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—¿Su padre era anarquista?
—Sí. Él me dijo que me fijara en las banderas, en las fronteras, en los distintos colores de los distintos países en los mapas, en los uniformes, en las iglesias, porque todo eso iba a desaparecer cuando el planeta fuera uno y hubiera simplemente gobierno municipal o policial, o quizás ninguno, si la gente fuera suficientemente civilizada. Él creía que esa utopía estaba esperándonos; ahora no se nota ningún síntoma, pero quizás a la larga tenga razón. Por de pronto, los países tienden a agrandarse. Quizás cuando todo el mundo sea Rusia o China o los Estados Unidos, no se necesitarán pasaportes. Hoy la burocracia molesta bastante. Esta mañana tuve que firmar para el Ministerio unos papeles por sextuplicado. Eso es para dar trabajo a la enorme cantidad de empleados públicos que tienen. En este país, dentro de poco no va a haber más que empleados públicos, empezando por el ejército. Un barrendero es un empleado público; el presidente es un empleado público.
Todos son empleados públicos.
—El director de la Biblioteca Nacional también es empleado público.
—Yo también soy empleado público, desde luego.
—¿Qué cosas le interesan más en este momento en la vida, en el mundo?
—Me interesaría encontrar una suerte de serenidad que no tengo. Y en estos momentos, me interesa la suerte de la patria, que es muy importante. Y luego, me preocupa la salud de mi madre. Y además, aún a la edad de setenta y tres años, uno vive esperando a otra persona, aún a esa edad en que uno sabe que esa esperanza es ridícula y que no podrá cumplirse. Pero en cuanto al hecho de ser conocido o desconocido, eso no me ha interesado nunca: ¡se parecen tanto las dos cosas! Sin embargo entiendo (tengo amigos que son escritores franca e incurablemente fracasados), entiendo que se sientan desdichados por ello. Ya dijo Schopenhauer que lo que tenemos puede no hacernos felices, pero lo que nos falta nos hace ciertamente desdichados. El caso de la salud, por ejemplo; o el caso de los órganos del cuerpo: se sienten cuando duelen. Creo que con la fortuna ocurre lo mismo; la gente rica se siente naturalmente feliz y hasta puede pensar que no les importa el dinero, pero si les falta, notan que es muy importante. Como en aquella broma de Macedonio Fernández, quien dijo: “¡Qué raro! A mí no me había interesado nunca la respiración, pero cuando estuve en la playa de Capurro, en Montevideo, y me cubrió una ola, de pronto me sentí muy interesado en ella. Y el interés —decía— desapareció, lo que es más raro aún, cuando me encontré a salvo”. ¡Intensamente interesado en la respiración, y antes jamás! También Bernard Shaw dijo que toda persona que sufre de dolor de muelas comete el error de pensar que los que no tienen dolor de muelas son felices. El no ser querido, el estar enfermo, son otras formas del dolor de muelas.
—Claro. ¿Y en cuanto a los premios que obtuvo?
—Hubo uno que me dio mucha alegría, que fue el segundo premio municipal de prosa que me dieron en 1928 ó 29. Me alegró mucho más que otros posteriores, porque era el primero que recibía. Además, ¡tres mil pesos entonces eran una suma!
—¿Se compró libros?
—Gasté trescientos pesos en una edición un poco antigua de la Enciclopedia Británica, que conservo todavía; la undécima edición que es muy superior a las actuales. Porque antes la hacía la Universidad de Oxford y ahora la hace no sé qué editorial norteamericana que está interesada en las cosas más tristes del mundo: en la estadística, por ejemplo. Es un libro lleno de fechas y de cifras. En cambio la edición vieja tiene artículos de Macaulay, de De Quincey, de Swinburne, que eran realmente ensayos. Ahora los artículos están hechos de abreviaturas: nació en tal fecha, una crucecita y la fecha en que murió. Publicó tales libros, con las fechas entre paréntesis. Juicio en tres líneas, y se acabó; eso no es un estudio sobre un escritor: se parece más al censo o a la guía de teléfonos que a un trabajo literario.
—Volviendo al tema de los honores: cada vez que lo nombran doctor honoris causa de una universidad, le gusta, le emociona.
—Sí, es raro. Me siento muy incómodo la víspera, me siento muy incómodo…
—… tres minutos antes…
—… tres minutos antes; me siento muy incómodo cuando estoy hablando, y en el momento en que ocurre me siento misteriosamente emocionado, y luego me digo que eso es una puerilidad. Es raro que a un hombre grande le ocurran esas cosas, pero eso depara una satisfacción momentánea… Es el hecho de ser reconocido, de ser saludado…
—¿Cuáles son los escritores que todavía le interesan mucho?
—Creo que Shaw, Chesterton, Emerson y, como libro, El Quijote. Entre los libros argentinos, hay uno capital; si lo hubiéramos elegido como libro nacional, hubiera sido otro y mejor nuestro destino: es Facundo, de Sarmiento. Y admiro al Martín Fierro[15] como obra literaria, pero no lo admiro como personaje; como tal, me parece espantoso y sobre todo me parece muy triste que un país tome por ideal a un desertor, a un asesino, a un prófugo, a un borracho, a un soldado que pasa al enemigo. Eso debe haber sido muy raro en aquella época. Me parece que Hernández se anticipó, porque Martín Fierro es un malevo[16] sentimental, que se apiada de su propia desdicha. Los gauchos deben haber sido gente mucho más dura, debían parecerse más a los gauchos de Ascasubi o de Estanislao del Campo[17]. Ese tipo de gaucho quejoso, que compuso Hernández adelantándose a Carlos Gardel[18] es una desdicha. No puedo imaginarme a un gaucho diciendo:
“Bala el tierno corderito
al lao de la blanca oveja
y a la vaca que se aleja
llama el ternero amarrao,
pero el gaucho desgraciao
no tiene a quien dar su queja”.
Si un payador[19] hubiera dicho eso, hubieran
pensado que era un marica. ¡Hubiera sido
despreciado por todos!
Las lenguas nórdicas
—Me gustaría que hablara algo de su amor por las lenguas escandinavas.
—Llegué a ellas por el camino del anglosajón, porque pensé que había sido el idioma de muchos antepasados míos hace muchos siglos. Pero la literatura anglosajona, aunque es rica, lo es mucho menos que la escandinava, y eso podría explicarse por una razón cronológica. La literatura anglosajona data de los siglos VII, VIII, IX y se acabó, en tanto que la escandinava llega a su apoteosis en los siglos XIII y XIV. Pero hay otra razón. Los sajones salieron de Alemania del Norte, de los Países Bajos, de Dinamarca, y conquistaron Inglaterra. Sin duda, esa conquista los enriqueció. Pero eso, si se compara con lo que hicieron los vikingos es poco. Pensemos en países pobres como los escandinavos y pensemos que gente de esos países descubrió América, Bizancio, fundó reinos en Inglaterra, en Irlanda, en Normandía y escribió en Islandia una gran literatura. Es decir, la cultura germánica llegó a su culminación en Islandia y produjo una literatura muy rica. En las sagas uno encuentra todo lo que se encuentra en la novela actual y dicho de un modo más reticente, más pudoroso y eficaz. De modo que como la cultura germánica me interesa y como en su forma más pura llegó a su culminación en Islandia, es natural que me interese ese idioma. Al principio, cuando comencé a estudiarlo, me ocurría lo mismo que con el inglés antiguo: me parecía una forma torpe del inglés o del alemán. En cambio, ahora, veo al anglosajón como un idioma propio y ya estoy sintiendo como propia la lengua escandinava que todavía se habla en Islandia. Los islandeses pueden leer a sus clásicos sin necesidad de explicaciones. Tengo ediciones de las Sagas, de la Heimskringla, de la Edda Menor de Snorri Sturluson, y esos libros no tienen notas, porque puede leerlos un islandés cualquiera. El mismo hecho de que haya quedado atrasado ha hecho que se conserve el idioma. Es como si ahora existiera un país donde la gente hablara latín y no un dialecto del latín; donde el hombre de la calle pudiera leer la Eneida y a Tácito. Además, hay una belleza especial en ese idioma que se da en los sonidos y en la facilidad que todavía guardan otras lenguas germánicas de formar palabras compuestas sin que esas palabras resulten artificiales o pedantescas. Cuando uno estudia un idioma, ve más de cerca las palabras. Si estoy hablando español o inglés, oigo toda la frase; en cambio en un idioma nuevo…
—… se oye palabra por palabra.
—Sí. Es como una lectura con lupa. Siento más la palabra que aquellos que hablan ese idioma. Por eso, hay un prestigio en las lenguas extranjeras; hay, también, el prestigio de lo antiguo, que es formar parte de una pequeña sociedad secreta…
—¿Cuántas horas diarias dedica a esa “sociedad secreta”?
—Solamente los sábados y los domingos. Somos unas siete personas; nos reunimos unas tres o cuatro horas y prescindimos de la gramática. Tomamos un texto del siglo XIII, por ejemplo, y empezamos a descifrarlo; sólo en último caso recurrimos al diccionario o a la versión inglesa o alemana. Tratamos de entenderlo y discutimos, y luego vemos quién tiene razón. De modo que eso tiene algo de aventura, aventura filológica. Pero, sin duda, uno exagera las cosas. Si yo digo: “Un barco que se hace con las uñas de los muertos”, en islandés lo siento más hermoso; posiblemente no lo sea. Quizás para un islandés tenga más prestigio la versión española.
—¿Qué está escribiendo ahora?
—Estoy tratando de escribir tres cuentos para completar la suma de diez que necesito para un libro. Además, después de leer muchas versiones de poesía china y los poemas de Ezra Pound —que no me gustan demasiado— me he puesto a escribir composiciones breves, que tendrán a lo sumo diez líneas. En general son versos de siete, de once, de catorce, a veces de nueve sílabas, lo cual es más raro, y trato de que sean versos muy, pero muy sintéticos. Esos versos se escriben solos. Me pidieron colaboración para una revista y les entregué trece poemas breves que fueron surgiendo en cuatro o cinco días y les puse el nombre de trece monedas, para dar idea de la brevedad y de cierta acuñación, de cierta precisión. Y luego, con Alicia Jurado, hace ya muchos años que estamos escribiendo un Manual del budismo. No sé si lo terminaremos alguna vez. Además, estoy traduciendo con el seminario del que hablamos aquellos diálogos del siglo IX de Salomón y Saturno, de los que se publicó un fragmento —el único que yo poseía entonces— en la Revista de la Biblioteca Nacional. Ahora conseguí un ejemplar de todo el libro en anglosajón, publicado en Viena hace quince años.
La vida. Defectos y virtudes
—Si Ud. hace un resumen de su vida, ¿cuáles le parecen los momentos más importantes de ella?
—Mi primer regreso a Buenos Aires. Y luego, momentos muy íntimos, que fueron muy felices, y aquellos en que escribo, en que siento cierta satisfacción, aunque no me guste lo que escriba. He llegado a comprobar que la satisfacción que uno siente al escribir tiene poco que ver con el mérito de lo que escribe, lo cual concuerda con aquella sentencia de Carlyle: “Toda obra humana es deleznable, pero la ejecución de esa obra es importante”. Una vez hecho algo, no puede valer mucho; es una obra humana con todas las imperfecciones de lo humano, pero el hecho de ejecutarla sí es interesante. Luego, tengo recuerdos de infancia, de alguna jineteada, de haberme sentido muy feliz nadando y recuerdos de lugares… Pero Marcel Proust decía que cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; que no se extrañan los sitios, sino los tiempos. Es decir que cuando pienso que a veces me sentía feliz en Texas, es porque me sentía feliz en aquel momento, pero si volviera a Texas ahora, no hay ninguna razón para que pueda sentirme feliz allí. O cuando yo sabía que sólo faltaban tantos días para volver a Buenos Aires. Pero entonces había algo de angustioso, porque siempre existía el temor de que ocurriera algo que entorpeciera la vuelta.
—¿Siempre le importa mucho volver a Buenos Aires?
—Sí, me importa mucho volver, y aun en algún viaje último, en que yo sabía que no volvía a algo especialmente grato, que volvía a una rutina no demasiado deliciosa. Pero siempre he sentido que hay algo en Buenos Aires que me gusta. Me gusta tanto que no me gusta que le guste a otras personas. Es un amor así, celoso. Cuando yo he estado fuera del país, por ejemplo en los Estados Unidos, y alguien dijo de visitar América del Sur, yo lo he incitado a conocer Colombia, por ejemplo, o le recomiendo Montevideo. Buenos Aires, no. Es una gran ciudad demasiado gris, demasiado grande, triste —les digo—, pero eso lo hago porque me parece que los otros no tienen el derecho de que les guste. Además, generalmente lo que les agrada a los extranjeros es lo que nunca le importa a uno. La idea de encantarse con el estanque de Palermo, con el Obelisco o con la calle Florida es bastante triste. El hecho de extasiarse ante el rascacielos Cavanagh es una cosa de locos. O con lugares del sur de la ciudad, que son totalmente apócrifos. Un porteño siente que los han edificado la semana que viene, digamos.
—¿Ud. es celoso?
—Sí, trato de no serlo, pero lo soy. Comprendo que es un defecto.
—¿Cuáles son sus defectos?
—Creo que una vanidad desmedida.
—No parece serlo.
—Sí, lo soy con cierta astucia.
—Pero si no le importa nada el éxito…
—Pero el éxito es algo tan efímero… Y además, cuando se llega a la edad mía uno ha visto tantos éxitos que se han convertido en el olvido. Voy a citarle un caso notorio. En 1910 se creía que el mejor escritor de la literatura francesa, es decir de la literatura universal (porque así se medía entonces), era Anatole France. Actualmente eso parecería una ironía un poco burda, pero en aquella época se lo creía un escritor tan grande como Voltaire. Claro que Anatole France había llegado a Buenos Aires, nos había descubierto; todos nos sentíamos un poco más reales porque Anatole France sabía que existíamos. E incluso le perdonamos alguna gaffe. Cuando llegó a Montevideo, dijo que él siempre había querido al Uruguay porque siempre le había gustado mucho el café uruguayo. Se está por descubrir todavía, ¿no?… Claro que se trató de un error de información del secretario, que le dijo: “En Uruguay hay que hablar de café”.
—De modo que Ud. se consideraba vanidoso.
—Sí, creo que lo soy y sin embargo me parece raro que la gente me tome en serio. Creo también que tiendo fácilmente a ser dogmático. A pensar que los demás deben pensar como yo.
—Eso lo pensamos todos.
—Me acuerdo de una frase de Swift que decía: “¡Qué inteligente es este escritor cuando dice lo que había pensado toda mi vida!”.
—¿Y cuáles cree que son sus virtudes?
—La modestia. Creo que yo tengo un sentido de las palabras, de la literatura, un sentido del verso —no cuando lo ejecuto, sino cuando lo leo— que otras personas no tienen. Creo que puedo emocionarme con una palabra. Además, contrariamente a lo que generalmente se supone, creo que la belleza no es una cosa rara, sino muy común. Por ejemplo, yo no sé nada de literatura húngara, y sin embargo estoy seguro de que si supiera encontraría en esa literatura lo que encuentro en otras. No sé nada de la poesía de los afganos, y creo que puede darme lo que me dan las otras. Desde luego, confieso que no he encontrado ningún escritor australiano que me haya llamado la atención, pero confieso que no he leído ninguno, lo que es un argumento en contra. ¿Por qué no se habla de ellos nunca? ¿O de los canadienses? Cuando estuve en Canadá pregunté: “¿Qué poeta tienen ustedes?”. Me dijeron: “tenemos el poeta Pratt”. El nombre no parecía prometer mucho. Hay dos poemas suyos: uno al ferrocarril que va de Toronto a no sé dónde… (De una oda ferroviaria, ¿qué puede esperarse?). Y el otro es un poema extraordinario en donde habla de un bloque, de un pedazo de hielo. Yo dije: “¿Y?”. “Y bueno —me dijeron—, otros poetas hubieran hablado de los bosques nevados de Canadá, pero él se dirige concretamente a un bloque de hielo y eso ya es mucho.” Después de eso pensé que debía contentarme con la idea de que haber escrito un poema concreto ya bastara. Pero me llama la atención de que los Estados Unidos, en New England, cerca de la frontera con el Canadá, hayan producido gente como Emerson, como Melville, como Henry James, y que, al lado, Canadá no haya producido nada, salvo, como dijo Kipling, que haya producido un país de mayor orden y quizás esencialmente más culto que los Estados Unidos. Desde luego, haber producido una civilización es mucho, pero no es emocionante. Un país civilizado es superior a un país bárbaro, pero puede no ser muy interesante.
—¿A Ud. le gustaría ser o realizar alguna cosa que no haya hecho hasta ahora?
—Me hubiera gustado ser un hombre de acción como lo fueron mis mayores. Desgraciadamente, confieso que yo no he muerto en 1874, en el combate de La Verde y tampoco derroté a los montoneros de Rosas, como mi bisabuelo Suárez. La verdad es que no he hecho ninguna de esas cosas; la verdad es que tampoco participé en la Revolución del 90 porque nací nueve años después…
—Recuerdo que una vez le pregunté, si hubiera podido elegir su destino, qué hubiera preferido ser entre San Isidoro de Sevilla y Harold…
—Pero si hubiera sido Harold Hardrada hubiera sido otra persona; en cambio, aunque no soy San Isidoro de Sevila, soy, digamos, de la familia… Quiero decir que soy una persona que me intereso por las etimologías, por el lenguaje, es decir, pertenezco a esa parroquia. En cambio, si hubiera sido un hombre de acción, como fueron algunos mayores míos, sería interesante, pero desear eso es como decir: ¡Qué lástima haber nacido hombre y no tigre! Me imagino que la vida de un hombre de acción es tal vez más interesante para el que la estudia que para quien la vive. Un hombre de acción de vivir…
—… la rutina de la acción.
—Y además, vive de presentes muy efímeros, como todo presente. Tendrá que tomar decisiones, ejecutarlas. Quizás un historiador comprenda mejor la vida de Harold que el mismo Harold, que vivía, simplemente. Quizás nosotros, los que somos inactivos, y que vivimos vicariamente las vidas ajenas, las sentimos más que los mismos que las vivieron. Para ellos tiene que haber sido una especie de vértigo de momentos presentes; quizás nunca vieron el dibujo que forma esa vida.
—No lo pudieron saborear.
—Creo que no. Claro que sería bueno pensar: “Yo comandé una carga de caballería” como mi bisabuelo, aunque quizás para él ese momento fue como cuando uno atraviesa rápidamente una calle para que no lo atropelle el tráfico, o el momento en que una persona enojada da una bofetada. Aunque quizás en el recuerdo fue magnificándolo y pensó: “Yo fui el héroe de esa jornada”, pero no lo pensó mientras ocurría y ya después posiblemente fuera tan ajeno a él como a mí.
La música. La pintura. La muerte
—¿Qué músico le interesa?
—No sé si tengo derecho a nombrarlo, porque no lo entiendo: Brahms. Creo que es la única música fuera de las milongas o los spirituals o el cante jondo que me emociona. Al mismo tiempo, me doy cuenta de que no tengo derecho a admirarla.
—¿Por qué?
—Porque si me preguntaran en qué difiere de otras o en qué consiste, o en qué teorías está basada, no sabría decirlo. La siento de un modo físico, pero tal vez lo importante sea eso, y quizás sea la definición de la poesía también, lo que uno siente como poesía inmediatamente, cuando lo oye. Yo estoy oyendo continuamente rachas así de poesía por la calle. Oigo que la gente más cotidiana y más vulgar dice frases muy lindas y que las dice sin darse cuenta, con inocencia.
—¿Y nunca le interesó la pintura?
—Sí; me han impresionado mucho Rembrandt, Turner, Velázquez, Tiziano; me han impresionado algunos pintores expresionistas. En cambio, algunos a los que es ritual admirar, como el Greco, nada. El concepto del cielo que él tenía, lleno de obispos, arzobispos, de mitras, se parecería al concepto que yo tendría del infierno… La idea de un cielo eclesiástico me parece espantosa, de un cielo parecido al Vaticano. Posiblemente le desagrado al decirle esto, ¿no? Pero si el cielo del Greco era eso, estaría deseando ir a otro lado. Lo habría hecho por sentir nostalgia del Purgatorio o del Infierno. Pero en el caso del Greco, esto se debe a que él no creía en esas cosas y se nota esa indiferencia en los cuadros. Él estaba seguro de que no había otra vida; entonces, “para quedar bien con el comisario” como diría Macedonio Fernández, pintaba todos esos obispos.
—¿Ud. cree que hay otra vida?
—No. Tengo la confianza de que no haya ninguna otra y no me gustaría que la hubiera. Yo quiero morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto. Espero morir, olvidarme y ser olvidado.
—¿Qué es para usted el mundo?
—El mundo para mí es un incesante manantial de sorpresas, de perplejidades, de desdichas también y, alguna vez, por qué voy a mentir, de felicidades. Pero yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más.
Ahora, si yo tuviera que definirme, me definiría como un agnóstico, es decir, una persona que no cree que el conocimiento sea posible. O, en todo caso, como se ha dicho muchas veces, no hay ninguna razón para que el universo sea comprensible por un hombre educado del siglo veinte o de cualquier otro siglo. Eso es todo.
JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS BORGES, (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 - Ginebra, 14 de junio de 1986). Fue un escritor argentino y uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX.
Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Guillermo Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la uruguaya Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135.
En su casa se hablaba en español e inglés, así que desde su niñez Borges fue bilingüe, y aprendió a leer inglés antes que castellano, a los cuatro años y por influencia de su abuela materna. Estudió primaria en Palermo y tuvo una institutriz inglesa. En 1914 su padre se jubila por problemas de visión, trasladándose a Europa con el resto de su familia y, tras recorrer Londres y París, se ve obligada a instalarse en Ginebra (Suiza) al estallar la Primera Guerra Mundial, donde el joven Borges estudió francés y cursó el bachillerato en el Lycée Jean Clavin.
Es en este país donde entra en contacto con los expresionistas alemanes, y en 1918, a la conclusión de la Primera Guerra Mundial, se relacionó en España con los poetas ultraístas, que influyeron poderosamente en su primera obra lírica. Tres años más tarde, ya de regreso en Argentina, introdujo en este país el ultraísmo a través de la revista Proa, que fundó junto a Güiraldes, Bramón, Rojas y Macedonio Fernández. Por entonces inició también su colaboración en las revistas Sur, dirigida por Victoria Ocampo y vinculada a las vanguardias europeas, y Revista de Occidente, fundada y dirigida por el filósofo español José Ortega y Gasset. Más tarde escribió, entre otras publicaciones, en Martín Fierro, una de las revistas clave de la historia de la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX. No obstante su formación europeísta, siempre reivindicó temáticamente sus raíces argentinas, y en particular porteñas.
Ciego desde 1955 por la enfermedad congénita que había dejado también sin visión a su padre, desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de un escogido círculo de amistades que no dudan en realizar con él una solidaria labor amanuense, colaboración que resultará muy fructífera. Borges accedió a casarse en 1967 con una ex novia de juventud, Elsa Astete, por no contrariar a su madre, pero el matrimonio duró sólo tres años y fue “blanco”. La noche de bodas la pasó cada uno en su casa. Sus amigos coinciden en que el día más triste de su vida fue el 8 de julio de 1975, cuando tras una larga agonía fallece su madre.
Fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires —donde obtiene la cátedra en 1956—, presidente de la Asociación de Escritores Argentinos y director de la Biblioteca Nacional, cargo del que fue destituido por el régimen peronista y en el que fue repuesto a la caída de éste, en 1955. Tradujo al castellano a importantes escritores estadounidenses, como William Faulkner, y publicó con Bioy Casares una Antología de la literatura fantástica (1940) y una Antología de la poesía gauchesca (1956), así como una serie de narraciones policíacas, entre ellas Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) y Crónicas de Bustos Domecq (1967), que firmaron con el seudónimo conjunto de H. Bustos Domecq.
Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo.
Es considerado uno de los eruditos más reconocidos del siglo XX. Ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje que las obras de Borges ofrecen tanto a los estudiosos como al lector casual. Y sobre todas las cosas, la filosofía, concebida como perplejidad, el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema de la racionalidad. Siendo un literato puro pero, paradójicamente, preferido por los semióticos, matemáticos, filólogos, filósofos y mitólogos, Borges ofrece —a través de la perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía— una obra que hace honor a la lengua española y la mente universal.
Doctor Honoris Causa por las universidades de Cuyo, los Andes, Oxford, Columbia, East Lansing, Cincinnati, Santiago, Tucumán y La Sorbona, Caballero de la Orden del Imperio Británico, miembro de la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos y de la The Hispanic Society of America, algunos de los más importantes premios que Borges recibió fueron el Nacional de Literatura, en 1957; el Internacional de Editores, en 1961; el Premio Internacional de Literatura otorgado por el Congreso Internacional de Editores en Formentor (Mallorca) compartido con Samuel Beckett, en 1969; el Cervantes, máximo galardón literario en lengua castellana, compartido con Gerardo Diego, en 1979; y el Balzan, en 1980. Tres años más tarde, el gobierno español le concedió la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio y el gobierno francés la Legión de Honor.
A pesar de su enorme prestigio intelectual y el reconocimiento universal que ha merecido su obra, sus posturas políticas le impidieron ganar el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años, posturas que evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico.