirada que no traía nada de agradecimiento, que era más bien un reproche. Román lo cogió de un brazo y le dio un tirón fuerte. Julio soltó la silla y se dejó jalar sin oponer resistencia, como un cuerpo inerte. –Tiende la cama mientras volvemos –me gritó Román al tiempo de dar a Julio un empellón que lo sacó por la puerta de la calle. Abrí por completo las ventanas del cuarto de Román. El aire estaba húmedo y hacia el oriente se veían relámpagos que iluminaban el cielo encapotado; los truenos lejanos hacían más tierno el canto de los grillos. De sobre la repisa quité el payaso de trapo al que Román durmiera abrazado durante tantos años, y lo guardé en la parte alta del clóset. Las camas gemelas, el restirador, los compases, el mapamundi y las reglas, todo estaba en orden. Únicamente habría que comprar una cómoda para Julio. Puse en la repisa el despertador, donde estaba antes el payaso, y me senté en el alféizar de la ventana. * –Si no la va a ver nadie. –Ya lo sé, pero… –¿Pero qué? –Está bien. Vamos. Nunca se me hubiera ocurrido bajar a bañarme al río, aunque mi propia huerta era un pedazo de margen. Nos pasamos la mañana dentro del agua, y allí, metidos hasta la cintura, comimos nuestra sandía y escupimos las pepitas hacia la corriente. No dejábamos que el agua se nos secara completamente en el cuerpo. Estábamos continuamente húmedos, y de ese modo el viento ardiente era casi agradable. A medio día, subí a la casa en traje de baño y regresé con sándwiches, galletas y un gran termo con té helado. Muy cerca del agua y a la sombra de los mangos nos tiramos para dormir la siesta. Abrí los ojos cuando estaba cayendo la tarde. Me encontré con la mirada de indefinible reproche de Julio. Román seguía durmiendo. –¿Qué te pasa? –dije en voz baja. –¿De qué? –De nada –sentí un poco de vergüenza. Julio se incorporó y vino a sentarse a mi lado. Sin alzar los ojos me dijo: –Quisiera irme de la casa. Me turbé, no supe por qué, y solo pude responderle con una frase convencional. –¿No estás contento con nosotros? –No se trata de eso es que… Román se movió y Julio me susurró apresurado. –Por favor, no le diga nada de esto. * –Mamá, no seas, ¿para qué quieres que te roguemos tanto? Péinate y vamos. –Puede que la película no esté muy buena, pero siempre se entretiene uno. –No, ya les dije que no. –¿Qué va a hacer usted sola en este caserón toda la tarde? –Tengo ganas de estar sola. –Déjala, Julio, cuando se pone así no hay quién la soporte. Ya me extrañaba que hubiera pasado tanto tiempo sin que le diera uno de esos arrechuchos. Pero ahora no es nada, dicen que recién muerto mi padre… Cuando salieron todavía le iba contando la vieja historia. El calor se metía al cuerpo por cada poro; la humedad era un vapor quemante que envolvía y aprisionaba, uniendo y aislando a la vez cada objeto sobre la tierra, una tierra que no se podía pisar con el pie desnudo. Aun las baldosas entre el baño y mi recámara estaban tibias. Llegué a mi cuarto y dejé caer la toalla; frente al espejo me desaté los cabellos y dejé que se deslizaran libres sobre los hombros, húmedos por la espalda húmeda. Me sonreí en la imagen. Luego me tendí boca abajo sobre el cemento helado y me apreté contra él: la sien, la mejilla, los pechos, el vientre, los muslos. Me estiré con un suspiro y me quedé adormilada, oyendo como fondo a mi entresueño el bordoneo vibrante y perezoso de los insectos en la huerta. Más tarde me levanté, me eché encima una bata corta, y sin calzarme ni recogerme el pelo fui a la cocina, abrí el refrigerador y saqué tres mangos gordos, duros. Me senté a comerlos en las gradas que están al fondo de la casa, de cara a la huerta. Cogí uno y lo pelé con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla, después por entre los dedos y a lo largo de los antebrazos. Con impaciencia pelé el segundo. Y más calmada, casi satisfecha ya, empecé a comer el tercero. Un chancleteo me hizo levantar la cabeza. Era la Toña que se acercaba. Me quedé con el mango entre las manos, torpe, inmóvil, y el jugo sobre la piel empezó a secarse rápidamente y a ser incómodo, a ser una porquería. –Volví porque se me olvidó el dinero –me miró largamente con sus ojos brillantes, sonriendo–: Nunca la había visto comer así, ¿verdad que es rico? –Sí, es rico. –Y me reí levantando más la cabeza y dejando que las últimas gotas pesadas resbalaran un poco por mi cuello–. Muy rico. –Y sin saber por qué comencé a reírme alto, francamente. La Toña se rió también y entró en la cocina. Cuando pasó de nuevo junto a mí me dijo con sencillez: –Hasta mañana. Y la vi alejarse, plas, plas, con el chasquido de sus sandalias y el ritmo seguro de sus caderas. Me tendí en el escalón y miré por entre las ramas al cielo cambiar lentamente, hasta que fue de noche. * Un sábado fuimos los tres al mar. Escogí una playa desierta porque me daba vergüenza que me vieran ir de paseo con los muchachos como si tuviéramos la misma edad. Por el camino cantamos hasta quedarnos con las gargantas lastimadas, y cuando la brecha desembocó en la playa y en el horizonte vimos reverberar el mar, nos quedamos los tres callados. En el macizo de palmeras dejamos el bastimento y luego cada uno eligió una duna para desvestirse. El retumbo del mar caía sordo en el aire pesado de sol. Untándome con el aceite me acerqué hasta la línea húmeda que la marea deja en la arena. Me senté sobre la costra dura, casi seca, que las olas no tocan. Lejos, oí los gritos de los muchachos; me volví para verlos: no estaban separados de mí más que por unos metros, pero el mar y el sol dan otro sentido a las distancias. Vinieron corriendo hacia donde yo estaba y pareció que iban a atropellarme, pero un momento antes de hacerlo Román frenó con los pies echados hacia adelante levantando una gran cantidad de arena y, cayendo de espaldas, mientras Julio se dejaba ir de bruces a mi lado, con toda la fuerza y la total confianza que hubiera puesto en un clavado a una piscina. Se quedaron quietos, con los ojos cerrados; los flancos de ambos palpitaban, brillantes por el sudor. A pesar del mar podía escuchar el jadeo de sus respiraciones. Sin dejar de mirarlos me fui sacudiendo la arena que habían echado sobre mí. Román levantó la cabeza. –¡Qué bruto eres, mano, por poco le caes encima! Julio ni se movió. –¿Y tú? Mira cómo la dejaste de arena. Seguía con los ojos cerrados, o eso parecía; tal vez me observaba así siempre, sin que me diera cuenta. –Te vamos a enseñar unos ejercicios del pentatlón ¿eh? Román se levantó y al pasar junto a Julio le puso un pie en las costillas y brincó por encima de él. Vi aquel pie desmesurado y tosco sobre el torso delgado. Corrieron, lucharon, los miembros esbeltos confundidos en un haz nervioso y lleno de gracia. Luego Julio se arrodilló y se dobló sobre sí mismo haciendo un obstáculo compacto mientras Román se alejaba. –Ahora vas a ver el salto del tigre –me gritó Román antes de iniciar la carrera tendida hacia donde estábamos Julio y yo. Lo vi contraerse y lanzarse al aire vibrante, con las manos extendidas hacia adelante y la cara oculta entre los brazos. Su cuerpo se estiró infinitamente y quedó suspendido en el salto que era un vuelo. Dorado en el sol, tersa su sombra sobre la arena. El cuerpo como un río fluía junto a mí, pero yo no podía tocarlo. No se entendía para qué estaba Julio ahí, abajo, porque no había necesidad alguna de salvar nada, no se trataba de un ejercicio: volar, tenderse en el tiempo de la armonía como en el propio lecho, estar en el ambiente de la plenitud, eso era todo. No sé cuándo, cuando Román cayó al fin sobre la arena, me levanté sin decir nada, me encaminé hacia el mar, fui entrando en él paso a paso, segura contra la resaca. El agua estaba tan fría que de momento me hizo tiritar; pasé el reventadero y me tiré a mi vez de bruces, con fuerza. Luego comencé a nadar. El mar copiaba la redondez de mi brazo, respondía al ritmo de mis movimientos, respiraba. Me abandoné de espaldas y el sol quemó mi cara mientras el mar helado me sostenía entre la tierra y el cielo. Las auras planeaban lentas en el mediodía; una gran dignidad aplastaba cualquier pensamiento; lejos, algún grito de pájaro y el retumbar de las olas. Salí del agua aturdida. Me gustó no ver a nadie. Encontré mis sandalias, las calcé y caminé sobre la playa que quemaba como si fuera un rescoldo. Otra vez mi cuerpo, mi caminar pesado que deja huella. Bajo las palmeras recogí la toalla y comencé a secarme. Al quedar descalza, el contacto con la arena fría de la sombra me produjo una sensación discordante; me volví a mirar el mar; pero de todas maneras un enojo pequeño, casi un destello de angustia, me siguió molestando. Llevaba un gran rato tirada boca abajo, medio dormida, cuando sentí su voz enronquecida rozar mi oreja. No me tocó, solamente dijo: –Nunca he estado con una mujer. Permanecí sin moverme. Escuchaba al viento al ras de la arena, lijándola. Cuando recogíamos nuestras cosas para regresar, Román comentó. –Está loco, se ha pasado la tarde acostado, dejando que las olas lo bañaran. Ni siquiera se movió cuando le dije que viniera a comer. Me impresionó porque parecía un ahogado. * Después de la cena se fueron a dar una vuelta, a hacer una visita, a mirar pasar a las muchachas o a hablar con ellas y reírse sin saber por qué. Sola, salí de la casa. Caminé sin prisa por el baldío vecino, pisando con cuidado las piedras y los retoños crujientes de las verdolagas. Desde el río subía el canto entrecortado y extenso de las ranas, cientos, miles tal vez. El cielo, bajo como un techo, claro y obvio. Me sentí contenta cuando vi que el cintilar de las estrellas correspondía exactamente al croar de las ranas. Seguí hasta encontrar un recodo en donde los árboles permitían ver el río, abajo, blanco. En la penumbra de la huerta ajena me quedé como en un refugio, mirándolo fluir. Bajo mis pies la espesa capa de hojas, y más abajo la tierra húmeda, olorosa a ese fermento saludable tan cercano sin embargo a la putrefacción. Me apoyé en un árbol mirando abajo el cauce que era como el día. Sin que lo pensara, mis manos recorrieron la línea esbelta, voluptuosa y fina, y el áspero ardor de la corteza. Las ranas y la nota sostenida de un grillo, el río y mis manos conociendo el árbol. Caminos todos de la sangre ajena y mía, común y agolpada aquí, a esta hora, en esta margen oscura. Los pasos sobre la hojarasca, el murmullo, las risas ahogadas, todo era natural, pero me sobresalté y me alejé de ahí apresurada. Fue inútil, tropecé de manos a boca con las dos siluetas negras que se apoyaban contra una tapia y se estremecían débilmente en un abrazo convulso. De pronto habían dejado de hablar, de reír, y entrado en el silencio. No pude evitar hacer ruido y cuando huía avergonzada y rápida, oí clara la voz pastosa de la Toña que decía: –No te preocupes, es la señora. Las mejillas me ardían, y el contacto de aquella voz me persiguió en sueños esa noche, sueños extraños y espesos. Los días se parecían unos a otros; exteriormente eran iguales, pero se sentía cómo nos internábamos paso a paso en el verano. Aquella noche el aire era mucho más cargado y completamente diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Ahora, en el recuerdo, vuelvo a respirarlo hondamente. No tuve fuerzas para salir a pasear, ni siquiera para ponerme el camisón; me quedé desnuda sobre la cama, mirando por la ventana un punto fijo del cielo, tal vez una estrella entre las ramas. No me quejaba, únicamente estaba echada ahí, igual que un animal enfermo que se abandona a la naturaleza. No pensaba, y casi podría decir que no sentía. La única realidad era que mi cuerpo pesaba de una manera terrible; no, lo que sucedía era nada más que no podía moverme, aunque no sé por qué. Y sin embargo eso era todo: estuve inmóvil durante horas, sin ningún pensamiento, exactamente como si flotara en el mar bajo ese cielo tan claro. Pero no tenía miedo. Nada me llegaba; los ruidos, las sombras, los rumores, todo era lejano, y lo único que subsistía era mi propio peso sobre la tierra o sobre el agua; eso era lo que centraba todo aquella noche. Creo que casi no respiraba, al menos no lo recuerdo; tampoco tenía necesidad alguna. Estar así no puede describirse porque casi no se está, ni medirse en el tiempo porque es a otra profundidad a la que pertenece. Recuerdo que oí cuando los muchachos entraron, cerraron el zaguán con llave y cuchicheando se dirigieron a su cuarto. Oí muy claros sus pasos, pero tampoco entonces me moví. Era una trampa dulce aquella extraña gravidez. Cuando el levísimo ruido se escuchó, toda yo me puse tensa, crispada, como si aquello hubiera sido lo que había estado esperando durante aquel tiempo interminable. Un roce y un como temblor, la vibración que deja en el aire una palabra, sin que nadie hubiera pronunciado una sílaba, y me puse de pie de un salto. Afuera, en el pasillo, alguien respiraba, no era posible oírlo, pero estaba ahí, y su pecho agitado subía y bajaba al mismo ritmo que el mío: eso nos igualaba, acortaba cualquier distancia. De pie a la orilla de la cama levanté los brazos anhelantes y cerré los ojos. Ahora sabía quién estaba del otro lado de la puerta. No caminé para abrirla; cuando puse la mano en la perilla no había dado un paso. Tampoco lo di hacia él, simplemente nos encontramos, del otro lado de la puerta. En la oscuridad era imposible mirarlo, pero tampoco hacía falta, sentía su piel muy cerca de la mía. Nos quedamos frente a frente, como dos ciegos que pretenden mirarse a los ojos. Luego puso sus manos en mi espalda y se estremeció. Lentamente me atrajo hacia él y me envolvió en su gran ansiedad refrenada. Me empezó a besar, primero apenas, como distraído, y luego su beso se fue haciendo uno solo. Lo abracé con todas mis fuerzas, y fue entonces cuando sentí contra mis brazos y en mis manos latir los flancos, estremecerse la espalda. En medio de aquel beso único en mi soledad, de aquel vértigo blando, mis dedos tantearon el torso como árbol, y aquel cuerpo joven me pareció un río fluyendo igualmente secreto bajo el sol dorado y en la ceguera de la noche. Y pronuncié el nombre sagrado. * Julio se fue de nuestra casa muy pronto, seguramente odiándome, al menos eso espero. La humillación de haber sido aceptado en el lugar de otro, y el horror de saber quién era ese otro dentro de mí, lo hicieron rechazarme con violencia en el momento de oír el nombre, y golpearme con los puños cerrados en la oscuridad en tanto yo oía sus sollozos. Pero en los días que siguieron rehusó mirarme y estuvo tan abatido que parecía tener vergüenza de sí. La tarde anterior a su partida hablé con él por primera vez a solas después de la noche del beso, y se lo expliqué todo lo mejor que pude; le dije que yo ignoraba absolutamente que me sucediera aquello, pero que no creía que mi ignorancia me hiciera inocente. –Lo nuestro era mentira porque aunque se hubiera realizado estaríamos separados. Y sin embargo, en medio de la angustia y del vacío, siento una gran alegría: me alegro de que sea yo la culpable y de que lo seas tú. Me alegra que tú pagues la inocencia de mi hijo aunque eso sea injusto. Después mandé a Román a estudiar a México y me quedé sola. FIN
Arredondo, Inés
México
1928-1989
La señal
Cuento
El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero también sin ternura. Eran las tres de la tarde. Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza contra él. Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del árbol se quedó mirando la catedral. Siempre había estado ahí, pero solo ahora veía que estaba en otro clima, en un clima fresco que comprendía su aspecto ausente de adolescente que sueña. Lo de adolescente no era difícil descubrirlo, le venía de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado alta y demasiado delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia humilde: proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado para terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su carácter limpio de capilla de montaña —de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle y entró, sin pensar que entraba en una iglesia. No había nadie, solo el sacristán se movía como una sombra en la penumbra del presbiterio. No se oía ningún ruido. Se sentó a mitad de la nave cómodamente, mirando los altares, las flores de papel… pensó en la oración distraída que haría otro, el que se sentaba habitualmente en aquella banca, y hubo un instante en que llegó casi a desear creer así, en el fondo, tibiamente, pero lo suficiente para vivir. El sol entraba por las vidrieras altas, amarillo, suave, y el ambiente era fresco. Se podía estar sin pensar, descansar de sí mismo, de la desesperación y de la esperanza. Y se quedó vacío, tranquilo, envuelto en la frescura y mirando al sol apaciguado deslizarse por las vidrieras. Entonces oyó los pasos de alguien que entraba tímida, furtivamente. No se inquietó ni cambió de postura siquiera; siguió abandonado a su indiferente bienestar hasta que el que había entrado estuvo a su lado y le habló. Al principio creyó no haber entendido bien y se volvió a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca que pudo ver hasta los poros sudorosos, hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un obrero. Su cara, esa cara que después le pareció que había visto más cerca que ninguna otra, era una cara como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos grises y los párpados casi transparentes, de pestañas cortas, y la mirada, aquella mirada inexpresiva, desnuda. —¿Me permite besarle los pies? Lo repitió implacable. En su voz había algo tenso, pero la sostenía con decisión; había asumido su parte plenamente y esperaba que él estuviera a la altura, sin explicaciones. No estaba bien, no tenía por qué mezclarlo, ¡no podía ser! Era todo tan inesperado, tan absurdo. Pero el sol estaba ahí, quieto y dulce, y el sacristán comenzó a encender con calma unas velas. Pedro balbuceó algo para excusarse. El hombre volvió a mirarlo. Sus ojos podían obligar a cualquier cosa, pero solo pedían. —Perdóneme usted. Para mí también es penoso, pero tengo que hacerlo. Él tenía. Y si Pedro no lo ayudaba, ¿quién iba a hacerlo? ¿Quién iba a consentir en tragarse la humillación inhumana de que otro le besara los pies? Qué dosis tan exigua de caridad y de pureza cabe en el alma de un hombre… Tuvo piedad de él. —Está bien. —¿Quiere descalzarse? Era demasiado. La sangre le zumbaba en los oídos, estaba fuera de sí, pero lucido, tan lucido que presentía el asco del contacto, la vergüenza de la desnudez, y después el remordimiento y el tormento múltiple y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzó. Estar descalzo así, como él, inerme y humillado, aceptando ser fuente de humillación para otro… nadie sabría nunca lo que eso era… era como morir en la ignominia, algo eternamente cruel. No miró al obrero, pero sintió su asco, asco de sus pies y de él, de todos los hombres. Y aún así se había arrodillado con un respeto tal que lo hizo pensar que en ese momento, para ese ser, había dejado de ser un hombre y era la imagen de algo más sagrado. Un escalofrío lo recorrió y cerró los ojos… Pero los labios calientes lo tocaron, se pegaron a su piel… Era amor, un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez… El asco estaba presente, el asco de los dos. Porque en el primer segundo, cuando lo rozaba apenas con su boca caliente, había pensado en una aberración. Hasta eso había llegado para después tener más tormento… No, no, los dos sentían asco, solo que por encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que atreverse a pensar una vez, tan solo una vez, en la crucifixión. El hombre se levantó y dijo: “Gracias”; lo miró con sus ojos limpios y se marchó. Pedro se quedo ahí, solo ya con sus pies desnudos, tan suyos y tan ajenos ahora. Pies con estigma. Para siempre en mí esta señal, que no sé si es la del mundo y su pecado o la de una desolada redención. ¿Por que yo? Los pies tenían una apariencia tan inocente, eran como los de todo el mundo, pero estaban llagados y él solo lo sabía. Tenía que mirarlos, tenía que ponerse los calcetines, los zapatos… Ahora le parecía que en eso residía su mayor vergüenza, en no poder ir descalzo, sin ocultar, fiel. No lo merezco, no soy digno. Estaba llorando. Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordaría cabalmente lo que había pensado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba. FIN
Arredondo, Inés
México
1928-1989
La sunamita
Cuento
Aquel fue un verano abrasador. El último de mi juventud. Tensa, concentrada en el desafío que precede a la combustión, la ciudad ardía en una sola llama reseca y deslumbrante. En el centro de la llama estaba yo, vestida de negro, orgullosa, alimentando el fuego con mis cabellos rubios, sola. Las miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente. Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo todo en el aire encendido que me cercaba y no me consumía. Nada cambió cuando recibí el telegrama; la tristeza que me trajo no afectaba en absoluto la manera de sentirme en el mundo: mi tío Apolonio se moría a los setenta y tantos años de edad; quería verme por última vez puesto que yo había vivido en su casa como una hija durante mucho tiempo, y yo sentía un sincero dolor ante aquella muerte inevitable. Todo eso era perfectamente normal, y ningún estremecimiento, ningún augurio me hizo sospechar nada. Hice los rápidos preparativos para el viaje en aquel mismo centro intocable en que me envolvía el verano estático. Llegué al pueblo a la hora de la siesta. Caminando por las calles solitarias con mi pequeño veliz en la mano, fui cayendo en el entresueño privado de la realidad y de tiempo que da el calor excesivo. No, no recordaba, vivía a medias, como entonces. “Mira, Licha, están floreciendo las amapas.” La voz clara, casi infantil. “Para el dieciséis quiero que te hagas un vestido como el de Margarita Ibarra.” La oía, la sentía caminar a mi lado, un poco encorvada, ligera a pesar de su gordura, alegre y vieja; yo seguía adelante con los ojos entrecerrados, atesorando mi vaga, tierna angustia, dulcemente sometida a la compañía de mi tía Panchita, la hermana de mi madre. “Bueno, hija, si Pepe no te gusta… pero no es un mal muchacho.” Sí, había dicho eso justamente aquí, frente a la ventana de la Tichi Valenzuela, con aquel gozo suyo, inocente y maligno. Caminé un poco más, nublados ya los ladrillos de la acera, y cuando las campanadas resonaron pesadas y reales, dando por terminada la siesta y llamando al rosario, abrí los ojos y miré verdaderamente el pueblo: era otro, las amapas no habían florecido y yo estaba llorando, con mi vestido de luto, delante de la casa de mi tío. El zaguán se encontraba abierto, como siempre, y en el fondo del patio estaba la bugambilia. Como siempre. Pero no igual. Me sequé las lágrimas y no sentí que llegaba, sino que me despedía. Las cosas aparecían inmóviles, como en el recuerdo, y el calor y el silencio lo marchitaban todo. Mis pasos resonaron desconocidos, y María salió a mi encuentro. –¿Por qué no avisaste? Hubiéramos mandado… Fuimos directamente a la habitación del enfermo. Al entrar casi sentí frío. El silencio y la penumbra precedían a la muerte… –Luisa, ¿eres tú? Aquella voz cariñosa se iba haciendo queda y pronto enmudecería del todo. –Aquí estoy, tío. –Bendito sea Dios, ya no me moriré solo. –No diga eso, pronto se va aliviar. Sonrío tristemente; sabía que le estaba mintiendo, pero no quería hacerme llorar. –Sí, hija, sí. Ahora descansa, toma posesión de la casa y luego ven a acompañarme. Voy a tratar de dormir un poco. Más pequeño que antes, enjuto, sin dientes, perdido en la cama enorme y sobrenadando sin sentido en lo poco que le quedaba de vida, atormentaba como algo superfluo, fuera de lugar, igual que tantos moribundos. Esto se hacía evidente al salir al corredor caldeado y respirar hondamente, por instinto, la luz y el aire. Comencé a cuidarlo y a sentirme contenta de hacerlo. La casa era mi casa y muchas mañanas al arreglarla tarareaba olvidadas canciones. La calma que me rodeaba venía tal vez de que mi tío ya no esperaba la muerte como una cosa inminente y terrible, sino que se abandonaba a los días, a un futuro más o menos corto o largo, con una dulzura inconsciente de niño. Repasaba con gusto su vida y se complacía en la ilusión de dejar en mí sus imágenes, como hacen los abuelos con sus nietos. –Tráeme el cofrecito ese que hay en el ropero grande. Sí, ese. La llave está debajo de la carpeta, junto a San Antonio, tráela también. Y revivían sus ojos hundidos a la vista de sus tesoros. –Mira, este collar se lo regalé a tu tía cuando cumplimos diez años de casados, lo compré en Mazatlán a un joyero polaco que me contó no sé qué cuentos de princesas austriacas y me lo vendió bien caro. Lo traje escondido en la funda de mi pistola y no dormí un minuto en la diligencia por miedo a que me lo robaran… La luz del sol poniente hizo centellar las piedras jóvenes y vivas en sus manos esclerosadas. –…ese anillo de montura tan antigua era de mi madre, fíjate bien en la miniatura que hay en la sala y verás que lo tiene puesto. La prima Begoña murmuraba a sus espaldas que un novio… Volvían a hablar, a respirar aquellas señoras de los retratos a quienes él había visto, tocado. Yo las imaginaba, y me parecía entender el sentido de las alhajas de familia. –¿Te he contado de cuando fuimos a Europa en 1908, antes de la Revolución? Había que ir en barco a Colima… y en Venecia tu tía Panchita se encaprichó con estos aretes. Eran demasiado caros y se lo dije: “Son para una reina”… Al día siguiente se los compré. Tú no te lo puedes imaginar porque cuando naciste ya hacía mucho de esto, pero entonces, en 1908, cuando estuvimos en Venecia, tu tía era tan joven, tan… –Tío, se fatiga demasiado, descanse. –Tienes razón, estoy cansado. Déjame solo un rato y llévate el cofre a tu cuarto, es tuyo. –Pero tío… –Todo es tuyo ¡y se acabó!… Regalo lo que me da la gana. Su voz se quebró en un sollozo terrible: la ilusión se desvanecía, y se encontraba de nuevo a punto de morir, en el momento de despedirse de sus cosas más queridas. Se dio vuelta en la cama y me dejó con la caja en las manos sin saber qué hacer. Otras veces me hablaba del “año del hambre”, del “año del maíz amarillo”, de la peste, y me contaba historias muy antiguas de asesinos y aparecidos. Alguna vez hasta canturreó un corrido de su juventud que se hizo pedazos en su voz cascada. Pero me iba heredando su vida, estaba contento. El médico decía que sí, que veía una mejoría, pero que no había que hacerse ilusiones, no tenía remedio, todo era cuestión de días más o menos. Una tarde oscurecida por nubarrones amenazantes, cuando estaba recogiendo la ropa tendida en el patio, oí el grito de María. Me quedé quieta, escuchando aquel grito como un trueno, el primero de la tormenta. Después el silencio, y yo sola en el patio, inmóvil. Una abeja pasó zumbando y la lluvia no se desencadenó. Nadie sabe como yo lo terribles que son los presagios que se quedan suspensos sobre una cabeza vuelta al cielo. –Lichita, ¡se muere!, ¡está boqueando! –Vete a buscar al médico…. ¡No! Iré yo… llama a doña Clara para que te acompañe mientras vuelvo. –Y el padre… Tráete al padre. Salí corriendo, huyendo de aquel momento insoportable, de aquella inminencia sorda y asfixiante. Fui, vine, regresé a la casa, serví café, recibí a los parientes que empezaron a llegar ya medio vestidos de luto, encargué velas, pedí reliquias, continué huyendo enloquecida para no cumplir con el único deber que en ese momento tenía: estar junto a mi tío. Interrogué al médico: le había puesto una inyección por no dejar, todo era inútil ya. Vi llegar al señor cura con el Viático, pero ni entonces tuve fuerzas para entrar. Sabía que después tendría remordimientos –bendito sea Dios, ya no me moriré solo- pero no podía. Me tapé la cara con las manos y empecé a rezar. –Te llama. Entra. No sé como llegué hasta el umbral. Era ya de noche y la habitación iluminada por una lámpara veladora parecía enorme. Los muebles, agigantados, sombríos, y un aire extraño estancado en torno a la cama. La piel se me erizó, por los poros respiraba el horror a todo aquello, a la muerte. –Acércate –dijo el sacerdote. Obedecí yendo hasta los pies de la cama, sin atreverme a mirar ni las sábanas. –Es la voluntad de tu tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in articulo mortis, con la intención de que heredes sus bienes. ¿Aceptas? Ahogué un grito de terror. Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto que aquel cuarto encerraba. “¿Por qué me quiere arrastrar a la tumba?”… Sentí que la muerte rozaba mi propia carne. –Luisa… Era don Apolonio. Tuve que mirarlo: casi no podía articular las sílabas, tenía la quijada caída y hablaba moviéndola como un muñeco de ventrílocuo. –…por favor. Y calló. Extenuado. No podía más. Salí de la habitación. Aquel no era mi tío, no se le parecía… heredarme, sí, pero no los bienes solamente, las historias, la vida… Yo no quería nada, su vida, su muerte. No quería. Cuando abrí los ojos estaba en el patio y el cielo seguía encapotado. Respiré profundamente, dolorosamente. –¿Ya?… –se acercaron a preguntarme los parientes, al verme tan descompuesta. Yo moví la cabeza, negando. A mi espalda habló el sacerdote. –Don Apolonio quiere casarse con ella en el último momento para heredarla. –¿Y tú no quieres? –preguntó ansiosamente la vieja criada-. No seas tonta, solo tú te lo mereces. Fuiste una hija para ellos y te has matado cuidándolo. Si no te casas, los sobrinos de México no te van a dar nada. ¡No seas tonta! –Es una delicadeza de su parte. –Y luego te quedas viuda y rica y tan virgen como ahora –rió nerviosamente una prima jovencilla y pizpireta. –La fortuna es considerable, y yo, como tío lejano tuyo, te aconsejaría que… –Pensándolo bien, el no aceptar es una falta de caridad y de humildad. “Eso es verdad, eso sí que es verdad.” No quería darle un último gusto al viejo, un gusto que después de todo debía agradecer, porque mi cuerpo joven, del que en el fondo estaba tan satisfecha, no tuviera ninguna clase de vínculos con la muerte. Me vinieron náuseas y fue el último pensamiento claro que tuve esa noche. Desperté como de un sopor hipnótico cuando me obligaron a tomar la mano cubierta de sudor frío. Me vino otra arcada, pero dije “Sí”. Recordaba vagamente que me habían cercado todo el tiempo, que todos hablaban a la vez, que me llevaban, me traían, me hacían firmar, y responder. La sensación que de esa noche me quedó para siempre fue la de una maléfica ronda que giraba vertiginosamente en torno mío y reía, grotesca, cantando yo soy la viudita que manda la ley y yo en medio era una esclava. Sufría y no podía levantar la cara al cielo. Cuando me di cuenta, todo había pasado, y en mi mano brillaba el anillo torzal que vi tantas veces en el anular de mi tía Panchita: no había habido tiempo para otra cosa. Todos empezaron a irse. –Si me necesita, llámeme. Dele mientras tanto las gotas cada seis horas. –Que Dios te bendiga y te dé fuerzas. –Feliz noche de bodas –susurró a mi oído con una risita mezquina la prima jovencita. Volví junto al enfermo. “Nada ha cambiado, nada ha cambiado.” Por lo menos mi miedo no había cambiado. Convencí a María de que se quedara conmigo a velar a don Apolonio, y solo recobré el control de mis nervios cuando ví que amanecía. Había empezado a llover, pero sin rayos, sin tormenta, quedamente. Continuó lloviznando todo el día, y el otro, y el otro aún. Cuatro días de agonía. No teníamos apenas más visitas que las del médico y el señor cura; en días así nadie sale de su casa, todos se recogen y esperan a que la vida vuelva a comenzar. Son días espirituales, casi sagrados. Si cuando menos el enfermo hubiera necesitado muchos cuidados mis horas hubieran sido menos largas, pero lo que se podía hacer por aquel cuerpo aletargado era bien poco. La cuarta noche María se acostó en una pieza próxima y me quedé a solas con el moribundo. Oía la lluvia monótona y rezaba sin consciencia de lo que decía, adormilada y sin miedo, esperando. Los dedos se me fueron aquietando, poniendo morosos sobre las cuentas del rosario, y al acariciarlas sentía que por las yemas me entraba ese calor ajeno y propio que vamos dejando en las cosas y que nos es devuelto transformado: compañero, hermano que nos anticipa la dulce tibieza del otro, desconocida y sabida, nunca sentida y que habita en la médula de nuestros huesos. Suavemente, con delicia, distendidos los nervios, liviana la carne, fui cayendo en el sueño. Debo haber dormido muchas horas: era la madrugada cuando desperté; me di cuenta porque las luces estaban apagadas y la planta eléctrica deja de funcionar a las dos de la mañana. La habitación, apenas iluminada por la lámpara de aceite que ardía sobre la cómoda a los pies de la Virgen, me recordó la noche de la boda, de mi boda… Hacía mucho tiempo de eso, una eternidad vacía. Desde el fondo de la penumbra llegó hasta mi la respiración fatigosa y quebrada de don Apolonio. Ahí estaba todavía, pero no él, el despojo persistente e incomprensible que se obstinaba en seguir aquí sin finalidad, sin motivo aparente alguno. La muerte da miedo, pero la vida mezclada, imbuida en la muerte, da un horror que tiene muy poco que ver con la muerte y con la vida. El silencio, la corrupción, el hedor, la deformación monstruosa, la desaparición final, eso es doloroso, pero llega a un clímax y luego va cediendo, se va diluyendo en la tierra, en el recuerdo, en la historia. Y esto no, el pacto terrible entre la vida y la muerte que se manifestaba en ese estertor inútil, podía continuar eternamente. Lo oía raspar la garganta insensible y se me ocurrió que no era aire lo que entraba en aquel cuerpo, o más bien que no era un cuerpo humano el que lo aspiraba y lo expelía; se trataba de una máquina que resoplaba y hacía pausas caprichosas por juego, para matar el tiempo sin fin. No había allí un ser humano, alguien jugaba con aquel ronquido. Y el horror contra el que nada pude me conquistó: empecé a respirar al ritmo entrecortado de los estertores, respirar, cortar de pronto, ahogarme, respirar, ahogarme… sin poderme ya detener, hasta que me di cuenta de que me había engañado en cuanto al sentido que tenía el juego, porque lo que en realidad sentía era el sufrimiento y la asfixia de un moribundo. De todos modos, seguí, seguí, hasta que no quedó más que un solo respirar, un solo aliento inhumano, una sola agonía. Me sentí más tranquila, aterrada pero tranquila: había quitado la barrera, podía abandonarme simplemente y esperar el final común. Me pareció que con mi abandono, con mi alianza incondicional, aquello se resolvería con rapidez, no podría continuar, habría cumplido su finalidad y su búsqueda persistente en el vacío. Ni una despedida, ni un destello de piedad hacia mí. Continué el juego mortal largamente, desde un lugar donde el tiempo no importaba ya. La respiración común se fue haciendo más regular, más calmada, aunque también más débil. Me pareció regresar, pero estaba tan cansada que no podía moverme, sentía el letargo definitivamente anidado dentro de mi cuerpo. Abrí los ojos: todo estaba igual. No. Lejos, en la sombra, hay una rosa; sola, única y viva. Está ahí, recortada, nítida, con sus pétalos carnosos y leves, resplandeciente. Es una presencia hermosa y simple. La miro y mi mano se mueve y recuerda su contacto y la acción sencilla de ponerla en el vaso. La miré entonces, ahora la conozco. Me muevo un poco, parpadeo, y ella sigue ahí, plena, igual a sí misma. Respiro libremente, con mi propia respiración. Rezo, recuerdo, dormito, y la rosa intacta monta la guardia de la luz y del secreto. La muerte y la esperanza se transforman. Pero ahora comienza a amanecer y en el cielo limpio veo, ¡al fin!, que los días de lluvia han terminado. Me quedo largo rato contemplando por la ventana cómo cambia todo al nacer el sol. Un rayo poderoso entra y la agonía me parece una mentira; un gozo injustificado me llena los pulmones y sin querer sonrío. Me vuelvo a la rosa como a una cómplice, pero no la encuentro: el sol la ha marchitado. Volvieron los días luminosos, el calor enervante; las gentes trabajaban, cantaban, pero don Apolonio no se moría, antes bien parecía mejorar. Yo lo seguí cuidando, pero ya sin alegría, con los ojos bajos y descargando en el esmero por servirlo toda mi abnegación remordida y exacerbada: lo que deseaba, ya con toda claridad, era que aquello terminara pronto, que se muriera de una vez. El miedo, el horror que me producían su vista, su contacto, su voz, eran injustificados, porque el lazo que nos unía no era real, no podía serlo, y sin embargo yo lo sentía sobre mí como un peso, y a fuerza de bondad y de remordimientos quería desembarazarme de él. Sí, don Apolonio mejoraba a ojos vistas. Hasta el médico estaba sorprendido, no podía explicarlo. Precisamente la mañana en que lo senté por primera vez recargado sobre los almohadones sorprendí aquella mirada en los ojos de mi tío. Hacía un calor sofocante y lo había tenido que levantar casi en vilo. Cuando lo dejé acomodado me di cuenta: el viejo estaba mirando con una fijeza estrábica mi pecho jadeante, el rostro descompuesto y las manos temblonas inconscientemente tendidas hacia mí. Me retiré instintivamente, desviando la cabeza. –Por favor, entrecierra los postigos, hace demasiado calor. Su cuerpo casi muerto se calentaba. –Ven aquí, Luisa. Siéntate a mi lado. Ven. –Sí, tío –me senté encogida a los pies de la cama, sin mirarlo. –No me llames tío, dime Polo, después de todo ahora somos más cercanos parientes-. Había un dejo burlón en el tono con que lo dijo. –Sí tío. –Polo, Polo –su voz era otra vez dulce y tersa-. Tendrás que perdonarme muchas cosas; soy viejo y estoy enfermo, y un hombre así es como un niño. –Sí. –A ver, di “Sí, Polo”. –Sí, Polo. Aquel nombre pronunciado por mis labios me parecía una aberración, me producía una repugnancia invencible. Y Polo mejoró, pero se tornó irritable y quisquilloso. Yo me daba cuenta de que luchaba por volver a ser el que había sido; pero no, el que resucitaba no era él mismo, era otro. –Luisa, tráeme… Luisa, dame… Luisa, arréglame las almohadas… dame agua… acomódame esta pierna… Me quería todo el día rodeándolo, alejándome, acercándome, tocándolo. Y aquella mirada fija y aquella cara descompuesta del primer día reaparecían cada vez con mayor frecuencia, se iban superponiendo a sus facciones como una máscara. –Recoge el libro. Se me cayó debajo de la cama, de este lado. Me arrodillé y metí la cabeza y casi todo el torso debajo de la cama, pero tenía que alargar lo más posible el brazo para alcanzarlo. Primero me pareció que había sido mi propio movimiento, o quizá el roce de la ropa, pero ya con el libro cogido y cuando me reacomodaba para salir, me quedé inmóvil, anonadada por aquello que había presentido, esperando: el desencadenamiento, el grito, el trueno. Una rabia nunca sentida me estremeció cuando pude creer que era verdad aquello que estaba sucediendo, y que aprovechándose de mi asombro su mano temblona se hacía más segura y más pesada y se recreaba, se aventuraba ya sin freno palpando y recorriendo mis caderas; una mano descarnada que se pegaba a mi carne y la estrujaba con deleite, una mano muerta que buscaba impaciente el hueco entre mis piernas, una mano sola, sin cuerpo. Me levanté lo más rápidamente que pude, con la cara ardiéndome de coraje y vergüenza, pero al enfrentarme a él me olvidé de mí y entré como un autómata en la pesadilla: se reía quedito, con su boca sin dientes. Y luego, poniéndose serio de golpe, con una frialdad que me dejó aterrada: –¡Qué! ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los hombres? Ven, tengo frío, caliéntame la cama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar. Lo que siguió ya sé que es mi historia, mi vida, pero apenas lo puedo recordar como un sueño repugnante, no sé siquiera si muy corto o muy largo. Hubo una sola idea que me sostuvo durante los primeros tiempos: “Esto no puede continuar, no puede continuar.” Creí que Dios no podría permitir aquello, que lo impediría de alguna manera. Él personalmente. Antes tan temida, ahora la muerte me parecía la única salvación. No la de Apolonio, no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y necesaria muerte para mi carne corrompida. Pero nada sucedió. Todo continuó suspendido en el tiempo, sin futuro posible. Entonces una mañana, sin equipaje, me marché. Resultó inútil. Tres días después me avisaron que mi marido se estaba muriendo y me llamaba. Fui a ver al confesor y le conté mi historia. –Lo que lo hace vivir es la lujuria, el más horrible pecado. Eso no es la vida, padre, es la muerte, ¡déjelo morir! –Moriría en la desesperación. No puede ser. –¿Y yo? –Comprendo, pero si no vas será un asesinato. Procura no dar ocasión, encomiéndate a la Virgen, y piensa que tus deberes… Regresé. Y el pecado lo volvió a sacar de la tumba. Luchando, luchando sin tregua, pude vencer al cabo de los años, vencer mi odio, y al final, muy al final, también vencí a la bestia. Apolonio murió tranquilo, dulce, él mismo. Pero yo no pude volver a ser la que fui. Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, pero que la más abyecta de las prostitutas. Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca. FIN
Arredondo, Inés
México
1928-1989
Mariana
Cuento
Mariana vestía el uniforme azul marino y se sentaba en el pupitre al lado del mío. En la fila de adelante estaba Concha Zazueta. Mariana no atendía a la clase, entretenida en dibujar casitas con techos de dos aguas y árboles con figuras de nubes, y un camino que llevaba a la casa, y patos y pollos, todo igual a lo que hacen los niños de primer año. Estábamos en sexto. Hace calor, el sol de la tarde entra por las ventanas; la madre Paz, delante del pizarrón, se retarda explicando la guerra del Peloponeso. Nos habla del odio de todas las aristocracias griegas hacia la imponente democracia ateniense. Extraño. Justamente la única aristocracia verdadera, para mí, era la ateniense, y Pericles la imagen en el poder de esa aristocracia; incluso la peste sobre Atenas, que mata sin equivocarse a “la parte más escogida de la población” me parecía que subrayaba esa realidad. Todo esto era más una sensación que un pensamiento. La madre Paz, aunque no lo dice, está también del lado de los atenienses. Es hermoso verla explicar —reconstruyendo en el aire con sus manos finas los edificios que nunca ha visto— el esplendor de la ciudad condenada. Hay una necesidad amorosa de salvar a Atenas, pero la madre Paz siente también el extraño goce de saber que la ciudad perfecta perecerá, al parecer sin grandeza, tristemente; al parecer, en la historia, pero no en verdad. Mariana me dio un codazo: “¿Ves? Por este caminito va Fernando y yo ya estoy parada en la puerta, esperándolo”, y me señalaba muy ufana dos muñequitos, uno con sombrero y otro con cabellera igual a las nubes y a los árboles, tiesos y sin gracia en mitad del dibujo estúpido. “Están muy feos”, le dije para que me dejara tranquila, y ella contestó:  “Los voy a hacer otra, vez”. Dio vuelta a la hoja de su cuaderno y se puso a dibujar con mucho cuidado un paisaje idéntico al anterior. Pericles ya había muerto, para estoy segura de que Mariana jamás oyó hablar de él. Yo nunca la acompañé; era Concha Zazueta quien  me lo contaba todo. A la salida de la escuela, sentadas debajo de la palmera, nos dedicábamos a comer los dátiles agarrosos caídos sobre el pasto, mientras Concha me dejaba saber, poco a poco, a dónde habían ido en el coche que Fernando le robaba a su padre mientras éste lo tenía estacionado frente al Banco. En los algodonales, por las huertas, al lado del Puente Negro, por todas partes parecían brotar lugares maravillosos para correr en pareja, besarse y rodar abrazados sofocados de risa. Ni Concha ni yo habíamos sospechado nunca que a nuestro alrededor creciera algo muy parecido al paraíso terrenal. Concha decía  “…y se le quedó mirando, mirando, derecho a los ojos, muy serio, como si estuviera enojado o muy triste y ella se reía sin ruido y echaba la cabeza para atrás y él se iba acercando, acercando, y la miraba. Él parecía como desesperado, pero de repente cerró los ojos y la besó; yo creí que no la iba a soltar nunca. Cuando los abrió, la luz del sol lo lastimó. Entonces le acarició una mano, como si estuviera avergonzado… Todo  lo vi muy bien porque yo estaba en el asiento de atrás y ellos ni cuenta se daban”. ¡Oh, Dios mío! Lo importante que se sentía Concha con esas historias; y se hacía rogar un poco para contarlas aunque le encantara hacerlo y sofocarse y mirar cómo las otras nos sofocábamos. —¿Por qué se reía Mariana si Fernando estaba tan serio? —Quién sabe. ¿A ti te han besado alguna vez? —No. —A mí tampoco. Así que no podíamos entender aquellos cambios ni su significado. Más y más episodios, detalles, muchos detalles, se fueron acumulando en nosotras a través de Concha Zazueta: Fernando tiraba poco a poco, por una puntita, del moño rojo del uniforme de Mariana mientras le contaba algo que había pasado en un mitin de la Federación Universitaria; tiraba poquito a poquito, sin querer, para cuando de pronto se desbarataba el lazo y el listón caía desmadejado por el pecho de Mariana, los dos se echaban a reír, y abrazados, entre carcajadas, se olvidaban por completo de la Federación. También hubo pleitos por cosas inexplicables, por palabras sin sentido, por nada, pero sobre todo se besaban y él la llamaba “linda”. Yo nunca se lo oí decir, pero aún ahora siento como un golpe en el estómago cuando recuerdo la manera ahogada con que se lo decía, apretándola contra sí, mientras Concha Zazueta contenía el aliento arrinconada en la parte de atrás del automóvil. Fue el año siguiente, cuando ya estábamos en primero de Comercio, que Mariana llegó un día al Colegio con los labios rojo bermellón. Amoratada se puso la madre Julia cuando la vio. —Al baño inmediatamente a quitarte esa inmundicia de la cara. Después vas a ir al despacho de la Madre Priora. Paso a paso se dirigió Mariana a los baños. Regresó con los labios sin grasa y de un rojo bastante discreto. —¿No te dije que te quitaras toda esa horrible pintura? —Sí, madre, pero como es muy buena, de la que se pone mi mamá, no se quita. Lo dijo con su voz lenta, afectada, como si estuviera enseñando una lección a un párvulo. La madre Julia palideció de ira. —No tendrás derecho a ningún premio este año. ¿Me oyes? —Sí, madre. —Vas a ir al despacho de la Madre Priora… Voy a llamar a tus padres… Y vas a escribir mil veces: Debo ser comedida con mis superiores, y… y… ¿entendiste? —Sí, madre. Todavía la madre Julia inventó algunos castigos más, que no preocuparon en lo mínimo a Mariana. —¿Por qué viniste pintada? —Era peor que vieran esto. Fíjense. Y metió el labio inferior entre los dientes para que pudiéramos ver el borde de abajo: estaba partido en pequeñísimas estrías y la piel completamente escoriada, aunque cubierta de pintura. —¿Qué te pasó? —Fernando. —¿Qué te hizo Fernando? Ella sonrió y se encogió de hombros, mirándonos con lástima. Una mañana, antes de que sonara la campana de entrada a clases, Concha se me acercó muy agitada para decirme: —Anoche le pegó su papá. Yo estaba allí porque me invitaron a merendar. El papá gritó y Mariana dijo que por nada del mundo dejaría a Fernando. Entonces don Manuel le pegó. Le pegó en la cara como tres veces. Estaba tan furioso que todos sentimos miedo, pero Mariana no. Se quedó quieta, mirándolo. Le escurría sangre de la boca, pero no lloraba ni decía nada. Don Manuel la sacudió por los hombros, pero ella seguía igual, mirándolo. Entonces la soltó y se fue. Mariana se limpió la sangre y se vio la mano manchada. Su mamá estaba llorando. “Me voy a acostar”, me dijo Mariana con toda calma, y se metió a su cuarto. Yo estaba temblando. Me salí sin dar siquiera las buenas noches; me fui a mi casa y casi no pude dormir. Ya no la voy a acompañar: me da miedo que su papá se ponga así. Con seguridad que no va a venir. Pero cuando sonó la campana, Mariana entró con su paso lento y la cabeza levantada, como todas las mañanas. Traía el labio de abajo hinchado y con una herida del lado izquierdo, cerca de la comisura, pero venía perfectamente peinada y serena. —¿Qué te pasó? —le preguntó Lilia Chávez. —Me caí —contestó, mientras miraba, sonriendo con sorna, a Concha—. Hormiga —le murmuró al oído, al pasar junto a ella para ir a tomar su lugar entre las mayores. Hormiga se llamó durante muchos años a la Hormiga Zazueta. Golpes, internados, castigos, viajes, todo se hizo para que Mariana dejara a Fernando, y ella aceptó el dolor de los golpes y el placer de viajar, sin comprometerse. Nosotras sabíamos que había un tiempo vacío que los padres podrían llenar como quisieran, pero que después vendría el tiempo de Fernando. Y así fue. Cuando Mariana regresó del internado, se fugaron, luego volvieron, pidieron perdón y los padres los casaron. Fue una boda rumbosa y nosotras asistimos. Nunca vi dos seres tan hermosos: radiantes, libres al fin. Por supuesto que el vestido blanco y los azahares causaron escándalo, se hablaba mucho de la fuga, pero todo era en el fondo tan normal que pensé en lo absurdo que resultaba ahora Don Manuel por no haber permitido el noviazgo desde el principio. Aunque ella hubiera tenido entonces apenas trece o catorce años, si él no se hubiera opuesto con esa inexplicable fiereza… Pero no, encima de la mesa estaban una mano de Fernando y una mano de Mariana, los dedos de él sobre el dorso de la de ella, sin caricias, olvidadas; no era necesaria más que una atención pequeña para ver la presencia que tenía ese contacto en reposo, hasta ser casi un brillo o un peso, algo diferente a dos manos que se tocan. No había padre, ni razón capaces de abolir la leve realidad inexplicable y segura de aquellas dos manos diferentes y juntas. Oscuro está en la boda de su hija, que se casa con un buen muchacho, hijo de familia amiga —y recibe con una sonrisa los buenos augurios— pero tiene en el fondo de los ojos un vacío amargo. No es cólera ni despecho, es un vacío. Mariana pasa frente a él bailando con Fernando. Mariana. Sobre su cara luminosa veo de pronto el labio roto, la piel pálida, y me doy cuenta de que aquel día, a la entrada de clases, su rostro estaba cerrado. Serena y segura, caminando sin titubeos, desafiante, sostiene la herida, la palidez, el silencio; se cierra y continúa andando, sin permitirse dudar, ni confiar en nadie, ni llorar. La boca se hincha cada vez más y en sus ojos está el dolor amordazado, el que no vi entonces ni nunca, el dolor que sé cómo es pero que jamás conocí: un lento fluir oscuro y silencioso que va llenando, inundando los ojos hasta que estallan en el deslumbramiento último del espanto. Pero no hay espanto, no hay grito, está el vacío necesario para que el dolor comience a llenarlo. Parpadeo y me doy cuenta de que Mariana no está ahí, pasó ya, y el labio herido, el rostro cada vez más pálido y los ojos, sobre todo los ojos, son los de su padre. No quise ver a Mariana muerta, pero mientras la velábamos vi a Don Manuel y miré en sus facciones desordenadas la descomposición de las de Mariana: otra vez esa mezcla terrible de futuro y pasado, de sufrimiento puro, impersonal, encarnado sin embargo en una persona, en dos, una viva y otra muerta, ciegas ahora ambas y anegadas por la corriente oscura a la que se abandonaron por ellos y por otros más, muchos más, o por alguno. Mariana estaba aquí, sobre ese diván forrado de terciopelo color oro, sentada sobre las piernas, agazapada, y con una copa en la mano. Alrededor de ella el terciopelo se arruga en ondas. Recuerdo sus ojos amarillos, mansos y en espera. “La víctima contaba con 34 años. “No pensaba uno nunca en la edad mirando a Mariana. Vine aquí por evocarla, en tu casa y contigo. Espera: hablaba arrastrando sílabas y palabras durante minutos completos, palabras tontas, que dejaba salir despacio, arqueando la boca, palabras que no le importaban y que iba soltando, saboreando, sirviéndose de ellas para gozar los tonos de su voz. Una voz falsa, ya lo sé, pero buscada, encontrada, la única verdaderamente suya. Creaba un gesto, medio gesto, en ella, en ti, en mí, en el gesto mismo, pero había algo más… ¿Te acuerdas? Adoraba decir barbaridades con su voz ronca para luego volver la cabeza, aparentando fastidio, acariciándose el cuello con una mano, mientras los demás nos moríamos de risa. Las perlas, aquel largo collar de perlas tras el que se ocultaba sonriente, mordisqueándolo, mostrándose. Los gestos, los movimientos. Jugar a la vampiresa, o jugar a la alegre, a la bailadora, a la sensual. Decir así quién era, mientras cantaba, bebía, bailaba. Pero no lo decía todo… ¿Te das cuenta de que nunca la vimos besar a Fernando? Y los hemos visto a los otros, hasta a los adúlteros, alguna vez, en la madrugada, pero a ellos no; lo que hacían era irse para acariciarse en secreto. En secreto murió aunque el escándalo se haya extendido como una mancha, aunque mostraran su desnudez, su intimidad, lo que ellos creen que es su intimidad. El tiempo lento y frenético de Mariana era hacia adentro, en profundidad, no transcurría. Un tanteo a ciegas, en el que no tenía nada que hacer la inteligencia. Sé que te parece que hago mal, que es antinatural este encarnizamiento impúdico con una historia ajena. Pero no es ajena. También ha sucedido por ti y por mí… La locura y el crimen… ¿Pensaste alguna vez en que las historias que terminan como debe de ser quedan aparte, existan de un modo absoluto? En un tiempo que no transcurre. Husmeando, llegué a la cárcel. Fui a ver al asesino. Ése es inocente. No; quiero decir, es culpable, ha asesinado. Pero no sabe. Cuando entré me miró de un modo que me hizo ser consciente de mi aspecto, de mis maneras: elegante. Cualquier cosa se me hubiera ocurrido menos que me iba a sentir elegante en una celda, ante un asesino. Sí, él la mató, con esas manos que muestra aterrado, escandalizado de ellas. No sabe por qué, no sabe por qué, y se echa a llorar. Él no la conocía; un amigo, viajero también, le habló de ella. Todo fue exactamente como le dijo su amigo, menos al final, cuando el placer se prolongó mucho, muchísimo, y él se dio cuenta de que el placer estaba en ahogarla. ¿Por qué ella no se defendió? Si hubiera gritado, o lo hubiera arañado, eso no habría sucedido, pero ella no parecía sufrir. Lo peor era que lo estaba mirando. Pero él no se dio cuenta de que la mataba. Él no quería, no tenía por qué matarla. Él sabe que la mató, pero no lo cree. No puede creerlo. Y los sollozos lo ahogan. Me pide perdón, se arrodilla, me habla de sus padres, allá en Sayula. Él ha sido bueno siempre, puedo preguntárselo a cualquiera en su pueblo. Le contesto que lo sé, porque los premios a la inocencia son con frecuencia así. Para él son extrañas mis palabras, y sigue llorando. Me da pena. Cuando salgo de la celda, está tirado en el suelo, boca abajo, llorando. Es una víctima. Me fui a México a ver a Fernando. No le extrañó que hiciera un viaje tan largo pero hablar con él. Encontró naturales mis explicaciones. Si hubiera sido un poco menos verdadero lo que me contó hasta hubiera podido estar agradecido de mi testimonio. Pero él y Mariana no necesitan testigos: lo son uno del otro. Fernando no regatea la entrega. Triunfa en él el tiempo sin fondo de Mariana, ¿o fue él quien se lo dio? De cualquier manera, el relato de Fernando le da un sentido a los datos inconexos y desquiciados que suponemos constituyen la verdad de una historia. En su confesión encontré lo que he venido rastreando: el secreto que hace absoluta la historia de Mariana. “El día del casamiento ella estaba bellísima. Sus ojos tenían una pureza animal, anterior a todo pecado. En el momento en que recibió la bendición yo adiviné su cuerpo recorrido por un escalofrío de gozo. El contacto con ‘algo’ más allá de los sentidos la estremeció agudamente, no en los nervios importantes, sino en los nerviecillos menores que rematan su recorrido en la piel. Le pasé una mano por la espalda, suavemente, y sentí cómo volvían a vibrar; casi me pareció ver la espalda desnuda a sacudirse por zonas, por manchas, con un movimiento leonado. Ahora las cosas iban mejor: Mariana estaba consagrada… para mí. Pero me engañé: sus ojos seguían abiertos mirando el altar. Solamente yo vi esa mirada fija absorber un misterio que nadie podría poner en palabras. Todavía cuando se volvió hacia mí los tenía llenos de vacío. “Miedo o respeto debía sentir, pero no, un extraño furor, una necesidad inacabable de posesión me enceguecieron, y ahí comenzó lo que ellos llaman mi locura. “Podría decirse que de esa locura nacieron los cuatro hijos que tuvimos; no es así, el amor, la carne, existieron también, y durante años fueron suficientes para apaciguar la pasión espiritual que brilló por primera vez aquel día. Nos fueron concedidos muchos años de felicidad ardiente y honorable. Por eso creo, ahora mismo, que estamos dentro de una gran ola de misericordia. “Fue otro momento de gran belleza el que nos marcó definitivamente. “El sol no tenía peso; un viento frío y constante recorría las marismas desiertas; detrás de los médanos sonaba el mar; no había más que mangles chaparros y arena salitrosa, caminos tersos y duros, inviolables, extrañamente iguales al cielo pálido e inmóvil. Los pasos no dejan huella en las marismas, todos los senderos son iguales, y sin embargo uno no se cansa, los recorre siempre sorprendido de su belleza desnuda e inhóspita. Tomados de la mano llegamos al borde del estero de Dautillos. “Fue ella la que me mostró sus ojos en un acto inocente, impúdico. Otra vez sin mirada, sin fondo, incapaces de ser espejos, totalmente vacíos de mí. Luego los volvió hacia los médanos y se quedó inmóvil. “El furor que sentí el día de la boda, los celos terribles de que algo, alguien, pudiera hacer surgir aquella mirada helada en los ojos de Mariana, mi Mariana carnal, tonta; celos de un alma que existía, natural y que no era para mi; celos de aquel absorber lento en el altar, en la belleza, el alimento de algo que le era necesario y que debía tener exigencias, agazapado siempre dentro de ella, y que no quería tener nada conmigo. Furor y celos inmensos que me hicieron golpearla, meterla al agua, estrangularla, ahogarla, buscando siempre para mí la mirada que no era mía. Pero los ojos de Mariana, abiertos, siempre abiertos, sólo me reflejaban: con sorpresa, con miedo, con amor, con piedad. Recuerdo eso sobre todo, sus ojos bajo el agua, desorbitados, mirándome con una piedad inmensa. Después he recordado el pelo mojado, pegado al cuello, que parecía en aquel momento infantil; la sangre corriendo de la boca, de la oreja; el grito ronco de su agonía y mi amor de hombre gritando junto a su voz el dolor espantoso de verla herida, sufriente, medio muerta, mientras mi alma seguía asesinándola para llegar a producir su mirada insondable, para tocarla en el último momento, cuando ella no pudiera ya más mirarme a mí y no tuviera otro remedio que mirarme como a su muerte. Quería ser su muerte. “Y sí, hubo un instante en que sus ojos vacíos, fijos en los míos, me llenaron de aquello desconocido, más allá de ella y de mí, un abismo en el que yo no sabía mirar, en el que me perdí como en una noche terrible. La solté, arrastré su cuerpo hasta la orilla y grité, grite echado sobre su vientre, mientras miraba los agujeros innumerables, las burbujas, los movimientos ciegos, el horror pululante, calmo y sin piedad de los habitantes de la orilla del estero; ínfimas manifestaciones de vida, ni gusanos ni batracios, asquerosos informes, torpes, pequeñísimos, vivos, seres callados que me hicieron llorar por mi enorme pecado, y entenderlo, y amarlo. “Desde entonces estoy aquí. Tomo las pastillas y finjo que he olvidado. Me porto bien, soy amable, asiento a todas las buenas razones que me da el médico y admito de buen grado que estoy loco. Pero ellos no saben el mal que me hacen. Lo primero que recuerdo después de aquello es que alguien me dijo que Mariana estaba viva; entonces quise ir a ella, pedirle perdón, lloré de dolor y arrepentimiento, le escribí, pero no nos dejaron acercar. Sé que vino, que suplicó, pero ellos velaron también por su bien y no la dejaron entrar. Decían que la nuestra era una pasión destructiva, sin comprender que lo único que podía salvarnos era el deseo, el amor, la carne que nos daba el descanso y la ternura. “A mí, a fuerza de tratamiento, terminaron por quitarme todo lo que me hacía bien: sexo, fuerza, la alegría del animal sano, y me dejaron a solas con lo que pienso y nunca les diré. “A ella la abandonaron a su pasión sin respuesta. Luego les extraño que comenzara a irse a los hoteles, sin el menor recato, con el primer tipo que se le ponía enfrente. Cuando una vez dije que era por fidelidad a nosotros que hacía eso, que no le habían dejado otra manera de buscarme, se alarmaron tanto que quisieron hacerme inmediatamente la operación. Por mi bien y salud me castrarán de todas las maneras posibles, hasta no dejar más que la inocente y envidiable vida primitiva, verdadera: la de los seres que pueblan las orillas de los esteros. “Me alegra poder decir lo que tengo que decir, antes de que me hagan olvidarlo o no entenderlo: yo maté a Mariana. Fui yo, con las manos de ese infeliz Anselmo Pineda, viajante de comercio; era yo ese al que Mariana buscaba en el cuerpo de otros hombres: jamás nadie la tocó más que yo; fui yo su muerte, me miró a los ojos y por eso ahora siento desprecio por lo que van a hacerme, pero no me da miedo, porque mucho más terrible que la idiotez que me espera es esa última mirada de Mariana en el hotel, mientras la estrangulaba, esa mirada que es todo el silencio, la imposibilidad, la eternidad, donde ya no somos, donde jamás volveré a encontrarla.” *FIN*
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Ágrafa musulmana en papiro de oxyrrinco
Minicuento
Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Alejandrina
Cuento
La poetisa Alejandrina llegó procedente de Tamazula, bien munida de informes y referencias acerca de casi todos nosotros. Llegó en el momento oportuno. cuando ya estábamos reunidos y dispuestos al banquete del espíritu. Hizo su entrada con gran desenvoltura y nos saludó como a viejos conocidos; para todos tuvo una frase graciosa y oportuna. (Nuestras dos socias presentes no pudieron ocultar su sorpresa, un tanto admiradas e inquietas.) Una fragancia intensa y turbadora, profundamente almizclada, invadió el aposento. Al respirarla, todos nos sentimos envueltos en una ola de simpatía, como si aquel aroma fuera la propia emanación espiritual de Alejandrina. (La inquietud de nuestras socias aumentaba visiblemente; en ellas, el perfume parecía operar de una manera inversa, y su fuga se hacía previsible de un momento a otro.) Lo más fácil para describir a Alejandrina sería compararla a una actriz, por la fácil naturalidad de todos sus movimientos, ademanes y palabras. Pero el papel que representó ante nosotros era el de ella misma, indudablemente memorizado, pero lleno de constantes y felices improvisaciones. Al dirigirse a mí, por ejemplo, que ya no soy joven y que disto de ser un Adonis, me dijo en un momento adecuado: «Usted está solo, y su soledad no tiene remedio. ¿Puedo acompañarlo un instante?». Y dejó su mano en la mía, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo hubiera deseado estar a solas con ella para detener de algún modo el vuelo de un pájaro fugaz que en vano anidaba en mi corazón. Afortunadamente, estaba en casa ajena, y mi mujer nunca me acompaña a las reuniones del Ateneo. Ella traía su libro de versos en la mano, pero dijo que de ningún modo quería trastornar el orden previsto de nuestras lecturas y comentarios. (Cuando ella llegó, yo me disponía por cierto a dar a conocer mi poema bucólico «Fábula de maíz», que naturalmente quedó para otra ocasión.) Todos le suplicamos a coro que tomara asiento y que nos leyera su libro. (Dicho sea sin ofender a las que estaban presentes, por primera vez el Ateneo recibió la visita de una auténtica musa. Al iniciarse la lectura, todos nos dimos cuenta con embeleso de que esa musa era nada menos que Erato.) A pesar de su profunda espiritualidad, la poesía de Alejandrina está saturada de erotismo. Al oírla, sentíamos que un ángel hablaba por su boca, pero ¿cómo decirlo? Se trataba de un ángel de carne y hueso, con grave voz de contralto, llena de matices sensuales. Indudablemente, Alejandrina se sabe todos sus versos de corrido, pero tiene siempre el libro abierto frente a ella, y al volver las páginas hace una pausa que lo deja a uno en suspenso, mientras las yemas de sus dedos se deslizan suavemente por los bordes del papel… A veces, de pronto, levanta la vista del libro y sigue como si estuviera leyendo, sin declamar, con los ojos puestos en alguno de los circunstantes, haciéndole una especie de comunicación exclusiva y confidencial. Esta particularidad de Alejandrina confiere a sus lecturas un carácter muy íntimo, pues aunque lee para todos, cada quien se siente ligado a ella por un vinculo profundo y secreto. Esto se notaba muy fácilmente en los miembros del Ateneo, que acercaron desde un principio sus sillas en círculo estrecho alrededor de Alejandrina, y que no contentos con tal proximidad se inclinaban cada vez más hacia ella, con todo el cuerpo en el aire, apoyados apenas en el borde de sus asientos. Y yo estaba precisamente sentado frente a ella, y que por esa circunstancia fui favorecido con un número de apartes en la lectura de Alejandrina. En todo caso, siempre estuve en diálogo con ella, de principio a fin, y recordé varias veces sus palabras. que se refirieron a mi soledad de hombre soñador. Al hacerlo, no podía menos de pensar en mi mujer, que a esas horas estaría dormida, respirando profundamente, mientras yo escuchaba la música celestial… A media lectura, y cuando el tono de los poemas ganaba en intimidad -Alejandrina describe con precisión los encantos de su cuerpo desnudo-, nuestras dos socias, que ya no ocultaban las muestras de su embarazo, desertaron discretamente aduciendo lo avanzado de la hora. Puesto que Virginia y Rosalía no se despidieron de mano, la interrupción pasó casi inadvertida y a nadie se le ocurrió acompañarlas hasta su casa como es nuestra costumbre. Yo me reprocho esta falta de caballerosidad y la excuso en nombre de todos… ¿Quién iba a perderse Contigo bajo la luna, la hermosa serie de sonetos? Cuando Alejandrina cerró su libro, nos costó trabajo volver a la realidad. Todos a una, preguntamos cómo podíamos adquirir ejemplares de «Flores de mi jardín». Alejandrina nos contestó con toda sencillez que en su cuarto de hotel estaban a nuestra disposición cuantos quisiéramos. Y así se nos reveló el secreto de la musa. Desde hace varios años, Alejandrina esparce las flores de su jardín a lo largo del territorio nacional, patrocinada por una marca de automóviles. Vende además una crema para la cara, a cuyos misteriosos ingredientes se debe, según ella, la belleza de su cutis. Ni el paso de los años, ni las veladas literarias, ni el polvo de los caminos, han podido quitarle un ápice de su imponderable tersura… * * * A pesar de su natural desenvuelto y de su evidente capacidad para granjearse afectos y simpatías, Alejandrina no se fía de sí misma para asegurarse el éxito de su empresa. En todas partes adonde va, se busca siempre un par de padrinos, un señor y una señorita, por regla general. Esta mañana temprano se presentó en mi casa, y con gran sorpresa de Matilde, me pidió que fuéramos a buscar a Virginia. Ella y yo fuimos la pareja elegida para presentarla en las casas comerciales y particulares en las que debe colocar sus productos: el libro y la crema. Afortunadamente, después de una breve reticencia, Virginia aceptó. El éxito de nuestro recorrido ha sido verdaderamente admirable. Estoy bastante fatigado pero contento. He logrado también superar por completo el desencanto que en un principio me produjo la actividad mercantil de Alejandrina. No hubo nadie que se rehusara a comprar. Hombres como don Salva, que jamás han tenido en sus manos un libro de versos, y señoras como Vicentita, que han rebasado con mucho la edad de toda coquetería, no vacilaron en pagar por las «Flores de mi jardín» y por el ungüento de juventud. Y así anduvimos de puerta en puerta, vendiendo alimento para el espíritu y para el cutis… Más de una persona nos dirigió miradas aviesas… Está por demás decir que todos los miembros del Ateneo tenemos ya nuestro ejemplar de poesía, más o menos afectuosamente dedicado. Por mi parte, adquirí también dos frascos de crema que he regalado a mi mujer, en previsión de cualquier reproche que pudiera hacerme por la solicitud que he demostrado a la poetisa. * * * Algo más sobre Alejandrina. Para definirla, tendría que recurrir a preciosos y diversos objetos: a una porcelana de Sèvres, a un durazno, a un ave del paraíso, a un estuche de terciopelo, a una concha nácar llena de perlas sonrientes… No me atrevo a calcular su edad. Mi mujer dice que pasa de los cuarenta, pero que se defiende con la crema. (Matilde la ha usado tres o cuatro veces y está asombrada con el resultado.) Para mí, es una mujer sin edad, imponderable… Diario se cambia de vestido, pero siempre usa el mismo perfume. Su guardarropa es notable. Más que hechuras de costurera, sus trajes parecen obras de tapicería, y yendo a la moda, recuerda sin embargo ciertas damas antiguas, toda almohadillada y capitonada, resplandeciente de chaquiras y lentejuelas… Ni la dura realidad comercial de cada día (hemos pasado toda la semana de vendedores) ha logrado disminuir en mí su atractivo. Ahora andamos solos ella y yo, porque Virginia renunció al tercer día de caminatas y Rosalía no pudo acompañarnos porque trabaja en el bufete. Es curioso, hablando del espíritu con Alejandrina me he olvidado de todos mis quehaceres habituales, y yendo con ella me siento realmente acompañado. Es infatigable para hablar y caminar, tan delicada de alma y tan robusta de cuerpo. Puesto que más de una vez se nos ha hecho tarde, ayer comí con ella en el hotel. Aprecia los buenos manjares y los consume con singular apetito. Una vez satisfecha, vuelve con mayor animación al tema de la poesía. Viéndola y oyéndola paso las horas. Nunca se me había hecho tan evidente la presencia del espíritu en su condición carnal… * * * -¿Ha visto usted semejante cosa? Este hombre que parecía tan serio, allí lo tiene usted de la ceca a la meca, cargándole el tambache de menjurjes y de versos inmorales a esa sinvergüenza. ¿Que no habrá un alma caritativa para que se lo vaya a contar a Matildita? * * * Tal vez ha sido mejor así. Cuando llegué al hotel de Alejandrina, el empleado de la administración me entregó una carta y un paquetito. Mis manos temblaron al rasgar el sobre. Sólo había una tarjeta con esas palabras: «Adiós, amigo mío…» El paquetito contenía un estuche de felpa celeste. Dentro, estaba la piedra de su nombre. Una hermosa alejandrina redonda, tallada en mil facetas iridiscentes… Incapaz de volver a mi casa en semejante estado de ánimo, me dediqué a vagar, abatido y melancólico, por las calles del pueblo. Tal vez seguí inconscientemente alguno de nuestros inolvidables itinerarios de confidencia y comercio. Ya al caer la noche, sentado en una de las bancas del jardín, mis ojos se detuvieron en un punto. El lucero de la tarde brillaba entre las nubes. Me acordé de unos versos que leí no sé dónde: Y pues llegas, lucero de la tarde, tu trono alado ocupa entre nosotros… Cabizbajo me vine a la casa, donde me aguardaba otra carta y otro paquete. La gruesa letra de Matilde decía: «Me fui a Tamazula con mis gentes. Cuando te desocupes de acompañar literatas, anda por mí.» El paquete contenía los dos frascos de crema de juventud. Uno entero y el otro empezado… He dormido solo, después de tantos años. En la casa inmensamente vacía, sentí de veras mi soledad. Guardaré la alejandrina como un precioso recuerdo, pero mañana mismo voy a Tamazula por Matilde. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Anuncio
Cuento
Dondequiera que la presencia de la mujer es difícil, onerosa o perjudicial, ya sea en la alcoba del soltero, ya en el campo de concentración, el empleo de Plastisex©, es sumamente recomendable. El ejército y la marina, así como algunos directores de establecimientos penales y docentes, proporcionan a los reclusos el servicio de estas atractivas e higiénicas criaturas. Ahora nos dirigimos a usted, dichoso o desafortunado en el amor. Le proponemos la mujer que ha soñado toda la vida: se maneja por medio de controles automáticos y está hecha de materiales sintéticos que reproducen a voluntad las características más superficiales o recónditas de la belleza femenina. Alta y delgada, menuda y redonda, rubia o morena, pelirroja o platinada: todas están en el mercado. Ponemos a su disposición un ejército de artistas plásticos, expertos en la cultura y el diseño, la pintura y el dibujo; hábiles artesanos del moldeado y el vaciado; técnicos en cibernética y electrónica, pueden desatar para usted una momia de la decimoctava dinastía o sacarle de la tina a la más rutilante estrella de cine, salpicada todavía por el agua y las sales del baño matinal. Tenemos listas para ser enviadas todas las bellezas famosas del pasado y del presente, pero atendemos cualquier solicitud y fabricamos modelos especiales. Si los encantos de Madame Recamier no le bastan para olvidar a la que lo dejó plantado, envíenos fotografías, documentos, medidas, prendas de vestir y descripciones entusiastas. Ella quedará a sus órdenes mediante un tablero de controles no más difícil de manejar que los botones de un televisor. Si usted quiere y dispone de recursos suficientes, ella puede tener ojos de esmeralda, de turquesa o de azabache legítimo, labios de coral o de rubí, dientes de perlas y… etcétera, etcétera. Nuestras damas son totalmente indeformables e inarrugables, conservan la suavidad de su tez y la turgencia de sus líneas, dicen que sí en todos los idiomas vivos y muertos de la tierra, cantan y se mueven al compás de los ritmos de moda. El rostro se presenta maquillado de acuerdo con los modelos originales, paro pueden hacerse toda clase de variantes, al gusto de cada quien, mediante los cosméticos apropiados. La boca, las fosas nasales, la cara interna de los párpados y las demás regiones mucosas, están hechas con suavísima esponja saturada con sustancias nutritivas y estuosas, de viscosidad variable y con diferentes índices afrodisíacos y vitamínicos, extraídas de algas marinas y plantas medicinales. «Hay leche y miel bajo tu lengua…», dice el Cantar de los cantares. Usted puede emular los placeres de Salomón; haga una mixtura con leche de cabra y miel de avispas; llene con ella el depósito craneano de su Plastisex©, sazónela al oporto o al benedictine: sentirá que los ríos del paraíso fluyen a su boca en el largo beso alimenticio. (Hasta ahora, nos hemos reservado bajo patente el derecho de adaptar las glándulas mamarias como redomas de licor.) Nuestras venus están garantizadas para un servicio perfecto de diez años -duración promedio de cualquier esposa-, salvo los casos en que sean sometidas a prácticas anormales de sadismo. Como en todas las de carne y hueso, su peso es rigurosamente específico y el noventa por ciento corresponde al agua que circula por las finísimas burbujas de su cuerpo esponjado, caldeada por un sistema venoso de calefacción eléctrica. Así se obtiene la ilusión perfecta del desplazamiento de los músculos bajo la piel, y el equilibrio hidrostático de las masas carnosas durante el movimiento. Cuando el termostato se lleva a un grado de temperatura febril, una tenue exudación salina aflora a la superficie cutánea. El agua no sólo cumple funciones físicas de plasticidad variable, sino también claramente fisiológicas e higiénicas: haciéndola fluir intensamente de dentro hacia fuera, asegura la limpieza rápida y completa de las Plastisex©. Un armazón de magnesio, irrompible hasta en los más apasionados abrazos y finamente diseñado a partir del esqueleto humano, asegura con propiedad todos los movimientos y posiciones de la Plastisex©. Con un poco de práctica, se puede bailar, luchar, hacer ejercicios gimnásticos o acrobáticos y producir en su cuerpo reacciones de acogida o rechazo más o menos enérgicas. (Aunque sumisas, las Plastisex© son sumamente vigorosas, ya que están equipadas con un motor eléctrico de medio caballo de fuerza.) Por lo que se refiere a la cabellera y demás vegetaciones pilosas, hemos logrado producir una fibra de acetato que tiene las características del pelaje femenino, y que lo supera en belleza, textura y elasticidad. ¿Es usted aficionado a los placeres del olfato? Sintonice entonces la escala de los olores. Desde el tenue aroma axilar hecho a base de sándalo y almizcle, hasta las más recias emanaciones de la mujer asoleada y deportiva: ácido butírico puro, o los más quintaesenciados productos de la perfumería moderna. Embriáguese a su gusto. La gama olfativa se extiende naturalmente hasta el aliento, sí, porque nuestras venus respiran acompasada o agitadamente. Un regulador asegura la curva creciente de sus anhelos, desde el suspiro al gemido, mediante el ritmo controlable de sus canjes respiratorios. Automáticamente el corazón acompasa la fuerza y la velocidad de sus latidos… En la rama de accesorios, la Plastisex© rivaliza en vestuario y ornato con el atuendo de las señoras más distinguidas. Desnuda, es sencillamente insuperable: púber o impúber, en la flor de la juventud o con todas las opulencias maduras del otoño, según el matiz peculiar de cada raza o mestizaje. Para los amantes celosos, hemos superado el antiguo ideal del cinturón de castidad: un estuche de cuerpo entero que convierte a cada mujer en una fortaleza de acero inexpugnable. Y por lo que toca a la virginidad, cada Plastisex© va provista de un dispositivo que no puede violar más que usted mismo, el himen plástico que es un verdadero sello de garantía. Tan fiel al original, que al ser destruido se contrae sobre sí mismo y reproduce las excrecencias coralinas llamadas carúnculas mirtiformes. Siguiendo la inflexible línea de ética comercial que nos hemos trazado, nos interesa denunciar los rumores, más o menos encubiertos, que algunos clientes neuróticos han hecho circular a propósito de nuestra venus. Se dice que hemos creado una mujer tan perfecta, que varios modelos, ardientemente amados por hombres solitarios, han quedado encinta y que otros sufren ciertos trastornos periódicos. Nada más falso. Aunque nuestro departamento de investigación trabaja a toda capacidad y con un presupuesto triplicado, no podemos jactamos todavía de haber librado a la mujer de tan graves servidumbres. Desgraciadamente, no es fácil desmentir con la misma energía la noticia publicada por un periódico irresponsable, acerca de que un joven inexperto murió asfixiado en brazos de una mujer de plástico. Sin negar la posibilidad de semejante accidente, afirmamos que sólo puede ocurrir en virtud de un imperdonable descuido. El aspecto moral de nuestra industria ha sido hasta ahora insuficientemente interpretado. Junto a los sociólogos que nos alaban por haber asestado un duro golpe a la prostitución (en Marsella hay una casa a la que ya no podemos llamar de mala nota porque funciona exclusivamente a base de Plastisex©), hay otros que nos acusan de fomentar maniáticos afectados de infantilismo. Semejantes timoratos olvidan adrede las cualidades de nuestro invento, que lejos de limitarse al goce físico, asegura dilectos placeres intelectuales y estéticos a cada uno de los afortunados usuarios. Como era de esperarse, las sectas religiosas han reaccionado de modo muy diverso ante el problema. Las iglesias más conservadoras siguen apoyando implacablemente el hábito de la abstinencia, y a lo sumo se limitan a calificar como pecado venial el que se comete en objeto inanimado (!). Pero una secta disidente de los mormones ha celebrado ya numerosos matrimonios entre progresistas caballeros humanos y encantadoras muñecas de material sintético. Aunque reservamos nuestra opinión acerca de esas uniones ilícitas para el vulgo, nos es muy grato participar que hasta el día de hoy todas han sido generalmente felices. Sólo en casos aislados algún esposo ha solicitado modificaciones o perfeccionamientos de detalle en su mujer, sin que se registre una sola sustitución que equivalga a divorcio. Es también frecuente el caso de clientes antiguamente casados que nos solicitan copias fieles de sus esposas (generalmente con algunos retoques), a fin de servirse de ellas sin traicionarlas en ocasiones de enfermedades graves o pasajeras, y durante ausencias prolongadas e involuntarias, que incluyen el abandono y la muerte. Como objeto de goce, la Plastisex© debe ser empleada de modo mesurado y prudente, tal como la sabiduría popular aconseja respecto a nuestra compañera tradicional. Normalmente utilizado, su débito asegura la salud y el bienestar del hombre, cualquiera que sea su edad y complexión. Y por lo que se refiere a los gastos de inversión y mantenimiento, la Plastisex© se paga ella sola. Consume tanta electricidad como un refrigerador, se puede enchufar en cualquier contacto doméstico, y equipada con sus más valiosos aditamentos pronto resulta mucho más económica que una esposa común y corriente. Es inerte o activa, locuaz o silenciosa a voluntad, y se puede guardar en el closet. Lejos de representar una amenaza para la sociedad, la venus Plastisex© resulta una aliada poderosa en la lucha por la restauración de los valores humanos. En vez de disminuirla engrandece y dignifica a la mujer, arrebatándole su papel de instrumento placentero, de sexófora, para emplear un término clásico. En lugar de mercancía deprimente, costosa o insalubre, nuestras prójimas se convertirán en seres capaces de desarrollar sus posibilidades creadoras hasta un alto grado de perfección. Al popularizarse el uso de la Plastisex©, asistiremos a la eclosión del genio femenino, tan largamente esperada. Y las mujeres, libres ya de sus obligaciones tradicionalmente eróticas, instalarán para siempre en su belleza transitoria el puro reino del espíritu. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Armisticio
Minicuento
Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí donde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso, en ruinas. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Baby H. P.
Cuento
Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña. El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares. De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica. Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares. El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el contador eléctrico. Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía. Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato. El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Baltasar Gérard [1555 1582]
Cuento
Ir a matar al príncipe de Orange. Ir a matarlo y cobrar luego los veinticinco mil escudos que ofreció Felipe II por su cabeza. Ir a pie, solo, sin recursos, sin pistola, sin cuchillo, creando el género de los asesinos que piden a su víctima el dinero que hace falta para comprar el arma del crimen, tal fue la hazaña de Baltasar Gérard, un joven carpintero de Dóle. A través de una penosa persecución por los Países Bajos, muerto de hambre y de fatiga, padeciendo incontables demoras entre los ejércitos españoles y flamencos, logró abrirse paso hasta su víctima. En dudas, rodeos y retrocesos invirtió tres años y tuvo que soportar la vejación de que Gaspar Añastro le tomara la delantera. El portugués Gaspar Añastro, comerciante en paños, no carecía de imaginación, sobre todo ante un señuelo de veinticinco mil escudos. Hombre precavido, eligió cuidadosamente el procedimiento y la fecha del crimen. Pero a última hora decidió poner un intermediario entre su cerebro y el arma: Juan Jáuregui la empuñaría por él. Juan Jáuregui, jovenzuelo de veinte años, era tímido de por sí. Pero Añastro logró templar su alma hasta el heroísmo, mediante un sistema de sutiles coacciones cuya secreta clave se nos escapa. Tal vez lo abrumó con lecturas heroicas; tal vez lo proveyó de talismanes; tal vez lo llevó metódicamente hacia un consciente suicidio. Lo único que sabemos con certeza es que el día señalado por su patrón (18 de marzo de 1582), y durante los festivales celebrados en Amberes para honrar al duque de Anjou en su cumpleaños, Jáuregui salió al paso de la comitiva y disparó sobre Guillermo de Orange a quemarropa. Pero el muy imbécil había cargado el cañón de la pistola hasta la punta. El arma estalló en su mano como una granada. Una esquirla de metal traspasó la mejilla del príncipe. Jáuregui cayó al suelo, entre el séquito, acribillado por violentas espadas. Durante diecisiete días Gaspar Añastro esperó inútilmente la muerte del príncipe. Hábiles cirujanos lograron contener la hemorragia, taponando con sus dedos, día y noche, la arteria destrozada. Guillermo se salvó finalmente, y el portugués, que tenía en el bolsillo el testamento de Jáuregui a favor suyo, se llevó la más amarga desilusión de su vida. Maldijo la imprudencia de confiar en un joven inexperto. Poco tiempo después la fortuna sonrió para Baltasar Gérard, que recibía de lejos las trágicas noticias. La supervivencia del príncipe, cuya vida parecía estarle reservada, le dio nuevas fuerzas para continuar sus planes, hasta entonces vagos y llenos de incertidumbre. En mayo logró llegar hasta el príncipe, en calidad de emisario del ejército. Pero no llevaba consigo ni siquiera un alfiler. Difícilmente pudo calmar su desesperación mientras duraba la entrevista. En vano ensayó mentalmente sus manos enflaquecidas sobre el grueso cuello del flamenco. Sin embargo, logró obtener una nueva comisión. Guillermo lo designó para volver al frente, a una ciudad situada en la frontera francesa. Pero Baltasar ya no pudo resignarse a un nuevo alejamiento. Descorazonado y caviloso, vagó durante dos meses en los alrededores del palacio de Delft. Vivió con la mayor miseria, casi de limosna, tratando de congraciarse lacayos y cocineros. Pero su aspecto extranjero y miserable a todos inspiraba desconfianza. Un día lo vio el príncipe desde una de las ventanas del palacio y mandó un criado a reconvenirlo por su negligencia. Baltasar respondió que carecía de ropas para el viaje, y que sus zapatos estaban materialmente destrozados. Conmovido, Guillermo le envió doce coronas. Radiante, Baltasar fue corriendo en busca de un par de magníficas pistolas, bajo el pretexto de que los caminos eran inseguros para un mensajero como él. Las cargó cuidadosamente y volvió al palacio. Diciendo que iba en busca de pasaporte, llegó hasta el príncipe y expresó su petición con voz hueca y conturbada. Se le dijo que esperara un poco en el patio. Invirtió el tiempo disponible planeando su fuga, mediante un rápido examen del edificio. Poco después, cuando Guillermo de Orange en lo alto de la escalera despedía a un personaje arrodillado, Baltasar salió bruscamente de su escondite, y disparó con puntería excelente. El príncipe alcanzó a murmurar unas palabras y rodó por la alfombra, agonizante. En medio de la confusión, Baltasar huyó a las caballerizas y los corrales del palacio, pero no pudo saltar, extenuado, la tapia de un huerto. Allí fue apresado por dos cocineros. Conducido a la portería, mantuvo un grave y digno continente. No se le hallaron encima más que unas estampas piadosas y un par de vejigas desinfladas con las que pretendía -mal nadador- cruzar los ríos y canales que le salieran al paso. Naturalmente, nadie pensó en la dilación de un proceso. La multitud pedía ansiosa la muerte del regicida. Pero hubo que esperar tres días, en atención a los funerales del príncipe. Baltasar Gérard fue ahorcado en la plaza pública de Delft, ante una multitud encrespada que él miró con desprecio desde el arrecife del cadalso. Sonrió ante la torpeza de un carpintero que hizo volar un martillo por los aires. Una mujer conmovida por el espectáculo estuvo a punto de ser linchada por la animosa muchedumbre. Baltasar rezó sus oraciones con voz clara y distinta, convencido de su papel de héroe. Subió sin ayuda la escalerilla fatal. Felipe II pagó puntualmente los veinticinco mil escudos de recompensa a la familia del asesino. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Camelidos
Minicuento
El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues guedejas están cinceladas por el duro viento de las montañas, donde ella se pasea con arrogancia, levantando el cuello esbelto para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba todavía más alto la destilación suprema del aire enrarecido. Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el viento desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas. Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para el solitario, la llama afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos
Cuento
Estimable señor: Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle. En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.) Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente. Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante. Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos. Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas. Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran. Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines. También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir. Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted. Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora… Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas. Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar. A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud… Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado. Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos. Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos. Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio. Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos. Soy sinceramente su servidor. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Cláusula I
Minicuento
Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Cláusula II
Minicuento
Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el Arquetipo, componen un ser monstruoso: la pareja. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Cláusula III
Minicuento
Soy un Adán que sueña con el paraíso, pero siempre me despierto con las costillas intactas. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Cláusula IV
Minicuento
Boletín de última hora: En la lucha con el ángel, he perdido por indecisión. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Cláusula V
Minicuento
Toda belleza es formal. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Corrido
Cuento
Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz. Así es la Plazuela de Ameca, con su esquina ochavada y sus casas de grandes portones. Y en ella se encontraron una tarde, hace mucho, dos rivales de ocasión. Pero hubo una muchacha de por medio. La Plazuela de Ameca es tránsito de carretas. Y las ruedas muelen la tierra de los baches, hasta hacerla finita, finita. Un polvo de tepetate que arde en los ojos, cuando el viento sopla. Y allí había, hasta hace poco, un hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su llave de bronce y su pileta de piedra. La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo, por la ancha calle que se parte en dos. Los rivales caminaban frente a ella, por las calles de los lados, sin saber que se darían un tope en el testerazo. Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el destino, cada uno por su calle. La muchacha iba por agua y abrió la llave. En ese momento los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo. Allí se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar paso adelante. La mirada que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno bajaba la vista. -Oiga amigo, qué me mira. -La vista es muy natural. Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo todo. Y ni un ai te va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron desierta como adrede, la cosa iba a comenzar. El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro, los estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero. La muchacha cerró la llave dándose cuenta cuando ya el agua se derramaba. Se echó el cántaro al hombro, casi corriendo con susto. Los que la quisieron estaban en el último suspenso, como los gallos todavía sin soltar, embebidos uno y otro en los puntos negros de sus ojos. Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo. Ésa fue la merita señal. Uno con daga, pero así de grande, y otro con machete costeño. Y se dieron de cuchillazos, sacándose el golpe un poco con el sarape. De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los dos peleando por los destrozos del cántaro. Los dos eran buenos, y los dos se dieron en la madre. En aquella tarde que se iba y se detuvo. Los dos se quedaron allí bocarriba, quién degollado y quién con la cabeza partida. Como los gallos buenos, que nomás a uno le queda tantito resuello. Muchas gentes vinieron después, a la nochecita. Mujeres que se pusieron a rezar y hombres que dizque iban a dar parte. Uno de los muertos todavía alcanzó a decir algo: preguntó que si también al otro se lo había llevado la tiznada. Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotlán de los Dolores, allá habría llegado con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Cuento de horror
Minicuento
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
De balística
Cuento
Ne saxa ex catapultis latericium discuterent.-César, De bello civili lib. 2. Catapultae turribus impositae et quoe spicula mitterent, et quoe saxa.-Appianus, Ibericoe Esas que allí se ven, vagas cicatrices entre los campos de labor, son las ruinas del campamento de Nobílior. Más allá se alzan los emplazamientos militares de Castillejo, de Renieblas y de Peña Redonda. De la remota ciudad sólo ha quedado una colina cargada de silencio… -¡Por favor! No olvide usted que yo he venido desde Minnesota. Déjese ya de frases y dígame qué, cómo y a cuál distancia disparaban las balistas. -Pide usted un imposible. -Pero usted es reconocido como una autoridad universal en antiguas máquinas de guerra. Mi profesor Burns, de Minnesota, no vaciló en darme su nombre y su dirección como un norte seguro. -Dé usted al profesor, a quien estimo mucho por carta, las gracias de mi parte y un sincero pésame por su optimismo. A propósito, ¿qué ha pasado con sus experimentos en materia de balística romana? -Un completo fracaso. Ante un público numeroso, el profesor Burns prometió volarse la barda del estadio de Minnesota y le falló el jonrón. Es la quinta vez que le hacen quedar mal sus catapultas, y se halla bastante decaído. Espera que yo le lleve algunos datos que lo pongan en el buen camino, pero usted… -Dígale que no se desanime. El malogrado Ottokar von Soden consumió los mejores años de su vida frente al rompecabezas de una ctesibia machina que funcionaba a base de aire comprimido. Y Gatteloni, que sabía más que el profesor Burns, y probablemente que yo, fracasó en 1915 con una máquina estupenda, basada en las descripciones de Ammiano Marcelino. Unos cuatro siglos antes, otro mecánico florentino, llamado Leonardo de Vinci, perdió el tiempo construyendo unas ballestas enormes, según las extraviadas indicaciones del célebre amateur Marco Vitruvio Polión. -Me extraña y ofende, en cuanto devoto de la mecánica, el lenguaje que usted emplea para referirse a Vitruvio, uno de los genios primordiales de nuestra ciencia. -Ignoro la opinión que usted y su profesor Burns tengan de este hombre nocivo. Para mí, Vitruvio es un simple aficionado. Lea usted por favor sus libri decem con algún detenimiento: a cada paso se dará cuenta de que Vitruvio está hablando de cosas que no entiende. Lo que hace es transmitirnos valiosísimos textos griegos que van de Eneas el Táctico a Herén de Alejandría, sin orden ni concierto. -Es la primera vez que oigo tal desacato. ¿En quién puede uno entonces depositar sus esperanzas? ¿Acaso en Sexto Julio Frontino? -Lea usted su Stratagematon con la mayor cautela. A primera vista se tiene la impresión de haber dado en el clavo. Pero el desencanto no tarda en abrirse paso a través de sus intransitables descripciones y errores. Frontino sabía mucho de acueductos, atarjeas y cloacas, pero en materia de balística es incapaz de calcular una parábola sencilla. -No olvide usted, por favor, que a mi regreso debo preparar una tesis doctoral de doscientas cuartillas sobre balística romana, y redactar algunas conferencias. Yo no quiero sufrir una vergüenza como la de mi maestro en el estadio de Minnesota. Cíteme usted, por favor, algunas autoridades antiguas sobre el tema. El profesor Burns ha llenado mi mente de confusión con sus relatos, llenos de repeticiones y de salidas por la tangente. -Permítame felicitar desde aquí al profesor Burns por su gran fidelidad. Veo que no ha hecho otra cosa sino transmitir a usted la visión caótica que de la balística antigua nos dan hombres como Marcelino, Arriano, Diodoro, Josefo, Polibio, Vegecio y Procopio. Le voy a hablar claro. No poseemos ni un dibujo contemporáneo, ni un solo dato concreto. Las pseudobalistas de Justo Lipsio y de Andrea Palladio son puras invenciones sobre papel, carentes en absoluto de realidad. -Entonces, ¿qué hacer? Piense usted, se lo ruego, en las doscientas cuartillas de mi tesis. En las dos mil palabras de cada conferencia en Minnesota. -Le voy a contar una anécdota que lo pondrá en vías de comprensión. -Empiece usted. -Se refiere a la toma de Segida. Usted recuerda naturalmente que esta ciudad fue ocupada por el cónsul Nobílior en 153. -¿Antes de Cristo? -Me parece innecesario, más bien dicho, me parecía innecesario hacer a usted semejantes precisiones. -Usted perdone. -Bueno. Nobílior tomó Segida en 153. Lo que usted ignora con toda seguridad es que la pérdida de la ciudad, punto clave en la marcha sobre Numancia, se debió a una balista. -¡Qué respiro! Una balista eficaz. -Permítame. Sólo en sentido figurado. -Concluya usted su anécdota. Estoy seguro de que volveré a Minnesota sin poder decir nada positivo. -El cónsul Nobílior, que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un gran disparo de catapulta… -Dispénseme, pero estamos hablando de balistas… -Y usted, y su famoso profesor de Minnesota, ¿pueden decirme acaso cuál es la diferencia que hay entre una balista y una catapulta? ¿Y entre una fundíbula, una doríbola y una palintona? En materia de máquinas antiguas, ya lo ha dicho don José Almirante, ni la ortografía es fija ni la explicación satisfactoria. Aquí tiene usted estos títulos para un mismo aparato: petróbola, litóbola, pedrera o petraria. Y también puede llamar usted onagro, monancona, políbola, acrobalista, quirobalista, toxobalista y neurobalista a cualquier máquina que funcione por tensión, torsión o contrapesación. Y como todos estos aparatos eran desde el siglo IV a C. generalmente locomóviles, les corresponde con justicia el título general de carrobalistas. -… -Lo cierto es que el secreto que animaba a estos iguanodontes de la guerra se ha perdido. Nadie sabe cómo se templaba la madera, cómo se adobaban las cuerdas de esparto, de crin o de tripa, cómo funcionaba el sistema de contrapesos. -Siga usted con su anécdota, antes de que yo decida cambiar el asunto de mi tesis doctoral, y expulse a mis imaginarios oyentes de la sala de conferencias. -Nobílior, que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un gran disparo de balista… -Veo que tiene usted sus anécdotas perfectamente memorizadas. La repetición ha sido literal. -A usted, en cambio, le falla la memoria. Acabo de hacer una variante significativa. -¿De veras? -He dicho balista en vez de catapulta, para evitar una nueva interrupción por parte de usted. Veo que el tiro me ha salido por la culata. -Lo que yo quiero que salga, por donde sea, es el disparo de Nobílior. -No saldrá. -Qué, ¿no acabará usted de contarme su anécdota? -Sí, pero no hay disparo. Los habitantes de Segida se rindieron en el preciso instante en que la balista, plegadas todas sus palancas, retorcidas las cuerdas elásticas y colmadas las plataformas de contrapeso, se aprestaba a lanzarles un bloque de granito. Hicieron señales desde las murallas, enviaron mensajeros y pactaron. Se les perdonó la vida, paro a condición de que evacuaran la ciudad para que Nobílior se diera el imperial capricho de incendiarla. -¿Y la balista? -Se estropeó por completo. Todos se olvidaron de ella, incluso los artilleros, ante el regocijo de tan módica victoria. Mientras los habitantes de Segida firmaban su derrota, las cuerdas se rompieron, estallaron los arcos de madera, y el brazo poderoso que debía lanzar la descomunal pedrada, quedó en tierra exánime, desgajado, soltando el canto de su puño… -¿Cómo así? -¿Pero no sabe usted acaso que una catapulta que no dispara inmediatamente se echa a perder? Si no le enseñó esto el profesor Burns, permítame que dude mucho de su competencia. Pero volvamos a Segida. Nobílior recibió además mil ochocientas libras de plata como rescate de la gente principal, que inmediatamente hizo moneda para conjurar el inminente motín de los soldados sin paga. Se conservan algunas de esas monedas. Mañana podrá usted verlas en el Museo de Numancia. -¿No podría usted conseguirme una de ellas como recuerdo? -No me haga reír. El único particular que posee monedas de la época es el profesor Adolfo Schulten, que se pasó la vida escarbando en los escombros de Numancia, levantando planos, adivinando bajo los surcos del sembrado la huella de los emplazamientos militares. Lo que sí puedo conseguirle es una tarjeta postal con el anverso y reverso de la susodicha moneda. -Sigamos adelante. .-Nobílior supo sacarle mucho partido a la toma de Segida, y las monedas que acuñó llevan por un lado su perfil, y por el otro la silueta de una balista y esta palabra: Segisa. -¿Y por qué Segisa y no Segida? -Averígüelo usted. Una errata del que hizo los cuños. Esas monedas sonaron muchísimo en Roma. Y todavía más, la fama de la balista. Los talleres del imperio no se daban abasto para satisfacer las demandas de los jefes militares, que pedían catapultas por docenas, y cada vez más grandes. Y mientras más complicadas, mejor. -Pero dígame algo positivo. Según usted, ¿a qué se debe la diferencia de los nombres si se alude siempre al mismo aparato? -Tal vez se trata de diferencias de tamaño, tal vez se debe al tipo de proyectiles que los artilleros tenían a la mano. Vea usted, las litóbolas o petrarias, como su nombre lo indica, bueno, pues arrojan piedras. Piedras de todos tamaños. Los comentaristas van desde las veinte o treinta libras hasta los ocho o doce quintales. Las políbolas, parece que también arrojaban piedras, pero en forma de metralla, esto es, nubes de guijarros. Las doríbolas enviaban, etimológicamente, dardos enormes, pero también haces de flechas. Y las neurobalistas, pues vaya usted a saberlo… barriles con mixtos incendiarios, haces de leña ardiendo, cadáveres y grandes sacos de inmundicias para hacer más grueso el aire inficionado que respiraban los felices sitiados. En fin, yo sé de una balista que arrojaba grajos. -¿Grajos? -Déjeme contarle otra anécdota. -Veo que me he equivocado de arqueólogo y de guía. -Por favor, es muy bonita. Casi poética. Seré breve. Se lo prometo. -Cuente usted y vámonos. El sol cae ya sobre Numancia. -Un cuerpo de artillería abandonó una noche la balista más grande de su legión sobre una eminencia del terreno que resguardaba la aldehuela de Bures, en la ruta de Centóbriga. Como usted comprende, me remonto otra vez al siglo II a. C., pero sin salirme de la región. A la mañana siguiente, los habitantes de Bures, un centenar de pastores inocentes, se encontraron frente a aquella amenaza que había brotado del suelo. No sabían nada de catapultas, pero husmearon el peligro. Se encerraron a piedra y cal en sus cabañas, durante tres días. Como no podían seguir así indefinidamente, echaron suertes para saber quién iría en la mañana siguiente a inspeccionar el misterioso armatoste. Tocó la suerte a un jovenzuelo tímido y apocado, que se dio por condenado a muerte. La población pasó la noche despidiéndolo y dándole fortaleza, pero el muchacho temblaba de miedo. Antes de salir el sol en la mañana invernal, la balista debió de tener un tenebroso aspecto de patíbulo. -¿Volvió con vida el jovenzuelo? -No. Cayó muerto al pie de la balista, bajo una descarga de grajos que habían pernoctado sobre la máquina de guerra y que se fueron volando asustados… -¡ Santo Dios! Una balista que rinde la ciudad de Segida sin arrojar un solo disparo. Otra que mata un pastorcillo con un puñado de volátiles. ¿Esto es lo que yo voy a contar en Minnesota? -Diga usted que las catapultas se empleaban para la guerra de nervios. Añada que todo el Imperio Romano no era más que eso, una enorme máquina de guerra complicada y estorbosa, llena de palancas antagónicas, que se quitaban fuerza unas a otras. Discúlpese usted diciendo que fue un arma de la decadencia. -¿Tendré éxito con eso? -Describa usted con amplitud el fatal apogeo de las balistas. Sea pintoresco. Cuente que el oficio de magíster llegó a ser en las ciudades romanas sumamente peligroso. Los chicos de la escuela infligían a sus maestros verdaderas lapidaciones, atacándolos con aparatos de bolsillo que eran una derivación infantil de las manubalistas guerreras. -¿Tendré éxito con eso? -Sea imponente. Hable con detalle acerca de la formación de un tren legionario. Deténgase a considerar sus dos mil carruajes y bestias de carga, las municiones, utensilios de fortificación y de asedio. Hable de los innumerables mozos y esclavos; critique el auge de comerciantes y cantineros, haga hincapié en las prostitutas. La corrupción moral, el peculado y el venéreo ofrecerán a usted sus generosos temas. Describa también el gran horno portátil de piedra hasta las ruedas, debido al talento del ingeniero Cayo Licinio Lícito, que iba cociendo el pan por el camino, a razón de mil piezas por kilómetro. -¡Qué portento! -Tome usted en cuenta que el horno pesaba dieciocho toneladas, y que no hacía más de tres kilómetros diarios… -¡Qué atrocidad! -Sea pertinaz. Hable sin cesar de las grandes concentraciones de balistas. Sea generoso en las cifras, yo le proporciono las fuentes. Diga que en tiempos de Demetrio Poliorcetes llegaron a acumularse ochocientas máquinas contra una sola ciudad. El ejército romano, incapaz de evolucionar, sufría retardos desastrosos, topado entre el denso maderamen de sus agobiantes máquinas guerreras. -¿Tendré éxito con eso? -Concluya usted diciendo que la balista era un arma psicológica, una idea de fuerza, una metáfora aplastante. -¿Tendré éxito con eso? (En este momento el arqueólogo vio en el suelo una piedra que le pareció muy apropiada para poner punto final a su enseñanza. Era un guijarro basáltico, grueso y redondeado, de unos veinte kilos de peso. Desenterrándolo con grandes muestras de entusiasmo, lo puso en brazos del alumno.) -¡Tiene usted suerte! Quería llevarse una moneda de recuerdo, y he aquí lo que el destino le ofrece. -¿Pero qué es esto? -Un valioso proyectil de la época romana, disparado sin duda alguna por una de esas máquinas que tanto le preocupan. (El estudiante recibió el regalo, un tanto confuso.) -¿Pero… está usted seguro? -Llévese esta piedra a Minnesota, y póngala sobre su mesa de conferenciante. Causará una fuerte impresión en el auditorio. -¿Usted cree? -Yo mismo le obsequiaré una documentación en regla, para que las autoridades le permitan sacarla de España. -¿Pero está usted seguro de que esta piedra es un proyectil romano? (La voz del arqueólogo tuvo un exasperado acento sombrío.) -Tan seguro estoy de que lo es, que si usted, en vez de venir ahora, anticipa unos dos mil años su viaje a Numancia, esta piedra, disparada por uno de los artilleros de Escipión, le habría aplastado la cabeza. (Ante aquella respuesta contundente, el estudiante de Minnesota se quedó pensativo, y estrechó afectuosamente la piedra contra su pecho. Soltando por un momento uno de sus brazos, se pasó la mano por la frente, como queriendo borrar, de una vez por todas, el fantasma de la balística romana.) El sol se había puesto ya sobre el árido paisaje numantino. En el cauce seco del Merdancho brillaba una nostalgia de río. Los serafines del Ángelus volaban a lo lejos, sobre invisibles aldeas. Y maestro y discípulo se quedaron inmóviles, eternizados por un instantáneo recogimiento, como dos bloques erráticos bajo el crepúsculo grisáceo. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Diálogo con Borges
Minicuento
La última vez que nos encontramos Jorge Luis Borges y yo, estábamos muertos. Para distraernos, nos pusimos a hablar de la eternidad. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El búho
Cuento
Antes de devorarlas, el búho digiere mentalmente a sus presas. Nunca se hace cargo de una rata entera si no se ha formado un previo concepto de cada una de sus partes. La actualidad del manjar que palpita en sus garras va haciéndose pasado en la conciencia y preludia la operación analítica de un lento devenir intestinal. Estamos ante un caso de profunda asimilación reflexiva. Con la aguda penetración de sus garfios el búho aprehende directamente el objeto y desarrolla su peculiar teoría del conocimiento. La cosa en sí (roedor, reptil o volátil) se le entrega no sabemos cómo. Tal vez mediante el zarpazo invisible de una intuición momentánea; tal vez gracias a una lógica espera, ya que siempre nos imaginamos el búho como un sujeto inmóvil, introvertido y poco dado a las efusiones cinegéticas de persecución y captura. ¿Quién puede asegurar que para las criaturas idóneas no hay laberintos de sombra, silogismos oscuros que van a dar en la nada tras la breve cláusula del pico? Comprender al búho equivale a aceptar esta premisa. Armonioso capitel de plumas labradas que apoya una metáfora griega; siniestro reloj de sombra que marca en el espíritu una hora de brujería medieval: ésta es la imagen bifronte del ave que emprende el vuelo al atardecer y que es la mejor viñeta para los libros de filosofía occidental. *FIN*
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El converso
Cuento
Entre Dios y yo todo ha quedado resuelto desde el momento en que he aceptado sus condiciones. Renuncio a mis propósitos y doy por terminadas mis labores apostólicas. El infierno no podrá ser suprimido; toda obstinación de mi parte será inútil y contraproducente. Dios se ha mostrado en esto claro y definitivo, y ni siquiera me permitió llegar a las últimas proposiciones. Entre otros deberes, he contraído el de hacer volver atrás a mis discípulos. A los de la tierra, se entiende. Los del infierno seguirán esperando inexorablemente mi regreso. En lugar de la redención prometida, no habré hecho más que añadir un nuevo suplicio: el de la esperanza. Dios lo ha querido así. Yo debo volver al punto de partida. Dios se niega a iluminarme y debo colocar mi espíritu en el plano en que se hallaba antes de seguir el camino equivocado, esto es, en vísperas de recibir las órdenes menores. Nuestro coloquio se ha desarrollado en el sitio que ocupo desde que fui arrebatado del infierno. Es algo así como una celda abierta en lo infinito y ocupada totalmente por mi cuerpo. Dios no acudió inmediatamente. Por el contrario, me pareció una eternidad la espera, y un sentimiento de postergación indecible me hacía sufrir más que todos los suplicios anteriores. El dolor pasado era un recuerdo grato en cierta manera, ya que me daba ocasión de comprobar mi existencia y de percibir los contornos de mi cuerpo. Allí, en cambio, me podía comparar a una nube, a un islote sensible, de márgenes constituidas por estados cada vez más inconscientes, de manera que no lograba saber hasta dónde existía ni en qué punto me comunicaba con la nada. Mi sola capacidad era el pensamiento, siempre más desbordado y potente. En la soledad tuve tiempo de andar y desandar numerosos caminos; reconstruí pieza por pieza edificios imaginarios; me extravié en mi propio laberinto, y sólo hallé la salida cuando la voz de Dios vino a buscarme. Millones de ideas se pusieron en fuga, y sentí que mi cabeza era la cuenca de un océano que de pronto se vaciaba. Está por demás aclarar que fue Dios quien puso todas las condiciones del pacto, y que a mí sólo me reservó el privilegio de aceptarlas. No fortaleció mi juicio en modo alguno; el arbitrio fue tan completo, que su imparcialidad me parece falta de misericordia. Se limitó a indicarme los dos caminos: recomenzar mi vida, o ir de nuevo al infierno. Todos dirán que el asunto no era para pensarse y que debí decidirme inmediatamente. Pero tuve que dudar mucho. Volver atrás no es cosa sencilla; se trata nada menos que de inaugurar una vida deshaciendo los errores y salvando los obstáculos de otra; y esto, para un hombre que no ha dado muestras de gran discernimiento, exige una serenidad y una resignación que Dios mismo echa de menos en mi persona. No sería difícil errar otra vez y que el camino de salvación se desviara nuevamente hacia el abismo. Además, en mi conducta futura está incluida toda una serie de actos insoportables, de humillaciones sin cuento: debo someterme y aclarar públicamente mi nueva situación. Han de saberlo todos, discípulos y enemigos. Los superiores cuya autoridad desprecié recibirán las cumplidas muestras de mi obediencia. Juro que si entre tales personas no se hallara fray Lorenzo, la cosa no sería tan grave. Pero es él precisamente quien debe enterarse primero y aparecer como agente de mi salvación. Tendrá a su cargo la vigilancia estrecha de mi vida, y cada una de mis acciones deberá desnudarse ante sus ojos. Volver al infierno es también una idea desalentadora; porque no se trata únicamente de condenación, sino de algo más fundamental: del fracaso de toda mi labor. Mi presencia en el infierno carece ya de sentido, no tiene importancia, desde el momento en que volvería incapacitado para convencer a nadie, para alentar la menor esperanza, ya que Dios ha puesto punto final a mis ensueños. Esto, descontando la naturalísima circunstancia de que en el infierno todos habrían de sentirse defraudados. Llamándome farsante y traidor, darían a mi mudanza interpretaciones malignas y torcidas; se dedicarían, sin duda alguna, a martirizarme in aeternum por su cuenta… Y aquí estoy, al borde del tiempo, asistido de mis más precarias cualidades, hablando de miedos mezquinos, haciendo gala de amor propio. Porque no puedo olvidar el éxito que obtuve en el infierno. Un triunfo, me atrevo a asegurarlo, que no han visto los apóstoles de la tierra. Era un espectáculo grandioso, y en medio estaba mi fe, inquebrantable, multiplicada, como una espada resplandeciente en las manos de todos. Fui a dar de bruces en el infierno, pero no dudé un solo instante. Rodeado de diablos tenebrosos, la idea de perdición no pudo abrirse paso en mi cabeza. Legiones de hombres sufrían tormento en máquinas horribles; sin embargo, a cada hecho desolador, mi fe respondía: Dios quiere probarme. Las dolencias que en la tierra me causaron mis verdugos no parecían interrumpirse, sino que hallaban una exacta continuación. Dios mismo ha examinado todas mis heridas y no ha podido discernir cuáles me fueron causadas en el mundo y cuáles provenían de manos diabólicas. No sé cuánto estuve en el infierno, pero recuerdo con claridad la rapidez y la grandeza del apostolado. Me di incansablemente a la tarea de trasmitir a los demás las convicciones propias: no estábamos definitivamente condenados; el castigo subsistía gracias a la actitud rebelde y desesperada. En vez de blasfemar, había que dar muestras de sacrificio, de humildad. El dolor sería el mismo y nada iba a perderse con hacer una prueba. Pronto volvería Dios su vista hacia nosotros, para darse cuenta de que habíamos comprendido sus secretos fines. Las llamas cumplirían su obra de purificación y las puertas del cielo iban a abrirse ya a los primeros perdonados. Pronto empezó a tomar vuelo mi canto de esperanza. El venero de la fe comenzó a refrescar los corazones endurecidos, con su dulce acento olvidado. Debo confesar ciertamente que para muchos aquello significaba sólo una especie de novedad a lo largo de la cruel monotonía. Pero al clamor se unieron hasta los más empedernidos, y hubo demonios que olvidaron su condición y se sumaban resueltamente a nuestras filas. Se vieron entonces cosas sorprendentes: condenados que iban ellos mismos a los hornos y se aplicaban contra el pecho brasas y cauterios, que saltaban a las calderas hirvientes y bebían con deleite largos vasos de plomo fundido. Demonios temblorosos de compasión iban a ellos y los obligaban a tomar reposo, a hacer una tregua en su actitud conmovedora. De lugar abyecto y abisal, el infierno se había transformado en santo refugio de espera y penitencia. ¿Qué harán ellos ahora? ¿Habrán vuelto a su rebeldía, a su desesperación, o estarán aguardando con angustia mi regreso a un infierno que ya no podré mirar con ojos de iluminado? Yo, que rechacé todos los argumentos humanos, que vi sonreír el rostro de Dios detrás de todos los tormentos, debo confesar ahora mi fracaso. Me cabe el alivio de que fue Dios mismo quien me desengañó, y no fray Lorenzo. Me ha sido impuesto el sacrificio de reconocerlo como salvador para castigar suficientemente mi vanidad; y el orgullo que no se rompió en los potros, irá a doblarse ante sus ojos crueles. Y todo gracias a que yo quise vivir a la buena de Dios. Cosa sorprendente, vivir a la buena de Dios trae los peores resultados. A Dios ofende una fe ciega; pide una fe vigilante, sobrecogida. Yo aniquilé totalmente la voluntad, y por mi espíritu y por mi cuerpo transitaron libremente los instintos y las virtudes. En vez de dedicarme a clasificar, puse todas las fuerzas en la fe, para hacer de mi quietismo una llama recóndita y potente; y las acciones, las dejé al capricho de esa fuerza oscura y universal que mueve cuanto existe sobre la tierra. Todo esto se vino abajo de golpe, cuando me di cuenta de que los actos, buenos y malos, que yo había remitido al depósito de la conciencia general -vana creación de nuestra mente de herejes-, se hallaban estrictamente anotados en mi cuenta personal. Dios me hizo comprobar la existencia de balanzas y registros; señaló uno por uno mis errores y me puso ante los ojos la afrenta de un saldo negativo. Yo no tuve a mi favor sino la fe, una fe totalmente errada, pero cuya solvencia Dios quiso reconocer. Me doy cuenta de que en mi caso se comprueba la predestinación, pero ignoro si estaré a salvo durante la nueva tentativa. Dios ha fortalecido reiteradamente mi incertidumbre y me ha soltado de sus manos sin una sola prueba palpable, con igual turbación ante los diferentes caminos que se abren a mis ojos inexpertos. La humana incapacidad ha sido cuidadosamente restaurada; lo veo todo como un sueño y no traigo ni una sola verdad como equipaje. Poco a poco las fronteras de mi cuerpo se reducen. El vago continente va incorporándose a la masa de mi persona. Siento que la piel envuelve y limita la sustancia que se había derramado en un orbe de inconsciencia. Renacen lentamente los sentidos y me comunican con el mundo y sus objetos. Estoy en mi celda, sobre el suelo. Veo el crucifijo de la pared. Muevo una pierna, palpo mi frente. Mis labios se remueven; percibo ya el soplo de la vida y trato de articular, de ensayar las palabras terribles: “Yo, Alonso de Cedillo, me retracto y abjuro…” Luego, frente a la reja, con su linterna en la mano, observándome, distingo a fray Lorenzo. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El discípulo
Cuento
De raso negro, bordeada de armiño y con gruesos alamares de plata y de ébano, la gorra de Andrés Salaino es la más hermosa que he visto. El maestro la compró a un mercader veneciano y es realmente digna de un príncipe. Para no ofenderme, se detuvo al pasar por el Mercado Viejo y eligió este bonete de fieltro gris. Luego, queriendo celebrar el estreno nos puso de modelo el uno al otro. Dominado mi resentimiento, dibujé una cabeza de Salaino, lo mejor que ha salido de mi mano. Andrés aparece tocado con su hermosa gorra, y con el gesto altanero que pasea por las calles de Florencia, creyéndose a los dieciocho años un maestro de la pintura. A su vez, Salaino me retrató con el ridículo bonete y con el aire de un campesino recién llegado de San Sepolcro. El maestro celebró alegremente nuestra labor, y él mismo sintió ganas de dibujar. Decía: «Salaino sabe reírse y no ha caído en la trampa». Y luego, dirigiéndose a mí: «Tú sigues creyendo en la belleza. Muy caro lo pagarás. No falta en tu dibujo una línea, pero sobran muchas. Traedme un cartón. Os enseñaré cómo se destruye la belleza». Con un lápiz de carbón trazó el bosquejo de una bella figura: el rostro de un ángel, tal vez el de una hermosa mujer. Nos dijo: «Mirad, aquí está naciendo la belleza. Estos dos huecos oscuros son sus ojos; estas líneas imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de contorno. Ésta es la belleza». Y luego, con un guiño: «Acabemos con ella». Y en poco tiempo, dejando caer unas líneas sobre otras, creando espacios de luz y de sombra, hizo de memoria ante mis ojos maravillados el retrato de Gioia. Los mismos ojos oscuros, el mismo óvalo del rostro, la misma imperceptible sonrisa. Cuando yo estaba más embelesado, el maestro interrumpió su trabajo y comenzó a reír de manera extraña. «Hemos acabado con la belleza», dijo. «Ya no queda sino esta infame caricatura.» Sin comprender, yo seguía contemplando aquel rostro espléndido y sin secretos. De pronto, el maestro rompió en dos el dibujo y arrojó los pedazos al fuego de la chimenea. Quedé inmóvil de estupor. Y entonces él hizo algo que nunca podré olvidar ni perdonar. De ordinario tan silencioso, echó a reír con una risa odiosa, frenética. «¡Anda, pronto, salva a tu señora del fuego!» Y me tomó la mano derecha y revolvió con ella las frágiles cenizas de la hoja de cartón. Vi por última vez sonreír el rostro de Gioia entre las llamas. Con mi mano escaldada lloré silencioso, mientras Salaino celebraba ruidosamente la pesada broma del maestro. Pero sigo creyendo en la belleza. No seré un gran pintor, y en vano olvidé en San Sepolcro las herramientas de mi padre. No seré un gran pintor, y Gioia casará con el hijo de un mercader. Pero sigo creyendo en la belleza. Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las calles. La belleza está en torno de mí, y llueve oro y azul sobre Florencia. La veo en los ojos oscuros de Gioia, y en el porte arrogante de Salaino, tocado con su gorra de abalorios. Y en las orillas del río me detengo a contemplar mis dos manos ineptas. La luz cede poco a poco y el Campanile recorta en el cielo su perfil sombrío. El panorama de Florencia se oscurece lentamente, como un dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas líneas. Una campana deja caer el comienzo de la noche. Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de disolverme en el crepúsculo. En las últimas nubes creo distinguir la sonrisa fría y desencantada del maestro, que hiela mi corazón. Y vuelvo a caminar lentamente, cabizbajo, por calles cada vez más sombrías, seguro de que voy a perderme en el olvido de los hombres. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El encuentro
Cuento
Dos puntos que se atraen, no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito. Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en zigzag. Pero una vez en la meta corrigen la desviación y se acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiados proyectiles, su camino al revés los incrusta de nuevo, repasando el cañón, en un cartucho sin pólvora. De vez en cuando, una pareja se aparta de esta regla invariable. Su propósito es francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan por el laberinto. No pueden vivir separados. Esta es su única certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un error y provoca el encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar. *FIN*
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El faro
Minicuento
Lo que hace Genaro es horrible. Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se vuelve asquerosa. Ayer, en la mesa, nos contó una historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como si Amelia y yo pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas falsas. Decía: “¿Es que hay algo más chistoso?” Y se pasaba la mano por la frente, encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a reír: “¿Cómo se sentirá llevar cuernos?” No tomaba en cuenta para nada nuestra confusión. Amelia estaba desesperada. Yo tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad a gritos, de salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía. Amelia tal vez, aniquilada en la situación intolerable. Hace ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez más tonto. Aceptaba explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre volvió el día previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso, traía pequeños regalos y nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi el cuello, teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a desfallecer de repugnancia entre semejantes abrazos. Al principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión de que Genaro iba a descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de vergüenza. La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente sobre nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora estamos envueltos en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como esposos. Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a Genaro. Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más bien facilita la rutina y provoca el cansancio. A veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que la supresión de este faro es un hecho. Nos alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente: “¿A dónde iremos?”, nos dice. “¡Somos aquí tan felices!” Suspira. Luego, buscando mis ojos: “Tú vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos”. Y se queda mirando el mar con melancolía. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El guardagujas
Cuento
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir. Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad: -Usted perdone, ¿ha salido ya el tren? -¿Lleva usted poco tiempo en este país? -Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo. -Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio. -Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren. -Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención. -¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo. -Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes. -Por favor… -Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado. -Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad? -Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón. -¿Me llevará ese tren a T.? -¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.? -Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así? -Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna… -Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted… -El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa. -Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio? -Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea. -¿Cómo es eso? -En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido. -¡Santo Dios! -Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren. -¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras! -Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria. -¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo! -¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes. -¿Y la policía no interviene? -Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas. -Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias? -Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito. -Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí. -Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T. -¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado? -Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades. -¿Qué está usted diciendo? En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida. -Pero yo no conozco en T. a ninguna persona. -En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales. -¿Y eso qué objeto tiene? -Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen. -Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes? -Yo, señor, solo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor. -¿Y los viajeros? Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita? El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna. -¿Es el tren? -preguntó el forastero. El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar: -¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama? -¡X! -contestó el viajero. En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren. Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento. FIN 1. Guardagujas: Empleado encargado del manejo de las agujas de una vía férrea.
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El mapa de los objetos perdidos
Cuento
El hombre qué me vendió el mapa no tenía nada de extraño. Un tipo común y corriente, un poco enfermo tal vez. Me abordó sencillamente, como esos vendedores que nos salen al paso en la calle. Pidió muy poco dinero por su mapa: quería deshacerse de él a toda costa. Cuando me ofreció una demostración acepté curioso porque era domingo y no tenía qué hacer. Fuimos a un sitio cercano para buscar el triste objeto que tal vez él mismo habría tirado allí, seguro de que nadie iba a recogerlo: una peineta de celuloide, color de rosa, llena de menudas piedrecillas. La guardo todavía entre docenas de baratijas semejantes y le tengo especial cariño porque fue el primer eslabón de la cadena. Lamento que no le acompañen las cosas vendidas y las monedas gastadas. Desde entonces vivo de los hallazgos deparados por el mapa. Vida bastante miserable, es cierto, pero que me ha librado para siempre de toda preocupación. Y a veces, de tiempo en tiempo, aparece en el mapa alguna mujer perdida que se aviene misteriosamente a mis modestos recursos. *FIN*
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El prodigioso miligramo
Cuento
Una hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un prodigioso miligramo. Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y se lo puso en la espalda. Comprobó con alegría una carga justa para ella. El peso ideal de aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía: como el peso de las alas en el cuerpo de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas. Después de entregar en el depósito de cereales un grano de maíz, la hormiga que lo ha conducido a través de un kilómetro apenas tiene fuerzas para arrastrar al cementerio su propio cadáver. La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero sus pasos demostraron la prisa ansiosa del que huye llevando un tesoro. Un vago y saludable sentimiento de reivindicación comenzaba a henchir su espíritu. Después de un larguísimo rodeo, hecho con alegre propósito, se unió al hilo de sus compañeras que regresaban todas, al caer la tarde, con la carga solicitada ese día: pequeños fragmentos de hoja de lechuga cuidadosamente recortados. El camino de las hormigas formaba una delgada y confusa crestería de diminuto verdor. Era imposible engañar a nadie: el miligramo desentonaba violentamente en aquella perfecta uniformidad. Ya en el hormiguero, las cosas empezaron a agravarse. Las guardianas de la puerta, y las inspectoras situadas en todas las galerías, fueron poniendo objeciones cada vez más serias al extraño cargamento. Las palabras “miligramo” y “prodigioso” sonaron aisladamente, aquí y allá, en labios de algunas entendidas. Hasta que la inspectora en jefe, sentada con gravedad ante una mesa imponente, se atrevió a unirlas diciendo con sorna a la hormiga confundida: “Probablemente nos ha traído usted un prodigioso miligramo. La felicito de todo corazón, pero mi deber es dar parte a la policía.” Los funcionarios del orden público son las personas menos aptas para resolver cuestiones de prodigios y de miligramos. Ante aquel caso imprevisto por el código penal, procedieron con apego a las ordenanzas comunes y corrientes, confiscando el miligramo con hormiga y todo. Como los antecedentes de la acusada eran pésimos, se juzgó que un proceso era de trámite legal. Y las autoridades competentes se hicieron cargo del asunto. La lentitud habitual de los procedimientos judiciales iba en desacuerdo con la ansiedad de la hormiga, cuya extraña conducta la indispuso hasta con sus propios abogados. Obedeciendo al dictado de convicciones cada vez más profundas, respondía con altivez a todas las preguntas que se le hacían. Propagó el rumor de que se cometían en su caso gravísimas injusticias, y anunció que muy pronto sus enemigos tendrían que reconocer forzosamente la importancia del hallazgo. Tales despropósitos atrajeron sobre ella todas las sanciones existentes. En el colmo del orgullo, dijo que lamentaba formar parte de un hormiguero tan imbécil. Al oír semejantes palabras, el fiscal pidió con voz estentórea una sentencia de muerte. En esa circunstancia vino a salvarla el informe de un célebre alienista, que puso en claro su desequilibrio mental. Por las noches, en vez de dormir, la prisionera se ponía a darle vueltas a su miligramo, lo pulía cuidadosamente, y pasaba largas horas en una especie de éxtasis contemplativo. Durante el día lo llevaba a cuestas, de un lado a otro, en el estrecho y oscuro calabozo. Se acercó al fin de su vida presa de terrible agitación. Tanto, que la enfermera de guardia pidió tres veces que se le cambiara de celda. La celda era cada vez más grande, pero la agitación de la hormiga aumentaba con el espacio disponible. No hizo el menor caso a las curiosas que iban a contemplar, en número creciente, el espectáculo de su desordenada agonía. Dejó de comer, se negó a recibir a los periodistas y guardó un mutismo absoluto. Las autoridades superiores decidieron finalmente trasladar a un sanatorio a la hormiga enloquecida. Pero las decisiones oficiales adolecen siempre de lentitud. Un día, al amanecer, la carcelera halló quieta la celda, y llena de un extraño resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el suelo, como un diamante inflamado de luz propia. Cerca de él yacía la hormiga heroica, patas arriba, consumida y transparente. La noticia de su muerte y la virtud prodigiosa del miligramo se derramaron como inundación por todas las galerías. Caravanas de visitantes recorrían la celda, improvisada en capilla ardiente. Las hormigas se daban contra el suelo en su desesperación. De sus ojos, deslumbrados por la visión del miligramo, corrían lágrimas en tal abundancia que la organización de los funerales se vio complicada con un problema de drenaje. A falta de ofrendas florales suficientes, las hormigas saqueaban los depósitos para cubrir el cadáver de la víctima con pirámides de alimentos. El hormiguero vivió días indescriptibles, mezcla de admiración, de orgullo y de dolor. Se organizaron exequias suntuosas, colmadas de bailes y banquetes. Rápidamente se inició la construcción de un santuario para el miligramo, y la hormiga incomprendida y asesinada obtuvo el honor de un mausoleo. Las autoridades fueron depuestas y acusadas de inepcia. A duras penas logró funcionar poco después un consejo de ancianas que puso término a la prolongada etapa de orgiásticos honores. La vida volvió a su curso normal gracias a innumerables fusilamientos. Las ancianas más sagaces derivaron entonces la corriente de admiración devota que despertó el miligramo a una forma cada vez más rígida de religión oficial. Se nombraron guardianas y oficiantes. En torno al santuario fue surgiendo un círculo de grandes edificios, y una extensa burocracia comenzó a ocuparlos en rigurosa jerarquía. La capacidad del floreciente hormiguero se vio seriamente comprometida. Lo peor de todo fue que el desorden, expulsado de la superficie, prosperaba con vida inquietante y subterránea. Aparentemente, el hormiguero vivía tranquilo y compacto, dedicado al trabajo y al culto, pese al gran número de funcionarías que se pasaban la vida desempeñando tareas cada vez menos estimables. Es imposible decir cuál hormiga albergó en su mente los primeros pensamientos funestos. Tal vez fueron muchas las que pensaron al mismo tiempo, cayendo en la tentación. En todo caso, se trataba de hormigas ambiciosas y ofuscadas que consideraron, blasfemas, la humilde condición de la hormiga descubridora. Entrevieron la posibilidad de que todos los homenajes tributados a la gloriosa difunta les fueran discernidos a ellas en vida. Empezaron a tomar actitudes sospechosas. Divagadas y melancólicas, se extraviaban adrede del camino y volvían al hormiguero con las manos vacías. Contestaban a las inspectoras sin disimular su arrogancia; frecuentemente se hacían pasar por enfermas y anunciaban para muy pronto un hallazgo sensacional. Y las propias autoridades no podían evitar que una de aquellas lunáticas llegara el día menos pensado con un prodigio sobre sus débiles espaldas. Las hormigas comprometidas obraban en secreto, y digámoslo así, por cuenta propia. De haber sido posible un interrogatorio general, las autoridades habrían llegado a la conclusión de que un cincuenta por ciento de las hormigas, en lugar de preocuparse por mezquinos cereales y frágiles hortalizas, tenía los ojos puestos en la incorruptible sustancia del miligramo. Un día ocurrió lo que debía ocurrir. Como si se hubieran puesto de acuerdo, seis hormigas comunes y corrientes, que parecían de las más normales, llegaron al hormiguero con sendos objetos extraños que hicieron pasar, ante la general expectación, por miligramos de prodigio. Naturalmente, no obtuvieron los honores que esperaban, pero fueron exoneradas ese mismo día de todo servicio. En una ceremonia casi privada, se les otorgó el derecho a disfrutar una renta vitalicia. Acerca de los seis miligramos, fue imposible decir nada en concreto. El recuerdo de la imprudencia anterior apartó a las autoridades de todo propósito judicial. Las ancianas se lavaron las manos en consejo, y dieron a la población una amplia libertad de juicio. Los supuestos miligramos se ofrecieron a la admiración pública en las vitrinas de un modesto recinto, y todas las hormigas opinaron según su leal saber y entender. Esta debilidad por parte de las autoridades, sumada al silencio culpable de la crítica, precipitó la ruina del hormiguero. De allí en adelante cualquier hormiga, agotada por el trabajo o tentada por la pereza, podía reducir sus ambiciones de gloria a los límites de una pensión vitalicia, libre de obligaciones serviles. Y el hormiguero comenzó a llenarse de falsos miligramos. En vano algunas hormigas viejas y sensatas recomendaron medidas precautorias, tales como el uso de balanzas y la confrontación minuciosa de cada nuevo miligramo con el modelo original. Nadie les hizo caso. Sus proposiciones, que ni siquiera fueron discutidas en asamblea, hallaron punto final en las palabras de una hormiga flaca y descolorida que proclamó abiertamente y en voz alta sus opiniones personales. Según la irreverente, el famoso miligramo original, por más prodigioso que fuera, no tenía por qué sentar un precedente de calidad. Lo prodigioso no debía ser impuesto en ningún caso como una condición forzosa a los nuevos miligramos encontrados. El poco de circunspección que les quedaba a las hormigas desapareció en un momento. En adelante las autoridades fueron incapaces de reducir o tasar la cuota de objetos que el hormiguero podía recibir diariamente bajo el título de miligramos. Se negó cualquier derecho de veto, y ni siquiera lograron que cada hormiga cumpliera con sus obligaciones. Todas quisieron eludir su condición de trabajadoras, mediante la búsqueda de miligramos. El depósito para esta clase de artículos llegó a ocupar las dos terceras partes del hormiguero, sin contar las colecciones particulares, algunas de ellas famosas por la valía de sus piezas. Respecto a los miligramos comunes y corrientes, descendió tanto su precio que en los días de mayor afluencia se podían obtener a cambio de una bicoca. No debe negarse que de cuando en cuando llegaban al hormiguero algunos ejemplares estimables. Pero corrían la suerte de las peores bagatelas. Legiones de aficionadas se dedicaron a exaltar el mérito de los miligramos de más baja calidad, fomentando así un general desconcierto. En su desesperación de no hallar miligramos auténticos, muchas hormigas acarreaban verdaderas obscenidades e inmundicias. Galerías enteras fueron clausuradas por razones de salubridad. El ejemplo de una hormiga extravagante hallaba al día siguiente millares de imitadoras. A costa de grandes esfuerzos, y empleando todas sus reservas de sentido común, las ancianas del consejo seguían llamándose autoridades y hacían vagos ademanes de gobierno. Las burócratas y las responsables del culto, no contentas con su holgada situación, abandonaron el templo y las oficinas para echarse a la busca de miligramos, tratando de aumentar gajes y honores. La policía dejó prácticamente de existir, y los motines y las revoluciones eran cotidianos. Bandas de asaltantes profesionales aguardaban en las cercanías del hormiguero para despojar a las afortunadas que volvían con un miligramo valioso. Coleccionistas resentidas denunciaban a sus rivales y promovían largos juicios, buscando la venganza del cateo y la expropiación. Las disputas dentro de las galerías degeneraban fácilmente en riñas, y estas en asesinatos… El índice de mortalidad alcanzó una cifra pavorosa. Los nacimientos disminuyeron de manera alarmante, y las criaturas, faltas de atención adecuada, morían por centenares. El santuario que custodiaba el miligramo verdadero se convirtió en tumba olvidada. Las hormigas, ocupadas en la discusión de los hallazgos más escandalosos, ni siquiera acudían a visitarlo. De vez en cuando, las devotas rezagadas llamaban la atención de las autoridades sobre su estado de ruina y de abandono. Lo más que se conseguía era un poco de limpieza. Media docena de irrespetuosas barrenderas daban unos cuantos escobazos, mientras decrépitas ancianas pronunciaban largos discursos y cubrían la tumba de la hormiga con deplorables ofrendas, hechas casi de puros desperdicios. Sepultado entre nubarrones de desorden, el prodigioso miligramo brillaba en el olvido. Llegó incluso a circular la especie escandalosa de que había sido robado por manos sacrílegas. Una copia de mala calidad suplantaba al miligramo auténtico, que pertenecía ya a la colección de una hormiga criminal, enriquecida en el comercio de miligramos. Rumores sin fundamento, pero nadie se inquietaba ni se conmovía; nadie llevaba a cabo una investigación que les pusiera fin. Y las ancianas del consejo, cada día más débiles y achacosas, se cruzaban de brazos ante el desastre inminente. El invierno se acercaba, y la amenaza de muerte detuvo el delirio de las imprevisoras hormigas. Ante la crisis alimenticia, las autoridades decidieron ofrecer en venta un gran lote de miligramos a una comunidad vecina, compuesta de acaudaladas hormigas. Todo lo que consiguieron fue deshacerse de unas cuantas piezas de verdadero mérito, por un puñado de hortalizas y cereales. Pero se les hizo una oferta de alimentos suficientes para todo el invierno, a cambio del miligramo original. El hormiguero en bancarrota se aferró a su miligramo como a una tabla de salvación. Después de interminables conferencias y discusiones, cuando ya el hambre mermaba el número de las supervivientes en beneficio de las hormigas ricas, estas abrieron la puerta de su casa a las dueñas del prodigio. Contrajeron la obligación de alimentarlas hasta el fin de sus días, exentas de todo servicio. Al ocurrir la muerte de la última hormiga extranjera, el miligramo pasaría a ser propiedad de las compradoras. ¿Hay que decir lo que ocurrió poco después en el nuevo hormiguero? Las huéspedes difundieron allí el germen de su contagiosa idolatría. Actualmente las hormigas afrontan una crisis universal. Olvidando sus costumbres, tradicionalmente prácticas y utilitarias, se entregan en todas partes a una desenfrenada búsqueda de miligramos. Comen fuera del hormiguero, y solo almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez muy pronto desaparezcan como especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El rey negro
Cuento
Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sacrificó su última torre para llevar un peón femenino hasta la séptima línea, frente al alfil y el caballo de las blancas. Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental… Desde el principio jugué mal esta partida: debilidades en la apertura, cambio apresurado de piezas con clara desventaja… Después entregué la calidad para obtener un peón pasado: el de la dama. Después… Ahora estoy solo y vago inútil por el tablero de blancas noches y de negros días, tratando de ocupar casillas centrales, esquivando el mate de alfil y caballo. Si mi adversario no lo efectúa en un cierto número de movimientos, la partida es tablas. Por eso sigo jugando, atenido en última instancia al Reglamento de la Federación Internacional de Ajedrez, que a la letra dice: Artículo 12° La partida es Tablas: Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que cincuenta jugadas por lo menos han sido realizadas por ambas partes sin que haya tenido lugar captura alguna de pieza ni movimiento de peón. El caballo blanco salta de un lado a otro, sin ton ni son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salvado? Pero de pronto me acomete la angustia y comienzo a retroceder inexplicablemente hacia uno de los rincones fatales. Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: El mate de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por instinto, por una implacable voluntad de matar. La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el triángulo de Delétang y yo pierdo la cuenta de las movidas. Los triángulos se suceden uno tras otro, hasta que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino tres casillas para moverme: uno caballo rey, y uno y dos torre. Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido más que una triangulación. Siempre elijo mal mis objetos amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón de siete dama. Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto muerto en el triángulo final. ¿Para qué seguir jugando? ¿Por qué no me dejé dar el mate del pastor? ¿O de una vez el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de Légal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre de mi madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de Filidor? Antes de que me hagan la última jugada decido inclinar mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo del tablero. Gentilmente, mi joven adversario lo recoge del suelo, lo pone en su lugar y me mata en uno torre, con el alfil. Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de amor. Dedicaré los días que me quedan de ingenio al análisis de las partidas ajenas, a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres, siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama. *FIN*
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El rinoceronte
Minicuento
Durante diez años luché con un rinoceronte; soy la esposa divorciada del juez McBride. Joshua McBride me poseyó durante diez años con imperioso egoísmo. Conocí sus arrebatos de furor, su ternura momentánea, y en las altas horas de la noche, su lujuria insistente y ceremoniosa. Renuncié al amor antes de saber lo que era, porque Joshua me demostró con alegatos judiciales que el amor sólo es un cuento que sirve para entretener a las criadas. Me ofreció en cambio su protección de hombre respetable. La protección de un hombre respetable es, según Joshua, la máxima ambición de toda mujer. Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte, y mi único triunfo consistió en arrastrarlo al divorcio. Joshua McBride se ha casado de nuevo, pero esta vez se equivocó en la elección. Buscando otra Elinor, fue a dar con la horma de su zapato. Pamela es romántica y dulce, pero sabe el secreto que ayuda a vencer a los rinocerontes. Joshua McBride ataca de frente, pero no puede volverse con rapidez. Cuando alguien se coloca de pronto a su espalda, tiene que girar en redondo para volver a atacar. Pamela lo ha cogido de la cola, y no lo suelta, y lo zarandea. De tanto girar en redondo, el juez comienza a dar muestras de fatiga, cede y se ablanda. Se ha vuelto más lento y opaco en sus furores; sus prédicas pierden veracidad, como en labios de un actor desconcentrado. Su cólera no sale ya a la superficie. Es como un volcán subterráneo, con Pamela sentada encima, sonriente. Con Joshua, yo naufragaba en el mar; Pamela flota como un barquito de papel en una palangana. Es hija de un pastor prudente y vegetariano que le enseñó la manera de lograr que los tigres se vuelvan también vegetarianos y prudentes. Hace poco vi a Joshua en la iglesia, oyendo devotamente los oficios dominicales. Está como enjuto y comprimido. Tal parece que Pamela, con sus dos manos frágiles, ha estado reduciendo su volumen y le ha ido doblando el espinazo. Su palidez de vegetariano le da un suave aspecto de enfermo. Las personas que visitan a los McBride me cuentan cosas sorprendentes. Hablan de unas comidas incomprensibles, de almuerzos y cenas sin rosbif; me describen a Joshua devorando enormes fuentes de ensalada. Naturalmente, de tales alimentos no puede extraer las calorías que daban auge a sus antiguas cóleras. Sus platos favoritos han sido metódicamente alterados o suprimidos por implacables y adustas cocineras. El patagrás y el gorgonzola no envuelven ya el roble ahumado del comedor en su untuosa pestilencia. Han sido remplazados por insípidas cremas y quesos inodoros que Joshua come en silencio, como un niño castigado. Pamela, siempre amable y sonriente, apaga el habano de Joshua a la mitad, raciona el tabaco de su pipa y restringe su whisky. Esto es lo que me cuentan. Me place imaginarlos a los dos solos, cenando en la mesa angosta y larga, bajo la luz fría de los candelabros. Vigilado por la sabia Pamela, Joshua el glotón absorbe colérico sus livianos manjares. Pero sobre todo, me gusta imaginar al rinoceronte en pantuflas, con el gran cuerpo informe bajo la bata, llamando en las altas horas de la noche, tímido y persistente, ante una puerta obstinada. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El rinoceronte
Minicuento
El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegado, en arranque total de filósofo positivista. Nunca da en el blanco, pero queda siempre satisfecho de su fuerza. Abre luego sus válvulas de escape y bufa a todo vapor. (Cargados con armadura excesiva, los rinocerontes en celo se entregan en el claro del bosque a un torneo desprovisto de gracia y destreza, en el que sólo cuenta la calidad medieval del encontronazo.) Ya en cautiverio, el rinoceronte es una bestia melancólica y oxidada. Su cuerpo de muchas piezas ha sido armado en los derrumbaderos de la prehistoria, con láminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos. Pero en un momento especial de la mañana, el rinoceronte nos sorprende: de sus ijares enjutos y resecos, como agua que sale de la hendidura rocosa, brota el gran órgano de vida torrencial y potente, repitiendo en la punta los motivos cornudos de la cabeza animal, con variaciones de orquídea, de azagaya y alabarda. Hagamos entonces homenaje a la bestia endurecida y abstrusa, porque ha dado lugar a una leyenda hermosa. Aunque parezca imposible, este atleta rudimentario es el padre espiritual de la criatura poética que desarrolla, en los tapices de la Dama, el tema del Unicornio caballeroso y galante. Vencido por una virgen prudente, el rinoceronte carnal se transfigura, abandona su empuje y se agacela, se acierva y se arrodilla. Y el cuerno obtuso de agresión masculina se vuelve ante la doncella una esbelta endecha de marfil. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El sapo
Minicuento
Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón. Prensado en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias. Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo. FIN Cuentos, Casa de las Américas, La Habana, 1959
Arreola, Juan José
México
1918-2001
El silencio de Dios
Cuento
Creo que esto no se acostumbra: dejar cartas abiertas sobre la mesa para que Dios las lea. Perseguido por días veloces, acosado por ideas tenaces, he venido a parar en esta noche como a una punta de callejón sombrío. Noche puesta a mis espaldas como un muro y abierta frente a mí como una pregunta inagotable. Las circunstancias me piden un acto desesperado y pongo esta carta delante de los ojos que lo ven todo. He retrocedido desde la infancia, aplazando siempre esta hora en que caigo por fin. No trato de aparecer ante nadie como el más atribulado de los hombres. Nada de eso. Cerca o lejos debe haber otros que también han sido acorralados en noches como esta. Pero yo pregunto: ¿cómo han hecho para seguir viviendo? ¿Han salido siquiera con vida de la travesía? Necesito hablar y confiarme; no tengo destinatario para mi mensaje de náufrago. Quiero creer que alguien va a recogerlo, que mi carta no flotará en el vacío, abierta y sola, como sobre un mar inexorable. ¿Es poco un alma que se pierde? Millares caen sin cesar, faltas de apoyo, desde el día en que se alzan para pedir las claves de la vida. Pero yo no quiero saberlas, no pretendo que caigan en mis manos las razones del universo. No voy a buscar en esta hora de sombra lo que no hallaron en espacios de luz los sabios y los santos. Mi necesidad es breve y personal. Quiero ser bueno y solicito unos informes. Eso es todo. Estoy balanceado en un vértigo de incertidumbre, y mi mano, que sale por último a la superficie, no encuentra una brizna para detenerse. Y es poco lo que me falta, sencillo el dato que necesito. Desde hace algún tiempo he venido dando un cierto rumbo a mis acciones, una orientación que me ha parecido razonable, y estoy alarmado. Temo ser víctima de una equivocación, porque todo, hasta la fecha, me ha salido muy mal. Me siento sumamente defraudado al comprobar que mis fórmulas de bondad producen siempre un resultado explosivo. Mis balanzas funcionan mal. Hay algo que me impide elegir con claridad los ingredientes del bien. Siempre se adhiere una partícula maligna y el producto estalla en mis manos. ¿Es que estoy incapacitado para la elaboración del bien? Me dolería reconocerlo, pero soy capaz de aprendizaje No sé si a todos les sucede lo mismo. Yo paso la vida cortejado por un afable demonio que delicadamente me sugiere maldades. No sé si tiene una autorización divina: lo cierto es que no me deja en paz ni un momento. Sabe dar a la tentación atractivos insuperables. Es agudo y oportuno. Como un prestidigitador, saca cosas horribles de los objetos más inocentes y está siempre provisto de extensas series de malos pensamientos que proyecta en la imaginación como rollos de película. Lo digo con toda sinceridad: nunca voy al mal con pasos deliberados; él facilita los trayectos, pone todos los caminos en declive. Es el saboteador de mi vida. Por si a alguien le interesa, consigno aquí el primer dato de mi biografía moral: un día en la escuela, en los primeros años, la vida me puso en contacto con unos niños que sabían cosas secretas, atrayentes, que participaban con misterio. Naturalmente, no me cuento entre los niños felices. Un alma infantil que guarda pesados secretos es algo que vuela mal, es un ángel lastrado que no puede tomar altura. Mis días de niño, que decoraron suaves paisajes, ostentan a menudo manchas deplorables. El maligno, con apariciones puntuales de fantasma, daba a mis sueños un giro de pesadilla y puso en los recuerdos pueriles un sabor punzante y criminoso. Cuando supe que Dios miraba todos mis actos traté de esconderle los malos por oscuros rincones. Pero al fin, siguiendo la indicación de personas mayores, mostré abiertos mis secretos para que fueran examinados en tribunal. Supe que entre Dios y yo había intermediarios, y durante mucho tiempo tramité por su conducto mis asuntos, hasta que un mal día, pasada la niñez, pretendí atenderlos personalmente. Entonces se suscitaron problemas cuyo examen fue siempre aplazado. Empecé a retroceder ante ellos, a huir de su amenaza, a vivir días y días cerrando los ojos, dejando al bien y al mal que hicieran conjuntamente su trabajo. Hasta que una vez, volviendo a mirar, tomé el partido de uno de los dos trabados contendientes. Con ánimo caballeresco, me puse al lado del más débil. Aquí está el resultado de nuestra alianza: Hemos perdido todas las batallas. De todos los encuentros con el enemigo salimos invariablemente apaleados y aquí estamos, batiéndonos otra vez en retirada durante esta noche memorable. ¿Por qué es el bien tan indefenso? ¿Por qué tan pronto se derrumba? Apenas se elaboran cuidadosamente unas horas de fortaleza, cuando el golpe de un minuto viene a echar abajo toda la estructura. Cada noche me encuentro aplastado por los escombros de un día destruido, de un día que fue bello y amorosamente edificado. Siento que una vez no me levantaré más, que decidiré vivir entre ruinas, como una lagartija. Ahora, por ejemplo, mis manos están cansadas para el trabajo de mañana. Y si no viene el sueño, siquiera el sueño como una pequeña muerte para saldar la cuenta pesarosa de este día, en vano esperaré mi resurrección. Dejaré que fuerzas oscuras vivan en mi alma y la empujen, en barrena, hacia una caída acelerada. Pero también pregunto: ¿se puede vivir para el mal? ¿Cómo se consuelan los malos de no sentir en su corazón el ansia tumultuosa del bien? Y si detrás de cada acto malévolo se esconde un ejército de castigo, ¿cómo hacen para defenderse? Por mi parte, he perdido siempre esa lucha, y bandas de remordimiento me persiguen como espadachines hasta el callejón de esta noche. Muchas veces he revistado con satisfacción un cierto grupo de actos bien disciplinados y casi victoriosos, y ha bastado el menor recuerdo enemigo para ponerlos en fuga. Me veo precisado a reconocer que muchas veces soy bueno solo porque me faltan oportunidades aceptables de ser malo, y recuerdo con amargura hasta dónde pude llegar en las ocasiones en que el mal puso todos sus atractivos a mi alcance. Entonces, para conducir el alma que me ha sido otorgada, pido, con la voz más urgente, un dato, un signo, una brújula. El espectáculo del mundo me ha desorientado. Sobre él desemboca al azar y lo confunde todo. No hay lugar para recoger una serie de hechos y confrontarlos. La experiencia va brotando siempre detrás de nuestros actos, inútil como una moraleja. Veo a los hombres en torno de mí, llevando vidas ocultas, inexplicables. Veo a los niños que beben voces contaminadas, y a la vida como nodriza criminal que los alimenta de venenos. Veo pueblos que disputan las palabras eternas, que se dicen predilectos y elegidos. A través de los siglos, se ven hordas de sanguinarios y de imbéciles; y de pronto, aquí y allá, un alma que parece señalada con un sello divino. Miro a los animales que soportan dulcemente su destino y que viven bajo normas distintas; a los vegetales que se consumen después de una vida misteriosa y pujante, y a los minerales duros y silenciosos. Enigmas sin cesar caen en mi corazón, cerrados como semillas que una savia interior hace crecer. De cada una de las huellas que la mano de Dios ha dejado sobre la tierra, distingo y sigo el rastro. Pongo agudamente el oído en el rumor informe de la noche, me inclino al silencio que se abre de pronto y que un sonido interrumpe. Espío y trato de ir hasta el fondo, de embarcarme al conjunto, de sumarme en el todo. Pero quedo siempre aislado; ignorante, individual, siempre a la orilla. Desde la orilla entonces, desde el embarcadero, dirijo esta carta que va a perderse en el silencio… Efectivamente, tu carta ha ido a dar al silencio. Pero sucede que yo me encontraba allí en tales momentos. Las galerías del silencio son muy extensas y hacía mucho que no las visitaba. Desde el principio del mundo vienen a parar aquí todas esas cosas. Hay una legión de ángeles especializados que se ocupan en trasmitir los mensajes de la tierra. Después de que son cuidadosamente clasificados, se guardan en unos ficheros dispuestos a lo largo del silencio. No te sorprendas porque contesto una carta que según la costumbre debería quedar archivada para siempre. Como tú mismo has pedido, no voy a poner en tus manos los secretos del universo, sino a darte unas cuantas indicaciones de provecho. Creo que serás lo suficientemente sensato para no juzgar que me tienes de tu parte, ni hay razón alguna para que vayas a conducirte desde mañana como un iluminado. Por lo demás, mi carta va escrita con palabras. Material evidentemente humano, mi intervención no deja en ellas rastro; acostumbrado al manejo de cosas más espaciosas, estos pequeños signos, resbaladizos como guijarros, resultan poco adecuados para mí. Para expresarme adecuadamente, debería emplear un lenguaje condicionado a mi sustancia. Pero volveríamos a nuestras eternas posiciones y tú quedarías sin entenderme. Así pues, no busques en mis frases atributos excelsos: son tus propias palabras, incoloras y naturalmente humildes que yo ejercito sin experiencia. Hay en tu carta un acento que me gusta. Acostumbrado a oír solamente recriminaciones o plegarias, tu voz tiene un timbre de novedad. El contenido es viejo, pero hay en ella sinceridad, una lamentación de hijo doliente y una falta de altanería. Comprende que los hombres se dirigen a mí de dos modos: bien el éxtasis del santo, bien las blasfemias del ateo. La mayoría utiliza también para llegar hasta aquí un lenguaje sistematizado en oraciones mecánicas que generalmente dan en el vacío, excepto cuando el alma conmovida las reviste de nueva emoción. Tú hablas tranquilamente y solo te podría reprochar el que hayas dicho con tanta formalidad que tu carta iba a dar al silencio, como si lo supieras de antemano. Fue una casualidad que yo me encontrara allí cuando acababas de escribir. Si retardo un poco mi visita, cuando leyera tus apasionadas palabras tal vez ya no existiría sobre la tierra ni el polvo de tus huesos. Quiero que veas al mundo tal cual yo lo contemplo: como un grandioso experimento. Hasta ahora los resultados no son muy claros, y confieso que los hombres han destruido mucho más de lo que yo había presupuesto. Pienso que no sería difícil que acabaran con todo. Y esto, gracias a un poco de libertad mal empleada. Tú apenas rozas problemas que yo examino a fondo con amargura. Hay el dolor de todos los hombres, el de los niños, el de los animales que se les parecen tanto en su pureza. Veo sufrir a los niños y me gustaría salvarlos para siempre: evitar que lleguen a ser hombres. Pero debo esperar todavía un poco más, y espero confiadamente. Si tú tampoco puedes soportar la brizna de libertad que llevas contigo, cambia la posición de tu alma y sé solamente pasivo, humilde. Acepta con emoción lo que la vida ponga en tus manos y no intentes los frutos celestes; no vengas tan lejos. Respecto a la brújula que pides, debo aclararte que te he puesto una quién sabe dónde, y que no puedo darte otra. Recuerda que lo que yo podía darte ya te lo he concedido. Quizás te convendría reposar en alguna religión. Esto también lo dejo a tu criterio. Yo no puedo recomendarte alguna de ellas porque soy el menos indicado para hacerlo. De todos modos, piénsalo y decídete si hay dentro de ti una voz profunda que lo solicita. Lo que sí te recomiendo, y lo hago muy ampliamente, es que en lugar de ocuparte en investigaciones amargas, te dediques a observar más bien el pequeño cosmos que te rodea. Registra con cuidado los milagros cotidianos y acoge en tu corazón a la belleza. Recibe sus mensajes inefables y tradúcelos en tu lengua. Creo que te falta actividad y que todavía no has penetrado en el profundo sentido del trabajo. Deberías buscar alguna ocupación que satisfaga a tus necesidades y que te deje solamente algunas horas libres. Toma esto con la mayor atención, es un consejo que te conviene mucho. Al final de un día laborioso no suele encontrarse uno con noches como esta, que por fortuna estás acabando de pasar profundamente dormido. En tu lugar, yo me buscaría una colocación de jardinero o cultivaría por mi cuenta un prado de hortalizas. Con las flores que habría en él, y con las mariposas que irán a visitarlas, tendría suficiente para alegrar mi vida. Si te sientes muy solo, busca la compañía de otras almas, y frecuéntala, pero no olvides que cada alma está especialmente construida para la soledad. Me gustaría ver otras cartas sobre tu mesa. Escríbeme, si es que renuncias a tratar cosas desagradables. Hay tantos temas de qué hablar, que seguramente tu vida alcanzará para muy pocos. Escojamos los más hermosos. En vez de firma, y para acreditar esta carta (no pienses que la estás soñando), te voy a ofrecer una cosa: me manifestaré a ti durante el día, de un modo en que puedas fácilmente reconocerme, por ejemplo… Pero no, tú solo, solo tú habrás de descubrirlo. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
En verdad os digo
Cuento
Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus. Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos. Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica. La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios. En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco. Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica. En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo. Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon. En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado. En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega. El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años, sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio Niklaus. Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas. Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Eva
Minicuento
Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes. En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo. El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros hubieran estado a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos. Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento. «En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.» La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia», dijo casi con lágrimas en los ojos. Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó. Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Felinos
Minicuento
Si no domesticamos a todos los felinos fue exclusivamente por razones de tamaño, utilidad y costo de mantenimiento. Nos hemos conformado con el gato, que come poco. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
In Memoriam
Cuento
El lujoso ejemplar en cuarto mayor con pastas de cuero repujando, tenue de olor a tinta recién impresa en fino papel de Holanda, cayó como una pesada lápida mortuoria sobre el pecho de la baronesa viuda de Büssenhausen. La noble señora leyó entre lágrimas la dedicatoria de dos páginas, compuesta en reverentes unciales germánicas. Por consejo amistoso, ignoró los cincuenta capítulos de la Historia comparada de las relaciones sexuales, gloria imperecedera de su difunto marido, y puso en un estuche italiano aquel volumen explosivo. Entre los libros científicos redactados sobre el tema, la obra del barón Büssenhausen se destaca de modo casi sensacional, y encuentra lectores entusiastas en un público cuya diversidad mueve a envidia hasta a los más austeros hombres de estudio. (La traducción abreviada en inglés ha sido un best-seller.) Para los adalides del materialismo histórico, este libro no es más que una enconada refutación de Engels. Para los teólogos, el empeño de un luterano que dibuja en la arena del hastío círculos de esmerado infierno. Los psicoanalistas, felices, bucean un mar de dos mil páginas de pretendida subconciencia. Sacan a la superficie datos nefandos: Büssenhausen es el pervertido que traduce en su lenguaje impersonal la historia de un alma atormentada por las más extraviadas pasiones. Allí están todos sus devaneos, ensueños libidinosos y culpas secretas, atribuidos siempre a inesperadas comunidades primitivas, a lo largo de un arduo y triunfante proceso de sublimación. El reducido grupo de los antropólogos especialistas niega a Büssenhausen el nombre de colega. Pero los críticos literarios le otorgan su mejor fortuna. Todos están de acuerdo en colocar el libro dentro del género novelístico, y no escatiman el recuerdo de Marcel Proust y de James Joyce. Según ellos, el barón se entregó a la búsqueda infructuosa de las horas perdidas en la alcoba de su mujer. Centenares de páginas estancadas narran el ir y venir de un alma pura, débil y dubitativa, del ardiente Venusberg conyugal a la gélida cueva del cenobita libresco. Sea de ello lo que fuere, y mientras viene la calma, los amigos más fieles han tendido alrededor del castillo Büssenhausen una afectuosa red protectora que intercepta los mensajes del exterior. En las desiertas habitaciones señoriales la baronesa sacrifica galas todavía no marchitas, pese a su edad otoñal. (Es hija de un célebre entomólogo, ya desaparecido, y de una poetisa que vive.) Cualquier lector medianamente dotado puede extraer de los capítulos del libro más de una conclusión turbadora. Por ejemplo, la de que el matrimonio surgió en tiempos remotos como un castigo impuesto a las parejas que violaban el tabú de endogamia. Encarcelados en el borne, los culpables sufrían las inclemencias de la intimidad absoluta, mientras sus prójimos se entregaban afuera a los irresponsables deleites del más libre amor. Dando muestra de fina sagacidad, Büssenhausen define el matrimonio como un rasgo característico de la crueldad babilonia. Y su imaginación alcanza envidiable altura cuando nos describe la asamblea primitiva de Samarra, dichosamente prehamurábica. El rebaño vivía alegre y despreocupado, distribuyéndose el generoso azar de la caza y la cosecha, arrastrando su tropel de hijos comunales. Pero a los que sucumbían al ansia prematura o ilegal de posesión, se les condenaba en buena especie a la saciedad atroz del manjar apetecido. Derivar de allí modernas conclusiones psicológicas es tarea que el barón realiza, por así decirlo, con una mano en la cintura. El hombre pertenece a una especie animal llena de pretensiones ascéticas. Y el matrimonio, que en un principio fue castigo formidable, se volvió poco después un apasionado ejercicio de neuróticos, un increíble pasatiempo de masoquistas. El barón no se detiene aquí. Agrega que la civilización ha hecho muy bien en apretar los lazos conyugales. Felicita a todas las religiones que convirtieron el matrimonio en disciplina espiritual. Expuestas a un roce continuo, dos almas tienen la posibilidad de perfeccionarse hasta el máximo pulimento, o de reducirse a polvo. “Científicamente considerado, el matrimonio es un molino prehistórico en el que dos piedras ruejas se muelen a sí mismas, interminablemente, hasta la muerte.” Son palabras textuales del autor. Le faltó añadir que a su tibia alma de creyente, porosa y caliza, la baronesa oponía una índole de cuarzo, una consistencia de valquiria. (A estas horas, en la soledad de su lecho, la viuda gira impávidas aristas radiales sobre el recuerdo impalpable del pulverizado barón.) El libro de Büssenhausen podría ser fácilmente desdeñado si sólo contuviera los escrúpulos personales y las represiones de un marido chapado a la antigua, que nos abruma con sus dudas acerca de que podamos salvarnos sin tomar en cuenta el alma ajena, presta a sucumbir a nuestro lado, víctima del aburrimiento, de la hipocresía, de los odios menudos, de la melancolía perniciosa. Lo grave está en que el barón apoya con una masa de datos cada una de sus divagaciones. En la página más descabellada, cuando lo vemos caer vertiginosamente en un abismo de fantasía, nos sale de pronto con una prueba irrefutable entre sus manos de náufrago. Si al hablar de la prostitución hospitalaria Malinowski le falla en las islas Marquesas, allí está para servirle Alf Theodorsen desde su congelada aldea de lapones. No caben dudas al respecto. Si el barón se equivoca, debemos confesar que la ciencia se pone curiosamente de acuerdo para equivocarse con él. A la imaginación creadora y desbordante de un Lévy-Brühl, añade la perspicacia de un Frazer, la exactitud de un Wilhelm Eilers, y de vez en cuando, por fortuna, la suprema aridez de un Franz Boas. Sin embargo, el rigor científico del barón decae con frecuencia y da lugar a ciertas páginas de gelatina. En más de un pasaje la lectura es sumamente penosa, y el volumen adquiere un peso visceral, cuando la falsa paloma de Venus bate alas de murciélago, o cuando se oye el rumor de Píramo y Tisbe que roen, cada uno por su lado, un espeso muro de confitura. Nada más justo que perdonar los deslices de un hombre que se pasó treinta años en el molino, con una mujer abrasiva, de quien lo separaban muchos grados en la escala de la dureza humana. Desoyendo la algarabía escandalizada y festiva de los que juzgan la obra del barón como un nuevo resumen de historia universal, disfrazado y pornográfico, nosotros nos unimos al reducido grupo de los espíritus selectos que adivinan en la Historia comparada de las relaciones sexuales una extensa epopeya doméstica, consagrada a una mujer de temple troyano. La perfecta casada en cuyo honor se rindieron miles y miles de pensamientos subversivos, acorralados en una dedicatoria de dos páginas, compuesta en reverentes unciales germánicas: la baronesa Gunhild de Büssenhausen, née condesa de Magneburg-Hohenheim. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Insectiada
Cuento
Pertenecemos a una triste especie de insectos, dominada por el apogeo de las hembras vigorosas, sanguinarias y terriblemente escasas. Por cada una de ellas hay veinte machos débiles y dolientes. Vivimos en fuga constante. Las hembras van tras de nosotros, y nosotros, por razones de seguridad, abandonamos todo alimento a sus mandíbulas insaciables. Pero la estación amorosa cambia el orden de las cosas. Ellas despiden irresistible aroma. Y las seguimos enervados hacia una muerte segura. Detrás de cada hembra perfumada hay una hilera de machos suplicantes. El espectáculo se inicia cuando la hembra percibe un número suficiente de candidatos. Uno a uno saltamos sobre ella. Con rápido movimiento esquiva el ataque y despedaza al galán. Cuando está ocupada en devorarlo, se arroja un nuevo aspirante. Y así hasta el final. La unión se consuma con el último superviviente, cuando la hembra, fatigada y relativamente harta, apenas tiene fuerzas para decapitar al macho que la cabalga, obsesionado en su goce. Queda adormecida largo tiempo triunfadora en su campo de eróticos despojos. Después cuelga del árbol inmediato un grueso cartucho de huevos. De allí nacerá otra vez la muchedumbre de las víctimas, con su infalible dotación de verdugos. *FIN*
Arreola, Juan José
México
1918-2001
La boa
Minicuento
La proposición de la boa es tan irracional que seduce inmediatamente al conejo, antes de que pueda dar su consentimiento. Apenas si hace falta un masaje previo y una lubricación de saliva superficial. La absorción se inicia fácilmente y el conejo se entrega en una asfixia sin pataleo. Desaparecen la cabeza y las patas delanteras. Pero a medio bocado sobrevienen las angustias de un taponamiento definitivo. En ayuda de la boa transcurren los últimos instantes de vida del conejo, que avanza y desaparece propulsado en el túnel costillar por cada vez más tenues estertores. La boa se da cuenta entonces de que asumió un paquete de graves responsabilidades, y empieza la pelea digestiva, la verdadera lucha contra el conejo. Lo ataca desde la periferia al centro, con abundantes secreciones de jugo gástrico, embalsamándolo en capas sucesivas. Pelo, piel, tejidos y vísceras son cuidadosamente tratados y disueltos en el acarreo del estómago. El esqueleto se somete por último a un proceso de quebrantamiento y trituración, a base de contracciones y golpeteos laterales. Después de varias semanas, la boa victoriosa, que ha sobrevivido a una larga serie de intoxicaciones, abandona los últimos recuerdos del conejo bajo la forma de pequeñas astillas de hueso laboriosamente pulimentadas. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
La canción de Peronelle
Cuento
Desde su claro huerto de manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro Guillermo su primer rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas, y el mensaje cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta. Guillermo de Machaut había cumplido ya los sesenta años. Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a inclinarse hacia la tierra. Uno de sus ojos se había apagado para siempre. Sólo de vez en cuando, al oír sus antiguos versos en boca de los jóvenes enamorados, se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción de Peronelle volvió a ser joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad más gallardo cantor de serenatas. Mordió la carne dura y fragante de las manzanas y pensó en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su vejez retrocedió como sombra perseguida por un rayo de luz. Contestó con una carta extensa y ardiente, intercalada de poemas juveniles. Peronelle recibió la respuesta y su corazón latió apresuradamente. Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje de fiesta, ante los ojos del poeta que celebraba su belleza desconocida. Pero tuvo que esperar hasta el otoño la feria de San Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres consintieron en dejarla ir en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban y venían, cada vez más inflamadas, colmando la espera. En la primera garita del camino, el maestro aguardó a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz. Con el corazón apretado de angustia, escribía versos y notas musicales para saludar su llegada. Peronelle se acercó envuelta en el esplendor de sus dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la esperaba ansioso. Y la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el maestro Guillermo y Peronelle pasaban las horas diciendo rondeles y baladas, oprimiéndose las manos, temblando como dos prometidos en la víspera de sus bodas. A pesar del ardor de sus poemas, el maestro Guillermo supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio pasar indiferente a los jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron las santas iglesias, y juntos se albergaron en las posadas del camino. La fiel servidora tendía sus mantas entre los dos lechos, y San Dionisio bendijo la pureza del idilio cuando los dos enamorados se arrodillaron, con las manos juntas, al pie de su altar. Pero ya de vuelta, en una tarde resplandeciente y a punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
La jirafa
Minicuento
Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa. Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones. Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero. Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo. Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
La migala
Cuento
La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye. El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada. Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres. La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible. Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona. Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles. Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo. Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero. Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Libertad
Minicuento
Hoy proclamé la independencia de mis actos. A la ceremonia solo concurrieron algunos deseos insatisfechos, dos o tres actitudes desmedradas. Un propósito grandioso que había ofrecido venir envió a última hora su excusa humilde. Todo transcurrió en un silencio pavoroso. Creo que el error consistió en la ruidosa proclama: trompetas y campanas, cohetes y tambores. Y para terminar, unos ingeniosos juegos de moral pirotécnica que se quedaron a medio arder. Al final me hallé a solas conmigo mismo. Despojado de todos los atributos de caudillo, la medianoche me encontró cumpliendo un oficio de mera escribanía. Con los últimos restos del heroísmo emprendí la penosa tarea de redactar los artículos de una dilatada constitución que presentaré mañana a la asamblea general. El trabajo me ha divertido un poco, alejando de mi espíritu la triste impresión del fracaso. Leves e insidiosos pensamientos de rebeldía vuelan como mariposas nocturnas en torno de la lámpara, mientras sobre los escombros de mi prosa jurídica pasa de vez en cuando un tenue soplo de marsellesa. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Los alimentos terrestres
Cuento
“Muy sentido estoy del descuido que ha tenido nuestro amigo de mis alimentos… Mis alimentos es justo que no padezcan ni hallen con ellos ningún fracaso o novedad… Diga V. m. ¿qué culpa tienen mis alimentos, ni qué pecado ha cometido mi crédito para que no se paguen muy puntualmente…? Los mil reales de mis alimentos, de aquí a San Pedro… Según esto, suplico a V. m. haga con Pedro Alonso de Baena me envíe libranza junta de ocho mil y quinientos reales que montan los meses de mis alimentos de aquí al fin de este año… Con don Agustín Fiesco he acabado que escriba a Pedro Alonso de Baena dé lugar a la correspondencia de mis alimentos. .. También suplico mire que es bien advertir a nuestro amigo que seiscientos reales cada mes no pueden ser alimentos de un niño de la doctrina… Que será gran merced para mí excusarme de pesadumbre con ellos, y solicitar mis alimentos de junio por la misma vía… No hay mulas de retorno para un alimentado… Por amor de Dios que V. m. trate de la satisfacción de estos hombres y de socorrerme con los alimentos de julio… Con quinientos reales de aquí a fin de diciembre, no puede pasar una hormiga, cuanto más quien tiene honra… Mañana entra enero, que da principio al año y a mis alimentos. .. Suplico a V. m. haga con el amigo ensanche los alimentos de aquí a octubre… Pensé que el amigo, con la cuaresma, mudara de condición como de manjar, y veo que procede aun peor con estos alimentos que con los otros, pues se conjura contra los míos, haciéndome ayunar aun los domingos, que perdona la Iglesia. .. Los alimentos de este año en la escriptura fueron pocos, pero en la dispensación van siendo menos, porque son ningunos… Es morir no andar con alimentos anticipados… Ni es bien cansarle dos veces sobre una cosa que es la que tengo suplicada a V. m. de mis alimentos… Y compongamos estos mis pobres alimentos de manera que pueda yo comer aunque nunca cene… Suplico a V. m. ponga remedio en todo esto, que ya no me acuerdo de mí ni de mis alimentos… (Quiero más una morcilla / que en el asador reviente…) Yo perezco, y mi crédito más, si V. m. no me socorre como quien es, haciendo que me libren mis alimentos juntos… Deseo saber si mis alimentos son de condición diferente que los otros o si por desdicha mía soy más glorioso que otros hombres… Nuestro amigo hace experiencias costosas de mi naturaleza, averiguando sin duda lo que tengo de angélico, pues me deja ayuno tantos días… Señor mío don Francisco: V. m., que tiene molinos, sabe que no come el molinero del ruido de la citola, sino del trigo de la tolva… ¿Qué culpa tiene mi comida miserable, de la concurrencia del señor don Fernando de Córdoba y Cardona? Y algo más que bastará para asegurarse los ensanches que se echaren a mis alimentos… Suplico a V. m. que se sirva de pedirle de mi parte me haga merced de los alimentos que he de haber este año… Es invención suya para no sólo alargar los alimentos, pero retardarlos, como lo hace… No me deje tan impíamente, atenido a tan miserables alimentos. .. En materia de mis alimentos he padecido todo este tiempo mil necesidades… Ya caminamos a cuatro meses de alimentos sin haber visto un maravedí de todos ellos… Sírvase mandar se me compre a cuenta de mis alimentos cuatro arrobas de azahar seco, digo de lo ya tostado en las alquitaras… Cuanto a lo que Vuestra merced me ofrece de no desampararme en los alimentos, le beso las manos tantas veces como ellos contienen de maravedís… Bien fuera razón que me remitiera en esa póliza lo que monta lo caído de mis alimentos, sin dármelos a sorbos… Yo quedo esperando la fianza de mis alimentos… De mis alimentos se resta ochocientos reales, digo 850, hasta fin de éste… He acabado con don Agustín Fiesco que me dé aquí 2,550 reales que montan lo restante de mis alimentos hasta fin de agosto, que es hoy, y el mes de setiembre, que entra mañana, de manera que hasta el fin del dicho mes de setiembre estoy alimentado… Suplico a V. m. no haya falta en ello, porque va el crédito y la consecuencia para el expediente de unos alimentos… No es mucho que se me anticipen los alimentos de un mes… La paga no es muy ejecutiva, ni la seguridad menos que mis alimentos… ¿Me ha de volver las espaldas V. m. y ha de escribir a los Fíescos que me nieguen aún los alimentos? Para ello es menester echar algunas ensanchas a la provisión de mis alimentos… No quiso dispensar en tres días de anticipación de alimentos. .. Suplícole se sirva de acudirme, que no puedo pagar de ninguna manera con alimentos tan cortos… Beso las manos de Vuestra merced muchas veces por la anticipación de los alimentos… Yo suplico a Vuestra merced me haga merced de los dos meses de alimentos perdidos… Yo estoy peor que Vuestra merced me dejó, y tanto, que ha sido menester vender un contador de ébano para comer estas dos semanas, que puede tardar el desengaño de mis alimentos… En virtud de Cristóbal de Heredia, no falta quien me fíe el pan, que como con un torrezno de Rute… No hay luz ni aun crepúsculo de comodidad: noche es en la que vivo, y, lo que peor es, sin tener que cenar en ella… Tengo a V. m., con quien estoy comiendo en un plato; y ojalá fuera ello así, que no estoy sino debajo de su mesa de V. m., comiendo sus meajas y pidiendo ahora que deje caer una rebanada de pan siquiera… Quejárame a Dios y al mundo, y diranme que don Luis de Góngora soy en cualquier parte, y más en Madrid, donde me mandarán dar alimentos bien pagados… Beso las manos de Vuestra merced por la que me hace de alimentarme… Porque 800 reales son flacos alimentos para un hombre de cuenta en este lugar… Y que me hallo a los umbrales del invierno sin hilo de ropa, anticipados mis alimentos mes y medio para poder comer…” DON LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE, Epistolario.
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Monólogo del insumiso
Cuento
Homenaje a M. A. Poseí a la huérfana la noche misma en que velábamos a su padre a la luz parpadeante de los cirios. (¡Oh, si pudiera decir esto mismo con otras palabras!) Como todo se sabe en este mundo, la cosa llegó a oídos del viejecillo que mira nuestro siglo a través de sus maliciosos quevedos. Me refiero a ese anciano señor que preside las letras mexicanas tocado con el gorro de dormir de los memorialistas, y que me vapuleó en plena calle con su enfurecido bastón, ante la ineficacia de la policía ciudadana. Recibí también una corrosiva lluvia de injurias proferidas con voz aguda y furiosa. Y todo gracias a que el incorrecto patriarca ¡el diablo se lo lleve! estaba enamorado de la dulce muchacha que desde ahora me aborrece. ¡Ay de mí! Ya me aborrece hasta la lavandera, a pesar de nuestros cándidos y dilatados amores. Y la bella confidente, a quien el decir popular señala como mi Dulcinea, no quiso oír ya las quejas del corazón doliente de su poeta. Creo que me desprecian hasta los perros. Por fortuna, estas infames habladurías no pueden llegar hasta mi querido público. Yo canto para un auditorio compuesto de recatadas señoritas y de empolvados viejitos positivistas. A ellos la atroz especie no llega; están bien lejos del mundanal ruido. Para ellos sigo siendo el pálido joven que impreca a la divinidad en imperiosos tercetos y que restaña sus lágrimas con una blonda guedeja. Estoy acribillado de deudas para con los críticos del futuro. Sólo puedo pagar con lo que tengo. Heredé un talego de imágenes gastadas. Pertenezco al género de los hijos pródigos que malgastan el dinero de los antepasados, pero que no pueden hacer fortuna con sus propias manos. Todas las cosas que se me han ocurrido las recibí enfundadas en una metáfora. Y a nadie le he podido contar la atroz aventura de mis noches de solitario, cuando el germen de Dios comienza a crecer de pronto en mi alma vacía. Hay un diablo que me castiga poniéndome en ridículo. Él me dicta casi todo lo que escribo. Y mi pobre alma cancelada está ahogándose bajo el aluvión de las estrofas. Sé muy bien que llevando una vida un poco más higiénica y racional podría llegar en buen estado al siglo venidero, donde una poesía nueva está aguardando a los que logren salvarse de este desastroso siglo XIX. Pero me siento condenado a repetirme y a repetir a los demás. Ya me imagino mi papel para entonces y veo al joven crítico que me dice con su acostumbrada elegancia: “Usted, querido señor, un poco más atrás, si no le es molesto. Allí, entre los representantes de nuestro romanticismo.” Y yo andaría con mi cabellera llena de telarañas, representando a los ochenta años las antiguas tendencias con poemas cada vez más cavernosos y más inoperantes. No señor. No me dirá usted “un poco más atrás por favor”. Me voy desde ahora. Es decir, prefiero quedarme aquí, en esta confortable tumba de romántico, reducido a mi papel de botón tronchado, de semilla aventada por el gélido soplo del escepticismo. Muchas gracias por sus buenas intenciones. Ya llorarán por mí las señoritas vestidas de color de rosa, al pie de un ahuehuete centenario. Nunca faltará un carcamal positivista que celebre mis bravatas, ni un joven sardónico que comprenda mi secreto, y llore por mí una lágrima oculta. La gloria, que amé a los dieciocho años, me parece a los veinticuatro algo así como una corona mortuoria que se pudre y apesta en la humedad de una fosa. Verdaderamente, quisiera hacer algo diabólico, pero no se me ocurre nada. Cuando menos, me gustaría que no sólo en mi cuarto, sino a través de toda la literatura mexicana, se extendiera un poco este olor de almendras amargas que exhala el licor que a la salud de ustedes, señoras y señores, me dispongo a beber. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Nabónides
Cuento
El propósito original de Nabónides, según el profesor Rabsolom, era simplemente restaurar los tesoros arqueológicos de Babilonia. Había visto con tristeza las gastadas piedras de los santuarios, las borrosas estelas de los héroes y los sellos anulares que dejaban una impronta ilegible sobre los documentos imperiales. Emprendió sus restauraciones metódicamente y no sin una cierta parsimonia. Desde luego, se preocupó por la calidad de los materiales, eligiendo las piedras de grano más fino y cerrado. Cuando se le ocurrió copiar de nuevo las ochocientas mil tabletas de que constaba la biblioteca babilónica, tuvo que fundar escuelas y talleres para escribas, grabadores y alfareros. Distrajo de sus puestos administrativos un buen número de empleados y funcionarios, desafiando las críticas de los jefes militares que pedían soldados y no escribas para apuntalar el derrumbe del imperio, trabajosamente erigido por los antepasados heroicos, frente al asalto envidioso de las ciudades vecinas. Pero Nabónides, que veía por encima de los siglos, comprendió que la historia era lo que importaba. Se entregó denodadamente a su tarea, mientras el suelo se le iba de los pies. Lo más grave fue que una vez consumadas todas las restauraciones, Nabónides no pudo cesar ya en su labor de historiador. Volviendo definitivamente la espalda a los acontecimientos, sólo se dedicaba a relatarlos sobre piedra o sobre arcilla. Esta arcilla, inventada por él a base de marga y asfalto, ha resultado aún más indestructible que la piedra. (El profesor Rabsolom es quien ha establecido la fórmula de esa pasta cerámica. En 1913 encontró una serie de piezas enigmáticas, especie de cilindros o pequeñas columnas, que se hallaban revestidas con esa sustancia misteriosa. Adivinando la presencia de una escritura oculta, Rabsolom comprendió que la capa de asfalto no podía ser retirada sin destruir los caracteres. Ideó entonces el procedimiento siguiente: vació a cincel la piedra interior, y luego, por medio de un desincrustante que ataca los residuos depositados en las huellas de la escritura, obtuvo cilindros huecos. Por medio de sucesivos vaciados seccionales, logró hacer cilindros de yeso que presentaron la intacta escritura original. El profesor Rabsolom sostiene, atinadamente, que Nabónides procedió de este modo incomprensible previendo una invasión enemiga con el habitual acompañamiento de furia iconoclasta. Afortunadamente, no tuvo tiempo de ocultar así todas sus obras.) Como la muchedumbre de operarios era insuficiente, y la historia acontecía con rapidez, Nabónides se convirtió también en lingüista y en gramático: quiso simplificar el alfabeto, creando una especie de taquigrafía. De hecho, complicó la escritura plagándola de abreviaturas, omisiones y siglas que ofrecen toda una serie de nuevas dificultades al profesor Rabsolom. Pero así logró llegar Nabónides hasta sus propios días, con entusiasmada minuciosidad; alcanzó a escribir la historia de su historia y la somera clave de sus abreviaturas, pero con tal afán de síntesis, que este relato sería tan extenso como la Epopeya de Gilgamesh, si se le compara con las últimas concisiones de Nabónides. Hizo redactar también -Rabsolom dice que la redactó él mismo- una historia de sus hipotéticas hazañas militares, él, que abandonó su lujosa espada en el cuerpo del primer guerrero enemigo. En el fondo, tal historia era un pretexto más para esculpir tabletas, estelas y cilindros. Pero los adversarios persas fraguaban desde lejos la perdición del soñador. Un día llegó a Babilonia el urgente mensaje de Creso, con quien Nabónides había concertado una alianza. El rey historiador mandó grabar en un cilindro el mensaje y el nombre del mensajero, la fecha y las condiciones del pacto. Pero no acudió al llamado de Creso. Pero después, los persas cayeron por sorpresa en la ciudad, dispersando el laborioso ejército de escribas. Los guerreros babilonios, descontentos, combatieron apenas, y el imperio cayó para no alzarse más de sus escombros. La historia nos ha trasmitido dos oscuras versiones acerca de la muerte de su fiel servidor. Una de ellas lo sacrifica a manos de un usurpador, en los días trágicos de la invasión persa. La otra nos dice que fue hecho prisionero y llevado a una isla lejana. Allí murió de tristeza, repasando en la memoria el repertorio de la grandeza babilonia. Esta última versión es la que se acomoda mejor a la índole apacible de Nabónides. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Parábola del trueque
Cuento
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos. Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros. Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas. Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía. Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo. Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario. -¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos. No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra. Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas. Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana. Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero. Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales. Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos. -¡No me tengas lástima! Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas: -¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado! Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader. Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias. El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo. Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada. El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia. Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla. Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico. Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados. Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Parturient montes
Cuento
Entre amigos y enemigos se difundió la noticia de que yo sabía una nueva versión del parto de los montes. En todas partes me han pedido que la refiriera, dando muestras de una expectación que rebasa con mucho el interés de semejante historia. Con toda honestidad, una y otra vez remití la curiosidad del público a los textos clásicos y a las ediciones de moda. Pero nadie se quedó contento: todos querían oírla de mis labios. De la insistencia cordial pasaban, según su temperamento, a la amenaza, a la coacción y al soborno. Algunos flemáticos sólo fingieron indiferencia para herir mi amor propio en lo más vivo. La acción directa tendría que llegar tarde o temprano. Ayer fui asaltado en plena calle por un grupo de resentidos. Cerrándome el paso en todas direcciones, me pidieron a gritos el principio del cuento. Muchas gentes que pasaban distraídas también se detuvieron, sin saber que iban a tomar parte en un crimen. Conquistadas sin duda por mi aspecto de charlatán comprometido, prestaron de buena gana su concurso. Pronto me hallé rodeado por la masa compacta. Abrumado y sin salida, haciendo un total acopio de energía, me propuse acabar con mi prestigio de narrador. Y he aquí el resultado. Con una voz falseada por la emoción, trepado en mi banquillo de agente de tránsito que alguien me puso debajo de los pies, comienzo a declamar las palabras de siempre, con los ademanes de costumbre: “En medio de terremotos y explosiones, con grandiosas señales de dolor, desarraigando los árboles y desgajando las rocas, se aproxima un gigante advenimiento. ¿Va a nacer un volcán? ¿Un río de fuego? ¿Se alzará en el horizonte una nueva y sumergida estrella? Señoras y señores: ¡Las montañas están de parto!” El estupor y la vergüenza ahogan mis palabras. Durante varios segundos prosigo el discurso a base de pura pantomima, como un director frente a la orquesta enmudecida. El fracaso es tan real y evidente, que algunas personas se conmueven. “¡Bravo!”, oigo que gritan por allí, animándome a llenar la laguna. Instintivamente me llevo las manos a la cabeza y la aprieto con todas mis fuerzas, queriendo apresurar el fin del relato. Los espectadores han adivinado que se trata del ratón legendario, pero simulan una ansiedad enfermiza. En torno a mí siento palpitar un solo corazón. Yo conozco las reglas del juego, y en el fondo no me gusta defraudar a nadie con una salida de prestidigitador. Bruscamente me olvido de todo. De lo que aprendí en la escuela y de lo que he leído en los libros. Mi mente está en blanco. De buena fe y a mano limpia, me pongo a perseguir al ratón. Por primera vez se produce un silencio respetuoso. Apenas si algunos asistentes participan en voz baja a los recién llegados, ciertos antecedentes del drama. Yo estoy realmente en trance y me busco por todas partes el desenlace, como un hombre que ha perdido la razón. Recorro mis bolsillos uno por uno y los dejo volteados, a la vista del público. Me quito el sombrero y lo arrojo inmediatamente, desechando la idea de sacar un conejo. Deshago el nudo de mi corbata y sigo adelante, profundizando en la camisa, hasta que mis manos se detienen con horror en los primeros botones del pantalón. A punto de caer desmayado, me salva el rostro de una mujer que de pronto se enciende con esperanzado rubor. Afirmado en el pedestal, pongo en ella todas mis ilusiones y la elevo a la categoría de musa, olvidando que las mujeres tienen especial debilidad por los temas escabrosos. La tensión llega en este momento a su máximo. ¿Quién fue el alma caritativa que al darse cuenta de mi estado avisó por teléfono? La sirena de la ambulancia preludia en el horizonte una amenaza definitiva. En el último instante, mi sonrisa de alivio detiene a los que sin duda pensaban en lincharme. Aquí, bajo el brazo izquierdo, en el hueco de la axila, hay un leve calor de nido… Algo aquí se anima y se remueve… Suavemente, dejo caer el brazo a lo largo del cuerpo, con la mano encogida como una cuchara. Y el milagro se produce. Por el túnel de la manga desciende una tierna migaja de vida. Levanto el brazo y extiendo la palma triunfal. Suspiro, y la multitud suspira conmigo. Sin darme cuenta, yo mismo doy la señal del aplauso y la ovación no se hace esperar. Rápidamente se organiza un desfile asombroso ante el ratón recién nacido. Los entendidos se acercan y lo miran por todos lados, se cercioran de que respira y se mueve, nunca han visto nada igual y me felicitan de todo corazón. Apenas se alejan unos pasos y ya comienzan las objeciones. Dudan, se alzan de hombros y menean la cabeza. ¿Hubo trampa? ¿Es un ratón de verdad? Para tranquilizarme, algunos entusiastas proyectan un paseo en hombros, pero no pasan de allí. El público en general va dispersándose poco a poco. Extenuado por el esfuerzo y a punto de quedarme solo, estoy dispuesto a ceder la criatura al primero que me la pida. Las mujeres temen casi siempre a esta clase de roedores. Pero aquella cuyo rostro resplandeció entre todos, se aproxima y reclama con timidez el entrañable fruto de fantasía. Halagado a más no poder, yo se lo dedico inmediatamente, y mi confusión no tiene límites cuando se lo guarda amorosa en el seno. Al despedirse y darme las gracias, explica como puede su actitud, para que no haya malas interpretaciones. Viéndola tan turbada, la escucho con embeleso. Tiene un gato, me dice, y vive con su marido en un departamento de lujo. Sencillamente, se propone darles una pequeña sorpresa. Nadie sabe allí lo que significa un ratón. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Pueblerina
Cuento
Al volver la cabeza sobre el lado derecho para dormir el último, breve y delgado sueño de la mañana, don Fulgencio tuvo que hacer un gran esfuerzo y empitonó la almohada. Abrió los ojos. Lo que hasta entonces fue una blanda sospecha, se volvió certeza puntiaguda. Con un poderoso movimiento del cuello don Fulgencio levantó la cabeza, y la almohada voló por los aires. Frente al espejo, no pudo ocultarse su admiración, convertido en un soberbio ejemplar de rizado testuz y espléndidas agujas. Profundamente insertados en la frente, los cuernos eran blanquecinos en su base, jaspeados a la mitad, y de un negro aguzado en los extremos. Lo primero que se le ocurrió a don Fulgencio fue ensayarse el sombrero. Contrariado, tuvo que echarlo hacia atrás: eso le daba un aire de cierta fanfarronería. Como tener cuernos no es una razón suficiente para que un hombre metódico interrumpa el curso de sus acciones, don Fulgencio emprendió la tarea de su ornato personal, con minucioso esmero, de pies a cabeza. Después de lustrarse los zapatos, don Fulgencio cepilló ligeramente sus cuernos, ya de por sí resplandecientes. Su mujer le sirvió el desayuno con tacto exquisito. Ni un solo gesto de sorpresa, ni la más mínima alusión que pudiera herir al marido noble y pastueño. Apenas si una suave y temerosa mirada revoloteó un instante, como sin atreverse a posar en las afiladas puntas. El beso en la puerta fue como el dardo de la divisa. Y don Fulgencio salió a la calle respingando, dispuesto a arremeter contra su nueva vida. Las gentes lo saludaban como de costumbre, pero al cederle la acera un jovenzuelo, don Fulgencio adivinó un esguince lleno de torería. Y una vieja que volvía de misa le echó una de esas miradas estupendas, insidiosa y desplegada como una larga serpentina. Cuando quiso ir contra ella el ofendido, la lechuza entró en su casa como el diestro detrás de un burladero. Don Fulgencio se dio un golpe contra la puerta, cerrada inmediatamente, que le hizo ver estrellas. Lejos de ser una apariencia, los cuernos tenían que ver con la última derivación de su esqueleto. Sintió el choque y la humillación hasta la punta de los pies. Afortunadamente, la profesión de don Fulgencio no sufrió ningún desdoro ni decadencia. Los clientes acudían a él entusiasmados, porque su agresividad se hacía cada vez más patente en el ataque y la defensa. De lejanas tierras venían los litigantes a buscar el patrocinio de un abogado con cuernos. Pero la vida tranquila del pueblo tomó a su alrededor un ritmo agobiante de fiesta brava, llena de broncas y herraderos. Y don Fulgencio embestía a diestro y siniestro, contra todos, por quítame allá esas pajas. A decir verdad, nadie le echaba sus cuernos en cara, nadie se los veía siquiera. Pero todos aprovechaban la menor distracción para ponerle un buen par de banderillas; cuando menos, los más tímidos se conformaban con hacerle unos burlescos y floridos galleos. Algunos caballeros de estirpe medieval no desdeñaban la ocasión de colocar a don Fulgencio un buen puyazo, desde sus engreídas y honorables alturas. Las serenatas del domingo y las fiestas nacionales daban motivo para improvisar ruidosas capeas populares a base de don Fulgencio, que achuchaba, ciego de ira, a los más atrevidos lidiadores. Mareado de verónicas, faroles y revoleras, abrumado con desplantes, muletazos y pases de castigo, don Fulgencio llegó a la hora de la verdad lleno de resabios y peligrosos derrotes, convertido en una bestia feroz. Ya no lo invitaban a ninguna fiesta ni ceremonia pública, y su mujer se quejaba amargamente del aislamiento en que la hacía vivir el mal carácter de su marido. A fuerza de pinchazos, varas y garapullos, don Fulgencio disfrutaba sangrías cotidianas y pomposas hemorragias dominicales. Pero todos los derrames se le iban hacia dentro, hasta el corazón hinchado de rencor. Su grueso cuello de Miura hacía presentir el instantáneo fin de los pletóricos. Rechoncho y sanguíneo, seguía embistiendo en todas direcciones, incapaz de reposo y de dieta. Y un día que cruzaba la plaza de armas, trotando a la querencia, don Fulgencio se detuvo y levantó la cabeza azorado, al toque de un lejano clarín. El sonido se acercaba, entrando en sus orejas como una tromba ensordecedora. Con los ojos nublados, vio abrirse a su alrededor un coso gigantesco; algo así como un Valle de Josafat lleno de prójimos con trajes de luces. La congestión se hundió luego en su espina dorsal, como una estocada hasta la cruz. Y don Fulgencio rodó patas arriba sin puntilla. A pesar de su profesión, el notorio abogado dejó su testamento en borrador. Allí expresaba, en un sorprendente tono de súplica, la voluntad postrera de que al morir le quitaran los cuernos, ya fuera a serrucho, ya a cincel y martillo. Pero su conmovedora petición se vio traicionada por la diligencia de un carpintero oficioso, que le hizo el regalo de un ataúd especial, provisto de dos vistosos añadidos laterales. Todo el pueblo acompañó a don Fulgencio en el arrastre, conmovido por el recuerdo de su bravura. Y a pesar del apogeo luctuoso de las ofrendas, las exequias y las tocas de la viuda, el entierro tuvo un no sé qué de jocunda y risueña mascarada. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Receta casera
Minicuento
Haga correr dos rumores. El de que está perdiendo la vista y el de que tiene un espejo mágico en su casa. Las mujeres caerán como las moscas en la miel. Espérelas detrás de la puerta y dígale a cada una que ella es la niña de sus ojos, cuidando de que no lo oigan las demás, hasta que les llegue su turno. El espejo mágico puede improvisarse fácilmente, profundizando en la tina de baño. Como todas son unas narcisas, se inclinarán irresistiblemente hacia el abismo doméstico. Usted puede, entonces ahogarlas a placer o salpimentarlas al gusto. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Sinesio de Rodas
Cuento
Las páginas abrumadoras de la Patrología griega de Paul Migne han sepultado la memoria frágil de Sinesio de Rodas, que proclamó el imperio terrestre de los ángeles del azar. Con su habitual exageración, Orígenes dio a los ángeles una importancia excesiva dentro de la economía celestial. Por su parte, el piadoso Clemente de Alejandría reconoció por primera vez un ángel guardián a nuestra espalda. Y entre los primeros cristianos del Asia Menor se propagó un afecto desordenado por las multiplicidades jerárquicas. Entre la masa oscura de los herejes angelólogos, Valentino el Gnóstico y Basílides, su eufórico discípulo, emergen con brillo luciferino. Ellos dieron alas al culto maniático de los ángeles. En pleno siglo II quisieron alzar del suelo pesadísimas criaturas positivas, que llevan hermosos nombres científicos, como Dínamo y Sofía, a cuya progenie bestial debe el género humano sus desdichas. Menos ambicioso que sus predecesores, Sinesio de Rodas aceptó el Paraíso tal y como fue concebido por los Padres de la iglesia, y se limitó a vaciarlo de sus ángeles. Dijo que los ángeles viven entre nosotros y que a ellos debemos entregar directamente todas nuestras plegarias, en su calidad de concesionarios y distribuidores exclusivos de las contingencias humanas. Por un mandato supremo, los ángeles dispersan, provocan y acarrean los mil y mil accidentes de la vida. Los hacen cruzar y entretejerse unos con otros, en un movimiento acelerado y aparentemente arbitrario. Pero a los ojos de Dios, van urdiendo una tela de complicados arabescos, mucho más hermosa que el constelado cielo nocturno. Los dibujos del azar se transforman, ante la mirada eterna, en misteriosos signos cabalísticos que narran la aventura del mundo. Los ángeles de Sinesio, como innumerables y veloces lanzaderas, están tejiendo desde el principio de los tiempos la trama de la vida. Vuelan de un lado a otro, sin cesar, trayendo y llevando voliciones, ideas, vivencias y recuerdos, dentro de un cerebro infinito y comunicante, cuyas células nacen y mueren con la vida efímera de los hombres. Tentado por el auge maniqueo, Sinesio de Rodas no tuvo inconveniente en alojar en su teoría a las huestes de Lucifer, y admitió los diablos en calidad de saboteadores. Ellos complican la urdimbre sobre la que los ángeles traman; rompen el buen hilo de nuestros pensamientos, alteran los colores puros, se birlan la seda, el oro y la plata, y los suplen con burdo cañamazo. Y la humanidad ofrece a los ojos de Dios su lamentable tapicería, donde aparecen tristemente alteradas las líneas del diseño original Sinesio se pasó la vida reclutando operarios que trabajaran del lado de los ángeles buenos, pero no tuvo continuadores dignos de estima. Solamente se sabe que Fausto de Milevio, el patriarca maniqueo, cuando ya viejo y desteñido volvía de aquella memorable entrevista africana en que fue decisivamente vapuleado por San Agustín, se detuvo en Rodas para escuchar las prédicas de Sinesio, que quiso ganarlo para una causa sin porvenir. Fausto escuchó las peticiones del angelófilo con deferencia senil, y aceptó fletar una pequeña y desmantelada embarcación que el apóstol abordó peligrosamente con todos sus discípulos, rumbo a una empresa continental. No se volvió a saber nada de ellos, después de que se alejaron de las costas de Rodas, en un día que presagiaba tempestad. La herejía de Sinesio careció de renombre y se perdió en el horizonte cristiano sin estela aparente. Ni siguiera obtuvo el honor de ser condenada oficialmente en concilio, a pesar de que Eutiques, abad de Constantinopla, presentó a los sinodales una extensa refutación, que nadie leyó, titulada Contra Sinesio. Su frágil memoria ha naufragado en un mar de páginas: la Patrología griega de Paul Migne. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Teoría de Dulcinea
Minicuento
En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos. En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol. El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Topos
Minicuento
Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema. En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados. Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical. Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Un pacto con el diablo
Cuento
Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido. -Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla? -Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo. -Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas? -Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma. -¿Siete nomás? -El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre. Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté: -En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más? -El diablo. -¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido. -El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió. -Entonces el diablo… -Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted. Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió: -Ya llegarás al séptimo año, ya. Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar: -Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez? El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme: -Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted? -Siendo así… -En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza. Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos: -Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto? -El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo. -¿Y si Daniel se arrepiente?… Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí: -Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces… -No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato. -Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta. -¿Qué dice usted? -Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme. -Por ejemplo… -y mi vecino hizo una pausa llena de interés. -Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir. A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones. -Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel. -Y sigo de su parte. Pero debe cumplir. -Usted, ¿cumpliría? No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada! Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos. Hice un esfuerzo y dije: -Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa. -Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto? -Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina. -¿Su alma? Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo: -¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película. No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo. Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos. -Usted, ¿es pobre? Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme: -Usted, ¿es muy pobre? -En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine. -Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece? -Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo. -Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes. -Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta. -Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra… -Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina… -Piense usted bien, hay algo que quizás olvida… Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña: -Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo… Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta: -A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes. Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma: -Aquí, en la cartera, llevo un documento que… Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma? Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja. “Daría cualquier cosa porque nada te faltara.” Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí: -Trato hecho. Sólo pongo una condición. El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado: -¿Qué condición? -Me gustaría ver el final de la película -contesté. -¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya. La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió: -Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo. Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía: -Necesito ver el final de la película. Después firmaré. -¿Me da usted su palabra? -Sí. Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos. En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias. Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso. Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó: -Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos? La mujer respondió lentamente: -Tu alma vale más que todo eso, Daniel… El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla. Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle. Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado. Paulina me esperaba. Echándome los brazos al cuello, me dijo: -Pareces agitado. -No, nada, es que… -¿No te ha gustado la película? -Sí, pero… Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche: -¿Es posible que te hayas dormido? Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté: -Es verdad, me he dormido. Y luego, en son de disculpa, añadí: -Tuve un sueño, y voy a contártelo. Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho. Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Una de dos
Minicuento
Yo también he luchado con el ángel. Desdichadamente para mí, el ángel era un personaje fuerte, maduro y repulsivo, con bata de boxeador. Poco antes habíamos estado vomitando, cada uno por su lado, en el cuarto de baño. Porque el banquete, más bien la juerga, fue de lo peor. En casa me esperaba la familia: un pasado remoto. Inmediatamente después de su proposición, el hombre comenzó a estrangularme de modo decisivo. La lucha, más bien la defensa, se desarrolló para mí como un rápido y múltiple análisis reflexivo. Calculé en un instante todas las posibilidades de pérdida y salvación, apostando a vida o sueño, dividiéndome entre ceder y morir, aplazando el resultado de aquella operación metafísica y muscular. Me desaté por fin de la pesadilla como el ilusionista que deshace sus ligaduras de momia y sale del cofre blindado. Pero llevo todavía en el cuello las huellas mortales que me dejaron las manos de mi rival. Y en la conciencia, la certidumbre de que sólo disfruto una tregua, el remordimiento de haber ganado un episodio banal en la batalla irremisiblemente perdida. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Una mujer amaestrada
Cuento
Hoy me detuve a contemplar este curioso espectáculo: en una plaza de las afueras, un saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se daba a ras del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al círculo de tiza previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una y otra vez hizo retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista improvisada. La cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no pasaba de ser un símbolo, ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Mucho más impresionante resultaba el látigo de seda floja que el saltimbanqui sacudía por los aires, orgulloso, pero sin lograr un chasquido. Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril daba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada vez que una moneda rodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del público. «¡ Besos!», ordenaba el saltimbanqui. «No. A ése no. Al caballero que arrojó la moneda.» La mujer no acertaba, y una media docena de individuos se dejaba besar, con los pelos de punta, entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El domador le tendió un papel mugriento con sellos oficiales, y el policía se fue malhumorado, encogiéndose de hombros. A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo he quedado largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con las manos. Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse toda mi atención en el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más difíciles eran las suertes, más trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella cometía una torpeza, el hombre temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer no le era del todo indiferente, y que se había encariñado con ella, tal vez en los años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos existía una relación, íntima y degradante, que iba más allá del domador y la fiera. Quien profundice en ella, llegará indudablemente a una conclusión obscena. El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los pormenores que saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un prodigio, pero no le importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos que puede haber en su vida privada. Se atiene simplemente a los resultados, y cuando se le da gusto, no escatima su aplauso. Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por sus reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle el mérito de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la idea de su propia vileza. (En este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de carnero en una angosta alfombra de terciopelo desvaído.) El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al saltimbanqui. Según él, estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la vida normal. «¿Una mujer amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo.» El acusado respondió otra vez con argumentos de papel sucio, que el policía leyó de lejos con asco. (La mujer, entre tanto, recogía monedas en su gorra le lentejuelas. Algunos héroes se dejaban besar; otros se apartaban modestamente, entre dignos y avergonzados.) El representante de las autoridades se fue para siempre, mediante la suscripción popular de un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad, ordenó al enano del tamboril que tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba preparándose para un número matemático, sacudía como pandero el ábaco de colores. Empezó a bailar con descompuestos ademanes difícilmente procaces. Su director se sentía defraudado a más no poder, ya que en el fondo de su corazón cifraba todas sus esperanzas en la cárcel. Abatido y furioso, increpaba la lentitud de la bailarina con adjetivos sangrientos. El público empezó a contagiarse de su falso entusiasmo, y quien más, quien menos, todos batían palmas y meneaban el cuerpo. Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido posible, el hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces me di cuenta del error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella, sencillamente, como todos los demás. Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su tragedia. (En ese momento, las lágrimas surcaban su rostro enharinado.) Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica, buscando en vano con los ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro arrepentido me tomara la delantera, salté por encima de la línea de tiza al círculo de contorsiones y cabriolas. Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su instrumento, en un crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan espontánea compañía, la mujer se superó a sí misma y obtuvo un éxito estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no perdí pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de tocar. Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente de rodillas. FIN
Arreola, Juan José
México
1918-2001
Una reputación
Cuento
La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador. La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas, que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna. Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de reconocimiento. Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía. Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: “He aquí un caballero”. Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí. Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa. Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible; la desembaracé de nenes y envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la señora quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había conservado libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías. Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos esperaban de mí cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba con alguna dama, cosa nada rara en los autobuses, yo debía amonestar al agresor y aun entrar en combate con él. En todo caso, las señoras parecían completamente seguras de mis reacciones de Bayardo. Me sentí al borde del drama. En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra prometida. Pero no descendí incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente; yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en mí habían depositado su seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí cohibido ante la idea de que mi descenso pusiera en libertad impulsos hasta entonces contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la mayoría femenina, no estaba muy tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien podría estallar a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal riesgo. ¿Y si aprovechando mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí quedarme y bajar el último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo. Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad. El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente y esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento, vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida cariñosa. La señora de los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme un par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento. Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu había grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.