En mi curioso ayer prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más íntimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. J. L. B. Veinticinco Agosto 1983 Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca. El dueño me dijo: —Yo creí que usted ya había subido. Luego me miró bien y se corrigió: —Disculpe, señor. El otro se le parece tanto, pero, usted es más joven. Le pregunté: —¿Qué habitación tiene? —Pidió la pieza 19 —fue la respuesta. Era lo que yo había temido. Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices. —Qué raro —decía— somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños. Pregunté asustado: —Entonces, ¿todo esto es un sueño? —Es, estoy seguro, mi último sueño. Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz. —Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta noche. ¿En qué fecha estás? —No sé muy bien —le dije aturdido—. Pero ayer cumplí sesenta y un años. —Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochenta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983. —Tantos años habrá que esperar —murmuré. —A mí ya no me está quedando nada —dijo con brusquedad. —En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson. Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáticos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije: —Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio. —Sí —me respondió lentamente, como si juntara recuerdos—. Pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado. —Por eso estoy aquí —le dije. —¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre. —Que fue de madre —repetí, sin querer entender—. Yo te sueño en la pieza 19, en el patio de arriba. —¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás soñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe. —El soñador soy yo —repliqué con cierto desafío. —No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que se sueñan. —Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió. —Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú. Hubo un silencio, el otro me dijo: —Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida? Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos. Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía. —Nos hemos mentido —me dijo— porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno. Esa conversación me irritaba. Así se lo dije. Agregué: —Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan? —¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia. —¡Islandia! ¡Islandia de los mares! —En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua. —No he estado nunca en Roma. —Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía. —A la muerte de… —dije yo. No me atreví a decir el nombre. —No. Ella vivirá más que vos. Quedamos silenciosos. Prosiguió: —Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbô, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas. —Y al final comprendiste que habías fracasado. —Algo peor. Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes. —Ese museo me es familiar —observé con ironía. —Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas. —¿Publicaste ese libro? —Jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo. —No me sorprende —dije yo—. Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo. —Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás… La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día… —No escribiré ese libro —dije. —Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño. Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije: —¿Tan seguro estás de que vas a morir? —Sí —me replicó—. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo? —Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía. —Yo también —dijo el otro—. Por eso resolví suicidarme. Un pájaro cantó desde la quinta. —Es el último —dijo el otro. Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía. Retrocedí; temí que se confundieran las dos. Me dijo: —Los estoicos enseñan que no debemos quejarnos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado enteramente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares. Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño. —No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana. —Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años. Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie. Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué. Afuera me esperaban otros sueños. La rosa de Paracelso De Quincey: Writings, XIII, 345 En su taller que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra. El maestro fue el primero que habló: —Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo no sin cierta pompa. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí? —Mi nombre es lo de menos —replicó el otro—. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes. Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó. Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo: —Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo. —El oro no me importa —respondió el otro. —Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer el camino que conduce a la Piedra. Paracelso dijo con lentitud: —El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta. El otro miró con recelo. Dijo con voz distinta: —Pero, ¿hay una meta? Paracelso se rió. —Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos dicen que no, y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que «hay» un Camino. Hubo un silencio, y dijo el otro: —Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la Tierra Prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino. —¿Cuándo? —preguntó con inquietud Paracelso. —Ahora mismo —contestó con brusca decisión el discípulo. Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. El muchacho elevó en el aire la rosa. —Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera. —Eres muy crédulo —dijo el maestro—. No he menester de la credulidad; exijo la fe. El otro insistió. —Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la Rosa. Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella. —Eres crédulo —dijo—. ¿Dices que soy capaz de destruirla? —Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo. —Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba? —No estamos en el Paraíso —habló tercamente el muchacho—; aquí, bajo la luna, todo es mortal. Paracelso se había puesto de pie. —¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso? —Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo. —Aún queda el fuego en la chimenea —dijo Paracelso. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo. —¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo—. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera? Paracelso le miró con tristeza. —El atanor esta apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos. —No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad. —Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala. El discípulo dijo con frialdad: —Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo. Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo: —Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa. El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo: —Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don? El otro replicó, tembloroso: —Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos. Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y solo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro. Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza: —Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será. El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas. Se arrodilló, y le dijo: —He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa. Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie? Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse. Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió. Utopía de un hombre que está cansado «Llamola utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar.» —Quevedo— No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe: En medio de la pánica llanura interminable, y cerca del Brasil, que va creciendo y agrandándose. El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta. Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas. Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo. —Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan. No dije nada y agregó: —¿No quieres acompañarme a comer? En casa no hay nadie. Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí. Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi anfitrión eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar. Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije: —¿No te asombra mi súbita aparición? —No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa. La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme: —Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos. —Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien. —¿Y cómo se llamaba tu padre? —No se llamaba. En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre. Éste me dijo: —Ahora vas a ver algo que nunca has visto. Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de Moro, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas. No sin fatuidad repliqué: —Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos. Leí en voz alta el título. El otro rió. —Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios. —En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud. —¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio. —Como los rabinos —le dije. Pareció no entender y prosiguió. —Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo. —¿Un hijo? —pregunté. —Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro. Asentí. —Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte. —¿Se trata de una cita? —le pregunté. —Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas. —¿Y la gran aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije. —Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Con una sonrisa agregó: —Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial. —Así es —repliqué. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos. El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna. Me atreví a preguntar: —¿Todavía hay museos y bibliotecas? —No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita. —En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Brahms y su propio Turner. No identificó los nombres y continuó: —He construido esta casa, que se parece a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que será de otros cuya cara no he visto. Puedo mostrarte algunas cosas. Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano. —Ésta es mi obra —declaró. Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito. —Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra tranquila. Fue entonces que se oyeron los golpes. Tres o cuatro hombres y una mujer entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la mujer. —Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils? —De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura. —Esperemos que con mejor fortuna que su padre. Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa. La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas. A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula. —Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler. El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja. El hombre dijo unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán. —La nieve seguirá —anunció la mujer. En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, con materiales hoy dispersos en el planeta, dentro de miles de años. Los primeros años —¿Cuál fue su primer contacto con la literatura? —Creo que mi primera lectura fueron los cuentos de Grimm en una versión inglesa. Me parece recordar el volumen, pero es probable que hayan sido otros, porque yo me he educado menos en colegios y universidades que en la biblioteca de mi padre. También debo recordar a mi abuela, que era inglesa y sabía de memoria la Biblia, de modo que incluso puedo haber entrado en la literatura por el camino del Espíritu Santo o posiblemente de versos oídos en mi casa. Mi madre sabía (y creo que aún lo recuerda) de memoria el Fausto, de Estanislao del Campo. —¿A qué edad ocurrió ese conocimiento de Grimm? —Debo haber sido muy chico. Yo no recuerdo una época en la que no supiera leer ni escribir. Pero como la memoria, según el consenso de los psicólogos —que son falibles—, se remonta hasta los cuatro años y sé que a esa edad yo sabía leer y escribir, no puedo precisar fechas. —¿Era bilingüe? —Sí. En casa se hablaba inglés por mi abuela inglesa y español por todo el resto de la familia. Yo sabía que tenía que hablar con mi abuela materna, Leonor Acevedo Suárez, de un modo; con mi abuela paterna, Frances Haslam Arnett, de otro, y que esos dos modos no se parecían. Con el tiempo descubrí que esas dos maneras de hablar de un nieto se llamaban la lengua castellana y la lengua inglesa. De igual modo, un niño usa verbos, los conjuga, conoce los géneros gramaticales, usa diversas partes de la oración y la gramática le es revelada mucho después; yo leía en los dos idiomas, pero posiblemente más en inglés, porque la biblioteca de mi padre era inglesa. Recuerdo que en mi casa había una edición de El Quijote, de la Casa Garnier. Después el volumen se perdió en el curso de nuestros viajes y en 1927 logré tener otro ejemplar, por esa superstición que uno tiene de que la edición en la cual se ha leído un libro es la verdadera, aunque no sea la primera. Era un libro encuadernado, con letras de oro, láminas en acero: un lindo tomo que conservo todavía, porque me parece que los demás Quijotes son apócrifos. En cuanto a mis primeras lecturas, yo leí muchas obras de una colección muy benemérita y bastante curiosa por su material: la Biblioteca de la Nación. Tenían unas encuadernaciones estilo “art nouveau”. El primer volumen que publicaron fue, previsiblemente, la Historia de San Martín, de Mitre; después aparecieron El Quijote y una obra casi contemporánea: Los primeros hombres en la Luna, de Wells. En aquel tiempo no existían los derechos de autor, lo cual contribuía a la mayor difusión de los escritores, porque al aparecer un libro lo traducían, lo publicaban y el autor no recibía un centavo. Y a veces, para hacer mejor las cosas, si el libro tenía, por ejemplo, veinte capítulos, contrataban a veinte traductores. Cada uno traducía su capítulo (con el fin de publicar la obra con mayor rapidez), de modo que el personaje que se llamaba Guillermo en un capítulo, se llamaba William o Wilheim en otros. Esa biblioteca publicó también obras de Quevedo; La bolsa, de Martel; Amalia, de Mármol; Facundo, de Sarmiento; El Misterio del cuarto amarillo y las novelas y cuentos policiales de Conan Doyle, que se leía mucho entonces y era un autor contemporáneo. De todos modos, recuerdo haber leído de chico, no sé si en inglés o en español, los cuentos de Poe, novelas de Dumas, de Sir Walter Scott; María, de Jorge Isaacs y obras clásicas españolas. Adolescencia en Europa —¿Todo su bachillerato lo hizo en Suiza? —Sí, y eso fue ventajoso para mí, porque yo era un buen latinista y llegué a componer versos latinos con la ayuda de Gradus ad Parnassum, de Guicherat. Yo tenía el esquema que marcaba las sílabas breves y las largas, aunque nunca pude leer un verso latino porque no he sabido acentuar las sílabas breves y largas. —¿Escandir? —Sí, y todavía no lo sé, pero podía hacerlo con ese sistema mecánico. Era como si escribiera versos rimados y no oyera las rimas. En Latín leía a Séneca y a Tácito. —Además, tengo entendido que dio exámenes en latín… —¡No, caramba! Está confundiéndome con un bisabuelo mío inglés que se recibió de doctor en letras en la Universidad de Heidelberg sin saber una palabra de alemán, dando todos los exámenes en latín. Sospecho que ahora los profesores no podrían tomar esos exámenes; quizás aprobaran a todos los alumnos para no demostrar su ignorancia. En aquel tiempo, la gente hablaba todavía en latín. El padre de un amigo mío, Ibarra, hacía que su hijo, durante el almuerzo y la comida, hablara en latín. —Pero Ud. me ha comentado que sus condiscípulos lo libraron de dar un examen de una materia que Ud. no sabía. —No sé si se trataba de zoología o botánica, que nunca me interesaron. Yo había dado todas las materias y había tenido que aprender el idioma en que se daban, porque no sabía francés. Mi madre lo conocía, pero en casa había primado el inglés porque en aquel entonces el inglés tenía un interés que ha perdido ahora, con su vulgarización. Aunque no sé si ahora la gente sabe realmente inglés… Volviendo al tema, yo había dado todos los exámenes y me habían aplazado en una materia. Los demás alumnos le pidieron al profesor que tuviera en cuenta que yo había tenido que aprender no sólo las materias, sino también, el idioma. Entonces me hicieron pasar al segundo año. —¿Qué edad tenía entonces? —Doce o trece años. Y cuando quise agradecerles, pues yo había visto la carta firmada por éstos, me dijeron que no, que era una decisión tomada por los profesores, que ellos no tenían nada que ver. Lo hicieron para evitar la incomodidad de la gratitud y posiblemente, como los suizos son gentes de pocas palabras, para abreviar u omitir el diálogo. Conservo recuerdos muy gratos de Suiza. —¿Cuántos años vivió allí? —Lo que duró la primera guerra europea. Recuerdo que Suiza movilizó en una semana unos 250.000 ó 300.000 hombres para defender la frontera. He visto a los soldados que iban a los cuarteles abrochándose la chaqueta y con el rifle en la mano, porque tenían el uniforme y las armas en su casa. El ejército suizo contaba con sólo tres coroneles, y decidieron nombrar general a uno de ellos durante el tiempo que durara la guerra. Un vecino nuestro, el coronel Odeou, aceptó ser nombrado general pero con la condición de que no le aumentaran el sueldo. La literatura alemana —¿En aquella época ya se manejaba con el alemán? —No; este idioma lo estudié en el último o penúltimo año de la guerra, por propia voluntad. Tendría 17 años. El culto de Alemania se lo debo a Carlyle, y también al deseo de leer El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer en su texto original. Como no se podía salir de noche, pues durante el último año la vigilancia policial debido al espionaje era muy severa, me compré el Libro de las canciones, de Heine, y ayudándome con un diccionario alemán-inglés, comencé a leerlo en alemán. El vocabulario de Heine en sus obras iniciales era deliberadamente sencillo; una vez que conocí las palabras Nachtigall, Herz, Liebe, Nacht, Trauer, Geliebte… me di cuenta de que podía prescindir del diccionario y seguí leyendo, de modo que llegué por esa vía a dominar la lengua espléndida de la música de los versos de Heine. Y al cabo de pocos meses pude prescindir del diccionario. —¿Y entonces leyó a Schopenhauer? —No inmediatamente, porque cometí el error de las personas que estudian alemán para leer filosofía y fue continuar con La crítica de la razón pura, obra que no la entienden los mismos alemanes y que quizás hubiera dejado perplejo al mismo Kant en muchos casos… salvo que recordara lo que había querido decir… Recuerdo que Quincey decía que los alemanes consideraban una frase como un baúl, un gran baúl, que una persona tiene que llevar para un largo viaje. Entonces, se pone en el baúl o en la frase todo lo que se puede, y uno se las arregla con paréntesis y con guiones y luego surge una especie de monstruo informe. Pero, felizmente, eso corresponde a la prosa de Kant y no a la de otros autores alemanes, pues si no serían ilegibles. He leído mucho en alemán; sobre todo poesía expresionista, porque durante la primera guerra europea el expresionismo alemán fue el más importante de todos los “ismos” de aquella época, mucho más que el imaginismo de Pound o que el futurismo italiano o el cubismo francés o el ulterior ultraísmo español e hispanoamericano. Fue el movimiento más rico, porque no era solamente técnico; a los expresionistas les interesaba además la fraternidad entre los hombres, la desaparición de las fronteras y la mística, la transmisión del pensamiento, toda esa magia que ahora divulga la revista Planète: dobles personalidades, cuarta dimensión… El idioma alemán es ideal para la poesía. Yo diría que es el más hermoso, salvo el escandinavo antiguo, que ahora me interesa mucho. Pero el escandinavo antiguo no se ha desarrollado como el alemán. Quizás el anglosajón hubiera podido desarrollarse así, pero la invasión normanda cambió el carácter del idioma, aunque ha quedado esa capacidad para construir palabras compuestas. Con la diferencia de que en inglés las palabras compuestas —si bien pueden construirse y Joyce lo ha hecho espléndidamente— siempre resultan un poco artificiales. En cambio, cualquier alemán puede acuñar una palabra compuesta que no ha sido usada nunca y es una palabra espontánea. En inglés resulta algo pedantesca y “literaria” entre comillas, en el mal sentido de la palabra. Muchos años después, en Buenos Aires, estudié el italiano, que no sé hablar y no entiendo cuando lo hablan, pero que sabía leer, cuando tenía vista, de la misma manera. Lo hice mediante la Divina Comedia, que comencé a leer en una traducción bilingüe y cuando llegué al Purgatorio, cuando me despedí de Virgilio, me di cuenta de que podía seguir leyendo, y aunque no entendiese cada palabra, entendía cada frase. Por otra parte, los italianos tienen ediciones de sus clásicos muy superiores a las de cualquier idioma. He tenido ocasión, como profesor de literatura inglesa, de manejarme con ediciones de Shakespeare, por ejemplo, y los comentarios son muy pobres comparados con los de Momigliano o con los más antiguos de Scartazzini, de Casini o de Barbi, porque en las ediciones italianas de la Comedia está comentado cada verso, y en las últimas, no sólo está comentando histórica o teológicamente, sino que hay un comentario literario. En la de Attilio Momigliano se analiza el sonido de los versos, las repeticiones de ciertas sílabas, la colocación de los acentos. De modo que si uno no entiende el italiano (lo cual es raro, porque al fin y al cabo italiano y español son dialectos del latín), lo comprende por medio del comentario. Creo que es el mejor modo de estudiar un idioma: a través de los textos. Spencer decía que la gramática es lo último que debía enseñarse, porque es la filosofía del idioma, y un niño no aprende su lengua materna por la definición del adjetivo, del sustantivo y del pronombre, como no aprendemos a respirar estudiando grabados de los pulmones. He llegado a leer la obra de Dante, la de Ariosto, y luego la de los modernos. —¿Cuáles? —Croce, Gentile (que siempre me dio algún trabajo) y luego poetas como Ungaretti, para citar en ejemplo. Yo diría que, en general —y aquí estoy hablando contra mis propios intereses—, tratándose de idiomas afines, no deberían traducirse los textos. Por ejemplo, yo no sé portugués y he leído a Eça de Queiroz. Cuando no entendía una frase la leía en voz alta y el sonido me revelaba su sentido. —Pero no todo el mundo tiene esa aptitud… —De Quincey decía, exageradamente, que como todos conocen la Biblia, sobre todo en un país protestante, la mejor manera de estudiar un idioma es mediante ese libro. Él hizo un viaje en diligencia —serían muy lentas las diligencias— de Londres a Edimburgo llevando una Biblia sueca, y al llegar a la ciudad escocesa ya tenía un buen conocimiento del idioma sueco. Pero supongo que eso se debería más al abuso del opio que a un recuerdo real… Claro que para un hombre extraordinario, pero, con todo, me parece… —Hace poco leí La monja alférez… —¡Ah! ¡Qué raro! Allí se habla de Tucumán. —Y además, convirtió a una especie de marimacho en una heroína… —Es que él tomaba los hechos históricos como punto de partida. No era realmente un historiador. Soñaba con todas las cosas. Sospecho que se documentaba poco; tiene una página espléndida sobre los tártaros de Siberia. Parece que eso está basado en una versión alemana de un texto ruso de diez líneas, donde no se dice todo lo que De Quincey ha dicho en setenta espléndidas páginas, en que vuelve a recrear todo. Es mejor tener memoria inventiva. Los historiadores no tienen ni una cosa ni otra: lo que tienen son papeles. —Fichas. Bueno, pero se es historiador o se hace una obra de creación. —Yo, precisamente, estoy haciendo un prólogo a Facundo y digo que Facundo es realmente un personaje creado o soñado por Sarmiento. Por eso, después de leer Facundo, las otras biografías de Quiroga, sin duda más auténticas y hechas por otros historiadores, no interesan. Sin duda, ¿qué puede importarnos el Hamlet de Saxo Grammaticus comparado con el de Shakespeare? Posiblemente los dos sean igualmente irreales, salvo que uno es irreal de un modo más vívido y más complejo. —¿A qué edad volvió Ud. a Buenos Aires? —Tenía alrededor de veinte o veintiún años. Estuve antes tres años en España; fui después a Portugal y uno de mis propósitos era encontrar a mis parientes. Entonces buscamos la guía de teléfonos y había tantos Borges que era como si no hubiera ninguno. Tenía cinco páginas de parientes. El infinito y el cero se parecen. No podía llamar a cinco páginas de personas y preguntar: “Dígame: ¿en su familia hubo un capitán llamado Borges de Ramallo que se embarcó para el Brasil a fines del siglo XVIII o principios del XIX?…” Sin embargo, descubrí con tristeza que un enemigo de Camoens se llamaba Borges y tuvieron un duelo. —Esperemos que no haya sido pariente suyo… —Haré lo posible para que no lo sea, ya que es tan fácil modificar el pasado. —¿Cómo ve Ud. ahora, en 1973, al Borges que tenía veinte años en España? —Yo admiraba a Rafael Cansinos Assens, que es un escritor español casi totalmente olvidado. Y tenía, como ahora, un gran fervor literario y una creencia en la metáfora que ya no tengo. No sé por qué se me había ocurrido (ya le había sucedido antes a Lugones) que la metáfora es el elemento esencial de la poesía. En buena lógica, bastaría un solo verso bueno sin metáfora —y es fácil encontrarlo—, fuera de las metáforas inevitables que forman el idioma, para probar que esa teoría es falsa. Además, tenemos el ejemplo de la poesía popular de todos los países, en la que casi no hay metáforas. Como elemento esencial de la poesía, es algo que se da perdidamente y en literaturas cultas. Ciertamente, la poesía no empieza con la metáfora y hasta sospecho que entre gente primitiva no se ve la diferencia entre el sentido recto y el sentido figurado. Yo escribí alguna vez que cuando se pensaba que Thor era el dios del trueno, la idea es ya bastante complicada. Posiblemente Thor era estruendo y divinidad, y ni distinguieran bien una cosa de la otra. Imagino que la gente primitiva es como los niños y posiblemente no diferencien bien entre el sueño y la vigilia. Un sobrino mío (es achaque de gente vieja pensar en los sobrinos), me contó que había soñado hace muchos años que iba por un bosque, que se perdía y llegaba por fin a una casa blanca de madera, que se abría la puerta y por ella salía yo. Entonces, el chico me preguntó: “Dime, ¿qué hacías allí, en esa casa?”. Se ve que no distinguía la realidad de los sueños. Examen de la obra —¿Cuál de sus tres primeros libros —Fervor de Buenos Aires, Cuaderno San Martín y Luna de enfrente— le deparó mayores satisfacciones? —El primero: Fervor de Buenos Aires, porque todavía me reconozco en él, aunque sea entre líneas. En cambio, los otros dos libros los veo ahora como ajenos, excepto alguna composición de Cuaderno San Martín, como La noche que en el Sur lo velaron, un poema que yo firmaría ahora con alguna ligera modificación o atenuación. En cambio, Luna de enfrente fue un libro que se escribió para escribir un libro, lo cual es el peor motivo. Los libros deben escribirse solos, por medio del autor o a pesar de él. Pero ocurrió que Evar Méndez me dijo que él quería publicar un libro mío, que conocía a un impresor llamado Piantanida, que iba a ser un libro muy lindo y tenía que estar de acuerdo con esa teoría de que la esencia de la poesía es la metáfora, etcétera. Escribí ese libro e incluso cometí un error capital, que fue el de “hacerme” el argentino, y siendo argentino no tenía por qué disfrazarme. En aquel libro me disfracé de argentino del mismo modo que en Inquisiciones me disfracé de gran escritor clásico español latinizante, del siglo XVII, y ambas imposturas fracasaron. De modo que de esos tres libros sólo hay uno que yo veo todavía con cariño aunque lo he modificado mucho, pero no agregándole cosas, sino diciendo de un modo más o menos eficaz lo que mi incompetencia literaria me había impedido decir en la primera edición. Es decir, restituyendo el libro a lo que ese libro estaba tratando de ser. —¿Qué piensa de sus libros posteriores? —Mis amigos me dicen que mis cuentos son muy superiores a mis poesías, que soy un intruso en la poesía y no debería escribir versos, pero a mí me gustan los versos que escribo. Hay dos libros que me han granjeado alguna fama: Ficciones y El Aleph. Es decir, los libros de cuentos fantásticos; pero yo ahora no escribiría cuentos de ese tipo. Me parece que no están mal, pero es un género que me interesa poco ahora (o del cual me siento incapaz y por eso digo que me interesa poco). A mí me gusta más El informe de Brodie y quizás el libro que estoy escribiendo ahora y cuyo título no me ha sido aún revelado, pero nadie comparte mis opiniones. Además, tuve la desgracia de escribir un cuento totalmente falso: Hombre de la esquina rosada. En el prólogo de Historia universal de la infamia advertí que era deliberadamente falso. Yo sabía que el cuento era imposible, más fantástico que cualquier cuento voluntariamente fantástico mío, y sin embargo, debo la poca fama que tengo a ese cuento. —Me parece una exageración decir eso. —Y aunque después escribí otro cuento, Historia de Rosendo Juárez, como una suerte de palinodia o de contraveneno, no fue tomado en serio por nadie. No sé si lo leyeron, o simularon no haberlo leído, o si lo tomaron por un mal momento mío. El hecho es que yo quise referir la misma historia tal como pudo haber ocurrido, tal como yo sabía que pudo haber sucedido cuando escribí Hombre de la esquina rosada en 1930, en Adrogué. La escena de la provocación es falsa; el hecho de que el interlocutor oculte su identidad de matador hasta el fin del cuento es falso y no está justificado por nada; el lenguaje es, de tan criollo, caricatural. Quizás haya una necesidad de lo falso que fue hallada en ese cuento. Además, el relato se prestaba a las vanidades nacionalistas, a la idea de que éramos muy valientes o de que lo habíamos sido; tal vez por eso gustó. Cuando yo tuve que leer las pruebas para una reedición lo hice bastante abochornado y traté de atenuar las “criolladas” demasiado evidentes, o, lo que es lo mismo, demasiado falsas. Lo curioso es que las personas que admiran ese cuento lo llaman “Hombre de la Casa Rosada” y suponen que me refiero al presidente de la República. —¿Y Ficciones? —No recuerdo bien los cuentos, porque confundo fácilmente Ficciones y El Aleph, pero supongo que no está mal. El Aleph es un cuento que me gusta. Me acuerdo de que mi familia se había ido a Montevideo; yo estaba solo en Buenos Aires y lo escribía riéndome, porque me causaba mucha gracia. Y luego hubo otro cuento, que se llama Las ruinas circulares, con el que me ocurrió algo que no me ha sucedido nunca. Ocurrió por única vez en la vida, y es que durante la semana que tardé en escribirlo (lo cual en mi caso no significa morosidad, sino rapidez) yo estaba como arrebatado por esa idea del soñador soñado. Es decir, yo cumplía mal con mis modestas funciones en una biblioteca del barrio de Almagro; yo veía a mis amigos, cené un viernes con Haydée Lange, iba al cinematógrafo, llevaba mi vida corriente y al mismo tiempo sentía que todo era falso, que lo realmente verdadero era el cuento que estaba imaginando y escribiendo, de modo que si puedo hablar de la palabra inspiración, lo hago refiriéndome a aquella semana, porque nunca me ha sucedido algo igual con nada. —¿Y con la poesía tampoco? —No, con la poesía es distinto. Por ejemplo, las milongas se han escrito solas. Yo he recorrido los corredores de la Biblioteca Nacional, he caminado por las calles del barrio sur, que quiero tanto; por el norte y por el centro, y de pronto he sentido que algo estaba por ocurrir. Entonces he tratado de aguzar el oído, he tratado de no intervenir y luego he comprendido que lo que estaba ocurriendo era una milonga. Y las milongas se han compuesto solas y creo que no he tenido necesidad de escribirlas; habré cambiado una o dos palabras, pero no más. Todo ello ha salido de un viejo fondo criollo que tengo y no ha significado ningún esfuerzo para mí. Al mismo tiempo, no puedo comprometerme a escribir un libro de milongas porque eso depende de que esos momentos, esas visitas del Espíritu Santo, aunque parezca vanidoso y es vanidoso, ocurran. En cambio, por ejemplo, un soneto es distinto, aún en el caso de las rimas. Uno tiene que elegir una rima, tiene que pensar que las palabras que riman no son totalmente distintas; yo diría que hay rimas naturales y rimas artificiales. Reflejo y espejo son naturales, porque se refieren a ideas afines; turbio y suburbio, también. En cambio, en este ejemplo de Lugones: “En inmensas dosis de apoteosis” no sé si la palabra dosis está buscando la palabra apoteosis. —De ningún modo. —Desde luego, creo que no; claro que lo hizo a propósito. Quiero decir que en el caso de las sextinas, como en la “Milonga de los hermanos”, todo eso ha nacido solo, he encontrado las rimas necesarias o ellas me han encontrado a mí. Pero un libro mío que me gusta, aunque no sé si ha gustado a los lectores, es El Congreso, porque es un libro que llevé conmigo sin animarme a intentar su escritura durante muchos años y siempre pensaba en él, hasta que me dije: “Bueno, yo ya he encontrado mi voz, mi voz escrita. Quiero decir que no puedo hacer las cosas ni mucho mejor ni mucho peor; voy simplemente a escribirlo”, y lo escribí. —La metafísica y la cosmogonía religiosa han tratado de reducir el mundo a símbolos o a ideas primarias. ¿El cuento del congreso inútil (la improbabilidad de reducir la pluralidad de la experiencia a pocas representaciones ideales) qué significa respecto a la metafísica tradicional? —La contestación es sencilla o relativamente sencilla. Los miembros de El Congreso quieren esencialmente reducir el mundo a unos cuantos símbolos, fracasan, como siempre se ha fracasado en semejantes casos, y la originalidad de mi fábula reside en que para ellos ese fracaso, esa aceptación de la pluralidad, de la multiplicidad irreductible del mundo, es tomada, no como un fracaso sino como un éxito. Desde luego no sé si esa experiencia mística es posible, pero, en todo caso, si no es posible para las conciencias humanas, fue posible para mi imaginación durante el tiempo en que yo escribí la historia. El congreso va creciendo, el congreso abarca el universo o, como diría William James, el pluriverso, abarca la pluralidad de las cosas, pero ellos no ven una derrota en ello sino una especie de victoria. Yo, personalmente, no he tenido esa experiencia, pero, para los propósitos de mi fábula, creo que podemos imaginar un grupo de individuos o, mejor dicho, un solo individuo (porque el que tiene la experiencia es el estanciero, que es un hombre de fuerte personalidad), él infunde esa fe en los otros, por lo menos durante el decurso de la última noche, en que recorren toda la ciudad, la ciudad que no ha cambiado, pero en la cual ellos ven la ejecución de su imposible plan. Ahora, yo querría repetir que no profeso ningún sistema filosófico, salvo, aquí podría coincidir con Chesterton, el sistema de la perplejidad. Yo me siento perplejo ante las cosas y en ese cuento he querido reducir esa perplejidad a una suerte de acto de fe. En cuanto al budismo tantra, he estudiado el budismo, lo conozco, creo que es una suerte de budismo mágico, (recuerdo los grabados de algún libro en que están registrados esos símbolos que ha producido Jung en otro libro) pero, al escribir el cuento, no he tenido presente nada de eso. He pensado simplemente en esa historia, en la de personas que planean algo tan vasto que finalmente se confunde con el universo pero que no ven eso como una derrota, a la manera de los personajes de Kafka, sino que lo ven como una victoria, como una misteriosa victoria. Eso es todo lo que puedo decir. Pero es un libro que no ha agradado a mis amigos. —¿Por qué piensa eso? —Porque mis amigos dicen que todo lo que yo digo ahí lo he dicho mejor en libros anteriores y que el único valor que tiene es el de ser una especie de resumen de la opera omnia mía. Por ejemplo, Néstor Ibarra, un amigo en cuya opinión yo confío mucho, me dijo que era un libro inútil porque ya estaba incluido virtualmente en los anteriores. Pero yo creo que no, porque hay allí una descripción de una experiencia mística, que yo no he tenido pero que he tratado de imaginar: la idea de esas personas que emprenden una labor tan infinita que coinciden con el universo y que no sienten eso, como ocurriría en un texto de Kafka, como una defraudación, sino que, al contrario, se sienten satisfechos. Esa obra que ellos quieren hacer ya está hecha no sé si por la Divinidad o por el proceso cósmico, pero ya está, y se sienten felices. Creo que esa parte está, bastante bien dada: ese último paseo que hacen recorriendo la ciudad y esa posterior resolución de no verse más porque no van a recuperar la exaltación de ese momento. A mí, personalmente, me emocionó cuando lo escribí y los personajes me gustaron también y los sentí como reales. ¡Pero un escritor puede engañarse tanto! Por ejemplo, yo lo he notado en el caso de los nombres de las calles. En ese libro se nombran casi exclusivamente, fuera del paredón de la Recoleta, lugares del sur y a mí el sur me emociona. Una prueba que uno podría hacer es escribir un cuento con nombres de lugares y luego reemplazar esos lugares por otros que no significan para uno. Por ejemplo, trasladar mis cuentos de Palermo al bajo de Flores para ver si me siguen pareciendo buenos, pero no me animo a hacer eso. Ni siquiera los cuentos de Adrogué o de Temperley. Me parece que si los situara en San Isidro o en Martínez, me daría cuenta de que no valen nada. Al fin y al cabo, el prestigio de las palabras es importante: ¿por qué no el prestigio de los nombres propios? —Pero esos cuentos traducidos tienen éxito y quienes los leen no conocen ninguno de esos lugares. —Es cierto. Eso quiere decir que la gente se equivoca fácilmente, o que es generosa. —O que se puede prescindir de los sitios geográficos, porque el ímpetu está puesto en la prosa o en la poesía, que es lo permanente. —Me acuerdo que leyendo un cuento muy bueno de Peyrou que se llama La noche repetida me encontré con una frase que hizo llenar mis ojos de lágrimas. Decía: “Esa percanta de pollera florida que sabía esperarme en una esquina de la calle Nicaragua”. Y pensé: soy un tonto, porque la calle Nicaragua significa algo para mí, pero no tiene que significar nada para las personas que viven en otro barrio. —Eso quiere decir que Ud. es sentimental. —¡Sí, caramba! —¿Por qué esa necesidad de escribir todos los días, aunque sea una línea? —Es para sentirme justificado y porque temo que si no dicto algo, voy a olvidarlo. Además, de noche pienso: he escrito tal cosa, he adelantado tal trabajo, y eso me tranquiliza. —¿De niño intuyó que iba a ser escritor? —Antes de haber escrito una sola línea. Pero eso se debió un poco a una convención tácita que hubo en mi familia, porque mi padre hubiera querido ser escritor y no pudo. Dejó algunos sonetos, una novela, muchos trabajos que destruyó. Entonces se entendía de un modo tácito, que es el modo más eficaz para que se entienda una cosa, que yo iba a cumplir ese destino que le había sido negado a mi padre. Eso lo supe desde chico. —¿Y si él hubiese sido matemático? —Las matemáticas me interesan. Me interesa la obra de Bertrand Russell y lo que he podido ver del matemático alemán Georg Cantor. He leído muchos libros con total incredulidad sobre la cuarta dimensión. Pero no me veo como matemático, porque no tengo ninguna facultad para ello. Entiendo que el ajedrez es una ocupación muy noble y que de todos los juegos que conozco es infinitamente superior, pero al mismo tiempo soy uno de los ajedrecistas más mediocres que existen. Los temas borgianos —¿Cuándo, dónde y por qué aparece como tema el laberinto? —Recuerdo un libro con un grabado en acero de las siete maravillas del mundo; entre ellas estaba el laberinto de Creta. Un edificio parecido a una plaza de toros con unas ventanas muy exiguas, unas hendijas. Yo, de niño, pensaba que si examinaba bien ese dibujo, ayudándome con una lupa, podría llegar a ver el Minotauro. Además, el laberinto es un símbolo evidente de perplejidad, y la perplejidad, el asombro del cual surge la metafísica según Aristóteles, ha sido una de las emociones más comunes de mi vida, como lo fue de Chesterton, quien dijo: todo pasa, pero siempre nos queda el asombro, sobre todo el asombro ante lo cotidiano. Yo, para expresar esa perplejidad, que me ha acompañado a lo largo de la vida y que hace que muchos de mis propios actos me sean inexplicables, elegí el símbolo del laberinto, o, mejor dicho, el laberinto me fue impuesto, porque la idea de un edificio construido para que alguien se pierda es el símbolo inevitable de la perplejidad. He ensayado distintas variaciones sobre ese tema, que me han llevado al Minotauro y a cuentos como La casa de Asterión; Asterión es uno de los nombres del Minotauro. Luego, el tema del laberinto se encuentra de un modo muy notorio en La muerte y la brújula, en diversos poemas de los últimos libros míos y en uno que voy a publicar hay también un poema breve sobre Minotauro. —¿Y los espejos? —Los espejos corresponden al hecho de que en casa teníamos un gran ropero de tres cuerpos estilo hamburgués. Esos roperos de caoba, que eran comunes en las casas criollas de entonces… Yo me acostaba y me veía triplicado en ese espejo y sentía el temor de que esas imágenes no correspondían exactamente a mí y de lo terrible que sería verme distinto en alguna de ellas. Eso se unió a un poema que leí sobre el Profeta Velado de Jorasán, el hombre que vela su rostro porque es leproso, y al Hombre de la Máscara de Hierro, de una novela de Dumas. Las dos ideas se unieron: la de un posible cambio en el espejo. Y también, naturalmente, porque el espejo está unido a la idea escocesa del Fetch (que se llama así porque viene a buscar a los hombres para llevarlos al otro mundo), a la idea alemana del Doppelgänger, el doble, que camina a nuestro lado y que viene a ser la idea de Jekyll y Hyde y de tantas otras ficciones. Ahora bien, yo sentía el horror de los espejos y tengo un poema en que hablo de ese horror y que uno a la sentencia pitagórica de que un amigo es un otro yo. He pensado que posiblemente a él se le ocurrió la idea de otro yo viendo su reflejo en un espejo o en el agua. Cuando yo era chico nunca me atrevía decirles a mis padres que me dejaran en una habitación totalmente oscura para no tener esa inquietud. Antes de dormir yo abría repetidamente los ojos para ver si las imágenes en los tres espejos seguían siendo fieles a lo que yo creía mi imagen o si habían empezado a modificarse rápidamente y de un modo alarmante. A eso se agregó la idea de la pluralidad del yo, de que el yo es cambiante, de que somos el mismo y somos otros; eso lo he aplicado muchas veces. Y en un libro que aparecerá el año próximo hay un cuento titulado El otro donde ensayo una variación de ese tema, ya tratado por tantos autores, por Poe, Dostoievsky, Hoffmann, Stevenson. —La repetición de los ciclos, todo ese mundo que vuelve sobre sí mismo, ¿de dónde proviene? —Mi padre fue el primero que me habló de eso. Creo que él lo había leído en los Diálogos sobre la religión natural, del filósofo escocés Hume, del siglo XVIII. Y la idea es que si el mundo consta de un número limitado de elementos y si el tiempo es infinito y cada momento depende del momento anterior, basta con que se repita un momento en el proceso cósmico para que se repitan los siguientes y entonces tendríamos, como creían los pitagóricos y los estoicos, una historia universal cíclica. Se dice que eso procede de la India, pero en las cosmogonías hindúes, en el budismo, por ejemplo, los ciclos se repiten, pero no son idénticos: es decir, una persona no vive su propia vida un número indefinido o infinito de veces, sino que cada ciclo influye en el subsiguiente y así podemos descender a animales, a plantas, a demonios, a fantasmas, o podemos volver a ser otra vez hombres y eventualmente podemos perder nuestra identidad. Eso sería el Nirvana y eso sería la mayor felicidad, caer en la rueda de la vida y vernos libres de la vida. Esa idea me impresionó muchísimo y luego la he aprovechado muchas veces. Personalmente, descreo de ella. No solamente descreo, sino, como dije en un artículo titulado La doctrina de los ciclos, si ésta es la milésima vez que mantenemos esta conversación, es realmente la primera porque no recuerdo las anteriores. Un argumento que suele emplearse a favor de esa idea, sobre el cual tiene un poema muy lindo el poeta Dante Gabriel Rossetti (“I have been here before, / But when or how I cannot tell: / I know the grass beyond the door, / The sweet keen smell, / The sighing sounds, the lights around the shore. /… You have been mine before…”), es que si yo creo haber vivido ya este momento, eso introduce una modificación, porque suponiendo que ésta sea la segunda vez que mantengo esta conversación y pienso: “yo ya he hablado sobre esto con María Esther Vázquez y le he dicho las mismas cosas en esta misma sala de la misma Biblioteca Nacional”, entonces esto no habría ocurrido la primera vez, entonces los ciclos no serían idénticos. El hecho de recordar un ciclo anterior sería en realidad un argumento contra la doctrina de los ciclos. Además, si suponemos una sucesión indefinida o infinita de vidas, cada vez recordaremos mejor las cosas y eso nos permitirá modificar quizá nuestra conducta, y entonces se derrumbaría la teoría. —Hablemos del tema de los tigres. —Ese tema lo he explicado en un poema titulado El oro de los tigres. Nosotros vivíamos cerca del Jardín Zoológico; yo lo visitaba con frecuencia, pero los animales que realmente me impresionaban de niño, fuera del bisonte, eran los tigres. Sobre todo el gran tigre real de Bengala. Me pasaba horas mirándolo. Me impresionaba el pelaje de oro y, naturalmente, las rayas. También me impresionaban los leopardos, los jaguares, las panteras, animales afines. En ese poema digo que realmente el primer color que vi, no físicamente sino emocionalmente, fue el amarillo del tigre, y ahora que estoy casi ciego el único color que veo sin lugar a error es el amarillo. Así, el amarillo corresponde al principio y al fin de mi vida. Por eso, y no por razones decorativas de tipo modernista, titulé al libro El oro de los tigres. Además, en el tigre hay la idea de poderío y de belleza. Recuerdo que una vez mi hermana me hizo esta observación curiosa: “Los tigres están hechos para el amor”. Esto me recuerda un verso de Cansinos Assens donde le dice a una mujer una frase: “Yo seré como un tigre de ternura”. Encontré una frase parecida en Chesterton, refiriéndose al tigre del poema de William Blake, que es un poema sobre el origen del mal (por qué Dios que hizo el cordero creó también al tigre que lo devora) y dice: “El tigre es un símbolo de terrible elegancia”. Ahí están unidas la idea de la belleza y de la crueldad que se atribuye a los tigres. Posiblemente no sean más crueles que otros animales. De la misma forma, se atribuye astucia al zorro, majestad al león; son convenciones de las fábulas, posiblemente, convenciones esópicas. —¿Y la secta del cuchillo y el coraje, es decir todo lo que eso implica? —Yo encontraría dos raíces: una, en el hecho de que muchos de mis mayores fueron militares y algunos murieron en batallas, y luego, en que ese destino me había sido negado. La otra es encontrar esa condición del coraje en pobre gente, en los compadritos de las orillas, que si tenían una religión, era ésa: la de que un hombre no debe ser flojo. Además, en el caso del compadrito, ese coraje era desinteresado, porque, a diferencia de lo que ocurre con los gangsters o los criminales en general, la gente es violenta por avidez, o movida por razones políticas. Y luego, en una saga escandinava encontré una frase que corresponde exactamente a esa idea. Se trata de unos vikingos que se encuentran con otros y les preguntan si creen en Odín o en el Cristo blanco y uno responde: “Creemos en nuestro coraje”. Corresponde a la ética de los cuchilleros. —Otro tema importante sería la ciudad de Buenos Aires. —En cuanto a Buenos Aires, todos habrán notado que no es el Buenos Aires actual sino el Buenos Aires de mi niñez y el anterior a mi niñez. Yo nací en 1899 y generalmente mi Buenos Aires es un poco vago y se sitúa alrededor del 90. Eso lo hago primero por aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” y luego porque creo que es un error hacer literatura estrictamente contemporánea; por lo menos, ese concepto es contrario a toda la tradición. No sé cuántos siglos después de la guerra de Troya escribió Homero. Además, hay una desventaja de orden práctico; si yo escribo sobre un hecho contemporáneo convierto al lector en una suerte de espía porque estará buscando errores. En cambio, si digo que tales hechos ocurrieron en Turdera o en las orillas de Palermo hacia mil ochocientos noventa y tantos, nadie puede saber exactamente cómo se hablaba en esos suburbios o cómo eran, y eso deja una mayor libertad e impunidad al escritor. Y como la memoria es selectiva (según dijo Bergson), parece que uno puede trabajar mejor con memorias que con el presente, que está oprimiéndonos y molestándonos. Además, si escribimos sobre el presente, corremos el albur de parecer menos escritores que periodistas. —Falta el tema de la espada… —Ese tema se vincula con el del coraje y se origina en dos espadas que había en casa de mi abuelo Borges. Una de ellas era del general Mansilla. Ambos eran amigos y antes de una de sus batallas, en la guerra del Paraguay, con un gesto romántico plagiado de alguna novela francesa, los dos cambiaron espadas en la víspera de la batalla. Una de ellas está en el museo histórico del Parque Lezama. Y luego de la espada del soldado pasé al cuchillo del cuchillero. (Esto me hace recordar dos versos de un romance de Lugones: “Con el patriótico sable / ya rebajado a cuchillo…”) la espada es el signo del coraje más que otras armas. Las armas de fuego no presuponen valentía, sino puntería. Milton en el Paraíso perdido, atribuye la invención de la artillería al demonio. Política, honores y aficiones —En una entrevista anterior, Ud. me dijo que se consideraba anarquista. ¿Qué entiende por anarquismo? —Quisiera que hubiera un mínimo de gobierno, que no se notara, que no influyera. Se trata de un anarquismo a lo Spencer. —¿Su padre era anarquista? —Sí. Él me dijo que me fijara en las banderas, en las fronteras, en los distintos colores de los distintos países en los mapas, en los uniformes, en las iglesias, porque todo eso iba a desaparecer cuando el planeta fuera uno y hubiera simplemente gobierno municipal o policial, o quizás ninguno, si la gente fuera suficientemente civilizada. Él creía que esa utopía estaba esperándonos; ahora no se nota ningún síntoma, pero quizás a la larga tenga razón. Por de pronto, los países tienden a agrandarse. Quizás cuando todo el mundo sea Rusia o China o los Estados Unidos, no se necesitarán pasaportes. Hoy la burocracia molesta bastante. Esta mañana tuve que firmar para el Ministerio unos papeles por sextuplicado. Eso es para dar trabajo a la enorme cantidad de empleados públicos que tienen. En este país, dentro de poco no va a haber más que empleados públicos, empezando por el ejército. Un barrendero es un empleado público; el presidente es un empleado público. Todos son empleados públicos. —El director de la Biblioteca Nacional también es empleado público. —Yo también soy empleado público, desde luego. —¿Qué cosas le interesan más en este momento en la vida, en el mundo? —Me interesaría encontrar una suerte de serenidad que no tengo. Y en estos momentos, me interesa la suerte de la patria, que es muy importante. Y luego, me preocupa la salud de mi madre. Y además, aún a la edad de setenta y tres años, uno vive esperando a otra persona, aún a esa edad en que uno sabe que esa esperanza es ridícula y que no podrá cumplirse. Pero en cuanto al hecho de ser conocido o desconocido, eso no me ha interesado nunca: ¡se parecen tanto las dos cosas! Sin embargo entiendo (tengo amigos que son escritores franca e incurablemente fracasados), entiendo que se sientan desdichados por ello. Ya dijo Schopenhauer que lo que tenemos puede no hacernos felices, pero lo que nos falta nos hace ciertamente desdichados. El caso de la salud, por ejemplo; o el caso de los órganos del cuerpo: se sienten cuando duelen. Creo que con la fortuna ocurre lo mismo; la gente rica se siente naturalmente feliz y hasta puede pensar que no les importa el dinero, pero si les falta, notan que es muy importante. Como en aquella broma de Macedonio Fernández, quien dijo: “¡Qué raro! A mí no me había interesado nunca la respiración, pero cuando estuve en la playa de Capurro, en Montevideo, y me cubrió una ola, de pronto me sentí muy interesado en ella. Y el interés —decía— desapareció, lo que es más raro aún, cuando me encontré a salvo”. ¡Intensamente interesado en la respiración, y antes jamás! También Bernard Shaw dijo que toda persona que sufre de dolor de muelas comete el error de pensar que los que no tienen dolor de muelas son felices. El no ser querido, el estar enfermo, son otras formas del dolor de muelas. —Claro. ¿Y en cuanto a los premios que obtuvo? —Hubo uno que me dio mucha alegría, que fue el segundo premio municipal de prosa que me dieron en 1928 ó 29. Me alegró mucho más que otros posteriores, porque era el primero que recibía. Además, ¡tres mil pesos entonces eran una suma! —¿Se compró libros? —Gasté trescientos pesos en una edición un poco antigua de la Enciclopedia Británica, que conservo todavía; la undécima edición que es muy superior a las actuales. Porque antes la hacía la Universidad de Oxford y ahora la hace no sé qué editorial norteamericana que está interesada en las cosas más tristes del mundo: en la estadística, por ejemplo. Es un libro lleno de fechas y de cifras. En cambio la edición vieja tiene artículos de Macaulay, de De Quincey, de Swinburne, que eran realmente ensayos. Ahora los artículos están hechos de abreviaturas: nació en tal fecha, una crucecita y la fecha en que murió. Publicó tales libros, con las fechas entre paréntesis. Juicio en tres líneas, y se acabó; eso no es un estudio sobre un escritor: se parece más al censo o a la guía de teléfonos que a un trabajo literario. —Volviendo al tema de los honores: cada vez que lo nombran doctor honoris causa de una universidad, le gusta, le emociona. —Sí, es raro. Me siento muy incómodo la víspera, me siento muy incómodo… —… tres minutos antes… —… tres minutos antes; me siento muy incómodo cuando estoy hablando, y en el momento en que ocurre me siento misteriosamente emocionado, y luego me digo que eso es una puerilidad. Es raro que a un hombre grande le ocurran esas cosas, pero eso depara una satisfacción momentánea… Es el hecho de ser reconocido, de ser saludado… —¿Cuáles son los escritores que todavía le interesan mucho? —Creo que Shaw, Chesterton, Emerson y, como libro, El Quijote. Entre los libros argentinos, hay uno capital; si lo hubiéramos elegido como libro nacional, hubiera sido otro y mejor nuestro destino: es Facundo, de Sarmiento. Y admiro al Martín Fierro como obra literaria, pero no lo admiro como personaje; como tal, me parece espantoso y sobre todo me parece muy triste que un país tome por ideal a un desertor, a un asesino, a un prófugo, a un borracho, a un soldado que pasa al enemigo. Eso debe haber sido muy raro en aquella época. Me parece que Hernández se anticipó, porque Martín Fierro es un malevo sentimental, que se apiada de su propia desdicha. Los gauchos deben haber sido gente mucho más dura, debían parecerse más a los gauchos de Ascasubi o de Estanislao del Campo. Ese tipo de gaucho quejoso, que compuso Hernández adelantándose a Carlos Gardel es una desdicha. No puedo imaginarme a un gaucho diciendo: “Bala el tierno corderito al lao de la blanca oveja y a la vaca que se aleja llama el ternero amarrao, pero el gaucho desgraciao no tiene a quien dar su queja”. Si un payador hubiera dicho eso, hubieran pensado que era un marica. ¡Hubiera sido despreciado por todos! Las lenguas nórdicas —Me gustaría que hablara algo de su amor por las lenguas escandinavas. —Llegué a ellas por el camino del anglosajón, porque pensé que había sido el idioma de muchos antepasados míos hace muchos siglos. Pero la literatura anglosajona, aunque es rica, lo es mucho menos que la escandinava, y eso podría explicarse por una razón cronológica. La literatura anglosajona data de los siglos VII, VIII, IX y se acabó, en tanto que la escandinava llega a su apoteosis en los siglos XIII y XIV. Pero hay otra razón. Los sajones salieron de Alemania del Norte, de los Países Bajos, de Dinamarca, y conquistaron Inglaterra. Sin duda, esa conquista los enriqueció. Pero eso, si se compara con lo que hicieron los vikingos es poco. Pensemos en países pobres como los escandinavos y pensemos que gente de esos países descubrió América, Bizancio, fundó reinos en Inglaterra, en Irlanda, en Normandía y escribió en Islandia una gran literatura. Es decir, la cultura germánica llegó a su culminación en Islandia y produjo una literatura muy rica. En las sagas uno encuentra todo lo que se encuentra en la novela actual y dicho de un modo más reticente, más pudoroso y eficaz. De modo que como la cultura germánica me interesa y como en su forma más pura llegó a su culminación en Islandia, es natural que me interese ese idioma. Al principio, cuando comencé a estudiarlo, me ocurría lo mismo que con el inglés antiguo: me parecía una forma torpe del inglés o del alemán. En cambio, ahora, veo al anglosajón como un idioma propio y ya estoy sintiendo como propia la lengua escandinava que todavía se habla en Islandia. Los islandeses pueden leer a sus clásicos sin necesidad de explicaciones. Tengo ediciones de las Sagas, de la Heimskringla, de la Edda Menor de Snorri Sturluson, y esos libros no tienen notas, porque puede leerlos un islandés cualquiera. El mismo hecho de que haya quedado atrasado ha hecho que se conserve el idioma. Es como si ahora existiera un país donde la gente hablara latín y no un dialecto del latín; donde el hombre de la calle pudiera leer la Eneida y a Tácito. Además, hay una belleza especial en ese idioma que se da en los sonidos y en la facilidad que todavía guardan otras lenguas germánicas de formar palabras compuestas sin que esas palabras resulten artificiales o pedantescas. Cuando uno estudia un idioma, ve más de cerca las palabras. Si estoy hablando español o inglés, oigo toda la frase; en cambio en un idioma nuevo… —… se oye palabra por palabra. —Sí. Es como una lectura con lupa. Siento más la palabra que aquellos que hablan ese idioma. Por eso, hay un prestigio en las lenguas extranjeras; hay, también, el prestigio de lo antiguo, que es formar parte de una pequeña sociedad secreta… —¿Cuántas horas diarias dedica a esa “sociedad secreta”? —Solamente los sábados y los domingos. Somos unas siete personas; nos reunimos unas tres o cuatro horas y prescindimos de la gramática. Tomamos un texto del siglo XIII, por ejemplo, y empezamos a descifrarlo; sólo en último caso recurrimos al diccionario o a la versión inglesa o alemana. Tratamos de entenderlo y discutimos, y luego vemos quién tiene razón. De modo que eso tiene algo de aventura, aventura filológica. Pero, sin duda, uno exagera las cosas. Si yo digo: “Un barco que se hace con las uñas de los muertos”, en islandés lo siento más hermoso; posiblemente no lo sea. Quizás para un islandés tenga más prestigio la versión española. —¿Qué está escribiendo ahora? —Estoy tratando de escribir tres cuentos para completar la suma de diez que necesito para un libro. Además, después de leer muchas versiones de poesía china y los poemas de Ezra Pound —que no me gustan demasiado— me he puesto a escribir composiciones breves, que tendrán a lo sumo diez líneas. En general son versos de siete, de once, de catorce, a veces de nueve sílabas, lo cual es más raro, y trato de que sean versos muy, pero muy sintéticos. Esos versos se escriben solos. Me pidieron colaboración para una revista y les entregué trece poemas breves que fueron surgiendo en cuatro o cinco días y les puse el nombre de trece monedas, para dar idea de la brevedad y de cierta acuñación, de cierta precisión. Y luego, con Alicia Jurado, hace ya muchos años que estamos escribiendo un Manual del budismo. No sé si lo terminaremos alguna vez. Además, estoy traduciendo con el seminario del que hablamos aquellos diálogos del siglo IX de Salomón y Saturno, de los que se publicó un fragmento —el único que yo poseía entonces— en la Revista de la Biblioteca Nacional. Ahora conseguí un ejemplar de todo el libro en anglosajón, publicado en Viena hace quince años. La vida. Defectos y virtudes —Si Ud. hace un resumen de su vida, ¿cuáles le parecen los momentos más importantes de ella? —Mi primer regreso a Buenos Aires. Y luego, momentos muy íntimos, que fueron muy felices, y aquellos en que escribo, en que siento cierta satisfacción, aunque no me guste lo que escriba. He llegado a comprobar que la satisfacción que uno siente al escribir tiene poco que ver con el mérito de lo que escribe, lo cual concuerda con aquella sentencia de Carlyle: “Toda obra humana es deleznable, pero la ejecución de esa obra es importante”. Una vez hecho algo, no puede valer mucho; es una obra humana con todas las imperfecciones de lo humano, pero el hecho de ejecutarla sí es interesante. Luego, tengo recuerdos de infancia, de alguna jineteada, de haberme sentido muy feliz nadando y recuerdos de lugares… Pero Marcel Proust decía que cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; que no se extrañan los sitios, sino los tiempos. Es decir que cuando pienso que a veces me sentía feliz en Texas, es porque me sentía feliz en aquel momento, pero si volviera a Texas ahora, no hay ninguna razón para que pueda sentirme feliz allí. O cuando yo sabía que sólo faltaban tantos días para volver a Buenos Aires. Pero entonces había algo de angustioso, porque siempre existía el temor de que ocurriera algo que entorpeciera la vuelta. —¿Siempre le importa mucho volver a Buenos Aires? —Sí, me importa mucho volver, y aun en algún viaje último, en que yo sabía que no volvía a algo especialmente grato, que volvía a una rutina no demasiado deliciosa. Pero siempre he sentido que hay algo en Buenos Aires que me gusta. Me gusta tanto que no me gusta que le guste a otras personas. Es un amor así, celoso. Cuando yo he estado fuera del país, por ejemplo en los Estados Unidos, y alguien dijo de visitar América del Sur, yo lo he incitado a conocer Colombia, por ejemplo, o le recomiendo Montevideo. Buenos Aires, no. Es una gran ciudad demasiado gris, demasiado grande, triste —les digo—, pero eso lo hago porque me parece que los otros no tienen el derecho de que les guste. Además, generalmente lo que les agrada a los extranjeros es lo que nunca le importa a uno. La idea de encantarse con el estanque de Palermo, con el Obelisco o con la calle Florida es bastante triste. El hecho de extasiarse ante el rascacielos Cavanagh es una cosa de locos. O con lugares del sur de la ciudad, que son totalmente apócrifos. Un porteño siente que los han edificado la semana que viene, digamos. —¿Ud. es celoso? —Sí, trato de no serlo, pero lo soy. Comprendo que es un defecto. —¿Cuáles son sus defectos? —Creo que una vanidad desmedida. —No parece serlo. —Sí, lo soy con cierta astucia. —Pero si no le importa nada el éxito… —Pero el éxito es algo tan efímero… Y además, cuando se llega a la edad mía uno ha visto tantos éxitos que se han convertido en el olvido. Voy a citarle un caso notorio. En 1910 se creía que el mejor escritor de la literatura francesa, es decir de la literatura universal (porque así se medía entonces), era Anatole France. Actualmente eso parecería una ironía un poco burda, pero en aquella época se lo creía un escritor tan grande como Voltaire. Claro que Anatole France había llegado a Buenos Aires, nos había descubierto; todos nos sentíamos un poco más reales porque Anatole France sabía que existíamos. E incluso le perdonamos alguna gaffe. Cuando llegó a Montevideo, dijo que él siempre había querido al Uruguay porque siempre le había gustado mucho el café uruguayo. Se está por descubrir todavía, ¿no?… Claro que se trató de un error de información del secretario, que le dijo: “En Uruguay hay que hablar de café”. —De modo que Ud. se consideraba vanidoso. —Sí, creo que lo soy y sin embargo me parece raro que la gente me tome en serio. Creo también que tiendo fácilmente a ser dogmático. A pensar que los demás deben pensar como yo. —Eso lo pensamos todos. —Me acuerdo de una frase de Swift que decía: “¡Qué inteligente es este escritor cuando dice lo que había pensado toda mi vida!”. —¿Y cuáles cree que son sus virtudes? —La modestia. Creo que yo tengo un sentido de las palabras, de la literatura, un sentido del verso —no cuando lo ejecuto, sino cuando lo leo— que otras personas no tienen. Creo que puedo emocionarme con una palabra. Además, contrariamente a lo que generalmente se supone, creo que la belleza no es una cosa rara, sino muy común. Por ejemplo, yo no sé nada de literatura húngara, y sin embargo estoy seguro de que si supiera encontraría en esa literatura lo que encuentro en otras. No sé nada de la poesía de los afganos, y creo que puede darme lo que me dan las otras. Desde luego, confieso que no he encontrado ningún escritor australiano que me haya llamado la atención, pero confieso que no he leído ninguno, lo que es un argumento en contra. ¿Por qué no se habla de ellos nunca? ¿O de los canadienses? Cuando estuve en Canadá pregunté: “¿Qué poeta tienen ustedes?”. Me dijeron: “tenemos el poeta Pratt”. El nombre no parecía prometer mucho. Hay dos poemas suyos: uno al ferrocarril que va de Toronto a no sé dónde… (De una oda ferroviaria, ¿qué puede esperarse?). Y el otro es un poema extraordinario en donde habla de un bloque, de un pedazo de hielo. Yo dije: “¿Y?”. “Y bueno —me dijeron—, otros poetas hubieran hablado de los bosques nevados de Canadá, pero él se dirige concretamente a un bloque de hielo y eso ya es mucho.” Después de eso pensé que debía contentarme con la idea de que haber escrito un poema concreto ya bastara. Pero me llama la atención de que los Estados Unidos, en New England, cerca de la frontera con el Canadá, hayan producido gente como Emerson, como Melville, como Henry James, y que, al lado, Canadá no haya producido nada, salvo, como dijo Kipling, que haya producido un país de mayor orden y quizás esencialmente más culto que los Estados Unidos. Desde luego, haber producido una civilización es mucho, pero no es emocionante. Un país civilizado es superior a un país bárbaro, pero puede no ser muy interesante. —¿A Ud. le gustaría ser o realizar alguna cosa que no haya hecho hasta ahora? —Me hubiera gustado ser un hombre de acción como lo fueron mis mayores. Desgraciadamente, confieso que yo no he muerto en 1874, en el combate de La Verde y tampoco derroté a los montoneros de Rosas, como mi bisabuelo Suárez. La verdad es que no he hecho ninguna de esas cosas; la verdad es que tampoco participé en la Revolución del 90 porque nací nueve años después… —Recuerdo que una vez le pregunté, si hubiera podido elegir su destino, qué hubiera preferido ser entre San Isidoro de Sevilla y Harold… —Pero si hubiera sido Harold Hardrada hubiera sido otra persona; en cambio, aunque no soy San Isidoro de Sevila, soy, digamos, de la familia… Quiero decir que soy una persona que me intereso por las etimologías, por el lenguaje, es decir, pertenezco a esa parroquia. En cambio, si hubiera sido un hombre de acción, como fueron algunos mayores míos, sería interesante, pero desear eso es como decir: ¡Qué lástima haber nacido hombre y no tigre! Me imagino que la vida de un hombre de acción es tal vez más interesante para el que la estudia que para quien la vive. Un hombre de acción de vivir… —… la rutina de la acción. —Y además, vive de presentes muy efímeros, como todo presente. Tendrá que tomar decisiones, ejecutarlas. Quizás un historiador comprenda mejor la vida de Harold que el mismo Harold, que vivía, simplemente. Quizás nosotros, los que somos inactivos, y que vivimos vicariamente las vidas ajenas, las sentimos más que los mismos que las vivieron. Para ellos tiene que haber sido una especie de vértigo de momentos presentes; quizás nunca vieron el dibujo que forma esa vida. —No lo pudieron saborear. —Creo que no. Claro que sería bueno pensar: “Yo comandé una carga de caballería” como mi bisabuelo, aunque quizás para él ese momento fue como cuando uno atraviesa rápidamente una calle para que no lo atropelle el tráfico, o el momento en que una persona enojada da una bofetada. Aunque quizás en el recuerdo fue magnificándolo y pensó: “Yo fui el héroe de esa jornada”, pero no lo pensó mientras ocurría y ya después posiblemente fuera tan ajeno a él como a mí. La música. La pintura. La muerte —¿Qué músico le interesa? —No sé si tengo derecho a nombrarlo, porque no lo entiendo: Brahms. Creo que es la única música fuera de las milongas o los spirituals o el cante jondo que me emociona. Al mismo tiempo, me doy cuenta de que no tengo derecho a admirarla. —¿Por qué? —Porque si me preguntaran en qué difiere de otras o en qué consiste, o en qué teorías está basada, no sabría decirlo. La siento de un modo físico, pero tal vez lo importante sea eso, y quizás sea la definición de la poesía también, lo que uno siente como poesía inmediatamente, cuando lo oye. Yo estoy oyendo continuamente rachas así de poesía por la calle. Oigo que la gente más cotidiana y más vulgar dice frases muy lindas y que las dice sin darse cuenta, con inocencia. —¿Y nunca le interesó la pintura? —Sí; me han impresionado mucho Rembrandt, Turner, Velázquez, Tiziano; me han impresionado algunos pintores expresionistas. En cambio, algunos a los que es ritual admirar, como el Greco, nada. El concepto del cielo que él tenía, lleno de obispos, arzobispos, de mitras, se parecería al concepto que yo tendría del infierno… La idea de un cielo eclesiástico me parece espantosa, de un cielo parecido al Vaticano. Posiblemente le desagrado al decirle esto, ¿no? Pero si el cielo del Greco era eso, estaría deseando ir a otro lado. Lo habría hecho por sentir nostalgia del Purgatorio o del Infierno. Pero en el caso del Greco, esto se debe a que él no creía en esas cosas y se nota esa indiferencia en los cuadros. Él estaba seguro de que no había otra vida; entonces, “para quedar bien con el comisario” como diría Macedonio Fernández, pintaba todos esos obispos. —¿Ud. cree que hay otra vida? —No. Tengo la confianza de que no haya ninguna otra y no me gustaría que la hubiera. Yo quiero morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto. Espero morir, olvidarme y ser olvidado. —¿Qué es para usted el mundo? —El mundo para mí es un incesante manantial de sorpresas, de perplejidades, de desdichas también y, alguna vez, por qué voy a mentir, de felicidades. Pero yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más. Ahora, si yo tuviera que definirme, me definiría como un agnóstico, es decir, una persona que no cree que el conocimiento sea posible. O, en todo caso, como se ha dicho muchas veces, no hay ninguna razón para que el universo sea comprensible por un hombre educado del siglo veinte o de cualquier otro siglo. Eso es todo. JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS BORGES, (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 - Ginebra, 14 de junio de 1986). Fue un escritor argentino y uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX. Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Guillermo Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la uruguaya Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135. En su casa se hablaba en español e inglés, así que desde su niñez Borges fue bilingüe, y aprendió a leer inglés antes que castellano, a los cuatro años y por influencia de su abuela materna. Estudió primaria en Palermo y tuvo una institutriz inglesa. En 1914 su padre se jubila por problemas de visión, trasladándose a Europa con el resto de su familia y, tras recorrer Londres y París, se ve obligada a instalarse en Ginebra (Suiza) al estallar la Primera Guerra Mundial, donde el joven Borges estudió francés y cursó el bachillerato en el Lycée Jean Clavin. Es en este país donde entra en contacto con los expresionistas alemanes, y en 1918, a la conclusión de la Primera Guerra Mundial, se relacionó en España con los poetas ultraístas, que influyeron poderosamente en su primera obra lírica. Tres años más tarde, ya de regreso en Argentina, introdujo en este país el ultraísmo a través de la revista Proa, que fundó junto a Güiraldes, Bramón, Rojas y Macedonio Fernández. Por entonces inició también su colaboración en las revistas Sur, dirigida por Victoria Ocampo y vinculada a las vanguardias europeas, y Revista de Occidente, fundada y dirigida por el filósofo español José Ortega y Gasset. Más tarde escribió, entre otras publicaciones, en Martín Fierro, una de las revistas clave de la historia de la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX. No obstante su formación europeísta, siempre reivindicó temáticamente sus raíces argentinas, y en particular porteñas. Ciego desde 1955 por la enfermedad congénita que había dejado también sin visión a su padre, desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de un escogido círculo de amistades que no dudan en realizar con él una solidaria labor amanuense, colaboración que resultará muy fructífera. Borges accedió a casarse en 1967 con una ex novia de juventud, Elsa Astete, por no contrariar a su madre, pero el matrimonio duró sólo tres años y fue “blanco”. La noche de bodas la pasó cada uno en su casa. Sus amigos coinciden en que el día más triste de su vida fue el 8 de julio de 1975, cuando tras una larga agonía fallece su madre. Fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires —donde obtiene la cátedra en 1956—, presidente de la Asociación de Escritores Argentinos y director de la Biblioteca Nacional, cargo del que fue destituido por el régimen peronista y en el que fue repuesto a la caída de éste, en 1955. Tradujo al castellano a importantes escritores estadounidenses, como William Faulkner, y publicó con Bioy Casares una Antología de la literatura fantástica (1940) y una Antología de la poesía gauchesca (1956), así como una serie de narraciones policíacas, entre ellas Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) y Crónicas de Bustos Domecq (1967), que firmaron con el seudónimo conjunto de H. Bustos Domecq. Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo. Es considerado uno de los eruditos más reconocidos del siglo XX. Ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje que las obras de Borges ofrecen tanto a los estudiosos como al lector casual. Y sobre todas las cosas, la filosofía, concebida como perplejidad, el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema de la racionalidad. Siendo un literato puro pero, paradójicamente, preferido por los semióticos, matemáticos, filólogos, filósofos y mitólogos, Borges ofrece —a través de la perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía— una obra que hace honor a la lengua española y la mente universal. Doctor Honoris Causa por las universidades de Cuyo, los Andes, Oxford, Columbia, East Lansing, Cincinnati, Santiago, Tucumán y La Sorbona, Caballero de la Orden del Imperio Británico, miembro de la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos y de la The Hispanic Society of America, algunos de los más importantes premios que Borges recibió fueron el Nacional de Literatura, en 1957; el Internacional de Editores, en 1961; el Premio Internacional de Literatura otorgado por el Congreso Internacional de Editores en Formentor (Mallorca) compartido con Samuel Beckett, en 1969; el Cervantes, máximo galardón literario en lengua castellana, compartido con Gerardo Diego, en 1979; y el Balzan, en 1980. Tres años más tarde, el gobierno español le concedió la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio y el gobierno francés la Legión de Honor. A pesar de su enorme prestigio intelectual y el reconocimiento universal que ha merecido su obra, sus posturas políticas le impidieron ganar el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años, posturas que evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico. El 26 de abril de 1986 se casa por poderes en Colonia Rojas Silva, en el Chaco paraguayo, con María Kodama —secretaria y acompañante de sus viajes desde 1975—. El escritor nunca llegó a convivir con Kodama, con quien se casó 45 días antes de su muerte. La apresurada boda, que levantó la suspicacia de algunos conocidos del escritor y de los medios de comunicación, convirtió a Kodama en heredera de un gran patrimonio tanto económico como intelectual. “Borges y yo somos una misma cosa, pero la gente no puede entenderlo”, sentenció. Kodama se convirtió en presidenta de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges. Tigres Azules Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigre, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco —la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es— convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas). Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión. A fines de 1904, leí que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie. La noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leído que en islandés el nombre de Etiopía era “Bláland”, Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz. Meses después un colega me dijo que en cierta aldea muy distante del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque sé que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso. Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre —por razones que luego aclararé— no quiero acordarme. Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el villorío de mi aventura ya que en ellas está toda la India, y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía las chozas. Hacia el sur había ciénagas y arrozales y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla. La población era de hindúes. El hecho, que yo había previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaísmo. Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día era opresivo y la noche no tenía frescura. Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesías. Ya dije la pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar había llegado hasta Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron; intuí inmediatamente que había cometido una torpeza y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras habrían profanado. Esperé a la mañana del otro día. Consumido el arroz y bebido el té, abordé mi tema. Pese a la víspera, no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo había divisado en el lindero de la jungla. En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla, había divisado al tigre azul en la otra margen del río. Pensé que la luz de la luna nueva no permitiría divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había guardado silencio, dijo que lo había visto. Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la cabra, pero la fiera que la había llevado, bien podía no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que, desde luego, nada probaban. Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podía ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con regularidad sospechosa. Mi llegada coincidía invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos. Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí. Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos. No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil pendiente. No había camino y la maleza me demoró. La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba a ser importante, quizá el más importante de mis días. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros, de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro. Veinte o treinta minutos de subir y pisé la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentí que de algún modo eran niños. En cuanto al tigre… Las muchas frustraciones habían gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros. El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas. Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el puñado en el bolsillo derecho, en el que había una tijerita y una carta de Allahabad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar en mi historia. Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño observé el color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno. La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía. Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuánto tiempo pasó. Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que había disminuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise persuadirme de que todo había sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron. Temí instintivamente que me hubieran oído hablar solo, y abrí la puerta. Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban, en la tierra. Ya no se cuántos eran. El anciano los miró y me miró. —Estas piedras no son de aquí. Son las de arriba —dijo con una voz que no era la suya. —Así es —le respondí. Agregué, no sin desafío, que las había hallado en la meseta, e inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió. Me duele confesar que saqué el revólver y le repetí la orden en voz más alta. Bhagwan Dass balbuceó: —Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano. —Eres un cobarde —le dije. Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogí un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor. Sin saberlo, ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass. —¡Son las piedras que engendran! —exclamó—. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder. La aldea entera nos rodeaba. Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba, los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente. La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentí que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a la choza. Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día, que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano, que se descubrió después en Australia. Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé por qué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los discos. Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro… A mí, Alexandre Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana. Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura. En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan, los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse. La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier instante del día, podían castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que ahora eran todos peligrosamente serviles. No volví a ver al niño que había jugado con los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, había querido ver las piedras. Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta y en la meseta las pequeñas grietas y en las grietas las piedras. Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla. Rehuí la presencia de mis amigos. Temí ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia de los hombres. Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga con un disco al que había cercenado con una lima, un arco de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un punzón abrí un orificio en el centro de un disco y repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbía las piedras y devolvía con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano? El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los días y las noches a fijar una estadística de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra. Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas que conté fue 419; el mínimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temí, que desaparecieran. A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podía multiplicarse o desaparecer. Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podían, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a su vez, podían ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro que su peso era constante y leve. El color era siempre aquel azul. Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra “cálculo”. Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas… Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable. Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistían en manejarlos. Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar en las piedras, porque sabía que el olvido sólo podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento sería intolerable. No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No había un alma en el patio. Sin saber por qué, hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres de un ser inconcebible, y le pedí en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación. No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo: —He venido. A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. No era muy alto. Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja: —Una limosna, Protector de los Pobres. Busqué, y le respondí: —No tengo una sola moneda. —Tienes muchas —fue la contestación. En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido. —Tienes que darme todas —me dijo—. El que no ha dado todo no ha dado nada. Comprendí y le dije: —Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa. Me contestó: —Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado. Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve. Después me dijo: —No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo. No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba. Borges igual a sí mismo entrevista de María Esther Vázquez La entrevista que se transcribe fue realizada en el mes de abril de 1973 por María Esther Vázquez en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. La versión que se leerá es una transcripción directa de la grabación magnetofónica. Notas Poema gauchesco argentino, que describe una función de la ópera homónima de Gounod en un teatro de Buenos Aires de mediados del siglo pasado. << Colección de obras de literatura universal que editaba el diario La Nación, dirigido por una de las personalidades más destacadas en el campo de la política y la cultura del país: Bartolomé Mitre. << Dos novelas de autores argentinos del siglo pasado. << Provincia situada en el norte de la Argentina. Los españoles conquistadores denominaron Tucumán a una vasta región que constituía, en realidad, los límites del imperio inca en su extremo sur. << Obra fundamental de la literatura argentina escrita en 1845 por Domingo Faustino Sarmiento sobre la vida del caudillo Facundo Quiroga. << Poeta y escritor argentino (1874-1938). << Uno de los animadores de la revista literaria Martín Fierro. << La Casa de Gobierno en la Argentina es denominada Casa Rosada. << Se refiere a letras escritas a la manera de cierta canción popular pampeana. << Uno de los cementerios de Buenos Aires. << Barrios y suburbios de Buenos Aires. << Escritor argentino, amigo de Borges. << Muchacha, en el argot bonaerense. << En español se denomina modernismo a una escuela literaria surgida bajo el influjo del simbolismo. En poesía fue introducida por Rubén Darío. << Poema gauchesco de José Hernández, considerado una especie de epopeya nacional por los argentinos. << Personaje del hampa suburbana bonaerense, y prototipo de los versos de gran parte de los tangos. << Autores de poesía gauchesca. << El más famoso cantor de tangos argentinos. << Cantor gaucho que, acompañándose con guitarra, improvisaba versos. Sabía competir con otros en justas denominadas “payadas”. Los versos citados por Borges pertenecen al Martín Fierro. << Bibliografía Obras de Jorge Luis Borges Poesía Fervor de Buenos Aires. Imprenta Serantes. Buenos Aires, 1923. Luna de enfrente. Proa. Buenos Aires, 1925. Cuaderno San Martín. Proa. Buenos Aires, 1929. Poemas (1922-1943). Losada. Buenos Aires, 1943. Poemas (1923-1958). Emecé. Buenos Aires, 1958. Obra poética (1923-1964). Emecé. Buenos Aires, 1964. Para las seis cuerdas (milongas). Emecé. Buenos Aires, 1965. El otro, el mismo (1930-1967). Emecé. Buenos Aires, 1967. En 1969 la Editorial Emecé reeditó Luna de enfrente y Cuaderno San Martín en un solo tomo y Fervor de Buenos Aires. El material original de estos libros fue revisado por Borges, quien modificó versos y eliminó algunos poemas. La rosa profunda. Emecé. Buenos Aires, 1975. La moneda de hierro. Emecé. Buenos Aires, 1976. Historia de la noche. Emecé. Buenos Aires, 1977. Obra poética (1923-1976). Emecé. Buenos Aires, 1978. La Cifra. Alianza Editorial. Madrid, 1981. Poesía y prosa El hacedor. Emecé. Buenos Aires, 1960. Elogio de la sombra. Emecé. Buenos Aires, 1969. El oro de los tigres. Emecé. Buenos Aires, 1972. Antologías Antología personal. Sur. Buenos Aires. 1961. Nueva antología personal. Emecé. Buenos Aires, 1968. Ficción Historia universal de la infamia. Tor. Buenos Aires, 1936. La editorial Emecé publicó una edición aumentada en 1954 (tomo III de las Obras Completas). El jardín de senderos que se bifurcan. Sur. Buenos Aires, 1941-42. Ficciones (1935-1944). Sur. Buenos Aires, 1944. (Agrega seis narraciones a las ocho del libro anteriormente citado.) Emecé publica en 1956 una reedición en que se agregan tres nuevos cuentos (tomo V de las Obras Completas). El Aleph. Losada. Buenos Aires, 1949. (Incluye trece cuentos.) La misma editorial publica en 1952 una reedición que agrega cuatro cuentos. La muerte y la brújula. Emecé. Buenos Aires, 1951. (Selección de nueve cuentos publicados en los dos libros anteriormente citados.) El informe de Brodie. Emecé. Buenos Aires, 1970. El Congreso (cuento). El Archibrazo. Buenos Aires, 1971. El libro de arena. Emecé. Buenos Aires, 1975. Rosa y azul. Sedmay ediciones. Barcelona, 1977. (Este libro reúne dos cuentos: La rosa de Paracelso y Tigres azules.) Ensayos Inquisiciones. Proa. Buenos Aires, 1925. El tamaño de mi esperanza. Proa. Buenos Aires, 1926. El idioma de los argentinos. M. Gleizer. Buenos Aires, 1928. Evaristo Carriego. M. Gleizer. Buenos Aires, 1930. En 1955 la editorial Emecé reeditó esta obra con el agregado de nuevos textos (tomo IV de las Obras Completas). Discusión. M. Gleizer. Buenos Aires, 1932. En 1957, Emecé reeditó la obra con la supresión de un texto y el agregado de otro: “La poesía gauchesca” (tomo IV de las Obras Completas). Las kenningar. Colombo. Buenos Aires, 1933. Historia de la eternidad. Via y Zona. Buenos Aires, 1936. En 1953, Emecé reeditó la obra agregando tres textos (tomo I de las Obras Completas). Nueva refutación del tiempo. Oportet et Haereses. Buenos Aires, 1974. (Texto de 35 páginas incluido en Otras inquisiciones.) Aspectos de la literatura gauchesca. Número. Montevideo, Uruguay, 1950. Otras inquisiciones (1937-1952). Sur. Buenos Aires, 1952. Macedonio Fernández. Ediciones Culturales Argentinas. Buenos Aires, 1961. Prólogos. Con un prólogo de prólogos. Torres Agüero Editor. Buenos Aires, 1975. Borges oral. Emecé. Buenos Aires, 1979. (Cinco conferencias pronunciadas en la Universidad de Belgrano, recopiladas por Martín Müller.) Siete Noches. Fondo de Cultura Económica, México, 1980. Nueve Ensayos Dantescos. Espasa Calpe. Madrid, 1982. Obras en colaboración Con Adolfo Bioy Casares: Seis problemas para don Isidro Parodi. Sur. Buenos Aires, 1942. (Firmada con el seudónimo de H. Bustos Domecq.) Dos fantasías memorables. Oportet et Haereses. Buenos Aires, 1946. (Firmada con el seudónimo de H. Bustos Domecq.) Un modelo para la muerte. Oportet et Haereses. Buenos Aires, 1946. (Firmada con el seudónimo de B. Suárez Lynch.) Los orilleros. El paraíso de los creyentes. Losada. Buenos Aires, 1955. (Dos argumentos cinematográficos.) Crónicas de Bustos Domecq. Losada. Buenos Aires, 1967. Nuevos cuentos de Bustos Domecq. Con Betina Edelberg: Leopoldo Lugones. Troquel. Buenos Aires, 1955. Con Margarita Guerrero: El “Martín Fierro”. Columba. Buenos Aires, 1953. Manual de zoología fantástica. Fondo de Cultura Económica. México, 1957. Una nueva edición aumentada apareció en Buenos Aires (Editorial Kier) con el título de El libro de los seres imaginarios. 1968. Con Delia Ingenieros: Antiguas literaturas germánicas. Fondo de Cultura Económica, México, 1951. Con Alicia Jurado: Qué es el budismo. Emecé. Buenos Aires, 1979. Con María Kodama: Breve antología anglosajona. Emecé. Buenos Aires, 1979. Con Luisa Mercedes Levinson: La hermana de Eloísa (cuento). Ene. Buenos Aires, 1955. Con María Esther Vázquez: Literaturas germánicas medievales. Falbo. Buenos Aires, 1965. (Edición corregida y aumentada de Antiguas literaturas germánicas.) Introducción a la literatura inglesa. Columba. Buenos Aires, 1965. Con Esther Zemborain de Torres: Introducción a la literatura norteamericana. Columba. Buenos Aires, 1967. Obras completas en colaboración. Emecé. Buenos Aires, 1979 (selección de todas las obras que se citan precedentemente). Otras publicaciones Obras Completas. Con este título, la editorial Emecé inició en 1953 la publicación individual de todas las obras de Borges. Se han publicado nueve volúmenes, pero no existe una edición definitiva, pues el escritor se ha negado a reeditar algunas obras que figuran en esa bibliografía. El lenguaje de Buenos Aires. Firmado con José Edmundo Clemente. Contiene tres ensayos sobre el tema escritos por Clemente y tres pertenecen a Borges: la edición de Emecé de 1968 (colección Piragua) incluye: “El idioma de los argentinos”, “Las alarmas del doctor Américo Castro” y “Las inscripciones de los carros”. Obras Completas. La editorial Emecé reunió en un solo volumen la obra publicada hasta 1972, inclusive, respetando el criterio del autor, que se niega a reeditar algunos títulos. Buenos Aires, 1974. Cosmogonías (con ilustraciones de Aldo Sessa). Poemas ya publicados. Ediciones Librería La Ciudad. Buenos Aires, 1976. Diálogos (Borges - Sábato). Compilación de Orlando Barone. Emecé. Buenos Aires, 1976. Norah. Edición de quince litografías de Norah Borges con prólogo de J. L. B. y un texto de Domenico Porzio. Edizioni Il Polifilo. Milano, 1977. (Texto bilingüe español-italiano.) Adrogué (poemas ya publicados). Ilustraciones de Norah Borges. Ediciones Adrogué, 75 páginas, 1977. Laberintos (Tres cuentos: “La casa de Asterión”, “Los inmortales” y “Las ruinas circulares”, ilustrados por Z. Ducmelic). Ediciones Joraci. Buenos Aires, 1977. Antologías de otros autores efectuadas por Borges El matrero (textos de autores argentinos sobre el tema). Barros Merino. Buenos Aires, 1970. Antología poética de Walt Whitman (traducción y selección de Borges). Juárez Editor. Buenos Aires, 1970. Con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo: Antología de la literatura fantástica. Sudamericana. Buenos Aires, 1940. Antología poética argentina. Sudamericana. Buenos Aires, 1941. Con Adolfo Bioy Casares: Los mejores cuentos policiales (primera serie). Emecé. Buenos Aires, 1943. Los mejores cuentos policiales (segunda serie). Emecé. Buenos Aires, 1951. Cuentos breves y extraordinarios. Raigal. Buenos Aires, 1955. La poesía gauchesca. Fondo de Cultura Económica. México, 1955. Libro del cielo y del infierno. Sur. Buenos Aires, 1960. Con Silvina Bullrich: El compadrito. Emecé. Buenos Aires, 1945. Con Pedro Henríquez Ureña: Antología clásica de la literatura argentina. Kapelusz. Buenos Aires, 1937. Algunas obras sobre Jorge Luis Borges (Se citan únicamente libros cuyo único tema es la obra o la vida del escritor.) Alazraki, Jaime: La prosa narrativa de Jorge Luis Borges. Gredos. Madrid, 1968. Alazraki, Jaime: Jorge Luis Borges. Columbia University Press. Nueva York, 1971. Alazraki, Jaime: Jorge Luis Borges, antología de estudios críticos de varios autores. Taurus. Madrid, 1976. Alazraki, Jaime: Versiones, Inversiones, Reversiones, El espejo como modelo estructural del relato en los cuentos de Borges. 156 páginas. Gredos. Madrid, 1977. 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