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Los primeros años
—¿Cuál fue su primer contacto con la literatura?
—Creo que mi primera lectura fueron los cuentos de Grimm en una versión inglesa. Me parece recordar el volumen, pero es probable que hayan sido otros, porque yo me he educado menos en colegios y universidades que en la biblioteca de mi padre. También debo recordar a mi abuela, que era inglesa y sabía de memoria la Biblia, de modo que incluso puedo haber entrado en la literatura por el camino del Espíritu Santo o posiblemente de versos oídos en mi casa. Mi madre sabía (y creo que aún lo recuerda) de memoria el Fausto, de Estanislao del Campo[1].
—¿A qué edad ocurrió ese conocimiento de Grimm?
—Debo haber sido muy chico. Yo no recuerdo una época en la que no supiera leer ni escribir. Pero como la memoria, según el consenso de los psicólogos —que son falibles—, se remonta hasta los cuatro años y sé que a esa edad yo sabía leer y escribir, no puedo precisar fechas.
—¿Era bilingüe?
—Sí. En casa se hablaba inglés por mi abuela inglesa y español por todo el resto de la familia. Yo sabía que tenía que hablar con mi abuela materna, Leonor Acevedo Suárez, de un modo; con mi abuela paterna, Frances Haslam Arnett, de otro, y que esos dos modos no se parecían. Con el tiempo descubrí que esas dos maneras de hablar de un nieto se llamaban la lengua castellana y la lengua inglesa. De igual modo, un niño usa verbos, los conjuga, conoce los géneros gramaticales, usa diversas partes de la oración y la gramática le es revelada mucho después; yo leía en los dos idiomas, pero posiblemente más en inglés, porque la biblioteca de mi padre era inglesa. Recuerdo que en mi casa había una edición de El Quijote, de la Casa Garnier. Después el volumen se perdió en el curso de nuestros viajes y en 1927 logré tener otro ejemplar, por esa superstición que uno tiene de que la edición en la cual se ha leído un libro es la verdadera, aunque no sea la primera. Era un libro encuadernado, con letras de oro, láminas en acero: un lindo tomo que conservo todavía, porque me parece que los demás Quijotes son apócrifos. En cuanto a mis primeras lecturas, yo leí muchas obras de una colección muy benemérita y bastante curiosa por su material: la Biblioteca de la Nación[2].
Tenían unas encuadernaciones estilo “art nouveau”. El primer volumen que publicaron fue, previsiblemente, la Historia de San Martín, de Mitre; después aparecieron El Quijote y una obra casi contemporánea: Los primeros hombres en la Luna, de Wells.
En aquel tiempo no existían los derechos de autor, lo cual contribuía a la mayor difusión de los escritores, porque al aparecer un libro lo traducían, lo publicaban y el autor no recibía un centavo. Y a veces, para hacer mejor las cosas, si el libro tenía, por ejemplo, veinte capítulos, contrataban a veinte traductores. Cada uno traducía su capítulo (con el fin de publicar la obra con mayor rapidez), de modo que el personaje que se llamaba Guillermo en un capítulo, se llamaba William o Wilheim en otros. Esa biblioteca publicó también obras de Quevedo; La bolsa, de Martel; Amalia, de Mármol[3]; Facundo, de Sarmiento; El Misterio del cuarto amarillo y las novelas y cuentos policiales de Conan Doyle, que se leía mucho entonces y era un autor contemporáneo. De todos modos, recuerdo haber leído de chico, no sé si en inglés o en español, los cuentos de Poe, novelas de Dumas, de Sir Walter Scott; María, de Jorge Isaacs y obras clásicas españolas.
Adolescencia en Europa
—¿Todo su bachillerato lo hizo en Suiza?
—Sí, y eso fue ventajoso para mí, porque yo era un buen latinista y llegué a componer versos latinos con la ayuda de Gradus ad Parnassum, de Guicherat. Yo tenía el esquema que marcaba las sílabas breves y las largas, aunque nunca pude leer un verso latino porque no he sabido acentuar las sílabas breves y largas.
—¿Escandir?
—Sí, y todavía no lo sé, pero podía hacerlo con ese sistema mecánico. Era como si escribiera versos rimados y no oyera las rimas. En Latín leía a Séneca y a Tácito.
—Además, tengo entendido que dio exámenes en latín…
—¡No, caramba! Está confundiéndome con un bisabuelo mío inglés que se recibió de doctor en letras en la Universidad de Heidelberg sin saber una palabra de alemán, dando todos los exámenes en latín. Sospecho que ahora los profesores no podrían tomar esos exámenes; quizás aprobaran a todos los alumnos para no demostrar su ignorancia. En aquel tiempo, la gente hablaba todavía en latín. El padre de un amigo mío, Ibarra, hacía que su hijo, durante el almuerzo y la comida, hablara en latín.
—Pero Ud. me ha comentado que sus condiscípulos lo libraron de dar un examen de una materia que Ud. no sabía.
—No sé si se trataba de zoología o botánica, que nunca me interesaron. Yo había dado todas las materias y había tenido que aprender el idioma en que se daban, porque no sabía francés. Mi madre lo conocía, pero en casa había primado el inglés porque en aquel entonces el inglés tenía un interés que ha perdido ahora, con su vulgarización. Aunque no sé si ahora la gente sabe realmente inglés… Volviendo al tema, yo había dado todos los exámenes y me habían aplazado en una materia. Los demás alumnos le pidieron al profesor que tuviera en cuenta que yo había tenido que aprender no sólo las materias, sino también, el idioma. Entonces me hicieron pasar al segundo año.
—¿Qué edad tenía entonces?
—Doce o trece años. Y cuando quise agradecerles, pues yo había visto la carta firmada por éstos, me dijeron que no, que era una decisión tomada por los profesores, que ellos no tenían nada que ver. Lo hicieron para evitar la incomodidad de la gratitud y posiblemente, como los suizos son gentes de pocas palabras, para abreviar u omitir el diálogo. Conservo recuerdos muy gratos de Suiza.
—¿Cuántos años vivió allí?
—Lo que duró la primera guerra europea. Recuerdo que Suiza movilizó en una semana unos 250.000 ó 300.000 hombres para defender la frontera. He visto a los soldados que iban a los cuarteles abrochándose la chaqueta y con el rifle en la mano, porque tenían el uniforme y las armas en su casa. El ejército suizo contaba con sólo tres coroneles, y decidieron nombrar general a uno de ellos durante el tiempo que durara la guerra. Un vecino nuestro, el coronel Odeou, aceptó ser nombrado general pero con la condición de que no le aumentaran el sueldo.
La literatura alemana
—¿En aquella época ya se manejaba con el alemán?
—No; este idioma lo estudié en el último o penúltimo año de la guerra, por propia voluntad. Tendría 17 años. El culto de Alemania se lo debo a Carlyle, y también al deseo de leer El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer en su texto original. Como no se podía salir de noche, pues durante el último año la vigilancia policial debido al espionaje era muy severa, me compré el Libro de las canciones, de Heine, y ayudándome con un diccionario alemán-inglés, comencé a leerlo en alemán. El vocabulario de Heine en sus obras iniciales era deliberadamente sencillo; una vez que conocí las palabras Nachtigall, Herz, Liebe, Nacht, Trauer, Geliebte… me di cuenta de que podía prescindir del diccionario y seguí leyendo, de modo que llegué por esa vía a dominar la lengua espléndida de la música de los versos de Heine. Y al cabo de pocos meses pude prescindir del diccionario.
—¿Y entonces leyó a Schopenhauer?
—No inmediatamente, porque cometí el error de las personas que estudian alemán para leer filosofía y fue continuar con La crítica de la razón pura, obra que no la entienden los mismos alemanes y que quizás hubiera dejado perplejo al mismo Kant en muchos casos… salvo que recordara lo que había querido decir… Recuerdo que Quincey decía que los alemanes consideraban una frase como un baúl, un gran baúl, que una persona tiene que llevar para un largo viaje. Entonces, se pone en el baúl o en la frase todo lo que se puede, y uno se las arregla con paréntesis y con guiones y luego surge una especie de monstruo informe. Pero, felizmente, eso corresponde a la prosa de Kant y no a la de otros autores alemanes, pues si no serían ilegibles. He leído mucho en alemán; sobre todo poesía expresionista, porque durante la primera guerra europea el expresionismo alemán fue el más importante de todos los “ismos” de aquella época, mucho más que el imaginismo de Pound o que el futurismo italiano o el cubismo francés o el ulterior ultraísmo español e hispanoamericano. Fue el movimiento más rico, porque no era solamente técnico; a los expresionistas les interesaba además la fraternidad entre los hombres, la desaparición de las fronteras y la mística, la transmisión del pensamiento, toda esa magia que ahora divulga la revista Planète: dobles personalidades, cuarta dimensión… El idioma alemán es ideal para la poesía. Yo diría que es el más hermoso, salvo el escandinavo antiguo, que ahora me interesa mucho. Pero el escandinavo antiguo no se ha desarrollado como el alemán. Quizás el anglosajón hubiera podido desarrollarse así, pero la invasión normanda cambió el carácter del idioma, aunque ha quedado esa capacidad para construir palabras compuestas. Con la diferencia de que en inglés las palabras compuestas —si bien pueden construirse y Joyce lo ha hecho espléndidamente— siempre resultan un poco artificiales. En cambio, cualquier alemán puede acuñar una palabra compuesta que no ha sido usada nunca y es una palabra espontánea. En inglés resulta algo pedantesca y “literaria” entre comillas, en el mal sentido de la palabra. Muchos años después, en Buenos Aires, estudié el italiano, que no sé hablar y no entiendo cuando lo hablan, pero que sabía leer, cuando tenía vista, de la misma manera. Lo hice mediante la Divina Comedia, que comencé a leer en una traducción bilingüe y cuando llegué al Purgatorio, cuando me despedí de Virgilio, me di cuenta de que podía seguir leyendo, y aunque no entendiese cada palabra, entendía cada frase. Por otra parte, los italianos tienen ediciones de sus clásicos muy superiores a las de cualquier idioma. He tenido ocasión, como profesor de literatura inglesa, de manejarme con ediciones de Shakespeare, por ejemplo, y los comentarios son muy pobres comparados con los de Momigliano o con los más antiguos de Scartazzini, de Casini o de Barbi, porque en las ediciones italianas de la Comedia está comentado cada verso, y en las últimas, no sólo está comentando histórica o teológicamente, sino que hay un comentario literario. En la de Attilio Momigliano se analiza el sonido de los versos, las repeticiones de ciertas sílabas, la colocación de los acentos. De modo que si uno no entiende el italiano (lo cual es raro, porque al fin y al cabo italiano y español son dialectos del latín), lo comprende por medio del comentario. Creo que es el mejor modo de estudiar un idioma: a través de los textos. Spencer decía que la gramática es lo último que debía enseñarse, porque es la filosofía del idioma, y un niño no aprende su lengua materna por la definición del adjetivo, del sustantivo y del pronombre, como no aprendemos a respirar estudiando grabados de los pulmones. He llegado a leer la obra de Dante, la de Ariosto, y luego la de los modernos.
—¿Cuáles?
—Croce, Gentile (que siempre me dio algún trabajo) y luego poetas como Ungaretti, para citar en ejemplo. Yo diría que, en general —y aquí estoy hablando contra mis propios intereses—, tratándose de idiomas afines, no deberían traducirse los textos. Por ejemplo, yo no sé portugués y he leído a Eça de Queiroz. Cuando no entendía una frase la leía en voz alta y el sonido me revelaba su sentido.
—Pero no todo el mundo tiene esa aptitud…
—De Quincey decía, exageradamente, que como todos conocen la Biblia, sobre todo en un país protestante, la mejor manera de estudiar un idioma es mediante ese libro. Él hizo un viaje en diligencia —serían muy lentas las diligencias— de Londres a Edimburgo llevando una Biblia sueca, y al llegar a la ciudad escocesa ya tenía un buen conocimiento del idioma sueco. Pero supongo que eso se debería más al abuso del opio que a un recuerdo real… Claro que para un hombre extraordinario, pero, con todo, me parece…
—Hace poco leí La monja alférez…
—¡Ah! ¡Qué raro! Allí se habla de Tucumán[4].
—Y además, convirtió a una especie de marimacho en una heroína…
—Es que él tomaba los hechos históricos como punto de partida. No era realmente un historiador. Soñaba con todas las cosas. Sospecho que se documentaba poco; tiene una página espléndida sobre los tártaros de Siberia. Parece que eso está basado en una versión alemana de un texto ruso de diez líneas, donde no se dice todo lo que De Quincey ha dicho en setenta espléndidas páginas, en que vuelve a recrear todo. Es mejor tener memoria inventiva. Los historiadores no tienen ni una cosa ni otra: lo que tienen son papeles.
—Fichas. Bueno, pero se es historiador o se hace una obra de creación.
—Yo, precisamente, estoy haciendo un prólogo a Facundo[5] y digo que Facundo es realmente un personaje creado o soñado por Sarmiento. Por eso, después de leer Facundo, las otras biografías de Quiroga, sin duda más auténticas y hechas por otros historiadores, no interesan. Sin duda, ¿qué puede importarnos el Hamlet de Saxo Grammaticus comparado con el de Shakespeare? Posiblemente los dos sean igualmente irreales, salvo que uno es irreal de un modo más vívido y más complejo.
—¿A qué edad volvió Ud. a Buenos Aires?
—Tenía alrededor de veinte o veintiún años. Estuve antes tres años en España; fui después a Portugal y uno de mis propósitos era encontrar a mis parientes. Entonces buscamos la guía de teléfonos y había tantos Borges que era como si no hubiera ninguno. Tenía cinco páginas de parientes. El infinito y el cero se parecen. No podía llamar a cinco páginas de personas y preguntar: “Dígame: ¿en su familia hubo un capitán llamado Borges de Ramallo que se embarcó para el Brasil a fines del siglo XVIII o principios del XIX?…” Sin embargo, descubrí con tristeza que un enemigo de Camoens se llamaba Borges y tuvieron un duelo.
—Esperemos que no haya sido pariente suyo…
—Haré lo posible para que no lo sea, ya que es tan fácil modificar el pasado.
—¿Cómo ve Ud. ahora, en 1973, al Borges que tenía veinte años en España?
—Yo admiraba a Rafael Cansinos Assens, que es un escritor español casi totalmente olvidado. Y tenía, como ahora, un gran fervor literario y una creencia en la metáfora que ya no tengo.
No sé por qué se me había ocurrido (ya le había sucedido antes a Lugones[6]) que la metáfora es el elemento esencial de la poesía. En buena lógica, bastaría un solo verso bueno sin metáfora —y es fácil encontrarlo—, fuera de las metáforas inevitables que forman el idioma, para probar que esa teoría es falsa. Además, tenemos el ejemplo de la poesía popular de todos los países, en la que casi no hay metáforas. Como elemento esencial de la poesía, es algo que se da perdidamente y en literaturas cultas. Ciertamente, la poesía no empieza con la metáfora y hasta sospecho que entre gente primitiva no se ve la diferencia entre el sentido recto y el sentido figurado. Yo escribí alguna vez que cuando se pensaba que Thor era el dios del trueno, la idea es ya bastante complicada. Posiblemente Thor era estruendo y divinidad, y ni distinguieran bien una cosa de la otra. Imagino que la gente primitiva es como los niños y posiblemente no diferencien bien entre el sueño y la vigilia. Un sobrino mío (es achaque de gente vieja pensar en los sobrinos), me contó que había soñado hace muchos años que iba por un bosque, que se perdía y llegaba por fin a una casa blanca de madera, que se abría la puerta y por ella salía yo. Entonces, el chico me preguntó: “Dime, ¿qué hacías allí, en esa casa?”.
Se ve que no distinguía la realidad de los sueños.
Examen de la obra
—¿Cuál de sus tres primeros libros —Fervor de Buenos Aires, Cuaderno San Martín y Luna de enfrente— le deparó mayores satisfacciones?
—El primero: Fervor de Buenos Aires, porque todavía me reconozco en él, aunque sea entre líneas. En cambio, los otros dos libros los veo ahora como ajenos, excepto alguna composición de Cuaderno San Martín, como La noche que en el Sur lo velaron, un poema que yo firmaría ahora con alguna ligera modificación o atenuación. En cambio, Luna de enfrente fue un libro que se escribió para escribir un libro, lo cual es el peor motivo. Los libros deben escribirse solos, por medio del autor o a pesar de él. Pero ocurrió que Evar Méndez[7] me dijo que él quería publicar un libro mío, que conocía a un impresor llamado Piantanida, que iba a ser un libro muy lindo y tenía que estar de acuerdo con esa teoría de que la esencia de la poesía es la metáfora, etcétera. Escribí ese libro e incluso cometí un error capital, que fue el de “hacerme” el argentino, y siendo argentino no tenía por qué disfrazarme. En aquel libro me disfracé de argentino del mismo modo que en Inquisiciones me disfracé de gran escritor clásico español latinizante, del siglo XVII, y ambas imposturas fracasaron. De modo que de esos tres libros sólo hay uno que yo veo todavía con cariño aunque lo he modificado mucho, pero no agregándole cosas, sino diciendo de un modo más o menos eficaz lo que mi incompetencia literaria me había impedido decir en la primera edición. Es decir, restituyendo el libro a lo que ese libro estaba tratando de ser.
—¿Qué piensa de sus libros posteriores?
—Mis amigos me dicen que mis cuentos son muy superiores a mis poesías, que soy un intruso en la poesía y no debería escribir versos, pero a mí me gustan los versos que escribo. Hay dos libros que me han granjeado alguna fama: Ficciones y El Aleph. Es decir, los libros de cuentos fantásticos; pero yo ahora no escribiría cuentos de ese tipo. Me parece que no están mal, pero es un género que me interesa poco ahora (o del cual me siento incapaz y por eso digo que me interesa poco). A mí me gusta más El informe de Brodie y quizás el libro que estoy escribiendo ahora y cuyo título no me ha sido aún revelado, pero nadie comparte mis opiniones. Además, tuve la desgracia de escribir un cuento totalmente falso: Hombre de la esquina rosada. En el prólogo de Historia universal de la infamia advertí que era deliberadamente falso. Yo sabía que el cuento era imposible, más fantástico que cualquier cuento voluntariamente fantástico mío, y sin embargo, debo la poca fama que tengo a ese cuento.
—Me parece una exageración decir eso.
—Y aunque después escribí otro cuento, Historia de Rosendo Juárez, como una suerte de palinodia o de contraveneno, no fue tomado en serio por nadie. No sé si lo leyeron, o simularon no haberlo leído, o si lo tomaron por un mal momento mío. El hecho es que yo quise referir la misma historia tal como pudo haber ocurrido, tal como yo sabía que pudo haber sucedido cuando escribí Hombre de la esquina rosada en 1930, en Adrogué. La escena de la provocación es falsa; el hecho de que el interlocutor oculte su identidad de matador hasta el fin del cuento es falso y no está justificado por nada; el lenguaje es, de tan criollo, caricatural. Quizás haya una necesidad de lo falso que fue hallada en ese cuento. Además, el relato se prestaba a las vanidades nacionalistas, a la idea de que éramos muy valientes o de que lo habíamos sido; tal vez por eso gustó. Cuando yo tuve que leer las pruebas para una reedición lo hice bastante abochornado y traté de atenuar las “criolladas” demasiado evidentes, o, lo que es lo mismo, demasiado falsas. Lo curioso es que las personas que admiran ese cuento lo llaman “Hombre de la Casa Rosada”[8] y suponen que me refiero al presidente de la República.
—¿Y Ficciones?
—No recuerdo bien los cuentos, porque confundo fácilmente Ficciones y El Aleph, pero supongo que no está mal. El Aleph es un cuento que me gusta. Me acuerdo de que mi familia se había ido a Montevideo; yo estaba solo en Buenos Aires y lo escribía riéndome, porque me causaba mucha gracia. Y luego hubo otro cuento, que se llama Las ruinas circulares, con el que me ocurrió algo que no me ha sucedido nunca. Ocurrió por única vez en la vida, y es que durante la semana que tardé en escribirlo (lo cual en mi caso no significa morosidad, sino rapidez) yo estaba como arrebatado por esa idea del soñador soñado. Es decir, yo cumplía mal con mis modestas funciones en una biblioteca del barrio de Almagro; yo veía a mis amigos, cené un viernes con Haydée Lange, iba al cinematógrafo, llevaba mi vida corriente y al mismo tiempo sentía que todo era falso, que lo realmente verdadero era el cuento que estaba imaginando y escribiendo, de modo que si puedo hablar de la palabra inspiración, lo hago refiriéndome a aquella semana, porque nunca me ha sucedido algo igual con nada.
—¿Y con la poesía tampoco?
—No, con la poesía es distinto. Por ejemplo, las milongas[9] se han escrito solas. Yo he recorrido los corredores de la Biblioteca Nacional, he caminado por las calles del barrio sur, que quiero tanto; por el norte y por el centro, y de pronto he sentido que algo estaba por ocurrir. Entonces he tratado de aguzar el oído, he tratado de no intervenir y luego he comprendido que lo que estaba ocurriendo era una milonga. Y las milongas se han compuesto solas y creo que no he tenido necesidad de escribirlas; habré cambiado una o dos palabras, pero no más. Todo ello ha salido de un viejo fondo criollo que tengo y no ha significado ningún esfuerzo para mí. Al mismo tiempo, no puedo comprometerme a escribir un libro de milongas porque eso depende de que esos momentos, esas visitas del Espíritu Santo, aunque parezca vanidoso y es vanidoso, ocurran. En cambio, por ejemplo, un soneto es distinto, aún en el caso de las rimas. Uno tiene que elegir una rima, tiene que pensar que las palabras que riman no son totalmente distintas; yo diría que hay rimas naturales y rimas artificiales. Reflejo y espejo son naturales, porque se refieren a ideas afines; turbio y suburbio, también. En cambio, en este ejemplo de Lugones: “En inmensas dosis de apoteosis” no sé si la palabra dosis está buscando la palabra apoteosis.
—De ningún modo.
—Desde luego, creo que no; claro que lo hizo a propósito. Quiero decir que en el caso de las sextinas, como en la “Milonga de los hermanos”, todo eso ha nacido solo, he encontrado las rimas necesarias o ellas me han encontrado a mí. Pero un libro mío que me gusta, aunque no sé si ha gustado a los lectores, es El Congreso, porque es un libro que llevé conmigo sin animarme a intentar su escritura durante muchos años y siempre pensaba en él, hasta que me dije: “Bueno, yo ya he encontrado mi voz, mi voz escrita. Quiero decir que no puedo hacer las cosas ni mucho mejor ni mucho peor; voy simplemente a escribirlo”, y lo escribí.
—La metafísica y la cosmogonía religiosa han tratado de reducir el mundo a símbolos o a ideas primarias. ¿El cuento del congreso inútil (la improbabilidad de reducir la pluralidad de la experiencia a pocas representaciones ideales) qué significa respecto a la metafísica tradicional?
—La contestación es sencilla o relativamente sencilla. Los miembros de El Congreso quieren esencialmente reducir el mundo a unos cuantos símbolos, fracasan, como siempre se ha fracasado en semejantes casos, y la originalidad de mi fábula reside en que para ellos ese fracaso, esa aceptación de la pluralidad, de la multiplicidad irreductible del mundo, es tomada, no como un fracaso sino como un éxito. Desde luego no sé si esa experiencia mística es posible, pero, en todo caso, si no es posible para las conciencias humanas, fue posible para mi imaginación durante el tiempo en que yo escribí la historia. El congreso va creciendo, el congreso abarca el universo o, como diría William James, el pluriverso, abarca la pluralidad de las cosas, pero ellos no ven una derrota en ello sino una especie de victoria. Yo, personalmente, no he tenido esa experiencia, pero, para los propósitos de mi fábula, creo que podemos imaginar un grupo de individuos o, mejor dicho, un solo individuo (porque el que tiene la experiencia es el estanciero, que es un hombre de fuerte personalidad), él infunde esa fe en los otros, por lo menos durante el decurso de la última noche, en que recorren toda la ciudad, la ciudad que no ha cambiado, pero en la cual ellos ven la ejecución de su imposible plan. Ahora, yo querría repetir que no profeso ningún sistema filosófico, salvo, aquí podría coincidir con Chesterton, el sistema de la perplejidad. Yo me siento perplejo ante las cosas y en ese cuento he querido reducir esa perplejidad a una suerte de acto de fe. En cuanto al budismo tantra, he estudiado el budismo, lo conozco, creo que es una suerte de budismo mágico, (recuerdo los grabados de algún libro en que están registrados esos símbolos que ha producido Jung en otro libro) pero, al escribir el cuento, no he tenido presente nada de eso. He pensado simplemente en esa historia, en la de personas que planean algo tan vasto que finalmente se confunde con el universo pero que no ven eso como una derrota, a la manera de los personajes de Kafka, sino que lo ven como una victoria, como una misteriosa victoria. Eso es todo lo que puedo decir. Pero es un libro que no ha agradado a mis amigos.
—¿Por qué piensa eso?
—Porque mis amigos dicen que todo lo que yo digo ahí lo he dicho mejor en libros anteriores y que el único valor que tiene es el de ser una especie de resumen de la opera omnia mía. Por ejemplo, Néstor Ibarra, un amigo en cuya opinión yo confío mucho, me dijo que era un libro inútil porque ya estaba incluido virtualmente en los anteriores. Pero yo creo que no, porque hay allí una descripción de una experiencia mística, que yo no he tenido pero que he tratado de imaginar: la idea de esas personas que emprenden una labor tan infinita que coinciden con el universo y que no sienten eso, como ocurriría en un texto de Kafka, como una defraudación, sino que, al contrario, se sienten satisfechos. Esa obra que ellos quieren hacer ya está hecha no sé si por la Divinidad o por el proceso cósmico, pero ya está, y se sienten felices. Creo que esa parte está, bastante bien dada: ese último paseo que hacen recorriendo la ciudad y esa posterior resolución de no verse más porque no van a recuperar la exaltación de ese momento. A mí, personalmente, me emocionó cuando lo escribí y los personajes me gustaron también y los sentí como reales. ¡Pero un escritor puede engañarse tanto! Por ejemplo, yo lo he notado en el caso de los nombres de las calles. En ese libro se nombran casi exclusivamente, fuera del paredón de la Recoleta[10], lugares del sur y a mí el sur me emociona. Una prueba que uno podría hacer es escribir un cuento con nombres de lugares y luego reemplazar esos lugares por otros que no significan para uno. Por ejemplo, trasladar mis cuentos de Palermo al bajo de Flores para ver si me siguen pareciendo buenos, pero no me animo a hacer eso. Ni siquiera los cuentos de Adrogué o de Temperley. Me parece que si los situara en San Isidro o en Martínez[11], me daría cuenta de que no valen nada. Al fin y al cabo, el prestigio de las palabras es importante: ¿por qué no el prestigio de los nombres propios?
—Pero esos cuentos traducidos tienen éxito y quienes los leen no conocen ninguno de esos lugares.
—Es cierto. Eso quiere decir que la gente se equivoca fácilmente, o que es generosa.
—O que se puede prescindir de los sitios geográficos, porque el ímpetu está puesto en la prosa o en la poesía, que es lo permanente.
—Me acuerdo que leyendo un cuento muy bueno de Peyrou[12] que se llama La noche repetida me encontré con una frase que hizo llenar mis ojos de lágrimas. Decía: “Esa percanta[13] de pollera florida que sabía esperarme en una esquina de la calle Nicaragua”. Y pensé: soy un tonto, porque la calle Nicaragua significa algo para mí, pero no tiene que significar nada para las personas que viven en otro barrio.
—Eso quiere decir que Ud. es sentimental.
—¡Sí, caramba!
—¿Por qué esa necesidad de escribir todos los días, aunque sea una línea?
—Es para sentirme justificado y porque temo que si no dicto algo, voy a olvidarlo. Además, de noche pienso: he escrito tal cosa, he adelantado tal trabajo, y eso me tranquiliza.
—¿De niño intuyó que iba a ser escritor?
—Antes de haber escrito una sola línea. Pero eso se debió un poco a una convención tácita que hubo en mi familia, porque mi padre hubiera querido ser escritor y no pudo. Dejó algunos sonetos, una novela, muchos trabajos que destruyó. Entonces se entendía de un modo tácito, que es el modo más eficaz para que se entienda una cosa, que yo iba a cumplir ese destino que le había sido negado a mi padre. Eso lo supe desde chico.
—¿Y si él hubiese sido matemático?
—Las matemáticas me interesan. Me interesa la obra de Bertrand Russell y lo que he podido ver del matemático alemán Georg Cantor. He leído muchos libros con total incredulidad sobre la cuarta dimensión. Pero no me veo como matemático, porque no tengo ninguna facultad para ello. Entiendo que el ajedrez es una ocupación muy noble y que de todos los juegos que conozco es infinitamente superior, pero al mismo tiempo soy uno de los ajedrecistas más mediocres que existen.
Los temas borgianos
—¿Cuándo, dónde y por qué aparece como tema el laberinto?
—Recuerdo un libro con un grabado en acero de las siete maravillas del mundo; entre ellas estaba el laberinto de Creta. Un edificio parecido a una plaza de toros con unas ventanas muy exiguas, unas hendijas. Yo, de niño, pensaba que si examinaba bien ese dibujo, ayudándome con una lupa, podría llegar a ver el Minotauro. Además, el laberinto es un símbolo evidente de perplejidad, y la perplejidad, el asombro del cual surge la metafísica según Aristóteles, ha sido una de las emociones más comunes de mi vida, como lo fue de Chesterton, quien dijo: todo pasa, pero siempre nos queda el asombro, sobre todo el asombro ante lo cotidiano. Yo, para expresar esa perplejidad, que me ha acompañado a lo largo de la vida y que hace que muchos de mis propios actos me sean inexplicables, elegí el símbolo del laberinto, o, mejor dicho, el laberinto me fue impuesto, porque la idea de un edificio construido para que alguien se pierda es el símbolo inevitable de la perplejidad. He ensayado distintas variaciones sobre ese tema, que me han llevado al Minotauro y a cuentos como La casa de Asterión; Asterión es uno de los nombres del Minotauro. Luego, el tema del laberinto se encuentra de un modo muy notorio en La muerte y la brújula, en diversos poemas de los últimos libros míos y en uno que voy a publicar hay también un poema breve sobre Minotauro.
—¿Y los espejos?
—Los espejos corresponden al hecho de que en casa teníamos un gran ropero de tres cuerpos estilo hamburgués. Esos roperos de caoba, que eran comunes en las casas criollas de entonces… Yo me acostaba y me veía triplicado en ese espejo y sentía el temor de que esas imágenes no correspondían exactamente a mí y de lo terrible que sería verme distinto en alguna de ellas. Eso se unió a un poema que leí sobre el Profeta Velado de Jorasán, el hombre que vela su rostro porque es leproso, y al Hombre de la Máscara de Hierro, de una novela de Dumas. Las dos ideas se unieron: la de un posible cambio en el espejo. Y también, naturalmente, porque el espejo está unido a la idea escocesa del Fetch (que se llama así porque viene a buscar a los hombres para llevarlos al otro mundo), a la idea alemana del Doppelgänger, el doble, que camina a nuestro lado y que viene a ser la idea de Jekyll y Hyde y de tantas otras ficciones. Ahora bien, yo sentía el horror de los espejos y tengo un poema en que hablo de ese horror y que uno a la sentencia pitagórica de que un amigo es un otro yo. He pensado que posiblemente a él se le ocurrió la idea de otro yo viendo su reflejo en un espejo o en el agua. Cuando yo era chico nunca me atrevía decirles a mis padres que me dejaran en una habitación totalmente oscura para no tener esa inquietud. Antes de dormir yo abría repetidamente los ojos para ver si las imágenes en los tres espejos seguían siendo fieles a lo que yo creía mi imagen o si habían empezado a modificarse rápidamente y de un modo alarmante. A eso se agregó la idea de la pluralidad del yo, de que el yo es cambiante, de que somos el mismo y somos otros; eso lo he aplicado muchas veces. Y en un libro que aparecerá el año próximo hay un cuento titulado El otro donde ensayo una variación de ese tema, ya tratado por tantos autores, por Poe, Dostoievsky, Hoffmann, Stevenson.
—La repetición de los ciclos, todo ese mundo que vuelve sobre sí mismo, ¿de dónde proviene?
—Mi padre fue el primero que me habló de eso. Creo que él lo había leído en los Diálogos sobre la religión natural, del filósofo escocés Hume, del siglo XVIII. Y la idea es que si el mundo consta de un número limitado de elementos y si el tiempo es infinito y cada momento depende del momento anterior, basta con que se repita un momento en el proceso cósmico para que se repitan los siguientes y entonces tendríamos, como creían los pitagóricos y los estoicos, una historia universal cíclica. Se dice que eso procede de la India, pero en las cosmogonías hindúes, en el budismo, por ejemplo, los ciclos se repiten, pero no son idénticos: es decir, una persona no vive su propia vida un número indefinido o infinito de veces, sino que cada ciclo influye en el subsiguiente y así podemos descender a animales, a plantas, a demonios, a fantasmas, o podemos volver a ser otra vez hombres y eventualmente podemos perder nuestra identidad. Eso sería el Nirvana y eso sería la mayor felicidad, caer en la rueda de la vida y vernos libres de la vida. Esa idea me impresionó muchísimo y luego la he aprovechado muchas veces. Personalmente, descreo de ella. No solamente descreo, sino, como dije en un artículo titulado La doctrina de los ciclos, si ésta es la milésima vez que mantenemos esta conversación, es realmente la primera porque no recuerdo las anteriores. Un argumento que suele emplearse a favor de esa idea, sobre el cual tiene un poema muy lindo el poeta Dante Gabriel Rossetti (“I have been here before, / But when or how I cannot tell: / I know the grass beyond the door, / The sweet keen smell, / The sighing sounds, the lights around the shore. /… You have been mine before…”), es que si yo creo haber vivido ya este momento, eso introduce una modificación, porque suponiendo que ésta sea la segunda vez que mantengo esta conversación y pienso: “yo ya he hablado sobre esto con María Esther Vázquez y le he dicho las mismas cosas en esta misma sala de la misma Biblioteca Nacional”, entonces esto no habría ocurrido la primera vez, entonces los ciclos no serían idénticos. El hecho de recordar un ciclo anterior sería en realidad un argumento contra la doctrina de los ciclos. Además, si suponemos una sucesión indefinida o infinita de vidas, cada vez recordaremos mejor las cosas y eso nos permitirá modificar quizá nuestra conducta, y entonces se derrumbaría la teoría.
—Hablemos del tema de los tigres.
—Ese tema lo he explicado en un poema titulado El oro de los tigres. Nosotros vivíamos cerca del Jardín Zoológico; yo lo visitaba con frecuencia, pero los animales que realmente me impresionaban de niño, fuera del bisonte, eran los tigres. Sobre todo el gran tigre real de Bengala. Me pasaba horas mirándolo. Me impresionaba el pelaje de oro y, naturalmente, las rayas. También me impresionaban los leopardos, los jaguares, las panteras, animales afines. En ese poema digo que realmente el primer color que vi, no físicamente sino emocionalmente, fue el amarillo del tigre, y ahora que estoy casi ciego el único color que veo sin lugar a error es el amarillo. Así, el amarillo corresponde al principio y al fin de mi vida.
Por eso, y no por razones decorativas de tipo modernista[14], titulé al libro El oro de los tigres. Además, en el tigre hay la idea de poderío y de belleza. Recuerdo que una vez mi hermana me hizo esta observación curiosa: “Los tigres están hechos para el amor”. Esto me recuerda un verso de Cansinos Assens donde le dice a una mujer una frase: “Yo seré como un tigre de ternura”. Encontré una frase parecida en Chesterton, refiriéndose al tigre del poema de William Blake, que es un poema sobre el origen del mal (por qué Dios que hizo el cordero creó también al tigre que lo devora) y dice: “El tigre es un símbolo de terrible elegancia”. Ahí están unidas la idea de la belleza y de la crueldad que se atribuye a los tigres. Posiblemente no sean más crueles que otros animales. De la misma forma, se atribuye astucia al zorro, majestad al león; son convenciones de las fábulas, posiblemente, convenciones esópicas.
—¿Y la secta del cuchillo y el coraje, es decir todo lo que eso implica?
—Yo encontraría dos raíces: una, en el hecho de que muchos de mis mayores fueron militares y algunos murieron en batallas, y luego, en que ese destino me había sido negado. La otra es encontrar esa condición del coraje en pobre gente, en los compadritos de las orillas, que si tenían una religión, era ésa: la de que un hombre no debe ser flojo. Además, en el caso del compadrito, ese coraje era desinteresado, porque, a diferencia de lo que ocurre con los gangsters o los criminales en general, la gente es violenta por avidez, o movida por razones políticas. Y luego, en una saga escandinava encontré una frase que corresponde exactamente a esa idea. Se trata de unos vikingos que se encuentran con otros y les preguntan si creen en Odín o en el Cristo blanco y uno responde: “Creemos en nuestro coraje”. Corresponde a la ética de los cuchilleros.
—Otro tema importante sería la ciudad de Buenos Aires.
—En cuanto a Buenos Aires, todos habrán notado que no es el Buenos Aires actual sino el Buenos Aires de mi niñez y el anterior a mi niñez. Yo nací en 1899 y generalmente mi Buenos Aires es un poco vago y se sitúa alrededor del 90. Eso lo hago primero por aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” y luego porque creo que es un error hacer literatura estrictamente contemporánea; por lo menos, ese concepto es contrario a toda la tradición. No sé cuántos siglos después de la guerra de Troya escribió Homero. Además, hay una desventaja de orden práctico; si yo escribo sobre un hecho contemporáneo convierto al lector en una suerte de espía porque estará buscando errores. En cambio, si digo que tales hechos ocurrieron en Turdera o en las orillas de Palermo hacia mil ochocientos noventa y tantos, nadie puede saber exactamente cómo se hablaba en esos suburbios o cómo eran, y eso deja una mayor libertad e impunidad al escritor. Y como la memoria es selectiva (según dijo Bergson), parece que uno puede trabajar mejor con memorias que con el presente, que está oprimiéndonos y molestándonos. Además, si escribimos sobre el presente, corremos el albur de parecer menos escritores que periodistas.
—Falta el tema de la espada…
—Ese tema se vincula con el del coraje y se origina en dos espadas que había en casa de mi abuelo Borges. Una de ellas era del general Mansilla. Ambos eran amigos y antes de una de sus batallas, en la guerra del Paraguay, con un gesto romántico plagiado de alguna novela francesa, los dos cambiaron espadas en la víspera de la batalla. Una de ellas está en el museo histórico del Parque Lezama. Y luego de la espada del soldado pasé al cuchillo del cuchillero. (Esto me hace recordar dos versos de un romance de Lugones: “Con el patriótico sable / ya rebajado a cuchillo…”) la espada es el signo del coraje más que otras armas. Las armas de fuego no presuponen valentía, sino puntería. Milton en el Paraíso perdido, atribuye la invención de la artillería al demonio.
Política, honores y aficiones
—En una entrevista anterior, Ud. me dijo que se consideraba anarquista. ¿Qué entiende por anarquismo?
—Quisiera que hubiera un mínimo de gobierno, que no se notara, que no influyera. Se trata de un anarquismo a lo Spencer.