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Hubo un silencio, el otro me dijo:
—Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida?
Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos.
Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía.
—Nos hemos mentido —me dijo— porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno.
Esa conversación me irritaba. Así se lo dije.
Agregué:
—Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?
—¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia.
—¡Islandia! ¡Islandia de los mares!
—En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua.
—No he estado nunca en Roma.
—Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía.
—A la muerte de… —dije yo. No me atreví a decir el nombre.
—No. Ella vivirá más que vos.
Quedamos silenciosos. Prosiguió:
—Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbô, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas.
—Y al final comprendiste que habías fracasado.
—Algo peor. Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.
—Ese museo me es familiar —observé con ironía.
—Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.
—¿Publicaste ese libro?
—Jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo.
—No me sorprende —dije yo—. Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo.
—Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás… La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día…
—No escribiré ese libro —dije.
—Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño.
Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije:
—¿Tan seguro estás de que vas a morir?
—Sí —me replicó—. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo?
—Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía.
—Yo también —dijo el otro—. Por eso resolví suicidarme.
Un pájaro cantó desde la quinta.
—Es el último —dijo el otro.
Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía. Retrocedí; temí que se confundieran las dos.
Me dijo:
—Los estoicos enseñan que no debemos quejarnos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado enteramente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares. Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño.
—No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana.
—Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años.
Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie.
Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué.
Afuera me esperaban otros sueños.
La rosa de Paracelso
De Quincey: Writings, XIII, 345
En su taller que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló:
—Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo no sin cierta pompa. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
—Mi nombre es lo de menos —replicó el otro—. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
—Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
—El oro no me importa —respondió el otro.
—Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
—El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro miró con recelo. Dijo con voz distinta:
—Pero, ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
—Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos dicen que no, y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que «hay» un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
—Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la Tierra Prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
—¿Cuándo? —preguntó con inquietud Paracelso.
—Ahora mismo —contestó con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
—Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
—Eres muy crédulo —dijo el maestro—. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
—Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la Rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
—Eres crédulo —dijo—. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
—Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo.
—Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
—No estamos en el Paraíso —habló tercamente el muchacho—; aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto de pie.
—¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
—Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo.
—Aún queda el fuego en la chimenea —dijo Paracelso.
Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
—¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo—. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso le miró con tristeza.
—El atanor esta apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
—No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad.
—Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
—Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
—Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo: