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Cultivo de negros
Cultivo de negros En el 2011 nos hacen la primera fumigación. Nos han fumigado tres veces: 2011, 2012 y 2013. A pesar de que ya no existían esos cultivos extensos, el Gobierno lo que hizo fue fumigar. Lo que hacen es acabar con el chontaduro, con la papa china. La avioneta pasa, pero ya los cultivadores saben y rosean con Fab, y no sé qué más le echan. La fumigación antes sirve de abono para los cultivos de uso ilícito. Se ponen más bonitos y eso es lo que hemos venido manifestando. No es conveniente. El tema de erradicación manual es lo mejor porque no afecta al ser humano ni a nuestros cultivos. Lo otro es que consideramos que también introdujeron unos cucarrones dentro de los cultivos de chontaduro, que además están haciéndole daño a la papa china. En el Anchicayá una economía fuerte era la del chontaduro que se daba. Era mucho mejor y más rentable que el chontaduro de otro lado. La gente lo pedía mucho. No era blandito, la gente lo saboreaba. Inclusive venían personas de Cali, Buga y Palmira a comprar acá a Sabaleta. Tanto al nativo como al turista le encantaba ese chontaduro. Era un producto que garantizaba el sustento diario de las comunidades asentadas en el río. Creemos que sí es un tema sistemático del Gobierno nacional para derribar la economía que teníamos nosotros. Y todavía tenemos esa plaga, ese cucarrón que se mete por el cogollo. Se come toda la hoja y llega hasta la pata de la palma. Se come todo el corazón. Se le ha dicho a la CVC, al IAP. Hemos dicho esto por todos lados. Y ya le hubieran parado bolas, pero como no es un cultivo de café, como es un cultivo del Pacífico que no está dentro de la canasta familiar o la economía colombiana... Pero pues como es un cultivo de negros...
La masacre de las gallinas
La masacre de las gallinas Inventaron traernos aquí un arroz, dizque el arroz «cica-8». Y trajeron que la semilla, que eso era lo último en guarachas. «Ve, con el arroz de ustedes cogen 10 millones, pero con este van a coger 25 millones. Este sí es el arroz». Nos trajeron un arroz pintado que venía inmunizado para que no le cayeran animales y plagas. Y eso era coloradito. Usted lo tocaba y le quedaban los dedos colorados. Pero tenía una de técnicos en el Atrato... El técnico hacía estorbo. Que dizque venía para enseñarle cómo sembrar ese arroz, pa que ganara los 25 millones de pesos. A cada beneficiario le daban una bomba, botas, azadón, lima, machete, unos picos pa revolotear la tierra donde iba a hacer semillero y unas palas. Todo eso lo iba a manejar usted con la técnica que le enseñaban. La verdad, yo fui una que con mi mamá sembramos. Cogimos una lata de arroz, quince kilos. En Salazar todo el mundo cogió esa cantidá de arroz. Y usté puede creer que hubo una masacre de gallinas, y no sabíamos quién las estaba matando. Dijimos: «Es una peste. ¡Ay, que no van a quedar gallinas en el departamento del Chocó!». Pues del granito ese que le pintaba los dedos a uno, eran víctimas las gallinas. ¡Y nosotros descubrimos eso fue al tiempo, cuando ya Salazar no tenía gallinas! Las gallinas que criaba uno de antes eran unas gallinas que tenían carne. ¡Ahora es un pollo de esos! Con la masacre no quedó una gallina de prestigio en ninguna comunidad. Pero ya sabíamos que el veneno era el arroz, y eso era un veneno tan tremendo que cuando usted se iba a tostar el arroz, se quemaba solo. Y ahí venía el técnico y le decía: «No, es que hay que fumigarlo con monocrom». Ahí llegaba y le vendía una arrechera de monocrom. Y tenía que echarle no sé cuántas cucharadas a una bomba, y tenía que echar el coso. Había que ponerse careta y evitar el roce del veneno. Yo no sé por qué todo lo que nos traen acaba con lo de nosotros.
Los entables nómadas
Los entables nómadas Para nosotros no es costumbre trabajar las 24 horas, día y noche, y esa vaina de trabajá por turnos. Un cuerpo no está amañado a una vida de esas. He hablado con varios operadores y trabajadores de ahí y me dicen: «Vea, esta situación uno la hace porque, ¿pa ónde más echa uno?». Y es que ellos los sometieron a ese rol, a trabajar las 24 horas. Ya no se puede trabajar libremente como trabajaba uno antes su agricultura. Por la mina quiebrapata, por dificultades. Toca montarse en esa maquinaria, trabajar con esos mineros. Antes de que llegara la motobomba, se trabajaba por puesto. Lo que se ganaba, lo que se hacía, se dividía por igual. Hoy en día no se trabaja sino por un sueldo fijo. El minero es nómada. Ellos buscan aquí y le dejan a usted todo eso. Se van a buscar más terrenos para desbaratar. Y pueden hacer la cantidad de oro que quieran, pero a los trabajadores les pagan 800.000 pesos. El resto es de ellos. ¿La pérdida de una ecología que ellos desbaratan? No queda nada verde porque la tierra la voltean y se la llevan. Por ejemplo ciénaga de Agua Clara, que la acabaron. Tenía de todo. Ahora no hay que ir a nada por allá. Usted lo que consigue es un poco de palo seco porque el pantano se le montó arriba. Está quedando como un desierto. Ya no hay cómo transitar como antes, se entra dizque caminando. Arrastran el bote por donde hay un chorrito de agua. Eso es un desastre. El Atrato está desbordado, ¡está es reclamando! Ta quejándose ante nosotros, que no lo acabemos. Esa es su forma de manifestar su incomodidad de todo el daño que se le está haciendo. La naturaleza también nos habla, sino que nosotros no hacemos caso. El río tiene derecho de manifestar su inconformidad. Allá el que no entienda. La selva ta tranquilita ahí. Cuando quiere manifestarse derrumba y tapona todo esto. Entonces sí, la naturaleza sí se manifiesta, sino que nosotros nos hacemos los ciegos, los sordos, los mudos. Y yo, cuando la veo hacerlo, digo: «Bien hecho».
¿Ya uno con qué ganas?
¿Ya uno con qué ganas? La llegada de la minería fue desde el 2003, más o menos, y duraron hasta el 2005. Con mi mamá y los vecinos estábamos acostumbrados a hacer un huequito con el almocafre, más o menos hasta la cintura. Ahí uno lavaba, sacaba tierrita. Lavaba y de la misma agua que caía al pozo se hacía un huequito. La minería ancestral se perdió. Antes uno sacaba oro uno mismo. No había que tumbar ni nada, sino que se cateaba. Por ejemplo, mi mamá era una que luego de sacar oro llenaba con una piedrita el hueco. Pero ellos hacen todas esas excavaciones y queda todo revuelto. Quedan los huecos y no vuelven a tapar, no siembran, no reforestan. Uno podía caerse en uno de esos huecos que abrieron las máquinas. Nosotros íbamos pal potrero a brincar, a jugar. Muchos campesinos tenían sus vaquitas, y pues se les murieron porque quedaron allá en los huecos. Antes veíamos muchas cacatúas, papagayos, azulejos. Hasta las gallinetas, que cantan lo más de bueno. Las guacharacas. Como todos los palos los talan, pues pa joder con esa mina, entonces ya se han ido los pájaros. No se ven por ahí. También uno antes se iba por los ríos un fin de semana, hacia sus comelonas. En el río uno bailaba su juga, jodía, tiraba baño. Para hacer carambota cogía piedritas, las tiraba y hacían sapitos. ¿Ya uno con qué ganas?
La batea y unos cachos
La batea y unos cachos Tampoco conocimos la minería mecanizada porque cuando los antepasados necesitaban sacar su grano de oro, pues los que eran de vocación minera, se iban a las quebraditas con su almocafre, su batea y unos cachos pa recoger la piedra. Y cuando llovía, ellos ponían un sistema, que dizque una cuelga. Ponían a chorrear el agua de tal manera que fuera desarenando la quebrada. Y ahí ya quedaba una arenita, y ahí taba el grano de oro. No le causaban ningún daño a la naturaleza para obtenerlo. Ahora, a través de la implementación de las empresas nacionales e internacionales, que exigen acumular riquezas, se explota mucho más. Si ustedes con un almocafre, con una batea, se cogía un castellano al día, con una motobomba... Y ahí empezó todo. Nosotros en ese tiempo no pensábamos en acumular riqueza, sino en tener los medios de subsistencia para sobrevivir.
El peón de entable minero
El peón de entable minero En ese tiempo no se le causó maltrato a la naturaleza, al medioambiente ni nada. Ni a la salud humana. Entre otras cosas porque no se trabajaba con ningún tipo de químico. Ni se conocía el químico. Porque todas esas cosas han venido transformándose por la ambición, por la acumulación de la riqueza. Pero ¿la riqueza es pa quién? La riqueza no es ni siquiera pal que ha venido habitando y cuidando el territorio. La riqueza es para las empresas que tienen alto rango económico de explotación. A nuestras comunidades no llegan los extranjeros, pero sí gentes que económicamente tienen cómo montar un entable minero de dos, tres, cuatro o cinco retroexcavadoras. Y ellos llegan como si fueran miembros de la región. Llevan su sociedad adonde tienen facilidad de invertir. ¿Y para qué sirve el que estaba en la región? De peón, pa trabajar el día, sea bulteando el ACPM, sea bulteando la comida, sea botando piedra en la retro. ¿De qué se van a beneficiar? Ah, pero de las arrobas de oro que saca la retro, de eso tampoco se entera uno. Cuando ellos saben que el oro está amontonado, los patrones nos dicen: «Vayan a hacer un cerco de seguridad allá». Y se va el peón a sentarse, a cuidar que no le roben al patrón. Mientras están los dueños empacando su cantidad de oro pa que nadie sepa cuánto sacaron. Así ha sido. Nosotros sabemos que todo esto obedece a una política que, aunque no esté de frente en el territorio, tiene incidencia. Hay una escala. Eso viene de mayores a menores, y el último es el que hace el trabajo. Así hemos venido nosotros. Aunque no es nuestra voluntad deteriorar el territorio, hemos sido artífices de la destrucción de la naturaleza y el medioambiente. Precisamente, porque el extractivismo nos ha llevado a aplicar el consumismo. Como ya estamos acostumbrados a trabajar en empresa, no criamos gallinas, no criamos cerdos, no sembramos plátano. Nos hemos convertido en consumidores solamente.
La muerte de las sabedoras y los ancianos
La muerte de las sabedoras y los ancianos «El primer sonido fue el suspiro del creador. Lo primero que se escuchaba en esa tiniebla era el respiro». José, pueblo huitoto. Araracuara, Caquetá (5 de octubre del 2021) Los abuelos, los mamos, las sabedoras y las sagas son quienes acumulan el conocimiento ancestral de los pueblos indígenas. Este garantiza la convivencia, el equilibrio y la armonía entre seres humanos y no humanos. Ellos son quienes lo transmiten de generación en generación a través de la palabra. Además, intermedian con el mundo de lo sagrado, con el mundo de los seres naturales o seres que existen en espíritu. Cuando los asesinan hay una pérdida incalculable de conocimiento del tiempo mítico e histórico, y se fractura el vínculo con el mundo de lo sagrado, de las relaciones con los seres existentes, con los seres espirituales.
Que no se acaben nuestras sagas
Que no se acaben nuestras sagas Hubo muchas niñas violadas. Tuvimos un proceso con una niña que estaba embarazada, un soldado la violó. Hizo con ella lo que le dio la gana. Yo me atrevería a decir que desde ahí hemos tenido mucha dificultad para que las niñas se preparen para ser sagas, que son las autoridades dentro de nosotros. Son muy poquitas las que hay. Para una mujer wiwa implica mucho ser violada. Que te toquen sin tu consentimiento es duro. Es como si tú cogieras la tierra y la violentaras; que envenenaras el río, porque el cuerpo de una lo comparamos mucho con la Tierra. Si hay algo que valoramos las mujeres es nuestra parte íntima. Ese es el sitio donde tú das vida. Si ese sitio está dañado, desencadena una serie de tragedias que te afectan. Y no solamente a ti, sino al que está alrededor tuyo, porque ocurre un desequilibrio. Esta violación que le hicieron a la niña, que estaba preparándose para ser autoridad saga, la hace un miembro del Ejército. La saga que la estaba preparando se fue a bañar y él entró y la accedió, la maltrató y la humilló. O sea, rompió el equilibrio que había. El sitio en que la violó era un sitio de mujer, un sitio sagrado. Desencadenó que con el tiempo desapareciera el agua de ahí. Ahorita estamos en ese trabajo de que no se muera, de que no se acaben nuestras sagas, nuestras autoridades. Ellas son nuestras guías espirituales, el equilibrio de la naturaleza y el complemento del hombre. Somos las que damos tranquilidad, paz, vida.
Médico tradicional no tenemos
Médico tradicional no tenemos Mi comunidad se fue desplazada masivamente por el asesinato del mayor José. Fueron los paramilitares que lo asesinaron en agosto del 2000. El mayor era médico tradicional y el gobernador máximo de la comunidad, del resguardo. Pues en esos momentos fue el despojo total de nuestros conocimientos propios. Por ejemplo, médico tradicional no tenemos. Hubo despojo total porque teníamos cultivos de pancoger –el maíz, el plátano– y las gallinas, los marranos. El mayor fue levantado en un convento. A pesar de que allá fue torturado psicológicamente, regresó a su territorio y así mismo nos inculcó a nosotros. Hay una palabra muy sabia que él decía: «Así al árbol se le arranquen las hojas y se le tumbe el tronco, no se puede olvidar que siempre queda una vena de la raíz. Queda esa raíz y le salen nuevos frutos, no con la misma fuerza, pero siguen creciendo. Y con la fuerza de la naturaleza, se le da la orientación al árbol para que vuelva fortalecer su familia». Después del desplazamiento, en el 2000 tratamos de recuperar o de buscar información relacionada con sus conocimientos. Eso se perdió porque no hay una persona más especial que los mayores. Los médicos tradicionales hacen baños es para que los actores armados –si llegan a los territorios– no lleguen con esa rabia y con intención de matar, de torturar, sino a dialogar. Eso lo hacen los médicos tradicionales y algunos yerbateros. Por eso cuando asesinan a un médico, nos destruyen. Ellos son nuestros guiadores. Y no solo eso. Hubo muchos asesinatos cerca y hay una presencia espiritual muy negativa. No le hemos encontrado la explicación a eso, pues porque no tenemos médico tradicional. Sinceramente, hay muchos vacíos a los que no les hemos encontrado, y en este momento hay un ataque espiritual muy fuerte dentro de la comunidad. Más que todo en las jovencitas entre los doce y los dieciséis años. Ellas ven sombras, ven personas distintas a las de la comunidad. Sombras, voces. Les da por salir corriendo, por coger y golpearse, y se tiran al piso.
Del tabaco, la coca y la manicuera
Del tabaco, la coca y la manicuera La palabra se da con el creador por medio del tabaco, la coca, la manicuera. Esa es la convivencia entre hombre, naturaleza y creador. Fue un don que él sembró en la Tierra para todos los que somos la humanidad. Es el enlace que tienen nuestros ancianos para darle a conocer a toda la juventud, a todo el que quiera aprender de lo que realmente es la palabra propia. La palabra de trabajo, la palabra de unión, la palabra de gobierno, la palabra de abundancia. Él manda, él tira esa planta, que es un humano. La coca es un humano, es gente. Es la sangre, es nuestro órgano, nuestro vientre, todo lo que tenemos. Todo lo que sale en una planta es nuestro. Somos el zumo de la madre naturaleza. Es sustancia, es medicina. Esa planta sagrada se riega por todo el cuerpo, por las venas, por todo. El creador dice: «Estos son mis hijos, son zumo del tabaco y la coca. La yuca dulce, la fruta, son lo que yo sembré y está dando frutos». Es un matrimonio de hombre y naturaleza lo que uno tiene. Al consumir esa planta sagrada uno se compromete espiritualmente a seguir esa palabra, a seguir ese consejo, a tener propósitos frente al creador. Al yo consumir esa planta sagrada, estoy dentro de esa planta sagrada. Me estoy purificando para escuchar las palabras del creador por medio de un abuelo que me está dando su consejo. Que me está contando sus narraciones, haciendo prevenciones. La palabra que se transmite de generación en generación es un mandato. ¿Cómo se transmite esa palabra para vivir alegre, en abundancia, en armonía entre humanos y naturaleza? Consumiendo el ambil, que lo llamamos «tabaco», y el mambe. La tinta del lapicero es el ambil. Con eso usted escribe dentro de la hoja de la coca. Para nosotros esta planta medicinal es un enlace espiritual porque de ella depende nuestra cultura y nuestra existencia en el planeta. Los abuelos decían anoche: «El cuerpo humano se va, desaparece, pero la palabra nunca va a desaparecer porque fue original. Ella va a quedar ahí».
La palabra recogida
La palabra recogida Ese conocimiento filosófico que existe, la interpretación de la Madre Tierra, no es que tenga 2.000 años, ni 3.000, ni 5.000. Si matan un mamo de gran trayectoria que conoce e interpreta, pues habría un desnivel. Ese aprendizaje no se da por casualidad. A él no lo habían preparado porque quiso, sino porque era necesario. A los mamos los preparan cuando es necesario. Por esa razón son reducidos en número. La muerte de uno es un gran desnivel, un bajón, una gran pérdida. El rol del mamo es interpretar los elementos, tenerlos conectados. Reemplazarlos no es tan sencillo. Dirán «bueno, se repone». Necesitan de un aprendizaje de 30 años, de 40 años. Preparatoria constante desde niño, desde el vientre de la madre. No es que el mamo sea el único que sabe todo, sino el que es capaz de interpretar donde no existe mucho. Yo creo que es el orientador del barco cuando el que estaba orientando se pierde. Alguien lo puede agarrar, puede ensayar, pero el rendimiento no es igual. Eso es una limitación directa al conocimiento. Esa es nuestra forma de ver cuando matan a un mamo.
Y ese desbalance, ¿cómo se arregla?
Y ese desbalance, ¿cómo se arregla? También yo creo que esa es una oportunidad para revisarnos el por qué sucede eso. Si un mamo muere, si lo matan, es que algo debió dejar que eso pasara. Si uno mira desde el mamo, sirve para hacerse la pregunta: ¿qué sucede o qué estamos perdiendo? Eso nos genera como una forma de volver a retomar, es como en un laboratorio: algo reaccionó mal o medimos mal. Por lo tanto, si hablas como arhuaco, ¿cómo vas a hacer para que eso se regule o se repare? Si uno habla de reparación para el pueblo, la única forma de reparación es primero arreglarnos nosotros. Pero, igual, la persona que cometió el delito se metió con alguien que estaba haciendo las interconexiones con el mundo espiritual. La misma Madre se encarga de corregir eso. No estoy diciendo que está bien que los maten. No es eso. Es que si el mamo estaba haciendo su trabajo, la misma Madre Tierra se encargará de defenderlo. Por esa razón, no existe venganza para nosotros. En la norma no existe venganza, no existe eso de que hay que hacerle un daño a otro por venganza. Tengo entendido que el Gobierno quiere pagar. Pero para eso tiene que venir a cumplir con la norma de la Madre Tierra. Esa es la forma de reparación nuestra. Bueno, eso es imposible. O de pronto alguno lo quiere hacer. Sinceramente sería de gran impacto para nosotros que el Gobierno se siente a cumplir la norma, la ley de origen. Esa sería la máxima reparación desde el conocimiento.
Espíritus testimoniantes
Espíritus testimoniantes «Humano de carne y hueso, con principio de la naturaleza, con orden de la naturaleza. Eso es para nosotros el territorio».
Elías, cañón del Diablo, Caquetá
Elías, cañón del Diablo, Caquetá (6 de octubre del 2021) Un territorio no es solo una extensión de tierra. Es, más bien, el lugar en el que se teje el entramado de relaciones materiales e inmateriales que une a seres humanos y no humanos. En el territorio se incluye el mundo espiritual. En él, todos los seres existentes actúan y testimonian. Sin embargo, con el conflicto armado, con la llegada de ellos, los violentos, los invasores, se desequilibró aquel tejido de relaciones, lo que produjo enfermedades y sanciones a quienes lo habitaban.
Desde el techo del cosmos
Desde el techo del cosmos Dentro de nuestro territorio, en este lugar, todo árbol, hierba, piedra... es elemento de esos seres míticos. Son asientos de ellos, pa sentarse. Desde ahí, ellos observan, miran lo que nosotros decimos. Desde los cuatro espacios: debajo de las superficies del agua, en la superficie de la Tierra, el centro de la Tierra y desde lo que nosotros llamamos el espacio hacia arriba. Todos los elementos que están en la superficie y adentro son de ellos. Nosotros lo tenemos claro. Por eso, sabemos que cada elemento pertenece a uno de ellos y que no se puede dañar. Hay que dejarlo como está. Ellos están mirando quién va a dañar algo. Y si alguien lo daña, los espíritus, los seres míticos, se hieren. Cuando un elemento es destruido, es como quitarles la fuerza a ellos. Es como quitarles su tranquilidad. Por esa herida se reniegan frente al ser humano, y lo condenan con enfermedades, con que no haya prosperidad. Cuando menos piense el hombre, ellos le ponen la maldad. No lo colocan de una vez, sino cuando menos piense. En cinco años, diez años, veinte años, treinta años. Se pueden desquitar con sus descendientes. Ellos están mirando con su ojo invisible. Ellos se dan cuenta y reclaman el daño que se estaba haciendo.
Espíritus incorpóreos
Espíritus incorpóreos Los seres míticos fueron los que conocieron cómo se iba a hablar con los seres que estaban debajo de la tierra. Ahí aparecen la coca y el ambil, se forman como el material para que el hombre pueda dialogar y relacionarse con los dueños que están debajo de la tierra. La coca se formó para cuando ya el hombre usara un espacio sobre el territorio; para trabajar y practicar las danzas. A través de la coca capturaban los animales, y podían bailar y cantar a nombre del lugar donde se había cazado ese animal. Nosotros no estamos maltratando a los árboles. Se utilizan los recursos naturales, pero de acuerdo con nuestros usos y costumbres. La madera de la chagra se usa para el techo de la casa. Nosotros reemplazamos los árboles que tumbamos para la chagra. La comida de los animales, de las aves, la reemplazamos con los frutales que sembramos. Ellos se alimentan de eso, de lo que nosotros también comemos. Hay una relación de apoyo entre naturaleza y ser humano. Es de otro lado de donde vienen con ese pensamiento de extraer los recursos. ¿Cómo podemos parar esas actividades, si el hombre blanco es quien lo está haciendo? Estamos pidiendo que el blanco nos apoye para aliviar, para tranquilizar la tristeza que siente toda la naturaleza: hombres, árboles, animales, aves, ríos, peces, tierra. Eso es lo que dice el mayor. La tristeza que sienten los árboles es porque los destruimos. Ya no respiran y no producen semillas. Igualmente quedan tristes los animales porque no van a tener la comida de los árboles. Los pescados ya no tienen comida, los ríos se secan. Eso es la tristeza. Y nosotros como humanos también estamos tristes porque no va a haber ese espacio donde crece un árbol. Eso también hace parte del pensamiento, de la palabra, de la espiritualidad. No solamente se entristece la superficie de la Tierra, también se entristece lo que llamamos los seres de adentro de la Tierra. Ellos son los dueños de eso. Y cuando se atropella, quedan tristes. Y si ellos están tristes, los humanos y la naturaleza quedan tristes. Para la parte occidental simplemente es un material, para nosotros no. Para nosotros es parte de la espiritualidad, de la palabra, de la energía de protección. Nosotros no somos, digamos, ajenos a la naturaleza. Nosotros somos parte de la misma. Por eso hablamos de que en el principio ellos eran los que hablaban. Los árboles hablaban, los animales hablaban, los insectos hablaban. Ellos fueron los que conocieron lo que el hombre de carne y hueso iba a tener. Son seres que desde el origen tienen principios de conocimiento. Por eso nosotros usamos árboles para fortalecer el pensamiento del hombre. Cogemos el palo de comino o macapá para hacer el manguaré, el timbo que tocamos para la fiesta. Ahí adquirimos esa situación mítica para fortalecernos. Los árboles, en general, son seres espirituales como boas que tienen un poder muy grande y son parte de nuestra fuerza. Cuando se entiende eso, ya no es un simple árbol. Es un ser de carne y hueso también. A través del tiempo, nuestros antepasados, que dietaron y se sacrificaron, pudieron adquirir ese conocimiento que venimos transmitiendo de generación en generación.
Dos esmeraldas
Dos esmeraldas Hay un lugar en el bosque que habita en mi imaginación. Allá en el borde oriental de Colombia, por la ruta boscosa desde Cubará hasta los amplios meandros del río Arauca. Hay un lugar en un rincón del bosque donde, durante los secuestros, él colocó el cuerpo en el suelo. Él allí, cautivo, yo, no allí, cautiva solo de su ausencia y de la ausencia de saber. Boca abajo sobre la tierra fértil. Reivindicando un momento en el caos ciego para hacer una pausa. Cuando lo vi, yo también estaba entre los árboles, en la parte trasera del jardín comunitario al lado de nuestro apartamento en Brooklyn, oculto a la vista desde la calle. Boca abajo sobre la tierra fértil, con el oído recostado en el suelo, buscando escuchar su presencia. Examinaba la curva de la tierra con el ojo de mi mente: ¿dónde estás? Días antes de su partida de Nueva York hacia el territorio U’wa esa última vez, con los sonidos de la calle Union bullendo afuera, sacó una esmeralda partida en dos partes. Era una esmeralda áspera y opaca que le había dado un trabajador de una mina de la zona rural de Colombia. Colocó una pieza en mi mano y la apretó como enterrándola en la palma de mi mano. La otra la volvió a enterrar dentro de sus pertenencias. Después de que el Departamento de Estado de los Estados Unidos finalmente entregara los detritos robados de sus bienes materiales a la casa de su madre en Los Ángeles, encontré el brazalete de plata que le había regalado junto con otros recuerdos, pero la esmeralda no estaba por ningún lado. Recordé aquella noche en el bosque durante el secuestro. En mi imaginación, boca abajo sobre la tierra, hizo una pausa para enterrar su mitad de la esmeralda de regreso al lodo para custodiarla. Hizo una pausa en esta transición, una reorientación, en entrega a lo que estaba por venir. El suelo fue receptivo, envolvente. La pausa, con el vientre sobre la tierra, nunca se trató solo del secuestro. Hacemos una pausa, boca abajo, para expresar interna y colectivamente que estamos hartos del caos ciego, el ajetreo frenético. Los fusiles pueden dictar los parámetros externos de nuevos movimientos, pero no les suplicamos a ellos. Suplicamos escuchar desde una fuente más profunda. Cuando tocamos la tierra, giramos de manera invisible para reorientar nuestra respiración y movernos al unísono con el flujo silencioso del agua que se filtra, navegando bajo tierra en lealtad desafiante y flexible a las generaciones futuras. Tocamos la tierra para dar vida a la parte posterior del cuerpo, para movernos al unísono con nuestros ancestros de sangre, elegidos y espirituales, los maestros que nos han precedido y que nos muestran el camino en esta vida. Tocamos la tierra para dar vida a la plenitud de nuestra envergadura, de una punta del dedo a otra, extendiéndonos a lo largo del ecuador para abarcar todas nuestras relaciones en comunidad y solidaridad. Tocamos la tierra para dar vida a lo largo del tramo del meridiano de nuestro cuerpo terrestre, anclándonos de polo a polo. En esta formación, allí con nuestro vientre sobre la tierra, llamamos a todas nuestras partes de regreso a casa, re-membramos el cuerpo, lo rescatamos del aplastamiento de la bota del patriarcado racista, capitalista y extractivo. En este re- membrar, entregamos lo precioso al subterráneo, lo reintroducimos a la tierra para su custodia. Nos levantamos realineados, nuestras articulaciones flexibles con fuerza tensil, las rodillas ligeramente flexionadas, el cuello estirado, los brazos relajados, las palmas de las manos hacia arriba, receptivas. Con los ancestros a nuestra espalda, todas nuestras relaciones a nuestros costados, nos encontramos ahora de pie en la plena extensión de nuestra dignidad, anclados de la tierra al cielo, atentos y leales a las generaciones futuras ante nosotros. Con o sin el fusil en nuestra sien, estamos escuchando desde un lugar más profundo. Ya estamos caminando firmes hacia ese futuro. La forma en que caminamos está en armonía, cada paso es una expresión sagrada del privilegio de nuestro deber como guardianes del equilibrio entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Un paso y luego el siguiente. Así es como llegamos a donde vamos. Es lo que tenemos. Con cada paso, en justa relación con los ancestros, la tierra, nuestras comunidades y las generaciones futuras, llegamos a donde necesitamos ir. No es lo mismo que la esperanza. Es la fe. Es un tipo de fe que, igual que un músculo, se fortalece con el uso. Es la fe en que cada paso sube y baja al compás de la propia
respiración de la tierra, un espejo de la labor alquímica de los árboles al convertir las
respiración de la tierra, un espejo de la labor alquímica de los árboles al convertir las gemas que enterramos en sus raíces para custodiarlas en semillas enterradas que la tierra fértil del valle fluvial sabe cómo cultivar.
Energías de paz
Energías de paz El oro tiene espíritu malo, es candela. Candela son los problemas, las enfermedades, no el fuego. Igual el petróleo. Para nuestra mitología esos son elementos que sirven para enfriar la Tierra. Son como la almohada de la Tierra. Si no está eso, la Tierra va a quedar en un vacío. La Tierra pierde su fuerza, al igual que los seres vivos, que se van desnutriendo. Por eso no se pueden sacar, por eso nosotros no los estamos sacando. Pero tampoco podemos decir «no lo saque», porque el que lo está haciendo es el que debe decidir y entender que no puede maltratar, que está quitándole vida a la tierra y a los seres vivos. Cuando el petróleo se extrae del subsuelo se produce algo negativo, como una enfermedad. Los árboles se debilitan, el río se contamina, y no hay equilibrio. Por eso se canta. Las canciones van dedicadas a todo el comercio de extracción de los recursos naturales. Para que ello y la humanidad queden en paz. Paz, ¿qué quiere decir eso? La paz es el pensamiento fortalecido, sano, el bien común. El cuerpo tiene paz cuando tiene completo lo que necesita para estar saludable. Lo más importante es la paz espiritual. Cuando la paz espiritual no está bien, el cuerpo tampoco está bien, y la persona se dirige a una actitud negativa. La paz es buen pensamiento, buen trabajo, buen respeto, buena colaboración, y que salga por nuestra boca la palabra sana. Los espíritus son todas las energías que tienen poderes. Nosotros como seres humanos los recibimos de la naturaleza, de los árboles, de las aguas. Cuando todo eso está completo, existe paz. Los seres míticos controlan la energía negativa, pero para que puedan hacerlo tienen que recibir respuesta positiva del ser humano. Necesitan que los humanos reconozcan que existen, que son parte de su defensa material y espiritual. Para encontrar la paz está el baile de la paz. Es todo de color blanco. Por eso como andoques tenemos el color blanco, el color rojo y el color negro. En ese baile de la paz, que se hace con unos palos, tiene que ir blanco y negro. El negro es la paz. El blanco es la pureza de un pensamiento. El baile trae las bases para encontrar la paz. Sofaá es el palo con el que se baila, que era un arma que esos seres míticos usaban para atacar los problemas del hombre. Cuando ese palo se volvió para la paz pasó a llamarse jijí, que significa «golpear», y jecoy, que significa la alegría y la tranquilidad, como arroparse con un algodón suave. En el baile de sofaá se usa lo que nosotros llamamos jekaá, que es como una especia de bambú. Se coge ese bambú y también se coge el palo de balso, que es de color blanco. Esas son las dos clases de palos que se usan para la paz.
Verdades del monte
Verdades del monte Yo vi que la guerra se llevó amigos al monte, que nunca regresaron, que no sabemos dónde están. Los caminos de mi pueblo se llevaron ilusiones y sueños de sacar adelante a la familia. Y los que se los llevaron vinieron al pueblo a decirnos: «No sé, ellos se fueron conmigo, pero no estuvieron conmigo». Ese es uno de los lamentos que tenemos. El monte tiene secretos de dolor. El bosque, el territorio, también conoce una verdad. ¿Y cómo cuenta esa verdad? Su vegetación no es la misma cuando nos cuenta el dolor. ¿Cómo le explico? Con el color, con la forma del bosque, un cazador sabe que pasó algo anormal, que hay algo que no... que no encaja. Ese es el mensaje que nos da el monte. El monte nos dice muchas cosas, igual que el manglar nos está diciendo: «Mis orillas, mis quebradas». El monte y el manglar no nos han contado qué pasó con nuestros amigos, pero sí nos han mostrado que por ahí quedó la huella de unos sueños que nunca llegaron a realizarse. Nunca he hecho esto que acabo de hacer, de estar llorando. Pero me conecté mucho con lo que puede ver el monte, con lo que puede ver el manglar. Con ese dolor. Ojalá el monte pudiera hablar y decirnos dónde están mis amigos de infancia, de colegio, que se fueron con la ilusión de sacar adelante a sus familiares. Si el estero San Antonio, si el manglar hablara... Y yo siento que nos han hablado, que cambiaron su forma y no solamente por la coca, por la mina. La huella de la violencia le afecta tanto al territorio, que se mutó. No sé si es la palabra, pero hoy las plantas no son las mismas. Ni siquiera las medicinales. Aunque son las mismas que nosotros conocemos, su color no es el mismo. Cuando las amasamos, no es lo mismo. Sus árboles son distintos. La naturaleza manifiesta su tristeza en sus formas y en sus colores. Hoy difícilmente uno dice ese es chachajo o ese es caimito. Los mayores nuestros o nosotros mismos de aquí, en cambio, podíamos saber en medio de toda la multitud de árboles quién era quién. Ahora se confunden. Ahora casi todos los colores son homogéneos, verde como rucio. No es ni verde, sino verde rucio. Es un mensaje. Y ustedes dirán: «Diego, pero eso es el cambio climático». Quienes hemos aportado al mundo, somos los negros, los indígenas. Esto es un pulmón que hemos cuidado, nuestro legado. Nosotros sabemos cómo es la cosa, cómo funciona ese legado. O sea, el territorio está adolorido y lo está manifestando. Esto es como un mutualismo. Nosotros le dábamos al territorio y él nos daba. Cuando llega la violencia al territorio, se extraña nuestra presencia. No tenemos el mismo olor ni la misma intención desde que ella llegó. Dentro de los mecanismos de contar la verdad, es necesario un espacio para sanar al territorio. Y sanar al territorio no es solamente reforestar. Sanar el territorio es irme a lo profundo del monte y tocar un bombo. Que los árboles, que las plantas, que los pájaros, escuchen otro sonido: su sonido.
Lo inhabitable
Lo inhabitable ¿Cómo eran las carpas?
Cuando vivíamos en las carpas
Cuando vivíamos en las carpas En mi época sí éramos discriminados. Llegábamos a un supermercado y nos seguían, nos ponían un seguidor. Temían que nos fuéramos a robar algo. Nos miraban, nos intimidaban. A veces nos hacían preguntas por ir con nuestra pañoleta o con nuestra falda larga. Es que la gitana se conoce a leguas. De pronto ibas adonde un médico y no nos querían atender, que ya no había turno. Éramos discriminados en todas partes. Cuando nos poníamos a hablar nuestro idioma, trataban de imitarnos haciendo trabalenguas; se burlaban y agarraban risa. Tenemos 40 años de estar viviendo aquí. Nos consideran gitanos y nos respetan mucho. Estamos muy agradecidos con este territorio. Nos conocen como gente bien, gente sana. Nos acreditan en las tiendas, nos acreditan electrodomésticos. El gitano vale por su palabra. El gitano nunca firma un documento gitano con otro gitano para hacer un negocio. Fuimos aprendiendo que la vida no es lo mismo que antes, cuando todo era tan fácil, tan sano. La gente se admiraba cuando llegaba la carpa gitana. Se armaba un comercio en las mismas carpas, ahí se hacían todos los negocios. La gente se venía a comprar las pailas, las sillas, los caballos, las artesanías. Y al acabársenos eso, se nos acaba la vida. Ahora, mire un cambio tan brusco pal gitano: a nosotros nos gusta ser libres como las aves; no nos gusta el encierro. Cuando empezamos a alquilar casa llorábamos, nos sentíamos ahogados. A uno le cortan las alas. Es un cambio muy fuerte pagar recibos de agua, de luz. Nos alumbrábamos con nuestras mismas lámparas, cocinábamos con carbón, con viñas, soplábamos. A raíz de eso ya no somos los gitanos de antes, estamos en algo parecido de gitano. Al quitarnos las toldas, nos acabaron la vida. Las reuniones, las pachiu, los pedimientos, los casamientos, los negocios... todo. Una discriminación total. Vuelvo al pasado porque de él depende nuestra cultura. El conflicto armado nos ha hecho perder eso. Cuando vivíamos en las carpas, venían a visitarnos otros gitanos que iban de paso. Así venía el muchacho soltero, el que veía a las niñas, y luego mandaba razón de que iba a volver a pedir. Pachiu era reunirse, darle una bienvenida a un gitano que venía de visita, pero se nos hace imposible viajar tanto, el grupo armado nos lo ha hecho imposible. Ya no nos encontramos con las otras vitsas, que son los clanes. Cuando vivíamos en las carpas, éramos libres, totalmente libres de peligro, de grupo armado, de todo. Andábamos como somos nosotros los gitanos. Hoy en día nos atenemos de hacer eso, y por no tener cerca gitanos, acudimos a los que no son gitanos. Tenemos años de vivir aquí y los jóvenes se han enamorado de estas niñas. Para nosotros es una pérdida grande no vivir en la carpa. Es un fracaso. Lo siento así porque yo viví en las carpas y al no hacerlo me siento perdida. En una casa alquilada no está el campo, no se oyen los pájaros ni se siente la brisa de la mañana. La noche caía y poníamos un tapete en medio de todas las carpas. Ahí nos reuníamos con la abuelita. Ella nos decía el significado del sol, de la luna y nos echaba unos cuentos hermosos. Eso ya no se hace, doctora. De vieja me ha tocado recoger a los jóvenes para hablarles de las carpas. Se las hago con pedacitos de tela y les explico: «Aquí dormíamos, aquí amarrábamos los caballos». Así ellos miran. Pero si nosotros hubiéramos seguido viviendo en las carpas, ellos conocerían. Si no hubiera habido tanta violencia, seríamos libres. No nos sentimos libres. Cuando
nos fastidiábamos y se acababa el mercado que habíamos puesto, al mes, a los dos meses,
nos fastidiábamos y se acababa el mercado que habíamos puesto, al mes, a los dos meses, alzábamos nuestras carretas y dele: a buscar otros horizontes, y así.
No volví más
No volví más Mi niñez era andar con mis papás en las veredas vendiendo sillas de caballos. De ellos aprendí el idioma desde chiquita. Antes, los niños andaban era con sus padres para arriba y para abajo, para donde fuera, para otro país. Como los gitanos siempre están trasladándose de un lugar a otro, pues tengo, digamos, malos recuerdos porque viví una experiencia muy difícil. Tenía como nueve años, eso fue para los lados de Pueblo Nuevo hacia adentro. Era una época invivible en esas veredas por allá. Fue en el año más o menos 98, yo tenía como diez años. La verdad es que la fecha no la recuerdo muy bien. Estábamos con mis padres en una vereda. Pedíamos posada en una casa, en una enramada. Y era la madrugada cuando sentimos unos disparos. Yo dormía con mi mamá en una hamaca. Como estaba pequeña, ella me ponía en su pecho y dormíamos así. Fue un susto muy grande levantarnos y sentir que estaban disparando de lado a lado. No sabía que estábamos en el medio de ese conflicto. Fue un suceso muy horrible para nosotros, para la familia, y sobre todo pa mí. Yo no volví a las veredas con mi mamá y tengo casi 30 años. No volví más. Dejé de compartir con mis papás, de ir a negociar con ellos. Cuando estaba niña, yo tenía negocito, también compraba y le vendía a las niñas. O sea, me gustaba estar con mi mamá en las veredas, compartir con ellos vendiendo. Yo era feliz con ellos, pero por ese suceso no volví a estar con ellos. Mis papás tomaron la decisión, sobre todo mi mamá, de cambiarme de lugar y dejarme con una empleada para que estudiara. Ella no quería ese futuro para mí, de ir al monte. Ya el conflicto armado fue creciendo en Colombia y me dediqué a estudiar para tener un mejor futuro, para que no fuéramos más al monte. Sobre todo nosotras, las niñas, porque de pronto uno va creciendo y nos ven los hombres, nos quieren de pronto reclutar o algo. El rol ahora de la mujer es ayudar a criar los niños en la casa. Casi no salen, y si salen, es en el casco urbano. Ya no se meten para las veredas porque no pueden ir solas. Les da miedo. Entonces los hombres tienen que salir a vender sin esa ayuda de la mujer, porque nosotras las mujeres también sabemos del negocio, de las artesanías. A eso nos dedicábamos, pero el conflicto nos limita en este momento.
De gadzhé a gitana
De gadzhé a gitana Toda mi vida la he vivido aquí. Cuando los conocí, recuerdo que ellos vivían cerca de mis papás. A nosotros, siendo niños, nos llamaban la atención; yo alcancé a conocer a la mamá, la señora Sofía. Era una señora muy llamativa porque era alta, blanca. Llamaban la atención sus ojos y la vestimenta, esas pañoletas bonitas que usaba. Cuando los señores Pedro y Roberto llegaban en esos carros y traían sus mercancías, y aparte de eso traían animales, pues venían supercargados. Nosotros, como niños, nos echábamos a reír porque, o sea, era mucha cargamenta para ese carro. Y venían todos ellos ahí adentro, y esas botas y esos sombreros elegantes que usaban. Pues a nosotros, como niños, nos llamaba muchísimo la atención su forma de vivir. Ellos se sentaban al frente de la casa del señor Pedro. Era un terreno abierto. Ahí hablaban su lengua y nosotros no nos acercábamos mucho, pero sí lo suficiente para escuchar su dialecto, que nos parecía muy chévere, muy curioso. Llevo doce años, casi los trece, viviendo con mi esposo gitano. Él casi nunca ha querido que lo acompañe a sus negocios porque, ajá, la violencia, el temor. Hay veces que les va superbién, que venden toda la mercancía y que traen buenos recursos a la casa. Hay veces que llegan derrotados, sin mercancía, sin plata, sin nada. Ellos reparten su mercancía y cuando llega el momento de cobrar, mucha gente se niega e incluso hasta los amenaza. Entonces recogen, traen lo poquito que les dejan. Y pues, ajá, hubo un tiempo en que la situación se puso tan mala que me tocó salir para los lados de Arboletes. Allá llegamos con él, con mi esposo. Él salió a vender sus mercancías, las sillas de caballo, las botas esas de cuero Brahma. Él se metía bien en las veredas de los pueblos donde llegaba. Yo me ponía a repartir las sandalitas, los collares en el pueblo. Una vez quise ir más allá y me intimidaron unos hombres en el camino. Me quitaron mi mercancía, me dijeron que era una bruja, que por qué nos vestíamos así, que de qué nos estábamos infiltrando. Me quitaron las sandalias, me las botaron. Nos hicieron salir del pueblo. No esperé a que mi esposo llegara. Cogí a mis niños, mis cosas y me vine como pude. Y pues, ajá, me trataron de romper la falda, que me quitara esos trapos. Gracias a Dios, en el pueblo había vendido unas sandalitas y con eso que me gané me regresé a mi tierra. Me vine con lo que tenía puesto y la bolsita de la ropa del niño. No esperé a mi esposo.
El saber gitano se está acabando
El saber gitano se está acabando Me fui con mi hijo a vender mercancía pa los lados de Necoclí. Cuando una mujer va con uno de los hombres gitanos, siempre agarra una bolsita y mete sandalias, collares que manejamos nosotras mismas. El hombre se queda en el centro ofreciendo la agropecuaria al por mayor, entonces uno es sano, uno entra a una veredita porque hay finquitas, ¿sí me entiende? Entonces yo agarré un caminito así como casita por casita. Vi que dos señores altos me seguían y me asusté. Me metí en una casa y le pedí agua a la señora. Ellos me esperaron más adelante. Se me vinieron detrás. Saqué el teléfono y me puse a hablar con Roberto, a decirle lo que estaba pasando en nuestra lengua. Ellos escuchaban todo. Me quitaron el teléfono y me dijeron «¿usted en qué idioma habla?». «Yo soy gitana, señor, estamos vendiendo mercancía. Mi hijo está en tal parte y me estoy comunicando con él para que me venga a buscar». «¿Usted por qué se viste así?, ¿usted por qué tiene que hablar así?, ¿a usted quién la mandó?». Y me cogían la falda, me la alzaban. «¿Usted qué tiene debajo de esa falda?, ¿usted es informante?, ¿usted qué hace aquí? ¡No la queremos ver por aquí!». Me trataron de bruja. Quedé traumatizada. No quería salir. Me enfermé de los nervios en la casa. Y por eso pasé mucha necesidad, porque ninguno de la familia quería salir. La cultura gitana se está acabando porque cuando estamos en las veredas o en los pueblos vendiendo, nos mandan a decir que no hablemos nuestro idioma. Cuando vamos a vender tenemos que hablar en español para que no se metan con nosotros ni nos investiguen quiénes somos; para que no nos intimiden. Se está acabando porque ya no andamos como andábamos antes. Usted sabe que el gitano tiene mucho conocimiento. El gitano no tuvo estudio, pero Dios nos ha dado una sabiduría que con solo ver a la persona uno sabe lo que lleva en los ojos. El gitano convence a un señor que le compre una silla aunque no necesite la silla. Uno puede sacar mucho conocimiento de la persona que se le acerque. Cuando, digamos, me van atracar pa robarme la plata de la mercancía, yo sé quién es el que va a venir a robarme. Y sé quién es quién, uno sabe porque uno ha pasado por varias cosas. Por lo menos una vez nos pasó cuando íbamos en un carro. Mi hija estaba pequeña cuando eso. Nos pararon como en un retén, tenían diferentes vestuarios. Ya uno sabía que era esa gente porque no eran ni policías ni soldados. Tenían como unas banderitas rojas por aquí en las mangas, algo así. «¿Para dónde van?», nos preguntaron. Nos miraron el carro, nos revisaron, los nombres, las cédulas... «¿Quién los mandó para acá?». «No, vamos a vender esta mercancía». Y no ha pasado un caso, sino varios. A toda la comunidad gitana. Cuando me sucedió el caso pa allá pal Urabá, ese grupo armado me trató de bruja, que éramos hechiceros. Eso fue hace mucho tiempo, no recuerdo en qué pueblo fue. A mí me dio hasta risa, pero por dentro temblaba. Él se me acerca y me dice «usted es gitana, ¿verdad?». «Sí, yo soy gitana y me siento orgullosa». «¿Lee la mano?». «Sí, yo la leo». «¿Y cuánto cobra?». «Lo que usted me quiera regalar». Se la leí y le dije «su familia está sufriendo mucho por usted, hay unas personas que lo lloran; usted está en un camino equivocado». El señor me miró, me dijo «¿usted cómo hace pa ayudarme?». «Entréguese a Dios, que es grande y maravilloso». Se fue llorando. No sé qué era, pero sí sé que era de un grupo armado. Soldado no era. Tenía un arma. Yo temblaba, pero lo atendí porque me sentía segura de que no estaba haciendo nada malo como gitana. Él me regaló 5.000 pesos de ese entonces.
A la gente todo le quitaban
A la gente todo le quitaban Ahí andaba un comandante, ese man era racista, a ese man no le gustaba la gente negra; ese man mataba gente, eso mantenía parado con su pistola, le preguntaba a la gente cosas que la gente no sabía, y eso era al lago. Era el man más sanguinario que haiga visto yo. En ese tiempo la gente también mantenía asustada, o sea, eso ha vivido latente, o sea, nosotros ya prácticamente nos volvimos como masoquistas. Porque es que uno mira lo que pasa y seguimos aquí porque ¿pa dónde? Nos sentimos como acorralados, acá nuestras costumbres ya se perdieron, antes uno iba al velorio con la marimba, la gente acá bailaba; ahora ya la gente ya ni baila, porque si usted tuvo un baile por ahí, usted ya mira un tipo con fusil, pistola, ¿uno qué hace allá? Antes, pues era una vida tranquila, uno mantenía de la pesca, de la madera. La gente nos manteníamos de eso: de la pesca y la madera, pero a través del tiempo las cosas han ido cambiando. Han llegado los cultivos ilícitos. Desde los asentamientos de los grupos armados, de los foráneos que fueron llegando... Acá no había otra fuente de empleo, entonces eso nos ha llevado a esta crisis. Ya prácticamente son obligatorios los cultivos ilícitos, porque es que si no tiene coca, pues no tiene con qué comer, porque ya las montañas... ya acabaron con la madera, el río mantiene subiendo y se lleva los plátanos. El río antes mantenía clarito, ahora el río mantiene es turbio. Hay días cuando está el río seco, uno no puede ni tomar esa agua. Y ahora últimamente se está bajando un crudo. Cuando entraron los paramilitares, me acuerdo fue un 20 de julio, por la parte de abajo, por la zona de Satinga. Entraron por Satinga, ajá, y ellos desembarcaron en Bocas del Telembí una cantidad de lanchas. Desde ahí se formó el paramilitarismo. En septiembre, o sea, cuando ellos llegan ahí a Bocas del Telembí, matan a la primera persona. Y eso ya empezó. Mi papá era líder comunitario. Mi papá fue a preguntar por unos muchachos desaparecidos, y yo creo que ahí fue que mi papá se pintó, digo yo. Entonces, el 4 de septiembre lo agarraron a las nueve de la noche. En esa fecha, a mi papá desgraciadamente lo abordaron en Bocas de Telembí, lo sacaron y lo desparecieron. Muchos dicen que a mi papá lo tenían amarrado puallá detrás de una casa de un señor, que le habían cortado una oreja. De ahí pues como a las 11 de la noche, dizque trajeron palas. Desde ahí ha sido pues la zozobra de uno, yo a veces pienso que mi papá va a llegar, porque como nunca lo miré, nunca... yo a veces digo, «guardo la esperanza de que esté vivo», pero nunca llega. Yo tenía 21 años, eso es algo que uno se queda hasta sin palabras porque qué. Acá nosotros hemos perdido, acá como negritudes nosotros hemos perdido todos los territorios con foráneos. Los foráneos ahorita son los dueños de los territorios, ¿y quién le va a reclamar? Porque es que los foráneos vienen desde afuera con sus alianzas con los grupos armados, porque ellos son los que han traído su gente hacia acá, ellos se mueven con su gente. En la laguna de Pirambí nosotros pescábamos, entonces uno agarraba, uno iba una noche y agarraba hasta 200 dentones, mojarra, sábalo; es una laguna muy honda, profunda. Pero ahora en el 2000 que se hicieron dueños de esa laguna, los foráneos se la agarraron, ya uno no puede echar malla. Entonces, como negritud yo me pregunto ¿qué va a ser de la vida de nosotros? No podemos cazar, no podemos ir para la laguna porque ya los foráneos se han hecho dueños de eso. O sea, la gente en el 2001 acá vivió un atropello, una barbarie, acá a la gente todo le quitaban. Podía ser: si usted iba para Barbacoas a comprar y tenía una remesa, le quitaban la mitad; el que tenía una tienda, mi mamá tenía una tiendita en ese tiempo cuando mataron a mi papá, y ella pues vivía de eso. Un día llegaron, venían de pelear de Patía y se comieron todas las cosas, se tomaron la gaseosa, la galleta y cuando les preguntó, que no, que «déjelo por causa de la guerra». Entonces, eso ha pasado acá, la gente si iba a traer una gasolina, si traía 30 galones o 35 galones, le quitaban a veces hasta los 20 pa ellos andar. Por ejemplo, allá había gente que criaba marranos, gallinas, y eso por ahí un pollo, llegaban ellos lo correteaban, lo agarraban y se lo llevaban. ¿Y uno qué va a hacer? A un señor inclusive se le llevaron una marrana que estaba embarazada, agarraron su marrana. A la gente todo le quitaban. Nosotros teníamos un equipo de fútbol, nosotros jugábamos. Pero igual la presencia de los señores estaba latente, andaban por el río, no nos dejaban transitar por la noche. Pues un día nosotros vinimos a jugar, no me acuerdo de la fecha, vinimos a jugar un partido, ganamos 5-3, nosotros contentos, «¡no, que hay que celebrar!», «listo vamos a celebrar». Entonces nosotros teníamos un primo que él había prestado servicio militar, había sido soldado profesional, pero ya se había retirado. Claro, apenas lo miró, lo llamó, le dijo: «Usted, Ángulo, ¿usted qué? Quiero que nos acompañe», le dijo, «No, yo no». Bueno, total que el man ahí, como a las once de la noche, lo mataron. A mi primo le pegaron un tiro aquí en la pierna. Desde ahí se acabó el equipo de fútbol, desde ahí, él era el defensa de nuestro equipo. De ahí después se desmontan pues las Autodefensas, que se desmovilizan, se van de acá. La verdad es que esa gente era por coger puntería, ¿oyó? Porque acá no solamente a él, acá en el río Telembí uno miraba bajar cuerpos: uno, dos, tres; había días que pasaban hasta siete bajaban por el río Telembí, ¿y será que toda esa gente tenía problema? No era porque tenía problemas, sino que esa gente era pa que la gente tuviera miedo. O sea, era pa mantenernos asustados, ajá. Mire que nosotros, en ese tiempo, usábamos las trenzas y un día llegaron y a toditos nos cortaron el pelo con machete. A todos. Yo tenía, sí, bien bacana. Y a todos, nosotros éramos como unos ocho. Nosotros cuando jugábamos fútbol nos colocábamos cintillo y todo. Y esos manes nos agarraron, «vengan pa acá, ustedes en qué andan», nos cogieron con machete, todas nos las cortaron. Y esos los retenes a cada rato... Siempre ancestralmente la gente por acá, pues como negro, acá la mayoría ha guardado su cultura. Pero no, llegaron ellos y nos la cortaron. Los muchachos se fueron, yo me quedé, los otros se fueron. Igual tienen sus pelos en Cali, ellos mantienen en Cali su cabello grande, sus trenzas. ¿Qué pasó? O sea, nosotros estábamos jugando micro ahí, estábamos jugando tal, cuando nos llamaron: «Que venga, que ese pelo se lo vamos a cortar, quitar esos pelos», nos agarraron; uno se resistió y le metieron unos planazos. Y eso no solamente a nosotros, por el río Patía al que lo miraban con el pelo eso era cortado a todos.
Así entró la guerra – colección de fragmentos
Así entró la guerra – colección de fragmentos Yo no estoy pa que me controlen Yo me llamo Sandra. Nací en Ecuador, pero como la vida es tan corritiva, mi mamá vino a vivir en Chorrera. Entonces, pues, me crie en Chorrera y de ahí salí a vivir al corregimiento de Arica, cuando estaba de 16 años. Me uní con uitoto, soy uitota ahora. Y ahí tuve mis siete hijos. De los siete tengo ahorita solo seis. Ya me dejó una, mi Dios me la llevó. De Arica me fui a vivir a una finca y ahí estuve por dos años y medio. La guerrilla de las FARC llegó en el 2000. Como el papá de mis hijos había trabajado en la Gobernación, nosotros conseguimos las cositas con esa platica. Ya la gente de monte había llegado cuando nosotros llegamos ahí. Llegó por esa quebrada, Trompetero, tenían entrada. De ahí volvieron otra vez, la gente del monte, en el 2004. Y bueno, cuando volvieron, yo ya estaba en la finca trabajando. Trompetero tenía una ruta que salía, no sé, por Caquetá. Era un salidero de ellos, era su rutina. Entonces empezaron a cogerse con el Ejército. El Ejército empezó a buscarlos. Se escuchaban rumores: «Mire, que el Ejército está buscando a la guerrilla, váyanse». Yo decía «pero, si yo no estoy haciendo nada, ¿adónde me voy a ir? Estoy en mi casa, no hice nada. ¿Pa qué tengo que salir?». Bueno, un día tenía un televisor dañado y el remolcador del Ejército estaba ahí en el corregimiento. Pensé en llevar el televisor a Arica, por si de pronto alguien lo revisaba. Había un muchacho que sabía echar sus mentiras con los televisores. Bueno, lo estaba llevando y nos bajan ahí. Nos llaman y pasamos, pues. Llaman al papá de mis hijos, le tiran un culatazo aquí en el pecho. Lo botaron al piso. Yo les dije: «¿Qué es lo que ta pasando ahí? ¿Qué es lo que hacen?». «Que él trabaja pa la guerrilla». «Señor, si usted vino a buscar a la guerrilla, ¿por qué no la busca? Yo estoy viniendo de mi casa». Tanta rabia me dio, que dejé a mi hijo solito en el bote. Él subió con remo porque yo salí con el remolcador del Ejército pa arriba. Subí al muelle. Entonces le avisé a mi hija. Todos salimos detrás de ellos. Lo golpearon, lo tenían ahí. Lo soltaron, nos fuimos pa la casa. Dejé ese televisor botado y me devolví pa la casa. A los ocho días, estábamos en la casa. A las nueve de la noche apagamos la planta, nos acostamos temprano. Cuando escucho en la puerta: ¡tun! Salgo por la ventana, miro: el Ejército. Pero yo no caí en cuenta que estaban buscando al papá de mis hijos. Ellos, mis hijos, estaban en un ranchito más allá. No querían pasar a la casa grande, estaban todavía en la casa pequeña. Cuando abro la puerta, me dice el soldado: «¿Me puedes dar cinco minutos de permiso en tu casa?». «Sí, señor, con mucho gusto, siga». Abrí la puerta, entró, prendió una vela. Me dijo «estoy buscando a fulano de tal porque mira que esto...». «No señor, no. Él no se encuentra», le dije, aunque él estaba. No me había dado cuenta de que a mi hijo lo tenía apretado del cuello, contra la pared. El Ejército lo tenía así para que le avisara dónde estaba esa gente. Bueno, se fueron. A mí hijo le tocó salir a esa hora. Él se fue a buscarlo en el monte, al papá. Luego volvieron y nos cuidaron como quince días, el Ejército. No me dejaban ni salir a la chagra, a buscar una yuca. Ni siquiera salir por un pescado. Y al papá de mis hijos le tenían de la cocina a la pieza, de la cocina a la pieza. A las once de la mañana, con ese rayo de sol, lo sacaban al patio. Ahí lo ponían. Por eso, una vez que tenía que traerles comida a mis marranos, les dije: «Nosotros, como indígenas, estamos acostumbrados a trabajar y caminar en nuestro territorio cuando nos da la gana. No tenemos por qué pedir permiso a nadies. Nos vamos adonde queremos y volvemos cuando queremos, y yo tengo que ir a buscar la comida de esos animales. ¡No, yo no estoy pa que me controlen! Si es así, entonces te vendo todo aquí, mis animales, y me voy tranquila. Yo no estoy pa pelear por eso. ¡Páguenme y yo me voy!». Había comandante, había como un mayor. No, nada. Vivir esa vida no es vivir. Eso es un recordatorio que a uno le duele. Lo que yo he pasado, lo que yo he sufrido, aunque hayan pasado catorce años. Eso es un recordatorio que a uno le duele. Al papá de mis hijos lo torturó el Ejército y lo sacó de la casa.
Uno ya no tenía nada fijo
Uno ya no tenía nada fijo No fue tanto que llegaron y que hicieron una toma y mataron la gente, sino que ante esos hostigamientos –porque entraron muchas veces– siempre hubo un milagro. Por alguna razón, porque la Policía se daba cuenta antes de que llegaran. Pero entonces ellos, de la rabia, le echaban la culpa a alguien por no poderse tomar el pueblo. Eran unas cadenas hasta de quince días, muerto sobre muerto. Eso fue tortura. Las veredas aquí sufrieron mucho, mucho. Hubo un desplazamiento tan grande que este corregimiento no se ha recuperado. El campo está abandonado porque la mayoría de la gente se fue y no volvió. Aquí hubo grupos de las FARC, del ELN, del EPL. Uno veía los mensajes que dejaban en las casas: «Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar». Desde el año 1985 hasta aproximadamente el 2007 nosotros empezamos a sufrir todo tipo de problemas de violencia. En las veredas la gente tenía que mantener a los grupos. Llegaban y que las gallinas, que háganos comida... Por ese lado comenzaron las restricciones en las veredas. Empezaron los problemas, los hostigamientos, los controles. Problemas de extorsión, de secuestro, desapariciones. Se llevaban a la gente. Lo que pasa es que como la gente sintió tanto miedo, nadie quiso decir nada. Todo el mundo prefirió guardar silencio. Había también paramilitares. Incluso en la vereda de Tarqui –dicho por los mismos habitantes de ese corregimiento–, ellos llegaban en la noche y sacaban a todo el mundo y se lo llevaban pa la cancha. Allá les decían directamente: «Quien colabore con el Ejército, quien colabore con la guerrilla, quien le dé entrada a ese tipo de grupos, va pal suelo». La misma gente cuenta que hubo veces que los sacaron de las casas a reunirlos, pa desaparecerlos con listado en mano. Hubo un periodo en que hoy caía uno y mañana otro. Familias enteras. Fueron todo tipo de grupos. Ya luego de esas entradas –fueron seis– y de todos esos hostigamientos empezaron incursiones leves. O sea, de entrar y hacer disparos, haciendo como el intento. Y se fueron tomando tanta confianza que se entraron. Uno ya no tenía fijo nada porque en cualquier momento usted escuchaba: «¡Llegaron, llegaron!». Y se fue volviendo tan extremo, que nosotros no podíamos salir. A las ocho de la noche todo el mundo estaba guardado.
Objetivo
Objetivo Nosotros éramos de los que iban a las playas, y muchas veces hasta las siete de la noche. Íbamos con lámpara, nos íbamos a pescar, pero de repente eso cambió para siempre. Llegaron un buen día y se apoderaron de nuestro pueblo, nos obligaron a salir de nuestra casa. Hicieron una reunión en el estadio y nos informaron que ellos eran los que iban a mandar en el pueblo. Todo problema lo iban a resolver a su manera, que nosotros no debíamos ni siquiera brindarle un vaso con agua a ningún otro grupo porque ya seríamos, como ellos decían, «un objetivo». Yo era una muchacha de tan solo 16 años cuando hicieron la reunión. Nunca más volvimos a jugar en el parque; el parque se lo tomaron ellos. La casa donde nosotros vivíamos –una casa grande de dos pisos– también se la tomaron los paramilitares. En el piso de arriba nos dejaron dos habitaciones. Vivíamos mi mamá y siete hermanos en dos habitaciones pequeñas. El resto se lo tomaron ellos. En la parte de abajo tenía un dispensario. Era la parte donde ellos atendían a sus enfermos, como una enfermería, como un centro de salud. También atendían a los muertos, también funcionaba como morgue. A los muertos los metían ahí cuando tenían combate, teníamos que ver esos muertos. A los jóvenes los obligaron a cargar los muertos o a llevarles agua en medio de una balacera. A nosotras, las mujeres, no nos llevaban, pero tampoco se nos estaba permitido salir de la casa. En el otro lado de la casa colocaron una bodega y ahí metían todo chéchere de las personas que ellos consideraban que en su momento le habían servido a otro grupo. Les quitaban sus cosas: camas, colchones, todo. Ahí tenían todos esos chécheres y luego esa bodega la volvieron como un centro de operaciones. Ahí hacían las bombas, las minas quiebrapatas, los tatucos y los cilindros. Nosotros, a veces, pues a escondidas de mi mamá, nos poníamos a ver por la rendija para ver qué era lo que hacían. Un día mi mamá se armó de valor y fue adonde el comandante y le explicó que ella tenía niños, que si no podían hacer esas bombas en otros lados. Como también estaba cerca de donde el comandante dormía, miró el peligro que estaba corriendo. Ahí fue que lo mandó a otro sitio. El otro sitio era el Sena. La gente se quedó sin donde recibir clases. En la noche eran tiros seguidos. Celebraban a punta de tiros. Uno no dormía. Se tiraban los cilindros al pueblo y uno sin poder salir. Tocaba esperar la muerte nomás porque tampoco era permitido salir. Y como éramos bastantes, ¿pues para dónde íbamos a correr? Tocaba rezar, rezar y rezar. Tuve un altercado con mi mamá. El Comandante me dijo: «Oye pues, a mí me informaron que vos le pegaste a tu mamá. Te doy tres horas para que desaparezcas del pueblo. Perderte de aquí antes de que te mate en la esquina». Permanecí escondida quince días, hasta que vino mi hermano a buscarme. Me dijo que me iba a sacar del pueblo. «¿Por dónde, si esa gente tiene invadido todo, controla las canoas, controla todo?». Como en la casa había un motorista de ellos, ya se había hecho amigo de mi hermano. El paraco le dijo que iba a ayudar a sacarme porque eso no era motivo para matarme. Me sacaron como a las cuatro de la mañana tapada con un plástico y le pidieron el favor a un señor que vendía pescado que me llevara para abajo. El señor pues me llevó. Me metieron dentro de una nevera porque había unos retenes de un paraco. Me llevaron para una vereda, adonde un familiar, y yo volví a conocer mi pueblo después de casi cuatro años. Al volver, uno ve la esquina y se recuerda qué pasó en esa esquina. Uno queda marcado. Con cada paso que uno da en los lugares que no se han renovado, uno sabe la memoria de uno. Al ver esos sitios le llega el tema. Nosotros éramos enseñados a comer en la casa de nuestros vecinos, de nuestros amigos, a compartir la comida. Ahora, con nuestros familiares y amigos, pasamos tiempo en el mismo pueblo y no nos miramos. Y si nos miramos en la calle, todo el mundo anda como a las carreras. Mira alguien y a uno ya le parece sospechoso. «Este no es del pueblo». Ay, Dios, ¡porque así entró la guerra!
Todo se fue amarillando
Todo se fue amarillando No sabíamos nada de avionetas Por cosas de la vida llegué por allá al Putumayo. No tenía más qué hacer. Me dediqué a enjabonar y a cocinar. Llegué a una finca donde estaba un señor solo, que necesitaba que le cocinara pa los trabajadores. Allá se trabaja la coca. Se necesitaba alguien que estuviera en la casa. Yo llegué allá y, bueno, me quedé a trabajar. Él terminó siendo mi pareja. Formamos un hogar. Seguimos viviendo allí, mi esposo cultivaba su coca. Un día cualquiera llegó a descansar. Se acostó y me dijo: «Mirá que el Ejército llegó a la casa». Para mí no era raro porque pasaba el Ejército, o pasaba la guerrilla, o pasaban los paramilitares. Era normal. Si pasaba el Ejército, yo le brindaba agua. Si pasaba la guerrilla, yo le brindaba agua. Si pasaban los paramilitares y me daban buena cara, pues yo les brindaba algo. Y le digo a mi marido: «Ah, y se acomodaron en la finca, supongo». «En la finca y en la casa. Llegaron a las diez de la noche y un comandante se entró a la casa y me pidió todos mis datos: cómo me llamo, número de cédula, qué hago, qué no hago, que si tengo esposa, que si no tengo esposa, que por qué no estaba viviendo conmigo». «¿Usted le pasó toda esa información?». «Sí». «Amor, ¿usted es que no me pone cuidado cuando le hablo? ¿Yo no le he dicho que usted no tiene por qué darle datos a nadie y menos al Ejército? Ellos no tienen por qué tomarle a usted sus datos y menos aquí en la casa, porque usted no está haciendo nada malo. Estamos en el tiempo de los falsos positivos y usted no puede dar esa información». Entonces dice: «Me fui a acostar y ellos se quedaron en la cocina. Cogieron ollas, cocinaron. Cogieron cosas de la cocina, agua del aljibe, lavaron ropa, se bañaron. Hicieron hasta pa vender». «Ellos no pueden hacer eso. Ellos saben hasta dónde pueden llegar: llegar aquí a la finca y acomodarse en cualquier sitio, pero dentro de la casa no lo pueden hacer». Yo le había pedido un pedazo de tierra a mi esposo para cultivar. Él, de maldadoso, pensó que yo no iba a hacer nada y me dijo que cogiera una hectárea de montaña. «Usted verá qué hace con esa montaña». Yo la aproveché para sembrar maíz. Nadie contaba con esa choclera. Cuando que «¡las avionetas, las avionetas!», y nosotros no sabíamos nada de avionetas. Le dije a mi esposo mientras la veíamos: «Ah, y ese humero que deja, ¿será que eso se está quemando?». «No, ese es el veneno, el glifosato». Cuando bajaba, daba susto. Parecía que le iba a tocar la cabeza a uno. Mi hija mayor estaba en la casa, almorzando con la tía. ¿Qué les tocó hacer? Correr por un plato, por un plástico y tapar lo que tenían servido. Y corra al aljibe pa echarle tabla o lo que fuera pa salvar el agua. «¡Amor, cuide a la niña, proteja a la niña!», me dijo mi esposo. «No, ella no está conmigo». «¿Dónde está la niña?». La avioneta volteando por toda parte. «¡Dios mío!, ¿dónde está esa niña?». Resulta que la niña no era ninguna boba. El papá le había enseñado que cuando viera la avioneta tenía que meterse debajo de una matica de plátano. Ella hizo eso. Afortunadamente, pues no me la bañó, pero pues ella sí alcanzó a absorber. Cuando al otro día, por allá al mediodía, todo se fue amarillando: el monte, el plátano y la hoja de coca empezó a cambiar de color. Se fue cayendo. El piso también comenzó a amarillarse. A los ocho días eso era un desierto.
No empaque todo
No empaque todo Allí vivimos doce años, hasta que la guerrilla empezó a reclutar jóvenes. Eso fue entre el 2010 y el 2012. Yo tenía una niña que estaba cerca de los catorce años. Resulta que un día cualquiera llamaron a la mamá de un muchacho y le dijeron que viniera al Cauca por su muchacho, que lo mataron. El niño no alcanzaba a tener los diecisiete años. Yo fui con mi hija a ese entierro, me tocó el alma. No era mío, pero me dolió mucho. Me angustiaba, le dije a mi marido: «No quiero arriesgar a mi hija –nosotros tenemos dos niñas–, no quiero que un día de estos vengan y se me lleven a mis hijas. No me puedo arriesgar». Vivía con esos nervios. Las niñas caminaban dos horas a la escuela, de trocha: de la finca de nosotros, en la vereda El Silencio, hasta el caserío de La Pradera, donde estaba la escuelita. Salían a las seis de la mañana para alcanzar a llegar. Un día cualquiera hubo una reunión. Salimos todos de casa. Las niñas se fueron para la escuela y nosotros nos fuimos para la reunión, que justamente la hacía la guerrilla. Me acuerdo, era para programar un paro armado. Allá no se puede decir que no. Cuando en esas, ¡bum!, una explosión fuerte. Todo el mundo con ese susto, preguntándose qué había pasado. Llegó un amigo. Él es negro, pero llegó blanco. «Mirá que pusieron una quiebrapatas en el camino», dijo. Nosotros subimos en la tarde, ya de vuelta. Vimos un hueco tremendo donde había explotado la mina. Yo me quedo mirando un palo al que se subían mis hijas para bajar guayabas, para jugar a las escondidas. Yo le pedí a Dios que nos sacara como fuera de ese lugar. Y la verdad es que fueron cosas de Dios: me enfermé para esos tiempos. Cuando salí del hospital, el médico le dijo a mi esposo: «Tiene que tener mucho cuidado con ella. Sus condiciones no son las de una mujer normal». «Es que usted ya no puede hacer lo que hacía antes», me dijo mi esposo. «Usted ya no puede y no me hace caso, es necia. Entonces nos vamos a ir de aquí. No sé cómo vamos a vivir, no sé dónde. Solo sé que Dios está aquí y está allá, y de alguna manera nos vamos a defender. Aliste sus cosas y nos vamos. No me empaque todo. Empaque únicamente lo necesario para empezar. Haga de cuenta que vamos a empezar de cero porque no tenemos plata para trasteos. No tenemos cosas, no tenemos dónde guardar, no tenemos nada. Haga de cuenta que nos acabamos de juntar y que vamos a empezar de cero. Lleve lo necesario». Mi trasteo fueron dos ollas, dos platos, dos cucharas y las mechitas que estaban más o menos en buen estado. Recuerdo que con mi hija recogimos toda la ropa vieja y las muñecas y quemamos todo eso junto. Aún se nos llenan los ojos de lágrimas cuando nos acordamos de la finca. A veces ella me dice: «Ma, yo daría lo que no tengo por estar allá en mi casa». «Yo también. ¿Te acordás de cuando hacían esos calores tan horribles y yo me ponía un buzo, un sombrero y me iba a sacar pescado?». «Sí, mami, ¿cuándo volvemos?».
La finada laguna del Lipa
La finada laguna del Lipa La laguna del Lipa era tan hermosa, que te subías al bote y cuando ibas llegando, era algo traumático para uno de niño. Había una parte que le llamaban Las Caletas, donde las aguas se revolvían mucho y movían la canoa. Le entraba agua a las canoas y corríamos a botar esa agua. Caía el chorro de unos 20 metros. Le llamaban el Salto del Lipa. Antes de caer a ese chorro tenías que hacer un desvío. Esa laguna tenía chorros por todos lados, entonces uno sacaba la canoa de ese caño grande y la subía por un cañito pequeñito, y le daba la vuelta al chorro para no caer al hueco. Eso agarraba una fuerza impresionante. Se sentía cuando la canoa agarraba la fuerza. Antes de llegar al chorro, uno se alistaba para irse amarrando hasta que uno se salía de la laguna. Era muy bonito. Quisiera que eso estuviera para llevar a los nietos, a los hijos. Por lo menos, los hijos míos no vieron eso. Ellos no conocen, sólo los he llevado a donde era el salto, que ya está seco. Ya no se ve nada de lo que era. Yo hablo con propiedad, con autonomía porque soy nacida y criada en el territorio. Soy hija de Arauca y aquí estoy. Lo que digo lo sostengo, porque aún se está viviendo en el territorio. Fui criada en el municipio de Arauquita, y luego fuimos trasladados a Lipa, donde mi padre murió. Mi papá había dejado una finquita, esa se perdió así que nos regresamos a Caño Limón. Yo tenía 8 años. Ahí fue cuando comenzó la explotación petrolera. Era una laguna encantada por los indígenas. Ellos tenían unos rituales, unas cosas y por eso no podían trabajar las empresas. Tenían que hacer una cantidad de cosas para que los indígenas dejaran trabajar. Eso era hermoso, era como mirar esos almanaques con esos manantiales, así caía. Había muchos pescados, eran los criaderos de pescado, y los que andaban en la laguna y la conocían muy bien, la veían como una montaña que se movía, porque ese era el encanto de los indígenas. Se decía que veían mujeres ahí arriba con sus gallinas, cuando en realidad no había nada. Como bajaban varios aviones muy bajitos, decían que se los comieron, que la laguna se comió varios aviones, por eso era un encanto. Algunos trabajadores de la compañía dicen que no los dejaron trabajar, porque sentían ruidos, sentían cosas, espantos y vainas. Ya quedó eso en la historia porque ya se acabó. Hoy en día uno se da cuenta del daño ambiental tan grande, es un daño que uno no encuentra cómo llamarlo. No fue sólo a este departamento sino a todos, porque de Arauca salía la comida para todo el país, para Bogotá y para otros países, incluso hasta Venezuela. De la laguna del Lipa salía comida en tiempo de subienda de pescado. Ahí era donde los coporos se criaban y se reproducían, eso era una abundancia de pescado por esos ríos. No se necesitaba un anzuelo, era prácticamente dejar un saco ahí y ese saco se llenaba solo, las canoas. Eso era demasiado pescado. Hoy en día le da a uno tanta tristeza mirar, que si uno se quiere comer un kilo de coporo le sale a uno como por 12 o 10 mil pesos, el kilo de bagre vale entre 16, 18, 19 mil. Ya no hay subienda de pescado. Ya van dos años seguidos que no hay pescados, prácticamente estamos en el acabón de lo que era la despensa piscícola de nuestro departamento de Arauca. Ese ha sido prácticamente el daño. Acabaron con la laguna del Lipa. Nosotros lo llamamos el genocidio, la muerte de la finada laguna del Lipa. Siempre cuando llegamos a las reuniones, hablamos de la finada laguna y del genocidio que se nos hizo a la despensa piscícola del departamento de Arauca. Ya no hay el agua que había, porque esa laguna la rellenaron y le hicieron locaciones desde la empresa multinacional. No sabemos Corporinoquia qué función cumplía en nuestro departamento. Cuando nosotros como campesinos cortábamos un árbol para hacer una limpia, para hacer comida, a nosotros, a los campesinos, nos ponían una denuncia; pero una multinacional tan grande y el daño tan grande que hicieron, para ellos sí había permiso para taponar los caños como el Matanegra del Lipa, que tiene un promedio de 12 o 15 metros, tapado con una altura de unos cinco o seis metros de alto. La boca del caño se la taparon para que el agua no entrara a la laguna, y que así la laguna se fuera muriendo poco a poco. Así la mataron, tapando todas las bocas de los caños, todos los caños que le entraban agua a la laguna del Lipa los taparon. Esa es la lucha de nosotras como mujeres, porque nosotras somos padres, hijos, esposos… porque la mayoría de las mujeres son madres cabeza de familia, porque hemos tenido situaciones que llevan al encarcelamiento del compañero, de los esposos, de la persecución. Nosotras somos las que llevamos la batuta dentro del hogar, las que sabemos qué hace falta para la comida de los hijos, para el colegio. Somos las que estamos pendientes del obrero, las que estamos pendientes de pagar el jornal. Como mujeres campesinas somos madres, somos paz, somos amor, paciencia, y sobre todo, resistencia. Nosotros luchamos por la permanencia en el territorio, porque cada uno de nuestros campesinos tengan su tierra a donde vivir, porque un campesino sin tierra no es campesino.
Villarrica
Villarrica Crecí en Bogotá como hasta los siete años. Toda mi familia por parte de papá es de Villarrica. Mi tía tenía una panadería y la quería vender. Mis papás cambiaron la casa que teníamos en Bogotá por esa panadería, así fue como resultamos viviendo en Villarrica. Villarrica siempre fue como un pueblo guerrillero, pero a la vez también había familias de militares y de Policía. Todo el mundo se mezclaba con todo el mundo. Era un pueblo muy chiquitito. Siempre estuvimos bajo el miedo de la guerrilla, especialmente a finales del 98 y durante todo el 99. Las familias de los guerrilleros nos decían «nosotros no nos vamos con nuestras familias ni a un metro de distancia, aquí estamos tranquilos». A veces cerrábamos la panadería más temprano, cuando sentíamos cosas raras en el pueblo. Era común que se oyeran rumores de que se iba a entrar la guerrilla, pero nunca había pasado nada así de grave. Hasta que fue la toma. Sucedió en noviembre 16 de 1999. Eran como las nueve la noche, me acuerdo porque acababa de ver Betty, la fea. Estaba muy brava con mis papás porque una amiga había cumplido los quince años y todos los niños del pueblo siempre van a las fiestas de cumpleaños, todo el mundo estaba invitado, pero mis papás porque no me dejaron ir, no me acuerdo en realidad qué había hecho yo para que me castigaran. Todos mis compañeros estaban en una discoteca al lado de mi casa, y desde ahí escuchaba la música. Uno quería estar en la fiesta. Como a las nueve y media escuchamos una pistola, cinco tiros. Era muy común, siempre había borrachos por ahí. Yo pensé que era parte de la fiesta, cuando a los cinco minutos escuchamos ráfagas y gente corriendo por el pueblo. No me acuerdo qué decían. Escuchamos los disparos y supimos que la guerrilla se había tomado el pueblo. Cuando llegamos a Villarrica me dijeron que si la guerrilla se metía no me fuera a asomar a la calle, que me tirara al piso y me envolviera en las cobijas. La ventana de mi cuarto daba hacia la calle. Exactamente eso fue lo que hice, me tiré al piso. Se demoraron un poquito en entrar mis papás, pero vinieron y me sacaron envuelta en la cobija. Las balas empezaron a entrar por la pared y las ventanas. En esa época mi abuela estaba viviendo con nosotros. Todos nos escondimos en la pieza de mis papás. Mi papá era una persona muy particular, de chiquita me enseñó a disparar. Él vivía en ese cuento, se creía Rambo. Estábamos encerrados en el cuarto y de pronto dijo que iba a salir. Se puso las armas que tenía y salió a dispararle a la guerrilla. Mi mamá y yo no pudimos con él. Tratamos de agarrarlo, pero no. Sabíamos que si salía lo iban a matar. Eso se sentían como cientos y cientos de guerrilleros contra una persona. La que lo pudo parar fue mi abuela, que se le botó al piso y le rogó. Él se calmó un poco. Nuestra casa era el segundo piso y la panadería quedaba en el primer piso. Decidimos bajarnos y escondernos en la bodega donde se guardaban la harina, las galletas, los insumos. Era un cuarto chiquito, en la parte de atrás de la panadería. A mi mamá le dio diarrea de los nervios. Pobrecita, menos mal estaba el baño de abajo. Y a mi abuelita le temblaba la carnecita de la piel. Esa es una cosa que no se me va a olvidar nunca: verle la carnecita temblando. No teníamos reloj, ni una noción de las horas que habían pasado. Ah, una cosa, cuando bajamos, mi papá tenía un radio que nunca le había visto en mi vida. Con él comenzó a llamar a un amigo, a decirle «coronel, se nos acaba de meter la guerrilla». A mí eso me asustó también. Después mi papá me explicó que era un amigo suyo. Parte del miedo cuando entra la guerrilla es que mi papá siempre fue muy expresivo en contra de cualquier cosa que fuera de la izquierda. Cuando la guerrilla comenzó a pedir vacunas a los negocios del pueblo, él reunió a los otros comerciantes para oponerse. Le hicieron una amenaza muy directa: si él no pagaba, me iban a llevar a mí al servicio de la guerrilla. Y por un tiempo estuvimos así como en tensión. Yo no podía salir mucho, creo que eso era parte del porqué no pude ir a la fiesta. Mis padres me restringieron muchas de las actividades. Ya no jugaba fútbol, no jugaba basquetbol, no iba mucho al teatro. Como a medianoche o a la una de la mañana paró todo el ataque, pensamos que se habían ido. Subimos al segundo piso a cambiarnos de ropa, cuando sentimos un escándalo en la parte de atrás. Habían tirado una bomba a la casa del vecino que era un poco más alta que la de nosotros. Nos salvamos por un pelito. Hubo un momento que se encendió fuego alrededor de nosotros. No sabíamos de dónde venía, pero sí veíamos las llamas, sentíamos mucho calor. Pensamos que íbamos a morir quemados. Mi papá me dio una pistolita chiquita que me había enseñado a manejar. Dijo que él no era capaz de matar a su mamá, pero que no íbamos a morir quemados. Que si el fuego se nos venía encima, yo matara a mi abuelita. Él mataba a mi mamá, y después entre los dos nos matábamos. Ahora que lo pienso eso me da muy duro pensar que hubiera podido matar a mi abuelita. Empezaron a golpear la puerta de la casa, a llamar a mi papá. «¡Salga, malparido, salga hijueputa. Nosotros sabemos que usted colabora con el Ejército!». Mi papá quería salir, se levantó. Todos lo rasguñamos, lo botamos al piso, le tapamos la boca. Nosotras con ganas de vivir y él como queriendo matarnos. Cuando vimos el portón al siguiente día, estaba todo hundido. No sé por qué no lo tumbaron, por qué no entraron. No sé si en ese momento llegó el Ejército, no sé qué habrá pasado, pero el caso fue que no alcanzaron a entrar a la casa. Cuando sentimos que la guerrilla se empezó a ir, el Ejército también se empezó a ir. Se sintió una calma diferente a la que se había sentido en las horas de la mañana. Salimos y vimos el bloque de nosotros, que era en el mismo de la Alcaldía, lleno de cables. Resulta que la guerrilla trató de volar esa cuadra, pero no les alcanzó el cable que había en la ferretería. Las canecas de gasolina que estaban conectadas a ese cable, estaban enseguida de nuestra casa. El que lo hubiera prendido, pues hubiera estallado con ellas. Al final hubo como tanta cosa que no sé ni cómo quedamos vivos. El fotógrafo del pueblo salió y documentó muchas cosas de la toma que yo no he sido capaz de ver todavía. Ese sentimiento de por qué nosotros sí vivimos y otra gente no, creo que me afectó mucho cuando llegué a Canadá.
Vivir moviéndose
Vivir moviéndose Aquí, en tierra prestada Soy desplazado de la vereda La Bonga desde el año 2001. Soy líder, hago parte del Consejo Comunitario Macancamaná de San Basilio de Palenque. En el año 2000 se dio el desplazamiento de Mampuján. Había unos palenqueros trabajando. Ellos vieron cuando le cortaron la cabeza a unos señores de Las Brisas con un cavador. Se vinieron corriendo y avisaron en La Bonga, que por ahí venían cortando cuellos. En esa oportunidad más de la mitad de la población se desplazó. A los diez, quince días, la gente comenzó a retornar y volvió nuevamente a sus labores. Pero la gente quedó con la idea de que de La Bonga también los iban a desplazar. Y como en el año de 1997 o 98, mataron a Alberto y a Otoniel. Había una preocupación en la comunidad de que hubiera una masacre. También se dieron muchos enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército. La guerrilla llegaba con mucha frecuencia a la vereda. No se quedaba. Llegaban a la comunidad a buscar alimentos, hacían hasta fiestas, pero nunca vivieron ahí. En el año 2001, el 5 de abril del año 2001, se presentaron unos paramilitares con unos panfletos donde le daban 48 horas a la comunidad para que desocupara. Y si no lo hacía, la sacaban ellos mismos. Les decían sapos, guerrilleros y colaboradores de la guerrilla. La comunidad se desplazó en su totalidad. Una parte se vino para San Basilio de Palenque y la otra se fue para San Pablo y se reubicó en el sector denominado La Pista, que era una pista de aterrizaje donde ya vivían unos bongueros del desplazamiento del 2000. Y los que cogimos para acá nos metimos en el colegio de bachillerato de San Basilio de Palenque. Al llegar al colegio, la comunidad se rebotó porque los estudiantes no podían recibir clases en el colegio porque lo habíamos ocupado en su totalidad. Un día se presentaron los señores de la Infantería y quitaron los panfletos que nos habían enviado. Quitaron algunos, hubo otros que la gente escondió. Nos reunieron en la iglesia y nos pidieron que nos retornáramos, que ellos nos iban a armar para defendernos de la guerrilla. La comunidad no aceptó. Luego un día se presentó el padre Rafael, que era el director de Pastoral Social. Habló con nosotros, nos dijo que consiguiéramos un sitio para comprarlo. Hablamos con el señor Genaro y logramos comprar dos hectáreas y media de tierra. Vino una ONG, MPDL, y nos construyó unas viviendas de bareque, techo de zinc. Y aquí estamos hoy, con un 90 % de las viviendas en material, muy calientes. El Gobierno nos ofreció vivienda arrendada por tres meses, pero la comunidad no aceptó porque dijo: «Después que se cumplan esos tres meses quedamos en la calle». Antes del desplazamiento, La Bonga semanalmente metía dos o tres camiones cargados de yuca, ñame, maíz, fríjol. Toda la agricultura iba para Cartagena y hasta Barranquilla, y una parte la vendían aquí. Eso fue cuando se construyó la vía carreteable, porque antes las cosechas las sacaban a lomo de burro, de mulo. Una parte venía pa Palenque, otra para Mampuján, y otra para San Cayetano. Pero cuando abren la vía, el bonguero comienza a hacer cultivos más grandes. El que hacía un cuarterón, hacía una hectárea; el que hacía una hectárea, hacía dos. Las cosechas fueron mejorando. Con el desplazamiento, la gente aguantó un año para irse para La Bonga a trabajar. Unos pocos fueron a recoger lo poco que habían dejado allá y se regresaron. Pero la gente ya no podía producir de igual forma. De Palenque a La Bonga hay aproximadamente 10 kilómetros y el recorrido es muy largo para ir a trabajar, cultivar y venir a dormir. Hoy, el que produce en tierra arrendada hace muy poco. Hace cualquier cosa para sobrevivir. Los territorios de La Bonga quedaron abandonados hasta ahorita que estamos volviendo nuevamente. Solo un 10 % o un 15 % está yendo a cultivar. El otro porcentaje tiene cultivos por aquí en tierra prestada, arrendada o jornaleada. El bonguero antes del desplazamiento no usaba plata, pero vivía como rico. Vivía como rico porque en cualquier patio de La Bonga tú encontrabas 50, 60 gallinas; pavos, patos, cerdos. Hacían cultivos grandes y los niños eran felices. La gente no pasaba hambre, aun cuando no usara plata en el bolsillo. Después del desplazamiento fue desapareciendo la presencia de los actores armados en el territorio. Algunas personas decían que los habían visto, pero ya uno no se encontraba con ellos ni con el Ejército. Pero la gente seguía con temor.
La vida como un libro
La vida como un libro Allá la primera responsabilidad fue que me entregaron un revólver, como a los seis meses. Desde el momento que uno ingresa, le toca buscar un nombre diferente. En ese tiempo yo me llamaba... se me olvidó... Martina o Marti. Eso fue en el 2000, después de la zona de distensión. Allá tiene uno que pedir permiso, eso me sorprendió. Si usted va ir, pongamos, al chonto, tiene que pedir permiso para bañarse. Si uno quería ir a la tienda, tenía que pedir permiso. Una vez me fui y cuando regresé el que estaba encargado me pegó una vaciada. «¿Y esta qué se hizo? Por orden pública nosotros tenemos que saber para dónde coge, ¿qué tal la hubieran matado?». Entonces sí tenían las razones, tábamos en peligro. En el entrenamiento nos hacían hacer armas de madera y las cargábamos para todo lado. Como uno no está acostumbrado, la dejaba botada. Usted dejaba el palo botado y lo podían sancionar. Así fuera un pedazo de madera, pero era el arma, imagínese cuando nos dieran las armas verdaderas... Una vez nos hicieron dos grupos para ver quién emboscaba a quién. Me acuerdo tanto, uno con esos palos haciéndose el que disparaba. A mí me causaba era como risa, a mí me parecía que estábamos era jugando, y era ríame y ríame. Nos pegaron fue un regaño: «Es que estamos en entrenamiento y lo tiene que coger en serio». Me cambiaron, me mandaron para otra parte. Como al principio del 2002 me tocó con otro comandante que se llamaba Sergio. Él sí era de guerra. Era otra cosa. Me tocaba andar harto con él, prestar guardia. Prestar guardia a mí me daba miedo. Después de medianoche, a partir de las doce de la noche, me daba miedo. A uno le toca solo, con el relevante a veces, pero más que todo sola. Cualquier bulla, o sea, cualquier animal me parecía que era el enemigo. Todo iba bien hasta que me metí con él. Creo que se imaginaba que estaba planificando, no sé, pero yo no estaba planificando. Me di cuenta como a los tres meses. Cuando nosotros andábamos, me asfixiaba mucho. Sentía que la barriga me estaba creciendo y todo eso. No había dicho porque, pues, lo sancionaban a él. Él era el comandante, el que tenía que ponerme a planificar. En ese tiempo no sé cómo hizo mi mamá para dar con dónde estaba yo. Y entonces pues habló. El comandante le dijo que yo estaba embarazada, que no se hacía responsable de nada porque yo había tomado la decisión. Mi mamá dijo: «Si me toca criar mi nieta o mi nieto, yo lo crío». Estuve en la casa todo ese tiempo, los nueve meses. Nació la niña y mi mamá se hizo cargo porque pues yo no sabía cómo. Tenía quince años. La niña se la dejé a mi mamá y seguí trabajando con la guerrilla, pero ya no en el monte, sino cuando ellos me mandaban a llamar. Me iba y estudiaba en la ciudad. Allá terminé el bachiller, estuve trabajando en casa de familia. En Bogotá me tocó negar mi tierra porque una vez, trabajando en uno de esos condominios finos, la cucha me preguntó de dónde era. «Del Huila». «Usted es vecina de los terroristas, de los guerrilleros». Ni modo de decir que soy del Caquetá. Eso comienzan a rechazarlo mucho a uno. Me regresé otra vez para acá y terminé el once, seguí con la guerrilla. Al papá de mi otro niño lo recogieron y pal monte otra vez. Yo me fui con él. Me tocaba ranchar, prestar guardia. Cuando me mandaron a llamar a una casita: llegué de noche, entonces vi a un cucho ahí. Pensé que era el dueño de la casa. Me saludó, me dio la mano. Le pregunté por dos muchachos que me solían esperar, y salió mi socio y otro muchacho. «¿Es el dueño de la casa?», les pregunté. Me dijeron que no, que era un señor que estaba ahí. Me dijeron que nos teníamos que cambiar de campamento y nos tocó irnos para una montaña, así, lejos. Volver a construir, hacer cambuche, la rancha y todo eso. Estuvimos como quince días en esas. Estando ahí llegaron dos peladas: una señora y una muchacha –demostraba dieciséis o diecisiete años, porque ya era encorpada–. No puedo decir que eran secuestradas porque no mantenían amarradas y el señor no estaba amarrado. En ese momento me enteré que había caído mi hermana en la cárcel. La que se había ido a la guerrilla cayó en la cárcel primero que yo. Y también cogieron a mi socio. Pedí permiso para verlos. Estando en todo ese voleo, escuché por las noticias, me parece, que habían capturado a mis compañeros y que habían cogido tres secuestrados. El señor de la casa y las dos muchachas que había visto. Yo quedé desamparada, no sabía ni qué hacer, ni pa dónde coger. Me puse a trabajar en una casa de familia, me puse a trabajar. La señora me ponía a hacer cosas pesadas y me sentí como ojerosa, me dolía mucho por acá y todo eso. Un día comencé con un dolor bajito, entonces le comenté a una amiga. «Mamita, usted tiene pura cara de embarazada», dijo. Me hice la prueba esa de embarazo, y embarazada. Me vine otra vez para acá, estuve hablando con el comandante. «Mija, lo mejor que usted puede hacer es que espere a ver qué pasa. Estese por allá donde su mamá o si quiere estarse con nosotros, estese con nosotros. Porque sí, claro, los cogieron a todos. Usted ya debe tener orden de captura». Le dije: «Entonces yo me voy pa Huila a trabajar, a estar pendiente de mi socio y de mi hermana». Como a los dos meses entré donde mi hermana. Unos señores de civil con chaleco –no me acuerdo si decía «Gaula» o «CTI»–, una muchacha y un muchacho, me dijeron: «Martina Bautista, queda capturada». Pa la cárcel. Mi embarazo fue los nueve meses allá, en la cárcel. No es como estar afuera con las vitaminas, con las cosas. Allá no, allá la comida es prácticamente como se dice pa los marranos. En la guerrilla usted se acostumbra que se hacen los frijoles bien espesos con plátano. En la cárcel, esos frijoles son aguados. Todo el embarazo comí mal. En la guerrilla usted está acostumbrado a que la yuquita, a que la papa. En la cárcel eso todo morado. Pues seguro el Gobierno consigue la carne más barata porque con tanto preso... La otra niña mía se crio con la abuela, con mi mamá. Pero ella se mató estando yo en domiciliaria. Salí de domiciliaria a tener el niño y la niña me la llevé para Huila, la puse a estudiar y se consiguió una amiguita que la estaba enseñando a meter bóxer y eso. Una vecina me dijo que no la dejara andar con una muchacha que me la estaba pudriendo. Mi hija tomó la decisión de tomar veneno y quitarse la vida. Mi hija iba pa los catorce años, para esta época tendría unos diecisiete. Ya el año entrante son cuatro años. Me toca traérmela pal cementerio de la familia porque ya me entregan los restos. Estando en domiciliaria metí al niño a un jardín para irme despegando de él. Sabía que en seis meses me iban a llevar otra vez para la cárcel. Pasaron los seis meses. Me acuerdo tanto que a mí me dolió la barriga, me dio dolor de cabeza. Dios mío, cuando llegó el del Inpec me dio soltura. «Espere que vaya al baño», le dije al desgraciado que había ido a recogerme. Me dio hasta vómito. Como era recochero el muchacho ese, me decía: «¿No será que la preñaron otra vez?, ¿no será que se preñó para que no se la lleven?». Se estaba burlando de mí. A la final el juez no había mandado la orden de que me llevaran. Él solo había ido a que yo le firmara que estaba en la casa. Yo no sé, yo digo que Dios me dio una manito. Me dieron suspensión domiciliaria. Todo el tiempo aparecí como con domiciliaria, todo el tiempo. La relación con mi marido se acabó. Yo distinguí un muchacho civil y me metí con él y todo eso. Ahí ya quedé embarazada de la bebé, una bebé que tengo donde mi mamá. La niña tenía un año y mi hija hacía siete meses que se había matado. Yo tenía una condena de diecisiete años con siete meses. Entonces me llama el abogado y me dice: «Mija, pues la semana entrante es la audiencia del fallo, o sea, que la condenan ya. Tiene que irse preparada que le derrocan la domiciliaria y para la cárcel». Cuando me condenaron a los 42 años, ese día, yo sí quería era morirme. Me metieron secuestro, rebelión, porte ilegal de armas. Bueno, esa la tumbaron porque si me metían rebelión no me podían meter porte. No sé por qué metieron esas cosas si a mí no me cogieron en armas, sino saliendo de la cárcel. Yo no puedo decir que en la guerrilla me tocó matar. En combate sí estuve. Yo estaba recién llegada y me dijeron que sacara equipo, pero no puedo decir que me haya tocado disparar. Más que todo la pasé fue en la civil, pero nunca le hice mal a nadie. Me condenaron, me revocaron la domiciliaria, y yo buscaba era matarme. Estaba hasta escribiendo un libro para contarle a mi mamá por qué me quitaba la vida. Una pelada, una amiga, leyó ese libro. Ella habló con la guardia y le dijo que yo estaba pasando por un momento crítico, que no me dejaran tanto sola, que si era posible me sacaran a psicología. La guardia colaboraba mucho. Me decía: «Métase a estudiar, mire». «¿Pa que estudió si me voy a quedar hasta los 62 años acá?». Con lo del proceso de paz y todo, entonces comenzaron a decir en las noticias que los que estaban en las cárceles por guerrilleros, por rebelión, podían salir. Sentí como que volví a vivir. Comenzaron a llegar los listados. En el primero no estaba yo. En el segundo tampoco. Solo aparecí hasta el último. Dicen que me reconoció un comandante del Frente 25. No sé quién sería porque la verdad no lo conozco. Se dio el Acuerdo de Paz.
Películas de Vietnam
Películas de Vietnam Antes de que llegaran los grupos armados, Mitú era un pueblo muy sano en todo el sentido de la palabra. Todos nos conocíamos y nos colaborábamos, era muy tranquilo. Más o menos en la segunda mitad de los años 80, por ahí en el 86, es cuando comienzan a aparecer los actores armados, los primeros brotecitos de las FARC. Pa esa época yo era un niño, tenía 9 o 10 años. Me acuerdo que en el 88 hubo una primera toma de las FARC; escuchábamos los metrallazos, todo. Mi mamá lloró mucho. Estábamos asustadísimos, nos tiramos al suelo, en una colchoneta. En la madrugada ellos hablaron por megáfono. Se identificaron que eran de las FARC y les pedían a los señores policías que se entregaran. Más o menos a las ocho de la mañana se van, como si no hubiera pasado nada. No hubieron muertos ni secuestrados. Heridos sí, solo que no graves. En el año en que me gradúo del colegio, en el 97, decido estudiar ingeniería industrial. Me presento a la Universidad Libre y paso. Pero en eso me recluta la Policía. Yo estaba en Bogotá – estudié octavo y noveno allá–, cuando resulté en la lista de la Policía de Mitú. Debía presentarme. Ni siquiera era la lista de la Policía, sino del Ejército, solo que me dieron la oportunidad de escoger entre la Policía y el Ejército, y como yo le tenía mucho miedo a eso, dije «voy para la Policía, que es lo más fácil». Luego ocurre lo de la segunda toma. Esa segunda toma pasa en el 98. Para entonces, yo llevaba por ahí diez u once meses prestando servicio, y ahí fui secuestrado por la guerrilla. El día anterior había hablado con mi teniente y él me dijo «le voy a dar permiso, pero necesito que vaya a la finca y me lave cinco caballos porque tenemos una actividad mañana con los niños del pueblo». Me fui a la finca a lavar los caballos y como a las once ya tenía el día libre. Como a la una de la tarde me estaba duchando cuando escucho unos tiros, ta, ta, y luego un rafagazo. «Esto se escucha cerquita, viene de la Policía, seguro están en el polígono». «No, no puede ser. Hoy no hay nada de eso». Cuando me di cuenta fue que pasó la patrulla, hubo un enfrentamiento. Mataron al muchacho de la Policía que cuidaba la finca. Nosotros éramos 30 auxiliares y 90 policías; 120 en total. Los guerrilleros eran casi 2.000. Y aunque nosotros teníamos conocimiento de que la guerrilla se nos iba a meter, la respuesta de Bogotá había sido que «tranquilos, que eso no va a pasar», y nos mandaron un refuerzo de veinte policías un mes antes. Luego vino la tragedia. Más o menos la toma comenzó a las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. La guerrilla le echó candela a la estación para quemar vivos a los policías. Yo tenía mucho miedo de que vinieran a buscarme. Y así pasó, me tenían en la lista. Me sacaron, me amarraron. Un guerrillero me pone una pistola en la cabeza, me dice que me arrodille. Se me hizo un nudo en la garganta, pensé que me iban a matar. Nos llevan a otro lado y cuando llego allá veo seis compañeros amarrados. Fui el séptimo en ser cogido. Cuando se acaba todo, nos encontramos todos los secuestrados, los 61, todos policías. No sabíamos qué iban a hacer con nosotros, empezó el calvario. Yo duré tres años allá. El primer día iba en sandalias, llegamos a un sitio donde nos hicieron montar en unas lanchas grandes, amarrados de las manos. Nos pusieron un plástico encima. Esa lancha estaba llena de estiércol de marrano, nos hicieron sentar a todos encima de mierda de marrano. Llegamos a un pueblito y un amigo policía me prestó unas botas que tenía hasta que la guerrilla nos dio la dotación de ellos. Quedamos uniformaditos con botas de caucho, revueltos, como visten los guerrilleros. Estando secuestrados nos comentábamos todo lo que había pasado. ¿Cómo murieron los compañeros? El primer cilindro de gas cayó a las siete de la mañana, en el Comando. Ahí fue cuando murió el primer patrullero. Murieron 18 en total. El combate duró aproximadamente doce horas, hasta que se acabó la munición. Y ya secuestrados, nosotros estuvimos catorce días en Vaupés, y de ahí nos tocó caminar varias veces y estar en varios campamentos hasta que llegamos a la antigua zona de distensión. Recuerdo al comandante que más mal nos trató, que una vez nos mandó arroz con vidrios. No nos lo comimos y en represalia nos dejó una semana sin bañarnos. Ese mismo arroz nos lo mandó durante una semana. Solo hasta que llegó otro comandante fue que pudimos comer carne. ¡Todos los días! Y nos pusieron una antena de Sky con la que podíamos ver noticias al mediodía. Y como teníamos radiecito, entonces escuchábamos los mensajes de los familiares de los secuestrados. Eso sí, nosotros no nos perdíamos ningún programa. Mi familia me malenseñó porque todos los santos días me mandaron un mensaje, y el día en que no decían algo yo me preocupaba. De hecho, una vez a las cinco de la mañana, ya se iba a acabar el programa y no me había llegado ningún mensaje, y yo ya estaba angustiado. Por allá mi hermana como a las cinco y pico dice «un mensaje para mi hermanito», y a mí me dio alegría. Uno se quedaba hasta que el familiar le diera el mensaje, y se iba a dormir. La convivencia entre nosotros, los secuestrados, era muy dura. Era un encierro fuerte y todos éramos muy diferentes. Había muchas peleas, nos agarrábamos a golpes por cualquier cosa y por eso nos encerraban en un calabozo 24, 48 horas. Nos amarraban de pies y cabeza; nos echaban tierra y agua de noche; no nos dejaban dormir. En el día a día hubo un tiempo, incluso, en que nos pusieron a trabajar. Nos ponían a hacer trincheras. Nos tocaba con pico y pala. Nos llevaban en grupos de a diez, de a quince, y nos turnábamos de a dos horas. A todos nos tocaba, a todos. Ya cuando cumplimos el año como que le perdimos el miedo a la guerrilla. Éramos un grupo grande y ellos no entraban adonde estábamos nosotros. Nos dejaban la comida en la puerta y cerraban rápido. Estábamos encerrados con alambre de púa, en unas casas con candados y toda esa vaina. Los primeros días estuvimos amarrados así como en los campos de concentración. Para dormir cada uno tenía derecho a dos tablas, y encima de las tablas se ponía un plástico como para que fuera acolchonadito. Ahí dormíamos. Uno se acostaba ahí o en la hamaca. Eso era básicamente lo que se veía en las películas de Vietnam. También nos hacían desnudar, nos quitaban todo para requisarnos. Aunque nosotros sí teníamos cosas. No era para pelear ni nada de eso, sino que hacíamos artesanías para quemar el tiempo. Hacíamos cuchillitos con pepas de monte, y los esferos los bordábamos con el nombre de cada quién. Al momento de mandar pruebas de supervivencia a los familiares enviábamos mensajes. A mi mamá le envié uno que decía «Mamá, te amo». Ella sabía que era de mi parte, le llegaba bordadito. Escribo bastante, y mientras estuve allá mi hermana también me mandaba unas cartas de diez, quince páginas. Yo le contestaba igual. A nosotros nos gustaba escuchar un mensaje alegre, porque era mucha la tristeza que había allá. Aunque lo más duro no era tanto el mensaje, sino hacerle creer al que está afuera, al que está en libertad. Porque la familia de uno no sabe cómo está uno. ¿Está enfermo? ¿Comió? Es más duro para el familiar que está afuera que pal que está secuestrado, eso lo aprendimos en ese tiempo. Y yo tenía un diario en el escribía lo que me pasaba: que amanecí tal, así como enfermo; que me acordé de mi mamá; lloré, estuve contento; hice tal cosa. Escondía mis hojas porque ese era mi tesoro más grande, pero lo encontraron y me lo quemaron. Cuando cumplimos dos meses de secuestro, tuvimos una grata visita. Fue la única vez que vimos a un civil. Llegó el Defensor del Pueblo con una comitiva y él fue el que nos regaló los radiecitos y toda esa vaina. Él trató que nos dejaran libres, pero no se pudo. ¡Cuando ese señor se fue, fue tan triste! Casi todo el mundo lloró. Iban por nosotros y no se pudo concretar. Yo no lloré. Uno lloraba sin que nadie se diera cuenta. Uno viendo llorar a todos sus compañeros era bajar la moral. Uno lloraba solito. Aunque el día y la carta más triste fue la última que escribí quince días antes de mi liberación. Ese día le escribí la carta más triste a mi mamá; me fui pa bajo, se me acabó la moral. Aunque siempre he sido un hombre muy alegre y me he considerado muy fuerte, me derrumbé completamente. Estábamos aburridos, cuando llegan los de las FARC y nos dicen «muchachos, les tenemos una noticia muy buena: hemos firmado un acuerdo humanitario y vamos a liberar a 63 uniformados como gesto unilateral –el grupo de nosotros éramos 61–. De este grupo, vamos a liberar ocho. Aquí tengo la lista». Faltaba un cupo y yo creo que todos esperábamos. «¡Que sea yo!, ¡que sea yo!». ¡Preciso no era yo! Apenas ocurre eso, me acordé de mi mamá y se me nubló la vista. Ese día fue el más triste de mi secuestro. Entonces le escribí una carta a mi mamá con el estado de ánimo así. Los que quedamos allá, quedamos vueltos nada. Nos dio la malparidez existencial. A los pocos días llegaron al campamento y nos dijeron «muchachos, les tengo otra buena noticia: vamos a liberarlos, esta vez no hay lista. Se van todos, pero toca esperar unos días mientras se da la orden». Pasaron diez días hasta que nos levantaron y nos hicieron uniformar. Mi hermana me llamó por la antena y me dijo «papito, lo estamos esperando. Sabemos con mi mamá que viene pa la libertad». Eso fue para mí el regalo. Y claro, mis amigos ese día me tiraron a un río y eso hubo desorden. A la guerrilla no le gustó, pero nosotros ya sabíamos que íbamos pa la libertad. Nos encontramos con otros secuestrados y hubo abrazos y llanto sin conocernos. Ellos nos llevaban tres meses más de secuestro. Uno de los comandantes nos felicitó por el tiempo que llevábamos y nos dijo «los que se quieran quedar con nosotros, las puertas de las FARC están abiertas». Pero no se quedó nadie porque con nosotros no aplicó el dichoso síndrome de Estocolmo. En el caso mío, yo le cogí mucha más bronca a esa gente y le cogí más cariño a la Policía. Como será que cuando fui secuestrado, yo estaba prestando el servicio a la fuerza. Iba a estudiar ingeniería industrial, pero cuando salí ya no quería estudiar eso. Inmediatamente me fui a la Escuela de Suboficiales y le cogí cariño a la institución. Ese día en que nos dijeron «ustedes se van todos, sin excepción», fue el momento de más alegría. Mi mamá me cogía, me abrazaba, me daba picos. Secuestrados, habíamos quedado cuatro primos. El que salió muy mal llegó con problemas psicológicos, muchos. No quería estar con la gente, sino que buscaba estar como entre el monte, entre los árboles que hubiera. Allá llegaba y se paraba. No quería nada y tuvieron que hospitalizarlo. Las primeras noches para mí fueron muy difíciles. Es que después de estar tres años allá, el silencio, el miedo; «toca acostarse, no se puede prender la luz porque de pronto el avión nos detecta». Y llegar aquí afuera y acostarse común y corriente donde sí hay luz, bulla. Uno se acostaba y si escuchaba pasar un avión, se asustaba. Por la psicosis de estar recién liberado, uno pensaba que era el avión de la Fuerza Aérea que iba a bombardear. Escuchaba pólvora y uno se imaginaba que lo iban a matar con un cilindro o una granada. Uno imaginaba tantas cosas, pero no. A mí eso me pasó poquito, digamos que unos días. Pero hubo compañeros a los que les duró mucho tiempo. Aunque han pasado 21 años, yo creo que apenas lo estoy superando; no lo he superado del todo. Todavía no soy capaz de sentarme con un guerrillero o con un exguerrillero a conversar, a tomarme un tinto, una gaseosa. Conozco a algunas personas que estuvieron allá y a veces los veo por ahí, pero ¿qué voy a hacer? Igualmente debo ser tolerante. Así como yo pienso de ellos, ellos pensarán de mí. Yo dejé de ser policía hace muchos años, porque pedí el retiro, y mire: estoy por fuera y el otro también. Se acabó el conflicto con las FARC y él quedó desmovilizado, tiene derecho a otra vida, a reivindicarse. Todos fallamos en algún lado de la vida, así pienso yo. Claro que ya estoy superando ese paso para llegar al perdón, pero hasta allá no estoy todavía. Me daría rabia que ellos me relacionaran con la Policía, porque aun cuando yo la quiero mucho, ya no soy policía.
Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel
Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel Estuve preso casi once años. Salí con este proceso de paz. Estuve en Cartagena, Valledupar, Cómbita, El Barne y La Picota. Nosotros teníamos una educación muy diferente, de combatientes, o sea, de prisionero político. Siempre nos identificamos como prisioneros políticos de las FARC. Nadie quiere estar en una cárcel. La vida le da a uno lo mismo. Es difícil, sí. Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel. Eso del tiempo lo programa a uno. Había que usarlo para hacer deporte, alzar pesas, media hora de trote. Una rutina que uno programa. El domingo es día de visita, pero si estás en una cárcel de máxima seguridad tú no vas a encontrar una persona que te vaya a ver. Allá recibía visitas de una compañera, a uno de hombre le gustan las mujeres. Una vez le dije «yo a usted la quiero y todo, y qué lindo ese detalle. Mejor dicho, no hay valor que te compense el ir a visitar un preso». La cárcel es un cementerio de personas vivientes. Allá todo el mundo se olvida de uno. Si usted tiene su mujercita, pues ella determina su vida con otra persona; te bota el teléfono, mejor dicho. De pronto por ahí la mamita de uno, que es el único ser que está en esta vida. Una vez le dije «soy guerrillero, hice un compromiso hace muchísimos años y yo no puedo faltarle a eso cuando salga de aquí». Yo nunca perdí contacto con la guerrilla. Por lo regular, siempre nosotros peleábamos jurídicamente, eso debe saberse. Los guerrilleros no éramos expertos en leyes, pero de eso también nos enseñaron. El que quedaba vivo y terminara preso debía saberse defender a través de la ley. Uno tenía compañeros de la cárcel, universitarios incluso, que a veces le preguntaban qué debían hacer con sus procesos. Y a cambio de ayudarles, uno pedía un tinto. De esa manera nos ganábamos la gente y el espacio. Los del Inpec decían que los guerrilleros eran los mejores presos. «Esa gente no es viciosa, no se mete en problemas». Nosotros éramos unidos. Adonde llegábamos, estábamos unidos. Eso era una recomendación del Secretariado Nacional y de los frentes a los que pertenecíamos. Entre nosotros no nos dejábamos morir. Si había que compartir una chocolatina, la compartíamos. La inauguración mía con el arma fue de muy temprana edad. Te podría decir que tenía por ahí unos doce, trece años. Nos tocó ir a hostigar un puesto de policía. Yo estaba dentro del entrenamiento, pero entonces a mí me gustaba, no sé por qué. No sé si lo hice bien o lo hice mal, pero clasifiqué en un grupo muy bueno para esas actividades. Ellos tenían guerrilleros profesionales, compañeros mucho más antiguos. Yo hacía lo que ellos hacían, no me dejaban solo. Al lado mío había tres, cuatro, cinco compañeros profesionales. Los muchachos sí sabían qué era estar detrás de un arma, dispararla. Pasé esa prueba. Nos inculcaron que el enemigo eran los que dirigían el país: los capitalistas, los que no dan nada, los que día a día son más ricos, los que en realidad han hecho la guerra. O sea, el Estado, el Ejército y la Policía no eran los enemigos antagónicos. «Es que un policía puede salvarte la vida, así como tú puedes salvar la de él». El enemigo no son ellos. Ellos obedecen órdenes, así como nosotros obedecemos. Así como obedece cualquier militante de cualquier organización, de cualquier ejército del mundo. A veces, por eso, me preguntaba por qué los atacábamos. «Porque ese es el deber, porque ellos nos atacan a nosotros, y no solamente con fusiles, sino con aviones, con helicópteros». Era difícil. Estuve en varios bombardeos y en peleas de muchísimas horas, en las que uno pensaba que no se iba a salvar. La guerra es la guerra. Hay momentos en los que si te tomas un tinto, no te vas a comer el desayuno; si te comes el desayuno, no vas a comerte el almuerzo ni la comida. Muchas veces les he explicado a los campesinos lo siguiente: «Vea, las FARC nunca obligaron a nadie a que cogiera un arma. Eso lo hicieron por allá de pronto en la era primitiva. Pero las FARC nunca hicieron eso. Al menos que yo haya tenido conocimiento y en mi uso de razón, desde que yo llegué a las FARC, yo no llegué obligado, yo llegué voluntariamente». Bueno, a mí me procesaron por terrorismo y homicidio de personas protegidas de la fuerza pública. Tuve dos condenas: una de 36 años, y por terrorismo me dieron 22. Salí por medio del Acuerdo. Agradecido con la organización que pudimos salir, pero sí estaba bastante enredado con ese proceso. La paz es vivir en convivencia, que todo conflicto se resuelva de la mejor manera posible. Que no haiga egoísmos, que no haiga desigualdad, que no haiga la avaricia de aquellas personas que les gusta dominar y sentirse superiores a todo. Considero que la paz es algo fosforescente que alumbra todo momento. Aquella bonita esperanza de libertad. Está difícil, pero hay que luchar por la paz. Estando en la cárcel, le pedí disculpas a mi mamá: «Madre, espero que perdones mis malas procedencias, a esa personita que tú trajistes al mundo y que no quiso compartir su juventud a tu lado. Espero que tú seas la primera que me perdone de no haber compartido, ya estando a edades». «No, hijo. ¿Usted por qué me está diciendo eso? Si yo vengo aquí es porque estoy dispuesta a seguir siendo su mamá hasta el día que mi corazoncito deje de palpitar». Antes de que viniera, tuve que explicarle: «Madre, ha de saber que vendrá a visitar un amigo suyo. No me ponga como su hijo porque de pronto después de tantos años la situación es difícil para usted. Y yo no quiero que usted por nada del mundo llore por mí, pero sí quiero que el día que esté de mi lado me dé un tierno abrazo, así como usted me abrazó el día que me trajo al mundo. Y lo mismo voy a hacerle a usted. La voy a abrazar sin que haya tanto sentimiento porque es más difícil el sentimiento cuando no se ha compartido». Pedirle perdón a la sociedad es difícil para mí, y le voy a decir el porqué: perdonar también significa aceptar los delitos cometidos durante 53 años de lucha guerrillera, y yo todavía ni tengo 53 años. Sí, porque nosotros hicimos parte del conflicto, pero hay responsabilidades de parte y parte. ¿Por qué el Estado no nos había dado otra oportunidad de seguir luchando por lo que nosotros hemos querido desde el principio? Ese Estado nos ha tildado de ser lo peor de la sociedad, pero también hay que reconocer de que si nosotros pusimos las armas sobre la mesa es porque ya no queremos estar en la guerra. No es que nos hayamos cansado de luchar: si el revolucionario renuncia a sus principios, es preferible morir. Un luchador no se cansa. Y el día que pase es porque su corazón ha dejado de palpitar. Queda la preocupación de que el Gobierno ha sido difícil en cumplir la implementación del proceso de paz. Las puertas que se han abierto se nos están estrechando. Eso es una preocupación para todos nosotros, los excombatientes, para los que dejamos las armas. A veces caemos en cuenta de que si eran capaces de matarnos cuando estábamos armados, ahora que estamos desarmados nos están matando de a uno. Y el Gobierno no se pronuncia. Y no solamente están matando a los excombatientes de las FARC, no: también a los compañeros que de una u otra manera se nos han acercado. Los líderes sociales que han asesinado también nos preocupan. A la edad que yo tengo, primero que todo, pues quiero terminar el bachillerato. Si usted no tiene ese cartón de bachiller, no tiene absolutamente nada. Estoy en noveno. En el futuro, si nos dejan, pienso estudiar un curso de derecho. Hay veces uno ve tantas injusticias, y no sé, de pronto ese es un medio para peliar por los derechos de los demás. Un ejemplo: yo me siento orgulloso de unos derechos de petición que le hice a un muchacho en la cárcel. A los tres días le dieron libertad. Estando afuera, fue a visitarme dos veces en la cárcel. Así ponía a temblar a los guardias que nos custodiaban. Yo mandaba el papel a jurídica para que me pusieran el sello y se lo mandaba por medio de visita directamente a la Fiscalía, a un juez o adonde fuera que tocara mandarlo. Y los ponía a temblar. Además me gusta la agricultura y recibí un curso de parte del Sena. Me gusta esta vaina de ebanistería; yo le hice una biblioteca a Duque, vea, ahí se la hice. La gente de aquí ya me conoce. Me dicen el ebanista de Pondores.
De coordenadas no me pregunte
De coordenadas no me pregunte Aguantar la montaña Aguantamos hambre, frío. Estar en un páramo no es nada fácil. De rutas sí no le voy a mencionar mucho porque la verdad no recuerdo el recorrido. Fueron varios meses los que estuvimos caminando. Hacia el final no teníamos ni comida. Teníamos que pasar hambre. La pasábamos con un tinto, así como el que pidieron esta tarde. Un agua de café. Con eso pasamos varios días. Desde que comenzó la operación del Ejército, en mi caso, me tocó dejar botado el equipo. Tenía un pie tronchado y no podía correr. Sin equipo duré prácticamente como unos veinte días, yo creo. Me prestaban ropa, o que los que llevaban equipos me prestaban una toalla para bañarme. Todo era como más difícil para uno. Llegó ese momento, comida. Ese día iban a abastecersen, pero no alcanzaron porque al día siguiente el Ejército estaba ahí desde las cuatro de la mañana. Entonces no alcanzaron a abastecer alimentos ni nada. Por eso, de ahí para adelante fue todo el recorrido sin comer nada. Por ahí una vez mataron una vaca y la cocinaron con solo agua. Sin sal, sin nada. Eso era comida como pa tres, cuatro días. Ya desde ahí hasta que volvieron a encontrar una vaca para podérsela comer. Y ya, no había comida. Nos daban un agua con café en la noche. Un día hubo un evento en que nos salimos de una emboscada que nos hizo el Ejército. Ese día, en la mañana, como a las seis o siete de la mañana, nos habíamos encontrado con un grupo del Frente 24 o del Frente 20, no me recuerdo. Ellos iban como tres o cuatro personas nomás, y llevaban dos panelas. Sacaron una y nos la dieron al grupo de nosotros, que éramos como veinte. Una panela para todos. Eso era un pedacito chiquitico para cada uno. Pues eso fue, estábamos entre la montaña, solamente con lo que teníamos puesto.
La ropa como hielo
La ropa como hielo En Boyacá también fue muy difícil la vida por allá. Mucho frío, muy difícil; era con una cobija y un saco. Eso fue coger la ropa, la maleta, el equipo y hágale otra vez por esas lomas, por el puro páramo. Caminamos y llegamos de noche a un potrero. Dormimos ahí, en pleno hielo. Iba a coger la ropa y era hielo. Era difícil todo. El sueño lo vence a uno. En la tarde no se pudo comer nada, pues así fueron varios días. Muchos nervios. Yo miraba las casas y me provocaba tocar para que me dejaran cambiar. Quedarme en una casa. Me eché fue una panela y una bolsa de pasta, y no me acuerdo qué más. Solo llevaba tres cosas en los bolsillos y el fusil. No me acuerdo qué más. Como unos frijoles, me parece. La ropa se me quedó allá arriba por lo que estaba disparando el helicóptero. Eso era un pedazo de panela con agua, cuando había agua del río. Cogía la puñada de agua y comía panela como para no desmayarme. Llegué a la casa y me escondí en una mata de plátano. Me daba miedo salir. Cerca de la finca cayó una bomba, o sea, muchas bombas cayeron. Escuché que la vaca bramó. Las otras salieron corriendo. Golpeé en la casa de la finca como pude. Una señora medio se asomó y dijo «no, no, váyase de acá que yo no quiero problemas». Me escondí de nuevo. En eso ya venía la tropa. Bajé de la casa y me senté en unas piedras que había ahí. Había harto jardín. Ahí me senté y ellos me dijeron: «¡Quieta ahí!». Arranqué a correr y me dispararon.
Si hay un dios, fue una amiga
Si hay un dios, fue una amiga A veces me digo «si hay un dios, fue una amiga». Salí muy enferma, muriéndome, y ella estuvo conmigo hasta el último minuto. Pasamos por zonas muy frías: el páramo del Cocuy; lugares para los que no teníamos el equipo necesario; condiciones inhumanas, muy frías. Me enfermé de neumonía. En esa marcha me lesioné un pie, me lo fracturé. Iba mucha gente enferma por el frío, por el paludismo, porque se les bajaron las plaquetas. Nos dieron simplemente una cobija y unos sacos para pasar los páramos hasta Santander. Los más grandes se fueron a la toma del filo, pero el Ejército se lo había tomado a la una de la mañana. Ahí es donde comienza la Operación Berlín. Ese día ametrallaron desde el helicóptero. Uno en ese momento fue disgregado: corríamos por donde habían quedado las huellas de los que habían corrido adelante. Yo iba muy enferma de mi pie, de la neumonía. Pensé que me iba a morir, no tenía una persona que me guiara. Caminé como desde las nueve de la mañana hasta las siete. Subiendo filos, caños. Llegué a una casa civil donde estaban los guerrilleros que habían quedado vivos. Ahí esperamos como hasta la una de la mañana, mientras llegaban los que pudieran llegar. La operación duró aproximadamente cuarenta días. Lo último que nos tomamos fue un tinto. No teníamos comida, la gente sin fuerza. Mucha gente empezó a dejar los equipos; cargaban lo necesario para aguantar el frío. Necesitaban la fuerza para subir y bajar filos. Nos guiábamos con unos binóculos. Veíamos en qué filo estaba el Ejército, y dábamos la vuelta. Lo último que nos tomamos fue un tinto y desde ahí duramos como unos cuatro días sin tomar nada, nada. Llevábamos casi como quince días sin bañarnos. Esa mañana bajamos, dormimos en un filo sentados, sin caleta ni nada. Sentados, envueltos solamente en las cobijas. Tratamos de no dormirnos mucho porque nos podíamos deslizar, eran cordilleras muy empinadas. «Con esta tos mía me matan», dije. Dos, tres niñas dijeron que se iban, y se fueron. Solo quedó mi amiga, la que había ingresado conmigo, y un muchacho, un niño de un pueblo indígena. Yo les dije que se fueran, les dije «váyanse que los van a matar por mi enfermedad». La niña dijo que no, que ella se quedaba conmigo, y el indio también. No sé por qué se quedaron. Yo no era buena compañía en ese momento. En Santander hay muchos árboles de tomate. Nos metimos debajo de unos árboles de esos a comer tomate. La mera tranquilidad. «Comamos eso; si he de morir, que sea tranquila». El chico se metió a la casa y dijo «vengan, vengan, que todavía el Ejército se demora en bajar; entremos y cambiémonos». Él se entró. Yo me comí unos tomates. De ahí a que el Ejército bajara se gastaba más de una hora. Me metí a la casa. Miraba uno los platos sobre la mesa donde había quedado el desayuno servido. O sea, fue tanto el rigor de la guerra para el campesinado en ese momento del bombardeo, que sobre la mesa habían dejado los platos servidos del desayuno. La gente no había podido desayunar, había huido. La población civil que vivió la guerra de la Operación Berlín tiene mucho que contar. Lo que yo vi dentro de esa casa: miraba los desayunos servidos, las cosas que habían quedado encima del fogón hirviendo y se habían quemado. No alcanzaron a bajar los fogones. Ellos se vistieron. El indio sí se vistió de civil. Yo no. Yo me salí de la casa y ahí nos acordonó el Ejército. Yo no tenía armamento, no tenía nada. El indio decía que él no ser guerrillero, él ser civil. «Yo ser civil». Me acuerdo de eso. ¿Cuándo un indio en Suratá, Santander? Pero a uno nomás con mirarle las espaldas se daban cuenta. Tenía el rastro de los equipos, la riata en la cintura. Era fácil conocer un guerrillero en la Operación Berlín porque llevaba un mes sin bañarse. Olíamos a diablo. Eso era fácil usted reconocer un guerrillero, más cuando la pecueca y el pelo lo delataban. Llevábamos muchos días sin comer. Ahí ya nos coge el Ejército.
El otro corazón de la oscuridad
El otro corazón de la oscuridad A mí por eso me tocó salirme de allá, porque me iban a matar. La guerrilla. Usted sabe que hay veces que en la comunidad mantiene gente envidiosa. Como que empezaron a meter cuentos. En últimas ellos eran los que compraban, no dejaban entrar otros compradores. Y por lo menos en esta zona estaba un mando, y toda la merca tenía que comprarla ese man. Y si el man no tenía con qué, usted tenía que guardársela. Y si usted se iba donde otro man, tenía un problema. Le cobraban 200 por kilo. Resulta que una vez ese man no tenía plata. Pregunté y me dijeron que fuera adonde otro. Tocaba caminar harto, como unas seis horas. Tres subiendo y tres bajando. Abajo era a un precio y arriba era a otro. Si abajo se la pagaban a 1.300 el gramo, arriba se la podían estar pagando a 1.600, 1.700. Pero eso eran puras trampas. Yo fui a venderla allá arriba. Y le cuento que me salió completico para pagar las deudas. La verdad, la coca es un producto que solo sirve para cubrir los gastos. De quince millones que usted meta, saca dos milloncitos y eso es para reinvertirlo. Eso da como pa vivir pagando la remesa, el transporte, el combustible, los venenos pa las mismas matas. Después de que bajé de vender la coca, el comando de acá me mandó un muchacho para que le mandara los 200 por vender en otro lado. Y sí, tocó mandarle para no tener problemas. Era pues eleno, eran los Comuneros del Sur. Siempre estuvieron y siempre están. Igualmente, de ese tiempo a ahora ha cambiado mucho. Yo me salí de allá en el 2011. Lo que me pasó fue que me amenazaron. Me tuvieron como tres días retenido en una casa. Iba en el bote ese día, iba por combustible para la finca. Vi que bajaban por el río y me llamaron. Arrimé el bote y me subí al de ellos. Sentí que un man me puso la trompetilla del fusil en la espalda. Me empujó con el fusil y me dijo: «Seguí pa allá, gran hijueputa. Te ibas volando, ¿no? Te vamos a detener». Me metieron en una casa por tres días, hasta que el mando dio la orden y me dijo: «Lo vamos a mandar para su casa a que se vaya a trabajar, ¡pero a trabajar!». La verdad ahí ya no me sentí bien. Mantenía con ese presentimiento y con esa desconfianza. Ellos tenían la duda de que uno los fuera a aventar con el Ejército o alguna cosa. No vivía tranquilo. Hubo un tiempo en que incluso dejamos de cultivar la finca y me di como por vencido. Dije que apenas tuvieran un descuido me iba. La verdad no se podía salir de la finca, si no era con permiso. Pensamos en irnos a trabajar en una mina, donde un cuñado. Y nos fuimos pa allá. Y resulta que llegaron dos de ellos a la casa donde yo estaba. Los mismos que me habían detenido. Y yo, como le digo, mantenía con esa espina, con ese miedo. Vi que llegaron y estaban como desesperados porque no les cogía la señal de radio. Pensé que los habían mandado para hacerme algo. No le dije nada a nadie. Me fui. Me metí la billetera al bolsillo y una navaja. Me puse una camisa y me fui. Antes de eso había una cuñada que los recibió y estuvo hablando con ellos como para sacarles información. «¿Y ustedes a qué hora se van?», les preguntó. «Ah», dijo uno, «vinimos a hacer una vuelta; si la vuelta se da rápido, nos vamos, pero si la vuelta se demora, así mismo nos demoramos. Si hasta las doce de la noche nos toca estarnos, hasta las doce de la noche nos estamos». Eso quería decir, pensé en mis adentros, que si les daba papaya me iban a matar. Más tonto yo si me quedo. Dejé hasta el almuerzo servido. Llegué y salí por la cocina. Me metí al monte y los que salen a correr. Eran las once de la mañana. Yo no le dije nada a mi mamá. Salí y me fui. Caminé todo ese día. Bien tarde llegué a una casa de un vecino, de un amigo. Me quedé en esa casa y le pedí a mi amigo que no le fuera a avisar absolutamente a nadie. Oscureció bien y me hice detrás de la casa. Me quedé escuchando a ver qué decía la gente. La finca tenía hartos trabajadores, harto raspero. Escuché que alguien dijo que me iban a matar. Al rato salió un muchacho y lo agarré de la mano. Uy, el man se pegó un sustísimo. Como era amigo, le conté todo y le pedí que me llamara un conocido. «Llámelo a él calladito que no quiero que nadie se dé cuenta». Entonces él fue y lo llamó. En ese tiempo, el ELN y las FARC tenían un acuerdo para que nadie se les volara. Y el man era miliciano de las FARC, pero pues también era bien amigo mío. Me dijo: «A esta hora, motor que baje lo prenden a plomo de una. Ahí nos matan es a todos dos. Lo único que puedo hacer es darte posada, que te quedes aquí y mañana pasarte al lado de allá del río. Por ahí por esa montaña te vas pa dentro, hasta salir a Barbacoas». Me quedé ahí. En toda la noche, no pegué el ojo. Ante el mínimo ruido pensaba que eran los manes esos. No tenía valor de comer. Esa misma noche me acomodaron en un botecito con azúcar, Fresco Royal, una panela y una jamoneta. Dejé botado eso. Simplemente eché la panela en un bolsillo de la sudadera. Me pesaba hasta la camisa. En la madrugada me despertó un gallo a las cuatro. Mi amigo me ayudó a cruzar el río en una canoa. Estaba crecidísimo. De ahí me metí a la montaña. Tocaba subirse bien arriba. Era un cerro altísimo. Caminé hasta que comencé a bajar de nuevo. Escuché un bote. Eran ellos que me estaban buscando. Dejé que pasaran para abajo y seguí mi camino fresco. Caminé por dos días y llegué a la finca de un señor. Me le fui acercando con cuidado hasta que lo tuve cerca. Le pregunté si en el caserío que estaba cerca habría canoas de remo. Mi idea era retomar el camino en la noche, irme por el río. Me dijo «no, aquí no hay canoas de remo, y cuídese mucho porque a raticos andaban por aquí ellos». Al caserío del que hablaba llegué a las cuatro de la tarde. ¡Pucha, estaba cansado! Me metí en un montencito y me acosté. Escuché que llamaban a una señora Paula. Yo caí en cuenta: esa señora era familia de mi papá. Me salí del monte a ver dónde estaba su casa. Ella, apenas me vio, se asustó porque estaba suciesísimo. Le dije «buenas». «Uy», dijo ella. «¡Santo Dios! ¿Quién eres?». «Un cazador». «¿Y el arma?». «No, pues el arma tocó dejarla botada. Me perdí. Estoy con hambre, hasta las botas me pesan». «Entonces no eres buen cazador porque el buen cazador no abandona el arma». «Pero deme un permisito para subirme a la casa». «No, no te puedo dar permiso. No sé quién eres». «No pertenezco a ningún grupo, sino que simplemente le digo que me dé posada». «No». Pero no esperé que me diera posada, sino que me subí. No quería que la gente me viera. Ahí había milicianos de los elenos. Era un caserío a lado y lado del río. Entonces me subí a la casa y me metí así en un rinconcito oscuro, ahí me puse. Empecé a investigarla a ella. Le pedí que no me negara porque éramos familia. «Yo sí me imaginaba», me dijo, «porque aquí han llegado muchos volándose. Me ha tocado darles posada hasta que se pueden ir. Y aquí no se puede dejar ver de nadie, porque allá del otro lado están ellos». «Présteme uno de sus nietos para mandar una razón al lado de allá. Obligatoriamente me toca mandarlo a llamar al man, del lado de allá». El man pasó y hablamos. Solté el bote y me abrí al río como a las ocho de la noche. A las dos de la mañana iba cerca a Barbacoas. Toda la noche dándole remo. Bien allá, ya cerca del pueblo, me vieron. Un man alumbraba con una linterna. Me quedé quietico, como si fuera un palo que bajaba. Y el man alumbraba así, alumbraba pa ver si yo miraba. En Barbacoas llegué al Batallón del Ejército. Pues la verdad buscaba una protección. Me fue bien. Me dieron seguridad, lo que era alimentación, lo que era ropa. Y de ahí salgo a Tumaco, y de Tumaco voy a Ipiales, donde estuve como tres meses. En Barbacoas estuve tres días nomás. En Ipiales estuve tres meses. De ahí me fui a vivir a Pasto. En Pasto sí estuve como unos dos años. Después me fui al Ecuador, en el Ecuador estuve como un año y medio. Y aquí, la verdad, llevo como cuatro años. El resto. pues la he pasado así, en el Ecuador, en Llorente. Estuve en Pasto, después otra vez volví a Ipiales. Así.
Providencia
Providencia La casa me la dejaron destruida prácticamente, se llevaron lo que más pudieron. Yo estaba muy aterrada, lo único que hice fue meterme debajo de la cama. No sé qué tiempo pasó, perdí la noción del tiempo: no sé sí fue un minuto, una hora, un día. Me dolía la cabeza, estaba mareada, estaba full asustada. No escuchaba nada: ni ruidos de los vecinos, ni perros ladrando. «Bueno, ya habrán acabado con la cacería», pensé. En ese momento viene mi vecina, que estaba como a tres casas, y la veo sangrando. Nosotras atinamos a salir a la orilla del río. Pasaron las embarcaciones llenas de plátano, venían de cosechar. Un vecino que iba pasando con su canoa llena de plátano nos vio ensangrentadas y mojándonos con el agua. Sacamos los plátanos. Nos metimos y él nos tiró los plátanos, nos tapó hasta el cuello. Nosotras escuchábamos motores grandes: esos eran los motores de esa gente. Íbamos por el río Satinga, llegamos al pueblo. El que nos llevó nos dijo: «Tienen que quedarse acá. Voy a ver si hay un barco que vaya para Tumaco, para cualquier parte». Cuando llegué a Buenaventura, me contacté con mis familiares. Mis hermanos me dijeron que por ningún motivo fuera a llegar a donde ellos, pero me contactaron con una tía con la que muy poco tenemos relación. Ella vivía en otro barrio, muy lejos. Ella me recibió a mí, a mi amiga y a su niño. Después, ellos empezaron la búsqueda internamente de mi marido y de mi hermano. Me enteré de que los vecinos les comentaron a mi esposo y a mi hermano lo que había pasado, y ellos tiraron a irse también a Buenaventura. Cada uno se regó por diferentes partes. Como a los quince días supimos dónde estaban y pudimos reunirnos. Al final tomamos la decisión de salir del país porque no teníamos otra opción.
Voy a quedarme donde me sienta segura
Voy a quedarme donde me sienta segura Alguien me dijo que las personas que se habían desplazado se estaban yendo para Ecuador. Nosotros no teníamos idea de eso, pero fuimos a la Alcaldía. Ahí me entrevisté con el personero, y él me dijo que en Buenaventura no podían darnos un sistema de protección, que teníamos que ir a la Fiscalía, poner la denuncia y esperar que eso fuera aceptado. Nos dirigimos a la Fiscalía, pusimos la denuncia y no pasó nada. Nunca nos llamaron. Nada. Estábamos asustados, sin tener qué comer, sin tener para vestirnos. Estábamos viviendo de lo que nos podían dar nuestros familiares a escondidas. Teníamos miedo de que también los fueran a involucrar a ellos en cosas que no sabíamos. Yo le preguntaba a mi marido qué era lo que había pasado, y él no sabía absolutamente nada de lo que se trataba. Mi hermano tampoco. Yo no tenía ni idea. Entonces, bueno, empezaron a prestarnos una plata. Una prestamista que no estaba en Colombia. Nos pasaron cierta cantidad de plata con garantía de que nuestra familia tenía que pagar sí o sí. Con esa plata que nos dieron me vine para Ecuador. Yo salí primero porque no alcanzaba para todos. Mi vecina también tomó la decisión de venirse. Viajamos juntas. Salimos de Buenaventura a Cali en la noche, porque en el día no me atrevía a salir. Inmediatamente llegamos a Cali, alquilamos una pieza de hotel. Al día siguiente, saqué el pasaporte. Fuimos a buscar transporte y nos tocó estar todo el día en la terminal: dormí en la terminal, amanecí en la terminal. Cuando me monté al bus, respiraba un poco, pero no lograría respirar tranquila hasta que saliera de Colombia. Cuando llegué a la frontera como que me dejaron todas las emociones. Durante el viaje conocí a varias personas que también iban a Ecuador con el propósito de refugiarse. Ya no confiaba casi en las personas. Venía escuchando conversaciones porque a veces la gente habla de más. Así me di cuenta de que el grupo con el que íbamos no era como muy confiable para quedarme con ellos. A mi marido y a mi hermano les dije: «Voy a quedarme donde me sienta segura. Empiezo a trabajar y ustedes vienen adonde yo esté. El hecho es no es quedarnos en Colombia». En Ecuador no me sentía segura. Había muchos colombianos huyendo. Todavía me quedaba un poco de plata porque en los ocho días de camino solo había tomado té, café y galletas de soda y pan. Entonces me fui por Bolivia con la vecina y un caballero que venía en el mismo bus del que salimos de Colombia. Él venía buscando cómo salvar su vida. Nos le pegamos. Llegamos a Bolivia, y de Bolivia nos pasamos para Perú. En la frontera del Perú con Chile nos fue denegada la entrada a Chile. De allí nos pasamos para Argentina y por Mendoza llegamos a Santiago de Chile. Estábamos muertos en el terminal de Santiago. Hicimos vaca entre los tres y alquilamos un cuarto de hotel. Al día siguiente ya no teníamos plata para quedarnos en el hotel, así que teníamos que salir a buscarla. Ese día salí a caminar a la calle y mi vecina se fue por otro lado. El caballero también se fue. Teníamos que encontrar dónde quedarnos, con maletas y con todo. Gracias a Dios era providencia. Nos vieron caminando con las maletas y un caballero se compadeció y nos dijo «oigan, morenas, ¿están perdidas?». «No, no estamos perdidas. Llegamos de Colombia, no tenemos plata. Estamos buscando dónde dormir y pasar la noche». Él nos habló del lugar de Cristo. Yo me asusté porque nos dijo que allí estaban los drogadictos, los indigentes. Me asustó totalmente. Dije «prefiero dormir debajo de un puente». Seguimos caminando y regresamos por la misma calle porque era la que conocíamos. Vimos una pareja en un puente, con unos cartones. Les preguntamos si podíamos hacernos ahí al lado. Fuimos a la comisaría a preguntar qué podíamos hacer y los carabineros nos dijeron que podíamos volver al Hogar de Cristo, que eso no era así como el señor lo había explicado. Nos fuimos para allá y el mismo caballero que nos habíamos encontrado en la calle nos indicó por dónde era. «Les voy a rentar una pieza, yo arriendo piezas», dijo. «Nosotros no tenemos con qué pagarle, cuanto mucho nos quedan como 20 dólares». «Las voy a dejar dormir en la pieza por una semana, para que ustedes puedan buscar mientras tanto», dijo. ¡Qué bendición! El señor nos prestó un colchón lleno de pulgas. Nos moríamos de la piquiña en la noche. El frío nos mataba. Era marzo, pero veníamos de un clima caliente. Marzo para nosotras era invierno. Traíamos sábanas porque en Colombia uno usaba sábanas, no colchas. La noche más terrible que he pasado en mi vida fue en Chile. El señor nos dejó ahí, dijo: «Cuando cumplan el mes me pagan. Busquen trabajo y me pagan». Al día siguiente salimos a buscar trabajo. El primer mes que me pagaron fui a la feria y compré un teléfono de segunda, una carcachita. Todavía lo tengo guardado. Como unas tres, cuatro veces logré comunicarme con mi esposo y mi hermano. Durante esos primeros meses no dormía. Gané peso comiendo pan y gaseosas todos los días. En un periodo de tres meses pasé de 59 kilos a pesar 80. El estrés, la preocupación, la alimentación. Tiempos después, mi esposo pudo viajar. Yo ya estaba en una pieza organizada, tenía lo básico: una cama de una plaza, qué risa. Ahí dormimos los dos. Después llegó mi hermano, al mes siguiente. Dormíamos los tres en esa cama. Luego a mi hermano le dieron otra cama y una pieza. El señor que nos arrendó la pieza y que nos ayudó desde el primer día, le consiguió trabajo a mi marido y a mi hermano en la construcción. Yo llegué en el 2006. En el primer año estuve con permiso de trabajo. Al final tuve la cédula temporaria por refugio, que servía por dos años. Luego, con la estampa en el pasaporte de la resolución del refugio, obtuve el carné de residencia definitiva. Pasé muchas cosas malas en mi país, terribles, que no quiero ni recordar. En Chile igual pasé cosas terribles, pero he tenido bendiciones.
La llegada
La llegada de la minería fue desde el 2003, más o menos, y duraron hasta el 2005. Con mi mamá y los vecinos estábamos acostumbrados a hacer un huequito con el almocafre, más o menos hasta la cintura. Ahí uno lavaba, sacaba tierrita. Lavaba y de la misma agua que caía al pozo se hacía un huequito. La minería ancestral se perdió. Antes uno sacaba oro uno mismo. No había que tumbar ni nada, sino que se cateaba. Por ejemplo, mi mamá era una que luego de sacar oro llenaba con una piedrita el hueco. Pero ellos hacen todas esas excavaciones y queda todo revuelto. Quedan los huecos y no vuelven a tapar, no siembran, no reforestan. Uno podía caerse en uno de esos huecos que abrieron las máquinas. Nosotros íbamos pal potrero a brincar, a jugar. Muchos campesinos tenían sus vaquitas, y pues se les murieron porque quedaron allá en los huecos. Antes veíamos muchas cacatúas, papagayos, azulejos. Hasta las gallinetas, que cantan lo más de bueno. Las guacharacas. Como todos los palos los talan, pues pa joder con esa mina, entonces ya se han ido los pájaros. No se ven por ahí. También uno antes se iba por los ríos un fin de semana, hacia sus comelonas. En el río uno bailaba su juga, jodía, tiraba baño. Para hacer carambota cogía piedritas, las tiraba y hacían sapitos. ¿Ya uno con qué ganas? La batea y unos cachos Tampoco conocimos la minería mecanizada porque cuando los antepasados necesitaban sacar su grano de oro, pues los que eran de vocación minera, se iban a las quebraditas con su almocafre, su batea y unos cachos pa recoger la piedra. Y cuando llovía, ellos ponían un sistema, que dizque una cuelga. Ponían a chorrear el agua de tal manera que fuera desarenando la quebrada. Y ahí ya quedaba una arenita, y ahí taba el grano de oro. No le causaban ningún daño a la naturaleza para obtenerlo. Ahora, a través de la implementación de las empresas nacionales e internacionales, que exigen acumular riquezas, se explota mucho más. Si ustedes con un almocafre, con una batea, se cogía un castellano al día, con una motobomba... Y ahí empezó todo. Nosotros en ese tiempo no pensábamos en acumular riqueza, sino en tener los medios de subsistencia para sobrevivir. El peón de entable minero En ese tiempo no se le causó maltrato a la naturaleza, al medioambiente ni nada. Ni a la salud humana. Entre otras cosas porque no se trabajaba con ningún tipo de químico. Ni se conocía el químico. Porque todas esas cosas han venido transformándose por la ambición, por la acumulación de la riqueza. Pero ¿la riqueza es pa quién? La riqueza no es ni siquiera pal que ha venido habitando y cuidando el territorio. La riqueza es para las empresas que tienen alto rango económico de explotación. A nuestras comunidades no llegan los extranjeros, pero sí gentes que económicamente tienen cómo montar un entable minero de dos, tres, cuatro o cinco retroexcavadoras. Y ellos llegan como si fueran miembros de la región. Llevan su sociedad adonde tienen facilidad de invertir. ¿Y para qué sirve el que estaba en la región? De peón, pa trabajar el día, sea bulteando el ACPM, sea bulteando la comida, sea botando piedra en la retro. ¿De qué se van a beneficiar? Ah, pero de las arrobas de oro que saca la retro, de eso tampoco se entera uno. Cuando ellos saben que el oro está amontonado, los patrones nos dicen: «Vayan a hacer un cerco de seguridad allá». Y se va el peón a sentarse, a cuidar que no le roben al patrón. Mientras están los dueños empacando su cantidad de oro pa que nadie sepa cuánto sacaron. Así ha sido. Nosotros sabemos que todo esto obedece a una política que, aunque no esté de frente en el territorio, tiene incidencia. Hay una escala. Eso viene de mayores a menores, y el último es el que hace el trabajo. Así hemos venido nosotros. Aunque no es nuestra voluntad deteriorar el territorio, hemos sido artífices de la destrucción de la naturaleza y el medioambiente. Precisamente, porque el extractivismo nos ha llevado a aplicar el consumismo. Como ya estamos acostumbrados a trabajar en empresa, no criamos gallinas, no criamos cerdos, no sembramos plátano. Nos hemos convertido en consumidores solamente. La muerte de las sabedoras y los ancianos «El primer sonido fue el suspiro del creador. Lo primero que se escuchaba en esa tiniebla era el respiro». José, pueblo huitoto. Araracuara, Caquetá (5 de octubre del 2021) Los abuelos, los mamos, las sabedoras y las sagas son quienes acumulan el conocimiento ancestral de los pueblos indígenas. Este garantiza la convivencia, el equilibrio y la armonía entre seres humanos y no humanos. Ellos son quienes lo transmiten de generación en generación a través de la palabra. Además, intermedian con el mundo de lo sagrado, con el mundo de los seres naturales o seres que existen en espíritu. Cuando los asesinan hay una pérdida incalculable de conocimiento del tiempo mítico e histórico, y se fractura el vínculo con el mundo de lo sagrado, de las relaciones con los seres existentes, con los seres espirituales. Que no se acaben nuestras sagas Hubo muchas niñas violadas. Tuvimos un proceso con una niña que estaba embarazada, un soldado la violó. Hizo con ella lo que le dio la gana. Yo me atrevería a decir que desde ahí hemos tenido mucha dificultad para que las niñas se preparen para ser sagas, que son las autoridades dentro de nosotros. Son muy poquitas las que hay. Para una mujer wiwa implica mucho ser violada. Que te toquen sin tu consentimiento es duro. Es como si tú cogieras la tierra y la violentaras; que envenenaras el río, porque el cuerpo de una lo comparamos mucho con la Tierra. Si hay algo que valoramos las mujeres es nuestra parte íntima. Ese es el sitio donde tú das vida. Si ese sitio está dañado, desencadena una serie de tragedias que te afectan. Y no solamente a ti, sino al que está alrededor tuyo, porque ocurre un desequilibrio. Esta violación que le hicieron a la niña, que estaba preparándose para ser autoridad saga, la hace un miembro del Ejército. La saga que la estaba preparando se fue a bañar y él entró y la accedió, la maltrató y la humilló. O sea, rompió el equilibrio que había. El sitio en que la violó era un sitio de mujer, un sitio sagrado. Desencadenó que con el tiempo desapareciera el agua de ahí. Ahorita estamos en ese trabajo de que no se muera, de que no se acaben nuestras sagas, nuestras autoridades. Ellas son nuestras guías espirituales, el equilibrio de la naturaleza y el complemento del hombre. Somos las que damos tranquilidad, paz, vida. Médico tradicional no tenemos Mi comunidad se fue desplazada masivamente por el asesinato del mayor José. Fueron los paramilitares que lo asesinaron en agosto del 2000. El mayor era médico tradicional y el gobernador máximo de la comunidad, del resguardo. Pues en esos momentos fue el despojo total de nuestros conocimientos propios. Por ejemplo, médico tradicional no tenemos. Hubo despojo total porque teníamos cultivos de pancoger –el maíz, el plátano– y las gallinas, los marranos. El mayor fue levantado en un convento. A pesar de que allá fue torturado psicológicamente, regresó a su territorio y así mismo nos inculcó a nosotros. Hay una palabra muy sabia que él decía: «Así al árbol se le arranquen las hojas y se le tumbe el tronco, no se puede olvidar que siempre queda una vena de la raíz. Queda esa raíz y le salen nuevos frutos, no con la misma fuerza, pero siguen creciendo. Y con la fuerza de la naturaleza, se le da la orientación al árbol para que vuelva fortalecer su familia». Después del desplazamiento, en el 2000 tratamos de recuperar o de buscar información relacionada con sus conocimientos. Eso se perdió porque no hay una persona más especial que los mayores. Los médicos tradicionales hacen baños es para que los actores armados –si llegan a los territorios– no lleguen con esa rabia y con intención de matar, de torturar, sino a dialogar. Eso lo hacen los médicos tradicionales y algunos yerbateros. Por eso cuando asesinan a un médico, nos destruyen. Ellos son nuestros guiadores. Y no solo eso. Hubo muchos asesinatos cerca y hay una presencia espiritual muy negativa. No le hemos encontrado la explicación a eso, pues porque no tenemos médico tradicional. Sinceramente, hay muchos vacíos a los que no les hemos encontrado, y en este momento hay un ataque espiritual muy fuerte dentro de la comunidad. Más que todo en las jovencitas entre los doce y los dieciséis años. Ellas ven sombras, ven personas distintas a las de la comunidad. Sombras, voces. Les da por salir corriendo, por coger y golpearse, y se tiran al piso. Del tabaco, la coca y la manicuera La palabra se da con el creador por medio del tabaco, la coca, la manicuera. Esa es la convivencia entre hombre, naturaleza y creador. Fue un don que él sembró en la Tierra para todos los que somos la humanidad. Es el enlace que tienen nuestros ancianos para darle a conocer a toda la juventud, a todo el que quiera aprender de lo que realmente es la palabra propia. La palabra de trabajo, la palabra de unión, la palabra de gobierno, la palabra de abundancia. Él manda, él tira esa planta, que es un humano. La coca es un humano, es gente. Es la sangre, es nuestro órgano, nuestro vientre, todo lo que tenemos. Todo lo que sale en una planta es nuestro. Somos el zumo de la madre naturaleza. Es sustancia, es medicina. Esa planta sagrada se riega por todo el cuerpo, por las venas, por todo. El creador dice: «Estos son mis hijos, son zumo del tabaco y la coca. La yuca dulce, la fruta, son lo que yo sembré y está dando frutos». Es un matrimonio de hombre y naturaleza lo que uno tiene. Al consumir esa planta sagrada uno se compromete espiritualmente a seguir esa palabra, a seguir ese consejo, a tener propósitos frente al creador. Al yo consumir esa planta sagrada, estoy dentro de esa planta sagrada. Me estoy purificando para escuchar las palabras del creador por medio de un abuelo que me está dando su consejo. Que me está contando sus narraciones, haciendo prevenciones. La palabra que se transmite de generación en generación es un mandato. ¿Cómo se transmite esa palabra para vivir alegre, en abundancia, en armonía entre humanos y naturaleza? Consumiendo el ambil, que lo llamamos «tabaco», y el mambe. La tinta del lapicero es el ambil. Con eso usted escribe dentro de la hoja de la coca. Para nosotros esta planta medicinal es un enlace espiritual porque de ella depende nuestra cultura y nuestra existencia en el planeta. Los abuelos decían anoche: «El cuerpo humano se va, desaparece, pero la palabra nunca va a desaparecer porque fue original. Ella va a quedar ahí». La palabra recogida Ese conocimiento filosófico que existe, la interpretación de la Madre Tierra, no es que tenga 2.000 años, ni 3.000, ni 5.000. Si matan un mamo de gran trayectoria que conoce e interpreta, pues habría un desnivel. Ese aprendizaje no se da por casualidad. A él no lo habían preparado porque quiso, sino porque era necesario. A los mamos los preparan cuando es necesario. Por esa razón son reducidos en número. La muerte de uno es un gran desnivel, un bajón, una gran pérdida. El rol del mamo es interpretar los elementos, tenerlos conectados. Reemplazarlos no es tan sencillo. Dirán «bueno, se repone». Necesitan de un aprendizaje de 30 años, de 40 años. Preparatoria constante desde niño, desde el vientre de la madre. No es que el mamo sea el único que sabe todo, sino el que es capaz de interpretar donde no existe mucho. Yo creo que es el orientador del barco cuando el que estaba orientando se pierde. Alguien lo puede agarrar, puede ensayar, pero el rendimiento no es igual. Eso es una limitación directa al conocimiento. Esa es nuestra forma de ver cuando matan a un mamo. Y ese desbalance, ¿cómo se arregla? También yo creo que esa es una oportunidad para revisarnos el por qué sucede eso. Si un mamo muere, si lo matan, es que algo debió dejar que eso pasara. Si uno mira desde el mamo, sirve para hacerse la pregunta: ¿qué sucede o qué estamos perdiendo? Eso nos genera como una forma de volver a retomar, es como en un laboratorio: algo reaccionó mal o medimos mal. Por lo tanto, si hablas como arhuaco, ¿cómo vas a hacer para que eso se regule o se repare? Si uno habla de reparación para el pueblo, la única forma de reparación es primero arreglarnos nosotros. Pero, igual, la persona que cometió el delito se metió con alguien que estaba haciendo las interconexiones con el mundo espiritual. La misma Madre se encarga de corregir eso. No estoy diciendo que está bien que los maten. No es eso. Es que si el mamo estaba haciendo su trabajo, la misma Madre Tierra se encargará de defenderlo. Por esa razón, no existe venganza para nosotros. En la norma no existe venganza, no existe eso de que hay que hacerle un daño a otro por venganza. Tengo entendido que el Gobierno quiere pagar. Pero para eso tiene que venir a cumplir con la norma de la Madre Tierra. Esa es la forma de reparación nuestra. Bueno, eso es imposible. O de pronto alguno lo quiere hacer. Sinceramente sería de gran impacto para nosotros que el Gobierno se siente a cumplir la norma, la ley de origen. Esa sería la máxima reparación desde el conocimiento. Espíritus testimoniantes «Humano de carne y hueso, con principio de la naturaleza, con orden de la naturaleza. Eso es para nosotros el territorio». Elías, cañón del Diablo, Caquetá (6 de octubre del 2021) Un territorio no es solo una extensión de tierra. Es, más bien, el lugar en el que se teje el entramado de relaciones materiales e inmateriales que une a seres humanos y no humanos. En el territorio se incluye el mundo espiritual. En él, todos los seres existentes actúan y testimonian. Sin embargo, con el conflicto armado, con la llegada de ellos, los violentos, los invasores, se desequilibró aquel tejido de relaciones, lo que produjo enfermedades y sanciones a quienes lo habitaban. Desde el techo del cosmos Dentro de nuestro territorio, en este lugar, todo árbol, hierba, piedra... es elemento de esos seres míticos. Son asientos de ellos, pa sentarse. Desde ahí, ellos observan, miran lo que nosotros decimos. Desde los cuatro espacios: debajo de las superficies del agua, en la superficie de la Tierra, el centro de la Tierra y desde lo que nosotros llamamos el espacio hacia arriba. Todos los elementos que están en la superficie y adentro son de ellos. Nosotros lo tenemos claro. Por eso, sabemos que cada elemento pertenece a uno de ellos y que no se puede dañar. Hay que dejarlo como está. Ellos están mirando quién va a dañar algo. Y si alguien lo daña, los espíritus, los seres míticos, se hieren. Cuando un elemento es destruido, es como quitarles la fuerza a ellos. Es como quitarles su tranquilidad. Por esa herida se reniegan frente al ser humano, y lo condenan con enfermedades, con que no haya prosperidad. Cuando menos piense el hombre, ellos le ponen la maldad. No lo colocan de una vez, sino cuando menos piense. En cinco años, diez años, veinte años, treinta años. Se pueden desquitar con sus descendientes. Ellos están mirando con su ojo invisible. Ellos se dan cuenta y reclaman el daño que se estaba haciendo. Espíritus incorpóreos Los seres míticos fueron los que conocieron cómo se iba a hablar con los seres que estaban debajo de la tierra. Ahí aparecen la coca y el ambil, se forman como el material para que el hombre pueda dialogar y relacionarse con los dueños que están debajo de la tierra. La coca se formó para cuando ya el hombre usara un espacio sobre el territorio; para trabajar y practicar las danzas. A través de la coca capturaban los animales, y podían bailar y cantar a nombre del lugar donde se había cazado ese animal. Nosotros no estamos maltratando a los árboles. Se utilizan los recursos naturales, pero de acuerdo con nuestros usos y costumbres. La madera de la chagra se usa para el techo de la casa. Nosotros reemplazamos los árboles que tumbamos para la chagra. La comida de los animales, de las aves, la reemplazamos con los frutales que sembramos. Ellos se alimentan de eso, de lo que nosotros también comemos. Hay una relación de apoyo entre naturaleza y ser humano. Es de otro lado de donde vienen con ese pensamiento de extraer los recursos. ¿Cómo podemos parar esas actividades, si el hombre blanco es quien lo está haciendo? Estamos pidiendo que el blanco nos apoye para aliviar, para tranquilizar la tristeza que siente toda la naturaleza: hombres, árboles, animales, aves, ríos, peces, tierra. Eso es lo que dice el mayor. La tristeza que sienten los árboles es porque los destruimos. Ya no respiran y no producen semillas. Igualmente quedan tristes los animales porque no van a tener la comida de los árboles. Los pescados ya no tienen comida, los ríos se secan. Eso es la tristeza. Y nosotros como humanos también estamos tristes porque no va a haber ese espacio donde crece un árbol. Eso también hace parte del pensamiento, de la palabra, de la espiritualidad. No solamente se entristece la superficie de la Tierra, también se entristece lo que llamamos los seres de adentro de la Tierra. Ellos son los dueños de eso. Y cuando se atropella, quedan tristes. Y si ellos están tristes, los humanos y la naturaleza quedan tristes. Para la parte occidental simplemente es un material, para nosotros no. Para nosotros es parte de la espiritualidad, de la palabra, de la energía de protección. Nosotros no somos, digamos, ajenos a la naturaleza. Nosotros somos parte de la misma. Por eso hablamos de que en el principio ellos eran los que hablaban. Los árboles hablaban, los animales hablaban, los insectos hablaban. Ellos fueron los que conocieron lo que el hombre de carne y hueso iba a tener. Son seres que desde el origen tienen principios de conocimiento. Por eso nosotros usamos árboles para fortalecer el pensamiento del hombre. Cogemos el palo de comino o macapá para hacer el manguaré, el timbo que tocamos para la fiesta. Ahí adquirimos esa situación mítica para fortalecernos. Los árboles, en general, son seres espirituales como boas que tienen un poder muy grande y son parte de nuestra fuerza. Cuando se entiende eso, ya no es un simple árbol. Es un ser de carne y hueso también. A través del tiempo, nuestros antepasados, que dietaron y se sacrificaron, pudieron adquirir ese conocimiento que venimos transmitiendo de generación en generación. Dos esmeraldas Hay un lugar en el bosque que habita en mi imaginación. Allá en el borde oriental de Colombia, por la ruta boscosa desde Cubará hasta los amplios meandros del río Arauca. Hay un lugar en un rincón del bosque donde, durante los secuestros, él colocó el cuerpo en el suelo. Él allí, cautivo, yo, no allí, cautiva solo de su ausencia y de la ausencia de saber. Boca abajo sobre la tierra fértil. Reivindicando un momento en el caos ciego para hacer una pausa. Cuando lo vi, yo también estaba entre los árboles, en la parte trasera del jardín comunitario al lado de nuestro apartamento en Brooklyn, oculto a la vista desde la calle. Boca abajo sobre la tierra fértil, con el oído recostado en el suelo, buscando escuchar su presencia. Examinaba la curva de la tierra con el ojo de mi mente: ¿dónde estás? Días antes de su partida de Nueva York hacia el territorio U’wa esa última vez, con los sonidos de la calle Union bullendo afuera, sacó una esmeralda partida en dos partes. Era una esmeralda áspera y opaca que le había dado un trabajador de una mina de la zona rural de Colombia. Colocó una pieza en mi mano y la apretó como enterrándola en la palma de mi mano. La otra la volvió a enterrar dentro de sus pertenencias. Después de que el Departamento de Estado de los Estados Unidos finalmente entregara los detritos robados de sus bienes materiales a la casa de su madre en Los Ángeles, encontré el brazalete de plata que le había regalado junto con otros recuerdos, pero la esmeralda no estaba por ningún lado. Recordé aquella noche en el bosque durante el secuestro. En mi imaginación, boca abajo sobre la tierra, hizo una pausa para enterrar su mitad de la esmeralda de regreso al lodo para custodiarla. Hizo una pausa en esta transición, una reorientación, en entrega a lo que estaba por venir. El suelo fue receptivo, envolvente. La pausa, con el vientre sobre la tierra, nunca se trató solo del secuestro. Hacemos una pausa, boca abajo, para expresar interna y colectivamente que estamos hartos del caos ciego, el ajetreo frenético. Los fusiles pueden dictar los parámetros externos de nuevos movimientos, pero no les suplicamos a ellos. Suplicamos escuchar desde una fuente más profunda. Cuando tocamos la tierra, giramos de manera invisible para reorientar nuestra respiración y movernos al unísono con el flujo silencioso del agua que se filtra, navegando bajo tierra en lealtad desafiante y flexible a las generaciones futuras. Tocamos la tierra para dar vida a la parte posterior del cuerpo, para movernos al unísono con nuestros ancestros de sangre, elegidos y espirituales, los maestros que nos han precedido y que nos muestran el camino en esta vida. Tocamos la tierra para dar vida a la plenitud de nuestra envergadura, de una punta del dedo a otra, extendiéndonos a lo largo del ecuador para abarcar todas nuestras relaciones en comunidad y solidaridad. Tocamos la tierra para dar vida a lo largo del tramo del meridiano de nuestro cuerpo terrestre, anclándonos de polo a polo. En esta formación, allí con nuestro vientre sobre la tierra, llamamos a todas nuestras partes de regreso a casa, re-membramos el cuerpo, lo rescatamos del aplastamiento de la bota del patriarcado racista, capitalista y extractivo. En este re- membrar, entregamos lo precioso al subterráneo, lo reintroducimos a la tierra para su custodia. Nos levantamos realineados, nuestras articulaciones flexibles con fuerza tensil, las rodillas ligeramente flexionadas, el cuello estirado, los brazos relajados, las palmas de las manos hacia arriba, receptivas. Con los ancestros a nuestra espalda, todas nuestras relaciones a nuestros costados, nos encontramos ahora de pie en la plena extensión de nuestra dignidad, anclados de la tierra al cielo, atentos y leales a las generaciones futuras ante nosotros. Con o sin el fusil en nuestra sien, estamos escuchando desde un lugar más profundo. Ya estamos caminando firmes hacia ese futuro. La forma en que caminamos está en armonía, cada paso es una expresión sagrada del privilegio de nuestro deber como guardianes del equilibrio entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Un paso y luego el siguiente. Así es como llegamos a donde vamos. Es lo que tenemos. Con cada paso, en justa relación con los ancestros, la tierra, nuestras comunidades y las generaciones futuras, llegamos a donde necesitamos ir. No es lo mismo que la esperanza. Es la fe. Es un tipo de fe que, igual que un músculo, se fortalece con el uso. Es la fe en que cada paso sube y baja al compás de la propia respiración de la tierra, un espejo de la labor alquímica de los árboles al convertir las gemas que enterramos en sus raíces para custodiarlas en semillas enterradas que la tierra fértil del valle fluvial sabe cómo cultivar. Energías de paz El oro tiene espíritu malo, es candela. Candela son los problemas, las enfermedades, no el fuego. Igual el petróleo. Para nuestra mitología esos son elementos que sirven para enfriar la Tierra. Son como la almohada de la Tierra. Si no está eso, la Tierra va a quedar en un vacío. La Tierra pierde su fuerza, al igual que los seres vivos, que se van desnutriendo. Por eso no se pueden sacar, por eso nosotros no los estamos sacando. Pero tampoco podemos decir «no lo saque», porque el que lo está haciendo es el que debe decidir y entender que no puede maltratar, que está quitándole vida a la tierra y a los seres vivos. Cuando el petróleo se extrae del subsuelo se produce algo negativo, como una enfermedad. Los árboles se debilitan, el río se contamina, y no hay equilibrio. Por eso se canta. Las canciones van dedicadas a todo el comercio de extracción de los recursos naturales. Para que ello y la humanidad queden en paz. Paz, ¿qué quiere decir eso? La paz es el pensamiento fortalecido, sano, el bien común. El cuerpo tiene paz cuando tiene completo lo que necesita para estar saludable. Lo más importante es la paz espiritual. Cuando la paz espiritual no está bien, el cuerpo tampoco está bien, y la persona se dirige a una actitud negativa. La paz es buen pensamiento, buen trabajo, buen respeto, buena colaboración, y que salga por nuestra boca la palabra sana. Los espíritus son todas las energías que tienen poderes. Nosotros como seres humanos los recibimos de la naturaleza, de los árboles, de las aguas. Cuando todo eso está completo, existe paz. Los seres míticos controlan la energía negativa, pero para que puedan hacerlo tienen que recibir respuesta positiva del ser humano. Necesitan que los humanos reconozcan que existen, que son parte de su defensa material y espiritual. Para encontrar la paz está el baile de la paz. Es todo de color blanco. Por eso como andoques tenemos el color blanco, el color rojo y el color negro. En ese baile de la paz, que se hace con unos palos, tiene que ir blanco y negro. El negro es la paz. El blanco es la pureza de un pensamiento. El baile trae las bases para encontrar la paz. Sofaá es el palo con el que se baila, que era un arma que esos seres míticos usaban para atacar los problemas del hombre. Cuando ese palo se volvió para la paz pasó a llamarse jijí, que significa «golpear», y jecoy, que significa la alegría y la tranquilidad, como arroparse con un algodón suave. En el baile de sofaá se usa lo que nosotros llamamos jekaá, que es como una especia de bambú. Se coge ese bambú y también se coge el palo de balso, que es de color blanco. Esas son las dos clases de palos que se usan para la paz. Verdades del monte Yo vi que la guerra se llevó amigos al monte, que nunca regresaron, que no sabemos dónde están. Los caminos de mi pueblo se llevaron ilusiones y sueños de sacar adelante a la familia. Y los que se los llevaron vinieron al pueblo a decirnos: «No sé, ellos se fueron conmigo, pero no estuvieron conmigo». Ese es uno de los lamentos que tenemos. El monte tiene secretos de dolor. El bosque, el territorio, también conoce una verdad. ¿Y cómo cuenta esa verdad? Su vegetación no es la misma cuando nos cuenta el dolor. ¿Cómo le explico? Con el color, con la forma del bosque, un cazador sabe que pasó algo anormal, que hay algo que no... que no encaja. Ese es el mensaje que nos da el monte. El monte nos dice muchas cosas, igual que el manglar nos está diciendo: «Mis orillas, mis quebradas». El monte y el manglar no nos han contado qué pasó con nuestros amigos, pero sí nos han mostrado que por ahí quedó la huella de unos sueños que nunca llegaron a realizarse. Nunca he hecho esto que acabo de hacer, de estar llorando. Pero me conecté mucho con lo que puede ver el monte, con lo que puede ver el manglar. Con ese dolor. Ojalá el monte pudiera hablar y decirnos dónde están mis amigos de infancia, de colegio, que se fueron con la ilusión de sacar adelante a sus familiares. Si el estero San Antonio, si el manglar hablara... Y yo siento que nos han hablado, que cambiaron su forma y no solamente por la coca, por la mina. La huella de la violencia le afecta tanto al territorio, que se mutó. No sé si es la palabra, pero hoy las plantas no son las mismas. Ni siquiera las medicinales. Aunque son las mismas que nosotros conocemos, su color no es el mismo. Cuando las amasamos, no es lo mismo. Sus árboles son distintos. La naturaleza manifiesta su tristeza en sus formas y en sus colores. Hoy difícilmente uno dice ese es chachajo o ese es caimito. Los mayores nuestros o nosotros mismos de aquí, en cambio, podíamos saber en medio de toda la multitud de árboles quién era quién. Ahora se confunden. Ahora casi todos los colores son homogéneos, verde como rucio. No es ni verde, sino verde rucio. Es un mensaje. Y ustedes dirán: «Diego, pero eso es el cambio climático». Quienes hemos aportado al mundo, somos los negros, los indígenas. Esto es un pulmón que hemos cuidado, nuestro legado. Nosotros sabemos cómo es la cosa, cómo funciona ese legado. O sea, el territorio está adolorido y lo está manifestando. Esto es como un mutualismo. Nosotros le dábamos al territorio y él nos daba. Cuando llega la violencia al territorio, se extraña nuestra presencia. No tenemos el mismo olor ni la misma intención desde que ella llegó. Dentro de los mecanismos de contar la verdad, es necesario un espacio para sanar al territorio. Y sanar al territorio no es solamente reforestar. Sanar el territorio es irme a lo profundo del monte y tocar un bombo. Que los árboles, que las plantas, que los pájaros, escuchen otro sonido: su sonido. Lo inhabitable ¿Cómo eran las carpas? Cuando vivíamos en las carpas En mi época sí éramos discriminados. Llegábamos a un supermercado y nos seguían, nos ponían un seguidor. Temían que nos fuéramos a robar algo. Nos miraban, nos intimidaban. A veces nos hacían preguntas por ir con nuestra pañoleta o con nuestra falda larga. Es que la gitana se conoce a leguas. De pronto ibas adonde un médico y no nos querían atender, que ya no había turno. Éramos discriminados en todas partes. Cuando nos poníamos a hablar nuestro idioma, trataban de imitarnos haciendo trabalenguas; se burlaban y agarraban risa. Tenemos 40 años de estar viviendo aquí. Nos consideran gitanos y nos respetan mucho. Estamos muy agradecidos con este territorio. Nos conocen como gente bien, gente sana. Nos acreditan en las tiendas, nos acreditan electrodomésticos. El gitano vale por su palabra. El gitano nunca firma un documento gitano con otro gitano para hacer un negocio. Fuimos aprendiendo que la vida no es lo mismo que antes, cuando todo era tan fácil, tan sano. La gente se admiraba cuando llegaba la carpa gitana. Se armaba un comercio en las mismas carpas, ahí se hacían todos los negocios. La gente se venía a comprar las pailas, las sillas, los caballos, las artesanías. Y al acabársenos eso, se nos acaba la vida. Ahora, mire un cambio tan brusco pal gitano: a nosotros nos gusta ser libres como las aves; no nos gusta el encierro. Cuando empezamos a alquilar casa llorábamos, nos sentíamos ahogados. A uno le cortan las alas. Es un cambio muy fuerte pagar recibos de agua, de luz. Nos alumbrábamos con nuestras mismas lámparas, cocinábamos con carbón, con viñas, soplábamos. A raíz de eso ya no somos los gitanos de antes, estamos en algo parecido de gitano. Al quitarnos las toldas, nos acabaron la vida. Las reuniones, las pachiu, los pedimientos, los casamientos, los negocios... todo. Una discriminación total. Vuelvo al pasado porque de él depende nuestra cultura. El conflicto armado nos ha hecho perder eso. Cuando vivíamos en las carpas, venían a visitarnos otros gitanos que iban de paso. Así venía el muchacho soltero, el que veía a las niñas, y luego mandaba razón de que iba a volver a pedir. Pachiu era reunirse, darle una bienvenida a un gitano que venía de visita, pero se nos hace imposible viajar tanto, el grupo armado nos lo ha hecho imposible. Ya no nos encontramos con las otras vitsas, que son los clanes. Cuando vivíamos en las carpas, éramos libres, totalmente libres de peligro, de grupo armado, de todo. Andábamos como somos nosotros los gitanos. Hoy en día nos atenemos de hacer eso, y por no tener cerca gitanos, acudimos a los que no son gitanos. Tenemos años de vivir aquí y los jóvenes se han enamorado de estas niñas. Para nosotros es una pérdida grande no vivir en la carpa. Es un fracaso. Lo siento así porque yo viví en las carpas y al no hacerlo me siento perdida. En una casa alquilada no está el campo, no se oyen los pájaros ni se siente la brisa de la mañana. La noche caía y poníamos un tapete en medio de todas las carpas. Ahí nos reuníamos con la abuelita. Ella nos decía el significado del sol, de la luna y nos echaba unos cuentos hermosos. Eso ya no se hace, doctora. De vieja me ha tocado recoger a los jóvenes para hablarles de las carpas. Se las hago con pedacitos de tela y les explico: «Aquí dormíamos, aquí amarrábamos los caballos». Así ellos miran. Pero si nosotros hubiéramos seguido viviendo en las carpas, ellos conocerían. Si no hubiera habido tanta violencia, seríamos libres. No nos sentimos libres. Cuando nos fastidiábamos y se acababa el mercado que habíamos puesto, al mes, a los dos meses, alzábamos nuestras carretas y dele: a buscar otros horizontes, y así. No volví más Mi niñez era andar con mis papás en las veredas vendiendo sillas de caballos. De ellos aprendí el idioma desde chiquita. Antes, los niños andaban era con sus padres para arriba y para abajo, para donde fuera, para otro país. Como los gitanos siempre están trasladándose de un lugar a otro, pues tengo, digamos, malos recuerdos porque viví una experiencia muy difícil. Tenía como nueve años, eso fue para los lados de Pueblo Nuevo hacia adentro. Era una época invivible en esas veredas por allá. Fue en el año más o menos 98, yo tenía como diez años. La verdad es que la fecha no la recuerdo muy bien. Estábamos con mis padres en una vereda. Pedíamos posada en una casa, en una enramada. Y era la madrugada cuando sentimos unos disparos. Yo dormía con mi mamá en una hamaca. Como estaba pequeña, ella me ponía en su pecho y dormíamos así. Fue un susto muy grande levantarnos y sentir que estaban disparando de lado a lado. No sabía que estábamos en el medio de ese conflicto. Fue un suceso muy horrible para nosotros, para la familia, y sobre todo pa mí. Yo no volví a las veredas con mi mamá y tengo casi 30 años. No volví más. Dejé de compartir con mis papás, de ir a negociar con ellos. Cuando estaba niña, yo tenía negocito, también compraba y le vendía a las niñas. O sea, me gustaba estar con mi mamá en las veredas, compartir con ellos vendiendo. Yo era feliz con ellos, pero por ese suceso no volví a estar con ellos. Mis papás tomaron la decisión, sobre todo mi mamá, de cambiarme de lugar y dejarme con una empleada para que estudiara. Ella no quería ese futuro para mí, de ir al monte. Ya el conflicto armado fue creciendo en Colombia y me dediqué a estudiar para tener un mejor futuro, para que no fuéramos más al monte. Sobre todo nosotras, las niñas, porque de pronto uno va creciendo y nos ven los hombres, nos quieren de pronto reclutar o algo. El rol ahora de la mujer es ayudar a criar los niños en la casa. Casi no salen, y si salen, es en el casco urbano. Ya no se meten para las veredas porque no pueden ir solas. Les da miedo. Entonces los hombres tienen que salir a vender sin esa ayuda de la mujer, porque nosotras las mujeres también sabemos del negocio, de las artesanías. A eso nos dedicábamos, pero el conflicto nos limita en este momento. De gadzhé a gitana Toda mi vida la he vivido aquí. Cuando los conocí, recuerdo que ellos vivían cerca de mis papás. A nosotros, siendo niños, nos llamaban la atención; yo alcancé a conocer a la mamá, la señora Sofía. Era una señora muy llamativa porque era alta, blanca. Llamaban la atención sus ojos y la vestimenta, esas pañoletas bonitas que usaba. Cuando los señores Pedro y Roberto llegaban en esos carros y traían sus mercancías, y aparte de eso traían animales, pues venían supercargados. Nosotros, como niños, nos echábamos a reír porque, o sea, era mucha cargamenta para ese carro. Y venían todos ellos ahí adentro, y esas botas y esos sombreros elegantes que usaban. Pues a nosotros, como niños, nos llamaba muchísimo la atención su forma de vivir. Ellos se sentaban al frente de la casa del señor Pedro. Era un terreno abierto. Ahí hablaban su lengua y nosotros no nos acercábamos mucho, pero sí lo suficiente para escuchar su dialecto, que nos parecía muy chévere, muy curioso. Llevo doce años, casi los trece, viviendo con mi esposo gitano. Él casi nunca ha querido que lo acompañe a sus negocios porque, ajá, la violencia, el temor. Hay veces que les va superbién, que venden toda la mercancía y que traen buenos recursos a la casa. Hay veces que llegan derrotados, sin mercancía, sin plata, sin nada. Ellos reparten su mercancía y cuando llega el momento de cobrar, mucha gente se niega e incluso hasta los amenaza. Entonces recogen, traen lo poquito que les dejan. Y pues, ajá, hubo un tiempo en que la situación se puso tan mala que me tocó salir para los lados de Arboletes. Allá llegamos con él, con mi esposo. Él salió a vender sus mercancías, las sillas de caballo, las botas esas de cuero Brahma. Él se metía bien en las veredas de los pueblos donde llegaba. Yo me ponía a repartir las sandalitas, los collares en el pueblo. Una vez quise ir más allá y me intimidaron unos hombres en el camino. Me quitaron mi mercancía, me dijeron que era una bruja, que por qué nos vestíamos así, que de qué nos estábamos infiltrando. Me quitaron las sandalias, me las botaron. Nos hicieron salir del pueblo. No esperé a que mi esposo llegara. Cogí a mis niños, mis cosas y me vine como pude. Y pues, ajá, me trataron de romper la falda, que me quitara esos trapos. Gracias a Dios, en el pueblo había vendido unas sandalitas y con eso que me gané me regresé a mi tierra. Me vine con lo que tenía puesto y la bolsita de la ropa del niño. No esperé a mi esposo. El saber gitano se está acabando Me fui con mi hijo a vender mercancía pa los lados de Necoclí. Cuando una mujer va con uno de los hombres gitanos, siempre agarra una bolsita y mete sandalias, collares que manejamos nosotras mismas. El hombre se queda en el centro ofreciendo la agropecuaria al por mayor, entonces uno es sano, uno entra a una veredita porque hay finquitas, ¿sí me entiende? Entonces yo agarré un caminito así como casita por casita. Vi que dos señores altos me seguían y me asusté. Me metí en una casa y le pedí agua a la señora. Ellos me esperaron más adelante. Se me vinieron detrás. Saqué el teléfono y me puse a hablar con Roberto, a decirle lo que estaba pasando en nuestra lengua. Ellos escuchaban todo. Me quitaron el teléfono y me dijeron «¿usted en qué idioma habla?». «Yo soy gitana, señor, estamos vendiendo mercancía. Mi hijo está en tal parte y me estoy comunicando con él para que me venga a buscar». «¿Usted por qué se viste así?, ¿usted por qué tiene que hablar así?, ¿a usted quién la mandó?». Y me cogían la falda, me la alzaban. «¿Usted qué tiene debajo de esa falda?, ¿usted es informante?, ¿usted qué hace aquí? ¡No la queremos ver por aquí!». Me trataron de bruja. Quedé traumatizada. No quería salir. Me enfermé de los nervios en la casa. Y por eso pasé mucha necesidad, porque ninguno de la familia quería salir. La cultura gitana se está acabando porque cuando estamos en las veredas o en los pueblos vendiendo, nos mandan a decir que no hablemos nuestro idioma. Cuando vamos a vender tenemos que hablar en español para que no se metan con nosotros ni nos investiguen quiénes somos; para que no nos intimiden. Se está acabando porque ya no andamos como andábamos antes. Usted sabe que el gitano tiene mucho conocimiento. El gitano no tuvo estudio, pero Dios nos ha dado una sabiduría que con solo ver a la persona uno sabe lo que lleva en los ojos. El gitano convence a un señor que le compre una silla aunque no necesite la silla. Uno puede sacar mucho conocimiento de la persona que se le acerque. Cuando, digamos, me van atracar pa robarme la plata de la mercancía, yo sé quién es el que va a venir a robarme. Y sé quién es quién, uno sabe porque uno ha pasado por varias cosas. Por lo menos una vez nos pasó cuando íbamos en un carro. Mi hija estaba pequeña cuando eso. Nos pararon como en un retén, tenían diferentes vestuarios. Ya uno sabía que era esa gente porque no eran ni policías ni soldados. Tenían como unas banderitas rojas por aquí en las mangas, algo así. «¿Para dónde van?», nos preguntaron. Nos miraron el carro, nos revisaron, los nombres, las cédulas... «¿Quién los mandó para acá?». «No, vamos a vender esta mercancía». Y no ha pasado un caso, sino varios. A toda la comunidad gitana. Cuando me sucedió el caso pa allá pal Urabá, ese grupo armado me trató de bruja, que éramos hechiceros. Eso fue hace mucho tiempo, no recuerdo en qué pueblo fue. A mí me dio hasta risa, pero por dentro temblaba. Él se me acerca y me dice «usted es gitana, ¿verdad?». «Sí, yo soy gitana y me siento orgullosa». «¿Lee la mano?». «Sí, yo la leo». «¿Y cuánto cobra?». «Lo que usted me quiera regalar». Se la leí y le dije «su familia está sufriendo mucho por usted, hay unas personas que lo lloran; usted está en un camino equivocado». El señor me miró, me dijo «¿usted cómo hace pa ayudarme?». «Entréguese a Dios, que es grande y maravilloso». Se fue llorando. No sé qué era, pero sí sé que era de un grupo armado. Soldado no era. Tenía un arma. Yo temblaba, pero lo atendí porque me sentía segura de que no estaba haciendo nada malo como gitana. Él me regaló 5.000 pesos de ese entonces. A la gente todo le quitaban Ahí andaba un comandante, ese man era racista, a ese man no le gustaba la gente negra; ese man mataba gente, eso mantenía parado con su pistola, le preguntaba a la gente cosas que la gente no sabía, y eso era al lago. Era el man más sanguinario que haiga visto yo. En ese tiempo la gente también mantenía asustada, o sea, eso ha vivido latente, o sea, nosotros ya prácticamente nos volvimos como masoquistas. Porque es que uno mira lo que pasa y seguimos aquí porque ¿pa dónde? Nos sentimos como acorralados, acá nuestras costumbres ya se perdieron, antes uno iba al velorio con la marimba, la gente acá bailaba; ahora ya la gente ya ni baila, porque si usted tuvo un baile por ahí, usted ya mira un tipo con fusil, pistola, ¿uno qué hace allá? Antes, pues era una vida tranquila, uno mantenía de la pesca, de la madera. La gente nos manteníamos de eso: de la pesca y la madera, pero a través del tiempo las cosas han ido cambiando. Han llegado los cultivos ilícitos. Desde los asentamientos de los grupos armados, de los foráneos que fueron llegando... Acá no había otra fuente de empleo, entonces eso nos ha llevado a esta crisis. Ya prácticamente son obligatorios los cultivos ilícitos, porque es que si no tiene coca, pues no tiene con qué comer, porque ya las montañas... ya acabaron con la madera, el río mantiene subiendo y se lleva los plátanos. El río antes mantenía clarito, ahora el río mantiene es turbio. Hay días cuando está el río seco, uno no puede ni tomar esa agua. Y ahora últimamente se está bajando un crudo. Cuando entraron los paramilitares, me acuerdo fue un 20 de julio, por la parte de abajo, por la zona de Satinga. Entraron por Satinga, ajá, y ellos desembarcaron en Bocas del Telembí una cantidad de lanchas. Desde ahí se formó el paramilitarismo. En septiembre, o sea, cuando ellos llegan ahí a Bocas del Telembí, matan a la primera persona. Y eso ya empezó. Mi papá era líder comunitario. Mi papá fue a preguntar por unos muchachos desaparecidos, y yo creo que ahí fue que mi papá se pintó, digo yo. Entonces, el 4 de septiembre lo agarraron a las nueve de la noche. En esa fecha, a mi papá desgraciadamente lo abordaron en Bocas de Telembí, lo sacaron y lo desparecieron. Muchos dicen que a mi papá lo tenían amarrado puallá detrás de una casa de un señor, que le habían cortado una oreja. De ahí pues como a las 11 de la noche, dizque trajeron palas. Desde ahí ha sido pues la zozobra de uno, yo a veces pienso que mi papá va a llegar, porque como nunca lo miré, nunca... yo a veces digo, «guardo la esperanza de que esté vivo», pero nunca llega. Yo tenía 21 años, eso es algo que uno se queda hasta sin palabras porque qué. Acá nosotros hemos perdido, acá como negritudes nosotros hemos perdido todos los territorios con foráneos. Los foráneos ahorita son los dueños de los territorios, ¿y quién le va a reclamar? Porque es que los foráneos vienen desde afuera con sus alianzas con los grupos armados, porque ellos son los que han traído su gente hacia acá, ellos se mueven con su gente. En la laguna de Pirambí nosotros pescábamos, entonces uno agarraba, uno iba una noche y agarraba hasta 200 dentones, mojarra, sábalo; es una laguna muy honda, profunda. Pero ahora en el 2000 que se hicieron dueños de esa laguna, los foráneos se la agarraron, ya uno no puede echar malla. Entonces, como negritud yo me pregunto ¿qué va a ser de la vida de nosotros? No podemos cazar, no podemos ir para la laguna porque ya los foráneos se han hecho dueños de eso. O sea, la gente en el 2001 acá vivió un atropello, una barbarie, acá a la gente todo le quitaban. Podía ser: si usted iba para Barbacoas a comprar y tenía una remesa, le quitaban la mitad; el que tenía una tienda, mi mamá tenía una tiendita en ese tiempo cuando mataron a mi papá, y ella pues vivía de eso. Un día llegaron, venían de pelear de Patía y se comieron todas las cosas, se tomaron la gaseosa, la galleta y cuando les preguntó, que no, que «déjelo por causa de la guerra». Entonces, eso ha pasado acá, la gente si iba a traer una gasolina, si traía 30 galones o 35 galones, le quitaban a veces hasta los 20 pa ellos andar. Por ejemplo, allá había gente que criaba marranos, gallinas, y eso por ahí un pollo, llegaban ellos lo correteaban, lo agarraban y se lo llevaban. ¿Y uno qué va a hacer? A un señor inclusive se le llevaron una marrana que estaba embarazada, agarraron su marrana. A la gente todo le quitaban. Nosotros teníamos un equipo de fútbol, nosotros jugábamos. Pero igual la presencia de los señores estaba latente, andaban por el río, no nos dejaban transitar por la noche. Pues un día nosotros vinimos a jugar, no me acuerdo de la fecha, vinimos a jugar un partido, ganamos 5-3, nosotros contentos, «¡no, que hay que celebrar!», «listo vamos a celebrar». Entonces nosotros teníamos un primo que él había prestado servicio militar, había sido soldado profesional, pero ya se había retirado. Claro, apenas lo miró, lo llamó, le dijo: «Usted, Ángulo, ¿usted qué? Quiero que nos acompañe», le dijo, «No, yo no». Bueno, total que el man ahí, como a las once de la noche, lo mataron. A mi primo le pegaron un tiro aquí en la pierna. Desde ahí se acabó el equipo de fútbol, desde ahí, él era el defensa de nuestro equipo. De ahí después se desmontan pues las Autodefensas, que se desmovilizan, se van de acá. La verdad es que esa gente era por coger puntería, ¿oyó? Porque acá no solamente a él, acá en el río Telembí uno miraba bajar cuerpos: uno, dos, tres; había días que pasaban hasta siete bajaban por el río Telembí, ¿y será que toda esa gente tenía problema? No era porque tenía problemas, sino que esa gente era pa que la gente tuviera miedo. O sea, era pa mantenernos asustados, ajá. Mire que nosotros, en ese tiempo, usábamos las trenzas y un día llegaron y a toditos nos cortaron el pelo con machete. A todos. Yo tenía, sí, bien bacana. Y a todos, nosotros éramos como unos ocho. Nosotros cuando jugábamos fútbol nos colocábamos cintillo y todo. Y esos manes nos agarraron, «vengan pa acá, ustedes en qué andan», nos cogieron con machete, todas nos las cortaron. Y esos los retenes a cada rato... Siempre ancestralmente la gente por acá, pues como negro, acá la mayoría ha guardado su cultura. Pero no, llegaron ellos y nos la cortaron. Los muchachos se fueron, yo me quedé, los otros se fueron. Igual tienen sus pelos en Cali, ellos mantienen en Cali su cabello grande, sus trenzas. ¿Qué pasó? O sea, nosotros estábamos jugando micro ahí, estábamos jugando tal, cuando nos llamaron: «Que venga, que ese pelo se lo vamos a cortar, quitar esos pelos», nos agarraron; uno se resistió y le metieron unos planazos. Y eso no solamente a nosotros, por el río Patía al que lo miraban con el pelo eso era cortado a todos. Así entró la guerra – colección de fragmentos Yo no estoy pa que me controlen Yo me llamo Sandra. Nací en Ecuador, pero como la vida es tan corritiva, mi mamá vino a vivir en Chorrera. Entonces, pues, me crie en Chorrera y de ahí salí a vivir al corregimiento de Arica, cuando estaba de 16 años. Me uní con uitoto, soy uitota ahora. Y ahí tuve mis siete hijos. De los siete tengo ahorita solo seis. Ya me dejó una, mi Dios me la llevó. De Arica me fui a vivir a una finca y ahí estuve por dos años y medio. La guerrilla de las FARC llegó en el 2000. Como el papá de mis hijos había trabajado en la Gobernación, nosotros conseguimos las cositas con esa platica. Ya la gente de monte había llegado cuando nosotros llegamos ahí. Llegó por esa quebrada, Trompetero, tenían entrada. De ahí volvieron otra vez, la gente del monte, en el 2004. Y bueno, cuando volvieron, yo ya estaba en la finca trabajando. Trompetero tenía una ruta que salía, no sé, por Caquetá. Era un salidero de ellos, era su rutina. Entonces empezaron a cogerse con el Ejército. El Ejército empezó a buscarlos. Se escuchaban rumores: «Mire, que el Ejército está buscando a la guerrilla, váyanse». Yo decía «pero, si yo no estoy haciendo nada, ¿adónde me voy a ir? Estoy en mi casa, no hice nada. ¿Pa qué tengo que salir?». Bueno, un día tenía un televisor dañado y el remolcador del Ejército estaba ahí en el corregimiento. Pensé en llevar el televisor a Arica, por si de pronto alguien lo revisaba. Había un muchacho que sabía echar sus mentiras con los televisores. Bueno, lo estaba llevando y nos bajan ahí. Nos llaman y pasamos, pues. Llaman al papá de mis hijos, le tiran un culatazo aquí en el pecho. Lo botaron al piso. Yo les dije: «¿Qué es lo que ta pasando ahí? ¿Qué es lo que hacen?». «Que él trabaja pa la guerrilla». «Señor, si usted vino a buscar a la guerrilla, ¿por qué no la busca? Yo estoy viniendo de mi casa». Tanta rabia me dio, que dejé a mi hijo solito en el bote. Él subió con remo porque yo salí con el remolcador del Ejército pa arriba. Subí al muelle. Entonces le avisé a mi hija. Todos salimos detrás de ellos. Lo golpearon, lo tenían ahí. Lo soltaron, nos fuimos pa la casa. Dejé ese televisor botado y me devolví pa la casa. A los ocho días, estábamos en la casa. A las nueve de la noche apagamos la planta, nos acostamos temprano. Cuando escucho en la puerta: ¡tun! Salgo por la ventana, miro: el Ejército. Pero yo no caí en cuenta que estaban buscando al papá de mis hijos. Ellos, mis hijos, estaban en un ranchito más allá. No querían pasar a la casa grande, estaban todavía en la casa pequeña. Cuando abro la puerta, me dice el soldado: «¿Me puedes dar cinco minutos de permiso en tu casa?». «Sí, señor, con mucho gusto, siga». Abrí la puerta, entró, prendió una vela. Me dijo «estoy buscando a fulano de tal porque mira que esto...». «No señor, no. Él no se encuentra», le dije, aunque él estaba. No me había dado cuenta de que a mi hijo lo tenía apretado del cuello, contra la pared. El Ejército lo tenía así para que le avisara dónde estaba esa gente. Bueno, se fueron. A mí hijo le tocó salir a esa hora. Él se fue a buscarlo en el monte, al papá. Luego volvieron y nos cuidaron como quince días, el Ejército. No me dejaban ni salir a la chagra, a buscar una yuca. Ni siquiera salir por un pescado. Y al papá de mis hijos le tenían de la cocina a la pieza, de la cocina a la pieza. A las once de la mañana, con ese rayo de sol, lo sacaban al patio. Ahí lo ponían. Por eso, una vez que tenía que traerles comida a mis marranos, les dije: «Nosotros, como indígenas, estamos acostumbrados a trabajar y caminar en nuestro territorio cuando nos da la gana. No tenemos por qué pedir permiso a nadies. Nos vamos adonde queremos y volvemos cuando queremos, y yo tengo que ir a buscar la comida de esos animales. ¡No, yo no estoy pa que me controlen! Si es así, entonces te vendo todo aquí, mis animales, y me voy tranquila. Yo no estoy pa pelear por eso. ¡Páguenme y yo me voy!». Había comandante, había como un mayor. No, nada. Vivir esa vida no es vivir. Eso es un recordatorio que a uno le duele. Lo que yo he pasado, lo que yo he sufrido, aunque hayan pasado catorce años. Eso es un recordatorio que a uno le duele. Al papá de mis hijos lo torturó el Ejército y lo sacó de la casa. Uno ya no tenía nada fijo No fue tanto que llegaron y que hicieron una toma y mataron la gente, sino que ante esos hostigamientos –porque entraron muchas veces– siempre hubo un milagro. Por alguna razón, porque la Policía se daba cuenta antes de que llegaran. Pero entonces ellos, de la rabia, le echaban la culpa a alguien por no poderse tomar el pueblo. Eran unas cadenas hasta de quince días, muerto sobre muerto. Eso fue tortura. Las veredas aquí sufrieron mucho, mucho. Hubo un desplazamiento tan grande que este corregimiento no se ha recuperado. El campo está abandonado porque la mayoría de la gente se fue y no volvió. Aquí hubo grupos de las FARC, del ELN, del EPL. Uno veía los mensajes que dejaban en las casas: «Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar». Desde el año 1985 hasta aproximadamente el 2007 nosotros empezamos a sufrir todo tipo de problemas de violencia. En las veredas la gente tenía que mantener a los grupos. Llegaban y que las gallinas, que háganos comida... Por ese lado comenzaron las restricciones en las veredas. Empezaron los problemas, los hostigamientos, los controles. Problemas de extorsión, de secuestro, desapariciones. Se llevaban a la gente. Lo que pasa es que como la gente sintió tanto miedo, nadie quiso decir nada. Todo el mundo prefirió guardar silencio. Había también paramilitares. Incluso en la vereda de Tarqui –dicho por los mismos habitantes de ese corregimiento–, ellos llegaban en la noche y sacaban a todo el mundo y se lo llevaban pa la cancha. Allá les decían directamente: «Quien colabore con el Ejército, quien colabore con la guerrilla, quien le dé entrada a ese tipo de grupos, va pal suelo». La misma gente cuenta que hubo veces que los sacaron de las casas a reunirlos, pa desaparecerlos con listado en mano. Hubo un periodo en que hoy caía uno y mañana otro. Familias enteras. Fueron todo tipo de grupos. Ya luego de esas entradas –fueron seis– y de todos esos hostigamientos empezaron incursiones leves. O sea, de entrar y hacer disparos, haciendo como el intento. Y se fueron tomando tanta confianza que se entraron. Uno ya no tenía fijo nada porque en cualquier momento usted escuchaba: «¡Llegaron, llegaron!». Y se fue volviendo tan extremo, que nosotros no podíamos salir. A las ocho de la noche todo el mundo estaba guardado. Objetivo Nosotros éramos de los que iban a las playas, y muchas veces hasta las siete de la noche. Íbamos con lámpara, nos íbamos a pescar, pero de repente eso cambió para siempre. Llegaron un buen día y se apoderaron de nuestro pueblo, nos obligaron a salir de nuestra casa. Hicieron una reunión en el estadio y nos informaron que ellos eran los que iban a mandar en el pueblo. Todo problema lo iban a resolver a su manera, que nosotros no debíamos ni siquiera brindarle un vaso con agua a ningún otro grupo porque ya seríamos, como ellos decían, «un objetivo». Yo era una muchacha de tan solo 16 años cuando hicieron la reunión. Nunca más volvimos a jugar en el parque; el parque se lo tomaron ellos. La casa donde nosotros vivíamos –una casa grande de dos pisos– también se la tomaron los paramilitares. En el piso de arriba nos dejaron dos habitaciones. Vivíamos mi mamá y siete hermanos en dos habitaciones pequeñas. El resto se lo tomaron ellos. En la parte de abajo tenía un dispensario. Era la parte donde ellos atendían a sus enfermos, como una enfermería, como un centro de salud. También atendían a los muertos, también funcionaba como morgue. A los muertos los metían ahí cuando tenían combate, teníamos que ver esos muertos. A los jóvenes los obligaron a cargar los muertos o a llevarles agua en medio de una balacera. A nosotras, las mujeres, no nos llevaban, pero tampoco se nos estaba permitido salir de la casa. En el otro lado de la casa colocaron una bodega y ahí metían todo chéchere de las personas que ellos consideraban que en su momento le habían servido a otro grupo. Les quitaban sus cosas: camas, colchones, todo. Ahí tenían todos esos chécheres y luego esa bodega la volvieron como un centro de operaciones. Ahí hacían las bombas, las minas quiebrapatas, los tatucos y los cilindros. Nosotros, a veces, pues a escondidas de mi mamá, nos poníamos a ver por la rendija para ver qué era lo que hacían. Un día mi mamá se armó de valor y fue adonde el comandante y le explicó que ella tenía niños, que si no podían hacer esas bombas en otros lados. Como también estaba cerca de donde el comandante dormía, miró el peligro que estaba corriendo. Ahí fue que lo mandó a otro sitio. El otro sitio era el Sena. La gente se quedó sin donde recibir clases. En la noche eran tiros seguidos. Celebraban a punta de tiros. Uno no dormía. Se tiraban los cilindros al pueblo y uno sin poder salir. Tocaba esperar la muerte nomás porque tampoco era permitido salir. Y como éramos bastantes, ¿pues para dónde íbamos a correr? Tocaba rezar, rezar y rezar. Tuve un altercado con mi mamá. El Comandante me dijo: «Oye pues, a mí me informaron que vos le pegaste a tu mamá. Te doy tres horas para que desaparezcas del pueblo. Perderte de aquí antes de que te mate en la esquina». Permanecí escondida quince días, hasta que vino mi hermano a buscarme. Me dijo que me iba a sacar del pueblo. «¿Por dónde, si esa gente tiene invadido todo, controla las canoas, controla todo?». Como en la casa había un motorista de ellos, ya se había hecho amigo de mi hermano. El paraco le dijo que iba a ayudar a sacarme porque eso no era motivo para matarme. Me sacaron como a las cuatro de la mañana tapada con un plástico y le pidieron el favor a un señor que vendía pescado que me llevara para abajo. El señor pues me llevó. Me metieron dentro de una nevera porque había unos retenes de un paraco. Me llevaron para una vereda, adonde un familiar, y yo volví a conocer mi pueblo después de casi cuatro años. Al volver, uno ve la esquina y se recuerda qué pasó en esa esquina. Uno queda marcado. Con cada paso que uno da en los lugares que no se han renovado, uno sabe la memoria de uno. Al ver esos sitios le llega el tema. Nosotros éramos enseñados a comer en la casa de nuestros vecinos, de nuestros amigos, a compartir la comida. Ahora, con nuestros familiares y amigos, pasamos tiempo en el mismo pueblo y no nos miramos. Y si nos miramos en la calle, todo el mundo anda como a las carreras. Mira alguien y a uno ya le parece sospechoso. «Este no es del pueblo». Ay, Dios, ¡porque así entró la guerra! Todo se fue amarillando No sabíamos nada de avionetas Por cosas de la vida llegué por allá al Putumayo. No tenía más qué hacer. Me dediqué a enjabonar y a cocinar. Llegué a una finca donde estaba un señor solo, que necesitaba que le cocinara pa los trabajadores. Allá se trabaja la coca. Se necesitaba alguien que estuviera en la casa. Yo llegué allá y, bueno, me quedé a trabajar. Él terminó siendo mi pareja. Formamos un hogar. Seguimos viviendo allí, mi esposo cultivaba su coca. Un día cualquiera llegó a descansar. Se acostó y me dijo: «Mirá que el Ejército llegó a la casa». Para mí no era raro porque pasaba el Ejército, o pasaba la guerrilla, o pasaban los paramilitares. Era normal. Si pasaba el Ejército, yo le brindaba agua. Si pasaba la guerrilla, yo le brindaba agua. Si pasaban los paramilitares y me daban buena cara, pues yo les brindaba algo. Y le digo a mi marido: «Ah, y se acomodaron en la finca, supongo». «En la finca y en la casa. Llegaron a las diez de la noche y un comandante se entró a la casa y me pidió todos mis datos: cómo me llamo, número de cédula, qué hago, qué no hago, que si tengo esposa, que si no tengo esposa, que por qué no estaba viviendo conmigo». «¿Usted le pasó toda esa información?». «Sí». «Amor, ¿usted es que no me pone cuidado cuando le hablo? ¿Yo no le he dicho que usted no tiene por qué darle datos a nadie y menos al Ejército? Ellos no tienen por qué tomarle a usted sus datos y menos aquí en la casa, porque usted no está haciendo nada malo. Estamos en el tiempo de los falsos positivos y usted no puede dar esa información». Entonces dice: «Me fui a acostar y ellos se quedaron en la cocina. Cogieron ollas, cocinaron. Cogieron cosas de la cocina, agua del aljibe, lavaron ropa, se bañaron. Hicieron hasta pa vender». «Ellos no pueden hacer eso. Ellos saben hasta dónde pueden llegar: llegar aquí a la finca y acomodarse en cualquier sitio, pero dentro de la casa no lo pueden hacer». Yo le había pedido un pedazo de tierra a mi esposo para cultivar. Él, de maldadoso, pensó que yo no iba a hacer nada y me dijo que cogiera una hectárea de montaña. «Usted verá qué hace con esa montaña». Yo la aproveché para sembrar maíz. Nadie contaba con esa choclera. Cuando que «¡las avionetas, las avionetas!», y nosotros no sabíamos nada de avionetas. Le dije a mi esposo mientras la veíamos: «Ah, y ese humero que deja, ¿será que eso se está quemando?». «No, ese es el veneno, el glifosato». Cuando bajaba, daba susto. Parecía que le iba a tocar la cabeza a uno. Mi hija mayor estaba en la casa, almorzando con la tía. ¿Qué les tocó hacer? Correr por un plato, por un plástico y tapar lo que tenían servido. Y corra al aljibe pa echarle tabla o lo que fuera pa salvar el agua. «¡Amor, cuide a la niña, proteja a la niña!», me dijo mi esposo. «No, ella no está conmigo». «¿Dónde está la niña?». La avioneta volteando por toda parte. «¡Dios mío!, ¿dónde está esa niña?». Resulta que la niña no era ninguna boba. El papá le había enseñado que cuando viera la avioneta tenía que meterse debajo de una matica de plátano. Ella hizo eso. Afortunadamente, pues no me la bañó, pero pues ella sí alcanzó a absorber. Cuando al otro día, por allá al mediodía, todo se fue amarillando: el monte, el plátano y la hoja de coca empezó a cambiar de color. Se fue cayendo. El piso también comenzó a amarillarse. A los ocho días eso era un desierto. No empaque todo Allí vivimos doce años, hasta que la guerrilla empezó a reclutar jóvenes. Eso fue entre el 2010 y el 2012. Yo tenía una niña que estaba cerca de los catorce años. Resulta que un día cualquiera llamaron a la mamá de un muchacho y le dijeron que viniera al Cauca por su muchacho, que lo mataron. El niño no alcanzaba a tener los diecisiete años. Yo fui con mi hija a ese entierro, me tocó el alma. No era mío, pero me dolió mucho. Me angustiaba, le dije a mi marido: «No quiero arriesgar a mi hija –nosotros tenemos dos niñas–, no quiero que un día de estos vengan y se me lleven a mis hijas. No me puedo arriesgar». Vivía con esos nervios. Las niñas caminaban dos horas a la escuela, de trocha: de la finca de nosotros, en la vereda El Silencio, hasta el caserío de La Pradera, donde estaba la escuelita. Salían a las seis de la mañana para alcanzar a llegar. Un día cualquiera hubo una reunión. Salimos todos de casa. Las niñas se fueron para la escuela y nosotros nos fuimos para la reunión, que justamente la hacía la guerrilla. Me acuerdo, era para programar un paro armado. Allá no se puede decir que no. Cuando en esas, ¡bum!, una explosión fuerte. Todo el mundo con ese susto, preguntándose qué había pasado. Llegó un amigo. Él es negro, pero llegó blanco. «Mirá que pusieron una quiebrapatas en el camino», dijo. Nosotros subimos en la tarde, ya de vuelta. Vimos un hueco tremendo donde había explotado la mina. Yo me quedo mirando un palo al que se subían mis hijas para bajar guayabas, para jugar a las escondidas. Yo le pedí a Dios que nos sacara como fuera de ese lugar. Y la verdad es que fueron cosas de Dios: me enfermé para esos tiempos. Cuando salí del hospital, el médico le dijo a mi esposo: «Tiene que tener mucho cuidado con ella. Sus condiciones no son las de una mujer normal». «Es que usted ya no puede hacer lo que hacía antes», me dijo mi esposo. «Usted ya no puede y no me hace caso, es necia. Entonces nos vamos a ir de aquí. No sé cómo vamos a vivir, no sé dónde. Solo sé que Dios está aquí y está allá, y de alguna manera nos vamos a defender. Aliste sus cosas y nos vamos. No me empaque todo. Empaque únicamente lo necesario para empezar. Haga de cuenta que vamos a empezar de cero porque no tenemos plata para trasteos. No tenemos cosas, no tenemos dónde guardar, no tenemos nada. Haga de cuenta que nos acabamos de juntar y que vamos a empezar de cero. Lleve lo necesario». Mi trasteo fueron dos ollas, dos platos, dos cucharas y las mechitas que estaban más o menos en buen estado. Recuerdo que con mi hija recogimos toda la ropa vieja y las muñecas y quemamos todo eso junto. Aún se nos llenan los ojos de lágrimas cuando nos acordamos de la finca. A veces ella me dice: «Ma, yo daría lo que no tengo por estar allá en mi casa». «Yo también. ¿Te acordás de cuando hacían esos calores tan horribles y yo me ponía un buzo, un sombrero y me iba a sacar pescado?». «Sí, mami, ¿cuándo volvemos?». La finada laguna del Lipa La laguna del Lipa era tan hermosa, que te subías al bote y cuando ibas llegando, era algo traumático para uno de niño. Había una parte que le llamaban Las Caletas, donde las aguas se revolvían mucho y movían la canoa. Le entraba agua a las canoas y corríamos a botar esa agua. Caía el chorro de unos 20 metros. Le llamaban el Salto del Lipa. Antes de caer a ese chorro tenías que hacer un desvío. Esa laguna tenía chorros por todos lados, entonces uno sacaba la canoa de ese caño grande y la subía por un cañito pequeñito, y le daba la vuelta al chorro para no caer al hueco. Eso agarraba una fuerza impresionante. Se sentía cuando la canoa agarraba la fuerza. Antes de llegar al chorro, uno se alistaba para irse amarrando hasta que uno se salía de la laguna. Era muy bonito. Quisiera que eso estuviera para llevar a los nietos, a los hijos. Por lo menos, los hijos míos no vieron eso. Ellos no conocen, sólo los he llevado a donde era el salto, que ya está seco. Ya no se ve nada de lo que era. Yo hablo con propiedad, con autonomía porque soy nacida y criada en el territorio. Soy hija de Arauca y aquí estoy. Lo que digo lo sostengo, porque aún se está viviendo en el territorio. Fui criada en el municipio de Arauquita, y luego fuimos trasladados a Lipa, donde mi padre murió. Mi papá había dejado una finquita, esa se perdió así que nos regresamos a Caño Limón. Yo tenía 8 años. Ahí fue cuando comenzó la explotación petrolera. Era una laguna encantada por los indígenas. Ellos tenían unos rituales, unas cosas y por eso no podían trabajar las empresas. Tenían que hacer una cantidad de cosas para que los indígenas dejaran trabajar. Eso era hermoso, era como mirar esos almanaques con esos manantiales, así caía. Había muchos pescados, eran los criaderos de pescado, y los que andaban en la laguna y la conocían muy bien, la veían como una montaña que se movía, porque ese era el encanto de los indígenas. Se decía que veían mujeres ahí arriba con sus gallinas, cuando en realidad no había nada. Como bajaban varios aviones muy bajitos, decían que se los comieron, que la laguna se comió varios aviones, por eso era un encanto. Algunos trabajadores de la compañía dicen que no los dejaron trabajar, porque sentían ruidos, sentían cosas, espantos y vainas. Ya quedó eso en la historia porque ya se acabó. Hoy en día uno se da cuenta del daño ambiental tan grande, es un daño que uno no encuentra cómo llamarlo. No fue sólo a este departamento sino a todos, porque de Arauca salía la comida para todo el país, para Bogotá y para otros países, incluso hasta Venezuela. De la laguna del Lipa salía comida en tiempo de subienda de pescado. Ahí era donde los coporos se criaban y se reproducían, eso era una abundancia de pescado por esos ríos. No se necesitaba un anzuelo, era prácticamente dejar un saco ahí y ese saco se llenaba solo, las canoas. Eso era demasiado pescado. Hoy en día le da a uno tanta tristeza mirar, que si uno se quiere comer un kilo de coporo le sale a uno como por 12 o 10 mil pesos, el kilo de bagre vale entre 16, 18, 19 mil. Ya no hay subienda de pescado. Ya van dos años seguidos que no hay pescados, prácticamente estamos en el acabón de lo que era la despensa piscícola de nuestro departamento de Arauca. Ese ha sido prácticamente el daño. Acabaron con la laguna del Lipa. Nosotros lo llamamos el genocidio, la muerte de la finada laguna del Lipa. Siempre cuando llegamos a las reuniones, hablamos de la finada laguna y del genocidio que se nos hizo a la despensa piscícola del departamento de Arauca. Ya no hay el agua que había, porque esa laguna la rellenaron y le hicieron locaciones desde la empresa multinacional. No sabemos Corporinoquia qué función cumplía en nuestro departamento. Cuando nosotros como campesinos cortábamos un árbol para hacer una limpia, para hacer comida, a nosotros, a los campesinos, nos ponían una denuncia; pero una multinacional tan grande y el daño tan grande que hicieron, para ellos sí había permiso para taponar los caños como el Matanegra del Lipa, que tiene un promedio de 12 o 15 metros, tapado con una altura de unos cinco o seis metros de alto. La boca del caño se la taparon para que el agua no entrara a la laguna, y que así la laguna se fuera muriendo poco a poco. Así la mataron, tapando todas las bocas de los caños, todos los caños que le entraban agua a la laguna del Lipa los taparon. Esa es la lucha de nosotras como mujeres, porque nosotras somos padres, hijos, esposos… porque la mayoría de las mujeres son madres cabeza de familia, porque hemos tenido situaciones que llevan al encarcelamiento del compañero, de los esposos, de la persecución. Nosotras somos las que llevamos la batuta dentro del hogar, las que sabemos qué hace falta para la comida de los hijos, para el colegio. Somos las que estamos pendientes del obrero, las que estamos pendientes de pagar el jornal. Como mujeres campesinas somos madres, somos paz, somos amor, paciencia, y sobre todo, resistencia. Nosotros luchamos por la permanencia en el territorio, porque cada uno de nuestros campesinos tengan su tierra a donde vivir, porque un campesino sin tierra no es campesino. Villarrica Crecí en Bogotá como hasta los siete años. Toda mi familia por parte de papá es de Villarrica. Mi tía tenía una panadería y la quería vender. Mis papás cambiaron la casa que teníamos en Bogotá por esa panadería, así fue como resultamos viviendo en Villarrica. Villarrica siempre fue como un pueblo guerrillero, pero a la vez también había familias de militares y de Policía. Todo el mundo se mezclaba con todo el mundo. Era un pueblo muy chiquitito. Siempre estuvimos bajo el miedo de la guerrilla, especialmente a finales del 98 y durante todo el 99. Las familias de los guerrilleros nos decían «nosotros no nos vamos con nuestras familias ni a un metro de distancia, aquí estamos tranquilos». A veces cerrábamos la panadería más temprano, cuando sentíamos cosas raras en el pueblo. Era común que se oyeran rumores de que se iba a entrar la guerrilla, pero nunca había pasado nada así de grave. Hasta que fue la toma. Sucedió en noviembre 16 de 1999. Eran como las nueve la noche, me acuerdo porque acababa de ver Betty, la fea. Estaba muy brava con mis papás porque una amiga había cumplido los quince años y todos los niños del pueblo siempre van a las fiestas de cumpleaños, todo el mundo estaba invitado, pero mis papás porque no me dejaron ir, no me acuerdo en realidad qué había hecho yo para que me castigaran. Todos mis compañeros estaban en una discoteca al lado de mi casa, y desde ahí escuchaba la música. Uno quería estar en la fiesta. Como a las nueve y media escuchamos una pistola, cinco tiros. Era muy común, siempre había borrachos por ahí. Yo pensé que era parte de la fiesta, cuando a los cinco minutos escuchamos ráfagas y gente corriendo por el pueblo. No me acuerdo qué decían. Escuchamos los disparos y supimos que la guerrilla se había tomado el pueblo. Cuando llegamos a Villarrica me dijeron que si la guerrilla se metía no me fuera a asomar a la calle, que me tirara al piso y me envolviera en las cobijas. La ventana de mi cuarto daba hacia la calle. Exactamente eso fue lo que hice, me tiré al piso. Se demoraron un poquito en entrar mis papás, pero vinieron y me sacaron envuelta en la cobija. Las balas empezaron a entrar por la pared y las ventanas. En esa época mi abuela estaba viviendo con nosotros. Todos nos escondimos en la pieza de mis papás. Mi papá era una persona muy particular, de chiquita me enseñó a disparar. Él vivía en ese cuento, se creía Rambo. Estábamos encerrados en el cuarto y de pronto dijo que iba a salir. Se puso las armas que tenía y salió a dispararle a la guerrilla. Mi mamá y yo no pudimos con él. Tratamos de agarrarlo, pero no. Sabíamos que si salía lo iban a matar. Eso se sentían como cientos y cientos de guerrilleros contra una persona. La que lo pudo parar fue mi abuela, que se le botó al piso y le rogó. Él se calmó un poco. Nuestra casa era el segundo piso y la panadería quedaba en el primer piso. Decidimos bajarnos y escondernos en la bodega donde se guardaban la harina, las galletas, los insumos. Era un cuarto chiquito, en la parte de atrás de la panadería. A mi mamá le dio diarrea de los nervios. Pobrecita, menos mal estaba el baño de abajo. Y a mi abuelita le temblaba la carnecita de la piel. Esa es una cosa que no se me va a olvidar nunca: verle la carnecita temblando. No teníamos reloj, ni una noción de las horas que habían pasado. Ah, una cosa, cuando bajamos, mi papá tenía un radio que nunca le había visto en mi vida. Con él comenzó a llamar a un amigo, a decirle «coronel, se nos acaba de meter la guerrilla». A mí eso me asustó también. Después mi papá me explicó que era un amigo suyo. Parte del miedo cuando entra la guerrilla es que mi papá siempre fue muy expresivo en contra de cualquier cosa que fuera de la izquierda. Cuando la guerrilla comenzó a pedir vacunas a los negocios del pueblo, él reunió a los otros comerciantes para oponerse. Le hicieron una amenaza muy directa: si él no pagaba, me iban a llevar a mí al servicio de la guerrilla. Y por un tiempo estuvimos así como en tensión. Yo no podía salir mucho, creo que eso era parte del porqué no pude ir a la fiesta. Mis padres me restringieron muchas de las actividades. Ya no jugaba fútbol, no jugaba basquetbol, no iba mucho al teatro. Como a medianoche o a la una de la mañana paró todo el ataque, pensamos que se habían ido. Subimos al segundo piso a cambiarnos de ropa, cuando sentimos un escándalo en la parte de atrás. Habían tirado una bomba a la casa del vecino que era un poco más alta que la de nosotros. Nos salvamos por un pelito. Hubo un momento que se encendió fuego alrededor de nosotros. No sabíamos de dónde venía, pero sí veíamos las llamas, sentíamos mucho calor. Pensamos que íbamos a morir quemados. Mi papá me dio una pistolita chiquita que me había enseñado a manejar. Dijo que él no era capaz de matar a su mamá, pero que no íbamos a morir quemados. Que si el fuego se nos venía encima, yo matara a mi abuelita. Él mataba a mi mamá, y después entre los dos nos matábamos. Ahora que lo pienso eso me da muy duro pensar que hubiera podido matar a mi abuelita. Empezaron a golpear la puerta de la casa, a llamar a mi papá. «¡Salga, malparido, salga hijueputa. Nosotros sabemos que usted colabora con el Ejército!». Mi papá quería salir, se levantó. Todos lo rasguñamos, lo botamos al piso, le tapamos la boca. Nosotras con ganas de vivir y él como queriendo matarnos. Cuando vimos el portón al siguiente día, estaba todo hundido. No sé por qué no lo tumbaron, por qué no entraron. No sé si en ese momento llegó el Ejército, no sé qué habrá pasado, pero el caso fue que no alcanzaron a entrar a la casa. Cuando sentimos que la guerrilla se empezó a ir, el Ejército también se empezó a ir. Se sintió una calma diferente a la que se había sentido en las horas de la mañana. Salimos y vimos el bloque de nosotros, que era en el mismo de la Alcaldía, lleno de cables. Resulta que la guerrilla trató de volar esa cuadra, pero no les alcanzó el cable que había en la ferretería. Las canecas de gasolina que estaban conectadas a ese cable, estaban enseguida de nuestra casa. El que lo hubiera prendido, pues hubiera estallado con ellas. Al final hubo como tanta cosa que no sé ni cómo quedamos vivos. El fotógrafo del pueblo salió y documentó muchas cosas de la toma que yo no he sido capaz de ver todavía. Ese sentimiento de por qué nosotros sí vivimos y otra gente no, creo que me afectó mucho cuando llegué a Canadá. Vivir moviéndose Aquí, en tierra prestada Soy desplazado de la vereda La Bonga desde el año 2001. Soy líder, hago parte del Consejo Comunitario Macancamaná de San Basilio de Palenque. En el año 2000 se dio el desplazamiento de Mampuján. Había unos palenqueros trabajando. Ellos vieron cuando le cortaron la cabeza a unos señores de Las Brisas con un cavador. Se vinieron corriendo y avisaron en La Bonga, que por ahí venían cortando cuellos. En esa oportunidad más de la mitad de la población se desplazó. A los diez, quince días, la gente comenzó a retornar y volvió nuevamente a sus labores. Pero la gente quedó con la idea de que de La Bonga también los iban a desplazar. Y como en el año de 1997 o 98, mataron a Alberto y a Otoniel. Había una preocupación en la comunidad de que hubiera una masacre. También se dieron muchos enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército. La guerrilla llegaba con mucha frecuencia a la vereda. No se quedaba. Llegaban a la comunidad a buscar alimentos, hacían hasta fiestas, pero nunca vivieron ahí. En el año 2001, el 5 de abril del año 2001, se presentaron unos paramilitares con unos panfletos donde le daban 48 horas a la comunidad para que desocupara. Y si no lo hacía, la sacaban ellos mismos. Les decían sapos, guerrilleros y colaboradores de la guerrilla. La comunidad se desplazó en su totalidad. Una parte se vino para San Basilio de Palenque y la otra se fue para San Pablo y se reubicó en el sector denominado La Pista, que era una pista de aterrizaje donde ya vivían unos bongueros del desplazamiento del 2000. Y los que cogimos para acá nos metimos en el colegio de bachillerato de San Basilio de Palenque. Al llegar al colegio, la comunidad se rebotó porque los estudiantes no podían recibir clases en el colegio porque lo habíamos ocupado en su totalidad. Un día se presentaron los señores de la Infantería y quitaron los panfletos que nos habían enviado. Quitaron algunos, hubo otros que la gente escondió. Nos reunieron en la iglesia y nos pidieron que nos retornáramos, que ellos nos iban a armar para defendernos de la guerrilla. La comunidad no aceptó. Luego un día se presentó el padre Rafael, que era el director de Pastoral Social. Habló con nosotros, nos dijo que consiguiéramos un sitio para comprarlo. Hablamos con el señor Genaro y logramos comprar dos hectáreas y media de tierra. Vino una ONG, MPDL, y nos construyó unas viviendas de bareque, techo de zinc. Y aquí estamos hoy, con un 90 % de las viviendas en material, muy calientes. El Gobierno nos ofreció vivienda arrendada por tres meses, pero la comunidad no aceptó porque dijo: «Después que se cumplan esos tres meses quedamos en la calle». Antes del desplazamiento, La Bonga semanalmente metía dos o tres camiones cargados de yuca, ñame, maíz, fríjol. Toda la agricultura iba para Cartagena y hasta Barranquilla, y una parte la vendían aquí. Eso fue cuando se construyó la vía carreteable, porque antes las cosechas las sacaban a lomo de burro, de mulo. Una parte venía pa Palenque, otra para Mampuján, y otra para San Cayetano. Pero cuando abren la vía, el bonguero comienza a hacer cultivos más grandes. El que hacía un cuarterón, hacía una hectárea; el que hacía una hectárea, hacía dos. Las cosechas fueron mejorando. Con el desplazamiento, la gente aguantó un año para irse para La Bonga a trabajar. Unos pocos fueron a recoger lo poco que habían dejado allá y se regresaron. Pero la gente ya no podía producir de igual forma. De Palenque a La Bonga hay aproximadamente 10 kilómetros y el recorrido es muy largo para ir a trabajar, cultivar y venir a dormir. Hoy, el que produce en tierra arrendada hace muy poco. Hace cualquier cosa para sobrevivir. Los territorios de La Bonga quedaron abandonados hasta ahorita que estamos volviendo nuevamente. Solo un 10 % o un 15 % está yendo a cultivar. El otro porcentaje tiene cultivos por aquí en tierra prestada, arrendada o jornaleada. El bonguero antes del desplazamiento no usaba plata, pero vivía como rico. Vivía como rico porque en cualquier patio de La Bonga tú encontrabas 50, 60 gallinas; pavos, patos, cerdos. Hacían cultivos grandes y los niños eran felices. La gente no pasaba hambre, aun cuando no usara plata en el bolsillo. Después del desplazamiento fue desapareciendo la presencia de los actores armados en el territorio. Algunas personas decían que los habían visto, pero ya uno no se encontraba con ellos ni con el Ejército. Pero la gente seguía con temor. La vida como un libro Allá la primera responsabilidad fue que me entregaron un revólver, como a los seis meses. Desde el momento que uno ingresa, le toca buscar un nombre diferente. En ese tiempo yo me llamaba... se me olvidó... Martina o Marti. Eso fue en el 2000, después de la zona de distensión. Allá tiene uno que pedir permiso, eso me sorprendió. Si usted va ir, pongamos, al chonto, tiene que pedir permiso para bañarse. Si uno quería ir a la tienda, tenía que pedir permiso. Una vez me fui y cuando regresé el que estaba encargado me pegó una vaciada. «¿Y esta qué se hizo? Por orden pública nosotros tenemos que saber para dónde coge, ¿qué tal la hubieran matado?». Entonces sí tenían las razones, tábamos en peligro. En el entrenamiento nos hacían hacer armas de madera y las cargábamos para todo lado. Como uno no está acostumbrado, la dejaba botada. Usted dejaba el palo botado y lo podían sancionar. Así fuera un pedazo de madera, pero era el arma, imagínese cuando nos dieran las armas verdaderas... Una vez nos hicieron dos grupos para ver quién emboscaba a quién. Me acuerdo tanto, uno con esos palos haciéndose el que disparaba. A mí me causaba era como risa, a mí me parecía que estábamos era jugando, y era ríame y ríame. Nos pegaron fue un regaño: «Es que estamos en entrenamiento y lo tiene que coger en serio». Me cambiaron, me mandaron para otra parte. Como al principio del 2002 me tocó con otro comandante que se llamaba Sergio. Él sí era de guerra. Era otra cosa. Me tocaba andar harto con él, prestar guardia. Prestar guardia a mí me daba miedo. Después de medianoche, a partir de las doce de la noche, me daba miedo. A uno le toca solo, con el relevante a veces, pero más que todo sola. Cualquier bulla, o sea, cualquier animal me parecía que era el enemigo. Todo iba bien hasta que me metí con él. Creo que se imaginaba que estaba planificando, no sé, pero yo no estaba planificando. Me di cuenta como a los tres meses. Cuando nosotros andábamos, me asfixiaba mucho. Sentía que la barriga me estaba creciendo y todo eso. No había dicho porque, pues, lo sancionaban a él. Él era el comandante, el que tenía que ponerme a planificar. En ese tiempo no sé cómo hizo mi mamá para dar con dónde estaba yo. Y entonces pues habló. El comandante le dijo que yo estaba embarazada, que no se hacía responsable de nada porque yo había tomado la decisión. Mi mamá dijo: «Si me toca criar mi nieta o mi nieto, yo lo crío». Estuve en la casa todo ese tiempo, los nueve meses. Nació la niña y mi mamá se hizo cargo porque pues yo no sabía cómo. Tenía quince años. La niña se la dejé a mi mamá y seguí trabajando con la guerrilla, pero ya no en el monte, sino cuando ellos me mandaban a llamar. Me iba y estudiaba en la ciudad. Allá terminé el bachiller, estuve trabajando en casa de familia. En Bogotá me tocó negar mi tierra porque una vez, trabajando en uno de esos condominios finos, la cucha me preguntó de dónde era. «Del Huila». «Usted es vecina de los terroristas, de los guerrilleros». Ni modo de decir que soy del Caquetá. Eso comienzan a rechazarlo mucho a uno. Me regresé otra vez para acá y terminé el once, seguí con la guerrilla. Al papá de mi otro niño lo recogieron y pal monte otra vez. Yo me fui con él. Me tocaba ranchar, prestar guardia. Cuando me mandaron a llamar a una casita: llegué de noche, entonces vi a un cucho ahí. Pensé que era el dueño de la casa. Me saludó, me dio la mano. Le pregunté por dos muchachos que me solían esperar, y salió mi socio y otro muchacho. «¿Es el dueño de la casa?», les pregunté. Me dijeron que no, que era un señor que estaba ahí. Me dijeron que nos teníamos que cambiar de campamento y nos tocó irnos para una montaña, así, lejos. Volver a construir, hacer cambuche, la rancha y todo eso. Estuvimos como quince días en esas. Estando ahí llegaron dos peladas: una señora y una muchacha –demostraba dieciséis o diecisiete años, porque ya era encorpada–. No puedo decir que eran secuestradas porque no mantenían amarradas y el señor no estaba amarrado. En ese momento me enteré que había caído mi hermana en la cárcel. La que se había ido a la guerrilla cayó en la cárcel primero que yo. Y también cogieron a mi socio. Pedí permiso para verlos. Estando en todo ese voleo, escuché por las noticias, me parece, que habían capturado a mis compañeros y que habían cogido tres secuestrados. El señor de la casa y las dos muchachas que había visto. Yo quedé desamparada, no sabía ni qué hacer, ni pa dónde coger. Me puse a trabajar en una casa de familia, me puse a trabajar. La señora me ponía a hacer cosas pesadas y me sentí como ojerosa, me dolía mucho por acá y todo eso. Un día comencé con un dolor bajito, entonces le comenté a una amiga. «Mamita, usted tiene pura cara de embarazada», dijo. Me hice la prueba esa de embarazo, y embarazada. Me vine otra vez para acá, estuve hablando con el comandante. «Mija, lo mejor que usted puede hacer es que espere a ver qué pasa. Estese por allá donde su mamá o si quiere estarse con nosotros, estese con nosotros. Porque sí, claro, los cogieron a todos. Usted ya debe tener orden de captura». Le dije: «Entonces yo me voy pa Huila a trabajar, a estar pendiente de mi socio y de mi hermana». Como a los dos meses entré donde mi hermana. Unos señores de civil con chaleco –no me acuerdo si decía «Gaula» o «CTI»–, una muchacha y un muchacho, me dijeron: «Martina Bautista, queda capturada». Pa la cárcel. Mi embarazo fue los nueve meses allá, en la cárcel. No es como estar afuera con las vitaminas, con las cosas. Allá no, allá la comida es prácticamente como se dice pa los marranos. En la guerrilla usted se acostumbra que se hacen los frijoles bien espesos con plátano. En la cárcel, esos frijoles son aguados. Todo el embarazo comí mal. En la guerrilla usted está acostumbrado a que la yuquita, a que la papa. En la cárcel eso todo morado. Pues seguro el Gobierno consigue la carne más barata porque con tanto preso... La otra niña mía se crio con la abuela, con mi mamá. Pero ella se mató estando yo en domiciliaria. Salí de domiciliaria a tener el niño y la niña me la llevé para Huila, la puse a estudiar y se consiguió una amiguita que la estaba enseñando a meter bóxer y eso. Una vecina me dijo que no la dejara andar con una muchacha que me la estaba pudriendo. Mi hija tomó la decisión de tomar veneno y quitarse la vida. Mi hija iba pa los catorce años, para esta época tendría unos diecisiete. Ya el año entrante son cuatro años. Me toca traérmela pal cementerio de la familia porque ya me entregan los restos. Estando en domiciliaria metí al niño a un jardín para irme despegando de él. Sabía que en seis meses me iban a llevar otra vez para la cárcel. Pasaron los seis meses. Me acuerdo tanto que a mí me dolió la barriga, me dio dolor de cabeza. Dios mío, cuando llegó el del Inpec me dio soltura. «Espere que vaya al baño», le dije al desgraciado que había ido a recogerme. Me dio hasta vómito. Como era recochero el muchacho ese, me decía: «¿No será que la preñaron otra vez?, ¿no será que se preñó para que no se la lleven?». Se estaba burlando de mí. A la final el juez no había mandado la orden de que me llevaran. Él solo había ido a que yo le firmara que estaba en la casa. Yo no sé, yo digo que Dios me dio una manito. Me dieron suspensión domiciliaria. Todo el tiempo aparecí como con domiciliaria, todo el tiempo. La relación con mi marido se acabó. Yo distinguí un muchacho civil y me metí con él y todo eso. Ahí ya quedé embarazada de la bebé, una bebé que tengo donde mi mamá. La niña tenía un año y mi hija hacía siete meses que se había matado. Yo tenía una condena de diecisiete años con siete meses. Entonces me llama el abogado y me dice: «Mija, pues la semana entrante es la audiencia del fallo, o sea, que la condenan ya. Tiene que irse preparada que le derrocan la domiciliaria y para la cárcel». Cuando me condenaron a los 42 años, ese día, yo sí quería era morirme. Me metieron secuestro, rebelión, porte ilegal de armas. Bueno, esa la tumbaron porque si me metían rebelión no me podían meter porte. No sé por qué metieron esas cosas si a mí no me cogieron en armas, sino saliendo de la cárcel. Yo no puedo decir que en la guerrilla me tocó matar. En combate sí estuve. Yo estaba recién llegada y me dijeron que sacara equipo, pero no puedo decir que me haya tocado disparar. Más que todo la pasé fue en la civil, pero nunca le hice mal a nadie. Me condenaron, me revocaron la domiciliaria, y yo buscaba era matarme. Estaba hasta escribiendo un libro para contarle a mi mamá por qué me quitaba la vida. Una pelada, una amiga, leyó ese libro. Ella habló con la guardia y le dijo que yo estaba pasando por un momento crítico, que no me dejaran tanto sola, que si era posible me sacaran a psicología. La guardia colaboraba mucho. Me decía: «Métase a estudiar, mire». «¿Pa que estudió si me voy a quedar hasta los 62 años acá?». Con lo del proceso de paz y todo, entonces comenzaron a decir en las noticias que los que estaban en las cárceles por guerrilleros, por rebelión, podían salir. Sentí como que volví a vivir. Comenzaron a llegar los listados. En el primero no estaba yo. En el segundo tampoco. Solo aparecí hasta el último. Dicen que me reconoció un comandante del Frente 25. No sé quién sería porque la verdad no lo conozco. Se dio el Acuerdo de Paz. Películas de Vietnam Antes de que llegaran los grupos armados, Mitú era un pueblo muy sano en todo el sentido de la palabra. Todos nos conocíamos y nos colaborábamos, era muy tranquilo. Más o menos en la segunda mitad de los años 80, por ahí en el 86, es cuando comienzan a aparecer los actores armados, los primeros brotecitos de las FARC. Pa esa época yo era un niño, tenía 9 o 10 años. Me acuerdo que en el 88 hubo una primera toma de las FARC; escuchábamos los metrallazos, todo. Mi mamá lloró mucho. Estábamos asustadísimos, nos tiramos al suelo, en una colchoneta. En la madrugada ellos hablaron por megáfono. Se identificaron que eran de las FARC y les pedían a los señores policías que se entregaran. Más o menos a las ocho de la mañana se van, como si no hubiera pasado nada. No hubieron muertos ni secuestrados. Heridos sí, solo que no graves. En el año en que me gradúo del colegio, en el 97, decido estudiar ingeniería industrial. Me presento a la Universidad Libre y paso. Pero en eso me recluta la Policía. Yo estaba en Bogotá – estudié octavo y noveno allá–, cuando resulté en la lista de la Policía de Mitú. Debía presentarme. Ni siquiera era la lista de la Policía, sino del Ejército, solo que me dieron la oportunidad de escoger entre la Policía y el Ejército, y como yo le tenía mucho miedo a eso, dije «voy para la Policía, que es lo más fácil». Luego ocurre lo de la segunda toma. Esa segunda toma pasa en el 98. Para entonces, yo llevaba por ahí diez u once meses prestando servicio, y ahí fui secuestrado por la guerrilla. El día anterior había hablado con mi teniente y él me dijo «le voy a dar permiso, pero necesito que vaya a la finca y me lave cinco caballos porque tenemos una actividad mañana con los niños del pueblo». Me fui a la finca a lavar los caballos y como a las once ya tenía el día libre. Como a la una de la tarde me estaba duchando cuando escucho unos tiros, ta, ta, y luego un rafagazo. «Esto se escucha cerquita, viene de la Policía, seguro están en el polígono». «No, no puede ser. Hoy no hay nada de eso». Cuando me di cuenta fue que pasó la patrulla, hubo un enfrentamiento. Mataron al muchacho de la Policía que cuidaba la finca. Nosotros éramos 30 auxiliares y 90 policías; 120 en total. Los guerrilleros eran casi 2.000. Y aunque nosotros teníamos conocimiento de que la guerrilla se nos iba a meter, la respuesta de Bogotá había sido que «tranquilos, que eso no va a pasar», y nos mandaron un refuerzo de veinte policías un mes antes. Luego vino la tragedia. Más o menos la toma comenzó a las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. La guerrilla le echó candela a la estación para quemar vivos a los policías. Yo tenía mucho miedo de que vinieran a buscarme. Y así pasó, me tenían en la lista. Me sacaron, me amarraron. Un guerrillero me pone una pistola en la cabeza, me dice que me arrodille. Se me hizo un nudo en la garganta, pensé que me iban a matar. Nos llevan a otro lado y cuando llego allá veo seis compañeros amarrados. Fui el séptimo en ser cogido. Cuando se acaba todo, nos encontramos todos los secuestrados, los 61, todos policías. No sabíamos qué iban a hacer con nosotros, empezó el calvario. Yo duré tres años allá. El primer día iba en sandalias, llegamos a un sitio donde nos hicieron montar en unas lanchas grandes, amarrados de las manos. Nos pusieron un plástico encima. Esa lancha estaba llena de estiércol de marrano, nos hicieron sentar a todos encima de mierda de marrano. Llegamos a un pueblito y un amigo policía me prestó unas botas que tenía hasta que la guerrilla nos dio la dotación de ellos. Quedamos uniformaditos con botas de caucho, revueltos, como visten los guerrilleros. Estando secuestrados nos comentábamos todo lo que había pasado. ¿Cómo murieron los compañeros? El primer cilindro de gas cayó a las siete de la mañana, en el Comando. Ahí fue cuando murió el primer patrullero. Murieron 18 en total. El combate duró aproximadamente doce horas, hasta que se acabó la munición. Y ya secuestrados, nosotros estuvimos catorce días en Vaupés, y de ahí nos tocó caminar varias veces y estar en varios campamentos hasta que llegamos a la antigua zona de distensión. Recuerdo al comandante que más mal nos trató, que una vez nos mandó arroz con vidrios. No nos lo comimos y en represalia nos dejó una semana sin bañarnos. Ese mismo arroz nos lo mandó durante una semana. Solo hasta que llegó otro comandante fue que pudimos comer carne. ¡Todos los días! Y nos pusieron una antena de Sky con la que podíamos ver noticias al mediodía. Y como teníamos radiecito, entonces escuchábamos los mensajes de los familiares de los secuestrados. Eso sí, nosotros no nos perdíamos ningún programa. Mi familia me malenseñó porque todos los santos días me mandaron un mensaje, y el día en que no decían algo yo me preocupaba. De hecho, una vez a las cinco de la mañana, ya se iba a acabar el programa y no me había llegado ningún mensaje, y yo ya estaba angustiado. Por allá mi hermana como a las cinco y pico dice «un mensaje para mi hermanito», y a mí me dio alegría. Uno se quedaba hasta que el familiar le diera el mensaje, y se iba a dormir. La convivencia entre nosotros, los secuestrados, era muy dura. Era un encierro fuerte y todos éramos muy diferentes. Había muchas peleas, nos agarrábamos a golpes por cualquier cosa y por eso nos encerraban en un calabozo 24, 48 horas. Nos amarraban de pies y cabeza; nos echaban tierra y agua de noche; no nos dejaban dormir. En el día a día hubo un tiempo, incluso, en que nos pusieron a trabajar. Nos ponían a hacer trincheras. Nos tocaba con pico y pala. Nos llevaban en grupos de a diez, de a quince, y nos turnábamos de a dos horas. A todos nos tocaba, a todos. Ya cuando cumplimos el año como que le perdimos el miedo a la guerrilla. Éramos un grupo grande y ellos no entraban adonde estábamos nosotros. Nos dejaban la comida en la puerta y cerraban rápido. Estábamos encerrados con alambre de púa, en unas casas con candados y toda esa vaina. Los primeros días estuvimos amarrados así como en los campos de concentración. Para dormir cada uno tenía derecho a dos tablas, y encima de las tablas se ponía un plástico como para que fuera acolchonadito. Ahí dormíamos. Uno se acostaba ahí o en la hamaca. Eso era básicamente lo que se veía en las películas de Vietnam. También nos hacían desnudar, nos quitaban todo para requisarnos. Aunque nosotros sí teníamos cosas. No era para pelear ni nada de eso, sino que hacíamos artesanías para quemar el tiempo. Hacíamos cuchillitos con pepas de monte, y los esferos los bordábamos con el nombre de cada quién. Al momento de mandar pruebas de supervivencia a los familiares enviábamos mensajes. A mi mamá le envié uno que decía «Mamá, te amo». Ella sabía que era de mi parte, le llegaba bordadito. Escribo bastante, y mientras estuve allá mi hermana también me mandaba unas cartas de diez, quince páginas. Yo le contestaba igual. A nosotros nos gustaba escuchar un mensaje alegre, porque era mucha la tristeza que había allá. Aunque lo más duro no era tanto el mensaje, sino hacerle creer al que está afuera, al que está en libertad. Porque la familia de uno no sabe cómo está uno. ¿Está enfermo? ¿Comió? Es más duro para el familiar que está afuera que pal que está secuestrado, eso lo aprendimos en ese tiempo. Y yo tenía un diario en el escribía lo que me pasaba: que amanecí tal, así como enfermo; que me acordé de mi mamá; lloré, estuve contento; hice tal cosa. Escondía mis hojas porque ese era mi tesoro más grande, pero lo encontraron y me lo quemaron. Cuando cumplimos dos meses de secuestro, tuvimos una grata visita. Fue la única vez que vimos a un civil. Llegó el Defensor del Pueblo con una comitiva y él fue el que nos regaló los radiecitos y toda esa vaina. Él trató que nos dejaran libres, pero no se pudo. ¡Cuando ese señor se fue, fue tan triste! Casi todo el mundo lloró. Iban por nosotros y no se pudo concretar. Yo no lloré. Uno lloraba sin que nadie se diera cuenta. Uno viendo llorar a todos sus compañeros era bajar la moral. Uno lloraba solito. Aunque el día y la carta más triste fue la última que escribí quince días antes de mi liberación. Ese día le escribí la carta más triste a mi mamá; me fui pa bajo, se me acabó la moral. Aunque siempre he sido un hombre muy alegre y me he considerado muy fuerte, me derrumbé completamente. Estábamos aburridos, cuando llegan los de las FARC y nos dicen «muchachos, les tenemos una noticia muy buena: hemos firmado un acuerdo humanitario y vamos a liberar a 63 uniformados como gesto unilateral –el grupo de nosotros éramos 61–. De este grupo, vamos a liberar ocho. Aquí tengo la lista». Faltaba un cupo y yo creo que todos esperábamos. «¡Que sea yo!, ¡que sea yo!». ¡Preciso no era yo! Apenas ocurre eso, me acordé de mi mamá y se me nubló la vista. Ese día fue el más triste de mi secuestro. Entonces le escribí una carta a mi mamá con el estado de ánimo así. Los que quedamos allá, quedamos vueltos nada. Nos dio la malparidez existencial. A los pocos días llegaron al campamento y nos dijeron «muchachos, les tengo otra buena noticia: vamos a liberarlos, esta vez no hay lista. Se van todos, pero toca esperar unos días mientras se da la orden». Pasaron diez días hasta que nos levantaron y nos hicieron uniformar. Mi hermana me llamó por la antena y me dijo «papito, lo estamos esperando. Sabemos con mi mamá que viene pa la libertad». Eso fue para mí el regalo. Y claro, mis amigos ese día me tiraron a un río y eso hubo desorden. A la guerrilla no le gustó, pero nosotros ya sabíamos que íbamos pa la libertad. Nos encontramos con otros secuestrados y hubo abrazos y llanto sin conocernos. Ellos nos llevaban tres meses más de secuestro. Uno de los comandantes nos felicitó por el tiempo que llevábamos y nos dijo «los que se quieran quedar con nosotros, las puertas de las FARC están abiertas». Pero no se quedó nadie porque con nosotros no aplicó el dichoso síndrome de Estocolmo. En el caso mío, yo le cogí mucha más bronca a esa gente y le cogí más cariño a la Policía. Como será que cuando fui secuestrado, yo estaba prestando el servicio a la fuerza. Iba a estudiar ingeniería industrial, pero cuando salí ya no quería estudiar eso. Inmediatamente me fui a la Escuela de Suboficiales y le cogí cariño a la institución. Ese día en que nos dijeron «ustedes se van todos, sin excepción», fue el momento de más alegría. Mi mamá me cogía, me abrazaba, me daba picos. Secuestrados, habíamos quedado cuatro primos. El que salió muy mal llegó con problemas psicológicos, muchos. No quería estar con la gente, sino que buscaba estar como entre el monte, entre los árboles que hubiera. Allá llegaba y se paraba. No quería nada y tuvieron que hospitalizarlo. Las primeras noches para mí fueron muy difíciles. Es que después de estar tres años allá, el silencio, el miedo; «toca acostarse, no se puede prender la luz porque de pronto el avión nos detecta». Y llegar aquí afuera y acostarse común y corriente donde sí hay luz, bulla. Uno se acostaba y si escuchaba pasar un avión, se asustaba. Por la psicosis de estar recién liberado, uno pensaba que era el avión de la Fuerza Aérea que iba a bombardear. Escuchaba pólvora y uno se imaginaba que lo iban a matar con un cilindro o una granada. Uno imaginaba tantas cosas, pero no. A mí eso me pasó poquito, digamos que unos días. Pero hubo compañeros a los que les duró mucho tiempo. Aunque han pasado 21 años, yo creo que apenas lo estoy superando; no lo he superado del todo. Todavía no soy capaz de sentarme con un guerrillero o con un exguerrillero a conversar, a tomarme un tinto, una gaseosa. Conozco a algunas personas que estuvieron allá y a veces los veo por ahí, pero ¿qué voy a hacer? Igualmente debo ser tolerante. Así como yo pienso de ellos, ellos pensarán de mí. Yo dejé de ser policía hace muchos años, porque pedí el retiro, y mire: estoy por fuera y el otro también. Se acabó el conflicto con las FARC y él quedó desmovilizado, tiene derecho a otra vida, a reivindicarse. Todos fallamos en algún lado de la vida, así pienso yo. Claro que ya estoy superando ese paso para llegar al perdón, pero hasta allá no estoy todavía. Me daría rabia que ellos me relacionaran con la Policía, porque aun cuando yo la quiero mucho, ya no soy policía. Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel Estuve preso casi once años. Salí con este proceso de paz. Estuve en Cartagena, Valledupar, Cómbita, El Barne y La Picota. Nosotros teníamos una educación muy diferente, de combatientes, o sea, de prisionero político. Siempre nos identificamos como prisioneros políticos de las FARC. Nadie quiere estar en una cárcel. La vida le da a uno lo mismo. Es difícil, sí. Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel. Eso del tiempo lo programa a uno. Había que usarlo para hacer deporte, alzar pesas, media hora de trote. Una rutina que uno programa. El domingo es día de visita, pero si estás en una cárcel de máxima seguridad tú no vas a encontrar una persona que te vaya a ver. Allá recibía visitas de una compañera, a uno de hombre le gustan las mujeres. Una vez le dije «yo a usted la quiero y todo, y qué lindo ese detalle. Mejor dicho, no hay valor que te compense el ir a visitar un preso». La cárcel es un cementerio de personas vivientes. Allá todo el mundo se olvida de uno. Si usted tiene su mujercita, pues ella determina su vida con otra persona; te bota el teléfono, mejor dicho. De pronto por ahí la mamita de uno, que es el único ser que está en esta vida. Una vez le dije «soy guerrillero, hice un compromiso hace muchísimos años y yo no puedo faltarle a eso cuando salga de aquí». Yo nunca perdí contacto con la guerrilla. Por lo regular, siempre nosotros peleábamos jurídicamente, eso debe saberse. Los guerrilleros no éramos expertos en leyes, pero de eso también nos enseñaron. El que quedaba vivo y terminara preso debía saberse defender a través de la ley. Uno tenía compañeros de la cárcel, universitarios incluso, que a veces le preguntaban qué debían hacer con sus procesos. Y a cambio de ayudarles, uno pedía un tinto. De esa manera nos ganábamos la gente y el espacio. Los del Inpec decían que los guerrilleros eran los mejores presos. «Esa gente no es viciosa, no se mete en problemas». Nosotros éramos unidos. Adonde llegábamos, estábamos unidos. Eso era una recomendación del Secretariado Nacional y de los frentes a los que pertenecíamos. Entre nosotros no nos dejábamos morir. Si había que compartir una chocolatina, la compartíamos. La inauguración mía con el arma fue de muy temprana edad. Te podría decir que tenía por ahí unos doce, trece años. Nos tocó ir a hostigar un puesto de policía. Yo estaba dentro del entrenamiento, pero entonces a mí me gustaba, no sé por qué. No sé si lo hice bien o lo hice mal, pero clasifiqué en un grupo muy bueno para esas actividades. Ellos tenían guerrilleros profesionales, compañeros mucho más antiguos. Yo hacía lo que ellos hacían, no me dejaban solo. Al lado mío había tres, cuatro, cinco compañeros profesionales. Los muchachos sí sabían qué era estar detrás de un arma, dispararla. Pasé esa prueba. Nos inculcaron que el enemigo eran los que dirigían el país: los capitalistas, los que no dan nada, los que día a día son más ricos, los que en realidad han hecho la guerra. O sea, el Estado, el Ejército y la Policía no eran los enemigos antagónicos. «Es que un policía puede salvarte la vida, así como tú puedes salvar la de él». El enemigo no son ellos. Ellos obedecen órdenes, así como nosotros obedecemos. Así como obedece cualquier militante de cualquier organización, de cualquier ejército del mundo. A veces, por eso, me preguntaba por qué los atacábamos. «Porque ese es el deber, porque ellos nos atacan a nosotros, y no solamente con fusiles, sino con aviones, con helicópteros». Era difícil. Estuve en varios bombardeos y en peleas de muchísimas horas, en las que uno pensaba que no se iba a salvar. La guerra es la guerra. Hay momentos en los que si te tomas un tinto, no te vas a comer el desayuno; si te comes el desayuno, no vas a comerte el almuerzo ni la comida. Muchas veces les he explicado a los campesinos lo siguiente: «Vea, las FARC nunca obligaron a nadie a que cogiera un arma. Eso lo hicieron por allá de pronto en la era primitiva. Pero las FARC nunca hicieron eso. Al menos que yo haya tenido conocimiento y en mi uso de razón, desde que yo llegué a las FARC, yo no llegué obligado, yo llegué voluntariamente». Bueno, a mí me procesaron por terrorismo y homicidio de personas protegidas de la fuerza pública. Tuve dos condenas: una de 36 años, y por terrorismo me dieron 22. Salí por medio del Acuerdo. Agradecido con la organización que pudimos salir, pero sí estaba bastante enredado con ese proceso. La paz es vivir en convivencia, que todo conflicto se resuelva de la mejor manera posible. Que no haiga egoísmos, que no haiga desigualdad, que no haiga la avaricia de aquellas personas que les gusta dominar y sentirse superiores a todo. Considero que la paz es algo fosforescente que alumbra todo momento. Aquella bonita esperanza de libertad. Está difícil, pero hay que luchar por la paz. Estando en la cárcel, le pedí disculpas a mi mamá: «Madre, espero que perdones mis malas procedencias, a esa personita que tú trajistes al mundo y que no quiso compartir su juventud a tu lado. Espero que tú seas la primera que me perdone de no haber compartido, ya estando a edades». «No, hijo. ¿Usted por qué me está diciendo eso? Si yo vengo aquí es porque estoy dispuesta a seguir siendo su mamá hasta el día que mi corazoncito deje de palpitar». Antes de que viniera, tuve que explicarle: «Madre, ha de saber que vendrá a visitar un amigo suyo. No me ponga como su hijo porque de pronto después de tantos años la situación es difícil para usted. Y yo no quiero que usted por nada del mundo llore por mí, pero sí quiero que el día que esté de mi lado me dé un tierno abrazo, así como usted me abrazó el día que me trajo al mundo. Y lo mismo voy a hacerle a usted. La voy a abrazar sin que haya tanto sentimiento porque es más difícil el sentimiento cuando no se ha compartido». Pedirle perdón a la sociedad es difícil para mí, y le voy a decir el porqué: perdonar también significa aceptar los delitos cometidos durante 53 años de lucha guerrillera, y yo todavía ni tengo 53 años. Sí, porque nosotros hicimos parte del conflicto, pero hay responsabilidades de parte y parte. ¿Por qué el Estado no nos había dado otra oportunidad de seguir luchando por lo que nosotros hemos querido desde el principio? Ese Estado nos ha tildado de ser lo peor de la sociedad, pero también hay que reconocer de que si nosotros pusimos las armas sobre la mesa es porque ya no queremos estar en la guerra. No es que nos hayamos cansado de luchar: si el revolucionario renuncia a sus principios, es preferible morir. Un luchador no se cansa. Y el día que pase es porque su corazón ha dejado de palpitar. Queda la preocupación de que el Gobierno ha sido difícil en cumplir la implementación del proceso de paz. Las puertas que se han abierto se nos están estrechando. Eso es una preocupación para todos nosotros, los excombatientes, para los que dejamos las armas. A veces caemos en cuenta de que si eran capaces de matarnos cuando estábamos armados, ahora que estamos desarmados nos están matando de a uno. Y el Gobierno no se pronuncia. Y no solamente están matando a los excombatientes de las FARC, no: también a los compañeros que de una u otra manera se nos han acercado. Los líderes sociales que han asesinado también nos preocupan. A la edad que yo tengo, primero que todo, pues quiero terminar el bachillerato. Si usted no tiene ese cartón de bachiller, no tiene absolutamente nada. Estoy en noveno. En el futuro, si nos dejan, pienso estudiar un curso de derecho. Hay veces uno ve tantas injusticias, y no sé, de pronto ese es un medio para peliar por los derechos de los demás. Un ejemplo: yo me siento orgulloso de unos derechos de petición que le hice a un muchacho en la cárcel. A los tres días le dieron libertad. Estando afuera, fue a visitarme dos veces en la cárcel. Así ponía a temblar a los guardias que nos custodiaban. Yo mandaba el papel a jurídica para que me pusieran el sello y se lo mandaba por medio de visita directamente a la Fiscalía, a un juez o adonde fuera que tocara mandarlo. Y los ponía a temblar. Además me gusta la agricultura y recibí un curso de parte del Sena. Me gusta esta vaina de ebanistería; yo le hice una biblioteca a Duque, vea, ahí se la hice. La gente de aquí ya me conoce. Me dicen el ebanista de Pondores. De coordenadas no me pregunte Aguantar la montaña Aguantamos hambre, frío. Estar en un páramo no es nada fácil. De rutas sí no le voy a mencionar mucho porque la verdad no recuerdo el recorrido. Fueron varios meses los que estuvimos caminando. Hacia el final no teníamos ni comida. Teníamos que pasar hambre. La pasábamos con un tinto, así como el que pidieron esta tarde. Un agua de café. Con eso pasamos varios días. Desde que comenzó la operación del Ejército, en mi caso, me tocó dejar botado el equipo. Tenía un pie tronchado y no podía correr. Sin equipo duré prácticamente como unos veinte días, yo creo. Me prestaban ropa, o que los que llevaban equipos me prestaban una toalla para bañarme. Todo era como más difícil para uno. Llegó ese momento, comida. Ese día iban a abastecersen, pero no alcanzaron porque al día siguiente el Ejército estaba ahí desde las cuatro de la mañana. Entonces no alcanzaron a abastecer alimentos ni nada. Por eso, de ahí para adelante fue todo el recorrido sin comer nada. Por ahí una vez mataron una vaca y la cocinaron con solo agua. Sin sal, sin nada. Eso era comida como pa tres, cuatro días. Ya desde ahí hasta que volvieron a encontrar una vaca para podérsela comer. Y ya, no había comida. Nos daban un agua con café en la noche. Un día hubo un evento en que nos salimos de una emboscada que nos hizo el Ejército. Ese día, en la mañana, como a las seis o siete de la mañana, nos habíamos encontrado con un grupo del Frente 24 o del Frente 20, no me recuerdo. Ellos iban como tres o cuatro personas nomás, y llevaban dos panelas. Sacaron una y nos la dieron al grupo de nosotros, que éramos como veinte. Una panela para todos. Eso era un pedacito chiquitico para cada uno. Pues eso fue, estábamos entre la montaña, solamente con lo que teníamos puesto. La ropa como hielo En Boyacá también fue muy difícil la vida por allá. Mucho frío, muy difícil; era con una cobija y un saco. Eso fue coger la ropa, la maleta, el equipo y hágale otra vez por esas lomas, por el puro páramo. Caminamos y llegamos de noche a un potrero. Dormimos ahí, en pleno hielo. Iba a coger la ropa y era hielo. Era difícil todo. El sueño lo vence a uno. En la tarde no se pudo comer nada, pues así fueron varios días. Muchos nervios. Yo miraba las casas y me provocaba tocar para que me dejaran cambiar. Quedarme en una casa. Me eché fue una panela y una bolsa de pasta, y no me acuerdo qué más. Solo llevaba tres cosas en los bolsillos y el fusil. No me acuerdo qué más. Como unos frijoles, me parece. La ropa se me quedó allá arriba por lo que estaba disparando el helicóptero. Eso era un pedazo de panela con agua, cuando había agua del río. Cogía la puñada de agua y comía panela como para no desmayarme. Llegué a la casa y me escondí en una mata de plátano. Me daba miedo salir. Cerca de la finca cayó una bomba, o sea, muchas bombas cayeron. Escuché que la vaca bramó. Las otras salieron corriendo. Golpeé en la casa de la finca como pude. Una señora medio se asomó y dijo «no, no, váyase de acá que yo no quiero problemas». Me escondí de nuevo. En eso ya venía la tropa. Bajé de la casa y me senté en unas piedras que había ahí. Había harto jardín. Ahí me senté y ellos me dijeron: «¡Quieta ahí!». Arranqué a correr y me dispararon. Si hay un dios, fue una amiga A veces me digo «si hay un dios, fue una amiga». Salí muy enferma, muriéndome, y ella estuvo conmigo hasta el último minuto. Pasamos por zonas muy frías: el páramo del Cocuy; lugares para los que no teníamos el equipo necesario; condiciones inhumanas, muy frías. Me enfermé de neumonía. En esa marcha me lesioné un pie, me lo fracturé. Iba mucha gente enferma por el frío, por el paludismo, porque se les bajaron las plaquetas. Nos dieron simplemente una cobija y unos sacos para pasar los páramos hasta Santander. Los más grandes se fueron a la toma del filo, pero el Ejército se lo había tomado a la una de la mañana. Ahí es donde comienza la Operación Berlín. Ese día ametrallaron desde el helicóptero. Uno en ese momento fue disgregado: corríamos por donde habían quedado las huellas de los que habían corrido adelante. Yo iba muy enferma de mi pie, de la neumonía. Pensé que me iba a morir, no tenía una persona que me guiara. Caminé como desde las nueve de la mañana hasta las siete. Subiendo filos, caños. Llegué a una casa civil donde estaban los guerrilleros que habían quedado vivos. Ahí esperamos como hasta la una de la mañana, mientras llegaban los que pudieran llegar. La operación duró aproximadamente cuarenta días. Lo último que nos tomamos fue un tinto. No teníamos comida, la gente sin fuerza. Mucha gente empezó a dejar los equipos; cargaban lo necesario para aguantar el frío. Necesitaban la fuerza para subir y bajar filos. Nos guiábamos con unos binóculos. Veíamos en qué filo estaba el Ejército, y dábamos la vuelta. Lo último que nos tomamos fue un tinto y desde ahí duramos como unos cuatro días sin tomar nada, nada. Llevábamos casi como quince días sin bañarnos. Esa mañana bajamos, dormimos en un filo sentados, sin caleta ni nada. Sentados, envueltos solamente en las cobijas. Tratamos de no dormirnos mucho porque nos podíamos deslizar, eran cordilleras muy empinadas. «Con esta tos mía me matan», dije. Dos, tres niñas dijeron que se iban, y se fueron. Solo quedó mi amiga, la que había ingresado conmigo, y un muchacho, un niño de un pueblo indígena. Yo les dije que se fueran, les dije «váyanse que los van a matar por mi enfermedad». La niña dijo que no, que ella se quedaba conmigo, y el indio también. No sé por qué se quedaron. Yo no era buena compañía en ese momento. En Santander hay muchos árboles de tomate. Nos metimos debajo de unos árboles de esos a comer tomate. La mera tranquilidad. «Comamos eso; si he de morir, que sea tranquila». El chico se metió a la casa y dijo «vengan, vengan, que todavía el Ejército se demora en bajar; entremos y cambiémonos». Él se entró. Yo me comí unos tomates. De ahí a que el Ejército bajara se gastaba más de una hora. Me metí a la casa. Miraba uno los platos sobre la mesa donde había quedado el desayuno servido. O sea, fue tanto el rigor de la guerra para el campesinado en ese momento del bombardeo, que sobre la mesa habían dejado los platos servidos del desayuno. La gente no había podido desayunar, había huido. La población civil que vivió la guerra de la Operación Berlín tiene mucho que contar. Lo que yo vi dentro de esa casa: miraba los desayunos servidos, las cosas que habían quedado encima del fogón hirviendo y se habían quemado. No alcanzaron a bajar los fogones. Ellos se vistieron. El indio sí se vistió de civil. Yo no. Yo me salí de la casa y ahí nos acordonó el Ejército. Yo no tenía armamento, no tenía nada. El indio decía que él no ser guerrillero, él ser civil. «Yo ser civil». Me acuerdo de eso. ¿Cuándo un indio en Suratá, Santander? Pero a uno nomás con mirarle las espaldas se daban cuenta. Tenía el rastro de los equipos, la riata en la cintura. Era fácil conocer un guerrillero en la Operación Berlín porque llevaba un mes sin bañarse. Olíamos a diablo. Eso era fácil usted reconocer un guerrillero, más cuando la pecueca y el pelo lo delataban. Llevábamos muchos días sin comer. Ahí ya nos coge el Ejército. El otro corazón de la oscuridad A mí por eso me tocó salirme de allá, porque me iban a matar. La guerrilla. Usted sabe que hay veces que en la comunidad mantiene gente envidiosa. Como que empezaron a meter cuentos. En últimas ellos eran los que compraban, no dejaban entrar otros compradores. Y por lo menos en esta zona estaba un mando, y toda la merca tenía que comprarla ese man. Y si el man no tenía con qué, usted tenía que guardársela. Y si usted se iba donde otro man, tenía un problema. Le cobraban 200 por kilo. Resulta que una vez ese man no tenía plata. Pregunté y me dijeron que fuera adonde otro. Tocaba caminar harto, como unas seis horas. Tres subiendo y tres bajando. Abajo era a un precio y arriba era a otro. Si abajo se la pagaban a 1.300 el gramo, arriba se la podían estar pagando a 1.600, 1.700. Pero eso eran puras trampas. Yo fui a venderla allá arriba. Y le cuento que me salió completico para pagar las deudas. La verdad, la coca es un producto que solo sirve para cubrir los gastos. De quince millones que usted meta, saca dos milloncitos y eso es para reinvertirlo. Eso da como pa vivir pagando la remesa, el transporte, el combustible, los venenos pa las mismas matas. Después de que bajé de vender la coca, el comando de acá me mandó un muchacho para que le mandara los 200 por vender en otro lado. Y sí, tocó mandarle para no tener problemas. Era pues eleno, eran los Comuneros del Sur. Siempre estuvieron y siempre están. Igualmente, de ese tiempo a ahora ha cambiado mucho. Yo me salí de allá en el 2011. Lo que me pasó fue que me amenazaron. Me tuvieron como tres días retenido en una casa. Iba en el bote ese día, iba por combustible para la finca. Vi que bajaban por el río y me llamaron. Arrimé el bote y me subí al de ellos. Sentí que un man me puso la trompetilla del fusil en la espalda. Me empujó con el fusil y me dijo: «Seguí pa allá, gran hijueputa. Te ibas volando, ¿no? Te vamos a detener». Me metieron en una casa por tres días, hasta que el mando dio la orden y me dijo: «Lo vamos a mandar para su casa a que se vaya a trabajar, ¡pero a trabajar!». La verdad ahí ya no me sentí bien. Mantenía con ese presentimiento y con esa desconfianza. Ellos tenían la duda de que uno los fuera a aventar con el Ejército o alguna cosa. No vivía tranquilo. Hubo un tiempo en que incluso dejamos de cultivar la finca y me di como por vencido. Dije que apenas tuvieran un descuido me iba. La verdad no se podía salir de la finca, si no era con permiso. Pensamos en irnos a trabajar en una mina, donde un cuñado. Y nos fuimos pa allá. Y resulta que llegaron dos de ellos a la casa donde yo estaba. Los mismos que me habían detenido. Y yo, como le digo, mantenía con esa espina, con ese miedo. Vi que llegaron y estaban como desesperados porque no les cogía la señal de radio. Pensé que los habían mandado para hacerme algo. No le dije nada a nadie. Me fui. Me metí la billetera al bolsillo y una navaja. Me puse una camisa y me fui. Antes de eso había una cuñada que los recibió y estuvo hablando con ellos como para sacarles información. «¿Y ustedes a qué hora se van?», les preguntó. «Ah», dijo uno, «vinimos a hacer una vuelta; si la vuelta se da rápido, nos vamos, pero si la vuelta se demora, así mismo nos demoramos. Si hasta las doce de la noche nos toca estarnos, hasta las doce de la noche nos estamos». Eso quería decir, pensé en mis adentros, que si les daba papaya me iban a matar. Más tonto yo si me quedo. Dejé hasta el almuerzo servido. Llegué y salí por la cocina. Me metí al monte y los que salen a correr. Eran las once de la mañana. Yo no le dije nada a mi mamá. Salí y me fui. Caminé todo ese día. Bien tarde llegué a una casa de un vecino, de un amigo. Me quedé en esa casa y le pedí a mi amigo que no le fuera a avisar absolutamente a nadie. Oscureció bien y me hice detrás de la casa. Me quedé escuchando a ver qué decía la gente. La finca tenía hartos trabajadores, harto raspero. Escuché que alguien dijo que me iban a matar. Al rato salió un muchacho y lo agarré de la mano. Uy, el man se pegó un sustísimo. Como era amigo, le conté todo y le pedí que me llamara un conocido. «Llámelo a él calladito que no quiero que nadie se dé cuenta». Entonces él fue y lo llamó. En ese tiempo, el ELN y las FARC tenían un acuerdo para que nadie se les volara. Y el man era miliciano de las FARC, pero pues también era bien amigo mío. Me dijo: «A esta hora, motor que baje lo prenden a plomo de una. Ahí nos matan es a todos dos. Lo único que puedo hacer es darte posada, que te quedes aquí y mañana pasarte al lado de allá del río. Por ahí por esa montaña te vas pa dentro, hasta salir a Barbacoas». Me quedé ahí. En toda la noche, no pegué el ojo. Ante el mínimo ruido pensaba que eran los manes esos. No tenía valor de comer. Esa misma noche me acomodaron en un botecito con azúcar, Fresco Royal, una panela y una jamoneta. Dejé botado eso. Simplemente eché la panela en un bolsillo de la sudadera. Me pesaba hasta la camisa. En la madrugada me despertó un gallo a las cuatro. Mi amigo me ayudó a cruzar el río en una canoa. Estaba crecidísimo. De ahí me metí a la montaña. Tocaba subirse bien arriba. Era un cerro altísimo. Caminé hasta que comencé a bajar de nuevo. Escuché un bote. Eran ellos que me estaban buscando. Dejé que pasaran para abajo y seguí mi camino fresco. Caminé por dos días y llegué a la finca de un señor. Me le fui acercando con cuidado hasta que lo tuve cerca. Le pregunté si en el caserío que estaba cerca habría canoas de remo. Mi idea era retomar el camino en la noche, irme por el río. Me dijo «no, aquí no hay canoas de remo, y cuídese mucho porque a raticos andaban por aquí ellos». Al caserío del que hablaba llegué a las cuatro de la tarde. ¡Pucha, estaba cansado! Me metí en un montencito y me acosté. Escuché que llamaban a una señora Paula. Yo caí en cuenta: esa señora era familia de mi papá. Me salí del monte a ver dónde estaba su casa. Ella, apenas me vio, se asustó porque estaba suciesísimo. Le dije «buenas». «Uy», dijo ella. «¡Santo Dios! ¿Quién eres?». «Un cazador». «¿Y el arma?». «No, pues el arma tocó dejarla botada. Me perdí. Estoy con hambre, hasta las botas me pesan». «Entonces no eres buen cazador porque el buen cazador no abandona el arma». «Pero deme un permisito para subirme a la casa». «No, no te puedo dar permiso. No sé quién eres». «No pertenezco a ningún grupo, sino que simplemente le digo que me dé posada». «No». Pero no esperé que me diera posada, sino que me subí. No quería que la gente me viera. Ahí había milicianos de los elenos. Era un caserío a lado y lado del río. Entonces me subí a la casa y me metí así en un rinconcito oscuro, ahí me puse. Empecé a investigarla a ella. Le pedí que no me negara porque éramos familia. «Yo sí me imaginaba», me dijo, «porque aquí han llegado muchos volándose. Me ha tocado darles posada hasta que se pueden ir. Y aquí no se puede dejar ver de nadie, porque allá del otro lado están ellos». «Présteme uno de sus nietos para mandar una razón al lado de allá. Obligatoriamente me toca mandarlo a llamar al man, del lado de allá». El man pasó y hablamos. Solté el bote y me abrí al río como a las ocho de la noche. A las dos de la mañana iba cerca a Barbacoas. Toda la noche dándole remo. Bien allá, ya cerca del pueblo, me vieron. Un man alumbraba con una linterna. Me quedé quietico, como si fuera un palo que bajaba. Y el man alumbraba así, alumbraba pa ver si yo miraba. En Barbacoas llegué al Batallón del Ejército. Pues la verdad buscaba una protección. Me fue bien. Me dieron seguridad, lo que era alimentación, lo que era ropa. Y de ahí salgo a Tumaco, y de Tumaco voy a Ipiales, donde estuve como tres meses. En Barbacoas estuve tres días nomás. En Ipiales estuve tres meses. De ahí me fui a vivir a Pasto. En Pasto sí estuve como unos dos años. Después me fui al Ecuador, en el Ecuador estuve como un año y medio. Y aquí, la verdad, llevo como cuatro años. El resto. pues la he pasado así, en el Ecuador, en Llorente. Estuve en Pasto, después otra vez volví a Ipiales. Así. Providencia La casa me la dejaron destruida prácticamente, se llevaron lo que más pudieron. Yo estaba muy aterrada, lo único que hice fue meterme debajo de la cama. No sé qué tiempo pasó, perdí la noción del tiempo: no sé sí fue un minuto, una hora, un día. Me dolía la cabeza, estaba mareada, estaba full asustada. No escuchaba nada: ni ruidos de los vecinos, ni perros ladrando. «Bueno, ya habrán acabado con la cacería», pensé. En ese momento viene mi vecina, que estaba como a tres casas, y la veo sangrando. Nosotras atinamos a salir a la orilla del río. Pasaron las embarcaciones llenas de plátano, venían de cosechar. Un vecino que iba pasando con su canoa llena de plátano nos vio ensangrentadas y mojándonos con el agua. Sacamos los plátanos. Nos metimos y él nos tiró los plátanos, nos tapó hasta el cuello. Nosotras escuchábamos motores grandes: esos eran los motores de esa gente. Íbamos por el río Satinga, llegamos al pueblo. El que nos llevó nos dijo: «Tienen que quedarse acá. Voy a ver si hay un barco que vaya para Tumaco, para cualquier parte». Cuando llegué a Buenaventura, me contacté con mis familiares. Mis hermanos me dijeron que por ningún motivo fuera a llegar a donde ellos, pero me contactaron con una tía con la que muy poco tenemos relación. Ella vivía en otro barrio, muy lejos. Ella me recibió a mí, a mi amiga y a su niño. Después, ellos empezaron la búsqueda internamente de mi marido y de mi hermano. Me enteré de que los vecinos les comentaron a mi esposo y a mi hermano lo que había pasado, y ellos tiraron a irse también a Buenaventura. Cada uno se regó por diferentes partes. Como a los quince días supimos dónde estaban y pudimos reunirnos. Al final tomamos la decisión de salir del país porque no teníamos otra opción. Voy a quedarme donde me sienta segura Alguien me dijo que las personas que se habían desplazado se estaban yendo para Ecuador. Nosotros no teníamos idea de eso, pero fuimos a la Alcaldía. Ahí me entrevisté con el personero, y él me dijo que en Buenaventura no podían darnos un sistema de protección, que teníamos que ir a la Fiscalía, poner la denuncia y esperar que eso fuera aceptado. Nos dirigimos a la Fiscalía, pusimos la denuncia y no pasó nada. Nunca nos llamaron. Nada. Estábamos asustados, sin tener qué comer, sin tener para vestirnos. Estábamos viviendo de lo que nos podían dar nuestros familiares a escondidas. Teníamos miedo de que también los fueran a involucrar a ellos en cosas que no sabíamos. Yo le preguntaba a mi marido qué era lo que había pasado, y él no sabía absolutamente nada de lo que se trataba. Mi hermano tampoco. Yo no tenía ni idea. Entonces, bueno, empezaron a prestarnos una plata. Una prestamista que no estaba en Colombia. Nos pasaron cierta cantidad de plata con garantía de que nuestra familia tenía que pagar sí o sí. Con esa plata que nos dieron me vine para Ecuador. Yo salí primero porque no alcanzaba para todos. Mi vecina también tomó la decisión de venirse. Viajamos juntas. Salimos de Buenaventura a Cali en la noche, porque en el día no me atrevía a salir. Inmediatamente llegamos a Cali, alquilamos una pieza de hotel. Al día siguiente, saqué el pasaporte. Fuimos a buscar transporte y nos tocó estar todo el día en la terminal: dormí en la terminal, amanecí en la terminal. Cuando me monté al bus, respiraba un poco, pero no lograría respirar tranquila hasta que saliera de Colombia. Cuando llegué a la frontera como que me dejaron todas las emociones. Durante el viaje conocí a varias personas que también iban a Ecuador con el propósito de refugiarse. Ya no confiaba casi en las personas. Venía escuchando conversaciones porque a veces la gente habla de más. Así me di cuenta de que el grupo con el que íbamos no era como muy confiable para quedarme con ellos. A mi marido y a mi hermano les dije: «Voy a quedarme donde me sienta segura. Empiezo a trabajar y ustedes vienen adonde yo esté. El hecho es no es quedarnos en Colombia». En Ecuador no me sentía segura. Había muchos colombianos huyendo. Todavía me quedaba un poco de plata porque en los ocho días de camino solo había tomado té, café y galletas de soda y pan. Entonces me fui por Bolivia con la vecina y un caballero que venía en el mismo bus del que salimos de Colombia. Él venía buscando cómo salvar su vida. Nos le pegamos. Llegamos a Bolivia, y de Bolivia nos pasamos para Perú. En la frontera del Perú con Chile nos fue denegada la entrada a Chile. De allí nos pasamos para Argentina y por Mendoza llegamos a Santiago de Chile. Estábamos muertos en el terminal de Santiago. Hicimos vaca entre los tres y alquilamos un cuarto de hotel. Al día siguiente ya no teníamos plata para quedarnos en el hotel, así que teníamos que salir a buscarla. Ese día salí a caminar a la calle y mi vecina se fue por otro lado. El caballero también se fue. Teníamos que encontrar dónde quedarnos, con maletas y con todo. Gracias a Dios era providencia. Nos vieron caminando con las maletas y un caballero se compadeció y nos dijo «oigan, morenas, ¿están perdidas?». «No, no estamos perdidas. Llegamos de Colombia, no tenemos plata. Estamos buscando dónde dormir y pasar la noche». Él nos habló del lugar de Cristo. Yo me asusté porque nos dijo que allí estaban los drogadictos, los indigentes. Me asustó totalmente. Dije «prefiero dormir debajo de un puente». Seguimos caminando y regresamos por la misma calle porque era la que conocíamos. Vimos una pareja en un puente, con unos cartones. Les preguntamos si podíamos hacernos ahí al lado. Fuimos a la comisaría a preguntar qué podíamos hacer y los carabineros nos dijeron que podíamos volver al Hogar de Cristo, que eso no era así como el señor lo había explicado. Nos fuimos para allá y el mismo caballero que nos habíamos encontrado en la calle nos indicó por dónde era. «Les voy a rentar una pieza, yo arriendo piezas», dijo. «Nosotros no tenemos con qué pagarle, cuanto mucho nos quedan como 20 dólares». «Las voy a dejar dormir en la pieza por una semana, para que ustedes puedan buscar mientras tanto», dijo. ¡Qué bendición! El señor nos prestó un colchón lleno de pulgas. Nos moríamos de la piquiña en la noche. El frío nos mataba. Era marzo, pero veníamos de un clima caliente. Marzo para nosotras era invierno. Traíamos sábanas porque en Colombia uno usaba sábanas, no colchas. La noche más terrible que he pasado en mi vida fue en Chile. El señor nos dejó ahí, dijo: «Cuando cumplan el mes me pagan. Busquen trabajo y me pagan». Al día siguiente salimos a buscar trabajo. El primer mes que me pagaron fui a la feria y compré un teléfono de segunda, una carcachita. Todavía lo tengo guardado. Como unas tres, cuatro veces logré comunicarme con mi esposo y mi hermano. Durante esos primeros meses no dormía. Gané peso comiendo pan y gaseosas todos los días. En un periodo de tres meses pasé de 59 kilos a pesar 80. El estrés, la preocupación, la alimentación. Tiempos después, mi esposo pudo viajar. Yo ya estaba en una pieza organizada, tenía lo básico: una cama de una plaza, qué risa. Ahí dormimos los dos. Después llegó mi hermano, al mes siguiente. Dormíamos los tres en esa cama. Luego a mi hermano le dieron otra cama y una pieza. El señor que nos arrendó la pieza y que nos ayudó desde el primer día, le consiguió trabajo a mi marido y a mi hermano en la construcción. Yo llegué en el 2006. En el primer año estuve con permiso de trabajo. Al final tuve la cédula temporaria por refugio, que servía por dos años. Luego, con la estampa en el pasaporte de la resolución del refugio, obtuve el carné de residencia definitiva. Pasé muchas cosas malas en mi país, terribles, que no quiero ni recordar. En Chile igual pasé cosas terribles, pero he tenido bendiciones. La llegada Acá y allá Estudié trabajo social, pero me falta la tesis. Primero empecé a estudiar etnoeducación y desarrollo comunitario en Pereira y después me puse a trabajar en universidades en docencia con la Redif. En esta red de investigadores teníamos una cátedra abierta sobre desplazamiento interno forzado que funcionaba en varias universidades. A fines del 2008, empezaron a ser detenidas personas en Bogotá y otras ciudades. Amigos o conocidos de la época, de militancias o de activismos universitarios de la Distrital y de la Nacional. Personas con las que habíamos trabajado el tema del desplazamiento forzado, estudiantes, profesores. Algunos detenidos fueron interrogados en procesos muy turbios. En esa dinámica, un conocido nos dice que están preguntando por nosotros. Creo que fue un 22 de noviembre, que hubo unas capturas masivas en Bogotá. Así que dijimos «nos vamos». Mi hijo, que estaba estudiando en la Universidad Nacional de Bogotá, era el representante estudiantil. Empezaron a recibir amenazas de paramilitares. Él estaba trabajando con una organización de derechos humanos como pasante. De hecho, querían hacer unas presentaciones ante la Comisión Interamericana por la situación que se estaba viviendo en la Universidad. O sea, por el lado nuestro era sobre persecución judicial, y por el caso de él, sobre amenazas de grupos paramilitares. Un día mi hijo iba tarde para la casa, en un taxi, y una moto lo alcanza. Le golpean el vidrio, y el parrillero mete la mano debajo de la chaqueta y le hace como si le fuera a disparar. Entonces tomamos la decisión de irnos al Tolima. La familia de Diana tenía una finquita allá. Nos encontramos con el hijo para evaluar la situación y decidimos salir hacia Venezuela. No pudimos volver a la casa, quedaron los cinco perros abandonados. Nuestra intención inicialmente era permanecer en Venezuela porque era cerca. Pensábamos que era algo transitorio que se iba a aclarar rápidamente y que en el caso de que se demorara podríamos seguir haciendo algo desde Venezuela por la paz en Colombia. Fue muy curioso. Llevábamos varios años trabajando sobre la temática del desplazamiento forzado, migración y refugio, y teníamos toda la teoría en la cabeza. Esa fue la contrastación empírica de lo que nos enseñaron. Diana tenía una hermana que la convenció de que nos fuéramos a Argentina. En medio del desespero le dije: «Sentémonos y miramos un mapa, eso es atravesar medio continente». Fueron dos semanas cruzando Brasil. Utilizamos la ruta que hoy están haciendo los venezolanos: de Santa Helena a Boa Vista. y de Boa Vista a Manaos. Nos fuimos en la chiva que flota. Nos agarró el mal del viajero, de todo. Y la angustia en Brasil era: «Y si no nos dejan entrar, ¿qué hacemos? No podemos volver a Venezuela, no podemos entrar a Brasil. ¿Nos quedamos a vivir en la línea y aprendemos a hacer artesanías?, ¿¡qué mierda vamos a hacer!?». Cuando llegamos a Argentina, el temor era que no sabíamos si Argentina había ratificado el acuerdo Mercosur con Colombia. Llegamos y lo curioso es que ahí fue cuando nos deprimimos. Primero estuvimos contentos por la familia, por el reencuentro con el hijo, pero vivíamos el día a día. Nos la pasábamos calculando la ruta para el día siguiente, contando la plata, comunicándonos. En Buenos Aires no teníamos nada qué hacer. No había nada en el apartamento: una heladera, unas sillas, un colchón, cortinas. Nos cagamos de frío ese primer invierno. Se enfermaba uno, después el otro. Por suerte, nos empezamos a turnar la depresión. Esos fueron los momentos más duros. Todo lo que se pierde con la familia ya no se recupera, y más cuando es un exilio prolongado. Uno se envejece, la familia se envejece. Hay familia que muere y uno no está. Esas cosas duelen. Vienen muchas cosas asociadas, hasta la culpa. Nosotros estábamos en Argentina, pero había gente que estaba allá. Tienes el corazón y la cabeza allá, y la vida acá. Nos preguntábamos: «¿Compramos cama?». «No, no, eso ya se va a resolver, ya nos vamos, ¿para qué?». A los tres años compramos la cama.
Éxodo
Éxodo Bueno, yo en la vereda La María nací. Allí crecí, ahí voy. Son 50 años vividos, esa es mi edad. Hemos tenido algunos altibajos, no hemos estado de manera permanente dentro del predio, no por voluntad, sino por situaciones del conflicto armado. La historia que le voy a contar es que me desempeño como campesino, ¿no?, en las labores del campo. Ese es mi desempeño como tal, y siempre es lo que he querido continuar. Estar dentro de la parcela ejerciendo lo que toda la vida he venido ejerciendo. Me parece algo como muy digno trabajar la tierra, estar en el medio de la naturaleza, en fin. Pero eso sí: con el anhelo de vivir una vida como chévere, como una vida integrada. No importa la cultura, ni el credo del uno o del otro. Que nos relacionemos bien, ¿sí o qué? Al fin y al cabo, pues todos somos hijos de Dios. Y tener una buena relación con todos los seres y las especies, porque a veces somos como un poco tiranos con algunas especies. Sin darnos cuenta le damos el uso que no es debido a la naturaleza, a la tala indiscriminada, en fin, tantas situaciones que también inciden en una crisis, ¿cierto? Pero para no salirnos del tema, lo que me preocupa es que hace muchos años se habla de un conflicto, ¿cierto?, y estamos aún en un conflicto. Es que no podemos decir de que eso solo sucedió en la época del desplazamiento. Yo me desplacé por la incursión de grupos paramilitares y guerrilla (y, entre paréntesis, pues también del Ejército). Tres actores armados. Eso aconteció en el año 99, estando en la vereda La María. Recuerdo muy bien que en esos días estábamos en un lugar de la vía. Estábamos en una fonda cuando vimos unos panfletos. Sí, así pues, yo recogí uno de esos panfletos y un señor que estaba ahí con nosotros también. Un señor muy entregado a la comunidad. Entonces miramos ese panfleto, recuerdo muy bien. No sé si tenga una copia porque con el desplazamiento todo esos archivos, todas estas cosas, todo eso desapareció. Por decirlo de alguna manera, se deterioró por la soledad, en fin, los roedores, en fin. Desapareció mucha información, solo queda lo que yo recuerdo. En el panfleto decía de que «Guerrilleros, o se colocan el uniforme o se mueren de civiles. O se unen a las AUC o de no hacerlo serán objetivo militar de las mismas. De hacer caso omiso entonces tendrán 24 horas para abandonar la zona». Eso lo recuerdo yo, mejor dicho, como el día de hoy. Mirando la situación pasamos a decirle al uno, a decirle al otro «bueno, qué hacemos, qué hacemos». Porque ya por estas veredas cercanas habían sucedido barbaries, ya habían descuartizado personas con motosierra y todo eso. Sabíamos que eran los grupos paramilitares que venían, pues, disputándosen dizque el territorio con la guerrilla, con las FARC. Allí fue donde dijimos: «No, pues lo primero es la vida. Lo otro, bueno, ya se verá. Pero primero la vida, uno sin vida qué, ¿cierto?». Entonces llegué a mi casa y le dije a la familia. En ese momento habíamos como unos seis miembros de la familia, ya los otros se habían ido cuando empezó el conflicto. Eso fue mucho más antes. Sucedió que muchas familias se fueron dispersando. Los que se quedaban se quedaban porque pues había algo que los amarraba, ¿no? De pronto los hijos, de pronto el predio, ¿cierto? Se quedaban con el temor. En mi caso, muchos de los familiares se fueron dispersando. Pensaba «no, esto es mejor pensar en irse; ojalá hasta abandonar este país porque al paso que vamos en cualquier momento uno pierde la vida, y ya uno muerto pues ya qué. Aunque se sepa qué fue lo que sucedió, pues la vida no retorna». Entonces pedimos ayuda al señor personero de Tuluá para que nos enviara protección y vehículos para salir. Y sucedió de que entramos como en un acuerdo y eso fue masivo, sucedió masivo. Fue acá en Puerto Frazadas, Barragán, Santa Lucía, El Monteloro. En el 99, en fin, resumiendo un poco el tema.
Recuerdo que se veía la fila, el éxodo masivo, perritos por ahí buscando los amos, la gente
Recuerdo que se veía la fila, el éxodo masivo, perritos por ahí buscando los amos, la gente dejando todo, huyendo; volquetas a las que no les cabía ni una persona más. Lo único que me llevé recuerdo fue lo que cogí, la guitarra. ¡Esa sí me la llevé! Pero a los pocos kilómetros traqueó como una coca de huevo y no quedó nada. Como íbamos tan amontonados... La misión era salir porque no había tregua. Si nos quedábamos, perecíamos, aunque no hubiera razones para hacer lo que ellos venían haciendo. Una gente armada y desadaptada. Su misión era sembrar el terror. Cuando llegamos a Tuluá, llegamos a un punto que se llama El Coliseo. Se contabilizaron 5.000 personas, eso recuerdo, que eso quedó en el censo: 5.000 personas. Tres, cuatro, seis noches nos tocó casi a la intemperie. No había cómo abrigarnos, era un zancudero. Ahí se deleitaron, nos repartieron los zancudos. Y pues allí ya empezó a llegar personal, ayudas humanitarias, psicólogos, oenegés, comisiones. El caso mío fue muy delicado. Yo tengo una hermana que cuando se inició el conflicto, antes del 99, debido a los episodios que le tocó vivir, entró en un problema de estado mental, ¿sí me comprende? Ella se descompensó mentalmente. No sabría decirte si eso sería un trastorno mental, psicológico, trauma, en fin. Lo cierto es que, cuando el desplazamiento, pues ella se descompensó. Imagínate, empecé a luchar con esta hermana, sin saber qué hacer. En medio de toda esta multitud tomamos la decisión de encerrarla en un baño. Amarrarla con alambres. Un equipo periodístico hizo todo el reportaje del holocausto que le tocó vivir a mi hermana. A ella el cuerpo se le enfrió, se le puso morado. Una de mis peticiones era que mi hermana tuviera un lugar digno donde pudiera estar, ¿cierto? Yo argumentaba que mi hermana necesitaba ser intervenida en un sitio especializado para personas con este tipo de problema o de enfermedad, ¿cierto? Representaba un peligro para un niño, bueno, para todos, incluso para ella misma. Pues no, eso transcurrió y transcurrió el tiempo y las respuestas que yo recibía eran que, desde que existía la medicina, no había un lugar en el mundo para personas con esta condición. Solamente se le daba un control. La paciente era intervenida y luego debía de volver a su familia, porque ni modo volver a su casa. Nosotros no estábamos ni en la casa, ni en la parcela, ni nada de eso. Así acontecieron varios años, como unos cinco años. Hasta que por fin se hizo la documentación y se tomaron las medidas del caso, eso porque entutelé, ¿sí? Esa acción de tutela que fue la última, porque yo hice varias. En medio de esta situación, pues yo fui como construyendo más argumentos. Lo que yo veía era que mi hermana estaba viviendo una situación infrahumana, se estaba muriendo, ¿cierto? Yo argumenté el derecho a la vida; ese derecho prima sobre todo. El derecho a la salud, el derecho a una vida digna, el derecho a una rehabilitación. El derecho a un lugar digno donde ella pudiera sobrellevar la situación que la aquejaba. Bueno, ganamos esa acción de tutela y vinieron desde Cali. Ahí sí, en pura carrera. Empezaron a intervenirla, pero cuando estaba compensada la devolvían al lugar. ¿Adónde? Al coliseo. Y se decaía de nuevo.
Yo no te puedo seguir más
Yo no te puedo seguir más Raquel Primero fuimos amigos. Fuimos amigos dos años. Después comenzamos la relación de noviazgo, pero ¿cómo lo conocí? Nunca me recuerdo cómo lo conocí.
Alberto
Alberto y a Otoniel. Había una preocupación en la comunidad de que hubiera una masacre. También se dieron muchos enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército. La guerrilla llegaba con mucha frecuencia a la vereda. No se quedaba. Llegaban a la comunidad a buscar alimentos, hacían hasta fiestas, pero nunca vivieron ahí. En el año 2001, el 5 de abril del año 2001, se presentaron unos paramilitares con unos panfletos donde le daban 48 horas a la comunidad para que desocupara. Y si no lo hacía, la sacaban ellos mismos. Les decían sapos, guerrilleros y colaboradores de la guerrilla. La comunidad se desplazó en su totalidad. Una parte se vino para San Basilio de Palenque y la otra se fue para San Pablo y se reubicó en el sector denominado La Pista, que era una pista de aterrizaje donde ya vivían unos bongueros del desplazamiento del 2000. Y los que cogimos para acá nos metimos en el colegio de bachillerato de San Basilio de Palenque. Al llegar al colegio, la comunidad se rebotó porque los estudiantes no podían recibir clases en el colegio porque lo habíamos ocupado en su totalidad. Un día se presentaron los señores de la Infantería y quitaron los panfletos que nos habían enviado. Quitaron algunos, hubo otros que la gente escondió. Nos reunieron en la iglesia y nos pidieron que nos retornáramos, que ellos nos iban a armar para defendernos de la guerrilla. La comunidad no aceptó. Luego un día se presentó el padre Rafael, que era el director de Pastoral Social. Habló con nosotros, nos dijo que consiguiéramos un sitio para comprarlo. Hablamos con el señor Genaro y logramos comprar dos hectáreas y media de tierra. Vino una ONG, MPDL, y nos construyó unas viviendas de bareque, techo de zinc. Y aquí estamos hoy, con un 90 % de las viviendas en material, muy calientes. El Gobierno nos ofreció vivienda arrendada por tres meses, pero la comunidad no aceptó porque dijo: «Después que se cumplan esos tres meses quedamos en la calle». Antes del desplazamiento, La Bonga semanalmente metía dos o tres camiones cargados de yuca, ñame, maíz, fríjol. Toda la agricultura iba para Cartagena y hasta Barranquilla, y una parte la vendían aquí. Eso fue cuando se construyó la vía carreteable, porque antes las cosechas las sacaban a lomo de burro, de mulo. Una parte venía pa Palenque, otra para Mampuján, y otra para San Cayetano. Pero cuando abren la vía, el bonguero comienza a hacer cultivos más grandes. El que hacía un cuarterón, hacía una hectárea; el que hacía una hectárea, hacía dos. Las cosechas fueron mejorando. Con el desplazamiento, la gente aguantó un año para irse para La Bonga a trabajar. Unos pocos fueron a recoger lo poco que habían dejado allá y se regresaron. Pero la gente ya no podía producir de igual forma. De Palenque a La Bonga hay aproximadamente 10 kilómetros y el recorrido es muy largo para ir a trabajar, cultivar y venir a dormir. Hoy, el que produce en tierra arrendada hace muy poco. Hace cualquier cosa para sobrevivir. Los territorios de La Bonga quedaron abandonados hasta ahorita que estamos volviendo nuevamente. Solo un 10 % o un 15 % está yendo a cultivar. El otro porcentaje tiene cultivos por aquí en tierra prestada, arrendada o jornaleada. El bonguero antes del desplazamiento no usaba plata, pero vivía como rico. Vivía como rico porque en cualquier patio de La Bonga tú encontrabas 50, 60 gallinas; pavos, patos, cerdos. Hacían cultivos grandes y los niños eran felices. La gente no pasaba hambre, aun cuando no usara plata en el bolsillo. Después del desplazamiento fue desapareciendo la presencia de los actores armados en el territorio. Algunas personas decían que los habían visto, pero ya uno no se encontraba con ellos ni con el Ejército. Pero la gente seguía con temor. La vida como un libro Allá la primera responsabilidad fue que me entregaron un revólver, como a los seis meses. Desde el momento que uno ingresa, le toca buscar un nombre diferente. En ese tiempo yo me llamaba... se me olvidó... Martina o Marti. Eso fue en el 2000, después de la zona de distensión. Allá tiene uno que pedir permiso, eso me sorprendió. Si usted va ir, pongamos, al chonto, tiene que pedir permiso para bañarse. Si uno quería ir a la tienda, tenía que pedir permiso. Una vez me fui y cuando regresé el que estaba encargado me pegó una vaciada. «¿Y esta qué se hizo? Por orden pública nosotros tenemos que saber para dónde coge, ¿qué tal la hubieran matado?». Entonces sí tenían las razones, tábamos en peligro. En el entrenamiento nos hacían hacer armas de madera y las cargábamos para todo lado. Como uno no está acostumbrado, la dejaba botada. Usted dejaba el palo botado y lo podían sancionar. Así fuera un pedazo de madera, pero era el arma, imagínese cuando nos dieran las armas verdaderas... Una vez nos hicieron dos grupos para ver quién emboscaba a quién. Me acuerdo tanto, uno con esos palos haciéndose el que disparaba. A mí me causaba era como risa, a mí me parecía que estábamos era jugando, y era ríame y ríame. Nos pegaron fue un regaño: «Es que estamos en entrenamiento y lo tiene que coger en serio». Me cambiaron, me mandaron para otra parte. Como al principio del 2002 me tocó con otro comandante que se llamaba Sergio. Él sí era de guerra. Era otra cosa. Me tocaba andar harto con él, prestar guardia. Prestar guardia a mí me daba miedo. Después de medianoche, a partir de las doce de la noche, me daba miedo. A uno le toca solo, con el relevante a veces, pero más que todo sola. Cualquier bulla, o sea, cualquier animal me parecía que era el enemigo. Todo iba bien hasta que me metí con él. Creo que se imaginaba que estaba planificando, no sé, pero yo no estaba planificando. Me di cuenta como a los tres meses. Cuando nosotros andábamos, me asfixiaba mucho. Sentía que la barriga me estaba creciendo y todo eso. No había dicho porque, pues, lo sancionaban a él. Él era el comandante, el que tenía que ponerme a planificar. En ese tiempo no sé cómo hizo mi mamá para dar con dónde estaba yo. Y entonces pues habló. El comandante le dijo que yo estaba embarazada, que no se hacía responsable de nada porque yo había tomado la decisión. Mi mamá dijo: «Si me toca criar mi nieta o mi nieto, yo lo crío». Estuve en la casa todo ese tiempo, los nueve meses. Nació la niña y mi mamá se hizo cargo porque pues yo no sabía cómo. Tenía quince años. La niña se la dejé a mi mamá y seguí trabajando con la guerrilla, pero ya no en el monte, sino cuando ellos me mandaban a llamar. Me iba y estudiaba en la ciudad. Allá terminé el bachiller, estuve trabajando en casa de familia. En Bogotá me tocó negar mi tierra porque una vez, trabajando en uno de esos condominios finos, la cucha me preguntó de dónde era. «Del Huila». «Usted es vecina de los terroristas, de los guerrilleros». Ni modo de decir que soy del Caquetá. Eso comienzan a rechazarlo mucho a uno. Me regresé otra vez para acá y terminé el once, seguí con la guerrilla. Al papá de mi otro niño lo recogieron y pal monte otra vez. Yo me fui con él. Me tocaba ranchar, prestar guardia. Cuando me mandaron a llamar a una casita: llegué de noche, entonces vi a un cucho ahí. Pensé que era el dueño de la casa. Me saludó, me dio la mano. Le pregunté por dos muchachos que me solían esperar, y salió mi socio y otro muchacho. «¿Es el dueño de la casa?», les pregunté. Me dijeron que no, que era un señor que estaba ahí. Me dijeron que nos teníamos que cambiar de campamento y nos tocó irnos para una montaña, así, lejos. Volver a construir, hacer cambuche, la rancha y todo eso. Estuvimos como quince días en esas. Estando ahí llegaron dos peladas: una señora y una muchacha –demostraba dieciséis o diecisiete años, porque ya era encorpada–. No puedo decir que eran secuestradas porque no mantenían amarradas y el señor no estaba amarrado. En ese momento me enteré que había caído mi hermana en la cárcel. La que se había ido a la guerrilla cayó en la cárcel primero que yo. Y también cogieron a mi socio. Pedí permiso para verlos. Estando en todo ese voleo, escuché por las noticias, me parece, que habían capturado a mis compañeros y que habían cogido tres secuestrados. El señor de la casa y las dos muchachas que había visto. Yo quedé desamparada, no sabía ni qué hacer, ni pa dónde coger. Me puse a trabajar en una casa de familia, me puse a trabajar. La señora me ponía a hacer cosas pesadas y me sentí como ojerosa, me dolía mucho por acá y todo eso. Un día comencé con un dolor bajito, entonces le comenté a una amiga. «Mamita, usted tiene pura cara de embarazada», dijo. Me hice la prueba esa de embarazo, y embarazada. Me vine otra vez para acá, estuve hablando con el comandante. «Mija, lo mejor que usted puede hacer es que espere a ver qué pasa. Estese por allá donde su mamá o si quiere estarse con nosotros, estese con nosotros. Porque sí, claro, los cogieron a todos. Usted ya debe tener orden de captura». Le dije: «Entonces yo me voy pa Huila a trabajar, a estar pendiente de mi socio y de mi hermana». Como a los dos meses entré donde mi hermana. Unos señores de civil con chaleco –no me acuerdo si decía «Gaula» o «CTI»–, una muchacha y un muchacho, me dijeron: «Martina Bautista, queda capturada». Pa la cárcel. Mi embarazo fue los nueve meses allá, en la cárcel. No es como estar afuera con las vitaminas, con las cosas. Allá no, allá la comida es prácticamente como se dice pa los marranos. En la guerrilla usted se acostumbra que se hacen los frijoles bien espesos con plátano. En la cárcel, esos frijoles son aguados. Todo el embarazo comí mal. En la guerrilla usted está acostumbrado a que la yuquita, a que la papa. En la cárcel eso todo morado. Pues seguro el Gobierno consigue la carne más barata porque con tanto preso... La otra niña mía se crio con la abuela, con mi mamá. Pero ella se mató estando yo en domiciliaria. Salí de domiciliaria a tener el niño y la niña me la llevé para Huila, la puse a estudiar y se consiguió una amiguita que la estaba enseñando a meter bóxer y eso. Una vecina me dijo que no la dejara andar con una muchacha que me la estaba pudriendo. Mi hija tomó la decisión de tomar veneno y quitarse la vida. Mi hija iba pa los catorce años, para esta época tendría unos diecisiete. Ya el año entrante son cuatro años. Me toca traérmela pal cementerio de la familia porque ya me entregan los restos. Estando en domiciliaria metí al niño a un jardín para irme despegando de él. Sabía que en seis meses me iban a llevar otra vez para la cárcel. Pasaron los seis meses. Me acuerdo tanto que a mí me dolió la barriga, me dio dolor de cabeza. Dios mío, cuando llegó el del Inpec me dio soltura. «Espere que vaya al baño», le dije al desgraciado que había ido a recogerme. Me dio hasta vómito. Como era recochero el muchacho ese, me decía: «¿No será que la preñaron otra vez?, ¿no será que se preñó para que no se la lleven?». Se estaba burlando de mí. A la final el juez no había mandado la orden de que me llevaran. Él solo había ido a que yo le firmara que estaba en la casa. Yo no sé, yo digo que Dios me dio una manito. Me dieron suspensión domiciliaria. Todo el tiempo aparecí como con domiciliaria, todo el tiempo. La relación con mi marido se acabó. Yo distinguí un muchacho civil y me metí con él y todo eso. Ahí ya quedé embarazada de la bebé, una bebé que tengo donde mi mamá. La niña tenía un año y mi hija hacía siete meses que se había matado. Yo tenía una condena de diecisiete años con siete meses. Entonces me llama el abogado y me dice: «Mija, pues la semana entrante es la audiencia del fallo, o sea, que la condenan ya. Tiene que irse preparada que le derrocan la domiciliaria y para la cárcel». Cuando me condenaron a los 42 años, ese día, yo sí quería era morirme. Me metieron secuestro, rebelión, porte ilegal de armas. Bueno, esa la tumbaron porque si me metían rebelión no me podían meter porte. No sé por qué metieron esas cosas si a mí no me cogieron en armas, sino saliendo de la cárcel. Yo no puedo decir que en la guerrilla me tocó matar. En combate sí estuve. Yo estaba recién llegada y me dijeron que sacara equipo, pero no puedo decir que me haya tocado disparar. Más que todo la pasé fue en la civil, pero nunca le hice mal a nadie. Me condenaron, me revocaron la domiciliaria, y yo buscaba era matarme. Estaba hasta escribiendo un libro para contarle a mi mamá por qué me quitaba la vida. Una pelada, una amiga, leyó ese libro. Ella habló con la guardia y le dijo que yo estaba pasando por un momento crítico, que no me dejaran tanto sola, que si era posible me sacaran a psicología. La guardia colaboraba mucho. Me decía: «Métase a estudiar, mire». «¿Pa que estudió si me voy a quedar hasta los 62 años acá?». Con lo del proceso de paz y todo, entonces comenzaron a decir en las noticias que los que estaban en las cárceles por guerrilleros, por rebelión, podían salir. Sentí como que volví a vivir. Comenzaron a llegar los listados. En el primero no estaba yo. En el segundo tampoco. Solo aparecí hasta el último. Dicen que me reconoció un comandante del Frente 25. No sé quién sería porque la verdad no lo conozco. Se dio el Acuerdo de Paz. Películas de Vietnam Antes de que llegaran los grupos armados, Mitú era un pueblo muy sano en todo el sentido de la palabra. Todos nos conocíamos y nos colaborábamos, era muy tranquilo. Más o menos en la segunda mitad de los años 80, por ahí en el 86, es cuando comienzan a aparecer los actores armados, los primeros brotecitos de las FARC. Pa esa época yo era un niño, tenía 9 o 10 años. Me acuerdo que en el 88 hubo una primera toma de las FARC; escuchábamos los metrallazos, todo. Mi mamá lloró mucho. Estábamos asustadísimos, nos tiramos al suelo, en una colchoneta. En la madrugada ellos hablaron por megáfono. Se identificaron que eran de las FARC y les pedían a los señores policías que se entregaran. Más o menos a las ocho de la mañana se van, como si no hubiera pasado nada. No hubieron muertos ni secuestrados. Heridos sí, solo que no graves. En el año en que me gradúo del colegio, en el 97, decido estudiar ingeniería industrial. Me presento a la Universidad Libre y paso. Pero en eso me recluta la Policía. Yo estaba en Bogotá – estudié octavo y noveno allá–, cuando resulté en la lista de la Policía de Mitú. Debía presentarme. Ni siquiera era la lista de la Policía, sino del Ejército, solo que me dieron la oportunidad de escoger entre la Policía y el Ejército, y como yo le tenía mucho miedo a eso, dije «voy para la Policía, que es lo más fácil». Luego ocurre lo de la segunda toma. Esa segunda toma pasa en el 98. Para entonces, yo llevaba por ahí diez u once meses prestando servicio, y ahí fui secuestrado por la guerrilla. El día anterior había hablado con mi teniente y él me dijo «le voy a dar permiso, pero necesito que vaya a la finca y me lave cinco caballos porque tenemos una actividad mañana con los niños del pueblo». Me fui a la finca a lavar los caballos y como a las once ya tenía el día libre. Como a la una de la tarde me estaba duchando cuando escucho unos tiros, ta, ta, y luego un rafagazo. «Esto se escucha cerquita, viene de la Policía, seguro están en el polígono». «No, no puede ser. Hoy no hay nada de eso». Cuando me di cuenta fue que pasó la patrulla, hubo un enfrentamiento. Mataron al muchacho de la Policía que cuidaba la finca. Nosotros éramos 30 auxiliares y 90 policías; 120 en total. Los guerrilleros eran casi 2.000. Y aunque nosotros teníamos conocimiento de que la guerrilla se nos iba a meter, la respuesta de Bogotá había sido que «tranquilos, que eso no va a pasar», y nos mandaron un refuerzo de veinte policías un mes antes. Luego vino la tragedia. Más o menos la toma comenzó a las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. La guerrilla le echó candela a la estación para quemar vivos a los policías. Yo tenía mucho miedo de que vinieran a buscarme. Y así pasó, me tenían en la lista. Me sacaron, me amarraron. Un guerrillero me pone una pistola en la cabeza, me dice que me arrodille. Se me hizo un nudo en la garganta, pensé que me iban a matar. Nos llevan a otro lado y cuando llego allá veo seis compañeros amarrados. Fui el séptimo en ser cogido. Cuando se acaba todo, nos encontramos todos los secuestrados, los 61, todos policías. No sabíamos qué iban a hacer con nosotros, empezó el calvario. Yo duré tres años allá. El primer día iba en sandalias, llegamos a un sitio donde nos hicieron montar en unas lanchas grandes, amarrados de las manos. Nos pusieron un plástico encima. Esa lancha estaba llena de estiércol de marrano, nos hicieron sentar a todos encima de mierda de marrano. Llegamos a un pueblito y un amigo policía me prestó unas botas que tenía hasta que la guerrilla nos dio la dotación de ellos. Quedamos uniformaditos con botas de caucho, revueltos, como visten los guerrilleros. Estando secuestrados nos comentábamos todo lo que había pasado. ¿Cómo murieron los compañeros? El primer cilindro de gas cayó a las siete de la mañana, en el Comando. Ahí fue cuando murió el primer patrullero. Murieron 18 en total. El combate duró aproximadamente doce horas, hasta que se acabó la munición. Y ya secuestrados, nosotros estuvimos catorce días en Vaupés, y de ahí nos tocó caminar varias veces y estar en varios campamentos hasta que llegamos a la antigua zona de distensión. Recuerdo al comandante que más mal nos trató, que una vez nos mandó arroz con vidrios. No nos lo comimos y en represalia nos dejó una semana sin bañarnos. Ese mismo arroz nos lo mandó durante una semana. Solo hasta que llegó otro comandante fue que pudimos comer carne. ¡Todos los días! Y nos pusieron una antena de Sky con la que podíamos ver noticias al mediodía. Y como teníamos radiecito, entonces escuchábamos los mensajes de los familiares de los secuestrados. Eso sí, nosotros no nos perdíamos ningún programa. Mi familia me malenseñó porque todos los santos días me mandaron un mensaje, y el día en que no decían algo yo me preocupaba. De hecho, una vez a las cinco de la mañana, ya se iba a acabar el programa y no me había llegado ningún mensaje, y yo ya estaba angustiado. Por allá mi hermana como a las cinco y pico dice «un mensaje para mi hermanito», y a mí me dio alegría. Uno se quedaba hasta que el familiar le diera el mensaje, y se iba a dormir. La convivencia entre nosotros, los secuestrados, era muy dura. Era un encierro fuerte y todos éramos muy diferentes. Había muchas peleas, nos agarrábamos a golpes por cualquier cosa y por eso nos encerraban en un calabozo 24, 48 horas. Nos amarraban de pies y cabeza; nos echaban tierra y agua de noche; no nos dejaban dormir. En el día a día hubo un tiempo, incluso, en que nos pusieron a trabajar. Nos ponían a hacer trincheras. Nos tocaba con pico y pala. Nos llevaban en grupos de a diez, de a quince, y nos turnábamos de a dos horas. A todos nos tocaba, a todos. Ya cuando cumplimos el año como que le perdimos el miedo a la guerrilla. Éramos un grupo grande y ellos no entraban adonde estábamos nosotros. Nos dejaban la comida en la puerta y cerraban rápido. Estábamos encerrados con alambre de púa, en unas casas con candados y toda esa vaina. Los primeros días estuvimos amarrados así como en los campos de concentración. Para dormir cada uno tenía derecho a dos tablas, y encima de las tablas se ponía un plástico como para que fuera acolchonadito. Ahí dormíamos. Uno se acostaba ahí o en la hamaca. Eso era básicamente lo que se veía en las películas de Vietnam. También nos hacían desnudar, nos quitaban todo para requisarnos. Aunque nosotros sí teníamos cosas. No era para pelear ni nada de eso, sino que hacíamos artesanías para quemar el tiempo. Hacíamos cuchillitos con pepas de monte, y los esferos los bordábamos con el nombre de cada quién. Al momento de mandar pruebas de supervivencia a los familiares enviábamos mensajes. A mi mamá le envié uno que decía «Mamá, te amo». Ella sabía que era de mi parte, le llegaba bordadito. Escribo bastante, y mientras estuve allá mi hermana también me mandaba unas cartas de diez, quince páginas. Yo le contestaba igual. A nosotros nos gustaba escuchar un mensaje alegre, porque era mucha la tristeza que había allá. Aunque lo más duro no era tanto el mensaje, sino hacerle creer al que está afuera, al que está en libertad. Porque la familia de uno no sabe cómo está uno. ¿Está enfermo? ¿Comió? Es más duro para el familiar que está afuera que pal que está secuestrado, eso lo aprendimos en ese tiempo. Y yo tenía un diario en el escribía lo que me pasaba: que amanecí tal, así como enfermo; que me acordé de mi mamá; lloré, estuve contento; hice tal cosa. Escondía mis hojas porque ese era mi tesoro más grande, pero lo encontraron y me lo quemaron. Cuando cumplimos dos meses de secuestro, tuvimos una grata visita. Fue la única vez que vimos a un civil. Llegó el Defensor del Pueblo con una comitiva y él fue el que nos regaló los radiecitos y toda esa vaina. Él trató que nos dejaran libres, pero no se pudo. ¡Cuando ese señor se fue, fue tan triste! Casi todo el mundo lloró. Iban por nosotros y no se pudo concretar. Yo no lloré. Uno lloraba sin que nadie se diera cuenta. Uno viendo llorar a todos sus compañeros era bajar la moral. Uno lloraba solito. Aunque el día y la carta más triste fue la última que escribí quince días antes de mi liberación. Ese día le escribí la carta más triste a mi mamá; me fui pa bajo, se me acabó la moral. Aunque siempre he sido un hombre muy alegre y me he considerado muy fuerte, me derrumbé completamente. Estábamos aburridos, cuando llegan los de las FARC y nos dicen «muchachos, les tenemos una noticia muy buena: hemos firmado un acuerdo humanitario y vamos a liberar a 63 uniformados como gesto unilateral –el grupo de nosotros éramos 61–. De este grupo, vamos a liberar ocho. Aquí tengo la lista». Faltaba un cupo y yo creo que todos esperábamos. «¡Que sea yo!, ¡que sea yo!». ¡Preciso no era yo! Apenas ocurre eso, me acordé de mi mamá y se me nubló la vista. Ese día fue el más triste de mi secuestro. Entonces le escribí una carta a mi mamá con el estado de ánimo así. Los que quedamos allá, quedamos vueltos nada. Nos dio la malparidez existencial. A los pocos días llegaron al campamento y nos dijeron «muchachos, les tengo otra buena noticia: vamos a liberarlos, esta vez no hay lista. Se van todos, pero toca esperar unos días mientras se da la orden». Pasaron diez días hasta que nos levantaron y nos hicieron uniformar. Mi hermana me llamó por la antena y me dijo «papito, lo estamos esperando. Sabemos con mi mamá que viene pa la libertad». Eso fue para mí el regalo. Y claro, mis amigos ese día me tiraron a un río y eso hubo desorden. A la guerrilla no le gustó, pero nosotros ya sabíamos que íbamos pa la libertad. Nos encontramos con otros secuestrados y hubo abrazos y llanto sin conocernos. Ellos nos llevaban tres meses más de secuestro. Uno de los comandantes nos felicitó por el tiempo que llevábamos y nos dijo «los que se quieran quedar con nosotros, las puertas de las FARC están abiertas». Pero no se quedó nadie porque con nosotros no aplicó el dichoso síndrome de Estocolmo. En el caso mío, yo le cogí mucha más bronca a esa gente y le cogí más cariño a la Policía. Como será que cuando fui secuestrado, yo estaba prestando el servicio a la fuerza. Iba a estudiar ingeniería industrial, pero cuando salí ya no quería estudiar eso. Inmediatamente me fui a la Escuela de Suboficiales y le cogí cariño a la institución. Ese día en que nos dijeron «ustedes se van todos, sin excepción», fue el momento de más alegría. Mi mamá me cogía, me abrazaba, me daba picos. Secuestrados, habíamos quedado cuatro primos. El que salió muy mal llegó con problemas psicológicos, muchos. No quería estar con la gente, sino que buscaba estar como entre el monte, entre los árboles que hubiera. Allá llegaba y se paraba. No quería nada y tuvieron que hospitalizarlo. Las primeras noches para mí fueron muy difíciles. Es que después de estar tres años allá, el silencio, el miedo; «toca acostarse, no se puede prender la luz porque de pronto el avión nos detecta». Y llegar aquí afuera y acostarse común y corriente donde sí hay luz, bulla. Uno se acostaba y si escuchaba pasar un avión, se asustaba. Por la psicosis de estar recién liberado, uno pensaba que era el avión de la Fuerza Aérea que iba a bombardear. Escuchaba pólvora y uno se imaginaba que lo iban a matar con un cilindro o una granada. Uno imaginaba tantas cosas, pero no. A mí eso me pasó poquito, digamos que unos días. Pero hubo compañeros a los que les duró mucho tiempo. Aunque han pasado 21 años, yo creo que apenas lo estoy superando; no lo he superado del todo. Todavía no soy capaz de sentarme con un guerrillero o con un exguerrillero a conversar, a tomarme un tinto, una gaseosa. Conozco a algunas personas que estuvieron allá y a veces los veo por ahí, pero ¿qué voy a hacer? Igualmente debo ser tolerante. Así como yo pienso de ellos, ellos pensarán de mí. Yo dejé de ser policía hace muchos años, porque pedí el retiro, y mire: estoy por fuera y el otro también. Se acabó el conflicto con las FARC y él quedó desmovilizado, tiene derecho a otra vida, a reivindicarse. Todos fallamos en algún lado de la vida, así pienso yo. Claro que ya estoy superando ese paso para llegar al perdón, pero hasta allá no estoy todavía. Me daría rabia que ellos me relacionaran con la Policía, porque aun cuando yo la quiero mucho, ya no soy policía. Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel Estuve preso casi once años. Salí con este proceso de paz. Estuve en Cartagena, Valledupar, Cómbita, El Barne y La Picota. Nosotros teníamos una educación muy diferente, de combatientes, o sea, de prisionero político. Siempre nos identificamos como prisioneros políticos de las FARC. Nadie quiere estar en una cárcel. La vida le da a uno lo mismo. Es difícil, sí. Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel. Eso del tiempo lo programa a uno. Había que usarlo para hacer deporte, alzar pesas, media hora de trote. Una rutina que uno programa. El domingo es día de visita, pero si estás en una cárcel de máxima seguridad tú no vas a encontrar una persona que te vaya a ver. Allá recibía visitas de una compañera, a uno de hombre le gustan las mujeres. Una vez le dije «yo a usted la quiero y todo, y qué lindo ese detalle. Mejor dicho, no hay valor que te compense el ir a visitar un preso». La cárcel es un cementerio de personas vivientes. Allá todo el mundo se olvida de uno. Si usted tiene su mujercita, pues ella determina su vida con otra persona; te bota el teléfono, mejor dicho. De pronto por ahí la mamita de uno, que es el único ser que está en esta vida. Una vez le dije «soy guerrillero, hice un compromiso hace muchísimos años y yo no puedo faltarle a eso cuando salga de aquí». Yo nunca perdí contacto con la guerrilla. Por lo regular, siempre nosotros peleábamos jurídicamente, eso debe saberse. Los guerrilleros no éramos expertos en leyes, pero de eso también nos enseñaron. El que quedaba vivo y terminara preso debía saberse defender a través de la ley. Uno tenía compañeros de la cárcel, universitarios incluso, que a veces le preguntaban qué debían hacer con sus procesos. Y a cambio de ayudarles, uno pedía un tinto. De esa manera nos ganábamos la gente y el espacio. Los del Inpec decían que los guerrilleros eran los mejores presos. «Esa gente no es viciosa, no se mete en problemas». Nosotros éramos unidos. Adonde llegábamos, estábamos unidos. Eso era una recomendación del Secretariado Nacional y de los frentes a los que pertenecíamos. Entre nosotros no nos dejábamos morir. Si había que compartir una chocolatina, la compartíamos. La inauguración mía con el arma fue de muy temprana edad. Te podría decir que tenía por ahí unos doce, trece años. Nos tocó ir a hostigar un puesto de policía. Yo estaba dentro del entrenamiento, pero entonces a mí me gustaba, no sé por qué. No sé si lo hice bien o lo hice mal, pero clasifiqué en un grupo muy bueno para esas actividades. Ellos tenían guerrilleros profesionales, compañeros mucho más antiguos. Yo hacía lo que ellos hacían, no me dejaban solo. Al lado mío había tres, cuatro, cinco compañeros profesionales. Los muchachos sí sabían qué era estar detrás de un arma, dispararla. Pasé esa prueba. Nos inculcaron que el enemigo eran los que dirigían el país: los capitalistas, los que no dan nada, los que día a día son más ricos, los que en realidad han hecho la guerra. O sea, el Estado, el Ejército y la Policía no eran los enemigos antagónicos. «Es que un policía puede salvarte la vida, así como tú puedes salvar la de él». El enemigo no son ellos. Ellos obedecen órdenes, así como nosotros obedecemos. Así como obedece cualquier militante de cualquier organización, de cualquier ejército del mundo. A veces, por eso, me preguntaba por qué los atacábamos. «Porque ese es el deber, porque ellos nos atacan a nosotros, y no solamente con fusiles, sino con aviones, con helicópteros». Era difícil. Estuve en varios bombardeos y en peleas de muchísimas horas, en las que uno pensaba que no se iba a salvar. La guerra es la guerra. Hay momentos en los que si te tomas un tinto, no te vas a comer el desayuno; si te comes el desayuno, no vas a comerte el almuerzo ni la comida. Muchas veces les he explicado a los campesinos lo siguiente: «Vea, las FARC nunca obligaron a nadie a que cogiera un arma. Eso lo hicieron por allá de pronto en la era primitiva. Pero las FARC nunca hicieron eso. Al menos que yo haya tenido conocimiento y en mi uso de razón, desde que yo llegué a las FARC, yo no llegué obligado, yo llegué voluntariamente». Bueno, a mí me procesaron por terrorismo y homicidio de personas protegidas de la fuerza pública. Tuve dos condenas: una de 36 años, y por terrorismo me dieron 22. Salí por medio del Acuerdo. Agradecido con la organización que pudimos salir, pero sí estaba bastante enredado con ese proceso. La paz es vivir en convivencia, que todo conflicto se resuelva de la mejor manera posible. Que no haiga egoísmos, que no haiga desigualdad, que no haiga la avaricia de aquellas personas que les gusta dominar y sentirse superiores a todo. Considero que la paz es algo fosforescente que alumbra todo momento. Aquella bonita esperanza de libertad. Está difícil, pero hay que luchar por la paz. Estando en la cárcel, le pedí disculpas a mi mamá: «Madre, espero que perdones mis malas procedencias, a esa personita que tú trajistes al mundo y que no quiso compartir su juventud a tu lado. Espero que tú seas la primera que me perdone de no haber compartido, ya estando a edades». «No, hijo. ¿Usted por qué me está diciendo eso? Si yo vengo aquí es porque estoy dispuesta a seguir siendo su mamá hasta el día que mi corazoncito deje de palpitar». Antes de que viniera, tuve que explicarle: «Madre, ha de saber que vendrá a visitar un amigo suyo. No me ponga como su hijo porque de pronto después de tantos años la situación es difícil para usted. Y yo no quiero que usted por nada del mundo llore por mí, pero sí quiero que el día que esté de mi lado me dé un tierno abrazo, así como usted me abrazó el día que me trajo al mundo. Y lo mismo voy a hacerle a usted. La voy a abrazar sin que haya tanto sentimiento porque es más difícil el sentimiento cuando no se ha compartido». Pedirle perdón a la sociedad es difícil para mí, y le voy a decir el porqué: perdonar también significa aceptar los delitos cometidos durante 53 años de lucha guerrillera, y yo todavía ni tengo 53 años. Sí, porque nosotros hicimos parte del conflicto, pero hay responsabilidades de parte y parte. ¿Por qué el Estado no nos había dado otra oportunidad de seguir luchando por lo que nosotros hemos querido desde el principio? Ese Estado nos ha tildado de ser lo peor de la sociedad, pero también hay que reconocer de que si nosotros pusimos las armas sobre la mesa es porque ya no queremos estar en la guerra. No es que nos hayamos cansado de luchar: si el revolucionario renuncia a sus principios, es preferible morir. Un luchador no se cansa. Y el día que pase es porque su corazón ha dejado de palpitar. Queda la preocupación de que el Gobierno ha sido difícil en cumplir la implementación del proceso de paz. Las puertas que se han abierto se nos están estrechando. Eso es una preocupación para todos nosotros, los excombatientes, para los que dejamos las armas. A veces caemos en cuenta de que si eran capaces de matarnos cuando estábamos armados, ahora que estamos desarmados nos están matando de a uno. Y el Gobierno no se pronuncia. Y no solamente están matando a los excombatientes de las FARC, no: también a los compañeros que de una u otra manera se nos han acercado. Los líderes sociales que han asesinado también nos preocupan. A la edad que yo tengo, primero que todo, pues quiero terminar el bachillerato. Si usted no tiene ese cartón de bachiller, no tiene absolutamente nada. Estoy en noveno. En el futuro, si nos dejan, pienso estudiar un curso de derecho. Hay veces uno ve tantas injusticias, y no sé, de pronto ese es un medio para peliar por los derechos de los demás. Un ejemplo: yo me siento orgulloso de unos derechos de petición que le hice a un muchacho en la cárcel. A los tres días le dieron libertad. Estando afuera, fue a visitarme dos veces en la cárcel. Así ponía a temblar a los guardias que nos custodiaban. Yo mandaba el papel a jurídica para que me pusieran el sello y se lo mandaba por medio de visita directamente a la Fiscalía, a un juez o adonde fuera que tocara mandarlo. Y los ponía a temblar. Además me gusta la agricultura y recibí un curso de parte del Sena. Me gusta esta vaina de ebanistería; yo le hice una biblioteca a Duque, vea, ahí se la hice. La gente de aquí ya me conoce. Me dicen el ebanista de Pondores. De coordenadas no me pregunte Aguantar la montaña Aguantamos hambre, frío. Estar en un páramo no es nada fácil. De rutas sí no le voy a mencionar mucho porque la verdad no recuerdo el recorrido. Fueron varios meses los que estuvimos caminando. Hacia el final no teníamos ni comida. Teníamos que pasar hambre. La pasábamos con un tinto, así como el que pidieron esta tarde. Un agua de café. Con eso pasamos varios días. Desde que comenzó la operación del Ejército, en mi caso, me tocó dejar botado el equipo. Tenía un pie tronchado y no podía correr. Sin equipo duré prácticamente como unos veinte días, yo creo. Me prestaban ropa, o que los que llevaban equipos me prestaban una toalla para bañarme. Todo era como más difícil para uno. Llegó ese momento, comida. Ese día iban a abastecersen, pero no alcanzaron porque al día siguiente el Ejército estaba ahí desde las cuatro de la mañana. Entonces no alcanzaron a abastecer alimentos ni nada. Por eso, de ahí para adelante fue todo el recorrido sin comer nada. Por ahí una vez mataron una vaca y la cocinaron con solo agua. Sin sal, sin nada. Eso era comida como pa tres, cuatro días. Ya desde ahí hasta que volvieron a encontrar una vaca para podérsela comer. Y ya, no había comida. Nos daban un agua con café en la noche. Un día hubo un evento en que nos salimos de una emboscada que nos hizo el Ejército. Ese día, en la mañana, como a las seis o siete de la mañana, nos habíamos encontrado con un grupo del Frente 24 o del Frente 20, no me recuerdo. Ellos iban como tres o cuatro personas nomás, y llevaban dos panelas. Sacaron una y nos la dieron al grupo de nosotros, que éramos como veinte. Una panela para todos. Eso era un pedacito chiquitico para cada uno. Pues eso fue, estábamos entre la montaña, solamente con lo que teníamos puesto. La ropa como hielo En Boyacá también fue muy difícil la vida por allá. Mucho frío, muy difícil; era con una cobija y un saco. Eso fue coger la ropa, la maleta, el equipo y hágale otra vez por esas lomas, por el puro páramo. Caminamos y llegamos de noche a un potrero. Dormimos ahí, en pleno hielo. Iba a coger la ropa y era hielo. Era difícil todo. El sueño lo vence a uno. En la tarde no se pudo comer nada, pues así fueron varios días. Muchos nervios. Yo miraba las casas y me provocaba tocar para que me dejaran cambiar. Quedarme en una casa. Me eché fue una panela y una bolsa de pasta, y no me acuerdo qué más. Solo llevaba tres cosas en los bolsillos y el fusil. No me acuerdo qué más. Como unos frijoles, me parece. La ropa se me quedó allá arriba por lo que estaba disparando el helicóptero. Eso era un pedazo de panela con agua, cuando había agua del río. Cogía la puñada de agua y comía panela como para no desmayarme. Llegué a la casa y me escondí en una mata de plátano. Me daba miedo salir. Cerca de la finca cayó una bomba, o sea, muchas bombas cayeron. Escuché que la vaca bramó. Las otras salieron corriendo. Golpeé en la casa de la finca como pude. Una señora medio se asomó y dijo «no, no, váyase de acá que yo no quiero problemas». Me escondí de nuevo. En eso ya venía la tropa. Bajé de la casa y me senté en unas piedras que había ahí. Había harto jardín. Ahí me senté y ellos me dijeron: «¡Quieta ahí!». Arranqué a correr y me dispararon. Si hay un dios, fue una amiga A veces me digo «si hay un dios, fue una amiga». Salí muy enferma, muriéndome, y ella estuvo conmigo hasta el último minuto. Pasamos por zonas muy frías: el páramo del Cocuy; lugares para los que no teníamos el equipo necesario; condiciones inhumanas, muy frías. Me enfermé de neumonía. En esa marcha me lesioné un pie, me lo fracturé. Iba mucha gente enferma por el frío, por el paludismo, porque se les bajaron las plaquetas. Nos dieron simplemente una cobija y unos sacos para pasar los páramos hasta Santander. Los más grandes se fueron a la toma del filo, pero el Ejército se lo había tomado a la una de la mañana. Ahí es donde comienza la Operación Berlín. Ese día ametrallaron desde el helicóptero. Uno en ese momento fue disgregado: corríamos por donde habían quedado las huellas de los que habían corrido adelante. Yo iba muy enferma de mi pie, de la neumonía. Pensé que me iba a morir, no tenía una persona que me guiara. Caminé como desde las nueve de la mañana hasta las siete. Subiendo filos, caños. Llegué a una casa civil donde estaban los guerrilleros que habían quedado vivos. Ahí esperamos como hasta la una de la mañana, mientras llegaban los que pudieran llegar. La operación duró aproximadamente cuarenta días. Lo último que nos tomamos fue un tinto. No teníamos comida, la gente sin fuerza. Mucha gente empezó a dejar los equipos; cargaban lo necesario para aguantar el frío. Necesitaban la fuerza para subir y bajar filos. Nos guiábamos con unos binóculos. Veíamos en qué filo estaba el Ejército, y dábamos la vuelta. Lo último que nos tomamos fue un tinto y desde ahí duramos como unos cuatro días sin tomar nada, nada. Llevábamos casi como quince días sin bañarnos. Esa mañana bajamos, dormimos en un filo sentados, sin caleta ni nada. Sentados, envueltos solamente en las cobijas. Tratamos de no dormirnos mucho porque nos podíamos deslizar, eran cordilleras muy empinadas. «Con esta tos mía me matan», dije. Dos, tres niñas dijeron que se iban, y se fueron. Solo quedó mi amiga, la que había ingresado conmigo, y un muchacho, un niño de un pueblo indígena. Yo les dije que se fueran, les dije «váyanse que los van a matar por mi enfermedad». La niña dijo que no, que ella se quedaba conmigo, y el indio también. No sé por qué se quedaron. Yo no era buena compañía en ese momento. En Santander hay muchos árboles de tomate. Nos metimos debajo de unos árboles de esos a comer tomate. La mera tranquilidad. «Comamos eso; si he de morir, que sea tranquila». El chico se metió a la casa y dijo «vengan, vengan, que todavía el Ejército se demora en bajar; entremos y cambiémonos». Él se entró. Yo me comí unos tomates. De ahí a que el Ejército bajara se gastaba más de una hora. Me metí a la casa. Miraba uno los platos sobre la mesa donde había quedado el desayuno servido. O sea, fue tanto el rigor de la guerra para el campesinado en ese momento del bombardeo, que sobre la mesa habían dejado los platos servidos del desayuno. La gente no había podido desayunar, había huido. La población civil que vivió la guerra de la Operación Berlín tiene mucho que contar. Lo que yo vi dentro de esa casa: miraba los desayunos servidos, las cosas que habían quedado encima del fogón hirviendo y se habían quemado. No alcanzaron a bajar los fogones. Ellos se vistieron. El indio sí se vistió de civil. Yo no. Yo me salí de la casa y ahí nos acordonó el Ejército. Yo no tenía armamento, no tenía nada. El indio decía que él no ser guerrillero, él ser civil. «Yo ser civil». Me acuerdo de eso. ¿Cuándo un indio en Suratá, Santander? Pero a uno nomás con mirarle las espaldas se daban cuenta. Tenía el rastro de los equipos, la riata en la cintura. Era fácil conocer un guerrillero en la Operación Berlín porque llevaba un mes sin bañarse. Olíamos a diablo. Eso era fácil usted reconocer un guerrillero, más cuando la pecueca y el pelo lo delataban. Llevábamos muchos días sin comer. Ahí ya nos coge el Ejército. El otro corazón de la oscuridad A mí por eso me tocó salirme de allá, porque me iban a matar. La guerrilla. Usted sabe que hay veces que en la comunidad mantiene gente envidiosa. Como que empezaron a meter cuentos. En últimas ellos eran los que compraban, no dejaban entrar otros compradores. Y por lo menos en esta zona estaba un mando, y toda la merca tenía que comprarla ese man. Y si el man no tenía con qué, usted tenía que guardársela. Y si usted se iba donde otro man, tenía un problema. Le cobraban 200 por kilo. Resulta que una vez ese man no tenía plata. Pregunté y me dijeron que fuera adonde otro. Tocaba caminar harto, como unas seis horas. Tres subiendo y tres bajando. Abajo era a un precio y arriba era a otro. Si abajo se la pagaban a 1.300 el gramo, arriba se la podían estar pagando a 1.600, 1.700. Pero eso eran puras trampas. Yo fui a venderla allá arriba. Y le cuento que me salió completico para pagar las deudas. La verdad, la coca es un producto que solo sirve para cubrir los gastos. De quince millones que usted meta, saca dos milloncitos y eso es para reinvertirlo. Eso da como pa vivir pagando la remesa, el transporte, el combustible, los venenos pa las mismas matas. Después de que bajé de vender la coca, el comando de acá me mandó un muchacho para que le mandara los 200 por vender en otro lado. Y sí, tocó mandarle para no tener problemas. Era pues eleno, eran los Comuneros del Sur. Siempre estuvieron y siempre están. Igualmente, de ese tiempo a ahora ha cambiado mucho. Yo me salí de allá en el 2011. Lo que me pasó fue que me amenazaron. Me tuvieron como tres días retenido en una casa. Iba en el bote ese día, iba por combustible para la finca. Vi que bajaban por el río y me llamaron. Arrimé el bote y me subí al de ellos. Sentí que un man me puso la trompetilla del fusil en la espalda. Me empujó con el fusil y me dijo: «Seguí pa allá, gran hijueputa. Te ibas volando, ¿no? Te vamos a detener». Me metieron en una casa por tres días, hasta que el mando dio la orden y me dijo: «Lo vamos a mandar para su casa a que se vaya a trabajar, ¡pero a trabajar!». La verdad ahí ya no me sentí bien. Mantenía con ese presentimiento y con esa desconfianza. Ellos tenían la duda de que uno los fuera a aventar con el Ejército o alguna cosa. No vivía tranquilo. Hubo un tiempo en que incluso dejamos de cultivar la finca y me di como por vencido. Dije que apenas tuvieran un descuido me iba. La verdad no se podía salir de la finca, si no era con permiso. Pensamos en irnos a trabajar en una mina, donde un cuñado. Y nos fuimos pa allá. Y resulta que llegaron dos de ellos a la casa donde yo estaba. Los mismos que me habían detenido. Y yo, como le digo, mantenía con esa espina, con ese miedo. Vi que llegaron y estaban como desesperados porque no les cogía la señal de radio. Pensé que los habían mandado para hacerme algo. No le dije nada a nadie. Me fui. Me metí la billetera al bolsillo y una navaja. Me puse una camisa y me fui. Antes de eso había una cuñada que los recibió y estuvo hablando con ellos como para sacarles información. «¿Y ustedes a qué hora se van?», les preguntó. «Ah», dijo uno, «vinimos a hacer una vuelta; si la vuelta se da rápido, nos vamos, pero si la vuelta se demora, así mismo nos demoramos. Si hasta las doce de la noche nos toca estarnos, hasta las doce de la noche nos estamos». Eso quería decir, pensé en mis adentros, que si les daba papaya me iban a matar. Más tonto yo si me quedo. Dejé hasta el almuerzo servido. Llegué y salí por la cocina. Me metí al monte y los que salen a correr. Eran las once de la mañana. Yo no le dije nada a mi mamá. Salí y me fui. Caminé todo ese día. Bien tarde llegué a una casa de un vecino, de un amigo. Me quedé en esa casa y le pedí a mi amigo que no le fuera a avisar absolutamente a nadie. Oscureció bien y me hice detrás de la casa. Me quedé escuchando a ver qué decía la gente. La finca tenía hartos trabajadores, harto raspero. Escuché que alguien dijo que me iban a matar. Al rato salió un muchacho y lo agarré de la mano. Uy, el man se pegó un sustísimo. Como era amigo, le conté todo y le pedí que me llamara un conocido. «Llámelo a él calladito que no quiero que nadie se dé cuenta». Entonces él fue y lo llamó. En ese tiempo, el ELN y las FARC tenían un acuerdo para que nadie se les volara. Y el man era miliciano de las FARC, pero pues también era bien amigo mío. Me dijo: «A esta hora, motor que baje lo prenden a plomo de una. Ahí nos matan es a todos dos. Lo único que puedo hacer es darte posada, que te quedes aquí y mañana pasarte al lado de allá del río. Por ahí por esa montaña te vas pa dentro, hasta salir a Barbacoas». Me quedé ahí. En toda la noche, no pegué el ojo. Ante el mínimo ruido pensaba que eran los manes esos. No tenía valor de comer. Esa misma noche me acomodaron en un botecito con azúcar, Fresco Royal, una panela y una jamoneta. Dejé botado eso. Simplemente eché la panela en un bolsillo de la sudadera. Me pesaba hasta la camisa. En la madrugada me despertó un gallo a las cuatro. Mi amigo me ayudó a cruzar el río en una canoa. Estaba crecidísimo. De ahí me metí a la montaña. Tocaba subirse bien arriba. Era un cerro altísimo. Caminé hasta que comencé a bajar de nuevo. Escuché un bote. Eran ellos que me estaban buscando. Dejé que pasaran para abajo y seguí mi camino fresco. Caminé por dos días y llegué a la finca de un señor. Me le fui acercando con cuidado hasta que lo tuve cerca. Le pregunté si en el caserío que estaba cerca habría canoas de remo. Mi idea era retomar el camino en la noche, irme por el río. Me dijo «no, aquí no hay canoas de remo, y cuídese mucho porque a raticos andaban por aquí ellos». Al caserío del que hablaba llegué a las cuatro de la tarde. ¡Pucha, estaba cansado! Me metí en un montencito y me acosté. Escuché que llamaban a una señora Paula. Yo caí en cuenta: esa señora era familia de mi papá. Me salí del monte a ver dónde estaba su casa. Ella, apenas me vio, se asustó porque estaba suciesísimo. Le dije «buenas». «Uy», dijo ella. «¡Santo Dios! ¿Quién eres?». «Un cazador». «¿Y el arma?». «No, pues el arma tocó dejarla botada. Me perdí. Estoy con hambre, hasta las botas me pesan». «Entonces no eres buen cazador porque el buen cazador no abandona el arma». «Pero deme un permisito para subirme a la casa». «No, no te puedo dar permiso. No sé quién eres». «No pertenezco a ningún grupo, sino que simplemente le digo que me dé posada». «No». Pero no esperé que me diera posada, sino que me subí. No quería que la gente me viera. Ahí había milicianos de los elenos. Era un caserío a lado y lado del río. Entonces me subí a la casa y me metí así en un rinconcito oscuro, ahí me puse. Empecé a investigarla a ella. Le pedí que no me negara porque éramos familia. «Yo sí me imaginaba», me dijo, «porque aquí han llegado muchos volándose. Me ha tocado darles posada hasta que se pueden ir. Y aquí no se puede dejar ver de nadie, porque allá del otro lado están ellos». «Présteme uno de sus nietos para mandar una razón al lado de allá. Obligatoriamente me toca mandarlo a llamar al man, del lado de allá». El man pasó y hablamos. Solté el bote y me abrí al río como a las ocho de la noche. A las dos de la mañana iba cerca a Barbacoas. Toda la noche dándole remo. Bien allá, ya cerca del pueblo, me vieron. Un man alumbraba con una linterna. Me quedé quietico, como si fuera un palo que bajaba. Y el man alumbraba así, alumbraba pa ver si yo miraba. En Barbacoas llegué al Batallón del Ejército. Pues la verdad buscaba una protección. Me fue bien. Me dieron seguridad, lo que era alimentación, lo que era ropa. Y de ahí salgo a Tumaco, y de Tumaco voy a Ipiales, donde estuve como tres meses. En Barbacoas estuve tres días nomás. En Ipiales estuve tres meses. De ahí me fui a vivir a Pasto. En Pasto sí estuve como unos dos años. Después me fui al Ecuador, en el Ecuador estuve como un año y medio. Y aquí, la verdad, llevo como cuatro años. El resto. pues la he pasado así, en el Ecuador, en Llorente. Estuve en Pasto, después otra vez volví a Ipiales. Así. Providencia La casa me la dejaron destruida prácticamente, se llevaron lo que más pudieron. Yo estaba muy aterrada, lo único que hice fue meterme debajo de la cama. No sé qué tiempo pasó, perdí la noción del tiempo: no sé sí fue un minuto, una hora, un día. Me dolía la cabeza, estaba mareada, estaba full asustada. No escuchaba nada: ni ruidos de los vecinos, ni perros ladrando. «Bueno, ya habrán acabado con la cacería», pensé. En ese momento viene mi vecina, que estaba como a tres casas, y la veo sangrando. Nosotras atinamos a salir a la orilla del río. Pasaron las embarcaciones llenas de plátano, venían de cosechar. Un vecino que iba pasando con su canoa llena de plátano nos vio ensangrentadas y mojándonos con el agua. Sacamos los plátanos. Nos metimos y él nos tiró los plátanos, nos tapó hasta el cuello. Nosotras escuchábamos motores grandes: esos eran los motores de esa gente. Íbamos por el río Satinga, llegamos al pueblo. El que nos llevó nos dijo: «Tienen que quedarse acá. Voy a ver si hay un barco que vaya para Tumaco, para cualquier parte». Cuando llegué a Buenaventura, me contacté con mis familiares. Mis hermanos me dijeron que por ningún motivo fuera a llegar a donde ellos, pero me contactaron con una tía con la que muy poco tenemos relación. Ella vivía en otro barrio, muy lejos. Ella me recibió a mí, a mi amiga y a su niño. Después, ellos empezaron la búsqueda internamente de mi marido y de mi hermano. Me enteré de que los vecinos les comentaron a mi esposo y a mi hermano lo que había pasado, y ellos tiraron a irse también a Buenaventura. Cada uno se regó por diferentes partes. Como a los quince días supimos dónde estaban y pudimos reunirnos. Al final tomamos la decisión de salir del país porque no teníamos otra opción. Voy a quedarme donde me sienta segura Alguien me dijo que las personas que se habían desplazado se estaban yendo para Ecuador. Nosotros no teníamos idea de eso, pero fuimos a la Alcaldía. Ahí me entrevisté con el personero, y él me dijo que en Buenaventura no podían darnos un sistema de protección, que teníamos que ir a la Fiscalía, poner la denuncia y esperar que eso fuera aceptado. Nos dirigimos a la Fiscalía, pusimos la denuncia y no pasó nada. Nunca nos llamaron. Nada. Estábamos asustados, sin tener qué comer, sin tener para vestirnos. Estábamos viviendo de lo que nos podían dar nuestros familiares a escondidas. Teníamos miedo de que también los fueran a involucrar a ellos en cosas que no sabíamos. Yo le preguntaba a mi marido qué era lo que había pasado, y él no sabía absolutamente nada de lo que se trataba. Mi hermano tampoco. Yo no tenía ni idea. Entonces, bueno, empezaron a prestarnos una plata. Una prestamista que no estaba en Colombia. Nos pasaron cierta cantidad de plata con garantía de que nuestra familia tenía que pagar sí o sí. Con esa plata que nos dieron me vine para Ecuador. Yo salí primero porque no alcanzaba para todos. Mi vecina también tomó la decisión de venirse. Viajamos juntas. Salimos de Buenaventura a Cali en la noche, porque en el día no me atrevía a salir. Inmediatamente llegamos a Cali, alquilamos una pieza de hotel. Al día siguiente, saqué el pasaporte. Fuimos a buscar transporte y nos tocó estar todo el día en la terminal: dormí en la terminal, amanecí en la terminal. Cuando me monté al bus, respiraba un poco, pero no lograría respirar tranquila hasta que saliera de Colombia. Cuando llegué a la frontera como que me dejaron todas las emociones. Durante el viaje conocí a varias personas que también iban a Ecuador con el propósito de refugiarse. Ya no confiaba casi en las personas. Venía escuchando conversaciones porque a veces la gente habla de más. Así me di cuenta de que el grupo con el que íbamos no era como muy confiable para quedarme con ellos. A mi marido y a mi hermano les dije: «Voy a quedarme donde me sienta segura. Empiezo a trabajar y ustedes vienen adonde yo esté. El hecho es no es quedarnos en Colombia». En Ecuador no me sentía segura. Había muchos colombianos huyendo. Todavía me quedaba un poco de plata porque en los ocho días de camino solo había tomado té, café y galletas de soda y pan. Entonces me fui por Bolivia con la vecina y un caballero que venía en el mismo bus del que salimos de Colombia. Él venía buscando cómo salvar su vida. Nos le pegamos. Llegamos a Bolivia, y de Bolivia nos pasamos para Perú. En la frontera del Perú con Chile nos fue denegada la entrada a Chile. De allí nos pasamos para Argentina y por Mendoza llegamos a Santiago de Chile. Estábamos muertos en el terminal de Santiago. Hicimos vaca entre los tres y alquilamos un cuarto de hotel. Al día siguiente ya no teníamos plata para quedarnos en el hotel, así que teníamos que salir a buscarla. Ese día salí a caminar a la calle y mi vecina se fue por otro lado. El caballero también se fue. Teníamos que encontrar dónde quedarnos, con maletas y con todo. Gracias a Dios era providencia. Nos vieron caminando con las maletas y un caballero se compadeció y nos dijo «oigan, morenas, ¿están perdidas?». «No, no estamos perdidas. Llegamos de Colombia, no tenemos plata. Estamos buscando dónde dormir y pasar la noche». Él nos habló del lugar de Cristo. Yo me asusté porque nos dijo que allí estaban los drogadictos, los indigentes. Me asustó totalmente. Dije «prefiero dormir debajo de un puente». Seguimos caminando y regresamos por la misma calle porque era la que conocíamos. Vimos una pareja en un puente, con unos cartones. Les preguntamos si podíamos hacernos ahí al lado. Fuimos a la comisaría a preguntar qué podíamos hacer y los carabineros nos dijeron que podíamos volver al Hogar de Cristo, que eso no era así como el señor lo había explicado. Nos fuimos para allá y el mismo caballero que nos habíamos encontrado en la calle nos indicó por dónde era. «Les voy a rentar una pieza, yo arriendo piezas», dijo. «Nosotros no tenemos con qué pagarle, cuanto mucho nos quedan como 20 dólares». «Las voy a dejar dormir en la pieza por una semana, para que ustedes puedan buscar mientras tanto», dijo. ¡Qué bendición! El señor nos prestó un colchón lleno de pulgas. Nos moríamos de la piquiña en la noche. El frío nos mataba. Era marzo, pero veníamos de un clima caliente. Marzo para nosotras era invierno. Traíamos sábanas porque en Colombia uno usaba sábanas, no colchas. La noche más terrible que he pasado en mi vida fue en Chile. El señor nos dejó ahí, dijo: «Cuando cumplan el mes me pagan. Busquen trabajo y me pagan». Al día siguiente salimos a buscar trabajo. El primer mes que me pagaron fui a la feria y compré un teléfono de segunda, una carcachita. Todavía lo tengo guardado. Como unas tres, cuatro veces logré comunicarme con mi esposo y mi hermano. Durante esos primeros meses no dormía. Gané peso comiendo pan y gaseosas todos los días. En un periodo de tres meses pasé de 59 kilos a pesar 80. El estrés, la preocupación, la alimentación. Tiempos después, mi esposo pudo viajar. Yo ya estaba en una pieza organizada, tenía lo básico: una cama de una plaza, qué risa. Ahí dormimos los dos. Después llegó mi hermano, al mes siguiente. Dormíamos los tres en esa cama. Luego a mi hermano le dieron otra cama y una pieza. El señor que nos arrendó la pieza y que nos ayudó desde el primer día, le consiguió trabajo a mi marido y a mi hermano en la construcción. Yo llegué en el 2006. En el primer año estuve con permiso de trabajo. Al final tuve la cédula temporaria por refugio, que servía por dos años. Luego, con la estampa en el pasaporte de la resolución del refugio, obtuve el carné de residencia definitiva. Pasé muchas cosas malas en mi país, terribles, que no quiero ni recordar. En Chile igual pasé cosas terribles, pero he tenido bendiciones. La llegada Acá y allá Estudié trabajo social, pero me falta la tesis. Primero empecé a estudiar etnoeducación y desarrollo comunitario en Pereira y después me puse a trabajar en universidades en docencia con la Redif. En esta red de investigadores teníamos una cátedra abierta sobre desplazamiento interno forzado que funcionaba en varias universidades. A fines del 2008, empezaron a ser detenidas personas en Bogotá y otras ciudades. Amigos o conocidos de la época, de militancias o de activismos universitarios de la Distrital y de la Nacional. Personas con las que habíamos trabajado el tema del desplazamiento forzado, estudiantes, profesores. Algunos detenidos fueron interrogados en procesos muy turbios. En esa dinámica, un conocido nos dice que están preguntando por nosotros. Creo que fue un 22 de noviembre, que hubo unas capturas masivas en Bogotá. Así que dijimos «nos vamos». Mi hijo, que estaba estudiando en la Universidad Nacional de Bogotá, era el representante estudiantil. Empezaron a recibir amenazas de paramilitares. Él estaba trabajando con una organización de derechos humanos como pasante. De hecho, querían hacer unas presentaciones ante la Comisión Interamericana por la situación que se estaba viviendo en la Universidad. O sea, por el lado nuestro era sobre persecución judicial, y por el caso de él, sobre amenazas de grupos paramilitares. Un día mi hijo iba tarde para la casa, en un taxi, y una moto lo alcanza. Le golpean el vidrio, y el parrillero mete la mano debajo de la chaqueta y le hace como si le fuera a disparar. Entonces tomamos la decisión de irnos al Tolima. La familia de Diana tenía una finquita allá. Nos encontramos con el hijo para evaluar la situación y decidimos salir hacia Venezuela. No pudimos volver a la casa, quedaron los cinco perros abandonados. Nuestra intención inicialmente era permanecer en Venezuela porque era cerca. Pensábamos que era algo transitorio que se iba a aclarar rápidamente y que en el caso de que se demorara podríamos seguir haciendo algo desde Venezuela por la paz en Colombia. Fue muy curioso. Llevábamos varios años trabajando sobre la temática del desplazamiento forzado, migración y refugio, y teníamos toda la teoría en la cabeza. Esa fue la contrastación empírica de lo que nos enseñaron. Diana tenía una hermana que la convenció de que nos fuéramos a Argentina. En medio del desespero le dije: «Sentémonos y miramos un mapa, eso es atravesar medio continente». Fueron dos semanas cruzando Brasil. Utilizamos la ruta que hoy están haciendo los venezolanos: de Santa Helena a Boa Vista. y de Boa Vista a Manaos. Nos fuimos en la chiva que flota. Nos agarró el mal del viajero, de todo. Y la angustia en Brasil era: «Y si no nos dejan entrar, ¿qué hacemos? No podemos volver a Venezuela, no podemos entrar a Brasil. ¿Nos quedamos a vivir en la línea y aprendemos a hacer artesanías?, ¿¡qué mierda vamos a hacer!?». Cuando llegamos a Argentina, el temor era que no sabíamos si Argentina había ratificado el acuerdo Mercosur con Colombia. Llegamos y lo curioso es que ahí fue cuando nos deprimimos. Primero estuvimos contentos por la familia, por el reencuentro con el hijo, pero vivíamos el día a día. Nos la pasábamos calculando la ruta para el día siguiente, contando la plata, comunicándonos. En Buenos Aires no teníamos nada qué hacer. No había nada en el apartamento: una heladera, unas sillas, un colchón, cortinas. Nos cagamos de frío ese primer invierno. Se enfermaba uno, después el otro. Por suerte, nos empezamos a turnar la depresión. Esos fueron los momentos más duros. Todo lo que se pierde con la familia ya no se recupera, y más cuando es un exilio prolongado. Uno se envejece, la familia se envejece. Hay familia que muere y uno no está. Esas cosas duelen. Vienen muchas cosas asociadas, hasta la culpa. Nosotros estábamos en Argentina, pero había gente que estaba allá. Tienes el corazón y la cabeza allá, y la vida acá. Nos preguntábamos: «¿Compramos cama?». «No, no, eso ya se va a resolver, ya nos vamos, ¿para qué?». A los tres años compramos la cama. Éxodo Bueno, yo en la vereda La María nací. Allí crecí, ahí voy. Son 50 años vividos, esa es mi edad. Hemos tenido algunos altibajos, no hemos estado de manera permanente dentro del predio, no por voluntad, sino por situaciones del conflicto armado. La historia que le voy a contar es que me desempeño como campesino, ¿no?, en las labores del campo. Ese es mi desempeño como tal, y siempre es lo que he querido continuar. Estar dentro de la parcela ejerciendo lo que toda la vida he venido ejerciendo. Me parece algo como muy digno trabajar la tierra, estar en el medio de la naturaleza, en fin. Pero eso sí: con el anhelo de vivir una vida como chévere, como una vida integrada. No importa la cultura, ni el credo del uno o del otro. Que nos relacionemos bien, ¿sí o qué? Al fin y al cabo, pues todos somos hijos de Dios. Y tener una buena relación con todos los seres y las especies, porque a veces somos como un poco tiranos con algunas especies. Sin darnos cuenta le damos el uso que no es debido a la naturaleza, a la tala indiscriminada, en fin, tantas situaciones que también inciden en una crisis, ¿cierto? Pero para no salirnos del tema, lo que me preocupa es que hace muchos años se habla de un conflicto, ¿cierto?, y estamos aún en un conflicto. Es que no podemos decir de que eso solo sucedió en la época del desplazamiento. Yo me desplacé por la incursión de grupos paramilitares y guerrilla (y, entre paréntesis, pues también del Ejército). Tres actores armados. Eso aconteció en el año 99, estando en la vereda La María. Recuerdo muy bien que en esos días estábamos en un lugar de la vía. Estábamos en una fonda cuando vimos unos panfletos. Sí, así pues, yo recogí uno de esos panfletos y un señor que estaba ahí con nosotros también. Un señor muy entregado a la comunidad. Entonces miramos ese panfleto, recuerdo muy bien. No sé si tenga una copia porque con el desplazamiento todo esos archivos, todas estas cosas, todo eso desapareció. Por decirlo de alguna manera, se deterioró por la soledad, en fin, los roedores, en fin. Desapareció mucha información, solo queda lo que yo recuerdo. En el panfleto decía de que «Guerrilleros, o se colocan el uniforme o se mueren de civiles. O se unen a las AUC o de no hacerlo serán objetivo militar de las mismas. De hacer caso omiso entonces tendrán 24 horas para abandonar la zona». Eso lo recuerdo yo, mejor dicho, como el día de hoy. Mirando la situación pasamos a decirle al uno, a decirle al otro «bueno, qué hacemos, qué hacemos». Porque ya por estas veredas cercanas habían sucedido barbaries, ya habían descuartizado personas con motosierra y todo eso. Sabíamos que eran los grupos paramilitares que venían, pues, disputándosen dizque el territorio con la guerrilla, con las FARC. Allí fue donde dijimos: «No, pues lo primero es la vida. Lo otro, bueno, ya se verá. Pero primero la vida, uno sin vida qué, ¿cierto?». Entonces llegué a mi casa y le dije a la familia. En ese momento habíamos como unos seis miembros de la familia, ya los otros se habían ido cuando empezó el conflicto. Eso fue mucho más antes. Sucedió que muchas familias se fueron dispersando. Los que se quedaban se quedaban porque pues había algo que los amarraba, ¿no? De pronto los hijos, de pronto el predio, ¿cierto? Se quedaban con el temor. En mi caso, muchos de los familiares se fueron dispersando. Pensaba «no, esto es mejor pensar en irse; ojalá hasta abandonar este país porque al paso que vamos en cualquier momento uno pierde la vida, y ya uno muerto pues ya qué. Aunque se sepa qué fue lo que sucedió, pues la vida no retorna». Entonces pedimos ayuda al señor personero de Tuluá para que nos enviara protección y vehículos para salir. Y sucedió de que entramos como en un acuerdo y eso fue masivo, sucedió masivo. Fue acá en Puerto Frazadas, Barragán, Santa Lucía, El Monteloro. En el 99, en fin, resumiendo un poco el tema. Recuerdo que se veía la fila, el éxodo masivo, perritos por ahí buscando los amos, la gente dejando todo, huyendo; volquetas a las que no les cabía ni una persona más. Lo único que me llevé recuerdo fue lo que cogí, la guitarra. ¡Esa sí me la llevé! Pero a los pocos kilómetros traqueó como una coca de huevo y no quedó nada. Como íbamos tan amontonados... La misión era salir porque no había tregua. Si nos quedábamos, perecíamos, aunque no hubiera razones para hacer lo que ellos venían haciendo. Una gente armada y desadaptada. Su misión era sembrar el terror. Cuando llegamos a Tuluá, llegamos a un punto que se llama El Coliseo. Se contabilizaron 5.000 personas, eso recuerdo, que eso quedó en el censo: 5.000 personas. Tres, cuatro, seis noches nos tocó casi a la intemperie. No había cómo abrigarnos, era un zancudero. Ahí se deleitaron, nos repartieron los zancudos. Y pues allí ya empezó a llegar personal, ayudas humanitarias, psicólogos, oenegés, comisiones. El caso mío fue muy delicado. Yo tengo una hermana que cuando se inició el conflicto, antes del 99, debido a los episodios que le tocó vivir, entró en un problema de estado mental, ¿sí me comprende? Ella se descompensó mentalmente. No sabría decirte si eso sería un trastorno mental, psicológico, trauma, en fin. Lo cierto es que, cuando el desplazamiento, pues ella se descompensó. Imagínate, empecé a luchar con esta hermana, sin saber qué hacer. En medio de toda esta multitud tomamos la decisión de encerrarla en un baño. Amarrarla con alambres. Un equipo periodístico hizo todo el reportaje del holocausto que le tocó vivir a mi hermana. A ella el cuerpo se le enfrió, se le puso morado. Una de mis peticiones era que mi hermana tuviera un lugar digno donde pudiera estar, ¿cierto? Yo argumentaba que mi hermana necesitaba ser intervenida en un sitio especializado para personas con este tipo de problema o de enfermedad, ¿cierto? Representaba un peligro para un niño, bueno, para todos, incluso para ella misma. Pues no, eso transcurrió y transcurrió el tiempo y las respuestas que yo recibía eran que, desde que existía la medicina, no había un lugar en el mundo para personas con esta condición. Solamente se le daba un control. La paciente era intervenida y luego debía de volver a su familia, porque ni modo volver a su casa. Nosotros no estábamos ni en la casa, ni en la parcela, ni nada de eso. Así acontecieron varios años, como unos cinco años. Hasta que por fin se hizo la documentación y se tomaron las medidas del caso, eso porque entutelé, ¿sí? Esa acción de tutela que fue la última, porque yo hice varias. En medio de esta situación, pues yo fui como construyendo más argumentos. Lo que yo veía era que mi hermana estaba viviendo una situación infrahumana, se estaba muriendo, ¿cierto? Yo argumenté el derecho a la vida; ese derecho prima sobre todo. El derecho a la salud, el derecho a una vida digna, el derecho a una rehabilitación. El derecho a un lugar digno donde ella pudiera sobrellevar la situación que la aquejaba. Bueno, ganamos esa acción de tutela y vinieron desde Cali. Ahí sí, en pura carrera. Empezaron a intervenirla, pero cuando estaba compensada la devolvían al lugar. ¿Adónde? Al coliseo. Y se decaía de nuevo. Yo no te puedo seguir más Raquel Primero fuimos amigos. Fuimos amigos dos años. Después comenzamos la relación de noviazgo, pero ¿cómo lo conocí? Nunca me recuerdo cómo lo conocí. Alberto Fui a pedir un libro que me llevó un amigo, Simón. Y ya las conocía, pero como todas las de ese grupo eran igualitas, no sabía cuál era.
Raquel
Raquel Primero fuimos amigos. Fuimos amigos dos años. Después comenzamos la relación de noviazgo, pero ¿cómo lo conocí? Nunca me recuerdo cómo lo conocí. Alberto Fui a pedir un libro que me llevó un amigo, Simón. Y ya las conocía, pero como todas las de ese grupo eran igualitas, no sabía cuál era. Raquel Nosotras somos diez mujeres.
Alberto
Alberto y a Otoniel. Había una preocupación en la comunidad de que hubiera una masacre. También se dieron muchos enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército. La guerrilla llegaba con mucha frecuencia a la vereda. No se quedaba. Llegaban a la comunidad a buscar alimentos, hacían hasta fiestas, pero nunca vivieron ahí. En el año 2001, el 5 de abril del año 2001, se presentaron unos paramilitares con unos panfletos donde le daban 48 horas a la comunidad para que desocupara. Y si no lo hacía, la sacaban ellos mismos. Les decían sapos, guerrilleros y colaboradores de la guerrilla. La comunidad se desplazó en su totalidad. Una parte se vino para San Basilio de Palenque y la otra se fue para San Pablo y se reubicó en el sector denominado La Pista, que era una pista de aterrizaje donde ya vivían unos bongueros del desplazamiento del 2000. Y los que cogimos para acá nos metimos en el colegio de bachillerato de San Basilio de Palenque. Al llegar al colegio, la comunidad se rebotó porque los estudiantes no podían recibir clases en el colegio porque lo habíamos ocupado en su totalidad. Un día se presentaron los señores de la Infantería y quitaron los panfletos que nos habían enviado. Quitaron algunos, hubo otros que la gente escondió. Nos reunieron en la iglesia y nos pidieron que nos retornáramos, que ellos nos iban a armar para defendernos de la guerrilla. La comunidad no aceptó. Luego un día se presentó el padre Rafael, que era el director de Pastoral Social. Habló con nosotros, nos dijo que consiguiéramos un sitio para comprarlo. Hablamos con el señor Genaro y logramos comprar dos hectáreas y media de tierra. Vino una ONG, MPDL, y nos construyó unas viviendas de bareque, techo de zinc. Y aquí estamos hoy, con un 90 % de las viviendas en material, muy calientes. El Gobierno nos ofreció vivienda arrendada por tres meses, pero la comunidad no aceptó porque dijo: «Después que se cumplan esos tres meses quedamos en la calle». Antes del desplazamiento, La Bonga semanalmente metía dos o tres camiones cargados de yuca, ñame, maíz, fríjol. Toda la agricultura iba para Cartagena y hasta Barranquilla, y una parte la vendían aquí. Eso fue cuando se construyó la vía carreteable, porque antes las cosechas las sacaban a lomo de burro, de mulo. Una parte venía pa Palenque, otra para Mampuján, y otra para San Cayetano. Pero cuando abren la vía, el bonguero comienza a hacer cultivos más grandes. El que hacía un cuarterón, hacía una hectárea; el que hacía una hectárea, hacía dos. Las cosechas fueron mejorando. Con el desplazamiento, la gente aguantó un año para irse para La Bonga a trabajar. Unos pocos fueron a recoger lo poco que habían dejado allá y se regresaron. Pero la gente ya no podía producir de igual forma. De Palenque a La Bonga hay aproximadamente 10 kilómetros y el recorrido es muy largo para ir a trabajar, cultivar y venir a dormir. Hoy, el que produce en tierra arrendada hace muy poco. Hace cualquier cosa para sobrevivir. Los territorios de La Bonga quedaron abandonados hasta ahorita que estamos volviendo nuevamente. Solo un 10 % o un 15 % está yendo a cultivar. El otro porcentaje tiene cultivos por aquí en tierra prestada, arrendada o jornaleada. El bonguero antes del desplazamiento no usaba plata, pero vivía como rico. Vivía como rico porque en cualquier patio de La Bonga tú encontrabas 50, 60 gallinas; pavos, patos, cerdos. Hacían cultivos grandes y los niños eran felices. La gente no pasaba hambre, aun cuando no usara plata en el bolsillo. Después del desplazamiento fue desapareciendo la presencia de los actores armados en el territorio. Algunas personas decían que los habían visto, pero ya uno no se encontraba con ellos ni con el Ejército. Pero la gente seguía con temor. La vida como un libro Allá la primera responsabilidad fue que me entregaron un revólver, como a los seis meses. Desde el momento que uno ingresa, le toca buscar un nombre diferente. En ese tiempo yo me llamaba... se me olvidó... Martina o Marti. Eso fue en el 2000, después de la zona de distensión. Allá tiene uno que pedir permiso, eso me sorprendió. Si usted va ir, pongamos, al chonto, tiene que pedir permiso para bañarse. Si uno quería ir a la tienda, tenía que pedir permiso. Una vez me fui y cuando regresé el que estaba encargado me pegó una vaciada. «¿Y esta qué se hizo? Por orden pública nosotros tenemos que saber para dónde coge, ¿qué tal la hubieran matado?». Entonces sí tenían las razones, tábamos en peligro. En el entrenamiento nos hacían hacer armas de madera y las cargábamos para todo lado. Como uno no está acostumbrado, la dejaba botada. Usted dejaba el palo botado y lo podían sancionar. Así fuera un pedazo de madera, pero era el arma, imagínese cuando nos dieran las armas verdaderas... Una vez nos hicieron dos grupos para ver quién emboscaba a quién. Me acuerdo tanto, uno con esos palos haciéndose el que disparaba. A mí me causaba era como risa, a mí me parecía que estábamos era jugando, y era ríame y ríame. Nos pegaron fue un regaño: «Es que estamos en entrenamiento y lo tiene que coger en serio». Me cambiaron, me mandaron para otra parte. Como al principio del 2002 me tocó con otro comandante que se llamaba Sergio. Él sí era de guerra. Era otra cosa. Me tocaba andar harto con él, prestar guardia. Prestar guardia a mí me daba miedo. Después de medianoche, a partir de las doce de la noche, me daba miedo. A uno le toca solo, con el relevante a veces, pero más que todo sola. Cualquier bulla, o sea, cualquier animal me parecía que era el enemigo. Todo iba bien hasta que me metí con él. Creo que se imaginaba que estaba planificando, no sé, pero yo no estaba planificando. Me di cuenta como a los tres meses. Cuando nosotros andábamos, me asfixiaba mucho. Sentía que la barriga me estaba creciendo y todo eso. No había dicho porque, pues, lo sancionaban a él. Él era el comandante, el que tenía que ponerme a planificar. En ese tiempo no sé cómo hizo mi mamá para dar con dónde estaba yo. Y entonces pues habló. El comandante le dijo que yo estaba embarazada, que no se hacía responsable de nada porque yo había tomado la decisión. Mi mamá dijo: «Si me toca criar mi nieta o mi nieto, yo lo crío». Estuve en la casa todo ese tiempo, los nueve meses. Nació la niña y mi mamá se hizo cargo porque pues yo no sabía cómo. Tenía quince años. La niña se la dejé a mi mamá y seguí trabajando con la guerrilla, pero ya no en el monte, sino cuando ellos me mandaban a llamar. Me iba y estudiaba en la ciudad. Allá terminé el bachiller, estuve trabajando en casa de familia. En Bogotá me tocó negar mi tierra porque una vez, trabajando en uno de esos condominios finos, la cucha me preguntó de dónde era. «Del Huila». «Usted es vecina de los terroristas, de los guerrilleros». Ni modo de decir que soy del Caquetá. Eso comienzan a rechazarlo mucho a uno. Me regresé otra vez para acá y terminé el once, seguí con la guerrilla. Al papá de mi otro niño lo recogieron y pal monte otra vez. Yo me fui con él. Me tocaba ranchar, prestar guardia. Cuando me mandaron a llamar a una casita: llegué de noche, entonces vi a un cucho ahí. Pensé que era el dueño de la casa. Me saludó, me dio la mano. Le pregunté por dos muchachos que me solían esperar, y salió mi socio y otro muchacho. «¿Es el dueño de la casa?», les pregunté. Me dijeron que no, que era un señor que estaba ahí. Me dijeron que nos teníamos que cambiar de campamento y nos tocó irnos para una montaña, así, lejos. Volver a construir, hacer cambuche, la rancha y todo eso. Estuvimos como quince días en esas. Estando ahí llegaron dos peladas: una señora y una muchacha –demostraba dieciséis o diecisiete años, porque ya era encorpada–. No puedo decir que eran secuestradas porque no mantenían amarradas y el señor no estaba amarrado. En ese momento me enteré que había caído mi hermana en la cárcel. La que se había ido a la guerrilla cayó en la cárcel primero que yo. Y también cogieron a mi socio. Pedí permiso para verlos. Estando en todo ese voleo, escuché por las noticias, me parece, que habían capturado a mis compañeros y que habían cogido tres secuestrados. El señor de la casa y las dos muchachas que había visto. Yo quedé desamparada, no sabía ni qué hacer, ni pa dónde coger. Me puse a trabajar en una casa de familia, me puse a trabajar. La señora me ponía a hacer cosas pesadas y me sentí como ojerosa, me dolía mucho por acá y todo eso. Un día comencé con un dolor bajito, entonces le comenté a una amiga. «Mamita, usted tiene pura cara de embarazada», dijo. Me hice la prueba esa de embarazo, y embarazada. Me vine otra vez para acá, estuve hablando con el comandante. «Mija, lo mejor que usted puede hacer es que espere a ver qué pasa. Estese por allá donde su mamá o si quiere estarse con nosotros, estese con nosotros. Porque sí, claro, los cogieron a todos. Usted ya debe tener orden de captura». Le dije: «Entonces yo me voy pa Huila a trabajar, a estar pendiente de mi socio y de mi hermana». Como a los dos meses entré donde mi hermana. Unos señores de civil con chaleco –no me acuerdo si decía «Gaula» o «CTI»–, una muchacha y un muchacho, me dijeron: «Martina Bautista, queda capturada». Pa la cárcel. Mi embarazo fue los nueve meses allá, en la cárcel. No es como estar afuera con las vitaminas, con las cosas. Allá no, allá la comida es prácticamente como se dice pa los marranos. En la guerrilla usted se acostumbra que se hacen los frijoles bien espesos con plátano. En la cárcel, esos frijoles son aguados. Todo el embarazo comí mal. En la guerrilla usted está acostumbrado a que la yuquita, a que la papa. En la cárcel eso todo morado. Pues seguro el Gobierno consigue la carne más barata porque con tanto preso... La otra niña mía se crio con la abuela, con mi mamá. Pero ella se mató estando yo en domiciliaria. Salí de domiciliaria a tener el niño y la niña me la llevé para Huila, la puse a estudiar y se consiguió una amiguita que la estaba enseñando a meter bóxer y eso. Una vecina me dijo que no la dejara andar con una muchacha que me la estaba pudriendo. Mi hija tomó la decisión de tomar veneno y quitarse la vida. Mi hija iba pa los catorce años, para esta época tendría unos diecisiete. Ya el año entrante son cuatro años. Me toca traérmela pal cementerio de la familia porque ya me entregan los restos. Estando en domiciliaria metí al niño a un jardín para irme despegando de él. Sabía que en seis meses me iban a llevar otra vez para la cárcel. Pasaron los seis meses. Me acuerdo tanto que a mí me dolió la barriga, me dio dolor de cabeza. Dios mío, cuando llegó el del Inpec me dio soltura. «Espere que vaya al baño», le dije al desgraciado que había ido a recogerme. Me dio hasta vómito. Como era recochero el muchacho ese, me decía: «¿No será que la preñaron otra vez?, ¿no será que se preñó para que no se la lleven?». Se estaba burlando de mí. A la final el juez no había mandado la orden de que me llevaran. Él solo había ido a que yo le firmara que estaba en la casa. Yo no sé, yo digo que Dios me dio una manito. Me dieron suspensión domiciliaria. Todo el tiempo aparecí como con domiciliaria, todo el tiempo. La relación con mi marido se acabó. Yo distinguí un muchacho civil y me metí con él y todo eso. Ahí ya quedé embarazada de la bebé, una bebé que tengo donde mi mamá. La niña tenía un año y mi hija hacía siete meses que se había matado. Yo tenía una condena de diecisiete años con siete meses. Entonces me llama el abogado y me dice: «Mija, pues la semana entrante es la audiencia del fallo, o sea, que la condenan ya. Tiene que irse preparada que le derrocan la domiciliaria y para la cárcel». Cuando me condenaron a los 42 años, ese día, yo sí quería era morirme. Me metieron secuestro, rebelión, porte ilegal de armas. Bueno, esa la tumbaron porque si me metían rebelión no me podían meter porte. No sé por qué metieron esas cosas si a mí no me cogieron en armas, sino saliendo de la cárcel. Yo no puedo decir que en la guerrilla me tocó matar. En combate sí estuve. Yo estaba recién llegada y me dijeron que sacara equipo, pero no puedo decir que me haya tocado disparar. Más que todo la pasé fue en la civil, pero nunca le hice mal a nadie. Me condenaron, me revocaron la domiciliaria, y yo buscaba era matarme. Estaba hasta escribiendo un libro para contarle a mi mamá por qué me quitaba la vida. Una pelada, una amiga, leyó ese libro. Ella habló con la guardia y le dijo que yo estaba pasando por un momento crítico, que no me dejaran tanto sola, que si era posible me sacaran a psicología. La guardia colaboraba mucho. Me decía: «Métase a estudiar, mire». «¿Pa que estudió si me voy a quedar hasta los 62 años acá?». Con lo del proceso de paz y todo, entonces comenzaron a decir en las noticias que los que estaban en las cárceles por guerrilleros, por rebelión, podían salir. Sentí como que volví a vivir. Comenzaron a llegar los listados. En el primero no estaba yo. En el segundo tampoco. Solo aparecí hasta el último. Dicen que me reconoció un comandante del Frente 25. No sé quién sería porque la verdad no lo conozco. Se dio el Acuerdo de Paz. Películas de Vietnam Antes de que llegaran los grupos armados, Mitú era un pueblo muy sano en todo el sentido de la palabra. Todos nos conocíamos y nos colaborábamos, era muy tranquilo. Más o menos en la segunda mitad de los años 80, por ahí en el 86, es cuando comienzan a aparecer los actores armados, los primeros brotecitos de las FARC. Pa esa época yo era un niño, tenía 9 o 10 años. Me acuerdo que en el 88 hubo una primera toma de las FARC; escuchábamos los metrallazos, todo. Mi mamá lloró mucho. Estábamos asustadísimos, nos tiramos al suelo, en una colchoneta. En la madrugada ellos hablaron por megáfono. Se identificaron que eran de las FARC y les pedían a los señores policías que se entregaran. Más o menos a las ocho de la mañana se van, como si no hubiera pasado nada. No hubieron muertos ni secuestrados. Heridos sí, solo que no graves. En el año en que me gradúo del colegio, en el 97, decido estudiar ingeniería industrial. Me presento a la Universidad Libre y paso. Pero en eso me recluta la Policía. Yo estaba en Bogotá – estudié octavo y noveno allá–, cuando resulté en la lista de la Policía de Mitú. Debía presentarme. Ni siquiera era la lista de la Policía, sino del Ejército, solo que me dieron la oportunidad de escoger entre la Policía y el Ejército, y como yo le tenía mucho miedo a eso, dije «voy para la Policía, que es lo más fácil». Luego ocurre lo de la segunda toma. Esa segunda toma pasa en el 98. Para entonces, yo llevaba por ahí diez u once meses prestando servicio, y ahí fui secuestrado por la guerrilla. El día anterior había hablado con mi teniente y él me dijo «le voy a dar permiso, pero necesito que vaya a la finca y me lave cinco caballos porque tenemos una actividad mañana con los niños del pueblo». Me fui a la finca a lavar los caballos y como a las once ya tenía el día libre. Como a la una de la tarde me estaba duchando cuando escucho unos tiros, ta, ta, y luego un rafagazo. «Esto se escucha cerquita, viene de la Policía, seguro están en el polígono». «No, no puede ser. Hoy no hay nada de eso». Cuando me di cuenta fue que pasó la patrulla, hubo un enfrentamiento. Mataron al muchacho de la Policía que cuidaba la finca. Nosotros éramos 30 auxiliares y 90 policías; 120 en total. Los guerrilleros eran casi 2.000. Y aunque nosotros teníamos conocimiento de que la guerrilla se nos iba a meter, la respuesta de Bogotá había sido que «tranquilos, que eso no va a pasar», y nos mandaron un refuerzo de veinte policías un mes antes. Luego vino la tragedia. Más o menos la toma comenzó a las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. La guerrilla le echó candela a la estación para quemar vivos a los policías. Yo tenía mucho miedo de que vinieran a buscarme. Y así pasó, me tenían en la lista. Me sacaron, me amarraron. Un guerrillero me pone una pistola en la cabeza, me dice que me arrodille. Se me hizo un nudo en la garganta, pensé que me iban a matar. Nos llevan a otro lado y cuando llego allá veo seis compañeros amarrados. Fui el séptimo en ser cogido. Cuando se acaba todo, nos encontramos todos los secuestrados, los 61, todos policías. No sabíamos qué iban a hacer con nosotros, empezó el calvario. Yo duré tres años allá. El primer día iba en sandalias, llegamos a un sitio donde nos hicieron montar en unas lanchas grandes, amarrados de las manos. Nos pusieron un plástico encima. Esa lancha estaba llena de estiércol de marrano, nos hicieron sentar a todos encima de mierda de marrano. Llegamos a un pueblito y un amigo policía me prestó unas botas que tenía hasta que la guerrilla nos dio la dotación de ellos. Quedamos uniformaditos con botas de caucho, revueltos, como visten los guerrilleros. Estando secuestrados nos comentábamos todo lo que había pasado. ¿Cómo murieron los compañeros? El primer cilindro de gas cayó a las siete de la mañana, en el Comando. Ahí fue cuando murió el primer patrullero. Murieron 18 en total. El combate duró aproximadamente doce horas, hasta que se acabó la munición. Y ya secuestrados, nosotros estuvimos catorce días en Vaupés, y de ahí nos tocó caminar varias veces y estar en varios campamentos hasta que llegamos a la antigua zona de distensión. Recuerdo al comandante que más mal nos trató, que una vez nos mandó arroz con vidrios. No nos lo comimos y en represalia nos dejó una semana sin bañarnos. Ese mismo arroz nos lo mandó durante una semana. Solo hasta que llegó otro comandante fue que pudimos comer carne. ¡Todos los días! Y nos pusieron una antena de Sky con la que podíamos ver noticias al mediodía. Y como teníamos radiecito, entonces escuchábamos los mensajes de los familiares de los secuestrados. Eso sí, nosotros no nos perdíamos ningún programa. Mi familia me malenseñó porque todos los santos días me mandaron un mensaje, y el día en que no decían algo yo me preocupaba. De hecho, una vez a las cinco de la mañana, ya se iba a acabar el programa y no me había llegado ningún mensaje, y yo ya estaba angustiado. Por allá mi hermana como a las cinco y pico dice «un mensaje para mi hermanito», y a mí me dio alegría. Uno se quedaba hasta que el familiar le diera el mensaje, y se iba a dormir. La convivencia entre nosotros, los secuestrados, era muy dura. Era un encierro fuerte y todos éramos muy diferentes. Había muchas peleas, nos agarrábamos a golpes por cualquier cosa y por eso nos encerraban en un calabozo 24, 48 horas. Nos amarraban de pies y cabeza; nos echaban tierra y agua de noche; no nos dejaban dormir. En el día a día hubo un tiempo, incluso, en que nos pusieron a trabajar. Nos ponían a hacer trincheras. Nos tocaba con pico y pala. Nos llevaban en grupos de a diez, de a quince, y nos turnábamos de a dos horas. A todos nos tocaba, a todos. Ya cuando cumplimos el año como que le perdimos el miedo a la guerrilla. Éramos un grupo grande y ellos no entraban adonde estábamos nosotros. Nos dejaban la comida en la puerta y cerraban rápido. Estábamos encerrados con alambre de púa, en unas casas con candados y toda esa vaina. Los primeros días estuvimos amarrados así como en los campos de concentración. Para dormir cada uno tenía derecho a dos tablas, y encima de las tablas se ponía un plástico como para que fuera acolchonadito. Ahí dormíamos. Uno se acostaba ahí o en la hamaca. Eso era básicamente lo que se veía en las películas de Vietnam. También nos hacían desnudar, nos quitaban todo para requisarnos. Aunque nosotros sí teníamos cosas. No era para pelear ni nada de eso, sino que hacíamos artesanías para quemar el tiempo. Hacíamos cuchillitos con pepas de monte, y los esferos los bordábamos con el nombre de cada quién. Al momento de mandar pruebas de supervivencia a los familiares enviábamos mensajes. A mi mamá le envié uno que decía «Mamá, te amo». Ella sabía que era de mi parte, le llegaba bordadito. Escribo bastante, y mientras estuve allá mi hermana también me mandaba unas cartas de diez, quince páginas. Yo le contestaba igual. A nosotros nos gustaba escuchar un mensaje alegre, porque era mucha la tristeza que había allá. Aunque lo más duro no era tanto el mensaje, sino hacerle creer al que está afuera, al que está en libertad. Porque la familia de uno no sabe cómo está uno. ¿Está enfermo? ¿Comió? Es más duro para el familiar que está afuera que pal que está secuestrado, eso lo aprendimos en ese tiempo. Y yo tenía un diario en el escribía lo que me pasaba: que amanecí tal, así como enfermo; que me acordé de mi mamá; lloré, estuve contento; hice tal cosa. Escondía mis hojas porque ese era mi tesoro más grande, pero lo encontraron y me lo quemaron. Cuando cumplimos dos meses de secuestro, tuvimos una grata visita. Fue la única vez que vimos a un civil. Llegó el Defensor del Pueblo con una comitiva y él fue el que nos regaló los radiecitos y toda esa vaina. Él trató que nos dejaran libres, pero no se pudo. ¡Cuando ese señor se fue, fue tan triste! Casi todo el mundo lloró. Iban por nosotros y no se pudo concretar. Yo no lloré. Uno lloraba sin que nadie se diera cuenta. Uno viendo llorar a todos sus compañeros era bajar la moral. Uno lloraba solito. Aunque el día y la carta más triste fue la última que escribí quince días antes de mi liberación. Ese día le escribí la carta más triste a mi mamá; me fui pa bajo, se me acabó la moral. Aunque siempre he sido un hombre muy alegre y me he considerado muy fuerte, me derrumbé completamente. Estábamos aburridos, cuando llegan los de las FARC y nos dicen «muchachos, les tenemos una noticia muy buena: hemos firmado un acuerdo humanitario y vamos a liberar a 63 uniformados como gesto unilateral –el grupo de nosotros éramos 61–. De este grupo, vamos a liberar ocho. Aquí tengo la lista». Faltaba un cupo y yo creo que todos esperábamos. «¡Que sea yo!, ¡que sea yo!». ¡Preciso no era yo! Apenas ocurre eso, me acordé de mi mamá y se me nubló la vista. Ese día fue el más triste de mi secuestro. Entonces le escribí una carta a mi mamá con el estado de ánimo así. Los que quedamos allá, quedamos vueltos nada. Nos dio la malparidez existencial. A los pocos días llegaron al campamento y nos dijeron «muchachos, les tengo otra buena noticia: vamos a liberarlos, esta vez no hay lista. Se van todos, pero toca esperar unos días mientras se da la orden». Pasaron diez días hasta que nos levantaron y nos hicieron uniformar. Mi hermana me llamó por la antena y me dijo «papito, lo estamos esperando. Sabemos con mi mamá que viene pa la libertad». Eso fue para mí el regalo. Y claro, mis amigos ese día me tiraron a un río y eso hubo desorden. A la guerrilla no le gustó, pero nosotros ya sabíamos que íbamos pa la libertad. Nos encontramos con otros secuestrados y hubo abrazos y llanto sin conocernos. Ellos nos llevaban tres meses más de secuestro. Uno de los comandantes nos felicitó por el tiempo que llevábamos y nos dijo «los que se quieran quedar con nosotros, las puertas de las FARC están abiertas». Pero no se quedó nadie porque con nosotros no aplicó el dichoso síndrome de Estocolmo. En el caso mío, yo le cogí mucha más bronca a esa gente y le cogí más cariño a la Policía. Como será que cuando fui secuestrado, yo estaba prestando el servicio a la fuerza. Iba a estudiar ingeniería industrial, pero cuando salí ya no quería estudiar eso. Inmediatamente me fui a la Escuela de Suboficiales y le cogí cariño a la institución. Ese día en que nos dijeron «ustedes se van todos, sin excepción», fue el momento de más alegría. Mi mamá me cogía, me abrazaba, me daba picos. Secuestrados, habíamos quedado cuatro primos. El que salió muy mal llegó con problemas psicológicos, muchos. No quería estar con la gente, sino que buscaba estar como entre el monte, entre los árboles que hubiera. Allá llegaba y se paraba. No quería nada y tuvieron que hospitalizarlo. Las primeras noches para mí fueron muy difíciles. Es que después de estar tres años allá, el silencio, el miedo; «toca acostarse, no se puede prender la luz porque de pronto el avión nos detecta». Y llegar aquí afuera y acostarse común y corriente donde sí hay luz, bulla. Uno se acostaba y si escuchaba pasar un avión, se asustaba. Por la psicosis de estar recién liberado, uno pensaba que era el avión de la Fuerza Aérea que iba a bombardear. Escuchaba pólvora y uno se imaginaba que lo iban a matar con un cilindro o una granada. Uno imaginaba tantas cosas, pero no. A mí eso me pasó poquito, digamos que unos días. Pero hubo compañeros a los que les duró mucho tiempo. Aunque han pasado 21 años, yo creo que apenas lo estoy superando; no lo he superado del todo. Todavía no soy capaz de sentarme con un guerrillero o con un exguerrillero a conversar, a tomarme un tinto, una gaseosa. Conozco a algunas personas que estuvieron allá y a veces los veo por ahí, pero ¿qué voy a hacer? Igualmente debo ser tolerante. Así como yo pienso de ellos, ellos pensarán de mí. Yo dejé de ser policía hace muchos años, porque pedí el retiro, y mire: estoy por fuera y el otro también. Se acabó el conflicto con las FARC y él quedó desmovilizado, tiene derecho a otra vida, a reivindicarse. Todos fallamos en algún lado de la vida, así pienso yo. Claro que ya estoy superando ese paso para llegar al perdón, pero hasta allá no estoy todavía. Me daría rabia que ellos me relacionaran con la Policía, porque aun cuando yo la quiero mucho, ya no soy policía. Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel Estuve preso casi once años. Salí con este proceso de paz. Estuve en Cartagena, Valledupar, Cómbita, El Barne y La Picota. Nosotros teníamos una educación muy diferente, de combatientes, o sea, de prisionero político. Siempre nos identificamos como prisioneros políticos de las FARC. Nadie quiere estar en una cárcel. La vida le da a uno lo mismo. Es difícil, sí. Así sea un minuto de cárcel, no deja de ser cárcel. Eso del tiempo lo programa a uno. Había que usarlo para hacer deporte, alzar pesas, media hora de trote. Una rutina que uno programa. El domingo es día de visita, pero si estás en una cárcel de máxima seguridad tú no vas a encontrar una persona que te vaya a ver. Allá recibía visitas de una compañera, a uno de hombre le gustan las mujeres. Una vez le dije «yo a usted la quiero y todo, y qué lindo ese detalle. Mejor dicho, no hay valor que te compense el ir a visitar un preso». La cárcel es un cementerio de personas vivientes. Allá todo el mundo se olvida de uno. Si usted tiene su mujercita, pues ella determina su vida con otra persona; te bota el teléfono, mejor dicho. De pronto por ahí la mamita de uno, que es el único ser que está en esta vida. Una vez le dije «soy guerrillero, hice un compromiso hace muchísimos años y yo no puedo faltarle a eso cuando salga de aquí». Yo nunca perdí contacto con la guerrilla. Por lo regular, siempre nosotros peleábamos jurídicamente, eso debe saberse. Los guerrilleros no éramos expertos en leyes, pero de eso también nos enseñaron. El que quedaba vivo y terminara preso debía saberse defender a través de la ley. Uno tenía compañeros de la cárcel, universitarios incluso, que a veces le preguntaban qué debían hacer con sus procesos. Y a cambio de ayudarles, uno pedía un tinto. De esa manera nos ganábamos la gente y el espacio. Los del Inpec decían que los guerrilleros eran los mejores presos. «Esa gente no es viciosa, no se mete en problemas». Nosotros éramos unidos. Adonde llegábamos, estábamos unidos. Eso era una recomendación del Secretariado Nacional y de los frentes a los que pertenecíamos. Entre nosotros no nos dejábamos morir. Si había que compartir una chocolatina, la compartíamos. La inauguración mía con el arma fue de muy temprana edad. Te podría decir que tenía por ahí unos doce, trece años. Nos tocó ir a hostigar un puesto de policía. Yo estaba dentro del entrenamiento, pero entonces a mí me gustaba, no sé por qué. No sé si lo hice bien o lo hice mal, pero clasifiqué en un grupo muy bueno para esas actividades. Ellos tenían guerrilleros profesionales, compañeros mucho más antiguos. Yo hacía lo que ellos hacían, no me dejaban solo. Al lado mío había tres, cuatro, cinco compañeros profesionales. Los muchachos sí sabían qué era estar detrás de un arma, dispararla. Pasé esa prueba. Nos inculcaron que el enemigo eran los que dirigían el país: los capitalistas, los que no dan nada, los que día a día son más ricos, los que en realidad han hecho la guerra. O sea, el Estado, el Ejército y la Policía no eran los enemigos antagónicos. «Es que un policía puede salvarte la vida, así como tú puedes salvar la de él». El enemigo no son ellos. Ellos obedecen órdenes, así como nosotros obedecemos. Así como obedece cualquier militante de cualquier organización, de cualquier ejército del mundo. A veces, por eso, me preguntaba por qué los atacábamos. «Porque ese es el deber, porque ellos nos atacan a nosotros, y no solamente con fusiles, sino con aviones, con helicópteros». Era difícil. Estuve en varios bombardeos y en peleas de muchísimas horas, en las que uno pensaba que no se iba a salvar. La guerra es la guerra. Hay momentos en los que si te tomas un tinto, no te vas a comer el desayuno; si te comes el desayuno, no vas a comerte el almuerzo ni la comida. Muchas veces les he explicado a los campesinos lo siguiente: «Vea, las FARC nunca obligaron a nadie a que cogiera un arma. Eso lo hicieron por allá de pronto en la era primitiva. Pero las FARC nunca hicieron eso. Al menos que yo haya tenido conocimiento y en mi uso de razón, desde que yo llegué a las FARC, yo no llegué obligado, yo llegué voluntariamente». Bueno, a mí me procesaron por terrorismo y homicidio de personas protegidas de la fuerza pública. Tuve dos condenas: una de 36 años, y por terrorismo me dieron 22. Salí por medio del Acuerdo. Agradecido con la organización que pudimos salir, pero sí estaba bastante enredado con ese proceso. La paz es vivir en convivencia, que todo conflicto se resuelva de la mejor manera posible. Que no haiga egoísmos, que no haiga desigualdad, que no haiga la avaricia de aquellas personas que les gusta dominar y sentirse superiores a todo. Considero que la paz es algo fosforescente que alumbra todo momento. Aquella bonita esperanza de libertad. Está difícil, pero hay que luchar por la paz. Estando en la cárcel, le pedí disculpas a mi mamá: «Madre, espero que perdones mis malas procedencias, a esa personita que tú trajistes al mundo y que no quiso compartir su juventud a tu lado. Espero que tú seas la primera que me perdone de no haber compartido, ya estando a edades». «No, hijo. ¿Usted por qué me está diciendo eso? Si yo vengo aquí es porque estoy dispuesta a seguir siendo su mamá hasta el día que mi corazoncito deje de palpitar». Antes de que viniera, tuve que explicarle: «Madre, ha de saber que vendrá a visitar un amigo suyo. No me ponga como su hijo porque de pronto después de tantos años la situación es difícil para usted. Y yo no quiero que usted por nada del mundo llore por mí, pero sí quiero que el día que esté de mi lado me dé un tierno abrazo, así como usted me abrazó el día que me trajo al mundo. Y lo mismo voy a hacerle a usted. La voy a abrazar sin que haya tanto sentimiento porque es más difícil el sentimiento cuando no se ha compartido». Pedirle perdón a la sociedad es difícil para mí, y le voy a decir el porqué: perdonar también significa aceptar los delitos cometidos durante 53 años de lucha guerrillera, y yo todavía ni tengo 53 años. Sí, porque nosotros hicimos parte del conflicto, pero hay responsabilidades de parte y parte. ¿Por qué el Estado no nos había dado otra oportunidad de seguir luchando por lo que nosotros hemos querido desde el principio? Ese Estado nos ha tildado de ser lo peor de la sociedad, pero también hay que reconocer de que si nosotros pusimos las armas sobre la mesa es porque ya no queremos estar en la guerra. No es que nos hayamos cansado de luchar: si el revolucionario renuncia a sus principios, es preferible morir. Un luchador no se cansa. Y el día que pase es porque su corazón ha dejado de palpitar. Queda la preocupación de que el Gobierno ha sido difícil en cumplir la implementación del proceso de paz. Las puertas que se han abierto se nos están estrechando. Eso es una preocupación para todos nosotros, los excombatientes, para los que dejamos las armas. A veces caemos en cuenta de que si eran capaces de matarnos cuando estábamos armados, ahora que estamos desarmados nos están matando de a uno. Y el Gobierno no se pronuncia. Y no solamente están matando a los excombatientes de las FARC, no: también a los compañeros que de una u otra manera se nos han acercado. Los líderes sociales que han asesinado también nos preocupan. A la edad que yo tengo, primero que todo, pues quiero terminar el bachillerato. Si usted no tiene ese cartón de bachiller, no tiene absolutamente nada. Estoy en noveno. En el futuro, si nos dejan, pienso estudiar un curso de derecho. Hay veces uno ve tantas injusticias, y no sé, de pronto ese es un medio para peliar por los derechos de los demás. Un ejemplo: yo me siento orgulloso de unos derechos de petición que le hice a un muchacho en la cárcel. A los tres días le dieron libertad. Estando afuera, fue a visitarme dos veces en la cárcel. Así ponía a temblar a los guardias que nos custodiaban. Yo mandaba el papel a jurídica para que me pusieran el sello y se lo mandaba por medio de visita directamente a la Fiscalía, a un juez o adonde fuera que tocara mandarlo. Y los ponía a temblar. Además me gusta la agricultura y recibí un curso de parte del Sena. Me gusta esta vaina de ebanistería; yo le hice una biblioteca a Duque, vea, ahí se la hice. La gente de aquí ya me conoce. Me dicen el ebanista de Pondores. De coordenadas no me pregunte Aguantar la montaña Aguantamos hambre, frío. Estar en un páramo no es nada fácil. De rutas sí no le voy a mencionar mucho porque la verdad no recuerdo el recorrido. Fueron varios meses los que estuvimos caminando. Hacia el final no teníamos ni comida. Teníamos que pasar hambre. La pasábamos con un tinto, así como el que pidieron esta tarde. Un agua de café. Con eso pasamos varios días. Desde que comenzó la operación del Ejército, en mi caso, me tocó dejar botado el equipo. Tenía un pie tronchado y no podía correr. Sin equipo duré prácticamente como unos veinte días, yo creo. Me prestaban ropa, o que los que llevaban equipos me prestaban una toalla para bañarme. Todo era como más difícil para uno. Llegó ese momento, comida. Ese día iban a abastecersen, pero no alcanzaron porque al día siguiente el Ejército estaba ahí desde las cuatro de la mañana. Entonces no alcanzaron a abastecer alimentos ni nada. Por eso, de ahí para adelante fue todo el recorrido sin comer nada. Por ahí una vez mataron una vaca y la cocinaron con solo agua. Sin sal, sin nada. Eso era comida como pa tres, cuatro días. Ya desde ahí hasta que volvieron a encontrar una vaca para podérsela comer. Y ya, no había comida. Nos daban un agua con café en la noche. Un día hubo un evento en que nos salimos de una emboscada que nos hizo el Ejército. Ese día, en la mañana, como a las seis o siete de la mañana, nos habíamos encontrado con un grupo del Frente 24 o del Frente 20, no me recuerdo. Ellos iban como tres o cuatro personas nomás, y llevaban dos panelas. Sacaron una y nos la dieron al grupo de nosotros, que éramos como veinte. Una panela para todos. Eso era un pedacito chiquitico para cada uno. Pues eso fue, estábamos entre la montaña, solamente con lo que teníamos puesto. La ropa como hielo En Boyacá también fue muy difícil la vida por allá. Mucho frío, muy difícil; era con una cobija y un saco. Eso fue coger la ropa, la maleta, el equipo y hágale otra vez por esas lomas, por el puro páramo. Caminamos y llegamos de noche a un potrero. Dormimos ahí, en pleno hielo. Iba a coger la ropa y era hielo. Era difícil todo. El sueño lo vence a uno. En la tarde no se pudo comer nada, pues así fueron varios días. Muchos nervios. Yo miraba las casas y me provocaba tocar para que me dejaran cambiar. Quedarme en una casa. Me eché fue una panela y una bolsa de pasta, y no me acuerdo qué más. Solo llevaba tres cosas en los bolsillos y el fusil. No me acuerdo qué más. Como unos frijoles, me parece. La ropa se me quedó allá arriba por lo que estaba disparando el helicóptero. Eso era un pedazo de panela con agua, cuando había agua del río. Cogía la puñada de agua y comía panela como para no desmayarme. Llegué a la casa y me escondí en una mata de plátano. Me daba miedo salir. Cerca de la finca cayó una bomba, o sea, muchas bombas cayeron. Escuché que la vaca bramó. Las otras salieron corriendo. Golpeé en la casa de la finca como pude. Una señora medio se asomó y dijo «no, no, váyase de acá que yo no quiero problemas». Me escondí de nuevo. En eso ya venía la tropa. Bajé de la casa y me senté en unas piedras que había ahí. Había harto jardín. Ahí me senté y ellos me dijeron: «¡Quieta ahí!». Arranqué a correr y me dispararon. Si hay un dios, fue una amiga A veces me digo «si hay un dios, fue una amiga». Salí muy enferma, muriéndome, y ella estuvo conmigo hasta el último minuto. Pasamos por zonas muy frías: el páramo del Cocuy; lugares para los que no teníamos el equipo necesario; condiciones inhumanas, muy frías. Me enfermé de neumonía. En esa marcha me lesioné un pie, me lo fracturé. Iba mucha gente enferma por el frío, por el paludismo, porque se les bajaron las plaquetas. Nos dieron simplemente una cobija y unos sacos para pasar los páramos hasta Santander. Los más grandes se fueron a la toma del filo, pero el Ejército se lo había tomado a la una de la mañana. Ahí es donde comienza la Operación Berlín. Ese día ametrallaron desde el helicóptero. Uno en ese momento fue disgregado: corríamos por donde habían quedado las huellas de los que habían corrido adelante. Yo iba muy enferma de mi pie, de la neumonía. Pensé que me iba a morir, no tenía una persona que me guiara. Caminé como desde las nueve de la mañana hasta las siete. Subiendo filos, caños. Llegué a una casa civil donde estaban los guerrilleros que habían quedado vivos. Ahí esperamos como hasta la una de la mañana, mientras llegaban los que pudieran llegar. La operación duró aproximadamente cuarenta días. Lo último que nos tomamos fue un tinto. No teníamos comida, la gente sin fuerza. Mucha gente empezó a dejar los equipos; cargaban lo necesario para aguantar el frío. Necesitaban la fuerza para subir y bajar filos. Nos guiábamos con unos binóculos. Veíamos en qué filo estaba el Ejército, y dábamos la vuelta. Lo último que nos tomamos fue un tinto y desde ahí duramos como unos cuatro días sin tomar nada, nada. Llevábamos casi como quince días sin bañarnos. Esa mañana bajamos, dormimos en un filo sentados, sin caleta ni nada. Sentados, envueltos solamente en las cobijas. Tratamos de no dormirnos mucho porque nos podíamos deslizar, eran cordilleras muy empinadas. «Con esta tos mía me matan», dije. Dos, tres niñas dijeron que se iban, y se fueron. Solo quedó mi amiga, la que había ingresado conmigo, y un muchacho, un niño de un pueblo indígena. Yo les dije que se fueran, les dije «váyanse que los van a matar por mi enfermedad». La niña dijo que no, que ella se quedaba conmigo, y el indio también. No sé por qué se quedaron. Yo no era buena compañía en ese momento. En Santander hay muchos árboles de tomate. Nos metimos debajo de unos árboles de esos a comer tomate. La mera tranquilidad. «Comamos eso; si he de morir, que sea tranquila». El chico se metió a la casa y dijo «vengan, vengan, que todavía el Ejército se demora en bajar; entremos y cambiémonos». Él se entró. Yo me comí unos tomates. De ahí a que el Ejército bajara se gastaba más de una hora. Me metí a la casa. Miraba uno los platos sobre la mesa donde había quedado el desayuno servido. O sea, fue tanto el rigor de la guerra para el campesinado en ese momento del bombardeo, que sobre la mesa habían dejado los platos servidos del desayuno. La gente no había podido desayunar, había huido. La población civil que vivió la guerra de la Operación Berlín tiene mucho que contar. Lo que yo vi dentro de esa casa: miraba los desayunos servidos, las cosas que habían quedado encima del fogón hirviendo y se habían quemado. No alcanzaron a bajar los fogones. Ellos se vistieron. El indio sí se vistió de civil. Yo no. Yo me salí de la casa y ahí nos acordonó el Ejército. Yo no tenía armamento, no tenía nada. El indio decía que él no ser guerrillero, él ser civil. «Yo ser civil». Me acuerdo de eso. ¿Cuándo un indio en Suratá, Santander? Pero a uno nomás con mirarle las espaldas se daban cuenta. Tenía el rastro de los equipos, la riata en la cintura. Era fácil conocer un guerrillero en la Operación Berlín porque llevaba un mes sin bañarse. Olíamos a diablo. Eso era fácil usted reconocer un guerrillero, más cuando la pecueca y el pelo lo delataban. Llevábamos muchos días sin comer. Ahí ya nos coge el Ejército. El otro corazón de la oscuridad A mí por eso me tocó salirme de allá, porque me iban a matar. La guerrilla. Usted sabe que hay veces que en la comunidad mantiene gente envidiosa. Como que empezaron a meter cuentos. En últimas ellos eran los que compraban, no dejaban entrar otros compradores. Y por lo menos en esta zona estaba un mando, y toda la merca tenía que comprarla ese man. Y si el man no tenía con qué, usted tenía que guardársela. Y si usted se iba donde otro man, tenía un problema. Le cobraban 200 por kilo. Resulta que una vez ese man no tenía plata. Pregunté y me dijeron que fuera adonde otro. Tocaba caminar harto, como unas seis horas. Tres subiendo y tres bajando. Abajo era a un precio y arriba era a otro. Si abajo se la pagaban a 1.300 el gramo, arriba se la podían estar pagando a 1.600, 1.700. Pero eso eran puras trampas. Yo fui a venderla allá arriba. Y le cuento que me salió completico para pagar las deudas. La verdad, la coca es un producto que solo sirve para cubrir los gastos. De quince millones que usted meta, saca dos milloncitos y eso es para reinvertirlo. Eso da como pa vivir pagando la remesa, el transporte, el combustible, los venenos pa las mismas matas. Después de que bajé de vender la coca, el comando de acá me mandó un muchacho para que le mandara los 200 por vender en otro lado. Y sí, tocó mandarle para no tener problemas. Era pues eleno, eran los Comuneros del Sur. Siempre estuvieron y siempre están. Igualmente, de ese tiempo a ahora ha cambiado mucho. Yo me salí de allá en el 2011. Lo que me pasó fue que me amenazaron. Me tuvieron como tres días retenido en una casa. Iba en el bote ese día, iba por combustible para la finca. Vi que bajaban por el río y me llamaron. Arrimé el bote y me subí al de ellos. Sentí que un man me puso la trompetilla del fusil en la espalda. Me empujó con el fusil y me dijo: «Seguí pa allá, gran hijueputa. Te ibas volando, ¿no? Te vamos a detener». Me metieron en una casa por tres días, hasta que el mando dio la orden y me dijo: «Lo vamos a mandar para su casa a que se vaya a trabajar, ¡pero a trabajar!». La verdad ahí ya no me sentí bien. Mantenía con ese presentimiento y con esa desconfianza. Ellos tenían la duda de que uno los fuera a aventar con el Ejército o alguna cosa. No vivía tranquilo. Hubo un tiempo en que incluso dejamos de cultivar la finca y me di como por vencido. Dije que apenas tuvieran un descuido me iba. La verdad no se podía salir de la finca, si no era con permiso. Pensamos en irnos a trabajar en una mina, donde un cuñado. Y nos fuimos pa allá. Y resulta que llegaron dos de ellos a la casa donde yo estaba. Los mismos que me habían detenido. Y yo, como le digo, mantenía con esa espina, con ese miedo. Vi que llegaron y estaban como desesperados porque no les cogía la señal de radio. Pensé que los habían mandado para hacerme algo. No le dije nada a nadie. Me fui. Me metí la billetera al bolsillo y una navaja. Me puse una camisa y me fui. Antes de eso había una cuñada que los recibió y estuvo hablando con ellos como para sacarles información. «¿Y ustedes a qué hora se van?», les preguntó. «Ah», dijo uno, «vinimos a hacer una vuelta; si la vuelta se da rápido, nos vamos, pero si la vuelta se demora, así mismo nos demoramos. Si hasta las doce de la noche nos toca estarnos, hasta las doce de la noche nos estamos». Eso quería decir, pensé en mis adentros, que si les daba papaya me iban a matar. Más tonto yo si me quedo. Dejé hasta el almuerzo servido. Llegué y salí por la cocina. Me metí al monte y los que salen a correr. Eran las once de la mañana. Yo no le dije nada a mi mamá. Salí y me fui. Caminé todo ese día. Bien tarde llegué a una casa de un vecino, de un amigo. Me quedé en esa casa y le pedí a mi amigo que no le fuera a avisar absolutamente a nadie. Oscureció bien y me hice detrás de la casa. Me quedé escuchando a ver qué decía la gente. La finca tenía hartos trabajadores, harto raspero. Escuché que alguien dijo que me iban a matar. Al rato salió un muchacho y lo agarré de la mano. Uy, el man se pegó un sustísimo. Como era amigo, le conté todo y le pedí que me llamara un conocido. «Llámelo a él calladito que no quiero que nadie se dé cuenta». Entonces él fue y lo llamó. En ese tiempo, el ELN y las FARC tenían un acuerdo para que nadie se les volara. Y el man era miliciano de las FARC, pero pues también era bien amigo mío. Me dijo: «A esta hora, motor que baje lo prenden a plomo de una. Ahí nos matan es a todos dos. Lo único que puedo hacer es darte posada, que te quedes aquí y mañana pasarte al lado de allá del río. Por ahí por esa montaña te vas pa dentro, hasta salir a Barbacoas». Me quedé ahí. En toda la noche, no pegué el ojo. Ante el mínimo ruido pensaba que eran los manes esos. No tenía valor de comer. Esa misma noche me acomodaron en un botecito con azúcar, Fresco Royal, una panela y una jamoneta. Dejé botado eso. Simplemente eché la panela en un bolsillo de la sudadera. Me pesaba hasta la camisa. En la madrugada me despertó un gallo a las cuatro. Mi amigo me ayudó a cruzar el río en una canoa. Estaba crecidísimo. De ahí me metí a la montaña. Tocaba subirse bien arriba. Era un cerro altísimo. Caminé hasta que comencé a bajar de nuevo. Escuché un bote. Eran ellos que me estaban buscando. Dejé que pasaran para abajo y seguí mi camino fresco. Caminé por dos días y llegué a la finca de un señor. Me le fui acercando con cuidado hasta que lo tuve cerca. Le pregunté si en el caserío que estaba cerca habría canoas de remo. Mi idea era retomar el camino en la noche, irme por el río. Me dijo «no, aquí no hay canoas de remo, y cuídese mucho porque a raticos andaban por aquí ellos». Al caserío del que hablaba llegué a las cuatro de la tarde. ¡Pucha, estaba cansado! Me metí en un montencito y me acosté. Escuché que llamaban a una señora Paula. Yo caí en cuenta: esa señora era familia de mi papá. Me salí del monte a ver dónde estaba su casa. Ella, apenas me vio, se asustó porque estaba suciesísimo. Le dije «buenas». «Uy», dijo ella. «¡Santo Dios! ¿Quién eres?». «Un cazador». «¿Y el arma?». «No, pues el arma tocó dejarla botada. Me perdí. Estoy con hambre, hasta las botas me pesan». «Entonces no eres buen cazador porque el buen cazador no abandona el arma». «Pero deme un permisito para subirme a la casa». «No, no te puedo dar permiso. No sé quién eres». «No pertenezco a ningún grupo, sino que simplemente le digo que me dé posada». «No». Pero no esperé que me diera posada, sino que me subí. No quería que la gente me viera. Ahí había milicianos de los elenos. Era un caserío a lado y lado del río. Entonces me subí a la casa y me metí así en un rinconcito oscuro, ahí me puse. Empecé a investigarla a ella. Le pedí que no me negara porque éramos familia. «Yo sí me imaginaba», me dijo, «porque aquí han llegado muchos volándose. Me ha tocado darles posada hasta que se pueden ir. Y aquí no se puede dejar ver de nadie, porque allá del otro lado están ellos». «Présteme uno de sus nietos para mandar una razón al lado de allá. Obligatoriamente me toca mandarlo a llamar al man, del lado de allá». El man pasó y hablamos. Solté el bote y me abrí al río como a las ocho de la noche. A las dos de la mañana iba cerca a Barbacoas. Toda la noche dándole remo. Bien allá, ya cerca del pueblo, me vieron. Un man alumbraba con una linterna. Me quedé quietico, como si fuera un palo que bajaba. Y el man alumbraba así, alumbraba pa ver si yo miraba. En Barbacoas llegué al Batallón del Ejército. Pues la verdad buscaba una protección. Me fue bien. Me dieron seguridad, lo que era alimentación, lo que era ropa. Y de ahí salgo a Tumaco, y de Tumaco voy a Ipiales, donde estuve como tres meses. En Barbacoas estuve tres días nomás. En Ipiales estuve tres meses. De ahí me fui a vivir a Pasto. En Pasto sí estuve como unos dos años. Después me fui al Ecuador, en el Ecuador estuve como un año y medio. Y aquí, la verdad, llevo como cuatro años. El resto. pues la he pasado así, en el Ecuador, en Llorente. Estuve en Pasto, después otra vez volví a Ipiales. Así. Providencia La casa me la dejaron destruida prácticamente, se llevaron lo que más pudieron. Yo estaba muy aterrada, lo único que hice fue meterme debajo de la cama. No sé qué tiempo pasó, perdí la noción del tiempo: no sé sí fue un minuto, una hora, un día. Me dolía la cabeza, estaba mareada, estaba full asustada. No escuchaba nada: ni ruidos de los vecinos, ni perros ladrando. «Bueno, ya habrán acabado con la cacería», pensé. En ese momento viene mi vecina, que estaba como a tres casas, y la veo sangrando. Nosotras atinamos a salir a la orilla del río. Pasaron las embarcaciones llenas de plátano, venían de cosechar. Un vecino que iba pasando con su canoa llena de plátano nos vio ensangrentadas y mojándonos con el agua. Sacamos los plátanos. Nos metimos y él nos tiró los plátanos, nos tapó hasta el cuello. Nosotras escuchábamos motores grandes: esos eran los motores de esa gente. Íbamos por el río Satinga, llegamos al pueblo. El que nos llevó nos dijo: «Tienen que quedarse acá. Voy a ver si hay un barco que vaya para Tumaco, para cualquier parte». Cuando llegué a Buenaventura, me contacté con mis familiares. Mis hermanos me dijeron que por ningún motivo fuera a llegar a donde ellos, pero me contactaron con una tía con la que muy poco tenemos relación. Ella vivía en otro barrio, muy lejos. Ella me recibió a mí, a mi amiga y a su niño. Después, ellos empezaron la búsqueda internamente de mi marido y de mi hermano. Me enteré de que los vecinos les comentaron a mi esposo y a mi hermano lo que había pasado, y ellos tiraron a irse también a Buenaventura. Cada uno se regó por diferentes partes. Como a los quince días supimos dónde estaban y pudimos reunirnos. Al final tomamos la decisión de salir del país porque no teníamos otra opción. Voy a quedarme donde me sienta segura Alguien me dijo que las personas que se habían desplazado se estaban yendo para Ecuador. Nosotros no teníamos idea de eso, pero fuimos a la Alcaldía. Ahí me entrevisté con el personero, y él me dijo que en Buenaventura no podían darnos un sistema de protección, que teníamos que ir a la Fiscalía, poner la denuncia y esperar que eso fuera aceptado. Nos dirigimos a la Fiscalía, pusimos la denuncia y no pasó nada. Nunca nos llamaron. Nada. Estábamos asustados, sin tener qué comer, sin tener para vestirnos. Estábamos viviendo de lo que nos podían dar nuestros familiares a escondidas. Teníamos miedo de que también los fueran a involucrar a ellos en cosas que no sabíamos. Yo le preguntaba a mi marido qué era lo que había pasado, y él no sabía absolutamente nada de lo que se trataba. Mi hermano tampoco. Yo no tenía ni idea. Entonces, bueno, empezaron a prestarnos una plata. Una prestamista que no estaba en Colombia. Nos pasaron cierta cantidad de plata con garantía de que nuestra familia tenía que pagar sí o sí. Con esa plata que nos dieron me vine para Ecuador. Yo salí primero porque no alcanzaba para todos. Mi vecina también tomó la decisión de venirse. Viajamos juntas. Salimos de Buenaventura a Cali en la noche, porque en el día no me atrevía a salir. Inmediatamente llegamos a Cali, alquilamos una pieza de hotel. Al día siguiente, saqué el pasaporte. Fuimos a buscar transporte y nos tocó estar todo el día en la terminal: dormí en la terminal, amanecí en la terminal. Cuando me monté al bus, respiraba un poco, pero no lograría respirar tranquila hasta que saliera de Colombia. Cuando llegué a la frontera como que me dejaron todas las emociones. Durante el viaje conocí a varias personas que también iban a Ecuador con el propósito de refugiarse. Ya no confiaba casi en las personas. Venía escuchando conversaciones porque a veces la gente habla de más. Así me di cuenta de que el grupo con el que íbamos no era como muy confiable para quedarme con ellos. A mi marido y a mi hermano les dije: «Voy a quedarme donde me sienta segura. Empiezo a trabajar y ustedes vienen adonde yo esté. El hecho es no es quedarnos en Colombia». En Ecuador no me sentía segura. Había muchos colombianos huyendo. Todavía me quedaba un poco de plata porque en los ocho días de camino solo había tomado té, café y galletas de soda y pan. Entonces me fui por Bolivia con la vecina y un caballero que venía en el mismo bus del que salimos de Colombia. Él venía buscando cómo salvar su vida. Nos le pegamos. Llegamos a Bolivia, y de Bolivia nos pasamos para Perú. En la frontera del Perú con Chile nos fue denegada la entrada a Chile. De allí nos pasamos para Argentina y por Mendoza llegamos a Santiago de Chile. Estábamos muertos en el terminal de Santiago. Hicimos vaca entre los tres y alquilamos un cuarto de hotel. Al día siguiente ya no teníamos plata para quedarnos en el hotel, así que teníamos que salir a buscarla. Ese día salí a caminar a la calle y mi vecina se fue por otro lado. El caballero también se fue. Teníamos que encontrar dónde quedarnos, con maletas y con todo. Gracias a Dios era providencia. Nos vieron caminando con las maletas y un caballero se compadeció y nos dijo «oigan, morenas, ¿están perdidas?». «No, no estamos perdidas. Llegamos de Colombia, no tenemos plata. Estamos buscando dónde dormir y pasar la noche». Él nos habló del lugar de Cristo. Yo me asusté porque nos dijo que allí estaban los drogadictos, los indigentes. Me asustó totalmente. Dije «prefiero dormir debajo de un puente». Seguimos caminando y regresamos por la misma calle porque era la que conocíamos. Vimos una pareja en un puente, con unos cartones. Les preguntamos si podíamos hacernos ahí al lado. Fuimos a la comisaría a preguntar qué podíamos hacer y los carabineros nos dijeron que podíamos volver al Hogar de Cristo, que eso no era así como el señor lo había explicado. Nos fuimos para allá y el mismo caballero que nos habíamos encontrado en la calle nos indicó por dónde era. «Les voy a rentar una pieza, yo arriendo piezas», dijo. «Nosotros no tenemos con qué pagarle, cuanto mucho nos quedan como 20 dólares». «Las voy a dejar dormir en la pieza por una semana, para que ustedes puedan buscar mientras tanto», dijo. ¡Qué bendición! El señor nos prestó un colchón lleno de pulgas. Nos moríamos de la piquiña en la noche. El frío nos mataba. Era marzo, pero veníamos de un clima caliente. Marzo para nosotras era invierno. Traíamos sábanas porque en Colombia uno usaba sábanas, no colchas. La noche más terrible que he pasado en mi vida fue en Chile. El señor nos dejó ahí, dijo: «Cuando cumplan el mes me pagan. Busquen trabajo y me pagan». Al día siguiente salimos a buscar trabajo. El primer mes que me pagaron fui a la feria y compré un teléfono de segunda, una carcachita. Todavía lo tengo guardado. Como unas tres, cuatro veces logré comunicarme con mi esposo y mi hermano. Durante esos primeros meses no dormía. Gané peso comiendo pan y gaseosas todos los días. En un periodo de tres meses pasé de 59 kilos a pesar 80. El estrés, la preocupación, la alimentación. Tiempos después, mi esposo pudo viajar. Yo ya estaba en una pieza organizada, tenía lo básico: una cama de una plaza, qué risa. Ahí dormimos los dos. Después llegó mi hermano, al mes siguiente. Dormíamos los tres en esa cama. Luego a mi hermano le dieron otra cama y una pieza. El señor que nos arrendó la pieza y que nos ayudó desde el primer día, le consiguió trabajo a mi marido y a mi hermano en la construcción. Yo llegué en el 2006. En el primer año estuve con permiso de trabajo. Al final tuve la cédula temporaria por refugio, que servía por dos años. Luego, con la estampa en el pasaporte de la resolución del refugio, obtuve el carné de residencia definitiva. Pasé muchas cosas malas en mi país, terribles, que no quiero ni recordar. En Chile igual pasé cosas terribles, pero he tenido bendiciones. La llegada Acá y allá Estudié trabajo social, pero me falta la tesis. Primero empecé a estudiar etnoeducación y desarrollo comunitario en Pereira y después me puse a trabajar en universidades en docencia con la Redif. En esta red de investigadores teníamos una cátedra abierta sobre desplazamiento interno forzado que funcionaba en varias universidades. A fines del 2008, empezaron a ser detenidas personas en Bogotá y otras ciudades. Amigos o conocidos de la época, de militancias o de activismos universitarios de la Distrital y de la Nacional. Personas con las que habíamos trabajado el tema del desplazamiento forzado, estudiantes, profesores. Algunos detenidos fueron interrogados en procesos muy turbios. En esa dinámica, un conocido nos dice que están preguntando por nosotros. Creo que fue un 22 de noviembre, que hubo unas capturas masivas en Bogotá. Así que dijimos «nos vamos». Mi hijo, que estaba estudiando en la Universidad Nacional de Bogotá, era el representante estudiantil. Empezaron a recibir amenazas de paramilitares. Él estaba trabajando con una organización de derechos humanos como pasante. De hecho, querían hacer unas presentaciones ante la Comisión Interamericana por la situación que se estaba viviendo en la Universidad. O sea, por el lado nuestro era sobre persecución judicial, y por el caso de él, sobre amenazas de grupos paramilitares. Un día mi hijo iba tarde para la casa, en un taxi, y una moto lo alcanza. Le golpean el vidrio, y el parrillero mete la mano debajo de la chaqueta y le hace como si le fuera a disparar. Entonces tomamos la decisión de irnos al Tolima. La familia de Diana tenía una finquita allá. Nos encontramos con el hijo para evaluar la situación y decidimos salir hacia Venezuela. No pudimos volver a la casa, quedaron los cinco perros abandonados. Nuestra intención inicialmente era permanecer en Venezuela porque era cerca. Pensábamos que era algo transitorio que se iba a aclarar rápidamente y que en el caso de que se demorara podríamos seguir haciendo algo desde Venezuela por la paz en Colombia. Fue muy curioso. Llevábamos varios años trabajando sobre la temática del desplazamiento forzado, migración y refugio, y teníamos toda la teoría en la cabeza. Esa fue la contrastación empírica de lo que nos enseñaron. Diana tenía una hermana que la convenció de que nos fuéramos a Argentina. En medio del desespero le dije: «Sentémonos y miramos un mapa, eso es atravesar medio continente». Fueron dos semanas cruzando Brasil. Utilizamos la ruta que hoy están haciendo los venezolanos: de Santa Helena a Boa Vista. y de Boa Vista a Manaos. Nos fuimos en la chiva que flota. Nos agarró el mal del viajero, de todo. Y la angustia en Brasil era: «Y si no nos dejan entrar, ¿qué hacemos? No podemos volver a Venezuela, no podemos entrar a Brasil. ¿Nos quedamos a vivir en la línea y aprendemos a hacer artesanías?, ¿¡qué mierda vamos a hacer!?». Cuando llegamos a Argentina, el temor era que no sabíamos si Argentina había ratificado el acuerdo Mercosur con Colombia. Llegamos y lo curioso es que ahí fue cuando nos deprimimos. Primero estuvimos contentos por la familia, por el reencuentro con el hijo, pero vivíamos el día a día. Nos la pasábamos calculando la ruta para el día siguiente, contando la plata, comunicándonos. En Buenos Aires no teníamos nada qué hacer. No había nada en el apartamento: una heladera, unas sillas, un colchón, cortinas. Nos cagamos de frío ese primer invierno. Se enfermaba uno, después el otro. Por suerte, nos empezamos a turnar la depresión. Esos fueron los momentos más duros. Todo lo que se pierde con la familia ya no se recupera, y más cuando es un exilio prolongado. Uno se envejece, la familia se envejece. Hay familia que muere y uno no está. Esas cosas duelen. Vienen muchas cosas asociadas, hasta la culpa. Nosotros estábamos en Argentina, pero había gente que estaba allá. Tienes el corazón y la cabeza allá, y la vida acá. Nos preguntábamos: «¿Compramos cama?». «No, no, eso ya se va a resolver, ya nos vamos, ¿para qué?». A los tres años compramos la cama. Éxodo Bueno, yo en la vereda La María nací. Allí crecí, ahí voy. Son 50 años vividos, esa es mi edad. Hemos tenido algunos altibajos, no hemos estado de manera permanente dentro del predio, no por voluntad, sino por situaciones del conflicto armado. La historia que le voy a contar es que me desempeño como campesino, ¿no?, en las labores del campo. Ese es mi desempeño como tal, y siempre es lo que he querido continuar. Estar dentro de la parcela ejerciendo lo que toda la vida he venido ejerciendo. Me parece algo como muy digno trabajar la tierra, estar en el medio de la naturaleza, en fin. Pero eso sí: con el anhelo de vivir una vida como chévere, como una vida integrada. No importa la cultura, ni el credo del uno o del otro. Que nos relacionemos bien, ¿sí o qué? Al fin y al cabo, pues todos somos hijos de Dios. Y tener una buena relación con todos los seres y las especies, porque a veces somos como un poco tiranos con algunas especies. Sin darnos cuenta le damos el uso que no es debido a la naturaleza, a la tala indiscriminada, en fin, tantas situaciones que también inciden en una crisis, ¿cierto? Pero para no salirnos del tema, lo que me preocupa es que hace muchos años se habla de un conflicto, ¿cierto?, y estamos aún en un conflicto. Es que no podemos decir de que eso solo sucedió en la época del desplazamiento. Yo me desplacé por la incursión de grupos paramilitares y guerrilla (y, entre paréntesis, pues también del Ejército). Tres actores armados. Eso aconteció en el año 99, estando en la vereda La María. Recuerdo muy bien que en esos días estábamos en un lugar de la vía. Estábamos en una fonda cuando vimos unos panfletos. Sí, así pues, yo recogí uno de esos panfletos y un señor que estaba ahí con nosotros también. Un señor muy entregado a la comunidad. Entonces miramos ese panfleto, recuerdo muy bien. No sé si tenga una copia porque con el desplazamiento todo esos archivos, todas estas cosas, todo eso desapareció. Por decirlo de alguna manera, se deterioró por la soledad, en fin, los roedores, en fin. Desapareció mucha información, solo queda lo que yo recuerdo. En el panfleto decía de que «Guerrilleros, o se colocan el uniforme o se mueren de civiles. O se unen a las AUC o de no hacerlo serán objetivo militar de las mismas. De hacer caso omiso entonces tendrán 24 horas para abandonar la zona». Eso lo recuerdo yo, mejor dicho, como el día de hoy. Mirando la situación pasamos a decirle al uno, a decirle al otro «bueno, qué hacemos, qué hacemos». Porque ya por estas veredas cercanas habían sucedido barbaries, ya habían descuartizado personas con motosierra y todo eso. Sabíamos que eran los grupos paramilitares que venían, pues, disputándosen dizque el territorio con la guerrilla, con las FARC. Allí fue donde dijimos: «No, pues lo primero es la vida. Lo otro, bueno, ya se verá. Pero primero la vida, uno sin vida qué, ¿cierto?». Entonces llegué a mi casa y le dije a la familia. En ese momento habíamos como unos seis miembros de la familia, ya los otros se habían ido cuando empezó el conflicto. Eso fue mucho más antes. Sucedió que muchas familias se fueron dispersando. Los que se quedaban se quedaban porque pues había algo que los amarraba, ¿no? De pronto los hijos, de pronto el predio, ¿cierto? Se quedaban con el temor. En mi caso, muchos de los familiares se fueron dispersando. Pensaba «no, esto es mejor pensar en irse; ojalá hasta abandonar este país porque al paso que vamos en cualquier momento uno pierde la vida, y ya uno muerto pues ya qué. Aunque se sepa qué fue lo que sucedió, pues la vida no retorna». Entonces pedimos ayuda al señor personero de Tuluá para que nos enviara protección y vehículos para salir. Y sucedió de que entramos como en un acuerdo y eso fue masivo, sucedió masivo. Fue acá en Puerto Frazadas, Barragán, Santa Lucía, El Monteloro. En el 99, en fin, resumiendo un poco el tema. Recuerdo que se veía la fila, el éxodo masivo, perritos por ahí buscando los amos, la gente dejando todo, huyendo; volquetas a las que no les cabía ni una persona más. Lo único que me llevé recuerdo fue lo que cogí, la guitarra. ¡Esa sí me la llevé! Pero a los pocos kilómetros traqueó como una coca de huevo y no quedó nada. Como íbamos tan amontonados... La misión era salir porque no había tregua. Si nos quedábamos, perecíamos, aunque no hubiera razones para hacer lo que ellos venían haciendo. Una gente armada y desadaptada. Su misión era sembrar el terror. Cuando llegamos a Tuluá, llegamos a un punto que se llama El Coliseo. Se contabilizaron 5.000 personas, eso recuerdo, que eso quedó en el censo: 5.000 personas. Tres, cuatro, seis noches nos tocó casi a la intemperie. No había cómo abrigarnos, era un zancudero. Ahí se deleitaron, nos repartieron los zancudos. Y pues allí ya empezó a llegar personal, ayudas humanitarias, psicólogos, oenegés, comisiones. El caso mío fue muy delicado. Yo tengo una hermana que cuando se inició el conflicto, antes del 99, debido a los episodios que le tocó vivir, entró en un problema de estado mental, ¿sí me comprende? Ella se descompensó mentalmente. No sabría decirte si eso sería un trastorno mental, psicológico, trauma, en fin. Lo cierto es que, cuando el desplazamiento, pues ella se descompensó. Imagínate, empecé a luchar con esta hermana, sin saber qué hacer. En medio de toda esta multitud tomamos la decisión de encerrarla en un baño. Amarrarla con alambres. Un equipo periodístico hizo todo el reportaje del holocausto que le tocó vivir a mi hermana. A ella el cuerpo se le enfrió, se le puso morado. Una de mis peticiones era que mi hermana tuviera un lugar digno donde pudiera estar, ¿cierto? Yo argumentaba que mi hermana necesitaba ser intervenida en un sitio especializado para personas con este tipo de problema o de enfermedad, ¿cierto? Representaba un peligro para un niño, bueno, para todos, incluso para ella misma. Pues no, eso transcurrió y transcurrió el tiempo y las respuestas que yo recibía eran que, desde que existía la medicina, no había un lugar en el mundo para personas con esta condición. Solamente se le daba un control. La paciente era intervenida y luego debía de volver a su familia, porque ni modo volver a su casa. Nosotros no estábamos ni en la casa, ni en la parcela, ni nada de eso. Así acontecieron varios años, como unos cinco años. Hasta que por fin se hizo la documentación y se tomaron las medidas del caso, eso porque entutelé, ¿sí? Esa acción de tutela que fue la última, porque yo hice varias. En medio de esta situación, pues yo fui como construyendo más argumentos. Lo que yo veía era que mi hermana estaba viviendo una situación infrahumana, se estaba muriendo, ¿cierto? Yo argumenté el derecho a la vida; ese derecho prima sobre todo. El derecho a la salud, el derecho a una vida digna, el derecho a una rehabilitación. El derecho a un lugar digno donde ella pudiera sobrellevar la situación que la aquejaba. Bueno, ganamos esa acción de tutela y vinieron desde Cali. Ahí sí, en pura carrera. Empezaron a intervenirla, pero cuando estaba compensada la devolvían al lugar. ¿Adónde? Al coliseo. Y se decaía de nuevo. Yo no te puedo seguir más Raquel Primero fuimos amigos. Fuimos amigos dos años. Después comenzamos la relación de noviazgo, pero ¿cómo lo conocí? Nunca me recuerdo cómo lo conocí. Alberto Fui a pedir un libro que me llevó un amigo, Simón. Y ya las conocía, pero como todas las de ese grupo eran igualitas, no sabía cuál era. Raquel Nosotras somos diez mujeres. Alberto ¿Cuál era Gloria?, ¿cuál era Myriam? En esos momentos salían varias, y claro, yo pintoso y ella pintosa... Comenzamos a ser amigos, comenzamos a salir. Me ayudaba ella con mis novias. Dos años fue de amistad. Me ayudaba, sabía todas mis locuras. Al principio vivimos en unión libre y luego ya tomamos la decisión: nos casamos. Tuvimos dos niñas. Son las alegrías nuestras.
Raquel
Raquel Primero fuimos amigos. Fuimos amigos dos años. Después comenzamos la relación de noviazgo, pero ¿cómo lo conocí? Nunca me recuerdo cómo lo conocí. Alberto Fui a pedir un libro que me llevó un amigo, Simón. Y ya las conocía, pero como todas las de ese grupo eran igualitas, no sabía cuál era. Raquel Nosotras somos diez mujeres. Alberto ¿Cuál era Gloria?, ¿cuál era Myriam? En esos momentos salían varias, y claro, yo pintoso y ella pintosa... Comenzamos a ser amigos, comenzamos a salir. Me ayudaba ella con mis novias. Dos años fue de amistad. Me ayudaba, sabía todas mis locuras. Al principio vivimos en unión libre y luego ya tomamos la decisión: nos casamos. Tuvimos dos niñas. Son las alegrías nuestras. Raquel ¿Comenzamos desde el principio? Verá, las primeras amenazas y comentarios fueron en el 2000. Y me los dijeron a mí, en el colegio donde trabajaba. El primero que me dijo algo fue el sacerdote. Él trabajaba en un corregimiento, en El Carmen. Me dijo: «Ve, Raquel, estoy escuchando rumores de que tu esposo está amenazado». Llegué a la casa y se lo comenté a mi esposo: «Ve, el padre me dijo que estás en una lista de los amenazados». «¿Qué? Eso es mentira, yo no he hecho nada. Lo único que hago es trabajar por la comunidad. Eso es mentira». Luego fue otro compañero, también de El Carmen, quien me lo dijo: «Raquel, tu esposo está en la lista de los amenazados». «¿Quién te dijo eso a vos?». «Todo mundo lo sabe». Yo era profesora y acababa de explicar lo de las regiones de Canadá, pero en ningún momento me imaginé que tenía que salir para allá. En septiembre nos llegaron los pasaportes, nos dijeron: «Ustedes salen de Colombia el 3 de noviembre, a la ciudad de Quebec». Nosotros no lo sabíamos. En Canadá se viven las cuatro estaciones bien marcaditas. Yo me fui con tacos, vestidón. Llegamos a Montreal bien elegantes. Nos bajamos del avión, nos metieron en un cuarto y nos dijeron: «Sáquense esa ropa». Nos hicieron poner guantes, bufandas, gorros. Nos quitaron los zapatos. Eso pesa, es pesadísima esa ropa. Y ahí comenzó el calvario, comencé a llorar. Las niñas quedaron como unas esquimalitas. Nomás se les veían la caritas. El trayecto de Montreal a Quebec parecía un cementerio. Todo blanco, blanco, blanco. No se veía un alma, una persona, y yo lloraba. ¿Salir? No podíamos salir, no conocíamos nada. Si queríamos salir, era tapados completamente, menos los ojos, para no enfermarnos. Esa fue la formación que nos dieron: «Ustedes tienen que cuidarse, porque se les pueden pegar las manos a los vidrios. Se les puede pegar la lengua, se pueden quedar sin lengua. Si salen con aretes, se les congelan los aretes». Y era cierto, lo habíamos visto. Gentes sin deditos. Gente sin una oreja. Nos habían advertido que teníamos que verificar la temperatura antes de salir. Allá no basta con un par de medias. Tocan dos pares de medias, botas, guantes, bufanda, gafas. Si uno no anda con gafas, se le pegan las pestañas. La nieve se le congela en las pestañas y se queda sin pestañas. Imagínese todo eso. Íbamos con la cabeza grande del problema acá, para después llenarse con todas esas cosas que no conocíamos. Mi hija mayor sufrió el desarraigo de sus compañeros, el abandono de la carrera que era el sueño de su vida. Le tocó escaparse dos veces de los paramilitares con el papá. Desde que estaba en preescolar se dibujaba como odontóloga profesional. Y llegamos allá, a Canadá, y tuvo que abandonar la carrera. Ella está con ese trauma porque no pudo ingresar. Sinceramente no pudo en Canadá. Está estudiando y todo, pero dice que su mayor frustración es no haber terminado la carrera que ella quiere. Es a la que más duro le dio. A la que más duro le sigue dando. Comenzó a tener unas pesadillas fuertes: escuchaba que alguien se le acostaba en la cama. Después comenzó a escuchar voces y cada vez eran más cerca de ella. Se levantaba gritando y nosotros teníamos que irla a mirar. Ya para cuando eso estuvo bien avanzado, algo vino y se le sentó al lado de la cama. La quería matar, le dijo: «Vos te tienes que venir conmigo». Ella logró levantarse, taparse con las cobijas y llegar al cuarto donde estábamos nosotros. Tomamos el Cristo grande que nosotros tenemos. Ese ha sido nuestro compañero. Les dije a mis dos niñas pequeñitas que hiciéramos oración. Lo único que podían rezar era el padrenuestro, el avemaría y la oración a san Miguel Arcángel. Logramos recuperar a mi hija. Ella había quedado como inconsciente, como no sé. Quería salir corriendo. Cuando se pudo parar... cuando ella se pudo parar, dijo: «Síganme, síganme porque nos vamos». Le hicimos caso. Estábamos todos en pijama, todos estábamos en pijama. Nos cogimos de la mano. Ella iba de primera y nosotros como niñitos del preescolar detrás. Cuando atravesó la primera puerta, yo ya sentía el frío. Me solté de la fila y me regresé al apartamento. Fui por una biblia y un rosario. Había llevado una vela bendita de Colombia porque pues uno no sabe adónde llega. Busqué mi biblia, coloqué el rosario y encendí el sirio. Me fui detrás de ellas. Yo haciendo oración, yo rezando. Estábamos a -25 grados de temperatura. Si nosotros salíamos en ese entonces, nos moríamos congeladas. Alcancé a mis hijas con la biblia abierta, con el sirio encendido. No sé qué pasó. No puedo describirlo. Mi hija pronunció estas palabras: «Yo no te puedo seguir más, vete solo», le dijo. Y nos regresamos para el apartamento.
Tabaco, un pueblo en el aire
Tabaco, un pueblo en el aire Veinte años de ese viaje de regreso Lo del desalojo fue bastante fuerte. Estábamos rodeados de militares, antimotines, había una jueza, estaban los del ICBF, los del cuerpo de seguridad de la empresa. Y fueron derrumbando las casas sin más. No podías sacar nada. A raíz de eso, nos dimos cuenta que las mujeres negras tenían una conexión de sangre con su vivienda, ahí parían. Una de esas sabedoras nos dijo que por eso su casa se convertía en una extensión de su cuerpo. Y estamos seguros de lo que nos dijo. Una de las señoras que desalojaron cayó junto con su casa. La señora murió a los quince días. Estuvo en coma y nunca regresó. Llegamos acá fue a adaptarnos a nuevas costumbres, a una nueva sociedad. Recién llegamos nos decían «las joscas» porque las personas de Tabaco, Roche y Manantial participaron en la guerra de los Mil Días y pelearon a favor del pueblo. Ellos mismos se proclamaron «los joscos». Josco significa «guerrero» en una lengua africana, pero cuando estábamos chiquitas nos daba rabia que nos dijeran así. Tengo una prima que no ha logrado adaptarse todavía, después de veinte años. Dice que no siente sus raíces. Y nos explicaban los abuelos que en Tabaco las mujeres negras enterraban el ombligo de su hijo para que no perdiera el rumbo. Pero como nuestros ombligos se perdieron en las llantas de los buldóceres... A veces le mamo gallo a mi prima y le digo que no tenemos rumbo porque no tenemos suelo. Eso sí, como decía mi abuela: «Soy negra desde que me engendraron». Porque de pronto no teníamos el reconocimiento del Estado, pero sí sabíamos lo que éramos. Sabíamos nuestra historia, que Tabaco era un palenque. Era como que un fuerte militar rodeado de montaña. Y uno se montaba en una de las montañas y veía los otros pueblos. Era como un punto estratégico. Mi abuela nunca dejó que esa historia muriera en nosotros. Nos contaba lo que hacía mi bisabuelo, todas sus venturas, todas sus hazañas. Nos reunía alrededor del fogón a contarnos. El desalojo fue en agosto. El 9 de agosto del 2001. Yo estaba pequeña. Teníamos colegio de primaria, había un puesto de salud, un Telecom. ¿Qué más? Teníamos un acueducto propio, ¿qué más recuerdo? Lo primero que nos quitaron fueron los profesores, después fue la luz. Poco a poco nos fueron quitando cosas para dejarnos desarmados. Entonces, por la misma necesidad que teníamos nosotros de estudiar, nuestros padres tuvieron que sacarnos del pueblo. Un día, en la noche, nosotros vimos las imágenes del desalojo. Llegamos del colegio y prendimos la televisión. Mirar esas imágenes fue fuerte. Aunque hayan pasado muchos años, nos sigue... como que nos bate. Pero yo digo que ese desalojo también nos dio fuerza para decir que Tabaco existió. No, Tabaco existe. ¿Han escuchado la canción La casa en el aire, de Escalona? Bueno, Tabaco es como un pueblo en el aire. El proceso fue duro. Cuando nos mudamos pa acá tuvimos que cambiar todo nuestro estilo de vida. Aquí, por ejemplo, no podíamos tener animales porque les molestaban a los vecinos. Por ejemplo, nosotros podíamos salir en cualquier momento para el arroyo. Aquí no podemos hacer eso porque el arroyo no tiene agua, sino piedras. Entonces, eso fue como desprendernos de muchas cosas, aprender a vivir sin ellas. Mucho después, el proceso de reencontrarnos fue bastante jocoso. En el 2014 el Ministerio de Cultura abrió la convocatoria. Mis dos primas y yo estábamos estudiando, y como que sabíamos que el tema afro en La Guajira era bastante complicado. Según el Estado, aquí solo hay indígenas. Comenzar a alzar la voz para decir que había población negra y que había sido vulnerada y atropellada por la multinacional fue bastante fuerte. En el 2014 se nos abrió la oportunidad porque, ajá, participamos, pero no pensamos que fuéramos a ganar. Nuestro enfoque fue la comida tradicional. Sabemos que han llegado muchas personas de otros países y que nuestra comida tradicional afro e indígena se ha perdido. Bueno, entonces nos presentamos con la receta del chiquichiqui, que es el dulce del maíz cariaco morado. En otros departamentos es amarillo; en La Guajira es morado. Yo siempre he dicho que con ese premio le hicimos un jaque al Estado: con plata del Estado denunciamos al Estado. Hicimos un documental denunciando cómo ha dejado de lado a sus hijos. Tabaco era hijo del Estado, obviamente, y lo dejó a merced de la multinacional. A raíz de eso, mis primas y yo decidimos crear una escuela que se llama Retomando Raíces, Amor por el Territorio. En ella les enseñamos a los niños que una comunidad sin territorio no es una comunidad. Como nos decía uno de los mayores: «La tierra habla». «¿Cómo así que la tierra habla?». «Si tú hubieses vivido en el territorio, sabrías interpretar lo que te quiere decir la tierra, pero no sabes ese lenguaje». Me acuerdo de otra mayor que se está muriendo. En las comunidades negras dicen que cuando abandonas tu cuerpo y vuelves en espíritu a tu lugar de origen, es porque te estás muriendo. Esa señora lleva veinte años muriéndose por culpa del desarraigo. O sea, tiene veinte años de hacer ese viaje de regreso. Dice que todas las tardes va a Tabaco, que se va a pie todas las tardes.
Alrededor del fogón
Alrededor del fogón Yo vengo de una mujer cocinera: mi abuela levantó a nueve hijos cocinando y siempre los reunía alrededor del fogón. Siempre me ha llamado la atención cómo reunía a tantas personas de distintas edades alrededor del fogón. Cómo unía el fuego, eso místico que uno no puede explicar. A raíz de eso, en el 2014, también se gana el premio de comida tradicional. Lo que pasa es que el maíz cariaco se da aquí en La Guajira, pero como fue desarraigado está casi perdido. Dentro de la comunidad hubo hombres y mujeres que se volvieron guardianes de la semilla. Muchos de ellos guardaron la semilla y la cultivan. No en gran cantidad porque, obvio, no tenemos tierra. Nos toca cultivar en los patios, hacer huertas caseras. Así conservamos la semilla. Y como los miembros de Tabaco que vivimos en Hatonuevo todavía tenemos esa hermandad, damos el bocao. Eso era muy tradicional de allá, algo que también recuerdo. Por el simple hecho de ser mi paisana, de ser tabaquera, yo cumplía con darte el bocao a ti de lo que tuviera. Cuando nos reencontramos, sentimos bastante alegría, nos ponemos a hablar de lo que hacíamos allá. Nos reunimos alrededor del fogón y aprovechamos que tenemos un tío cocinero, que cocina muy bien. Cada vez que nos reunimos, él es el cocinero mayor. Nosotros somos sus ayudantes y así vamos aprendiendo. Así rescatamos. Y también preparamos comida tradicional tabaquera. En ese día que nos reunimos, todo es natural. No tomamos nada artificial, nada con productos transgénicos. Ese día o comes cosas naturales o comes cosas naturales. O no comes. Hacemos gallina guisada, conejo, cerdo, chivo, dulces, arepas cachapas, arepas de maíz trillado. La arepa cachapa se hace con el maíz cariaco, únicamente se puede hacer con ese maíz. Ese día tampoco tomamos gaseosas. Es como un reencontrarnos con lo que somos nosotros, con nuestra esencia.
Lo familiar
Lo familiar Hablar de Tabaco me estremece bastante. Lo que más me hace falta es la familiaridad que existía allá. Para la época de la patilla, nuestra abuela nos llevaba pa la finca a todos los nietos. Era una odisea todo lo que nos pasaba en el camino. No faltaba el que se caía, al que le picaban las avispas, al que lo correteaban las vacas. Esa relación que teníamos con la naturaleza también me hace falta. Yo soy hija del agua y me hace falta esa conexión. Nuestra familia está regada. Yo digo que nos volvimos gitanos. Unos viven en Riohacha, otros en Valledupar, en Bogotá, fuera del país. Los lazos que había se han fracturado un poco por el factor económico. ¿Cómo hago para ir a Bogotá a ver a mis primos, si no tengo los pasajes? La abuela dejó de caminar cuando salió de su comunidad. Ella estaba acostumbrada a irse para su finca, a sacar guineo o limón y a ordeñar. Era una mujer de 70 años y seguía haciendo eso. Cuando llegamos acá, los vecinos nos rechazaron. «Ay, ya llegaron los negros esos, los joscos esos». A mí en mi casa me dicen «la Negra», pero tú sabes cuando te quieren insultar diciéndote «negra». «Los negros inmundos esos, ¿por qué no se van pa otro lao?». Ahora nosotras jocosamente nos apropiamos de esos. Soy josquita, ¿y qué? Para la primera investigación que hicimos para recuperar un poco de la comida tradicional de Tabaco, nos tocó viajar por toda La Guajira. Los mayores se nos quedaban mirando, nos preguntaban de quién éramos hijas. Como decía una de mis compañeras: «Hay gente de mi pueblo que ni sabe quién soy. Eso no pasaría si viviéramos dentro de la comunidad». Nos tocaba presentarnos con los nombres de nuestros abuelos para que nos reconocieran. En esa investigación nos dimos cuenta de que el 80 % de la comida tabaquera se había perdido. La comida nuestra se producía con lo que cultivábamos, con lo que era silvestre. Nuestro estilo de alimentación cambió. Se nos metió el arroz, cuando antes teníamos otros productos como la yuca, la ahuyama, el guineo, el filú. Muchos de nuestros mayores nunca llegaron a consumir una gaseosa y nosotros somos casi adictos a ellas. También hubo pérdida de la medicina tradicional, de muchos animales. Era muy común ver cardenales en nuestros patios. Aquí como que no hay mariposas ni nada de eso. En una ocasión nos tocó ir hasta la finca de la abuela de una de mis tías, a Caurina. Eso ya queda en la serranía del Perijá. Fuimos a buscar medicina tradicional para ver si aquí podía pegar. El lema de nosotros es que si nos toca ir a Roma para rescatar parte de lo que nos arrancaron, pues vamos a Roma. Tuvimos la dicha de que nos dieron un chance. Nos dieron un chance hasta cierto punto, pero eso allá es otro ambiente. Es como si fuera otra parte diferente de La Guajira. Es muy verde, igual que Tabaco. Caminamos como tres horas, descansamos dos, y volvimos a arrancar. Pero sí, trajimos mucha medicina tradicional. Lastimosamente, la memoria –todo ese conocimiento de las comunidades negras de La Guajira– no está escrito. No ha habido relevo generacional; entonces, muchos de los conocimientos que tenían nuestros mayores lastimosamente murieron con ellos, pero nosotros estamos en ese proceso. Tenemos la dicha de tener dos mujeres de Tabaco que eran parteras o comadronas. Muchas mujeres han decidido que el día que tengan hijo van a parirlo en casa, como lo hacían las mujeres tabaqueras.
Unión y fuerza
Unión y fuerza Yo hablo de los que vivimos aquí en Hatonuevo, que nos unimos más. Nos tocaba unirnos, porque si no, no iba a quedar más que el nombre de Tabaco, dejábamos todo de lado, aceptábamos la multinacional con todos los proyectos destructivos que trajo, que vino a enseñarnos cosas que ni siquiera hacíamos en la comunidad. A enseñarnos otro tipo de música. Siempre he dicho que se ve raro un negro josco tocando violín. No quiero decir que la música de violín no sea buena, pero nuestra música era completamente distinta. En nuestra música reinaba la percusión. Era música de tambores. ¿Cómo dejamos que esa fantasía que nos trajo la multinacional dejara nuestra cultura de lado? Mi hermano es percusionista empírico. Pero el fuerte de él es la percusión, los platillos. Nos
hemos dado cuenta de eso: cada uno de nosotros nace con un don distinto, entonces, nos toca
hemos dado cuenta de eso: cada uno de nosotros nace con un don distinto, entonces, nos toca explotar esos dones a favor de la comunidad y a favor de esta lucha que llevamos. Estoy segura de que la educación es el arma que tenemos las comunidades étnicas, porque el Estado y las multinacionales se valen de eso, de nuestra ignorancia. No estamos bien. Decirte que un tabaquero está bien en estos momentos sería echarte mentira. Ningún tabaquero está bien, ni económicamente, ni físicamente, ni moralmente. Aquí nos tocó sacar la fuerza de donde no teníamos para pararnos y decir: «¡Vamos a seguir!».
Los teatros del horror – Primer relato intermedio
Los teatros del horror – Primer relato intermedio Entre «Los lugares rotos» y «Cuerpos fisurados» se ubican estas historias que, por su densidad, integran diversas dimensiones de la violencia. Por ello, operan como conectores. En ellas se narra la puesta en escena del espacio de terror que fueron los «falsos positivos». Una experiencia que tiene dimensiones espaciales, corporales, semánticas y temporales. De los «falsos positivos», elegimos iluminar «el teatro del horror», sus actores y audiencias. Es decir, todo lo que implicó instalar una escena verosímil para eliminar a unas personas y hacerlas pasar por bajas en combate.
El soldado lepra
El soldado lepra El caso en el que estoy implicado ocurrió en el 2008 en Yondó, Antioquia. Era un líder de esa comunidad. Por manifestarse, por tener la comunidad de su lado, era como una piedra en el zapato para el Ejército. El señor era un líder social. De un momento a otro, el Ejército tomó la decisión de darle de baja. Esa orden llega de un teniente, quien es el que organiza todo por intermedio del coronel del batallón y de la Sección 2 de Inteligencia. En ese entonces yo me encontraba en un cerro de ametralladora prestándole seguridad a la base militar. El teniente estaba con otro cabo. Ellos dos prácticamente organizaron ese falso positivo, indicando adónde debía llegar el abastecimiento: la alimentación para los soldados, el kit de legalización, el arma, las cintelas, el camuflado, los panfletos, el radio y las granadas. Todo lo necesario para legalizar a este señor. Los soldados me comentaron que le estaban lijando el serial a una pistola. Desde ahí empieza todo el proceso. El teniente me indica que a las tres de la mañana salimos a operación. Yo voy preparado a enfrentarme al ELN. Llegamos al punto, y el teniente dio la orden a un soldado que diera de baja al objetivo. En ese momento el señor estaba en su morada. Yo llegué de último al punto de encuentro y el teniente me da la orden de que siga con el soldado para hacerle registro a la vivienda. En ese momento no lo veo anormal y sigo con los soldados a hacer el registro. Pero, oh, sorpresa, el soldado al que el teniente le había dado la orden le dispara al señor apenas abre la puerta. Él cae al piso, el señor. A mí me dio rabia, pues nunca estuvo en mi intención ni disparar ni darle la orden al soldado. No sabía de ese procedimiento. El teniente se puso guantes quirúrgicos, le plantó el arma a la que le lijaron el serial e hizo unos disparos al aire con ella. Después empezó a vestir al señor y ordenó instalar unas cintelas y un campo minado –que nunca existió–. Lo peor de todo es que de un momento a otro un soldado dispara su ametralladora contra el señor. El cuerpo quedó aún con más agujeros. La ojiva era de mayor calibre y le abrió unas troneras al señor, prácticamente lo partió en dos. El teniente informó al batallón que acaba de haber un combate y aproximadamente dos o tres horas después entra un apoyo en helicóptero donde vienen agentes del CTI. El teniente me dijo que no me preocupara, que esas eran tropas propias que habían venido a organizar la escena para hacer pasar al señor como una baja en combate. Los miembros del CTI le ayudaron al teniente dándole indicaciones como «ponga eso aquí», «pongan esos panfletos aquí», «acomode al señor acá». Los agentes plantaron un radio de comunicaciones y una granada de fragmentación dentro de la vivienda para hacer creer que el señor tenía un vínculo con esas organizaciones al margen de la ley. Ahí entra la población, que estaba ofendida por el asesinato de su líder social. Sacaron machete y no dejaron que el helicóptero sacara al señor. Entonces ese día, por seguridad del piloto, se decidió no llevar el cuerpo. Al día siguiente volvió el helicóptero para sacar el cuerpo. El guía – quien nos indicó la vivienda del señor–, por temor a que la comunidad tomara represalias contra él, también fue sacado en helicóptero. En ese momento hasta me orino en mis pantalones por la situación, por el miedo, por la zozobra. Quería que la tierra me tragara. Inclusive me enfrenté al teniente, tuvimos una discusión tan alterada que los soldados tuvieron que separarnos. Porque pues la operación era un engaño, yo para eso no me iba a prestar. Él decía que ya había hecho cinco, seis bajas de esas mismas. ¿Por qué me había llevado a esa operación? ¿Por qué no me dijo la verdad? Es decir, me llevó prácticamente engañado. Yo no disparé, no cargué mi fusil, no di la orden, no le dije al soldado «dispárele al señor». Todo eso fue un engaño y tras de eso siempre los altos mandos me decían que había sido una operación, y no. Y pues los comandantes escogían al soldado lepra, al soldado que fumara marihuana, al soldado que tuviera indicios de ser una persona conflictiva. Esos eran los soldados que escogían para hacer estos falsos positivos.
El espíritu de dar resultados
El espíritu de dar resultados El capitán se entrevistó con una persona. Apenas terminó la conversación entre ellos dos, salió y me entregó un paquete, y pues en ese paquete venía un revólver 38 y creo que cinco o cuatro cartuchos. Después de eso, esa misma noche, fue ordenado: montamos una operación militar que era un registro. Tenía entendido, hasta ese momento, que la idea de esas armas era facilitar el proceso de «legalización» de un miliciano. O sea, que quedara todo legalizado, la baja en sí. Si el miliciano no tenía material de guerra, entonces se veía uno inmerso en problemas judiciales, pues era un muerto sin armas. Entonces en ese momento yo pensaba que el arma era para eso, que uno debía tenerla como, por así decirlo, un comodín, una salvaguarda. Esa noche se ordenó una operación y cuando fuimos a iniciar me dijeron que hacia tal sector había un gran grupo de milicianos que tenían informaciones. Entonces me dijeron que iniciáramos, pero al momento de salir, el capitán me dijo: «Usted mire si le encuentra dueño al arma, póngale dueño al arma». Y pues, desafortunadamente, yo no sé realmente qué estaba pensando en ese momento de mi vida. Creí que era lo mejor que podía haber hecho. Sí, ¡puro egoísmo! Quería tener un resultado para la carrera mía, porque no había tenido como tal los resultados en esa zona. Me había ido muy bien con tareas pequeñas, sin la necesidad de hacer nada, pero me dejé llevar. Ninguno de los soldados, ni el cabo, ni nadie fue capaz de decir: «Venga, no hagamos eso». Estábamos todos tan inmersos... Uno se volvía ciego por el deseo de acertar, por el espíritu de dar resultados. En el registro, al primer señor que pasó lo reportamos como una baja en combate. Asumo que el capitán era consciente totalmente de eso que reportó. No sé hasta qué punto el comandante de la brigada estaba engañando, asumo que también tenía conocimiento de eso. Toda la parte jurídica, todo el seguimiento, lo hacían nuestros comandantes. Es difícil decir que ellos no tenían conocimiento, que fue a la espalda de ellos. Ellos eran los que nos daban el visto jurídico, por así decirlo. Tanto así, que todo lo pagaban. Todo el pago de recompensas como tal. Hay una sección en cada unidad, que es la sección de inteligencia, y todo ese dinero uno lo centraliza por medio de ellos. Los dineros se manejaban directamente: el comandante lo solicitaba a la sección de inteligencia, y el de inteligencia hacía el trámite para que él los pudiera pagar. Esos pagos eran proporcionales al resultado. Ahí uno miraba qué valía más: si dabas una baja en combate, valía 1.000.000 pesos; si era baja en combate con fusil, 1.800.000 pesos; si era con revólver, 1.300.000 pesos; si era una captura con fusil, 800.000 pesos. Y así. Lo que más daba era una baja en combate o un informante: podía ser 1.500.000 pesos, dependiendo de lo que fuera. Pero el premio como tal que nosotros obteníamos eran permisos. Decían: «Pelotón que dé una baja, quince días de permiso; que dé dos bajas, veinte días; tres bajas, un mes». Usted no escuchaba «pelotón que capturara a alguien recibía dos días de permiso». Si usted quería permiso pa ya, daba una baja. Usted cuadraba una baja porque tenía que cuadrar unas vacaciones o alguna cosa, eso se podía hacer divinamente. A mí de este, pues... de la baja que di, me dieron un permiso. En la operación aparecieron, de un momento a otro, a un supuesto personaje que andaba con nosotros en el momento. Lo aparecieron para darle un visto jurídico a eso. Él era el guía que nos había dado la información y que reconoció a la persona, que lo indicó. Una persona que nunca anduvo con nosotros, pero lo metieron dentro de la investigación. Nunca conocí a ese guía, nunca lo vi. Entonces pasaba eso. No solo había falsos positivos de las bajas en combates, sino que también había falsos positivos judiciales. Ellos, por medio de testigos falsos –no tenían nada que ver en las partes–, los iban vinculando. Y se empezó a presentar esta forma de contrarrestar a los milicianos de esa manera. Se les daba de baja y se les colocaba algún armamento, alguna cosa para «legalizarlos».
Lecciones aprendidas
Lecciones aprendidas La primera vez que yo escucho hablar de «falsos positivos», bueno, ese nombre de falsos positivos como tal salió en las noticias cuando las madres de Soacha destaparon todo. De «ejecuciones extrajudiciales» jamás había escuchado ese nombre, pero sí escuché el modus operandi. Por ejemplo, nosotros teníamos una clase, una asignatura en la Escuela Militar que se llamaba Casos Tácticos y consistía en contar sucesos de operaciones de combate donde el resultado, ya sea positivo o negativo, se considera que le puede aportar algo al cadete para que aprenda cómo otras personas han resuelto determinadas situaciones o cómo no se deben hacer las cosas. Luego esta asignatura cambió de nombre y se colocó Lecciones Aprendidas y, básicamente, se dedicaba a cosas negativas que le habían pasado al Ejército. Pero cuando los oficiales iban –los instructores iban a darnos estas clases–, pues terminaban hablando de cosas que les pasaron a ellos. Entonces, esta asignatura básicamente consistía en que un capitán, un teniente se paraba a contar experiencias de combate de su propia vida. Y, en muchas ocasiones, se nos contó cómo un capitán tuvo un combate y a los guerrilleros que quedaban heridos los ejecutaba, porque no iba a reportar capturas. Nos llegaron a explicar que si uno le disparaba de muy cerca a una persona, los residuos de pólvora podrían determinar que fue sevicia o que fue ejecutado de una forma no convencional. Entonces los capitanes explicaban: «Usted póngale un costal o un trapo a la trompetilla del fusil, para que cuando el disparo salga, no le quede el tatuaje al guerrillero y así parezca que fue un disparo desde lejos». Nos llegaron a contar cosas como: «Cuando usted ejecute un guerrillero, primero hágalo vestir y luego dispárele, porque si usted le dispara primero, lo mata y luego lo viste, los rotos del uniforme no van a coincidir con el disparo que tiene». O el primer ejemplo que el instructor pone: si tienen un problema y un campesino resultó muerto, pues hagan esto como para no tener problemas. Entonces ellos hablaban de que muchas veces, si uno andaba con su tropa y... no sé... Es que recuerdo incluso escuchar que, en caso de que haya un accidente y muera un campesino, un civil, uno debe andar con armas no convencionales, con un fusil AK47, con un camuflado de más, esto con la intención de ponerlo para legalizar esa muerte y presentarlo como guerrillero. Ese era como el kit de legalización. Pero esto lo escuché desde la Escuela Militar. Ni siquiera en el Bejarano. Esto lo sabíamos todos desde antes. Entonces, prácticamente, en esa asignatura se nos enseñó qué eran las ejecuciones extrajudiciales y cómo se realizaban.
Como una rueda
Como una rueda Yo creo que eso es como las drogas, empiezas con «ve, me voy a fumar un porro» y luego «ah, metamos un poquito de cocaína». Esto fue algo así. El primero, el coronel lo justificó diciendo que ese hombre había sido el que asesinó a un teniente. Luego, entoes ya me dijo: «no, ese es un paramilitar que se les torció a los paramilitares». Entoes dije «bueno, pues no hay ningún problema». Entoes uno va como que ascendiendo, ascendiendo, y al final nosotros participamos en la ejecución extrajudicial de dos manes que eran indigentes, porque un soldado dijo «ellos son unos paramilitares que violaron y nos lo van a dar para que los ejecutemos». Claro, uno dice «ah, pues si violó, pues también se tiene que morir». Eso va creciendo y va creciendo hasta que se pierde el respeto por la vida, hasta que el comandante del Batallón dice «cojamos esos gamines». Y la gente le dice «pues de una, mi coronel, vamos a cogerlo». Pero es precisamente esa, no sé cómo decirlo, como denigración que sufre el ser humano a causa de la guerra, que llega un punto en que lo que te interesa es justificar el resultado. Todo se vuelve como una rueda. Pero tampoco se le puede decir a todo el mundo que se está ejecutando únicamente a un habitante de calle. Por ejemplo, casos como el de las madres de Soacha. Los que los ejecutaban no sabían de dónde venían ellos. No sabían si eran habitantes de calle. Eso solo lo sabían los de inteligencia y el reclutador. Aunque bueno, yo ya siendo ayudante sí supe que la Brigada Móvil 11 cogió algunos indigentes y muchachos jóvenes de otros sitios que fueron engañados con promesas de trabajo. La Brigada Móvil 11 traía a los muchachos de Medellín. Claro, indigentes, muchachos jóvenes que a lo mejor tenían un perfil que pudiera encajar en la guerrilla. Los traían de Medellín con la creencia de «si yo lo traigo de Medellín es para ejecutarlo en el Urabá; si yo lo cojo de Bogotá o de Soacha, es para ejecutarlo en Ocaña, Norte de Santander. ¿Quién lo va a preguntar si eso está lejos?». Por ejemplo, yo no he visto ningún caso de falso positivo de un muchacho que estudie en EAFIT o en el Externado, o que sea un médico del Bosque. Se cogían era muchachos de una clase social más humilde, más baja y a lo mejor de pocos estudios. O gente que estaba en la pobreza.
Por tu silencio
Por tu silencio Cuando yo comencé a protestar por la muerte del muchacho no dejaron que se investigara. Yo les he hecho muchas protestas en todo el país porque a mi hijo me lo entregaron torturado, tenía señales de estar amarrado de pies y manos. Hicieron cerrar el proceso, no han dejado que se investigue absolutamente nada y hasta el día de hoy ellos andan tapando esto. El 8 de octubre de 2006 a las siete de la noche me llamaron a decirme que a mi hijo lo habían matado en un combate en El Tarra. Lo torturaron, lo volvieron nada, de ahí lo sacaron a una montaña y lo pusieron a caminar en una semi curva. El puntero le disparó y otro le disparó al puntero pa que no se supiera la verdad. Él me llama a mí el 20 de septiembre de 2006 a las ocho y treinta y ocho minutos de la mañana y me dice: «Papi ¿cómo está? Lo llamo para decirle que tiene un nuevo nieto. Ana Marcela dio a luz. Una niña muy linda, en diciembre voy para que la conozca». Hablamos cuatro minutos. Cuando le fui a colgar me dio por preguntarle: «Mijo ¿cómo está eso por allá?». «Esto está muy feo. A mí me mandaron a matar dos muchachos para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate y no los quise matar, yo me voy a retirar». «No me diga a mi nada de eso que usted está grandecito ya». Tenía 29 años, era sub oficial del ejército cabo primero: «No, a mí no me diga nada de eso porque usted está muy grande. Ya usted sabe lo que puede hacer. Usted estudió algo, yo no estudié». Me dijo: «Bueno, bueno papi». Este caso lo denuncié en fiscalía, procuraduría, defensoría del pueblo, derechos humanos buscando ayuda, pero en ninguna parte. A mí lo que me ha quedado es hacer escándalo, llevar mi pancarta a todos lados. Este carro con el que exijo justicia. Me queda mi nieta y saber que mi hijo no era un asesino, de eso estoy seguro yo. No era un asesino y por eso se murió.
Cuaderno II: Cuerpos fisurados
Cuaderno II: Cuerpos fisurados Este cuaderno reúne historias sobre las dimensiones de la violencia que claramente se situaron en los cuerpos vulnerados durante el conflicto armado. Es una sección que gira en torno a las cicatrices y sus contenidos simbólicos, y en la que se plantean preguntas sobre cómo se llevan esas marcas y cómo se convive con ellas en la cotidianidad.
La vida de quien busca
La vida de quien busca Uno sabe quién es su hijo Ahora me encuentro aquí en Suecia, exiliada debido al asesinato de mi hijo. Él tenía dieciséis años, y me lo asesinó el Ejército colombiano. Trabajo con Madres de Soacha y otras organizaciones. La idea es contarle al mundo lo que sucedió –lo que sigue sucediendo– con cantidad de muchachos, cantidad de jóvenes que se llevaban de los barrios, de las ciudades, de las familias, para hacerlos pasar como guerrilleros dados de baja en combate. Desde el 2008 estoy trabajando en esto; mi niño fue desaparecido el 6 de febrero del 2008. Él estaba estudiando, haciendo séptimo grado, y yo trabajaba con la Cruz Roja. Me acuerdo que esa mañana él me dijo «no voy a ir a estudiar porque tengo que trabajar y ayudarle a sumercé». Y, me acuerdo tanto, esa mañana él tenía pico y placa con el señor que trabajaba en la buseta. Cuando yo salí, él estaba durmiendo. Llegué por la tarde, como a las cuatro de la tarde, y le pregunté a mi hija «mami, ¿dónde está Chivito?». Ella llega y me dice «mami, salió a las once de la mañana; iba a traer lo del almuerzo y no volvió». Después de desaparecerse, voy a la Fiscalía el viernes por la tarde. Fui llorando, hecha un mar de lágrimas, y me dice la señora que estaba ahí, la fiscal «¿por qué llora?, ¿qué tiene?». «No, es que vengo a colocar en conocimiento de las autoridades la desaparición de mi hijo». «¿Y usted por qué lo da por desaparecido?». «Pues porque se desapareció el miércoles y esta es la hora que no aparece». «Pero ¿usted por qué está llorando?, ¡no, mijita! ¿Cuántos años tenía su hijo?». «Dieciséis años». «Por ahí debe estar emparrandado y usted aquí llorando. Eso váyase pa su casa y si no aparece, venga dentro de veinte días a colocar la denuncia». Pues uno como es bien tonto, me fui para la casa. Pero mas sin embargo, yo no me quedé en la casa y me fui a buscar a mi hijo a los alrededores, a preguntarlo con los amigos, a todas partes. Y después de ocho meses vengo a darme cuenta que mi hijo estaba muerto en una fosa común en Ocaña. Estaba en Valledupar cuando recibí esa noticia. Me llamó mi hija y me dijo «mami, ¿usted está viendo noticias? Mami, mire noticias que están diciendo que los muchachos desaparecidos de Soacha están apareciendo en fosas comunes en Ocaña, Norte de Santander». «Pero ¿cómo así que los muchachos?». No conocía Valledupar ni nada, pero me fui a buscar la Fiscalía. Yo iba hecha un mar de lágrimas. Me dice el señor que estaba ahí: «¿Le puedo ayudar en algo?». Le dije: «Sí, gracias». «Pero cálmese, cálmese para que me pueda hablar, ¿quiere un vaso de agua?». «Gracias, sí, por favor. Gracias», y le empecé como a comentar qué era lo que quería saber. «Es que vengo porque creo que en la Fiscalía tienen el reporte de que mi hijo está desaparecido y dicen que en Ocaña, Norte de Santander, están apareciendo muchos muchachos en fosas comunes». Él me dice: «¡Ay, señora!, cuánto lo siento, pero no le puedo ayudar porque las fiscalías, como usted sabe, ya llevan tres meses en paro. No le puedo ayudar». Me fui. Me acuerdo que al pasar la calle y colocar mi pie derecho en el otro andén, al otro lado, perdí la noción del tiempo. No sé qué pasó conmigo. Van doce años y todavía no sé qué fue lo que pasó conmigo, la verdad no entiendo. Se me borró el casete. No sé si sería que me desmayé, que me caí. ¡No sé, no sé, no sé! De lo único que me acuerdo es que cuando llegué a la casa eran las siete de la noche y que en las noticias decían que al otro día trasladaban cuatro cadáveres de Ocaña, Norte de Santander, a Medicina Legal de Bogotá. Llamé a mi hija y le dije «mami, los papeles del niño están encima del armario. Tome esa carpeta y váyase para Medicina Legal. Métase por donde sea, por alguna parte, pero hágase entender que está buscando a su hermano». Y ella fue y le preguntó a una señora que la atendió muy amablemente en Medicina Legal. Le dijo que estaba buscando a su hermano, que tenía las características. La señora le dijo «qué pena con usted, pero no le puedo ayudar en este momento. La verdad no tengo ningún reporte, pero venga mañana por la tarde y yo le tengo razón». Mi hija fue al otro día por la tarde y dizque la doctora que salió se quedó sorprendida mirándola. «Doctora, ¿usted por qué me mira así?». La doctora le mostró una foto que le habían enviado de Ocaña y mi hija le dijo «es mi hermano». Ella cuenta que en ese momento la silla se le desplomó, que se la tragó la tierra. «Es mi hermano, es mi hermano», dijo, y se puso a llorar. Ella lo vio únicamente de la cintura para arriba. Tenía moretones en la cara, había sido torturado. Ese día llegué a Bogotá como a las tres de la tarde. Mi hija me dijo «mami, yo no quisiera darle esta noticia, pero mi hermano está muerto». Caí de rodillas y lo único que hice fue pedirle a papito Dios que por favor me dijera que no era mi hijo. «Dígame, papito Dios, que no es mi hijo», porque uno está seguro de cómo cría a sus hijos, cuáles fueron los principios que les enseñó. En mi mente pensaba: «¿O será que era mal alimentado?». Yo sé que mis hijos fueron bien alimentados, así fuera yo sola trabajando. Pero a mis hijos nunca, gracias a Dios, les faltó la comida. Yo decía: «Pero ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?». Por la tarde, al otro día, nos fuimos para Medicina Legal. Fui con uno de mis yernos y con mis otros hijos. Yo no quería entrar, llegamos allá como a las dos de la tarde. Mis hijos y mi yerno entraron, dijeron que era el niño. Yo no quería enfrentarme a esa realidad, ver lo que estaba sucediendo. No era capaz. Duré sentada fuera mucho tiempo. Veía a la gente que entraba y salía de Medicina Legal. Salían hablando, riéndose, y yo decía «Dios mío, por favor, yo quiero ser una persona de esas que van ahí, que no siente esta tristeza, este dolor. Por favor, papito Dios, ayúdame». Por fin me decidí a entrar a Medicina Legal. La doctora me estaba esperando, me dijo «tranquilícese». Fue muy amable conmigo. Me tenía un vaso de agua preparado. Yo no sé qué le habían echado, pero se aseguró de que me lo tomara. Me tomó por los hombros, me hizo un masaje. Entonces movió el ratón y salieron dos fotos de mi hijo en el computador. Me acerqué a mirar la pantalla. «¿Será que sí estoy viendo bien?, ¿será que estoy viendo mal?, ¿qué me está pasando, Dios mío?». La doctora me preguntó «¿está segura de que es su hijo?». Yo le decía que sí, y ella volvía y me preguntaba. Le decía «no, no, yo creo que son muy parecidos». Le daba distintas versiones a la doctora porque tenía la esperanza de volver a ver a mi hijo con vida, de preguntarle por qué se había ido, que para qué, que me hacía mucha falta verlo. Pero ya habían contrastado huellas, todo eso. Era mi niño. Ahora lo que me quedaba era traer el cuerpo de mi niño y darle cristiana sepultura. Duré un mes sin poder traerlo, y con ese desespero. Quería traerlo, pero no tenía modos. Fernando Escobar, de la Personería, es una persona que ha estado siempre con nosotros. Él fue quien me ayudó para que trajera a mi niño. Por las noches, antes de traer a mi niño, yo me despertaba a diferentes horarios y lloraba. Me arrodillaba al pie de la cama y pensaba «¿cómo sé que es mi hijo, que lo que me van a entregar es mi hijo? Ocho meses desaparecido es casi el tiempo que lo tuve en mi vientre. Lo que me van a entregar son unos huesos». Me estaba volviendo loca. Bueno, llegó la hora de ir por mi niño. La señora Luz Marina me acompañó. Ella ya había traído a su hijo y tenía conocimiento del proceso que tocaba hacer. Salimos de Soacha y llegamos a Ocaña, Norte de Santander. Los demás comían por el camino. Yo no podía comer nada porque no me bajaba la comida. No me bajaba ni el agua. Lo primero que me dijo el fiscal que estaba ahí fue «ah, usted es una de las que viene por los guerrilleros esos que el Ejército tuvo que matar». «No, yo vengo por Jaime Steven Valencia Sanabria. Él no era ningún guerrillero». «Ay, señora, da lo mismo. Eso uno de esos guerrilleros que el Ejército obligadamente tuvo que matar». O sea, sin preguntarle quién los había matado me dio la respuesta. «¿Y cuándo asesinaron a mi hijo?». «El 8 de febrero en la tarde». «Pero si mi hijo fue desaparecido el 6 de febrero y fue asesinado el 8 de febrero, ¿a qué horas fue guerrillero? ¡Él nunca tuvo un arma en sus manitas! ¡Él estudiaba! Si acaso vio armas por televisión, porque le gustaban las películas y reírse. ¡A las seis de la tarde normalmente estaba viendo películas, sus muñequitos!». «Señora, pero ese es el reporte que dio el Ejército. Eso es lo que me dice». A mi hijo le dieron un disparo encima del hombro. ¿Cómo tenían sometido a mi niño? Ese disparo le alcanzó a tocar el corazón y le salió por el costado. A mi hijo lo mataron de tres impactos de bala. Uno en cada pierna y el tiro de gracia, que se llama. El que le dieron que acabó con su vida lo desangró. La mayoría de muchachos murieron desangrados. Me imagino cómo habrá sido el tiempo que estuvo vivo. Él pidiendo auxilio o alguna cosa y uno tan lejos, sin escuchar nada. En la foto que me mostraron se veía que tenía las pestañitas pegadas. Había estado llorando. Tenía la cara morada. Lo que hicieron con nuestros hijos fue algo macabro. ¿Qué es un falso positivo? En el reporte que dio el Ejército dice que mi hijo llevaba muchas armas y que había empezado una lucha de disparos, pero eso es bastante absurdo. Fueron muchas interrogaciones las que nos hicieron para ver si de pronto mi hijo efectivamente era algún guerrillero o alguna cosa. Eso hacen preguntas al derecho y al revés, como tratándolo de confundir a uno. Y es que uno no tiene por qué confundirse en un momento de esos. Uno sabe qué fue lo que crio; uno conoce a sus hijos. Le di cristiana sepultura a mi niño y empecé una lucha de denuncia, de defensa de derechos humanos. Ya no hablaba solo por mi niño, sino por otros muchachos, por otros jóvenes y por otras víctimas que estábamos sufriendo lo mismo. El dolor de la pérdida de nuestros hijos. El 6 de marzo del 2009 recibo la primera amenaza. Fueron dos tipos en una moto sin placas. Se bajó el parrillero y me tomó del cabello. Me pegó contra la pared. «Vieja no sé cuántas, vieja triple no sé cuentas, se queda callada o ¿es que quiere quedar como quedó su hijo, con la jeta llena de moscas?». Uno como que en ese momento siente una nube oscura que lo levanta. Cerré los ojos y cuando me di cuenta ya los tipos se habían ido. No sabía si estaba viva o muerta. Me tocó quitar el teléfono fijo de la casa. A cualquier hora de la noche uno contestaba y se oía gente pidiendo auxilio, como gritando. Un día me entró un mensaje al celular que decía «mamita, te quiero mucho; atentamente, cadáver ya». Otro día mi hija, que estaba en embarazo, me dijo «mami, es que me llamaron y me dijeron que le dijera que se callara, que nos iban a matar a todos». Esa china estaba para dar a luz. Fueron tantas cosas las que nos pasaron y las que nos siguen sucediendo... Mis hijos en Colombia no pueden estar en paz. Hay unos que están demasiado amenazados y otros que no han tomado parte y están más tranquilos, pero los que me han acompañado no. Mi hija, por ejemplo, está aquí conmigo, en Suecia. Ella fue la primera que se vino porque le hicieron un atentado terrible. El caso es que nosotras nos dimos cuenta de que eran muchas más las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones, lo que había sucedido. Nos decidimos a acompañar a otras víctimas que también tenían miedo de hablar, de decir, de contar lo que había sucedido con ellos. De muchas familias no quedó sino una sola persona. «Sí, nos da miedo. Obvio que nos da miedo, que nos pueden matar. Pero es que tenemos que hacerlo, tenemos que decir, tenemos que contar. No podemos permitir que esto siga sucediendo. El amor a nuestros hijos nos hace más fuertes para seguir».
Cajita de huesos
Cajita de huesos Tenía como 17 años cuando nos fuimos pa La Gabarra. Mi papá y mis hermanos se fueron por allá a trabajar y consiguieron una finca. Ahí se me presentó el papá de mis hijos. Cuando entré a La Gabarra, no estaba nomás sino la Caja Agraria. Estaba el ranchito donde el padre decía la misa y un medio bar donde la gente llegaba a tomar. Los patrones me querían muchísimo y yo le dije a la señora «mire, quiero tener algo como pa criar animales, pero aquí no se puede». Entonces me hicieron una casita en la misma finca. Me dejaron una vaca pa la leche. Tenía marranos, gallinas, hasta perros. A las seis de la tarde, que terminaba el trabajo en la casa y en la finca, me iba pa mi casita a ver los animalitos. De ahí a dormir pal otro día madrugar porque tenía que pararme a las dos de la mañana. Pero pasábamos muy bonito, pa qué. Era una tierra que podía uno sembrar, pero esa gente mala llegó a dañarnos todo: los paramilitares. En ese entonces guerrilla sí había. Ellos ponían reglas, pero no se oía tanta matazón. Pero después de que llegaron los paramilitares, arrasaron con toda la gente. Eso hacían unas masacres... Yo soy testigo de una. Uno salía por el río arriba y los muertos pasaban por el rendajo de la canoa. Uno veía los montones de sacos al otro lado del río llenos de pedazos de muertos. Para la gente de La Gabarra la vida cambió mucho. Ese día del desplazamiento nosotros veníamos con mi hermano a pasar el día de las madres en Cúcuta. Mi mamá estaba viva. La fecha exacta no me acuerdo, pero sé que fue en mayo del 99. Me habían regalado unos pollos y los traía pa Cúcuta. Llegamos a La Gabarra, ese día, mejor dicho, uno podía pasar desnudo por la calle: no encontraba un negocio abierto, nadie. No bajaban transportes porque ya estaban los paramilitares por ahí. Ahí fue cuando salí desplazada, cuando me llegaron a la casita que me hicieron los patrones. Al patrón lo mataron, a la señora le tocó perderse. A nosotros también nos tocó perdernos. Yo estaba allá con uno de mis hijos, el más pequeño. Llegaron y nos dieron 24 horas pa que saliéramos. Nos tocó salir con lo que teníamos puesto. Animales, todo quedó perdido allá. Y salir pa Cúcuta. Llegué a vivir donde mi hermano hasta lo que pasó con mis dos muchachos. Mi hijo Reinaldo ordeñaba unas vaquitas, sembraba maticas, cilantros, cebolla y todo eso. Ese día salió a la carretera. La mujer nunca iba a acompañarlo a la finca para nada, por eso es que no sabe ni qué ropa llevaba puesta. Él salió a la carretera a esperar la lechera que viene de Tibú, pa entregarle la leche y que le dieran los encarguitos y todo eso. Él dizque llegó a la casetica donde siempre llegaba y pedía una gaseosa y un pastel. Estaba tomándose la gaseosa cuando dizque sintió que lo llamaron. Él de una voltea a mirar y el que lo llamó le dijo a otro «sí, ese es». Y una vieja se vino, lo agarraron y se lo llevaron en un carro. Serían por ahí como a las dos o tres de la tarde, me dijeron. Y yo, pues, trabajaba. En la tarde llegué a la casa y sonó el teléfono. Me habló una prima hermana de ellos. Me dijo: «Doña Socorro, ¿cómo está?». «Bien, gracias a Dios», pero uno presiente. Le digo: «¿Qué pasó? ¿Ustedes han sabido algo de Florentino?». «Florentino está bien, es Reinaldo». «¿Qué pasó con Reinaldo?». «Lo atraparon los paramilitares». Yo ya sabía que cuando esa gente agarraba a alguien, vivo no volvía. No supe quién me quitó el teléfono de la mano. Al rato me llamaron otra vez y me dijeron que ya lo habían matado. Entonces al otro día echamos a la búsqueda. Estaba el papá de ellos ahí en la casa. Yo no vivía con él hacía más de quince años, pero estaba ahí y nos fuimos a buscarlo. Sabiendo lo que había vivido en La Gabarra, yo llevaba una bolsa de polietileno en el bolso por si me lo dejaban recoger. «Yo lo recojo así sea pedacito por pedacito», decía. Pero no, eso en ninguna parte estaba: la Fiscalía, la Cruz Roja... Mejor dicho, a dónde no fuimos a buscarlo. Íbamos saliendo de la Cruz Roja cuando se le arrimó un hombre al papá de mis hijos y le dijo «dígale a la señora que no busquen más a Reinaldo, donde él quedó nadie lo va a sacar. Deje las cosas así». Como quien dice, me amenazaron. Entonces me tocó dejar así porque como tenía a los otros hijos, imagínese. A mi hijo, supuestamente, lo mataron por ser colaborador de la guerrilla. Eso es siempre lo que ellos dicen pa justificar. Y pues yo no he querido que mis otros hijos se metan en nada de la búsqueda. Cuando yo muera, pues todo quedará así porque ellos no han participado. Ya estaba reponiéndome un poquito de lo de Reinaldo cuando sucedió lo de Florentino. Él trabajaba en la vereda El Suspiro, por allá pa Ocaña. Tenía un contrato de unos pupitres de una escuela. Estaba haciendo ese trabajo y se vino a pasar Semana Santa en Cúcuta con nosotros. Se fue el 23 de abril a las cuatro de la mañana, pero él no vivía conmigo, sino en El Trigal con la mujer. Venían y me visitaban como siempre. Antes de que le pasara algo, vino al bautizo de los sobrinos. Esa noche estuvimos hablando y me dijo «mamá, yo sé que a mí me va a pasar lo mismo que a mi hermano. Es que en esto tan solamente hay un culpable». «¿Y eso? ¿quién?». «Mi papá es el culpable de todo. Mi papá sí está con la guerrilla, y los paramilitares dijeron que, si no podían agarrarlo, le agarraban un hijo. Usted sabe, mamá, que lo que agarran los paramilitares no tiene vida. Sé que tarde o temprano a mí me va a pasar lo mismo que a mi hermano». Él no cayó con los paramilitares, sino con el Ejército. Florentino se fue pa terminar el trabajo de los pupitres y cuando llegó a Convención llamó a decir que iba bien, que cuando llegara a Ocaña volvía a llamar. Estoy esperando esa llamada todavía. Nunca más volvió a llamar. Fue como al mes que el patrón de donde él trabajaba llamó a la mujer de Florentino. Y dizque le dijo que qué pasaba con Florentino, que no había ido a terminar el trabajo. Dijo su esposa: «Pero si él se fue, ya tiene como un mes de haberse ido». «Florentino no ha llegado». Ahí me deschaveté otra vez. Me fui pa la Fiscalía a donde la doctora de allá, que me dijo «vaya a exhumaciones». Hablé con un doctor que mandó una carta pa Ocaña y la foto de Florentino. Como al mes llegó la contesta. A él lo habían matado en Teorama y estaba enterrado en el cementerio de Ocaña. Habían bajado y lo habían enterrado en ese municipio. Me pongo a moler pa acá, pa allí, pa acá. Ya como que la casa mía era la Fiscalía. Entro y dice el doctor: «Ya la iba a llamar». Le dije yo «qué raro que me vayan a llamar si antes soy yo la que tengo que estar aquí como un chompín». «No, doña Socorro, es que mire, llegó esto». Me entregaron la bendita carta del mortuorio y en ese momento no supe si estaba en el limbo o metida en un hueco. Agarré esa carta y no les dije nada, sino que salí y me vine pa la casa. No la abrí. Simplemente vi el nombre de él y que era del mortuorio. Cuando llegué a la casa me encerré en una pieza. Lloré hasta que no di más. Muchas veces la familia pásele lo que le pase a uno, viviendo en la misma casa, prefiere no preguntar. Cuando me pongo a leer la carta, abajo dice: «ordenó el levantamiento un juez penal militar número 37». Dije «pues claro, a Florentino lo mató fue el Ejército. No hay de otra». Dijeron que dizque fue un enfrentamiento entre la guerrilla y el Ejército. Y a él lo camuflaron, le pusieron arma pa hacerlo pasar por guerrillero. Porque en las fotos que hay en la Fiscalía estaba vestido de guerrillero. Entonces el pleito era con el Ejército. Ahora no solo con los paramilitares, pero Dios me tiene que dar licencia de seguir adelante. Yo era muy muy amiga de las doctoras, las del colectivo José Alvear Restrepo. Ellas se echaron a ayudarme hasta que en el 2010, 2011, me llamaron de Ocaña y me dijeron: «Doña Socorro, somos de la Fiscalía de Cúcuta. Estamos aquí en Ocaña buscando los restos de su hijo». Dije yo: «¿Cómo van a hacer ustedes pa encontrar los restos de mi hijo entre tantos restos, en un
cementerio? ¿Cómo van a reconocer cuáles son los restos de mi hijo? Imagínese usted que hay
cementerio? ¿Cómo van a reconocer cuáles son los restos de mi hijo? Imagínese usted que hay veces que echan hasta tres o cuatro cuerpos en un solo hueco». «No, doña Socorro, usted tiene cita el martes con el doctor que la va a llevar a Medicina Legal pa que le saquen la prueba». Me llevaron a Medicina Legal y sacaron la prueba de ADN. Sacaron todos esos restos que habían allá, en un solo hueco. Pero los de mi hijo estaban en una bolsa roja. Ellos se trajeron esos restos, los llevaron a Bogotá. De Bogotá a Bucaramanga, de Bucaramanga a Villavicencio. Y todas esas vueltas con esos restos de mi hijo, y yo friegue. Hasta que entutelé. Gané la tutela y el 14 de julio del 2014 me entregaron los resticos de él. Me tuvieron dos días con psicóloga y en la mañana me dijo la antropóloga: «Doña Socorro, ¿usted quiere mirar los restos de su hijo?». «¡Qué preguntas, Dios mío! Es lo que más estoy anhelando». Había 30 cajoncitos cuando sacaron el de mi hijo. Todos esos huesitos los traen envueltos como en papel mantequilla. Yo les había dado una forma con la cual podían identificarlo. A él le faltaba una falange y su dentadura era toda platino por dentro. Yo no me podía conformar con eso. A lo que la antropóloga abrió el cajón lo primero que vi fue la calaverita. Él era de cabecita pequeñita. La calaverita de él voy y la agarró, y la antropóloga dice «Doña Socorro, ¡póngase guantes!». «Yo no me voy a poner guantes. A mi hijo lo cargué nueve meses en mi vientre, lo vi caminar, lo vi decirme mamá. Ahora no tengo por qué ponerme guantes, Dios mío». En ese momento sentía que la tierra me comía. También le hice una oración a Florentino que ya no soy capaz de decirla. No me acuerdo qué fue lo que dije. Ya pa lo último pues le eché la bendición a los huesitos y lo llevamos al cementerio. Tuve un acompañamiento: vino gente de Asfaddes y unos amigos de Bogotá, pero me daba dolor ver que solo venían unos familiares a ver los otros restos: la mera mamá o así, muy poquitas personas. Pero en el cementerio donde quedó mi hijo la gente ahí conmigo parecían hormigas. Pa qué, bendito sea Dios, tuve un acompañamiento muy lindo. Debo decir que a mí me motivó a empezar el proceso de búsqueda el mismo Florentino. Sucede que una noche me soñé que habían llegado mis dos hijos. Dizque llegaron a la casa. ¡Ay, esa alegría mía porque habían llegado! Y ellos no me daban la cara. Yo que a arrimármeles y ellos no me hablaban ni nada. Bravísimos conmigo. El sueño fue como una premonición. Me fui pa la iglesia, pa la casa cural y hablé con el padre. Me dijo: «Hija, ¿usted ha metido papeles, ha hecho bulla porque ellos faltaron?». «Padre, yo puse la denuncia, pero no he vuelto a hacer más nada». «¡Eso es lo que le están pidiendo! Que mueva los palitos, que no deje impune su muerte». Nunca más me volví a soñar con ellos, pero me dieron valor para seguir, y me lo están dando.
Siquiera un adiós
Siquiera un adiós Camilo llegó a la casa con unos panes. Le dijo a Sofía que ahí los dejaba y que ya venía. Se fue adonde la mujer de José a hacer una llamada, pero ya por la tarde no volvió. José me dijo que había escuchado una llamada y que lo último que mi hijo había dicho era que le gustaba ser responsable con los compromisos que adquiría. Lo cierto fue que él le prestó 10.000 pesos a una señora. La sorpresa fue que no llegó cuando Sofía tenía listo el almuerzo. A la hora de la merienda tampoco. Yo dije: «No, pues de pronto mañana llega». El día jueves nada de noticias. «Camilo ¿qué se hizo?», pensaba. Busque por aquí, por acá y nada. Como que se lo tragó la tierra. El segundo día Sofía comenzó a llorar, le dije «mija, no llore; no se desespere, que no ha de haber ningún inconveniente. Él no es un muchacho que esté metido en problemas. Cuando alguien está metido en problemas, eso se comenta». Luego tres días, cuatro. Ahí si nos desesperamos y esa fue la primera reacción que tuvimos: buscar, preguntar, ¿quién lo ha visto? Nadie dio noticias hasta ese entonces. Camilo es el hijastro de Sofía. Ella se apropió de su cariño desde que él tenía siete años, porque la mamá nos dejó abandonados. Como no tenía hijos, Sofía se apropió del amor de mis dos hijos. El amor que siente por Camilo prácticamente es como un amor a su propio hijo. Esa era la desesperación de ella al ver que verdaderamente nada que llegaba, y eso me preocupó. Me preocupaba ver a Sofía llorando, y yo, que era el papá, no lloraba. No me hacía a la idea de que a mi hijo se le iba a contar como desaparecido. Camilo fue bachiller. Se fue al Ejército con la intención de ser profesional, pero no le dieron la aplicación para poder quedarse allá. Luego vino, y como yo compré un lote en Espriella, de los que me dio Santelena, me dijo que quería colocar una piscina de cachamas, que tenía unos contactos en Pasto. El trabajo que se consigue acá da el mínimo. Esa plata no alcanza para resolver situaciones económicas. Dijo: «A mí no me gusta trabajar en empresas, por eso he estudiado y voy a tratar de salir adelante, pero quiero que me haga esa vuelta de la piscina». Vinimos al Banco Agrario e hicimos la solicitud para el crédito, pero no se pudo porque ellos no sabían qué garantías había. No se pudo hacer el crédito para que mi hijo hiciera las piscinas en Espriella para criar las cachamas. Eso es lo que más me duele: la relación con mi hijo fue una relación muy buena. Cuando estuve en Santelena tuvimos una crisis económica porque los sueldos no nos los pagaban seguidos. Tuvimos como unas cuatro, seis, siete quincenas sin sueldo. En ese momento, mi hijo estaba trabajando en Pasto. Como él se dio cuenta de que la situación económica la teníamos apretada, nos giraba plata y con eso solucionábamos muchas cosas. Me iba a acompañar a la finca, o sea, era mi mano derecha. Yo por eso estaba contento y me animé a sembrar cuatro hectáreas más de palma. Él me estaba ayudando y apoyando para la siembra. Él quiso más a Sofía que a la propia mamá. Eso fue por el amor que vio que le teníamos. No dormía en la casa, pero desayunaba, almorzaba, cenaba y siempre estaba dando vueltas en la casa. ¿Qué puedo decir? No hay palabras, no hay palabras. El hogar en que nosotros hemos vivido ha sido un hogar de alegría, de felicidad... No quería registrar a mi hijo como desaparecido porque yo no creía que fuera un desaparecido. Tanto esfuerzo que hace uno para sacar el hijo adelante, para que a su hijo no le haga falta la aguapanela. Trabajar para verlo con una ropa bonita junto con los otros compañeros. Hoy me la paso esperando la tarde a ver si golpean la puerta y alguien me dice: «Vi a Camilo». Mi otro hijo, por ejemplo, se fue a prestar servicio y sacó mal la conducta. Él casi se aloca por la desaparición de Camilo. Pidió permiso pa venir hasta Tumaco pa ver qué había pasado con el hermano y no le dieron permiso en el Ejército. A raíz de eso le metió la mano a un cabo. Lo metieron preso. Una cosa es quien ve, otra cosa es quien está sintiendo. No es fácil. El que siente es quien se da cuenta verdaderamente del sufrimiento y la falta que hace un ser querido. Uno dice «bueno, se murió fulano de tal», va y lo entierra, pero en mi caso ¿dónde quedó mi hijo?, ¿será que no era digno de tener un entierro?, ¿será que no era digno de que esa última noche pudiera estar uno como padre mirándolo y darle siquiera el último adiós? Perder un ser querido es un dolor que no tiene explicación. Es como si esa parte de uno se llevara algo. El dolor sigue latente porque no pude despedirlo. Uno dice: «Enterré a mi hijo, sé en qué parte está. Se lleva mi dolor porque va y descansa». Mi esposa se acuesta pensando dónde estará Camilo, qué habrá pasado con él. En la casa es una tristeza muy grande. Se lo repito, normalmente, cuando la persona muere, uno queda con el gusto de que siquiera por última vez pudo tocarlo, y mientras lo está tocando se está consolando. Pero saber que un hijo, que para mí es un valor tremendo, está desaparecido... Mis hijos para mí son de gran valor. ¿Qué es lo que pasa? El saber que Camilo está desaparecido es como sentir que su valor no existe. ¿Por qué se cree que no existe? Porque no tuve la oportunidad de reconocer el día de su partida, ni siquiera pude darle un abrazo. Él no pudo decirme «papi, ya vengo, voy pa tal parte». Siempre que se iba, me decía: «papi, voy pa tal parte, ya vengo». Ese día no. Le doy gracias a Dios porque él me ha dado fuerza para seguir trabajando, porque tengo mis hijos, mi esposa. Los otros hijos están allí porque me necesitan. Yo quise a Camilo, pero no sabía que el amor por él podría tener una mayor coyonia ahora que ha desaparecido. Me hace más falta que cuando estaba viviendo en la casa. No está en la casa. Todo ese amor, esa alegría de tener a mi hijo en los brazos cuando era pequeño... Hoy los brazos están vacíos. ¿En brazos de quién está?, ¿en brazos de qué torturador, de qué bacterias?, ¿cómo se habrá descompuesto?
Entre Fonseca y Barrancas
Entre Fonseca y Barrancas La lápida en el hombro Entré al bachillerato y comencé a leer. Ahí fue donde surgió mi inquietud por saber qué pasaba en este país. En esa época los estudiantes estábamos muy influenciados por la lucha que se daba en Cuba, por Mao Zedong, por lo que pasaba en China, por Lenin, por entender qué era El capital, por entender por qué la persona que hacía la camisa tenía luego que comprarla tan cara. Yo digo que ahí hubo mucha influencia también de los educadores de la época. Los profesores eran muy estudiosos y nos hacían ir más allá del pénsum. Ellos nos crearon la inquietud de lo que pasaba en este país, nos ayudaban a entender que eso de que «Dios hizo pobres y ricos» es una falacia. Y, fíjate, en ese momento, a pesar de que había tanta desigualdad –todavía la hay y se ha incrementado–, nosotros íbamos a las comunidades a hablar con la gente para que entendiera por qué no había agua o por qué el agua que venía era turbia. Que no era porque Dios así lo dispusiera, que a los pobres les daba agua turbia y a los ricos agua limpia. Logramos que la gente entendiera eso. Hicimos un mitin, un movimiento. Hicimos una marcha que llamamos «Agua de qué», y logramos que mejorara la calidad del agua en Riohacha. Éramos puros estudiantes. Yo duré en esas luchas toda la vida. La dinámica ha ido cambiando según como se ha ido moviendo la rueda de la historia. He seguido en esa lucha, pero ahora es diferente: ahora nos matan. El Estado nos ha declarado objetivos militares. Para ellos, al que piense diferente, al que hable diferente, se le coloca una lápida en el hombro. Por eso mismo he tenido varias amenazas. La primera fue en el 2005, cuando me llamaron y me dijeron que había habido una masacre en Monguí, que habían matado a una tía de sesenta y pico de años y a un hijo. Que como la habían matado a ella, me matarían a mí. Fui a la Fiscalía, coloqué la denuncia y me tocó mudarme. Yo tuve desplazamiento interno, cosa que nunca declaré. Para mí, el ser víctima no es un modus vivendi. Simplemente me mudé de casa, duré como dos semanas en un acoso horrible. En el 2016 quisieron sacarme de Riohacha, pero yo les dije que no me iba por dos razones: «De nada me sirve irme y dejar a mis hijas; dos, ¿qué hago con irme seis meses? Me financian tres, ¿y de ahí qué, para dónde?». Si uno decide asumir estos retos, le toca aprender a vivir con el miedo y la zozobra. Claro, eso le cambia la vida por completo. Por ejemplo, en estos momentos prácticamente no hago vida social. Nada de fiestas... y tanto que me gustaban. Yo voy es a velorios. Hice mi vida social yendo a velorios. Por lo general eran velorios de familia en los que saben cuál es mi situación y lo primero que me preguntan es «¿dónde está el escolta?, ¿usted con quién anda?». Todos están pendientes de mí porque en La Guajira la familia es muy, muy unida; es muy importante sobre todo alrededor de las tragedias. La familia puede estar muy desarticulada en otro aspecto, pero alrededor de las tragedias siempre está pendiente, unida.
Lo demás en sueños
Lo demás en sueños A los quince años tuve mi primer novio, yo estaba en segundo de bachillerato. Él es abogado. Terminamos porque en ese entonces yo sabía de materialismo histórico, de economía política, de las citas de Mao, pero de relaciones de pareja no sabía un carajo. Antes a nosotros no nos hablaban de salud sexual y reproductiva, ni nos hablaban de relaciones de pareja. Ni siquiera las mamás nos hablaban de eso. Pero igual fue una época bonita: nos íbamos a bailar, él me llamaba a mi casa. Así, chévere, sin malicia, sin irrespeto, sin nada. Luego terminé con él y tuve otro novio al que lo dejé yo. Él me invitó a una fiesta, pero esa misma noche tenía una reunión política. Preferí irme a mi reunión y cuando llegué a la casa lo encontré en la puerta. Le dije «no, no señor. Usted no es marido mío. Me hace el favor y se va». Luego ya tuve a mis hijas con un hombre magnífico, sin educación. No, él no estaba preparado. Fíjate las vueltas que da la vida. Mi esposo se llamaba Alfredo. Era un hombre que, a pesar de ser iletrado, era muy buena gente, muy respetuoso, muy de su casa y de su familia. Hombre –como todos los hombres de esta Tierra– con varias mujeres. Con él tuve cuatro hijos. Alfredo desapareció en el 2001. Dejó once hijos. Él era conductor de la empresa Cochopen. Llegaron a pedirle un viaje a nombre de un señor y parece ser que ese tipo tenía problemas de negocio de droga, como que se había quedado con una plata. Listo, Alfredo fue a hacer su viaje, pero no llegó en la noche, no llegó al día siguiente. Ya al día siguiente por la tarde apareció el que le solicitó el viaje, lleno de tierra, diciendo «que Alfredo no aparece, que Alfredo no aparece, no se ha encontrado». Lo que nosotros supusimos es que sí sabía todo, y era posible que él mismo hubiera hecho los huecos para enterrarlos. A mí me llamó una de las mujeres de Alfredo, me comentó lo que estaba diciendo este señor. Desde ese momento comenzó la búsqueda; de las mujeres, la que lo buscó fui yo. Alfredo está enterrado entre Fonseca y Barrancas. Ahí hay mucha gente enterrada. Lo sé porque en mi búsqueda caminé mucho, y una persona que trabajaba aquí en mi trabajo se reunía con los paramilitares. Nos tocaba pagarles vacuna para que nos dejaran trabajar. Le pedí el favor de que les preguntara por Alfredo. Me mandaron a decir que no lo buscara, que estaba muerto, que era un testigo que no podían dejar vivo. Después le pedí el favor a mi contacto que les dijera: «A mí no me importa en estos momentos por qué lo mataron, porque yo sé que no tenía problemas con ellos. Lo único que necesito es saber dónde lo enterraron para recogerlo. Su mamá se está muriendo». Me mandaron a decir que no me podían decir dónde estaba enterrado porque había mucha gente enterrada y con eso nos iban a embalar. Es todo lo que he sabido. Lo demás ha sido en sueños: Alfredo me dijo dónde estaba. Alfredo y yo, a pesar de que estábamos muy disgustados, estábamos muy unidos. Todo lo que le pasaba, sobre todo si eran problemas, dificultades, él me buscaba, sus mujeres me buscaban. Yo era como su polo a tierra, su punto de apoyo. Después de muerto, yo soñaba con él. Sobre todo al inicio. Y él una vez me dijo «búscame, que tú me encuentras. Dile a mi primo que te acompañe». Eran muy unidos con su primo. Alfredo me mostró que estaba enterrado cerca de donde había agua, cerca de un río y un árbol frondoso. En otro sueño le dije «Alfredo, pero es que ¿tú no estás muerto?, ¿tú no me dijiste que te fuera a buscar?». Me dijo «¿por qué no has ido?». En otro sueño le dije a Alfredo «no me molestes». Es que era muy constante, muy constante. Llegué a sentirlo como que si estuviera ahí, al pie de la cama mía. Nunca le tuve miedo, nunca le tuve miedo. Y yo le dije a Alfredo «no me molestes, más bien ayuda a tus hijos, que ellos te necesitan». Varios días después me mostró un billete de lotería. El número era el 11, serie 18. Me dijo «cómpralo, esto lo hago por ti». Pero cometí un error: se lo conté a un hijo y él no creía en eso. El lugar que Alfredo me mostró, el del río con el árbol, está entre Fonseca y Barrancas. Cuando quise ir, mis hijas no me lo permitieron por miedo. Su primo tampoco, dijo que por allá no se metía. Toda mi vida he vivido en resistencia y sigo resistiendo. Para mí, la prioridad es encontrarlo. Lo que me da fuerzas para resistir son mis hijas, mis nietos y mi formación. Si yo no tuviera esta formación política, si yo no hubiera leído tanto, quizá ya me hubiera vuelto loca. Yo, a pesar de que nunca he tenido apoyo psicológico, me capacité, me hice psicóloga casi yo misma, a la fuerza, por mi trabajo con pacientes con VIH. El ayudar a esa gente a superar duelos, me ayudó a mí a hacer catarsis. Yo le decía a un amigo que las lágrimas ayudan a drenar. Y él me dijo: «No, las lágrimas son del cielo, te ayudan a lavar».
El mar de los desaparecidos – Colección de fragmentos
El mar de los desaparecidos – Colección de fragmentos Esperando al capitán del barco Mi mamá lo que nos cuenta es muy poco porque ella es muy cerrada en eso. Mi papá era capitán de un barco. Salió de aquí, de San Andrés, hacia Cartagena. Mal contados iban catorce tripulantes. Desaparecieron todos. Era para mi cumpleaños y él llevaba todo lo de la fiesta. Nosotros somos raizales, pero mi mamá vivió todo el tiempo en Barranquilla. Dos hermanos de padre y madre. Somos nacidos, criados, crecidos, estudiados en Barranquilla. Yo iba a cumplir mis cuatro años cuando mi papá salió de aquí para Cartagena. Con la última persona que él habló fue con mi tío, que en paz descanse. Nunca tuvimos el interés de preguntarle «¿qué pasó?, ¿qué supiste?, ¿qué fue lo último que hablaron?». Veníamos a San Andrés solo de vacaciones. Mi mamá está muy enferma, muy delicada. Cuando tiene variantes de memoria, yo me pongo a hablar con ella para ver. Le digo: «¿Será que ellos traficaban con algo?». «Pues yo no sé, como en esos tiempos podía ser con café, podía ser con armas, podía ser». No me asegura qué sabe ella. Pasó el tiempo y no, no llegó mi papá. Mi mamá esperándolo, esperándolo, esperándolo. Después de dos años se hizo un registro de desaparición. Mi papá no tiene aún, en la actualidad, registro de defunción. Económicamente estábamos muy bien. Obviamente, mi papá era el capitán del barco, pero mi mamá no me asegura que él estuviera en algo indebido. De pronto en ese barco a veces iban conocidos, pero que ellos tampoco saben de la situación. Nadie sabe nada, los catorce tripulantes desaparecieron. Asumimos que en el mar. En ese tiempo no había, como ahora, GPS. Ahora hay teléfonos que avisan. Te estoy hablando 45 años atrás. Mi mamá, una mujer sola con dos hijos y cuatro sobrinos que estaba criando. Ella guardaba la esperanza de que iba a regresar. «El amor de mi vida, él va a regresar». En esa época no había como ese apoyo a la mujer que llega y dice: «Bueno, a mi marido le pasó esto». Daba miedo pararse a decir: «Es que a mi esposo le pasó esto y esto», porque venía una serie de preguntas, y había que dar testimonio. Ahora nosotros nos paramos y decimos lo que tenemos que decir, la verdad que sentimos. Para mí es fácil pararme y decir: «Ve, yo siento esto». Pero antes la mujer no. Una mujer sola tenía que invertir su tiempo en buscar sustento. Gracias a Dios mi papá le dejó una casa. Pero mi mamá era una mujer que no trabajaba porque como era la esposa del capitán, pues no trabajaba.
Desaparecidos en el mar
Desaparecidos en el mar La doctora Williams fue una de las primeras, recuerdo, que estuvo investigando lo de muchos que desaparecieron. Chicos, señores adultos, señores mayores. Es que la mafia sanadresana empieza entre el setenta y pico y el ochenta, cuando los muchachos de San Andrés empezaron a abrírseles los ojos. Llegaron gente de afuera a proponerles negocio. Los muchachos eran lancheros, de los que llevan la gente a Johnny Key y al Acuario. Obviamente, van y le dicen a un muchachito que está acostumbrado a ganarse 100.000 pesos que se va a hacer 10 millones en un día, o 20, 30, 40, 50, obviamente que se deslumbraron, se les abrió todo. Personas sin educación, sin estudio, sin nada. Más o menos en esos años se empezaron a trasladar a la ciudad de Barranquilla. Los primeros viajes les dieron mucha plata y en seguida compraron casas. Las empleadas, las esposas se empezaron a quitar la ropita económica, a ponersen vestidos de cualquier cantidad de dinero. ¡El joyerío impresionante! Ellos se fueron llevando más jóvenes de aquí, de Providencia, a inducirlos en ese mundo, en esa vida. Y obviamente que es rico, buena vida, delicioso. No se miraban las consecuencias a futuro. Casi todos murieron en su ley, casi todos. No he hecho este análisis de lo que le voy a decir: hoy día no encontraría en San Andrés a un hombre que haya sobrevivido a eso. Aunque hay uno que vive en Barranquilla, que duró como veinte años en la prisión. Tengo otro gran amigo y familiar que lleva casi 40 años en la cárcel. Es un piloto y capitán de la isla, bella persona. Él ha crecido rastas en la cárcel, parece Bob Marley. Dicta clases en la cárcel de inglés, aviación, navegación. Hace una carta de navegación excelente. Él dice: «Me muero aquí, pero ni abro ni digo nada, ni oigo a nadie. Esto me lo llevo solo». Hace muchos, muchos, muchos años hablé con él. Casualmente estaba en la casa de un hermano y le dije: «Tanto que te rogué». «Sí, nunca se me olvida que me rogaste esa noche en el casino que no fuera hacer ese viaje. Y te dije: “Es el último”. Me dijistes: “El último puede ser el último de verdad”». Dicho y hecho. Es que son muchos amigos que han desaparecido y muerto, que no los voy a volver a ver. Tengo otro amigo desaparecido de la faz de la tierra. A un mes de su boda, se fue al viaje y nunca más volvió. ¡Nunca! Esa muchacha casi se enloquece. Una barranquillera con todo listo para su matrimonio. Desaparecido en el mar. Al esposo de una amiga lo desaparecieron en tierra, pero en Miami. Importaba cosas, mercancías. Y se va. Habla con ella hoy, mañana no habla, pasado no, y así. Ella empezó, y búsquelo, y nada. Denunciaron en Estados Unidos. Encontraron el carro en una vía de Estados Unidos. Estaba estacionado en la carretera. Adentro del carro estaba su maletín, su dinero, su documentación, su todo. Hace 40 años desapareció y dejó una esposa con una bebé de un año y mesecito. Ella espere, y espere, y espere.
Ofelia
Ofelia El solo hecho de hablar tanto sobre eso me hiere. El problema mío, básicamente, dividió mi vida en dos. Mi padre muere y al poco tiempo muere mi hermano, desaparece de la faz de la Tierra. No sabemos dónde está, pero no porque no hayamos intentado buscarlo. Yo sabía en qué andaba. Estaba trabajando con el narcotráfico. Pero, no obstante, no había que desaparecerlo de esa manera. No iba solo el día de su desaparición, iba con dos, tres chichos más. Uno de aquí de San Andrés y dos de afuera, amigos. Mi hermano era el capitán. Supuestamente me dicen que los desaparecieron en el manglá de Providencia, cuando van al famoso tanqueo. Un tipo me buscó hace años. Tenía yo un negocio y vi llegar al tipo. «Cuénteme, ¿cuál es su problema?». Me dice: «No, es que yo vi cuando desaparecieron a su hermano en el manglá. Estaba esperando otra lancha que venía, de narcotráfico. Venía de Barranquilla para tanquearla, pero a mí no me tocó el tanqueo de su hermano. Vi cuando llegó, cuando tanquearon. Subieron al capitán, pero alguien había subido antes al barco y le cogió el arma». Total que, bueno, ya él subió a la lancha. El tipo me dice que lo vuelven a llamar y él se asoma, y enseguida le dan un tiro en la cabeza. Él cae. Se asoman los chicos que están ayudando, y a cada uno... Él dice que los sacaron para fuera, amarraos. Desaparecieron a los cuatro. Desaparecieron la lancha. Creer eso está como raro, pero es lo único que tengo. No volví a ver ese señor más. ¿Qué será la vida de él? No sé. Digamos que eso haya pasado así. ¿Sabe el daño que causó la pérdida de ese hermano? Era mi único hermano. Causó mucho daño tanto en mí y mucho más en sus hijos. Era casado y tenía cinco hijos con la esposa. Además de eso tenía más con todas las amiguitas. Había uno recién nacido, de un mes, que nunca conoció a papá. Sufrieron necesidades, cosa que no sucedían cuando él existía. Nunca estuve de acuerdo porque no eran cosas bien habidas, pero ¿qué más podía hacer yo? Era el criterio de él, era su forma de vivir. Eso afectó el entorno familiar. Algunos de sus hijos estudiaron carrera. Hoy día tengo sobrinos abogados, luego de mucho esfuerzo. Otro que quiso seguir el camino del papá, pero gracias a Dios le dañé el corazón y no pudo trabajar en esas cosas. El hermano mayor, el que es abogado, fue el que más sufrió. Era pequeño, tenía como catorce, quince años, y le tocó tomar las riendas de la casa con la mamá y los hermanos pequeños. Yo pienso aquí, muy adentro de mí, que eso de alguna forma lo marcó, lo dañó. Por eso él es tan duro, tan seco. Él no se ríe, es, como decimos en el argot popular, «pusungosolo». Tiene su esposa, sus dos hijos. «A veces está en casa», me dice la esposa, «y no lo siento, y voy a la habitación y está a oscuras, y está llorando». Y él le dice: «No me prendas la luz, no quiero ver a nadie». Me parece el colmo que nunca nos hayamos enterado de nada, ¿qué pasó en realidad? Cómo es posible que las personas desaparezcan así, sin que haya una razón de ser o una información de que sí, se encontró, se investigó. Algo. Esto le dañó la vida a mi mamá, no siendo el hijo de mi madre. Porque no era mi hermano por mamá y papá, era medio hermano, pero se crio conmigo en casa, con mi mamá. A ella le decía «ma». Me acuerdo que, dos días antes de desaparecer, mi mamá le dijo: «Mijo, no quiero que sigas en esa vida». Él la llamó y le dijo: «Mamá, te puse dinero en la cuenta y te mandé hacer tres lindos pares de zapatos». Eso fue en el setenta y algo. Del setenta, ochenta y pico, al noventa. Se fue, se fue todo. Así no más. Como cuando tú pisastes una cucaracha y la desaparecistes. He estado siempre con la duda: ¿y qué pasó?, ¿por qué lo desaparecieron?, ¿por qué a los chicos de Barranquilla? Esas mamás también sufrieron bastante. Una de aquí se fue a la tumba con ese dolor de haber perdido a su hijo sin saber dónde estaba. Yo no pude haber hecho más porque era muy joven, estaba muy pelada, y no tenía los conocimientos que hoy en día puedo tener para investigar, para averiguar. Cuando él desapareció, yo conocía al cónsul de Colombia en Nicaragua. Le escribí, le dije lo que había pasado: «Alguien me dijo que de pronto estaba en la cárcel, alguna cosa. Voy a viajar, me voy por ahí unos dos, tres días». Él dijo: «No, un momentico, no vengas por acá. Espérate porque Nicaragua es peligroso. Si tú vienes, me toca ponerte un cinturón de seguridad; protegerte y todo eso porque vienes a investigar algo sobre tu hermano que es narcotraficante. Dame ocho días y yo te averiguo bien». El tipo se puso a averiguar en cárceles, esa gente tiene sus contactos. Me dijo: «No vengas, pero te tengo información. Ese tipo ni siquiera entró a Nicaragua. Aquí ni murió, ni está en la cárcel, ni nada». Lo busqué por todas partes, hasta en México. Lo busqué con una abogada, que me lo buscó en todas las cárceles subterráneas porque teníamos dinero para gastar y averiguar e investigar. Llegué a buscar en Puerto Rico. Me acuerdo que tenía algún amigo, algún contacto, y nada. Él único informe fue que lo mataron en el manglar, en Providencia. Y lo mandaron a unas piedras grandes que llamamos small right. No recuerdo cómo se traduce. Son unas piedras inmensas, sueltas. Ahí amarran el cuerpo del muerto. Los amarran y chus, eso flota. Cada quien tiene su historia, la mía es esta. Quisiera tener la tranquilidad de que, pues, si lo mataron, saber dónde lo dejaron. Porque si nos vamos a la parte espiritual, a la parte cristiana, Dios dice: «Al que se va, tienes que dejarlo ir, tienes que soltarlo, no importa la circunstancia, se fue, ya, eso es todo». Sabemos que mal hecho él haber tomado ese camino, y los muchachos. No debieron de hacer eso porque teníamos unos principios muy fuertes y muy buenos como nativos, como gente de San Andrés. Son muy diferentes a lo del común denominador del país. Pero
desdichadamente la droga y el dinero fácil y rápido metió a los muchachos en un mundo tan
desdichadamente la droga y el dinero fácil y rápido metió a los muchachos en un mundo tan caótico, tan oscuro, tan desvanecedor. Porque eso es... es una cosa de momento. En la familia no supieron cómo llegó la plata ni la supieron conservar. No denunciamos porque a dónde, ¿qué íbamos a decir? Es un delito, es una cosa inaceptable lo que estaban haciendo. ¿Con qué cara, o sea, con qué rostro voy a ir yo a la autoridad a decirle: «No, es que mi hermano es un narcotraficante y lo desaparecieron»? Es no tener moral tampoco. Por la pena, no lo hice. Y los niños tampoco, porque eran pelados, y mi cuñada sí que menos. Esa vive en otro mundo, en un mundo de fantasía. Ella jura que tiene plata todavía, vive en un error. Es una herida abierta siempre. Ese dolor está ahí, esa herida, esa incertidumbre. Yo digo que uno sueña con esos seres es por la misma angustia. «Dios mío, ¿qué les pasó?». El subconsciente o el inconsciente te hacen soñar cosas. Cada quien lo manifiesta y lo vive de diferente manera, y cada quien vive el duelo de diferente forma.
De muertes y sobrevivencias
De muertes y sobrevivencias La muerte del Jinete
¿Qué es un papá?
¿Qué es un papá? Un día una maestra nos puso a dibujar en el colegio, yo tendría como cinco años. Vivíamos en un suburbio de Montería con un grupo de gente desplazada. Esta era mi realidad, mi contexto: agobiante, repulsivo, sin comida, con hambre, no había dónde ir al baño. De alguna manera, entendía que eso no era lo correcto. No lo normalicé. No, no. La maestra entonces nos dijo «dibujen la familia». Y yo dibujé a mi mamá, a mis hermanos y a mi abuelita. Me hizo sentir terrible porque no dibujé un papá: «Ajá, y ¿esto por qué está incompleto?». «No está incompleto. Esa es mi familia». «Y ¿el papá dónde está?». «¿Qué es un papá?». «Todo el mundo tiene un papá», me dijo, y me mandó a traer a mi mamá. Mi mamá casi nunca estaba en la casa. Yo estaba con mis hermanos y con mi abuela, que me cuidó mucho. Mi mamá hacía mil cosas: en la mañana iba a hacer aseo, lavaba ropa de otras personas y en la tarde-noche se reunía con gente. Sé que llegaba tarde. Entonces la esperé despierta para decirle que la profesora la había mandado llamar, que al otro día tenía que ir al colegio. Le pregunté, y ella no me dijo nada sobre mi papá. Yo vi que se puso histérica, muy molesta: «Sí, mañana voy al colegio y resuelvo este problema». En efecto fue al colegio. La profesora cambió, en el colegio nos miraban diferente a mis hermanos y a mí. En esos días llegó un fotógrafo a la casa, con unas fotos viejas. Vi que colgaron un cuadro de un hombre en un caballo, así, todo un galán. No se le veía bien la cara, pero se veía que era un hombre fileño, con cabello lacio –no era crespo, como yo, obviamente–, moreno, flaco. Tenía presencia. Era muy campesino. Le pregunté a una de mis hermanas mayores «¿tú sabes si yo tengo un papá?, ¿quién es mi papá?». Ella, claro, se puso como incómoda con la pregunta, pero me llevó a la foto, me señaló y me dijo que el de la foto era mi padre. No me habló de la causa de la muerte, no me dijo nada de eso y terminó por generarme mayores dudas. No me decían ni eso que les dicen a los niños como pa suavizar el asunto. El cielo para mí tampoco era la gran respuesta y necesitaba respuestas, realmente las necesitaba. Le quise seguir preguntando a mi hermana, pero me evadió. Me di cuenta que los adultos hablaban cosas cuando los niños nos acostábamos y opté por quedarme despierta en algunas ocasiones para ampliar mi información. Empecé a oír todo tipo de historias, hasta de brujas. Soñaba con eso que escuchaba. Oía de todo, de todo. Mi mamá era partera. Supe que había tenido que atender mi parto sola. En una de esas oí que mi mamá tenía que ir a una reunión porque tenía que contar no sé qué cosa. Le dije que me llevara y me dijo que no. Eso era en el barrio. Me fui a escondidas y me quedé escuchando detrás de la puerta. Mi mamá estaba detrás de conseguir un proyecto de alimentación. Ella es pionera en lo de las ollas comunitarias. Y ahí ella contó todo su relato. Dijo una cosa que a mí me quedó sonando y que es la frase de un documental: «No hubo tiempo para la tristeza, yo no tenía tiempo de llorar porque tenía que enterrar a esos muertos». Pero en el momento no entendí qué era la muerte. Entendí que habían escapado de una situación y que mi padre estaba vivo. Fue como lo que yo traté de armar en mi cabeza. «Mi padre está vivo y está escondido», eso es lo que no me dicen: «Él está vivo y está tratando de escapar de unas personas malas; entonces, en algún momento va a llegar. Seguro tiene caballos, entonces va a venir y nos va a rescatar de toda esta mierda». Empecé a idealizar a mi papá, que era el salvador, el héroe. El jinete estrella. Empecé a soñar con él, a imaginármelo con sus caballos. Todo el tiempo sufría pesadillas. Siento que también me asustó lo que oí, pensar que nosotros habíamos hecho algo malo. Pero por otro lado había como cierta esperanza de que el padre estuviera vivo y que llegara a rescatarme. No sé por qué me aferré a la idea de que estaba vivo. Pasó como un año más o menos, o quizás más, y le volví a preguntar a mi madre. «Él está muerto», me dijo, fue más contundente. Ya yo había visto que a los muertos los enterraban, que les hacían el velorio, la cosa. Entonces ella me dijo: «No, es que no está en un cementerio». «Entonces, ¿dónde está?». Ahí no me quiso decir más. Me sacó, se salió por la tangente. Pensé que mi madre no había entendido. Mi lógica era que mi padre no estaba muerto porque los muertos van al cementerio. «Ella realmente no ha entendido que él está vivo, que se está escondiendo y que va a volver. Va a venir en algún momento a acá, eso va a pasar». Creo que no me maté de niña por eso. «Quisiera dormirme y ya no despertarme más», esa era mi idea. Desde que recuerdo, me he sentido así, ajena de esto, ajena a querer estar aquí. Pero cuando surge todo esto del padre y las preguntas, la posibilidad de que estuviera en algún lugar remoto, ahí hay algo que se prende, como una chispa pequeña. Sentí que eso podía cambiar la realidad que yo estaba viviendo.
Mientras regresa
Mientras regresa Le puse empeño a perfeccionar la escritura. Empecé a escribir unas notas, unos diarios. «No sé cuándo va a volver mi padre, pero va a volver. Entonces voy a escribir para que sepa lo que ha pasado conmigo mientras regresa». Los escribí por muchos años. Los quemé el día en que enterramos a mi papá, los quemé ese día. En el ejercicio de la escritura encontré una forma de ir contando lo que pasaba en el día a día y otras cosas en las que también encontré valor, como la ayuda de los demás. Cosas que yo pensaba hacer con mi padre cuando él volviera, las escribía. En alguna ocasión un vecino nos molestó con que mi mamá tenía un novio, que no sé qué. Dije «ella no puede tener novio porque mi padre está por ahí». Recuerdo que escribí eso en el diario: «Querido papá, no te preocupes por esto que están diciendo, que mi mamá tiene un novio. Yo la conozco y yo sé que eso no es cierto». Esos diarios van como desde los seis y medio, siete años. Los quemé el 30 de mayo del 2010. O sea, yo tenía casi veinte años, había dejado de escribir hacía unos meses apenas. Eran cartas, otros eran poemas. Era un compilado grande de cosas. Mi mundo era el de los adultos, lo que hablaban los adultos. A los ocho años mi mamá me empezó a llevar a las reuniones. Yo sabía tomar notas, entonces le ayudaba. Ella vio que yo tenía interés, a diferencia de mis otros hermanos, en querer estar en ciertos espacios a los que ella iba. Mi mundo era el mundo adulto, no el de los niños. Siempre me he situado en el mundo adulto. El mundo adolescente me parecía terrible. El mundo de los niños nunca me gustó. Lo mío era lo de los adultos. En esa época mi mamá tenía que decir mucho ese testimonio. No sé por qué se lo preguntaban y se lo preguntaban, y ella lo narraba como un libreto. El resto de la gente lloraba y ella no. A mí eso me parecía como raro, «eso es porque en el fondo mi papá no está muerto realmente», pensaba. «Es que el 14 de diciembre de 1989 llegaron unos hombres armados a mi casa, preguntaron por los hombres, nos pusieron a todos en fila. Mi esposo forcejeó con uno de los señores y le dispararon en la cabeza en repetidas ocasiones», cuenta mi mamá y luego dice que, después de que
le echaran fuego a la casa, ella fue la que sacó heroicamente los muertos de la candela y que le
le echaran fuego a la casa, ella fue la que sacó heroicamente los muertos de la candela y que le quedó una pierna en las manos. Para mí todo lo que estaba diciendo era macabro, malo, maluco. Para ella era una cosa anecdótica, decía «yo no como la pata de la vaca porque me quedó la pata de ese muerto en la mano». Ahora, de adulta, sí entiendo lo de «no hubo tiempo para la tristeza». Ella suprimió de una manera que le permitiera contar el horror de manera anecdótica. Lo enterró en un lugar. Se puso una coraza tremenda y se mostraba como una mujer fuerte. Con autoridad hablaba. Entonces no hubo tiempo para la tristeza, y apenas le dijeron que iban a desenterrar a sus muertos, le llegó la tristeza. Cuando salió Justicia y Paz, las mujeres de Valle Encantado fueron las primeras en denunciar los hechos. En el 2006, fueron de las primeritas. El funcionario de la Fiscalía que atendió a mi mamá vio que estaba en un reporte por homicidio. Le dijo que tenía que haber un proceso judicial con esos cuerpos. Ella misma los había enterrado el 14 de diciembre del 89, estando en embarazo, como con siete hijos pequeños y con mi hermano mayor, que iba a cumplir 15 años más o menos. Entre ella y Juan Pablo levantaron a mi papá, lo subieron a una troca. Mi mamá le recogió los pedazos del cerebro en una totuma. Apenas le hablaron de exhumación, le llegó toda la tristeza que tenía guardada. Se enfermó, no hablaba con la misma fuerza. Se la pasaba llorando. El día que fueron a exhumar esos muertos, la Fiscalía no los encontró. Ellos necesitaban las coordenadas exactas y eso indignó a mi mamá de una manera terrible. Sentía que había quedado en entredicho lo que había contado durante veinte años. Además, por la situación misma, se había vestido de negro, cosa que nunca había pasado. Yo seguía pensando que el hombre venía. Logré mantener la fantasía, no sé, me aferraba a eso. Pero mi madre cambió. Ese día estaba de luto y lloró y lloró. Parecía la viuda. Yo nunca la había conocido como la viuda.
¿Quién va a rescatarlo?
¿Quién va a rescatarlo? Para mí todo era muy loco. Ella y mis hermanos estaban en esa tónica. No me sentía identificada con ella, no estaba conectada con lo que ella estaba sintiendo. Por un lado, porque alimentaba mi fantasía. Yo celebré que no encontraran esos huesos porque eso reafirmaba... yo tenía dieciséis años, pero no sé, seguí con esa historia hasta el final. Ella decidió internarse con sus hijos varones en esa finca que es de un ganadero y que le puso un tipo armado. Se armó un bololó, pero se quedó una semana, hasta que encontró los muertos otra vez. Tenía que desenterrarlos. Yo no fui. No me dejaron. Y yo tampoco tenía la intención de ir. Cuando dijeron que habían aparecido los huesos, que habían identificado la ropa, yo dije: «No, ese no es mi padre». Entré en una etapa fuerte de negación. «Sí, ese es, porque la camisa estaba todavía», me dijeron. Para mi madre era importante encontrarlos porque ella tenía como una mezcla de indignación y rabia de que alguien los hubiera podido sacar antes. También eso le llegó a pasar por la cabeza, y que con todo lo que yo había dicho su historia no tuviera un peso real. En esos huesos está la verdad de lo que ha contado. Se metieron en el colegio, que ya estaba cayéndose, y los encontraron. Buscaron tanto que encontraron hasta un muerto antiguo, otro cadáver ahí. No sé quién. Era como que alguien de la familia. Lo sacaron y lo metieron en otro cementerio. Se llevaron los restos de Prisciliano y Emiliano, el tío de mi papá y su hijo, y los enterraron juntos. Ellos se quemaron hasta cierto punto. Entonces no se sabía quién era quién. Bueno se los llevaron así revueltos; yo vi a mi papá. Y se los llevaron para Bogotá, para Medicina Legal. La exhumación fue a finales del 2009. La verdad –hay que decirlo–, por ser María Zabala hicieron una cosa rápida de identificación, porque eso normalmente se demora. En seguida, al año, en mayo 30, los entregaron. Yo leí en documentos que se iban a cumplir cinco años de Justicia y Paz, y querían hacer un video de la entrega de eso, de la ceremonia. Llegó el día el 29 de mayo. No lo voy a olvidar nunca. Nos dijeron que teníamos que llegar antes de la ceremonia porque había que cumplir con un protocolo de no sé qué. Sentía que en algún momento me iban a reventar el globo de mi fantasía, como terminó pasando. Iban llamando familia por familia, por el nombre del familiar. Ese día estaba malgeniada, la verdad. Yo veía que toda la gente salía llorando del cuartico ese. «No puede ser, ahora mi mamá se priva», pensaba. Me estaba imaginando un escenario caótico y no quería que pasara. No encontraba cómo escaparme de ahí. Yo estaba cuidando el globo de mi fantasía. Había un montón de cámaras. Estaban grabando como si fuera una película, como si hubieran montado un show. Eso me terminó de molestar. El fiscal llegó y habló todo dramático: «Familiares de Antonio Polo». Y ya, derecho para el cuartico. Y dijeron: «Aquí tenemos los resultados del informe de la muestra que tomamos de la comparación». A varios de nosotros nos habían tomado el ADN, la muestra para comparar. Escuché la voz de una mujer, una voz que se repitió por mucho tiempo después en mi cabeza: «De los análisis, se incluye que el proyectil entró por la parte...». Era muy descriptiva. Yo quería que se ahorrará eso. «En un 99,9 % se puede decir que esta persona correspondía al nombre en vida de Antonio...». Eso no puede ser, se acabó. Estamos en la realidad y hay que asumirla. Yo pensé que el golpe más duro era ese, pero no. La voz dijo después: «Y quien quiera acercarse a observar puede hacerlo». Empecé a caminar hacia atrás y tropecé con alguien que estaba ahí. Además, estaban los restos de Prisciliano. La decisión salomónica de la Fiscalía fue dejarlos juntos porque eso era un paquete. Los dejaron juntos forever. Estaban en esa caja pequeña. Mi mamá se fue para donde estaba la caja esa y alzó la tapa. Y dijo: «Lamento tener que presentarle a mi hija así a su padre». Yo, claro, tuve que ir. Miré: hubiera deseado morirme o tener un botón en algún lugar del cuerpo para que se apagara. El bulto de cosas que estaban pasando era demasiado para mí, no podía manejar esa situación. Era el fin del proceso idílico que yo había generado. Me acaban de matar al jinete y, ahora, ¿quién iba a rescatarlo?
Quietecito
Quietecito Eso fue en el 98, un 28 de abril del 98. La fecha es lo único que a uno no se le vuelve a olvidar. Nosotros no madrugábamos mucho. Cogíamos trabajo por ahí a las siete de la mañana. Ese día madrugué un poquito más. Me levanté a las cinco y media. Ya me tenía despachado la mujer y me vine pa la granadillera. Trabajé todo el día, hasta las tres de la tarde, y no me di cuenta de nada. Es que uno podando granadilla pues se entretiene. A las tres de la tarde se largó un aguacero muy duro. Mi mamá vivía al frentecito de esa finca. Me fui a escampar adonde ella. Cuando llegué, ella me dijo: «Mijo, ¿usted no ha visto nada?». «No, madre, ¿por qué?» Es que bajó un grupo muy grande, muy raro, muy armado. Lo peor del caso es que su papá se fue a ordeñar y no ha vuelto». Yo me inquieté también. Me quedé ahí como hasta las cinco de la tarde y me vine para mi casa, a ver si en la pasada encontraba a mi papá. Y cuando iba a dejar el camino rial me atajaron. Me dijeron que iba a quedar retenido por un tiempo. Les pregunté por mi papá, me dijeron: «Sí, el viejito debe estar allá arriba con otros compañeros». Me metieron por una lomita, me subieron a un filo. Desde allá se divisaba una casa en la que tenían a otros trabajadores. Me preguntaron quién era yo. «¿Usted es un guerrillero?». «No, vea, yo vivo al frentecito. Ahí tengo mi hogar. Yo soy agricultor». «Pero ¿por aquí sí se mantienen los guerrilleros?». «Sí, señor, no les voy a mentir. Por aquí mantienen mucho, pero no por eso somos de esa gente. Si quieren bien pueden revisar mi casa». Me dijeron que de todas maneras yo quedaba detenido hasta tarde. Cuando estaba oscurito, me dijeron que nos subiéramos para esa casa, que nos iban a hacer una reunión allá. Éramos como quince personas las que tenían detenidas. Estaba mi papá, un primo hermano mío, un trabajador que yo tenía en mi finquita. Todos mis amigos de infancia, que nos habíamos levantado jugando y trabajando. En esa casa también había mujeres, pero ellas estaban encerradas. Cuando anocheció nos hicieron dentrar al corredor y nos sentaron ahí quisque pa esperar otro rato. Lo único que nos preguntaron fue que quiénes eran menores de edad y que si había mayores de edad. Habían dos menores y cuatro mayores, como viejitos. A los que tenían cédula se la quitaron, pero nosotros como andábamos era pal trabajo no teníamos papeles ni nada. Nos preguntaron qué hacíamos, que si vivíamos muy lejos, y a lo último nos dijeron que no nos podíamos ir porque había mucho peligro, porque de ellos había más gente pa abajo. Teníamos que esperar a que todos subieran pa ir a la casa. Por ahí a las nueve y media subieron unos. Traían trago, destaparon una botella y nos dieron dizque de a traguito de aguardiente pal frío. El que me detuvo a mí, que era como mandoncito, como un mando medio, estuvo pendiente. Nosotros nos sentamos en el corredor y él estaba pendiente de nosotros. Era con un radio y cada ratico hablando por ese radio. Uno oía que «estamos en tal parte, estamos muy retardados, ahí vamos subiendo», que tal cosa. Por ahí a las diez de la noche escuché que preguntaron: «¿Quihúbo de los campesinos?». «Aquí están». Nosotros no presentíamos nada, no nos daba miedo, aunque sí llegamos a pensar que eran las Autodefensas. Pero nosotros creíamos que campesinos no iban a llegar a matar. De las diez en adelante comenzó a subir mucha gente. Nosotros pensamos que ya eran los últimos. Faltando un cuarto pa la medianoche, volvieron a preguntar por la radio: «¿Quihúbo de los campesinos? Ahora sí venimos arrimando». Pensé que eran los últimos, que ya nos íbamos para la casa. Pasaron cinco, diez minuticos. Llegó otra tropa. Uno de ellos sacó una linternita y nos alumbró a todos. Estaba muy oscuro. Eran las doce de la noche casi. Él dijo: «Sí, guerrilleros todos». El comandante que había dijo: «Vengan los dos menores y los cuatro más viejitos». Luego volvió por nosotros y nos dijo: «Ustedes también, que ahora sí nos vamos». Yo fui el último en salir. Salimos graneaditos, en filita. A mí sí me pareció raro que los que iban adelante se estaban sentando afuera. Alcancé a oír: «Pero siéntense un ratico que les vamos a decir unas cositas». Me volteé y vi que estaban levantando el arma. Atrasito de mí, por ahí a dos metros. Alcancé a decir: «Muchachos, nos van a matar». Comenzaron a disparar. Sonó esa ráfaga y yo lo que pensé fue en dejarme caer. Me quedé quietecito. Por no moverme, dejé la rodilla un poquito levantada y me pringaron, me hicieron una cortadita. Eso quema. Nos pasaban los rafagazos. Yo tenía una ruanita que me temblaba por los rafagazos. Estábamos todos regados en el piso. Paró la cosa. Yo ni respiraba. Únicamente escuchaba. En mi mente solo tenía un pensamiento. Hacerme el muerto y que la Virgen santísima me ayudara a escapar. Vino uno de ellos y se puso a darles con el arma a todos. Yo era el primero, pero no me dieron. Al que seguía, sentí que le dieron. Uno se quejó y ahí mismo le pegaron otro balazo. Cuando ellos dicen dizque: «Bueno, ahora sí perdámonos. Vámonos ligeritos». Se fueron yendo y yo me quedé esperando quietecito. Por ahí a los cinco minutos, me pude parar. Escuché que un compañero se quejaba, que le ayudara. Le dije: «Alejandro, ¿está muy mal?». «Ay, papá, me voy a morir primero que usted», dijo. Él tenía al papá muy enfermito, estaba pa morirse. Y como comenzó a gargoriar, me dije: «Lo mejor es irme pa la casa». Vi que otro compañero también se estaba parando. «¿Usted también quedó vivo?, ¿está herido?». «No». «Venga, vámonos juntos». Pero él sí quedó muy mal, estaba muy nervioso. No podía casi ni hablar, ni caminar. Estaba muy asustado. Yo me paré y me dijo: «No, agáchese, agáchese. Vámonos por aquí rastrilladitos». Él salió gateando como un perrito. En el puente lo ayudé a parar. Teníamos que cruzar al otro lado para llegar a mi casa. Le dije: «Venga, allá amanecemos y mañana se va». Me dijo que sí, pero él casi no era capaz de cruzar. Me dijo que nos tiráramos, más bien. «Esa gente ya se fue». «Yo de todas maneras tengo mucho miedo», me dijo. Había un rastrojito pa voltear a la casa. Nos asomamos y había una vaca. La vaca se asustó con nosotros, se tiró pal monte, hizo un estruendo. Ahí sí me dio miedo a mí, fue el único momento en que sentí miedo yendo para la casa. Mi compañero se tiró peloteando, bajó hasta la cañada. Yo me devolví, me escondí. Seguí luego con un temblor. Bajé una quebrada y ahí me esperaba el compañero. De ahí eran dos minuticos para la casa. Llegué, llamé. «No, no prendan la luz». La luz era una velita. Ahí estaba mi esposa, el hermano mío, el menor. Ellos se ajuntaron en la casa mía luego de ver que yo no llegaba y mi papá tampoco. Nosotros dizque nos acostamos. El compañero se acostó conmigo en una camita. Nos quedamos ahí calladitos, no dormimos. Lo que pasó se quedó grabado. Después de que me vine de la casa de mi mamá, me daba vueltas. Acababa y volvía a empezar, y así hasta que nos amaneció. A las cinco de la mañana el compañero me dijo: «Me voy para la casa mía, ahora sí». Ya se le había quitado un poquito el temblor. Salió y se fue. Comenzó a clarearse por ahí a las cinco y cuarto. Nosotros nos quedamos ahí conversando con mi mujer y mi hermano. Mirábamos para el camino rial. Apareció un bultico. Estaba muy oscuro y no se alcanzaba a ver bien. Me dio esa corazonada, ese sustico. «¿Quién será?, ¿será otro herido que quedó?, ¿será de esa gente?». Él estaba como pidiendo ayuda, pero no se veía nada. Nos fuimos mi hermano y mi persona hasta donde él, y no lo alzamos porque venía muy mal. Él sabía que yo vivía ahí. Era un primo. Le pegaron un tiro y le salió, lo pasó. No le cogió el corazón. Mirábamos siempre pa abajo, pal camino rial. Los paramilitares no se habían ido del todo. Unos habían quedado en la escuela, amanecido ahí. Yo dije: «Virgencita, ¿será que nos van a matar de todas maneras?». Estábamos preparados por si venían, coger pal monte. Pensé que el compañero se los había encontrado porque él vivía cerca de la escuela. Pero como estaba tan nervioso, fue más precavido. No cogió el camino rial. Cogió río abajo, se tiró por unas vegas hacia un rastrojito. No lo vieron y él no los vio a ellos. Nosotros nos escapamos cinco. Quedaron doce muertos. Mi papá se escapó también. A él le fue muy mal. Mi papá, pobrecito, amaneció en el monte. Vino a aparecer al otro día, a las nueve y media de la mañana a la casa. Pensaba que le habían matado los hijos. Él estaba enfermo de artritis, sufría mucho de la cintura. De ahí pa delante le cayó el Parkinson. Y con el tiempo se puso que ya no era capaz de andar.
La noche que nunca olvidaré
La noche que nunca olvidaré En el 2002 el Ejército metió una gran arremetida contra la Sierra Nevada de Santa Marta. A mí me hirieron, preciso, cuando estaban entrando en esa alta montaña. Qué va a dormir uno así, con esos dolores, con esas heridas. Me quedé en un lugar hasta que me dieron las fuerzas. Ahí pasé toda la noche. Al otro día me veo esa gusanera. Sentía que me picaba algo en la cabeza. Como que algo me cayó en la cabeza. Pienso que el impacto de las granadas, la onda expansiva me hizo daño. Y vomité. Me unté mi cabello. Me unté de sangre, no sé. Total que al otro día sentía una piquiña en la cabeza, y me rascaba y me salían gusanos rojitos de la sangre. Los gusanos me estaban comiendo la cabeza. Me estaban despegando las orejas; a ellos como que les encantan los cartílagos. Como una sensación entre piquiña y dolor. Una cosa así. Es increíble como se lo comen vivo a uno esos gusanos, de un momento a otro. A veces se juzga y se deshumaniza a la gente que está en la guerra. Que somos monstros. No es así. En el momento que me estaban comiendo los gusanos, me pregunté cuántos soldados o guerrilleros se habrían comido ya. Eso se me pasó por la mente. «Lo que estoy viviendo ya lo vivieron muchos y no han tenido cómo contarlo porque se los comieron vivos. No murieron por las balas, sino por los gusanos». Eso debe ser terrible, lo digo con propiedad porque lo viví. Sentí lo que es estar lleno de gusanos, que te estén comiendo a pedazos. En ese momento pensé en lo terrible que es la guerra, en cuántos habrán muerto así en las montañas. En combate, allá en selvas donde nadie los pudo auxiliar. Fueron muchos guerrilleros y soldados. Entonces al otro día me desesperé. Tenía que encontrar agua, estaba deshidratada. Perder sangre da muchísima sed, ¡muchísima! A uno lo desespera. Yo me conocía el terreno como la palma de la mano y sabía dónde había agua, pero estaba lejos y las fuerzas no me daban. Ya no daba ni siquiera para caminar en cuatro patas de lo deshidratada que estaba, ya sin fuerza. Como pude, me voltié boca arriba. Las heridas eran casi en las nalgas. Me iba arrastrando. La primera vez que intenté hacerle caí desmayada. Pero pues nosotros estábamos acostumbrados a dormir por ahí a la intemperie todo el tiempo. No, no me llegó ningún animal ni nada a pesar del olor a sangre. Al otro día me arrastré como pude. Como era un terreno faldoso, me empecé a rodar y solo me trancó un gran árbol que había. En ese momento quedé desmayada del dolor. Eran como las cuatro, como las tres. Reaccioné y vi a un campesino al lado mío. Él estaba buscando guineos. Me encontró, se me quedó mirando. Corrió a ayudarme. «¿Cómo te llamas? ¿Qué fue lo que te pasó?». Sentí miedo porque no lo conocía. Pensé en que me iba a entregar al Ejército. Que dónde había dejado mi fusil. ¿Para qué me estaba a preguntando eso? Bueno, total que dijo: «Está bien, está bien. No te voy a entregar, te voy es a ayudar. Confía en mí». Él era hasta cristiano. Lo primero que hizo cuando me vio vuelta fue orar por mí. Yo le dije: «Mira, lo único que necesito es que me lleves donde haiga agua». Yo estaba agonizando. En la noche me quedaba así como entre el dolor y el sueño. Empezaba a delirar y sentía que mis compañeros me daban agua. Yo sentía ese alivio, pero cuando reaccionaba me daba cuenta de que no había pasado eso. Como a las dos de la mañana me cayó un aguacero. Sabía la hora porque tenía un reloj de esos que cada hora pitan: ¡pi! Una hora más y, al rato, otra hora más. ¡Horrible! Eso es frío en la Sierra Nevada de Santa Marta, en la parte alta. A las dos de la mañana me cayó ese aguacero, y eso era peor. Cuando uno siente frío, las heridas duelen mucho más. Las heridas deben estar bien tapadas, con un clima calientico. Pero no. Todo ese aguacero me cayó encima. A veces sentía que mis compañeros me traían plástico, que me tapaban y me abrigaban. Total que el campesino me llevó al cañito. Así como él pudo, con unas hojitas, me dio agua. Con esa agua sentí que volví a vivir. Él me vio la cabeza, esos gusanos. El pie, obvio, se me hinchó demasiado y por el apretón de la bota me dolía mucho más. Él me rajó la bota. Tenía un machete. Sentí un descanso, un alivio. Me sentía tranquila. Luego el campesino buscó otro compañero para que me ayudara. En esos días ya había empezado esa confrontación tan tremenda y la gente se estaba yendo. Mientras nosotros estábamos por ahí, todo el mundo estaba tranquilo en las fincas trabajando. Pero cuando empezaron las remetidas del Ejército, de los de alta montaña, entonces los campesinos empezaron a desplazarse por el tema de los combates y el paramilitarismo. Había una finca cerquita. El señor dijo: «Bueno, Sofi, vamos a llevarte...». Me dijo así porque yo no le decía a nadie mi nombre propio, sino mi nombre de guerra. «Vamos a llevarte para esa casa para bañarte. Allá hay ropa, te cambiamos y eso». Total que me llevaron para allá. Estaba entre claro y oscuro. Pero antes de eso el campesino tuvo que ir a su casa por un hermano para que le ayudara. Él no podía solo. Le daba mucho miedo, además. Entonces se fue, demoró un tiempo. Resulta que este campesino me trajo comida, medicamentos para el dolor y para la infección. Yo me tomé eso y, ¡uy!, me sentí muchísimo mejor. Me llevó para esa casa. Allá empezó a bañarme, a quitarme los gusanos. Me metió en un cuartico y me colocó la ropa de esos campesinos que se habían desplazado. Habían dejado todo ahí.
Taparse los oídos
Taparse los oídos En esos tiempos uno sentía constante miedo porque había gente que salía por ahí a hacer tiros, a provocar al Ejército. Había hostigamientos desde el 92 para acá. Eran por ahí el día sábado, el domingo y a mitad de semana. Cuando el Ejército llegaba a Santa Leticia, las FARC sabían. De una vez salían por la tarde a la loma y comenzaban a retarlos a puro tiro. Las FARC se mantenían por carretera con unos cilindros, por ahí donde yo vivía. En el kilómetro 48. Con los civiles no se metían, pero sí estábamos en riesgo porque eso disparaban a la loca. La vida en el kilómetro 48 era normal, sin embargo, uno estaba pendiente o preocupado porque las FARC salían a esperar carros, a entrarlos para allá. Hacían retén ahí y decomisaban remesa. Las FARC no tenían de qué vivir, tomaban eso. Según escuchaba yo, ellos tenían que buscarse la forma de conseguir la comida. Hacían eso: plantaban los carros, recogían la remesa y la metían por allá. Llegaron persiguiendo al Ejército, reclutando muchachos. Yo vivía con la señora y con un hijo que tenemos. Mi casa quedaba a la orilla de la carretera, y eso había que meterse debajo de la cama porque era peligrosísimo. Los hostigamientos eran tenaces. Ya uno estaba preparado cuando salían ellos. Una vez comenzaban a subir por allá, uno se alistaba para meterse al baño. La mujer de una vez se metía debajo de las camas o se iba con el niño por ahí a veces. Se escondían por allá. Era tremendo. Sabíamos que podíamos salir cuando dejaban de disparar. Eso era un rato, unos diez o quince minutos que sonaba durísimo y ya después se quedaban en silencio. Sentía miedo, sentía inseguridad al saber que uno tenía la familia. Iba a trabajar pensando que de pronto hubiera un hostigamiento y no encontrara a los familiares con vida. Eso lo preocupaba a uno en todo momento. Tuve un niño que murió a causa de eso a los dieciocho años. En el 96, mi hijo ya escuchaba todo eso. Él sabía lo que era un hostigamiento. A los cuatro o cinco años comenzó a ver los enfrentamientos, a ver a los hombres armados. Lo asustaban mucho. Pensamos que por los nervios fue que le dio esa enfermedad. A él le comenzaron a dar convulsiones de los nervios. Cuando él estaba pequeñito, de cuatro años, le comenzaron las convulsiones. Él se tapaba, se asustaba, vivía muy nervioso cuando hacían esos disparos. Las convulsiones lo tiraban al suelo. Se golpeaba demasiadamente y hubo que darle droga. La droga lo acabó. Tuvo una discapacidad severa. Eso es tremendamente tenaz. Hasta ahora a uno no se le pasa el dolor de un hijo perdido. A pesar de que uno pregunta, dicen que eso no ha sido consecuencia de la guerra, que ha sido una enfermedad normal, pero uno sí mira que los nervios... A él le dieron unas convulsiones, le dio como epilepsia. Comenzaba a taparse los oídos para no escuchar. De eso le dependía la enfermedad. Lo llevamos al médico y le dieron droga. Eso nos afectó tremendamente. La señora sufrió todos los años con él. Él se hacía todo en la ropa: se orinaba, tocaba darle de comer. Destilaba baba a causa de la droga que se le suministraba. Uno piensa que es un trauma que le dio. Cada vez que uno lo recuerda, piensa: «Ya estuviera haciendo no sé qué cosa». Hay veces que a uno le da insomnio, que no puede dormir tranquilo por recordarlo. El único hermanito que tenía quedó solito. En la familia lo recordamos cada año. Uno no entiende por qué vino la guerra, por qué se hizo la guerra, por qué vinieron a matar gente, a matar soldados. Uno no entiende. Fui una vez para Coconuco a preguntarle a un abogado de la Alcaldía sobre mi hijo y dijo que no, que su enfermedad no tenía nada que ver con la guerra. Que si nos hubieran matado o nos hubieran herido, ahí sí.
Me dejaron botado
Me dejaron botado La primera unidad que me tocó fue el Batallón Magdalena, en Pitalito, Huila. Ahí me tenía que presentar para ejercer el cargo como comandante de escuadra, a la compañía de instrucción. Es algo bonito, algo que lo llena a uno. Usted ya es prácticamente un profesional. Por eso llego muy enérgico a Pitalito. Uno sale de esa escuela y no ve la hora de que le entreguen sus soldados. Estuve cuatro meses en el Batallón y de ahí salí a cuidar el acueducto y puentes en Pitalito. Me tocaba el casco urbano, lo que era el acueducto. A los tres meses me pasaron a un grupo especial y nos tocó salir pa lo que está hecho uno, a darse bala en cualquier momento. A mí me emocionaba tanto eso, la vida militar, porque tenía algo en el corazón que no me lo van a sacar hasta el día que me muera. Cuando era niño, me tocaba andar descalzo en la calle. Vino un primo, se llamaba Martín, del Cauca. Era un tipo muy trabajador. Entonces él vino, nos miró en ese estado. Me compró zapatos, me llevaba a estudiar. Trabajaba en la Bocana y por allá la guerrilla lo mató, le pegó un tiro de gracia. Nos tocó recogerle los sesos. Yo cargaba con esa venganza. Cuando a mí me decían «cabo Martínez, hay que alistarse que vamos a salir pa X, Y parte», yo pensaba «me llegó el día, me llegó la hora». Si se tenía información precisa, uno iba a lo que iba. Tocaba golpiar y salir. En ese tiempo era duro, tocaba casi todo por tierra. En carro hasta cierto punto y de ahí a pie, a golpiar. Si usted se pasaba de aquí pa allá, sabía que iba a darse plomo. Pa nadie es un secreto que en una misma calle podían haber dos grupos. El Ejército aquí, y a un kilómetro la guerrilla. Eso era así. Y uno no podía soltar los campamentos porque venían y se lo minaban. Uno siempre iba en desventaja, el enemigo se conoce más la zona. Nosotros siempre entrábamos uno, dos meses. En cambio, el enemigo conocía la zona porque era dueño de esa zona. Al Batallón Magdalena le tocaba entrar de a pasos: entrábamos, salíamos; entrábamos, salíamos. Se relevaba un pelotón y subía otro, y así sucesivamente, en escalas. Así fue en El Mármol y en la zona de los límites con el Caquetá. Hubo personas heridas más que todo por enfrentamientos, impactadas por proyectil de fusil y de ametralladora. O por minas. Un cabo se estalló porque, como le digo, un día dejamos el campamento solo y nos lo minaron. Él estalló cuando se fue a armar la hamaca. Uno lo que hace siempre, la verdad, es buscar su protección individual. Yo siempre iba de a dos o tres porque el reglamento lo dice. El puntero, hay un soldado que es puntero. Uno siempre lo escoge. El más avispado, es criterio de uno. Hay que tener reacción. Uno enfrenta al enemigo en la posición que le toca. Ahí ya el comandante se devuelve y mira qué ha pasado con sus hombres. Si hay algún herido, inmediatamente le presta primeros auxilios y hace la seguridad del resto. Si hay que pedir apoyo, si hay que pedir cualquier cosa, eso es a criterio del comandante. Pues lo reglamentario son 36, lo que es un pelotón, pero uno siempre sacaba un recon, que eran ocho, nueve, la escuadra. Había fusiles los que fueran: 200, 300. Por eso no había problema, pero igual lo mandaban a uno de soldado profesional para que administrara. Si el comandante era una persona mediocre, que no valoraba al soldado, pues mandaba un pelotón de campesinos, un pelotón de soldados regulares que al escuchar uno, dos tiros, descargaban todos los proveedores y se quedaban sin munición. Por eso son los fracasos. En las filas del Ejército hay de toda clase de infiltrados, desde el soldado regular hasta oficiales y suboficiales. Nosotros, en Pitalito, ya estábamos listos como pa traslado y nos infiltraron seis guerrilleros en la fila de un pelotón. Y ellos llevaban misiones, ¿qué eran misiones? Iban por nosotros, sí. Porque vuelvo y le digo, nosotros éramos reconocidísimos. Cuando ya nos dimos cuenta de todo, cercamos el Batallón Magdalena y fuimos llamando hasta que cogimos a todos. Uno salió corriendo para que lo pelaran y tocó pegarle un tiro en una pata. Uno siempre coge al soldado más gamín, al más desechable. Uno, pa cambiarle la mentalidad, y dos, pa que me sirva de apoyo. Esos son los soldados más leales que hay en la vida. El vicioso, el que no tiene nada. Es solo decirle «súbase a la moto, súbase al carro, límpieme esa bicicleta». El soldado se cree importante. En la familia, en el hogar, no le dan cariño, no le dan un abrazo. Usted le dice a un pelotón: «Tengo ese carro, me le suena tal cosa». Ahí salen mecánicos, sale todo, aunque no sepan nada. Ellos son los más leales y los más informantes. El soldado vicioso es muy leal. Bueno, fue en una operación. Todo el mundo nos decía que íbamos detrás del Negro. Todos los días eran combates, todos los días eran muertos, todos los días eran heridos, todos los días eran helicópteros. No me acuerdo cómo se llamaba esa zona, ahí sí se me fue la paloma. Todos los santos días a usted le tocaba pelear de nueve a doce. Entramos a relevar un batallón, el 19; nosotros éramos el 22. Los soldados de ese batallón nos dijeron que no lleváramos ollas ni cucharas, nada que sonara porque ahí le caía el mortero. A mí no me daba miedo eso. Nosotros éramos 136 unidades, cuatro pelotones. Entrábamos en combate todos los días. Nos movíamos contra los anillos de seguridad de los guerrilleros. Y de ahí nos fuimos infiltrando, metiéndonos hasta que se le dio de baja. Esa operación duró harto, como ocho meses. En esa unidad todos los días era candela, plomo. Que tal pelotón se está dando plomo, que un helicóptero para sacar tantos heridos, que una mina acá, que un mortero acá. Todos los días era eso, usted allá no tenía un momentico de paz. Sentí que tenía los testículos sancochados. «Eso es sudor», pensé, pero un soldado me dijo: «¡Mi cabo, le están dando! ¡Mi cabo, le están dando!». «¿Cómo hijueputas, si no siento nada?». Cogí la M-60 y rácata. Entonces el soldado me cogió y me tiró hacia un lado. Me voltió y ya miré sangre. Me devolví y saqué el fusil. Quería ver la vieja que me estaba dando. Cuando pin, la vieja me pegó el tiro en una oreja y como tres en la cabeza. «No, aquí ya no puedo hacer nada. Dele la vuelta usted», le dije al soldado. «Mi cabo, no se mueva». «¿Cómo que no me mueva, soldado marica, si me va a matar? Que mate esta hijueputa». Di la vuelta con la pistola así, se la tendí así, y le pegué los tiros aquí. El soldado la remató. De chimba fue que yo estaba bien. Me quedaron los tiros y las esquirlas en la espalda. Ahí fue donde me hirieron, me pegaron dieciséis tiros. Toda la parte de espalda, lo que es la oreja, glúteos, las piernas. Pero todo fue así de refilón. Yo estaba bien protegido sobre el palo. La vieja nunca me pudo clavar uno donde era, y el casco me salvó a vida, al casco sí le daban. Ahí empiezan las desgracias para un suboficial. Después de que usted queda herido, se vuelve una carga, un desecho pa los comandantes. A mí ya me daban por muerto. Me salvó el soldado que me pidió el helicóptero. El helicóptero llegó, sino que pues la guerrilla estaba alborotada. Al apuntador le pegaron un tiro en la cara y al helicóptero le tocó alzar vuelo para salvar al otro. Vino otro helicóptero. Ellos querían, el capitán o alguien, que alguien de mi familia autorizara sacarme en soga. Nadie de mi familia contestaba. Yo no podía disparar. El enfermero iba blindado, estaba prestándome los primeros auxilios y recibiendo plomo. Entonces Cristian, mi hermano, contestó y ordenó que me sacaran en soga. A mi hermano le dijeron que yo estaba muerto. Llegué al hospital de Bogotá y ahí me dejaron botado. No había nadie de mi familia, ningún enlace. Me arreglaron la oreja y me dejaron botado como a un perro. Hasta el otro día llegó la familia. Estuve casi un año en recuperación. Pero eso sí, en el Ejército no me dieron ni siquiera unas muletas, nada. Pues los exámenes en el Hospital Militar sí, pa qué. Lo que es la atención médica sí, pero me refiero a la unidad, a los comandantes de batallón, a los enlaces que supuestamente son los encargados del suboficial, del oficial o del soldado que está herido, ¡esos manes no sirven pa nada! Mejor dicho, a mí me llegó la vida militar hasta que me hirieron, de ahí para adelante fue un desastre. Me gastaba la plata en la recuperación. Sacaba 100.000 pesos pa pagar un carro que me llevara al hospital a que me miraran estos huecos nomás. No hacía nada más. Los médicos me dijeron que el pie no me servía, que tenía que comprarme zapatos ortopédicos. Me fui pa Medellín donde un médico que me dijeron, que me cobraba diez millones de pesos por asentarme el pie. Me mandaron a la PM y ahí tuve problemas con todo mundo. Peliaba, me había vuelto... Mejor dicho, era un sindicalista ni el verraco, pero por la verdad. Yo pasaba la baja y no me la daban, me la rechazaban. Completé trece años en el Ejército. Entonces me dijeron que me iban a mandar pa Bogotá, a la PM15. El sueldo me lo quitan todo. Me dejaron el sueldo peladito, peladito, solamente con lo de ley. Nada de primas, nada de nada. Eso es decisión de comandantes. Vuelvo y te digo, eso es de comandantes, del criterio del comandante. Uno no sirve. No pueden hacer lo que se les dé la gana con uno. Ya no puedes tocar armamento, ya no puedes trasnochar. Uno es una carga. Llegó la baja y me vine. Monté una veterinaria, pues lo mío. Cuando un día aquí, en Puerto, me paró la Policía y me metió antecedentes. Tenía orden de captura por abandono de servicio. Me tuvieron seis meses en un calabozo, en Villagarzón. Me tocó que conseguir abogada para saber qué era lo que pasaba. Mostrar mi documentación. Yo tenía todo en regla, fue negligencia. El mayor llamó al coronel de Villagarzón y me mandó a decir que quitara la demanda, que él me pagaba. Lo demandé porque tengo mi documentación en regla. Lo demandé por daños y perjuicios. Estuve seis meses ahí, eso es duro. Está en proceso. El reintegro a la vida civil fue pues normal. Hubiera sido duro si me hubiera tocado salir alentado, antes de que me hirieran. Antes yo tenía permiso de salir y prefería quedarme dos, tres días mirando mi armamento. Yo era muy entregado a eso. Pero después de ver la calidad de seres humanos que lideran el Ejército, o sea, de ver los comandantes con esos pensamientos tan mediocres, ya a uno se le quita la emoción, las ganas de ser parte de esa institución. Recibí una patada, seis meses de cárcel; de resto, nada. Por eso te digo, no queda nada. Yo ni siquiera he ido por lo mío. Me da rabia subir por eso, por allá. ¿Qué me van a dar por trece años? ¿Cinco millones de pesos? Que venga mañana, que venga dentro de un mes. Nada, me da es pesar ir por allá. Vuelvo y le digo, considero que los trece años de mi vida en servicio fueron perdidos. Fueron perdidos, perdidos. Yo hoy en día le agacho la cabeza a mi hijo el mayor, porque con él no he compartido. En cambio, con el Emmanuel sí. Esos güevones son mi vida. Yo me rebusco lo que haya. Compro ganado, busco la forma de vida en lo legal, en lo bueno. La recomendación más grande es que miren más opciones de vida, porque la del Ejército es una institución de hombres, de personas que de verdad no miran un futuro más grande. El soldado, el oficial y el suboficial es como si fueran un obrero de jornal. Los únicos que se llevan la plata son los oficiales que llevan harto rato. El día que lo hieran, hasta ahí fue, se le acaba la vida al soldado, al oficial o al suboficial. ¿Cuánto se gana un soldado de pensión? ¿300.000, 400.000 pesos? ¿Quién vive con eso? Para un coronel no hay ley, pa un general no hay una ley. La ley es pa los subalternos.
Lo que no se cuenta
Lo que no se cuenta ¿Cuándo viene mi papá? Me dedico a oficios varios. Me buscan pa hacer aseo o planchar. No puedo tener un trabajo fijo por el niño, aunque en este momento pertenezco a una organización de víctimas. Llegué a ella por medio de una amiga que asistía a reuniones. Desde que ella conoció mi caso, ha sido como una madre para mí. Lo que me sucedió se puede decir que me pasó a los quince años. Yo vivía con mi mamá y con mi papá en una finca que mi papá cuidaba. Yo tenía que ir a pie al colegio, que era retiradito de la finca: quedaba a una hora de donde nosotros vivíamos. La gente esa se metía a veces y ocupaban los lugares. Los dueños tenían que matarles chivos, la mejor gallina. Ellos se llevaban cosas pa su casa. También había lugares donde ellos hacían fiestas, llevaban mujeres y así. Cuando yo me iba pal colegio, muchas veces se me atravesaban por el camino. Íbamos varias compañeras y nos preguntaban pa dónde íbamos y nos comenzaban a molestar. A algunas las piropeaban, les decían que si querían que las acompañaran. Cuando yo llegaba a donde mi papá, le comentaba lo que había pasado. Él se asustaba y decía «no les preste atención, mija. Cuando esa gente le hable, usted quédese calladita». A veces mi papá nos acompañaba hasta el colegio o iba mi mamá, pero como tenían que estar pendientes de la finca, entonces nos íbamos con los compañeros. Ya habían sucedido varios casos que, por ejemplo, llegaban a la finca de noche y dejaban a la gente ahorcada, picoteada, cortada, solo porque no les querían preparar lo que ellos decían. Hoy en día, casi a mis 32 años, sé que el grupo que estaba por ahí era la guerrilla. Mi mamá, a pesar de que estaba en la finca, vendía minutos, y esa gente llegaba a poner, supongamos, 10.000 de recarga y no le pagaban. Tú sabes que uno como pobre se rebuscaba y, ajá, los 10.000 pesos que ella perdía le daban rabia. Ponía cara de enojada y le decían que si quería perder eso o más. Ella tenía que hacer lo que ellos dijeran porque no quería que a ninguno de nosotros le pasara nada. Un día les dejaron una carta a los dueños de la finca, como un aviso. Decía que por los dueños y cuidanderos que no se fueran, pues ellos no respondían. Mi papá no quería, pues con mi mamá cuidaban esa finca. Él también tenía sus buenos animales. Mi papá dijo: «¿Quién dijo que esa gente nos va a hacer algo? Esa es pura amenaza falsa». Fue rebelde, no comía de eso. La amenaza siguió. Una vez llegaron a la finca como las seis de la tarde y le dijeron a mi papá que me cuidara mucho porque ellos no respondían. Ellos sabían a qué hora salía yo pal colegio y a qué horas regresaba. También les dejaron una carta a los patrones, pero nunca supe qué fue. Una mañanita mi papá dijo «voy a tener que llevar a mi hija al colegio y traerla, a ella no le va a pasar nada». Así fue. Mi papá duró una semana que me llevaba y me traía, pero luego dijo «eso ya se les olvidó». Pasó como un mes. Cuando una mañanita yo iba pal colegio con unas compañeras y compañeros. Éramos como siete u ocho. Ningún adulto, puros jóvenes. Escuchamos unos caballos. Llegaron y preguntaron: «¿Quién es la hija de José?». Yo me quedé callada porque mis papás me dijeron que cuando ellos hablaran, me quedara callada. Y las compañeras: «Es la que ve aquí». Me dijeron: «Vamos, que te vamos a llevar a donde tu papá, que mandó a buscarte», y me llevaron para una finca. Había dos caballos, cuatro hombres. Mis compañeros se regresaron asustados a avisarle a mi papá a ver si era verdad. Cuando me llevaron, pensé que me iban a llevar a donde mi papá, pero me llevaron fue a una finca. Más o menos caminé como media hora. Me decían que no me iba a pasar nada, que no me asustara. Aunque se burlaban, algunos decían: «¡Cuidado le vas a hacer algo!». Otro decía: «No, no le va a pasar nada que no quiera». Yo me quedaba viendo y me ponía a llorar. Lloraba por todo el camino. Me decían «¿por qué vas a llorar si todavía no te he hecho nada?». Se me salían las lágrimas. Asustada, pensaba: «¡Dios mío! ¿Cuándo viene mi papá?». En la finca esa que estaba como abandonada, me amarraron las dos manos en una silla y me taparon la boca con un trapo negro y me golpearon toda. Había otros tipos ahí armados también, pero el lugar estaba vacío. Solamente había una hamaca. Mi papá no apareció. No me dieron comida, sino agua, y se reían de mí. Me quitaron el uniforme, lo rompieron todito y me pusieron un suéter verde. Como a las seis, en la nochecita, me iban a dar comida y yo no quería. Les aventé el plato y decía que no quería; quería a mi papá y me dijeron que lo habían matado. «¿Y mi mamá?». Que también la habían matado. Habían matado a toditos y como yo no me dejaba amarrar, me golpearon todita. Se reían de mí, que si yo no obedecía me iban a matar también porque ellos se lo advirtieron a mi papá. Y, bueno, esa noche me abusaron. Me partieron la boca. Yo era una niña y no fue una sola persona, sino varios hombres, como dos o tres. Y duré un mes ahí secuestrada, en el mismo cuarto. Me llevaban la comida, agua. Yo no quería comer. Duré varios días que no comía y amarrada. No me dejaban salir ni nada porque pensaban que me iba a escapar. A veces tomaban. Y, bueno, yo digo que fue un mes, pero pa mí fue como un año. Cuando papá me salió a buscar, no me encontraba por ninguna parte. Las compañeras le dijeron cómo habían pasado las cosas. Después ellos fueron a buscarlo y le dijeron: «¿Quiere saber dónde está su hija?». Cuando mi papá llegó, lo amarraron. Escuché cuando preguntaba «¿¡dónde está mi hija!?, ¿¡qué me le hicieron!? Dios quiera que no me le hayan hecho algo porque soy capaz de matar y que me maten a mí también». Yo intentaba gritar, y no podía. Entonces lo llevaron a donde yo estaba. Yo lloraba con toda fuerza porque pensaba que lo habían matado. Intentaba hablar y no podía. Después me quitaron el trapo, y yo: «Papá, ¿cómo está mi mamá?». «¿Qué te han hecho?». Yo los miraba a ellos y a él, pero no me atrevía a decirle nada. «Mija, te pasó algo, ¿cierto?». Mi papá solo les dijo que, si me habían hecho algo, no respondía. «Ah, ¿sí?, ¿mucho valor?», le dijeron. «Ahora verás lo qué te va a pasar». Lo amarraron, le dieron una golpiza delante de mí y al día siguiente lo mataron. Mi papá se puso de guapo. Yo daba gritos, decía que por qué lo habían matado delante de mí, que por qué eran así, tan malos. Lo abracé, le decía «papito, no te me mueras, resiste». Se echaban a reír. Me llevaron pa otra finca cerca, a pie. El cuerpo de mi papá se lo llevaron a mi mamá. Y mi mamá cogió a mis hermanitos, que estaban pequeños, les empacó la ropa y los mandó pa otro lugar hasta que yo apareciera. Se quedó ahí sola. Le pidieron una plata pa poder soltarme. Mi mamá, asustada, tuvo que vender un poco de animales. Me intenté escapar, me subí a un caballo. Ellos se dieron de cuenta y me tumbaron. Me dio un calambre y me golpearon duramente. Ahí fue cuando me dieron duro en la cara, me privaron. Me desarmaron toda la boca. Reaccioné y vi que me estaba curando una muchacha. Me mandaron a caballo pa donde mi mamá. Ella me tuvo que mandar a operar enseguida porque yo estaba mal. A mi mamá le dijeron que si había conseguido la plata y dijo que no. Le dijeron «te damos unos días pa que la consigas». Ella tuvo que llevarme esa misma tarde a que me operaran. Ellos me entregaron porque estaban asustados. Le dijeron que yo me había caído del caballo. Y mi mamá tuvo que conseguir la plata pa poder pagar el secuestro mío. Cuando pagó, habló con los patrones y les dijo que ya habían matado a mi papá, pero ella y los hijos no iban a morir por estar cuidando la finca. Nos fuimos pa donde una tía. Me escondió ahí. Afortunadamente los patrones cubrieron lo que a mí me pasó. A mi mamá le dieron una platica pa que nos fuéramos un tiempo pa otro municipio. Lo que pasó luego fue que no me venía el periodo y mi mamá me dijo: «¿Por qué no te ha venido el periodo? Tú no estás comiendo nada, te veo pálida, diferente». Me llevó el médico y me hicieron una prueba. Me dijeron que estaba embarazada. Yo me quería morir, no quería tener ese peladito. Matarlo no podía, porque era pecado y mi mamá era cristiana. No me podía deshacer de esa criaturita. El bebé no tenía la culpa. Mi mamá tuvo que ir a hablar con un psicólogo porque con todo lo que me había pasado, yo lloraba y no quería comer. Quería que mi papá estuviera vivo. Pasaba todo el día llamando a mi papá, echándome la culpa. Siempre he pensado eso. Para mí fue feo. No quise meterme a control, decía que era muy niña pa tener hijos e intenté matarme varias veces. Me sentía culpable de lo de mi papá, luego el embarazo. Todo era muy difícil para mí. Mi niño nació con problemitas. Nació bien de peso, pero como yo no le quería dar seno, mi mamá tenía que darle puro pote. Yo no lo quería cargar. Decía que eso no era nada mío. Y como a los tres meses, el niño fue cambiando. Mi mamá lo llevó al médico porque decía que no era como normal. Se le apretaron las manitos, la cabecita no se le sostenía. Le mandaron un tratamiento muy costoso. Le preguntaron a mi mamá qué problema tenía yo y mi mamá dijo «lo que pasa es que la niña no se metió a control y no se alimentaba bien, seguro por eso el niño nació sin líquido cefalorraquídeo». Le faltó oxígeno. Aunque gracias a mi Dios, él tiene la cabecita normal. Físicamente se ve normal. Ya cuando el niño tuvo su problemita, mi mamá me obligaba a que me acercara. De pronto necesitaba de mí. Yo lo fui cogiendo poco a poco. Al niño lo quiero, porque, ajá, es lindo, pero a veces lo veo y me acuerdo de lo que me hicieron. Es difícil. No tiene la culpa de lo que me pasó. Cuando me ve, él se echa a reír. A veces salgo pa la tienda y le digo «espérame aquí que voy pa la tienda». Cuando llego le digo «buenas, ¿cómo estás?, ¿está fulanito?». Él me busca y se echa a reír conmigo.
Bandera de guerra
Bandera de guerra Después de los hijos, el esposo y el conflicto, me olvidé de la comunidad Rrom. Me desintegré. Para la comunidad Rrom es primordial el matrimonio, que uno esté en la casa sumiso. No salir, no hacer nada. El hombre es el que manda en la casa. Yo no podía con eso. Después de conocer todos esos derechos que tenemos, yo dije «ni más». Yo los visito, claro. Soy muy amiga de ellos, pero más nada. Me adapté a las costumbres de acá. Los gitanos no son peliones, son muy unidos, y aquí la gente es como pelionera y yo ya me siento pelionera. No por mí, sino por defender los derechos que uno tiene. Desde muy pequeña me crie al pie de los ríos, cazando oro. Mi abuela, nuestra matrona gitana de ojos azules –muy linda, muy regañona y autoritaria–, nos enseñó costumbres muy bonitas: leer la mente, leer manos, leer ojos, el espíritu. No me gustaba ni el tabaco, ni el cigarrillo, pero me encantaba verlas. Tampoco hice práctica de eso porque veía que eso no era lo mío. Pero sí me inclinaba mucho por los ojos. Yo conozco mucho a la persona en los ojos y en la forma en que habla. Así sea por teléfono sé cuándo está mal y cuándo está bien. Eso era como un don de nosotros que nos dieron. A los doce años nos trajeron a Cúcuta. Llegamos a un pueblito que se llama Atalaya. Cuando eso, era un barrio con unas costumbres muy raras, pero nos teníamos que adecuar. Nosotros comemos diferente; por ejemplo, las frutas y las verduras son una especialidad nuestra. Para nosotros esas carnes y pollos como que casi no, pero aquí toca acostumbrarse a comerlas porque te mueres de hambre. Cuando era pequeña vivíamos como gitanos. Habíamos como unas doce o quince personas en una sola casa. Pura familia. Nos tocaba dormir en el piso y no nos daba miedo porque los gitanos de por sí dormimos donde nos coja la noche. La más vieja de mis tres hermanos soy yo, que tengo 50 y parezco una niña porque soy la más divertida, la más coqueta, la más extrovertida, la que no les para muchas bolas a la vida ni a las tristezas. A la edad de los quince años gané un reinado en el colegio. No me las creía. O sea, en mi infancia siempre me inclinaba por la belleza. A los trece años quise ser modelo. Fui modelo siendo gitana. Me metí a una academia, desfilé vestidos de novia. Mi madre me decía «eso no te vas a casar porque ya te pusiste un vestido de novia». Dicho y hecho, no me casé. Pero me encantaba ser modelo. Modelaba el cabello. Lo tenía muy largo y amarillo. Ahorita lo tengo amarillo, pero con canas. A los dieciséis años conocí a un hombre, que fue la perdición de mi vida. Taba estudiando y de tonta salí embarazada a los dieciséis años. A los diecisiete años me fui a vivir con él. Me volé de la casa pal sur de Bolívar dejando a mis padres solos. Yo no cocinaba, no pelaba papa, plátano, yuca. No hacía nada porque era la niña bonita de la casa. Estudiaba y dormía nomás. Este señor me llevó a una finca con mentiras. Póngale cuidado que para poder bajar a esa casa yo me sostenía de las matas de coca. Iba con el cuerpo enrojecido, los ojos hinchados, con ganas de vomitar. Me dio fiebre, de todo. Yo no conocía esa mata y me picó, me dio alergia. Duré tres días en esa finca. Les tocó sacarmen casi muerta a un hospital. Decidí que eso no era lo mío, pero ya tenía la maleta. Hágale, mamita, porque qué más... Vuelvo a la finca de él, a la que le decían «01». Era la primera finca que estaba cerca del río. Allá había plátano, yuca, ñame, una cosa así toda rara. Pescao, porque eso era lo que tragaba allá. Después, él decidió que yo era muy delicada. Me pagó una pieza. Entonces yo vivía allá encerrada, llorando todos los días por mi mamá y mi papá, pero pensaba en la barriga. No iba a llegar preñada a la casa. Ya cuando fui a tener mi bebé, busqué a mi mamá, a mi familia y tuve el niño en Cúcuta. A los tres meses el viejo ese me llevó otra vez pa allá, pa la finca a cocinar pa obreros. Se acabó el reinado. Cocinaba con leña, no era capaz de partir una yuca, pero ellos me las partían y yo las pelaba. ¡Era terrible! Me hice cortadas, quemonazos. Se me acabó el pelo, las uñas... se me acabó todo. Me volví una dura en la mafia porque allá eran solo cultivos de coca, marihuana. Fue en el 90, 91. Ya en 1993 me gustaba esa vida, el campo. Era la que mandaba, la capataz. Había más de 30 personas trabajando y era una finca muy grande. El señor se compró otra finca y lo pasábamos dando la vuelta. Cada tres meses se raspaba. Entoes un mes aquí, otro mes aquí. Volvíamos y tocaba fumigar, desyerbar, cocinar. Me volví una campesina dura. Compramos otras dos fincas para solo cultivo. Se llamaban: 03, 02 y 05, y la última que compramos era la 04, que era donde estaba la casa de ganado. Compramos ganado, casa, carro, todo. Ya no éramos esos pobres que habían llegado de la nada. Teníamos mando en el pueblo. No mando de poder, sino económico. Al empezar había la Mano Negra. Decían que eso eran unas personas muy bravas. Yo no sabía qué era. En mi inocencia o en mi ignorancia, pensé que era una mano toda negra. Un día cualquiera apareció una persona muerta. Después de eso llegaron los elenos, se convivía con ellos. Tenían el poder prácticamente. En el 94, 95, quedé embarazada del otro niño. Ya no me tocaba fregarme tanto porque tenía dos empleadas y la niñera. Iba era a mandar y a prestar atención de la droga porque no me interesaba más nada: la droga y la plata. Empezamos a ver plata, inversión. Nos posesionamos de la región. Le comprábamos al vecino. Empezábamos a mandar para afuera: Bogotá, Medellín, Cúcuta, Bucaramanga, Santa Marta, pero pues poquita, por ahí de a 30, 20 kilos. En ese tiempo eso era lo más que se podía sacar. Eso había plata hasta pa darle al perro, lástima uno no tener la cabeza bien puesta. Después del 98 empezó a llegar gente rara. No eran del pueblo, eran con otro dialecto: costeños, venecos, guajiros, boyacos, santandereanos, cucuteños. Uno conoce de la gente el dialecto. Iban por más cargamento. Ya no eran 30, sino 80, 50, 100. Hasta llegaron a sacar 300 kilos mensuales. Más de uno decía «va a llegar un grupo que se llama los paracos». Pero nadie sabía quiénes eran los paracos. Era otro grupo igual a la guerrilla. Ya estaban con nosotros y no sabíamos. El padre de mis hijos –tan bruto pa hablar, tenía la jeta suelta– dijo que cuando llegaran los paracos le iba a celebrar una fiesta al primer obrero que le matara uno. Bruto y rolo tenía que ser. No piensan para hablar, y resulta y pasa que entre los mismos obreros había paracos ya. El padre de mis hijos pues empezó a abrirse del parche mío porque le daba miedo estar ahí. La amenaza era contra él. Él es mayor casi diez años. Era un viejo. Empezó a pagar escondederos y me tocaba a mí frentear las cosas sola. Después de ser una niña que no conocía nada de la vida, me volví una contrabandista. Me acuerdo que me decían la «Reina del Sur». Yo no la veía, pero en ese tiempo se oía esa novela. Me decían así porque manejaba una camioneta, me ponía sombreros y botas. Troneaba con las guerrillas y me les enfrentaba a los paracos, a la Policía, al Ejército. Pasando droga me le volaba al uno, le compraba al otro. Hasta a la misma Policía. La Policía quitaba droga y me la vendía a mí. Me volví una dura en la mafia, pero lo que no sabía era que todo ese coraje que yo tenía se iba a convertir en tristezas. En el 2002, en una ida para la finca había un retén de palos. «Esto es guerrilla», pensé. Cuando hablé con un comandante, le dije: «¿Qué es lo que necesitan de mí?, ¿me van a matar?». Me dijeron: «Tranquila, patrona, vamos a llevarla arriba para leerle la Biblia». Yo pensé que me iban a poner a leer una biblia.
Me llevaron a Los Robles, Santa Isabel, ¡lejos! Y al otro día, al primero que vi fue a un obrero
Me llevaron a Los Robles, Santa Isabel, ¡lejos! Y al otro día, al primero que vi fue a un obrero que yo tenía. Dije «ahora sí me mataron» porque este tipo sabía todos los movimientos míos. Casi me muero cuando lo vi. Me decía «tranquila patrona». Yo le decía «¿usted es el que me va a matar?». «No, tranquila, usted conmigo fue la mejor patrona». Esa fue mi salvación. El papá de mis hijos lo quería. Él lo llamó y nunca apareció. El papá de mis hijos hacía unas cosas raras en Bucaramanga que yo desconocía. Estaba con los paramilitares. El Paisa, ese trabajador, me cantó todito: «Él tiene mujeres, tiene esto, hace esto». Yo inocente como una tonta. Y el Paisa, que era el comandante, lo llamó y le dijo: «Mire, usted se tiene que presentar aquí». Eso discutieron, pelearon. No se mataron por teléfono porque no podían, pero se dijeron hasta el mal del que se iban a morir. El papá de mis hijos llega y le dice: «Con ella pueden hacer lo que se les dé la gana». Pasaron tres días y yo allá. Cuatro, cinco y nada. Un día cualquiera llegó el Paisa y dijo que me iba a liberar. «La voy a liberar, pero primero tengo que hacer algo con usted». Yo pensaba que me iba a poner una cuota. No. Ese día fue cuando abusó de mí ¿Qué más podía hacer? Menos mal que con el tercer niño fui operada y si no... ¡Quién sabe cuántos hijos hubiese parido yo por allá! Ya ni me dolía, ya estaba resignada porque sabía que me iban a matar. ¡Que me violen y hagan lo que les dé la perra gana! Mi familia sabía que me tenía la guerrilla, pero no en qué condiciones estaba. Sabían que me había secuestrado, pero más nada. Tampoco han sabido qué fue lo que me pasó. Me han preguntado y nunca he dicho nada. Aunque mis hijos sí sospechan, pero yo me les pongo caridura porque son tres varones y no sé cómo lo vayan a tomar. ¿Para qué dañarles el corazón con una venganza? Prefiero seguir callando. Solamente mi tía sabe y creo que me voy a la tumba con ese secreto. El Paisa me puso condiciones y tenía que asistir cuando él me llamaba. Me hizo venir a Bucaramanga a comprar ropa. Yo nunca había comprado tantas medias, ni interiores, baterías de celular, mercado, medicamentos, jeringas. Me gasté casi como ocho millones de pesos en eso. Me hicieron comprar de todo, pero yo con tal de estar al lado de mis hijos dije: «Háganme lo que se les dé la perra gana ya». Ya qué me importaba. Y cada vez que a él se le daba la gana de tener sexo conmigo, me mandaba a buscar. Calladita la boca y váyase, mamita. Lo cogió como una costumbre. Resulta y pasa que los paracos sabían de esas idas que yo hacía pa la guerrilla. Pensaban que yo estaba llevando información de ellos. Ya estaba el comandante Gustavo, que era un guajiro, y un día cualquiera me mandaron a buscar en una Prado. «El patrón la necesita». Yo asustada, pensaba: «este hijueputa quién sabe qué me irá a hacer. Si no me mataron arriba, me van a matar aquí abajo». He sabido llegar allá y no había sino hombres. Al comandante le dije «aquí estoy, dígame pa qué me necesita». Dijo «lo más de fácil». Se sentó en una silla, puso el arma hacia un lado y se quitó la ropa. Lo miraba apenas, decía que hiciera lo que quisiera con él. Él ya sabía todo lo que me habían hecho arriba. Eso allá entre ellos mismos saben todo. Abusó de mí. Me decía que yo ya estaba acostumbrada a eso, que arriba me hacían lo mismo. Me cansé de esa vida: el pueblo me tenía miedo. Ya no me miraban como la patrona, sino como una mandona. Ni se me acercaban. Donde yo estaba, abrían peluca. Les daba miedo porque yo era la mujer del comandante de la guerrilla y la mujer del comandante de los paracos. Fui la oveja negra del pueblo. Después de que me respetaban, todo el mundo me tenía miedo. «¡Ay, no, que su mamá es paraca!», «¡Ay, su mamá la pasa con la guerrilla!». Empezaron a hacerles el feo a los niños en el colegio, y yo desesperada porque a veces estaba con el comandante de los paracos y por ahí a los dos días me llamaba la guerrilla. Como estaba sola, me decían que la mitad del cuerpo mío era guerrilla y la otra paraca. No tenía vida ni paz. Corra pa rriba y corra pa bajo. Parecía una bandera de guerra. Me volví su carnada. Cuando querían sexo me llamaban. La amenaza era contra mis hijos. Los paramilitares me dijeron que el niño grande ya hervía bueno en un sancocho. Decían dizque «¡ay, mire los paraquitos chiquitos!». Eso fue una vida terrible. Así como yo había muchas más mujeres pasando por lo mismo. Ya no había ganancias de lo que yo hacía. ¿La guerrilla quería ganado? Vaya y saque. ¿Los paracos querían ganado? Vaya y saque. Empezó a disminuir la producción, a acabarse la plata. El papá de mis hijos estaba en otro departamento huyendo. Me tocaba a mí mandarle plata. Eso fue una vida de perros. No tenía paz en la casa ni en la finca. Los compañeros de la mafia habían emigrado. No quedaba nadie. Pensé que era más valiente, pero no. En el 2005, el papá de mis hijos fue a ver a los niños y llegaron a darle plomo. Eran los paramilitares o la guerrilla... uno ni sabía quién era. Incluso me echaron la culpa hasta a mí. Toes yo dije «me toca buscar pa ónde irme porque ya no aguanto más». Un día cualquiera agarré mis trapos, me dieron 24 horas. Fue mucha la carrera que pegué y llegué a Villa del Rosario. Allá tengo familia, mi hermana. Traía 6 millones de pesos, toda la plata que me quedaba, y pagué una casa por un año completico para que no me molestaran. Tocaba dormir en una colchoneta porque no traíamos nada, pero al menos viví un año tranquila y empecé a trabajar en Subsalud. Un día cualquiera me dijo una doctora: «Mira, hay unas reuniones de víctimas»; yo no sabía qué era eso. Me mandaron para donde una Magaly, que fue mi ángel y me dio la ruta para seguir adelante. Desde ahí empecé a despertarme, porque yo venía dormida de todo. Empecé a saber que había una ley. Me explicaron, me dieron unos formaticos en la Defensoría. «¿Y esta vaina?, ¿soy desplazada?, ¿tengo derechos?». Empecé a enrutarme, a conocer. Magaly me dijo: «Usted tiene que ser una líder fuerte. Busque más mujeres que hayan sufrido el hecho suyo», y conformé mi asociación. Creo que he olvidado un poco. Recuerdo las cosas y ya no me da rabia ni tristeza. No tenía que pasar, pero pasó. ¿Qué puedo hacer? ¿Echarme otra vez a la perdición y a llorar? ¡No! A mí no me hicieron ni daño al fin. Estoy perfecta, no tengo ninguna cicatriz. La cicatriz la tengo en mi alma, en mi mente. Tengo una amiga... ella un día se quitó la camisa y me dijo «míreme el cuerpo». Yo pensé: «¿Será que es lesbiana?, ¿será que yo le gusto?». Y me dijo «¡pero míreme!». A ella le quitaron todo lo que es el seno de una mordida, está marcada. Ella se va a poner un brasier y se mira con ese seno mordido. Eso me hizo ser valiente. Yo dizque llorando porque me violaron y esta pobre mujer siendo fuerte. Yo no tengo nada. Ni siquiera cicatrices.
Hacer inteligencia
Hacer inteligencia Le voy a contar de la otra vida, cuando llegué al grupo. Un personaje que tenía mucho mando en las autodefensas me dice: «Le voy a entregar unas carpetas para que empiece a manejar y a colaborar con algunos temas». Empezamos a mirar las carpetas, se habían reclutado muchas más personas. Iban a abrir un grupo para complementar la seguridad de él. Lo que yo tenía que hacer era llamarlos y decirles: «Mire, vamos a empezar el curso tal día, y con eso ellos sabían que se iban a incorporar a la organización». Empecé esa tarea, que duró como unos seis meses. Ahí aprendí a manejar las armas, a hacer inteligencia, a manejar la tecnología, a ser más sagaz en todo sentido. Aprendí a desarrollarme más el oído. A manipular mis emociones y lo que siente el cuerpo; cómo se debe respirar y oír, cuál es la sensibilidad que uno tiene ante la noche. Aprendí cómo se debe escuchar cualquier ruido: una rama, si pasa un carro, una moto o un camión. Manipular las emociones es que no podíamos enredarnos. Si uno hace inteligencia, tiene que conocer a la gente para saber qué hace. Le daban a uno la tarea: «Tiene que ir a enamorar a esa persona para que suelte, para que nos cuente. Pero no puede ni enamorarse ni encapricharse del huevón. Usted tiene que ser fría, neutra». Uno pensaba: «¿Qué tal esté bueno?, ¿qué tal le guste a uno?». «No, eso no se puede hacer. Ya sabe: la vida o la muerte». Una de las cosas que más me aterrorizaba era hacerle inteligencia a una persona. Era como leerle la vida sin que supiera, desde que salía de la casa hasta que entraba nuevamente. La primera vez que me pusieron a hacer la tarea me dio mucho miedo. ¿Qué tal el man me vea en otro momento?, ¿qué tal se dé cuenta que estoy sentada en tal lugar? Todos los días me cambiaba de peluca, iba diferentemente vestida dependiendo de las ocasiones. Me dieron la tarea: «Usted tiene que llegar allá y llamar la atención». Me dieron cinco pasos. A uno lo preparan tan bien psicológicamente, que le salen las cosas. Me fui en la falda que me dijeron. Me compraron unas botas, todo para que el man me mirara cuando llegara. Efectivamente, me senté en una mesa... Tenía mucho miedo. Sentía cómo me sudaban las manos, las orejas y la espalda. Sentía cómo me bajaba el agua. Yo decía: «Ay, Dios mío, adonde me llegue a ponchar, me mata». Cuando el man se para de la mesa y se va para la mía. Cuando se sentó, me dije: «Nooo, toca hacer el trabajo, toca hacerlo». Llegó un momento en que el man me dice que si nos íbamos del bar. A él le gustaban mucho las fufas, que lo acompañaran. Tenía que hacer ciertas señales para que la otra persona que estaba afuera supiera que yo iba a salir con el man. A mí se me olvidó eso, yo no hallaba cómo. ¡Hijueputa!, me bloqueé. «¿Cómo era que yo tenía que hacer?». Arranqué con el man en la camioneta. Lo único que se me ocurrió fue hacer así: bajé un poquito la ventana y saqué la mano. Me dijo «pero pa qué sacas la mano». Menos mal mi compañero leyó la señal. Ese operativo fue mi primero, como un orgasmo con todo vuelto mierda. Dios mío, llegué a mi casa y me bañaba, y me bañaba, y me bañaba. Yo decía: «Nooo, marica, me voy a morir. Esta vaina no voy a aguantar que me pongan a hacer cosas con más manes». Tenía que tener relaciones sexuales con el man. Entonces como que sentía asco. Lógicamente esos manes son muy pervertidos, tienen mucha maricada en la cabeza. Uno pensaba y decía: «Nooo, marica, yo no quiero acostarme con ese man». Pero el patrón: «Bueno, ¿y qué le dijo?». «Venga, ¿por qué no manda a otra?». A mí me escogían por las tetas, porque estaba superdelgadita y el culo se me salía. Era muy patona. Tenía cuerpito.
Las tareas específicas que el man me tenía siempre era como para seducir a los manes,
Las tareas específicas que el man me tenía siempre era como para seducir a los manes, como para todas esas güevonadas. El man me ponía a tener relaciones con algunos muy importantes funcionarios de nuestro Estado. Él hacía fiestas allá en la selva con esos grandes personajes, que llegaban en los helicópteros de los militares. El man me decía: «Si alguno le pide algo, usted se lo tiene que dar». Yo tenía la gran tarea de llevarme las chicas de La Piscina: quince o veinte viejas bien pagadas. Mujeres muy importantes de nuestro país: modelos, actrices, presentadoras, unos cacaos ni los hijueputas. Esas fiestas eran con todos los juguetes: droga, alcohol, el mejor vino que tú quieras, del país que quieras. Otra cosa era que él me decía «quiero que me traiga una vieja que esté así». Él me la caracterizaba y yo tenía que ir a buscársela a La Piscina. Yo decía: «Bueno, me salvé de esta». Una vez un personaje de nuestro país llegó y dijo: «Es que yo me quiero comer una hijueputa paraca y quiero es esa». ¿Sabes yo qué hacía? Me apretaba los senos con esparadrapo del grueso. Me las embutía pa que no me jodieran. Eso parecían enfermos tragando teta. La mayoría de nosotras hacíamos eso. Cuando sabíamos que iba a haber fiesta, nos embalábamos con harto esparadrapo. Dolía después pa quitarse eso. Le dolía a uno hasta la conciencia. Era como una forma de defensa para nosotras. A lo último ya me volví muy... muy a lo marrano hijueputa. «Ah, ¿me quiere comer?». Les embutía trago hasta que no daban más. Eran como formas de protección. Yo le decía al patrón: «Venga, ¿cuál es la bobada conmigo? No entiendo por qué siempre me pone a mí». «Tan desafortunada usted que tiene cara bonita». Le dije un día: «Me voy a rapar, hijueputa. Quedo bien horrible y con eso nadie me mira». Y un día lo hice con una amiga con la que me reclutaron. Ocho días castigada. «Yo la tengo a usted aquí es pa que me produzca», me dijo el patrón. «La próxima vez que haga algo con su cuerpo me tiene que pedir permiso». Uno sabía que en la rutina era hacer inteligencia, extorsión o ir a vacunar. Uno sabía que su día a día no iba a ser nada chévere. Haciendo una vacuna te podían matar. Si te ponías a hacerle inteligencia a alguien, la persona se podía dar cuenta y te podía matar. Eran muchas tareas que en el día a día te ponían a pensar «¿cuándo será que me toca?». Estar cercana a la muerte me hacía bajar de peso. Yo sentía como que se me quemaba la grasa que tenía en el cuerpo. Llegué a pesar 40 kilos. Una vez uno de los escoltas de un marica de esos se dio cuenta. Me cogió por detrás y me dijo: «Mire, perra, sabemos lo que está haciendo. ¿Quiere que le pegue un pepazo?». Yo dije: «Marica, me tocó». Cada vez que me pasaba algo así, pensaba era en mi hijo. Veía toda mi vida como si fuera una película. Yo tengo una libreta, todavía la conservo después de tantos años. En la libreta tenía un lapicito que medía como unos diez centímetros. Un lapicito rojo que trae un borradorcito. Todos los días un palito, y decía «¿cuándo voy a volver a ver a mi hijo?, ¿cuándo voy a volver a ser la misma?, ¿cuándo me dejarán volver a tener mi vida normal?». Todos los días lo hacía sin esperanza de que iba a salir. Nunca tuve esperanza de que iba a salir. Uno veía cómo se morían los compañeros en el día a día. Pensaba que me iba a morir dentro de la organización. Allá uno conoce mucha gente. Mujeres que estaban ahí porque les violaron el papá o porque les mataron a la mamá al frente. O porque les hicieron daño a sus hijos, se los quitó la guerrilla. Entonces se venían pa este lado. Yo creo que al otro lado estarían igual: «Ah, esos de la derecha son unos granhijueputas». Una de las cosas que a mí me agradaban mucho era sentarme en la guardia, allá en el hijueputa morro. Antier precisamente me acordé porque vi una luna superdivina, y me acordaba que esa era mi compañía en la noche. Y los susurros de la chirreta. Eso era lo que disfrutaba en la noche, ver ese esplendor. Entre la luna y el sol me quedo con la luna porque es mejor compañía. Ilumina, da tranquilidad. Tú te puedes imaginar muchas cosas con la luna. La luna es romántica, te trae cosas bonitas a la cabeza. Es como la compañía de los que están allá prestando guardia, esperando qué va a pasar al otro día: «¿Será que sigo vivo?, ¿será que podré volver a ver a mi mamá, a mi papá, a mis hermanos?». Bueno, no sé, cada uno pensará lo suyo, pero para mí la luna era como una tranquilidad, como mirarla y pensar en mi hijo. Creo que lo bonito que tiene la guerra también es eso: cómo uno conoce otra persona, cómo escucha al otro que también se está guardando unas cosas que siente que no se lo puede decir a nadie. Todos los días me ponen una tarea diferente y ya no sé si soy buena, si soy mala, si tengo corazón de piedra. Cada vez más como que siento que no soy yo, sino lo que quieren los demás, lo que me manden. La opinión de uno no valía, usted es una rasa, usted es un pedazo de... Un número más. Usted no tenía derecho de decir: «Oiga, tengo un cólico y me quiero quedar quieta». «Paila, coma mierda, mija. Ya sabe qué tiene que hacer». Para mí, que me llegara el periodo era lo más horrible del mundo. Cuando nos hacían los abortos, digamos, pasaban seis meses y lógicamente pues a usted le tocaba seguir teniendo relaciones con el que le dijeran. El periodo para uno era tenaz. Una toalla no me daba, me lastimaba mucho la cola, me quemaba el camuflado. Las viejas ya sabían y me decían: «Marica, no haga guardia. Todo bien, acuéstese». Uno se hacía cruces, como en el Ejército, que era tome y deme una cosita. Sí, porque el camuflado no era como que iba y lo lavaba ahí. No, le tocaba ir hasta el río, porque toda esa sangre se la lleva es el río. Y no podía quedar posada, porque se daban cuenta de que habíamos estado en ese lugar. Allá la bayetilla se embute, pero lógicamente cuando la sacas eso está vuelta una vaina terrible. Tocaba meterla debajo de la tierra. Uno abre un hueco por ahí de unos 15 centímetros y mete la toalla, y vuelve y la tapa. Entonces la tierra absorbía la sangre y diluía la bayetilla. Eso también ayudaba para que no nos olieran. Esa era una de las cosas que yo decía: «Si en verdad fuéramos tan terribles, malas, hijueputas, no nos importaría la otra, no nos interesaría si le llegó el periodo fuerte, duro, feo, malo; no habría esa solidaridad con las demás». Yo lo que más llevaba de las ciudades era toallas pa las viejas. Eso allá era una lotería. Con que usted tuviera una toalla se volvía la diosa del mundo. La bayetilla era demasiado incómoda. Cuando se llena de sangre, uy no, eso pa sacarla es una mierda, es terrible. Eso lo quema a uno y le da infecciones vaginales. Claro que allá estaba el indio, y el indio le daba a uno mucha hierba. «Métase tal cosa, báñese con esto». Por ejemplo, la manzanilla con la caléndula... ¡Uish, eso era fantástico! Yo era a la que más le duraba el periodo. Había chicas a las que solo les duraba tres, cinco días. Era como más fácil y llevadera la vuelta. No sangraban todo el día. Pero las chicas que teníamos los problemas de los abortos teníamos más, y también infecciones vaginales, de flujo, de toda esa vaina. Lógicamente, los abortos a uno le dejan sus secuelas. Uno con el periodo como que no podía trabajar mucho.
¿Por qué fuimos positivos?
¿Por qué fuimos positivos? Empiezo a trabajar en la Diócesis del municipio como misionero voluntario porque antes había sido seminarista. Tiempo después nos vamos a hacer una misión a otro municipio. Nos dirigimos varias personas, pero antes de llegar secuestran el carro donde vamos profesores, enfermeras, nosotros, el cura y las monjas. Nos cogen los paramilitares, nos sacan del carro y nos hacen entrar al monte. Nos dice que nos van a llevar y verificar unos datos. El que no debía nada, salía enseguida. Los paramilitares nos seleccionaron por tener carné y ser trabajadores de la Diócesis. A mis otros compañeros y yo nos separaron del padre y de las monjas. Caminamos toda esa tarde en el monte, tipo tres de la tarde en una zona montañosa. En ese momento uno está lleno de miedo, pierde la noción del tiempo. Al llegar a cierta parte, nos cubren la cabeza con unas mochilas negras. Nos amarran y nos entregan a alguien que nos va jalando. Uno solo siente que camina, que el monte se le pega en todo el cuerpo. Yo tenía veintipico de años. A los tres días nos llevaron a un arroyo para que nos bañáramos. Nos hicieron desnudar, solo teníamos las mochilas en la cabeza. Era muy difícil porque uno no puede ver quién está alrededor, no se sabe cómo vestir. Luego nos dan como una especie de sopa, pero uno no siente hambre. Con tanto silencio no se sabe qué pasa. Al tercer día llegan cuatro hombres, que nunca vimos porque no nos quitaron esa mochila de la cabeza. Ellos nos trataron de «ajá, ¿y estos quiénes son?». «Son de la Diócesis, trabajadores de Cristo». Pasaron unas horas y empezaron a insultarnos. Nos pateaban en el suelo, nos preguntaban cosas referentes al obispo, que si él daba dinero. Nosotros no sabíamos, entonces nos pegaban en la cabeza. Decían que estábamos mintiendo. Llega uno de ellos y dice: «A estos maricones vamos a hacerlos hablar». Nos cogieron, nos empezaron a quitar la ropa; yo escuchaba a mis compañeros gritando. Después de muchos golpes, me agarran y empiezan a abusar de mí. Uno no se puede defender. La capucha nunca me la quitaron de la cabeza. Lo agarraban a uno tan fuerte, que se van turnando y lo mismo hacían con mis compañeros. Uno no entiende por qué está sucediendo tal cosa. Esa clase de tortura la hacían en la mañana y en la tarde, y duró por ahí como unos diez días. Un compañero era el que más gritaba, pedía que lo soltaran pa matarse con ellos. En algún momento yo quise coger la misma actitud y suplicábamos que nos mataran. ¿Por qué nos tenían así?, ¿qué pasaba? Como al quinto día tomamos la actitud de gritar a ver si nos mataban o qué. Alcanzo a recordar que volvieron a agarrarme. A uno de ellos lo mordí fuerte a ver si con eso me metían un tiro y se acababa todo. A raíz de eso, a esos tipos los cambiaron. Llega un señor más de edad, dos mujeres y otro tipo. Nos dicen «el curita va a mandar una plata para que puedan salir de aquí». Fueron como dos días más que pasamos allá, pero nos dejaron quietos. Me acuerdo que esas personas nos quitan las mochilas de la cabeza y nos dicen: «Ustedes se van». Ninguno de los tres nos atrevíamos a mirarnos. No sabíamos qué pasaba, qué hacer. Nos dicen: «Les vamos a indicar hasta dónde los vamos a acompañar, y ahí ustedes se van solos sin mirar para atrás». Fuimos a parar a un convento de monjas hacia al oriente. Nunca dijimos nada de lo que pasó. Yo me enfermé mucho. Perdí el habla, el cuerpo reaccionó así. No quería saber de nadie, quería estar solo. La luz me molestaba. Es que nosotros solo les dijimos a nuestras familias: «Fuimos secuestrados y más nada». O sea, nadien, nadien de mi familia, absolutamente nadien sabe lo que pasó realmente. Solamente una persona. Es algo que nunca se supera. Todavía tengo pesadillas. Sueño todas las noches con algo diferente relacionado con lo que me pasó. Siempre sueño con que estoy caminando por una selva, ahí empieza. Me persiguen, me escapo, y estoy amarrado. Desde el secuestro no he dejado de soñar ni un día. Perdí mi hogar, me convertí en una persona que no resiste que la toquen. Yo amaba mucho a mi esposa, pero tuve un cambio total y ella no resistió. Éramos una familia muy católica, muy religiosa, de la misa, todo eso. Y ella fue una mujer que amé mucho, inclusive me atrevo a decir que la amo todavía. Pero después de lo que ocurrió yo quería estar solo, entonces mi esposa se apartó de mí. Algo que también me dio muy duro porque era lo único que tenía. Mi papá falleció hace poco, y él después del secuestro me buscó mucho. Lloraba porque quería abrazarme. Cuando yo tenía pesadillas, él era un padre muy amoroso, pero yo lo limité. Cuando lo recuerdo lloro mucho porque nunca más permití que mi papá me diera un abrazo. Es que cuando intento dejarme abrazar de alguien siento asco. Es incontrolable. El miedo mío es no volver a ser el mismo, que se enteren. Que mi familia, mis amigos y mis hijos sepan lo que me sucedió. ¿Cómo me van a ver? Es que no es fácil para un hombre estar hablando o comentándoselo a todos. ¿Qué van a pensar de ti después? «Por eso se viste así, camina así, habla así». Me convertí en alguien tan diferente que todo el mundo me rechazó. Entonces decidí apartarme. Empecé a vivir solo y sigo así. No sé vivir con nadie. De pronto pa que no vean la diferencia es que ayudo a tanta gente. Así no se dan cuenta de que soy tan seco. Una pregunta que uno se hace todos los días es «¿por qué me hicieron esto?». Desde el primer día ellos hablaron con el padre. Nos dijeron «somos paramilitares, esto es de rutina, el que salga positivo es positivo. El que salga negativo se va». ¿Por qué fuimos positivos nosotros? Yo no he querido leer ni investigar sobre la vida de uno de los responsables. Sé lo que escucho por ahí. Ahorita que estuve en Justicia y Paz me hicieron un comentario de cómo lo capturaron. Sé que el tipo es un depravado sexual y que de pronto todos los hombres que estaban al mando de él se enfocaron en esa clase de tortura. La violencia sexual que ellos sembraban era contra mujeres, hombres, niños, niñas, adultos, ancianos. Pero, como digo, no he querido investigar sobre ese tipo porque ¿usted ha visto un programa de la televisión que se llama Mil maneras de morir? Yo sueño todas las noches con mil formas de matar a este degenerado. Por eso no quiero saber de él.
Toda esa Oleada
Toda esa Oleada Toda esa oleada de cuerpos sin identidad Fueron extinguiéndose en una nebulosa y oscura noche Esparcieron lágrimas, que se juntaron a otras lágrimas y a otras más naciendo y formando ríos, mares y océanos.
Todos esos seres vivos volverán un día
Todos esos seres vivos volverán un día e inundarán el mundo de alegría. No los vemos, pero sabemos que están con nosotros aunque no estemos.
Juntos somos luz y sombra
Juntos somos luz y sombra que leva alegría y a pesar de todo son y no son compañía. Los nombramos cada día y esperamos su regreso, su retorno a la vida.
Antonio Erik Arellana Bautista
Antonio Erik Arellana Bautista
Identidades limítrofes – Segundo relato intermedio
Identidades limítrofes – Segundo relato intermedio Aquí nos hablan personas con identidades limítrofes, es decir, que habitan sus cuerpos trasgrediendo la norma heterosexual. Ellas nos contaron acerca de las maneras en que se construyeron un lugar para su diferencia y sobre los castigos que se les impusieron por ello, por sus elecciones de vida. La guerra se encargó de marcarlas en sus cuerpos y de sustituir sus nombres con denominaciones genéricas. Habitar una identidad limítrofe implicaba, en palabras de alguien que nos contó su historia, habitar un «cuerpo que estaba escrito con violencia».
Vivir en alerta
Vivir en alerta A pesar de que las etiquetas no me gustan, la única que sí es la de ser un hombre gay con un perfil muy sui generis: ser hijo adoptivo de una pareja homoparental. Dos madres conforman el hogar disfuncional en el que crecí. Pero, sea como sea, amo a mis dos mamás porque crecí con ellas. Ellas me dieron la educación, los libros, un buen colegio y nunca me faltó la comida. El hecho de haber crecido en un barrio de un pueblo de La Guajira en el que no había la suficiente educación pero sí una cantidad poderosa de prejuicios, sumado al hecho de ser criado por dos mujeres, me acarreó varias problemáticas. Sufrí abuso de la comunidad: «El hijo de la machorra», «el hijo de las lesbianas», «tus mamás te encontraron en el mercado», «tu mamá biológica es una prostituta que te dejó tirada por irse detrás de un hombre». Luego fui abusado sexualmente a la edad de siete años, con repetición a los diez. La primera vez fue un chico de alrededor de dieciocho, y luego fue un grupo de chicos que también eran púberes. Esos dos cuadros de abuso sexual marcan mi vida. No estoy diciendo que me hayan vuelto homosexual, porque siempre tuve una inclinación muy distinta hacia las personas de mí mismo sexo. Pero son situaciones que te hacen sentir con el corazón latiéndote un poquito más que al resto de los mortales, porque vives en un contexto donde todo lo que encuentras a tu alrededor es totalmente hostil. Por eso siempre fui una persona muy alejada. En cada momento que encontraba en mi vida pensaba que iba haber un abuso, que siempre iba a haber alguien que me maltratara. A la edad de diez años decido emigrar de La Guajira al Cesar. Huyo de eso y de una mamá castrante, grosera, mezquina, humillativa. Mi otra mamá siempre fue apoyadora, una persona dada al cariño. También me voy porque sentía que en La Guajira tenía el fantasma de mi madre biológica, porque me mantenían diciendo: «Tu mamá biológica en cualquier momento llega y te roba». Me vengo a vivir al Cesar, donde trato de hacer una conexión con este medio que era igual de machista y espantoso. Vivir en el Cesar, de los once hasta los diecisiete años fue un grito ahogado. Era una época en la que vivía desesperado por no verme tan marica; desgraciadamente era un hombre muy amanerado. Había tenido mi despertar sexual en La Guajira, pero no mostraba mis inquietudes sexuales. Eso era la aberración más grande de este mundo. Vivía en una constante opresión, diciéndome: «No te pongas esto porque te ves muy marica», «engorda la voz porque la tienes de niña». Sabes que te quieres expresar de una manera distinta, pero prefieres portarte de una manera políticamente correcta para que nadie tenga queja tuya. Son pesos sociales muy grandes con los que te levantas todos los días. Por eso creo que hoy en día sufro de ataques de pánico. Estoy pasando por un proceso de depresión profunda que ni siquiera me ha dejado graduar de mi carrera. Desde muy chico tu mente te está diciendo que tienes que vivir en alerta. Identifico el año 95 como un año de giro. Termino mi bachillerato y pienso: «Adiós bullying de compañeros, voy a estar un poquito más tranquilo». Todavía estaba en la tumba con el tema de mi orientación sexual, pero igual le digo a mi mamá: «Ay, mamá, me quiero ir para Bogotá a estudiar actuación». Llego a Bogotá supuestamente queriendo estudiar actuación, pero lo que no sabía era que eso era un pretexto que tenía para que una nueva persona naciera en Bogotá. Entonces comienza una nueva vida; encuentro los bares gays donde podía ser sin miedo. Estaba en Bogotá por huir de la agresión, por tener la posibilidad de encontrar afecto. Tener contacto con ese mundo fue lo que me dio vida lejos de ese Cesar tan opresivo. Tuve muchos novios, rumbeaba mucho. Fue una cosa muy fuerte, pero bella de todos modos porque me desquité de los años de dolor que llevaba en mi alma. Solo que por desgracia me quedé sin plata y me tocó regresar. Regresé, y el Cesar seguía siendo un departamento doblemoralista. Por lo menos ya existían lugares donde los gays de clóset podían ir y se miraban. Había zonas que eran de chicos gays, en las que se sentaban a hablar. Por ejemplo, la zona de la Gobernación y lugares como plazas y bares fueron de encuentro para nosotros. Entonces comencé a mostrarme sin que me importara absolutamente nada. Llegué muy liberado, la reina del cabaret. No me iba a dejar de nadie. Justamente ahí comienza el fenómeno paramilitar. Estamos hablando del año 1999, 2000. Comienzan a salir listados de «maricas, boletas». «O te recoges en tu casa o te matamos, no respondemos por tu vida». Un día agarraron a un chico gay muy afeminado, que andaba con su cabello largo y sus zapatitos de plataforma, y lo dejaron calvo. Decían: «Esto es para que respeten a los paracos. De ahora en adelante, marica que pillemos, lo jodemos, le zampamos un tiro por las patas». Uno escuchaba cosas terribles. Aun así, el grupito que nos reuníamos en la Gobernación persistíamos en estar ahí. Nos gustaba ese lugar. Lo habíamos reclamado como nuestro. El primer hecho que puso mi vida en peligro fue el día que venía caminando de la Gobernación, alrededor de las doce y media de la noche. Por la avenida venía una camioneta de platón, lujosa, roja. Venían unos hombres muy eufóricos que decían: «Al que encontremos lo quebramos». Iban haciendo tiros al suelo. Yo salí corriendo y me tiré al monte. Di muchas vueltas para que no me dieran y terminé bastante rasguñado por tratar de cuidar mi vida. Ese fue el día que entendí «esto es serio». Si no me hubiera tirado al monte, me hubieran matado. El Cesar no era lo mismo para ninguno de nosotros. Pero eso no nos importaba; a mí ese sustico se me olvidó bastante rápido. Continué yendo a la Gobernación. Un día se armó una especie de radiotón. Fuimos varios gays y nos dimos encuentro allá. Había un grupo de muchachos que nos estaban viendo. Nos miraban y nos miraban, y resulta que uno de mis amigos se acercó adonde uno de ellos y le dijo: «Si quieren nos vamos para el río, terminamos la parranda. Ustedes consiguen el ron y la vamos a pasar sabroso». Total que se acabó el evento y comenzamos a interactuar, pero había algo en la actitud de ellos que no me gustaba porque se mostraban muy agresivos, muy machistas. Para mí fue como el primer campanazo. Pero tampoco iba a dejar tirados a mis amigos. Esos muchachos trajeron la camioneta y se me hacía bastante parecida a la que estaba echando tiros al suelo. Había algo que me decía que no me montara en esa camioneta, pero de la nada surge la chica que tenía una cara como de malosa, que era la que daba como orden. Total que ella se monta en la parte de atrás de la camioneta. Ellos eran como seis, y nosotros, tres. Del coliseo hasta el balneario esa camioneta se gastó un minuto. Yo estaba con el corazón en la boca. Uno de ellos se sacó el pene para lucirse y comenzó a obligar a uno de mis amigos a que le hiciera sexo oral delante de todos. Como mi amigo no quería, vino y le zampó una cachetada fuerte. Me alcancé a bajar, pensaba: «Es momento como de correr, pero es que no los puedo dejar a ellos solos. ¿Qué hago, Dios mío?». Me volví a montar. El otro chico seguía portándose mal con mi amigo, le seguía pegando. Condujeron un poquito más y llegamos a un lugar oscuro donde comenzaron a pedirnos que nos quitáramos la ropa. Yo pensé «hijueputa, nos mataron». Nos dejaron como Dios nos echó al mundo y nos dijeron que nos acostáramos en el suelo boca abajo. Lo único que me acuerdo es que a lo lejos sonó un disparo y ellos se asustaron. Prendieron la camioneta y salieron corriendo. Uno alcanzó a decir que nos iban a matar para que respetáramos a los paracos. Y nos dejaron sin ropa, caía una lluvia. Dijeron «se salvaron de esta». Fue una cosa muy triste salir de esa trocha desnudos, como Dios nos echó al mundo. Hubo un taxista que se compadeció y nos llevó hasta la terminal. De ahí caminé toda esa madrugada tapándome, desnudito hasta mi casa. Fue el momento que dije «sea como sea me tengo que regresar a Bogotá. Esto no va por buen camino. No estoy dispuesto a quedarme encerrado y tampoco le quiero dar a mi mamá la tristeza de recibir mi cadáver». Quedé tan asustado después de lo que nos pasó, que no quise volver a salir ni nada. Le dije a mi mamá «no soporto esta maldita ciudad de mierda. Los paramilitares van a matar mucha gente, incluso inocentes». ¿Qué culpa tenemos nosotros los gays de todo lo que está pasando? Y como en el 2002 decido no quedarme en el Cesar. Mi vida estaba corriendo peligro. El hecho que me lleva a salirme nuevamente de mi tierra es el fenómeno paramilitar, que ya en esa época estaba la lista de las no sé qué de maricas que fueron declarados objetivo militar. Gracias a Dios nunca terminé ahí. Creo que a mi mamá le hubiera dado un yeyo. En la lista había gente muy cercana a mí. Hubo muchas historias de vulneración, de muchachos que fueron golpeados por personas que se denominaban autodefensas. En Bogotá comienzo a vivir una vida un poquito más responsable, en casa de algunos amigos. Pagaba con trabajo alguna cosa, hasta que encontré mi pareja. Luego hubo una situación económica que nos obligó volver al Cesar y desde entonces estamos viviendo aquí. Y bueno, volví y encontré el activismo, escuché de fundaciones que estaban ayudando a las personas LGTBI. Me vinculé. Les conté mi historia y estoy muy ligado a ellos. Nadie puede venir a callarnos. No pueden venir a decir que el Cesar nunca ha tenido procesos como los que nosotros estamos refiriendo. Sí lo vivimos. Hubo personas que desaparecieron. Nuestro cuerpo está escrito con violencia.
Donde acaba la peluquería
Donde acaba la peluquería La niñez de F. Vengo de una familia no necesariamente pobre. Mi familia por parte de padre y madre, mis abuelas maternas y paternas tuvieron tierras. En ese tiempo –te estoy hablando de 60 años atrás– mi madre sufrió persecución. A mi bisabuelo lo asesinaron cuando había una tremenda guerra entre godos y liberales; y ya había ciertas manifestaciones de la guerrilla, que no las tengo muy claras, porque yo estaba muy niño cuando mi abuela nos contaba. Debido a todo eso, a mi abuelita materna le tocó empezar a moverse. También tuvo la mala suerte de violencia de género y se metió con un guerrillero. Este tipo la iba a matar, y mi abuela salió de donde vivía, hizo todo un recorrido: de Miranda salió a Queremal, de Queremal a Jamundí y en Jamundí se estableció, que fue donde mi mamá nos tuvo a nosotros. Y, bueno, Jamundí se ha caracterizado por ser una zona roja, por la guerrilla. Y estando ahí transcurrí una infancia relativamente tranquila, porque mi madre me protegió. Sin embargo, hubo dos hechos que influenciaron en mi personalidad y en mi autopercepción cuando era niño. Estuve expuesto a actos sexuales que no debí haber visto, no participé, pero vi de niño perversiones y después fui violado por un tipo. Cuando le dije a mi madre eso que había pasado, ya había pasado cierto tiempo, porque yo sabía que si le decía se podía formar un problema muy grave. Porque la gente vinculada con la guerrilla no eran personas buenas, entonces a la hora de la verdad iba a ser peor la tragedia. Vi que mi mamá estaba trabajando, que se estaba esforzando mucho por mi abuela materna para sacarnos adelante, entonces omití esa situación y la oculté. De alguna manera haber ido creciendo y empezar una percepción como un chico gay me alejó de la guerrilla, de que ellos pusieran en mí su mirada, porque al ver mi identidad como travesti, como que estaban atentos a mí. Yo me daba cuenta cómo se acercaban, cómo preguntan por mí; y mi hermano en ese momento no estaba, se lo habían llevado para Venezuela. Recuerdo en varias ocasiones que estábamos en ríos con mis amiguitos, y se acercan muchachos más grandecitos a hacernos preguntas: dónde vivíamos, quiénes eran nuestros padres. Recuerdo una de tantas ocasiones en las que uno de los chicos me sedujo y ahí fue donde ocurrió el acto sexual. No me hizo gritar, ni me violentó, sino que hubo seducción, era un chico más grande, ponele unos quince, dieciséis años. Yo le pongo que yo tendría cinco, seis añitos, tal vez menos, pero se me quedó la imagen del tipo seduciendo, hasta algunas palabras logro recordar, y cómo en algún momento se bajó los pantalones y me mostró su pene, se lo acercó a mi boca y cometió un acto de abuso. No tenés que llevar a un niño a hacer una cosa de esas solamente porque lo estás seduciendo, no lo estás obligando, pero estás haciendo eso a un niño. Son unas porquerías, no les importa sino dónde meten su miembro y si pueden satisfacerse y ya. Eso fue como un clic, porque recuerdo que a mí me gustaban las niñas. A partir de ese momento cambió mi actitud, aparte de haber visto otras situaciones de intimidad sexual con personas adultas que considero no debí haber visto. Eso como que generó en mí, no sé, un desequilibrio en mi personalidad. Después de eso seguían los sucesos, pero como vieron que empecé a moverme en el ámbito homosexual, del travestismo, de los chicos gays, entonces ellos como que hacia esa comunidad no se sienten atraídos. Les han ocurrido cosas feas a las chicas trans. Hubo una que la violaron una centena de tipos y la contagiaron. No sé si vivirá. La dejaron traumada, fue terrible. Les pareció bien agarrarla en una noche o en la tarde y violarla. Luego la tuvieron interna cocinándoles, y se ganó la confianza de los tipos y se voló después, pero estuvo un tiempo internada quién sabe qué más haciendo. Fue bastante fuerte la historia de ella. Yo no la supe muy bien, porque estaba muy chico, pero recuerdo lo impactante que fue el darnos cuenta de lo que le había pasado. A causa de todo eso me empecé a cuidar muchísimo: no estar tarde en la noche, seleccionar mis amistades, tener cuidado con el trago. Pero es que es terrible tener que estarte cuidando tanto, estar joven y querés pasarla bien, divertirte. Es como un riesgo que corrés, como un juego de dados, puede ser que te llevan a hacerte vejaciones, te maten y te entierren en medio de la nada, o te lleven allá y te recluten y te pongan a hacer algo.
La peluquería
La peluquería En Jamundí coloqué la peluquería y cuando mi abuela se dio cuenta que estábamos más o menos tranqui económicamente y que en Venezuela ella empezó a tener problemas, se regresó. Llegó otra vez a la casa de mi madre con mi hermanito, que llegó hablando con tonada venezolana. Es entonces cuando decido colocar la peluquería en el 2011. Como me iba bien, tenía proyectado en el algún momento sacarlos, porque me di cuenta que yo era muy familiero, que quería estar siempre al lado de ellos. Tenía la intención de organizarme, salir adelante y en algún momento salirme de esta zona, porque yo sabía de que mi hermano ya había crecido y empecé a oler mal la situación con él. Pero a mi hermano le favoreció mucho el haber estado fuera del país y no estar en una etapa en la que lo habrían podido influenciar aún más, porque durante esos años vio otra perspectiva del mundo, no se formó dentro de Jamundí, donde vivíamos en lo que se llama la gavilla, una invasión. Ahí mi viacrucis todavía no iniciaba de manera directa porque mis sobrinos y mi hermano estaban protegidos debido a la situación económica que se estaba presentando a causa de mi trabajo y de que mi mamá todavía trabajaba. Así los alejé un poco del contexto de violencia que se vivía en la invasión. Entonces nos fuimos al centro de Jamundí, pero ya a mi hermano lo habían visto, a mí también, y tenían todo nuestro historial. Entonces, estando ahí empezaron a cobrarme vacuna. En la primera notificación mandaron una cartica donde decían «está todo bien, pero si vos actuás correctamente». A mí se me revolvió el estómago. Recuerdo esa agonía que tuve, porque coloqué la peluquería con mucho esfuerzo y aún estaba endeudado con lo del montaje, con el local. La señora me estaba dando una oportunidad enorme, porque no me estaba cobrando alquiler de una, sino que le pagara después, y para mí eso es lo primordial. No hay excusa pa uno decirles «no, te la doy mañana, pasado mañana». Es como que en ese lapso uno cierra puertas, ventanas. La mente bloquea cosas como un mecanismo de defensa. Muchas veces los mismos policías estaban implicados con la guerrilla. Y yo que en la peluquería atendía a toda clase de personas: paramilitares, gente del Ejército, siempre buscando la manera en que uno les diera información. Era muy tenso el ambiente cuando eso. Cuando eran chicos del barrio, eso sí era más tranqui, pero una vez se me llenaba de gente así, eran ires y venires de preguntas incómodas. Me iba bien, pero era terrible la zozobra que te hacen sentir a causa de que quieren que uno participe de alguna manera siendo el informante. Traté de organizarme lo más que pude con mis cuentas para responder con todo. Pero después se me fue para arriba todo y noté que las cuentas no iban a bajar, que le estaba quedando mal a la señora del local. En noviembre no les pagué la cuota, en diciembre tampoco. Esa noche salí del negocio y yo iba con un mal presentimiento —le pedí a Dios que me guardara porque tenía una intuición, sabía que los tipos estaban pendientes de que les pagara—. Me tocó volver a mover a mi familia hacia un lugar más económico. Entonces, yendo de camino hacia casa me abordaron un par de tipos en moto. Mientras yo iba caminando, el que iba en la parte de atrás me tiró al piso de una patada. Yo sentí la moto atrás y me di cuenta que venían buscándome, y me fui a un barcito que quedaba cerca de la peluquería, me tomé un par de cervezas con una amiga y pues con la angustia terrible. Son momentos de mucha incertidumbre y miedo, y necesitaba conversar con alguien. Me senté con ella a hablarle y proyectamos cosas de ella y yo, desde su experiencia como chica travesti ya más grande. Y, bueno, me aconsejó un par de cosas, me direccionó y salí caminando del lugar. Ella me acompañó hasta cierto punto, pero tenía que desviarse, y continué solo de ahí para allá. Yo ya era chica trans en ese momento, ya me vestía como mujer. Bueno, ellos me abordaron por la parte de atrás, de una patada me tiraron al suelo, ese fue su saludo, cuando voltié a mirar para atrás, uno de ellos tenía el arma en la mano. Yo estaba tirado en el suelo y me dijeron: «¿Vas a pagar?, porque no queremos problemas con vos ni con tu familia. Evitate este tipo de situaciones». Me acuerdo que había llovido esa tarde y caí en medio del barrial y todo. Y, bueno, ellos estaban profiriéndome insultos, con tratamiento terrible, fuerte. Les dije que sí, que yo iba a pagar, que era que estaba organizándome con las cuentas. Me dijeron: «Eso dicen todos», y se fueron. Me levanté de ahí y no sabía si llegar a casa y que me vieran mi abuela y mi mamá, porque era evidente. Entonces dije «voy a ir así, porque necesito que ellas vean que la situación es apremiante». Era, creo, 27 o 28 de diciembre. Cuando llegué a casa les conté la situación y me vieron; obviamente, se preocuparon muchísimo, y me ayudaron a conseguir el dinero, también prestado. ¿Cómo le iba a pagar a esa gente, si tenía un negocio que atender? Todavía tenía que pagar la cuota del montaje. Aparte, tenía a mi familia viviendo acá, y mi mamá aportaba para ciertas cosas, pero yo no le pedía: lo que ella pudiera dar y colaborar. Con tal de tenerlos en un lugar más tranquilo, no me importaba, me sacrificaba. Me estaba quedando de parriba, y más cuando esta gente comenzó a cobrarme ese dinero. Entonces fue un fin de año como muy triste, porque yo sentía que era el momento en que tenía que partir. Sabía que a mi hermano ya lo estaban influenciando y tenía que sacarlo de ahí, y que ya habían nacido los dos sobrinos más peques. Entonces en cuestión de una semana resolví mi viaje, sacarlos a ellos, pero sabía que si iba a salir, tenía que hacerlo muy sigilosamente. No podía quedarme diciéndole al vecino, a la vecina, ni siquiera a la dueña del local. Fue una decisión muy abrupta y ellos sabían que la situación era apremiante, así que me apoyaron para que hiciéramos todo muy rápidamente: empacar maletas, ropa, sacar todo, inclusive mi madre tuvo que dejar sus cosas ahí en el lugar donde vivíamos, y yo dejé el montaje en el local, que fue una pérdida mía enorme, dejar todo para poder salir y que mi vida no corriera peligro —porque para mí era más importante— ni la de mi familia.
Las mujeres de la familia
Las mujeres de la familia Lo de ser travesti tuvo que ver, porque, bueno, en mi hogar nunca estuvo la figura paterna: mi padre fue un hombre intermitente, ausente. Ahora, ya está más presente, se lo agradezco un montón, lo amo y bendigo a mi viejo, pero cuando yo era chico él se desapareció por completo. Entonces mi mamá y mi abuela estaban vulnerables en ese momento. Sin embargo, mi mamá fue una osa –no digo «leona» porque las leonas dejan que el león macho nuevo se coma a sus hijos, en cambio la osa... olvídate que le van a tocar a su oso y si otro quiere ser el macho, ¡se lo come!–. Ella fue una osa en ese sentido, fue valiente, y sigue siéndolo, porque prefirió quedarse sola con tal de que mi sobrino estuviera seguro. Ella me agradeció mucho llorando cuando saqué a mi sobrino de Colombia. Siempre ha sido así, ellas han metido la garra y han estado atentas a apoyarnos. Sí hizo falta de pronto la figura paterna, pero quién sabe qué tanto hubiera podido servirnos, quizás hasta nos hubiéramos metido en problemas, porque al tener mi mamá esa capacidad guerrera y valiente de pelear por lo suyo, y no dejarse llevar por el machirulo, de pronto hasta nos favoreció. Pero sí conocí muchas mujeres que
preferían dejar que sus hijos se fueran con esa gente, fueron reclutados, hasta impulsados por ellas,
preferían dejar que sus hijos se fueran con esa gente, fueron reclutados, hasta impulsados por ellas, por el hecho de no tener qué brindarles o algo que los sacara de la pobreza o la delincuencia.
Hacia el sur
Hacia el sur Nos fuimos para Miranda, Cauca, adonde una tía abuela y afortunadamente nos recibieron bien. Mi abuela les contó de la situación, que para ellos no era indiferente, porque Miranda también estaba rodeado desde hace muchos años de guerrilla. Allá nos tuvieron, los logré instalar con lo que pude sacar de la peluquería y, con eso pude solucionar el tema de la comida mientras mi mamá podía trabajar también. Yo salí de Miranda porque sabía que el foco era yo. Era el 9 o 10 de enero del 2012 y a los tres días salí para Ecuador. Fue una salida bastante traumática, porque me tocó hacer cosas que no quería para conseguir dinero. Yo nunca me prostituí, no me vi obligado, sino hasta ese momento. Lo hice porque necesitaba dinero y salir de Colombia lo más rápido posible. En Colombia, ¡ah, un cliente!, tan lindo, siempre lo menciono, estoy muy agradecido con él, porque gracias a él tomé ese impulso de salir y pude. Yo lo empecé a peluquear a él desde muy chico, fue de mis primeros clientes, y él se fue a vivir Ecuador, y cada vez que iba me buscaba para que le cortara el pelo. Él me dio el número de su casa y me dijo: «Yo estoy bien en Ecuador, andate para allá en cualquier momento», porque le conté la situación. Dios me puso el contacto de ese amigo, y yo sin tener en mente irme para Ecuador, porque yo pensaba moverme a una ciudad más tranquila con mi familia y seguir con mi negocio, comprar un departamento, hacer cosas en mi país, pero él me dejó el número, «guárdalo; cualquier cosa, allá estoy, pegás la timbrada y tenés las puertas abiertas de mi departamento». Así fue, lo contacté esa misma semana. Fue por mí, me ubicó bien en su departamento y todo eso me favoreció para poder salir sin mamar mucho gallo. En el departamento de él estuve poco tiempo. Después conocí unas amistades del rubro mío de la peluquería y me ofrecieron su departamento, más cercano de la peluquería, y me fui para donde ellos. En Ecuador estuve un año. Si bien mi mamá, mi sobrino, mi familia, ya estaban «más seguros», la incertidumbre y la angustia no mermaban, porque no los dejé en una zona más tranquila, allá también había injerencia fuerte de la guerrilla. Yo seguía en contacto con ellos dirigiendo cada paso que daban, y mi hermana también sufría por sus chicos, tratando de alejarlos de toda situación para evitar que ellos fueran influenciados por esta gente.