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Gabriel García Márquez
Cien años de soledad
Para Jomi García Ascot
y María Luisa Elio
Cien años de soledad Gabriel García Márquez
I
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de
veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de
aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas,
blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan
reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas
había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo,
una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea,
y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los
nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de
barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de
Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él
mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de
Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y
todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas
y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la
desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y
aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde
más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta
detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida
propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de
despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada
imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun
más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de
aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades,
que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José
Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos,
así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes
imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos
animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no
consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la
casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en
demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región,
inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y
recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró
desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas
por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un
enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los
cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura,
encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el
cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una
lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último
descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un
extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa.
Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía
a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las
distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá
ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su
casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con
la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la
calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos
solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el
fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un
arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó
por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a
cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba
parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en
toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la
cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio
Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus
experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo
de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la
tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos
solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron
mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por
tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba
largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades
estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual
de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción
irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos
testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos
explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, y se
extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo
a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la
peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A
pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que
imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo tan pronto como se
lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de
su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en
las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la
respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades
del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba
convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa,
y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de
navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de los
estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera
servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía
pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó
en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos.
Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas,
permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y
estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un