PRIMERA CONFERENCIA LOS ORÍGENES DEL TANGO Evaristo Carriego. El gaucho y el tango: símbolos de la historia argentina. Vicente Rossi y Cosas de negros. Una alusión de Whitman. El «Tríptico» de Marcelo del Mazo. Imágenes y recuerdos del viejo Buenos Aires. Los compadritos. Barrios, calles y plazas. Las «casas malas». Los instrumentos del tango. Etimologías. La opinión de Lugones. Señoras, señores, amigos, Quiero hacer una aclaración previa, que posiblemente será varias aclaraciones previas. La primera es que yo dicté, apresuradamente, por teléfono, el orden de los temas de estas conferencias, y luego, repensándolo, he creído más natural modificar ese orden. De suerte que empezaremos, para considerar la historia del tango, empezaremos por el teatro, por el ambiente, luego por los personajes del tango, luego por esa evolución que ya lleva bastante más de medio siglo, y luego quizá aventure alguna tímida observación sobre el presente y el porvenir del tango. Y quizá podamos recordar la evolución análoga del jazz, del hot jazz, de la marinería fluvial del Mississippi, hasta el cool jazz de algunos músicos intelectuales de Chicago y de California, lejos del lugar y del ambiente de su origen. Quiero adelantarles, además, que, hacia 1929, yo aproveché el segundo Premio Municipal de Literatura, el premio que me ha emocionado más en la vida, era la entonces considerable suma de tres mil pesos, para dedicar un año al ocio; es decir, a escribir un libro para mí. Ese libro fue un estudio sobre mi antiguo vecino de Palermo, el poeta Evaristo Carriego. Naturalmente, el tema de Carriego me llevó al tema del tango, y empecé a investigar. Y, por aquellos años —estamos en 1929— esa investigación era más fácil que ahora. No existía, por cierto, la plétora de libros que hay ahora, pero yo pude conversar con los primeros, con la gente del tango, con los hombres del tango. Y luego, hará un mes, conversé con algunas personas que no había podido alcanzar entonces; anteanoche, por ejemplo, estuve conversando con Alberto González Acha, uno de los más famosos patoteros de la época, y él me dio datos que confirmaban los que yo había obtenido antes. En estas… En estas investigaciones yo no llegué a hacer lo que la abogacía inglesa llama leading questions, es decir, preguntas que sugieren una contestación. Yo hacía preguntas muy generales y dejaba que los interlocutores se despacharan a su gusto. Pero he consultado también el material escrito. Hay una obra que tiene páginas geniales, Cosas de negros, del impresor oriental Vicente Rossi, radicado en la calle Deán Funes, en Córdoba, y con el cual mantuve algún comercio epistolar. Luego fui a verlo a Córdoba. Me recibió Vicente Rossi. Me asombró que fuera tan joven, pero resultó que se trataba de su hijo y que el padre había muerto. Y en estos días ha aparecido un libro titulado Memorias del 900, de Lastra, que viene a confirmar lo que me habían dicho tantas personas hacia 1929, lo que me habían dicho compositores, muchachos calaveras que ya no eran muchachos calaveras sino señores serios. Yo hablé de conferencias, pero realmente hay una palabra, no solamente más simpática, pero que yo querría que fuera más justa, la palabra «charla». Y así, me gustaría mucho que ustedes complementaran, rectificaran, contradijeran lo que yo digo. Porque yo no solo aspiro a enseñar algo, sino aspiro a aprender también. Es decir, estas cuatro charlas que hoy inicio en el barrio Sur, ese barrio que siempre he querido, porque he sentido siempre que los porteños, más allá de los azares de la topografía, más allá de vivir en Saavedra o en Flores, o en el Norte, somos todos hombres del Sur. El sur es una suerte de corazón secreto de Buenos Aires; podríamos decir: aquí está Buenos Aires. En todo caso, si quisiéramos agregar otro barrio, ese barrio sería el Centro; creo que todos somos hombres de Florida y Corrientes, somos hombres de nuestro barrio particular, y somos, esencialmente e irrevocablemente, hombres del Sur, tan vinculado a la historia argentina. Y ahora, antes de entrar en la historia del tango, quiero empezar, no diría por mi primera digresión porque esta posiblemente es la segunda, pero sí por una observación curiosa, y que no sé si ha sido hecha aún. Sin duda lo ha sido, ya que nada ocurre por primera vez, pero no sé si se ha insistido lo bastante en ella. Es muy simple: yo los invitaría a ustedes a olvidar por un momento el tango; diría considerar —siquiera de un modo muy breve— nuestra historia argentina, esa historia breve en el tiempo, ya que no llega a dos siglos, pero tan rica, como todas las historias, y quizá más que otras historias, de acontecimientos dramáticos. Pensemos esta enumeración —pueden estar tranquilos, no será exhaustiva—, pensemos en la parcial conquista de estos territorios, pensemos que nuestro país fue una de las colonias más pobres, más a trasmano, más suburbana podríamos decir, del vasto imperio español, ya que aquí no había metales preciosos, y tampoco había muchos habitantes para convertirlos a la fe de Cristo. Podemos pensar también en la paradoja de que bastaron unos puñados de españoles para derribar imperios, como el de México o el del Perú. Y que, en cambio, aquí, la guerra contra el indio se prolongó más allá de la Independencia. Y así, un abuelo mío, que moriría el año ’74, en La Verde, fue jefe de frontera en Junín, y antes, se había batido cerca de Azul. Y la guerra contra el malón continuó más al norte, en el Chaco. Todo esto puede explicarse por el hecho de que acaso sea más fácil conquistar ciudades, fortalezas, que habérselas con grupos de indios, que, vencidos o vencedores, se dispersaban, se hacían invisibles en la pampa. Luego pensemos en la fundación de ciudades, que al principio serían meras guarniciones. Luego tenemos las invasiones inglesas, rechazadas no por las autoridades, sino por el pueblo de Buenos Aires. Luego, la Revolución de Mayo, las guerras de la Independencia, empresa en gran parte obra de argentinos, de venezolanos, de colombianos; esas guerras que llevaron a tantos argentinos a pelear, y a veces a morir por la patria, por las patrias, ya que en la última batalla, la de Ayacucho, hubo granaderos que salieron siendo apenas chicos con San Martín. Pensemos luego en las guerras civiles, en la victoriosa guerra con el Brasil, en la lucha contra la primera dictadura, en la organización del país, las repetidas luchas con la montonera; recordemos los nombres de López Jordán, de Peñaloza, entre los montoneros. Luego, la guerra del Paraguay, la organización nacional. Y, además, el hecho de que Buenos Aires llegara a ser una de las grandes ciudades del mundo. Pensemos en algunos hombres extraordinarios que hemos producido: básteme mencionar a Sarmiento, a Lugones. Y pensemos, sobre todo, en lo que significan muchas generaciones humanas: pensemos en las batallas, en los destierros, en las enfermedades o en las muertes, en esa tragedia final que significa todo destino humano. Y todo ello encerrado en un poco más de ciento cincuenta años. Y todo ello ocurre de un modo un poco secreto, ya que ello casi no trasciende al mundo (algún hecho intelectual trasciende: el Modernismo, por ejemplo, que se da antes en América, y que luego llega a España, donde inspira a grandes poetas, como Manuel y Antonio Machado, y del Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez, para no mencionar más nombres). Y pensemos que toda esta trama que empieza con una llanura perdida, en la que ni siquiera había —o había muy poca— gramilla o pasto verde… Pensemos que todo esto lleva a un gran país como el que somos, o como el que fuimos hasta hace poco. Y pensemos que el mundo poco sabe de él, fuera de dos palabras: dos palabras que pronunciadas en Edimburgo, en Estocolmo, en Praga, acaso en Tokio o en Samarkanda, se dicen cuando alguien menciona la República Argentina. Esas palabras corresponden a hombre y a una música (que es asimismo un baile). Ese hombre es el gaucho. Y ya hay algo de misterioso en esto, porque el tipo de pastor ecuestre y solitario se dio en toda América: desde Nebraska y Montana hasta los confines australes del continente. Tenemos el sertanejo, el llanero, el guaso, el gaúcho, el cowboy, el gaucho. Y el que primero logra fama, sin ser esencialmente distinto de los otros, es el gaucho. Y hay una prueba de ello en un poema de un gran poeta norteamericano, Walt Whitman, quien en 1856 —pocos años después de la caída de Rosas— escribe un poema generoso y cordial, titulado en francés —idioma que él ignoraba— «Salut au monde», «Saludo al mundo». Y él empieza conversando consigo mismo y preguntando: «¿Qué ves, Walt Whitman?». Y él dice que ve una esfera, una esfera con un lado de día y otro lado de noche, que gira por el espacio. Y luego: «¿Qué oyes, Walt Whitman?». Y entonces, él oye a los artesanos, y oye cantares de todas partes. Y luego vuelve al «¿Qué ves, Walt Whitman?», «Dame la mano, Walt Whitman». Y cuando llega, después de haber pasado por los túmulos de los víkings y por los peregrinos del Ganges, cuando llega a estas regiones dice: Veo al gaucho, Veo al incomparable jinete de caballos girando el lazo, veo sobre la pampa la persecución de la hacienda brava. Si Whitman hubiera escrito «veo al incomparable jinete» no habría escrito nada; pero escribió —recordando acaso el verso final de la Ilíada, que dice: «Así fueron celebrados los funerales de Héctor, domador de caballos»— escribió «jinete de caballos», rider of horses. Y eso da su fuerza al verso. Y esta mención del gaucho no es del todo casual, ya que el gaucho viene a ser uno de los personajes del tango, aunque [Whitman] posiblemente no conoció nunca su música y no bailó ese baile. Pero eso lo dejo para más adelante, cuando hable del compadrito, no del compadrito tal como fue, sino también del compadrito tal como se imaginaba, tal como se veía a sí mismo… Porque todos nosotros llevamos esto que es tan necesario para seguir viviendo una vida múltiple: todos nosotros llevamos nuestra humilde vida y además llevamos otra vida, imaginaria. Y el compadrito se veía un poco como gaucho, pero ya veremos todo esto más adelante. Y ahora vamos a llegar a una fecha, a una fecha y a un lugar. La fecha es anterior a la que suele atribuirse al tango, pero es la fecha que me han dado, años más, años menos, todos mis interlocutores de 1929, y alguno de 1936. Y la fecha es el año 1880. Se supone que entonces surge oscuramente, «clandestinamente» sería la palabra más justa, el tango. Ahora, en cuanto a la geografía del tango, ahí las respuestas han sido diversas, según el barrio del interlocutor o según su nacionalidad. Así, Vicente Rossi elige el lado sur de la ciudad vieja de Montevideo, alrededores de la calle Buenos Aires y de la calle de Yerbal. Así, mis interlocutores, según su barrio, elegían el norte o el sur. Así, algún rosarino lo llevó al Rosario. Esto debe importarnos poco; es lo mismo que haya surgido en una margen del río o en otra. Pero creo que, ya que estamos en Buenos Aires, y ya que yo soy porteño, podemos optar por Buenos Aires, que es lo que generalmente se acepta. Tenemos, pues, a Buenos Aires [en] el año 1880. ¿Cómo era ese Buenos Aires de 1880? Mi madre ha cumplido 89 años, de suerte que algo recuerda de entonces. Yo conversé también con el doctor Adolfo Bioy, he hablado con mucha gente. Todos me dan una imagen análoga, que podría compendiarse diciendo que todo Buenos Aires era entonces barrio Sur. Y al decir barrio Sur estoy pensando, ante todo, en los alrededores del Parque Lezama, en lo que se llama San Telmo. Es decir, la ciudad era una ciudad dividida en manzanas. La mayoría de las casas, fuera de algunos palacetes en la avenida Alvear, eran bajas. Todas las casas tenían el mismo esquema, el que perdura aún, y espero perdurará, en la Sociedad Argentina de Escritores, de la calle México. Yo nací en una casa no más rica y no más pobre que la mayoría de las casas, en Tucumán y Suipacha. En esa casa se daba ese esquema del que he hablado, es decir: dos ventanas con barrotes de hierro, que correspondían a la sala, la puerta de calle, con llamador, el zaguán, la puerta cancel, dos patios, en el primer patio un aljibe, con una tortuga en el fondo para que purificara el agua, en el segundo patio, cortado por el comedor, una parra. Y eso era Buenos Aires. No había árboles en las calles. En la Casa Witcomb tienen muchas fotografías de la época. Hay una, acaso algo anterior, una fotografía que da una idea de tedio, de monotonía provinciana, la fotografía de las «cinco esquinas». Hacia… creo que antes de 1880, fue tomada desde una azotea, todas casas bajas, un café, un farol, creo que un changador en la esquina; porque en las esquinas había changadores, con una cuerda… No porque la gente se mudara, sino porque para cualquier mudanza de muebles en la casa, para cualquier tarea doméstica se llamaba al changador de la esquina. La ciudad era chica. Me dice mi madre que, por el norte, concluía en la calle Pueyrredón, que se llamaba Centroamérica entonces. Había una línea del ferrocarril que iba del Retiro hasta el Once. Y luego, ya del otro lado de Centroamérica, empezaba una zona un poco vaga de terrain vague, como se dice en francés, en la que había ranchos, gente que andaba a caballo, alguna quinta, hornos de ladrillos y una gran laguna, llamada la Laguna de Guadalupe. Antes, las lagunas estaban más cerca. Mi abuelo vio ahogarse un caballo en la plaza Vicente López… Los vecinos no pudieron salvarlo. La plaza se llamaba «Hueco de las cabecitas», porque en Las Heras y Pueyrredón estaban los corrales del norte. Luego había los corrales del oeste, en la plaza del Once, y los corrales por excelencia, los mencionados por Echeverría en El matadero, situados a pocas cuadras de aquí, en la plaza España, y luego situados en el Parque de los Patricios. Uno de los primeros recuerdos de mi madre es una de las dos grandes playas de carretas que había en la ciudad: la que ella vio estaba en la plaza del Once. Ahí llegaban las carretas de Haedo, de Morón, de Merlo, de los pueblos del oeste. Y había otra playa de carretas, de la que he visto fotografías también, situada aquí mismo, en Constitución. De suerte que tenemos una ciudad de casas bajas, una ciudad provinciana. El doctor Bioy me dijo que él recordaba una época en la cual se sabía, digamos… en la cual él conocía qué familia vivía en cada casa, de cada cuadra. Esto puede ser un poco exagerado, o puede limitarse a algunos barrios. Me habló, por ejemplo, de una manzana, en la calle San José, en la que solo vivían negros. Yo, de chico, he alcanzado a ver más negros que ahora; ahora el negro ha desaparecido prácticamente. Los negros eran descendientes de los esclavos, tenían los mismos nombres de los dueños y mantuvieron —o sus descendientes mantuvieron, durante mucho tiempo— una relación cordial con los antiguos amos, ya que llevaban su nombre y eran parte de la familia. Además, a diferencia de lo que ocurrió en los Estados Unidos, aquí los negros en general no trabajaban en el campo; estaban limitados al servicio doméstico, y envejecían y morían en las casas de los patrones, un poco identificados con ellos. Luego va llegando la inmigración, y la población se transforma, y la ciudad va creciendo. Pero tenemos documentos de la época. Hay, por ejemplo, una novela, el Libro extraño, del doctor Sicardi, en la cual se narra, con alguna exageración romántica, el crecimiento del barrio de Almagro. Recuerdo una inundación del Maldonado descrita dramáticamente. Ahora, cuando yo era chico, ya la ciudad se había extendido. Hacia el norte, la ciudad concluía en el puente del Pacífico, en esa zanja que pasaba de la sequía a la inundación, el arroyo Maldonado, barrio de malevos criollos, y calabreses también. Mi madre recuerda una época en que el nombre de Barracas sugería lo que sugerirían después los nombres de Temperley, de Adrogué, de Flores, de Belgrano; es decir, era un barrio de quintas, sobre todo, la Calle Larga de Barracas, la actual avenida Montes de Oca, así como la Calle Larga de la Recoleta, la actual avenida Quintana. Creo que ya tenemos un cuadro de la ciudad. Quiero indicar también que esa ciudad era todavía una ciudad jerárquica. Recuerdo haberle preguntado a un señor cómo se vestían los compadritos en su tiempo. Y me dijo: «Bueno, se vestían como nos vestimos todos ahora», es decir, usaban saco y chambergo; no levita y sombrero de copa; desde luego, usaban pañuelo también. Pero, más o menos, todos ahora nos vestimos como los compadritos de antes. En cambio, en aquella época había una diferencia importante entre ser un señor y ser un compadrito u hombre del pueblo. Y, aunque el compadrito llegara a ganar dinero —esto podía hacerlo, bueno, mediante diversos oficios o también siendo guardaespaldas de político o siendo un elemento para atemorizar a los electores en las elecciones—, sin embargo seguía siendo un compadrito, es decir, un hombre de chambergo, de pañuelo, de saco ajustado, de pantalón campana o pantalón bombilla, de alpargatas, o de taco alto. Había una jerarquía entonces que se ha perdido ahora. Vemos, pues, al Buenos Aires de entonces, ese Buenos Aires de casas bajas, sin árboles, con patios; un Buenos Aires con tranvías de caballos, tranvías que dejaban al pasajero no en la esquina, sino muchas veces en la puerta misma de su casa, y donde todo el mundo se conocía, todos eran parientes, o parientes de sus parientes. Existía, además, una hospitalidad que ha desaparecido ahora. Sé del caso de muchas personas que llegaban de las provincias o del Uruguay a instalarse, a vivir en Buenos Aires y al día siguiente recibían una fuente con empanadas, recibían dulce de leche; al cabo de uno o dos días devolvían esa fuente con otra golosina y pronto eran amigos de todos los vecinos del barrio. Ahora, en cambio, vivimos en casas de departamentos y podemos muy bien ignorar el nombre de nuestro vecino de arriba o de nuestro vecino de enfrente. Ya tenemos la fecha, 1880, ya tenemos el lugar, Buenos Aires. Y ahora iremos a los lugares mismos del tango. ¿Cuál fue el origen de la palabra? A mí me suena a africana, o pseudoafricana, como la palabra «milonga», también. Según Ventura Lynch, la milonga fue creada por los compadritos para burlarse de los candombes, de los negros, y se bailaba —nos dice en un libro suyo—, se bailaba en los casinos de baja estofa del Once y de Constitución. Y la bailaban los compadritos. En cambio, otras personas me han dicho que la milonga se bailó mucho después, que la milonga al principio fue simplemente una música y que se bailó por influjo del tango. Realmente no tengo elementos de juicio sobre este tema. Vayamos a los lugares. Se ha repetido —y hay muchos films que han insistido en esto— que el tango es arrabalero, que el tango surge en el suburbio. Y el suburbio, desde luego, estaba entonces muy cerca del Centro. Pero los diálogos que yo he mantenido con gente de la época me han llevado, me han indicado todos que la palabra «arrabalero» ahí no tiene un sentido topográfico. Además, no se hablaba del arrabal, se hablaba de las orillas, y esas orillas eran no solo las orillas del agua, sino, sobre todo, las orillas de la tierra. Y las orillas típicas, las más características, eran las orillas de los corrales, de los corrales viejos, es decir, orillas de la tierra, del polvo, de troperos, y de lugares de diversión también para esa gente. Entonces, ¿dónde surge el tango? Según todos, el tango surge en los mismos lugares en que surgiría, pocos años después, el jazz, en los Estados Unidos. Es decir, el tango sale de las «casas malas». Ahora, esas casas estaban situadas en todos los barrios de la ciudad, pero había algunos barrios, digamos, especializados. Y esos fueron la calle del Temple, la calle que se llama hoy Viamonte, hacia 25 de Mayo o Paseo de Julio, como se decía entonces. Y después lo que se llamó «el barrio tenebroso», es decir, Junín y Lavalle. Pero, además de eso, había esas casas desparramadas por toda la ciudad. Esas casas eran grandes, tenían patios, y se usaban, además, como lugares de reunión; es decir, había gente que frecuentaba esas casas para jugar a la baraja, para tomar un vaso de cerveza, para encontrarse con amigos. Esto yo lo he alcanzado [a ver] todavía en Palma de Mallorca, donde, cuando se buscaba a alguien y no se lo encontraba en los cafés, se lo buscaba en las tres o cuatro casas de ese tipo que había en Palma. Hay un argumento, un argumento que viene a dar fuerza a esto que yo he dicho. Y ese argumento es el instrumental que se usó para el tango: los instrumentos. Y voy a recordar, ahora, a un amigo mío, un hombre ya viejo, que fue amigo de Evaristo Carriego. Evaristo Carriego solía a referirse a él y decía: «La noche que Marcelo del Mazo me descubrió». Marcelo del Mazo publicó, por los años del Centenario, un libro titulado Los vencidos. Ese libro es un libro de cuentos, no cuentos en el sentido actual —creo que ahora en un cuento esperamos principio, medio y fin— sino más bien lo que llamaban «croquis» entonces. Pero al fin del libro había varios poemas, y uno de ellos, que creo poder recordar, se titula «Tríptico del tango». Creo que corresponde al año 1908. Y dice así… Recuerdo el primer poema, titulado «Bailarines de tango»: Cuando el ritmo de aquel tango les marcó un compás de espera como sierpes animadas por un vaho de pasión, se anudaron y eran gajos de una extraña enredadera florecida entre la lluvia de los dichos del salón. —Aura, m’hija —aulló el compadre y la fosca compañera le ofreció la desvergüenza de su cálido impudor azotando con sus carnes como lenguas de una hoguera las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor. «Chusma del amor» me parece perfecto para el compadre. Persistieron en un giro, desbarraron los violines y la flauta dijo notas que jamás nadie escribió, pero iban blandamente, a compás, los bailarines y despacio, sin notarlo, la pareja se besó. Y luego: La pareja iba en un ritmo de pasión y de bravura en la almohada del cabello, apoyados los frontales. Tres manos sobre los hombros y una garra en la cintura que era la última moda del tango en los arrabales. Y luego, cuando concluye el «Tríptico», uno de los compadres ha matado a la mujer, a la mujer que le ha sido infiel, y que se llama, significativamente, «La Piadosa». Y luego dice: Mientras saltaba los fondos de la casa el asesino. Y luego: «Pero al pasar el mareo de tango —que no de vino—», dice, aprobaron los hombres que el malevo hubiera matado a la mujer. Y esto lo escribió del Mazo poco antes del Centenario. Estaba escribiendo hechos contemporáneos que él conoció y sabía. Y ustedes habrán notado que él dice: «desbarraron los violines / y la flauta dijo notas / que jamás nadie escribió» y en otro pasaje del «Tríptico» habla del piano, de suerte que ya tenemos los tres instrumentos iniciales: piano, flauta y violín. Ahora bien, si el tango hubiera sido un baile orillero, entonces el instrumento habría sido el instrumento que se oía en todos los almacenes de Buenos Aires… El instrumento hubiera sido el instrumento popular por excelencia, hubiera sido la guitarra. En cambio, la guitarra llega mucho después, o no llega. Y creo que, años después, en el barrio de Almagro, creo, se agrega el bandoneón, instrumento de procedencia alemana. Me parece que este argumento es concluyente: tenemos las casas de mala vida y tenemos instrumentos como el piano, la flauta, el violín, que no son populares, y que corresponden a medios económicos superiores a los del compadrito y su conventillo. Y Lastra, en este libro que he citado, Memorias del 900, llega a afirmar que el tango no se bailó nunca en los patios de los conventillos, y esto lo confirma un poema de Carriego, uno de los últimos poemas de Carriego, «El casamiento». Ahí él describe una fiesta en un conventillo, un casamiento. Y ahí aparece el tío de la novia, y el tío de la novia, medio ofendido, dice que no se admiten cortes, es decir, baile con cortes, «que no se admiten cortes, ni aun en broma». Y luego el guapo, amigo de la casa, dice que «aunque le cueste / ir de nuevo a la cárcel se halla dispuesto / a darle un par de hachazos al que proteste». Y alguien dice: «La casa será todo lo que se quiera; todo lo que se quiera, pero decente». Es decir que el pueblo, al principio, rechaza el tango, rechaza el tango porque conocía su origen infame. Y esto lo confirma algo que yo he visto muchas veces, algo que vi a principios de siglo siendo chico, en Palermo, y que vi, mucho después, por las esquinas de la calle Boedo, antes de la segunda dictadura. Es decir, he visto a parejas de hombres bailando el tango, digamos al carnicero, a un carrero, acaso con un clavel en la oreja alguno, bailando el tango al compás del organito. Porque las mujeres del pueblo conocían la raíz infame del tango y no querían bailarlo. Y hubo además, esto lo dice Bates en su libro sobre el tango, hubo casas, una llamada «La red», creo que en la calle Defensa, casas para que se bailara el tango. Y lo bailaban entre hombres solos. Además, se bailó en lugares que, si no eran exactamente casas malas, eran como el vestíbulo, digamos, de esas casas. Y esos lugares famosos fueron la confitería de Hansen, el Tambito, el Velódromo, y dos casas donde concurrían compadritos y niños bien. Una, situada en la calle Chile, cerca de Entre Ríos, y otra, famosa porque dio su nombre a un tango famoso, una casa de baile de compadritos y de patoteros y de «mujeres de la vida», situada en la calle Rodríguez Peña, acaso una de esas casas viejas que todavía quedan en esa cuadra, Rodríguez Peña entre Lavalle y Corrientes. Y si se necesitaran más pruebas tendríamos, además, cuatro versos de Evaristo Carriego, que estaba describiendo lo contemporáneo, y que no tenía y no podía mentir. Dice: En la calle la buena gente derrocha sus guarangos decires más lisonjeros, porque al compás de un tango que es «La morocha», lucen ágiles cortes dos orilleros. Es decir, dos hombres. Y un tío mío, marino, calavera en su juventud, dice que él fue con un grupo de cadetes a un famoso conventillo de la época, llamado, significativamente, «Los cuatro vientos», en la calle Las Heras. «Los cuatro vientos» ya sugiere grandes patios, grandes patios con muchas ventolinas, como dice Silvina Ocampo en un admirable poema sobre Buenos Aires. Y que ahí uno de ellos quiso bailar con cortes y la gente del conventillo, la gente humilde del conventillo lo echó. Es decir, contrariamente a esa suerte de novela sentimental que han hecho los films, el pueblo no inventa el tango, el pueblo no impone el tango a la gente bien. Ocurre exactamente lo contrario: el tango tiene esa raíz infame que hemos visto. Y luego los niños bien, patoteros, que eran gente de armas llevar, o de puños llevar, porque fueron los primeros boxeadores del país, lo llevaron a París. Y cuando el baile fue aprobado y adecentado en París, entonces, el barrio Norte, digamos, lo impuso a la ciudad de Buenos Aires, que ahora lo acepta, y es una suerte que haya ocurrido así. Tenemos, pues, a los personajes: tenemos al compadrito, al rufián, tenemos al niño bien, patotero, y tenemos a la mujer de mala vida, también. En cuanto a los cortes, los cortes los hacía el hombre, no los hacía nunca la mujer. El que mandaba en el baile era el hombre y la mujer los aceptaba. Y el tango procede de la milonga. Es decir, toda esa tristeza del tango es lo que ha llevado a gente a afirmar que el tango es «un pensamiento triste que se baila», como si la música saliera del pensamiento y no de emociones, todo eso corresponde a un tango muy posterior. No corresponde, ciertamente, a «El choclo», a «El entrerriano», a «El apache argentino», a «El Pollito», a «Las siete palabras», a «Noche de garufa», es decir, a los primeros tangos. En la próxima charla vamos a estudiar esos personajes, especialmente el compadrito, y ese otro personaje, un tanto olvidado, acaso por afán demagógico, el niño bien, patotero, que es el que contribuye más, con algunos directores de orquesta, a la difusión mundial del tango, al hecho de que el tango haya llevado el nombre argentino por todas partes del mundo. Hablé de la etimología posiblemente africana de la palabra. Pero no hay que olvidar que hay una música española que se llama «tango», también, y que difiere, creo, de nuestro tango, o mejor dicho, de nuestros tangos, ya que hay una diferencia casi insalvable entre «El choclo», «La cumparsita» y los últimos experimentos de los músicos de vanguardia. Lugones propone como etimología la palabra latina tangere, tango… sí… tangere, tango, tetigi, tactum. Pero me parece muy inverosímil que la gente que frecuentaba las casas malas de la época fueran humanistas y tomaran palabras del latín: no creo en la erudición de los compadritos de la calle Chile o de la calle Rodríguez Peña, o del Tambito. Pero tiene una sentencia Lugones, que me parece que viene a resumir todo lo que he dicho hoy: «El tango, ese reptil de lupanar». Yo he conversado muchas veces con Lugones y noté un hecho paradójico: es que a Lugones oficialmente le desagradaba el tango. Lugones era cordobés y quería que nuestro verdadero folklore fuera la zamba, la vidalita, o el estilo, pero realmente le gustaban mucho los tangos. Y hasta llegó a citarme, alguna vez, la letra de un tango de Contursi, letra que sospecho inventada por él, pero quizá ustedes puedan asesorarme en este sentido. La letra decía así: Acordate de la cruz que te regaló tu hermano y del huevo de avestruz sobre la mesa de luz que era un cajón de Cinzano. Y estas rimas me parecen más dignas de Lugones, más dignas de Lugones que de Contursi. Pero estoy adelantándome a lo que voy a decir; quedemos en la etimología desconocida de la palabra «tango» y en la próxima charla —en la que espero ser no solo un conversador permanente, sino un oyente y un discípulo de ustedes— hablaremos de los hombres del tango, el compadre, el patotero y la «mujer de la vida», y luego veremos cómo va evolucionando el tango. SEGUNDA CONFERENCIA DE COMPADRITOS Y GUAPOS El gaucho reflejado en el compadrito. Estrofas de Hilario Ascasubi, José Hernández y Eduardo Gutiérrez. Las sagas: una cita escandinava. Técnicas psicológicas. Rasgos del compadrito y el guapo. La «secta del cuchillo y el coraje»: historias y relatos. Nicolás Paredes. Los personajes del tango. Sus raíces en la milonga. Las «academias». Señoras, señores, En la conferencia, en la charla anterior, yo dije que la palabra «argentino», que el declararse argentino, suscitaba en cualquier parte del mundo dos palabras, dos palabras que corresponden a un hombre y a una música: la palabra «gaucho» y la palabra «tango». Diríase que esa asociación de ideas es universal; por lo menos, yo lo he comprobado así en diversas regiones de América y de Europa. A primera vista diríase que esas dos palabras, «gaucho» y «tango», no tienen nada en común. Yo creo, sin embargo, que hay una relación entre ellas, aunque el gaucho no bailó nunca el tango, y no lo conoció tampoco. Y de ello tenemos dos pruebas de las que Bacon llamaría negativas, y son dos estrofas, una de Ascasubi, que usa dos veces, si no me equivoco, en su obra, la palabra «compadrito», y lo define; pero no usa nunca la palabra «tango», y parece haber ignorado también la palabra «corte». Y la prueba, que es negativa, desde luego, está en una estrofa suya, en que describe un baile, que se supone ocurrir cerca de la bahía de Samborombón. Entonces, el poeta, después de haber hablado de uno de los personajes, un gaucho unitario, dice: Sacó luego a su aparcera la Juana Rosa a bailar y entraron a menudear media caña y caña entera. ¡Ah china! ¡Si la cadera del cuerpo se le quebraba! pues tanto lo mezquinaba en cada dengue que hacía que medio se le perdía cuando Lucero le entraba. Ahora, si Ascasubi hubiera conocido la palabra «corte» la hubiera usado ahí y no hubiera usado la palabra de marcado acento hispánico «dengue». El otro ejemplo me parece aún más probatorio; está en El gaucho Martín Fierro, publicado, según ustedes saben, en 1872. Hernández describe también un baile, un baile campero y orillero, lo describe por boca del sargento Cruz. Es aquel baile, recordarán ustedes, en que el guitarrero zahiere con unos versos a Cruz. Y Cruz, primero corta las cuerdas de la guitarra con el facón; luego lo reta a duelo, lo mata y dice, brutalmente: Ahí lo dejé con las tripas, como pa’ que hiciera cuerdas. Pues bien, en ese pasaje hay una estrofa, con las rimas, en la cual hay tres rimas en «ango». Y esas rimas son la palabra «fandango», palabra española; luego, la palabra «changango» —que se aplicaba, cuando yo era chico, no sé si todavía se usa, a una guitarra mala o vieja— y luego dice: «Y todo se volvió pango», es decir, confuso. Ahora bien, si Hernández hubiera conocido la palabra «tango», hubiera sido mucho más fácil colocarla en el verso que «fandango», «changango» y, sobre todo, «pango», que no he oído ni he leído nunca fuera del texto de Hernández. Y, sin embargo, el gaucho influye sin saberlo en el tango. Y esto se debe a dos razones. En primer lugar, había una afinidad entre el compadrito —un plebeyo criollo de la ciudad, o de las orillas de la ciudad, que estaban muy cerca del Centro, ya que la ciudad era chica—, y el gaucho. Por lo pronto, ambos trabajaban con animales. El compadrito podía ser matarife, cuarteador, carrero; sobre todo, los guapos más famosos salieron de esos gremios. Y además, esto es importante, me parece, el compadre no se veía a sí mismo como un compadre. El compadre se veía como criollo, y el arquetipo del criollo era el gaucho. Y esto podemos comprobarlo en la letra de «La morocha», uno de los tangos más antiguos, citado por Evaristo Carriego: Yo soy la fiel compañera del noble gaucho porteño, la que conserva el cariño para su dueño y luego la que lo despierta cada mañana con un cimarrón. Y además podríamos recordar aquella frase de Oscar Wilde, que dice que la naturaleza imita al arte; es decir, que el compadrito si algo leía eran las novelas de Eduardo Gutiérrez, y si asistía a algún espectáculo, ese espectáculo era el Juan Moreira, de los hermanos orientales Podestá. Yo mismo he oído a mi amigo Nicolás Paredes (que he mencionado y de quien volveré a hablar), le he oído, al hablar de un famoso guardaespaldas suyo, Juan Muraña, la expresión: «Y llegó el paisano». Es decir, lo veía muy poco como un gaucho. Además, los primeros compadritos eran gente criolla, y su faena era bastante parecida a la faena rural, y, sin duda, nunca se llamaron «compadres» entre ellos, ya que en la palabra «compadre» había un dejo despectivo, un dejo que ha persistido en la palabra y en las dos palabras que se derivan de ella: «compadrito», que se usa con cierto desdén, y luego «compadrón», que significa el que quiere imitar al compadre y no acierta, o el que propende, sin quererlo, a este compadre. De suerte que ya estamos ante uno de los personajes del tango, el compadre. «Compadre», como todos los arquetipos, no existió quizá del todo, en ninguno de los individuos. Pero hubo varias clases de compadres. Y de ellas, vamos a ver ahora, la más interesante, a mi entender, que fue el tipo del guapo. Y pensemos en lo admirable de que ese tipo existiera. No quiero decir que todos los compadres fueran valientes o fueran pendencieros, eso sería absurdo. Pero pensemos en la vida del compadre de las orillas de mil ochocientos ochenta y tantos en Buenos Aires, en La Plata, en Rosario o en Montevideo. Pensemos en la pobreza de esa vida en el conventillo, en las durezas y sinsabores de esa vida. Y pensemos que esos hombres crearon, sin embargo, lo que yo he llamado en algún poema —influido, sin dudas, por las novelas de Eduardo Gutiérrez y por las piezas de teatro que se tomaron de ellas— «la secta del cuchillo y del coraje». Es decir, se propusieron (sin lograrlo siempre desde luego, puesto que entre los valientes habrá habido también fanfarrones y cobardes), se propusieron como ideal el de ser valientes; crearon, a su modo, una religión. Y recuerdo aquí un pasaje de una saga escandinava, que nos viene de la Edad Media, nos viene de un país muy lejano, en la cual les preguntan a unos hombres si ellos creen en Odín o en el Cristo blanco, el Cristo que acababa de llegar a las regiones boreales desde las tierras del Mediterráneo. Y entonces uno de los hombres contesta: «Creemos —o creo— en el coraje». El coraje era su Dios, más allá de la antigua mitología pagana o de la nueva fe cristiana. Y el guapo tenía también este ideal. En el Martín Fierro leemos: «Amigazo, pa’ sufrir han nacido los varones». Y Adolfo Bioy Casares me contó el caso de un peón de estancia, a quien tenían que hacerle una operación inmediata, de urgencia, y muy dolorosa. Le explicaron que iba a sentir mucho dolor, hasta le ofrecieron un pañuelo para que él lo mordiera mientras estaban operándolo, y entonces este hombre dijo, sin saber que estaba diciendo una frase digna de los estoicos, una frase digna de Séneca: «Del dolor me encargo yo». Y sufrió la operación sin que se notara ningún cambio en su cara. Es decir, se había propuesto ser valiente y logró serlo. Ahora, el guapo, como he dicho, no era forzosamente un hombre de malas costumbres. Aquella frase que cité la otra vez, «Yo estuve en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio», quería decir, ante todo, que quien hablaba así, «el pibe Ernesto» (Ernesto Ponzio, autor de «Don Juan»), no había sido un hombre que había vivido de las mujeres o que tenía malas costumbres. Había sido, simplemente, un hombre a quien le ocurre esa desgracia, desgraciarse llamaban ellos, de matar. Ahora, todo esto comportaba una técnica. Y esa técnica, según he sospechado y, creo, comprobado también, no era solo una técnica física, no consistía simplemente en el buen manejo del cuchillo y del poncho. Era también una técnica que podríamos llamar «psicológica». Es decir, el guapo iba llevando a su adversario a un terreno desventajoso, de suerte que, cuando llegaba el momento de la pelea, el adversario ya estaba vencido. Sería curioso indagar si esa técnica se ha dado en otras partes del mundo. Por lo menos, en los westerns, que vienen a ser como una suerte de épica cinematográfica del cowboy, esa técnica no se da: el desafío es rápido. Generalmente consiste en pocas palabras; a veces, simplemente, como en un film que he visto hace poco, «soy fulano de tal, draw», es decir, «saque» la pistola. Pero la técnica que yo he visto aplicada en los arrabales de Buenos Aires era distinta. Y voy a dar un ejemplo de ella, y aquí tendré que volver a mi amigo —cuya sombra anda sin dudas por aquí—, don Nicolás Paredes. Yo fui un testigo de esa escena. Paredes había sido guardaespaldas de algún caudillo conservador, es decir que era enemigo público, digamos, de los radicales. Y yo estaba con Paredes, y con unos amigos, allá por el año…, bueno, no recuerdo la fecha, fue hace tiempo, y en la reunión, que ocurrió en la confitería Portones, en lo que hoy se llama, o que ya se llamaba, Plaza Italia, llegó un individuo con la evidente intención de provocarlo a Paredes. Paredes era un hombre de setenta años, bien cumplidos. El otro era más joven, más fuerte, más violento. Pero posiblemente, por el hecho de ser más joven, no dominaba la técnica del pendenciero, quería resolver las cosas muy pronto. Llega este señor, tenía un aire más bien patibulario, se sienta en nuestra mesa —conocía a algunos de los concurrentes— y dice: «Y ahora los invito a todos ustedes a brindar por la salud del doctor Yrigoyen». Ahora, esto era, evidentemente, un desafío hecho a Paredes, que era conservador. Y yo esperaba alguna reacción de Paredes. Pero Paredes, sin inmutarse, dijo: «Muy bien, señor, yo estoy listo a brindar por cualquiera». Ahora, en la palabra «cualquiera» ya había un dejo despectivo, porque ya quedaba reducida la estatura, digamos, del doctor Yrigoyen. Pero, el otro, naturalmente, tuvo que aceptar eso y entonces todos brindamos por el doctor Yrigoyen. Y luego pasaron cinco o diez minutos, y luego Paredes dijo: «Y ahora, señores, yo los invito a brindar por la salud del señor fulano aquí presente», e indicó a uno de los circunstantes. El provocador tuvo que brindar también, porque no tenía por qué insultar a este señor que estaba allí. Y, así, la escena duró más o menos una hora. Y se brindó por la salud de todos… ¡Hasta por la mía también! Porque Paredes dijo: «Y ahora, señores, los invito a brindar por este joven Borges, que sabía vivir en la calle de Serrano, y que aquí, aquí donde lo ven, es un escritor». La gente brindó también por mí, yo agradecí, porque comprendí que eso era parte de la técnica de Paredes. Pero, al cabo de una hora de brindis, de brindis propuestos por Paredes y aceptados por el pendenciero, el otro —sin quererlo— había ido convirtiéndose, un poco, en un sirviente de Paredes. Porque era Paredes el que proponía los brindis y el otro, el que los aceptaba. De modo que, cuando de pronto, ya sin transición, Paredes se puso de pie y nos dijo: «Ustedes me van a disculpar un rato porque yo quiero cambiar unas palabras con este señor que ha llegado» y luego nos tranquilizó, nos tranquilizó con una frase que era una amenaza: «Estén tranquilos, vuelvo enseguida». Salieron los dos, el otro le pidió disculpas a Paredes y se fue. Se fue quizá, no por ser menos valiente, sino porque ya había sido vencido antes. Porque ya el otro lo había llevado a un terreno en el cual estaba… humillado, digámoslo así. Y yo he asistido a otras escenas de este tipo. Ahora, posiblemente, lo que Paredes hizo esa noche correspondía a una técnica que en algún tiempo fue difundida. Sin dudas, Moreira y Hormiga Negra, el Pastor Luna, sabían algo de esto. Es decir, había una tarea psicológica, un trabajo psicológico y, desde luego, también, digamos, la tarea física, el buen manejo del cuchillo. Y sobre ese buen manejo, voy a inferirles, digamos, otra anécdota. Salían de la cárcel Muraña y Suárez «El chileno», los dos estaban muy contentos, habían pagado una deuda, creo que habían estado un año presos, y salieron a emborracharse, a celebrar su libertad, eran amigos y rivales. Y Suárez se acercó a Muraña y le dijo: «¿Dónde querés que te marque?». Y el otro, que estaba esperando una provocación, una provocación amistosa, sacó inmediatamente el cuchillo que llevaba en la sisa del chaleco, le tajeó la cara y le dijo: «Aquí». Entonces, los dos se abrazaron, porque todo aquello no pasaba de ser una broma. Pero «El chileno» llevó hasta el día de su muerte aquella, aquel autógrafo del cuchillo de Juan Muraña. Pero siguieron siendo amigos. En cuanto a Muraña, tuvo una muerte poco gloriosa. Era carrero, estaba muy borracho, y una noche se cayó del pescante del carro en la calle Las Heras y se mató. Hubiera merecido, me parece, una muerte mejor. Hay un libro de Mark Twain, sobre el descubrimiento del oro, en California. Y ahí se dice que los guapos, los killers, que usaban armas de fuego y no cuchillo, no peleaban con cualquiera. Era necesario, digamos, hacer méritos para que… para poder dejarse matar por un guapo. Eso no estaba a la altura de cualquiera. Y, así, yo recuerdo que cerca de nuestra casa vivía el sargento Chirino. El sargento Chirino ensartó en su bayoneta a Juan Moreira, que salía de la casa de Estrella (creo que en Navarro o en Lobos, no sé), que huía por los fondos de la casa. Lo ensartó en la bayoneta y quedó atónito cuando vio que él había muerto al famoso guapo Juan Moreira. Pero esto no le valió ninguna gloria, porque ¿quién era él, un oscuro sargento de policía, para matar al famoso Moreira? La gente no le perdonaba esto. Los chicos de la escuela primaria mirábamos a ese señor de edad, lo mirábamos mal, porque lo veíamos como alguien que había cometido un atrevimiento. Me contaron un caso análogo, el caso del Noy, del mercado de Abasto, que tuvo un cambio de palabras con un muchacho que no sabía que el otro era un guapo famoso, y el otro cometió la imprudencia de sacar el revólver y de matarlo. Y después tuvo que mudarse de barrio, porque la gente no le perdonó la insolencia de que él, que no era nadie, hubiera matado al Noy, que era famoso y que debía tantas muertes. Ahora, el guapo, nos dice Lugones, no tenía el cuero para negocios. Es decir, era un peleador desinteresado, aunque muchos de ellos fueron guardaespaldas de caudillos, y entonces gozaban de cierta o de bastante impunidad. En primer término, a los caudillos que los empleaban les importaba que la gente supiera que tenían a sus órdenes hombres de un valor a toda prueba; de modo que los protegían. En general, se trataba de hombres que debían una muerte. Entonces, los mandaban a buscar, los amenazaban con la cárcel, y luego, ya, esta gente tenía que hacer lo que les mandaba este patrón. Algunos no eran pendencieros. De Juan Muraña, por ejemplo, me dijo Paredes, que era una persona de muy escasa inteligencia. Tanto así, que cuando lo provocaban no se daba cuenta. Y Paredes tenía que decirle: «¿Pero no ves, Juan, que te están poniendo como un suelo? Andá y peleá». Entonces, él peleaba. Me contaron una pelea de Muraña. Parece que un muchacho insistió en pelear con él. Muraña no quería pelear, porque sabía que iba a vencerlo al otro. Y, además, él tenía por norma matar al adversario, y no quería criar cuervos. Entonces, él primero le dijo que no, hizo todo lo posible para que el otro desistiera. Finalmente, impuso una condición. Y es que, con un lazo, los ataran por la pierna derecha, de suerte que el duelo así tenía que ser a muerte; ninguno de ellos podía retirarse. El duelo se hizo, y al final, tuvieron que desatar el lazo para llevarse el cadáver del imprudente que había provocado a Muraña. Luego, creo que hablé ya del caso de personas que provocaban a desconocidos, pero no lo hacían por dinero, lo hacían simplemente por ser fieles a esa religión del coraje. Ahora, en el guapo se dio el tipo mejor del compadre, podemos decirlo, pero no todos lo eran así. Creo que Evaristo Carriego, en su poema «El guapo», amalgama diversos personajes: lo hace ser guitarrero, por ejemplo; lo hace ser bailarín. Todo esto podía darse en un hombre, pero, en general, no se daba: el guapo era simplemente un hombre que estaba listo a pelear, con uno o con muchos. Pero el que influye directamente en el tango no es el guapo, es más bien el hombre que vive de las mujeres y que, naturalmente, trataba de imitar al guapo, y, a veces, lo era también, ya que las rivalidades entre esta gente eran rivalidades duras y se dirimían a cuchillo. De otro caudillo, del barrio de la Recoleta, he oído decir que solía afirmar: «Aquí tenemos todo lo que precisamos: el hospital, la cárcel y el cementerio». No necesitaban otras cosas. Ahora, en las casas de mala vida, ahí se juntan esos dos tipos opuestos, se juntan esos dos extremos de la sociedad de entonces, se juntan el rufián y el niño bien patotero. Ahora, esto del niño bien patotero no quiere decir, ciertamente, que todos los niños bien fueran patoteros. Al contrario [inaudible] que se opusieron a los patoteros. Los patoteros, por lo demás, se limitaban a molestar a la gente en la calle. Hay unos versos, unos versos que le envidio a Celedonio Flores, unos versos que ustedes, sin duda, saben de memoria: Amainaron guapos junto a tus esquinas cuando un elegante los calzó de cross y te dieron lustre las patotas bravas allá por el año novecientos dos. Pero, esas «patotas bravas», que fueron sin duda incómodas, no mataron a nadie, según hace notar Lastra en su libro Memorias del 900. Y se les deben hechos meritorios, también. Hacia 1910, cuando la patria iba a celebrar su primer centenario, un grupo de anarquistas se propuso, digamos, aguar esos festejos, e imprimieron, o estaban imprimiendo, unos carteles en una imprenta cerca del Retiro. Y un grupo de patoteros supo ese propósito, entraron en la imprenta —donde los recibieron a balazos— y redujeron a los anarquistas antes que llegara la policía. Es decir, se jugaron la vida; se jugaron la vida por la patria, por una buena causa. Ahora, el niño bien patotero representaba ante el compadrito algo casi milagroso, porque el compadrito, como el gaucho, peleaba a cuchillo, aunque algunos, como Juan Moreira, usaron armas de fuego también. De suerte que para ellos, un hombre que no necesitaba cuchillo para pelear era un hombre casi milagroso. Y eso lo hicieron los patoteros, que habían traído de Inglaterra ese arte nuevo y misterioso que se llamaba «el box». Y de aquella época, me dijo un tío de Ernesto Palacio, de aquella época, es decir, de principios de siglo, viene la frase usada por los compadritos: «La van de box y nos amuran». Es decir, estaban asombrados ante el hecho. Recuerdo también una anécdota que me contó el padre del poeta, del gran poeta, creo, Ulyses Petit de Murat. Ulises Petit de Murat y su hermano pasaban por la esquina de Andes, es decir, de Uriburu, y de Santa Fe. Y ahí había una patota de compadres, porque los compadres también eran patoteros, y patoteros que llevaban armas, a diferencia de los otros. Y entonces, uno de ellos, para provocarlo a Petit de Murat, que usaba jaquet, según la costumbre de la época (ya dije que en aquel tiempo había una gran diferencia entre la indumentaria del pueblo y la indumentaria de los niños bien), dijo: «Ancú el del yacumín». «Ancú» equivale al «araca», que no sé si se usa todavía, o si también es una palabra anticuada. Porque mis sobrinos cada vez que trato de hablar en lunfardo me acusan de cometer arcaísmos. Pero creo que «araca» o «ancú», creo que se usan todavía. Pues bien, este dijo: «Ancú el del yacumín». «Yacumín» quería decir «genovés», pero acá hay una broma, quería decir «Araca el del jaquet». Y entonces, sin inmutarse, Petit de Murat lo derribó de una trompada y le dijo: «Ancú el del castañazo, amigo». Luego, uno de ellos le sacó el revólver y el asunto quedó en nada. Yo acá he contado este episodio y ahora voy a contar otro que me fue referido por un empleado de la Biblioteca Nacional, Tosso, y esto ocurrió hará unos diez o doce años, en Lanús. He olvidado el nombre del protagonista, sé que era un muchacho a quien no le perdonaban el ser buen mozo, el ser valiente, el ser trabajador, el tener éxito con las mujeres. Entonces un grupo de malevos, que llevaban el nombre no muy promisorio de «los ratones», resolvieron matarlo. Y lo hicieron de una manera bastante ingeniosa, una manera que les aseguró la impunidad. Sabían que nuestro hombre concurría a cierto almacén, Tosso me ha prometido llevarme a ver ese almacén (parece que «los ratones» ya no andan por ahí, si no, no sé si hubiera aceptado esa invitación). Estaban «los ratones» jugando al truco en una mesa. Y uno de ellos acusó al otro de hacer trampa. Creo que le dijo que en la manga llevaba el as de espadas o algo así. Entonces se armó un tiroteo entre ellos, y una bala, una bala que no era casual, mató al protagonista de este cuento, y los otros se salvaron. Ya hemos visto, pues, a dos de los personajes originarios del tango. Hemos visto al compadre, que se veía a sí mismo como un gaucho. Y aquí yo me pregunto, pero habría que hacer una larga investigación para todo esto, si el gaucho se vio como gaucho alguna vez, si el gaucho se llamó «gaucho». Es verdad que en el Martín Fierro dice: «Soy gaucho y entiendanló». Y después dice: «Esto es pura realidá». Pero yo no creo que un gaucho hubiera dicho eso. Creo que la palabra «gaucho» tuvo al principio cierto sentido despectivo, y así los gauchos no se llamaban «gauchos», y el compadre se llamó «criollo», pero nunca se llamó a sí mismo «compadre». Es posible que ahora lo haga por influencia de los sainetes y de las letras de tango. Pero al principio ambas palabras deben haber sido despectivas y no deben haber sido usadas por los mismos individuos que merecían ese título. Tenemos, pues, el lugar, las casas de mala vida, las carpas de Adela, donde hubo bailes famosos, cerca de la Penitenciaría; una casa de baile en la calle Chile, y luego aquellos casinos de baja estofa, según los denomina Ventura Lynch en su libro sobre la cuestión capital de Buenos Aires. Esos casinos de baja estofa estaban hacia mil ochocientos setenta y tantos en las cercanías de Constitución y de la plaza del Once, es decir, en la cercanía de las playas de las carretas. El mismo Ventura Lynch habla de los «bailes de carreritos». Y luego tenemos un tercer personaje. Ese tercer personaje es la mujer. Las mujeres eran criollas, algunas. Pero a principios de siglo ya era costumbre que fueran pobres mujeres extranjeras, importadas. Había las francesas, que han dejado su nombre a algunos tangos: recordemos el tango «Germain», recordemos el tango «Ivette». Y luego había las mujeres del centro de Europa, las polacas, a quienes llamaban, yo recuerdo haberle oído usar esta palabra a Carriego, «las valescas». Había esas mujeres también. Y con esos tres personajes, surge —eso no lo sabremos nunca—, surge el tango. Ahora, el tango tiene sus raíces en la milonga, y también en la habanera. En un libro que comentaré en otra conferencia, el libro de Vicente Rossi, Cosas de negros, se supone que todo esto tiene un origen africano. Pero ese origen africano tiene que haber sido muy lejano. Aunque la fonética de las palabras «milonga» y «tango» sugiere a África, lo que yo he sabido —por tradición de mi familia, y de muchas familias— es que los negros habían olvidado su patria de origen, habían olvidado su idioma, apenas si les quedaban algunas palabras; habían sido sumergidos, como dice Vicente Rossi, en un «Leteo de betún». Posiblemente, muchos de ellos no sabían que sus padres habían sido vendidos en el mercado de esclavos en la plaza del Retiro, porque no tenían memoria histórica. Pero es posible que hayan colaborado, como sin duda colaboraron en el jazz, congénere de los Estados Unidos, que surge en un ambiente análogo al que he descrito, y surge en un lugar, y surge en lugares en que la población negra era mucho más densa que aquí. En Montevideo tiene que haber sido más densa que en Buenos Aires; aún lo es. Actualmente casi no se ven negros. Yo he escrito una «Milonga de los morenos». En esa milonga digo: «Martín Fierro mató a un negro» y luego, «y es casi como si los hubiera matado a todos», porque, realmente, los negros son muy raros aquí. Ahora bien, Vicente Rossi habla de unas casas de baile llamadas «academias». La más famosa fue la Academia de San Felipe, en el bajo, en el sur de la ciudad vieja de Montevideo, aunque las hubo en otros barrios. Y Vicente Rossi ha salvado en un libro precioso —porque si él no lo hubiera escrito, se hubieran perdido estas cosas— ha salvado la letra —la letra muchas veces es inefable, no quiero ofender el oído de nadie repitiéndola—, pero ha salvado también la música de esas primeras milongas. Ahora, el maestro García me ha dicho —yo, que soy un ignorante de la música, lo había sentido ya— que esa música es muy sencilla. Los mismos compositores no podían escribirla ni leerla. Los compositores silbaban o tarareaban una milonga. Luego, alguien las escribía para ellos y, sin duda, las corregía un poco. Pero todo lo que yo diga ahora será menos elocuente: me parece oír directamente esas letras lejanas y humildes y precursoras del tango. Y ahora yo le pido al maestro García para que le [inaudible] el broche de oro, si ustedes me permiten esa metáfora tan nueva y tan audaz, esta conferencia que nos haga oír algunas milongas, y luego —para que ustedes vean que, aunque la técnica evolucionó, el espíritu es el mismo— algún tango viejo. No me atrevo a sugerir el nombre de ninguno. Creo que el primer tango que yo oí en mi vida fue «El choclo». Puede haber sido «La morocha» también, pero creo que fue «El choclo», al cual habían agregado una letra realmente infame, y yo aceptaba, porque yo pensaba que esa era la letra de «El choclo», sin darme cuenta de que eso era imposible. Pero no teman ninguna indiscreción de mi parte. Son letras sencillas, milongas bailadas por el malevaje montevideano hacia el mil ochocientos ochenta y tantos, en las cuales está, siquiera de manera profética, el tango, el tango cuya evolución ulterior veremos en la siguiente charla. TERCERA CONFERENCIA EVOLUCIÓN Y EXPANSIÓN La Argentina del Centenario. Las celebraciones y el cometa Halley. La Argentina, reconocida en el mundo. El tango llega a Europa. Teorías sobre la evolución del tango. Su progresiva tristeza: la milonga, el tango primitivo y los cantares jactanciosos versus el tango «llorón». Carlos Gardel. Retazos de una posible epopeya. Anécdotas de las afueras de Lomas de Zamora. Señoras, señores, Llegamos a los años de auge del tango, es decir, aquellos años comprendidos entre 1910 y 1914. Porque en 1914 llega la Primera Guerra Mundial y, naturalmente, el tango queda anegado bajo esa guerra. El año de 1910 corresponde, como ustedes saben, a nuestro primer centenario. Y ahora, cuando nosotros releemos la «Oda a la Argentina» de Rubén Darío, las Odas seculares, así horacianamente llamadas por Leopoldo Lugones, sentimos, tenemos un poco, una sensación de brindis, de entusiasmo convencional y obligatorio. Pero la verdad es que ambos poemas, y aquí podríamos multiplicar los ejemplos de aquellas fechas, ambos poemas correspondieron a una fe, a un entusiasmo genuino. Creo que para dar esa impresión será que yo vuelva a un recuerdo de mi ya lejana niñez. El año 1910 fue el año de la aparición del cometa Halley. Recordaré, de paso, que el cometa había aparecido ya por el cielo el año 1835, año del nacimiento de Mark Twain. Mark Twain dijo que él no moriría hasta que volviera esa luz, ese polvo resplandeciente por el cielo. Y así fue: el año 1910 volvió el cometa Halley y murió Mark Twain. El recuerdo al que yo me refiero era algo que yo sentí entonces. Y que creo que todos más o menos sentimos, aunque sabíamos que era algo que no podía decirse, porque correspondía a una idea absurda. Sin embargo, todos la sentíamos como verdadera. Sentíamos que el cometa, ese cometa que yo veía sobre las casas bajas de la vereda de enfrente o desde uno de los patios de la casa, que ese cometa correspondía a las iluminaciones del Centenario, era una parte de las festividades, era como un beneplácito celeste. No diré —porque eso sería absurdo— que aquella época era una época utópica, que todos los hombres eran felices, que vivíamos en el paraíso. Pero sí diré que la ciudad, aunque pequeña entonces, era una ciudad creciente, era la capital de un país creciente. En cambio, ahora no sé si sinceramente podemos pensar eso. Antes, todos lo sentíamos. La pobreza, por aquellos años, era cuestión de una generación, a lo sumo. Yo me crié en un barrio pobre, en un extremo de la ciudad. Nuestra casa era una de las dos o tres casas de altos que había en las veintitantas cuadras de la calle Serrano. Yo frecuenté la escuela primaria y ahora, cuando me encuentro con algún camarada de aquella época, y me asombro de verlo tan envejecido —como él, sin duda, se asombra de verme tan envejecido a mí—, ese camarada, muchas veces hijo de inmigrantes analfabetos, es ahora un universitario, un ingeniero, un médico, un abogado, un arquitecto. Es decir, todo el país estaba creciendo, no importaba que, a tres cuadras de Plaza Italia, nuestra casa tuviera un molino, que luego fue remplazado por las aguas corrientes. No importaban los muchos terrenos baldíos (en uno de ellos había un caballo colorado, y yo jugaba a que ese caballo era mío y les decía a mis padres que yo tenía miles de otros caballos adentro). Lo importante es que todos teníamos esa sensación, y esa sensación se tradujo en muchos hechos. Podríamos resumirlo así: nuestra historia, hasta entonces, había sido una historia dramática, una historia de guerras victoriosas, una historia muchas veces gloriosa y dura. Pero, sin embargo, hasta aquellos años éramos un poco invisibles para el mundo, y luego, hacia 1910, año más, año menos, empezaron a ocurrir hechos que nos alegraron y nos conmovieron. Recuerdo la visita de la infanta Isabel, recuerdo cómo cortésmente mutilamos el Himno Nacional, cómo se suprimió aquella estrofa de «Y a sus plantas rendido un león», para que ese león rendido no molestara a la infanta, el león fue barrido por la infanta. Luego llegaron otras personas ilustres, el profesor Altamira y, sobre todo, llegó por aquellos años Anatole France. Las conferencias eran raras entonces. Anatole France pronunció —en un francés que podríamos llamar confidencial o secreto, porque hablaba en voz muy baja— una serie de conferencias sobre Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais. El filósofo irlandés Berkeley dijo famosamente que «ser es ser percibido», y también, que «ser es percibir». Pues bien, hasta aquel momento nosotros habíamos percibido, habíamos percibido a los otros países, habíamos percibido el pasado, el presente, pero no habíamos sido especialmente percibidos por el mundo. Y luego llegan esos visitantes ilustres, llega ese momento de exultación cantado por Lugones y por Darío, y luego llega la noticia, la noticia que nos conmovió a todos: el hecho de que el tango se bailaba en París y, posteriormente, en Londres, en Roma, en Viena, en Berlín, hasta en San Petersburgo, para usar la nomenclatura de aquellos años. Y eso nos colmó de alegría a todos. Ese tango, desde luego, no era el mismo exactamente de las casas malas de Buenos Aires o de Montevideo o de Rosario o de La Plata. Es raro que en París —ciudad que además de ser un símbolo de inteligencia lúcida es también un símbolo de licencia— el tango se adecentara, el tango perdiera los primitivos cortes y quebradas (se hablaba de cortes y de quebraduras también), y se convirtiera en una suerte de paseo voluptuoso. Pero, además, habían ocurrido otras cosas con el tango, desde mil novecientos o mil ochocientos noventa y tantos hasta mil novecientos diez. Ante todo, tenemos un instrumento nuevo, un instrumento que hoy parece inseparable del tango, el bandoneón —y que no se conoció en las primeras orquestas, en aquellas orquestas de piano, flauta, violín, cornetín—, del que hablé antes. Ahora bien, ese instrumento puede haber influido en la música del tango, en la evolución que sufre el tango. Y hay otra teoría también a la cual quiero referirme, aunque descreo de ella. La profesaron y la publicaron en la revista Martín Fierro, hacia 1925, Sergio Piñero y creo que Ricardo Güiraldes también. El tango, como hemos visto, empezó, surge de la milonga, y es al principio un baile valeroso y feliz. Y luego el tango va languideciendo y entristeciéndose, hasta el punto de que en un libro publicado hace poco por Ernesto Sabato se lee algo así como que «el tango es un pensamiento triste que se baila». Yo querría señalar dos frases, dos palabras discutibles. Primero, «pensamiento». Yo diría que el tango no corresponde a un pensamiento, sino a algo más profundo, a una emoción. Y luego el adjetivo «triste», que no podía aplicarse, ciertamente, a los primeros tangos. La teoría, una teoría de tipo racista, nacionalista, de Sergio Piñero, mi compañero en la revista Martín Fierro, es que en la tristeza y en el languidecimiento y en la quejumbre progresiva del tango había influido la inmigración italiana. Es decir, tendríamos un primer tango pendenciero, un primer tango del Tambito, en Palermo, o acaso de las carpas de Adela, cerca de la Penitenciaría, o de la calle Chile del barrio Sur o quizá de los corrales viejos. Esta fue la tesis de Miguel A. Camino. Y luego el tango diría que fue alejándose de esos lugares que se suponían criollos, fue ablandándose al llegar al barrio genovés de la Boca. Esta teoría me parece refutable mediante el nombre de los primeros compositores de tango. Si pensamos en tangos de la «Guardia vieja», ¿en qué nombres pensamos? Yo pensaría, en primer término en Vicente Greco. Greco, aunque signifique «griego», es ciertamente un apellido italiano. Además, yo recuerdo, siendo chico, que todos éramos, para nuestra imaginación, criollos. Muchos nos llamábamos Canelone o Molinari, pero esto no importaba. De suerte que no puedo aceptar esa teoría de que el tango fue pendenciero, porque era criollo, y luego se entristeció en el barrio italiano de la Boca. Esta teoría me parece del todo inaceptable. Creo que hay una raíz más profunda, y esa raíz podríamos verla ya prefigurada en épocas muy anteriores al tango. Por ejemplo, es indudable que Martín Fierro es nuestro otro gran libro. El primero es el Facundo, de Sarmiento, evidentemente. Pero en el Martín Fierro hay un tono de quejumbre que sería imposible entre los gauchos de Ascasubi o de Estanislao del Campo. Por ejemplo: Bala el tierno corderito al lao de la blanca oveja y a la vaca que se aleja llama el ternero amarrao pero el gaucho desgraciao no tiene a quién dar su queja. Pues bien, ese tono es completamente distinto del tono de los gauchos de Ascasubi. Y luego tendríamos, para no pasar de un individuo a otro, tendríamos el caso de un poeta menor, pero que tiene su importancia, el caso de Evaristo Carriego. Don Evaristo Carriego escribió: Le cruzan el rostro de estigmas violentos hondas cicatrices, y tal vez le halaga llevar imborrables adornos sangrientos caprichos de hembra que tuvo la daga. O aquel otro: Sobre el rostro adusto lleva el guitarrero viejas cicatrices de cárdeno brillo en el pecho un hosco rencor pendenciero en los negros ojos la luz del cuchillo. Y muestra, insolente, pues se va exaltando su bestial cinismo de alma atravesada. Palermo lo ha oído quejarse cantando celos que preceden a la puñalada. Ese tono es completamente distinto de la costurerita que dio aquel mal paso y lo pierde todo sin necesidad. O aquel otro poema del ciego, del ciego que llora recordando cosas de cuando sus ojos tenían mañana. De suerte que creo que esa evolución del tango, desde la jactancia valerosa hasta la tristeza, no se resuelve de un modo étnico. Además, no hay ninguna razón para que todos los italianos sean tristes tampoco. [inaudible] y quizá de mayor sentimiento de las cosas, quizá, creo yo, antes era más valiente o más estoico porque era menos imaginativo, ya que, según se sabe, el miedo existe en imaginarse las cosas malas antes que ocurran. Y aquí tenemos aquel verso del poeta inglés Dryden que dice: «El cobarde muere mil veces; el valiente, una sola vez». Es decir, el cobarde muere por anticipación, muere imaginándose la muerte, y por eso es cobarde. En cambio, el valiente es más superficial, se enfrenta con la muerte, y acaso no tenga tiempo de tener miedo. Ahora, hay un libro, al cual me he referido, el libro de Vicente Rossi, Cosas de negros, en el cual, ya que el autor era un autodidacta, se hermanan páginas muy elocuentes, por ejemplo, la descripción del primer candombe en el Río de la Plata, la descripción de las primeras milongas en la Academia de San Felipe, en el bajo de Montevideo, con páginas de suma, de imperdonable cursilería. Pero en este libro se encierran algunos datos curiosos y algunos errores también. El autor se deja llevar, ante todo, por la idea de que el tango es de origen negro, lo cual me parece, por lo menos, discutible. Él cita, sin demasiada precisión, él cita un documento de la época colonial, en el cual los negros hablan de «tocá tangó». Y luego, la frase es ambigua, la he leído dos o tres veces esta tarde, no sé si el autor nos dice que la palabra «tangó» es una palabra africana, lo cual parece corroborado por su fonética, lo mismo podríamos decir de la palabra «milonga», o si tango es una deformación de las palabras «tambor» o «tamboril» y del parche de esos instrumentos. Él en su libro afirma, sin exceso de pruebas, que el tango fue inventado por los negros que frecuentaban la Academia de San Felipe, del bajo de Montevideo, y lo compara, naturalmente, con el jazz. Dice que el tango llega a Europa, que el tango elige la Ciudad Luz, como si el tango fuera un ser, así, platónico, mágico, que vive por cuenta propia, que se instala en París, y que ahí viene a ser como una venganza del negro esclavizado durante siglos, esclavizando con su baile y su música a los blancos. Todo esto no pasa de ser una metáfora, naturalmente. Luego, él detalla, y esto ya es más importante, el recibimiento del tango. Dice, por ejemplo, que Jean Richepin pronunció una conferencia sous la coupole, bajo la cúpula, en París, sobre el tango, y agrega, líneas después, que al cabo de un par de meses se estrenó su comedia Le Tango, olvidada hoy. De suerte que la conferencia habría sido una propaganda. Y sé también que Enrique Rodríguez Larreta, que se llamaría después Enrique Larreta, autor de La gloria de Don Ramiro, dijo que no conocía al tango, al tango que había sido aceptado por París. Pero, líneas después, cita una declaración de Rodríguez Larreta, en la cual este dice que el baile no era bailado por la sociedad de Buenos Aires, sino, simplemente, por los parroquianos de las casas malas, lo cual demuestra que lo conocía. Él cita, además, una encuesta que se habría hecho en Londres entre damas de la sociedad inglesa. Y entonces habrían votado unas quinientas damas. Y estas damas, entre las que había duquesas, votaron por una mayoría aplastante que el tango era un baile decente. Luego cita una suerte de conminación eclesiástica contra el tango, que se habría dado en Roma. Parece que el tango fue desaprobado por el Papa y que se propuso, en cambio, un baile siciliano llamado «la furlana», y que ese baile no pasó de algunos pasos ante el pontífice. Cita también el caso de Guillermo II, del káiser, del césar de Alemania, el cual habría declarado, según Rossi, una incompatibilidad entre las líneas curvas del tango y la rigidez del oficial alemán, y esto habría sido repetido en Baviera y en Austria también. Pero parece que los oficiales, sin desobedecer esa orden, la soslayaron porque bailaron el tango vestidos de civiles. Y luego cita el caso curioso, ocurrido en Cleveland, Ohio, en los Estados Unidos, de un profesor americano de tango, acusado de enseñar un baile inmoral. Entonces, él habría aparecido ante el juez o ante el jurado, el jurado le habría pedido que bailara el tango, él lo habría bailado con una compañera, el baile convenientemente adecentado, habría sido juzgado inocente, pero no habrían faltado personas que acusaran al profesor de desvirtuar el baile para ser absuelto de la acusación. Entonces, el profesor pidió otra audiencia, se presentó al día siguiente con cien discípulos, todos bailaron un tango, que fue absuelto, y, según parece, los miembros del jurado que también participaron en esa curiosa absolución del tango. Es decir, el tango cunde por todo el mundo y es aceptado por las mejores clases, por las más altas clases sociales. Y resultó inútil que Rodríguez Larreta hablara del origen infame del tango. Jean Richepin le contestó, con típico ingenio francés, que juzgar un baile por su origen sería como juzgar a una nobleza por su origen, ya que todas las noblezas empiezan en piraterías, en bandolerismo, en asesinatos, etc. Y el tango fue aceptado en Europa. Ahora, lo que nos importaba a los argentinos entonces era el hecho de que fuera aceptado en París, porque los argentinos entonces éramos todos, aunque apenas pudiéramos chapurrear el francés, éramos todos —para nosotros mismos, no para los franceses, por cierto—, éramos de algún modo franceses honorarios; todos sabíamos francés o simulábamos saberlo. Se buscó la palabra «latinoamericano» para no decir «hispanoamericano». De modo que tenía que ser una noticia muy importante el hecho de que París hubiera aceptado el tango. El tango, desde luego, había cambiado. Ya las primeras crónicas francesas, inglesas, alemanas, que hablan del tango lo describen como un baile lento, melancólico y voluptuoso, lo cual sería del todo inaplicable a «El choclo», o a «Rodríguez Peña», o a «Las siete palabras», o a «El Pollito», o a «El cuzquito», o a cualquier otro, o aun a «El Marne», que es posterior, como su nombre lo indica, a 1914. Sin embargo, el tango ya estaba entristeciéndose. Y hay, además, otro hecho, muy conocido, pero que merece recordarse, y es que los primeros tangos no tenían letras, o tenían una letra que podemos decorosamente llamar «inefable»; tenían letra indecente o si no una letra meramente traviesa: Pasen a ver, señores la milonga está formada. El que sea milonguero que se atreva y la deshaga. Y luego: Le dirás cómo te va a la parra trinidad. Bueh, yo mismo, es decir, las primeras letras de los tangos se parecían a aquellas milongas de barrios, a aquellos cantares jactanciosos: Yo soy del barrio del Alto donde llueve y no gotea; a mí no me asustan sombras ni bultos que se menean. Y esto lo encontramos, de un modo muy parecido, en uno de los primeros tangos, el tango «Don Juan», de Ernesto Ponzio o del negro Rosendo, según otros: Yo vivo por San Cristóbal, me llaman Don Juan Cabello, anóteselo en el cuello y ahí va, y ahí va, si me quiere ver. En el tango soy tan taura que, cuando hago un doble corte, corre la voz por el Norte si es que me encuentro en el Sur. Calá, che, calá, calá, che, calá, y calate el funye hasta la mitad. Eso ciertamente no es quejumbroso. Pero la letra va modificándose también. Y se pasa del tango milonga, que solía prescindir de letra, y se pasa al tango canción, al tango, cuyo nombre más famoso es el de Filiberto, creo. Entonces tenemos esos tangos que yo llamaría «llorones»: «Caminito», etcétera. Y hay, además, un nombre, un nombre que ustedes, sin duda, están esperando oír, y es el nombre, algo posterior, de Carlos Gardel. Porque Carlos Gardel, además de su voz, además de su oído, hizo algo con el tango, algo que había sido intentado antes, pero de un modo parcial, por Maglio, y que Gardel llevó, no sé si a su perfección, pero sí a un ápice. Y esta transformación producida por Gardel fue, según me dijo anoche Adolfo Bioy Casares, acaso la razón por la cual su padre, acostumbrado al modo criollo de cantar, no aprobaba a Gardel; no le gustaba Gardel. Ahora, ¿en qué consistía, ante todo, la antigua manera criolla de cantar? Yo diría que consistía en un contraste, no sé si obra de la destreza o si obra de la mera torpeza del cantor. Creo que la segunda hipótesis es más posible, entre la letra, la letra que solía ser ensangrentada y la indiferencia del cantor. Recordemos aquel pasaje del Martín Fierro: el asesinato del negro. Pues bien, yo lo he oído cantar muchas veces. Yo le he oído cantar a Ricardo Güiraldes, tal como lo cantaban los paisanos que prohijaron el Martín Fierro. Y entonces era algo más o menos así. Ustedes me van a perdonar que desafine, porque también desafinaban los paisanos y los payadores, aunque estoy obligado a esa fidelidad porque tengo un oído muy escaso. Era algo así como: Por fin en una topada en el cuchillo lo alcé, y como un saco de huesos contra un cerco lo largué tiró unas cuantas patadas y ya canto pa’l carnero nunca me podré olvidar de la agonía de este negro. Muy bien, creo que he sido suficientemente desafinado, ¿no? Correctamente desafinado, históricamente desafinado. Y ahora, ya que estamos en el Sur, querría poder recordar una larga milonga que se llama «El carrero y el cochero» de tranvía, también cantado de aquel modo, y de la cual creo poder recordar una estrofa: El carrero, que es de vista, le tira una puñalada, y a las dos o tres paradas, le manda un tiro al cochero, que si este no es tan ligero, y en el aire lo aventaja media barriga le raja como una sandía costera y le saca sin permiso los chinchulines pa’juera. Bueno, es decir, aquí tenemos el hecho ensangrentado y la casi indiferencia del cantor. Esa casi indiferencia, si somos, bueno, si somos rigurosos, podemos considerarla como una incapacidad. Pero si queremos ser generosos con generaciones de payadores anónimos de la llanura, de las cuchillas y de las orillas, podemos considerarlo como una forma de estoicismo, también. Ahora bien, ¿qué hace aquel Charles Gardés, de Toulouse, que eligió el nombre de Carlos Gardel, que vivió, que se crió en el mercado de Abasto? ¿Qué hizo esencialmente Gardel? Gardel tomó la letra del tango y la convirtió en una breve escena dramática, una escena en la cual un hombre abandonado por una mujer, por ejemplo, se queja, y en la cual —y este es uno de los temas más tristes del tango— se habla de la decadencia física de una mujer. Este tema ya lo conocía Horacio. Hay una sátira de Horacio, en la cual él increpa a una mujer, a una ramera que se ha quedado sin parroquianos. Y este tema lo toma el tango también. No citaré el ejemplo más triste, el de «flaca, fané, descangayada…». Voy a citar otro, en el cual queda algo de la antigua épica de las orillas, también. Describe de un modo despiadado a la mujer envejecida y luego le dice: Qué dirían si te vieran el Melena y el Campana que una noche en los portones se acuchillaron por vos. El Melena, el Campana y el Silletero eran tres asesinos, que fueron famosos durante un año porque mataron a un comerciante que vivía en la calle Bustamante. Eso ocurría en los «tiempos bravos»: un asesinato podía hacer famosos a tres hombres. Ahora, en esta «época pacífica», tenemos asaltos de bancos, robos de millones, tenemos bombas, incendios y todo eso dura lo que dura la lectura del diario de la tarde o del diario de la mañana. Es decir, estamos viviendo una época mucho más brava que aquella «época brava» de principios de siglo. Esos tres compadritos que he mencionado fueron condiscípulos de Evaristo Carriego. Y ahora pasamos… es decir… Gardel toma el tango y lo hace dramático. Ahora, una vez que Gardel ejecutó esa proeza, se escribieron tangos para ser cantados de un modo dramático. Tangos, por ejemplo, como «Te fuiste, ja ja… Que te cacha el tren», tangos en los cuales el hombre simula alegrarse de que la mujer lo ha dejado, pero, al final, la voz se le quiebra en un sollozo. Y todo está hecho especialmente para el cantor. Todo esto nada tenía que ver con el antiguo compadrito. Dice Vicente Rossi en su libro que esos temas de rivalidad el compadrito los resolvía a su modo: duelo criollo, sin testigos, a cuchillo y a muerte, y que luego llegaron los tangos quejosos. Y recuerdo una frase de un malevo, puedo decir que me honró con su amistad, y que era: «El hombre que piensa cinco minutos en una mujer no es un hombre, es un maricón». Salvo que, en lugar de la palabra «maricón», usaba otra más fuerte que empieza con la misma letra, y que es una variación de hermafrodita. Creo haber sido más bien explícito en esta aclaración. Ahora bien, las letras de tango al principio se refieren al arrabal, ya que se creía en el origen orillero del arrabal. Pero luego van multiplicándose y llegan a abarcar todas las clases sociales. Yo publiqué con Silvina Bullrich un libro titulado El compadrito, un libro deficiente, porque tuvimos que frangollarlo, en poco tiempo. Pero en el prólogo de ese libro yo aludí a dos teorías sobre la epopeya. Y no se alarmen porque voy a volver enseguida al tango, a pesar de mis hábitos digresivos. Y la teoría es que la poesía empieza por la epopeya, y que luego la epopeya, es decir, la historia de un héroe, de los trabajos de un héroe, El cantar del mío Cid, digamos, va disgregándose del romance. Y la otra teoría sería que se empieza por los romances y por las baladas, y que luego esas baladas dan la materia para una epopeya, para un poema extenso. No sé qué dirán los eruditos; yo no lo soy. A mí me parece más probable, más verosímil, que la poesía empiece por composiciones cortas. Me parece muy largo… me parece muy raro (además, la poesía empieza siendo oral y no escrita) que alguien empiece por los 3200 versos del Beowulf, o por los 30 000 versos del Ramayana; me parece más natural que se empiece por coplas, que en esas coplas reaparezcan personajes. Y ahora tenemos ya, entre nosotros, tenemos una variedad infinita de letras de tangos. Letras que refieren no solo a malevos, a mujeres de mala vida, sino a empleadas, se habla, por ejemplo, «ahí va la pobre fea, camino del taller…», se refieren a diversas situaciones sentimentales, los personajes pueden ser ricos o pobres… Es decir, ahí tenemos en esa erudita compilación que se titula El alma que canta, tenemos todos los materiales para una epopeya. Habría que juntar todo eso. Un gran poeta argentino, Miguel D. Etchebarne, lo ha hecho en un libro. Ese libro se titula Juan Nadie. Vida y muerte de un compadre. Y ahí, según lo que yo indiqué en el prólogo, él, como Hernández en el Martín Fierro, descuida los detalles topográficos que podrían distraer al lector. Por ejemplo, el protagonista nace a orillas de unas aguas barrosas, en un rancho o en una casa pobre. ¿Cuáles son esas aguas? Pueden ser el Riachuelo, el Arroyo de la Sangre, el Maldonado, sin dudas hay otros arroyos en otras partes. No hay, no hay detalles topográficos, salvo cuando el héroe, huyendo de la justicia, va a Montevideo. Y ahí está un poco perdido, está un poco perdido hasta que conquista a una mujer. Y luego de haberla poseído, ya se siente más hombre, más seguro, y viene una pelea con un compadre oriental. El pasaje del tiempo está indicado muy hábilmente en ese libro, porque la primera pelea de Juan Nadie es a cuchillo (creo que con un amante de su madre). Y en la última dice: «Y ya sin cortes en el talle, el hombre, ya viejo, avanza revólver en mano, y lo mata de un balazo». Es decir, el tiempo está indicado por el paso del arma blanca al arma de fuego. Me dicen que Etchebarne está preparando otro libro. Pero creo que, si esa noticia no lo calumnia, él ha seguido de un modo demasiado literal el consejo que yo di en ese prólogo, porque tengo entendido que ese libro está hecho, no aprovechando el heterogéneo material de las letras de tango que corresponden a toda la vida, a toda la numerosa vida de Buenos Aires, sino que está hecho con retazos de letras de tango. Vendría a ser un centón, lo cual me parece un error. Y ya que en estas tres conferencias hemos llegado, se ha establecido una tradición, que no sé si ustedes me agradecen o no, la tradición de la anécdota, voy a concluir por dos, que son, no del Norte, sino del Sur, que son de las afueras de Lomas. Creo haber hablado de la primera, la historia atroz de aquel hermano mayor que mata al menor, porque el otro ha cometido el desacato de deber más muertes que él. Además, habría como una operación mágica en este hecho, porque el hermano mayor, Juan Iberra, al matar al menor, el Ñato Iberra, se agregaría, digámoslo así, los fantasmas de los muertos del otro. Pero la otra anécdota es de otro, es de un tipo distinto, y ocurrió en la avenida Meeks, de Temperley. Y tiene que ser bastante reciente, ese tipo de vida desde luego duró más en el Sur que en el Norte, y más en los suburbios del Sur que en los suburbios del Norte, donde casi ha desaparecido. Ahora, esa anécdota requiere del cine sonoro. La escena viene a ser esta: en un cinematógrafo de la avenida Meeks están pasando una película del Oeste, una de esas películas que están salvando al género épico para nuestro tiempo, tan acobardado y tan sombrío. Y, previsiblemente, la escena concluye, esta es una de las reglas del género, concluye a balazos. Y hay un momento en el cual el héroe mata al sheriff, hay un tiroteo. Y entre los espectadores está un negro, bastante famoso, alto, flaco, llamado el «Sin Barriga». Y el «Sin Barriga» tenía una antigua cuenta que saldar con el comisario. Y recuerdan ustedes que al sheriff, es decir, al comisario de Arizona o de Texas, que es un hombre malvado, lo mata el héroe de un balazo. Y entonces, entre los balazos de la pantalla, y confundido con ellos, suena otro balazo, aún más estrepitoso, el del «Sin Barriga», que mata al comisario. Aquí podemos pensar, esta sería la explicación más triste, en un artificio, podemos pensar que el «Sin Barriga» pensó que su balazo pasaría inadvertido entre los balazos de Hollywood. Pero más lindo es imaginar, y creo que siempre debemos optar por la explicación más estética, más lindo es imaginar que el «Sin Barriga», que debe haber sido un hombre simple, se sintió arrebatado por el film, lo confundió con la realidad, así como el gaucho de Estanislao del Campo confundió al Fausto de la ópera con un hombre que hace pactos con el diablo. Y entonces no quiso ser menos que el cowboy, sacó el revólver y lo mató al comisario. Y ahora, no sé si está aquí el maestro García…. Muy bien, entonces, usted puede justificar estas conferencias. Yo estaba con mucho temor de que usted no estuviera… Y ahora vamos a pasar de mis pobres palabras a la música elocuente. Y en la otra conferencia hablaré sobre quiénes llevaron el tango a París, entre ellos, mi querido amigo, mi amigo aunque quizá no lo conociera personalmente, Ricardo Güiraldes. Y ahora vamos a oír algunos tangos, no de la segunda época, esa la oiremos en la última conferencia, sino en aquellos tangos que conservan todavía el espíritu valeroso de la milonga, el espíritu de aquel «Pejerrey con papas», que todos ustedes ya saben de memoria. CUARTA CONFERENCIA EL ALMA ARGENTINA El tango en Japón y en Oriente. Los personajes del tango: el compadre, la mujer de mala vida y los «niños bien». Evocación de Ricardo Güiraldes y Adelina del Carril. Caracterizaciones del tango: Lugones, Miguel A. Camino, Silva Valdés, Bioy Casares. El tango como tema literario. «Hombre de la esquina rosada»: el cuento y el film. El arroyo Maldonado. Provocaciones y peleas. Un símbolo de felicidad. Señoras y señores, Tengo una buena noticia para ustedes. Y es que esta conferencia va a ser tripartita, porque, además de mis palabras, creo que tenemos presente a un recitador. Y luego tendremos al maestro García. De modo que hoy concluimos el ciclo de conferencias. Creo que el último tema al cual habíamos llegado era el tango en París, la difusión europea y, finalmente, mundial del tango. Que ahora ha llegado al Japón también, donde es recibido con mucho entusiasmo. Decía una amiga mía, Emma Risso Platero, agregada cultural de la embajada del Uruguay, que en los cafés de Japón, uno paga un dólar —lo cual es una suma fuerte— por una tacita de café, pero que eso le da derecho a un audífono y entonces uno puede oír la música que quiera. Y algunos eligen Bach, otros Brahms, otros jazz. Pero que la mayoría eligen tangos. Y esto está confirmado por el éxito que han obtenido algunas orquestas argentinas, que se han aventurado hasta el Extremo Oriente. De suerte que el éxito del tango ha sido mundial. Decía mi inolvidable amigo Macedonio Fernández, decía Fernández de los historiadores que estos eran tan conocedores del pasado como ignorantes nosotros del presente. Lo cual me recuerda aquella anécdota de sir Walter Raleigh, que murió decapitado después de sus aventuras de corsario y de ateo también. Estaba prisionero en la Torre de Londres. Y, esperando el hacha del verdugo, escribió, se había puesto a escribir una historia del mundo. En eso él oyó un barullo en la calle, preguntó qué había ocurrido y le llevaron diversas opciones contradictorias. Entonces, él pensó: ¿Pero cómo es esto? Yo estoy hablando de las Guerras Púnicas, que ocurrieron hace tanto tiempo y no puedo saber exactamente qué es lo que ha ocurrido al pie de la torre donde estoy encarcelado. Y dejó la pluma y la historia quedó inconclusa. Yo estuve documentándome en estos días sobre la historia, las vicisitudes del tango en París, y llegué a esa misma conclusión. Quizá hubiera sido más prudente leer a un solo autor, pero entonces hubiera repetido lo que ese autor decía. Pero como cometí la imprudencia de leer diversos textos, esos diversos textos se contradecían. Pero, más o menos, creo que sin mayor error, podemos empezar —y ya luego hablaré de los niños bien—, podemos empezar por dos directores de orquesta, llamados Bianco y Bachicha. Bachicha sería un sobrenombre, sería un genovés de la Boca, posiblemente. Ahora, estos fueron solos y adiestraron a músicos franceses en la ejecución del tango. Pero aquí me acuerdo también de mi amigo personal, creo que de origen oriental y montevideano, Saborido, que me dijo que él había sido uno de los primeros. Era un señor muy tranquilo, no tenía absolutamente nada de compadre, fue empleado de aduana, enseñó el tango a damas de la aristocracia francesa y británica, y ha dejado, por lo menos, dos tangos inolvidables, «La morocha» y «Sé feliz». Y luego ya viene la discusión de los nombres, porque se discute la prioridad de Firpo o de Canaro; Julio de Caro sería algo posterior. Pero todo esto se explica, yo creo, muy fácilmente, por el hecho de que la redacción de un tango, la composición de un tango no era muy importante entonces. He oído decir, y esto de diversas fuentes, que era muy fácil que un autor necesitado vendiera un tango a un ejecutor famoso. Y he oído decir, lo cual es más simpático, que a veces, entre compositores, uno le regalaba un tango a otro. Que, por ejemplo, «Don Juan» fue obra no de Ernesto Ponzio, sino de Rosendo. Y esto nos recuerda otra vez la época isabelina, en que las piezas de teatro pertenecían a las empresas y no a los autores. Por eso hay tantas discusiones actuales sobre si debe atribuirse tal drama a Kyd, a Shakespeare, a una colaboración de los dos, a un tercer personaje desconocido. Es decir, todo eso se hacía en un ambiente de amistad, de cordialidad; no se pensaba que un tango pudiera hacer famoso o glorioso a un hombre. Todo era ocasional. Y quizá la única manera de producir una obra de arte perdurable sea no tomándola demasiado en serio, no dándole mayor importancia, distrayéndose un poco o, como dirían los psicólogos actuales, dejando que la subconsciencia influya, o como otros dirían, la musa, [o] el espíritu santo; es lo mismo. De suerte que tenemos por un lado la aventura personal, las aventuras personales de algunos argentinos y orientales en París, y luego en Inglaterra, y luego —este fue el caso de Gardel— en los Estados Unidos. Ahora, a estos personajes, ciertamente importantes en la biografía de ese otro personaje arquetípico del tango, debemos agregar los «niños bien». Y entre ellos, yo gocé durante muchos años de la amistad de Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra. Yo hablé con él sobre estas cosas. Pero, de igual manera que uno se cree inmortal o que uno se siente inmortal, uno piensa que los amigos lo son. Uno nunca piensa que las cosas pueden ocurrir o están ocurriendo por última vez, de suerte que muchas cosas que yo hubiera podido preguntarle a Güiraldes no se las pregunté, como me ocurrió con don Nicolás Paredes, de quien he hablado ahora, con el payador García, con Ponzio. Yo los veía, yo conversaba con ellos, la conversación iba por otros caminos, y yo dejé de averiguar muchas cosas, porque yo no podía prever entonces que el año 1965 yo iba a hablar sobre este tema ante ustedes, amigos míos. Pero Güiraldes me dijo que él había aprendido a bailar tango en una casa, no sé exactamente qué connotación tenía la palabra «casa», de la calle Chile, no sé si por Cevallos o por Entre Ríos. Y que a veces llegaba un guapo, cuyo nombre he olvidado, que decía imperativamente: «¡Se acabó la fiesta!». Y entonces todos acataban esa orden del taita. Se entendía que él era el patrón de la casa, que podemos imaginar de cualquier modo. Ahora, a Güiraldes el tango le gustaba mucho, y lo bailaba muy bien con su mujer, Adelina del Carril, que creo que está muy grave ahora… Vivió nueve años en la India. Y Güiraldes lo bailaba, digamos, con una especie así de…, de suavidad, pero de suavidad felina, ¿no? Es decir, lo bailaba con elegancia, no creo que lo bailara con corte ni con figuras violentas, lo bailaba con lentitud, pero con una lenta, con una segura lentitud. Ahora ahí, él, como hombre de campo, condenaba un poco el tango, le parecía que era un baile de la ciudad de Buenos Aires pero íntimamente le gustaba. Lo mismo, no sé si lo he dicho ya, pasaba con Lugones. Lugones, en su Historia de Sarmiento, llama al tango «reptil de lupanar», lo condena, dice que él prefiere personalmente las milongas y los tristes de los compadritos que se reunían en el Almacén de la milonga en la calle Charcas, esquina Andes, es decir, Uriburu. Y que eran, dice, unos hombrones, dice, bastante distintos del compadre actual. Y él escribía en 1911, creo, o 12: «… con sus restalladas eses genovesas y sus hombros de tabla mal entallada». Pero eso es lo que él decía, porque él oficialmente defendía la tesis de que la República Argentina no está en Buenos Aires, así como hay tanta gente en Francia que dice que a Francia no hay que buscarla en París, sino en Bretaña o en Normandía, o tanta gente que me previno en Texas que no valía la pena ir a Nueva York porque ahí no estaba América, a América había que buscarla en Oregón, en Montana y, sobre todo, en el mismo estado de Texas. Pero yo he oído el caso de personas que invitaron a Lugones a conciertos de tango realizados en casas particulares, desde luego, y a él le gustaba mucho. Y, además, él menciona en sus versos la obra de Contursi, que rima inevitablemente con «cursi». Y me dijo algunas letras de tango de Contursi, que sospecho inventadas por él. Y al final de ellas, no sé si lo dije la otra vez: Acordate de la cruz que te regaló tu hermano y del huevo de avestruz sobre la mesa de luz que era un cajón de Cinzano. Dijo: «Aquí dice…» (porque hablaba de esta manera), «Aquí dice Contursi es Víctor Hugo». Y dijo: «Y qué otra cosa le iba a regalar el rufián a la —y aquí ustedes pueden suplir la mala palabra— de su hermana si no una cruz», porque él abominaba en aquellos momentos del cristianismo; después se hizo creyente. Pero la vida de Lugones, como un libro famoso de Rodó, podría titularse Motivos de Proteo. Y esto era por sinceridad. Creo que quien piensa muchas veces en un tema cambia de opinión respecto a él. Es decir, va viendo las deficiencias y las ventajas de cada definición nueva. Ahora, a estos dos personajes corresponde la difusión del tango. En cuanto al otro personaje, que también es protagonista del tango, el compadre, el orillero, naturalmente no podía llevarlo a París, no estaba acostumbrado a esos viajes largos. Aunque Vicente Rossi dice que, más o menos hacia el ’90, eran comunes los certámenes de baile con corte en la Academia de San Felipe, en Montevideo, y que en un ambiente de gente de hacha y tiza, los visitantes, los compadritos porteños, que llegaban a Montevideo —sin duda un poco mareados por el viaje, que puede ser bravo—, eran recibidos con toda cortesía por sus colegas, los orilleros montevideanos. Y que entre esa gente de cuchillo nunca se produjo ningún incidente, a diferencia —agrega Rossi— de lo que sucede ahora con el fútbol. Es decir que eso no fue una causa de enemistad, sino de amistad. Y yo tengo una carta de Rossi. Ahí Rossi me dice que los compadritos de Buenos Aires se distinguían inmediatamente por su indumentaria de los compadritos de Montevideo. Que, por ejemplo, el taco alto no se usó en el Uruguay, que el saco cruzado era más común en la otra banda, los chambergos eran más bajos y de ala más ancha; en cambio, hubo una época en que el compadre aquí usaba chambergo de ala estrecha y de copa alta. Ahora, hay un hecho muy raro, yo he debido traer el libro aquí para que ustedes lo vieran, un libro sobre la mala vida en San Francisco de California, es decir, a una gran distancia de aquí. Además, San Francisco mira al Pacífico, no puede haber habido ningún contacto. Y ahí hay unos dibujos, unas plumas, que representan hoodlums, es decir, malevos de San Francisco, de 1880. Uno de ellos tiene un levitón, un poco absurdo. Pero hay dos de ellos que están vestidos exactamente como compadritos criollos, es decir, pantalón con franja, taco alto, saco corto, chambergo repintado y melena. Ahora, ¿a qué obedece esto? ¿Imitaban los dos a un patrón común? Habría que saber cómo se vestía la gente del hampa en París o en Londres, por ejemplo. ¿Por qué en 1880 se dio exactamente esa identificación? Eso no lo sabremos nunca. Y ahora, a esos personajes, que vendrían a ser, en las casas malas de Buenos Aires, el compadre y el niño bien y los primeros directores de orquesta, hay que agregar otro personaje que suele ser olvidado. Y ese personaje tenía un papel pasivo, pero importante también. Eran las mujeres de la vida, como suele decirse, como si la verdadera vida fuera esa y no la vida del pensamiento o la vida de acción. Pero se emplea esa frase. Ahora, las mujeres en el campo, en las poblaciones del campo, en los pueblos del campo, eran criollas, eran chinas. Así lo dice Miguel A. Camino en un poema sobre el tango: Nació en los corrales viejos allá por el año ochenta hijo fue de una milonga (es decir, bueno, de una mujer de mala vida, criolla) y un pesado del arrabal. Lo apadrinó la corneta del mayoral del tranvía y los duelos a cuchillo le enseñaron a bailar. Esta es la más famosa de las composiciones sobre el tango. Pero, conversando con gente de la época, me han dicho que, a principios de siglo, entre las mujeres de ese tipo abundaban, y esto era una cuestión de tarifa y de ambiente, abundaban, bueno, las más caras, digamos, eran las francesas. Y luego, lo más frecuente, y eso ya fue abundando después, eran lo que llamaban las «valescas», es decir, gente de Polonia, Hungría, del centro de Europa. Ahora, en el baile, el corte correspondía al hombre. El hecho de que la mujer bailara el corte correspondía, digamos, a versiones coreográficas, teatrales, espectaculares, un poco falseadas del tango. Y ahora vamos a pasar a otro tema. Y ese otro tema es, y temo pecar de vanidad —pero no es de vanidad, es porque realmente puedo hablar mejor, o con más conocimiento de causa—, es el tango como tema literario. Y esto lo encontramos, en primer término, en el mismo tango: en el tango se habla del tango, se conversa con el tango, se dice, por ejemplo: «Esta noche es la ocasión». O se habla, por ejemplo, en aquel tango famoso que dice: Del fuelle al son suena un violín en el compás de la cantina en el bulín que está al doblar la esquina los taitas aprovechan el tango compadrón. Es decir, uno de los temas del tango es el mismo tango. Y esto ocurre en la letra nueva que se ha dado a uno de los tangos más antiguos, «El choclo»: carancanfunca se hizo al mar con tu bandera y en un pernó mezcló a París con Puente Alsina…, etcétera. Recuerdo haberle preguntado a un amigo mío, Eduardo Avellaneda, qué significaba «carancanfunca» y me dijo que «carancanfunca» significaba el estado de ánimo de un hombre que se siente «carancanfunca». Luego, no sé si conocía el adagio latino de que lo definido no debe entrar en la definición porque así todo puede definirse, ¿no? Y entonces me dijo: «Bueno —dice—, con ganas de hacer barullo y de romper faroles». Y entonces entendí perfectamente lo que él quería decir. Ahora, en este caso, esta es una sugestión de Bioy Casares, «carancanfunca se hizo al mar con tu bandera», «carancanfunca» puede significar el director de orquesta, uno de los introductores del tango en París, porque luego viene «… y en un pernó mezcló a París con Puente Alsina». Todo esto, naturalmente, corresponde a una letra actual, yo no puedo decir de la época. Yo, por mi parte, aprendí a cantar el tango «El choclo», pero la versión que yo conozco es inefable —no podré repetirla aquí, no puedo ofender a nadie— y era muy distinta, no se hablaba ni del Puente Alsina ni de París, y tampoco de la historia del tango como viene a hacer esta letra que le han puesto a «El choclo». Ahora, hay también una composición de Silva Valdés, dedicada al tango, en la cual creo que hay una sola línea feliz, que no está entre las primeras que digo: «Tango milongón, tango compadrón, corazón vivo…». Bueno, no sé. Y luego dice que, a través del tango, se siente «la dureza viva del arrabal, como a través de una vaina de seda la hoja del puñal». Y después de esta imagen, que me parece feliz y exacta, ya Silva después entra en consideraciones abstractas. Dice que, aunque el tango se baila con todo el cuerpo, lo cual está bien, se baila como sin ganas, sobre carriles de lentitud. Y luego concluye con esta definición abstracta y dudosa: «Tango eres —o sos— un estado de alma de la multitud», lo cual no nos aclara mucho las cosas. Y ahora recuerdo que Güiraldes, Güiraldes, que tocaba muy bien la guitarra, y que durante un viaje a Europa nos dejó como prenda, como prenda de su presencia constante en nuestra casa, su guitarra. Nosotros tuvimos el honor de albergar la guitarra de Ricardo Güiraldes en nuestra casa durante un año. Güiraldes tiene un poema sobre el tango, incluido en el libro El cencerro de cristal, que data, creo, de 1915. Ahí lo compara como un macho —es evidente que se refiere al tango milonga y no al tango canción— y luego hay una linda frase que dice: «Tango fatal, soberbio y bruto». Y ahora vuelvo a…, hay algunas menciones que yo he recordado en Carriego. Pero esas menciones son laterales, como lo era el tango en la vida del suburbio hacia 1907. En cambio, hay todo un poema dedicado al cantor del barrio, que dice: Ya los de la casa se van acercando al rincón del patio que cubre la parra y el cantor del barrio se sienta templando con mano nerviosa la dulce guitarra. Y luego habla de la «… despreciativa moza que no quiere salir de la pieza». Y él está cantando para ella y «está cantando en vano». Y luego, porque para esos hombres el amor era una cuestión de vanidad personal, esos hombres no entendían que el hecho de que una mujer se enamore o no se enamore de uno es un hecho casual, es un hecho quizá tan misterioso para ella como para uno. Pero los compadritos no lo entendían así; veían un desdén, y entonces viene aquello de: Su bestial cinismo de alma atravesada: ¡Palermo, lo he oído quejarse cantando celos que preceden a la puñalada! y Sobre el rostro adusto lleva el guitarrero viejas cicatrices de cárdeno brillo en el pecho un hosco rencor pendenciero en los negros ojos la luz del cuchillo. Creo que hay dos menciones del tango en toda la obra de Carriego, cantor profesional, digamos, del arrabal, y habla también del vals: Y luego de un valse te irás como una tristeza que cruza la calle desierta y habrá quien se quede mirando la luna desde alguna puerta. Y habla de la habanera, la habanera que ha sido olvidada y es, con la milonga, una de las madres del tango. Pero yo creo que nadie ha tratado el tango como Marcelo del Mazo. Es que, además de los versos, que ya repetí, aquellos de La pareja iba en su ritmo de pasión y de bravura en la almohada del cabello apoyados los frontales tres manos sobre los hombros y una garra en la cintura que era la última moda del tango en los arrabales concluye con un poema… por su «Tríptico», se llama «Tríptico» el tango, concluye con un poema titulado «La muerte en el tango». Y en ese poema él habla de un malevo que mata, por razones de celos, a una mujer, una mujer que se llama, significativamente, «la Piadosa», lo cual significa que concedía sus favores sin mayor dificultad. Y luego dice: En unos desdenes que a su hombre hizo la Piadosa desdén que en dos puñaladas se lo cobró el malandrín. Y luego: Cómo chillaron las hembras y ajetrearon los guapos mientras saltaba los fondos en su fuga el asesino, cómo escarmentó más de uno en la pobre carne ajena pero al pasar el mareo de tango —que no de vino— aprobaron los matones sin respetar los harapos de la muerta, el rudo gesto que clausuró la verbena. Y, ya que parezco condenado a las digresiones, y ya que hemos hablado de la muerte en el tango, la muerte en el baile, los voy a llevar a… —pero, no se alarmen, porque esto va a durar unos minutos—, los voy a llevar a una región muy lejana, a la muerte de un rey de Suecia, que hubiera debido ocurrir en Italia, porque el hecho corresponde más a lo que nosotros nos imaginamos de Italia que a lo que nos imaginamos de Suecia. Hubo un gran baile en la corte de Estocolmo, un baile de máscaras, lo cual nos recuerda «La muerte roja», de Poe. Y el rey se vio rodeado por un círculo de bailarines que no lo dejaban adelantar. Al principio, él tomó la cosa en broma, él sonrió, trató de abrirse paso, pero el cerco iba cerrándose, y finalmente, los bailarines, que usaban antifaces, desnudaron las espadas y lo apuñalaron al rey. Ahora, no sé si fue esto, o si fue el poema de Del Mazo, o si fue una especie de antigua asociación que hay entre la oposición de, digamos, de fiesta y de muerte, y que ha llevado a la metáfora de llamar «fiesta de espadas» a la batalla. Hugo, en su poema sobre Waterloo, habla de los soldados que «comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta, saludaron a su Dios, de pie sobre la tormenta» («Comprenant qu’ils allaient mourir dans cette fête, saluérent leur dieu, debout dans la tempéte»), y que Hugo llama «danza de espadas» a un duelo. La imagen se encuentra, creo que en todos los países y en todas las literaturas. Pues bien, yo empecé, creo, por la idea de juntar ambos temas, el tango y la muerte. Y ahí, creo que ese fue el germen de mi primer cuento, y el más famoso, el más injustamente famoso de todos los que he escrito, el titulado «Hombre de la esquina rosada». Yo lo escribí, también, porque había muerto hacía poco, mi amigo don Nicolás Paredes, de quien les he hablado muchas veces. Yo recordaba cuentos contados por él, contados por un tío mío, calavera, contados por Rojas Silveyra —que frecuentó el ambiente de las orillas de Buenos Aires y los bailongos de la época—, y pensé que todo eso iba a perderse, o podía perderse, y que convenía reunirlo en un cuento. Entonces fui enhebrando esos hilos, y fui componiendo el cuento. Yo estaba en un hotel de Adrogué, que ha desaparecido. Y yo sabía que todo hombre de letras que toca un tema popular corre el albur, el seguro albur de exagerarlo, de modo que en mi cuento habrá un par de palabras del lunfardo, no más, porque sé que la acumulación de lunfardo ya hace presentir al escritor con su diccionario de argentinismos o su «Mester de lunfardía» al lado, buscando palabras, y que ya esto contamina de falsedad a toda la obra. De suerte que creo que, en ese cuento, hay dos palabras en lunfardo, nomás: la palabra «vaivén», ahora perdida —que se aplicaba al cuchillo, y en la cual se ve la estocada rápida, el brillo de la estocada—, y la palabra «biaba», que creo que se mantiene aún. Lo que no sé si se mantiene aún, pero esto corresponde a las primeras lecciones de lunfardo que me dio un piadoso condiscípulo de la escuela primaria para que yo pudiera entenderme con los demás chicos del barrio, es la frase «biaba con caldo». «Biaba con caldo» significaba una pelea en la que corría sangre. Creo que se ha perdido esto, «biaba con caldo» o «biaba caldosa», creo que esto ya pertenece a los arcaísmos del lunfardo, ahora hay otras palabras. Yo volví de Chile antenoche. Me dijeron una palabra bastante linda de lo que llaman «coa» en Chile, es decir, el lunfardo del malevaje de Santiago de Chile, que es más lindo que la palabra criolla «bufoso» o «revólver». Se dice: «Sacó el bocanegra». Y otra palabra que no sé qué origen tiene: «el quisque», por el cuchillo. Y además, a ciertas casas, que no me quiso especificar, se las llama «casas de altos», lo cual parece corresponder a toda una población de casas bajas, y que solo ciertas casas podían permitirse ese lujo de ser «casas de altos». Pero volvamos a mi cuento. El cuento está dedicado a Enrique Amorim. Y por ahí ha corrido la versión de que yo escribí ese cuento como un desafío amistoso a Amorim, como diciéndole yo también puedo jugar al juego de las criolladas. Pero no hubo tal cosa. Además, Amorim escribía sobre gauchos, gauchos en la frontera del Brasil, y yo escribía sobre orilleros de Buenos Aires, en una fecha un poco indeterminada, digamos, en una fecha que siempre queda un poco más allá de cualquier fecha que se menciona; en una fecha, digamos, que corresponde a un poco antes de la fecha que se ha imaginado el lector. Y esto creo que es el único reproche que yo le haría al film, que se ha hecho con el mismo título y que ha dirigido, admirablemente, René Mugica, es que él ha exagerado el color local de la época. Porque el film de él sucede en 1910, fecha que yo recuerdo perfectamente, yo tenía once años, y mi cuento tiene que haber ocurrido hacia el ’90, un poco antes, un poco después; más bien un poco antes, siempre. Ahora, como él en el film tenía que mostrar dos barrios, el barrio de San Telmo, es decir, los alrededores del Parque Lezama, y el barrio del Maldonado (lo cual ya significa una zona bastante grande, porque empezaba, o moría digamos, en Palermo y venía desde Liniers, y pasaba por los fondos de Floresta, de Flores, de Almagro, de Villa Crespo, de Villa Malcolm, de Palermo), el director, para ubicar al espectador, ha tenido que acentuar los rasgos diferenciales de los dos barrios. Y así tenemos un arroyo Maldonado casi de gauchos, lo cual era falso refiriéndose a 1910; el barrio del Maldonado era un barrio en el que había mucho malevaje calabrés y algún malevaje criollo. Y en cuanto al barrio de San Telmo, ya no era un barrio de candombes en 1910. En todo caso, yo no tengo ninguna noticia de estos hechos. Pero el director tenía que obrar así. Ahora bien, en ese cuento yo quería recuperar muchas cosas. Y quería recuperar, sobre todo, la entonación del orillero criollo, esa entonación que ya se ha perdido del todo, y que era, además, fonéticamente distinta de la actual. Porque, aunque el lunfardo está hecho, en gran parte, de palabras italianas, esas palabras italianas ahora han entrado en el idioma, entonces se dicen con la misma voz que las otras, se funden con las otras. Creo que ahora, por ejemplo, pero mis ejemplos pueden ser anticuados, creo que ahora, por ejemplo, alguien diría, bueno: «Voy a rajar» o «Voy a spiantarme» o lo que fuera. En cambio, cuando yo era chico, esas palabras se decían entre comillas, se decían con conciencia de pertenecer a otro idioma, se decían como una gracia, de modo que el compadre criollo decía: «Me voy a spiantar». Quiero decir, «spiantar», lo decía como…, como si jugara con ese momento a ser italiano, lo hacía con plena conciencia de estar usando otro idioma. Ahora todo esto ha entrado, ya no se diferencia entre unas palabras y otras. Mi procedimiento fue este. Yo escribía una frase; luego, una vez escrita, yo la leía con la voz de mi amigo, de mi amigo muerto, Paredes. Y, si la frase no le iba bien a la voz, yo me daba cuenta que me había portado como un literato, en el peor sentido de la palabra, y entonces borraba lo que pudiera parecer afectado, borraba las metáforas, por ejemplo, o los epítetos rebuscados. Pero, además, junté cuentos. Uno que me contó Rojas Silveyra, una breve anécdota que la puse en mi cuento. Dicen que un compadre, creo que era Carlos Tink, el inglés —yo conocí a una prima de él, ella hablaba con cierta vergüenza de su primo—, Carlos Tink, el inglés, en un bailongo, bailaba con corte, era un excelente bailarín con corte, además de ser un buen asesino, según parece, ¿no? Entonces, la gente había hecho cancha para verlo bailar, como en el famoso tango, esos tangos que hablan de Laura, de María, la vasca, esas mujeres, «se formaba rueda pa’ verte bailar», como con la rubia Mireya. Entonces, él dijo, vanidosamente, porque los cortes le correspondían a él, la mujer tenía que ir adivinándole la intención y siguiendo el movimiento, pero sin que esto se notara demasiado, dijo: «Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida». Y eso lo puse en el cuento. Ahora, en este cuento mío, hay, digamos, hay dos temas entrelazados. Primero, ese personaje invisible y múltiple del tango. Digo: «El tango hacía su voluntad con nosotros…», como si el tango existiera más allá de cada una de las parejas. Y luego he tomado ese otro tema criollo, que me parece tan hermoso, el de la provocación desinteresada, el de un hombre que provoca a otro, simplemente porque sabe que el otro es valiente. Uno de los ejemplos más hermosos que he recogido, lo recogí en el pueblo de Chivilcoy. El protagonista se llamaba «el manco Wenceslao», «el manco Wenceslao Suárez». Y el manco Wenceslao recibió una carta. Él era un hombre de buenas costumbres, era un hombre, aunque ya de cierta edad, él vivía con su madre, era un hombre trabajador, pero se entendía que era muy diestro en el arte cisoria, en el arte del cuchillo. Y un día le llegó una carta a él. Entonces él llevó la carta a la pulpería, porque él era, naturalmente, analfabeto. Y la carta era muy cortés y, según unas versiones, venía de Santa Fe, pero yo creo que esto es un orgullo bonaerense, me parece más probable que viniera desde otro lugar, creo que venía del Azul, lo cual queda bastante lejos de Chivilcoy. Y la carta le decía, le escribía un desconocido diciéndole que las mentas, la fama de Suárez había llegado hasta su pueblo, y que le gustaría visitarlo alguna vez, para que el otro le enseñara un poco, ¿no? porque él no sabía nada, ¿no? Entonces, Wenceslao contestó diciéndole, en fin, que él le ofrecía su hospitalidad. Y, según una versión que he oído, creo que pasó un año, y al cabo de un año llegó un desconocido al pueblo. Y se dieron cuenta de que venía de un pago alejado, porque el caballo estaba aperado de un modo distinto. Entonces, este desconocido fue a verlo al manco Wenceslao, Wenceslao lo convidó con un asado, bebieron, naturalmente Wenceslao ya sabía lo que significaba esa visita, después de aquella carta, y luego, después de haber conversado con mucha amistad, sin una palabra más alta que otro, cada uno, en fin, insistiendo que el otro era más que él, porque eso era parte del juego, el desconocido, el forastero le dice: «¿Qué le parece si nos hacemos unos tiritos?». Y el otro comprendió, comprendió perfectamente, pero él no podía negarse, él tenía que mantener su fama de hombre valiente. El otro era menor y era más fuerte que él. Empezaron a pelear, los dos eran muy diestros, el surero —como llamaban a la gente del sur entonces, y como se oye todavía, porque en aquel tiempo todavía se decía de un hombre que era nortero o surero; lo de sureño vino mucho después, la expresión criolla era esa—… El surero le infirió una herida grave en el brazo a Wenceslao. Entonces, Wenceslao, que estaba cansado, que vio que el otro iba a matarlo, Wenceslao tuvo como una especie de, bueno, fue como una invención literaria, fue como una especie de inspiración. Y es que retrocedió, así cuenta la historia, y con el pie se pisó la mano hasta arrancársela. Y entonces aprovechó el estupor del otro, que estaba esperando alguna finta para matarlo de una puñalada; de modo que se salvó por una invención que tuvo en ese momento. Hay una novela de Eduardo Gutiérrez, hay una novela, Hormiga negra, con una escena muy linda, porque esto fue escrito cuando ya Eduardo Gutiérrez se había cansado de la idea romántica del gaucho. Y ahí él cuenta que en una pulpería, que estaba en Santa Fe, se juntan Guillermo Hoyo, «Hormiga Negra», y un famoso guapo santafesino, Albornoz. Y ninguno de los dos le tiene rabia al otro, los dos tienen una fama, digamos, bien asentada, que no necesita agregar nada. Pero hay porteños, es decir, gente de la provincia de Buenos Aires, y gente santafesina. Y estos sienten que ya que esos dos toros están enfrente, tienen que probar cuál es el mejor. Entonces hay una o dos páginas muy lindas, en las cuales Albornoz y Hoyo tratan de rehuir la pelea, pero al fin comprenden que no pueden defraudar a sus admiradores. Los admiradores están esperando una función. Entonces pelean, y ya que Hormiga Negra es el protagonista del libro, Hormiga Negra lo mata al santafesino. Y hay otra pelea que tiene algo de coreográfico, que está en el Juan Moreira, que fue entre Juan Moreira y no recuerdo el nombre del otro. Es raro que no se haya aprovechado esto para un ballet. Hay elecciones en el pueblo de Navarro. Y el que defiende un bando, el que capitanea un bando es Moreira, famoso, y luego llega otro gaucho, también famoso, Leguizamón. Y entonces, las elecciones se suspenden, porque es mucho más importante ver el duelo de esos dos hombres. Y además que el resultado de las elecciones depende de la victoria de uno de ellos, porque los electores no se van a oponer al que gane. Entonces se suspende el acto electoral y empiezan pelear, digamos en esta esquina. Están los dos enfrentados, el poncho en el brazo izquierdo, el facón en la derecha, los dos son muy hábiles. Pero, poco a poco, Moreira lo hace retroceder a Leguizamón. Y así tenemos el combate convertido en una especie de lento baile mortal, hasta que al cabo de un tiempo, que quizás pueda contarse por una hora, Leguizamón ha ido cediendo terreno. El combate que ha empezado en esta esquina concluye en la otra, porque han tardado una hora en recorrer esa cuadra. Pero cuando llegan a la otra esquina, ya Leguizamón está vencido, moralmente, porque el otro lo hizo retroceder una cuadra. Moreira está herido, pero mata de una puñalada en el vientre a Leguizamón y luego monta a caballo, monta despacio, como Martín Fierro después de matar al negro. Y, cuando está a caballo, recuerda un olvido, ese olvido puede haber sido teatral, ¿no? Se da cuenta de que ha dejado el puñal en el cuerpo del otro. Y entonces se dirige a un sargento de policía, para humillarlo más, ¿no? Y le dice: «¿Me hace el favor, don? ¿Me alcanza el fierro?». Y entonces el sargento de policía tiene que forcejear para sacar el arma, el arma que no le sirve a él, porque el otro es Moreira, y se lo entrega. Y Moreira, desde el caballo, le agradece, le dice: «Gracias, usted es muy comedido», le dice, para humillarlo más, y se va. Pues bien, yo tenía esa idea —voy a volver sobre mi cuento—, la idea del desconocido que llega, que desafía al guapo local, y el guapo local no acepta el desafío, tira el cuchillo; o porque es cobarde o —pero esto yo solo lo sospeché después de escrito el cuento— porque se da cuenta de que esa vida así de peleas y de puñaladas es absurda, ¿no?, que no tiene por qué estarse jugando la vida y se va, pero se va humillado. Y luego hay un muchacho que cuenta la historia y, al final de la historia, este es el tercer elemento que yo tenía, al final de la historia se advierte que el muchacho que está contándola es el que mata al forastero. El muchacho sale un rato, vuelve, luego golpea a la puerta, y entra, ya llega herido el forastero, y se entiende que lo ha matado el muchacho al final. Y luego descubrí que esta invención mía, como todas las invenciones literarias, ya había sido inventada por otros. Descubrí que hay una novela de Chejov, hay una novela de Agatha Christie, que están basadas en esa misma sorpresa, de que el narrador, a quien uno excluye de los sospechosos, sea el asesino. Y la frase del cuento concluye más o menos así: «Y entonces, Borges, limpié el cuchillo y estaba como nuevito, inocente». Y entonces, vemos que es él el que ha matado al otro. Y la que sabe todo esto es la mujer del antiguo guapo que se ha mostrado cobarde, y que ahora lo acepta a él como su hombre, porque en un ambiente así, primitivo, lo que se busca es eso, lo que se busca es que la mujer pueda ser defendida por el hombre, y ya el muchacho se había mostrado bastante hombre con eso. Luego, yo he vuelto sobre el tema del tango, pero no estoy seguro de haberlo hecho bien. Hay un poema, «El tango», que empieza así: ¿Dónde estarán?, pregunta la elegía de quienes ya no son, como si hubiera algún lugar en que el Ayer pudiera ser el Hoy, el Aún y el Todavía. Es decir, dónde estarán, como si el pasado estuviera en un sitio del espacio, y no fuera simplemente el tiempo. Y luego: ¿Dónde estará (repito) el malevaje que fundó en polvorientos callejones de tierra o en perdidas poblaciones la secta del cuchillo y del coraje? Y luego pienso en todos esos hombres anónimos, en todos esos hombres que han muerto en diversos lugares de la patria. Pero, sin dudas, ese tipo se dio en muchas partes. Y luego digo, hablo de esa chusma valerosa de los Corrales y de Balvanera. Siempre los Corrales tuvieron una primacía sobre los otros barrios. Vuelvo a acordarme de Paredes, de mis viejos amigos de Palermo y recuerdo que ellos hablaban siempre de su barrio, pero que también hablaban del Sur y de los Corrales. En cambio, no mencionaban ningún otro lugar. En cuanto a Balvanera, digamos, las cercanías o las lejanías del barrio del Once, ese fue un barrio bravo mucho antes. Tanto así que Groussac, al burlarse un poco de Alem, lo llama el Robespierre de Balvanera, como diciendo el Robespierre suburbano. Y dice que en sus discursos en el Congreso apenas había atenuado los ademanes y el vocabulario que usaba antes, en el atrio de Balvanera, un atrio que fue famoso por sus elecciones, por lo bravo de las elecciones. Aunque contradiciendo esto, recuerdo una frase de Macedonio Fernández, que era del barrio de Balvanera. Y yo le dije, porque él quería que lo tutearan, a pesar de la diferencia de edad, y yo le dije: «Decime, Macedonio, ¿eran tan bravas las elecciones en el atrio de Balvanera?». Entonces, Macedonio se quedó pensativo un rato, y me dijo: «Sí —dice—, todos los vecinos de Balvanera hemos muerto en esas elecciones». Y después de eso me pregunto: ¿dónde está ese coraje, esa felicidad, ese buscarse en la valentía, ese desafío a desconocidos, todo esto tan ajeno a nuestro tiempo? Y digo que esos muertos viven en el tango. Digo que, oyendo tangos como «El choclo», «El Pollito», «Las siete palabras», «El apache argentino», «El cuzquito», uno siente esa felicidad del coraje. Y hablo de «la guitarra trabajosa», porque la guitarra siempre da impresión de esfuerzo, «que trama en la milonga venturosa la fiesta y la inocencia del coraje». Y luego digo: Esos muertos viven en el tango. No importa que hayan muerto los individuos. Sabemos, oyendo un tango viejo, que hubo hombres no solo valientes, y esto ocurre con la poesía de Ascasubi también, sino valientes en su alegría también. Y luego digo que el tango nos da a todos un pasado imaginario, que oyendo el tango todos sentimos que, de un modo mágico, hemos muerto «peleando en una esquina del suburbio». Es decir, recapitulando todo lo que he dicho, que el tango fue, sobre todo la milonga, fue un símbolo de felicidad. De suponer que esto sea eterno, creo que hay algo en el alma argentina, algo salvado por esos humildes, y a veces anónimos, compositores de las orillas, algo que volverá. Es decir, creo, en suma, que estudiar el tango no es inútil, es estudiar las diversas vicisitudes del alma argentina. Y ahora, concluyo, les agradezco su paciencia, y ahora, me han dicho que hay una sorpresa, para ustedes y para mí, sobre todo, para mí también, que es la de un recitador, que está aquí, y después, oiremos, como siempre, al maestro, al maestro que irá siguiendo cronológicamente, y de un modo muy superior al mío, las diversas vicisitudes emocionales del tango. MILONGA DE JACINTO CHICLANA Me acuerdo. Fue en Balvanera, en una noche lejana que alguien dejó caer el nombre de un tal Jacinto Chiclana. Algo se dijo también de una esquina y de un cuchillo; los años nos dejan ver el entrevero y el brillo. Quién sabe por qué razón me anda buscando ese nombre; me gustaría saber cómo habrá sido aquel hombre. Alto lo veo y cabal, con el alma comedida, capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida. Nadie con paso más firme habrá pisado la tierra; nadie habrá habido como él en el amor y en la guerra. Sobre la huerta y el patio las torres de Balvanera y aquella muerte casual en una esquina cualquiera. No veo los rasgos. Veo, bajo el farol amarillo, el choque de hombres o sombras y esa víbora, el cuchillo. Acaso en aquel momento en que le entraba la herida, pensó que a un varón le cuadra no demorar la partida. Sólo Dios puede saber la laya fiel de aquel hombre; señores, yo estoy cantando lo que se cifra en el nombre. Entre las cosas hay una de la que no se arrepiente nadie en la tierra. Esa cosa es haber sido valiente. Siempre el coraje es mejor, la esperanza nunca es vana; vaya pues esta milonga para Jacinto Chiclana. EL TANGO ¿Dónde estarán?, pregunta la elegía de quienes ya no son, como si hubiera una región en que el Ayer pudiera ser el Hoy, el Aún y el Todavía. ¿Dónde estará? (repito) el malevaje que fundó en polvorientos callejones de tierra o en perdidas poblaciones la secta del cuchillo y del coraje? ¿Dónde estarán aquellos que pasaron, dejando a la epopeya un episodio, una fábula al tiempo, y que sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron? Los busco en su leyenda, en la postrera brasa que, a modo de una vaga rosa, guarda algo de esa chusma valerosa de los Corrales y de Balvanera. ¿Qué oscuros callejones o qué yermo del otro mundo habitará la dura sombra de aquel que era una sombra oscura, Muraña, ese cuchillo de Palermo? ¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos se apiaden) que en un puente de la vía, mató a su hermano el Ñato, que debía más muertes que él, y así igualó los tantos? Una mitología de puñales lentamente se anula en el olvido; una canción de gesta se ha perdido en sórdidas noticias policiales. Hay otra brasa, otra candente rosa de la ceniza que los guarda enteros; ahí están los soberbios cuchilleros y el peso de la daga silenciosa. Aunque la daga hostil o esa otra daga, el tiempo, los perdieron en el fango, hoy, más allá del tiempo y de la aciaga muerte, esos muertos viven en el tango. En la música están, en el cordaje de la terca guitarra trabajosa, que trama en la milonga venturosa la fiesta y la inocencia del coraje. Gira en el hueco la amarilla rueda de caballos y leones, y oigo el eco de esos tangos de Arolas y de Greco que yo he visto bailar en la vereda, en un instante que hoy emerge aislado, sin antes ni después, contra el olvido, y que tiene el sabor de lo perdido, de lo perdido y lo recuperado. En los acordes hay antiguas cosas: el otro patio y la entrevista parra. (Detrás de las paredes recelosas el Sur guarda un puñal y una guitarra). Esa ráfaga, el tango, esa diablura, los atareados años desafía; hecho de polvo y tiempo, el hombre dura menos que la liviana melodía, que solo es tiempo. El tango crea un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto, el recuerdo imposible de haber muerto peleando, en una esquina del suburbio.