26 de julio de 1935 POR QUÉ ELIGIÓ ESTE CUENTO Me piden el cuento más memorable de cuantos he leído. Pienso en "El escarabajo de oro" de Poe, en "Los expulsados de Poker Fiat" de Bret Harte, en "Corazón de la tiniebla" de Conrad, en "El jardinero" de Kipling —o en "La mejor historia del mundo",— en "Bola de sebo" de Maupassant, en "La pata de mono" de Jacobs, en "El dios de los gongs" de Chesterton. Pienso en el relato del ciego Abdula en "Las mil y una noches", en O. Henry y en el infante don Juan Manuel, en otros nombres evidentes e ilustres. Elijo, sin embargo —en gracia de su poca notoriedad y de su valor indudable,— el relato alucinatorio "Donde su fuego nunca se apaga", de May Sinclair. Recuérdese la pobreza de los Infiernos que han elaborado los teólogos y que los poetas han repetido; léase después este cuento. 16 de octubre de 1936 ELOGIO DE LA LOCURA, DE ERASMO Acaba de publicarse en París una nueva edición, texto latino y versión francesa, del "Elogio de la locura", de Erasmo de Roterdam, uno de los libros más afamados y menos leídos de la literatura universal. Cabe suponer que buena parte de su gloria se debe al asombroso título, precursor de "El asesinato considerado como una de las bellas artes" y de tantos otros que juntan un defecto y una alabanza. La novísima traducción se debe al académico francés Pierre de Nolhac, fallecido hace poco. Este, en el prólogo, hace el elogio "de ese pasatiempo de literato viajero que agitó las turbas, conmovió la Iglesia, inquietó los grandes y predispuso a Alemania a escuchar la voz de los Reformadores". LE DIT DU SOURD ET MUET, DE GABRIELE D'ANNUNZIO Se ha publicado en Roma este libro compuesto en francés antiguo por Gabriele d'Annunzio. Dice así el prólogo: "Después de quince años cumplidos, después de la buena guerra sin treguas y de mi demasiado larga aventura adriática que paró en matanza fraternal, dedico esta especie de romance sucesivamente coral, dialogado, bailable, 'a los buenos caballeros latinos de Francia y de Italia', para oponer audazmente un luminoso testimonio de amor a sombras importunas. Si la divisa del más grande de los Lusignans, del perfecto modelo de la nobleza franca en Oriente latino, acompaña la ofrenda de mi poema, en el que se atenúa el rudo verso épico de los orígenes, sólo es para evocar los jóvenes franceses que murieron entre el Brenta y el Piave, los combatientes del monte Tomba, los relevos de Bassano y de Monferrera; sólo es para evocar los jóvenes italianos ebrios del sacrificio entero de sí mismos defendiendo la montaña de Reims a la vista de las santas torres". "C'est pour loiauté maintenir". NOTICIAS Sean O'Casey, en la actualidad el dramaturgo más famoso del teatro moderno irlandés, aprendió a leer después de haber cumplido los doce años de edad. En Bombay se organizó un concurso para premiar la mejor traducción de una pieza francesa. El primer premio fue concedido a la traducción de "Le Cid", y el segundo a una del "Topaze" de Marcel Pagnol. En París acaba de celebrarse una Exposición del Libro Español hasta fines del siglo XVI, en la Galerie Maggs. CARL SANDBURG Carl Sandburg —acaso el primer poeta de Norteamérica y sin duda el más norteamericano— nació en Galesburg, estado de Illinois, el 6 de enero de 1878. Su padre era un herrero sueco, August Jonsson, empleado en los talleres del Ferrocarril de Chicago. Como los Jonsson, Johnson, Jensen, Johnston, Johnstone, Jason, Janssen y Jansen abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Sandburg. Sin recurrir a la transmigración, Cari Sandburg —como Walt Whitman, como Mark Twain, como su campanero Sherwood Anderson— ha cursado muchos destinos, algunos de lo más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero en una barbería, carrero, tramoyista, peón en un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Kansas City, Omaha y Denver, peón de chacra, atorrante, pintor de estufas y pintor de paredes. En el 98 se alistó como voluntario en el seis de infantería de Illinois, y sirvió casi un año en Puerto Rico, contra los españoles. (A su poesía no le gusta el recuerdo de esa aventura militar.) Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en el Colegio de Galesburg.De esa fecha (1899-1902) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. En aquel tiempo, Sandburg creía que le interesaba más el basketball que las letras. Su primer libro —que es de 1904— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Sandburg esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema «Chicago». Casi inmediatamente, América lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de Walt Whitman. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en Buenos Aires, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo... En 1908, Sandburg (entonces periodista en Milwaukee) se casó. En 1917 entró en el «Daily News»; en 1918 hizo un piadoso viaje a Suecia y Noruega, tierras de sus mayores. Un par de años después publicó Smoke and Steel («Humo y Acero»). La dedicatoria es así: «Al coronel Eduardo J. Steichen, pintor de nocturnos y rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas». Sandburg ha recorrido los diversos estados de la Unión, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos cantares. Hay discos de fonógrafo que registran la seria voz y la guitarra de Sandburg. Las poesías de Sandburg están compuestas en un inglés que se parece a su voz y a su modo de hablar: un inglés oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles americanas, un inglés criollo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos. Hay en Cari Sandburg una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos barrosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en un Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Sandburg, en la vertiginosa Chicago, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su ciudad. Sandburg ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, América. Es autor, asimismo, de tres libros de cuentos para niños y de una minuciosa biografía de los años mozos de Lincoln, otro hombre de Illinois. En septiembre de este año ha publicado un largo poema épico: El pueblo, sí. Un poema de Sandburg: Calles demasiado viejas Caminé por las calles de una vieja ciudad, y eran flacas las calles como gargantas de pescados duros del mar, salados y guardados en barriles por muchos años. ¡Qué viejas, qué viejas, qué viejas somos! —seguían diciendo las paredes, arrimadas unas a otras como mujeres viejas del pueblo, como viejas comadres que están cansadas y que hacen lo indispensable. Lo más grande que la ciudad podía ofrecerme a mí, un forastero, eran estatuas de los reyes, en cada esquina bronces de reyes, viejos reyes barbudos que escribían libros y hablaban del amor de Dios para todos los pueblos, y reyes jóvenes que atravesaron con ejércitos las fronteras, rompiendo la cabeza de los contrarios y agrandando sus reinos. Lo más extraño de todo para mí, un extraño en esta vieja ciudad, era el ruido del viento que serpeaba en las axilas y en los dedos de los reyes de bronce: ¿No hay evasión? ¿Esto durará para siempre? Temprano, en una racha de nieve, uno de los reyes gritó: «Échenme abajo, donde no me puedan mirar las comadres cansadas; tiren el bronce mío a un fuego feroz, y fúndanme en collares para niños que bailan». «DER ENGEL VOM WESTLICHEN FENSTER», DE GUSTAV MEYRINK Esta novela, más o menos teosófica —El ángel de la ventana occidental—, no es tan bella como su título. A su autor, Gustav Meyrink, lo hizo famoso la novela fantástica El Golem, libro extraordinariamente visual, que combinaba graciosamente la mitología, la erótica, el turismo, el «color local» de Praga, los sueños premonitorios, los sueños de vidas ajenas o anteriores, y hasta la realidad. A ese libro feliz sucedieron otros un poco menos agradables. En ellos se advertía la influencia, no ya de Hoffmann y de Edgar Alian Poe, sino de las diversas sectas teosóficas que pululaban (y pululan) en Alemania. Se traslucía que Meyrink había sido «iluminado» por la sabiduría oriental, con el funesto resultado que es de rigor en tales visitaciones. Gradualmente se fue identificando con el más ingenuo de sus lectores. Sus libros se convirtieron en actos de fe, y aun de propaganda. El ángel de la ventana occidental es una crónica de confusos milagros, apenas rescatada, alguna vez, por su buen ambiente poético. «THE ACHIEVEMENT OF T. S. ELIOT», DE F. O. MATTHIESSEN No la tiniebla, sino las claridades de Eliot, son tema de este libro. Equidistante del escándalo de los unos y de la adoración un poco snob y escolar de los otros, Matthiessen considera en este volumen la obra poética de Eliot, y la juzga a la luz de su obra crítica. El hombre Tomás Eliot le interesa menos que las ideas de Eliot, y las ideas menos que la forma que éste les da. Interrogar el documento humano que hay en toda página escrita o las vagas ideas generales en que se deja resolver un poema, le parece un error. Opta, por consiguiente, por una crítica minuciosa, formal. Lástima grande que una vez declarado ese arduo programa, prefiera no cumplirlo. En vez del apretado examen retórico que prometen las páginas iniciales, asistimos a una serie de discusiones, desde luego interesantísimas. No sé de una mejor introducción a la poesía de Eliot, a ese universo limitado, arbitrario, pero singularmente intenso. «L'ENCYCLOPEDIE FRANCAISE» Menos copiosa que cierta enciclopedia china que abarca mil veintiocho tomos de doscientas páginas en octavo cada uno, la nueva Enciclopedia Francesa que dirige, rodeado de especialistas, M. Anatole de Monzie, no pasará de veintiún volúmenes. Ya tres se han publicado, el 10, el 16 y el 17. El séptimo es de aparición inminente. La anomalía se explica: la nueva Enciclopedia rechaza el orden (o desorden) alfabético, y ensaya una clasificación «orgánica» de materias. Los editores, y aun la crítica, hablan de la originalidad de rehusar las arbitrariedades del alfabeto y de proceder por clasificaciones, divisiones y subdivisiones. Olvidan que ese proceder fue el de las primeras enciclopedias, y que la clasificación alfabética importó, en su tiempo, una novedad. Otra «innovación» más feliz: las hojas de esta Encyclopédie (como las de cierta Cyclopaedia de Nueva York) se pueden desprender y reemplazar, periódicamente, por otras nuevas, que los suscriptores recibirán. La presentación material de los tomos es excelente. 30 de octubre de 1936 VIRGINIA WOOLF Virginia Woolf ha sido considerada «el primer novelista de Inglaterra». La jerarquía exacta no importa, ya que la literatura no es un certamen, pero lo indiscutible es que se trata de una de las inteligencias e imaginaciones más delicadas que ahora ensayan felices experimentos con la novela inglesa. Adelina Virginia Stephen nació en Londres en 1882. (El primer nombre se desvaneció sin dejar un rastro.) Es hija de Mr. Leslie Stephen, compilador de biografías de Swift, de Johnson y de Hobbes, libros cuyo valor está en la buena claridad de la prosa y en la precisión de los datos, y que ensayan poco el análisis y nunca la invención. Adelina Virginia es la tercera de cuatro hermanos. El dibujante Rothenstein la recuerda «absorta y silenciosa, toda de negro, con el cuello y los puños de encaje blanco». La acostumbraron desde su infancia a no hablar si no tenía algo que decir. No la mandaron nunca a la escuela, pero una de sus disciplinas domésticas fue el estudio del griego. Los domingos de su casa eran concurridos: Meredith, Ruskin, Stevenson, John Morley, Gosse y Hardy los frecuentaban. Pasaba los veranos en Cornwall, a la orilla del mar, en una casa chica perdida en una quinta enorme y desarreglada, con terrazas, una huerta y un invernáculo. Esa quinta resurge en una novela de 1927... En 1912 Virginia Stephen se casa en Londres con Mr. Leonard Woolf, y adquieren una imprenta. Los atrae la tipografía, esa cómplice a veces traicionera de la literatura, y componen y editan sus propios libros. Piensan, sin duda, en el glorioso precedente de William Morris, impresor y poeta. Tres años después publica Virginia Woolf su primera novela: The Voyage Out. En 1919 aparece Night and Day; en 1922, Jacob's Room. Ya ese libro es del todo característico. No hay argumento, en el sentido narrativo de esa palabra, el tema es el carácter de un hombre, estudiado no en él, sino indirectamente en los objetos y personas que lo rodean. Mrs. Dalloway (1925) relata el día entero de una mujer; es un reflejo nada abrumador del Ulises de Joyce. To the Lighthouse (1927) ejerce el mismo procedimiento: muéstra unas horas de la vida de unas personas, para que en esas horas veamos su pasado y su porvenir. En Orlando (1928) también hay la preocupación del tiempo. El héroe de esa novela originalísima —sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época— vive trescientos años y es, a ratos, un símbolo de Inglaterra y de su poesía en particular. La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es, además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan. También es una música la que oímos en A Room of One's Own (1930), donde alternan el ensueño y la realidad y encuentran su equilibrio. En 1931 Virginia Woolf ha publicado otra novela: The Waves. Las olas que dan su nombre a este libro reciben a lo largo del tiempo y de las muchas vicisitudes del tiempo, el soliloquio interior de los personajes. Cada época de su vida corresponde a una hora distinta, desde la mañana a la noche. No hay argumento, no hay conversación, no hay acción. El libro, sin embargo, es conmovedor. Está cargado, como los demás de Virginia Woolf, de delicados hechos físicos. UNA PÁGINA DE VIRGINIA WOOLF ...En la cumbre, Orlando se quedó contando, mirando, reconociendo. Ésa era la casa de su padre; ésa la de su tío. Su tía era la dueña de esos tres grandes torreones entre los árboles. La maleza era de ellos y la selva; el faisán y el ciervo, el zorro, el hurón y la mariposa. Suspiró profundamente y se arrojó —había en sus movimientos una pasión que justifica la palabra— en la tierra, al pie de la encina. Le gustaba sentir, bajo toda esa fugacidad del verano, el espinazo de la tierra bajo su cuerpo; porque eso le parecía la dura raíz de la encina; o siguiendo el vaivén de las imágenes, era el lomo de un gran caballo que montaba; o la cubierta de un barco dando tumbos; era de veras cualquier cosa, con tal que fuera dura, pues él sentía la necesidad de algo a que amarrar el corazón que le tironeaba el costado; el corazón que parecía henchido de fragantes y amorosas tormentas, a esta hora, todas las tardes, cuando salía. Lo sujetó a la encina, y al reposar ahí, el tumulto a su alrededor se aquietó: las hojitas pendían, el ciervo se detuvo; las pálidas nubes de verano se demoraban; sus miembros pesaban en el suelo; y se quedó tan quieto que el ciervo se fue acercando y las cornejas giraron alrededor, y las golondrinas bajaron en círculo, y los alguaciles pasaron en un destello tornasolado, como si toda la fertilidad y amorosa agitación de la tarde de verano fuera una red tejida en torno de su cuerpo. (Orlando, capítulo primero). FOLKSONGS OF MlSSISSIPPI, DE ARTHUR PALMER HUDSON El Mississippi canta; el Mississippi es uno de los ríos más cantores del mundo. Arthur Palmer Hudson, profesor en la Universidad de North Carolina, ha recorrido las orillas y las ciudades de ese río cantor, y ha publicado sus hallazgos en un volumen. Estos son de todo orden: hay baladas inglesas acriolladas por cinco o seis generaciones de América; hay rondas y canciones de niños; hay canciones cantadas a caballo en Tejas y Arizona y traídas al río por los hombres que fueron a la guerra de Méjico; hay entusiasmados himnos de negros, trémulos de alas y ángeles; hay romances de contrabandistas, de vagabundos, de bandoleros y de guapos: entre ellos, uno que registra y exalta el rico prontuario de un pistolero que ahora es huésped de la cárcel de Vicksburg y cuyo nombre, acaso un poco insólito, es Kenny Wagner. Con el típico amor de los eruditos por todo lo popular (siempre que sea un poco antiguo, siempre que al pueblo haya dejado de interesarle), el doctor Hudson ha interrogado la tradición oral de los estados de Luisiana y de Mississippi. Ha rescatado así muchas canciones que estaban a punto de perecer. Aquí tenemos varias antologías de carácter campero; precisamos una de Buenos Aires que recoja las inefables coplas del truco, las milongas de la calle del Temple y de las orillas, las "versadas" orondas y metafísicas, como esa que asevera: La vida no es otra cosa — que muerte que anda luciendo. DE LA VIDA LITERARIA James Joyce fue el único estudiante que en la Universidad de Dublin se negó a firmar una nota de protesta contra el poeta W. B. Yeats, por su drama "Countess Cathleen". Años después, cuando por primera vez se encontraron, Joyce le dijo a Yeats: "¡Qué lástima que no nos hayamos conocido antes! Usted es demasiado viejo para ser influenciado por mí". El señor Ulric Nisbet, al cabo de una investigación de seis años, que empezó en Nueva York y acabó en los registros de una vieja iglesia de Londres, dice haber descubierto la identidad del misterioso "Mr. W. H." a quien está dedicada la primera edición de los sonetos de Shakespeare. «HALF-WAY HOUSE», DE ELLERY QUEEN Puedo recomendar a los amateurs de la novela policial (que no se debe confundir con la novela de meras aventuras ni con la de espionaje internacional, inevitablemente habitada de suntuosas espías que se enamoran y de documentos secretos) este ultimo libro de Ellery Queen. Puedo afirmar que cumple con los primeros requisitos del género: declaración de todos los términos del problema, economía de personajes y de recursos, primacía del cómo sobre el quién, solución necesaria y maravillosa, pero no sobrenatural. (En los relatos policiales, el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los elixires de maléfica operación, las brujas y los brujos, la magia verdadera y la física recreativa, son una estafa.) Ellery Queen juega con lo sobrenatural, como Chesterton, pero de un modo lícito: lo insinúa para mayor misterio en el planteo del problema, lo olvida o lo desmiente en la solución. En la historia del género policial (que data del mes de abril de 1841, fecha de la publicación de «Los asesinatos de la Rué Morgue» de Edgar Alian Poe) las novelas de Ellery Queen importan una desviación, o un pequeño progreso. Me refiero a su técnica. El novelista suele proponer una aclaración vulgar del misterio y deslumhrar a sus lectores con una solución ingeniosa. Ellery Queen propone, como los otros, una explicación nada interesante, deja entrever (al fin) una solución hermosísima, de la que se enamora el lector, la refuta y descubre una tercera, que es la correcta: siempre menos extraña que la segunda, pero del todo imprevisible y satisfactoria. Otras excelentes novelas de Ellery Queen: El misterio de la cruz egipcia, El misterio del zueco holandés, El misterio de los gemelos siameses. «NEVROSES», DE ARVÉDE BARINE Los editores de la serie «La vivante histoire» acaban de reeditar este libro. Su nombre, un tanto general, no deja adivinar que se trata de dos estudios de carácter biográfico y literario: uno sobre Gérard de Nerval, otro sobre Tomás de Quincey. La autora los considera, casi exclusivamente, con un criterio patológicosentimental. Afirma, por ejemplo, que De Quincey hubiera sido un gran escritor «si no hubiese caído entre las garras del opio», y deplora sus melancolías y pesadillas. Olvida que De Quincey fue de hecho un gran escritor, que sus pesadillas deben su fama a la espléndida prosa en que las evocó o inventó, y que la obra literaria, crítica, histórica, autobiográfica, humorística, estética y económica de ese «aniquilado» abarca unos catorce volúmenes y no ha sido leída del todo en vano por Baudelaire, por Chesterton y por Joyce. Si los futuristas quieren un precursor, también lo pueden invocar a De Quincey: autor —hacia 1841— de aquel apasionado artículo sobre la nueva «gloria del movimiento» que las diligencias acababan de revelar. «JEUNES FILLES», DE HENRI DE MONTHERLANT El tema de esta novela epistolar es mutatis mutanda, el de muchas escenas de Hombre y Superhombre de Bernard Shaw: la mujer como perseguidora erótica, no como perseguida. El libro ha despertado, ya, muchas indignaciones. Se susurra (a veces en letras de molde) que el cortejado protagonista Pierre Costa es un alias de Montherlant, y que las cartas de mujer que componen una buena mitad del volumen son bochornosamente auténticas. La objeción, como se ve, es de orden moral. En un libro realista, es una virtud que los documentos parezcan reales. Si efectivamente lo son, siempre al novelista le queda el mérito de haberlos trabajado, animado y organizado. La sola selección ya es un arte. «El arte del biógrafo», ha dicho Maurois, «es sobre todo, el de olvidar». 13 de noviembre de 1936 PLAISIR Á CORNEILLE, DE JEAN SCHLUMBERGER Este novísimo alegato a favor de Corneille es menos ambiguo que su título. Cabe resumir así su argumento: "El arte de goce o de conocimiento puro" que inauguró Racine ha culminado y se ha agotado en la labor de Proust; es lógico aguardar una reacción hacia "el arte heroico", el arte de Hugo y de Corneille. La tesis, como se ve, es de carácter más general que particular: afirma que el tipo de arte que cultivó Corneille puede interesarnos más que el de Racine, pero no prueba que Corneille valga tanto como Racine. El problema es falso, por lo demás: la admisión de uno de los dos no comporta la exclusión del otro. Descartada esa discusión, queda la parte substancial de la obra: el análisis lento y delicado de las diversas piezas de Corneille, la percepción de las finas diferencias entre cada una de ellas y de su voluntad de superación. Este "paseo antológico", como lo denomina su autor, es digno de toda alabanza. DE LA VIDA LITERARIA En 1678, en París, el duque de Maine publicó sus "Obras completas de un autor de siete años". En 1807 el casi tan precoz Connop Thirlwall (que después llegó a obispo) publicó a la edad de nueve años un libro titulado "Primicias", compuesto de una oda, de varias fábulas y de treinta y nueve sermones. En 1936, en Londres, el joven Robert Holland (de once años) está escribiendo su tercer novela en una máquina de escribir costeada por la venta de sus dos libros anteriores. William Butler Yeats, poeta y dramaturgo irlandés (Premio Nobel de Literatura 1923), es casado, tiene dos hijos y vive en una vieja torre en la costa rocosa de Irlanda. Su esposa, Georgie Lees, es considerada como una "médium" excepcional, y las teorías expuestas por Yeats en "Una visión" (1926) provienen —según él mismo lo declara— de revelaciones directas y sobrenaturales, que ha recibido Mrs. Yeats. M. André Lichtenberger dará una serie de conferencias en la Argentina, propiciadas por el Museo Social Argentino. La Columbia University Press acaba de publicar una enciclopedia de Dr. F. Ansley, que ha trabajado unos diez años en su compilación. El libro consta de 52.000 artículos y comprende cinco millones de palabras. Se especializa en nombres de autores, tanto antiguos como contemporáneos y modernos, sin perdonar los de una importancia muy relativa. No carece de sentido humorístico: en el artículo sobre André Malraux, famoso autor de "La condición humana" y de "Los conquistadores", vemos que éste se atribuye el descubrimiento de la ciudad de la Reina de Saba, desde un aeroplano. LEÓN FEUCHTWANGER La frase «un novelista alemán» es casi una contradicción, ya que Alemania, tan rica en organizadores de la metafísica, en poetas líricos, en eruditos, en profetas y en traductores, es notoriamente pobre en novelas. La obra de León Feuchtwanger es una infracción de esa norma. Feuchtwanger nació en Munich, a principios de 1884. No se puede decir que está enamorado de su ciudad natal. «Su ubicación, sus bibliotecas, sus galerías, su carnaval y su cerveza son lo mejor que tiene», ha dicho alguna vez. «En cuanto a lo que se llama su arte», agrega con alguna ferocidad, «está representado oficialmente por una institución académica, mantenida con fines de turismo por una población de alcoholistas». Feuchtwanger, ya se ve, no desconoce el arte de injuriar. Feuchtwanger hizo sus primeros estudios en Munich y dedicó un par de años en Berlín a la filosofía. Regresó en 1905 a Baviera y fundó una sociedad literaria de propósito renovador. Borroneó entonces una pretenciosa novela de la que ahora se arrepiente, que describía con toda franqueza la vida de un muchacho aristócrata, y una tragedia no menos deplorable «sobre los amores de un pintor del Renacimiento y una mujer demoníaca». En 1912 se casó. En agosto de 1914 la guerra lo sorprendió en Túnez. Las autoridades francesas lo arrestaron, pero su mujer —Martha Loeffler— lo embarcó en un vapor de carga italiano, y pudo repatriarse. Se enroló y conoció de cerca la guerra. En octubre de 1914 publicó en la revista «Die Schau buchne» uno de los primeros poemas revolucionarios que se compusieron en Alemania. Publicó después Warren Hastings, tragedia cuyo héroe es aquel apasionado escribiente que llegó a ser gobernador de la India; Thomas Wendt, novela dramática, y una pieza, Los prisioneros de guerra, cuya representación fue prohibida. Tradujo del griego la comedia aristofánica La paz, comedia en que aparecen los dioses machacando en un mortero a los hombres y encerrando a la diosa de la paz en el fondo de una cisterna. Esa comedia (compuesta hace dos mil trescientos años) era demasiado «actual» en 1916 para que el gobierno permitiera su representación. Lógicamente la prohibió. Las dos novelas capitales de Feuchtwanger son El judío SuessyLa duquesa fea. Ambas comprenden, no solamente la psicología y destino de sus protagonistas, sino un cuadro total, minucioso y apasionado de la compleja Europa en que ardieron sus enredadas vidas. Ambas son torrenciales, ambas arrebatan al lector y hasta parecen (por el pulso incesante de su prosa) haber arrebatado al autor. Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-á-brac que hace intolerable ese género. En 1929 publicó un libro de poemas satíricos, no muy felices, sobre los Estados Unidos. Le dijeron que no había estado nunca en América; respondió que tampoco había estado en el siglo dieciocho, y que esa deplorable omisión (que tenía el propósito de corregir en cuanto pudiera) no le había impedido escribir El judío Suess. A fines de 1930 publicó Éxito. Se trata de una novela contemporánea, pero todo está visto y recordado desde el futuro. LAWRENCE DE ARABIA Se ha publicado en Inglaterra un nuevo libro sobre el mitológico Lawrence: libertador de Arabia, traductor heroico de la Odisea, asceta, arqueólogo, soldado y gran escritor. Se titula Portrait of T. E. Lawrence y lo firma Mr. Vyvyan Richards, amigo personal del héroe. Amigo personal, no amigo íntimo, porque en la vida intensa de Lawrence no hubo amistades íntimas, así como tampoco hubo amores. Lawrence era increíblemente celoso de su independencia: negaba el sueño y la comida a su cuerpo y las blanduras del afecto a su alma varonil. Rehusó todo: acabó por rehusar la gloria y hasta por rehusar el placer del ejercicio literario. Ya había dejado de escribir al final... Hay muchos libros sobre Lawrence, pero este de Mr. Vyvyan Richards nos parece el mejor. (El de B. H. Liddell Hart, también excelente, atiende sobre todo a los problemas de su estrategia y de su táctica; los otros son meras exaltaciones patrióticas, mera bien intencionada mitología.) Richards, como todos los biógrafos de Lawrence, sufre una enorme desventaja inicial: la necesidad de repetir en otras palabras los hechos que éste relató, para siempre, en Los siete pilares de la sabiduría. Competir victoriosamente con Lawrence en la relación de esos hechos es imposible. Richards ha dado con la única solución: resumir esos hechos, abundar en citas textuales e iluminar aquellos años de la vida de Lawrence que éste no refirió. Richards escribe con sobriedad. No desdeña el pormenor significativo: cuenta que Lawrence era tan sensible a la peligrosa pasión de la tipografía, que solía acortar o aumentar su texto para que cada página de su libro fuera impecable. «PRIVATE OPINION», DE ALAN PRYCE-JONES Es indudable que si bien hay muchos ingleses que conversan muy poco, hay muchísimos otros que no conversan. De ahí (tal vez) la no menos indudable excelencia del oral style o estilo conversado de los prosistas de habla inglesa. En este sentido, el libro que reseñamos es ejemplar. Desgraciadamente, las opiniones del autor son menos irreprochables que su sintaxis. En un lugar habla de Stuart Merrill, «tal vez el mejor poeta lírico americano desde Edgar Allan Poe». Esa promoción es absurda: comparado con sus propios colegas de simbolismo, Stuart Merrill es más bien insignificante; comparado con Frost, con Sandburg, con Eliot, con Lee Masters, con Lindsay, con veinte más (para no hablar de Sidney Lanier), es definitivamente invisible. En otro lugar declara: «A veces he jugado con la idea de un ensayo sobre la tesis de que la poesía moderna debe la mitad de su forma y de su contextura a la ciudad de Montevideo». La tesis (disculpada y como atenuada por las muchas vacilaciones preliminares) es muy simpática; pero francamente no creemos que la infancia de Jules Laforgue y los años mozos del intolerable conde de Lautreamont basten para justificarla. En cambio, el señor Pryce-Jones dice que Montevideo no tiene encanto. Me atrevo a disentir suavemente, pero con toda convicción, en nombre de los patios rosados de la Ciudad Vieja y de las quintas enternecedoras y húmedas del Paso del Molino. «MURDER OFF MIAMI», POR DENNIS WHEATLEY, J. G. LINKS, ETCÉTERA Imposible negar la novedad (tipográfica) de esta novela. Sepa el asombrado lector que no se trata de un libro, sino de un expediente que incluye un telegrama facsimilar de la Western Union, varios informes policiales, dos o tres cartas manuscritas, un plano, declaraciones firmadas de testigos, fotografías de testigos, un jirón de cortina ensangrentado y un par de sobres; sepa también el asombrado lector que en uno de los sobres hay un fósforo de madera y en el otro cabello humano. Ese alarmante fárrago está dirigido a John Milton Schwab, de la policía de Florida, y contiene todos los hechos referentes a un crimen. El buen lector debe cotejar esos testimonios, revisar esas fotografías, interrogar ese cabello humano, descifrar ese fósforo, fatigar el jirón ensangrentado y finalmente adivinar o inducir el modus operandi del criminal y su identidad. La solución lo está esperando en un tercer sobre. La idea es ingeniosa y puede introducir muchas variantes en el género policial. Me atrevo a profetizar algunas, en orden cronológico. Primera etapa: dos retratados se parecen y el lector debió comprender que eran padre e hijo. Segunda etapa: dos retratados se parecen para que sospeche el lector que son padre e hijo, y luego no lo son. Tercera etapa: dos retratados se parecen tanto, que el lector suspicaz resuelve que no pueden ser padre e hijo, y después lo son. En cuanto a la cortina y al fósforo, me recuerdan el procedimiento de esos pintores que en lugar de pintar un as de espadas lo pegan en la tela. 27 de noviembre de 1936 WATERLOO, DE MANUEL KOMROFF El director de esa novísima Modern Library de reediciones de obras famosas, que ya compite en los Estados Unidos con la Everyman's Library de Ernest Rhys, ha publicado su cuarta novela histórica. (La primera, El beso del juglar, conoció la aprobación de los críticos y la indiferencia del público; la segunda, Corona, fue leída, e inmediatamente olvidada, por un millón de americanos; la tercera, Dos ladrones, narra la vida trágica de los dos que ocuparon las cruces laterales en el Calvario.) Komroff, ante la batalla de Waterloo, ha eludido los riesgos especiales (y las virtudes especiales) de la grandilocuencia, y ha optado por un inglés familiar: del todo indigno, según algunos críticos excitados, de la majestad del género histórico... En cambio, se ha documentado con tal profusión y ha acumulado tantas imprescindibles noticias sobre la campaña de Waterloo, que no ha podido imaginar hechos nuevos, ni siquiera abundar en los que ha juntado. Copio uno de ellos: los primeros rumores de Waterloo que circularon en París anunciaban con rasgos circunstanciales una gran victoria de Napoleón sobre los ejércitos de Wellington y de Bluecher. El emperador, dicen, volvió a un París embanderado y con luminarias que desconocía aún la derrota. EUGENE G. O'NEIL, PREMIO NOBEL DE LITERATURA Uno de los reglamentos del premio Nobel (fundado, como los diccionarios enciclopédicos no lo ignoran, por Alfred Bernhard Nobel, padre y divulgador de la dinamita y de otras coaliciones poderosas de la nitroglicerina y la sílice) decreta que de los cinco premios anuales, el cuarto debe ser adjudicado, sin consideración de la nacionalidad del autor, a la obra literaria de mayor mérito, dans le sens d'idéalisme. La condición final es inofensiva: no hay en el universo un libro que no pueda ser considerado «idealista», si nos empeñamos en que lo sea. La primera, en cambio, es algo insidiosa. El honrado propósito esencial de que se repartan los premios imparcialmente, sin distinción de la nacionalidad del autor, se resuelve de hecho en un internacionalismo insensato, en una rotación geográfica. Lo verosímil, lo infinitamente probable es que la obra más ilustre del año se haya producido en París, en Londres, en Nueva York, en Viena o en Leipzig. La comisión no lo entiende así; la comisión, con extraña «imparcialidad», prefiere fatigar las librerías de Addis Abeba, de Tasmania, del Líbano, de San Cristóbal de la Habana y de Berna. (También, con imparcialidad un tanto patriótica, las de Estocolmo.) Los derechos de las pequeñas naciones tienden a prevalecer sobre la justicia. Yo no sé, por ejemplo, si dentro de cien años la República Argentina habrá producido un autor de importancia mundial, pero sé que antes de cien años un autor argentino habrá obtenido el premio Nobel, por mera rotación de todos los países del atlas. De ahí cabe derivar una conclusión que tiene algo de paradójico: le es tan difícil a un francés o a un americano obtener el premio como a un dinamarqués o a un belga. Le es más difícil, puesto que debe competir con todos los escritores de su país, que son numerosísimos, y no con un puñado de colegas más o menos mediocres. Si consideramos que Eugenio O'Neill es coterráneo de Cari Sandburg, de Robert Frost, de William Faulkner, de Sherwood Anderson y de Edgar Lee Masters, comprenderemos la dificultad y la gloria de su premio reciente. Mucho se ha escrito sobre la tormentosa vida de O'Neill: vida literalmente tormentosa sobre las aguas arriesgadas de los dos hemisferios; vida tan idéntica, en suma, a la de un personaje de O'Neill. Bástame recordar que Eugenio Gladstone O'Neill nació en 1888 en un hotel de Broadway, que su padre fue un actor trágico que majestuosamente pereció millares de veces ante las candilejas de gas; que Eugenio Gladstone estudió en la Universidad de Princeton; que hacia 1909 fue en busca de oro a las tierras bajas de Honduras; que en 1910 era marinero y que desertó en la Dársena Sur y conoció los almacenes de Buenos Aires y el sabor de la caña. («Siempre me gustó la Argentina. Todo, menos ese brebaje: la caña», dice uno de sus héroes. Después, agonizando, recuerda los cinematógrafos de Barracas y una buena pelea con el pianista, y el olor de los cueros en las curtiembres.) En la obra tumultuosa de O'Neill creo que es lícito distinguir dos períodos. Sospecho que en el primero, realista —La luna del Mar Caribe, Anna Christie, Donde está marcada la cruz—, le interesaban, ante todo, los personajes, su destino y sus almas. En el segundo, gradual o descaradamente simbólico —Raro interludio, El Gran Dios Brown, El Emperador Jones—, le interesan los experimentos, la técnica. Pensando en esos últimos dramas, ha escrito el comediógrafo irlandés Saint John Ervine: «Si algo ha sabido O'Neill de las reglas de la construcción dramática, formuladas por todas las autoridades en la materia desde Aristóteles hasta el profesor G. P. Baker, ha ocultado cuidadosamente su información y ha compuesto sus piezas como si las desconociera absolutamente. Una de sus piezas tiene seis actos cuando tres bastarían. Otra tiene un comienzo y un fin, pero le falta el medio. Una tercera, El Emperador Jones, viene a ser un monólogo en ocho escenas. Aristóteles se estremecería en la tumba si le contaran las diabluras que hace el señor O'Neill con la técnica, pero quizá las perdonara por lo afortunadas que son. Cada nuevo drama de O'Neill es un experimento nuevo, y lo asombroso es que ese experimento se justifica. La estructura de cada pieza nada tiene que ver con la estructura de la pieza siguiente ni con la de la pieza anterior, pero no deja nunca de ajustarse al propósito especial del señor O'Neill. Sus piezas, para decirlo en una palabra, son otras tantas aventuras.» El juicio me parece verdadero, aunque ni siquiera menciona la intensidad que pone O'Neill en esas infracciones del orden. En su invención, mas que en su ejecución. Verbigracia: el valor fundamental de Raro interludio está en la idea de presentar dos dramas paralelos —uno de palabras, otro de pensamientos y de emociones— , y no en la fábula que O'Neill desenvuelve para ejecutar su propósito. Verbigracia: las caretas que usurpan el lugar de los hombres, los niños y las mujeres en El Gran Dios Brown, y la fusión final, o confusión, de las dos personas en una, es más interesante, para nosotros —y para O'Neill— que la historia de la firma Anthony, Brown y Compañía, Arquitectos. En resumen: a los últimos dramas de O'Neill, a los más ambiciosos y emprendedores, les falta «realidad». Esa comprobación no los acusa de ser infieles a lo cotidiano del mundo; es evidente que lo son y que tal es el propósito de su autor. Los acusa de otra infidelidad: de no corresponder a una imaginación minuciosa de los caracteres y de los hechos. Uno siente que O'Neill no conoce bien ese mundo de símbolos y de larvas. Uno siente que los personajes no son complejos, que apenas son caóticos. Uno siente que O'Neill es el espectador más desconcertado, y acaso más ingenuo y más trémulo, de esas fantasmagorías enormes. Uno siente que O'Neill ha inventado cada vez un procedimiento y que después ha improvisado su obra con una especie de ferviente descuido. Uno siente que a O'Neill lo mueven más los efectos escénicos que la realidad, siquiera fantasmal o nominal, de sus personajes. Ante un drama de O'Neill, como ante las novelas de William Faulkner, uno a veces no sabe lo que sucede, pero uno sabe que lo que sucede es terrible. De ahí su conexión con la música, arte que opera con nosotros de ese modo inmediato. La música (dijo Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir. De traducir en conceptos, naturalmente. Es el caso de los dramas de O'Neill. Su espléndida eficacia es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Es también el caso del Universo, que nos destruye, nos exalta y nos mata, y no sabemos nunca qué es. BENEDETTO CROCE Benedetto Croce, uno de los pocos escritores importantes de la Italia contemporánea —el otro es Luigi Pirandello—, nació en el villorrio de Pescasseroli, en la provincia de Aquila, el 25 de febrero de 1866. Era todavía un niño, cuando sus padres se establecieron en Ñapóles. Recibió una educación católica, muy atenuada por la indiferencia de sus maestros y hasta por su incredulidad. En 1883 un terremoto que duró noventa segundos conmovió el sur de Italia. En ese terremoto perecieron sus padres y su hermana, y él mismo quedó enterrado entre los escombros. A las dos o tres horas lo salvaron. Para eludir una total desesperación, resolvió pensar en el Universo: procedimiento general de los desdichados, y a veces bálsamo. Exploró los metódicos laberintos de la filosofía. En 1893 publicó dos ensayos: uno sobre la crítica literaria, otro sobre la historia. En 1899 advirtió, con una especie de temor parecido a ratos al pánico y a ratos a la felicidad, que los problemas metafísicos estaban organizándose en él, y que la solución —o una solución— era casi inminente. Dejó entonces de leer, dedicó sus mañanas y sus noches a la vigilia, y caminó por la ciudad sin ver nada, callado y atisbándose. Había cumplido treinta y tres años: la edad, según los cabalistas, del primer hombre cuando lo formaron del barro. En 1902 inauguró su Filosofía del Espíritu con un primer volumen: la Estética. (En ese libro, estéril pero brillante, niega la diferencia entre fondo y forma y reduce todo a intuiciones.) La Lógica apareció en 1905; la Práctica, en 1908; la Teoría de la Historiografía, en 1916. Desde 1910 hasta 1917, Croce fue senador del Reino. Cuando se declaró la guerra y todos los escritores se abandonaron a los placeres lucrativos del odio, Croce se mantuvo imparcial. Desde junio de 1920 hasta julio de 1921 ejerció el cargo de ministro de Instrucción Pública. En 1923 la Universidad de Oxford lo hizo doctor honoris causa. Su obra rebasa ya los veinte volúmenes y comprende una historia de Italia, un estudio de las literaturas de Europa durante el siglo diecinueve, y monografías sobre Hegel, Vico, Dante, Aristóteles, Shakespeare, Goethe y Corneille. «SANTA JUANA DE ARCO» Una de las buenas costumbres de la literatura inglesa es la composición de biografías de Juana de Arco. De Quincey, que inició tantas costumbres, inició también ésta, con fervor, a principios de 1847. Mark Twain, hacia 1896, publicó sus Recuerdos personales de Juana de Arco; Andrew Lang, en 1908, su Doncella de Francia; Hilaire Belloc, unos catorce años más tarde, su Juana de Arco; Bernard Shaw en 1923, Santa Juana. Como se ve, los evangelistas de Jeanneton Darc (tal fue su nombre verdadero) son de todo orden, desde el ilustre opiómano inicial hasta el autor de Vuelta a Matusalén, pasando por un ex-piloto del Mississippi, por un helenista escocés y por un aliado de Chesterton. Un libro nuevo acaba de agregarse a la serie. Su nombre, Santa Juana de Arco; su autor, Victoria Sackville-West. En esta biografía la inteligencia prima venturosamente sobre la pasión, lo cual no quiere decir que no haya pasión. Hay, eso sí, una carencia total de sensiblería: carencia natural en una mujer que habla de otra mujer, sin las supersticiones que tiene el hombre. Péguy, Andrew Lang, Mark Twain y De Quincey «rindieron tributo» a la Doncella; nada menos parecido a un tributo, en el sentido cortesano de la palabra, que el libro de Miss Sackville-West. Nada, sin embargo, más comprensivo. Su estilo es ordenado, eficaz, nunca vanidoso. «Juana difiere notablemente de sus colegas de santidad», dice el capítulo final de la obra. «No usó jamas las expresiones convencionales Mi Esposo Celestial o El Amado. Era la menos sentimental de las santas, y la más práctica. No era en sentido alguno de la palabra una mujer histérica. Desconocía por igual el abatimiento y la exagerada alegría. Los tránsitos oscuros del alma no la afectaron nunca.» Si no me engaño, la Santa Juana que propone Miss Sackville-West no es muy distinta —esencialmente— de la que propuso George Bernard Shaw. «DOSTOJEVSKIJ VIVENTE, DE GIUSEPPE DONNINI El nombre de este libro es algo ambicioso, porque parece condenar a muerte las otras biografías de Dostoievski que propone el mercado y postular que de todas ellas ésta es la única que encierra un hombre vivo. Desde luego, tal no es el propósito del autor; Dostoievski viviente, en este caso, quiere simplemente decir Vida de Dostoievski. Claro está que la relación de los hechos no excluye el comentario, y hasta lo exige. En este libro compartimos (o creemos compartir) la vida apasionada y laboriosa que llevó Dostoievski: sus avatares sucesivos de cadete, de subteniente, de colaborador de revistas ilustradas, de lector asombrado de Fourier, de condenado a muerte, de presidiario, de soldado raso, de suboficial, de novelista, de jugador, de deudor fugitivo, de editor de un periódico, de imperialista, de eslavófilo y de epiléptico. Donnini acaba por afirmar que «el pensamiento unificador de todas las obras de Dostoievski es su capacidad de reconciliar todas las ideas de la vida en un sentimiento único: el amor de la vida». La obra de Dostoievski es siempre compleja y no pocas veces confusa, pero no me parece que la hipótesis de un «pensamiento unificador» que es asimismo «una capacidad de reconciliar» contribuya muchísimo a descifrarla. En otro pasaje más iluminativo, Donnini afirma y argumenta el valor misterioso que pueden tener para el alma las equivocaciones y los pecados. Declara que también esos laberintos desembocan en Dios. Interroga la vida de Dostoievski y concluye que nadie como él fue primero víctima de ese drama y luego su poeta. Compara las experiencias vitales de Dostoievski con las de Tolstoi y señala como rasgo diferencia] de esos dos caracteres el candor perdurable de Dostoievski, sus arrebatos y descorazonamientos de niño. «THINGS TO COME», DE H. G. WELLS El autor de El hombre invisible, de La isla del doctor Moreau, de Los primeros hombres en la Luna y de La máquina del tiempo (he mencionado sus mejores novelas, que no son por cierto las últimas) ha publicado en un volumen de ciento cuarenta páginas el texto minucioso de su reciente fdm Lo que vendrá. ¿Lo ha hecho tal vez para desentenderse un poco del film, para que no lo crean responsable de todo el film? La sospecha no es ilegítima. Por lo pronto, hay un capítulo inicial de instrucciones. Ahí está escrito que los hombres del porvenir no se disfrazarán de postes de telégrafo ni corretearán de un lugar a otro, embutidos en armaduras de celofán, en recipientes de cristal o en calderas de aluminio. «Quiero que Oswald Cabal (escribe Wells) parezca un fino caballero, no un gladiador con su panoplia o un demente acolchado... Nada de jazz ni de artefactos de pesadilla. Que todo sea más grande, pero que no sea nunca monstruoso.» Los espectadores recordarán que los personajes del film carecen de calderas de celofán y de armaduras de aluminio, pero recordarán también que la impresión general (harto más importante que los detalles) es de pesadilla, y monstruosa. No me refiero a la primera parte, donde lo monstruoso es deliberado; me refiero a la última, cuya disciplina debería contrastar con el desorden sangriento de la primera, y que no sólo no contrasta, sino que la supera en fealdad. Para juzgar a Wells, para juzgar las intenciones de Wells, hay que recorrer este libro. TEODORO DREISER Teodoro Dreiser, autor de Una tragedia americana, de Jennie Gerhardt y de tantas otras novelas, declara que el cinematógrafo está por abolir la novela. «Antes —dice— una novela de éxito podía lograr y superar un tiraje de cien mil o de doscientos mil ejemplares; ahora, siete mil es una cifra alta. En cambio, diez millones de americanos van, en el termino de un día, al cinematógrafo... Hay también los periódicos. Éstos, paradójicamente, han matado al folletín. Hace un siglo, la gente iba siguiendo cada semana o cada quince días los altibajos de una obra de Dickens o de Eugenio Sue; ayer, el mundo entero ha podido seguir diariamente los del caso Hauptmann. La novela ha tenido curso unos cuantos siglos; es absurdo creerla inmortal.» Dreiser añade que no nos debemos doler de que la novela desaparezca y que la reemplazarán otras formas no menos ricas. Dreiser enumera después sus admiraciones: Balzac, Dickens alguna vez, Thackeray alguna vez, Dostoievski, Tolstoi, Mark Twain, Edgar Allan Poe. 11 de diciembre de 1936 EDGAR LEE MASTERS Hace muchas generaciones que Edgar Lee Masters está en América; uno de sus antepasados, Israel Putnum, se batió hace dos siglos con los ingleses de Sir William Howe y con los pieles rojas, y lo conmemora una estatua. El 23 de agosto de 1869 Edgar Lee Masters nació en el estado de Kansas. Los años de su infancia transcurrieron en Illinois, a una legua de Sangamon River: una infancia de agua y de árboles y de paseos a caballo o en coche. También de libros, porque en la quinta de los Masters había un Shakespeare dolorosamente ilustrado, un ejemplar de las aventuras de Tom Sawyer y otro de los cuentos de Grimm. (En esa biblioteca brevísima, de formación casual, figuraba asimismo un ejemplar de Las mil y una noches; pero ésas nunca le agradaron.) De chico, Edgar Lee Masters aprendió alemán. «El hecho tiene alguna importancia», escribió hace poco, «pues el conocimiento del alemán acabó por acercarme a la obra de Goethe. Shelley, Byron, Keats, Swinburne, el propio Wordsworth, hace ya muchos años que me dejaron, pero Goethe siempre está cerca.» A principios de 1891 Lee Masters se graduó en derecho. En el estudio de su padre trabajó más de un año, para trasladarse luego a Chicago, donde abrió estudio propio, que no dejó hasta 1920. Entonces en Chicago, como en Buenos Aires ahora, a un abogado no le convenía confesarse culpable de «versitos». De ahí que sus primeros libros aparecieran bajo seudónimo. A nadie interesaron y tampoco le gustaban a él. En el verano de 1908 visitó la tumba de Emerson, y pensó que el destino lo había derrotado y que eso no importaba. Hacia 1914 un amigo le prestó un ejemplar de la Antología griega. De la displicente lectura del libro séptimo de esa famosa recopilación de epigramas, editada a principios del siglo x, nació en Edgar Lee Masters el plan de la Antología de Spoon River —que es una de las obras más auténticas de la literatura de América—. Se trata de una serie de doscientos epitafios imaginarios, escritos en primera persona, que registran la íntima confesión de las mujeres y los hombres de un pueblo del Middle West. A veces la mera yuxtaposición de dos epitafios —por ejemplo, de un hombre y de su mujer— deja entrever una tragedia o importa una ironía. El éxito alcanzado fue enorme, y también el escándalo. Edgar Lee Masters, desde entonces, ha publicado muchos libros de versos, con la esperanza de repetirlos. Ha imitado a Whitman, a Browning, a Byron, a Lowell, a Edgar Lee Masters. Del todo en vano: es, por antonomasia, el autor de la Antología de Spoon River. En 1931 publicó en prosa Lincoln, el Hombre, que ensaya una demolición del héroe, a quien acusa de hipocresía, de rencor, de crueldad, de torpeza mental y de indiferencia. Otros libros de Masters: Cantos y Sátiras (1916), El Gran Valle (1917), Peñasco Hambriento (1919J, El Mar Abierto (1921), La Nueva Antología de Spoon River (1924), La Suerte del Jurado (1929). El último, Poemas de Personas, ha sido publicado en agosto de 1936. Un epitafio de Edgar Lee Masters: Ana rutledge Oscura, indigna, pero salen de mí las vibraciones de una música eterna: «Sin rencor para nadie, con amor para todos». En mí el perdón de millones de hombres para millones y la faz bienhechora de una nación resplandeciente de justicia y verdad. Soy Ana Rutledge que reposa bajo esta hierba, adorada en vida por Abraham Lincoln, desposada con él, no por la unión, sino por la separación. Florece para siempre, oh república, del polvo de mi pecho. «EL PERSEGUIDOR», DE LOUIS GOLDING Se ha dicho (y sobre todo se ha repetido) que el protagonista de una verdadera novela o de un drama legítimo, no puede ser un loco. Ateniéndonos a Macbeth, a su colega el homicida analítico Rodion Raskolnikov, a don Quijote, al Rey Lear, a Hamlet y al casi monomaniaco Lord Jim, podríamos decir (y repetir) que el protagonista de un drama o de una novela tiene que ser un loco. Se nos dirá que nadie puede simpatizar con un loco, y que la mera sospecha de la locura basta para alejar a un hombre de todos los demás, infinitamente. Podemos responder que la locura es una de las posibilidades terribles de cualquier alma, y que el problema narrativo o escénico de mostrar el origen y el crecimiento de esa espantosa flor no es, por cierto, ilegítimo. (Cervantes, dicho sea de paso, no lo acomete: nos dice que a su hidalgo cincuentón «del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio», pero no asistimos al tránsito del mundo cotidiano al mundo alucinatorio, a la gradual deformación del orden común por el mundo de los fantasmas.) A estas observaciones generales me mueve la lectura de este libro intensísimo de Louis Golding, Thepursuer. Dos héroes tiene la novela y los dos se enloquecen: de miedo el uno, el otro de un horrible amor rencoroso. Desde luego, ni la palabra ni el concepto «locura» están en el libro: compartimos el proceso mental de sus personajes, los vemos agitarse y obrar, y el dictamen abstracto de que están locos es harto menos cautivante que esas agitaciones y que esas obras. (Obras que alguna vez abarcan el crimen, que viene a ser como un alivio, aunque momentáneo, de la tensión de pánico y de maldad. Tanto es así que cuando el crimen se ha producido, el lector teme por muchas páginas que se trate de una alucinación del temor.) El horror es gradual en esta novela, como en las pesadillas. El estilo es límpido, quieto. En cuanto a su interés... De mí puedo decir que la empecé después de almorzar, con intención de hojearla, y que no la dejé hasta la página 285 (la última) y las dos de la mañana. Hay ciertas convenciones tipográficas derivadas de William Faulkner: verbigracia, lo que piensan los personajes interrumpe a veces la narración, presentado en primera persona, en letra cursiva. «LA LANGUE VERTE», DE PIERRE DEVAUX Los mayores peligros del caló (como de cualquier otro lenguaje) son el purismo y la intransigente pedantería. Que discutamos o ignoremos las decisiones de los treinta y seis individuos de la Academia de la Lengua, domiciliados en Madrid, me parece bien; que los queramos sustituir por treinta y seis mil compadritos, domiciliados en el almacén de la esquina, me parece pasmoso. (Sobre todo, cuando se comprueba que a esos hablistas los asesora el teatro nacional.) Felizmente, la disyuntiva es del todo falsa y podemos rehusar con entusiasmo los dos dialectos: el arrabalero —o, mejor dicho, el gainetero— y el académico. El libro La langue verte está redactado en el peculiar «argot» de París. Lo ha escrito un literato, vale decir, una persona demasiado conocedora del buen francés para descuidar la menor ocasión de contradecirlo, o de imponerle astutas deformaciones. De ahí que su langue verte sea, sin duda, más compleja y más ardua que la que se oye en los mataderos de Vaugirard o en Ménilmontant... Uno de los procedimientos de Pierre Devaux es la atribución de sus diálogos orilleros a personas un tanto inesperadas, como M. Laval y el Sumo Pontífice. El procedimiento es común: en Buenos Aires el montevideano Last Reason lo ha usado eficazmente. Puedo decir que es clásico: don Francisco de Quevedo, en La hora de todos, hace que Marte se insolente con Júpiter en germanía, que era el lunfardo de los picaros españoles del siglo diecisiete. Esa brusca reducción de todas las diferencias del mundo a un solo nivel fácil y chocarrero suele ser causa de algún momentáneo placer. «THE FEAR OF THE DEAD IN PRIMITIVE RELIGION», DE SIR JAMES GEORGE FRAZER No es imposible que las ideas antropológicas del doctor Frazer caduquen irreparablemente algún día, o ya estén declinando; lo imposible, lo inverosímil es que su obra deje de interesar. Rechacemos todas sus conjeturas, rechacemos todos los hechos que las confirman y la obra seguirá inmortal: no ya como lejano testimonio de la credulidad de los primitivos, sino como documento inmediato de la credulidad de los antropólogos, en cuanto les hablan de primitivos. Creer que en el disco de la luna aparecerán las palabras que se escriben con sangre sobre un espejo es apenas un poco más extraño que creer que alguien lo cree. En el peor de los casos, la obra de Frazer perdurará como una enciclopedia de noticias maravillosas, una «silva de varia lección» redactada con singular elegancia. Perdurará como perduran los treinta y siete libros de Plinio o la Anatomía de la melancolía de Robert Burton. El presente volumen trata del temor de los muertos. Abunda, como todos los de Frazer, en curiosísimos rasgos. Por ejemplo: es fama que Alarico fue sepultado en el cauce de un río por los visigodos, que desviaron el curso de las aguas y luego las hicieron volver y dieron muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo. La interpretación habitual es el temor de que los enemigos del rey profanaran su tumba. Sin rechazarla, Frazer nos propone otra clave: el temor de que su alma despiadada surgiera de la tierra para tiranizar a los hombres. Frazer atribuye el mismo propósito a las máscaras de oro funerarias del acrópolis de Micenas: todas sin orificios para los ojos, salvo una, que es de un niño. «THE TRUTH ABOUT COLOMBUS», DE CHARLES DUFF El esperanzado título de esta obra es La verdad sobre Cristóbal Colón y sobre el descubrimiento de América. La obra, sin embargo, es menos decisiva que el título. No pronuncia verdades inapelables, no compite con el juicio final, no promulga las grandes revelaciones que eran de esperar o temer. Prefiere limitarse a la narración de los hechos auténticos y a la serena discusión de los que están en duda. Por ejemplo, no afirma que Cristóforo Colombo nació en Pontevedra. Esa conducta es poco sensacional, pero es la mejor. Todo biógrafo de Colón debe luchar con una dificultad que es tal vez insoluble: el problema dramático, o novelístico, de mantener el interés del lector, después del desembarco en el Nuevo Mundo y de la primera apoteosis (exornada de piedras y maderas, de algodón y de oro, de pájaros gritones y de seis indios taciturnos) en Barcelona. Lo común es pedir ese interés a las humillaciones y a las prisiones que sufrió el almirante; Duff lo busca, y lo encuentra, en la evolución religiosa de su carácter. Un error que importa desvanecer: las joyas de Isabel la Católica no sufragaron el primer viaje de Colón. A éste lo financiaron dos judíos: uno, el marrano Mosén Luis de Santángel; otro, el proveedor Isaac Abarbanel, comentador de las escrituras, padre de aquel Judas Abarbanel que en los anales del platonismo italiano se llama León Hebreo. 25 de diciembre de 1936 ENRIQUE BANCHS HA CUMPLIDO ESTE AÑO SUS BODAS DE PLATA CON EL SILENCIO La función poética —ese vehemente y solitario ejercicio de combinar palabras que alarmen de aventura a quienes las oigan— padece misteriosas interrupciones, lúgubres y arbitrarios eclipses. Para justificar ese vaivén, los antiguos dijeron que los poetas eran huéspedes ocasionales de un dios, cuyo fuego los habitaba, cuyo clamor poblaba su boca y guiaba su mano, cuyas inescrutables distracciones debían suplir. De ahí la costumbre mágica de inaugurar con una invocación a ese dios el acto poético. «¡Oh divinidad, canta el furor de Aquiles, hijo de Peleo, el furor que trajo a los griegos males innumerables y arrojó a los infiernos las fuertes almas de los héroes, y libró su carne a los perros y a los alados pájaros», dice Homero. Y no se trata de una forma retórica, sino de una verdadera plegaria. De un «sésamo, ábrete», mejor dicho, que le abrirá las puertas de un mundo sepultado y precario, lleno de peligrosos tesoros. Esa doctrina (tan afín a la de ciertos alcoranistas, que juran que el arcángel Gabriel dictó palabra por palabra y signo por signo el Corán) hace del escritor un mero amanuense de un Dios imprevisible y secreto. Aclara, siquiera en forma burda o simbólica, sus limitaciones, sus flaquezas, sus interregnos. He indicado en el párrafo anterior el caso muy común del poeta que a veces hábil, es otras veces casi bochornosamente incapaz. Hay otro caso más extraño y más admirable: el de aquel hombre que en posesión ilimitada de una maestría, desdeña su ejercicio y prefiere la inacción, el silencio. A los diecisiete años, Jean Arthur Rimbaud compone el «Bateau ivre»; a los diecinueve, la literatura le es tan indiferente como la gloria, y devana arriesgadas aventuras en Alemania, en Chipre, en Java, en Sumatra, en Abisinia y en el Sudán. (Los goces peculiares de la sintaxis fueron anulados en él por los que suministran la política y el comercio.) Lawrence, en 1918, capitanea la rebelión de los árabes; en 1919 compone Los siete pilares de la sabiduría, quizá el único libro memorable de cuantos produjo la guerra; hacia 1924 cambia de nombre, pues no debemos olvidar que es inglés y que le incomoda la gloria. James Joyce, en 1922, publica el Ulises, que puede equivaler a toda una compleja literatura que abarcara muchos siglos y muchas obras; ahora publica unos retruécanos que, sin duda, equivalen al más absoluto silencio. En la ciudad de Buenos Aires, el año 1911, Enrique Banchs publica La urna, el mejor de sus libros, y uno de los mejores de la literatura argentina; luego, misteriosamente, enmudece. Hace veinticinco años que ha enmudecido. La urna es admirable. Menéndez y Pelayo observa: «Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuan pocos versos habrá que sobrevivan!» El hecho es de muy fácil comprobación, no menos en los textos de prosa que en los poéticos. No hay que retroceder a tiempos ajenos, a tiempos habitados por hombres muertos; basta desandar unos pocos años. Busco dos libros argentinos que, sin duda, perdurarán. En el Lunario sentimental de Lugones (1909) incomodan las perpetuas diabluras malogradas y la decoración art nouveau; en Don Segundo Sombra, que es de 1926, la escasa identificación del autor con los troperos de su historia. Sin el deliberado propósito de ciertas represiones, no podemos gozar de esos altos libros. La urna, en cambio, no requiere convenios con su lector ni complicaciones benévolas. Ha transcurrido un cuarto de siglo desde su aparición —un dilatado trecho de tiempo humano; ciertamente no ajeno de hondas revoluciones poéticas, para no hablar de las de otro orden— y La urna es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes esenciales son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir. Es muy sabido que a los críticos les interesa menos el arte que la historia del arte; la obtención efectiva de una belleza que su arriesgada búsqueda. Un libro cuyo valor fundamental es la perfección puede ser menos comentado que un libro que muestra los estigmas de la aventura o del mero desorden... La urna ha carecido, asimismo, del prestigio guerrero de las polémicas. Enrique Banchs ha sido comparado a Virgilio. Nada más agradable para un poeta; nada, también, menos estimulante para su público. He aquí un soneto que he repetido más de una vez en la soledad, bajo las luces de uno y otro hemisferio. (El curioso lector advertirá que su estructura es shakespeariana; vale decir, que, pese a la disposición tipográfica, consta de tres cuartetos con la rima alternada y de una estrofa de dos versos pareados.) Hospitalario y fiel en su reflejo donde a ser apariencia se acostumbra el material vivir, está el espejo como un claro de luna en la penumbra. Pompa le da en las noches la flotante claridad de la lámpara, y tristeza la rosa que en el vaso, agonizante, también en él inclina la cabeza. Si hace doble el dolor, también repite las cosas que me son jardín del alma, y acaso espera que algún día habite, en la ilusión de su azulada calma el huésped, que le deje reflejadas frentes juntas y manos enlazadas. Tal vez otro soneto de Banchs nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel en que se refiere a su alma, que, alumna secular, prefiere ruinas proceres a la de hoy menguada palma. Tal vez, como a Georges Maurice de Guérin, la carrera literaria le parezca irreal, «esencialmente y en los halagos que uno le pide». Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y su fama. Tal vez —y ésta será la última solución que propongo al lector— su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil. Es grato imaginar a Enrique Banchs atravesando los días de Buenos Aires, viviendo una cambiante realidad que él sabría definir y que no define: hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia. L'ENFANT JETÉ AUX BÉTES, DE PAUL VAILLANT "El fuego" de Barbusse, "El fin del viaje" de Sheriff y "Nada nuevo en el frente occidental" de Erich María Remarque, son consanguíneos de este libro. No afirmo que Vaillant los haya imitado; afirmo que su libro deriva de experiencias análogas a las de Remarque, Barbusse y Sheriff. ¿Cuál es —o, mejor dicho, cuál fue— la típica novedad de esas obras? Es común atribuir esa novedad a su enumeración de los horrores físicos de la guerra, a su revelación de que el miedo físico es el estado natural de los hombres cuando entran en batalla. Homero, sin embargo, no desconocía esos hechos. Nadie se ha demorado como él en la variedad terrible de las heridas, en las muchas maneras de morir de que son capaces los hombres. Nadie más despavorido, asimismo, que los héroes homéricos, nadie más propenso a las lágrimas y al temblor; nadie más obligado a gritar para darse coraje. Homero, sin embargo, pensaba que la guerra y su gloria valían ese precio. Barbusse, Remarque, Sheriff y Paul Vaillant no lo creen así. Saben que el hombre se puede conformar a la guerra —como se conforma a la tuberculosis o a la prisión,— pero no admiten lo benéfico del proceso. Niegan que la batalla sea "ennoblecedora del hombre", como dice la Ilíada. DE LA VIDA LITERARIA John Masefield, poeta laureado de Inglaterra, acaba de publicar el primer volumen de una trilogía irónica en prosa. Se titula "Huevos y Panadero", y su relato de las encadenadas y casi infinitas catástrofes que abruman a un amable trabajador, recuerda un poco al "Crainquebille" de Anatole France. El último libro de Bertrand Russell se titula: "¿Qué camino a la paz?" Al cabo de muchas páginas de excelente estilo y de análisis desapasionado, llega a la conclusión de que una guerra internacional es no menos inevitable que horrible, y que está muy próxima. El poeta norteamericano Edgar Lee Masters ha publicado en Nueva York su autobiografía. Se titula "A través de Spoon River": está compuesta con cierta contenida amargura por un hombre ya encanecido que se siente muy solo. Su majestad la reina Victoria parecía propiedad literaria exclusiva de Lytton Strachey. Sin embargo, miss Edith Sitwell acaba de publicar una biografía de esa reina. Su libro —"Victoria de Inglaterra"— no se limita a rasgos palaciegos: tiene un largo capítulo adicional sobre la condición de las clases obreras en Inglaterra hacia 1844. OSWALD SPENGLER Es lícito observar (con la ligereza y brutalidad peculiar de tales observaciones) que a los filósofos de Inglaterra y de Francia les interesa el universo directamente, o algún rasgo del universo, en tanto que los alemanes propenden a considerarlo un simple motivo, una mera causa material, de sus enormes edificios dialécticos: siempre infundados, pero siempre grandiosos. La buena simetría de los sistemas constituye su afán, no su eventual correspondencia con el universo impuro y desordenado. El último de esos ilustres arquitectos germánicos —buen sucesor de Alberto Magno, de Meister Eckhart, de Leibniz, de Kant, de Herder, de Novalis, de Hegel— ha sido Spengler. Spengler nació el 29 de mayo de 1880, en el pueblo de Blankenburgam-Harz, del ducado de Brunswick. Estudió en Munich y en Berlín. A principios de siglo se graduó en filosofía y letras; su tesis doctoral sobre Heráclito (Halle, 1904) es el único trabajo que publicó antes de aquel otro, sensacional, que lo haría famoso. Seis años tardó Spengler en escribir La decadencia de Occidente. Seis obstinados años, en un hambriento conventillo de Munich, en una pieza lóbrega que da a un pobre paisaje de chimeneas y de tejas manchadas. Oswald Spengler, entonces, no tiene libros. Pasa las mañanas en la biblioteca pública, almuerza en comedores para obreros, toma, cuando está enfermo, vastas y ardientes cantidades de té. Hacia 1915 termina la revisión del primer volumen. No tiene amigos. Secretamente se compara con Alemania, que también está sola. En el verano de 1918 La decadencia de Occidente apareció en Viena. Schopenhauer ha escrito: «No hay una ciencia general de la historia; la historia es el relato insignificante del interminable, pesado y deshilvanado sueño de la humanidad». Spengler, en su libro, se propuso demostrar que la historia podía ser algo más que una mera y chismosa enumeración de hechos particulares. Quiso determinar sus leyes, echar las bases de una morfología de las culturas. Sus varoniles páginas, redactadas en el tiempo que va de 1912 a 1917, no se contaminaron nunca del odio peculiar de esos años. Hacia 1920 empezó la gloria. Spengler alquiló un departamento sobre el Isar, compró con amorosa lentitud unos cuantos miles de libros, coleccionó armas persas, turcas e hindúes, escaló altas montañas y se negó a la perseverancia de los fotógrafos. Sobre todo, escribió. Escribió Pesimismo (1921), Deberes políticos de la juventud alemana (1924), Reconstrucción del Estado Alemán (1926). Oswald Spengler murió al promediar este año. Su concepto biológico de la historia se podrá discutir; no su espléndido estilo. «GUIDE TO PHILOSOPHY», DE C. E. M. JOAD La historia de la filosofía suele increíblemente entorpecer la especulación filosófica. Ese entorpecimiento es inevitable, si recordamos que la filosofía no es otra cosa que la imperfecta discusión (cuando no el monólogo solitario) de algunos centenares, o millares, de hombres perplejos, distantes en el tiempo y en el idioma: Berkeley, Spinoza, Guillermo de Occam, Schopenhauer, Parménides, Renouvier... Cabe discutir, sin embargo, la conveniencia de que cada nuevo estudiante reviva, en orden cronológico, el proceso ancestral y curse las etapas infinitas que hay entre Tales de Mileto y el doctor Whitehead. El señor Joad, autor de este novísimo manual, niega esa conveniencia. De las seiscientas páginas de su libro, las primeras trescientas discuten los problemas esenciales de la filosofía. Las restantes exponen con claridad —con una claridad minuciosa— los sistemas de Platón, de Aristóteles, de Kant, de Hegel, de Karl Marx, de Bergson y de Whitehead. La omisión desdeñosa de Schopenhauer, cuyo nombre no figura una sola vez, no me ha causado menos asombro que la inclusión, decididamente anormal, de Karl Marx. (Esa hospitalidad es misteriorísima, sobre todo cuando se comprueba que el materialismo dialéctico ha sido convidado por C. E. Joad con el solo fin de expulsarlo.) Leo en la página 11: «Que yo sepa, no hay ninguna razón para que el universo sea fácilmente comprensible por una inteligencia del siglo veinte». Decir que este volumen (o cualquier otro) nos hace comprender el universo, es mucho decir; decir que es una discusión admirable de las difíciles claridades y noches de la filosofía, no es decir más que la verdad. «THE LIBRARY OF PICO DELLA MIRANDOLA», DE PEARL KIBBE ¿Qué libros contenía la biblioteca de aquel extraordinario muchacho rubio, que a los veintitrés años expuso novecientas proposiciones y desafió a todos los hombres sabios de Europa a que las discutieran con él? El debate nunca se hizo, los libros perecieron en un incendio; pero nos queda un manuscrito con el catálogo, y la lista orgullosa de las novecientas cuestiones. Pearl Kibbe, de la Universidad de Columbia, acaba de publicar un estudio sobre la relación de esa biblioteca incendiada con el enciclopédico debate que no se hizo. La cifra de los libros —enorme para la época— ascendía a mil ciento noventa y uno. En 1496, a los dos años de la muerte de Juan Pico de la Mirándola, el cardenal Grimaldi los adquirió por quinientos ducados de oro. Setecientos volúmenes en latín, ciento cincuenta y siete en griego, ciento diez en hebreo, y otros en caldeo y en árabe, integraban la lista. Homero, Platón, Aristóteles, Filón de Alejandría, Averroes, Raimundo Lulio, Abengabirol y Abeneara, estaban representados ahí. Una de las tesis que Pico de la Mirándola había prometido demostrar era la que sigue: «Que ninguna ciencia da mejor prueba de la divinidad de Cristo Jesús que la magia y la cabala». En efecto, abundan los nombres de libros de esas «ciencias». Otra de las tesis decía: «Que el teólogo no puede estudiar sin peligro las propiedades de las líneas y las figuras». Una versión arábiga de los Elementos, de Euclides, y un ejemplar de la Geometría, de Leonardo de Pisa, prueban que él mismo había afrontado, siquiera momentáneamente, ese riesgo. «LORD HALIFAX'S GHOST BOOK» Desde que cierto historiador bizantino del siglo seis anotó que la isla de Inglaterra constaba de dos partes: una con ríos y ciudades y puentes, otra habitada de culebras y fantasmas, las relaciones de Inglaterra y del Otro Mundo son cordiales y célebres. En 1666, Joseph Gianvill publicó sus Consideraciones filosóficas sobre la hechicería y los hechiceros, libro inspirado por un invisible tambor que se oía todas las noches en una pileta de Wiltshire. Hacia 1705, Daniel Defoe escribió su Relato verdadero de la aparición de una talMrs. Veal. A fines del siglo diecinueve, el rigor estadístico se aplicó a esos nebulosos problemas y se verificaron dos censos de alucinaciones hipnóticas y telepáticas. (El último abarcó diecisiete mil personas adultas.) Ahora, en Londres, acaba de salir este libro —Lord Halifax's Ghost Book— que reúne y agota los encantos de la superstición y del esnobismo. Se trata de fantasmas selectos, «de apariciones que han turbado el reposo de los mayores nombres de Inglaterra, cuyas idas y venidas han sido invariablemente anotadas por una mano augusta». Lady Goring, Lord Desborough, Lord Lytton, el marqués de Hartingdom y el duque de Devonshire están entre los nombres cuyo reposo ha sido turbado y que han suministrado manos augustas. El honorable Reginald Fortescue sale fiador de la existencia «de un espectro alarmante». Yo no sé qué pensar: por lo pronto, me niego a creer en el alarmante Reginald Fortescue, si no sale fiador de su existencia un espectro honorable. El prefacio contiene esta hermosa anécdota: Dos señores comparten un vagón de ferrocarril. «Yo no creo en fantasmas», dice uno de ellos. «¿De veras?», dice el otro, y desaparece. 8 de enero de 1937 GUSTAV FRENSSEN Nadie menos literato que el doctor Frenssen, en el sentido técnico de la palabra; nadie, también, más serenamente escritor. Nació en el invierno de 1863, en una aldea luterana de Holstein. El río Elba, unas cuantas leguas al sur, desemboca y se pierde en el Mar del Norte; la tierra es baja y fría, y la defienden altos diques de piedra y dunas de arena. Los hombres son laboriosos, callados. Viven (como escribió Quevedo, con una sorna para mí incomprensible) "en unos andrajos de tierra que hurtan al mar". Esos hombres callados andan por la sangre de Frenssen y pueblan duramente sus libros. Frenssen, hijo de carpintero, estudió teología y fue pastor del pueblo de Hemme en los años que corren de 1892 a 1901. En lugar de argumentos a favor o en contra de la metáfora, su juventud conoció largas discusiones sobre la justificación por la fe, sobre la omnipotencia del Señor y sobre la eternidad del Infierno, aunque no tal vez de los condenados. En 1893 se casó. En 1895, publicó su primera novela: "La condesa de la arena". Después, en 1898, "Los tres amigos"; de 1899 a 1902, tres volúmenes de sermones "que los mismos católicos leyeron con algún interés"; en 1901, su primera novela importante, "Joern Uhl". Otra novela, "El viaje de Peter Moor al Sudoeste" (1906), narra las aventuras de un recluta alemán en la guerra contra los hotentotes o, mejor dicho, sus reacciones y sus trabajos. En 1913 hizo representar un drama: "Bismarck". En 1914, cuando la guerra desoló el continente, Frenssen resolvió compartir la dura vida de los pobres de Holstein y regresó a la choza natal donde habían vivido sus padres. En 1927 publicó "Yunque", una vasta novela regional de destinos humildes. El escritor se jacta de no haber inventado un solo episodio o un solo personaje de esa novela. No hay país en la tierra que no crea poseer un secreto, o mejor dicho, haberlo poseído: el de la felicidad y el honor. Luego vinieron los extranjeros y corrompieron esa antigua virtud. El pueblo, empero, guarda incontaminado el secreto. Entre nosotros, el depositario es un gaucho; en Europa un labriego, un pescador. Las honradas novelas de Gustav Frenssen promulgan esa fe. UN PAS DANS L'ESCALIER, DE RENEE LEMAIRE Dos mujeres odiosas y enlutadas, y un hombre muerto, son las únicas personas de esta novela. El argumento es éste: el primogénito de madame Lemoine ha muerto en las trincheras, en mil novecientos diez y ocho; la madre, enloquecida por su amor y por algo que más tarde comprendemos, niega su muerte. Jura que el hijo volverá, y se pasa los años esperando su paso en la escalera. El fantasma aguardado con amor no aparece nunca, y Berthe, la hija menor, es sacrificada a esa espera imposible. Obligada a los menesteres más ingratos, se dedica, como es natural, a odiar al hermano. Al final comprendemos que la madre, rigurosa y cruel con su hija, no lo ha sido menos con el hijo, y que también lo ha tiranizado. Un rasgo curioso de este libro es la revelación gradual del carácter del muerto, a través de los diálogos y recuerdos de las mujeres, y aún a través de algunos libros que hay en su dormitorio. (Ese procedimiento es característico de Joseph Conrad.) Madame Renée Lemaire, pese a algunos excesos sentimentales, ha escrito una hermosa novela. THE ARABIAN KNIGHT, DE SETON DEARDEN En algún lugar de su obra, el sevillano Rafael Cansinos Assens jura que puede saludar a las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. El capitán sir Richard Burton, protagonista de esta biografía, soñaba en diez y siete idiomas, y cuentan que dominó treinta y cuatro. Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Su obra comprende setenta y dos volúmenes; sus viajes, casi todo el planeta; sus hechos, el descubrimiento del lago Tanganika en 1858, una peregrinación a las ciudades santas de Arabia en 1853 y una famosa traducción literal de las Mil y una Noches o, como escribe Burton, del "Libro de las mil noches y una noche". (El orientalista González Palencia, dicho sea de paso, anunció alguna vez una traducción española de esa compilación: es obra que hace falta, ya que no hemos salido hasta ahora del gracioso resumen de Antoine Galland, ¡que es de 1717!, y de "versiones directas y literales" de la superchería de Mardrus.) Es imposible que una biografía de Burton deje de interesar. Burton, el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un hombre que conocen los hombres; Burton, que penetró en Harar, que era ciudad vedada a los europeos en el interior de Abisinia; Burton, aventurero y conversador, puede triunfar de la languidez o la inepcia de cualquier biógrafo. Hasta el día de hoy, el mejor y más imparcial sigue siendo Mr. Thomas Wright, cuya obra data de 1906. Mr. Seton Dearden, autor del libro que motiva esta nota, se limita más bien a despachar anécdotas románticas. Un buen ejemplo de su estilo es el título, que distraídamente incurre en un "calembour". THE SOUTHERN GATES OF ARABIA, DE FREYA STARK Sólo los árabes ignoran que Arabia está dividida en tres partes y que una de ellas mereció la calificación de Feliz. Miss Freya Stark acaba de recorrerla, siguiendo el obliterado camino de las caravanas que traían incienso a los puertos. De vuelta a Londres, ha publicado esta relación de su viaje. Más de cien fotografías la ilustran. Algunas, curiosísimas, representan ciudades de Hadhramaut, con altos edificios rectangulares de siete y ocho pisos. Trasladamos una especie de pasaporte que firmó un jefe árabe: "En el nombre de Dios el Apiadado, el Misericordioso. Este manuscrito da fe de que miss Freya Stark, hija del reino de Inglaterra, viajera en Hadhramaut, se deja gobernar por la religión y conoce las leyes y es de linaje honrado, y es la primera mujer que viaja sola del reino inglés a Hadhramaut y tolera y afronta la adversidad, sin hacer caso del terror y de los peligros. La respetamos mucho, muchísimo. Alabado sea el Poderoso, que ha dejado que llegue a nuestro país y nos instruya en su verdad y cambie con nosotros palabras nobles". DE LA VIDA LITERARIA ¿Qué libros de la "Everyman's Library" de Londres han alcanzado mayor venta en los Estados Unidos el año 1936? He aquí la lista, bastante imprevisible, por cierto: 1. "Feria de vanidades", de Thackeray. 2. "Diccionario clásico abreviado", de Smith. 3. Las tragedias de Shakespeare. 4. "El capital", de Marx. 5. "Dramas históricos, poemas y sonetos", de Shakespeare. 6. "Orgullo y prejuicio", de Jane Austen. 7. La "Etica", de Spinoza. 8. La "República", de Platón. 9. Las tragedias de Esquilo. Sospecho que Thackeray debe su preeminente lugar a miss Miriam Hopkins. Por lo demás, no hay razón alguna para identificar los lectores de Shakespeare o de Jane Austen con los compradores de Marx. «STUDS LONIGAN», DE JAMES T. FARRELL Los editores ingleses de la trilogía norteamerica Studs Lonigan declaran que es una obra demasiado terrible, demasiado abarrotada de personajes y de sucesos, demasiado grandiosa, para que una breve nota descriptiva pueda abarcarla. He leído Studs Lonigan con fervor, con simpatía, con lástima, a veces con asco, y estoy plenamente de acuerdo. Me atrevo, sin embargo, a proponer algunas observaciones. Esas observaciones, claro está, no tienen la ambición de apurar (ni siquiera de bosquejar) el análisis de sus ochocientas cuarenta cargadas páginas. Mencken ha dicho que el tema fundamental de los novelistas es la desintegración de un carácter. Studs Lonigan corrobora esa norma: el héroe, hijo de una familia humilde, bruta y decente, se cree un hardguy, un compadre, y a veces —lamentablemente— lo es. Poco a poco lo acaban el alcohol y la tuberculosis... Las obras de ese tipo suelen exagerar la desproporción entre los sueños y ficciones del héroe y su realidad. A un lado los gigantes, los encantadores, los desafíos, el imperio de Trebisonda; al otro, los proverbios y las palizas. En cambio, en Studs Lonigan el mundo imaginativo no difiere mucho del real. Quizá la mayor tragedia de Studs es la penuria de su mundo imaginativo. Lo rodea, como a todos nosotros, tal vez un poco más que a todos nosotros, una tapia invisible. Studs, como sus insospechados congéneres del Paseo de Julio o de Boedo, vive en tercera persona. Representa el papel del hombre fuerte, del hombre que no teme la soledad y nada le preocupa o lo gobierna como la opinión de los otros. Acaso lo más real del compadre —en cualquier América— sea esa irrealidad fundamental, esa equivocación. Ignoro si en la novela de Farrell habrá páginas memorables; sé únicamente que el conjunto es poderosísimo. No está falseada (como ciertos pasajes de Sinclair Lewis, con los que tiene alguna afinidad) por la indignación o el sarcasmo. Yo diría que es una transcripción —mejor: una recreación— de hechos verdaderos. El South Side de Chicago, el South Side anterior a la sustitución del coraje individual irlandés por la organización italiana, perdura y perdurará en este libro. 15 de enero de 1937 LA DINASTIA DE LOS HUXLEY Si las amplias catástrofes militares que vaticina Aldous Leonard Huxley no derogan el hábito o la tarea de escribir libros, los hombres del cercano porvenir escribirán, sin duda, la historia de la dinastía de los Huxley. «De hacer muchos libros no hay fin», dice el Eclesiastés con su acostumbrada amargura; admitamos que el hecho es real y procuremos imaginar las formas probables que asumirá esa «Huxley Saga», o —para usar el rótulo ruidoso de Emilio Zola— esa Historia Natural y Social de la Familia Huxley. Sospecho que el primer historiador escribirá en función de Aldous Leonard, ahora el más ilustre, y verá en Thomas el abuelo, en Leonard el padre y en Julián el hermano, simples variantes o vanas aproximaciones del autor de Point Counter Point. No hay libro que no encierre un contralibro, que es su reverso; a esa interpretación harto «evolucionista» de la familia, sucederá otra historia que supedite el nieto afrancesado al abuelo batallador. Después, un libro que recalque las diferencias de las tres ilustres generaciones; seguido, naturalmente, de otro que recalque los parecidos y que tal vez, a la manera de esas fotografías genéricas que fabricaba por superposición Francis Galton, concentre los diversos Huxley en un solo individuo intemporal, o siquiera longevo. Ese volumen (si el autor no es menos genial que esta previsión) tendrá en el frontispicio una de esas fotografías platónicas de que hablé, y como epígrafe el pasaje de Julián: «La continua corriente vital llamada género humano está rota en pedacitos aislados llamados individuos. Esto sucede con todos los animales superiores, pero no es necesario: es un expediente. La materia viva tiene que desplegar dos actividades: una que se refiere a su inmediato comercio con el mundo exterior; otra a su futura perpetuación. El individuo es un artificio para que una porción de materia viva pueda desempeñarse y proceder en un medio ambiente determinado. Después de un tiempo lo desechan y muere. Contiene, sin embargo, una reserva de sustancia inmortal, que transmite a las generaciones futuras». La entonación del párrafo anterior es tranquila; el concepto, desolador. «Voy a escribir acerca de los hombres como si escribiera de sólidos, de superficies planas y de líneas», se propuso Spinoza. Ese astronómico desdén, esa casi divina imparcialidad, es típica de todos los Huxley. Decirle inhumana es absurdo: si algo humano hay, en el sentido privativo de la palabra, es la capacidad de encarar nuestro propio destino, nuestras más intimas vergüenzas y dichas, como si le sucedieran a alguien que ha muerto. El sentimiento básico de los Huxley es el pesimismo. El de todos ellos. En Thomas Henry Huxley, el antepasado, los manuales de literatura inglesa no quieren ver sino el polemista ruidoso, el compañero de batalla de Darwin. Es cierto que dedicó buena parte de su vigor, y aun de su descortesía, a divulgar el parentesco del homo sapiens con el homo caudatus, del universitario de Oxford con el orangután de Borneo; pero esas indiscretas revelaciones —que Carlyle nunca le perdonó— están muy lejos de agotar su obra múltiple. Una superstición divulgadísima de nuestro siglo xx identifica al siglo anterior con el materialismo absoluto y con las incurables boberías del optimismo. Thomas Huxley, ¡en 1879!, refuta el primer cargo: «Si el materialista arguye que el orbe y todos sus fenómenos son reducibles a materia y a movimiento, el idealista puede responder que el movimiento y la materia no existen sino en cuanto nosotros los percibimos; vale decir, no son más que estados mentales. El argumento es irrefutable. Si me obligaran a elegir entre el materialismo absoluto y el idealismo absoluto, optaría por el segundo.» En cuanto al otro cargo, el de un injusto y candoroso optimismo, básteme trasladar sus palabras: «Las doctrinas de la predestinación, del pecado original, de la depravación innata del hombre, de la desdicha de los más, del reino de Satán en la tierra, de un demiurgo malévolo, me parecen (por extravagante que sea su forma) mucho más razonables que nuestra ilusión liberal de que todos los chicos nacen buenos y de que luego los deteriora el ejemplo de una sociedad corrompida... Tampoco puedo creer que la Providencia sea un oculto filántropo y que todo, a la larga, mejorará.» En otra página declara no haber percibido jamás en la Naturaleza la menor huella de un propósito moral, y anota que éste es un artículo de fabricación humana exclusiva. La evolución, para Huxley, no era un proceso necesariamente infinito: creía en una declinación después del ascenso, en la gradual desanimación de este mundo. El hombre vertical (insinuó) recaerá en el oblicuo mono, la voz articulada en el tosco grito, el jardín en la selva o en el desierto, el pájaro en el árbol encadenado, el planeta en la estrella, la estrella en la vasta nebulosa, la nebulosa en la improbable divinidad. Esa inversión o regresión del proceso cósmico no abarcará menos centenares de siglos que la etapa creadora. Siglos de siglos tardará una frente en deprimirse un poco, en proyectarse más bestial un perfil... La hipótesis es lóbrega: podría ser muy bien de Aldous Huxley. Charles Maurras nos habla sin ironía de cierto «maestro de tradición», J. F. Bladé, hijo, nieto y bisnieto de soldados, que para continuar esa tradición «determinó batirse con Alemania en el terreno de la ciencia». ¡Triste manera de entender la ciencia, denigrándola al ejercicio jurídico de probar que el acusado nunca tiene razón; triste manera de entender la tradición, denigrándola a un juego de odios! Mejor la sirven los Huxley interrogando al mundo, sin otro compromiso que el de la probidad de su método. Eso debe ser la tradición: un instrumento, no la perpetuación de unos malhumores. 22 de enero de 1937 HUIT CENTS DEVISES DE CADRANS SOLAIRES, DE CHARLES BOURSIER Yo compilé, hacia 1929, la primera, la única, la imperfecta antología de inscripciones de carro: género literario que comprende breves obras maestras —"Pa la rubia, cuándo", "Soy del Sud la flor que luce", "La rama está florida", — dísticos efusivos: "Soy como la sandia madura Todo corazón y dulzura". Y cuartetas no muy superiores a ésta: "Las rosas son rosas Las hojas son verdes, El amor de mi china Nunca se pierde". Mientras yo, cazador de esas escrituras, iba por calles de Saavedra o Barracas, otro erudito epigrafista, el señor Charles Boursier, visitaba los jardines más tranquilos de Europa, en busca de otros lemas: los que comentan el anverso antiguo de los relojes de sol. ("El reloj de sol: el que da las horas con modestia" ha escrito Alfonso Reyes.) Ha anotado ochocientos, casi todos en latín. Su notoria virtud es la concisión: trasladados al francés o al español, casi no sobreviven. "Hieren todas; mata la última" reza uno de ellos. "El placer las abrevia", declara otro. "Lux mea lex", formula un tercero cediendo a la tentación del retruécano. Deploro que el autor, entre los centenares recopilados, no haya registrado este lema, que está en un húmedo jardín de Inglaterra, y que en la soledad y el anochecer es como una amenaza: "Es más tarde de lo que crees". DE LA VIDA LITERARIA La N.R.F. ha dedicado a Paul Claudel su número 279. El subtítulo —"Grandeza de Paul Claudel"— tiene la virtud de prefigurar el tono general de ese increíble, e ilegible, homenaje que, sin duda, culmina en esta efusión de Charles-Albert Cingria: "¡Claudel! ¡Es demasiado Verbo, en el verbo, demasiado Espíritu en el espíritu, demasiadas armonías, demasiados nombres, demasiado número en los modos, los nombres, los números!" Otro colaborador, Francis Jammes, se declara indigno de hablar del genio de Claudel, "aunque pertenezco a la constelación que lo cuenta entre sus más potentes soles". Otro, Louis Massignon, recurre al alemán, y habla de "una Voelkergedanke latente"; "Gedanke", en alemán, es masculino. Otro, de cuyo nombre no quiero volver a acordarme, invita a Claudel a evocar el tiempo en que "bebía a grandes tragos los rayos del sol y aplastaba los mangos bajo el ardor de una boca purificada por la hostia, luego de altas contemplaciones". La validez poética de Claudel es indiscutible. ¿A qué molestarlo con elogios que se parecen tanto a la parodia y tan poco a la comprensión? (Dos excepciones: los artículos no despavoridos de Vladimir Weidlé y de Schlumberger.) Dos libros sobre el África Oriental acaban de aparecer en Londres. Uno, "Waugh in Abyssinia", por el viajero inglés Evelyn Waugh, vindica la anexión italiana; otro, "Desert Encounter" de Knud Holmboe, danés explorador de Persia y de Libia convertido al Islam, condena su método y su propósito. PAUL VALÉRY Enumerar los hechos de la vida de Valéry es ignorar a Valéry, es no aludir siquiera a Paul Valéry. Los hechos, para él, sólo valen como estimulantes del pensamiento: el pensamiento, para él, sólo vale en cuanto lo podemos observar; la observación de esa observación también le interesa... Paul Valéry nació en el pueblito de Cette, el año 1871. Desdeña o desatiende —buen clásico— los recuerdos de infancia. Apenas sí nos consta que una mañana, ante el movible mar, conoció la natural ambición de ser marinero. El año 1888, en la universidad de Montpellier, Valéry charló con Pierre Loüys. Éste, un año después, fundó la revista «La Conque». En esas páginas aparecieron los primeros poemas de Valéry, debidamente mitológicos y sonoros. Hacia 1891, Valéry fue a París. Esa urgente ciudad significó para él dos pasiones: la conversación de Stéphane Mallarmé y el estudio infinito de la geometría y del álgebra. Todavía en las costumbres tipográficas de Valéry quedan algunos rastros de ese comercio juvenil con los simbolistas: alguna charlatanería de puntos suspensivos, de cursivas, de letras mayúsculas. Publicó en 1895 su primer volumen: Introducción al método de Leonardo da Vinci. En ese libro, de carácter adivinatorio o simbólico, Leonardo es un pretexto eminente para la descripción ejemplar de un tipo de creador. Leonardo es un bosquejo de «Edmond Teste», límite o semidiós al que tiende Paul Valéry. Ese personaje —héroe tranquilo y entrevisto de la breve Soirée avec Monsieur Teste— es quizá la invención más extraordinaria de las letras actuales. En 1921 los escritores de Francia, interrogados por la revista «La Connaissance», declararon que el primer poeta contemporáneo era Paul Valéry. En 1925 ingresó en la Academia. No es imposible que La soirée avec Monsieur Teste y los diez tomos de Variété constituyan la obra perdurable de Valéry. Su poesía —tal vez— está menos organizada para la inmortalidad que su prosa. En el mismo «Cementerio marino» —su obra maestra poética— no hay un enlace orgánico de los pasajes especulativos y de los pasajes visuales, hay una mera rotación. Abundan las versiones españolas de ese poema; entiendo que la más hábil de todas ellas ha aparecido en Buenos Aires en 1931. «ABSALOM, ABSALOM!», DE WILLIAM FAULKNER Sé de dos tipos de escritor: el hombre cuya central ansiedad son los procedimientos verbales; el hombre cuya central ansiedad son las pasiones y trabajos del hombre. Al primero lo suelen denigrar con el mote de «bizantino» y exaltar con el nombre de «artista puro». El otro, más feliz, conoce los epítetos laudatorios «profundo», «humano», «profundamente humano» y el halagüeño vituperio de «bárbaro». El primero es Swinburne o Mallarmé; el segundo, Céline o Theodore Dreiser. Otros, excepcionales, ejercen las virtudes y los goces de ambas categorías. Víctor Hugo anota que Shakespeare contiene a Góngora; podemos observar que también contiene a Dostoievski... Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad fue acaso el último a quien le interesaron por igual los procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las personas. El último, hasta la aparición tremenda de Faulkner. Faulkner gusta de exponer la novela a través de los personajes. El método no es absolutamente original —El anillo y el libro de Robert Browning (1868) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas—, pero Faulkner le infunde una intensidad que es casi intolerable. Una infinita descomposición, una infinita y negra carnalidad hay en este libro de Faulkner. El teatro es el estado de Mississippi: los héroes, hombres desintegrados por la envidia, por el alcohol, por la soledad, por las erosiones del odio. ¡Absalón, Absalón! es equiparable a El sonido y la furia. No sé de un elogio mayor. «DEATH AT THE PRESIDENT'S LODGING», DE MICHAEL lNNES En el mejor de los tres cuentos ejemplares de Edgar Allan Poe, la policía de París, empeñada en descubrir una carta robada, fatiga en vano los recursos de la investigación metódica: del taladro, del compás y del microscopio. El sedentario Augusto Dupin, mientras tanto, fuma unas cuantas pipas, considera los términos del problema, y visita la casa que ha burlado el escrutinio policial. Entra e inmediatamente da con la carta... A despecho de su éxito, el especulativo Augusto Dupin ha tenido menos imitadores que la ineficaz y metódica policía. Por un «detective» razonador —por un Ellery Queen o Padre Brown— hay diez coleccionistas de fósforos y descifradores de rastros. La toxicología, la balística, la diplomacia secreta, la antropometría, la cerrajería, la topografía, y hasta la criminología, han ultrajado la pureza del género policial. Michael lnnes, en Death at the President's Lodging, hace de la novela policial una variedad de la psicológica. Ese procedimiento, como se ve, lo acerca más a Poe que al minucioso y gárrulo Conan Doyle, y más a Wilkie Collins que a Poe. (Hablo de los clásicos; entre los contemporáneos, yo lo emparentaría más bien con Anthony Berkeley, que en su prefacio a la novela The Second Shot, expone ideas casi idénticas a las que Michael lnnes pone en boca de alguno de sus héroes.) Anoto dos rasgos favorables. Uno: el estudio de caracteres humanos que propone este libro es más encantador que el estudio del plano de una casa de varios pisos, que suelen proponer las novelas de S. S. Van Dine. Otro: Michael lnnes, «psicólogo», no incurre en charlatanerías de psicoanálisis. 29 de enero de 1937 PRESENCIA DE MIGUEL DE UNAMUNO Sospecho que la obra capital de cuantas escribió Unamuno es El sentimiento trágico de la vida. Su tema es la inmortalidad personal: mejor dicho, las vanas inmortalidades que ha imaginado el hombre, y los horrores y esperanzas que nos impone esa especulación. A muy pocos elude ese tema; los españoles y los sudamericanos afirman, o brevemente niegan, la inmortalidad, pero no tratan de discutirla o de figurársela. (De lo mismo cabe derivar que no creen en ella.) Otros consideran que la obra máxima es su Vida de Don Quijote y Sancho. Decididamente no puedo compartir ese parecido. Prefiero la ironía, las reservas y la uniformidad de Cervantes a las incontinencias patéticas de Unamuno. Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo, en estilo efusivo; nada gana el Quijote, y algo pierde, con esas azarosas exornaciones tan comparables, en su tipo sentimental, a las que suministra Gustavo Doré. Las obras y la pasión de Unamuno no pueden no atraerme, pero su intromisión en el Quijote me parece un error, un anacronismo. Quedan los discutidores Ensayos —quizá la obra más viva y duradera de cuanto escribió—, quedan su novela y su teatro. Quedan los tomos de poesías, también. Uno de ellos —el Rosario de sonetos líricos, publicado el año 1911 en Madrid—, lo muestra, en mi opinión, totalmente. Se dice que a un autor debemos buscarlo en sus obras mejores; podría replicarse (paradoja que no hubiera desaprobado Unamuno) que si queremos conocerlo de veras, conviene interrogar las menos felices, pues en ellas —en lo injustificable, en lo imperdonable— está más el autor que en aquellas otras que nadie vacilaría en firmar. En el Rosario de sonetos líricos no faltan las virtudes, pero lo cierto es que las «lacras» son más notorias —y son características de Unamuno. La impresión inicial es del todo ingrata. Verificamos con horror que un soneto se llama «Salud no, ignorancia», otro «La manifestación antiliberal», otro «A Mercurio cristiano», otro «Hipocresía de la hormiga», otro «A mi buitre». Damos quizá con este verso: los en brote y los secos son los mismos ramos, o con esta cuarteta: No de Apenino en la riente falda, de Archanda nuestra la que alegra el boche, recogí este verano a troche y moche frescas rosas en campo de esmeralda, y sentimos la vasta incomodidad del hombre que sorprende, sin querer, un secreto ridículo en una persona que aprecia. Sin mayor esperanza, iniciamos una lectura metódica. Gradualmente, los rasgos sueltos se organizan, se atenúan y se confirman, «para dar al mundo (lo estoy diciendo con palabras de Shakespeare) la certidumbre de un hombre». La certidumbre, casi la presencia carnal, del hombre Miguel de Unamuno. Todos los temas de Unamuno están en este breve libro. El tiempo: Nocturno el río de las horas fluye desde su manantial que es el mañana eterno... La creencia general ha determinado que el río de las horas —el tiempo— fluye hacia el porvenir. Imaginar el rumbo contrario no es menos razonable, y es más poético. Unamuno propone esa inversión en los dos versos anteriores; ignoro si llegó alguna vez, en el curso de su numerosa producción, a defender su tesis... La fe como sustancia del porvenir, según la definición de San Pablo. El deber moral de conquistar la fama y la inmortalidad aparecen reflejados en los siguientes endecasílabos: Yo te espero, sustancia de la vida: no he de pasar cual sombra desvaída en el rondón de la macabra danza, pues para algo nací; con mi flaqueza cimientos echaré a tu fortaleza y viviré esperándote, ¡Esperanza! El apetito generoso de eternidad, el temor de que se pierda el pasado: Es revivir lo que viví mi anhelo y no vivir de nuevo nueva vida, hacia un eterno ayer haz que mi vuelo emprenda sin llegar a la partida, porque, Señor, no tienes otro cielo que de mi dicha llene la medida. La valerosa fe del incrédulo: ... Sufro yo a tu costa Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras. El parejo amor de sus dos regiones de España: Es Vizcaya en Castilla mi consuelo, y añoro en mi Vizcaya mi Castilla. No es imposible (y sin duda es inofensivo) asimilar todos los géneros literarios a la novela. El cuento es un capítulo virtual, cuando no es un resumen, la historia es una antigua variedad de la novela histórica, la fábula, una forma rudimental de la novela de tesis; el poema lírico, la novela de un solo personaje, que es el poeta. El centenar de piezas que componen el Rosario de sonetos líricos nos da la plenitud de su personaje: Miguel de Unamuno. Macaulay, en alguno de sus estudios, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre lleguen a ser los íntimos recuerdos de miles de otros. Esa omnipresencia de un yo, esa continua difusión de un alma en las almas, es una de las operaciones del arte, acaso la esencial y la más difícil. Yo entiendo que Unamuno es el primer escritor de nuestro idioma. Su muerte corporal no es su muerte; su presencia —discutidora, gárrula, atormentada, a veces intolerable—, está con nosotros. 5 de febrero de 1937 JEUNESSE DE LA FRANCE, DE JEAN GUEHENNO Tan acostumbrados, tan resignados estamos a la imprecisión, que nos sorprende comprobar que el nombre de este libro no significa "los hombres jóvenes de Francia", sino "la novedad, la energía de Francia". El autor, Jean Guehenno, invoca la tradición francesa, o (si se quiere) una de las tradiciones francesas: la de Montaigne, la de Voltaire, la de Rousseau, la de Michelet, la de Hugo, la de Jaurés. Los derechistas invocan "la Tradición", que es una de tantas; Guehenno les opone la suya, la liberal, no menos venerable y auténtica. La controversia tiene lugar en París. Entre nosotros —donde la única tradición es la liberal— argumentos como el de Jean Guehenno serían invencibles. (Siempre, claro está, que dure el respeto, siquiera nominal o supersticioso de la tradición.) Jean Guehenno es socialista. Lo es y le parece irrisorio el hábito ruso de negar todo pensamiento anterior a Darwin y a Karl Marx. Escribe: "Los rusos han hecho de Marx una especie de Jesucristo ingeniero. Marx aborrecía la devoción; ahora es objeto de una devoción incondicional. El socialismo ha tomado un aire eclesiástico en esos breves grupos de fieles que leen a Marx y a Lenin como quien lee una 'Biblia' y que ven en sus obras un punto de partida absoluto". En otro lugar dice: "Los procedimientos revolucionarios que han sido útiles en la Rusia de los zares, ese enorme imperio ignorante, administrado por imbéciles y policías, son inaplicables aquí". En otro: "Francia es el ensueño que vivimos cuando pensamos en Francia y que nos arrastra a la acción. Lo demás, es tierra, dinero, oro: cosas que pueden cambiar de mano". DE LA VIDA LITERARIA Lord Dunsany, hombre de una estatura de seis pies y cuatro pulgadas, suele decir: "En 1917 nuestras trincheras tenían seis pies de hondura. Estoy acostumbrado a la publicidad". Acaba de publicarse en París una exposición general de la filosofía de Minkovski, el famoso geómetra. La publica la casa editorial Montaigne, y se titula "Vers une cosmologie". El tomo segundo del epistolario de Leopardi acaba de aparecer en Florencia. También, el séptimo de una imponente Vida de Mussolini. Los títulos formados por enumeración de tres nombres gozan de algún favor. Ossendovski publicó "Bestias, hombres y dioses". A. E. Johann ha publicado en Berlín "Canguros, cobra y corales" —enumeración débilísima. Con un sentido literario muy superior, R. Bottacchiari ha publicado en Roma una serie de cuentos que se titulan: "Hombres, fantasmas y héroes". Otro libro sobre Hollywood, ya maltratada en "Spider Boy" por Van Vechten y en "Hollywood Cemetery" por O'Flaherty. Lo publica la N. R. F., es de J. Kessel y se llama: "Hollywood, Ville-Mirage". JAMES JOYCE Nació en Dublín el 2 de febrero de 1882. Su historia personal, como la de ciertas naciones, se pierde en mitologías. Una de sus leyendas dice que a los nueve años publicó un folleto elegiaco sobre el caudillo Charles Stewart Parnell: hombre supersticioso y valiente, cuya vuelta esperaron los irlandeses durante mucho tiempo, como el pueblo alemán la de Barbarroja... Sabemos, con seguridad, que lo educaron los jesuítas y que publicó —a los diecisiete años— un largo estudio sobre Ibsen en la «Fortnightly Review». El culto de Ibsen lo movió a aprender el noruego. Hacia 1901 publicó una diatriba contra el proyecto de que se fundara en Irlanda un Teatro Nacional. La tituló El día de la chusma. En 1903 fue a París, a estudiar medicina. Siempre lo atrajeron las obras vastas, las que abarcan un mundo: Dante, Shakespeare, Homero, Tomás de Aquino, Aristóteles, el Zohar. Los primeros libros de Joyce no son importantes. Mejor dicho, únicamente lo son como anticipaciones del Mises o en cuanto pueden ayudar a su inteligencia. Joyce trabajó el Ulises en los terribles años que van de 1914 a 1921. (En 1904 había fallecido su madre; en 1904 se había casado con Miss Norah Healy, de Galway.) Al dejar voluntariamente su patria, juró forjar un libro que perdurara «con las tres armas que me quedan: el silencio, el destierro y la sutileza». Ocho años consagró a cumplir ese juramento. En la tierra, en el aire y en el mar, Europa estaba asesinándose, no sin gloria; Joyce, mientras tanto —en los intervalos de corregir deberes de inglés o de improvisar artículos en italiano para «II Piccolo della Sera»— componía su vasta recreación de un solo día en Dublín: el 16 de junio de 1904. Más que la obra de un solo hombre, el Ulises parece la labor de muchas generaciones. A primera vista es caótico; el libro expositivo de Gilbert —James Joyce's Ulysses, 1930— declara sus estrictas y ocultas leyes. La delicada música de su prosa es incomparable. La fama conquistada por el Ulises ha sobrevivido al escándalo. El libro subsiguiente de Joyce, Obra en gestación, es, a juzgar por los capítulos publicados, un tejido de lánguidos retruécanos en un inglés veteado de alemán, de italiano y de latín. James Joyce, ahora, vive en un departamento en París, con su mujer y sus dos hijos. Siempre va con los tres a la ópera, es muy alegre y muy conversador. Está ciego. «THE CROQUET PLAYER», DE H. G. WELLS No es imposible reducir este largo cuento o novela breve de Wells a una mera parábola de la civilización europea, amenazada por un renacimiento monstruoso de la estupidez y de la crueldad. No es imposible, pero no sería justo. Este libro es otra cosa que una parábola: este libro renueva el antiguo pleito de las alegorías y de los símbolos. Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: «¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos al mediodía, y tres en la tarde?» Nadie tampoco ignora que la contestación es «El hombre». ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo concepto de «hombre» es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre a ese monstruo y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Igual sucede con las parábolas y con esta novela parabólica de H. G. Wells: la forma es más que el fondo. En este libro los procedimientos literarios de Wells coinciden con los de la Esfinge tebana. La Esfinge describe con toda prolijidad un monstruo variable; ese monstruo es el hombre que la está oyendo. Wells describe una región de pantanos envenenados en la que ocurren hechos atroces; esa región es Londres o Buenos Aires, y los culpables somos tú y yo. «THE CANTERBURY TALES. A NEW RENDERING», DE FRANK ERNEST HILL El idioma de Geoffrey Chaucer, «padre de la poesía inglesa» —más o menos contemporáneo de Don Sem Tob, rabino de Carrión, y del canciller Pedro López de Ayala—, se ha anticuado muchísimo. También cabe decir que no se ha anticuado bastante y que el lector moderno propende a creer que un poco de atención y un glosario bastan para entenderlo. En efecto, el inglés de 1387 coincide, en general, con el de hoy, pero no en las intenciones precisas de las palabras. De ahí el peligro de que los lectores actuales, extraviados por esa identidad superficial, deformen sutilmente el viejo poema. De ahí, también, la justificación y oportunidad de versiones como ésta que ha publicado el poeta norteamericano Frank Ernest Hill. Mr. Hill ha comprendido que Chaucer es, ante todo, un narrador. Le ha hecho el honor de sacrificar deliberadamente el sabor antiguo —ese regalo involuntario del tiempo— a la fiel traducción de cada palabra y de cada rasgo psicológico. En esta versión métrica de los Cuentos, Chaucer habla de Pedro el Cruel y no de Petro of Spayne, de profesión y no de «misterio», de Granada y no de Gernade, de Eloísa y no de Helowys, de Alejandría y no de Alisaundre. Me pregunto, con todo: ¿A qué «traducir» el ilustre verso The smyler with the knyfunder the cloke por The smiler with a knife beneath his cloak? La respuesta es difícil. 12 de febrero de 1937 LOS ESCRITORES ARGENTINOS Y BUEÑOS AIRES Hay escritores (y lectores) que juran que ser escritor y ser argentino es una especie de contradicción, y casi de imposibilidad. Sin ir tan lejos, me atrevo a sospechar que ser porteño es uno de los actos mas imprudentes que se pueden cometer en Buenos Aires. Mejor dicho: de los actos que no se pueden, que no se deben, que decididamente no conviene cometer en Buenos Aires. La razón es clara: los porteños carecemos de todo encanto exótico y somos demasiados para el préstamo de socorros mutuos. Un hombre puede esperar que lo ayude otro hombre; nadie puede esperar que lo ayuden ochocientos mil hombres. Sólo en la Boca del Riachuelo se ha organizado una especie de clan: vale decir, en el único punto de Buenos Aires que en nada se parece a Buenos Aires, en el único barrio al que concurren turistas de otros barrios... El escritor porteño que no ha tomado la precaución elemental de ser boquense, está solo. Ni siquiera los prestigios de la miseria pueden salvarlo. Haber padecido hambre en el Puerto es un rasgo romántico; haberla padecido en el Centro, en Palermo o en San Cristóbal es meramente incómodo, y no puede exornar una biografía. Hay quienes imaginan que el barrio Norte impone a Buenos Aires sus escritores; están en un error. Al barrio Norte (a la categoría social más que topográfica que entendemos por barrio Norte) no le interesa la exaltación de un individuo sobre los otros. Tampoco se deja encandilar demasiado por la rédame. Barrio criollo al fin —barrio tan criollo como el de Mataderos o el bajo de Belgrano—, propende menos a la veneración que a la burla o a la incredulidad. Sufre de una superstición, eso sí: la ilimitada preferencia de todo lo popular y vernáculo. Ricardo Güiraldes publicó Xaimaca y nadie chistó. Fue necesario que exaltara a los troperos en Don Segundo Sombra para que el barrio Norte se entusiasmara, y los otros, después. Hablo de hace diez años. Flores y Lomas de Zamora (también esos dos nombres tienen aquí un valor social y no topográfico) opusieron, bien lo recuerdo, alguna resistencia: Zogoibi les parecía mejor escrito... No sé hasta dónde las observaciones que he señalado pueden ser de alguna sorpresa para mi lector. Para mí, son meros axiomas, perogrulladas. Siempre las juzgué así. Por eso nunca me cuidé de anotarlas, hasta que el otro día, el inocente azar me enfrentó con un par de quejumbres — oral la una, escrita la otra; sincerísimas las dos— sobre los arduos y especiales tropiezos que el escritor de tierra adentro halla en Buenos Aires y sobre la glacial inhospitalidad literaria de esta ciudad. Ambos quejosos —el oral y el escrito— la comparaban, inevitablemente, con Cartago: metrópolis nebulosa de cuyos gustos y disgustos artísticos sabemos, por otra parte, muy poco. Escuché esas quejumbres, y mi primer movimiento fue de estupor. Más tarde recordé las amargas y resignadas palabras de Mr. Andrew Lang: «Es absurdo enemistarse con las personas porque éstas no comparten exactamente nuestras preferencias literarias. Lo cierto es que a la mayoría de las personas no les interesan los libros». Si Mr. Andrew Lang pudo escribir esas palabras en el más literario de los países, en Inglaterra, ¿qué indiferencia artística no cabe presuponer en nuestra ciudad? ¿Qué error más fácil en un escritor provinciano que el de imputar esa indiferencia normal a su condición —relativa— de forastero? ¿Qué tentación como atribuir cualquier disfavor de la suerte a una razón impersonal, general? Los hechos, por lo demás, están refutando esa hipótesis melancólica. Lugones, Martínez Estanda, Capdevila son los primeros escritores de la república. Nadie ha pretendido que el rasgo de ser santafecino el segundo y cordobeses los otros, los descalificara para ese puesto. Evaristo Carriego, entrerriano, sigue siendo el poeta tutelar de las orillas de Buenos Aires. El fantasma glorioso de Florencio Sánchez preside nuestro teatro, así como Bartolomé Hidalgo nuestra poesía gauchesca. No hay otro poeta de las cosas criollas que goce del renombre meritísimo de Fernán Silva Valdés, también de la «otra banda». Borrajeo estas notas en Adrogué, sin libros de consulta; el curioso lector puede interrogar los eruditos índices de la Historia de la literatura argentina del eminente santiagueño Ricardo Rojas y acumular ejemplos adicionales. Por lo pronto Sarmiento, Alberdi, el deán Funes, Juan Crisóstomo Lafinur, Hilario Ascasubi, Gervasio Méndez, Olegario Andrade, Marcos Sastre, Fernández Espiro. Esta enumeración no es un panegírico de la inútil generosidad de Buenos Aires, desconocida y maltratada por los ingratos. Es, más bien, una prueba de la esencial identidad de todos los hombres de esta porción de América. Identidad del espíritu y de la sangre. Yo, por ejemplo, soy porteño, hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de porteños; pero (por otras ramas) tengo ascendientes que nacieron en Córdoba, en el Rosario, en Montevideo, en Mercedes, en Paraná, en San Juan, en San Luis, en Pamplona, en Lisboa, en Hanley, en... Es decir: soy el porteño típico. Mejor dicho: sólo me falta sangre italiana para ser el porteño típico... Ya ha sido resuelto hace tiempo el enojoso debate de las provincias contra Buenos Aires. Inútil renovar en el papel las antiguas discordias de Pavón y de la Cañada de la Cruz. Descontados los escritores porteños, descontada la clara tradición de Vicente Fidel López y de Echeverría, nadie le discutirá a Buenos Aires un incomparable valor: su valor de acicate doloroso y de estímulo insomne. Argüir que la poesía —o cualquier otra forma de la cultura— se da mejor en la campaña que en la ciudad es un mero resabio del prejuicio fatigado y sentimental que ha producido obras tan falsas como el Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea. Nuestra literatura gaucha —acaso el género más original de este continente— siempre se elaboró en Buenos Aires. Salvo el coronel Ascasubi —de quien la historia cuenta que nació en Córdoba, y las historias o la tradición que en Montevideo—, todos sus cultores fueron porteños, desde Estanislao del Campo a Eduardo Gutiérrez, desde el autor de El gaucho Martín Fierro al de Don Segundo. Entiendo que esa unanimidad no es casual; alguna vez dilucidaré sus razones. 19 de febrero de 1937 LANGSTON HUGHES Salvo en ciertos poemas de Countée Cullen, la literatura negra, hoy por hoy, adolece de una contradicción que es inevitable. El propósito de esa literatura es demostrar la insensatez de todos los prejuicios raciales, y sin embargo no hace otra cosa que repetir que es negra: es decir, que acentuar la diferencia que está negando. El poeta negro James Langston Hughes nació el 1.° de febrero del año 1902 en Joplin, Missouri. Sus abuelos maternos eran negros libres y propietarios. Su padre era abogado. Hasta los catorce años, James Langston Hughes vivió en el estado de Kansas. Se hizo jinete ahí: ahí aprendió a estribar derecho y a tirar el lazo certero. Hacia 1908 pasó un verano en Méjico, cerca de la ciudad de Toluca. Tembló la tierra, temblaron las montañas, y James Langston Hughes no se olvidará de miles de hombres silenciosos y arrodillados mientras temblaba lentamente la tierra y el cielo estaba azul. En 1919 aparecieron los primeros poemas torpemente compuestos bajo el influjo de Claude McKay y de Cari Sandburg. En 1920 regresó a Méjico. En 1922, después de un año de indecisos estudios en la Universidad de Columbia, se embarcó para el África. «En Dakar vi el desierto», refiere, «robé un mono en el Congo, probé vino de palma en la Costa de Oro, y me sacaron, casi ahogado, del Níger». Ese viaje fue el primero de muchos. «En los mejores restaurantes de París he conocido el hambre», dice en otro lugar. «He sido portero de un cabaret de la rué Fontaine, sin otro sueldo que las propinas. Como los parroquianos eran franceses, el sueldo —noche a noche— ascendía a cero. He sido segundo cocinero en el Grand Duc. He pasado días felicísimos en Genova, sin un centavo en el bolsillo, alimentándome de higos y de pan negro. He lavado los puentes del vapor que me trajo a New York.» En 1925 ganó un premio de ciento cincuenta dólares por su poema «Una casa en Taos». En 1926 salió su primer libro: Los blues cansados. Luego, otro libro de poemas: Ropa fina para el judío (1927), y una novela: No sin risa (1930). Un poema de Langston Hughes: El negro habla de ríos He conocido ríos... He conocido ríos antiguos como el mundo y más antiguos que la fluencia de sangre humana por las venas humanas. Mi espíritu se ha ahondado como los ríos. Me he bañado en el Eufrates cuando las albas eran jóvenes, he armado mi cabana cerca del Congo y me ha arrullado el sueño, He tendido la vista sobre el Nilo y he levantado las pirámides en lo alto. He escuchado el cantar del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a New Orleans, y he visto su barroso pecho dorarse todo con la puesta del sol. He conocido ríos: ríos inmemoriales, oscuros. Mi espíritu se ha ahondado como los ríos. DE LA VIDA LITERARIA Gallimard acaba de editar en París el último relato de Gide. Su nombre es "Genéviéve". Tres muchachas y la delicada historia de su amistad componen el libro. «CE VICE IMPUNI, LA LECTURE», DE VALERY LARBAUD A principios del siglo xix los ingleses descubrieron que eran germánicos —y resolvieron seguir siéndolo, pero de un modo más enfático y aplicado. Precedido por Coleridge y De Quincey, Carlyle dedicó toda su elocuente vida a j urar que no era francés y que los hermanos de su sangre estaban en Leipzig, no en Roma ni en París. A esa malhumorada observación podemos oponer dos respuestas: una, que la capital de la germanidad (ya que de ser germánicos se trataba) no es sin duda Alemania, que es una encrucijada de Europa y que han atravesado y fatigado tantas hordas y ejércitos; otra, la secular amistad de las letras de Inglaterra con las de Francia. Chaucer traduce del francés; Shakespeare es lector de Montaigne —todavía anda por ahí su ejemplar firmado—; Swift proyecta su sombra gigantesca sobre Voltaire; Baudelaire deriva de Tomás De Quincey y de Edgar Alian Poe. Valery Larbaud, minorpoet, procede de Walt Whitman. Afortunadamente, su anglofilia no se limita al plácido «pastiche» de lo norteamericano o de lo inglés, como en Barnabooth. Comenta, justifica, traduce. Este su último libro se subtitula Domaine anglais, y encierra notas sobre Coventry Patmore, sobre James Stephens, «que se ha propuesto dotar a Irlanda de una nueva mitología», sobre William Faulkner, sobre James Joyce, sobre Samuel Butler... (Que yo sepa, este último ya tiene en Buenos Aires cinco lectores: Arturo Cancela, Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, Pedro Henríquez Ureña y yo. Mis perdones al lector desconocido, al amigo de Butler que recorra esta lista incompleta, y cuyo nombre no he sabido citar.) «TALES OF DETECTION. A NEW ANTHOLOGY», DE DOROTHY L. SAYERS Tres actividades conozco de Miss Dorothy Sayers: sus estudios historicoanalíticos del cuento policial, sus laboriosas y continuas antologías del mismo género y sus no menos policiales novelas. Los estudios son alguna vez admirables, las antologías son competentes, las novelas son de una mediocridad que nada tiene de áurea. Esta novísima compilación de Miss Sayers forma el volumen 928 de la «Everyman's Library» y abarca una veintena de piezas. Es lógico empezar por las omisiones, que suelen constituir —¿quién lo ignora?— el encanto más indudable de las antologías. En ésta debo saludar con todo entusiasmo la falta, la buena falta, de Maurice Leblanc, de Fletcher, de Edgar Wallace y de S. S. Van Dine. Deploro, en cambio, la de Shiel, la de Ellery Queen, la de Phillpotts, la de Arthur Conan Doyle. (De éste —siquiera por razones sentimentales— me hubiera gustado releer Los cinco Napoleones, La liga de los cabezas rojas o El rostro amarillo.) En cuanto a las piezas incluidas... Entiendo que los cuentos de Edgar Alian Poe —«La carta robada»—, de Wilkie Collins, de Stevenson, de Chesterton —«El hombre del corredor»—, de Thomas Burke, del Padre Ronald Knox, de Anthony Berkeley, de Milward Kennedy y de Henry Christopher Bailey, bastan y sobran para justificar el volumen. Los otros merecen nuestro olvido — de otorgación muy fácil, por cierto— y sin duda nuestro perdón. Rasgo de mortificación y de penitencia: Miss Sayers no se ha perdonado en su antología. El cuento que ha donado se llama: «La imagen del espejo». He aquí el argumento: Un hombre, en dos o tres circunstancias trágicas, se encuentra consigo mismo. Horrorizado, acude al oportuno detective Lord Peter Wilmsey. Este aristócrata da con la ingeniosa verdad: un mellizo diabólico. «DIE UNBEKANNTE GROESSE», DE HERMANN BROCH Una mujer deploró, en el atardecer, que no pudiéramos compartir nuestros sueños: «Qué lindo soñar que uno recorre un laberinto en Egipto con tal persona, y aludir a ese sueño el día después, y que ella lo recuerda, y que se haya fijado en un hecho que nosotros no vimos, y que sirve, tal vez, para explicar una de las cosas del sueño, o para que resulte más raro». Yo elogié ese deseo tan elegante, y hablamos de la competencia que harían esos sueños de dos actores, o acaso de dos mil, a la realidad. (Sólo más adelante recordé que ya existen los sueños compartidos, que son, precisamente, la realidad.) En la narración Die Unbekannte Groesse la discordia no se plantea entre los hechos reales y los soñados, sino entre los primeros y el universo lúcido y vertiginoso del álgebra. El héroe, Richard Hieck, es un matemático, «a quien no le interesa su propia vida» (como a nuestro Almafuerte), y cuyo mundo verdadero es el de los símbolos. El narrador, ahí, no se limita a decirnos que es matemático: nos presenta ese mundo y nos hace intimar con sus fatigas y con sus inmaculadas victorias... El suicidio de un hermano menor restituye a Hieck a la «realidad», a un orbe equilibrado, en el que conviven todas las facultades del hombre. Resignémonos; agradezcamos que esa revelación no haya sido confiada a una gitana o al amor de Marlene Dietrich. Sospecho, sin embargo, que me habría gustado mucho más el argumento inverso: el que mostrara la invasión progresiva del mundo cotidiano por el mundo platónico de los símbolos. 26 de febrero de 1937 LAS «NUEVAS GENERACIONES» LITERARIAS Leo en las respetuosas páginas de una revista joven (porque los jóvenes, ahora, son respetuosos y optan por los prestigios de la urbanidad, no por los del martirio): «La nueva generación, o heroica, como también se la llama, cumplió plenamente su cometido: arrasó con la Bastilla de los prejuicios literarios, imponiendo a la consideración de achacosos simbolistas nuevas ideas estéticas...» Esa generación impositiva, arrasadora y cumplidora es la mía: he sido, pues, calificado, siquiera colectivamente, de héroe. No sé qué opinarán de ese ascenso mis compañeros de apoteosis; de mí puedo jurar que la gratitud no excluye el estupor, la zozobra, el leve remordimiento y la suma incomodidad. Generación heroica... El texto de Cambours Ocampo, del que acabo de distraer ese párrafo laudatorio, se refiere a la de «Prisma», «Proa», «Inicial», «Martín Fierro» y «Valoraciones». Es decir, a los años comprendidos entre 1921 y 1928. En el recuerdo, el sabor de esos años es muy variado; yo juraría, sin embargo, que predomina el agridulce sabor de la falsedad. De la insinceridad, si una palabra más cortés se requiere. De una insinceridad peculiar, donde colaboran la pereza, la lealtad, la diablura, la resignación, el amor propio, el compañerismo y tal vez el rencor. No culpo a nadie, ni siquiera a mi yo de entonces; ensayo meramente —a través del «grande espacio de tiempo» a que alude Tácito— un ejercicio cristalino de introspección. No me arredra el temor (nada inverosímil, por lo demás) de revelar a un mundo distraído le secret de Polichinelle. Estoy seguro de decir la verdad: una verdad superflua y anacrónica, bien lo sé, pero que debe ser manifestada por alguien. Por alguien de la «generación heroica», precisamente. Nadie ignora (mejor dicho: todos han olvidado) que el rasgo diferencial de esa generación literaria fue el empleo abusivo de cierto tipo de metáfora cósmica y ciudadana. Ya irreverentes (bajo la pluma de Sergio Pinero, de Soler Darás, de Oliverio Girondo, de Leopoldo Marechal o de Antonio Vallejo); ya piadosas (bajo las de Norah Lange, Brandan Caraffa, Eduardo González Lanuza, Carlos Mastronardi, Francisco Pinero, Francisco Luis Bernández, Guillermo Juan o J. L. B.), esas alarmantes imágenes combinaban hechos eternos y hechos actuales, cosas del cielo intemporal o siquiera cíclico, y de la inestable ciudad. Recuerdo que asimismo recomendamos, como todas las nuevas generaciones, el retorno a la Naturaleza y a la Verdad y la muerte de la vana retórica. También tuvimos el arrojo de ser hombres de nuestro tiempo —como si la contemporaneidad fuera un acto difícil y voluntario y no un rasgo fatal. En el primer impulso abolimos —¡oh definitiva palabra!— los signos de puntuación: abolición del todo inservible, porque uno de los nuestros los sustituyó con las «pausas», que a despecho de constituir (en la venturosa teoría) «un valor nuevo ya incorporado para siempre a las letras», no pasaron (en la práctica lamentable) de grandes espacios en blanco, que remedaban toscamente a los signos. He pensado, después, que hubiera sido más encantador el ensayo de nuevos signos: signos de indecisión, de conmiseración, de ternura, signos de valor psicológico o musical... Opinamos también —entiendo que con toda razón y con el beneplácito secular de los rapsodas homéricos, de los salmistas de la Sagrada Escritura, de Shakespeare, de William Blake, de Heine y de Whitman— que la rima es menos imprescindible de lo que cree Leopoldo Lugones. La importancia de esa opinión fue considerable. Nos permitió no parecer lo que éramos: involuntarios y fatales alumnos —sin duda la palabra «continuadores» queda mejor— del abjurado Lunario sentimental. Lugones publicó ese volumen el año 1909. Yo afirmo que la obra de los poetas de «Martín Fierro» y «Proa» —toda la obra anterior a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar obra personal— está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario. En «Los fuegos artificiales», en «Luna ciudadana», en «Un trozo de selenología», en las vertiginosas definiciones del «Himno a la luna»... Lugones exigía, en el prólogo, riqueza de metáforas y de rimas. Nosotros, doce y catorce años después, acumulamos con fervor las primeras y rechazamos ostentosamente las últimas. Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones. Nadie lo señaló, parece mentira. La falta de asonantes y consonantes perturbó para siempre a nuestros lectores, que prefirieron —escasos, distraídos y coléricos— juzgar que nuestra poesía era un mero caos, obra casual y deplorable de la locura o de la incompetencia. Otros, muy jóvenes, contrapusieron a ese injusto desdén una veneración igualmente injusta. La reacción de Lugones fue razonable. Que nuestros ejercicios metafóricos no acabaran de interesarle, me parece muy natural: él mismo ya los había agotado hace tiempo. Que nuestra omisión de los consonantes mereciera y consiguiera su desaprobación, tampoco es ilógico. Lo inverosímil, lo increíble, es que ahora, en 1937, siga persistiendo en ese debate, que ya se parece tanto al monólogo. ¿Y nosotros? No demorábamos los ojos en la luna del patio o de la ventana sin el insoportable y dulce recuerdo de alguna de las imágenes de Lugones; no contemplábamos un ocaso vehemente sin repetir el verso «Y muera como un tigre el sol eterno». Yo sé que nos defendíamos de esa belleza y de su inventor. Con la injusticia, con la denigración, con la burla. Hacíamos bien: teníamos el deber de ser otros. Examine el incrédulo lector el Lunario sentimental, examine después los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía o mi Fervor de Buenos Aires o Alcándara, y no percibirá la transición de un clima a otro clima. No me refiero a repeticiones lineales, aunque las hay. Tampoco a los intrínsecos valores de cada libro, por cierto incomparables. Tampoco a sus propósitos desiguales, tampoco a su feliz o adversa fortuna. Me refiero a la plena identidad de sus hábitos literarios, de los procedimientos utilizados, de la sintaxis. Más de quince años dista el primero de los libros del último; ello no impide que sean contemporáneos los cuatro. Esencial y realmente contemporáneos, aunque una mera diferencia de tiempo lo quiere desmentir. Es muy sabido que no hay generación literaria que no elija dos o tres precursores: varones venerados y anacrónicos que por motivos singulares se salvan de la demolíción general. La nuestra eligió a dos. Uno fue el indiscutiblemente genial Macedonio Fernández, que no sufrió de otros imitadores que yo; otro, el inmaduro Güiraldes del Cencerro de cristal, libro donde la influencia de Lugones —del Lugones humorístico del Lunario—, es un poco más que evidente. Por cierto, el hecho no es desfavorable a mi tesis. 5 de marzo de 1937 LES EXTRAVAGANTS, DE PAUL MORAND Los dos cuentos que integran este volumen son de lectura fácil; preveo que asimismo de olvido fácil. (La cláusula anterior no es una censura, ni una expresión de gratitud.) El primer cuento se titula "Milady"; su tema es estrictamente inefable. El segundo —"Monsieur Zéro"— es la historia del duelo de un banquero y de un gran país. Gana el país; el hombre tiene que atravesar la frontera. En el otro país, la ley de extradición lo amenaza. Otra evasión, ya con dos populosos perseguidores. El juego se repite muchas veces, "a través de los meandros incalculables del derecho internacional", hasta que todas las naciones del planeta —con sus ferrocarriles, sus ejércitos, sus estatuas, sus museos de historia natural, su pasado, su miseria y su porvenir— parecen converger sobre el fugitivo. El efecto es de pesadilla. También, de progresión geométrica descendente, porque Monsieur Zéro —novísimo avatar de la tortuga griega, inalcanzable aun por Aquiles— busca refugio cada vez en países más chicos. El lector ya habrá adivinado la moralidad de esta fábula: su cristalino símbolo del hombre devorado por el Estado. Cualquier cosa esperábamos de Morand, salvo esta alucinatoria parábola del "Man versus the State" de Heriberto Spencer. DE LA VIDA LITERARIA Otro libro sobre la preguerra: la novela "El verano, 1914", de Roger Martin du Gard. Es una obra abarrotada de destinos humanos, casi todos trágicos. Ha sido comparada —naturalmente— con los "Hombres de buena voluntad" de Jules Romains. En el curso del año 1936 se han publicado en Inglaterra 10.026 libros originales, 381 libros traducidos, 1.279 folletos y 4.886 reediciones, que integran un total de 16.572. En el año 1935 el total fue de 16.110: 9.697 libros originales, 442 traducciones, 1.100 folletos y 4.871 reediciones. Acaba de publicarse en París una obra inédita y postuma de Albert Thibaudet. Es un manual, se titula "Historia de la Literatura Francesa desde 1789 hasta nuestros días", y la editan Léon Bopp y Jean Paulhan. El autor ha preferido la división por generaciones —generación de 1789, de 1820, de 1851, de 1885, de 1914— a la clasificación por escuelas. John Langdon-Davies, autor de "Tras las barricadas españolas" y de "El hombre y su universo", ha publicado en Londres una "Breve historia del porvenir". DAVID GARNETT En 1892 David Garnett, renovador del cuento imaginativo, nació en un lugar de Inglaterra de cuyo nombre el diccionario biográfico no se quiere acordar. Su madre, Constance, ha traducido imponentemente al inglés la obra total de Dostoievski, de Chéjov y de Tolstoi; por el lado paterno, es hijo, nieto y bisnieto de hombres de letras. Richard Garnett, su abuelo, fue bibliotecario del British Museum y autor de una famosa Historia de la literatura italiana. El manejo secular de tantas generaciones de libros había fatigado a los Garnett: una de las primeras cosas que le prohibieron a David fue el ejercicio de la prosa y del verso. Hasta el día de hoy no ha incurrido nunca en el último. El primer estudio de Garnett fue la botánica. Cinco años consagró a esa pasión tranquila y errátil, y fue el descubridor de una subclase de hongos, rarísima: el ya inmortalizado y venenoso fungus garnetticus. Eso ocurrió hacia 1914. En 1919 abrió una librería en Garrard Street, en el barrio hispanoitaliano de Soho. Su compañero, Francis Birrell, le enseñó a hacer paquetes: arte cuyos principios dominó hacia 1924, el año en que cerraron la librería. Dama en Zorro, el primer relato de Garnett, apareció en 1923. Importa una total renovación del genero fantástico. A diferencia de Voltaire y de Swift, Garnett elude todas las intenciones satíricas; a diferencia de Edgar Alian Poe, la reclame del horror que está proponiendo; a diferencia de H. G. Wells, las justificaciones racionales y las hipótesis; a diferencia de Franz Kafka y de May Sinclair, todo contacto con el clima peculiar de las pesadillas; a diferencia de los surréalistes el desorden. El éxito fue casi inmediato: Garnett despachó sobre el mostrador un sinfín de ejemplares. En el año 24 publicó: Un hombre en el Zoológico. En el 25, La vuelta del marinero. (Son libros mágicos, pero absolutamente tranquilos y, alguna vez, atroces.) En el 29, la novela realista Sin amor y una versión inglesa del Viaje al país de los artícolas de Maurois. David Garnett, ahora, vive en Saint-Ives. Se ha casado y tiene dos hijos. Su esposa es Rachel Marshall, la grabadora. Acabo de mirar su ilustración para La vuelta del marinero: algunas líneas cuidadosas y trémulas que significan la admirable protagonista: su Alteza Real la Princesa Gundemey del Dahomé. «L'HOMME, EST-IL HUMAIN?», DE RAMON FENANDEZ El procedimiento polémico (el único procedimiento polémico) de este libro no adolece de mucha complejidad. Se limita, cómodamente, a deformar o simplificar las tesis del adversario para luego probar lo simples y deformes que son. Ni siquiera el previo trabajo de simplificación y deformación suele resultar fatigoso: generalmente los discípulos del adversario ya lo han cumplido. En este caso, el adversario es Julien Benda. Su contradictor asegura: «El señor Julien Benda ha recordado con brillo el valor supremo de la razón y de los principios morales afines. Pero al mismo tiempo la mostraba incompatible con la realidad, con el mundo humano, de suerte que nada mejor para el prudente que dar la espalda a este mundo perverso y materialista, y refugiarse en la pura contemplación... Según el señor Benda, la razón y la realidad son incompatibles. Sin embargo, un atento análisis nos revela que esa incompatibilidad es ilusoria. De hecho, la estructura de nuestro cuerpo, el movimiento natural de nuestra vida nos impulsan a la razón. Para justificarla no se requieren argumentos sutiles: basta analizar con exactitud nuestro proceder espontáneo. Yo he ensayado ese análisis.» No pretendo ser infalible ni tengo la costumbre de serlo, pero declaro que Benda no se ha limitado al mero pasatiempo retórico de «recordar con brillo el valor supremo de la razón» y que la tesis de la incompatibilidad de lo racional con lo real no figura, de modo explícito o implícito, en su doctrina. En cuanto al quietismo despavorido que Ramón Fernández le imputa, bástenos recordar su firme actuación ante el imperialismo italiano de 1936, ante la guerra de 1914 y ante el asunto Dreyfus. «THE SIXTH BEATITUDE», DE RADCLYFFE HALL Que yo recuerde, el problema de la literatura popular ha sido resuelto muy pocas veces, y nunca por autores del pueblo. Ese problema no se reduce (como algunos lo creen) a la correcta imitación de un lenguaje rústico. Más bien comporta un doble juego: la correcta imitación de un lenguaje oral y la obtención de efectos literarios que no rebasen las probabilidades de ese lenguaje y que resulten espontáneos. Con dos obras maestras cuenta ese género: nuestro Martín Fierro y el Huckleberry Finn de Mark Twain. Los dos están en primera persona. El problema que Miss Hall se ha planteado es harto más fácil. En su novela, el sermo plebeius está en el diálogo; lo demás está referido en tercera persona. El resultado no es admirable. Las trescientas páginas son un puro vaivén entre dos énfasis igualmente molestos: el sentimentalismo y la premeditada brutalidad. De la brutalidad más vale omitir los ejemplos. Del sentimentalismo doy éste, que tiene la virtud de ser breve: «A ese manzano venerable vino un ruiseñor y salió el callejón entero a escucharlo, porque los pobres, aunque ya del todo insensibles a la fealdad, siempre se dejan subconscientemente arrastrar por la belleza». Miss Hall ha congregado en esta novela un sinfín de miserias: la humedad, la comida sucia, las caries dentales, el Ejército de Salvación, el alcohol, la muerte, la soberbia de los muchachos, la confusa voracidad de los viejos. Rasgo curioso: esa acumulación es menos conmovedora que la noticia de algún goce pequeño. Verbigracia: la casi misteriosa felicidad que recorre el barrio humildísimo cuando la viuda Mrs. Roach compra un telescopio. Esa felicidad nos da más lastima que las muchas desdichas. Decididamente, los procedimientos oblicuos no son los peores. 19 de marzo de 1937 PIEDS NUS, DE HELENE DE MONTAGNAC La lúcida N.R.F. ha incurrido en dos distracciones. Una es la publicación de este libro; otra, la de un alarmante resumen, preparado, sin duda, por la misma Héléne de Montagnac. He aquí el resumen, traducido literalmente: "Las aguas del Loire fluyen bajo las ventanas Renacimiento del castillo de Santones. "Una vida joven, envuelta aún en ligeras brumas lorenesas, va a tomar forma, determinada por la herencia francesa. "Pero una extranjera, al final de una brillante carrera amorosa, trae a ese cuadro tradicional una forma nueva de inquietud. Tiene, por cierto, escrúpulos por el adolescente que la festeja. Una tragedia raciniana se desarrolla entre los dos. "En el fondo se dibuja la silueta del héroe de los coches-cama. Melancolías extranjeras invaden la vieja Francia. "He aquí pintado, por primera vez, el encuentro del exotismo moderno con el genio de la provincia. En las lentas sesiones del corazón adolescente, el contraste es de una agudeza desgarradora". Una breve nota biográfica —más bien autobiográfica— perfecciona nuestra perplejidad: "Héléne de Montagnac ha sido una de aquellas viajeras que vemos coronadas de flores en Tahití y arrastradas por 'coolies' en Shangai. Pero ni los rascacielos ni las músicas orientales han cambiado su manera de sentir puramente francesa". THE GlLT KlD, DE JAMES CURTIS El argumento general de este libro no es complicado. El héroe epónimo, el "Gilt Kid" (el Pibe Dorado) acaba de salir de la cárcel. No es la primera vez que eso le sucede, y presentimos que tampoco será la última. Naturalmente, busca a sus antiguos amigos. En el grupo está Maisie, que ha sido alguna vez su mujer y ahora está disponible. Dos compañeros le proponen un trabajo serio. El Kid acepta, aunque tiene dinero guardado, "porque le aburre estar de haragán". Los sorprenden en pleno trabajo: el Kid se ve obligado a matar a un hombre. A los pocos días lo arrestan. Está borracho, y ni siquiera escucha lo que le dicen. Cree adivinar una traición, y nosotros la adivinamos con él. Desesperadamente razona que su mujer se entiende con Jim (lo cual es verdad) y que lo han denunciado. En esas cavilaciones está cuando lo interrogan. Lo acusan gravemente de participación en un robo, cometido la noche misma del asesinato. Resuelve no desperdiciar la coartada, y acaba por "confesar". La policía y la justicia lo tratan bien. Todo se arregla con unos pocos meses de cárcel. Tal es el argumento. El interés radica en los caracteres, en la ética peculiar de ese mundo infame. No menos interesante (y a veces impenetrable) es el caló que abunda en los diálogos. Los malevos ingleses de Mr. Curtis nada tienen que ver con las afectuosas mitologías de Chesterton o de sir Arthur Conan Doyle: son "humanos, demasiado humanos", según la imprescindible frase de Nietzsche. DE LA VIDA LITERARIA Liam O'Flaherty, autor de "Yo fui a Rusia" y del "Delator", ha publicado una novela histórica que se titula "Hambre". El lugar es el sur de Irlanda; el tiempo, el año 1840, fecha de ruina, de hambre, de epidemia y de emigración. La autobiografía de H. G. Wells —"Descubrimiento y conclusiones de un cerebro muy ordinario"— ha sido traducida al francés por Antonina Vallentin. HENRI BARBUSSE Hijo de dos sangres, hijo de padre francés y de madre inglesa, Henri Barbusse nació en la ciudad de París, al promediar el año 1874. Estudió en el Collége Rollin; ejerció durante años el periodismo; llegó —¿quién lo sospecharía?— a director de la omnisciente revista popular ilustrada «Je Sais Tout». Los diccionarios biográficos y las antologías anotadas tampoco ignoran que se casó con una hija del erudito y detestable poeta Catulle Mendés. Plañideras, su primer (y único) volumen de versos, apareció en 1895. Su primera novela — Los suplicantes—, en 1903; su primera novela significativa —El infierno—, a principios de 1908. En las revueltas páginas de El infierno, Barbusse ensayó la escritura de una obra clásica, de una obra intemporal. Quiso fijar los actos esenciales del hombre, libres de las diversas coloraciones del espacio y del tiempo. Quiso exponer el Libro general que late bajo todos los libros. Ni el argumento —los diálogos en prosa poética y las escenas lúbricas o mortales que la rendija de un tabique de hotel concede al narrador—, ni el estilo, más o menos derivado de Hugo, permitieron la buena ejecución de aquel propósito platónico: del todo inaccesible, por lo demás. Desde 1919 no releo ese libro; recuerdo aún la grave pasión de su prosa. También, alguna justa declaración de la soledad central de los hombres. En 1914 Henri Barbusse ingresó en un regimiento de infantería. Conoció las crueldades, los deberes, la sumisión, el confuso heroísmo. Dos veces, en la orden del día del ejército fue citado su nombre. Herido, escribió en los hospitales El fuego. Barbusse (a diferencia de Erich Remarque) no tuvo el deliberado propósito de reprobar la guerra. Ésa es una razón de la vasta superioridad de Le Feu sobre el concurrido Im Westen Nichts Neues. Otra razón es la mayor destreza literaria de Henri Barbusse. El fuego apareció en 1916, y recibió el Premio Goncourt. Ya firmada la paz, Barbusse fue corresponsal de «L'Humanité» y, luego, director de «Monde». Ingresó en el partido comunista. Subordinó voluntariamente su obra —Claridad, El resplandor en el abismo, Los encadenamientos, Jesús— a intenciones didácticas y polémicas. Poco antes de su muerte, fundó en París una liga antifascista. En ese tiempo discutió algunas horas con el poeta Malcomí Cowley, que dijo de él: «Tiene el aspecto cadavérico y la desaforada estatura de un hombre de letras inglés, pero las manos son alargadas, francesas y elocuentes». Falleció en Rusia, en una madrugada del mes de agosto de 1935. Estaba tísico; murió debilitado por la enfermedad y el mucho trabajo. Barbusse debe a la guerra de 1914 la inmortalidad y la muerte. En las trincheras de 1914 contrajo la tuberculosis que lo mató veinte años después, en un solícito hospital de Moscú; de las trincheras sacó el libro glorioso de barro y sangre. «THE AMERICAN LANGUAGE», DE H. L. MENCKEN Suelo preguntar y preguntarme: ¿Sería concebible en este país un H. L. Mencken, un aclamado especialista en el arte de calumniar y de vituperar al país? Me parece que no. El patriotismo, el seudopatriotismo argentino es una pobre cosa despavorida que está a merced de un epigrama casual, de un puntapié montevideano o del puño izquierdo de Dempsey. Una sonrisa, un inocente olvido, nos duelen. La popularidad de Mencken es obra de su denigración pertinaz de los Estados Unidos; un Mencken argentino —con éxito— es inimaginable. La diatriba, por lo demás, no es el único género literario que suele practicar Mr. Mencken. Le interesan también la teología y la investigación fdológica. La editio princeps de The American Language es de 1918; la cuarta, la que acaba de salir, comprende setecientas páginas, y ha sido revisada y corregida hasta el cambio total. El índice registra más de diez mil palabras y locuciones. De especial interés para nosotros son las que se derivan del español. Ranch ha sido «rancho»; dobie, «adobe»; desperado, «desesperado»; lariat, «la renta»; alligator, «el lagarto»; lagniappe, «la ñapa», o (como aquí decimos) «la yapa». Las tres últimas voces han incorporado el artículo; el español hizo lo mismo con el artículo árabe en las palabras «Alcorán», «alcohol», «alhucema»... En las primeras ediciones del libro, Mencken argüyó que el inglés de América sería con el tiempo otro idioma. Ahora sostiene que el inglés de Inglaterra puede sobrevivir como un dialecto oscuro y europeo del norteamericano. La tesis (o boutade) me recuerda cierta polémica entre don Eduardo Schiaffino y el periodista de Madrid, Gómez de Baquero. Éste había emitido, en el diario «El Sol», la acostumbrada queja española sobre los muchos riesgos que corre el castellano en esta república. Schiaffino le hizo saber que en Buenos Aires nos preocupaban sobre todo los riesgos que corre el español en España, donde lo están amenazando el vascuence, el bable, el caló, el mirandés, el aragonés, el gallego, el catalán, el valenciano y el mallorquín —para no hablar de la deformación andaluza. 26 de marzo de 1937 KIPLING Y SU AUTOBIOGRAFIA Ramón Fernández, en algún número reciente de la N.R.F., anota que a las biografías noveladas han seguido las autobiografías en el favor del público. Las autobiografías noveladas, dirá el incrédulo; pero el hecho es que el autobiógrafo es harto menos efusivo que el biógrafo, y que Ludwig es más conocedor de la intimidad de Jesús o de nuestro general San Martín que Julien Benda de la propia... Se han publicado últimamente las autobiografías de Wells, de Chesterton, de Alain y de Benda; a ésas acaba de agregarse la inconclusa de Kipling. Se titula Something of Myself — «Algo de mí mismo»— y el texto cumple con la reticencia del título. Yo, por mi parte, deploro no poder deplorar esa reticencia. Entiendo que el interés de cualquier autobiografía es de orden psicológico, y que el hecho de omitir ciertos rasgos no es menos típico de un hombre que el de abundar en ellos. Entiendo que los hechos valen como ilustración del carácter y que el narrador puede silenciar los que quiere. Regreso, siempre, a la conclusión de Mark Twain, que tantas noches dedicó a este problema de la autobiografía: «No es posible que un hombre cuente la verdad sobre él mismo, o deje de comunicar al lector la verdad sobre él mismo». Indiscutiblemente, los más gratos capítulos del volumen son los que corresponden a los años de infancia y juventud. (Los otros, los adultos, están contaminados de odios inverosímiles y anacrónicos: odio a los Estados Unidos, a los irlandeses, a los boers, a los alemanes, a los judíos, al espectro de Mr. Osear Wilde.) Alguna parte del encanto especial de las páginas preliminares deriva de un procedimiento de Kipling. Éste (a diferencia del ya supracitado Julien Benda, que en su Jeunesse d'un elere ha deformado sutilmente su infancia en términos de su aversión por Maurice Barres) no ha permitido que intervenga el presente en la narración del pasado. Los ilustres amigos de su casa —Burne-Jones o Williams Morris— son menos importantes en su relato, en los años pueriles de su relato, que una cabeza de leopardo embalsamada o un piano negro. Rudyard Kipling, igual que Marcel Proust, recupera el tiempo perdido, pero no quiere elaborarlo, entenderlo. Se complace en el antiguo sabor: «Del otro lado de los verdes espacios que rodeaban la casa había un lugar maravilloso, lleno de olores a pintura y aceite, y de pedazos de masilla con los que yo podía jugar. Una vez que iba solo a ese lugar, orillé un vasto abismo que tendría un pie de profundidad, donde me acometió un monstruo alado tan grande como yo. Desde entonces no me alegran las gallinas. »Luego pasaron esos días de fuerte luz y oscuridad, y hubo un tiempo en un buque con un enorme semicírculo que tapaba la vista de cada lado. Hubo un tren cruzando un desierto (no habían abierto aún el canal de Suez) y un alto, y una niñita arrebujada en un chai en el asiento frente a mí, cuyo rostro no me ha dejado. Hubo después una tierra oscura y un cuarto más oscuro lleno de frío, en una de cuyas paredes una mujer blanca hizo un fuego desnudo y yo grité de miedo, porque nunca había visto una chimenea». Para la gloria, pero también para las injurias, Kipling ha sido equiparado al Imperio Británico. Los imperialistas ingleses han voceado su nombre y las moralidades de «If» y aquellas estentóreas páginas de su obra, que publican la innumerable variedad de las cinco naciones —el Reino Unido, el Indostán, Canadá, Sudáfrica, Australia— y el sacrificio alegre del individuo al destino imperial. Los enemigos del imperio (o partidarios de otros imperios, verbigracia: del presente Imperio Soviético) lo niegan o lo ignoran. Los pacifistas contraponen a su obra múltiple la novela, o las dos novelas, de Erich María Remarque, y olvidan que las más alarmantes novedades de Sin novedad en el frente —infamia e incomodidad de la guerra, signos particulares del miedo físico entre los héroes, uso y abuso del «argot» militar—, están en las Baladas cuarteleras del reprobado Rudyard, cuya primera serie data de 1892. Naturalmente, ese «crudo realismo» fue condenado por la crítica victoriana; ahora sus continuadores realistas le echan en cara algún rasgo sentimental. Los futuristas italianos olvidan que fue, sin duda, el primer poeta de Europa que tomó de musa a la maquina... Todos, en fin — detractores o exaltadores—, lo reducen a mero cantor del imperio y propenden a creer que un par de simplísimas ideas de orden político pueden agotar el análisis de veintisiete variadísimos tomos de orden estético. La creencia es burda; basta enunciarla para convencerla de error. He aquí lo indiscutible: la obra —poética y prosaica— de Kipling es infinitamente más compleja que las tesis que ilustra. (Lo contrario, dicho sea entre paréntesis, sucede con el arte marxista: la tesis es compleja, como que deriva de Hegel, y el arte que la ilustra es rudimental.) Al igual de todos los hombres, Rudyard Kipling fue muchos hombres —el caballero inglés, el imperialista, el bibliófilo, el interlocutor de soldados y de montañas—; pero ninguno con más convicción que el artífice. El craftsman, para decirlo con la misma palabra a la que volvió siempre su pluma. En su vida no hubo pasión como la pasión de la técnica. «Misericordiosamente — escribe—, el mero acto de escribir ha sido siempre para mí un placer físico. De ahí que me resultara fácil tirar lo que no me había salido bien y hacer, como quien dice, escalas.» Y en otra página: «En las ciudades de Lahore y de Allahabad hice mis primeros experimentos con los colores, pesos, perfumes y atributos de las palabras en relación con otras palabras, ya repetidas en voz alta para retener el oído, ya desgranadas en la página impresa para atraer la vista.» No sólo trata Kipling de las inmateriales palabras, sino de otros acólitos más humildes, y por cierto más serviciales, del escritor: «En el 89 conseguí tintero de barro, en el que fui grabando, a punta de alfiler o de cortaplumas, los nombres de los cuentos y de los libros que extraje de su fondo. Pero las mucamas de la vida conyugal han borrado esos nombres, y mi tintero, ahora, es más indescifrable que un palimpsesto. Exigí, siempre, la más lóbrega de las tintas. Mi genio familiar abominó de las que son negro-azuladas, y no di jamás con un bermellón digno de rubricar iniciales mientras uno espera la brisa. Mis blocs siguieron un modelo especial de hojas amplias, azules, tirando a blancas, de las que fui muy gastador. Pude prescindir, sin embargo, de todas esas solteronerías (oldmaideries) cuando lo requirieron los viajes. Sólo podía anonadarme un lápiz de plomo —quizá porque en mis tiempos de repórter usé un lápiz de plomo. Cada uno tiene su método. Yo dibujaba rudamente lo que quería recordar... A izquierda y a derecha de mi mesa había dos grandes esferas, en una de las cuales un aviador había indicado con pintura blanca las vías aéreas al Oriente y a Australia, que ya estaban en uso antes de mi muerte». He dicho que en la vida de Kipling no hubo pasión como la pasión de la técnica. Buena ilustración de ello son los últimos cuentos que publicó —los de Limits and Renewals—, tan experimentales, tan esotéricos, tan injustificables e incomprensibles para el lector que no es del oficio, como los juegos más secretos de Joyce o de don Luis de Góngora. 2 de abril de 1937 THE FRENCH QUARTER, DE HERBERT ASBURY El malevaje americano tuvo su cantor épico en el Josef von Sternberg de "La batida " y de "La ley del hampa". Ahora tiene su historiador puntual en Mr. Herbert Asbury. Éste publicó, hacia 1927, "Las pandillas de Nueva York"; luego, "La costa de Berbería" —crónica del bajo de San Francisco;— ahora, "The French Quarter", historia de aquel barrio de Nueva Orleáns que durante más de cien años fue tan hospitalario (y cuchillero) como nuestra calle Junín o como esa otra que se nombra Yerbal, cuyas ruinas rosadas e inocentes perduran cerca de las aguas de un río "que tiene color de león". De los tres libros publicados por mister Asbury, éste es el menos admirable. El primero, sin duda, era brutal, pero algo de epopeya desesperada había en ese barrio. Su tema era el coraje: el coraje como única dignidad de hombres misérrimos e infames. Ese motivo está debilitado en los otros dos; todo es interesado, venal. Es curiosa la historia de una "gallarda y picara cuarterona" que en el viaje de El Cairo a Báton Rouge —Mississippi abajo— cambió cuatro veces de poseedor, según los azares del "poker". Rasgo que tiene su interés: el croquis a pluma de un "hoodlum" californiano de 1880 — requintado el chambergo sobre los ojos, desaforada la melena, cortito el saco, quebrado el cuerpo y una mano estirada, pantalón con trencilla y los zapatos como de mujer, de taco alto— corresponde, sin una desviación, al congénere compadrito de Buenos Aires. DE LA VIDA LITERARIA Robert Harborough Sherard ha publicado un libro titulado: "Bernard Shaw, Frank Harris y Osear Wilde". Viejo amigo de Wilde, Sherard sostiene que la ya clásica "Vida y confesiones de Wilde", que compuso Frank Harris, es "la mayor impostura literaria de todos los tiempos". Otro libro sobre Baudelaire: "L'Esthétique de Baudelaire", de André Ferran, que trata de reconstruir la doctrina fundamental, más o menos consciente y organizada, que justifica íntimamente su obra. EDÉN PHILLPOTTS Edén Phillpotts ha dicho: «Según los indiscretos catálogos del Museo Británico, soy autor de ciento cuarenta y nueve libros. Estoy arrepentido, resignado y maravillado.» Edén Phillpotts, «el más inglés de los escritores ingleses», es de evidente origen hebreo y nació en la India. A los cinco años, hacia 1867, su padre, el capitán Henry Phillpotts, lo envió a Inglaterra. A los catorce atravesó por primera vez el páramo del Dartmoor, que es una pampa nebulosa y hambrienta en el centro de Devonshire. (Misterios del proceso poético; esa caminata de 1876 —ocho rendidas leguas— determinó casi toda su obra ulterior, cuyo primer volumen, Hijos de la neblina, data de 1897.) A los dieciocho años fue a Londres. Tenía la esperanza y la voluntad de ser un gran actor. El público logró disuadirlo. De 1880 a 1891 trabajó ingratamente en una oficina. De noche redactaba, releía, tachaba, amplificaba, reponía, arrojaba al fuego. En 1892 se casó. La fama —sería una exageración hablar de la gloria— ha sido muy considerada con Edén Phillpotts. Phillpotts es el hombre apacible que no fatiga el atareado Atlántico para asestar un ciclo de conferencias, que sabe discutir con el jardinero el destino de los alelíes y de los jacintos, y a quien aguardan taciturnos lectores en Aberdeen, en Auckland, en Vancouver, en Simia y en Bombay. Esos lectores taciturnos e ingleses que alguna vez escriben para confirmar un rasgo verídico en una descripción de otoño, o para deplorar —seriamente— el trágico final de la fábula. Esos lectores que de todas partes del mundo envían semillas minuciosas para el jardín inglés de Edén Phillpotts. A tres categorías suelen corresponder sus novelas. La primera, sin duda la más importante, la integran las novelas de Dartmoor. De estas obras de tipo regional básteme citar El jurado, Hijos de la mañana, Hijos de hombres. La segunda, las novelas históricas: Evandro, Los tesoros de Tifón, El dragón heliotropo, Amigos de la luna. La tercera, las novelas policiales: El señor Digweedy el señor Lumb, Médico, cúrate a ti mismo, La pieza gris. La economía y severidad de estas últimas es admirable. Juzgo que la mejor es The Red Redmaynes. Otra, Bred in the Bone («Lo tiene en la sangre») empieza como relato policial y se ahonda después en historia trágica. Esa indiferencia (o pudor) es típica de Phillpotts. Es asimismo autor de comedias —alguna redactada en colaboración con su hija, otras con Arnold Bennett— y de libros de versos: Cien y un sonetos, Una fuente de manzanas. Acaba de publicar la novela Wood Nymph («Ninfa de la selva»). Trabaja, ahora, en otra novela de Dartmoor. «EDGARD ALLAN POE», DE EDWARD SHANKS Es natural que este volumen sea una apología de Poe; es anormal (dirá el lector sudamericano o francés) que sea una disculpa. Se nos recordará que todo un literato británico no puede hacer la apología de un mero yankee sin implorar disculpas. (Reléase el artículo que Stevenson dedicó, magnánimamente, a Walt Whitman.) La observación es justa, pero detrás del libro de Mr. Shanks hay otra cosa que un desdén académico. Hay la conciencia general de que Poe fue un inventor o imaginador prodigioso, pero también un mal ejecutor de sus invenciones. De ahí el favor que le hacen los traductores, por mediocres que sean: la gente les imputa los ajetreos y los vanos énfasis de su prosa. Muy poco sobrevive de su verso; «El cuervo», «Las campanas» y «Annabel Lee» han sido relegadas al submundo (sin duda menos infernal que molesto) de la declamación. De lo demás apenas perdurará alguna estrofa, o alguna línea suelta: (Ah, bear in mind thisgarden was enchanted!)... And the red winds are withering in the sky. (Recuerdo que la última —cuyo sentido literal viene a ser: «Y se marchitan en el cielo los vientos rojos»— fue «traducida» al español por un acreditado intérprete de esta plaza. He aquí el facsímil que ofreció a nuestro público: «¡Ya no brama en la esfera el hórrido Aquilón!») Queda su teoría poética, harto superior a su práctica. Quedan nueve o diez cuentos indiscutibles: «El escarabajo de oro», «El doble asesinato de la Rué Morgue», «El tonel de Amontillado», «El pozo y el péndulo», «El caso del señor Valdemar», «La carta robada», el «Descenso al Maelstrom», el «Manuscrito encontrado en una botella», «Hop-Frog». Queda el ambiente peculiar de esas narraciones, inconfundible como un rostro o una música. Queda el Relato de Arthur Gordom Pym. Queda la invención del género policial. Queda M. Paul Valery. Todo ello basta para la justificación de su gloria, pese a las redundancias y languideces que sufren cada página. Ocho capítulos integran el libro de Mr. Edward Shanks. Los cuatro primeros estudian la miserable vida de Poe; el quinto y el sexto, la obra; los últimos, su influencia heterogénea en las literaturas del mundo. «L'HOMME QUI S'EST RETROUVE», DE HENRI DUVERNOIS Esta novela corresponde a su nombre, literalmente. El nada heroico héroe, Portereau, se encuentra consigo mismo, no por vías de símbolo o de metáfora —como en el cuento «William Wilson» de Poe—, sino de veras. Es famosa la creencia pitagórica de que la historia universal se repite cíclicamente, y en ella la de cada individuo, hasta en los pormenores más ínfimos; Duvernois emplea una variante de esa doctrina (o de esa pesadilla) para el mecanismo de su obra. Portereau, caballero apacible y voluptuoso, de cincuenta y cinco años, llega a un planeta que gira alrededor de la estrella Próxima Centauri. Asombrosamente, desembarca en territorio austrohúngaro. Este planeta es un facsímil de la Tierra, pero con un retraso de cuarenta años. Portereau va a París —al París un tanto diverso de 1896— y se presenta a su familia como un pariente que acaba de volver del Canadá. Todos salvo su madre, lo reciben con escaso entusiasmo. Su padre llega a negarle el saludo; su hermana lo considera un intruso. Los continuos proyectos financieros que su conocimiento del porvenir le permite insinuar son unánimemente rechazados y confirman su renombre confuso de estafador insano e ineficaz. Nadie, sin embargo, le demuestra mayor hostilidad que su antiguo yo, que insiste —despiadada e imbécilmente— en batirse con él. Un libro admirable, acaso no inferior a los más intensos de Wells. 9 de abril de 1937 EDUARDO GUTIERREZ, ESCRITOR REALISTA Descartada la guerra con España, cabe afirmar que las dos tareas capitales de Buenos Aires fueron la guerra sin cuartel con el gaucho y la apoteosis literaria del gaucho. Setenta despiadados años duró esa guerra. La encendieron, en los campos quebrados del Uruguay, los hombres de Artigas. All the sad variety ofHell, toda la triste variedad del infierno, cabe en su evolución. Laprida es ultimado en el Pilar y su muerte es oscura; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar en un mito cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la pampa y el gaucho. ¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en la formación de ese culto? El primer tomo de la Literatura argentina de Rojas casi no le reconoce otro mérito que el de ser «la personalidad que eslabona el ciclo épico de Hernández, o sea la tradición de los gauchescos en verso, con el nuevo ciclo de los gauchos en la novela y el teatro». Luego denuncia «la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje» y deplora, en el mismo dialecto pictórico y pintoresco, «que la cercanía del modelo, y un exceso de realismo en la perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la forma». Además, pondera la simpatía de Gutiérrez «por el noble hijo del desierto», saluda de paso a su hermano Carlos, «un bello espíritu, nutrido y gentil» y anota que «la influencia del Martín Fierro sobre sus argumentos gauchescos es evidente en el paralelismo de ambas creaciones». El último rasgo es, tal vez, injusto. El favor alcanzado por Martín Fierro había indicado la oportunidad de otros gauchos no menos acosados y cuchilleros. Gutiérrez se encargó de suministrarlos. Sus novelas, ahora, pueden parecer un infinito juego de variaciones sobre los dos temas de Hernández «pelea de Martín Fierro con la partida» y «pelea de Martín Fierro y de un negro». Cuando se publicaron, sin embargo, nadie imaginó que esos temas fueran privativos de Hernández; todos conocían la pública realidad que los abastecía a los dos. Además, ciertas peleas de Gutiérrez son admirables. Recuerdo una, creo que la de Juan Moreira y Leguizamón. Las palabras de Gutiérrez se me han borrado; queda la escena. A puñaladas pelean dos paisanos en una esquina de una calle en Navarro. Ante los hachazos del otro, uno de los dos retrocede. Paso a paso, callados, aborreciéndose, pelean toda la cuadra. En la otra esquina, el primero hace espalda en la pared rosada del almacén. Ahí el otro, lo mata. Un sargento de la policía provincial ha visto ese duelo. El paisano, desde el caballo, le ruega que le alcance el facón que se le ha olvidado. El sargento, humilde, tiene que forcejear para arrancarlo del vientre muerto... Descontada la bravata final, que es como una rúbrica inútil, ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo? Moreira, sin embargo, no es la novela de Gutiérrez que yo suelo recomendar o prestar. Prefiero una que es casi desconocida y que debió de desconcertar vagamente a su honesta clientela de compadritos, tan veneradores del gaucho. Hablo de la sincera biografía de Guillermo Hoyo, cuchillero que fue de San Nicolás, alias Hormiga Negra. Quienes no se dejen desalentar por la incivilidad del estilo (que harto merece todas las reprobaciones de Rojas) percibirán en esa novela el satisfactorio, el no usado, el casi escandaloso sabor de la veracidad. Es verosímil que le dé valor el contraste con la pompa sentimental de todas las ulteriores novelas gauchas, sin excluir a las otras de Gutiérrez y al Don Segundo Sombra. Lo cierto es que de todos los gauchos malos en que nuestras letras abundan, ninguno me parece tan real como el hosco muchacho atravesado Guillermo Hoyo, que vistea por broma con su padre y acaba por marcarle una puñalada, que es el orgullo de éste. Moreira, en las páginas de Gutiérrez, es un lujoso personaje de Byron que dispensa con pareja solemnidad la muerte y la lágrima; Hormiga Negra es el muchachuelo perverso que empieza por golpear a una vieja y que la amenaza de muerte «la primera vez que usté se limpie las manos o el arreador en el cuerpo de su hija, que es cosa mía». Luego se va enviciando en el crimen, en el gratuito goce físico de matar. En su enconada historia hay capítulos que no olvidaré: por ejemplo, su pelea con el guapo santafecino Filemón Albornoz, pelea que los dos casi rehuyen y a la que los empuja su fama. Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato: Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe... A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta «darnos la certidumbre de un hombre», para decirlo con las palabras duraderas de Hamlet. No sé si el «verdadero» Guillermo Hoyo fue el hombre de viaraza y de puñalada que describe Gutiérrez; sé que el Guillermo Hoyo de Gutiérrez es verdadero. He interrogado: ¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en el mito del gaucho? Acaso puedo contestar: Refutarlo. Eduardo Gutiérrez (cuya mano escribió treinta y un libros) ha muerto, quizá definitivamente. Ya las obras «del renombrado autor Argentino» ralean en los quioscos de la calle Brasil o de Leandro Alem. Ya no le quedan otros simulacros de vida que alguna tesis de doctorado o que un artículo como este que escribo: también, modos de muerte. Inútil pretender que perdura en el corazón de su pueblo. Acaso su epitafio más firme sea esta nota marginal de Lugones, que es del año 1911:«... aquel ingenioso Eduardo Gutiérrez, especie de Ponson du Terrail de nuestro folletín, mordiente como una chaira para sacar filo de epigrama a lo ridículo, a crédito ilimitado con la jovialidad, musa, entonces, de las gacetas porteñas; y, en medio de todo, el único novelista nato que haya producido el país, si bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento». Eduardo Gutiérrez, autor de folletines lacrimosos y ensangrentados, dedicó buena parte de sus años a novelar el gaucho según las exigencias románticas de los compadritos porteños. Un día, fatigado de esas ficciones, compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es desde luego, una obra ingrata. Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida. 16 de abril de 1937 DE LA VIDA LITERARIA Rene Daumal acaba de publicar "Le Contre-Ciel". Dos ciclos de poemas forman el libro, que hermosamente se titulan "La muerte y su hombre" y "El cielo es convexo". La idea de la muerte como materia substancial de la vida es el argumento de la obra. Se ha publicado en Francia una "Historia de la literatura alemana" de G. Bianquis. Son justicieras y notables las páginas dedicadas a Hoelderlin, casi ignorado en el decurso del siglo diez y nueve, y ahora reconocido unánimemente como uno de los primeros poetas de su país, vale decir de Europa y del mundo. FRANZ WERFEL Poeta, novelista y autor dramático, Franz Werfel nació en Praga, en el día 10 de septiembre de 1890. Judeoalemán, heredero de dos culturas —la del Talmud y la de Lessing—, nació en la milenaria ciudad donde dos culturas se juntan, no sin discordia y sin milenario rencor: la de Bohemia y la germánica. Estudió en el gimnasio de Praga y se doctoró de filosofía y letras en Leipzig. Desde los dieciocho años frecuentó los cenáculos literarios de la ciudad natal: fue amigo del poeta Max Brod, del escritor de pesadillas Franz Kafka, del novelista quimérico Gustav Meyrink (autor de El Ángel de la ventana occidentalyde El Golem)yde Otokar Brezina, autor de El vino de los fuertes, de Noches y de Los guardianes del templo. Tradujo al alemán los poemas checos de este último en una antología que se titula: Winde von Mittag bis Mitternacht. Ya el anhelo de una poesía universal lo estaba trabajando. A los veintiún años, bajo la doble influencia de los Salmos de la Escritura y de Whitman, publicó su primer libro de versos: El amigo del mundo. Luego, en 1913, Somos; en 1915, Einander, que puede traducirse «Cada uno» o tal vez «Mutuamente». A pesar de su odio a la guerra, Werfel se batió con valor en el frente de Rusia, durante los años que fueron de 1914 a 1918. «Quiero conquistar mi derecho a maldecir de la guerra», declaró en una carta publicada en la revista pacifista «Die Aktion». Desde 1919, Werfel se ha establecido en Viena. «Todavía», escribe, «sigo empeñado en la desesperada tarea de que los hombres desaprendan el odio». Ha publicado dos novelas: No el asesino, el asesinado es culpable y La muerte del provinciano. También, la trilogía simbólica El hombre del espejo y la historia dramática en trece cuadros: Juárez y Maximiliano. «GUBBEN KOMMER», DE GUSTAF JANSON He frecuentado con verdadera moderación la literatura de Suecia. Tres o cuatro volúmenes teológico-alucinatorios de Swedenborg, quince o veinte de Strindberg (que fue por algún tiempo mi dios, a la diestra de Nietzsche), una novela de Selma Lagerlóf y un libro de cuentos de Heidenstam agotan, acaso, mi breve erudición hiperbórea. En estos días acabo de leer Gubben Kommer del novísimo escritor Gustaf Janson. La versión inglesa —admirable— es de Claude Napier. Se titula The Oíd Man's Corning y ha sido publicada en Londres por la casa editorial Lovat Dickson. Comparada con el alto propósito del autor —la revelación de un hombre semidivino, odiado y calumniado por los demás, que aparece en los últimos capítulos y dicta su omnisciente Juicio Final sobre los hechos y los hombres de la novela— la obra es un fracaso. Un fracaso muy perdonable. Milton requería que el poeta fuera él mismo un poema. Esa petición es interminablemente capaz de reducciones al absurdo (exigir, verbigracia, que el escultor sea él mismo una cuadriga, el arquitecto él mismo un subsuelo, el dramaturgo él mismo un entreacto) pero evoca un problema fundamental: ¿Pueden los escritores crear personajes superiores a ellos? En el orden intelectual, entiendo que no. Sherlock Holmes parece más inteligente que Conan Doyle, pero todos estamos en el secreto: éste le comunica las soluciones que aquél simula adivinar. Zarathustra —¡oh consecuencias peligrosas del estilo profético!— es menos inteligente que Nietzsche. En cuanto a Charles-Henri de Grévy, héroe semidivino de esta novela, su trivialidad no es menos notoria que su locuacidad. Janson, por lo demás, es muy poco astuto. Las cuatrocientas páginas en octavo que anteceden al regreso del héroe no incluyen una sola línea que alimente o favorezca nuestra zozobra y nos permita conjeturar, siquiera de paso, que sus detractores tienen razón. Al final aparece el vilipendiado y comprobamos que, en efecto, era un santo. Nuestra sorpresa, naturalmente, es nula. He censurado el mecanismo, o sea la conducta, de la novela. Sólo plácemes tengo, y puedo tener, para los caracteres. Descontado el héroe simbólico o sobrenatural (que, misericordiosamente, posterga su fatídica aparición hasta la página 414), todos son convincentes y alguno —como Bengt— admirable. «STORIES, ESSAYS AND POEMS», DE ALDOUS HUXLEY Ingresar en la «Everyman's Library», hombrearse con el Venerable Beda y con Shakespeare, con Las Mil y una Noches y con Peer Gynt, era hasta hace muy poco una especie de canonización. Últimamente, esa puerta estrecha se abrió: entraron Pierre Loti y Osear Wilde. En estos días —ya hay ejemplares accesibles en Buenos Aires— acaba de entrar Aldous Huxley. Ciento sesenta mil palabras suyas integran el volumen, que se divide en cuatro partes de valor desigual: cuentos, anotaciones de viajes, artículos y poemas. Los artículos y anotaciones de viaje prueban el justo pesimismo, la lucidez casi intolerable de Huxley; los cuentos y poemas, la incurable penuria de su invención. ¿Qué opinar de esos melancólicos ejercicios? No son inhábiles, no son tontos, no son extraordinariamente aburridos: son, simplemente, inútiles. Engendran (a lo menos en mí) una infinita perplejidad. Apenas si algún verso aislado se salva. Éste, por ejemplo, que se refiere al tiempo que fluye: The wound is mortal and is mine. El poema «Theatre of Varieties» quiere parecerse a Browning; el cuento «The Gioconda Smile» quiere ser policial. Ya es algo, ya es mucho, que dejen traslucir su propósito. Sé lo que quieren ser, aunque no son nada. Ello compromete mi gratitud. De otros poemas de este volumen y de otros cuentos, ni siquiera podré conjeturar por qué han sido escritos. Ya que mi oficio es comprender, hago esta pública declaración con toda humildad. La fama de Aldous Huxley siempre me ha parecido excesiva. Entiendo que su literatura es de aquellas que se producen con naturalidad en Francia y con algún artificio en Inglaterra. Hay lectores de Huxley que no sienten esa incomodidad: yo continuamente la siento y sólo puedo derivar de sus obras un impuro placer. Me parece que Huxley siempre está hablando con una voz prestada. ACABA DE APARECER EL LIBRO «DICTADORES» DE JACQUES BAINVILLE Acaba de aparecer el libro Dictadores de Jacques Bainville. Su autor finge estudiar la historia personal y política de todos ellos, desde Gelón de Siracusa a Hitler de Berlín. En realidad, se trata de una apresurada rapsodia hecha con retazos de enciclopedia. Nuestro país está representado, no indignamente, por «Julián Roca» y por Juan Manuel de Rosas, «a quien los gauchos de las pampas llamaban el Washington del Sur». Realmente, el señor Bainville exagera la erudición de nuestros gauchos y su afición a los paralelos históricos. Otro libro tiránico —Tyrant of the Andes, de Thomas Rourke— narra la culpable vida y la tranquila muerte del «presidente constitucional» de Venezuela Juan Vicente Gómez. 30 de abril de 1937 ARGENTINIEN, DE WILHELM ROHMEDER E. Beutelspacher, Buenos Aires, 1937. Diez años hace que reside en nuestra república el doctor Guillermo Rohmeder. No prodiga la fácil generalización, no es abogado de una raza o de una cultura, no cree que el epigrama o la greguería puedan suplir el conocimiento. Increíblemente, prescinde de la profecía y del ditirambo. Su libro —doscientas diez y siete páginas en octavo mayor— describe minuciosamente nuestro país. Leo en el prólogo: "La primera parte del libro estudia la República Argentina, en su totalidad, desde sus diversos aspectos: idiosincrasia histórica, geológica, política, espiritual. La segunda presenta sus regiones, concebidas como unidades vivientes de la historia y de la naturaleza; la nacionalidad, el carácter y la economía de esas regiones surge de las recíprocas fuerzas de la tierra y del hombre. Su descripción es doble: estudio los rasgos generales y las particularidades típicas... Las ilustraciones quieren ser un complemento del texto. A las fotografías de paisajes característicos he agregado otras que indican aspectos desconocidos o hasta el día de hoy desdeñados de la tierra argentina... He querido ensayar una combinación de libro para la lectura, de libro gráfico y de obra de consulta". El autor ha logrado felizmente su propósito triple: ante todo en la parte gráfica, que integran más de cien fotografías de rostros, de árboles, de nubes, de ríos, de tareas del hombre y de soledades. Claro está que podemos formular alguna objeción de detalle. Así, en la página 47, leo que Hugo Wast es un maestro. ¿De qué y de quiénes? En la 48, hay un breve catálogo de pintores; me resigno a la inclusión de "Qu. Martín" —así lo abrevia el texto,— no a la exclusión de Xul Solar o de Basaldúa. En la 72, leo que el gaucho es privativo de la pampa; yo tengo para mí que el gaucho de Entre Ríos o el oriental han pesado más en la historia que el bonaerense. Son, como se ve, desacuerdos mínimos. HOLLYWOOD VILLE-MIRAGE, DE J. KESSEL El autor de "La estepa roja", de "Viento de arena", del "Descanso de la tripulación" y de "Los cautivos", se jacta en el prólogo de este libro de no ser "un mero turista conversador y de haber pasado dos meses en la metrópoli del film". Ese vasto espacio de tiempo le ha permitido el desarrollo "de un análisis lógico, despiadado". Despiadado con la lógica, desde luego. LAWRENCE ET MOI, de FRIEDA LAWRENCE Este libro (cuyo verdadero título es "Not I but the wind", "No el viento, yo") ha sido traducido al francés por Claude Morestel y Francis de Miomandre. Su autora, viuda de D. H. Lawrence, dice en el prólogo: "He intentado escribir con toda la honradez posible. La mentira es hermosa, pero la verdad me parece más interesante y altiva. "En cuanto a comprender a Lawrence o a explicarlo, nadie puede acusarme de esa impertinencia o de esa locura. Somos mucho más que lo que entendemos. La comprensión es una parte mínima de nosotros, hay en nosotros tantos inexplorados territorios que no alcanzan la comprensión. Como Lawrence y yo éramos aventureros natos, nos hemos explorado. "A veces yo lo odiaba y lo rechazaba, como si fuera el diablo en persona. A veces lo aceptaba como se acepta el tiempo. "Su amor ha borrado todas mis vergüenzas y mis inhibiciones, todas las decadencias y miserias de mi pasado." DE LA VIDA LITERARIA Otra antología. El señor Edward J. O'Brien ha publicado una compilación de los mejores cuentos que se escribieron en Inglaterra entre los años de 1561 y 1604. Afirma en el prólogo: "Esa breve generación no es cualitativamente inferior a la de Kipling, Conrad y Wells". Ya sabemos que para ser admitido a la gloria basta ser contemporáneo de Shakespeare. LORD DUNSANY En un sitio de Irlanda (cuyo nombre no quieren recordar los diccionarios biográficos) nació a la vida, y tal vez a la inmortalidad, Lord Dunsany, al promediar el año de 1878. «Debo casi todo mi estilo (escribió hace poco) alas detalladas crónicas de divorcios que publican los diarios. Por obra y gracia de esas crónicas, mi madre me prohibió su lectura, y me aficioné a los cuentos de Grimm. Los leí con amor y con temor ante grandes ventanas que siempre daban a la puesta del sol. En la escuela me hicieron intimar con la Biblia. Durante muchos años me parecía artificial todo estilo que no fuera un "pastiche" de las Escrituras. Después estudié griego en Cheam School, y cuando leí de otros dioses, me apiadaron casi hasta el llanto esas bellísimas personas de mármol a quienes ya nadie adoraba. Sé que me apiadan todavía.» En 1904 Dunsany se casó con Lady Beatrice Villiers. En 1899 se batió en el Transvaal; en 1914 contra los alemanes. Después ha dicho: «Soy de una estatura imprudente: mido precisamente seis pies y cuatro pulgadas. En 1917 las trincheras tenían seis pies de hondura. Estoy acostumbrado, ¡ay de mí!, a la publicidad.» Lord Dunsany ha sido un soldado; es todavía un cazador, un jinete. Sus cuentos sobrenaturales rehusan con igual decisión la justificación alegórica y la científica. No propenden a Esopo ni a H. G. Wells. Tampoco aspiran al examen solemne de los charlatanes del psicoanálisis. Son, simplemente, mágicos. Se nota que Lord Dunsany está cómodo en su inestable mundo. Su obra es muy numerosa. He aquí unos títulos, destacados sin otra ley que la del desorden cronológico: Los dioses de Pegana; El tiempo y los dioses; Cuentos de un soñador; Dramas de dioses y de hombres; Cosas desdichadas, lejanas; Las crónicas de Rodríguez; Dramas de cerca y de lejos; La puerta resplandeciente; La bendición de Pan; Relatos de viaje de Mr. Joseph Jorkens. «EUROPE IN ARMS», DE LIDDELL HART Revisando mi biblioteca, veo con admiración que las obras que más he releído y abrumado de notas manuscritas son el Diccionario de la filosofía de Mauthner, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y la Historia de la guerra mundial de B. H. Liddell Hart. Preveo que frecuentaré con el mismo goce la obra nueva de este último: Europa en armas. Goce desengañado, goce lúcido, goce pesimista. Según el capitán Liddell Hart, casi todos los ejércitos europeos adolecen de gigantismo. Han olvidado la famosa advertencia del conde de Sajonia —fino guerrero clásico al fin, coetáneo de Voltaire y de Philidor—: «Las muchedumbres no son más que un estorbo». Adolecen de arcaísmos, también. El ejército ruso, uno de los más innovadores de Europa, conserva dieciséis divisiones de caballería. «En las maniobras, esas confusas masas de jinetes parecen un enorme circo; en el campo de batalla, pueden suministrar un buen cementerio.» El ejército alemán sigue profesando la doctrina de Clausewitz: «El combate apretado, cuerpo a cuerpo, es el fundamental». Se trata de un prejuicio romántico; Liddell Hart cita el testimonio del general Antoine Jomini, que militó en las guerras de Napoleón y después en las de Alejandro Primero y que vio muchísimas cosas, pero nunca dos bayonetas cruzadas... En cuanto al breve ejército inglés —menos de ciento cuarenta mil hombres— Liddell Hart asevera que éste debería sobresalir material y tácticamente «y que por ahora no sobresale». Tal no era el caso en 1914. Entonces —«un fino estoque entre guadañas»— era el único ejército que tenía un conocimiento práctico de la guerra. La defensa (arguye el autor) es cada día más mecánica y fácil; la ofensiva, casi imposible. Una ametralladora y su hombre pueden aniquilar a cien agresores —a trescientos, a mil— de rifle y bayoneta. Una emisión de gas puede inmovilizar un ataque. De ahí la conveniencia de fuerzas motorizadas, ubicuas. De ahí también la de buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte. «Sin duda, hay una ciencia de la guerra», concluye el capitán Liddell Hart. «Sólo nos falta descubrirla.» 7 de mayo de 1937 VINDICACION DE LA «MARIA» DE JORGE ISAACS Oigo innumerablemente decir: «Ya nadie puede tolerar la Marta de Jorge lsaacs; ya nadie es tan romántico, tan ingenuo». Esa vaga opinión (o serie de vagas opiniones) puede subdividirse en dos partes: la primera declara que esa novela es ahora ilegible; la segunda —audazmente especulativa— propone una razón, una explicación. Primero el hecho; después, la razón verosímil. Nada más convincente, más probo. Sólo dos objeciones puedo hacer a ese fuerte cargo: a) la María no es ilegible; b) Jorge lsaacs no era más romántico que nosotros. Espero demostrar lo segundo. En cuanto a lo primero, sólo puedo dar mi palabra de haber leído ayer sin dolor las trescientas setenta páginas que la integran, aligeradas por «grabados al cinc». Ayer, el día veinticuatro de abril de 1937, de dos y cuarto de la tarde a nueve menos diez de la noche, la novela María era muy legible. Si al lector no le basta mi palabra, o quiere comprobar si esa virtud no ha sido agotada por mí, puede hacer él mismo la prueba, nada voluptuosa por cierto, pero tampoco ingrata. He afirmado que lsaacs no era más romántico que nosotros. No en vano lo sabemos criollo y judío, hijo de dos sangres incrédulas... Las páginas hispanoamericanas de cierta enciclopedia dicen que fue «un servidor laborioso de su país». Es decir, un político; es decir, un desengañado. «En distintos períodos legislativos (leo con veneración) ha ocupado un puesto en la Cámara de Representantes por los estados de Antioquía, Cauca y Cundinamarca.» Fue secretario de Gobierno y de Hacienda, fue secretario del Congreso, fue director de instrucción pública, fue cónsul general en Chile. Ello no es todo: «Habiendo dedicado un poema al general Julio A. Roca, este distinguido militar mandó hacer una edición de lujo en Buenos Aires». Esos rasgos nos dejan entrever un hombre que tal vez no rehusa, pero que tampoco no exige la definición de «romántico». Un hombre, en suma, que no se lleva mal con la realidad. Su obra —he aquí lo capital— confirma ese fallo. El argumento de María es romántico. Lo anterior significa que Jorge lsaacs era capaz de deplorar que el amor de dos bellas personas apasionadas quedara insatisfecho. Basta visitar un cinematógrafo para verificar que todos nosotros compartimos esa capacidad, infinitamente (Shakespeare también la compartía). Descontada la fábula central, los rasgos y el estilo de la novela no son en exceso románticos. Busco un tema cualquiera: la esclavitud. Dos tentaciones lamentables y opuestas acechan al romántico en ese tema. Una, magnificar los sufrimientos de los esclavos, el infierno servil; otra, exaltar su devoción o su sencillez y fingir envidiarlos. Jorge lsaacs las elude con toda naturalidad. «Los esclavos, bien vestidos y contentos hasta donde es posible estarlo en la servidumbre...», dice por ahí. Busco otro motivo en que la tentación era grande: la caza del tigre. ¡Qué incontinencias tropicales, qué hipérboles, no habrían despilfarrado Byron o Hugo (para no hablar de Montherlant o de Hemingway) ante toda la muerte de todo un tigre! Nuestro colombiano la resuelve con sobriedad. Empieza por burlarse de un morenito que toma demasiado a lo trágico las discusiones preliminares. «Juan Ángel dejó de sudar al oír estos pormenores, y poniendo sobre la hojarasca el cesto que llevaba, nos veía con ojos tales, cual si estuviera oyendo discutir un proyecto de asesinato.» Más tarde, acosado ya el tigre por los hombres, no disimula que el peligro mayor lo corren los perros. «De los seis perros, dos ya estaban fuera de combate: uno de ellos destripado a los pies de la fiera; el otro (dejando ver las entrañas por entre uno de los costillares desgarrado) había venido a buscarnos y expiraba dando quejidos lastimeros junto a la piedra...» Deliberadamente subordina esa cacería a otra de venados, porque María puede aparecer en la otra y defender la vida de un venadito. ¿Qué agrados singulares podemos derivar aún de la obra de Jorge lsaacs? Yo sospecho que algunos. En primer término, los de un color local —y temporal— que se aproxima lo bastante para la comprensión y que difiere lo bastante para el asombro: Se no junde ya la luna; boga, boga. ¿Qué hará mi negra tan sola? Llora, llora. Me coge tu noche oscura, San Juan, San Juan. O: «Inútil averiguar si Laureano y Gregorio eran curanderos, pues apenas hay boga que no lo sea, y que no lleve consigo colmillos de muchas clases de víboras y contras para varias de ellas, entre las cuales figuran el guaco, los bejucos atajasangre, siempreviva, Zaragoza y otras hierbas que no nombran y que conservan en colmillos de tigre y de caimán, ahuecados». Ese último ejemplo también lo es del goce homérico de lsaacs en las cosas materiales. En una página tenemos «el globo geográfico en la consola»; en otra, «las palomas alicortadas, gimiendo en los baúles vacíos»; en otra, «el hermoso reloj de bolsillo»; en otra, «los cigarros de olor y la panela chancaca, dulce compañera del viajero, del cazador y del pobre»; en otra, «el queso de piedra, el pan de leche y el agua servida en antiguos y grandes jarros de plata». Afición a las cosas de cada día hubo en Jorge lsaacs; amor, también, de las repeticiones y costumbres de cada día. Las mutaciones de la luna, los puntuales colores de los crepúsculos, el ciclo de las cuatro estaciones, vuelven y recurren en su obra. El novelista, ahora, suele manejar la sorpresa. Jorge lsaacs, en María, prefirió trabajar con la anticipación y el presentimiento. En ningún instante se oculta que María va a morir. Sin la seguridad de que va a morir, apenas si tendría sentido la obra. Yo recuerdo una línea memorable que está casi al principio: «Una tarde, tarde como las de mi país, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí...» 14 de mayo de 1937 LE GARDIEN D'EPAVES, de ROBERT FRANCIS ¿Quién no ha escuchado alguna vez, o algunos centenares de veces, que nuestro apresurado tiempo rechaza los novelones morosos en que se complacían nuestros mayores y reclama obras de una brevedad telegráfica? ¿Quién, al oírlo, no ha interrumpido su fogosa lectura de la página 396 del noveno tomo de "Los hombres de buena voluntad" para venerar y aplaudir esa observación? Lo cierto es que las vastas novelas son típicas de nuestro tiempo. Ni Emilio Zola ni Balzac pueden competir con nosotros, que hemos escrito —y que hemos leído también, lo cual es harto más difícil y más honroso,— el excesivo "Ulises" de Joyce, la inaccesible "Montaña mágica" de Thomas Mann y las extensas crónicas familiares de Galsworthy, de Jules Romains y de Walpole. También M. Robert Francis es autor de una "saga" o historia novelesca de una familia. Ya ha publicado tres volúmenes; éste es el cuarto. Su tema es la inmediata postguerra: las inseguridades y esperanzas del año 1921. Dice el autor: "He tratado de pintar las arrugas, las crueles sombras que los padecimientos de la invasión grabaron en los rostros de mis personajes". Y luego: "Para nosotros, muchachos de treinta años que vivimos, sin embargo, bajo su amenaza, la guerra ya es una leyenda. Apenas si nos queda un recuerdo cruel de pan obscuro, de incendio y de lutos. Nuestros padres la hicieron, pero muchos no tuvieron tiempo de comprenderla... Ahora la vemos con toda la grandeza y la fuerza de una leyenda, es decir, de una lección y de una introducción". A TROJAN ENDING, de LAURA RIDING La amistad de Inglaterra y de las epopeyas de Homero es larga en el tiempo, y numerosa de fatigas y glorias. El "Troilus and Criseyde" de Chaucer, el "Troilus and Cressida" de Shakespeare, la espléndida balada de Dante Gabriel Rossetti, "Troy Town", y los "Ulysses" de Alfred Tennyson y de Joyce, apenas son algunos testimonios de esa rica amistad. A ellos podemos agregar sin desdoro la extraordinaria novela de miss Riding: "A Trojan ending". Su definición es harto difícil. Si decimos que es una novela histórica, el prudente lector evocará las sombras combinadas de Mr. Cecil B. de Mille y de sir Walter Scott, y jurará no descuidar la primera oportunidad de no leerla. Pensará, acaso, en "Salammbó" y creerá que este libro es una de esas "doctas reconstrucciones" que ponen su modesto honor en no equivocar los detalles. Pensará, acaso, en otras novelas que metódicamente los equivocan, para obtener efectos satíricos... Estará en un error. Miss Riding no comete el anacronismo de identificar la Troya prehomérica con el Londres actual, ni el otro anacronismo (indiscutiblemente más incómodo, quizá más burdo) de acentuar demasiado las diferencias. Miss Riding nos propone en este volumen una delicada novela psicológica. El lugar es Ilion; el tiempo, el siglo doce antes de la Cruz; los héroes, Príamo, Héctor, Paris, Helena, Agamenón, Aquiles, Antíloco, Pentesilea, Diómedes, Menelao, Néstor, Ayax, Ulises... Crésida, en la versión de miss Riding, se entrega a los aqueos para que en ella sobreviva y perdure el recuerdo intacto de Troya, antes de la profanación y del fin. Dice el prefacio: "El destino de Troya, disperso ahora en fábulas engañosas, fue el primer nudo que la historia ajustó en el tiempo. Después de Troya se enredó la cuerda del tiempo, pero durante las marañas de siglos en que envejecieron los hombres sin alcanzar la madurez, no se volvió a hacer otro nudo. Tal vez ahora, en este nuestro siglo final, se atará el segundo nudo y el último. Por el cual nosotros también tendremos un final troyano..." DE LA VIDA LITERARIA Paul Claudel acaba de publicar en París "Las aventuras de Sofía". El título es de un falso candor: Sofía significa Santa Sofía, o sea la sabiduría eterna. Sus aventuras y disfraces (asegura Claudel) son para los creyentes una fuente inagotable de maravilla, de interés y —¿por qué no decirlo?— de diversión. William Somerset Maugham, famoso autor de "La servidumbre humana", de "Ashenden" y de "El caballero en la sala", ha publicado otra novela: "Teatro". JORGE SANTAYANA El poeta y filósofo Santayana (esa enumeración obedece al orden de sus actividades) nació a fines del año 1863 en Madrid. En 1872, sus padres lo llevaron a América. Eran católicos: Santayana deplora su fe perdida, «ese espléndido error que tan bien se lleva con los impulsos y ambiciones del alma». Un escritor norteamericano lo ha dicho: «Santayana cree que no hay Dios y que la Virgen es la madre de Dios». Se doctoró en Harvard en 1886. Ocho años después publicó su libro inicial: Sonetos y poemas. Luego, en 1906, los cinco volúmenes de su famosa biografía de la razón: La razón en el sentido común, La razón en la sociedad, La razón en la religión, La razón en el arte, La razón en la ciencia. Ahora está un poco arrepentido de esos volúmenes: no de la doctrina, sino del método. Aunque ganado para la música del inglés, Santayana —buen español al fin— es materialista. «Soy un materialista convencido, tal vez el único. No pretendo saber qué cosa es la materia. Dejo a los físicos la tarea de explicarla. Sea lo que fuere, le digo resueltamente materia, como les digo Smith o Jones a mis conocidos, sin estar enterado de sus secretos.» Y luego: «El dualismo es la torpe conjunción de un autómata y de un espectro». En cuanto al idealismo, puede o no estar en la verdad, pero como hace algunos miles de años que el mundo se comporta como si nuestras percepciones combinadas fueran exactas, lo más prudente es acatar esa sanción pragmática y confiar en el porvenir. El cristianismo (dice en otro lugar) es una mala interpretación literal de metáforas judías. Ahora, después de muchos años de enseñar metafísica en la Universidad de Harvard, reside en Inglaterra. Inglaterra (dice) es por excelencia el hogar de la felicidad decente y del tranquilo placer de ser uno mismo. La labor de Santayana es numerosa. Comprende: Tres poetas filosóficos (1910), Vientos de doctrina (1913), Soliloquios en Inglaterra (1922), El escepticismo y la fe animal (1923), Diálogos en el Limbo (1925), El platonismo y la vida espiritual (1927), El mundo de la esencia (1928), El mundo de la materia (1930). «THE PARADOXES OF MR. POND», DE G. K. CHESTERTON En algún memorable cuento de Poe, el obstinado jefe de la policía de París, empeñado en recuperar una carta, fatiga en vano los recursos de la investigación minuciosa: del taladro, de la lupa, del microscopio. El sedentario Augusto Dupin, mientras tanto, fuma y reflexiona en su gabinete de la calle Dunot. Al otro día, ya resuelto el problema, visita la casa que ha burlado el escrutinio policial. Entra, e inmediatamente da con la carta... Eso ocurrió hacia 1855. Desde entonces, el incansable jefe de la policía de París ha tenido infinitos imitadores; el especulativo Augusto Dupin, unos pocos. Por un «detective» razonador —por un Ellery Queen o Padre Brown o Príncipe Zaleski— hay diez descifradores de cenizas y examinadores de rastros. El mismo Sherlock Holmes —¿tendré el valor y la ingratitud de decirlo?— era hombre de taladro y de microscopio, no de razonamientos. La solución, en las malas ficciones policiales, es de orden material: una puerta secreta, una barba suplementaria. En las buenas, es de orden psicológico: una falacia, un hábito mental, una superstición. Ejemplo de las buenas —y aun de las mejores— es cualquier relato de Chesterton. Sé de lectores pervertidos por Miss Dorothy Sayers o por S. S. Van Dine que le suelen negar esa primacía. No le perdonan su excelente costumbre de no explicar sino las cosas inexplicables. No le perdonan su deliberada omisión de horarios y de mapas. Ellos querrían asimismo el número y la calle de la armería donde el criminal adquirió el culpable revólver... En este libro postumo, los problemas son también de naturaleza verbal. Se trata de un rigor adicional que el autor se había impuesto. El héroe, Mr. Pond, dice con naturalidad misteriosa: «Claro, como nunca estaban de acuerdo, no podían discutir», o «Aunque todos deseaban que se quedara, no lo expulsaron», y refiere luego una historia que asombrosamente ilumina esa observación. Los ocho cuentos del volumen son buenos. El primero —«The Three Horsemen of Apocalypse»— es, en verdad, extraordinario. No es menos arduo y elegante que un severo problema de ajedrez o que una contrerime de Toulet. 28 de mayo de 1937 DE LA VIDA LITERARIA El número de abril de la N.R.F. publica un cuádruple "homenaje a viejos autores". André Suarés, fiel a la vaguedad sentenciosa, venera sin esfuerzo rasgos como éste del cardenal de Retz: "La naturaleza había dotado a ese príncipe de un alma no inferior a su corazón". Jacques Chardonne vuelve a comprobar que la novela francesa contemporánea se deriva de "La princesse de Cléves". Alain hace el justo elogio de Saint-Simon. Jean Guehenno opone la lucidez y la naturalidad de Voltaire al terrorismo y a las desesperaciones apócrifas de Pascal. Su artículo excelente se titula "Notes sur Voltaire". Otro libro sobre Pirandello: El arquitecto y escritor abrúcense Federico Nardelli (cuya biografía de D'Annunzio ha sido prohibida en Italia) ha publicado ahora "El hombre secreto". La obra está basada (nos dice) en "confidencias precisas" de Pirandello. Apenas sobreviven las sirenas; han perecido las quimeras triples y los centauros; pero los ángeles nos quedan. Helen Granville-Barker acaba de publicar una antología cuya materia son los ángeles. Los textos son en prosa y en verso. Entre ellos se destaca el poema "Aire y ángeles" de John Donne, compuesto hacia 1590. Otra antología, también alguna vez asistida de ángeles. Max Jacob, autor judeo-bretón del "Hombre de carne y del hombre reflejo", del "Gabinete negro", de "Los siete pecados capitales" y de "Saint Matorel", ha publicado un volumen de trozos selectos. Las tentativas de humorismo que incluye son más bien lánguidas, pero hay buenos poemas. Especialmente: uno contra Cristóbal Colón. E. M. FORSTER Edward Morgan Forster nació en 1879, en el sur de Inglaterra. Estudió en la Universidad de Cambridge. Desde los diez u once años no contempló otro porvenir que el de novelista. A esa tarea se entregó con fervor —con un fervor tranquilo— en cuanto acabó sus estudios. Su novela inicial, Donde no se animan los ángeles, apareció en 1905. La siguieron tres más: El viaje más largo (1907), Un cuarto con vista (1908) y El fin (1910). En esos años ya lo trabajaba el problema que hizo imaginar a los gnósticos una divinidad menguante o cansada, puesta a improvisar este mundo con material impuro: el problema de la existencia del mal. Durante la guerra, Forster fue destinado a Egipto. En ese país redactó el más impersonal de sus libros: Alejandría. Una descripcióny una historia (1923). Unos amigos musulmanes lo instaron a visitar la India. Forster vivió tres perplejos años ahí. De regreso a Inglaterra, publicó A Passage to India. Se ha repetido que esa novela es de las más importantes de nuestro tiempo. La frase no es feliz —acaso porque los superlativos valen muy poco; acaso porque los dos conceptos de «importancia» y de «nuestro tiempo» no son encantadores— pero debe de ser verdadera. La intensidad, la lúcida amargura, la omnipresente gracia de A Passage to India son indudables. También, el agrado de su lectura. Sé de lectores muy austeros que han dicho que nadie los convencerá de la importancia de un libro tan ameno. Forster ha publicado también dos libros de cuentos (El ómnibus celestial, 1923; El eterno instante, 1928), un largo análisis de los procedimientos de la novela y, en 1936, un libro de ensayos. Los hojeo y copio esta frase: «Ibsen es realmente Peer Gynt. Con patillas y todo, Ibsen es un chico embrujado.» Y ésta, de brusca veracidad: «El novelista no debe jamás buscar la belleza, aunque sabemos que ha fracasado si no la logra». «THE OXFORD BOO OF MODERN VERSE», DE W. B. YEATS Esta novísima antología de la lírica de Inglaterra (1892-1935) adolece de alguna arbitrariedad. Por ejemplo: el gracioso «poema» que la inaugura es un fragmento en prosa de Walter Pater, tipográficamente disfrazado de verso libre. (Lo cual, observado sea entre paréntesis, basta a modificar su música, por exageración de las pausas.) Por ejemplo: sólo figuran dos poemas de Kipling, pero cuatro de Wilfrid Gibson, siete de William Henry Davies y catorce del complaciente compilador. Por ejemplo: no figura sino un poema de Rupert Brooke. Por ejemplo: figuran tres poemas del imperdonable y mínimo hindú Shri Purohit Swami. Por ejemplo: el compilador ha eliminado muchas estrofas de la «Bailad of Reading Gaol» de Osear Wilde. «Ahora que le he arrancado esas plumas (dice en el prólogo) se advierte en el poema un duro realismo, que es afín al de Thomas Hardy.» Yo sospecho que si «duro realismo» es el alimento que apetece un lector, nadie es tan incapaz de suministrárselo como Wilde, que siempre procuró ser artificial. De ahí que su mejor composición me parezca «The Sphinx», donde el contacto con la realidad es más tenue. ¿Cuáles son los altos momentos de este volumen? Elija cada uno los suyos, entre los cien poetas y los cuatrocientos poemas. En cuanto a mí, he sentido físicamente la presencia de la poesía —y realmente no hay otro canon— en «El sabueso del cielo» de Francis Thompson; en «Lepante» de Chesterton; en el «Non sum qualis» de Dowson (que no ha perdido con los muchos años su curiosa virtud); en el «Homenaje a Sexto Propercio» de Pound; en el primer coro de «La roca» de Eliot; en el «Himno a ella, desconocida» de Turner; en las delicadas líneas de Joyce; en Roy Campbell, discípulo de Rimbaud; en Dorothy Wellesley. También, siquiera de reflejo, en una traducción no infiel de «La noche oscura del alma». Básteme repetir la última estrofa. Escribió San Juan de la Cruz: Quédeme y olvídeme, El rostro recliné sobre el Amado: Cesó todo y déjeme, Dejando mi cuidado Entre las azucenas olvidado. Arthur Symons traduce: All things I then forgot, My cheek on him who for my coming come; All ceased and l was not, Leaving my cares and shame Among the lilies, and forgetting them. «TRAU KEINEM JUD BEI SEINEM EID», EDE ELVIRA BAUER Ya se han vendido cincuenta y un mil ejemplares de este libro didáctico. Su propósito es iniciar a los niños y niñas de las escuelas en los deberes y deleites inagotables del antisemitismo. Oigo que en Alemania la crítica ha sido vedada a los críticos y no se les tolera sino la descripción de las obras. Me limitaré, por consiguiente, a describir algunos de los grabados que integran este voluptuoso volumen. Dejo el estupor (y el aplauso) a cargo del lector. El primer grabado ilustra la tesis: «El Demonio es el padre de los judíos». El segundo representa un acreedor judío que se lleva los cerdos y la vaca de su deudor. El tercero, la perplejidad de una señorita germánica, abrumada por un judío concupiscente que le ofrece un collar. El cuarto, un millonario judío (provisto de un cigarro de hoja y de un fez) en el acto de expulsar a dos pordioseros de raza nórdica. El quinto, un carnicero judío que pisotea la carne. El sexto conmemora la decisión de una niña alemana que se niega a adquirir una polichinela en una juguetería semítica. El séptimo denuncia a los abogados judíos, el octavo a los médicos. El noveno comenta las palabras de Jesucristo: «El judío es un asesino». El décimo, inesperadamente sionista, muestra una lacrimosa procesión de judíos expulsados, rumbo a Jerusalén. Hay doce más, no menos ocurrentes e irrefutables. En cuanto al cuerpo de la obra, básteme traducir estos versos: «Al Führer alemán los niños de Alemania lo aman; a Dios en el Cielo, lo temen; al judío lo menosprecian». Y luego: «El alemán camina, el judío se arrastra». 11 de junio de 1937 INSEL ALMANACH AUF DAS JAHR 1937 Una de las primeras casas editoriales de Leipzig —es decir, de Alemania— es sin duda el "Insel-Verlag". Sus ediciones críticas de Goethe, de Hoelderlin, de Lenau, de Schiller, de Rainer María Rilke y de Theodor Storm son justamente célebres. Ha publicado en italiano y latín las obras completas de Dante —con prólogo de Benedetto Croce;— en griego las epopeyas homéricas. Ha editado los libros de Hugo von Hofmannsthal y de Martin Buber. Ha divulgado en fidelísimas traducciones la obra de Stendhal y de D. H. Lawrence. Ha publicado la más fiel (ya que no la más inspirada) de todas las versiones occidentales de las "Mil y Una Noches": la del arabista Enno Littmann. Ha difundido los quinientos volúmenes de la "Insel-Buecherei"... De ahí el indiscutible interés de este "Insel Almanach", que resume la obra ejecutada en el curso del año. De ahí nuestro desencanto, también. Descontadas algunas reediciones para su "Biblioteca de las Novelas" —libros de Balzac, de Charles de Coster, de Defoe, de Goethe, de Gottfried Keller, de Stevenson— vemos que sólo veinticuatro títulos se han añadido a su catálogo. Revisémoslos. Hay un volumen de ciento sesenta grabados de la Ciudad Vieja de Hamburgo. Hay una reedición ilustrada de los cuentos de Grimm. Hay seis novelas que proclaman el mérito de pescadores, leñadores y chacareros. (El héroe de una de esas obras apologéticas —una secreta voz me dice que de las otras cinco, también— es "un inolvidable gigante rubio".) Hay un libro que exalta la decisión de los forjadores del Imperio Británico. Hay otro de Tsuneyoshi Tsudzumi, que propone a la veneración de Alemania la ética militar de los "samurais". Hay reediciones de Novalis, de Rilke, de Wilhelm Busch. Hay un volumen ilustrado de anécdotas de Federico el Grande. Hay una rigurosa novela histórica de Gertrud von Le Fort. Hay una vida de Jesús y un libro de viajes. Hay dos ciclos de grabados en linóleum, "que constituyen un juicioso regalo para la Navidad". Hay un epistolario de Goethe con Marianne von Willemer, "apreciablemente aumentado". Hay un volumen que a pesar de su título —"Forma y Alma"— contiene sesenta y cuatro reproducciones de obras del pintor Leo von Koenig, "que reflejan la humanidad de nuestro tiempo en sus representantes más inequívocos: el soldado (Hindenburg), el político (Goebbels), el deportista (von Cramm)..." Hay un libro de adivinanzas. Hay un trabajo coronado por el Comité de Organización de los Juegos Olímpicos. Se titula, naturalmente, "Goethe y la idea olímpica", y tiene la ambición de demostrar "la importancia de la gimnasia en la vida y en el pensamiento de Goethe". Hay —¿quién lo sospecharía o esperaría?— dos obras interesantes: una de investigaciones estéticas, de Rudolf Kassner; otra, liriconarrativa, de Hans Carossa. Resumo lo anterior: Alemania, literariamente, está pobre. DE LA VIDA LITERARIA Para conmemorar el primer centenario de Swinburne, la Biblioteca Bodleiana de Oxford ha organizado una exposición de retratos del poeta, de manuscritos, de pruebas corregidas por él, de primeras ediciones y de artículos bibliográficos. En uno de estos últimos, publicado en diciembre de 1865, se lee: "Debemos aplaudir, en el reciente drama de Mr. Swinburne, la suma delicadeza con que presenta la pasión del amor..." En otro, de la misma fecha: "Nuestro deber es impedir que libros como éste, de carácter obsceno y escandaloso, caigan en manos de los jóvenes. Inglaterra no puede tolerar que un fauno irresponsable...", etcétera. El último número de "The Countryman" —"revista quincenal apolítica y miscelánea de la vida rural"— publica ocho excelentes fotografías tomadas por Mr. George Bernard Shaw. Siete son de paisajes. La octava —¡ojo por ojo y diente por diente!— representa al pintor Augustus John bosquejando el retrato de Bernard Shaw. León Tolstoi, al morir, dejó un libro inédito, inconcluso. Ese amargo fragmento acaba de ser traducido al inglés. Austeramente se titula: "De la demencia". Tolstoi, en ese libro, sostiene que los hombres civilizados se han vuelto (literalmente) locos. Ya la locura, dice, es la condición común de los hombres. S. S. VAN DINE Willard Huntington Wright nació el año de 1888, en Virginia; S. S. Van Dine (cuyo nombre flamea en todos los multicolores quioscos del mundo) nació en 1926 en un sanatorio californiano. Willard Huntington Wright nació como nacen todos los hombres; S. S. Van Dine (su apretado y leve seudónimo) nació de la penumbra feliz de una convalecencia. He aquí la historia de los dos. El primero, educado en Pomona College y en Harvard, había ejercido remunerativamente y sin gloria los oficios de crítico dramático y de crítico musical. Había ensayado la novela autobiográfica (El hombre que promete), la teoría estética (La filología y el escritor, La voluntad creadora, La literatura de hoy, La pintura de hoy), la exposición y discusión de doctrinas (Lo que Nietzschepensó), la egiptología eventual y la profecía: El porvenir de la pintura. El universo había examinado esas obras con más resignación que entusiasmo. A juzgar por los atolondrados fragmentos que sobreviven incrustados en sus novelas, el universo tenía toda razón... Hacia 1925, Wright convalecía de una enfermedad que había sido grave. La convalecencia y las fantasías criminológicas se llevan bien: Wright, laxo y feliz en un lecho ya sin terrores, prefirió a la penosa resolución de los incompetentes laberintos de Mister Edgar Wallace la construcción de un problema propio. Escribió, así, El asesinato de Benson. Lo firmó con un nombre que era suyo desde cuatro generaciones: el de un bisabuelo materno, Silas S. Van Dine. El éxito de esa novela fue grande. El año siguiente publicó El asesinato de la Canaria —tal vez su mejor libro, aunque la idea central (el empleo de un disco fonográfico para probar una coartada) es de Conan Doyle. Un agudo periódico de la mañana cotejó el estilo de esa novela con el de ciertas páginas de La filología y el escritor y descubrió «que el omnipresente Van Dine era el distinguido filósofo Mr. Willard Huntington Wright». Un agudo periódico de la tarde cotejó el estilo de esa revelación con el de los dos acusados y descubrió que su redactor «era también el distinguido filósofo Mr. Willard Huntington Wright». Van Dine, en 1929, publicó El crimen del alfil; en 1930, el ingenioso Crimen del escarabajo; en 1936, El crimen del dragón. Este último nos propone el torvo espectáculo de un millonario anfibio, provisto de un tridente y de una escafandra, que se instala en el fondo de una pileta y ágilmente ensarta a sus huéspedes. Van Dine ha compilado, también, un par de antologías. «COLLECTED POEMS AND PLAYS», DE RABINDRANATH TAGORE Hace trece años tuve el honor un poco terrible de conversar con el venerado y melifluo Rabindranath Tagore. Se habló de la poesía de Baudelaire. Alguien repitió «La mort des amantes», aquel soneto tan provisto de camas, de divanes, de flores, de chimeneas, de repisas, de espejos y de ángeles. Tagore lo escuchó con fortaleza, pero dijo al final: I don't likeyour furniture poet («¡No me convence su poeta amueblado!»). Yo simpaticé hondamente con él. Ahora, releyendo sus obras, he sospechado que lo movía menos el horror del bric-á-brac romántico que el invencible amor de la vaguedad. Tagore es incorregiblemente impreciso. En sus mil y un versos no hay tensión lírica y no hay, tampoco, la menor economía verbal. En un prólogo declara «haberse sumergido en la hondura del océano de las formas». La imagen es típica de Tagore, es típicamente fluida e informe. A continuación traduzco un poema. El modo narrativo lo defiende del exceso de interjecciones. El título es: POR EL SENDERO DE UN OSCURO SUEÑO Por el sendero oscuro de un sueño fui en busca del amor que fue mío en una vida antigua. La casa estaba en el fondo de una calle desolada. En el aire de la tarde su pavo real favorito dormitaba en su aro, y las palomas callaban en su rincón. Ella dejó su lámpara en el portal y se paró ante mí. Alzó sus grandes ojos a mi cara y sin palabras interrogó: ¿Estás bien, amigo? Quise responder. Nuestro idioma estaba perdido y olvidado. Pensé y pensé: nuestros nombres no llegaban a mi recuerdo. Brillaron lágrimas en sus ojos. Me tendió su mano derecha. Yo la tomé en silencio. Una lámpara tembló en el aire de la tarde y murió. 25 de junio de 1937 DE LA VIDA LITERARIA Percy Wyndham Lewis, ex editor de las famosas revistas polémicas "El enemigo" y "Fulminación", ha publicado en Londres un vehemente ensayo político. Es una apología del fascismo. Se titula: "Cuente sus muertos. Están vivos". La casa Macmillan anuncia una edición definitiva de las obras de Kipling. Esa edición comprenderá treinta y cinco volúmenes y registrará las muchas correcciones manuscritas que Kipling introdujo en su obra. Ha aparecido en Londres la autobiografía de Augustine Birrell, escritor, jurista y político. Se titula, no sin tristeza: "Things past redress" ("Cosas ya irreparables"). T. S. ELIOT Inverosímil compatriota de los «Blues de Saint Louis», Thomas Stearns Eliot nació en la enérgica ciudad de ese nombre, en el mes de septiembre de 1888, a orillas del mitológico Mississippi. Hijo de una familia adinerada, comercial y eclesiástica, se educó en Harvard y en París. En el otoño de 1911 regresó a Norteamérica y se dedicó al estudio ferviente de la psicología y la metafísica. Tres años después fue a Inglaterra. En esa isla (no sin algún recelo inicial) encontró su mujer, su patria y su nombre; en esa isla publicó los primeros ensayos —dos artículos técnicos sobre Leibniz—; los primeros poemas: la «Rapsodia de una noche ventosa», «Mr. Apollinax», «La canción de amor de J. Alfred Prufrock». La influencia de Laforgue es evidente, y alguna vez fatal, en esos preludios. Su construcción es lánguida, pero es insuperable la claridad de ciertas imágenes. Por ejemplo: I should have been a pair of ragged claws Scuttling across the floors of silent seas. En 1920 publicó Poems, acaso el más irregular e inconstante de sus libros de versos, ya que sus páginas incluyen el desesperado monólogo de «Gerontion»y algunos ejercicios triviales —«Le Directeur», «Mélange adultere de tout», «Lune de miel»— perpetrados en un francés desvalido. En 1922 publicó La tierra asolada, en 1925 Los hombres huecos, en 1930 Miércoles de ceniza, en 1934 La roca, en 1936 Asesinato en la catedral, título hermoso, que parece de Agatha Christie. La sabia oscuridad del primero de esos poemas desconcertó (y sigue desconcertando) a los críticos, pero es menos importante que su belleza. La percepción de esa belleza, por lo demás, es anterior a toda interpretación y no depende de ella. (Abundan los análisis del poema: el más delicado y más fiel es el de F. O. Matthiessen en el libro The Achievement of T. S. Eliot.) Eliot —a veces lóbrego y deficiente en el verso, como Paul Valéry— es, como Valéry, un prosista ejemplar. El volumen Selected Essays (Londres, 1932) abarca lo esencial de su prosa. El volumen ulterior, The Use of Poetry and the Use ofCriticism (Londres, 1933), puede ser omitido sin mayor pérdida. Un poema de T. S. Eliot: El primer coro de 'La Roca' Se cierne el águila en la cumbre del cielo, el cazador y la jauría cumplen su círculo. ¡Oh revolución incesante de configuradas estrellas! ¡Oh perpetuo recurso de estaciones determinadas! ¡Oh mundo del estío y del otoño, de muerte y nacimiento! El infinito ciclo de las ideas y de los actos, infinita invención, experimento infinito, trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud; conocimiento del habla, pero no del silencio; conocimiento de las palabras e ignorancia de la Palabra. Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia, toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte, pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios. ¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde esta la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Los ciclos celestiales en veinte siglos nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo. DOS INTERPRETACIONES DE ARTHUR RIMBAUD Una desatinada convención de origen francés ha resuelto que en Francia no se producen hombres de genio y que esa laboriosa república se limita a organizar y a pulir las materias espirituales que importa. Por ejemplo: una buena mitad de los poetas franceses de hoy proceden de Walt Whitman; por ejemplo: el surréalisme o «sobrerrealismo» francés es una mera reedición anacrónica del expresionismo alemán. Esa convención, como puede advertir el lector, es dos veces denigrativa: acusa de barbarie a todos los países del mundo y de esterilidad a Francia. La obra de Jean Arthur Rimbaud es una de las múltiples pruebas —quizá la más brillante— de la plenaria falsedad de lo último. Dos industriosos libros sobre Rimbaud han salido en París. Uno (el de Daniel-Rops) «estudia» a Rimbaud desde un punto de vista católico; otro (el de los señores Gauclére y Etiemble), desde el fastidioso punto de vista del materialismo dialéctico. Inútil agregar que al primero le importa mucho más el catolicismo que la poesía de Rimbaud, y que a los últimos les interesa menos Rimbaud que el materialismo dialéctico. «El dilema de Rimbaud —escribe el señor Daniel-Rops— no es susceptible de explicación estética.» Lo cual, para el señor Daniel-Rops, quiere decir que es susceptible de una explicación religiosa. La ensaya; el resultado es interesante, pero no decisivo, ya que Rimbaud no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg), sino un artista en busca de experiencias que no logró. He aquí sus palabras: «Procuré inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales... Ahora debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos. Una bella gloria de artista y de narrador me ha sido arrebatada. Me han devuelto a la tierra. ¡A mí! A mí, que me soñé mago o ángel...» «THE DOOR BETWEEN», DE ELLERY QUEEN Hay un problema de interés perdurable: el del cadáver en la pieza cerrada, «en la que nadie entró y de la que nadie ha salido». Edgar Alian Poe lo inventó y propuso una buena solución, aunque no tal vez la mejor. (Hablo de la formulada en el cuento «Los asesinatos en la Rué Morgue»: solución que requiere una alta ventana y un mono antropomorfo.) El cuento de Poe es de 1841; en 1892 el escritor inglés Israel Zangwill publicó la novela breve The Big Bow Mystery, que retoma el problema. La solución de Zangwill es ingeniosa: dos personas entran a un tiempo en el dormitorio del crimen; uno de ellos anuncia con horror que han degollado al dueño y aprovecha el estupor de su compañero para consumar el asesinato. Otra excelente solución es la propuesta por Gastón Leroux en El misterio del cuarto amarillo; otra, menos admirable, sin duda, es la de Edén Phillpotts en Jig-Saw. (En esa última novela, un hombre ha sido apuñalado en una torre; al final se descubre que el puñal ha sido disparado desde un fusil.) En el cuento «El oráculo del perro» (1926) Chesterton regresa al problema; una espada y las hendijas de una glorieta forman la solución. El presente volumen de Ellery Queen formula por sexta vez el clásico problema. No cometeré la torpeza de revelar su clave, no muy satisfactoria, por lo demás, ya que interviene considerablemente el acaso. The Door Between es interesante pero el argumento es harto inferior al de los mejores libros de Queen. Al del Chínese Orange, al del Siamese Twin, al del Egyptian Cross. 9 de julio de 1937 DE LA VIDA LITERARIA El tiempo es uno de los temas esenciales de nuestro tiempo. El biólogo Lecomte du Noüy ha publicado un libro que se titula "Tiempo Biológico". Su materia es el tiempo subjetivo, el tiempo individual. El autor, metódicamente, lo identifica con el tiempo de nuestra sangre. "Todo sucede", afirma, "como si el tiempo sideral fluyera cuatro veces más rápido para el hombre de cincuenta años que para el niño de diez". La fiebre, en cambio, parece entorpecer y demorar el curso del tiempo. Florecen los profetas en Norte América. Robert Allerton Parker acaba de publicar una biografía del insignificante y grandilocuente negro George Baker, llamado "Father Divine" por sus prosélitos, y muchas veces "Dios". El libro se titula: "El increíble Mesías". León Feuchtwanger, famoso autor de "Warren Hastings", del "Judío Suess", de "La duquesa fea" y de "Los prisioneros de guerra", ha publicado "El pretendiente", novela histórica del tiempo de Nerón. En ese libro podemos saludar otra vez los chismes de Suetonio, tan divulgados por Enrique Sienkiewicz: el esnobismo intelectual del emperador, sus excesos declamatorios y musicales, su fofa vanidad, su egolatría, su curiosa esmeralda monocular. LIAM O'FLAHERTY Liam O'Flaherty es un «hombre de Aran». Nació en 1896, de padres pobres y desesperadamente católicos. Se educó en un colegio de jesuítas. Desde niño profesó dos pasiones: el odio de Inglaterra, la reverencia de la Iglesia Católica. (El amor de la literatura inglesa mitigó la primera de esas pasiones; el socialismo, la segunda.) En el año de 1914, esas dos lealtades chocaron. Liam O'Flaherty quería una derrota inglesa; pero le sublevaba el espectáculo de un país pequeño y católico, Bélgica —¡tan comparable entonces a Irlanda!—, pisoteado por una fuerte nación herética, Alemania —¡tan equiparable a Inglaterra!—. En 1915 dio con la solución del problema: se enroló bajo un falso nombre para que el honor de su familia quedara intacto. Dos años se batió con los alemanes. De vuelta a su país, aprovechó la revolución irlandesa para batirse con Inglaterra. Tanto se distinguió como caudillo revolucionario, que por un tiempo tuvo que prescindir del Imperio. Sabemos que fue leñador en el Canadá, estibador en un puerto de Venezuela, agente de los turcos en el Asia Menor, y mozo de café, linotipista y orador «subversivo» en Minnesota y en Wisconsin. En Saint Paul, en una fábrica de neumáticos, borrajeó sus primeros cuentos. Cada noche escribía uno: cada mañana lo releía con indignación y lo tiraba al canasto. La mujer de tu prójimo, su primera novela, fue publicada en Londres en 1924. En 1925 publicó El delator; en 1927, La vida de Tim Healy; en 1928, El asesino; en 1929, una Guía del turista en Irlanda (con indicación minuciosa de conventillos, tierras yermas, terrenos baldíos y pantanos); en 1930, el libro autobiográfico Dos años; en 1931, Yo estuve en Rusia. O'Flaherty es un hombre generoso y conversador. Parece —dicen— un gángster refinado. Le gustan las ciudades que no conoce, el alcohol, los juegos de azar, las madrugadas, las noches, las discusiones. UN LIBRO SOBRE PAUL VALERY El señor Hubert Fabureau ha publicado una monografía crítica sobre Paul Valery. Sus doscientas cuarenta páginas son de lectura fácil, incomodada sin embargo por una infatigable pululación de chicanas inútiles y de malevolencias minúsculas. He aquí algunos ejemplos de esas molestias, elegidas casi al azar. En la página 177, el señor Hubert Fabureau (precedido, es verdad, por el señor Henri Charpentier) revela que ahí donde la versión definitiva de «Palme» dice: départage sans mystére, la primera decía: départage avec mystére. Esa contradicción (esa inocente modificación, mejor dicho) provoca este comentario insensato: «De una edición a otra, el sentido de la estrofa ha sido invertido. Paul Valery se burla de sus lectores». Paul Valery, si se dignara, podría contestar muchas cosas. Podría contestar que la inversión de un adverbio en un verso (digo un adverbio, porque avec mystére equivale a mystérieusement) no invierte el sentido de la estrofa. Podría contestar que un poeta que se relee puede juzgar que la palabra «sin» es menos inexacta o más eficaz en tal sitio que la palabra «con». Podría contestar que un hecho estético (la corrección de una palabra) no puede autorizar un juicio moral (la imputación de burla). En la página 178, el crítico deplora que cierta imagen cariñosa de Valery no se refiera a una mujer, sino a la inspiración. Ello es desconocer la naturaleza de las alegorías y de los símbolos que nos proponen verdaderamente una doble intuición, no unas figuras que se pueden canjear por nombres sustantivos abstractos. La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es la Avaricia: es una loba, y es también la avaricia, como en los sueños. Fabureau no comprende las alegorías; tampoco las metáforas. El verso inicial del «Cementerio marino» dice famosamente del mar: «Ese tranquilo techo por donde andan palomas...» Fabureau lo explica: «Estamos a orillas del Mediterráneo, en un mundo pagano, visitado por los dioses de la mitología grecolatina. Del fondo de las aguas se levanta el palacio de Neptuno. Sólo percibimos el techo, representado por la superficie de un apacible mar que las mareas no perturban. Las barcas de velas blancas son palomas que vienen a posarse. La imagen es encantadora, pero algo insignificante en su gracia rústica. Esa evocación de un palomar de hidalgo campesino desdice un tanto de la majestad del señor de los mares». Ahora bien: la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas. De ahí lo injusto de esa larga amplificación; de ahí la aparatosa vanidad de ese palacio prodigado y de ese Neptuno gratuito. «THE HAUNTED OMNIBUS», DE ALEXANDER LAING En Inglaterra abundan las antologías de cuentos sobrenaturales. Éstas, a diferencia de sus congéneres de Alemania o de Francia, buscan el puro goce estético, no la divulgación de las artes mágicas. De ahí, tal vez, su evidente superioridad. Por lo pronto, los mejores cuentos sobrenaturales —«La vuelta del tornillo» de Henry James, «Donde su fuego nunca se apaga» de May Sinclair, «La pata de mono» de Jacobs, «La casa de los deseos» de Kipling, «El manuscrito encontrado en una botella» de Poe— son obra de escritores que negaban lo sobrenatural. La razón es clara. El escritor escéptico es aquel que organiza mejor los efectos mágicos. De las antologías fantasmagóricas que he tenido ocasión de examinar, entiendo que ninguna ha superado la de Dorothy Sayers. Esta de Alexander Laing es apenas inferior. Incluye más de cuarenta narraciones. A. E. Coppard, Wilkie Collins, O. Henry, Lafcadio Hearn, W. W. Jacobs, Guy de Maupassant, Arthur Machen, Plinio el Joven, Edgar Alian Poe, Robert Louis Stevenson y May Sinclair son algunos de los autores representados. Para alarma y agrado de los lectores, traduzco este «posible final de cuento fantástico» de I. A. Ireland: «—¡Qué cuarto más siniestro! —dijo la muchacha, avanzando tímidamente—. ¡Qué puerta más pesada! —la tocó al hablar, y se cerró de un golpe. »—¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte. Estamos encerrados los dos... »—¡Los dos, no; uno solo! —dijo la muchacha, y atravesó la puerta maciza y desapareció». LA NUEVA EDICION DE «THE INTELLIGENT WOMAN'S GUIDE TO SOCIALISM», DE BERNARD SHAW La nueva edición de The Intelligent Woman's Guide to Socialism de Bernard Shaw —¡a seis peniques el volumen, o sea a unos sesenta centavos!— incluye dos capítulos adicionales sobre sovietismo y fascismo. Shaw escribe: «Los ricos y los pobres son aborrecibles. Odio a los pobres y estoy anhelando la hora de su exterminio. Siento un poco de lástima por los ricos, pero deseo su exterminio también. Las clases obreras, las clases comerciales, las clases profesionales, las clases adineradas, las clases gobernantes, son igualmente odiosas: no tienen derecho a vivir. Yo desesperaría si no supiera que están condenadas a muerte y que sus hijos no serán como ellos». PRÓLOGO DE JORGE LUIS BORGES A LA EDICIÓN ALEMANA DE "LA CARRETA" Los rasgos capitales de la literatura gauchesca de cualquier orilla del Plata han sido enumerados con orgullo más de una vez: su rústico vigor, sus afinidades homéricas, su perdonable o más bien admirable incorrección, su autenticidad. Admitidos (y aun venerados) esos amenísimos rasgos, me atrevo a añadir otro en voz baja, no menos indudable que silenciado: el exclusivo origen urbano de toda esa literatura silvestre. Ha sido, desde luego, obra de ciudadanos que han intimado con el campo y sus gauchos, de modo que es injusto acusarla de errores de hecho, de meras equivocaciones de hecho. Su error más habitual es de otro orden: hablo de sus malas costumbres sentimentales. El escritor de Buenos Aires o de Montevideo que habla de gauchos, propende al mito, voluntaria o involuntariamente. Más de cien años de literatura anterior gravitan sobre él. El examen de esa literatura es curioso. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. El uruguayo Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritores, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en los cantos felices y belicosos de "Paulino Lucero". Hay alegría en esos cantos y burlas, pero jamás nostalgia. De ahí al olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil "Santos Vega", del mismo autor: impenetrable sucesión de trece mil versos urdidos en el París desconsolado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. En el prefacio de la primera edición, Ascasubi declara su propósito apologético. "Por último (nos dice), como no creo equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar las buenas condiciones que suelen adornar el carácter del gaucho." Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno de la obra fundamental de la literatura gauchesca: el "Martín Fierro". Martín Fierro es un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por "Martín Fierro" crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de gauchos malos para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe "Hormiga Negra", libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen... Hacia 1913 Lugones dicta en el abarrotado teatro Odeón su apología tumultuosa del "Martín Fierro", y, en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en "Don Segundo Sombra". Todo ese libro está gobernado por el recuerdo, por el recuerdo reverente y nostálgico. En "Don Segundo" los riesgos, las durezas, las austeridades del gaucho, están agigantados por el recuerdo. La explicación es fácil. Güiraldes trabaja con el pasado de la provincia de Buenos Aires, de una provincia donde la inmigración, la agricultura y los caminos de hierro han alterado profundamente el tipo del gaucho. Enrique Amorim trabaja con el presente. La materia de sus novelas es la actual campaña oriental: la dura campaña del Norte, tierra de gauchos taciturnos, de toros rojos, de arriesgados contrabandistas, de callejones donde el viento se cansa, de altas carretas que traen un cansancio de leguas. Tierra de "estancias" que están solas como un barco en el mar y donde la incesante soledad aprieta a los hombres. Enrique Amorim no escribe al servicio de un mito, ni tampoco en contra. Le interesan, como a todo auténtico novelista, las personas, los hechos y sus motivos, no los símbolos generales. (Lo anterior no quiere decir que sus personajes sean incapaces de una interpretación simbólica; la misma realidad no lo es.) En las páginas de Amorim, los hombres y los hechos del campo están sin reverencia y sin desdén, con entera naturalidad. Yo sé que su lectura será un "gewaltiges Erlabnis" para el lector alemán.1 1 Este prólogo se publicó bajo el título "Una novela de Amorim en alemán" con la siguiente leyenda: Con el último correo de Europa llegaron a Buenos Aires los primeros ejemplares de "La carreta", novela de nuestro colaborador Enrique Amorim, traducida al alemán, y editada por Hollé, de Berlín. Suceso de significación es éste para las letras rioplatenses, no precisamente por lo que agrega a la extendida reputación del autor, sino por lo que supone como estimación de una literatura tan alejada de las preferencias conocidas de Europa y en particular de Alemania. En el esmero y la escrupulosidad de esta versión de "La carreta" revélase la inteligencia con que se valoró su contenido, ahora aumentado en cierto modo por un prólogo de Jorge Luis Borges, cuya versión reproducimos. 23 de julio de 1937 DE LA VIDA LITERARIA Entre los muchos "libros de la Coronación" que pululan en Londres, se destaca el erudito manual del doctor Jocelyn Perkins, que refiere la historia secular de esa ceremonia simbólica. Abundan las curiosas anécdotas. Por ejemplo: "Juan Sin Tierra, coronado en 1199, rehusó el Santísimo Sacramento, salió de la Catedral a toda carrera y la risa lo sacudió de pies a cabeza durante la ceremonia". La novela "Tres compañeros" de Erich María Remarque —famoso autor de "Im Westen Nicht Neues", libro del que llegaron a venderse millones de ejemplares— ha sido traducida al inglés. H. M. Tomlinson, autor de "Todos nuestros ayeres" y de "Ilusión", acaba de publicar la novela de ambiente marinero: "All hands!". Heinz Liepmann —ya conocido a los lectores de Buenos Aires por las excelentes versiones de Alfredo Cahn— ha publicado en Zürich un libro titulado: "...se castigará con la muerte". ROMAIN ROLLAND La gloria de Rolland parece muy firme. En la República Argentina lo suelen admirar los admiradores de Joaquín V. González; en el Mar Caribe, los de Martí; en Norteamérica, los de Hendrik Willem Van Loon. En Francia misma no le faltará jamás el apoyo de Bélgica y de Suiza. Sus virtudes, por lo demás, son menos literarias que morales, menos sintácticas que «panhumanistas», para pronunciar una de las palabras que más lo alegran. Romain Rolland nació en Clamecy, el día veintinueve de enero de 1866. De niño resolvió dedicar su vida a la música. A los veinte años entró en la École Nórmale Supérieure: a los veintitrés en la Escuela Francesa de Roma. En ese tiempo conoció las obras de Tolstoi, de Wagner y de Shakespeare: los tres hombres (afirma) que han ejercido más influencia sobre él. Orsino, su primer ensayo dramático, quiere ser shakespeariano. La Academia Francesa premió en 1895 su tesis doctoral: Historia de la Ópera antes de Scarlattiy de Lulli. En 1899 emprendió la escritura del «Ciclo de la Revolución», siete dramas independientes que son como siete actos (o siete cantos) de una epopeya escénica. En 1904 apareció el primer volumen de Juan Cristóbal. La novela total comprendió diez; el héroe es una fusión de Beethoven y del mismo Rolland. Más admirable que la obra es el éxito que logró —éxito íntimo, silencioso y cordial— en todas las naciones del mundo. Yo recuerdo que hacia 1917 aún se repetía: «Juan Cristóbal es el santo y seña de la nueva generación». Romain Rolland, en 1914, rechazó la poderosa mitología que hacía de Alemania un reino diabólico y de las naciones aliadas otros tantos ángeles agredidos. En septiembre y octubre de aquel año publicó una serie de artículos en el «Journal de Genéve». Esos artículos, reunidos en un breve volumen, le valieron en 1915 el premio Nobel de Literatura. La obra de Rolland es numerosa. Además de los libros mencionados, comprende los que siguen: El Teatro del Pueblo (1901), Beethoven (1903), Miguel Ángel (1906), Colas Breugnon (1918), Clerambault (1919), Anitay Silvia (1922), El verano (1924), Mahatma Gandhi (1925), Madre e hijo (1927). «STAR BEGOTTEN», DE H. G. WELLS En Londres y en París varios atolondrados andan proclamando que Wells ha regresado a la novela fantástica. La noticia (como dijo Mark Twain de la de su muerte) es algo exagerada. He aquí los hechos, los meros hechos verdaderos. En los últimos días de diciembre de 1936, Wells publicó The Croquet Player, libro ya comentado en estas columnas, y que tenía, por cierto, menos de novela fantástica que de narración alegórica. El héroe describía una región de pantanos envenenados en la que sucedían hechos atroces; al promediar el libro se adivinaba que esa región pestilencial era Londres o Buenos Aires o cualquier gran ciudad... Ahora Wells acaba de publicar Star Begotten, «Engendrado por las estrellas». El subtítulo agrega que se trata de un capricho biológico; pero el lector no tarda en advertir que el sustantivo huelga y que en el libro casi no hay otra cosa que biología, que abrumadoras discusiones biológicas. El argumento no es desdichado. Los habitantes de un remoto planeta —Tíos Celestiales los llama irrespetuosamente Wells, y también Tutores Interplanetarios— resuelven afinar la humanidad por medio de emisiones de rayos cósmicos. De varios modos pudo haber resuelto Wells el problema. Por ejemplo: pudo habernos mostrado un grupo humano, del todo heterogéneo a primera vista, pero dividido al fin en dos bandos: el de los hombres puramente terrestres, el de los hombres de linaje estelar. Por ejemplo: pudo haber mostrado el destino de un solitario hombre estelar en un medio hostil, o acaso la amistad (o la trágica enemistad) de dos de ellos... H. G. Wells, en cambio, ha preferido discutir la probabilidad de una secreta intervención estelar en la historia del mundo. En lugar de exhibir una realidad, ha procurado convencernos, y aun convencerse. El resultado no es tedioso —Wells raramente lo es, salvo cuando lo ciega y lo posee la pedagogía—, pero no es novelístico. Hay rasgos amenísimos. El protagonista, a caza de mentes originales, recorre las escuelas de Inglaterra con una conferencia entusiasta sobre la gloria y las virtudes heroicas del Imperio Romano. Los alumnos se dejan arrebatar, ponen caras nobles y serias. Alguno, aislado, se distrae o sonríe. El conferenciante ha dado con el que busca. «LAST AND FIRST MEN», DE OLAF STAPLEDON Esta vasta novela de orden profético —trescientas páginas que abarcan la historia futura de la humanidad en un decurso de veinte millones de siglos— es accesible ahora en la edición de los «Pelican Books», al precio imperceptible y conmovedor de sesenta centavos. Si yo enumero algunos rasgos —hombres remotos de visión circular, no semicircular como ahora; razas gaseosas que veneran lo material y cuyos dioses son los duros diamantes; ejércitos de autómatas que arrasan a mansalva los continentes; generaciones que persiguen y adoran el dolor físico; cruzadas para rescatar el pasado; subhombres reducidos a servidumbre por supermonos; comunidades donde lo esencial es la música; vastos cerebros instalados en torres de metal; especies de hombres concebidas y ejecutadas por esos sedentarios cerebros; fábricas de animales y de plantas; ojos que ven macizos los astros—, corro el albur de que mis lectores supongan que Last and First Men es una mera incontinencia o extravagancia, hecha de sorpresas groseras, a la manera de aquella intolerable Metrópolis de Fritz Lang. Increíblemente, tal no es el caso. La obra de Stapledon deja una impresión final de tragedia, y aun de severidad, no de irresponsable improvisación. Nunca, casi nunca, es satírica: nada tiene que ver con el Mundo feliz de Aldous Huxley, cuyo supuesto porvenir es Nueva York —mejor dicho, Hollywood—, un tanto hipertrofiada y simplificada. Rasgo curioso: lo puramente novelesco de esta novela —diálogos, caracteres, personalismos— es menos que mediocre. Olaf Stapledon, insuperable en el gobierno de siglos y de generaciones, no es más que un chapucero cuando se trata de individuos o de minutos. No sabe resolver los problemas concretos del novelista, pero sabe plantear o sugerir vastos problemas vagos. De ahí la superioridad de los capítulos intermedios y de los capítulos últimos, austeramente redactados en el estilo impersonal de un libro de historia. SIGUEN ARRECIANDO LAS BIOGRAFIAS Siguen arreciando las biografías. Agotados los hombres, se recurre a los ríos y a los símbolos. Emil Ludwig publicó una torrencial biografía del Nilo: Hermann Wendel, para celebrar el primer centenario de la muerte de Claude Rouget de Lisie, ha publicado La Marsellesa. Biografía de un himno. 6 de agosto de 1937 DE LA VIDA LITERARIA Distraída, pérfida o resignada, la severa "Nouvelle Revue Fran§aise" publica en cada número una especie de diario de Francis Jammes. He aquí, vertidas literalmente, tres páginas: "5 de mayo. — De un envión, en un mes, acabo de escribir una leyenda, sin que la inspiración me abandonara durante un solo instante. Hasta de noche me abanicaba la musa. 9 de mayo. — Fiesta de Juana de Arco. Juana es hermana de Bernadette Soubirous, aunque la Lorena está lejos. En sus venas, empero, corre la misma sangre que acarrea la vida campesina: el alma de las obscuras chimeneas humosas, de la hogaza y del granero, y de la estopa y del huso, y de la maleza, y del cordero que bala, y del vergel que susurra dormido al mediodía. De pronto se incorpora una santa y yo tiemblo de pies a cabeza porque mi madre es Francia. 31 de mayo. — Un padre de familia ha fallecido en el país vasco. Según la costumbre inmemorial, su heredero se dirige en seguida a las colmenas y anuncia a las abejas: —El amo (le maitre) ha muerto. Si no, las abejas emigran para siempre de la granja. Cuando yo haya exhalado el último suspiro, dejad, al contrario, que las abejas se alejen, para que con su más suave murmullo anuncien a quienes me hayan querido: —El maestro (le maítre) ha muerto." Schlumberger, crítico francés, ha forjado la voz "miserabilismo" para significar (y condenar) la escuela literaria que se complace en las miserias humanas, en lo que Bernard Shaw suele llamar "simple mortalidad o infortunio". Armand Cuvillier ha publicado una antología de Proudhon, defensor del salario único, padre de la famosa definición "La propiedad es un robo" y autor de esa "Filosofía de la miseria" que movió a Karl Marx a escribir su "Miseria de la filosofía". (De paso cabe señalar que Proudhon atacó la propiedad, no la posesión individual.) La casa Flammarion acaba de editar un epistolario de Henri Barbusse. Se titula "Lettres á sa femme (1914-1917)" y narra muchos hechos que éste, gloriosamente, desarrolló más adelante en "Le Feu". Olaf Stapledon (cuya reedición de "Last and first men" he comentado en mi última sección) ha publicado, ahora, "Starmaker", "Hacedor de estrellas". Los héroes de esa novela fantástica no son individuales. Son —¡oh unanimismo!— mentes colectivas de planetas, de sistemas solares y aun de galaxias. Al final de la obra se vislumbra un ser parecido a la divinidad: el Hacedor de Estrellas. HERMANN SUDERMANN Hermann Sudermann nació a fines de 1857 en el villorrio de Matziken, cerca de la frontera rusa. Sus padres, gente humilde, eran mennonitas: vale decir, eran lo bastante fervientes para no desertar de una oscura fe perseguida que prohibe a los fieles el sacerdocio, la magistratura y el ejercicio de las armas. Sudermann se educó en la Realschule de Elbing. A los diecinueve años ingresó en la Universidad de Koenigsberg; a los veintitrés fue a Berlín, donde se dedicó, por un tiempo, a la enseñanza particular. Ejerció luego el periodismo y de 1881 a 1882 dirigió el «Deutsches Reichsblatt». En 1886 publicó el libro de relatos En la penumbra; en 1887, La dama gris; obras que no desdicen, por cierto, de sus títulos turbios y melancólicos. (Alemania, antes y después de las duras victorias de 1871, estaba muy triste.) En 1889 estrenó un drama combativo: El honor. El éxito logrado por ese drama alcanzó con toda justicia a la subsiguiente novela, El camino de los gatos. Ocurre, entonces, una especie de paradoja. El realismo se hace señor de las literaturas de Europa; Hermann Sudermann, hombre esencialmente romántico, es, ante Europa, uno de los campeones de ese realismo. (En Inglaterra tenemos el caso paralelo de Thomas Hardy.) La obra de Sudermann es vasta. Comprende los dramas El hogar (1893), famoso por la interpretación de Eleonora Duse; La batalla de las mariposas (1894), Morituri (1896) —ciclo de piezas en un acto, en una de las cuales hay esa memorable escena final del hombre que momentos antes del duelo en que va a morir se despide de unos amigos que no lo saben y que no le hacen mayor caso—, Las tres plumas de halcón (1899), Piedra entre piedras (1905), El mendigo de Siracusa (1911), Destino alemán (1921). De sus novelas cabe recordar dos obras que son épicas: El profesor loco (1926), crónica bismarckiana, y La mujer de Steffen Tromholt (1927). De sus cuentos, la breve y tierna obra maestra Las bodas de Yolanda. En todos ellos el buen sabor romántico es innegable. Sudermann falleció en Berlín en 1928. «THE TRIAL», DE FRANZ KAFKA Edwin y Willa Muir acaban de verter al inglés este libro alucinatorio (redactado en 1919, publicado postumamente en 1927, traducido al francés en 1932). El argumento, como el de todos los relatos de Kafka, es de una terrible simplicidad. El héroe, abrumado sin saber cómo por un disparatado proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. En otra de las narraciones de Kafka, el héroe es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él ni ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. En otra, el tema es un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; en otra, un hombre que se muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo... Nadie ha dejado de observar que las obras de Kafka son pesadillas. Lo son, hasta por sus pormenores estrafalarios. Así, el ajustado traje negro del hombre que en el capítulo inicial de El proceso detiene a Josef K. «está provisto de diversas hebillas, presillas, botones, bolsillos y un cinturón que le dan un aire muy práctico, aunque no se entiende muy bien qué servicio prestan». Así, la sala de audiencias es tan baja, que el público que llena las galerías parece jorobado, «y algunos han traído almohadones para no lastimarse la cabeza contra el cielorraso». La intensidad de Kafka es indiscutible. En Alemania abundan las interpretaciones teológicas de su obra. No son injustas —nos consta que Franz Kafka era devoto de Pascal y de Kierkegaard—, pero tampoco son necesarias. Un amigo me indica un precursor de sus ficciones de imposible fracaso y de obstáculos mínimos e infinitos: el eleata Zenón, inventor del certamen interminable de Aquiles y la tortuga. «HOW TO WRITE DETECTIVE NOVELS», DE NIGEL MORLAND Dorothy Sayers ha compuesto los mejores análisis de la técnica del género policial y las peores novelas policiales que se conocen —sin excluir a Edgar Wallace y a R. Austin Freeman. Si el teorema recíproco es valedero, las novelas de Mr. Nigel Morland —Los asesinatos lunares, La calle del leopardo, La pista de la tía del albañil— tienen que ser perfectas. Por lo demás, el hecho no me asombraría demasiado, ya que por una mente capaz de analizar con penetración un efecto estético, hay diez —o hay cien— que son capaces de producirlo. Este manual quiere enseñar el arte lucrativo de componer novelas policiales. Es (dice el prólogo) «un libro esencialmente práctico que prescinde de inútiles abstracciones y revela las leyes fundamentales de la moderna novelística policial». El texto, empero, es fácilmente reducible a tres elementos: el plagio, la perogrullada, el error absoluto. Buen ejemplo de plagio son las páginas iniciales, que se reducen a la repetición de una idea de Miss Dorothy Sayers. Buen ejemplo de perogrullada es esta advertencia que ilumina la página 36: «El lector moderno advierte en seguida las distracciones y tiene en menos al autor que al principio de la novela se refiere a la alfombra colorada del dormitorio y al fin de la novela dice que es verde». Inmejorable ejemplo de error es el catálogo erudito de obras de toxicología, de balística, de dactiloscopia, de medicina legal y de psiquiatría que recomienda Mr. Nigel Morland a los escritores noveles. Ya conocemos las graves consecuencias ilegibles de esos estudios. La solución «científica» de un misterio puede no ser tramposa, pero corre el albur de parecerlo, ya que el lector no puede adivinarla, por carecer de esos conocimientos toxicológicos, balísticos, etcétera, que Mister Nigel Morland recomienda a los escritores. La solución que logre prescindir de esas tecniquerías, siempre será más elegante. 20 de agosto de 1937 DE LA VIDA LITERARIA La casa editorial Grasset, de París, ha publicado un nuevo libro de Jacques Chardonne. Su nombre, "Romanesques"; su tema, la historia de dos amantes; su lección, el sumo riesgo de que dos personas enamoradas piensen demasiado bien una de otra y se exijan difíciles perfecciones. El periodista André de Wissant ha compilado en un volumen de grave aspecto una serie de graves entrevistas a los políticos franceses contemporáneos. Singular coincidencia: ni uno solo de esos prohombres le ha ocultado su firme voluntad de asegurar el bienestar de la patria y la dicha de todos. La todopoderosa influencia de Pirandello —"Seis personajes en busca de autor"— ha hecho que el libro se titule, no sin misterio, "Francia en busca de una mística". Mac Orlan, en París, ha hecho rematar su biblioteca. En el prefacio del catálogo, escribe hermosamente: "Hace años que estos libros viven en casa. He alcanzado una edad en que el porvenir se confunde con el presente. No sin melancolía cedo a un nuevo destino estos ejemplares, que reflejan en sus primeras páginas los rostros de mis amigos. "Felizmente poseo otros espejos no menos fieles. "Se trata, simplemente, del definitivo abandono de una manera particular de exornar la vida". GERHART HAUPTMANN Hijo de un hostelero, nieto y bisnieto de tejedores, Gerardo Juan Roberto Hauptmann nació en 1862 en una aldea de Silesia. En la escuela de Obersalzbrunn y luego en la Realschule de Breslau fue, asiduamente, el alumno más haragán. La escultura fue su primera ambición. En 1880 ingresó en el Real Colegio de Arte de Breslau; en 1882, en la Universidad de Jena. Siguió, ahí, los cursos de filosofía de Rudolf Eucken. Hacia 1883 emprendió un lento viaje desordenado por España e Italia. En Roma, en su taller de escultor, cayó enfermo de tifus. Una muchacha silenciosa y sonriente, Fraülein Marie Thienemann, lo cuidó; esa muchacha —sólo en la realidad pasan esas cosas— fue después su mujer. En 1885 publicó su libro inicial: una epopeya nebulosa que trata (visible y vanamente) de parecerse al Childe Harold de Byron. Poco después publicó un extenso relato: Elguardaagujas Thiel. En 1887 lo convirtieron al naturalismo la amistad y la prédica de Arno Holz. En su erudita biblioteca, éste le demostró la conveniencia de que los personajes rústicos dialogaran en alemán vulgar o en dialecto: procedimiento literario que Hauptmann —hombre rústico al fin y muy venerador, como tal, de las convenciones— no había soñado en utilizar. Muchos y famosos dramas realistas ha escrito Hauptmann. El horror de la vida familiar, la familia como institución carcelaria, es el tema esencial de Antes de amanecen de Hombres solitarios y de La fiesta de la paz. Los tejedores (1892) y Florian Geyer (1896) son dos sombríos dramas épicos. Rosa Berndt (1903) propone el destino de una mujer que adora y mata a su hijo; La fuga de Gabriel Shilling(1907), el suicidio de un hombre desgarrado por el amor de dos mujeres. Cabe enumerar también los dramas simbólicos: La ascensión de Hannele (1893), La campana sumergida (1896), Y Pippa baila (1906), Griselda (1908). El arco de Ulises (1914) presenta, un tanto disminuida y causalizada, la espléndida venganza del héroe homérico; El Mesías blanco (1920) la muerte lamentable de Moctezuma, a quien los invasores descubrieron, según refiere el Padre Sahagún, jugando con pesadas muñecas. Indipohdi (1923) renueva el argumento de la Tempestad shakespeariana. De las obras en prosa de Gerhart Hauptmann —Emanuel Quint (1910), Atlántida (1912), Fantasma (1923), La maravilla de la Isla de las Damas (1924), El libro de la pasión (1930), El hereje de Soana (1918)— acaso la más memorable es la última. Hauptmann, ahora vive en la soledad montañosa de Agnetendorf. En 1912 recibió el Premio Nobel de Literatura. «STAR MAKER», DE OLAF STAPLEDON Hecho que regocijará el corazón de los buenos lectores de H. G. Wells: Olaf Stapledon acaba de publicar otro libro. Stapledon, harto inferior a Wells como artista, lo supera en el número y en la complejidad de sus invenciones, ya que no en su buen desarrollo. En Star Maker ha tenido el acierto de prescindir de todo artificio patético (hay una incómoda infracción de esa norma en la página 288) y de narrar sus maravillas en el estilo impersonal de un historiador. Temo que la palabra «historiador» sea demasiado cálida... Este libro refiere una exploración imaginaria del universo. El héroe, mentalmente, llega a un insospechado planeta y se hospeda en el cuerpo de uno de sus habitantes «humanos». Las dos conciencias llegan a convivir y aun a compenetrarse, sin perder su carácter individual. Luego — incorpóreas— visitan otras almas en otros mundos, y construyen, a fuerza de adiciones, un casi innumerable Yo colectivo. Los muy diversos individuos que forman ese Yo guardan su personalidad, pero comparten sus recuerdos y su experiencia. Exploran, desde el primer instante del tiempo hasta el último, el espacio estelar. Star Maker es el resumen de esa enorme aventura. En ciertos planetas el sentido del gusto es el más sutil. «Aquellos hombres gustaban, no sólo con la boca, sino con las oscuras manos húmedas y los pies. Sabores de metales y de maderas, de tierras dulces y agrias, de las muchas rocas, y de las tímidas o insolentes fragancias de las plantas pisadas por los desnudos pies corredores, definían un mundo variadísimo y singularmente íntimo.» En los planetas de mayor volumen la gravitación es tan fuerte que apenas si unos pájaros muy livianos pueden alzar el vuelo. Su cerebro es exiguo, y una bandada viene a ser el órgano múltiple de una sola conciencia. «Aprendimos penosamente a ver con un millón de ojos simultáneos y a percibir la disposición de la atmósfera con un millón de alas.» En ciertos gigantescos planetas áridos el cuerpo múltiple de cada conciencia es un enjambre o manga de insectos. «Con pies innumerables y apresurados nos internamos en diminutos laberintos de material, con innumerables antenas participamos en oscuras operaciones agrícolas e industriales, o en la navegación de barcos minúsculos en los estanques y canales de ese mundo playo.» Hay mundos auditivos también, mundos que ignoran el espacio y están sólo en el tiempo... No en vano es socialista el autor: sus imaginaciones (casi siempre) son colectivas. Baruch Spinoza, geómetra de la divinidad, creía que el universo consta de infinitas cosas en infinitos modos. Olaf Stapledon, novelista, comparte esa abrumadora opinión. «RUDYARD KIPLING: CRAFTSMAN, DE SIR GEORGE MAC-MUNN El nombre de este libro voluminoso —Rudyard Kipling, artífice— parece prometer un análisis de los procedimientos literarios manejados por él. La materia sería inagotable, ya que la indiscutible simplicidad de las ideas de Kipling —su belicoso patriotismo escolar, su pasión por el orden— está en razón directa de la feliz complejidad de su arte. Sir George Mac-Munn ni siquiera ensaya ese análisis. Apenas si comprueba el lenguaje bíblico en que solía complacerse el maestro, y anota algunos ecos de Shakespeare, de Swinburne y de Morris. Todo lo resuelve en anécdotas. Uno de los capítulos se titula «Kipling y el verdadero amor»; otro, «Mujeres de Oriente»; otro, «Perros y animales y niños». El temor inglés de ser acusado de difamación y calumnia hace que las anécdotas referidas sean del todo insípidas o no pasen de lánguidas alusiones a antiguos militares y funcionarios británicos cuyo nombre es una mayúscula. En Inglaterra —anota Osear Wilde— sólo publican sus memorias aquellas personas que ya han perdido totalmente la memoria. Sir George, de cuando en cuando, es explícito. Entonces nos refiere la «verdadera» historia de Kim o define la exacta ubicación (en un viejo plano de Lahore) de la Puerta de los Cien Pesares. El proceso, bien visto, no deja de ser paradójico. El tiempo acumula experiencias sobre el artista, como sobre todos los hombres. A fuerza de omisiones y de énfasis, de olvido y de memoria, éste combina algunas de ellas y elabora así la obra de arte. Después la crítica desteje laboriosamente la obra y recupera (o finge recuperar) la desordenada realidad que la motivó. Repone el caos primordial, es decir. 3 de septiembre de 1937 THE GREAT GOLDWYN, DE ALVA JOHNSTON A juzgar por este volumen, el afamado director de la Metro-Goldwyn es un hombre muy perspicaz y nada vanidoso. Lo bastante perspicaz para comprender que su fama de ignorante y de atolondrado lo hace más bien simpático; lo bastante abnegado para fomentar la fabricación y la circulación de absurdas anécdotas que ilustran esa fama. He aquí unas pocas, elegidas casi al azar: 1. Al ser desairado por un director. —¡Así son estos directores! Siempre muerden la mano que pone el huevo de oro. 2. Ante un reloj de sol. —¿Qué es ese redondel? —Un reloj de sol. —¿Para qué sirve? —Para marcar la hora según el sol. —¡Las cosas que ahora inventan! 3. Un domingo por la mañana en la playa. —¡Qué día lindísimo para pasar el domingo! Otra anécdota. En 1933, Bernard Shaw conversó largamente con Samuel Goldwyn. Bernard Shaw, desesperado de llegar a un acuerdo, acabó por decirle: "Lo malo, señor Goldwyn, es que a usted sólo le interesa el arte y a mí sólo me interesa el dinero". DE LA VIDA LITERARIA James Hilton, autor de "Horizonte perdido", ha publicado otra novela: "No estamos solos". Hilaire Belloc, antiguo compañero de armas de Chesterton y autor de unos setenta volúmenes que tratan "de todas las cosas y otras muchas más", acaba de añadir a esa biblioteca una vasta obra histórica: "La cruzada". E. E. CUMMINGS Los hechos estadísticos de la vida del poeta Edward Estlin Cummings caben en pocas líneas. Sabemos que nació en Massachusetts, a fines de 1894. Sabemos que estudió en la Universidad de Harvard. Sabemos que a principios del año 1917 se alistó en la Cruz Roj a y que una indiscreción epistolar le valió tres meses de cárcel. (En la cárcel, «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación», concibió su libro inicial: El enorme cuarto.) Sabemos que después se batió como soldado de infantería. Sabemos que es un inspirado conversador y que líneas textuales de las literaturas de Grecia, de Roma, de Inglaterra, de Alemania y de Francia suelen ilustrar su discurso. Sabemos que en 1928 se casó con Ann Barton. Sabemos que suele practicar el dibujo, la acuarela y el óleo. Sabemos, ¡ay!, que a la literatura suele preferir la tipografía. En efecto, lo primero que llama la atención en la obra de Cummings —Tulipanes y chimeneas (1923), XLI poemas (1925),y (1925), él (1923), Vivas (1932)— son las travesuras tipográficas: los caligramas, la abolición de signos de puntuación. Lo primero, y muchas veces lo único. Lo cual es una lástima, porque el lector se indigna (o se entusiasma) con esos accidentes y se distrae de la poesía, a veces espléndida, que Cummings le propone. He aquí una estrofa, traducida literalmente: «La cara terrible de Dios, más resplandeciente que una cuchara, resume la imagen de una sola palabra fatal; hasta que mi vida (que gustó del sol y la luna) se parece a algo que no ha sucedido. Soy una jaula de pájaro sin ningún pájaro, un collar en busca de un perro, un beso sin labios; una plegaria a la que faltan rodillas; pero algo late dentro de mi camisa que prueba que está desmuerto el que, viviente, no es nadie. Nunca te he querido, querida, como ahora quiero.» (Una imperfecta simetría, un dibujo frustrado y aliviado por continuas sorpresas, es la notoria ley de esta estrofa. «Cuchara» en vez de «espada» o de «estrella»; «en busca» en vez de «sin»; «beso», que es un acto, después de «jaula» y de «collar», que son cosas; la palabra «camisa» en el lugar de la palabra «pecho»; «quiero» sin el pronombre personal; «desmuerto» —undead— por «vivo», me parecen las variaciones más evidentes.) «AN ENCYCLOPAEDIA OF PACIFISM», DE ALDOUS HUXLEY En aquella segunda división de la Anatomía de la melancolía —año de 1621— que estudia los remedios contra ese mal, el autor enumera la contemplación de palacios, de ríos, de laberintos, de surtidores, de jardines zoológicos, de templos, de obeliscos, de mascaradas, de fuegos de artificio, de coronaciones y de batallas. Su candor nos divierte; en una lista de espectáculos saludables, nadie ahora incluiría el de una batalla. (Nadie, tampoco, dejó paradójicamente de embelesarse con la verosímil carga a la bayoneta del impetuoso film pacifista Sin novedad en el frente...) En cada una de las ciento veintiocho páginas de esta apretada Enciclopedia del pacifismo, Huxley combate fríamente la guerra. Jamás incurre en la diatriba o en la mera elocuencia: las tentaciones sentimentales del argumento no existen para él. Como a Benda o a Shaw, el crimen de la guerra le indigna menos que la insensatez de la guerra, que la compleja imbecilidad de la guerra. Sus razonamientos son de tipo intelectual, no de tipo patético. Sin embargo, es demasiado inteligente para ocultar que el pacifismo predicado por él exige más valor que la mera obediencia de los soldados. Escribe: «Resistir sin violencia no quiere decir no hacer nada. Significa hacer el esfuerzo enorme que se requiere para vencer el mal con el bien. Ese esfuerzo no confía en músculos fuertes y en armamentos diabólicos: confía en el valor moral, en el dominio de sí mismo y en la conciencia inolvidable y tenaz de que no hay un hombre en la tierra (por brutal, por personalmente hostil que sea) sin un fondo nativo de bondad, sin el amor de la justicia, sin un respeto por lo verdadero y lo bueno, que pueden ser alcanzados por todo aquel que use los medios adecuados». Huxley es admirablemente imparcial. Los «militaristas de izquierda», los partidarios de la lucha de clases, no le parecen menos peligrosos que los fascistas. «La eficacia militar —observa— requiere una concentración del poder, un grado sumo de centralización, la conscripción o la esclavitud al gobierno y el establecimiento de una idolatría local cuyo dios es la nación misma o un tirano semidivinizado. La defensa militar del socialismo contra el fascismo viene a ser, en la práctica, la transformación de la comunidad socialista en una comunidad fascista.» Y luego: «La revolución francesa recurrió a la violencia y terminó en una dictadura militar y en la imposición permanente de la conscripción o esclavitud militar. La revolución rusa recurrió a la violencia; Rusia, ahora, es una dictadura militar. Parece que una verdadera revolución —es decir, el pasaje de lo inhumano a lo humano— no se puede realizar por medios violentos.» «SIC TRANSIT GLORIA», DE MILWARD KENNEDY En la dedicatoria de este volumen, Milward Kennedy observa que la novela policial es un género que está por agotarse y afirma la inmediata necesidad de una renovación psicológica. Yo iría más lejos: yo espero demostrar algún día que la pura novela policial, sin complejidad psicológica, es un género espurio y que sus mejores ejemplos —El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux, El misterio de la cruz egipcia de Ellery Queen, El crimen del escarabajo de S. S. Van Dine— ganarían muchísimo reducidas a cuentos breves. Es irrisorio que una adivinanza dure trescientas páginas... No en vano la primera novela policial que registra la historia —la primera en el tiempo y quizá en el mérito: The Moonstone (1868) de Wilkie Collins— es, asimismo, una excelente novela psicológica. Milward Kennedy ha retomado en Sic transit Gloria esa buena tradición. «La obra —dice el autor— es un experimento: unos cuantos días en la vida de un hombre cuya amiga se ha muerto. Dejo a cargo de la penetración del lector los resultados de los actos del hombre, la conducta de la policía, las sentencias y todo lo demás.» El experimento ha sido feliz: en una tarde y una noche he leído Sic transit Gloria. Menos intensa y menos implacable que la novela Death to the Rescue —sin duda la mejor de las nueve o diez que ha publicado Milward Kennedy—, es acaso no menos interesante. No sólo interesa el problema; interesan los caracteres. Mejor dicho: el problema interesa en función de los caracteres. La recomiendo a mis lectores: aun a aquellos que suelen abominar de la novela policíaca. LA REVISTA DE LUDENDORFF «DESDE EL SAGRADO MANANTIAL DE LA FUERZA ALEMANA» La revista de Ludendorff «Desde el sagrado manantial de la fuerza alemana» prosigue en Munich su campaña implacable y quincenal contra los judíos, contra el papado, contra los budistas, contra la masonería, contra los teósofos, contra la Sociedad de Jesús, contra el comunismo, contra el doctor Martín Lutero, contra Inglaterra y contra la memoria de Goethe. 17 de septiembre de 1937 DE LA VIDA LITERARIA El décimo número de "Micromégas" —"correo crítico y técnico del libro moderno"— ha sido redactado en su casi totalidad por autores que han muerto hace dos mil años. En sus páginas el curioso lector puede estudiar: La guerra de España, vista por Julio César; la no intervención, juzgada por Demóstenes; el bergsonismo, expuesto por Plotino; el retrato del dictador, por Platón; la estrategia electoral, por un hermano de Cicerón; el Misterio de la Mujer Desnuda, relato policial de Heliodoro. J. C. Tricot ha compilado y titulado esos anacronismos, que corresponden sin violencia excesiva a las circunstancias actuales. En el número de agosto de la N.R.F., Julien Benda ha iniciado la publicación de la segunda parte de sus Memorias. La primera describió la formación de su espíritu; ésta, los diversos contactos de ese espíritu con la gente. La obra se titula, con voluntaria y bella pedantería, "Un régulier dans le siécle". FRITZ VON UNRUH De todas las naciones que se batieron en 1914, ninguna ha producido una literatura antibélica tan diversa y tan esencial como la que se vio en Alemania. De los muchos poetas alemanes que execraron la guerra (Johannes Becher, Walter Hasenclever, Franz Werfel, Wilhelm Klemm, Albert Ehrenstein, Alfred Vagts...) ninguno más interesante, psicológicamente, que Fritz von Unruh. Otros execradores de la guerra —aquí pienso también en Barbusse, en Remarque, en Sheriff, en Leonhard Frank— eran civiles arrojados de golpe al infierno perplejo de las trincheras; Fritz von Unruh era un militar de vocación heroica, que siempre había esperado de la guerra la justificación de su vida. («Me inquietan poderosos presentimientos —dice uno de los personajes de Unruh, al entrar en batalla—. Es como si el olor de la sal ya estuviera en las narices y en los pulmones. Sin embargo, aún no hemos visto el mar...») Hijo, nieto y bisnieto de militares, Unruh nació en Silesia, en 1885. En 1912 era oficial de ulanos. Ese mismo año, Max Reinhardt estrenó su drama Oficiales en el Deutsches Theater de Berlín. El éxito fue clamoroso; la prensa, previsiblemente, comparó al autor con Heinrich von Kleist. Reinhardt le había solicitado otro drama; Unruh le entregó Luis Fernando, príncipe de Prusia. La censura prohibió la representación. Unruh lo publicó: la prensa lo volvió a comparar con Heinrich von Kleist, pero también con Ibsen y Strindberg. En el fresco verano en 1914 estalló lo que sabemos todos. Unruh, oficial de caballería, conoció al fin la guerra. A principios de 1915, «entre la silla de montar y el vivac», terminó el poema dramático Ante la decisión. El protagonista es un ulano; entre los otros personajes figura un muerto, un sacerdote, una mujer y el fantasma de Shakespeare. Esa deliberada irrealidad es típica de Unruh —y quizá de todo el arte germánico. Más extraordinario aún es el caso de Opfergang, libro compuesto en marzo y abril de 1916, ante la fortaleza de Verdún. Ese grave y breve relato —acaso el más intenso de cuantos ha motivado la guerra— no quiere en línea alguna ser una transcripción de la realidad. Que una experiencia se transforme inmediatamente en un símbolo, he ahí lo singular. (Opfergangha sido publicado en francés como quinto volumen de la «Collection de la Revue Européenne» bajo el nombre Verdun.) Otros libros de Unruh: Un linaje (1918), Tempestades (1921), Discursos (1924), Alas de la Victoria, diario de un viaje a Londres y a París (1925), Bonaparte (1927). «L'HOMME BLANC», DE JULES ROMAINS Si yo escribiera (como ya lo estoy escribiendo) que el poema L'homme blanc es una epopeya, alguien me haría notar que las epopeyas ocurren en la aurora de las culturas y no en su atardecer, y que mal puede competir con Homero el señor Jules Romains —simple contemporáneo nuestro y demoledor de Filippo Tomaso Marinetti en el Congreso anual de los PEN Clubs. Ese mismo alguien (u otro) me asestaría los nombres monumentales del Ramayana, de la Ilíada, de la Odisea, de la Canción de Rolando, del Cantar de Mío Cid, del Nibelungenlied y del Beowulf, y me preguntaría si L'homme blanc (1937, París) puede hombrearse en verdad con ese adorable catálogo. A lo cual yo respondería que todos esos eminentes poemas narran hechos locales, individuales, en tanto que L'homme blanc narra un solo hecho impersonal que se mide por siglos: el destino pasado y venidero de nuestra raza. No afirmo que esa vastedad sea una precelencia; afirmo, sí, que es un rasgo épico que nadie deja de atribuir a las epopeyas antiguas y que éstas siempre ignoran. (La Ilíada, por ejemplo, no es siquiera el poema de Ilion o Troya: es apenas una Aquileida. «Canta, diosa, la destructora ira de Aquiles, hijo de Peleo», dice el exordio.) Las ciento veinte páginas de L'homme blanc son muy desiguales. A veces el poeta recae en la mera oratoria: Fin de toute oppression. L'homme délivréde l'homme. Régne du droit sur la forcé, et du travail sur l'argent. Pleine respiration de la foule intelligente. A veces, en la mera greguería: Un policier cambré conduit la rué comme un orchestre. Hay, en cambio, pasajes conmovedores. Por ejemplo, éste, que Jules Romains dirige al hombre blanco de hace cuatro mil años, al dulce antepasado salvaje que entra con timidez en la casa abierta: Regarde. Pas méme besoin de courber la tete. Et comme ceci, que nous appelons une porte, Tourne docilement et s'applique avec justesse! La porte! II n'y a pas d'objetplusfidéle á l'homme. Por ejemplo, éste, personal y meditativo: J'ai quarante ans. J'aifait beaucoup de livres. Et plus de vers qu'un rucher ría d'abeilles. Ils sont partís. Quelle es leur aventure? L'exil leur plait. Le soir les aide á vivre. «THE ROMANTIC AGE», DE R. B. MOWAT En tres facilidades, en tres errores suelen incurrir los libros como éste. El primero: enternecernos o enternecerse con palabras, muebles, costumbres o prendas de vestir anticuadas. El segundo: venerar a los hombres de otro siglo porque éstos se abstuvieron de ciertos procedimientos estéticos cuya simple existencia no sospecharon —verbigracia, el monólogo interior de James Joyce. El tercero y sin duda no el último: reducir el pasado a la anticipación del presente y no ver otra cosa que «precursores». En general, R. B. Mowat ha eludido esas fallas. Su descripción de la primera mitad del siglo diecinueve es de una extraordinaria vivacidad. Ya que la obra se titula La Era Romántica es natural que en ella figuren ampliamente los alemanes, que fueron y que son (para el bien o el mal) la nación más romántica de Europa, sin excluir acaso a Inglaterra. Los principales capítulos tratan de Alemania; los otros, de Francia, de Inglaterra, de Rusia, de España, de Austria, de Italia y de Turquía. Noto, de paso, algún inconcebible error. En la página 142 se lee que Las cuitas del joven Werther de Goethe no es la obra de un romántico. Yo pregunto: Si la palabra «romántico» es inaplicable a esa famosa narración lacrimógena, ¿a qué cosa del cielo o de la tierra cabe aplicarla? También juzgo censurable la práctica de intercalar pequeñas biografías de tipo enciclopédico de cada uno de los hombres célebres mencionados. Esas informaciones interrumpen al mismo autor y entorpecen el argumento o la exposición. El retorno a la naturaleza de Jean Jacques Rousseau, la idealización de la Edad Media de Haller, el ostentoso y deliberado pesimismo de Byron, el culto de los héroes de Carlyle y su reducción de la historia universal a unas pocas biografías heroicas, la colaboración involuntaria de Sir Walter Scott al renacimiento católico, las diversas teorías del Estado Absoluto elaboradas en Alemania y el retorno a la Cruz predicado por Chateaubriand, son algunas de las materias que este libro expone y discute. DOS LIBROS NUEVOS SOBRE LA INDIA Dos libros nuevos sobre la India. El primero —Voyage aux Indes— es obra del escritor polaco Fernando Goetel. El segundo, casi inocentemente charlatanesco, es obra del señor Maurice Mugre. Su nombre es la siguiente enumeración: India, magia, tigres, selvas vírgenes... El discreto lector observará que las tres últimas palabras de ese catálogo están contenidas en la primera y la debilitan. 1 de octubre de 1937 DER KAMPF ALS INNERES ERLEBNIS, DE ERNST JUENGER Aquel inapelable doctor Johnson que una vez declaró: "El patriotismo es el último refugio de los canallas", dijo también, hacia 1777: "La profesión de los marineros y de los soldados tiene la dignidad del peligro". Este ensayo de Juenger es una vindicación de la guerra; su motivo central es precisamente esa dignidad del peligro. Es curioso el caso de Ernst Juenger. A los diez y nueve años se batió como soldado de infantería en las trincheras del frente occidental; a los veinticuatro publicó un libro titulado "In Stahlgewittern" ("Entre los huracanes de acero") que alaba y agradece la guerra. Ese libro inicial era narrativo; éste quiere fundar y definir una mística militar. Para Ernst Juenger, la guerra no es un instrumento: es un fin. Es la experiencia más intensa de que el hombre es capaz; es una actividad desinteresada como el arte o la religión. Es una actividad que requiere (como la religión y como el arte) su vocación y su educación especial. "La facultad de ensimismarse en la guerra como en el cielo estrellado o en una música — escribe Ernst Juenger— ha sido concedida a muy pocos. Los otros, los que no sienten en la guerra la afirmación, sino el propio dolor, ésos la viven como esclavos, no como hombres." Dicho sea con otras palabras: la guerra (según Juenger) es una especie de arte minoritario o de religión esotérica. Muchos son los llamados —a veces, todos: por ejemplo, durante el bombardeo de una ciudad,— y pocos, o ninguno, los elegidos. Rasgo de estricta lógica: la mística guerrera de Juenger excluye el odio, pero no la crueldad. En efecto, ¿cómo puede odiar el soldado a su necesario enemigo? Juenger, soldado de 1914, escribe contra el odio: esa mala pasión de los civiles y de los literatos. En su libro abundan los relatos heroicos; alguno de ellos exalta el coraje francés, inglés o americano. Lástima grande que este militar prescinda, al escribir, de toda brevedad militar. En vez del laconismo que requieren su doctrina y su tema, se complace en la vana acumulación de metáforas insensatas: "el óseo puño del delirio que oprime los cerebros" (página 86); "el puño de esqueleto de la muerte sobre los campos asolados" (página 19). No dice: "en épocas de alguna tranquilidad". Prefiere aludir, fiel a su furor alegórico, a "esos entreactos en que el dios de la guerra golpea raras veces el suelo con su clava de hierro". No estoy exagerando; interrogue el incrédulo lector la página 22. DE LA VIDA LITERARIA La casa editorial Jonathan Cape, de Londres, ha puesto en venta los primeros volúmenes de una nueva serie: la "Odyssey Library". Se trata de obras en "octavo menor", "generosamente ilustradas". El mar abierto, los distantes lugares de la tierra, el ímpetu de la aventura, la proyección y ejecución de viajes peligrosos, tales son las materias que se propone la "Odyssey Library". COUNTÉE CULLEN Los hechos de la vida de Countée Cullen requieren pocas líneas. (Los hechos, los meros hechos estadísticos.) Cullen es negro, pero la tradición de su familia no es proletaria ni servil. Es burguesa, urbana, eclesiástica. (Su padre, el reverendo Abner Cullen, fundó la Iglesia Episcopal Metodista de la ciudad de Salem.) Cullen nació en el año 1903, en Nueva York. Estudió en New York University y luego en Harvard. En 1928 fue a Inglaterra y a Francia como becado de la Fundación Guggenheim. A los catorce años Cullen escribió su primer poema. Se titulaba «A un nadador» y era en verso libre —forma que el autor no ha vuelto a ensayar. Ese poema, escrito a instigación de un profesor de literatura, apareció un año después en «The Modern Shool Magazine». Cullen ya no lo recordaba, pero la felicidad y el bochorno de descubrirlo en verdaderas letras de molde — ¡qué lástima esa efe un poco borrada, qué pena la omisión de esa coma!— lo movió a escribir otros. En 1919 publicó «Tengo una cita con la vida»; en 1923 —en la revista de gente blanca «The Bookman»—, «A un muchacho moreno». Tennyson, Alfred Edward Housman, Edna St. Vincent Millay y John Keats son los fervores esenciales de Cullen. No es casual que esos nombres sean los de cuatro músicos del inglés, los de cuatro ansiosos artífices. Nada le interesa a Cullen como la forma. «Cuantos versos escribo», ha dicho una vez, «los hago por amor de su música. Repito que mi anhelo es ser un poeta y alcanzar el nombre de tal y no de poeta negro. Mis versos, sin embargo, se empeñan en tratar de los negros y de las exaltaciones y honduras de la emoción que yo mismo siento como hombre negro.» El esplendor de muchos poemas de Cullen es indudable. Buena parte de su virtud deriva de su música: de ahí la inutilidad (o la imposibilidad) de querer traducirlos. C. Cullen ha publicado: Color (1925), Sol de cobre (1927), La balada de la muchacha morena (1927), y El cristo negro (1929). «AUTOBIOGRAPHY», DE G. K. CHESTERTON Gravemente observar que de todos los libros de Chesterton el único que no es autobiográfico es el libro Autobiografía no es paradoja muy memorable, pero es la casi pura verdad. El Padre Brown o la batalla naval de Lepanto o el libro que fulminaba a quienes lo abrían, le han dado a Chesterton más oportunidad de ser Chesterton que esta labor autobiográfica. No censuro la obra, mi sentimiento primordial es de agrado y aun a veces de encanto, pero la juzgo menos típica que otras, y entiendo que su plena gustación postula y presupone esas otras. No es el libro que yo recomendaría para trabar conocimiento con Chesterton. (Como libro inicial y de iniciación, yo indicaría más bien cualquiera de los cinco volúmenes de la Gesta del Padre Brown o el resumen de la época victoriana o el Hombre que fue Jueves, o los poemas...) En cambio, para quienes ya son amigos de Chesterton, este libro colmado y generoso bien puede ser una nueva ocasión de felicidad. El periodista inglés Douglas West ha dicho que es su libro más alto. Es el más alto porque lo sostienen los otros. Innecesario hablar de la magia y del brillo de Chesterton. Yo quiero ponderar otras virtudes del famoso escritor: su admirable modestia y su cortesía. Los literatos que en nuestro solemne país condescienden al género autobiográfico, nos hablan de sí mismos en un tono remoto y reverencial como si hablaran de un ilustre pariente que a veces encontraran en los velorios; Chesterton, al contrario, intima jovialmente con Chesterton y hasta se ríe de él. De esa modestia varonil hay ejemplos en cada página. Traslado éste, del capítulo que se llama «El suburbio fantástico». (Otros capítulos se llaman: «El hombre de la llave de oro», «Cómo ser un demente», «El crimen de la ortodoxia», «La sombra de la espada», «El viajero incompleto», «El dios de la llave de oro»...) Yeats declara en un verso, olímpicamente: «No hay un imbécil que pueda tratarme de amigo». Chesterton lo pondera, y añade: «En cuanto a mí, supongo que hay muchos imbéciles que pueden tratarme de amigo y también —reflexión más edificante— muchos amigos que pueden tratarme de imbécil». UNA DE LAS COQUETERIAS LITERARIAS DE NUESTRO TIEMPO Una de las coqueterías literarias de nuestro tiempo es la metódica y ansiosa elaboración de obras de apariencia caótica. Simular el desorden, construir difícilmente un caos, usar la inteligencia para obtener los efectos de la casualidad, ésa fue, en su momento, la obra de Mallarmé y de James Joyce. La quinta década de los Cantos de Pound, que acaba de salir en Londres, continúa esa extraña tradición. 15 de octubre de 1937 LA MAQUINA DE PENSAR DE RAIMUNDO LULIO Raimundo Lulio (Ramón Llull) inventó a fines del siglo xin la máquina de pensar; Atanasio Kircher, su lector y comentador, inventó, cuatrocientos años después, la linterna mágica. La primera invención consta en la obra titulada Ars magna generalis; la segunda, en la no menos inaccesible Ars magna lucís et umbrae. Los nombres de ambas invenciones son generosos. En la realidad, en la mera lúcida realidad, ni la linterna mágica es mágica ni el mecanismo ideado por Ramón Llull es capaz de un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico. Dicho sea con otras palabras: comparada con su propósito, juzgada según el propósito ilustre del inventor, la máquina de pensar no funciona. El hecho es secundario para nosotros. Tampoco funcionan los aparatos de movimiento continuo cuyos dibujos dan misterio a las páginas de las más efusivas enciclopedias; tampoco funcionan las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar quiénes somos y qué cosa es el mundo. Su pública y famosa inutilidad no disminuye su interés. Puede ser el caso (creo yo) de la inútil máquina de pensar. La invención de la máquina Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele) cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-1742) nos permite conjeturarlo. Es verdad que Salzinger, el editor, juzga que ese grabado es la simplificación de otro más complejo; yo prefiero pensar que es el modesto precursor de los otros. Examinemos ese antepasado (figura 1). Se trata de un esquema o diagrama de los atributos de Dios. La letra A, central, significa el Señor. En la circunferencia la B quiere decir la bondad, la C la grandeza, la D la eternidad, la E el poder, la F la sabiduría, la G la voluntad, la H la virtud, la I la verdad, la K la gloria. Cada una de esas nueve letras equidista del centro y está unida a todas las otras por cuerdas o por diagonales. Lo primero quiere decir que todos los atributos son inherentes; lo segundo, que se articulan entre sí de tal modo que no es heterodoxo afirmar que la gloria es eterna, que la eternidad es gloriosa, que el poder es verídico, glorioso, bueno, grande, eterno, poderoso, sapiente, libre y virtuoso, o bondadosamente grande, grandemente eterno, eternamente poderoso, poderosamente sabio, sabiamente libre, libremente virtuoso, virtuosamente veraz, etcétera,etcétera. Quiero que mis lectores alcancen bien toda la magnitud de ese etcétera. Abarca, por lo pronto, un número de combinaciones muy superior a las que puede registrar esta página. El hecho de que sean del todo vanas —de que, para nosotros, decir que la gloria es eterna es tan estrictamente nulo como decir que la eternidad es gloriosa— es de un interés secundario. Ese diagrama inmóvil, con sus nueve mayúsculas repartidas en nueve cámaras y atadas por una estrella y unos polígonos, es ya una máquina de pensar. Es natural que su inventor —hombre, no lo olvidemos, del siglo xm— la alimentara con materias que ahora nos parecen ingratas. Nosotros ya sabemos que los conceptos de bondad, de grandeza, de sabiduría, de poder y de gloria, son incapaces de engendrar una revelación apreciable. Nosotros (en el fondo, no menos ingenuos que Llull) la cargaríamos de un modo distinto. Sin duda, con las palabras Entropía, Tiempo, Electrones, Energía potencial, Cuarta dimensión, Relatividad, Protones y Einstein. O, también: Plusvalía, Proletariado, Capitalismo, Lucha de clases, Materialismo dialéctico, Engels. Los tres discos Si un mero círculo, subdividido en nueve cámaras, da lugar a tantas combinaciones, ¿qué no podemos esperar de tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince o veinte cámaras cada uno? Eso pensó el remoto Ramón Llull en su isla roja y cenital de Mallorca, y planeó su máquina ilusa. Las circunstancias y propósitos de esa máquina (figura 2) no nos interesan ahora; sí el principio que la movió: la aplicación metódica del azar a la resolución de un problema. En el exordio de este artículo dije que la máquina de pensar no funciona. La he calumniado: elle ne fonctionne que trop, funciona abrumadoramente. Imaginemos un problema cualquiera: dilucidar el «verdadero» color de los tigres. Doy a cada una de las letras lulianas el valor de un color, hago rodar los discos y descifro que el inconstante tigre es azul, amarillo, negro, blanco, verde, morado, anaranjado y gris o amarillamente azul, negramente azul, blancamente azul, verdemente azul, moradamente azul, azulmente azul, etcétera... Ante esa ambigüedad torrencial, los partidarios de la Ars magna no se arredraban: aconsejaban el empleo simultáneo de muchas máquinas combinatorias, que (según ellos) se irían orientando y rectificando, a fuerza de «multiplicaciones» y «evacuaciones». Durante mucho tiempo, muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los arcanos del mundo. Gulliver y su máquina Quizá recuerden mis lectores que Swift, en la tercera parte de los Viajes de Gulliver, se burla de la máquina de pensar. Propone o describe otra, más compleja, donde la intervención humana es harto menor. Esta máquina —refiere el capitán Gulliver— es una armazón de madera, hecha de cubos de tamaño de un dado, eslabonados por alambres sutiles. En las seis caras de los cubos hay palabras escritas. A los lados de esa armazón horizontal hay manijas de hierro. Basta moverlas para que se inviertan los cubos. A cada vuelta cambian las palabras y el orden. Luego se leen atentamente, y si dos o tres forman una oración o trozo de oración los estudiantes las anotan en un cuaderno. «El profesor», agrega fríamente Gulliver, «me señaló varios volúmenes en folio imperial, llenos de frases rotas: materiales preciosos que era su propósito organizar para ofrecer al mundo un sistema enciclopédico de todas las artes y ciencias». Vindicación final Como instrumento de investigación filosófica, la máquina de pensar es absurda. No lo sería, en cambio, como instrumento literario y poético. (Agudamente anota Fritz Mauthner — Woerterbuch der Philosophie, volumen primero, página 284— que un diccionario de la rima es una especie de máquina de pensar.) El poeta que requiere un epíteto para «tigre», procede en absoluto como la máquina. Los va ensayando hasta encontrar uno que sea suficientemente asombroso. «Tigre negro» puede ser el tigre en la noche; «tigre rojo», todos los tigres, por la connotación de la sangre. TRAUMDICHTUNGEN, DE JEAN PAUL Johannes Reiher ha explorado los sesenta volúmenes de Jean Paul (1763-1825) y ha compilado en un breve tomo esencial algunos de los sueños —más exactamente, de las visiones— que comprende su obra. La idea es felicísima: Juan Pablo Federico Richter —autor de libros tan diversos como la novela "Titán" y los "Crepúsculos para Alemania", como "El cometa" y la "Introducción a la estética"— es, ante todo, un magnífico visionario. La arquitectura de sus obras es deficiente y muchas veces nula, sus personajes son pretextos poéticos, sus ideas meras interjecciones amplificadas... De esa enorme obra que admiraron (y tradujeron) Thomas De Quincey y Thomas Carlyle, sólo sobreviven los sueños. Richter negaba que los sueños profetizaran la realidad. También —negación más extraordinaria— negaba que la realidad profetizara los sueños. Negaba que la materia de los sueños fuera el recuerdo. Los creía sobrehumanos, angelicales. Nadie puede saber si son auténticos los que recopila este libro: si lo fueran, casi bastarían a probar la tesis de Richter. Hay muchos de un sabor que bien puede llamarse paradisíaco. Rasgo curioso: los menos narrativos, los más abstractos, los más ajenos de invención novelística, son los más admirables. Cierto impudor sentimental suele incomodar en los otros, cierto exceso barroco de objetos astronómicos y florales. El sueño más hermoso (página 52) es aquel que no se describe, aquel sueño "del que no perduraba por la mañana ni una imagen ni una palabra, pero sí una anónima felicidad que llegó hasta la noche". Quiero destacar otro rasgo mágico: el rostro de aquel Niño Jesús (página 70) "que no cambiaba al acercarse y no se agrandaba". DE LA VIDA LITERARIA Otro libro de Henri Massis: "L'honneur de servir". En su decurso, las ejecuciones capitales abundan. Renán, Barres, Henry Bergson, Romain Rolland, Anatole France, André Gide, Oswald Spengler, los rusos y la raza amarilla son sus víctimas preferidas. En cambio, invoca sin ironía esta "boutade" de Maurras: "La razón reconoce como idénticas las exigencias de la cultura humana y las del nacionalismo francés". La primera versión francesa de las "Novelas ejemplares" de Miguel de Cervantes data de 1615. La última es la que acaba de publicar Jean Cassou. De los doce cuentos que integran esa colección, Jean Cassou ha traducido siete: "La gitanilla", "El celoso extremeño", "La fuerza de la sangre", "El casamiento engañoso", "La ilustre fregona", "El coloquio de los perros" y "Rinconete y Cortadillo". Han aparecido ya seis volúmenes de la edición final y definitiva de las obras completas de Rudyard Kipling. Esta edición, que abarca muchas piezas inéditas y registra las últimas correcciones introducidas en el texto por el autor, constará de treinta y cinco volúmenes. Según la más reciente convicción de la crítica inglesa, el mejor libro de la guerra de 1914 no es "El fuego" de Henri Barbusse, ni los "Siete pilares de la sabiduría" de Lawrence, ni "Sin novedad en el frente occidental" de Erich María Remarque. Es la obra "Entre paréntesis" de David Jones. ALFRED DÓBLIN Casi todos los escritores alemanes son de formación académica. Son hombres que han llegado a la literatura por el camino de la misma literatura, o de la teología y la metafísica. Alfred Dóblin, no. Nació en 1878, ejerció durante años la medicina en los barrios obreros de Berlín y publicó la primera de sus novelas en 1915. La obra de Dóblin es curiosa. Descontados varios artículos de carácter político o literario — por ejemplo, un análisis delicado del Ulises de Joyce; por ejemplo, un estudio de las bases de la literatura marxista—, esa obra consta exactamente de cinco novelas. Cada una de ellas corresponde a un mundo distinto, incomunicado. «La personalidad no es otra cosa que una vanidosa limitación» ha declarado en 1928 Alfred Dóblin. «Si mis novelas sobreviven, espero que el porvenir las atribuya a cuatro personas distintas.» (Al formular ese modesto o ambicioso deseo, no había publicado aún Berlín Alexanderplatz.) La primera de las cinco grandes novelas es la que se titula Los tres saltos de Wanglun. Los conspiradores, las venganzas, las ceremonias, las sociedades secretas de la China, son la materia de ese pobladísimo libro. Para escribirlo, Dóblin se documentó vastamente en los archivos y museos de Berlín. Wallenstein, la segunda, es también histórica: su tema es la Alemania ensangrentada del siglo xvn. Montañas, mares y gigantes (1924) es una epopeya del porvenir, a la manera de H. G. Wells o de Olaf Stapledon. (El lugar de la acción, Groenlandia; los héroes, todas las naciones del mundo.) Manas (1926) acontece en el Himalaya, entre muertos. Berlín Alexanderplatz (1929), la última, es laboriosamente realista: su lenguaje es oral; su tema, el proletariado y malevaje de Berlín; su método, el de Joyce en Ulises. Conocemos no solamente los actos y los pensamientos de su héroe, el desocupado Franz Biberkopf, sino los de la ciudad que lo ciñe. Dóblin ha escrito que el Ulises es un libro exacto, biológico. Cabe afirmar lo mismo de Berlín Alexanderplatz. «TIME AND THE CONWAYS», DE J. B. PRIESTLEY La crítica se ha preguntado más de una vez: ¿Debe corresponder el tiempo del arte al tiempo de la realidad? Las contestaciones son múltiples. Shakespeare —según su propia metáfora— puso en la vuelta de un reloj de arena las obras de los años; Joyce invierte el procedimiento y despliega el único día de Mr. Leopold Bloom y de Stephen Dedalus sobre los días y las noches de su lector. Más interesante aún que el empeño de abreviar o extender el tiempo es el de barajar el pasado y el porvenir. En su novela Azar, Conrad inaugura ese método; Faulkner lo desarrolla intensamente en El sonido y la furia. (El primer capítulo de esa obra corresponde al 7 de abril de 1928; el segundo, al 2 de junio de 1910; el penúltimo, a la víspera del primero...) En el terreno cinematográfico, no sé si mis lectores recordarán El poder y la gloria, de Spencer Tracy. Ese film es la biografía de un hombre, con omisión deliberada (y conmovedora) del orden cronológico. El primer cuadro es el de su entierro. J. B. Priestley acaba de trasladar a la escena esos anacronismos. Su drama —a semejanza de El sonido y la furia de William Faulkner— muestra la decadencia de una familia. El primer acto (1919) presenta una reunión en casa de la protagonista, Kay Conway, que cumple veintiún años. El segundo presenta las mismas personas, en el mismo lugar, pero en 1937. (Ha muerto Carol Conway, la menor.) El tercero nos hace regresar al cumpleaños, y ya cada palabra es dulce y terrible, como son las palabras en el recuerdo. El contraste brutal es el mayor peligro de ese argumento; Priestley —espontáneamente— lo salva. A primera vista puede parecer un error que en el acto inicial abunden los aciagos presentimientos. Luego advertimos que sin ellos el principio de la obra de Priestley sería poco dramático y que su misma vaguedad resulta un estímulo. He destacado la novedad técnica de Time and the Conways; ello, por cierto, no quiere decir la falta de otros méritos. 29 de octubre de 1937 DICTIONARY OF MODERN ENGLISH USAGE, DE H. W. FOWLER Admirable, y tal vez invulnerable como obra de consulta, este volumen, sin embargo, adolece de variadas faltas de lógica. Su docto compilador no lo ignora, ya que en las páginas iniciales abomina de los pedantes "que están convirtiendo el idioma inglés en una ciencia exacta o en un aparato automático". Ese anatema es característico de la confusa mente del autor. En efecto, si los "pedantes" están realmente convirtiendo el idioma en una ciencia exacta, son merecedores de gratitud, no de fulminaciones. En cuanto a la segunda imputación —la de convertir el inglés en una "automatic machine",— toda su fuerza está en que esas máquinas son un poco irrisorias porque despachan cigarrillos y caramelos. En sí, el concepto de una maquinaria automática no es reprochable. Fowler, a veces, invoca el valor etimológico de las palabras. Que haya ignorantes por ahí que den a la palabra "meticuloso" el sentido de "exacto", le parece muy mal, porque "meticulosus", en latín, quiere decir medroso. En cambio, aprueba galicismos como "nom de plume", "blanc-mange" y "á l'outrance", tan comunes en Oxford como ignorados y alarmantes en Francia. Le incomoda que los arabistas digan "Mohámed"; él insiste en "Mahomet" (Mahoma). (Antes era costumbre romancear todos los nombres propios: Pablo Valerio le hubieran dicho a Paul Valéry, Bernardo Savio a Bernard Shaw, Goecio a Goethe, Jorge Moro a George Moore, Emilio Ludovico a Emil Ludwig, Hilerio a Hitler y Velsio —o Velso— a H. G. Wells...) Fowler, como todo filólogo, es fatalista. "Al inglés —dice— más vale tratarlo a la inglesa. Abandonemos toda idea de una reforma general ortográfica; procedamos con lentitud, y antes de corregir un absurdo, aguardemos que éste sea intolerable..." En otro lugar nos exhorta "a no pronunciar mejor que el prójimo". De acuerdo, pero ¿quién es el prójimo? DE LA VIDA LITERARIA John Cowper Powys —de cuyo "Glastonbury Romance" dijo J. D. Beresford que era una de las mayores novelas del mundo, y Harold Nicolson que era una obra sólida, honorable, mal gobernada, pretenciosa y casi intolerablemente aburrida— ha publicado otra novela: "Morwyn". Está escrita en primera persona, el narrador es un militar retirado y el tema es un descenso al Infierno. Se trata de un infierno refaccionado, provisto de televisión. Entre los habitantes figuran el marqués de Sade, Nerón, Tomás de Torquemada y Calvino. Dos ilustres fantasmas adicionales — Rabelais y Sócrates— mitigan un poco el horror. Veintiocho traducciones de la Odisea puede enumerar la literatura inglesa, desde la de George Chapman, que es de 1614, hasta la de Lawrence de Arabia, publicada por primera vez en noviembre de 1932. En estos días el doctor Rouse acaba de publicar su traducción, que viene a ser la vigésima novena. Su método es el que inauguró Samuel Butler: considerar la historia de Ulises como una novela burguesa y traducirla en un inglés conversado, cómodo y familiar. Pierre Mac Orlan acaba de vaticinar la extinción del género novelesco: profecía que no debe azorarnos, puesto que el gigantismo de ciertos ejemplares recientes —el "Ulises" de Joyce, "Los hombres de buena voluntad" de Romains, "Del tiempo y del río" de Wolfe, "La montaña mágica" de Thomas Mann, el "Studs Lonigan" de James Farrell— bien puede ser un síntoma degenerativo. La novela está a punto de morir, dice Mac Orlan; nadie releerá las antiguas ni ensayará otras nuevas. Perdurarán, en cambio, las artes del cinematógrafo, de la radiotelefonía, del periodismo y los poemas breves. FRANZ KAFKA Los hechos de la vida de este autor no proponen otro misterio que el de su no indagada relación con la obra extraordinaria. Kafka nació en el barrio judío de la ciudad de Praga, en 1883. Sus padres poseían algún dinero. Kafka estudió derecho, se doctoró y trabajó en una compañía de seguros. De su juventud sabemos dos cosas: un amor desdichado y el gusto de las novelas de aventuras y de los libros de viajes. Era tuberculoso: pasó buena parte de sus días en sanatorios del Tirol, de los Cárpatos y de los Erzgebirge. Su primera novela —América— data de 1913. En 1919 se estableció en Berlín; en el verano de 1924 murió en un sanatorio cerca de Viena. El infame bloqueo de los aliados (escribe su traductor inglés, Edwin Muir) apresuró su muerte. La obra de Kafka consta de tres novelas incompletas y de tres volúmenes de cuentos, aforismos, cartas, diarios y borradores. (De esos tomos han aparecido en Berlín los cuatro primeros; en Praga los dos últimos.) América, la más esperanzada de sus novelas, es acaso la menos característica. Las otras dos —El proceso (1925), El castillo (1926)— tienen un mecanismo del todo igual al de las paradojas interminables del eleata Zenón. El héroe de la primera, progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., el héroe de la segunda, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. No me parece casual que en ambas novelas falten los capítulos intermedios: también en la paradoja de Zenón faltan los puntos infinitos que deben recorrer Aquiles y la tortuga. De los cuentos de Kafka entiendo que el más admirable es el titulado «La construcción de la muralla china». También: «Chacales y árabes», «Ante la ley», «Un mensaje imperial», «Un ayunador», «El pesar del padre de familia», «El problema de las leyes», «Una vieja página», «El buitre», «El topo gigante», «Investigaciones de un perro», «La madriguera». «BRYNHILD», DE H. G. WELLS No es inverosímil que los exégetas de un porvenir lejano atribuyan la obra de Wells a seis hombres distintos: 1) el narrador fantástico (La máquina del tiempo, El hombre invisible, Los primeros hombres en la luna, La isla del doctor Moreau, El caso Plattner); 2) el utópico moralista (Mundos nuevos por mundos viejos, El porvenir en América, Dios, el Rey Invisible, Anticipaciones, La conspiración abierta); 3) el novelista psicológico (La mujer de Sir Isaac Harman, Los ocultos lugares del corazón, El alma de un obispo, Juana y Pedro); 4) el humorista inglés (La historia de Mr. Polly, El amor y el señor Lewisham, Las ruedas del azar, Kipps); 5) el improvisador de enciclopedias (La ciencia de la vida, Reseña de la historia universal, Breve historia del mundo); 6) el periodista (Rusia en las sombras, Washington y la esperanza de la paz, Un año de profetizar). Se demostrará también que otros libros proceden de una colaboración. Tono-Bungoy, por ejemplo, es obra de 3 y de 4; La forma de las cosas que vendrán y Hombres como dioses, de 1 y de 2. (Más bien de 2, apenas aligerado por 1.) De Brynhild puedo asegurar que en ella han trabajado por igual Wells el humorista y Wells el psicólogo. La conjunción ha sido feliz: he leído el libro —unas trescientas páginas— en dos noches. Debo confesar, sin embargo, que Brynhild, la heroína, me ha interesado menos que el estrafalario agente de publicidad Mr. Immanuel Cloote, y mucho menos que un cierto Mr. Loader: personaje entrevisto y memorable que ha fallecido antes del principio de la novela y que aparece dos o tres veces en las conversaciones o en el recuerdo de los protagonistas. Espero que el autor le consagre un libro, aunque temo que su retrato «de cuerpo entero» sea menos eficaz que esas momentáneas visiones o entrevisiones. Otro rasgo admirable: la confesión del novelista Alfred Bunter en el décimo capítulo de la obra. Esa prolija confesión nos conmueve porque sospechamos que es falsa, porque estamos sintiendo que Alfred Bunter ha cometido un crimen. El mismo crimen del que está defendiéndose: el asesinato de un hombre. (Wells —deliberadamente— no aclara el punto.) 19 de noviembre de 1937 DE LA VIDA LITERARIA La última novela de André Billy es casi puramente intelectual: mejor dicho, escolástica. Se titula "L'Approbaniste". En un colegio de jesuitas, uno de tantos alumnos se entrega con algún entusiasmo a la secreta fabricación de versos mediocres. Sus borradores, descubiertos por azar, alarman al padre director. Éste resuelve confiscarlos. El confesor del joven aficionado intercede. Como la discusión es imposible sin la definición de los términos, los dos —honradamente— se ponen a definir la poesía. La confusa y múltiple busca de esa definición (emprendida por el colegio entero y en la que participan Santo Tomás y el Diccionario de la Academia Francesa) es el amenísimo tema de la novela. Nadie ignora que Lincoln fue asesinado en un teatro de Washington por John Wilkes Booth, actor shakespiriano. A ese crimen tan memorable le faltaba sin embargo un prestigio: el que puede conceder el misterio. La reciente obra de Otto Eisenschiml "Why was Lincoln murdered?" ("¿Por qué fue asesinado Lincoln?") hace lo posible por arrojar un poco de tiniebla sobre el asunto. Llega a la conclusión de que Booth era un mero instrumento de Edwin M. Stanton, ministro de la Guerra. Destaca muchos rasgos inexplicables, o a lo menos inexplicados. Agradezcamos este nuevo misterio histórico. Dave Marlowe, antiguo mozo de café, acaba de publicar su autobiografía. De esta primera edición ya se han agotado en Londres cuatro impresiones. Se trata de un suntuoso volumen en octavo mayor, lo prologa Desmond Mac Carthy y su adecuado y engañoso título es "Coming, sir!" — "¡En seguida, señor!". OLAF STAPLEDON Dice Olaf Stapledon: «Soy un chambón congénito, protegido (¿o arruinado?) por el sistema capitalista. Recién ahora, después de medio siglo de esfuerzo, he empezado a aprender a desempeñarme. Mi infancia duró unos veinticinco años: la moldearon el canal de Suez, el pueblito de Abbotsholme y la Universidad de Oxford. Ensayé diversas carreras, huyendo cada vez ante el inminente desastre. Maestro de escuela, aprendí de memoria capítulos enteros de la Escritura la víspera de la lección de Historia Sagrada. En una oficina de Liverpool eché a perder listas de cargas; en Port Said, candorosamente permití que los capitanes llevaran más carbón que el estipulado. Me propuse educar al pueblo. Mineros de Workington y obreros ferroviarios de Crewe me enseñaron más cosas que las que aprendieron de mí. La guerra de 1914 me encontró muy pacífico. En el frente francés dirigí una ambulancia de la Cruz Roja. Después: un casamiento romántico, el hábito y la pasión del hogar. Como adolescente casado de treinta y cinco años, me desperté. Penosamente pasé del estado larval a una madurez deforme, atrasada. Me dominaron dos experiencias: la filosofía y la convicción del trágico desorden de nuestra colmena humana... Ahora, ya con un pie sobre el umbral de la adultez mental, advierto con una sonrisa que el otro está al borde de la sepultura.» La metáfora baladí de la última línea es un buen ejemplo de la torpeza (o indiferencia) literaria de Stapledon, ya que no de su casi ilimitada imaginación. Wells alterna sus monstruos — sus marcianos tentaculares, su hombre invisible, sus selenitas macrocéfalos— con hombres irrisorios y cotidianos: Stapledon construye y describe mundos imaginarios con la precisión y con buena parte de la aridez de un naturalista. No deja que percances humanos interrumpan el espectáculo de sus fantasmagorías biológicas. Ávidamente, sus libros quieren abarcar el universo y la eternidad. Las obras de Olaf Stapledon son: Últimos y primeros hombres, Últimos hombres en Londres, Juan Raro, Nueva teoría de la ética, Un mundo que despierta, Hacedor de estrellas. «EL SUEÑO DEL APOSENTO ROJO», DE TSAO HSUE KIN Hacia 1645 —año de la muerte de Quevedo— el Imperio Chino fue conquistado por los manchúes, hombres analfabetos y ecuestres. Aconteció lo que inexorablemente acontece en tales catástrofes: los rudos vencedores se enamoraron de la cultura del vencido y fomentaron con generoso esplendor las artes y las letras. Aparecieron muchos libros hoy clásicos: entre ellos, la eminente novela que ha traducido al alemán el doctor Franz Kuhn. Tiene que interesarnos: es la primera versión occidental (las otras son un mero resumen) de la novela más famosa de una literatura casi tres veces milenaria. El primer capítulo cuenta la historia de una piedra de origen celestial, destinada a soldar una avería del firmamento y que no logra ejecutar su divina misión; el segundo narra que el héroe de la obra ha nacido con una lámina de jade bajo la lengua; el tercero nos hace conocer al héroe, «cuyo rostro era claro como la luna durante el equinoccio de otoño, cuya tez era fresca como las flores mojadas de rocío, cuyas cejas parecían el trabajo del pincel y la tinta, cuyos ojos estaban serios hasta cuando sonreía la boca». Después, la novela prosigue de una manera un tanto irresponsable o insípida; los personajes secundarios pululan y no sabemos bien cuál es cuál. Estamos como perdidos en una casa de muchos patios. Así llegamos al capítulo quinto, inesperadamente mágico, y al sexto, «donde el héroe ensaya por primera vez el juego de las nubes y de la lluvia». Esos capítulos nos dan la certidumbre de un gran escritor. La corrobora el décimo capítulo, no indigno de Edgar Alian Poe o de Franz Kafka, «donde Kia Yui mira para su mal el lado prohibido del Espejo de Viento y Luna». Una desesperada carnalidad rige toda la obra. El tema es la degeneración de un hombre y su redención final por la mística. Los sueños abundan: son más intensos porque el escritor no nos dice que los están soñando y creemos que se trata de realidades, hasta que el soñador se despierta. (Dostoievski, hacia el final de Crimen y castigo, maneja ese procedimiento una vez, o dos veces consecutivas.) Abunda lo fantástico: la literatura china no sabe de «novelas fantásticas», porque todas, en algún momento, lo son. «ENJOYMENT OF LAUGHTER», DE MAX EASTMAN Este libro es a ratos un análisis de los procedimientos del humorista, a ratos una antología de chistes: buenos y de los otros. El autor aniquila las muy aniquilables teorías de Bergson y de Freud, pero no menciona la de Schopenhauer (El mundo como voluntady representación, capítulos XIII del primer volumen, VIII del segundo) que es harto más aguda y más verosímil. Muy pocos la recuerdan. Yo sospecho que nuestro tiempo (influido por el mismo Schopenhauer) no le perdona su carácter intelectual. Schopenhauer reduce todas las situaciones risibles a la paradojal e inesperada inclusión de un objeto a una categoría que le es ajena y a nuestra brusca percepción de esa incongruencia entre lo conceptual y lo real. Mark Twain nos da un ejemplo: «Mi reloj atrasaba, pero lo mandé componer y adelantó de tal manera que no tardó en dejar muy atrás a los mejores relojes de la ciudad». El proceso, ahí, ha sido éste: En los caballos de carrera y en los vapores, la facultad de distanciar a los otros es meritoria; seguramente, lo es en los relojes también... Busco otro ejemplo y doy con esta confidencia de Laurence Sterne: «Mi tío era un hombre tan concienzudo que cada vez que necesitaba afeitarse, no vacilaba en ir personalmente a la barbería». También ahí parece cumplirse la ley de Schopenhauer. En efecto, hacer personalmente las cosas puede ser una virtud; la gracia deriva de nuestro asombro al escuchar que el acto ponderado por el embelesado sobrino es un acto del todo intransferible y de lo más común: hacerse afeitar... Schopenhauer declara que su fórmula es aplicable a todos los chistes. Ignoro si lo es; también ignoro si es el único hecho que opera en los dos chistes que he analizado. Invito a mi lector a aplicarla a este buen diálogo que leo en el libro de Eastman: «—¿No nos hemos visto ya en Cincinati? »—Yo nunca he estado en Cincinati. »—Yo tampoco. Deben haber sido otros dos.» No menos mágica (y por cierto más reducible a las tesis de Schopenhauer) es la siguiente afirmación, que traslado de la página 78: «Sirvieron una ostra tan grande que se precisaron dos hombres para tragarla». Enjoyment of Laughter ha sido elogiado por P. G. Wodehouse, por Stephen Leacock, por Anita Loos y por Chaplin. 3 de diciembre de 1937 DER GROSSE DUDEN. BILD WOERTERBUCH Este curioso diccionario visual ha sido publicado por el Instituto Bibliográfico de Leipzig. Deliberadamente, no ensaya una sola definición. Consta de ochocientas páginas en octavo y encierra unas trescientas cincuenta láminas. En esas láminas está figurado todo el universo visible. Todo, precisamente todo: las montañas, las piezas de ajedrez, los meteoros, las plantas medicinales, Federico Barbarroja, los mapas, los gasómetros, los obispos, las tortugas terrestres y marinas, los ídolos, los ejércitos, los espejos... Un índice alfabético permite descubrir inmediatamente cualquiera de las treinta mil palabras representadas. A veces, la clasificación es anómala. Por ejemplo, el grupo lingüístico "Fe" —uno de los doce que integran el diccionario— empieza por seres fabulosos (el unicornio, la sirena, la esfinge, el centauro, el grifo, el tritón...), atraviesa una capilla luterana, visita las catacumbas, saluda a varios príncipes de la Iglesia, clasifica a un abad, divide en siete partes a un capuchino (desde la sandalia hasta el hábito) y acaba en un arúspice que descifra las entrañas de un cerdo. Todo lo cual es sorprendente, pero no ilógico. Hay adaptaciones de este volumen al inglés y al francés. A BOOK OF ENGLISH POETRY, EDITADO POR G. B. HARRISON No es inútil cotejar esta novísima antología con aquella otra que Francis Turner Palgrave publicó en 1861 y que pomposamente se titula "The Golden Treasury". Ambas quieren juntar en un solo tomo las piezas esenciales o canónicas de la lírica de Inglaterra; ambas (naturalmente) son menos típicas de los quinientos años de poesía que representan que del gusto contemporáneo. Primer fruto de esa comparación: el siempre venerado William Wordsworth se ha encogido muchísimo. Seis composiciones de Wordsworth publica la antología de 1937; cuarenta la de 1861. Burns, otrora imperecedero, ha sido relegado por el editor a un limbo dialectal. También ha perecido enteramente su divulgado compatriota sir Walter Scott, que donó trece composiciones a la obra de Palgrave. Dos intensos poetas compensan con ventaja esas defunciones: William Blake (1757-1827) y el doctor John Donne (1573-1631), que convivió en el tiempo con la poesía culterana de Góngora, pero en la eternidad con Charles Baudelaire... Deploro, en cambio, que Harrison haya heredado de Palgrave la pésima costumbre editorial de agregar títulos "poéticos" —por ejemplo, "Belleza inexpresable", "Adiós al amor"— a las composiciones que elige, lo que importa una colaboración personal del todo arbitraria. Deploro, también, la inclusión excéntrica de John Bunyan (eminente, sin duda, como prosista) y la exclusión de William Morris. Este libro ni se propone ni consigue asombrar. Recopila las piezas de mayor fama, no siempre las mejores. Así, de Dante Gabriel Rossetti nos da "The Blessed Damozel", pero no "Troy Town, "Sister Helen" o "Nuptial sleep". De Coleridge nos da "Kubla Khan", pero sólo un fragmento del "Ancient mariner". En cambio —rasgo que compromete nuestra gratitud,— publica íntegramente el texto de la primera versión (1859) de las "Rubaiyat" de Fitz Gerald. DE LA VIDA LITERARIA La colección "Pelican Books" anuncia para el mes de enero, reediciones de "Soldier's pay" — la novela primigenia de William Faulkner— de "It walks by night" de John Dickson Carr, de "Lean men" de Rolph Bates y de "Trader Horn". Cada volumen costará seis peniques, o sea unos sesenta centavos. H. R. LENORMAND Henri Rene Lenormand nació en París en 1882. Es hijo de Rene Lenormand, hombre versado en la poesía y en la música persa y colaborador de la Anthologie de l'amour asiatique. (Esa antología que guarda el más desolado y urgente de todos los poemas eróticos: «Las trenzas negras», del poeta afghán Muhamadji...) Lenormand se educó en el Lycée Janson de Sailly y luego se graduó en la Sorbona. Hacia 1906 publicó su libro inicial: una serie de poemas en prosa, infelizmente titulados Paisajes de alma y errabundamente fechados en Bélgica, en Escocia y en Inglaterra. La lectura de Ibsen lo movió a escribir para el teatro. Su primer drama, Los poseídos, se estrenó en el Théátre des Arts, en París, en 1909; Polvo, el segundo, en 1914. Los dramas que estrenó después de la guerra —El tiempo es un sueño (1919), Los fracasados (1920), El devorador de sueños (1922), El viento rojo (1923)— están subdivididos en muchos cuadros, no en los tres actos habituales. Los fracasados, por ejemplo, consta de quince cuadros intensos que muestran, a lo largo del tiempo, la minuciosa desintegración de las almas de una mujer y un hombre. El simún y A la sombra del mal responden a su deseo de crear un drama «de una atmósfera exótica semejante a la de las novelas de Pierre Loti, de Conrad y de Kipling». «Esa idea —escribe también Lenormand— del influjo del clima sobre los instintos humanos me hizo ir al norte de África, donde conocí casi todos los personajes secundarios de Simún: al honrado inspector de pesas y medidas; al sirviente árabe de voz atronadora; a las prostitutas como bellos insectos venenosos.» Otras piezas de Lenormand: El hombre y sus fantasmas, El cobarde, El amor brujo, La inocente, Una vida secreta. «I HAVE BEEN HERE BEFORE», DE J. B. PRIESTLEY El primer acto de la penúltima tragedia de Priestley — Time and the Conways— muestra un atardecer de 1929; el segundo una noche de 1937; el tercero el atardecer inicial de 1929. En este último drama —I Have Been Here Before— también es de importancia cardinal el tema del tiempo. Hay cuatro personajes: uno de ellos, el doctor Gortler, sueña que una mujer desconocida le refiere la historia de su matrimonio infeliz, de su fuga con un tal Oliver Farrant, del suicidio de Walter Ormund, su esposo. Gortler, después, conoce a una mujer algo más joven, pero que es la misma del sueño. Está con ella su marido, el señor Walter Ormund. En el diálogo interviene un maestro de escuela; a Gortler casi no le asombra saber que se llama Farrant... No se ha producido aún la tragedia: la tragedia está por acontecer y uno de los personajes sabe cuál es y conoce los pormenores. Tal es, a grandes rasgos, el sobrenatural, pero no increíble, argumento de i Have Been Here Before («Antes ya he estado aquí»). No revelaré el desenlace; básteme adelantar que Walter Ormund no se suicida. Esa conmutación o absolución parece invalidar el sueño premonitorio de Gortler y —lo que es peor— toda la concepción de la obra. En efecto, ¿cómo suponer un error en ese sueño tan puntual y tan informado? El mismo Priestley nos responde. No hay tal error: la clave de esa imaginaria dificultad es la curiosa tesis de Dunne, que atribuye a cada hombre, en cada instante de su vida, un número infinito de porvenires, todos previsibles y todos reales. Tesis, como se ve, mucho más ardua de aprehender y más prodigiosa que los tres actos de Mr. Priestley. «HAMLET, REVENGE!», DE MICHAEL lNNES En esta su segunda novela, el ingenioso autor de Death at the President's Lodging abunda en un procedimiento que Ellery Queen imaginó hace nueve o diez años: proponer un misterio, declarar o insinuar una solución más elegante y asombrosa que verosímil, y finalmente descubrir la «verdad»; compleja, convincente y más bien opaca. Tres soluciones de la muerte de Ian Stewart, Lord Auldearn, nos propone este libro. La primera (página 71) es digna de Chesterton. La segunda (páginas 304-319) es menos ingeniosa que la primera, sin ser más verosímil. La tercera y definitiva (páginas 340-351) no es ingeniosa y es del todo increíble. Es tan insípida y tan torpe —básteme ahora revelar que requiere dos criminales en lugar de uno—, que nos resistimos a darle fe. Descontado ese error, Hamlet, Revenge! es una novela admirable. Un rasgo quiero destacar: la interpretación del drama de Hamlet en el prólogo de la obra —interpretación que no es desdeñable y que prefigura secretamente la historia que leeremos después. Prueba de la creciente dificultad del género policial: el autor, para no verse anticipado por el lector, tiene que preferir una solución que no es la necesaria. Una solución (estéticamente) falsa. 24 de diciembre de 1937 HUGH WALPOLE Hugh Seymour Walpole es tan profesionalmente inglés, que es superfluo decir que nació en el hemisferio austral, en Nueva Zelandia. (Su padre, el reverendo George Henry Walpole, llegó a director de Bede College y a obispo de Edimburgo.) La niñez de Hugh, sin embargo, no fue neozelandesa. A los cinco años, en 1889, lo enviaron a un colegio de Cornwall; a los veinte, en Cambridge, acabó su primera novela, juiciosamente aniquilada después. Al dejar la universidad ensayó con pobre fortuna diversas profesiones: entre ellas, la de maestro de escuela. (Algo —y aun mucho— de ello ha sido referido en esa prehistoria de un crimen, que se titula "Mr. Perrin and Mr. Traill".) "El caballo de madera", su primer libro, apareció en 1909. Era una obra realista; Arnold Bennett, que entonces acababa de publicar "The Oíd Wives' Tale", le celebró como tal. Se vendieron setecientos ejemplares: cifra deseable en Buenos Aires, pero que en las islas británicas significa la muerte de la esperanza y el principio del fin. Walpole no se dejó acobardar y en 1910 publicó la curiosa novela mazdeísta "Maradick a los cuarenta años". "En esa obra —dice el autor— influyeron Hoffmann y Henry James, Forster y Hawthorne. Fue la primera de las novelas fantásticas de Hugh Walpole, libros que culminan, acaso, en el "Retrato de un hombre de pelo rojo" (1925), en "Harmer John" (1926) y en "Sobre el obscuro circo" (1931). Esas novelas son fantásticas, sin duda menos por su parte simbólica o sobrenatural que por lo arrebatado y apretado de la acción. En 1914 Walpole se alistó en la Cruz Roja y sirvió en el frente oriental. Esos duros años de Rusia están reflejados en dos novelas: "La selva obscura" (1916) y "La ciudad secreta" (1919). La obra más ambiciosa de Walpole es la historia de la imaginaria familia Herries. Abarca doscientos años: el primer volumen "Rogue Herries", apareció en 1930; el cuarto y último, "Vanessa", en 1933. "Las señoras de edad" (1924) es quizá la más memorable de sus novelas. También "Los cautivos" (1920), "Hans Frost" (1929), "El capitán Nicolás" (1934), "John Cornelius" (1937). SHAKESPEARE IN GERMANY, DE R.PASCAL El proceso de la gloria de Shakespeare en Alemania no es menos trágico y hermoso que la obra de Shakespeare. Extrañamente se parece a un amor. El alemán (Lessing, Herder, Goethe, Novalis, Schiller, Schopenhauer, Nietzsche...) siente con misteriosa intimidad el mundo de Shakespeare, al mismo tiempo que se sabe incapaz de crear con ese ímpetu y con esa inocencia, con esa música verbal y con ese delicado esplendor. Unser Shakespeare —"nuestro Shakespeare"— dicen los alemanes, pero se saben destinados a un arte de naturaleza distinta: arte de símbolos premeditados o de tesis polémicas. Esa discordia determina lo trágico del culto shakespiriano alemán. Lo trágico y lo bello, naturalmente. No se puede recorrer un libro como el de Gundolf— "Shakespeare und der deutsche Geist"— o como este de R. Pascal sin percibir esa tragedia de la inteligencia, cuyo héroe no es un hombre, sino muchas generaciones humanas. La amistad de Shakespeare y de Alemania es larga en el tiempo. En 1616 murió Shakespeare; en 1604 una compañía de comediantes ingleses había representado "Romeo y Julieta" en una ciudad de Sajonia; en 1607 "El mercader de Venecia" en dos ciudades de Baviera; en 1626, "Hamlet" y "Julio César". (Esta última pieza fue de las que lograron mayor favor: hacia 1660 la representaban en Lueneburg bajo el desaforado título "Del César Julio César y de cómo sus mejores amigos le infirieron veintitrés heridas mortales en el Ayuntamiento de Roma".) Esas versiones iniciales eran fragmentarias y anónimas. El primer Shakespeare integral o casi integral es el que Wieland empezó a publicar hacia 1762 (ocho tomos, veintidós dramas y comedias). Wieland, en ese tiempo, escribió: "A mis ojos, Voltaire se ha degradado de muchos modos. De ninguno, como por su manera impertinente de hablar de Shakespeare". DE LA VIDA LITERARIA Estamos descreyendo de las palabras. Ayer un novelista americano prefirió incluir fotografías de los héroes y de los sitios de su novela a tomarse el trabajo de describirlas; hoy, un naturalista inglés —E. M. Nicholson— ha publicado un libro sobre los pájaros silvestres de Inglaterra, bellamente ilustrado de fotografías y de discos fonográficos. Plinio abundó en metáforas descriptivas del inagotable canto del ruiseñor; E.M. Nicholson nos hace escuchar ese canto. No sólo el ruiseñor canta en su libro, sino también la alondra, el grajo, la garza, la corneja, y diez más. Shakespeare ("El mercader de Venecia", acto quinto, escena primera) hace notar que toda música es más dulce de noche y sospecha que el canto del ruiseñor debe a la noche y a la soledad su virtud. No es imposible que este libro confirme esa sospecha. Ha aparecido en Londres una ligeramente asombrosa reedición de la Biblia. Se titula, no sin torpeza, "The Bible designed to be read as literature" y la ha editado y abreviado Ernest Sutherland Bates. Su fin es puramente literario. La cansadora división en versículos ha desaparecido, la poesía está impresa como tal y no como prosa, las genealogías y el primer libro de las Crónicas han sido eliminados. Algunos cambios tipográficos han hecho del Libro de Job un admirable drama en dos actos. Victoria Sackville-West acaba de publicar una biografía de su inverosímil abuela, la silenciosa bailarina española Josefina López, amiga íntima —hacia 1864— del primer secretario de la embajada británica en París, Lionel Sackville-West. Con un españolismo del todo inglés, la obra se titula "Pepita". Una de sus muchas virtudes es la curiosa luz que proyecta sobre ciertas aparentes arbitrariedades —el pleito, por ejemplo— del "Orlando" de Virginia Woolf. El incansable, el incesante Wells ha publicado un nuevo relato fantástico. Se titula "The Camford visitation". Desgraciadamente, su intención es satírica y pedagógica. «LE ORIGINI ROMANE DI VENEZIA», DE GIUSEPPE MARZEMIN Declara Gibbon en el capítulo sexagésimo de su historia: «En la invasión de Italia por Atila, he referido que muchas familias de Aquilea y de Padua huyeron de la espada de los hunos y lograron un oscuro refugio en las cien islas que bordean el Golfo Adriático. Libres, indigentes, laboriosos e inaccesibles, llegaron a formar una república en medio de las aguas. Tal fue el origen de Venecia. Atila se jactaba soberbiamente de ser el martillo del mundo y de que no brotara la hierba donde su caballo pisaba, pero su tropelía echó las bases de una poderosa república...» Esas palabras se escribieron hacia 1786; esas palabras representan aún el consenso de los historiadores de Italia. Un veneciano, el señor Giuseppe Marzemin, dedica unas quinientas páginas (y treinta ilustraciones) a rebatirlas. La tesis que formulan esas páginas puede ser discutida, pero no las ventajas emocionales de la nueva interpretación. Marzemin niega categóricamente el origen «fugitivo» de la ciudad y propone otro que no sólo es más noble, sino que agrega cuatrocientos años a la historia del Véneto. He aquí su tesis: la ciudad de Venecia fue fundada el año 44, antes de la era cristiana, por Décimo Junio Bruto, primo de Marco Junio Bruto, y como él, heredero y asesino de Julio César. Décimo Junio Bruto capitaneaba los ejércitos republicanos: su fin era construir un puerto que sirviera de base a una escuadra y asegurara a los republicanos el dominio del mar. Sangrientamente fracasaron esos propósitos, los republicanos fueron vencidos, Bruto fue traicionado por los galos y lo decapitó una espada romana, pero el puerto perdura (según la tesis) y los laureles de Lepanto y los nombres de Byron y de Wagner se vinculan a él. 7 de enero de 1938 LES VOYAGEURS ÁRABES AU MOYEN AGE, DE BLANCHE TRAPIER Los siete viajes de Simbad no son una invención arbitraria: son una colección heterogénea de cuentos de viajeros, atribuidos a un solo narrador en el que sobreviven aún —anacrónicamente, mágicamente— Ulises y Mohamed el Idrisi y hombres de El Cairo, de Isfahán y de Basra. En la Edad Media el islamismo abarcaba el mundo; este volumen (trescientas páginas en octavo mayor, diez y ocho ilustraciones y mapas) narra las vidas de los grandes viajeros y cosmógrafos del Islam. De todas ellas la más memorable es, acaso, la de Abenbatuta de Tánger, hombre del siglo catorce de nuestra era. Desde la niñez, Abdala Abenbatuta se daba a leer libros de geografía. A los veinte años, resolvió ser testigo de esas maravillas escritas y en 1325 dejó su patria. Recorrió el Egipto, peregrinó a las ciudades santas de Arabia, atravesó y reconoció los reinos de Siria, del Asia Menor, de Persia, de Buhara, del Turquestán. Catorce noches pasó a orillas del Volga, en el famoso campamento de Mohamed Uzbek. En una ciudad del Mar Negro lo inmutó el clamor inaudito de las altas campanas de los infieles; en Constantinopla conversó con el emperador y al salir oyó a los centinelas cristianos murmurar "sarraceno"... En septiembre de 1333 arribó a la India. El sultán lo nombró cadí de la ciudad de Delhi, con un salario anual de trece mil rupias de plata, "que más me hubieran alegrado si fueran de oro". A los tres años de ejercer ese cargo, consiguió que le encomendaran una misión para el emperador de China. Una violenta tempestad echó a pique las naves. Abenbatuta comprendió que el sultán no le perdonaría ese contratiempo. Se refugió en Ceylán; viajó luego a la costa de Coromandel, a Bengala, a Sumatra, al golfo de Siam, a Cantón, a Jambaluk (Pekín). Veintitrés años habían durado esos rudos viajes; determinó, de golpe, volver. En Damasco supo que su padre había muerto, quince años antes. A fines de 1349, miró otra vez los muros de su patria, "no sé si con tristeza o con alegría, pero sí con alabanza y con lágrimas". En 1350 examinó la fortaleza de Gibraltar, "vanamente sitiada por el opresor romano Adfunus (Alfonso XI de Castilla)". En 1352 traspasó la cordillera del Atlas y atravesó el desierto del Sahara hasta Tombuktú y el Sudán. Veinte años antes de morir dictó la relación auténtica de sus viajes al teólogo y calígrafo granadino Abenchozaí. Ese amanuense remató el manuscrito con este colofón: "Abdala Abenbatuta es el indudable viajero de nuestro tiempo, y quienes afirmen que es el viajero de todo el cuerpo y ámbito del Islam, no faltarán a la verdad". Hombre de hogar, Abenbatuta se casó nueve veces en el curso de sus andanzas. DE LA VIDA LITERARIA Alguna vez, alguna rarísima vez, hay sueños que redactan y versifican. Coleridge, hacia 1814, refería que un sueño le había dictado el poema "Kubla Khan"; Jean Cocteau — ahora— declara que soñó hace tres años la comedia de magia "Los caballeros de la Tabla Redonda". La N.R.F. acaba de publicarla en París. En el segundo volumen de su autobiografía, H. G. Wells habla de un mucamo purista que anotaba cada noche los barbarismos, solecismos, errores y vulgaridades que había escuchado al servir la mesa. "Ese mucamo de una casa aristocràtica — dice Wells — me libertó de la superstición de que hay Grandes Damas, de una sabiduria, una comprensión y un refinamiento casi inimaginables." WILL JAMES Nuestra República Argentina posee una vasta literatura gauchesca —Paulino Lucero, el Fausto, Martín Fierro, Juan Moreira, Santos Vega, Don Segundo Sombra, Ramón Hazaña—, obra exclusiva de literatos de la capital, documentados por recuerdos de infancia o por un veraneo. Los Estados Unidos no han producido libros análogos de un prestigio correspondiente —el «cow-boy» pesa menos en la literatura de su país que los hombres negros del Sur o que los chacareros del Middle West y no ha inspirado hasta el día de hoy un buen film—, pero pueden jactarse de este casi escandaloso fenómeno: libros de cow-boys, compuestos por un cow-boy auténtico. Compuestos e ilustrados por él. Una de las primeras noches del mes de junio de 1892, una carreta fatigada que venía de Texas hizo alto en un paraje desierto de los Bitter Root Mountains, cerca de la frontera del Canadá. Esa noche, en esa carreta perdida, nació Will James, hijo de un tropero de Texas y de una mujer con alguna sangre española. James quedó huérfano a los cuatro años. Un viejo cazador lo recogió: Jean Baupré. Will James se crió a caballo. Una Biblia y unas revistas atrasadas que había en la choza de su padrino le fueron enseñando a leer. (Hasta los catorce años, sólo sabía escribir en letras de molde.) A impulsos de la pobreza o de su voluntad, ha sido peón de estancia, tropero, domador, capataz, soldado de caballería. En 1920 se casó con una muchacha de Nevada; en 1924 publicó su libro inicial: Cow-boys, North and South. Los libros de Will James son curiosos. No son sentimentales, no son brutales. No emiten anécdotas heroicas. Infinitamente abundan en descripciones (y discusiones) de las muchas maneras de estribar, de enlazar, de trabajar en un corral o en el campo abierto, de arrear tropas de ganado en tierra fragosa, de domar potros. Son documentos pastoriles y teóricos; merecen mejores lectores que yo. Se titulan: The Drifting Cow-Boy (1925), Smoky the Cowhorse (1926), Cow Country (1927), Sand (1929), la autobiografía Lorie Cow-Boy (1930), la serie de relatos Sun up (1931). Will James, ahora, es dueño de una estancia en Montana. «DIE FAHRT INS LAND OHNE TOD», DE ALFRED DOBLIN El cuarto centenario de la primera fundación de nuestra ciudad —conmemoración sin duda elocuente, che nel pensier rinnova la paura—, tuvo la curiosa virtud de demostrar un hecho desconcertante: la melancolía que en nosotros despierta la sola idea de la conquista y colonización de estos reinos. Melancolía que sólo parcialmente podemos imputar al estilo arcaico de los discursos seculares —a las partículas enclíticas de rigor, a los «hijosdalgo» y «voacedes»— y a la necesidad de venerar a los Conquistadores: hombres animosos y brutos. Melancolía que exhalan por igual la preterida Alzire de Voltaire (Alzire, princesa del Perú, es hija de Montéze o Moctezuma, no de Atahualpa) y la Fuente de O'Neill y cuya única excepción es acaso este Viaje al país sin muerte, del médico berlinés Alfred Dóblin. Dóblin es el escritor más versátil de nuestro tiempo. Cada libro suyo (como cada uno de los dieciocho capítulos del Ulises de Joyce) es un mundo aparte, con su retórica y su vocabulario especiales. En Los tres saltos de Wanglun (1915) el tema central es la China, con sus ceremonias, sus venganzas, su religión y sus sociedades secretasen Wallenstein (1920), la ensangrentada y supersticiosa Alemania del siglo xvn; en Montañas, mares y gigantes (1924), las empresas de un hombre del año dos mil setecientos; en la epopeya Manas (1926), la victoria, muerte y resurrección de un rey de la India; en Berlín Alexanderplatz (1929), la vida miserable del desocupado Franz Biberkopf. En Die Fahrt ins Land ohne Tod Alfred Dóblin ajusta la narración a los cambiantes personajes de su novela: tribus de la perpleja selva amazónica, soldados, misioneros y esclavos. Es muy sabido que Flaubert se preciaba de no intervenir en sus obras, pero el espectador de Salammbó es siempre Flaubert. (Por ejemplo: el célebre festín de los mercenarios es una labor arqueológica, que nada tiene que ver con lo que verosímilmente sintieron y juzgaron los mercenarios.) Dóblin, en cambio, parece transformarse en sus criaturas. No escribe que los españoles intrusos eran barbados y blancos; escribe que sus caras y sus manos —lo demás no se distinguía— eran del color de las escamas de los peces, y que uno de ellos tenía pelos en los cachetes y en el mentón. En el primer capítulo intercala deliberadamente un hecho imposible, para no ser infiel al estilo mágico de las almas. 21 de enero de 1938 A HERD OF RED DEER, DE F. FRASER DARLING Este volumen —"Un rebaño de ciervos rojos"— es obra de un hombre de ciencia que ha pasado más de tres años en las sierras de Escocia rastreando y observando en la soledad a un rebaño salvaje. Abunda en curiosas observaciones. Una de ellas: la casi sobrenatural sensibilidad de los ciervos a los cambios meteorológicos, sensibilidad que les anuncia las lluvias y las nevadas con muchas horas de anticipación, y a veces con días. Otra: el valor defensivo y paliativo, ya que no ofensivo, de las cornamentas ramadas. Otra: el matriarcado como régimen social del rebaño. En conjunto, "A herd of red deer" es un libro interesantísimo, sin otra falta que un exceso de términos zoológicos. DE LA VIDA LITERARIA André Maurois acaba de publicar en París "La máquina de leer los pensamientos", relato convincente y fantástico a la manera de H. G. Wells. Dos nuevas obras ha publicado en estos días Pierre Mac Orlan: la recopilación de ensayos y de caprichos "Máscaras a medida" y la novela de coraje y de riesgo, de inacción y de acción "El campamento Domineau". André Billy, un poco al azar, ha dicho de esta última: "La obra vale por el acento, la atmósfera, el rasgo pintoresco, la poesía, el sentimiento trágico que exhala y que a veces parece recoger, a través del deportismo ético de Kipling, cierta lejana sonoridad en los hondos abismos de Shakespeare". "Sartoris" de William Faulkner ha sido traducido al francés por Henri Delgove y R. N. Raimbault. Lo publica la N.R.F., que ya ha publicado versiones de "Santuario" —con prefacio de André Malraux,— de "Mientras yo agonizaba" —con prefacio de Valery Larbaud— y de "Luz en agosto", tal vez la obra más intensa de Faulkner y una de las más memorables de nuestro tiempo. Dos recientes novelas policiales de dos eminentes autores: "Licántropo" de Edén Phillpotts y "Para despertar a los muertos" de John Dickson Carr. La N.R.F. ha publicado otra compilación de "decires" de Alain. Se titula "Las estaciones del espíritu", y es como un prólogo del libro "Los dioses". Recoge las notas tituladas "Navidad", "Carnaval", "Las campanas de Pascua", "La fiesta de las rosas", "Los gansos", "El chivo blanco", etc. EVELYN WAUGH Uno de los rasgos diferenciales de la novela picaresca —el Lazarillo de Tormes, El Gran Tacaño, el admirable Simplicissimus de Grimmelshausen, el Gil Blas— es que su héroe suele no ser un picaro, sino un joven candoroso y apasionado que el azar arroja entre picaros y que acaba por habituarse (con inocencia) a las prácticas de la infamia. Las novelas de Evelyn Waugh, Decline and Fall (1929) y Vile Bodies (1930), corresponden exactamente a ese canon. Evelyn Waugh nació en Londres a fines de 1903. Es de familia literaria: su padre ha sido director de la famosa casa editorial de Chapman y Hall; su hermano, Alee Waugh, es asimismo autor de novelas y de libros de viajes. Evelyn se educó en Londres y en Oxford. Una vez recibido, dedicó «tres meses al estudio fundamental de la pintura al óleo y dos años a los rudimentos de la carpintería». Luego fue maestro de escuela. En 1928 publicó su libro inicial: una biografía crítica del ilustre pintor y mejor poeta Dante Gabriel Rossetti. En 1929, Decadencia y caída; en 1930, Cuerpos viles. Son dos libros irreales, divertidísimos: si a alguien se parecen (lejanamente) es al Stevenson irresponsable y magnífico de Los percances de John Nicholson y de las Nuevas mil y una noches. Otros libros de Waugh: Rótulos (notas de un viaje por el continente de Europa), de 1931; Swift, biografía crítica, 1935; Vida de Edmund Campion, 1936. Evelyn Waugh ha declarado: «Distracciones: comer, beber, dibujar, viajar, calumniar a Aldous Huxley. Odios: el amor, la buena conversación, el teatro, la literatura, el principado de Gales.» «DER TOTALE KRIEG», DE ERICH LUDENDORFF Esta reedición popular del más divulgado de los muchos libros de Ludendorff —los otros se titulan: Destrucción de los pueblos por el cristianismo, Cómo libertarnos de Jesucristo, Aniquilación de la masonería por la revelación de sus secretos, El secreto del poder jesuítico, etcétera— es menos importante doctrinalmente que como signo de los incompetentes años que corren. Clausewitz, hacia 1820, había escrito: «La guerra es un instrumento político, una forma de la actividad política, una continuación de esa actividad con medios distintos... La política es siempre el fin, la guerra es un medio. No es concebible que los medios no estén subordinados al fin.» Increíblemente, a Ludendorff lo irritan esos axiomas. He aquí su tesis: «Ha cambiado la esencia de la guerra, ha cambiado la esencia de la política, han cambiado asimismo las relaciones de la guerra y de la política. Ambas deben servir al pueblo, pero la guerra es la expresión más alta de la voluntad vital de los pueblos. Por consiguiente, la política —la nueva política totalitaria— debe subordinarse a la guerra totalitaria». Eso he leído con asombro en la página 10. En la página 115, Ludendorff es aún más explícito: «El jefe militar debe trazar las líneas directivas de la política del país.» Dicho sea con otras palabras: la doctrina de Ludendorff exige la dictadura militar, no sólo en el común sentido criollo de gobierno ejercido por militares, sino en el de una dictadura de exclusivos propósitos belicosos. «Lo primordial es la movilización de las almas. La prensa, la radiotelefonía, la cinematografía, las manifestaciones de toda especie, deben colaborar a ese fin... El Fausto de Goethe no conviene a la mochila del soldado.» Y luego, con sombría satisfacción: «El campo de batalla comprende ahora el territorio entero de las naciones beligerantes». En la Italia del siglo xv, la guerra había alcanzado una perfección que muchos calificarán de irrisoria. Una vez enfrentados los ejércitos, los generales comparaban el número, el valor y la disposición de las fuerzas, y resolvían a cuál de los dos le tocaba perder. El azar había sido eliminado y la efusión de sangre. Esa manera de guerrear no merece tal vez la adorable calificación de «totalitaria», pero la juzgo más prudente y más lúcida que las vastas matanzas millonarias que profetiza Ludendorff. «PERSONALITY SURVIVES DEATH», DE SIR WILLIAM BARRETT Este libro es realmente postumo. El finado Sir William Barrett (ex presidente y fundador de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas), lo ha dictado desde el otro mundo a su viuda. (Las transmisiones se deben a la médium Mrs. Osborne Leonard.) En vida, Sir William no era espiritista y nada lo regocijaba como descubrir la apocrifidad de tal o cual fenómeno «psíquico». En muerte, rodeado de fantasmas y de ángeles, tampoco lo es. Cree en el otro mundo, eso sí, «porque sé que estoy muerto y porque no quiero pensar que estoy loco». Niega, sin embargo, que los muertos puedan auxiliar a los vivos y repite que lo primordial es creer en Jesús. Declara: «Lo he visto, he conversado con Él y lo veré de nuevo esta Pascua, en esos días en que tú pensarás en Él y en mí». El otro mundo que describe Sir William Barrett no es menos material que el de Swedenborg y el de Sir Oliver Lodge. El primero de esos exploradores —De Cáelo et Inferno, 1758—, refiere que los objetos del cielo son más nítidos, más concretos y más numerosos que los terrestres, y que en el cielo hay avenidas y calles; Sir William Barrett corrobora esos datos y habla de casas hexagonales de ladrillo o de piedra. (Hexagonales... ¿qué afinidad tendrán los muertos con las abejas?) Otro curioso rasgo: Sir William dice que no hay un país en la tierra que no tenga su duplicado en el cielo, exactamente arriba. Hay así una Inglaterra celestial, un Afganistán celestial, un Congo Belga celestial. (Los árabes pensaban que una rosa que cayera del paraíso caería precisamente en el Templo, en Jerusalén.) 4 de febrero de 1938 DE LA VIDA LITERARIA He aquí los libros que han alcanzado mayor venta en los Estados Unidos, del 8 de diciembre al 8 de enero: 1. "Las artes" de Hendrik Willem van Loon. 2. "La ciudadela" de A. J. Cronin. 3. "Vinieron las lluvias" de Louis Bromfield. 4. "La historia de Fernando" de Munro Leaf. 5. "Tener y no tener" de Ernest Hemingway. 6. "Cómo ganar amigos, cómo influir en la gente" de Dale Carnegie. 7. "La mujer en la puerta" de Warwick Deeping. 8. "Ciudad imperial" de Elmer Rice. 9. "Ésta es mi historia" de Eleanor Roosevelt. En colaboración con el periodista norteamericano Henry Lanier, Wally Simpson ha escrito y publicado su autobiografía. Se titula ingeniosamente: "No murió en Meyerling". A los cincuenta años, el escritor italiano G. A. Borgese inicia su carrera literaria en un nuevo país, en un nuevo idioma. Ha publicado en Nueva York el libro "Goliath": desdeñosa diatriba contra Mussolini, "el anarquista stirneriano con éxito"; contra D'Annunzio, "el guarango elocuente"; contra Nietzsche, "el hijo malcriado de Darwin"; contra Sorel, contra Pareto y contra Benedetto Croce. Quizá la mayor ventaja literaria de los temas clásicos es la de permitir el anacronismo. Christopher Morley —autor de "La librería encantada" y de "Trueno a la izquierda"— ha publicado en estos días "El caballo de Troya", novela deliberadamente anacrónica. (Shakespeare ya sabía algo de eso, en "Troilus and Cressida".) La N.R.F. ha publicado una reedición de la traducción francesa integral del "Ulises" de Joyce. La firman Stuart Gilbert y Auguste Morel, y ha sido revisada enteramente por Valery Larbaud y el autor. ISAAC BABEL Nació en las catacumbas irregulares del escalonado puerto de Odessa a fines de 1894. Irreparablemente semita, Isaac es hijo de un ropavejero de Kiev y de una judía moldava. El clima habitual de su vida ha sido la catástrofe. En los dudosos intervalos de los pogroms aprendió no sólo a leer y a escribir, sino a apreciar la literatura y a gustar de la obra de Maupassant, de Flauberty de Rabelais. En 1914 se recibió de abogado en la Facultad de Derecho de Saratov; en 1916 arriesgó un viaje a Petrograd. En esa capital estaban prohibidos «los traidores, los descontentos, los insatisfechos y los judíos»: clasificación un tanto arbitraria, pero que incluía —mortalmente— a Babel. Éste tuvo que recurrir a la amistad de un mozo de café que lo ocultó en su casa, a un acento lituano adquirido en Sebastopol y a un pasaporte apócrifo. De esa fecha datan sus primeros escritos: dos o tres sátiras del régimen burocrático zarista, publicadas en el famoso diario de Gorki Los Anales. (¿Qué no pensará —y callará— de la Rusia soviética, que es un indescifrable laberinto de oficinas públicas?) Esas dos o tres sátiras le atrajeron la peligrosa atención del gobierno. Fue acusado de pornografía y de incitar al odio de clases. De esa catástrofe lo salvó otra catástrofe: la revolución rusa. Babel, a principios de 1921, ingresó en un regimiento de cosacos. Naturalmente, esos guerreros estruendosos e inútiles (nadie, en la historia universal, ha sido más derrotado que los cosacos) eran antisemitas. La sola idea de un judío a caballo les pareció irrisoria, y el hecho de que Babel fuera un buen jinete no hizo sino perfeccionar su desdén y su encono. Babel, mediante un par de hazañas aparatosas y bien administradas, logró que lo dejaran en paz. Para la fama, ya que no para los catálogos, Isaac Babel es todavía un homo unius libri. Ese libro impar se titula Caballería roja. La música de su estilo contrasta con la casi inefable brutalidad de ciertas escenas. Uno de los relatos —«Sal»— conoce una gloria que parece reservada a los versos y que la prosa raras veces alcanza: lo saben de memoria muchas personas. «ENDS AND MEANS», DE ALDOUS HUXLEY Este volumen de Aldous Huxley —«Fines y medios»— renueva la famosa discusión que produjo a principios del siglo xvm la sentencia o precepto de Hermann Busenbaum: «El fin justifica los medios». (Es muy sabido que esa máxima ha sido empleada para difamar a los jesuítas; es menos sabido que el original se refiere a actos indiferentes: vale decir que no son ni buenos ni malos. Verbigracia: el acto de embarcarse es indiferente, pero si el fin es lícito —ir a Montevideo, digamos— el medio lo es también, sin que ello implique que tengamos derecho a robar el pasaje.) En este libro, como en las páginas finales de Eyeless in Gaza, Aldous Huxley sostiene que el fin no justifica los medios, por la sencilla y todopoderosa razón de que los medios determinan la naturaleza del fin. Si los medios son malos, el fin se contamina de esa maldad. Huxley rehusa la violencia en todas sus formas: revolución comunista, revolución fascista, persecución de minorías, imperialismo, terrorismo, agresión, lucha de clases, legítima defensa, etcétera. En la práctica (dice) la defensa de la democracia contra el fascismo significa el cambio gradual de los estados democráticos en estados fascistas. «Los estados que se preparan para la guerra provocan una carrera de armamentos e, inevitablemente, acaban por obtener la guerra para la que se están preparando.» Los remedios propuestos por Aldous Huxley son los siguientes: «El desarme, unilateral si es preciso; el renunciamiento a imperios exclusivos; el abandono de todo nacionalismo económico; la determinación de recurrir, en cualquier circunstancia, a los métodos de no violencia; el sistemático aprendizaje de tales métodos». Eso, en las páginas iniciales. En las del fin propone la fundación de órdenes monásticas laicas, sometidas a votos de pobreza y de castidad, no atadas a ninguna teología, pero sí al fiel aprendizaje de las dos virtudes fundamentales, que son la caridad y la inteligencia. Omisión hecha de la castidad, algo muy parecido propuso Wells en la novela A Modern Utopia (1905). «CHINESE FAIRY TALES AND FOLK TALES», TRADUCIDOS POR WOLFRAM EBERHARD Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo, naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine, me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volksmaerchen de Wilhelm. ¿Cómo resolver esa contradicción? El problema es sencillo. El cuento de hadas europeo (y el árabe) son del todo convencionales. Una ley ternaria los rige: hay dos hermanas envidiosas y una hermanita buena, hay tres hijos de rey, hay tres cuervos, hay una adivinanza que descifra el tercer adivinador. El cuento occidental es una especie de artefacto simétrico, dividido en compartimentos. Es de una simetría perfecta. ¿Habrá cosa que se parezca menos a la belleza que la simetría perfecta? (No quiero hacer una apología del caos; entiendo que en todas las artes nada suele agradar como las simetrías imperfectas...) En cambio, el cuento de hadas chino es irregular. El lector empieza por juzgarlo incoherente. Piensa que hay muchos cabos sueltos, que los hechos no se atan. Después — quizá de golpe— descubre el porqué de esas grietas. Intuye que esas vaguedades y esos anacolutos quieren decir que el narrador cree totalmente en la verdad de las maravillas que narra. Tampoco es simétrica la realidad ni forma un dibujo. De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son «Hermano fantasma», «La emperatriz del cielo», «La historia de los hombres de plata», «El hijo del espectro de la tortuga», «El cajón mágico», «Las monedas de cobre», «Tung Po-juá vende truenos» y «El cuadro raro». La última es la historia de un pintor de manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la par de la luna que está en los cielos. Noto, en el índice, algún título que no desmerece de Chesterton: «La gratitud de la serpiente», «El rey de las cenizas», «El actor y el fantasma». 18 de febrero de 1938 DE LA VIDA LITERARIA Ha sido rematada en Londres la biblioteca de Sir James Barrie. El manuscrito de "Peter Pan and Wendy" alcanzó 560 libras esterlinas; el de "Quality Street", 300 libras; un manuscrito del poema "Invictus" de Henley —"Out of the Night that covers me",— 125; una carta de Stevenson, 70; otra del mismo autor, firmada Tusitala, 42. Un ejemplar de la primera edición del "Little Minister" se vendió por 38 libras; otro de "The wedding guest", por 14; las pruebas de "Peter Pan", con adiciones autógrafas del autor, por 26. Otras piezas vendidas: un ejemplar de los "Siete pilares de la Sabiduría", firmado por el coronel Lawrence, 190 libras; otro de "Saint Joan", dedicado a Barrie por Bernard Shaw, 15 libras y 10 chelines; otro de la primera edición del "Compleat Angler" de Walton, 240 libras; otro del "Paradise lost" de Milton —año 1668,— 18 libras; otro de la edición príncipe del "Robinson Crusoe" (1719), 64 libras. Cuarenta cartas manuscritas de Dickens al dibujante Cruikshank se vendieron por 640 libras. Una carta escrita a los catorce años por Charlotte Bronté logró la suma de 72 libras. En cambio, los tres tomos originales del "Egoist" (1879) de Meredith no alcanzaron arriba de 7 libras y 10 chelines. Henri de Montherlant acaba de publicar "Fleche du Sud", un libro de cuentos. Uno de ellos contrasta dos restaurantes del faubourg Saint-Germain. El primero —doce o quince francos el almuerzo— tiene una clientela de chauffeurs; el segundo —precio fijo, siete francos— abunda en oficiales, en aristócratas, en altos empleados del Gobierno. En otros cuentos, Montherlant se dedica a la metódica vituperación de París y a la exaltación de Marsella. ERNEST BRAMAH Un investigador alemán, hacia 1731, discutió en muchas páginas el problema de si Adán había sido el mejor político de su tiempo y aun el mejor historiador y el mejor de sus geógrafos y topógrafos. Esa graciosa hipótesis mira no sólo a la perfección del estado paradisíaco y a la ausencia total de competidores, sino a la facilidad de ciertas materias en esos días iniciales del mundo. La historia universal era la historia del único habitante del universo. El pasado tenía siete días, ¡qué fácil ser arqueólogo! Esta biografía corre el albur de no ser menos vana y enciclopédica que una historia del mundo según Adán. Nada sabemos de Ernest Bramah, salvo que su nombre no es Ernest Bramah. En agosto de 1937 los editores de los Penguin Books resolvieron incluir en su colección el libro Kai Lung Unrolls His Mat. Consultaron el«Who's who» y dieron con el siguiente artículo: «Bramah, Ernesto, escritor», seguido de una lista de sus obras y de la dirección de su agente. El agente les mandó una fotografía (seguramente apócrifa) y les escribió que si anhelaban más datos, no vacilaran en consultar de nuevo el «Who's who». (Esa indicación puede significar que hay un anagrama en la lista.) Los libros de Bramah pertenecen a dos categorías, de carácter muy desigual. Algunos, felizmente los menos, historian las aventuras del «detective» ciego Max Carrados. Son libros competentes y mediocres. Los otros son de naturaleza paródica: fingen ser traducciones del chino, y su desaforada perfección logró en 1922 un elogio incondicional de Hilaire Belloc. Sus nombres: Las alforjas de Kai Lung (1900), Las horas áureas de Kai Lung (1922), Kai Lung desenrolla su estera (1928), El espejo de KongHo (1931), La luna de mucha alegría (1936). Traduzco un par de apotegmas: «El que aspira a cenar con el vampiro, debe aportar su carne.» «Una frugal fuente de olivas sazonadas con miel es preferible al más aparatoso pastel de lenguas de cachorro, traído en cofres milenarios de laca y servido a otras personas.» «THE MEN I KILLED», DE F. P. CROZIER Antes y después de que el soldado de infantería Barbusse publicara Le Feu, han abundado las diatribas contra la guerra, escritas por civiles condenados de golpe a su esclavitud y hartos del ejercicio de matar y de esperar la muerte. The Men I Killed no es menos elocuente que esas diatribas, pero de todas ellas lo separa una circunstancia increíble: lo ha redactado un general del ejército inglés. En cuanto se refiere a la guerra, F. P. Crozier puede hablar con autoridad: se ha batido en el Sudán, en Burma, en el Transvaal, en Francia, en Flandes, en Irlanda, en Lituania y en Rusia. «Sé algo de matar», dice en el primer capítulo de su obra. «Ay de mí, sé muchísimo de matar. Sé demasiado.» Los muertos a que alude el título —The Men I Killed («Los hombres que maté»)— no son, precisamente, gloriosos, aunque podemos afirmar con verdad que han muerto por la patria. Se trata de hombres pusilánimes o aterrados que pueden contagiar de pánico a los demás y que perecen en el fondo de las batallas, sumariamente ejecutados por el revólver de su oficial o por el impaciente bayonetazo de un compañero. Menos desdichados que el desertor, su muerte punitiva suele perderse en la confusa muerte general de las vastas batallas, y no es raro que dejen a sus hijos un nombre venerado. El general Crozier afirma: «Muchos, erróneamente, suponen que la seguridad del frente británico era cuestión de artillería, de coraje y de municiones. Mentira: la seguridad de tal punto del frente, a tal hora, era cuestión de dos o tres hombres listos a obrar, si era necesario, con un desdén total de la hidalguía, de la tradición y de las buenas costumbres. Siempre he tenido en mi batallón a un hombre de este tipo... El público no sospecha esas cosas; el público supone que las batallas se ganan con valor y no con asesinatos». El general ha dedicado su libro: «A los genuinos soldados de cualquier país que se aguantaron hasta el fin (who stuck it to the end) en el frente, y a los genuinos pacifistas de cualquier país que se aguantaron hasta el fin en la cárcel». «THE MANDAEANS OF IRAQ AND IRAN», DE E. S. DROWER Omisión hecha del budismo (que es menos una fe o una teología que un procedimiento de redención), todas las religiones tratan vanamente de conciliar la notoria y a veces intolerable imperfección del mundo y la tesis o hipótesis de un dios todopoderoso y benévolo. Por lo demás, esa conciliación es tan frágil que el escrupuloso cardenal Newman (Ensayo de una gramática del asentimiento, parte segunda, capitulo séptimo) declara que preguntas como ésta: «Si es todopoderoso el Señor, ¿cómo tolera que haya sufrimiento en la tierra?» son callejones sin salida que no nos deben distraer del camino real ni entorpecer el curso directo de la investigación religiosa. En los principios de la era cristiana, los gnósticos miraron de frente el problema. Intercalaron entre el mundo imperfecto y el Dios perfecto una casi infinita jerarquía de divinidades graduales. Busco un ejemplo: la vertiginosa cosmogonía que Ireneo atribuye a Basílides. En el principio de esa cosmogonía hay un Dios inmóvil. De su reposo emanan siete divinidades subalternas que dotan y presiden un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procede una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, que fundan otro cielo más bajo, que es el duplicado simétrico del inicial. El segundo círculo se desdobla a su vez, y el tercero también, y el cuarto también (siempre con disminución de divinidad) y de ese modo hasta 365. El cielo del fondo es el nuestro. Es obra de demiurgos degenerados en cuyos pechos la fracción de divinidad tiende a cero... En esa fe vivieron hace diecinueve siglos los gnósticos: en una fe de tipo análogo viven ahora los sabíanos de Persia y del Irak. Abathur, dios inmóvil de los sabíanos, se mira en un abismo de agua barrosa; al cabo de cierto número de eternidades, su reflejo impuro se anima y crea nuestro cielo y nuestra tierra con el socorro de los siete ángeles planetarios. De ahí las imperfecciones del mundo, obra de un mero simulacro de Dios. Cinco mil sabíanos hay en el Irak y unos dos mil en Persia. Este libro es sin duda el más minucioso de cuantos se han escrito sobre ellos. La autora, Mrs. Drower, ha convivido con los sabíanos desde 1926. Ha presenciado casi todas sus ceremonias: proeza más bien ardua si recordamos que las de mayor pompa suelen durar dieciocho horas seguidas. Ha compulsado y traducido también muchos textos canónicos. 8 de abril de 1938 UNA ALARMANTE «HISTORIA DE LA LITERATURA» En las antologías tudescas anda sin gloria, pero sin infamia especial, el nombre de Klabund encabezando algunas imitaciones —Nachdichtungen— de la lírica china, que son más bien originales, y algún poema original que más bien no lo es. Recuerdo un libro titulado El círculo de tiza y una novela heroica —Mohamed—, pero confieso que yo nada sabía de esta deficiente y copiosa Historia de la literatura que las otras veces benemérita Editorial Labor acaba de inferir a España y a América, atolondradamente. Tres catalanes firman la versión castellana: prefiero imaginar que ese triunvirato ha calumniado a Klabund, pero no se me oculta lo inverosímil de reprocharles todos los errores del libro. La mayoría, por decirlo así, son orgánicos. Los del triunvirato catalán son realmente dos. El primero, las interpolaciones de naturaleza casera que hacen que en una historia de la literatura mundial, Jacinto Verdaguer tenga más lugar que James Joyce, y que Azorín se explaye en dos páginas laudatorias, mientras a Paul Valéry le adjudican exactamente cuatro palabras, contando las dos de su nombre. (Una página para Valle-Inclán; otra página entera para Ortega y Gasset: dos líneas para Spengler; casi dos para Sherwood Anderson; ninguna para Faulkner.) El segundo error es el gusto pésimo. En la página 149 el triunvirato, siempre infalible en el error, propone a nuestra veneración estos versos, tal vez los más ridículos de toda la obra de Góngora: Desnudo el joven, cuando ya el vestido Océano ha bebido, Restituir le hace a las arenas, Y al sol lo extiende luego, Que lamiéndolo apenas Su dulce lengua de templado fuego, Lento lo embiste, y con suave estilo La menor onda chupa al menor hilo. Esa empapada estrofa les parece «deleitosa» a los traductores. (Me olvidaba: en la página 302 está escrito que Eugenio D'Ors «ejerció extraordinaria influencia en los círculos intelectuales franceses» y que Jaume Bofill i Matas era «un artífice modélico, arbitrario...» También hay despropósitos evidentes. A los ilustres versos de Goethe: Pues cuando el hombre en su dolor enmudece, Un dios me permitió decir lo que sufro, los traducen así nuestros catalanes: ¡Pues si el hombre calla en su dolor, dame un dios a quien decir lo que sufro!) Otros dislates hay que son de más difícil atribución. Por ejemplo: ¿deberemos agradecer al editor postumo Goldscheider o a Cataluña la enlutada noticia de que «el religioso oriental Paul Claudel» murió en 1937? Sospecho lo primero, aunque un par de páginas antes he leído con estupor que Henri Barbusse, Paul Claudel y Francis Jammes «son propiamente franceses-alemanes», lo que no es del todo oriental, salvo en el sentido cardinal de la palabra... Prosigue el texto: «Así como Charles de Coster escribía flamenco en lengua francesa, así Barbusse, Claudel y Francis Jammes escriben alemán en lengua francesa. Han encontrado en Alemania lectores más entusiastas que en Francia. Los franceses apenas los consideran compatriotas suyos». Uno de los recursos preferidos por este libro es la información deficiente. Leemos así que Alfred Aloysius Horn es norteamericano, que Chesterton es irlandés, que William Blake es un contemporáneo de Whitman y que el drama ligero francés sigue siendo cultivado por Paul Géraldy y Henri Lenormand. (No es imposible —muy pocas cosas son imposibles en este libro— que haya un propósito burlón o polémico en esa yuxtaposición de dos nombres, pero el autor debió de alguna manera indicarlo.) Otra mala costumbre es el dato accidental, discutible. Cuatro líneas y media dedica a Joseph Conrad este volumen. Después de registrar correctamente algunas noticias biográficas, habla de «sus novelas de marinos, influidas por Poe». Ahora bien: ¿ejerció Poe alguna influencia sobre Conrad? Nadie lo había sospechado hasta ahora. Se trata de una tesis personal que puede —tal vez— discutirse, pero cuya inclusión es improcedente en un trabajo de consulta. He mencionado algunos pecados veniales. Paso ahora al fundamental: la infatigable vanidad literaria que prohibe a Klabund la descripción concreta y servicial de cada escritor y lo mueve a ensayar una «greguería» o una definición metafórica. Imaginemos que alguien ha conocido la desventura de no leer jamás a Colette. ¿De qué le servirá que le hablen de «su parloteo azul celeste y rosa escarlata»? Imaginemos, asimismo, que alguien ha conocido la desventura (quizá más tolerable que la anterior) de no leer jamás a Franz Werfel. No me decido a creer que esa dolorosa omisión pueda ser corregida por esta anécdota: «Heym se ahogó a los veinticuatro años, patinando sobre el hielo en el lago de Mueggel. Cuando Georg Heym desapareció bajo las aguas, un dios marino ascendía sobre las nubes formadas por los vapores de la primavera, hasta el sol, lanzando gritos de alegría, embriagado por la luz: nos referimos a Franz Werfel (n. en Praga, 1890).» Los lectores de habla española suelen desconocer a Otokar Brezina. He aquí su efigie facsimilar, según Klabund: «Sonríe a la sonrisa de la Vida y de su frente se desprende la nieve de glaciales estrellas. Brezina es la apoteosis de las espigas, es un árbol cuajado de flores y de insectos rumorosos». Es indudable que no se nos despintará jamás esa cara. Conozcamos (o reconozcamos) ahora a Rainer María Rilke. «Rilke es un monje que en lugar de ceñir hábito gris viste hábitos de púrpura.» Más alarmante aún es este retrato, inextricable y voluntario monstruo de un hombre y de su obra: «Osear Wilde, a semejanza de Lord Henry, llevaba siempre una orquídea en el ojal; gozó de la vida con la máxima intensidad, trabando especial amistad con Dorian Gray, circunstancia que trajo como consecuencia una querella contra Wilde, que le hizo descender del plano de la más alta sociedad a la cárcel... Sus poesías nos lo descubren como un pierrot lunar, cuya palidez no procede ni de la luna ni del maquillaje.» Después de esas arbitrariedades, nos reconforta una buena perogrullada como ésta (página 106): «Las mil y una noches son todavía hoy el encanto de la juventud». Sin embargo, el ápice de la obra está en la página 266. Ahí está escrito que el poeta Rimbaud «gustaba de abrazar a los babuinos». Los traductores, en una emulación de imbecilidad, agregan esta nota: «Especie de monos.» 4 de marzo de 1938 JULIUS MEIER-GRAEFE Nieto de un profesor de filología, hijo del director de un museo, Julius Meier-Graefe nació en 1867, en un suburbio de Berlín. Estudió en las universidades de Berlín, de Munich, de Zürich y de Praga. Se casó en 1895. Julius Meier-Graefe es un incesante viajero. En el libro "Viaje español" (1927) ha referido su frustrada peregrinación al museo madrileño del Prado. Buen catador de los impresionistas franceses, Meier-Graefe era devotísimo de Velázquez, en cuya "manera abreviada" está prefigurado el impresionismo. Meier-Graefe, autor de apasionadas monografías sobre Van Gogh, Degas y Manet, había ido a Madrid a venerar las obras de Velázquez, y (previsiblemente) a razonar esa veneración en un libro nuevo. Ese libro no se escribió. Todos los días visitaba Meier-Graefe el museo del Prado; todos los días lo apartaba del culto velazqueño la obra de Dominico Theotocópuli, varón que para la comodidad de su gloria se llama El Greco. Muchas semanas tardó en admitir Meier-Graefe que su veneración estaba cambiando. La historia de esa conversión y de esa apostasía está en el libro "Viaje español". "Pirámide y Templo" (1930) es el diario de un viaje por el Egipto, por Grecia y por Palestina. En ese libro vuelve a la exposición de dos tesis fundamentales. Una, la vitalidad y el poder del arte bizantino; otra, la superioridad de los arquitectos y escultores egipcios de la buena época sobre los griegos. (Herbert Spencer, empeñado en buscar ejemplos del tránsito de lo homogéneo a lo heterogéneo y de lo simple a lo complejo, no encontraba mejores ilustraciones que el "rudimental" arte egipcio y que el "evolucionado" arte griego...) Ya he mencionado tres monografías de Meier-Graefe. A esas deben agregarse otras sobre el pintor noruego Edvard Munch, sobre Vallotton, sobre Corot, sobre Courbet, sobre Delacroix, sobre Renoir y sobre Cézanne. También ha publicado un largo estudio sobre la personalidad y la obra de Dostoievski. «THE JEWS», DE HILAIRE BELLOC Macaulay, hace bastante más de cien años, imaginó una historia fantástica. Imaginó que durante muchas generaciones todos los hombres de cabello rojo que hay en Europa habían sido ultrajados y oprimidos, encerrados en barrios infames, expulsados aquí, encarcelados allá, privados de su dinero, privados de sus dientes, acusados de crímenes improbables, arrastrados por caballos furiosos, ahorcados, torturados, quemados vivos, excluidos del ejército y del gobierno, apedreados y tirados al río por la gentuza. Después imaginó que un inglés se condolía de ese extraño destino, y que le replicaba otro inglés: «Imposible franquear los cargos públicos a los hombres de pelo rojo. Esos bribones, apenas si se juzgan ingleses. Al primer francés pelirrojo lo consideran más allegado que a un rubio de su misma parroquia. Basta que un soberano extranjero patrocine o tolere el pelo rojo, para que lo quieran más que a su rey. No son ingleses, no pueden ser ingleses. La naturaleza lo veda y la experiencia ha demostrado que es imposible». Huelga explicar la límpida parábola de Macaulay. Belloc dedica buena parte de este volumen a refutar esa trasposición. Belloc no es un antisemita, pero afirma (y recalca) la realidad de un problema judío. Repite que Israel es una nación inevitablemente forastera en cada país. De ahí el problema judío, «que es el problema de corregir o aminorar la incomodidad que provoca en todos los organismos la intromisión de cuerpos extraños. El siglo diecinueve quiso abolir ese problema, negándolo. (Es lo que sucede en este país con los italianos o españoles: rige la convención de que no son extranjeros, aunque los siente como tales el argentino.) Encarado el problema, Hilaire Belloc enumera dos soluciones. La primera quiere eliminar al judío: ya por destrucción, lo cual es abominable; ya por expulsión o destierro, que es apenas un poco menos cruel; ya por absorción: procedimiento rechazado por Belloc, entiendo que sin una razón valedera. La otra solución es reconocer que el judío es un extranjero y buscar un modus vivendi basado en la admisión de esa diferencia. Es la solución que propone Belloc al final de su libro. Por lo demás, insiste en la absoluta necesidad de que los planes y la forma de ese modus vivendi partan de Israel y no de nosotros. Lo cual es justo, pero no mayormente iluminativo. «lT WALKS BY NIGHT», DE JOHN DICKSON CARR En alguna página de alguno de sus catorce volúmenes piensa De Quincey que haber descubierto un problema no es menos admirable (y es más fecundo) que haber descubierto una solución. Es muy sabido que Edgar Alian Poe inventó el cuento policial; es menos sabido que el primer cuento policial que escribió —«Los asesinatos en la Rué Morgue»— ya formula un problema fundamental de ese género de ficciones: el del cadáver en la pieza cerrada, «en la que nadie entró y de la que nadie ha salido». (Inútil añadir que la solución que propone no es la mejor: requiere esbirros muy negligentes, un clavo fracturado en una ventana y un mono antropomorfo.) El cuento de Poe es de 1841; en 1892 el escritor inglés Israel Zangwill publicó la novela breve The Big Bow Mystery, que retoma el problema. La solución de Zangwill es ingeniosa, aunque impracticable. Dos personas entran a un tiempo en el dormitorio del crimen; uno de ellos anuncia con horror que han degollado al dueño y aprovecha el estupor de su compañero —esos pocos segundos que invalida y ciega el asombro— para consumar el asesinato. Otra eminente solución es la propuesta por Gastón Leroux en el Misterio del cuarto amarillo; otra (menos eminente, sin duda) es la de Jig-Saw, de Edén Phillpotts. Un hombre ha sido apuñalado en una torre; al fin se nos revela que el puñal, esa arma tan íntima, ha sido disparado desde un fusil. (La mecánica de ese artificio disminuye o anula nuestro placer; lo mismo digo de La pista del alfiler nuevo, de Wallace.) Que yo recuerde, Chesterton jugó dos veces con el problema. En «El hombre invisible» (1911) el criminal es un cartero que penetra inadvertidamente en la casa en razón de su misma insignificancia y de lo impersonal y periódico de sus apariciones; en «El oráculo del perro» (1926), un fino estoque y las hendijas de una glorieta disipan el misterio. El presente volumen de Dickson Carr —autor de El barbero ciego, de El hombre hueco, de El combate de espadas— nos propone otra solución. No cometeré la torpeza de revelarla. El libro es amenísimo. Sus muchas muertes ocurren en un París que se sabe irreal. Confieso que los últimos capítulos me han defraudado un poco: frustración casi inevitable en ficciones como ésta, que quieren resolver racionalmente problemas insolubles. F. T. MARINETTI ES QUIZA EL EJEMPLO F. T. Marinetti es quizá el ejemplo más celebre de esa categoría de escritores que viven de ocurrencias, y a quienes rara vez se les ocurre algo. He aquí según un telegrama de Roma, el último de sus simulacros: «A los labios y las uñas de color rojo deben agregar las mujeres de Italia ligeros toques del verde de las llanuras lombardas y del blanco de las nieves alpinas. Atrayentes labios tricolores perfeccionarán las palabras de amor y encenderán el ansia del beso en los rudos soldados que vuelvan de las guerras invictas.» Esa pequeña heráldica labial, tan apta para encender la castidad y para moderar o aniquilar «el ansia del beso», no ha agotado el ingenio de Marinetti. También propone que en lugar de «chic» se diga «electrizante» (cinco sílabas en vez de una), y en lugar de «bar», «qui si beve», cuatro sílabas en vez de una y un no resuelto enigma para la formación del plural. «¡Nuestro idioma italiano debe ser despojado de extranjerismos!», declara Filippo Tomaso con un puritanismo no indigno del aséptico Cejador o de las cuarenta butacas de la Real Academia Española. ¡Extranjerismos! El antiguo empresario del Futurismo ya no está para esas diabluras. 18 de marzo de 1938 DE LA VIDA LITERARIA Otro abecedario o cartilla de la relatividad. Se titula "La relatividad y López (Relativity and Robinson). Tratado para gente muy simple". Ha sido publicado en Londres por C. W. W., su forma es la de un diálogo y lo ilustran y ayudan muchos diagramas. Este opúsculo de cien páginas en octavo no es menos atrayente que los manuales congéneres de Sir Arthur Eddington y de Russell y es harto menos técnico. Ha aparecido en Oxford una antología escolar, compilada no para las escuelas, sino en las escuelas. La mayor de las colaboradoras, Joan Charlton, no tiene catorce años. Sin embargo, sus poemas no son mejores que los de muchos escritores adultos. En Norte América siguen despachando incoerciblemente el libro "Las artes", obra del celebrado y continuo conversador Hendrik Willem van Loon. Ese libro quiere explicar qué cosa es la pintura y no pasa de anécdotas patéticas sobre pintores incomprendidos. De tarde en tarde, aventura algún juicio estético, que nos hace añorar las anécdotas. "Déle rienda suelta al pincel! ¡Así pintaba Rubens!", exclama van Loon, entusiasmado por la sola idea del frangollo abundante. Al final del volumen hay un croquis orográfico de la "Cordillera de la Pintura". Rembrandt, Velázquez y Frans Hals son las cumbres más altas; Brueghel es un picacho piramidal un poco más alto que el Greco; los pintores murales de Egipto, Grecia y Roma son, en montón, un contrafuerte —casi al nivel del mar— del cerro de Giotto. Bernard Wall y Margot R. Adamson han vertido al inglés el libro de Jacques Maritain: "Los grados del saber". Acaban asimismo de traducir la "Introducción a la lógica". JULIÁN GREEN La amistad de las dos literaturas más ricas del mundo occidental —la de Francia y la de Inglaterra— ha sido vastamente fértil para las dos. Julián Green es una ilustración viviente de esa amistad, ya que en él se combinan el ejercicio de la prosa francesa y la tradición de Jane Austen y de Henry James. Hijo de norteamericanos, biznieto de irlandeses y de escoceses, nació en París el seis de septiembre de 1900. Su infancia huraña fue dada a la soledad y a los libros. Tuvo dos idiomas natales: leyó con fervor a Dickens, a Eugéne Sue, a Jane Austen. En el liceo llegó a ser un buen latinista, un químico mediocre y un algebrista inaceptable. En 1917 se batió cerca de Verdún y en el frente italiano; en 1918 ingresó en la artillería francesa. Firmada la paz con Alemania, dedicó un año entero a no hacer cuidadosamente nada, al solo oficio de vivir. Hacia 1920 atravesó el Atlántico y pasó dos años en la Universidad de Virginia, en Charlottesville. Ahí escribió los borradores ingleses del relato alucinatorio El psiquiatra aprendiz, relato que tradujo luego al francés y que se publicó bajo el título Le Voyageur sur la terre. El éxito fue grande. La única persona no convencida de la vocación literaria de Julián Green fue el mismo Julián Green, que se entregó desaforadamente al estudio de la música y de la pintura, con resultado infausto. Poco después apareció Suite Anglaise, estudios sobre Charlotte Bronté, Samuel Johnson, Charles Lamb y William Blake. De esa fecha es también cierto seudónimo Pamphlet contre les catholiques de France, obra de un buen católico y de un buen rencoroso. En la primavera de 1925 un editor pidió a Julián Green una extensa novela y le dio seis meses de plazo. El resultado de ese pedido fue Mont Ciñere, libro esencialmente infernal, odioso y ordenado. Otros libros de Julián Green: Adrienne Mésurai (1928), Léviathan (1929) y Christine(1930). «THE BROTHERS», DE H. G. WELLS Sospecho que ya nadie recuerda las Empresas políticas de Diego de Saavedra Fajardo. Consta ese libro de cien dibujos enigmáticos y de su aclaración. Preside los capítulos una estatua sin manos en un jardín o una serpiente enroscada a un reloj de arena y que se mira en dos espejos. Abajo leemos que el ministro debe tener ojos para vigilar, pero no manos para hurtar o que la prudencia (cuyo símbolo es la serpiente) debe considerar el pasado y el porvenir. Primero la curiosa figura; después la moraleja, la platitud. Algo parecido acontece con este relato de H. G. Wells: la forma es más que el fondo. Lástima que el autor no se haya decidido a explorar sus muchas posibilidades. En la obra, tal como está, las discusiones entorpecen la fábula, pero también la fábula entorpece las discusiones. The Brothers es una parábola de la guerra española. El general fascista Richard Bolaris está sitiando una innominada ciudad que los comunistas defienden, capitaneados por un tal Richard Ratzel. (La parábola, como se ve, es asaz cristalina.) Richard Bolaris es el héroe impar, el hombre de la espada, el Cromwell concedido a la patria en su hora de prueba. Naturalmente, está meditando un golpe de estado. En eso llega una patrulla que ha penetrado en las trincheras de la ciudad anónima y ha capturado a Ratzel. Lo traen: es físicamente igual a Bolaris y la voz es tan parecida, que todos creen por un segundo que lo está remedando. Discuten: es mentalmente igual a Bolaris, sin otra diferencia que la de sus dialectos políticos. Uno habla del estado corporativo; otro, de dictaduras del proletariado. A Ratzel lo ha indignado esencialmente la tiranía de los que mandan; a Bolaris la incompetencia y la vanidad. Concuerdan singularmente con Wells en la necesidad fundamental de educar a los hombres. Son hermanos gemelos, como ya lo ha imaginado el lector. (Las convenciones no molestan en una historia en que todo es convencional.) El término del libro es trágico. Destaco una opinión: «Marx apesta de olor a Herbert Spencer y Herbert Spencer apesta de olor a Marx». También esta otra, que no sólo concuerda con Wells, sino con Bernard Shaw: «El hombre no es un animal ya formado, como un macaco viejo o un cocodrilo o un jabalí. El hombre es un cachorro». «THE DEVIL TO PAY», DE ELLERY QUEEN Ellery Queen es el fatigado inventor de once novelas policiales. Dos o tres de ellas — El misterio de la cruz egipcia, El misterio del hermano siamés, El misterio de la naranja china— pertenecen a las mejores del género. Otras —El misterio del sombrero romano, El misterio del revólver americano— no son imprescindibles, pero tampoco son bochornosas. Otras —El misterio del féretro griego, El misterio del zapato holandés—, son simplemente buenas. Ellery Queen, en esta su novela duodécima, añade un insospechado récord a los que ya tenía. Antes pudo decirse de él que era autor de alguna de las mejores novelas policiales de nuestro tiempo; ahora puede agregarse que es autor de una de las más olvidables. No exagero; básteme revelar que en la aclaración del misterio de Solly Spaeth —nombre del cadáver de turno— interviene considerablemente una flecha indochina del siglo trece, cuya punta mortal ha sido empapada en una solución de cianuro y de miel de caña. Ahora bien, todos instintivamente sabemos que las novelas en cuya aclaración intervienen flechas indochinas del siglo trece, cuya punta mortal ha sido empapada en una solución de cianuro y de miel de caña, no son buenas y son de S. S. Van Dine. Rasgo curioso: esta mala novela prescinde casi enteramente de los defectos característicos de Ellery Queen. No nos abruma con extensos catálogos de personajes y con planos inútiles. No abusa de las puertas y los horarios. El estilo es, a veces, ingenioso. Por ejemplo: «Anatol Ruhig nació en Viena, solecismo que pronto rectificó». Otro detalle: Hollywood figura en esta novela y Hollywood es presentado por el autor (que es norteamericano) como un lugar disparatado, indeseable y esencialmente lúgubre. Valoración, dicho sea de paso, que es ya tradicional en las letras americanas. 1 de abril de 1938 DE LA VIDA LITERARIA Acaba de aparecer en inglés la más puntual y minuciosa de las muchas biografías de Rimbaud. Es obra de Miss Enid Starkie, que ha trabajado varios años en ella y cuyo estudio liminar "Arthur Rimbaud en Abisinia" fue publicado en 1934 por la Universidad de Oxford. Esta novísima biografía incluye también dos capítulos de análisis literario. En Londres, Edward Crankshaw acaba de publicar: "Viena: imagen de una cultura en decadencia". La tesis de esa obra —el carácter agónico o, mejor dicho, postumo de Viena— recuerda a Bernard Shaw y a su parecer de que París y Viena atrasan más o menos de un siglo sobre el resto de Europa. "Son dos ciudades que yo entiendo con perfección", ha escrito Bernard Shaw, "porque mi niñez transcurrió en Dublin". André Malraux —famoso autor de "La condición humana" y de "La tentación del occidente"— ha publicado "La esperanza", novela de la guerra civil española. Paul Claudel acaba de publicar "Un poeta mira la cruz", libro que según el autor "desarrolla el concepto de que la Cruz no es una madera inerte, sino una máquina actual y activa cuya función continua es atraer, extraer, reunir y elevar". ELMER RICE Es verosímil y probable que mis lectores desconozcan el nombre de Elmer Rice; es imposible que no recuerden una de sus comedias —Street Scene— traducida al cinematógrafo por King Vidor. (Aquí se llamaba La calle.) El verdadero nombre de Elmer Rice es, casi impronunciablemente, Elmer Reizenstein. Nació el 28 de septiembre de 1892, en Nueva York. Estudiosas vigilias en una escuela nocturna le permitieron graduarse de abogado en 1912. En 1914 redactó su primer drama: El proceso, y tuvo la ingenuidad de meterlo en un sobre y remitirlo a un empresario desconocido. El empresario tuvo el curioso impulso de leerlo. El proceso fue uno de los éxitos de Broadway. En esa comedia Elmer Rice anticipa los procedimientos de Priestley y juega con el tiempo, anteponiendo escenas del porvenir a escenas del pasado. La crítica advirtió en esa comedia la influencia del cinematógrafo. A raíz de su éxito, se casó con una mujer de su raza, Miss Hazel Levy, de Nueva York, ciudad donde han nacido sus dos hijos. En 1923 Rice estrenó La máquina de sumar, historia harto simbólica de un empleado que se ve suplantado por una máquina y que asesina, previsiblemente, a su jefe. En 1924 estrenó La señora de al lado; en 1927, Cock Robin, drama policial. A principios de 1929, casi todos los empresarios de Nueva York rechazaron el manuscrito de Street Scene, también intitulado Paisaje con algunas figuras. Esa comedia se estrenó con dificultad, perduró más de un año en el cartel y obtuvo el premio Pulitzer. Otras piezas de Rice: Cruz de hierro (1917), Patria de los libres (1918), El subterráneo (1929), Ver Ñapóles y morir (1930). También una novela contra Hollywood: Un viaje a Puerilia (1931). «THE ALBATROSS BOOK OF LIVING PROSE» Ha observado Novalis: «Nada más poético que las transiciones y las mezclas heterogéneas». Esa declaración define, ya que no explica, el encanto peculiar de las antologías. La mera yuxtaposición de dos piezas (con sus diversos climas, procederes, connotaciones) puede lograr una virtud que no logran esas piezas aisladas. Por lo demás: copiar un párrafo de un libro, mostrarlo solo, ya es deformarlo sutilmente. Esa deformación puede ser preciosa. The Albatross Book of Living Prose incluye más de ciento cincuenta páginas ejemplares, desde el siglo xiv hasta nuestro tiempo. El ameno embustero Sir John Mandeville —Sir John to all Europe— abre el misceláneo desfile; el señor Charles Morgan lo cierra, delicadamente, pero sin ejecutar un milagro. Casi tenemos derecho a un milagro, si consideramos que entre los dos están las páginas más altas de la prosa inglesa y aun de toda prosa: las del apasionado y deliberado Sir Thomas Browne. Los compiladores de este volumen no están libres de culpa. Inexplicablemente han omitido a Arnold, a Lang, a Kipling, a Chesterton, a Bernard Shaw, a Lawrence de Arabia, a T. S. Eliot. (En cambio, están hospedando unas páginas de Charles Montagu Doughty, hombre majestuosamente ilegible, que a pesar de su libro descomunal Arabia Deserta —seiscientas treinta mil palabras— goza de alguna fama, por obra de un elogio atolondrado del mismo Lawrence.) Tampoco han demostrado un continuo acierto en la selección de piezas representativas. Unas son demasiado breves; otras —fragmentos de un relato o de una novela— son casi indescifrables sin el contexto. El libro sobrevive, sin embargo; el libro casi justifica su nombre. La materia es tan rica, que casi por sí sola ha triunfado de la incapacidad o languidez de los colectores. Los siglos clásicos de la literatura británica están mejor representados en este libro que el diecinueve y que el actual. La causa es clara: el tiempo ya había hecho la selección. Entre los contemporáneos figuran Joyce, Galsworthy y Virginia Woolf. Vuelvo las páginas y doy con estas curiosas líneas de Johnson: «A veces el conde de Rochester se retiraba al campo y se complacía en la redacción de libelos, en los que no aspiraba a ajustarse a la estricta verdad». «VICTOIRE A WATERLOO», DE ROBERT ARON Schopenhauer ha escrito: «Los hechos de la historia son meras configuraciones del mundo aparencial, sin otra realidad que la derivada de las biografías individuales. Buscar una interpretación de esos hechos es como buscar en las nubes grupos de animales y de personas. Lo referido por la historia no es otra cosa que el largo, pesado y enrevesado sueño de la humanidad. No hay un sistema de la historia, como lo hay de las ciencias que son auténticas: hay una interminable enumeración de hechos particulares». Oswald Spengler, en cambio, sostiene que la historia es periódica y propone una técnica especial de los paralelos históricos, una morfología de la historia de las culturas. De Quincey, hacia 1844, escribe que la historia es inagotable, ya que la posibilidad de permutar y de combinar los hechos registrados por ella equivale prácticamente a un número infinito de hechos. Cree, como Schopenhauer, que interpretar la historia no es menos arbitrario que ver figuras en las nubes, pero la variedad de esas figuras lo satisface. Para el autor de esta novela, Robert Aron, la historia es inevitable, fatal. (El título —cabe aquí tal vez anotar— es paradójico en París y no en Buenos Aires: para nosotros Waterloo no es una derrota, de modo que no nos sorprende oírla calificar de victoria.) El 18 de junio de 1815 Napoleón fue vencido en Waterloo por el duque de Wellington. Su caballería se deshizo contra los cuadros de infantería inglesa. Aron, en este libro admirabilísimo, postula lo contrario: Bluecher y Wellington vencidos por Napoleón. Aron invierte la batalla de Waterloo y se pregunta qué consecuencias hubiera producido ese hecho fantástico. Acaba por contestarse: las verdaderas, las que ya conocemos. Napoleón, vencedor en Waterloo, abdica al poco tiempo. Abdica, porque esa abdicación es el resultado de toda la historia anterior y no de un azar. «El gran asombro que puede provocar este libro», declara el prólogo, «es que baste cambiar e imaginar tan poquísimas cosas para transformar un desastre en una victoria y una abdicación obligada en una abdicación voluntaria. Los hechos intervienen muy poco en la vida del hombre. Otros factores predominan: los morales y psíquicos.» La tesis del autor es discutible, infinitamente; no así el encanto y la novedad de la obra. 15 de abril de 1938 HEAD IN GREEN BRONZE, DE HUGH WALPOLE Declara Walpole, en la página 176 de este libro: "Nadie, tal vez, es explicable en este mundo raro y casual. A veces yo sospecho que el Alfarero mezcla tierras de todas clases y no se cuida mayormente de lo que sale". Ese recelo es contagioso: a veces el lector sospecha que Walpole comete la osadía de remedar los procedimientos creadores de su Alfarero "y no se cuida mayormente de lo que sale". Además, por raro que sea el mundo, es imposible no maravillarse de que el autor del "Retrato de un hombre de pelo rojo" y de "Harmer John" haya juzgado conveniente u honrosa la reimpresión de inepcias como la muy poco fantástica fantasía que da su nombre al libro o como el relato "The Germán". Sólo un deseo de orden, sólo una especie de lealtad a los lugares y a los días en que las escribió puede haberlo movido a recopilarlas. Por lo demás, el mismo Walpole parece compartir nuestro asombro, ya que en el prólogo deplora el inmerecido olvido en que están ciertas laboriosas novelas suyas, en tanto que los cuentos de la serie "Let the bores tremble" se han obstinado en sobrevivir. "A veces —dice— hay personas que los recuerdan." El buen gusto de esas personas es menos admirable que su memoria. Los siete cuentos que componen esa lánguida serie tratan de parecerse a las "Nuevas mil y una noches" de Stevenson. Invención y ejecución aparte, la diferencia básica es ésta: Stevenson sabía que su obra era una travesura y que los personajes eran irreales; Walpole, en cambio, desatiende el manejo de sus fantoches para justificarlos y comprenderlos. Nos presenta un canalla, y apenas lo hemos aceptado nos dice que dentro de ese pecho malvado y de esa levita satánica late un corazón de oro. Acto continuo lo analiza con simpatía. A fuerza de psicologismo y de comprensión la bagatela se derrumba. Hay cuentos —"Campo con cinco árboles", "El prestidigitador", "Aventura del niño imaginativo"— que están a punto de ser buenos. Otros —"El temor de la muerte" y "El desterrado"— casi justifican el libro. DE LA VIDA LITERARIA La N.R.F. sigue publicando su "diccionario de palabras redescubiertas" o diccionario redactado de oído. Copio algunos artículos: Láudano: m. Canto litúrgico. Peristilo: m. Lapicera fuente que escribe en todos los idiomas. Polifemo: m. Cuerpo sólido irregular, limitado por un número indefinido de caras. Cuadrumano: m. Pianista que toca a cuatro manos. (Mozart era cuadrumano.) Reumatismo: m. Doctrina filosófica griega. (Los adeptos del reumatismo vivían inmóviles y se ejercitaban en sufrir estoicamente el dolor.) vodka: f. Trineo liviano. Síncope: m. En las aldeas griegas el síncope recoge las reclamaciones de los habitantes y las transmite al jefe de distrito o megáfono. Sardina: f. Instrumento de cuerda del siglo xvii, especie de vihuela. (Couperín compuso un minué para sardina y oboe.) Ursulina: f. Especie de organdí de seda, usado bajo el Segundo Imperio. Ha aparecido en Londres una reedición del libro felino de Cari van Vechten: "El tigre en la casa". Lo ilustran gatos de las más diversas escuelas pictóricas: gatos de Hokusai, de Landseer, de Cranach, de Goya, de Alfred Kubin y de Manet. Se ha publicado un nuevo libro de Vicki Baum: "Un cuento de Bali". T. F. POWYS En una casa de las sierras de Dorset —sur de Inglaterra— hay algunos miles de libros en inglés y en latín, una taciturna mujer que entiende de rosas y un enlutado hombre alto, de pelo encanecido y ojos azules. De tres y media a seis de la tarde hace ya treinta años que ese hombre escribe una o dos páginas por día, caligrafiando con obstinado amor cada letra. Theodore Francis Powys nació en 1874, en el pueblo de Shirley. Es de ascendencia ilustre, ya que entre las personas de su sangre están John Donne y William Cowper. (No hablo de ciertos príncipes de Gales, tan antiguos que ya son legendarios, tan legendarios que más bien son apócrifos.) Hijo y nieto de clérigos, Theodore Francis empezó por estudiar teología. Cabe afirmar que todavía ahora le es fiel. Esencialmente, sus novelas son parábolas: heréticas, burlonas y escandalosas, pero esencialmente parábolas. «Yo creo demasiado en Dios», confesó una vez. En 1905 se estableció en el pueblo de Shirley. Ese mismo año se casó; ese mismo año entró en la biblioteca después de las tres de la tarde y escribió hasta las seis. Dos problemas de índole diversa lo trabajaban: el problema absoluto del bien y el mal; el problema verbal de un estilo bíblico que no pareciera afectado. Casi veinte años escribió antes de publicar una línea. Hacia 1923, un amigo suyo, escultor, le robó un cuaderno manuscrito y lo envió a David Garnett, el autor de Lady into Fox y Man in the Zoo. El cuaderno se publicó bajo el nombre La pierna izquierda. Se trata de la historia de un granjero que va apoderándose, cuerpo y alma, de todos los habitantes de un pueblo. Después aparecieron Brionia negra (1924), Los dioses del señor Tasker (1925), Pájaros inocentes (1926), El buen vino del señor Weston (1928), El estanque de rocío (1928), La casa con el eco (1929), Fábulas (1929), Cariño en un rincón (1930) y Padrenuestro blanco (1932). El más memorable de todos es acaso El buen vino del señor Weston. La acción transcurre en una sola noche, en la que el tiempo se ha detenido; Weston, el personaje central, es un ansioso comerciante en vinos que paulatinamente nos infunde la convicción de que es Dios. La obra, trivial o picaresca al principio, acaba en plena magia, en plena sobrenaturalidad. Los escritores preferidos de Powys son Richardson, Montaigne, Rabelais y Scott. «EXCELLENT INTENTIONS», DE RICHARD HULL Uno de los proyectos que me acompañan, que de algún modo me justificarán ante Dios, y que no pienso ejecutar (porque el placer está en entreverlos, no en llevarlos a término), es el de una novela policial un poco heterodoxa. (Lo último es importante, porque entiendo que el género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes.) La concebí una noche, una de las gastadas noches de 1935 o de 1934, al salir de un café en el barrio del Once. Esos pobres datos circunstanciales deberán bastar al lector: he olvidado los otros, los he olvidado hasta ignorar si los inventé alguna vez. He aquí mi plan: urdir una novela policial del tipo corriente, con un indescifrable asesinato en las primeras páginas, una lenta discusión en las intermedias y una solución en las últimas. Luego, casi en el último renglón, agregar una frase ambigua —por ejemplo: «y todos creyeron que el encuentro de ese hombre y de esa mujer había sido casual»— que indicara o dejara suponer que la solución era falsa. El lector, inquieto, revisaría los capítulos pertinentes y daría con otra solución, con la verdadera. El lector de ese libro imaginario sería más perspicaz que el «detective»... Richard Hull ha compuesto un libro amenísimo. Su prosa es diestra, sus personajes son convincentes, su ironía es del todo civilizada. La solución final, sin embargo, es tan poco asombrosa que no puedo librarme de la sospecha de que este libro real, publicado en Londres, es el que yo previ en Balvanera, hace tres o cuatro años. En tal caso, Excellent lntentions ocultaría un argumento secreto. ¡ Ay de mí o ay de Richard Hull! No veo ese argumento secreto por ningún lado. 29 de abril de 1938 DEL MUNDO LITERARIO En los entreactos de escribir una seria novela psicológica, Richard Aldington se ha permitido un libro humorístico. Ese libro paródicamente se titula "Seven against Reeves". André Suarés ha publicado "Trois grands vivants", estudio sobre Baudelaire, Cervantes y Tolstoi. Previsiblemente, la obra no es menos superlativa que el título. Dos ejercicios homéricos, sentimental el uno, burlesco el otro. El primero —"Naissance de l'Odysée"— es de Jean Giono; el segundo —"The Trojan horse",— de Christopher Morley. "Más fuerte que la espada" se titula el último libro de Ford Madox Ford. Abunda en recuerdos y anécdotas de Henry James, de D. H. Lawrence, de Conrad, de Galsworthy, de Hardy, de Swinburne, de Guillermo Enrique Hudson, de Turgueniev, de H. G. Wells, de Hilaire Belloc y de Dreiser. GUSTAV MEYRINK Los hechos de la vida de Meyrink son menos problemáticos que su obra. Nació en 1868, en una ciudad de Baviera. Su madre fue una actriz. (Es demasiado fácil comprobar que su obra literaria es histriónica.) Munich, Praga y Hamburgo se reparten sus años de juventud. Sabemos que fue empleado de banco, y que abominó ese trabajo. También sabemos que ensayó dos desquites o dos maneras de evasión: el estudio confuso de las confusas «ciencias ocultas» y la composición de escritos satíricos. Atacó en ellos el ejército, las universidades, la banca, el arte regional. («Arte — escribió— de donde está ausente lo artístico y donde lo regional es falsificado.») Desde 1899, la famosa revista «Simplizissimus» publicó sus escritos. De esa época data su traducción de ciertas novelas de Dickens y de ciertos relatos de Poe. Hacia 1910 reunió una cincuentena de cuentos bajo el nombre paródico El cuerno mágico del burgués alemán, en 1915 publicó El Golem. El Golem es una novela fantástica. Novalis anheló alguna vez «narraciones oníricas, narraciones inconsecuentes, regidas por asociación, como sueños». Tan fácil es componer narraciones de ésas como imposible es componerlas de modo que no sean ilegibles. El Golem — increíblemente— es onírico y es lo contrario de ilegible. Es la vertiginosa historia de un sueño. En los primeros capítulos (los mejores) el estilo es admirablemente visual; en los últimos arrecian los milagros de folletín, el influjo de Baedeker es más fuerte que el de Edgar Alian Poe, y penetramos sin placer en un mundo de excitada tipografía, habitado de vanos asteriscos y de incontinentes mayúsculas... No sé si El Golem es un libro importante; sé que es un libro único. Inútilmente tratan de parecérsele las otras novelas de Meyrink: La noche de Walpurgis, El rostro verde, El ángel de la ventana occidental. Gustav Meyrink es asimismo autor de Murciélagos —una recopilación de cuentos fantásticos— y de un fragmento de novela que se titula El emperador secreto. «THE SUMMING UP», DE W. SOMERSET MAUGHAM Es increíble que el sentido común pueda resplandecer, que la mera sensatez nos encante. Tal es el caso, sin embargo, de estas recapitulaciones de Maugham. El autor mira su vida y su obra —más de sesenta años vividos, más de cuarenta libros escritos— y ensaya algunos juicios finales, o provisoriamente finales. Lo que declara es menos importante que nuestra convicción de su sinceridad al declararlo. Además: cierta resignación y cierta amargura se dejan pregustar en sus páginas, y no esperamos otra cosa de un autobiógrafo. Alguna vez hay observaciones certeras. Por ejemplo: «Mucha gente parece no haber notado el uso principal de los argumentos. Éstos son líneas para guiar la atención del lector... Jane Austen sabía eso. En cambio, La educación sentimental de Flaubert guía tan poco la atención del lector, que a éste le son indiferentes los personajes y el destino que los aguarda. De ahí la dificultad de concluirla. No sé de otra novela tan importante que deje una impresión tan borrosa». En otro capítulo observa: «Todos sabemos que Ibsen era escasamente inventivo. No es desaforado afirmar que su gambito único es la brusca llegada de un forastero que irrumpe en una pieza encerrada y abre de par en par las ventanas. Entonces las personas que estaban en la pieza mueren de pulmonía, y todo acaba infelizmente... La desventaja de las ideas en el teatro es que si éstas son aceptables, son aceptadas y acaban por matar el drama que contribuyó a difundirlas.» He traducido dos opiniones; he aquí una confesión: «Escandalizado por la indigencia de mi vocabulario, fui al Museo Británico, anoté nombres de piedras raras, de esmaltes bizantinos y telas y construí frases laboriosas para colocarlas. Afortunadamente, no hallé oportunidad de emplear esas frases, y ahí están en una libreta, a la disposición de cualquiera con ganas de escribir desatinos. Años después di en el error contrario. Empecé por prohibirme los adjetivos. Quise escribir un libro que fuera como un telegrama larguísimo, del cual hubiera sido excluida toda palabra no imprescindible.» «DIE VORSOKRATIKER», DE WILHELM CAPELLE En las quinientas páginas de este libro están recopilados y traducidos los fragmentos originales de los primeros pensadores helénicos y las noticias de su vida o de su doctrina que pueden extraerse de Plutarco, de Diógenes Laercio o de Sexto Empírico. Muchas de esas doctrinas son meras piezas de museo actualmente: verbigracia, las de Jenófanes de Colofón, que afirman que la luna es un conjunto denso de nubes y que éste se disipa todos los meses. Otros no conservan otra virtud sino la de asombrar o distraer: verbigracia, el extraño censo de Empédocles de Akragas: «Yo he sido un niño, una muchacha, una zarza, un pájaro y un mudo pez que surge del mar». (Más sorprendente, pero mucho más increíble, es la enumeración de un rapsoda celta: «Yo he sido una espada en la mano, yo he sido un capitán en las guerras, yo he sido un farol en un puente, yo estuve encantado cien días en la espuma del agua, yo he sido una palabra en un libro, yo he sido un libro en el principio».) Otros presocráticos hay cuyo sentido verdadero es acaso irrecuperable, pero que se enriquecen para nosotros de toda la filosofía posterior. Así, Heráclito de Efeso, que «comprendemos» a través de Bergson o de William James; así Parménides, en cuya lectura intervienen —«anacrónicamente, absurdamente»— recuerdos de Spinoza o de Francis Bradley. Otros, en fin, parecen sobrevivir a los siglos. Así: Zenón de Elea, inventor de la carrera perpetua de Aquiles y la tortuga. (Es común enunciarla de este modo: Aquiles, símbolo de rapidez, no puede alcanzar a la tortuga, símbolo de morosidad. Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro, y así infinitamente, sin alcanzarla... Wilhelm Capelle, en la página 178 de este volumen, traduce el texto original de Aristóteles. «El segundo argumento de Zenón es el llamado Aquiles. Razona que el más lento no puede ser alcanzado por el más rápido, pues el perseguidor tiene que llegar antes al punto que el perseguido acaba de evacuar, de suerte que el más lento siempre le lleva una determinada ventaja.») Los historiadores de la filosofía suelen acordar a los presocráticos una mera importancia de precursores. Nietzsche, en cambio, sostuvo que eran el ápice del pensamiento filosófico griego y prefirió su estilo monumental al estilo dialéctico de Platón. (Hay quien prefiere ser intimidado a ser convencido.) Este libro quiere reivindicar para ellos la gloria de haber articulado y fundado la prosa griega. 13 de mayo de 1938 DE LA VIDA LITERARIA Jules Supervielle ha publicado "L'arche de Noé". Forman el libro siete narraciones poéticas: "El arca de Noé", "La huida a Egipto", "Antonio -del desierto-", "La adolescente", "El tazón de leche", "Los muñecos de cera", "La mujer encontrada". Tres libros importantes ha hecho traducir la N.R.F.: "The ordeal of Richard Feverel" de George Meredith, "Die Verwandlung" ("La metamorfosis") de Franz Kafka y la divertidísima biografía de Bernard Shaw por Frank Harris. Rolland de Renéville —autor de "Las tinieblas pintadas" y de "Rimbaud el vidente"— ha publicado un estudio que se titula "La experiencia poética" y anuncia otro sobre el pensamiento de Stéphane Mallarmé. Edgar Lee Masters —famoso autor de las Antologías de Spoon River y de "Lincoln, el hombre"— ha publicado en Nueva York otra epopeya americana: "The New World". En el segundo volumen de su Autobiografía, H. G. Wells declara que Marcel Proust tiene menos valor documental y es menos divertido que un diario viejo y que éste ofrece la ventaja de ser más fidedigno y de no imponer su interpretación. RICHARD ALDINGTON Aldington nació en el condado de Hampshire —sur de Inglaterra—, en 1892. Se educó en Dover College y en la Universidad de Londres. A los trece años había escrito —y caligrafiado— sus primeros poemas. A los diecisiete, una revista distraída le publicó varias imitaciones de Keats. En 1915 aventuró su libro inicial: Images Old and New. (En octubre de 1913 se había casado.) Aldington, entonces, era «imaginista»: creía que las imágenes visuales eran lo esencialmente poético. (Lo mismo creyó Erasmus Darwin, hace más de cien años.) Esa caprichosa tesis lo condujo a la versificación irregular y sin rima, por entender que en ella lo auditivo se subordina a lo visual... De esas cosas habla Richard Aldington con sus amigos Ezra Pound y Amy Lowell, y no sabía que un pistoletazo balcánico iba a aniquilar el debate. A principios de 1916, Aldington se enroló en la infantería del ejército inglés. La guerra lo dejó vivo, neurasténico, sin un cobre. Una choza en Berkshire, muchas traducciones y algunos trabajos periodísticos lo salvaron. Tradujo El Decamerón de Boccaccio, la Historia cómica de los estados del sol de Savinien, Cyrano de Bergerac, las cartas de Voltaire y de Federico Segundo, los yambos de Chénier y centenares de inscripciones y de epigramas de la antología griega. En 1923 publicó Destierro; en 1928, El amor y el Luxemburgo; en 1929, la novela asombrosa o sorprendente Muerte de un héroe. Es raro que un autor abomine de todos los personajes de un libro y se complazca en insultarlos y denigrarlos. Richard Aldington lo hace, y entendemos que su cólera es algo más que los despliegues académicos de energúmenos profesionales como Carlyle o Guerra Junqueiro o León Bloy. Muerte de un héroe es un libro impar; si a alguna otra novela es afín, lo es a The Way ofAll Flesh de Butler. Richard Aldington es, asimismo, autor de Rumbos de gloria, de Las mujeres tienen que trabajar, de La hija del coronel, de un estudio sobre Voltaire y de Todos los hombres son enemigos. Este año ha publicado un libro humorístico: Los siete contra Reeves. (Nombre, como habrá notado el lector, que parodia Los siete contra Tebas de Esquilo. ) «TO HAVE AND TO HAVE NOT», DE ERNEST HEMINGWAY La historia de un malevo imaginada por un hombre de letras no puede no ser falsa. Dos tentaciones encontradas la acechan. La una: pretender que el malevo no es tal malevo, sino un pobre hombre nobilísimo de cuyas fechorías es culpable la sociedad. La otra: magnificar las atracciones diabólicas de su historia y demorarse con algún deleite en lo atroz. Ambos procederes, como se ve, son de tipo romántico. De ambos hay célebres ejemplos en la literatura argentina: las novelas cimarronas de Eduardo Gutiérrez, el Martín Fierro... Hemingway, en los primeros capítulos de este libro, parece desoír esas tentaciones. Su héroe, Captain Harry Morgan de Key West, comete fechorías no indignas del bucanero homónimo que asaltó la ciudad inexpugnable de Panamá y entregó una pistola al gobernador, como muestra de la artillería que le bastó para conquistar esa plaza... Hemingway, en los capítulos iniciales de la novela refiere sin asombro hechos bárbaros. Los refiere con naturalidad, con indiferencia, casi con tedio. No acentúa la muerte: Harry Morgan se resigna a matar a un hombre y no se vanagloria del hecho y no se arrepiente. Ante las primeras cien páginas, pensamos que la voz del narrador conviene a los sucesos narrados y que puntualmente equidista de la mera bravata y de la quejumbre. Creemos hallarnos ante una obra digna del hombre lejanísimo que escribió Un adiós a las armas. Inexorablemente, los capítulos finales nos desengañan. Esos capítulos, escritos en tercera persona, rinden una curiosa revelación: Harry Morgan es, para Hemingway, un varón ejemplar. Un entusiasmo esencialmente didáctico ha hecho que Hemingway exhiba sus homicidios a una generación decadente. La novela, como tal, se hace polvo; apenas si nos queda entre los dedos una parábola nietzscheana. A continuación traduzco un pasaje. El tema es el suicidio en América: «Algunos se despeñaban por la ventana de la oficina; otros se iban tranquilamente en garages para dos coches, con el motor en marcha; otros seguían la tradición nativa del Colt o del Smith Wesson: esos instrumentos tan bien construidos que dan fin al remordimiento, acaban con el insomnio, curan el cáncer, evitan las bancarrotas y abren una salida a posiciones intolerables con la sola presión del dedo: esos admirables instrumentos americanos tan fáciles de llevar, de tan seguro efecto, tan indicados para concluir el sueño americano cuando éste se vuelve una pesadilla, sin otro inconveniente que el mátete que tiene que limpiar la familia.» «LES SEPT MINUTES», DE SIMENON Si no me engañan ciertas referencias de la N. R. E, Georges Simenon goza de alguna fama francesa como autor policial. André Thérive alaba su facultad de «crear una atmósfera»; Louis Emié ha venerado públicamente «la atmósfera definida» de sus relatos. A juzgar por Les sept minutes, los dos tienen razón. Los ambientes que propone este libro no carecen de vividez, ni siquiera de cierta sobrenaturalidad. Lástima grande que todo lo demás sea incompetente, fraudulento o ingenuo. Me dirán que basta la atmósfera. De acuerdo, pero, entonces, ¿a qué urdir tramas policiales incómodas? En el primer cuento de la serie, la revelación final es tan insípida, que ayer me la otorgaron y hoy no la sé; la del segundo —«La noche de los siete minutos»— requiere laboriosamente una estufa, un caño, una piedra, una cuerda tirante y un revólver; la del tercero, dos personas adicionales cuya existencia no puede sospechar el lector. He hablado de incompetencia y de fraude. Más bien anacronismo, pienso ahora; más bien, despreocupación. En Inglaterra el género policial es como un ajedrez gobernado por leyes inevitables. El escritor no debe escamotear ninguno de los términos del problema. El misterioso criminal, por ejemplo, tiene que ser una de las personas que figuran desde el principio... París, en cambio, ignora todavía esos rigores. París a juzgar por Les sept minutes, aún es contemporánea de Sherlock Holmes. El estilo es válido. No es común que el autor incurra en efusiones como ésta, que nos recuerdan no ya a Sir Arthur Conan Doyle, sino a la baronesa de Orezy o a Gastón Leroux: «Conozco el miedo en la oscuridad, en la lluvia, en la grisalla de los paisajes de nieve, en el misterio de las regiones nórdicas. ¡Pero el miedo ahí, en pleno sol, en aquel escenario de ensueño, bañado de luz cálida, es otra cosa! Es algo aplastador». EN LA NOVELA DE GUNNAR GUNNARSSON «BARCOS EN EL CIELO» En la novela de Gunnar Gunnarsson Barcos en el cielo doy con este sentimiento curioso: «En una tierra sin montañas las ideas y los animales se pierden porque quién los va a sujetar y no sé cómo hace la gente para dormir de noche en una llanura». Aceptada la imagen del autor, yo diría que la dispersión de las ideas conviene al sueño. 27 de mayo de 1938 UN CUENTO DE FRANZ KAFKA En estas páginas he hablado muchas veces de Kafka. He aquí, traducido del alemán, uno de sus cuentos fantásticos. Pertenece a la serie titulada "Un médico rural" (Leipzig, 1919). Su nombre: ANTE LA LEY "Hay un guardián ante la Ley. A ese guardián llega un hombre de la campaña que pide ser admitido a la Ley. El guardián le responde que ese día no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si luego podrá entrar. 'Es posible', dice el guardián, 'pero no ahora'. Como la puerta de la Ley sigue abierta y el guardián está a un lado, el hombre se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le dice: 'Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el más subalterno de los guardianes. Adentro no hay una sala que no esté custodiada por su guardián, cada uno más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no puedo soportar'. El hombre no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley debe ser accesible en todo momento a todos los hombres, pero al fijarse en el guardián con su capa de piel, su gran nariz aguda y su larga y deshilachada barba de tártaro, resuelve que más vale esperar. El guardián le da un banco y lo deja sentarse junto a la puerta. Ahí, pasa los días y los años. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con sus peticiones. El guardián entabla con él diálogos limitados y lo interroga acerca de su hogar y de otros asuntos, pero de una manera impersonal, como de señor poderoso, y siempre acaba repitiendo que no puede pasar todavía. El hombre, que se había equipado de muchas cosas para su viaje, se va despojando de todas ellas para sobornar al guardián. Éste no las rehusa, pero declara: 'Acepto para que no te figures que has omitido algún empeño.' En los muchos años el hombre no le quita los ojos de encima al guardián. Se olvida de los otros y piensa que éste es la única traba que lo separa de la Ley. En los primeros años maldice a gritos su destino perverso; con la vejez, la maldición decae en rezongo. El hombre se vuelve infantil, y como en su vigilia de años ha llegado a reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba por pedirles que lo socorran y que intercedan con el guardián. Al cabo se le nublan los ojos y no sabe si éstos lo engañan o si se ha obscurecido el mundo. Apenas si percibe en la sombra una claridad que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho que vivir. En su agonía los recuerdos forman una sola pregunta, que no ha propuesto aún al guardián. Como no puede incorporarse, tiene que llamarlo por señas. El guardián se agacha profundamente, pues la disparidad de las estaturas ha aumentado muchísimo. '¿Qué pretendes ahora?', dice el guardián; 'eres insaciable', 'Todos se esfuerzan por la Ley', dice el hombre. '¿Será posible que en los años que espero nadie ha querido entrar sino yo?' El guardián entiende que el hombre se está acabando, y tiene que gritarle para que le oiga: 'Nadie ha querido entrar por aquí, porque a tí solo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla'." DE LA VIDA LITERARIA Las abrumadoras, famosas y más o menos impenetrables novelas de John Dos Passos, "The 42nd Parallel", "Nineteen Nineteen" y "The Big Money", son adquiribles ahora en un solo tomo, que imperialmente se titula "U.S.A." Ha aparecido en Nueva York otro libro de Jorge Santayana. Su nombre: "El reino de la verdad". Lo precedieron "El reino de la esencia" y "El reino de la materia", y lo seguirá "El reino del espíritu", que será el cuarto y último de los reinos. "Little golden America", la traducción inglesa de la sátira de los rusos Ilf y Petrov contra los Estados Unidos, está logrando en los Estados Unidos un éxito sincero. "El espectro", la última novela de Gorki, ha sido traducida al inglés. El italiano Gaudens Megaro ha publicado en Londres una biografía de los años de juventud de Mussolini. VAN WYCK BROOKS Van Wyck Brooks es de aquellos escritores americanos cuyo habitual y provechoso ejercicio es la denigración de América. (Otros venerados ejemplos son Lewis Mumford y Waldo Frank.) Brooks no es violento; Brooks desdeñosamente se entristece con las crudezas y vulgaridades de América. Los europeos lo aplauden; muchos norteamericanos también, acaso movidos por el temor de no parecer patrioteros. Brooks ataca la aldeanería de América y esa aldeanería es la que lo aplaude. Van Wyck Brooks nació en Plainfield, el día 16 de febrero de 1886. Se educó en Harvard y publicó su primer libro —El vino de los puritanos— a fines de 1909. Dos años después se casó con Miss Eleanor Kenyon, de California. En 1913 publicó La enfermedad del Ideal —estudios sobre Sénancour, Amiel y Maurice de Guérin—; en 1914, un análisis crítico de la obra de John Addington Symonds; en 1915, El mundo de H. G. Wells y América, mayor de edad. En ese libro están prefigurados sus libros ulteriores. Hacia 1927 compiló con Alfred Kreymborg, Paul Rosenfeld y Lewis Mumford la famosa antología American Caravan. (En 1923 había merecido el premio anual de la revista «The Dial» por su obra anterior y por la influencia continental de esa obra. En otros años lograron ese premio consagratorio Sherwood Anderson y T. S. Elliot.) La obra de Van Wyck Brooks es extensa. Comprende varias traducciones de libros de Romain Rolland y de Georges Berguer y múltiples estudios originales. Acaso los más importantes son los volúmenes dedicados a Emerson, a Henry James y a Mark Twain. Los tres quieren ilustrar la incompatibilidad de ser, a un tiempo, norteamericano y artista. El primero —Emerson and Others, 1927— estudia el caso de un artista en desacuerdo con América; el segundo —The Pilgrimage of Henry James, 1925—, el de un artista que huye de América; el tercero —The Ordeal of Mark Twain, 1920—, el de un artista frustrado por América. La mayor virtud de este último es haber provocado la apasionada y lúcida réplica de Bernard de Voto: Mark Twain's America. «THE CONFESSIONS OF A THUG», DE MEADOWS TAYLOR Este libro insólito —publicado en abril de 1839, en los tres tomos de rigor, republicado ahora a los noventa y nueve años justos por el mayor Yeats-Brown— despierta una curiosidad que no satisface. El tema son los thugs, secta o corporación de estranguladores hereditarios que durante ocho siglos dieron horror (con pies descalzos y pañuelos mortales) a los caminos y crepúsculos de la India. El asesinato lucrativo era para ellos un deber religioso. Eran devotos de Bhawani, la diosa cuyo ídolo es negro y cuyos nombres adorables son Durga, Parvati y Kali Ma. A ella le dedicaban el pañuelo de las ejecuciones, el pedazo de azúcar sacramental que debían comer los prosélitos, la azada que cavaba las sepulturas. No todas las personas merecían el pañuelo y la azada: a los devotos les estaba prohibida la muerte «de lavanderas, poetas, faquires, sikhs, músicos, bailarines, aceiteros, carpinteros, herreros y barrenderos, así como de mutilados y de leprosos». Los adeptos juraban ser valientes, sumisos y secretos, y merodeaban por el vasto país en cuadrillas de quince a doscientos hombres. Tenían un idioma que se ha perdido —el ramasí— y otro idioma de señas para entenderse en cualquier lugar de la India, de Amritzar a Ceylán. Su colegio constaba de cuatro órdenes: los Seductores, que atraían a los viajeros con relatos maravillosos y cantos; los Ejecutores, que los estrangulaban; los Hospitalarios, que ya habían cavado la sepultura; los Purificadores, cuya misión era despojar a los muertos. La oscura diosa les permitía la traición y el disfraz: es fama que a veces los thugs se contrataban como escolta contra los thugs. Entonces recorrían leguas y leguas hasta el preciso punto remoto que habían indicado los augures, y en ese punto era la matanza. Hubo estrangulador —Buhram de Allahabad es quizá el ejemplo más célebre— que en cuarenta años de ejercicio mató más de novecientas personas. Este libro se basa en documentos judiciales auténticos y logró en su hora el elogio de Tomás De Quincey y de Bulwer Lytton. El editor actual, F. Yeats-Brown, ha interpolado títulos llamativos —«El joyero y su astrólogo», «Dama que sabía demasiado», «El episodio del obeso banquero»—, que no condicen con la simplicidad de su estilo. He dicho que esta obra despierta una curiosidad que no satisface, que sin duda no puede satisfacer. Por ejemplo: yo querría saber si los thugs eran bandoleros que santificaron su oficio con el culto de la diosa Bhawani o si el culto de la diosa Bhawani los hizo bandoleros. 10 de junio de 1938 PADRAIC COLUM Nació en un pueblo mediterráneo de Irlanda, a fines de 1881. (Es lícito conjeturar que lo bautizaron Patrick —Patricio— y que el arcaico Padraic es una variación ulterior, hecha para embelesar a Inglaterra.) Su niñez pertenece al campo; sus mocedades, al campo y a Dublin. En esa capital conoció a Yeats, que había fundado el " Abbey Theatre" y soñaba con un teatro poético, que fuese también popular. Colum compartió esa esperanza. En 1903 —a los veintiún años— estrenó su primer drama: "Tierra partida". Ese drama inicial era el primero de un vastísimo ciclo que abarcaría todos los aspectos de Irlanda: todas las formas que la vida del hombre muestra en Irlanda. Los otros dramas de ese ciclo no se escribieron; pero Colum, a fines de 1907, publicó un libro de poemas: "Tierra salvaje". En 1911 fundó la "Irish Review"; un año después, se casó. En 1923 el Parlamento de Hawaii lo invitó a recorrer despaciosamente esas islas y a examinar su mitología. Un testimonio de ese viaje es el libro "Las islas relucientes". Colum, ahora, vive en los Estados Unidos. Su obra es considerable. Comprende, entre otros, los siguientes volúmenes: "El muchacho que sabía lo que decían los pájaros" (1918), "Leyendas dramáticas" (1922), "En la puerta del día" (1924), "Viejas praderas" (1925), "El camino que da la vuelta a Irlanda" (1926), "Encrucijadas en Irlanda" (1930), "Orfeo" (1931). El penúltimo es un libro de viajes y de interpretaciones; el último, un prontuario de mitos de todos los países del atlas. Sus poemas son nostálgicos, sus poemas son límpidos y sinuosos (pero siempre con luz de atardecer, con luz momentánea), y su corriente arrastra imágenes precisas y relucientes, como pescaditos. Por ejemplo, esta estrofa, que no sé si sobrevive a una traducción: "Then the wet, winding roads, Brown bogs with black water, And my thoughts on white ships And the King o'Spain's daughter." DE LA VIDA LITERARIA Sinclair Lewis —el justamente célebre autor de "Babbitt", de "Elmer Gantry" y de "Dodsworth"— ha publicado "The prodigal parents": "Los padres pródigos". Recordarán mis lectores el argumento de la tragedia "Cimbelino" de Shakespeare. Un caballero inglés pondera la virtud de su dama; un caballero veneciano se declara capaz de conquistarla y apuesta la mitad de su hacienda, que es de diez mil ducados; el inglés acepta la proposición, pero con esta cláusula: si el veneciano logra su fin, quedan en paz los dos, "porque ella no merece nuestra discordia"; si falla, tiene que reparar con la espada el insulto ofrecido... Bernard Shaw releyó hace poco ese drama. El último acto le pareció tan pueril, que no pudo contenerse y lo reescribió, "tal como el mismo Shakespeare lo hubiera escrito si hubiera conocido mis obras y las obras de Ibsen". Esa "variación en verso blanco sobre un tema de Shakespeare" aparece en el número 220 del "London Mercury". Ha aparecido en Londres un documento conmovedor y esencialmente heroico: el diario de Helen Adams Keller, ciega, sorda, muda y escritora de libros que vindican la belleza del universo y la inmortalidad de las almas. En los Estados Unidos se han vendido 165.000 ejemplares del manual de psiquiatría de Menninger "The human mind". «lNTODUCTION A LA POETIQUE», DE PAUL VALERY El insigne poeta y mejor prosista Paul Valéry está dictando un curso de poética en el Collége de France. Este volumen breve y precioso recoge su primera lección. En sus páginas, Valéry ha formulado con limpidez los problemas esenciales de la poética: problemas acaso solubles. Valéry —como Croce— piensa que todavía no tenemos una Historia de la Literatura y que los vastos y venerados volúmenes que usurpan ese nombre son una Historia de los Literatos, más bien. Valéry escribe: «La Historia de la Literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor. Podemos estudiar la forma poética del Libro de Job o del Cantar de los Cantares, sin la menor intervención de la biografía de sus autores, que son enteramente desconocidos». No menos técnica, no menos esencialmente clásica, es la definición que propone de la literatura. «La Literatura es y no puede ser otra cosa que una especie de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del Lenguaje». Y luego: «¿No es acaso el Lenguaje la obra maestra de las obras maestras literarias, ya que toda creación literaria se reduce a una combinación de las potencias de un vocabulario determinado, según formas establecidas una vez por todas?» Eso, en la página 12. En cambio, la página 40 señala que las obras del espíritu sólo existen en acto, y que ese acto presupone evidentemente un lector o un espectador. Si no me engaño, esa observación modifica muchísimo la primera y hasta la contradice. Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras posibles; la segunda, un número de obras indeterminado, creciente. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto. (No sé de un ejemplo mejor que el erguido verso de Cervantes: ¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza! Cuando lo redactaron, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Yo sospecho que sus contemporáneos lo sentirían así: ¡Vieran lo que me asombra este aparato! o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.) «THE STORY OF ACHILLES», DE W. H. D. ROUSE En el prefacio de su ilustre versión de la segunda de las epopeyas homéricas, Lawrence de Arabia se complace en contar veintiocho traducciones inglesas de la Odisea. Esa creciente profusión puede ser un indicio de la vitalidad de esos viejos cantos —de su inmortalidad, si se quiere—, pero puede asimismo querer decir que Homero está bien muerto, y que esas traducciones dispares son otros tantos artificios inútiles para infundirle vida. Horneros en verso blanco, Horneros rimados, Horneros aconsonantados, Horneros al itálico modo, Horneros alejandrinos, Horneros hexamétricos, Horneros en laboriosa prosa literal, Horneros perifrásticos, Horneros que condicen con la Biblia, Horneros que prevén a Boileau: no hay uno de esos avatares que falte y no hay uno que satisfaga. El que nos propone este libro del doctor Rouse es un Homero conversando, un Homero tranquilo. Rouse no escribe La litada ni La Aquileida, escribe El cuento de Aquiles; no traduce (como nuestro Lugones) «Canta diosa, el encono de Aquiles Peleyades», sino: «Un hombre enojado —tal es mi asunto: el rencor amargo de Aquiles, príncipe de la casa de Peleo». Si buscamos una escena famosa —los adioses de Héctor y Andrómaca, la muerte de Héctor, el rescate de su cadáver—, y cotejamos la versión de Rouse con la de Andrew Lang o aun con la de Buckley, no es dudoso que la primera nos resulte débil y perifrástica. Linealmente inferior, tiene con todo una virtud que las otras no tienen: se deja leer con casi escandalosa facilidad. Mi desconocimiento del griego hace que yo sea un poco erudito en versiones homéricas: si de alguna difiere profundamente esta versión de Rouse, es de la de Leconte de Lisie; si a alguna se asemeja, es a la de Butler. Siempre fueron motivo de discusión los epítetos homéricos. Lugones habla del nubígero Zeus, el doctor Rouse de Júpiter Juntanubes; Lugones, del raudo Aquiles, Rouse de Aquiles Piesligeros; Lugones, del flechador Apolo, Rouse de Apolo Tiralejos (Apollo Farshooter). En cambio, transcribe exactamente los nombres propios: Aineias, Alexandros, Daidalos, Menelaos, Rhadamanthys. La Ilíada, en casi todas las traducciones, es un libro remoto, ceremonioso, un poco intratable. Rouse la presenta divertida, llana, chismosa y más bien insignificante. Tal vez esté en lo cierto. 24 de junio de 1938 DE LA VIDA LITERARIA El ilustre poeta norteamericano Edgar Lee Masters ha publicado una novísima interpretación de Samuel Langhorne Clemens, hombre desconocido y muerto que para la inmortalidad se llama Mark Twain. Pesimista y profético, Paul Morand quiere persuadirnos de que el viajero de hoy no puede pasar de turista. Un reciente volumen de C. E. Key —"The story of twentieth-century exploration"— nos recuerda que sigue perdurando una posibilidad más heroica: la de ser un explorador. "Dueño de su vida el hombre, lo es también de su muerte" escribió Lugones en 1924. Un libro del doctor Karl Menninger —"Man against himself"— arguye que la capacidad de suicidio es uno de los rasgos diferenciales del hombre, y la indaga no sólo en los suicidas, sino también en los mártires, los ascetas, los neuróticos y los criminales que se traicionan. Un nuevo libro de Pearl Buck. Se titula "Este orgulloso corazón". Ha aparecido el último volumen de los treinta y cinco que integran la "Enciclopedia Italiana di scienze, lettere ed arti". A diferencia de las dos enciclopedias hispanas, cuyo confuso ideal es la acumulación de noticias, esta vasta obra — como la "Encyclopaedia Britannica", su modelo— quiere exponer orgánicamente los conocimientos humanos. Nueve años han trabajado sus redactores bajo la dirección general de Giovanni Gentile. HILAIRE BELLOC José Hilario Pedro Belloc nació en 1870, en los alrededores de París. Es hijo del abogado francés Louis Swanton Belloc. Se habla demasiado sobre él. Se dice que es un francés, un inglés, un universitario de Oxford, un historiador, un soldado, un economista, un poeta, un antisemita, un filosemita, un hombre de campo, un farsante, un aventajado alumno de Chesterton, un maestro de Chesterton. Wells (agriamente) lo juzga un mero Tartarín trasplantado, un orador que hubiera sido del todo feliz pontificando ante una granadina en un café de Nimes o de Montpellier. Shaw, para combatir su alianza con Chesterton, declaró, hace treinta años, que los dos formaban una sola quimera: «el afamado Chesterbelloc, monstruo cuadrúpedo y vanidoso que suele causar muchas desgracias». Chesterton le dedica muchas páginas de su autobiografía, y observa (entre otras cosas) que Belloc se parece a los retratos de Napoleón, y sobre todo a los retratos ecuestres de Napoleón. Belloc se educó en Inglaterra, pero interrumpió sus estudios para cumplir un año de conscripción en el ejército francés. (Ese episodio ha hecho que en Inglaterra lo definan como soldado.) A su regreso entró en Balliol College, en la Universidad de Oxford. Se graduó en 1895. Casi inmediatamente se entregó a la literatura. La violencia de sus primeros escritos fue una condición de su éxito. En 1896 visitó los Estados Unidos. Ahí se casó con una americana: Miss Elodie Agnes Hogan, de California. En 1898 adoptó la nacionalidad británica. En los años que fueron de 1906 a 1910 fue diputado liberal por South Salford en la Cámara de los Comunes. Belloc ha sido comparado a Maurras. Las aficiones de los dos (catolicismo, clasicismo, latinidad) evidentemente concuerdan: pero el uno las ha recomendado a una Francia que ya las compartía, y el otro a una Inglaterra que las considera simples caprichos. De ahila mayor destreza dialéctica de Belloc. Una leyenda —corroborada por los censos de los catálogos y por la propia confesión de Belloc— refiere que éste ha escrito más de cien libros. Traslado algunos nombres: El estado servil, Historia de Inglaterra, La revolución francesa, Robespierre, Richelieu, Wolsey, De nada, De todo, De cualquier cosa, De algo, Los judíos, El hombre que hizo oro, Ensayo sobre el carácter de la Inglaterra contemporánea, El viejo camino, Belinda, Jaime Segundo. «THE UNVANQUISHED», DE WILLIAM FAULKNER Es norma general que los novelistas no presenten una realidad, sino su recuerdo. Escriben hechos verdaderos o verosímiles, pero ya revisados y ordenados por la memoria. (Ese proceso, claro está, nada tiene que ver con los tiempos de verbo que se utilicen.) Faulkner, en cambio, quiere a veces recrear el presente puro, no simplificado aún por el tiempo ni siquiera desbastado por la atención. El «presente puro» no pasa de ser un ideal psicológico; de ahí que ciertas descomposiciones de Faulkner resulten más confusas —y ricas— que los hechos originarios. Faulkner, en obras anteriores, ha jugado poderosamente con el tiempo, deliberadamente ha barajado el orden cronológico, deliberadamente multiplicó los laberintos y los equívocos. Tanto lo hizo que no faltó quien asegurara que derivaba toda su virtud de esas involuciones. Esta novela — directa, irresistible, straightforward— viene a desbaratar esa sospecha. Faulkner no trata de explicar a sus personajes. Nos muestra lo que sienten, lo que obran. Los hechos son extraordinarios, pero su narración es tan vivida que no podemos concebirlos de otra manera. Le vrai peut quelquefois n'étrepas vraisemblable ha dicho Boileau. («Lo verdadero puede no parecer verosímil.») Faulkner prodiga las inverosimilitudes para parecer verdadero —y lo consigue. Mejor dicho: el mundo que imagina es tan real, que también abarca lo inverosímil. William Faulkner ha sido comparado con Dostoievski. La aproximación no es injusta, pero el mundo de Faulkner es tan físico, tan carnal, que junto al coronel Bayard Sartoris o a Temple Drake el homicida explicativo Raskolnikov es tenue como un príncipe de Racine... Ríos de agua morena, quintas desordenadas, negros esclavos, guerras ecuestres, haraganas y crueles: el mundo peculiar de The Unvanquished es consanguíneo de esta América y de su historia, es criollo también. Hay libros que nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana. Éste —para mí— es uno de ellos. «THE BEAST MUST DIE», DE NICHOLAS BLAKE De las cuatro novelas policiales que ha publicado Nicholas Blake, ésta es la tercera que leo. De la primera de las cuatro —A Question ofProof— recuerdo el uniforme placer que me dio, pero no las circunstancias de ese placer, ni siquiera el nombre de un personaje. La segunda—There's Trouble Brewing— me sigue pareciendo más encantadora que original, ya que su historia es básicamente la del Egyptian Cross Mystery de Ellery Queen o la de The Red Redmaynes de Edén Phillpotts. La última de todas —The Beast Must Die— me parece admirable. Me abstengo de contar su argumento, porque prefiero que el curioso lector la pida prestada o la robe o hasta la compre. Le prometo que no se arrepentirá. Por ahora no puedo decirle más. Sólo una indiscreción me permito: indicar la remota afinidad que tiene este amenísimo libro con otro —por cierto incomparablemente inferior— de S. S. Van Dine, en cuyas páginas tremebundas circula un egiptólogo nefasto. El cuento policial puede ser meramente policial. En cambio, la novela policial tiene que ser también psicológica si no quiere ser ilegible. Es irrisorio que una adivinanza dure trescientas páginas, y ya es mucho que dure treinta... No en vano la primera novela policial que registra la historia —la primera en el tiempo y tal vez no sólo en el tiempo: The Moonstone (1868) de Wilkie Collins— es, asimismo, una buena novela psicológica. Blake, en toda su obra, es felizmente fiel a esa tradición. No abruma a sus lectores: no incurre en la compleja abominación de horarios y de planos. En las últimas páginas de este libro leo que Nicholas Blake ha sido comparado a la señorita Dorothy Sayers y a la señora Agatha Christie. No discuto la buena voluntad de esos curiosos símiles ni tampoco su feminismo, pero los juzgo desalentadores y calumniosos. Yo lo compararía con Richard Hull, con Milward Kennedy o con Anthony Berkeley. 8 de julio de 1938 DE LA VIDA LITERARIA El libro de Gaudens Megaro sobre Mussolini —"Mussolini in the making"— cita el siguiente párrafo de un folleto nietzscheano o soreliano que éste publicó a los veinte años: "Los escasos preceptos morales que quieren constituir una ética cristiana, son meros consejos de sometimiento, de resignación y de cobardía. Dicen que Cristo dijo: 'Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos'. Yo digo: 'Miserables los pobres que no saben ganar su reino en esta tierra'. Dicen que Cristo aconsejó: 'Si alguno te hiere en una mejilla, preséntale también la otra'. Yo digo: 'Hay que pagar a los agresores en su misma moneda; hay que oponer la fuerza a la fuerza, la violencia a la violencia'". Lord Alfred Douglas acaba de publicar una continuación o complemento de su "Autobiografía". Escribe en una de las últimas páginas: "Mis lectores no dejarán de sonreír si les digo que mi propósito original era no hablar de Wilde en este volumen". Lord Alfred ha sido afortunadamente infiel a ese propósito original, y publica dos cartas íntimas de Wilde y algunos recuerdos inéditos. El libro se titula: "Without Apology". Tres libros nuevos de Simenon: "Les Rescapés du Télémaque", "Le Blanc á Lunettes" y "Faubourg". Max Brod, en su reciente biografía de Kafka, refiere este rasgo semimágico: Kafka lo visitó una tarde, y atravesó atolondradamente una pieza donde estaba recostado el padre de Brod. Este se despertó, y Kafka murmuró, al pasar: "Le ruego, considéreme un sueño". HAROLD NICOLSON Hijo del ministro de Inglaterra en Persia, Harold Nicolson nació en la ciudad de Teherán en el año 1886. Es de vieja sangre inglesa e irlandesa. Persia, Hungría, Bulgaria y Marruecos se reparten su niñez. Fue educado en Wellington College, y luego en Oxford. En 1909 entró en el Ministerio de Relaciones Exteriores; en 1910 lo destinaron a la embajada inglesa en Madrid; en 1911 a Constantinopla. Un año después se casó con Victoria Sackville-West, de quien él ha dicho: «su obra, manifiestamente y secretamente, vale más que la mía». En 1919 Harold Nicolson formó parte de la delegación británica en la Conferencia de la Paz, y aprovechó su estada en París para documentarse lentamente sobre Verlaine. En 1925 los azares del servicio diplomático lo devolvieron a Teherán, su ciudad natal. En 1929 lo trajeron a Berlín. Ese mismo año abandonó el servicio diplomático para entregarse metódicamente a las letras. En 1921 había publicado su libro inicial: Paul Verlaine; en 1923, un estudio crítico sobre Tennyson; en 1925, la más modesta de las autobiografías: Varias personas, confesión en la que se divide a sí mismo en nueve personajes sucesivos, todos más bien insignificantes. A un periodista americano que le pidió unas declaraciones, le respondió así Harold Nicolson: «Vivo entre huertos de manzanos en una casa del siglo catorce. Juego muy mal al tenis. Uso trajes que son un tanto jóvenes para mí. Adoro la pintura. Odio y calumnio la música. Me interesan los americanos y no he estado nunca en América. Pienso que los Estados Unidos tienen dos virtudes indiscutibles: su arquitectura y el señor Archibald McLeish, que es un buen poeta. El señor Hugh Walpole me dice que ustedes son muy inteligentes, especialmente en Boston.» Las biografías críticas de Nicolson —Verlaine (1921), Tennyson (1923), Byron (1924), Swinburne (1926)— son acaso su obra más memorable. Tienen esa virtud peculiar de las biografías inglesas: no parecen en momento alguno indiscretas, pero revelan plenamente a sus héroes. Otros libros de Nicolson: la novela Aguas dulces (1921), La evolución de la biografía inglesa (1928), Retrato de un diplomático (1931). Este último es una biografía de su padre. «MEN OF MATHEMATICS», DE E. T. BELL La historia de las matemáticas (y no otra cosa viene a ser este libro, aunque no lo quiera su autor) adolece de un defecto insalvable: el orden cronológico de los hechos no corresponde al orden lógico, natural. La buena definición de los elementos es en muchos casos lo último, la práctica precede a la teoría, la impulsiva labor de los precursores es menos comprensible por el profano que la de los modernos. Yo —verbigracia— sé de muchas verdades matemáticas que Diofanto de Alejandría no sospechó, pero no sé bastantes matemáticas para estimar la obra de Diofanto de Alejandría. (Es el caso de los atolondrados cursos elementales de historia de la metafísica: para exponer el idealismo a los auditores, les presentan primero la inconcebible doctrina de Platón, y, casi al fin, el límpido sistema de Berkeley, que si históricamente es posterior, lógicamente es previo...) Lo anterior quiere significar que la lectura de este libro amenísimo presupone ciertos conocimientos, siquiera borrosos o elementales. No es primordialmente una obra didáctica; es una historia de los matemáticos europeos, desde Zenón de Elea hasta Georg Ludwig Cantor de Halle. No sin misterio se unen esos dos nombres: veintitrés siglos los separan, pero una misma perplejidad les dio fatiga y gloria a los dos, y no es aventurado colegir que los extraños números transfinitos del alemán fueron ideados para resolver de algún modo los enigmas del griego. Otros nombres ilustran este volumen: Pitágoras, que descubrió para su mal las inconmensurables; Arquímedes, inventor del «número de la arena»; Descartes, algebrizador de la geometría; Baruch Spinoza, que aplicó infelizmente a la metafísica el lenguaje de Euclides; Gauss, «que aprendió a calcular antes que a hablar»; Jean Victor Poncelet, inventor del punto en el infinito; Boole, algebrizador de la lógica; Riemann, que desacreditó el espacio kantiano. (Es raro que este libro, tan abundante de noticias curiosas, no hable del sistema binario de numeración que los diagramas de una obra china —el IKing— sugirieron a Leibniz. En el sistema decimal diez símbolos bastan para representar cualquier cantidad; en el binario, dos: el uno y el cero. La base no es la decena, es el par. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve se escriben: 1, 10,11,100,101,110,111,1000 y 1001. Según el convenio de este sistema, agregar un cero a una cantidad es multiplicarla por dos: tres se escribe 11; seis —que es el doble—, 110; doce —que es el cuádruple—, 1100.) «OF MICE AND MEN», DE JOHN STEINBECK También la brutalidad puede ser una virtud literaria. Nos consta que en el siglo xix los americanos del Norte eran incapaces de esa virtud. Feliz o infelizmente incapaces. (Nosotros, no: nosotros ya podíamos exhibir La refalosa del coronel Ascasubi y El matadero de Esteban Echeverría, y la escena del asesinato del negro en el Martín Fierro y las monótonas escenas atroces que despachaba con profusión Eduardo Gutiérrez...) He dicho que las letras americanas eran incapaces de brutalidad; en el capítulo inicial de la obra The Spirit of American Literature de John Macy doy con esta confirmación: «Nuestra literatura es idealista, primorosa, endeble, dulzona... El Ulises de grandes ríos y de peligrosos mares es experto en estampas japonesas. El veterano de la Guerra de Secesión compite victoriosamente con la señorita Marie Corelli. El curtido conquistador de desiertos rompe a cantar, y en su cantar hay una rosa y un jardincito.» Esas risueñas variaciones datan de 1912 y no eran por cierto un anacronismo. Ahora — infinitamente— lo son. En menos de treinta años todo ha cambiado. Es lícito afirmar que el realismo no ha sido nunca tan intenso y tan minucioso como ahora en los Estados Unidos de América; patria dilecta otrora de la disimulación y de la perífrasis. Nunca: ni entre los laboriosos naturalistas del siglo xix, menos interesados en la realidad que en sus clamorosas teorías, ni entre los rusos, perpetuamente seducidos por fines evangélicos o políticos. Of Mice and Men —libro apenas un poco menos brutal que The Postman Always Rings Twice de James Cain— es, en su duro género, una obra maestra. Es breve y clara: puede leerse sin esas interrupciones que, según Edgar Alian Poe, desbaratan la unidad de las obras. Lo brutal es un modo de lo patético: Of Mice and Men es (sin paradoja), simultáneamente, brutal y conmovedor. 22 de julio de 1938 LA VIE DE MARPA LE TRADUCTEUR, DE JACQUES BACOT La literatura hagiográfica del Tibet es menos abundante que su literatura teológica. Esta, de índole erudita, suele estar redactada en sánscrito; aquella, de carácter popular, en lengua tibetana. Una de sus obras más difundidas —"Los cien mil cantares del venerable Milarespa"— ha sido vertida al francés por Jacques Bacot. Ahora, ese mismo escritor ha traducido parcialmente la vida del maestro de Milarespa: el mago asceta Marpa, que en el siglo undécimo de la Cruz trajo del Indostán una serie de libros sobrenaturales. En sus páginas abundan el fervor y el milagro. He aquí un poema destinado a simbolizar el estado del hombre que puede concebir un plano ideal donde los contrarios ya no se excluyen: "El hombre nacido de la flor del espacio Cabalga el potrillo de una yegua estéril. Sus riendas son de pelo de tortuga. Con un cuerno de liebre por puñal, Mata sin auxilio a los enemigos. Mudo, habla; ciego, mira; Sordo, oye; lisiado, core. El sol y la luna bailan y soplan la trompeta. El niño hará girar la Rueda de la Ley". DE LA VIDA LITERARIA En Londres acaban de aparecer dos libros geográficos muy diversos. El primero, impetuosamente se titula "La trompeta es mía" y es una vindicación de la antigua inocencia de Tahití, infamada después por la civilización europea; el segundo se llama "La geografía en la Edad Media" y dedica varios capítulos a los grandes geógrafos árabes. Este volumen, que abunda en mapamundis rarísimos, historiados de monstruos y de castillos, es obra de George Kimble; el primero es de Cecil Lewis. Ha aparecido en Nueva York la traducción inglesa de la más entusiasmada y sensacional, aunque no la más fidedigna, de las biografías de Franklin Roosevelt. Se titula "Roosevelt: esquema de la suerte y del poder" y es obra de Emil Ludwig. El suplemento de la Enciclopedia Británica para 1938 —"1938. Britannica Book of the Year"— contiene muchos artículos de interés, entre ellos uno del capitán B. H. Liddell Hart, historiador de la guerra europea y biógrafo de Sherman, de Lawrence y de Foch, sobre la guerra civil española. Héctor Talvart y Lucien Boucher publican en "Les nouvelles litteraires" una geografía literaria de Francia, indicando los sitios ilustrados por la estada o por el nacimiento de escritores famosos. André Billy, autor de "L'Approbaniste", ha publicado ahora un libro totalmente diverso: "Nathalie ou les enfants de la Terre", cuyo escenario romántico es el bosque de Fontainebleau bajo el Segundo Imperio. Suerte o excelencia: el clérigo canadiense Charles Gordon ha llegado a vender cinco millones de ejemplares de sus novelas «Black Rock", "The Sky Pilot" y "The Man from Glengarry". Aparecieron bajo el pseudónimo de Ralph Connor. LEONHARD FRANK Leonhard Frank nació en Wurzburg en 1882. Hijo de un carpintero, intimó desde niño con la pobreza. A los trece años se ganaba la vida en una fábrica. Más tarde fue ayudante de laboratorio en un hospital; después, chófer de un médico. Antes de ejercer la literatura ensayó, sin éxito, la pintura. Su novela inicial La banda de ladrones —historia de unos chicos que quieren repetir en Berlín destinos del Lejano Oeste y del mar—,aparecióen 1914. En 1916publicó La causa, que es la historia de un hombre que mata, al cabo de los años, a su maestro. En 1918, El hombre es bueno. Ese volumen, acaso el más famoso de los suyos, consta de una serie de narraciones contra la guerra. Es espontáneamente simbólico: sus personajes son menos individuos concretos que prototipos genéricos. Bajo el influjo de la revolución escribió la novela El ciudadano (1924), obra menos notable por su fábula que por su manera cinematográfica de yuxtaponer y trabar escenas distintas. Ese procedimiento se repite en el cuento El último vagón (1926), relato de unos hombres hermanados por la seguridad de la muerte y que, una vez salvados, se desconocen. Ese mismo año publicó la novela breve Carlos y Ana, que dio su argumento al famoso film La vuelta al hogar. Tres años después publicó Hermano y hermana, novela trágica. Su última obra, Los compañeros del ensueño, apareció en Holanda en 1936. Después de andanzas por el norte de Francia, por Suiza e Inglaterra, Frank vive ahora desterrado en París. «GUIDE TO THE PHILOSOPHY OF MORALS AND POLITICS», DE C.E.M. JOAD Los lectores de periódicos, los lectores ganosos de actualidad se sentirán un poco ahuyentados por el abstracto y dilatado título de esta obra. Yo puedo asegurarles que su temor carece de razón. Al contrario: lo que podemos reprochar a este libro, a las ochocientas lúcidas páginas de este libro, no es una falta de actualidad: es más bien una sobra de actualidad. No en vano este volumen ha sido escrito en 1937. El anarquismo no tiene cabida en sus páginas; el hegeliano Stirner no figura, pero sí el hegeliano Carlos Marx. Varios capítulos exponen y discuten el socialismo, pero los nombres de Fourier, de Owen, de Ricardo y de Saint-Simon han sido relegados por el autor a un vago limbo histórico. El autor (que es demócrata) expone con sonriente imparcialidad las doctrinas del fascismo y del comunismo. El comunismo es intrínsecamente intelectual; el fascismo, sentimental. El buen marxista debe profesar el movimiento dialéctico de la historia, el influjo soberano del medio ambiente, la fatalidad de la lucha de clases, el origen económico de esa lucha, el violento tránsito de capitalismo a comunismo, la insignificancia de los hombres individuales y la significación de las masas. (De paso, cabe sospechar que no se ha producido hasta ahora un arte comunista: para los films soviéticos la revolución no es una fatalidad, sino un conflicto miltoniano de maltratados ángeles proletarios contra obesos demonios capitalistas...) El fascismo es más bien un estado de alma: de hecho, no pide a sus prosélitos otra cosa que la exageración de ciertos prejuicios patrióticos y raciales que todos oscuramente poseen. Joad con toda razón habla de Carlyle (1795-1881) como primer teorizador del fascismo. Éste, en 1843, escribió que la democracia era la desesperación de no dar con héroes que gobernaran a los pueblos y la resignación a vivir sin ellos. Fascismo y comunismo —nadie lo ignora— abominan por igual la democracia. De otro rasgo común —la adoración idolátrica de los jefes— Joad ha reunido algunos divertidos ejemplos. Un periódico oficial de Moscú suspira esta cosa: «¡Qué felicidad vivir en la Era de Stalin, bajo el sol de la constitución de Stalin!» En Berlín un «decálogo para obreros» empieza así: «Cada mañana saludamos al Führer y cada noche le rendimos gracias por haber infundido en nosotros, oficialmente, su voluntad vital». Lo cual ya no es adulación, sino magia. 5 de agosto de 1938 DE LA VIDA LITERARIA Desde la gitanilla gárrula de Cervantes hasta los gitanos cubistas de García Lorca (pasando por los altilocuentes gitanos de Jorge Borrow) abundan en las literaturas de Europa las gitanerías apócrifas. Faltaba, sin embargo, el documento de un gitano de veras. Ese desiderátum acaba de producirse en Londres. El gitano inglés Petulengro ha publicado un libro autobiográfico que se titula "Fanya". Han aparecido ya seis volúmenes de la edición de bolsillo de las obras de Richard Aldington. Estos seis volúmenes son: "Muerte de un héroe", "La hija del coronel", "Todos los hombres son enemigos", "El mismo cielo", "Blandas respuestas" y una biografía de Voltaire. El profesor A. S. Atiya, autor de "La cruzada de Nicópolis", ha publicado en Londres un documentadísimo libro, que historia y analiza las Cruzadas desde el punto de vista musulmán. La obra lleva por título "The crusade in the later Middle Ages", y está curiosamente ilustrada. ARTHUR MACHEN Dice el periodista John Gunther: «Se parece a David Lloyd George, a la Esfinge, a la futura mascarilla de Benda, a Jorge Washington, al dios Pan, a W. J. Bryan y también al mismo Arthur Machen. Melena blanca, espesa; ojos azules cansadísimos; manos muy cuidadas, de cera... Cruza de capa las lluviosas calles de Londres, el chambergo en la punta de la cabeza, como un pájaro cabalgando una ola.» Arthur Machen nació en 1863, en la aldea antiquísima de Caerleon, cuyo nombre romano es Castra legionum y que guarda leyendas del rey Artús. Es hijo único de un clérigo galense. En su solitaria niñez (y en toda su vida) han influido las perdurables ruinas romanas, la penumbra céltica de los bosques y la caótica biblioteca de su padre. La historia de su vida está en sus libros: explícitamente, en Cosas lejanas (1922) y en Cosas de cerca y de lejos (1923); con algún suplemento de magia, en La colina de los sueños (1907). A los dieciséis años publicó su primer poema, que trata de los misterios de Eleusis. De ese poema juvenil no perdura sino un solo ejemplar que no muestra a nadie el autor; pero el tema —la iniciación divina o diabólica— es el de casi todos sus libros. A los diecinueve años fue a Londres. En el «opaco laberinto» de los suburbios del noroeste de esa ciudad releyó las espléndidas confesiones de otro solitario, De Quincey, y laboriosamente redactó su primer volumen: Anatomía del tabaco. En 1887 publicó una versión inglesa del Heptamerón de Margarita de Angulema. En 1895 publicó el ciclo de relatos fantásticos Los tres impostores; en 1902, la investigación estética Jeroglíficos. En 1903 era actor en una compañía shakespeariana; en 1914, corresponsal del «Evening News». El gran regreso (1915) es acaso el más célebre de sus libros. El terror (1917) es un buen ejercicio de fantasía razonable, un poco a la manera de Wells. Los críticos han deplorado la vaguedad de ciertas narraciones de Machen. Han imputado imprecisión a sus aquelarres y a sus emisarios satánicos. Yo tengo para mí que esa imputación procede de un error. El concepto del pecado es fundamental en los libros de Machen. El pecado (para él) es menos una transgresión voluntaria de las leyes divinas que un estado abominable del alma. De ahí la soledad de sus personajes; de ahí que les asedie la pura tentación del Mal, no la de cometer maldades concretas. De sus muchos libros, entiendo que La casa de las almas (1906) es tal vez el más admirable. De ese libro, la historia titulada «La gente blanca». «HEINRICH HEINE», DE LOUIS UNTERMEYER No hay hombre de letras judío que no dedique un libro a la mayor gloria de Heine. Es un tema académico y su dificultad es tanto mayor si consideramos que Heine —a diferencia de Shakespeare o de Cervantes— deliberadamente explotó las posibilidades ironicopatéticas de su vida y dijo las palabras definitivas sobre su obra. Duro trance para los biógrafos: hallarse anticipados continuamente por el héroe que quieren explicar... Pour nepas se faire remarquer, el poeta judioamericano Louis Untermeyer (autor de Leviatán asado) ha publicado en Nueva York una biografía crítica de Heine. Desgraciadamente, no se ha resignado del todo al desairado papel de repetídor de cosas inmortales. Ha buscado la originalidad. La ha encontrado, ¡ay!, en el abundante manejo de la jerigonza peculiar del doctor Segismundo Freud. Un ejemplo entre mil: en las páginas de su libro está escrito que hacia 1828 «el joven Heinrich erró por las calles de Hamburgo en un estado de ambivalencia». Debe de haber sido un espectáculo inolvidable. Heine salva este libro, como ha salvado tantos otros dedicados a él. Heine es superior a su fama. De su obra poética es habitual no recordar sino algunos latidos exquisitos del Lyrisches Intermezzo; esa preferencia es injusta, ya que importa el olvido de las incomparables Melodías hebreas, de Alemania, de las Historias, de Biminí. (¿Habré de recordar que la mejor versión castellana de las Melodías hebreas es obra de un poeta argentino, de Carlos Gruenberg?) De las muchas ocurrencias de Heine que ilustran este libro, copio unas cuantas: «Los alemanes en París tienen la misión de preservarme de la nostalgia». «Leyendo un aburridísimo libro me quedé dormido. Acto continuo, soñé que proseguía mi lectura y el aburrimiento me despertó. Eso se repitió tres o cuatro veces.» A un amigo: «Usted me va a encontrar un poco estúpido. Fulano de Tal acaba de visitarme y hemos cambiado ideas». «No, no he leído a Auffenberg, pero sospecho que debe de parecerse a d'Arlincourt, a quien tampoco he leído.» «DIE RAEUBER VOM LIANG SCHAN MOOR», DE SHI NAI AN Es evidente que en la literatura de un país influyen los acontecimientos políticos; lo imprevisible es el efecto particular de ese influjo. A principios del siglo XIII el Imperio Chino fue arrasado por los mongoles: uno de los efectos ulteriores de esa devastación (que duró cincuenta años y asoló cientos de ciudades ilustres) fue la aparición del teatro y de la novela en la literatura china. En esa fecha se escribió la afamada novela de salteadores Historia de la orilla del agua... Siete siglos después el Imperio Alemán está regido por una dictadura: uno de los efectos laterales de ese impetuoso régimen es la declinación de obras originales en alemán y el auge consiguiente de traducciones. Se traslada, entonces, al alemán la Historia de la orilla del agua. El doctor Franz Kuhn (cuya versión del Ensueño del aposento rojo he comentado ya en esta página) ha ejecutado felizmente su difícil tarea. Para desahogo de sus lectores, ha dividido el original en diez libros, y ha repartido a los capítulos nombres sensacionales: «El cuarto mandamiento del templo», «Diablo de pelo rojo», «El niño de hierro», «Aventura con tigres», «Los guerreros mágicos», «El pescado de madera», «Hermanos desiguales», «Cornetas, silbidos, banderas rojas». En el epílogo destaca dos hechos; el intrínseco interés de la obra de Shi Nai An y el desdén misterioso que los sinólogos evidencian por ella. El segundo es quizá inexacto. Por lo pronto, la difundidísima History of Chínese Literature (1901) de Giles le dedica una página... El primero es indiscutible. Esta «novela picaresca» del siglo XIII no es inferior a las congéneres españolas del siglo XVII. En algunos aspectos las aventaja: en la total ausencia de prédicas, en la amplitud a veces épica de los actos —hay sitios de castillos y de ciudades— y en el manejo convincente de lo sobrenatural y lo mágico. Ese último rasgo la acerca a la más antigua y mejor de todas las novelas del género: el Asno de Oro de Apuleyo. Ilustran la obra sesenta grabados originales, de una delicadeza caligráfica. Se trata de grabados en madera: los grabadores europeos suelen exagerar la rudeza del género; los grabadores orientales (y los antiguos) prefieren superarla. 19 de agosto de 1938 DE LA VIDA LITERARIA Ha aparecido en Londres un curioso volumen autobiográfico del teniente coronel H. D. Trew, comisario delegado en el Transvaal. En esa obra —"African man hunts"— se revela que cada vez que los bantúes planeaban una sublevación, el oficial de turno hacía comparecer al sospechoso más notorio, recorría la guía del teléfono con un índice atento, y le comunicaba que en ese libro mágico estaba escrito que tenía escondido un fusil. A cambio de su libertad, el hombre entregaba el fusil y los nombres de cinco compañeros, que eran sometidos acto continuo a ese procedimiento mágico, y así hasta confiscar todas las armas. Otra novela de Hugh Walpole: "The Joyful Delaneys". Es, según el autor, la más feliz de cuantas novelas ha escrito. El escritor inglés Michael Innes, que fue hace poco huésped de Buenos Aires, ha publicado en Londres su tercera novela policial: "Lament for a Maker". THEODORE DREISER La cabeza de Dreiser es una ardua cabeza monumental de carácter geológico, una cabeza de doloroso Prometeo amarrado al Cáucaso y que a fuerza de inexorables siglos está compenetrado con el Cáucaso y tiene algo de roca fundamental a la que le duele la vida. La obra de Dreiser no difiere de su trágico rostro: es torpe como las montañas y los desiertos, pero también como ellos es importante de un modo elemental, inarticulado. Theodore Dreiser nació en el estado de Indiana el día 27 de agosto de 1871. Es hijo de padres católicos. De chico intimó con la pobreza; de muchacho ejerció muchos y diversos oficios con esa fácil universalidad que define los destinos americanos y que antaño (Sarmiento, Hernández, Ascasubi) definió también los de esta república. Hacia 1887 erró por una Chicago muy anterior a las puntuales ametralladoras de Scarface Al y en cuyas populosas cervecerías los hombres interminablemente discutían la dura suerte de los siete anarquistas condenados a la horca por el gobierno. Hacia 1889 concibió la extraña ambición de ser periodista. Dio en frecuentar las redacciones «con una obstinación de perro perdido». En 1892 ingresó en el «Chicago Daily Globe»; en 1884 fue a Nueva York, donde dirigió durante cuatro años una revista de música titulada «Every Month». En ese tiempo leyó los Primeros principios de Spencer y perdió con dolor y sinceridad la fe de sus padres. Hacia 1898 se casó con una muchacha de Saint Louis, «hermosa, religiosa, pensativa, adicta a los libros», pero ese casamiento no fue feliz. «Yo no podía soportar ligaduras. Le pedí que me restituyera la libertad y ella lo hizo.» Sister Carrie, la primera novela de Theodore Dreiser, apareció en el año 1900. Alguien ha observado que Dreiser siempre ha elegido bien sus enemigos. Apenas publicada Sister Carrie, los editores la retiraron de la venta: hecho catastrófico entonces, pero infinitamente favorable a su fama ulterior. Al cabo de diez años silenciosos publicó Jennie Gerhardt; en 1912, El financista; en 1913, la autobiografía Un viajero a los cuarenta años; en 1914, El Titán; en 1915, El Genio (que fue prohibido por la censura); en 1922, otro ejercicio autobiográfico titulado Un libro sobre mí mismo. La novela Una tragedia americana (1925) fue prohibida en varios estados y difundida por el cinematógrafo en todo el mundo. «Para entender mejor a Norteamérica», Dreiser fue a Rusia en 1928. En 1930 publicó «Un libro del misterio y de la maravilla y del terror de la vida» y un volumen de dramas, «naturales y sobrenaturales». Hace bastantes años que recomendó a su país el cultivo de una literatura de la desesperación. «LA HISTORIA DE GENYI», DE MURASAKI Los editores del orientalista Arthur Waley han publicado en un solo volumen servicial su ya famosa traducción de la Historia de Genyi de Murasaki, antes apenas accesible (o inaccesible) en seis onerosos volúmenes. Esa versión puede calificarse de clásica: está redactada con casi milagrosa naturalidad y le interesa menos el exotismo —¡horrenda palabra!— que las pasiones humanas de la novela. Ese interés es justo; la obra de Murasaki es muy precisamente lo que se llama una novela psicológica. Hace mil años la compuso una dama de honor de la segunda emperatriz del Japón; en Europa sería inconcebible antes del siglo diecinueve. Lo anterior no quiere decir que la vasta novela de Murasaki sea más intensa o más memorable o «mejor» que la obra de Fielding o de Cervantes; quiere decir que es más compleja y que la civilización que denota es más delicada. Dicho sea con otras palabras: no afirmo que Murasaki Shikibu tuviera el talento de Cervantes, afirmo que la escuchaba un público más sutil. En el Quijote, Cervantes se limita a distinguir el día de la noche; Murasaki («El puente de los sueños», capítulo diez) nota en una ventana «las estrellas borrosas detrás de la nieve que cae». En el párrafo anterior, menciona un largo puente húmedo en la neblina, «que parece mucho más lejos». Tal vez el primer rasgo es inverosímil; los dos son extrañamente eficaces. He alegado dos rasgos de orden visual; quiero destacar uno psicológico. Una mujer, detrás de una cortina, ve entrar a un hombre. Escribe Murasaki: «Instintivamente, aunque ella sabía muy bien que él no podía verla, se alisó el pelo con la mano». Es evidente que en dos o tres fragmentos lineales no cabe la medida de una novela de cincuenta y cuatro capítulos. Me atrevo a recomendarla a quienes me leen. La traducción inglesa que ha motivado esta breve nota insuficiente se titula The Tale of Genji y ha sido traducida al alemán el año pasado (Die Geschichte vom Prinzen Genji, Insel-Verlag). En francés hay una traducción integral de los nueve primeros capítulos (Le román de Genji, Plon, 1928) y algunas páginas en la Anthologie de la littérature japonaise de Michel Revon. «NOT TO BE TAKEN», DE ANTHONY BERKELEY A falta de otras gracias que lo asistan, el cuento policial puede ser puramente policial. Puede prescindir de aventuras, de paisajes, de diálogos y hasta de caracteres; puede limitarse a un problema y a la iluminación de un problema. (Uno de los primeros ejemplos del cuento policial — El misterio de Marie Rogét (1842), de Edgar Allan Poe— no es otra cosa que la discusión de un asesinato. M. P. Shiel, en los tres cuentos que componen la serie de Prince Zaleski, repite ese procedimiento socrático...) En cambio, la novela policial tiene que ser también otras cosas, si no quiere ser ilegible. Melancólico ejemplo de la «pura» novela policial, sin caracteres, sin ambientes, sin halagos verbales, sin otra distracción que algunos horarios, es el impenetrable cronicón The Cask («El barril») del misteriosamente afamado Freeman Wills Crofts... En la dedicatoria de una de sus novelas anteriores, Anthony Berkeley ha proclamado que los artificios del género policial están virtualmente agotados y que fuerza es manejar los procedimientos de la novela psicológica. Esa conducta, dicho sea de paso, nada tiene de revolucionaria: las primeras novelas policiales —The Woman in White (1860) y The Moonstone (1868) de Wilkie Collins— eran también novelas psicológicas, al modo de Charles Dickens. Como novela policial, Not to Be Taken no debe ser tomada muy en serio. El problema enunciado por el autor no es interesante; la solución es harto superior al problema; ambos son menos atrayentes y verosímiles que los personajes de la fábula y que el ambiente general de la obra. Unas doscientas cincuenta páginas tiene el libro; en la página 227, el autor (a la manera de Ellery Queen) desafía a sus lectores a que averigüen quién es el asesino y cómo se produjo el asesinato. Yo confieso públicamente que fracasé; pero también confieso que apenas me interesaba el problema. Lo cual es más bien grave para el autor. Not to Be Taken trata de un envenenamiento. La simple circunstancia de que un veneno puede matar a un hombre aunque el envenenador esté lejos, aminora o anula —en mi opinión— su virtud para este género de ficciones. Si el instrumento es un puñal o un balazo, el instante del crimen es definido; si el instrumento es un veneno, el instante se agranda y se desdibuja. 2 de septiembre de 1938 HYMNES Á L'ÉGLISE, DE GERTRUD VON LE FORT Paul Petit ha vertido admirablemente al francés los himnos impetuosos y breves (como aprestados) de Gertrud von Le Fort, escritora católica de Alemania, cuya crónica romana "El Papa del Ghetto" fue traducida en 1934 por Jean Chuzeville. He aquí un fragmento: ¡He caído sobre tu ley como sobre una espada desnuda! He sentido su filo en la mitad de la inteligencia, entre las luces de mi conocimiento. ¡Ya no viajaré a la luz de mi estrella y con el bastón de mi fuerza! Mis naves andan por el mar; tú las has hecho levar anclas. Las cadenas de mi pensamiento se han roto; penden como plantas salvajes en el abismo. Como habrá notado el lector, un antiguo vigor de salmo judío anima estos poemas católicos. DE LA VIDA LITERARIA Raymond Aron ha publicado una "Introduction á la Philosophie de l'Histoire", ciencia que los alemanes veneran y cuya probabilidad negó Schopenhauer con argumentos que han despreciado sus adversarios, pero no refutado ni discutido. C. F. Ramus acaba de publicar "Besoin de Grandeur", que trata de resolver los problemas que plantean sus libros anteriores "Taille de l'Homme" y "Question". Judas Iscariote —estudiado ya por De Quincey, por Claudel, por Frangois Mauriac, por Hauptmann y por tantos otros— ha encontrado un apologista novísimo en el escritor Lanza del Vasto. Su libro (que lleva como título el nombre del traidor necesario y predestinado) ha sido publicado en París por Bernard Grasset. EDNA FERBER Las diversas novelas de Edna Ferber componen una especie de mitología o de cariñosa epopeya de los Estados Unidos de América. Cada una de ellas abarca una región distinta y una época distinta. Sus héroes son heroicos, y la felicidad no suele ignorarlos al fin de sus trabajos, lo cual es un escándalo en nuestro tiempo y rompe una de las convenciones realistas. Edna Ferber nació en la ciudad de Kalamazoo (estado de Michigan), en el mes de agosto del año 1887. Es hija de madre americana y de padre húngaro, judíos los dos. Como tantos escritores de América, llegó a la literatura por los malos caminos del periodismo. A los veintitrés años publicó su primer cuento: «La heroína fea». Emprendió después la composición de una novela larga, que pobló un año de su vida, y que fue a parar al canasto. Su madre rescató el manuscrito, y en 1911 apareció en Nueva York Dawn O'Hara. En 1915 publicó Emma McChesney and Can; en 1917, Fanny Herself; en 1921, The Girls; en 1924, So Big; en 1926, Show Boat; en 1930, Cimarrón; en 1933, American Beauty. So Big, Show Boat y Cimarrón han sido difundidas por el cinematógrafo. La primera trata del amor y de la amistad de una madre y su hijo; la segunda, de esos actores trágicos que recorrían en barcos de vapor el arduo Mississippi; la última, los días heroicos de Oklahoma. Es asimismo autora de comedias y de volúmenes de cuentos cortos. Edna Ferber ha dicho: «Mi esperanza es envejecer con dulzura en una silla de hamaca que esté en el centro de Chicago, en la esquina de Madison y State, viendo el ir y venir de la gente». «PATCHES OF SUNLIGHT», DE LORD DUNSANY Este volumen, exornado de efigies militares y cinegéticas, es la autobiografía de Lord Dunsany: una autobiografía que deliberadamente prescinde de confesiones. Esa prescindencia no es un error: hay autobiógrafos que inexorablemente nos infieren intimidades y cuya intimidad nos elude; hay otros, acaso involuntarios, que no recuerdan una puesta de sol o mencionan un tigre sin revelarnos de algún modo el singular estilo de su alma. De los primeros puede ser ejemplo Frank Harris; George Moore, de los últimos... También Lord Dunsany prefiere el procedimiento indirecto; lo malo es que ese procedimiento, en su mano, no siempre es eficaz. Basta recordar alguno de los Cuentos de un soñador (por ejemplo, aquel del hombre sepultado infinitamente en el barro del Támesis por una sociedad secreta), o aquel del remolino de arena, o aquel del campo que perturban los muertos de una gran batalla futura, para admitir que la imaginación no es una virtud que le falta a Lord Dunsany. Sin embargo, sospecho que se equivoca al aseverar que ha inventado «cielos y tierras, y reyes y pueblos y costumbres». Sospecho que esa dilatada invención se limita a una serie de nombres propios, apuntalados por un vago ambiente oriental. Esos nombres son menos incompetentes que los que dan horror a las cosmogonías de William Blake (Ololon, Fuzon, Golgonusa), pero es difícil compartir el júbilo del bautizador de Glorm, de Mío, de Belzund, de Perdóndaris, de Golnuz y de Kyph, o su arrepentimiento de haber escrito Babbulkund, Ciudad de Prodigios en vez de Babdarún, Ciudad de Prodigios. Traslado un párrafo del capítulo XXX, que describe el Sahara: «Tras dejar la estación, alcé la mano izquierda para mirar la hora en mi reloj, y comprendí, al alzarla, que ya no me importaba el tiempo, y bajé la mano sin mirar el reloj, y entré en el desierto. El tiempo era de suma importancia en el ferrocarril, pero en el desierto no había sino el amanecer y el ocaso y el mediodía, cuando dormían todos los animales y en la luz blanca las manadas inmóviles de gacelas eran invisibles.» En este desordenado y cómodo libro, Lord Dunsany habla de relojes y de gacelas, de espadas y de lunas, de ángeles y de millonarios. En el vasto universo hay una sola cosa de la que no habla, y esa cosa son literatos. Hay dos explicaciones de esa portentosa omisión. La primera (y la más mezquina) es que los literatos no hablan de él. La segunda (la verosímil) es que los literatos de Inglaterra son acaso tan evitables como los que decoran esta ciudad. «THE CAMFORD VISITATION», DE H. G. WELLS Oxford y Cambridge se jactan soberbiamente de ser la más antigua universidad de Inglaterra; Gibbon, a fines del siglo xvm, intervino en su debate para observar que no sabía cuál de las dos era más antigua, pero que ambas lo eran bastante para exhibir todas las decrepitudes y lacras de la más extrema vejez. Wells, en este relato, corrobora ese fallo condenatorio. Es cierto que el epílogo advierte que las personas y el lugar de la fábula son ficticios, pero también es cierto que el nombre Camford (compuesto de una sílaba de Cambridge y otra de Oxford) indica una fusión o arquetipo de las dos universidades. El mecanismo de la sátira es ingenioso. Se trata de un fantasma vocal, de una voz cortés pero inevitable que invade las sesiones académicas o la secreta soledad de los profesores. Muy diestramente, el autor nos convence de que esa voz no es alucinatoria. En el segundo capítulo, un profesor de literatura tiene una pesadilla: esa pesadilla es obra de la Voz, que acaba por despertarlo y que sigue conversando con él en la oscuridad. En el quinto, Wells enumera dos o tres apariciones «apócrifas» de la Voz y nos explica las diversas razones que lo mueven a rechazarlas. Esos artificios del narrador son singularmente eficaces. Las setenta páginas que componen The Camford Visitation son agradabilísimas. Hay tipos muy reconocibles: por ejemplo, cierto venerador de T. S. Eliot, «para quien los objetos capitales de todo esfuerzo literario eran el engreimiento, la exasperación y la oscuridad». El vicio principal de esta parábola (si es que lo tiene) es la disparidad entre el carácter sobrenatural de la Voz y las trivialidades que le encarga decir el autor. ¿Cómo no comprobar que el fantasma auditivo y pedagógico que perturba sus páginas no es otro que H. G. Wells, imperfectamente disfrazado y menos ocurrente que en los días de Los primeros hombres en la luna y de El caso Plattner? 16 de septiembre de 1938 H. M. TOMLINSON Nació en Londres, en un abarrotado y marinero barrio del East End, en 1873. En su infancia influyeron, a la vez, el laborioso espectáculo de los buques, la lectura vesperal de la Biblia y la música de Haendel y de Mozart. A los doce años empezó a ganarse la vida. A los veinte era contador de una empresa naviera. No soñaba ser escritor, pero dos hombres muertos —Emerson y Thoreau— cambiaron su destino. Después los acompañaron, sin reemplazarlos, Whitman y Hermán Melville. Ningún autor inglés ha influido en él como esos cuatro americanos. Del último, de Melville, ha escrito Tomlinson: "es uno de los portentos más significativos de América, desde la declaración de la Independencia". En 1892 se casó. Años después emprendió con su cuñado, capitán de un buque de carga, un largo viaje de exploración por el Amazonas. La historia de ese viaje está en su minucioso primer libro: "The sea and the jungle". Desde 1915 hasta 1918 fue corresponsal de guerra del Daily News. En 1922 visitó a la India. Esa visita le enseñó "que no hay hemisferios ni continentes y que el planeta es una bola miserable". En 1927 publicó "Gallions Reach"; en 1930 "All our yesterdays", título que es un verso de Shakespeare. Ese libro es acaso el más conocido de los muchos que ha escrito. Su tema es, indirectamente, la guerra de 1914. Su última novela es "All Hands". Tomlinson ha dicho: "No he planeado ninguno de mis libros. Un cambio del viento los trajo. Nunca soñé escribir. Todo ha sido tan casual, todo ha sucedido a pesar de mí". DUODECIMAL ARITHMETIC, DE GEORGE S. TERRY El sistema duodecimal de numeración escrita supera, a priori, al decimal, ya que la cifra diez no es un múltiplo sino del cinco y del dos, en tanto que doce es divisible por dos, por tres, por cuatro y por seis. El sistema duodecimal tendría doce cifras: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, a, b y la cifra locativa 0. (Doce se escribiría 10, trece 11, veintitrés 1 b, veinticuatro 20, ciento cuarenta y cuatro 100.) Para multiplicar por doce una cantidad, bastaría agregarle un cero. Este volumen suministra una aritmética completa duodecimal, con tablas de logaritmos duodecimales. Su dificultad máxima es ésta: en casi todos los idiomas, el sistema de numeración hablada es decimal. Ello se debe indudablemente a la mano, al "abacus princeps". DE LA VIDA LITERARIA La "Bibliothéque de la Pléiade" acaba de publicar en un solo tomo de 1.100 páginas el conjunto de las obras poéticas de Verlaine, acompañado de notas, de variantes, de un extenso prólogo crítico, de una cronología de Verlaine y de una bibliografía completa, todo ello a cargo de J. G. Le Dantec. Ha sido vertida al francés la curiosa novela psicológica de Stephen Hudson: "Myrte". Esa novela inmóvil (cuyos más indudables precursores son Browning y Wilkie Collins) consta de nueve impresiones de una sola mujer, diversamente vista por su nodriza, su hermana, su institutriz y por cinco enamorados. «THE DOOMSDAY MEN», DE J. B. PRIESTLEY Los primeros capítulos de este libro traslucen (falazmente) el influjo del espléndido Stevenson que urdió El club de los suicidas y Las malaventuras de Juan Nicholson; los últimos, el todopoderoso y letal magisterio de Hollywood. Los tres primeros dejan entrever tres misterios distintos. (Uno acontece en el sur de Francia; otro en Londres; otro en California.) En el cuarto capítulo se revela que esos tres misterios parciales son caras de un misterio central, cuya total iluminación necesita seis capítulos ulteriores. Para un criterio cotidiano, el azar interviene increíblemente en esta novela. En su decurso hay demasiadas coincidencias «providenciales». Con igual justicia, un literato puede reprochar a la obra su desanimada (y desanimadora) falta de azar. Abundan las «sorpresas», pero todas ellas son previsibles, y, lo que es peor, fatales. Para el hombre avezado, o resignado, a este género de ficciones, lo verdaderamente sorprendente sería que no sucediera... He mencionado a Hollywood. Estoy seguro de no haber tomado en vano su nombre; The Doomsday Men es una tentación nada sutil que ha tendido John Boynton Priestley a esa lucrativa ciudad. Andrea Mac Michael, la heroína, es evidentemente Rosalind Russell; George Hooker (no sólo por razones de fonética) es Gary Cooper; Malcolm es Leslie Howard. Rasgo muy cinematográfico: los malvados de esta novela son más interesantes que los virtuosos, pero el autor lo ignora o finge ignorarlo. El autor inventa una secta: la Hermandad del Juicio Final, y en vez de elucidar su teología, devana un par de historias de amor. Increíblemente, le interesa más una señorita que un heresiarca. Releo los repartos anteriores y no me parecen injustos. Un hecho, sin embargo, es indiscutible: la atracción y la vivacidad de la obra. Recorridas nueve o diez páginas, el lector puede menospreciarla, pero no puede dejar de leerla. Traslado, con algunas abreviaciones, un párrafo del sexto capítulo: «Era una gloriosa mañana que conservaba el frío de la noche, una mañana limpia y reluciente como un cuchillo nuevo. El desierto parecía recién creado. Las distancias eran enormes. El aire era más nuevo que la tierra; no tenía ni peso ni edad; nada había sucedido en él todavía; la historia no había empezado aún a cargarlo con los rumores pesarosos de la inquietud humana. Agitado por las vastas expectativas de un hombre enamorado, Malcolm se sentía como perdido entre el desierto vagamente cruel y amarillo y la amistosa magia del aire.» «THE GEORGIAN LITERARY SCENE», DE FRANK SWINNERTON Amenazada por «Albatros» hanseáticos y por bandadas módicas y autóctonas de «Pingüinos», de «Tucanes» y de «Pelícanos», la Everyman's Library ha tomado la decisión tardía pero implacable de ser moderna, y ha dispuesto que en sus estantes Arthur Eddigton conviva con los cuentos de Grimm y el venerable Beda con Aldous Huxley. Fiel a esa voluntad, ha publicado este panorama de Swinnerton, que abarca los últimos treinta años de la literatura inglesa y viene a ser un complemento provisional de las historias de esa literatura que compusieron Andrew Lang y George Saintsbury. El tema es arduo, máxime si recordamos que la literatura británica es menos un debate de escuelas que una vasta multitud de individuos. Los literatos de Francia (y los sudamericanos y españoles que los remedan) son hombres que obedecen, modifican o desacatan su tradición; los de Inglaterra son individualistas a quienes les interesa poco indagar si son ortodoxos o herejes. El historiador de la literatura francesa tiene que definir escritores que han pasado la vida definiéndose; el de las letras de Inglaterra tiene que inventar y ensayar clasificaciones. A Frank Arthur Swinnerton (felizmente) le importan más los hombres que su clasificación de los hombres. A veces incurre en meras comodidades: verbigracia, la de juzgar a un tiempo a Chesterton y a Belloc, hombres esencialmente distintos, sin otro carácter común que ciertas opiniones políticas y teológicas. Otras, es del todo arbitrario: por ejemplo, al no dedicar una sola palabra a Machen o a Dunsany, pero sí un capítulo entero a la mayor gloria de Dorothy Leigh Sayers y de Edgar Wallace. He anotado algunas faltas (y excesos) veniales; en general, es límpido. Ocurrente, imparcial e infinitamente legible. The Georgian Literary Scene abunda en anécdotas y en detalles idiosincrásicos. Así, la página 311 nos dice que Aldous Huxley no emprende un veraneo o un viaje a California sin que lo escolten los veinticuatro doctos volúmenes de la Enciclopedia Británica. 30 de septiembre de 1938 MAY SINCLAIR May Sinclair nació en Inglaterra, en un pueblo del condado de Cheshire. Su ascendencia es negramente calvinista, escocesa: hecho que tal vez da la clave de su preocupación con los conceptos del castigo y del mal. Se educó en el colegio de Cheltenham. A los veinte años (hacia 1887) publicó un modesto libro de versos. En aquel tiempo —dice uno de sus biógrafos,— Gladstone era una fuerza elemental que emitía impetuosamente tarjetas postales benévolas, perpetradas en una caligrafía no menos inconfundible que indescifrable. May Sinclair recibió con júbilo una de esas tarjetas. (Aún la conserva.) Poco después logró publicar en un periódico americano un artículo de metafísica. En 1896 apareció su primera novela: "Andrey Craven", libro que ahora menosprecia. Otras novelas psicológicas lo siguieron: "El señor y la señora de Nevill Tyson" (1899), "El fuego divino" (1904), "Las tres hermanas" (1913). Hacia 1897 había escrito May Sinclair: "En la mitología de hoy, las tres parcas que tejen la red de nuestra vida humana son el Hábito, la Herencia y la Circunstancia". Esas tres parcas ibsenianas gobiernan sus primeros libros. Hacia 1913, la lectura de Freud y de Havelock Ellis la impulsó a renovar esa trinidad. Los dioses tenebrosos del psicoanálisis entraron en su obra. En 1922 apareció "La vida y la muerte de Harriet Frean". Esa novela descarnada, esencial, narra sin énfasis los hechos vulgares que suelen definir un destino. En 1923 publicó un módico volumen de "Uncanny stories" ("Cuentos de lo sobrenatural y maligno"). Ese libro, muy desigual, encierra el casi intolerable cuento fantástico "Donde su fuego nunca se apaga".1 Una buena mitad de ese cuento sucede en el Infierno. Su ejecución es deficiente, pero su invención es muy superior a la de cuantos escritores conozco: sin excluir, acaso, a los amanuenses del Espíritu Santo. Otro de los muchos libros de May Sinclair es una biografía de las Bronté. Otro, un ensayo filosófico: "El nuevo idealismo" (1932). DE LA VIDA LITERARIA Pierre Hamp —autor de "La epidemia Goncourt", de "Los buscadores de oro" y de "Nuestro pan cotidiano"— acaba de publicar en París "Perdido en el rascacielos". Este libro estudia los Estados Unidos de Franklin Roosevelt, "tan diversos —dice Pierre Hamp— de los de Calvin Coolidge, como la Rusia de Lenin lo es de la de los zares, aunque la mudanza no haya metido tanto barullo". Ya celebrado con alguna distracción por Virgilio, por Shakespeare y por Ronsard, el ordenado pueblo de las abejas ha inspirado otra admiración más escrupulosa: la del investigador francés Julien Franchón. El balance fiel de quinientas horas de observaciones y de experimentos está registrado en el libro que la N.R.F. acaba de publicar: "L'esprit des abeilles". Ha sido traducida al francés la angustiosa novela simbólica del irlandés Joseph O'Neill: "Land under England" ("País bajo Inglaterra"). La versión francesa se llama "Le peuple des ténébres". Del libro del novísimo poeta Rene Gérard Tavernier, "De vous la merveille", distraigo estos versos: "La cosa de bella boca triste Que nos atrae, es la desventura con su Sonrisa..." Y: "La única amiga ¿ será la que me come El corazón? ¿Serás tú, poesía?" Ha aparecido en Londres, ordenado y prologado por Walter Dexter, un nuevo epistolario de Dickens. «PORTRAIT OF A SCOUNDREL», DE EDEN PHILLPOTTS El asesinato es una especialidad de las letras británicas, ya que no de la vida británica. Macbeth y Joñas Chuzzlewit, Dorian Grey y el sabueso de los Baskerville son ilustres ejemplos de esa afición. Hasta su nombre —murder— posee una vibración que no tiene la palabra española y horriblemente zumba en muchas carátulas: On Murder Considered as one of the Fine Arts, The Murders in the Rué Morgue, Murder for Profit, Murder in the Cathedral... (El último no es de Agatha Christie, es de T. S. Eliot.) Portrait of a Seoundrel de Phillpotts prosigue esa admirable tradición. Narra con ostentosa tranquilidad la historia y la prehistoria de un crimen (más bien, de una serie de crímenes) desde el punto de vista del criminal, hombre afortunado y sagaz. Es afín a la obra de Francis Iles y a la novela Physician Heal Thyself del mismo Edén Phillpotts. He comprobado que ante una novela (o un film) nos identificamos con el primer personaje que conocemos; Phillpotts, en este libro cruel, aprovecha esa curiosa ley psicológica y nos impone la amistad de su abominable Irwin Temple-Fortune. Irresistiblemente, nos hace cómplices de su infamia. Dos imperfecciones tiene esta obra. Una (venial) es la no desagradable pero inverosímil pompa del diálogo; otra, la naturaleza esquemática, nominal, de los personajes centrales y hasta del héroe. Éste, al cabo del libro, debiera ser algo más que un puro canalla, debiera exceder con rasgos humanos esa definición. No pasa nunca, sin embargo, de ser un mero monstruo moral, fabricado a fuerza de superlativos. Las censuras que acabo de indicar pueden parecer absolutas. El hecho indiscutible de que victoriosamente sobreviva el libro a esas fallas es una prueba de la maestría novelística de Edén Phillpotts. «TWENTY ONE-ACTS PLAYS», DE JOHN HAMPDEN Las veinte piezas en un acto que forman este libro antológico son de veinte autores distintos. La primera (un incidente lacrimoso-patriótico de Lady Gregory) data de 1907; la última (un lánguido aquelarre de Nora Ratcliff) de 1936. Casi todas imponen o favorecen la incómoda sospecha de que el one-act play o pieza en un acto es un género equivocado. De las veinte, sólo tres nos confortan y nos salvan de esa hipótesis melancólica: Riders to the Sea de J. M. Synge, A Night at an Inn de Lord Dunsany y The Man Who Wouldn't Go to Heaven de Sladen-Smith. (Quizá, también, el drama coral Culbin Sands del doctor Gordon Bottomley.) ¿Qué rasgo relevante y común el de esas pocas piezas excepcionales? Yo juraría que su falta total de psicologismo, su índole narrativa, escueta, visual. Son tres relatos breves, tres narraciones. Una noche en una taberna, la de Lord Dunsany, es la más eficaz y es la de mejor argumento. Tres marineros han robado en el Indostán un rubí, que es el ojo de un ídolo. Ya en Inglaterra, los persiguen tres sacerdotes de ese lejano dios, para vengar el sacrilegio y para recuperar el rubí. Los marineros, con una estratagema, los matan. Se sienten muy felices: no queda un ser humano en el mundo que conozca el secreto. Se emborrachan y gritan. De golpe entra en la taberna el dios ciego, el ídolo remoto que mutilaron y que viene a matarlos. (Un libro posterior de Lord Dunsany —El señor forkens se acuerda de África— habla de unas turquesas en un desierto, custodiadas por pesadillas. Alguien las roba en el atardecer y las restituye en el alba. El cuento se titula «Los dioses de oro».) He referido el argumento de la mejor de las piezas recopiladas. La peor de todas, la más irreparable de todas, se llama Progress y es obra del irlandés St. John Ervine. Hampden, el compilador, la exalta en el prólogo; bien es verdad que en ese prólogo habla (sin ironía) del «genio» de Noel Coward. 14 de octubre de 1938 DE LA VIDA LITERARIA En el número de septiembre de la N.R.F., Paul Claudel escribe: "Asistimos a este afligente espectáculo: grandes países que han sido intensos focos de civilización y de cultura (Alemania, Italia ¿y por qué no Rusia, que en tiempo de los zares nos dio a Dostoievski, a Solovieff y a Mussorgski?), reducidos a una esclavitud infinitamente peor a la de cualquier estado asiático de la antigüedad. Países donde doctrinas de agresión y de odio, teorías de frenéticos y de primarios (tales como el racismo y el marxismo), que son la vergüenza del espíritu humano, son impuestas a auditorios embrutecidos. Países donde el aullido colectivo toma el lugar de la palabra..." El Ejército de Salvación (que inspiró hace treinta años a Bernard Shaw una comedia ilustre) ha inspirado a Rene Lefévre la novela "Les musiciens du ciel". DOS NOVELAS FANTASTICAS Jacques Spitz (que en La agonía del globo imaginó que América se desligaba de la tierra y formaba un planeta independiente) juega a los enanos y a los gigantes en su novísima obra L'homme élastique. El hecho de que Wells, Voltaire y Jonathan Swift hayan jugado previamente a ese curioso juego antropométrico es tan indiscutible y notorio como insignificante. Lo novedoso está en las variaciones que aporta Spitz. Ha imaginado un biólogo —el doctor Flohr— que descubre un procedimiento para dilatar o comprimir los átomos, descubrimiento que le permite modificar las dimensiones de los organismos vivos y en particular de los hombres. El doctor empieza por rectificar un enano. Después, una oportuna guerra europea le permite ampliar sus experimentos. El ministerio de guerra le entrega siete mil hombres. En vez de convertirlos en gigantes ostentosos y vulnerables, Flohr les impone una estatura de unos cuatro centímetros. Esos guerreros abreviados determinan la victoria de Francia. La humanidad, después, opta por una estatura variable. Hay hombres de unos pocos milímetros y otros de vasta sombra amenazadora. Jacques Spitz indaga con humorismo la psicología, la ética y la política de esa humanidad desigual. Todavía más extraño es el argumento de Man with Four Lives («Hombre de cuatro vidas») del norteamericano William Joyce Cowen. Un capitán inglés, en la guerra de 1918, mata cuatro veces distintas a un mismo capitán alemán: con el mismo rostro varonil, con el mismo nombre, con el mismo anillo pesado en cuyo sello de oro hay una torre y la cabeza de un unicornio. Al final, el autor deja entrever una explicación, que es hermosa: el alemán es un militar desterrado que proyecta, a fuerza de cavilar, una especie de fantasma corpóreo que guerrea y muere por la patria más de una vez. En la última hoja, el autor absurdamente resuelve que una explicación mágica es inferior a una explicación increíble, y nos propone cuatro hermanos facsimilares, con caras, nombres y unicornios idénticos. Esa profusión de gemelos, esa inverosímil y cobarde tautología, me colma de estupor. Puedo repetir con Adolfo Bécquer: Cuando me lo contaron, sentí el frío de una hoja de acero en las entrañas. Más estoico que yo, Hugh Walpole escribe: «No estoy seguro de la veracidad de la solución que nos da el señor Cowen». UNA TRAGICA NOVELA INGLESA Su dulce y duro título es Brighton Rock (que es una variedad local de azúcar cande); el nombre de su autor, Graham Greene. Es un libro capaz de muchas definiciones, todas insuficientes, pero todas de algún modo veraces. Podemos afirmar que es una novela realista, a condición de no pensar en Benito Pérez Galdós y sí en Ernest Hemingway. Podemos afirmar que es psicológica, siempre que ese curioso adjetivo no nos traiga el recuerdo de Paul Bourget (de la Academia Francesa), sino de Joseph Conrad (del Océano índico). Podemos afirmar que es policial, si recordamos que asimismo lo son Crimen y castigo y Macbeth. No al azar he invocado esos vastos nombres: los dos refieren, como esta novísima obra de Greene, la revélación gradual de un asesinato, y los terrores y agonías que esa revelación proyecta sobre una conciencia culpable. Culpable, pero no arrepentida; éticamente, al menos. Declarar que un libro es intenso es admitir (o insinuar) que es monótono. Casi maravillosamente, Brighton Rock desacata esa triste ley. Tiene la intensidad de un tigre y la variedad que puede lograr un duelo de ajedrez. En cuanto a su posible fidelidad... La historia ocurre en un escuálido suburbio de Brighton: sus deplorables héroes son gángsters católicos o judíos que en las afueras de un hipódromo, en el crepúsculo, se abren a crueles navajazos la cara o se pisotean hasta la muerte. ¿Suceden tales cosas en Inglaterra?, se pregunta el lector, y da, naturalmente, en cavilar si este desesperado libro es un testimonio de la influencia que ejerce Norteamérica sobre la vida inglesa, o, más sencillamente, de la influencia de un norteamericano (que es William Faulkner) sobre un inglés. El hecho de que Pinkie Brown, héroe abominable de Brighton Rock, es una transcripción precisa de Popeye, héroe abominable de Sanctuary, favorece la tesis personal. Continuador (y simplificador) de Faulkner o trágico poeta de la desintegración europea, Graham Greene es uno de los novelistas más eficaces de la Inglaterra de hoy. William Plomer ha escrito: «Con una destreza en el diálogo que es comparable a la de Hemingway y harto menos monótona, con una casi femenina sensibilidad que a veces, en pasajes descriptivos, nos recuerda a Virginia Woolf, Graham Greene es muy personal y es un novelista maduro». UN RESUMEN DE LAS DOCTRINAS DE EINSTEIN De las muchas cartillas que nos permiten deletrear (siquiera falazmente) las dos teorías de Albert Einstein, la menos fatigosa es acaso la intitulada Relativity and Robinson: «La relatividad y Rodríguez». La publica The Technical Press, y modestamente la firma C. W. W. Según es de uso en publicaciones como ésta, el capítulo más satisfactorio es aquel que trata de la cuarta dimensión. La cuarta dimensión fue imaginada en la segunda mitad del siglo XVII por el plotiniano inglés Henry More. (Hecho curioso: las razones que lo impulsaron a esa invención fueron de naturaleza metafísica, no geométrica.) Los partidarios de una geometría tetradimensional suelen argumentar de este modo: Si el punto que se traslada engendra una línea, y la línea que se traslada engendra una superficie, y la superficie que se traslada engendra un volumen, ¿por qué no engendrará el volumen que se traslada una figura inconcebible de cuatro dimensiones? El sofisma prosigue. Una línea, por breve que sea, contiene un número infinito de puntos; un cuadrado, por breve que sea, contiene un número infinito de líneas; un cubo, por breve que sea, contiene un número infinito de cuadrados; un hipercubo (figura cúbica de cuatro dimensiones) contendrá, siempre, un número infinito de cubos. Los caracteres de esa imaginaria fauna geométrica han sido calculados. No sabemos si hay hipercubos, pero sabemos que cada una de esas figuras está limitada por ocho cubos, por veinticuatro cuadrados, por treinta y dos aristas y por dieciséis puntos. Toda línea está limitada por puntos; toda superficie por líneas; todo volumen por superficies; todo hipervolumen (o volumen de cuatro dimensiones) por volúmenes. Ello no es todo. Mediante la tercera dimensión, la dimensión de altura, un punto encarcelado en un círculo puede huir sin tocar la circunferencia; mediante la cuarta dimensión, la no imaginable, un hombre encarcelado en un calabozo podría salir sin atravesar el techo, el piso o los muros. (En El caso Plattner de Wells, un hombre es arrebatado a un mundo de espantos; al regresar, advierten que es zurdo y que tiene el corazón del lado derecho. En otra dimensión lo habían invertido íntegramente, igual que en los espejos. Lo mismo que se da vuelta un guante, le habían dado vuelta la mano...) DURANTE LA ULTIMA DE LAS GUERRAS CIVILES DE IRLANDA Durante la última de las guerras civiles de Irlanda, el poeta Oliver Gogarty fue aprisionado por los hombres de Ulster en un caserón a orillas del Barrow, en el condado de Kildare. Comprendió que al amanecer lo fusilarían. Salió con un pretexto al jardín y se arrojó a las aguas glaciales. La noche se agrandó de balazos. Al nadar bajo el agua renegrida en la que reventaban las balas le prometió dos cisnes al río si éste lo dejaba en la otra ribera. El dios del río lo escuchó y lo salvó y el hombre cumplió el voto. 28 de octubre de 1938 DE LA VIDA LITERARIA En París, Pierre Dominique acaba de publicar "Colére sur Paris". Se trata de una novela semifantástica, sin duda más notable por la acumulación de detalles que por la invención general. Un bombardeo aéreo de París, una revolución comunista y un político en fuga y maravillado componen este melodrama profético. Hay buenas escenas orgiásticas y buenas ironías. Entre vasta novela y vasta novela, John dos Passos ha condescendido a un libro de viajes. Se llama "Journeys between wars", acaba de aparecer simultáneamente en Londres y Nueva York, y describe sus andanzas por Castilla, por el Cáucaso, por Arabia, por Persia, por Palestina, por Rusia, por París y por Méjico. La obra de Hermann Keyserling "Del sufrimiento a la plenitud" ha sido vertida al inglés por Jane Marshall. En la novísima "Historia de la literatura alemana", de Wilmar y Rohr, no figura el nombre de Heine. Esa omisión está compensada por la inclusión de los aclamados escritores Hitler y Goebbels. El originalísimo autor de "Un experimento con el Tiempo", J. W. Dunne, acaba de publicar en Londres "La nueva inmortalidad". Ese volumen consta de una demostración totalmente nueva de la inmortalidad del alma, que (con la existencia de Dios), es uno de los casos que más se han demostrado en el mundo. Los argumentos de Dunne son de carácter matemático y psicológico. Otra versión inglesa del Nuevo Testamento. Se llama (hebraicamente) "The book of books" —"El libro de los libros"— y prescinde de la división habitual en versículos numerados. Prescinde también de arcaísmos. UNA VERSION INGLESA DE LOS CANTARES MAS ANTIGUOS DEL MUNDO Hacia 1916 resolví entregarme al estudio de las literaturas orientales. Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: «A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida». En ese punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: «Los sirvientes destruyen las obras de arte, para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos»... Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma. Cada vez que el destino me sitúa frente a la «versión literal» de alguna obra maestra de la literatura china o arábiga, recuerdo ese penoso incidente. Ahora lo vuelvo a recordar, ante la traducción que Arthur Waley (cuya versión eficacísima de la Historia de Guenyi he comentado en esta página) acaba de publicar del Shi King o Libro de los Cantares. Esos cantares son de naturaleza popular y se cree que fueron compuestos por soldados y labriegos chinos el séptimo u octavo siglo antes de nuestra era. A continuación traduzco unos cuantos. Empiezo por esta protesta simétrica: Ministro de la Guerra, somos las garras y los dientes del rey. ¿Por qué nos tienes de miseria en miseria, sin tregua ni descanso? Ministro de la Guerra, somos las garras y colmillos del rey. ¿Por qué nos tienes de miseria en miseria, sin parar un día en el mismo sitio? Ministro de la Guerra, en verdad no eres prudente. ¿Por qué nos tienes de miseria en miseria? están hambrientas nuestras madres. Paso a esta queja, que es de amor: De viento huracanado era el día; me miraste y te reiste, pero la broma era cruel y la risa burlona. El corazón me duele. Hubo ese día una gran tormenta de arena; bondadosamente prometiste venir, pero ni llegaste ni te fuiste. Largos, largos mis pensamientos. Un gran viento y oscuridad; todos los días son oscuros. Estoy acostado, no duermo, el deseo me ahoga. Desolada, desolada la sombra; retumba el trueno. Estoy acostado, no duermo, el deseo me destruye. Ahora esta danza, que era ejecutada por bailarines enmascarados: ¡Los cascos del unicornio! Se agolpan los hombres del duque. ¡ Ay del unicornio! ¡La frente del unicornio! Se agolpan los parientes del duque. ¡Ay del unicornio! ¡El cuerno del unicornio! Se agolpan los hijos del duque. ¡Ay del unicornio! DOS LIBROS SOBRE PINTURA ESPAÑOLA Uno —La peinture en Espagne, de Paul Jamot— historia la pintura que se ha producido en España desde los cazadores o hechiceros de la caverna de Altamira hasta «el arte brillante pero seco y mezquino de Mariano José Fortuny»; otro —Greco, de Raymond Escholier—, las diversas etapas del arte incandescente de Theotocópuli. Ambos contienen excelentes ilustraciones, sobre todo el primero. Ambos, a su manera, adolecen de un idéntico afán de generalizar. Lo pictórico, a veces, les interesa menos que lo pintoresco. Estudian la pintura española, pero en función de una teoría de España. El señor Paul Jamot, en las primeras páginas de su libro, asevera que España «posee a la vez una invencible vitalidad y un desdén heroico de la muerte; vale decir, en el terreno del arte, una alianza congénita de naturalismo y de misticismo». Esa afirmación problemática le basta para «explicar» la obra (y las obras) de Ribera, de Morales, de Zurbarán, de Valdés Leal, de Murillo, del Greco, de Goya y de Velázquez... Al considerar los cuadros de este último, anota que uno de ellos contiene un cuadro, y compara acertadamente ese rasgo con el de Cervantes, que en la novela grande del Quijote incluyó dos novelas breves. Esa conducta se le antoja típicamente hispana. Lo cierto es que se trata de un artificio que todas las literaturas conocen. El libro de Las Mil y Una Noches lo duplica y lo reduplica hasta el vértigo; Shakespeare, en Hamlet, exhibe un escenario en el escenario; Corneille, en L'Illusion comique, dos representaciones subordinadas a la representación general. El señor Raymond Escholier opina que el Greco nació en 1537. Sabemos que no pisó tierra española hasta 1577. Que un hombre que se llamó Dominico Theotocópuli, que se educó en Italia y a quien los toledanos siempre le dijeron el Griego, sea (unos cuatro siglos después) pretexto de variadas efusiones sobre la raza hispana, es un hecho humorístico y misterioso. «ENCICLOPEDIA PRACTICA BOMPIANI» Descartadas ciertas bravatas y cierto terrorismo estilístico, los dos volúmenes iniciales de esta enciclopedia popular son más bien admirables. El primer volumen encierra una historia de la cultura; es previsible que según esa historia la flor de la cultura sea el presente régimen italiano. El segundo incluye una respetuosa descripción de ese régimen. (Los grabados, excelentes, representan máquinas de guerra, ovaciones unánimes, entradas triunfales en ciudades etiópicas, estatuas laboriosamente enojadas, medallas efusivas y otras apoteosis congéneres.) Un artículo heráldico registra los impuestos que percibe el Estado por cada título. Dieciocho mil liras tienen que pagar los vizcondes, treinta mil los condes, treinta y seis mil los marqueses, sesenta mil los príncipes. A ese curioso artículo siguen breves diccionarios geográficos, biográficos, mitológicos y económicos, una tabla de logaritmos y un panorama de la gramática latina, alemana, inglesa y francesa. 18 de noviembre de 1938 J. W. DUNNE Y LA ETERNIDAD J. W. Dunne (de cuya obra inicial hay una versión española que se titula Un experimento con el tiempo) ha publicado en Londres una divulgación o resumen de su doctrina. Se titula La nueva inmortalidad y consta de unas ciento cuarenta páginas. De los tres libros de Dunne, éste me parece el más claro y el menos convincente. En los anteriores, la profusión de diagramas, de ecuaciones y de cursivas nos ayudaba a suponer que asistíamos a un proceso dialéctico riguroso; en éste, Dunne ha rebajado esas pompas y su razonamiento queda al desnudo. Se notan soluciones de continuidad, peticiones de principio, falacias... Sin embargo, la tesis que propone es tan atrayente que su demostración es innecesaria; su mera probabilidad nos pueda encantar. Los teólogos definieron la eternidad como la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes pasados y venideros, y la juzgaron uno de los atributos de Dios. Dunne, asombrosamente, declara que ya estamos en posesión de la eternidad y que nuestros sueños lo corroboran. En ellos (según él) confluyen el pasado inmediato y el inmediato porvenir. En la vigilia recorremos a uniforme velocidad el tiempo sucesivo; en el sueño abarcamos una zona que puede ser muy amplia. Soñar es coordinar los vistazos que suministra esa contemplación y urdir con ellos una historia, o una serie de historias. Vemos la imagen de una esfinge y la de una botica, e inventamos que una botica se transforma en esfinge. Al hombre que conoceremos mañana le ponemos la boca de una cara que nos miró anteanoche... (Ya Schopenhauer escribió que la vida y los sueños eran hojas de un mismo libro, y que leerlas en orden era vivir, y hojearlas, soñar.) Nos promete Dunne que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de esa eternidad que ya es nuestra. Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos colaborarán con nosotros. De la mera sucesión de sonidos pasaremos a los acordes; de los meros acordes, a la composición instrumental. (Esa metáfora, robustecida por un acompañamiento de piano, constituye el onceno capítulo de la obra.) UNA BIOGRAFIA DE OSCAR WILDE Famosamente dijo Oscar Wilde que su talento estaba en sus obras y su genio en su vida. Lo cierto es que su vida interesa más que sus obras. Nadie ha leído «La esfinge», que abarca una docena de páginas; nadie ha dejado de leer las revelaciones de Harris, que abarcan unas cuatrocientas. El hecho no es injusto. Los escritos de Wilde —recordemos «La casa de la cortesana», «La esfinge», los aforismos— no tienen otra virtud que la perfección. Proceden de Rossetti, de Verlaine, de Swinburne, de Keats... Su vida, en cambio, es fundamentalmente trágica. No es la del hombre a quien la desdicha le sobreviene; es la del hombre que oscura pero inevitablemente la busca. Wilde, culpable, acusa de difamación a Lord Queensberry. Wilde, condenado, deja que corra y que se pierda la noche que lo separa de la cárcel. Schopenhauer pensaba que todos los sucesos de nuestra vida, por aciagos que fueran, eran obra de nuestra voluntad, como los sucesos de un sueño. Wilde es quizá el ejemplo más ilustre de esa tesis fantástica; Wilde tal vez anhelara la prisión. Un literato ruso con muchos años de residencia en América, Boris Brasol, acaba de reescribir la vida de Wilde. A la manera de Frank Harris, la considera el duelo de un hombre libre con la Inglaterra farisaica y gris del siglo pasado. La tesis nada tiene de nueva, y es muy probable que sea falsa también. Boris Brasol, para que no resulte inverosímil, se ve forzado a exagerar el brillo de Wilde y la negrura cimeriana de Londres. Lo curioso es que no lo deslumhra demasiado la obra de Wilde. En general, admite su carácter secundario, derivativo. Elogia con alguna frialdad El retrato de Dorian Gray. Rechaza El alma del hombre bajo el socialismo, ese artículo que tanto alabó Robert Ross. En «El crimen de Lord Arthur Savile» descubre (o finge descubrir) «algún elemento de locura». Lo mismo dictaminaría yo sobre ese dictamen. Las anécdotas clásicas de Wilde están en este libro. Transcribo ésta, que tal vez no recuerde el lector: A Wilde le presentaron en París una escritora de famosa fealdad. Wilde se quedó mirándola, consternado. «Confiese, señor Wilde —le dijo ella—, que soy la más fea mujer de Francia.» «Del mundo, señora, del mundo», enmendó cortésmente Wilde con una reverencia. Otras ocurrencias de Wilde: «El hombre que ha perdido la memoria, escribe sus Memorias». «La vulgaridad es la conducta de los demás.» «Leer los periódicos es llegar a la convicción de que sólo lo ilegible sucede.» «Si las clases humildes no dan un buen ejemplo a las otras, ¿para qué sirven?» «Más vale ser hermoso que ser bueno, pero más vale ser bueno que ser feo.» «OF COURSE, VITELLI!», DE ALAN GRIFFITHS El argumento de esta novela no es absolutamente original (ha sido anticipado por Jules Romains y más de una vez por la realidad), pero es divertidísimo. El protagonista, Roger Diss, inventa una anécdota. La cuenta a unos amigos, que no le creen. Para justificarse, afirma que el hecho aconteció en el sur de Inglaterra, hacia 1850, y lo atribuye «al conocido violonchelista Vitelli». No hay quien no reconozca ese falso nombre. Diss, envalentonado por el éxito de su improvisación, publica en una revista local una nota sobre Vitelli. Mágicamente, aparecen desconocidos que lo recuerdan y que le indican algunos ligeros errores. Llega a entablarse una polémica. Diss, victorioso, publica una biografía de Vitelli «con retratos, croquis y autógrafos». Una compañía cinematográfica adquiere los derechos de ese libro y lanza un film en tecnicolor. La crítica declara que en el film los hechos de la vida de Vitelli han sido falseados... Diss se empeña en otra polémica y lo derrotan. Furioso, resuelve descubrir la superchería. Nadie le cree; la gente da en insinuar que está loco. El mito colectivo es más fuerte que él. Un señor Clutterbuck Vitelli defiende la afrentada memoria de su tío. Un centro espiritista de Tumbridge Wells recibe mensajes directos del muerto. Si fuera de Pirandello este libro, el mismo Roger Diss acabaría por creer en Vitelli. «Cada libro contiene su contralibro», ha dicho Novalis. El de este libro sería cruel y mucho más extraño. Sería la historia de unos conspiradores que resuelven que alguien no existe o no ha existido nunca. DE LA VIDA LITERARIA "El sonido y la furia", la más desesperada y vertiginosa de las novelas de William Faulkner, ya que no la primera, ha sido traducida al francés por el no incompetente Maurice Coindreau. MAE WEST «LA FIEL PECADORA» Ha sido vertida al francés y publicada en París por la N. R. F. la vehemente novela de Mae West La fiel pecadora (The Constant Sinner). Es la más afamada de las novelas de la afamada actriz, que también escribe los argumentos, compone los diálogos, distribuye los papeles y (si somos muy crédulos) dirige la filmación de las piezas en que trabaja. Los personajes de La fiel pecadora son contrabandistas de cocaína, boxeadores, mujeres accesibles, gángsters, millonarios y negros. Una rubia de ojos suntuosos, Baby Gordon, impera previsiblemente sobre ese mundo. La autora suministra un suicidio y varias orgías. El nombre de la traducción francesa no es muy feliz: La pécheresse endúrele. ¿No ha percibido el traductor el contraste del título original o lo ha desdeñado? 2 de diciembre de 1938 UN CAUDALOSO MANIFIESTO DE BRETON Hace veinte años pululaban los manifiestos. Esos autoritarios documentos renovaban el arte, abolían la puntuación, evitaban la ortografía y a menudo lograban el solecismo. Si eran obra de literatos, les complacía calumniar la rima y exculpar la metáfora; si de pintores, vindicar (o injuriar) los colores puros; si de músicos, adular la cacofonía; si de arquitectos, preferir un sobrio gasómetro a la excesiva catedral de Milán. Todo, sin embargo, tiene su hora. Esos papeles charlatanes (de los que poseí una colección que he donado a la quema) han sido superados por la hoja que André Bretón y Diego Rivera acaban de emitir. Esa hoja se titula con terquedad: Por un arte revolucionario independiente. Manifiesto de Diego Rivera y André Bretón por la liberación definitiva del Arte. El texto es aún más efusivo y más tartamudo. Consta de unas tres mil palabras que dicen exactamente dos cosas (que son incompatibles). La primera, digna del capitán La Palice o del axiomático Perogrullo, es que el arte debe ser libre y que en Rusia no lo es. Anota Rivera-Bretón: «Bajo la influencia del régimen totalitario de la U.R.S.S. se ha extendido por el mundo entero un profundo crepúsculo hostil al surgimiento de toda especie de valor espiritual. Crepúsculo de lodo y de sangre en el cual, disfrazados de intelectuales y de artistas, engañan hombres que han hecho del servilismo un recurso, del reniego de sus principios un juego perverso, del falso testimonio venal un hábito y de la apología del crimen un gozo. El arte oficial de la época stalinista refleja sus esfuerzos irrisorios para engañar y enmascarar su verdadero papel mercenario... A los que nos apremian, ya sea por hoy o por mañana, a consentir que el arte se someta a una disciplina que juzgamos radicalmente incompatible con sus medios, oponemos una negativa sin apelación y nuestra voluntad deliberada de atenernos a la fórmula: Toda licencia en arte». ¿Qué conclusión podemos derivar de lo anterior? Juzgo que ésta, y sólo ésta: El marxismo (como el luteranismo, como la luna, como un caballo, como un verso de Shakespeare) puede ser un estímulo para el arte, pero es absurdo decretar que sea el único. Es absurdo que el arte sea un departamento de la política. Sin embargo, eso precisamente es lo que reclama este manifiesto increíble. André Bretón, apenas estampada la fórmula «Toda licencia en arte», se arrepiente de su temeridad y dedica dos páginas fugitivas a renegar de ese dictamen precipitado. Rechaza el «indiferentismo político», denuncia el arte puro «que de ordinario sirve los fines más impuros de la reacción» y proclama «que la tarea suprema del arte contemporáneo es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución». Acto continuo propone «la organización de modestos congresos locales e internacionales». Deseoso de agotar los deleites de la prosa rimada, anuncia que «en la etapa siguiente se reunirá un congreso mundial que consagrará oficialmente la fundación de la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (F.I.A.R.I.)». ¡Pobre arte independiente el que premeditan, subordinado a pedanterías de comité y a cinco mayúsculas! LA ULTIMA NOVELA DE H. G. WELLS Descontado el siempre asombroso Libro de las mil noches y una noche (que los ingleses, bellamente también, llaman Las noches árabes) creo que no es aventurado afirmar que las obras más célebres de la literatura mundial tienen los peores títulos. Por ejemplo: parece muy difícil, concebir un título más opaco y más ciego que El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, aunque debo reconocer que Los pesares del joven Werther y Crimen y castigo son, a su modo, casi tan execrables... (En verso, básteme repetir un solo nombre que no tiene perdón: Las flores del mal.) Alego esos ilustres ejemplos para que mi lector no me diga que un libro con el título absurdo Apropos of Dolores tiene la obligación de ser ilegible. Apropos of Dolores es superficialmente idéntica a las novelas psicológicopoliciales de Francis lies. Sus minuciosas páginas exhiben el amor inicial y el odio intolerable y progresivo de una mujer y un hombre. Para el buen desempeño trágico de la obra convendría que gradualmente presintiéramos que el narrador concluirá por matar a la mujer. Por supuesto que a Wells no le interesan esas trágicas previsiones. Wells descree de la solemnidad de la muerte y aun del asesinato. Nadie menos propenso a las pompas fúnebres, nadie menos listo a suponer que el último día es más significativo que los anteriores. Creo no ser injusto al afirmar que a H. G. Wells le interesan todas las cosas, salvo —quizá— la historia que nos está refiriendo en ese momento. De los seres humanos que componen esta obra conversada, le interesa uno solo: Dolores Wilbeck. Los otros compiten vanamente con la biología, con la etnografía y con la política. De las perpetuas digresiones en que se complace el autor, traslado esta invectiva contra los griegos: «¡La cultura helénica! ¿Se han preguntado ustedes lo que era? Omnipresentes capiteles corintios, edificios pintarrajeados, estatuas color rosa, caudillos de atrio, el incesante Homero retumbante y sus héroes histéricos, puras lágrimas y retórica.» «MILTON», DE HILAIRE BELLOC Que yo sepa, no hay un estudio sobre Milton que sea del todo satisfactorio. Las monografías de Garnet y de Mark Pattison prefieren la veneración al examen; la de Johnson, aunque ingeniosa como todo lo suyo, no penetra muy hondo; de los estudios de Bagehot y de Macaulay basta (quizá) decir que no pasan de cincuenta páginas cada uno, y que no todas ellas tratan de Milton; de la onerosa biografía de David Masson, que abarca seis volúmenes, que no sólo tratan de Milton, sino de todas las cosas y otras muchas más. Falta la obra decisiva, alumbrada, tal vez y prefigurada por ciertas páginas de Coleridge. Hilaire Belloc la ensaya en este volumen de extensión suficiente (trescientas páginas en octavo mayor), pero el resultado no es victorioso, aunque es divertido. El culto inglés de Milton es comparable al culto español de Miguel de Cervantes. Supersticiosamente se ha declarado que la prosa de los dos es perfecta. Entre nosotros, Lugones y Groussac denunciaron la idolatría cervantina; Belloc, en este libro polémico, ensaya una demolición parcial de Juan Milton. Niega a su mejor prosa «esa perfecta claridad que es la nota de un estilo civilizado». La frase es justa y memorable, pero equivale a deplorar que esa prosa no sea la de Gibbon o la de Swift: vale decir, la que se produjo en Inglaterra un siglo después. El autor examina la obra de Milton. Reconoce algunas bellezas y registra las faltas, pero no descubre (o no imagina) un principio que pueda ser común a las dos. Enuncia el repetido problema de la disparidad de la obra miltónica, pero ni siquiera bosqueja una solución. Pese a las advertencias de Macaulay, es habitual considerar a Milton un puritano. Belloc refuta plenamente ese parecer general. En un epílogo, resume el tratado teológico Johannes Miltoni Angli de Doctrina Christiana libri dúo que éste escribió en latín hacia 1650, y que no vio la luz hasta 1825. Esa obra (cuyo manuscrito azaroso estuvo en Holanda durante muchos años) afirma que no todas las almas son inmortales, niega la eternidad de Jesús, niega la Trinidad, niega que el mundo material haya sido sacado de la Nada y concluye (con argumentos derivados de la Escritura) por vindicar el divorcio y la poligamia. DE LA VIDA LITERARIA Nuestro infrecuente huésped y casi compatriota Jules Superviene acaba de publicar "La fable du monde", un libro de poemas. El libro consta de tres partes: "La fábula del mundo" (cuyo tema central es el Génesis), "Nocturno en pleno día" (poemas del universo humano) y "Fábulas". Dice el autor: "No he rechazado las diversas tentaciones del verso regular, del verso libre y del versículo, según lo que me proponía decir. Anhelando constantemente la limpidez, he colaborado con las regiones más o menos obscuras del mundo interior. He tratado de hacerme inteligible sin alterar el misterio esencial de todo poeta". En casi todas las novelas, la geografía y hasta la topografía son reales. La historia lo es también, hasta cierto punto. (Antes no lo eran: se hablaba con reserva de B. que se hospedó en el viejo castillo de Z. y mantuvo un comercio epistolar con la baronesa de Q.) En "Liaisons du monde" —novela reciente de León Bopp— muchos personajes son reales. Aparecen Kreuger, Stinnes, Zahárof, Hitler, Stalin, Mussolini, Stavisky, Violette Noziéres y Paul Valéry. 23 de diciembre de 1938 ART IN ENGLAND, DE R. S. LAMBEN Un examen estadístico de " Art in England" nos acerca a lo milagroso. Veintiún pintores, escultores, arquitectos, pedagogos y críticos (todos civilizados y razonables, hasta los pedagogos) colaboran en este libro: treinta y dos fotograbados lo ilustran; ciento cincuenta páginas lo componen y seis peniques bastan para comprarlo. En tales circunstancias es una ingratitud formular censuras. No me decido, sin embargo, a ocultar que esta admirable enciclopedia lacónica del arte inglés es a veces injusta. Injustamente alaba a meros epígonos del expresionismo alemán o del suprarrealismo de París como Edward Wadsworth y John Armstrong; injustamente olvida (o insulta) a Blake, a Morris, a Burne-Jones, a Rossetti y a Watts. El motivo, por lo demás, es claro. Este libro está destinado a lectores británicos, ya suficiente o excesivamente informados de las glorias pretéritas del país y a quienes les importa, ante todo, estar "á la page". Nuestro caso es distinto. Si queremos conocer la pintura de hoy, estudiaremos a los maestros —a Klee, a Picasso, a Braque, a Max Ernst, a Chirico,— no a los plagiarios londinenses de "Unit One", por fidedignos y puntuales que sean. En cambio, puede (y debe) importarnos conocer la gran pintura inglesa de Turner, de Constable y de Gainsborough. El primero, que muchos han juzgado no inferior a cualquier otro artista de cualquier nación y de cualquier siglo, es del todo ignorado en este país. De los muchos artículos de este libro, el más impresionante es acaso el del escultor Henry Moore. Este declara que la virtud cardinal de los escultores es la capacidad de concebir un complejo volumen desde todos los lados a un tiempo y asimismo de adentro para afuera: facultad sin duda admirable y acaso imaginaria y que me parece lindar con la famosa cuarta dimensión... También declara que un agujero puede plásticamente ser tan significativo como una masa, y encara la posible ejecución de "estatuas de aire" o sea de esculturas cóncavas, ahuecadas, que limiten y contengan las formas que se quiere manifestar. L'OEUF AUX MIRAGES, DE JACQUES VIOLETTE Con este curioso volumen, Jacques Violette deja la crítica pictórica y ensaya la novela semifantástica. El héroe, Luden Finet, hombre morigerado, sedentario y un poco tímido, es director de banco. Vive dos vidas, como los personajes de Julián Green. Para que la segunda vida, la imaginaria, no entre en la cotidiana y la trastorne, la va dictando a su mecanógrafa. El relato de dos de sus vidas ficticias compone esta novela cuyos variados escenarios son un convento de París, el fondo del mar y el Acrópolis, y en cuyas páginas circulan y se aniquilan un huevo pasado por agua, un hidrocéfalo, una monja, un buzo, una vegetariana y un cardumen de peces voladores. Al cabo de esas extravagancias y a la espera de otras, Finet recae en la realidad. Un argumento se superpone a otro en este volumen: realista el uno, alucinatorios los otros y todos con un fondo de nihilismo. LOS GATOS Y RAINER MARÍA RILKE Maurice Betz, el más reciente de los biógrafos de Rainer Maria Rilke, refiere que a éste le agradaban los gatos, porque nunca dejaron de parecerle más o menos irreales. "Nunca se pudo convencer (dice Betz) de que verdaderamente existieran. Admiraba su modo repentino de aparecer en nuestro mundo para volcar un tintero o para enmarañar un ovillo y de evadirse luego, de un salto, como si apenas fuéramos una proyección de su espíritu, una sombra que sus pupilas no ven. Esa autonomía de los gatos era una virtud para él, pues le permitía acomodarse a su presencia, de hecho imaginaria y que no pesa más que la de un fantasma." Los perros, en cambio, le parecían el doloroso producto de una suerte de pacto entre el hombre y el animal. "Ni hombre ni bestia: mestizo lamentable y conmovedor", dijo de los perros. «STORIES, ESSAYS AND POEMS», DE HILAIRE BELLOC Joseph Hilaire Pierre Belloc goza (¿o adolece?) de la fama de ser el mejor prosista y el más diestro versificador del idioma inglés. Unos dirán que es lícita esa fama, otros que es absurda; nadie, sin embargo, me negará que es poco estimulante. A ningún escritor puede convenirle una fama de ese orden. (Puede consolarlo, quizá, lo que es muy distinto.) El concepto de perfección es negativo: la omisión de errores explícitos lo define, no la presencia de virtudes. En la página 320 de este volumen, el mismo Belloc dice que no hay prosa mejor que la del libro Arríanos del siglo cuarto de Newman. «A mí no me aburre (explica Belloc), por el simple azar de que ese momento histórico me interesa, pero sé que muchos lectores se aburrirían ferozmente con él. Su prosa, sin embargo, es perfecta. Newman, puesto a narrar un determinado número de sucesos y a expresar un determinado número de conceptos, lo hace con la mejor elección de palabras, en el mejor orden, yeso es la perfección.» Ignoro si la definición anterior, hecha de dos brumosos superlativos («la mejor elección de palabras..., el mejor orden») tiene algún valor, pero sé que hay prosas encantadoras, aunque nos sea del todo indiferente la materia que tratan. (Ejemplos: la prosa de Andrew Lang, de George Moore, de Alfonso Reyes.) ¿Pertenece la prosa de Belloc a esa misteriosa familia? No lo aseguro. Belloc ensayista es insignificante o imperceptible; Belloc novelista pasa de lo mediocre a lo intolerable; Belloc juez literario prefiere aseverar a persuadir; Belloc historiador me parece admirabilísimo. En su labor histórica, los árboles no tapan la selva ni la selva los árboles: la luminosa interpretación general y la narración de pormenores individuales se adunan felizmente. Ha escrito biografías de Juana de Arco, de Carlos Primero, de Cromwell, de Richelieu, de Wolsey, de Napoleón, de Robespierre, de María Antonieta, de Cranmer, de Guillermo el Conquistador; ha discutido memorablemente con Wells. A continuación traslado una página (reproducida en este volumen) de su biografía de Napoleón: AUSTERLIZ A una o dos millas de Boulogne, sobre la carretera de París, hay en Pont de Briques, a mano derecha, una encantadora casita, modesta, clásica, retirada. Ahí descansaba el Emperador durante aquellos días de verano de 1805, mientras al cabo de una larga paz europea se formaba la coalición que una vez más desafiaría a la Revolución y a su capitán. Era de noche aún, poco después de las cuatro de la mañana del 13 de agosto, cuando las noticias llegaron: la armada francesa que se esperaba en el Canal de la Mancha comandada por Villeneuve, había regresado al Ferrol. Del doble plan de Napoleón, de sus alternativas, la invasión de Inglaterra era más dudosa que nunca: Villeneuve no había comprendido que el Tiempo era el factor esencial. Ese descalabro detenía al Emperador. La coalición formada en el lado opuesto, tierra adentro, se robustecía y lo amenazaba por el Este: Austria y Rusia se le venían encima. Mandó buscar a Darn, que lo encontró encendido de ira, el sombrero encajado hasta las sienes, los ojos relampagueantes y los labios, mientras se paseaba iracundo, profiriendo imprecaciones contra Villeneuve... Cuando las agotó, dijo, bruscamente: «Siéntese y escriba». Darn se sentó, pluma en mano, ante un escritorio cargado de notas y de papeles, y tomó entonces, bajo el alba, un dictado asombroso: nada menos que todo el plan de la marcha sobre Austria, el avance que culminó en la victoria de Austerlitz. Cada etapa de la empresa vastísima, los diversos caminos, los altos, las fechas de las llegadas llovieron por horas, sin un apunte para guiar la memoria, hasta que la campaña íntegra quedó sobre el papel, ya resuelta. Después, cuando ese laberinto en la cabeza de un hombre, cuando esa idea pasó a la realidad y fue un hecho, Darn no cesaba de maravillarse de que sus partes fueran eslabonándose, previstas y puntuales como una profecía que se cumple. ES CONOCIDA LA VENERACION QUE EL ISLAM PROFESA POR SU LIBRO SAGRADO Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —la Madre del Libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaboraran con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían... H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humanodemoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso. Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo. 6 de enero de 1939 POEMAS DEL NORTEAMERICANO CARL SANDBURG Sombreros ¿A quiénes pertenecen, sombreros? ¿Quién está debajo de ustedes? Desde el borde de la frente de un rascacielos Miré y vi: sombreros: cincuenta mil, Hormigueando con un rumor de abejas y de rebaños, de hacienda y de cascadas, Parándose con un silencio de musgo marino, un silencio de trigo en la llanura. Sombreros: contadme vuestras grandes esperanzas. Plegaria después de la guerra mundial Errante soñadora de ultramar, Que buscas y estás ronca, ¡oh, hija y madre!, ¡Oh, hija de cenizas y madre de sangre! Niña del pelo suelto y las lágrimas, Niña de la cruz en el Sur Y de la estrella en el Norte, Guardiana del Egipto y de Rusia y de Francia, Guardiana de Inglaterra y de Polonia y de España, Te pedimos un canto para mañana, Un nuevo sueño para nosotros que olvidamos, Que de la tormenta salga una estrella. Luchen, ¡oh, yunques!, y ayúdenla. Tejan con su lana ¡oh, vientos y cielos! Que tu hierro y tu cobre colaboren, ¡Oh, cieno de la vieja tierra obscura! Errante soñadora de ultramar, Que cantas cenizas y sangre, Niña de las cicatrices de fuego, Los que olvidamos te pedimos un sueño, Que de la tormenta salga una estrella. DE LA VIDA LITERARIA Una insigne edición de las obras dramáticas de Shakespeare (con exclusión de los poemas narrativos y de los sonetos) ha sido publicada en París por la "Bibliothéque de la Pléiade". Los traductores son diversos e ilustres: la versión de "Macbeth" es la de Maeterlinck; la de "Hamlet", de Marcel Schwob; la de "Measure for measure", de Pourtalés; la de "As you like it", de Supervielle; la de "Julius Cansar", de Fleg; la de " Antony and Cleopatra", de André Gide, que también ha suministrado un rápido prólogo, indigno de su fama y de Shakespeare. Un apéndice recoge el original del soliloquio de Hamlet y varias traducciones de esa pieza, a través de los estilos y de los siglos. Jean Merrien, autor del conjunto de narraciones "La lluvia o el buen tiempo", ha publicado su primera novela: "La muerte joven". El argumento es el destino de un hombre que se sabe condenado a morir dentro de unas pocas semanas. Maurice Lachin ha publicado un curioso y documentado libro: "La China capitalista". UN LIBRO DE THOMAS MANN SOBRE SCHOPENHAUER La gloria suele calumniar a los hombres; a ninguno, tal vez, como a Schopenhauer. Una cara de mono deteriorado y una antología de malhumores (reunidos bajo el mote sensacional El amor, las mujeres y la muerte, rasgo feliz de algún editor levantino) lo representan ante el pueblo de España y ante el de estas Américas. Los profesores de metafísica toleran o estimulan ese error. Hay quienes lo reducen al pesimismo: reducción tan inicua y tan irrisoria como la de no querer ver en Leibniz otra cosa que el optimismo. (Mann, en cambio, razona que el pesimismo de Schopenhauer es parte inseparable de su doctrina. «Todos los manuales», anota, «enseñan que Schopenhauer fue en primer lugar el filósofo de la voluntad, y en segundo lugar del pesimismo. Pero no hay primero ni segundo: Schopenhauer, filósofo y psicólogo de la voluntad, no pudo no ser pesimista. La voluntad es algo desdichado, fundamentalmente: es inquietud, necesidades, codicia, apetito, anhelo, dolor, y un mundo de la voluntad tiene que ser un mundo de sufrimientos...») Yo pienso que optimismo y pesimismo son juicios de carácter estimativo, sentimental, que nada tienen que ver con la metafísica, que fue la tarea de Schopenhauer. También fue incomparable como escritor. Otros filósofos —Berkeley, Hume, Henri Bergson, William James— dicen exactamente lo que se proponen decir, pero les falta la pasión, la virtud persuasiva de Schopenhauer. Es famosa la influencia que ejerció sobre Wagner y sobre Nietzsche. Thomas Mann, en este su novísimo libro (Schopenhauer, 1938, Estocolmo), observa que la filosofía de Schopenhauer es la de un hombre joven. Alega la opinión de Nietzsche, que pensaba que cada cual tiene la filosofía de sus años, y que el poema cósmico de Schopenhauer lleva la marca de la edad juvenil en la que predominan lo erótico y el sentido de la muerte. En este elegante resumen, el autor de La montaña mágica no menciona otro libro de Schopenhauer que su obra capital: El mundo como voluntad y representación. Sospecho que de haberla releído, hubiera mencionado también aquella fantasmagoría un poco terrible de Parergay Paralipómena, en la que Schopenhauer reduce todas las personas del universo a encarnaciones o máscaras de una sola (que es, previsiblemente, la Voluntad), y declara que todos los sucesos de nuestra vida, por aciagos que sean, son invenciones puras de nuestro yo como las desdichas de un sueño. UNA ANTOLOGIA DE CUENTOS BREVES En sus Cuadernos de Recienvenido, Macedonio Fernández aprovechó un momento de distracción para anotar que las visitas más largas son al principio breves. No lo creemos así: las visitas largas son desde el principio muy largas y siguen siéndolo, aunque su duración cronológica no pase de unos pocos minutos. Lo mismo ocurre con los libros. Algunos (la afirmación es de Novalis) son exactamente infinitos, por la suficiente y simple razón de que no llegamos al fin... Tal es el caso de la mayoría de los cuentos de este volumen. El título* (corroborado por dos prólogos, de los cuales uno es superrealista y el otro es abominable, también) asegura que son los mejores cuentos norteamericanos e ingleses de 1938. Aceptar esa afirmación es arribar a la conclusión melancólica de que el acto de elaborar cuentos breves ha desaparecido (o está por desaparecer) en las patrias de Chesterton y de Poe, de Kipling y de Henry James. No lo juzgo así, no creo tampoco que esta antología es del todo inepta: creo que la solución del problema está, indirectamente, en los cuatro nombres gloriosos que he mencionado. Cuarenta y cuatro autores colaboran en este libro: ninguno quiere asemejarse a Chesterton, a Poe, a Kipling ni, tal vez, a James. El hecho es significativo. Desde Las mil y una noches hasta Franz Kafka, el argumento ha sido primordial en el cuento breve. Con alguna excepción (Manhood, Eric Knight, Sarah Gertrude Millin) los escritores de este libro eluden o reducen el argumento. (Sospecho que los cohibe el temor de parecerse a los narradores populares, que son puro argumento.) Se resignan, alguna vez, a presentar una situación, pero no a desarrollarla ni a resolverla. Me parecen muy jóvenes: no por su torpeza, su fervor o su afectación, sino porque se advierte que su propósito esencial no es hacer tal cosa, sino —ostentosamente— no hacer tal otra. El resultado de esas inhibiciones es quizá interesante, pero no suele ser divertido. * El título al que Borges hace referencia es The Best Short Stories of 1938 (English and American), antología preparada por Edward J. O'Brien y editada en un único volumen cuya portada aparece, en el original, junto a la presente reseña. (N. del E.) 10 de febrero de 1939 HOELDERLIN, DE RONALD PEACOCK El redescubrimiento y la apoteosis de poetas obscurecidos o postergados es acaso la más amable de las muchas pasiones del erudito. Inglaterra ha redescubierto a Blake y a John Donne; Francia, a Rimbaud; los Estados Unidos, a Hermán Melville; España (excesivamente), a Góngora; Alemania, a Hoelderlin (1770-1843). A la interrogación: ¿cuál es el más alto poeta alemán?, Alemania siempre contesta: Goethe; pero después del nombre de Goethe suele pronunciar el de Hoelderlin. Ese dictamen no puede ser tachado de excesivo, si recordamos los incomparables hexámetros de la "Queja por Diótima". ANNE-JEANNE, DE GASTON RAGEOT Esta novela populosa está abarrotada de destinos normandos, de lugares precisos y de problemas psicológicos y morales. La penetración en ese mundo densísimo no es mayormente fácil, pero el lector, una vez superados los primeros arduos capítulos, se encariña inevitablemente con él. A veces el autor, en lugar de mostrar un personaje, prefiere definirlo. Una superstición retórica muy difundida ha resuelto que ese procedimiento es inadmisible, pero me parece más económica que la fatigosa elaboración de largas anécdotas destinadas a evidenciar un solo rasgo de carácter. Esta primera novela del autor de "Sentido único" y de "Oficio de vivir" no es menos merecedora de admiración que esas obras de índole filosófica. DE LA VIDA LITERARIA Ordenado y revisado por David Garnett —autor de las novelas fantásticas "Señora en zorra" y "Hombre en el Zoológico"— ha aparecido en Londres un epistolario del famoso coronel Lawrence, arqueólogo, estratega, poeta, héroe de la rebelión de los árabes y traductor de la Odisea. Ha sido traducido al inglés el conciso y apasionado estudio de André Maurois sobre Chateaubriand. En un reciente libro sobre la filosofía de Thomas Hardy, el señor Amiya Chakravarty destaca la curiosa teoría (o creencia) de aquél, según la cual, a medida que el hombre fuera espiritualizándose, la Naturaleza iría también cobrando conciencia. Con el tiempo no habría nada inconsciente en nuestro planeta. A un lector de Córdoba le interesan los antecedentes del escritor inglés Hilaire Belloc. Belloc nació en La Celle, no lejos de París, y es hijo de una inglesa, Bessie Rayner Parkes, y de un distinguido abogado francés, Louis Swantou Belloc. SIR JAMES BARRIE Inventar personajes que tengan curso en todas las naciones del mundo, personajes que el pueblo se imagine con la facilidad con que se imagina a Chaplin o a Hitler, es —he leído— la más ardua empresa del escritor. El hecho es que muy pocos escritores lo logran, y que esos escritores excepcionales suelen ser también secundarios. Sir Arthur Conan Doyle lo logró con su Sherlock Holmes; Sir James Barrie casi lo ha logrado con Peter Pan. James Matthew Barrie nació en un pueblo diminuto de Escocia, el día 9 de mayo de 1860. Su familia era pobre. En la escuela primaria, Barrie fue un mal alumno; no abría sus libros más que para ilustrarlos con garabatos. Su iniciación literaria no fue brillante: crónicas de partidos de cricket en los diarios locales y cartas firmadas «Pater familias», cuyo asunto más frecuente era la necesidad de extensas vacaciones en las escuelas. Al principio a Barrie lo acobardaba la convicción de no conocer otra vida que la de su pueblito; luego resolvió sacar fuerzas de esa flaqueza y escribió sus primeros libros: Auld Licht Idylls y A Window in Thrums. Esos libros de acento sentimental crearon, sin quererlo, una escuela de novelas aldeanas sentimentales, y luego, por reacción, un agrio movimiento realista, cuyo ejemplo más ilustre, sin duda, es la novela The House with the Green Shutters, de Douglas. En 1891 The Little Minister extendió la fama de Barrie. Cinco años después publicó una conmovedora biografía de su madre titulada Margaret Ogilny. Ese libro contiene esta frase, reveladora de toda su literatura: «El horror de mi infancia es que yo sabía que se acercaba el tiempo en que debería renunciar a mis juegos, y eso me parecía intolerable. Resolví seguir jugando, en secreto». Esos juegos son célebres. El más famoso de todos ellos es Peter Pan. Otros, de forma dramática, se titulan: The Admirable Crichtow (1903), Alice-Sit-by-the-Fire (1905), Dear Brutus (1917), Mary Rose (1920) y The Boy David, en 1936. Barrie es un hombre taciturno (salvo cuando la conversación gira sobre cricket), con una vasta frente. Hombre ahora de fortuna, vive modestamente en un piso que mira al Támesis. Es aficionado a la soledad, al billar y a las puestas de sol. UN PRIMER LIBRO MEMORABLE H. G. Wells prefiere, ahora, la divagación política o sociológica a la rigurosa invención de sucesos imaginarios. Es verdad que todavía simula redactar novelas fantásticas a la manera de Los primeros hombres en la luna o de El hombre invisible, pero sus ejercicios actuales, bien examinados, no pasan de sátiras o alegorías. Felizmente, dos agudos continuadores compensan las abstracciones del maestro. El primero, Olaf Stapledon, es autor de Últimos y primeros hombres, de Últimos hombres en Londres y de Hacedor de estrellas; sus rasgos más notorios son la vasta pero no detallada imaginación y el casi absoluto desdén de todos los artificios del novelista. Stapledon es capaz de inventar mil y un mundos quiméricos, muy diversamente asombrosos, pero también de presentar cada uno de ellos en una sola página insípida con generalidades y arideces de manual de geografía o de astronomía. El otro continuador es C. S. Lewis. Su reciente novela Out of the Silent Planet («Fuera del planeta silencioso») es el motivo de esta nota. Lewis refiere una incursión al planeta Marte y las aventuras de un hombre entre los inteligentes monstruos benévolos que lo habitan. La obra es de tipo psicológico: las tres curiosas «humanidades» y la geografía vertiginosa de Marte son menos importantes para el lector que la reacción del héroe, que empieza por hallarlas atroces y casi intolerables y acaba por identificarse con ellas. La imaginación de Lewis es limitada. Si yo resumiera su concepción del planeta Marte, el lector de Wells o de Poe no la juzgaría muy sorprendente. Lo admirable es la infinita probidad de esa imaginación, la coherente y minuciosa verdad de su mundo fantástico. Hay novelistas cuyo texto nos da la impresión de abarcar y hasta de agotar cuanto se imaginan: C. S. Lewis, en cambio, tiene —lo juro— más conocimientos de Marte que los registrados en este libro. En aquellos capítulos de su obra que describen el viaje interplanetario, hay además un espontáneo ambiente poético. Extraño ejemplo de la influencia de estos tiempos: el rojo Marte, en la ficción de C. S. Lewis, es un planeta pacifista. 24 de febrero de 1939 DANTE'S PURGATORIO, DE LAURENCE BINYON De las muchas traducciones inglesas de la "Commedia" he manejado dos: la de Cary (que es de 1814) y la del poeta norteamericano Longfellow, que es de 1867. La primera fue celebrada por Ugo Foseólo en la "Edinburgh Review", pero adolece de un anacronismo esencial y a mi ver insalvable: su imitación deliberada del estilo de Milton. La segunda elude ese error, pero también elude la triple rima del texto original, y su versificación es a veces lánguida. La de Binyon quiere ser fiel, no sólo a las palabras, sino a la versificación y al laconismo de la "Commedia". El problema es arduo: si el traductor inglés elige un vocabulario erudito, inevitablemente se aparta de la severidad del original; si quiere limitarse a palabras simples, de carácter germánico, halla que éstas (en general) son monosilábicas y debe recurrir a expletivos para completar de algún modo el verso. Binyon resuelve (en lo posible) el problema insoluble. DE LA VIDA LITERARIA En Londres han aparecido dos importantes obras históricas: "France overseas" (Francia ultramar), de Herbert Ingram Priestley, que estudia el crecimiento del imperio colonial francés en Asia y en África, y "The forgotten peace" (La paz olvidada), de Wheeler-Bennett, cuyo tema es la paz de Brest-Litovsk. Arme Fremantle acaba de publicar una copiosa biografía del arabista, novelista y agitador político Marmaduke Pickthall, caballero inglés, que a los cuarenta años se convirtió al Islam y que en las luchas de la India militó junto a Mahatma Gandhi. El libro se titula "Enemigo leal". KAREL CAPEK De los escritores checos que han renunciado a la (relativa) universalidad del idioma alemán y se han resignado a la limitación de su idioma nativo, Capek es acaso el más célebre. Su obra ha sido traducida en muchos países; sus dramas han sido representados en Nueva York y en Londres. Capek nació el 9 de enero de 1890, en una modesta ciudad del norte de Bohemia. Era hijo de un médico. Se doctoró en filosofía en la Universidad de Praga, y estudió en Berlín y en París. La obra de William James y de John Dewey ejerció una vasta influencia sobre él. «Ninguna filosofía influyó en mí como la norteamericana», escribió después. Durante muchos años fue periodista. En 1920 publicó un folleto polémico —Crítica de palabras—, y estrenó su primero y famoso drama R. U.R., que presenta la rebelión de los hombres mecánicos contra sus creadores, los hombres. El año siguiente dio a conocer La comedia de los insectos, y en 1922 El caso Makrópulos, cuyo tema — como el de Vuelta a Matusalén (1921) de Bernard Shaw— es la posibilidad de lograr una extraordinaria longevidad. Ese mismo año publicó la novela fantástica La fabricación del Absoluto, y dos años después Krakatita, nombre de un explosivo tan poderoso que su inventor prefiere la persecución y la cárcel a la revelación de su fórmula. Su labor dramática es numerosa. Cabe destacar Adán, El Creador escrito en colaboración con su hermano; El azote blanco, que fustiga las dictaduras, y el curioso drama La madre. Varios personajes de esa obra aparecen después de muertos. También son dignos de recordación sus libros de viajes, ilustrados por él; su antología de poetas franceses modernos, sus Diálogos con T. C. Masaryk y sus Cuentos de dos bolsillos (1929), que forman una serie de cuentos policiales en miniatura. Karel Capek falleció en Praga, a fines del mes de diciembre de 1938. DOS SEMBLANZAS DE COLERIDGE Simultáneamente, se han publicado en Londres dos biografías de Samuel Taylor Coleridge. La una, de Edmund Chambers, abarca la vida entera del poeta; la otra, de Lawrence Hanson, los años de andanza y de aprendizaje. Ambos son libros responsables, agudos. Hay hombres venerados que sospechamos sin embargo inferiores a la obra que cumplieron. (Verbigracia, Cervantes y su Quijote; verbigracia, Hernández y Martín Fierro.) Otros, en cambio, dejan obras que no pasan de sombras y proyecciones —notoriamente deformadas e infieles— de su mente riquísima. Es el caso de Coleridge. Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Marinen Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios. De su obra capital, la Biographia Literaria, Arthur Symons ha dicho que es el más importante tratado crítico que hay en idioma inglés, y uno de los más fastidiosos que hay en idioma alguno. Coleridge (como su interlocutor y amigo De Quincey) era adicto al opio. Por ese motivo y por otros Lamb lo llamó «un arcángel deteriorado». Andrew Lang, más razonablemente, lo llama «el Sócrates de su generación, el conversador». Su obra es el eco descifrable de su vasta conversación. De esa conversación procedió —no es exagerado afirmarlo— todo el movimiento romántico de Inglaterra. He mencionado en esta nota las luminosas intuiciones de Coleridge. En general, versan sobre temas estéticos. He aquí una, sin embargo, de carácter onírico. Coleridge (en las notas para una conferencia que dio a principios de 1818) declaró que las imágenes atroces de la pesadilla no eran jamás la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro pecho. El malestar engendra la esfinge, no la esfinge el horror. «OMNIBUS OF CRIME», DE DOROTHY L. SAYERS Dorothy Sayers suele compensar con excelentes antologías la publicación de novelas imperdonables. Ahora, sin embargo, parece haber extendido a otros escritores la culpable indulgencia que antes guardaba para uso particular. El prólogo de este novísimo Ómnibus of Crime —el tercero o cuarto que nos propone— lleva su firma, pero la mayoría de los cuentos son tan endebles que el lector, defraudado, da en sospechar que la infatigable editora ha superado ese justo límite y los ha redactado ella misma. La oscuridad de muchos escritores incluidos corrobora esa hipótesis. Thomas Burke proporciona un chino diabólico, Manuel Komroff, una versión o perversión pseudocientífica (y nada convincente) de la historia del rey leproso Yunán en Las mil y una noches; Ormond Greville, un supuesto «crimen perfecto», y Henry Wade, un inesperado egiptólogo que momifica a sus alumnos... Evidentemente, el número de buenos cuentos policiales y fantásticos no es ilimitado: Miss Sayers lo agotó en sus primeras antologías, y ahora se ve obligada a rellenar malamente las últimas con lo que rechazó en las primeras. Más de cincuenta narraciones componen este libro. Un admirable cuento de Wells —La historia del difunto Mr. Elvesham— casi lo justifica. Hay asimismo cuentos de Lord Dunsany, Saint John Ervine, A. E. Coppard y Melville Davidson Post. El de Lord Dunsany refiere una incursión al planeta Marte, donde la humanidad (como en el cuarto viaje de Gulliver) es una mera especie doméstica, criada en corrales y cebada por animales antropófagos. «STUDIES IN A DYING CULTURE», DE CHRISTOPHER CAUDWELL Cuatro ensayos polémicos integran este libro violento, cuatro ensayos que quieren demoler (o lesionar) a Bernard Shaw, a H. G. Wells y a los dos Lawrence: al novelista y al emancipador de los árabes. Es una obra postuma: su autor murió en Castilla el año pasado en las filas de la Brigada Internacional. Previsiblemente, este volumen adolece de ciertas limitaciones doctrinales. Shaw, Wells y los dos Lawrence son primordialmente individuos —individuos de genio—; este libro, concebido bajo el melancólico influjo del materialismo dialéctico, se empeña en reducirlos a símbolos de una cultura moribunda. La injusticia es notoria, pero el fervor y la feliz belicosidad del autor logran que la olvidemos. Studies in a Dying Culture (como su precursor, Illusion and Reality) ha sido redactado en el dialecto peculiar del marxismo. En una página está escrito que el pecado original es «un símbolo burgués»; en la siguiente, que el marxismo ha abolido la necesidad de una psicología. 10 de marzo de 1939 MI VIDA ESQUIMAL, DE PAUL EMILE VICTOR El onceno libro de la Odisea habla de la nación y de la ciudad de los hombres cimerios, que viven en el borde del mundo y a quienes no mira el dios con sus rayos, ni cuando trepa por el cielo estrellado, ni cuando regresa a la tierra, y sobre cuyas desdichadas cabezas es interminable la noche. En el borde del mundo y entre los sucesores de los cimerios ha pasado un invierno casi dichoso el etnólogo francés Paul Emile Víctor. Su diario (que ha aparecido en Londres y París) prescinde felizmente de aventuras y de pintorescas anécdotas y narra el cotidiano vivir de un villorrio esquimal, al norte de los últimos glaciares de Melville Bay. En esas tierras hiperbóreas el autor ha construido chozas abovedadas de nieve y chozas de hueso, ha manejado alguna vez el arpón, ha sido comensal en toscos banquetes de sangre coagulada, ha adoctrinado en las maniobras del ajedrez a un viejo pescador de ballenas (que acabó por vencerlo), ha asistido a la muerte de una mujer, ha añorado una librería que está en París, ha jugado con perros y con niños —Iosepi, Azak, Tipú— y, sobre todo, ha sido lo que no suelen ser los viajeros: un hombre entre los hombres. Para mayor contraste, Víctor intercaló después en su diario —un poco a la manera de John Dos Passos en "U.S. A. fragmentos de noticias contemporáneas: "Miss España es nombrada Miss Europa", "Quinientos mil nazis acuden al Congreso de Nurenberg", "Furiosa batalla en Irún". A propósito de esas interrupciones nada tiene de problemático, se trata de insinuar que la civilización es harto más absur a que la barbarie. El siglo XVlll creyó haber descubierto en los pieles rojas al virtuoso "homme de la nature", incontaminado; Paul Emile Victor, en este amenísimo libro, nos propone otro candidato: el hombre esquimal. Muchas y excelentes fotografías ilustran la obra. DE LA VIDA LITERARIA Es muy sabido que Miguel de Cervantes escribió "El Quijote" en la cárcel, "donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación". Es menos sabido que muchos otros han aprovechado esa impuesta tranquilidad para redactar páginas perdurables. Los señores A. G. Stock y Reginald Reynolds han publicado en Londres la primera antología carcelaria. Se titula "Prison Anthology", y entre sus colaboradores figuran Sacco y Vanzetti, Jeremías, O. Heary, San Pablo, Marco Polo, John Bunyan, María Estuardo, Verlaine, Dostoievski, Voltaire y Mahatma Gandhi. El doctor Albert Schweitzer —músico, teólogo y misionero— ha ejercido durante muchos años la medicina en África. Ha publicado un libro de recuerdos, "Aus meinem Afrikanischen Tagebuch", que abunda en amenísimos rasgos. Quizá la más agradable de sus historias es la del negro viejo que recobró la vista después de una operación de cataratas y que bailó, solemne y jubiloso, alrededor del hospital. LYTTON STRACHEY Giles Lytton Strachey nació en Londres en 1880 y murió en el condado de Berkshire el 21 de enero de 1932. Esas fechas y esos lugares parecen acotar su biografía. Era uno de esos caballeros ingleses que desdeñosamente carecen de biografía, acaso porque «no les interesa su propia vida» (como a nuestro Almafuerte) o porque les interesan más las vidas ajenas que pueblan la literatura o la historia. Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico. Hijo de una escritora, Lady Jane Strachey, y del general Sir Richard Strachey, se educó en un ambiente intelectual. Hizo sus estudios en Cambridge y publicó en 1912 su primer libro: Landmarks in French Literature. En 1918 publicó Eminent Victorious, cuatro asombradas biografías de Manning, de Florence Nightingale, del doctor Arnold y del general Gordon. Ese libro (y los sucesivos) marcan la perfección de un género que muy pronto fue remediado y abaratado por Emil Ludwig. Hablar de la ironía de Strachey es un lugar común; más notable que esa ironía es su convivencia feliz con una impasible urbanidad y con un incoercible impulso romántico... «Escribo sin intenciones ulteriores», declaró una vez Lytton Strachey: confesión que no le perdonarán quienes juzgan las obras literarias por sus intenciones políticas. Tres años laboriosos dedicó Strachey a la preparación y redacción de Queen Victoria, que apareció en 1921. Es, quizá, su obra capital. Publicó también Books and Characters (1922), Pope (1926) y Portraits in Miniature (1931). No hay que olvidar el gran experimento romántico Elizabeth and Essex, que no ha regocijado con exceso a los historiadores, pero sí al que escribe esta nota. «DELPHOS, OR THE FUTURE ON INTERNATIONAL LANGUAGE», DE E. S. PANKHURST Este divertido volumen finge ser una vindicación general de los idiomas artificiales y una vindicación particular de la «interlingua» o latín simplificado de Peano. Parece redactado con entusiasmo, pero la extraña circunstancia de que la autora se haya documentado exclusivamente en los artículos que el doctor Henry Sweet contribuyó a la Enciclopedia Británica, nos deja barruntar que su entusiasmo es más bien moderado o ficticio. La autora (y el doctor Henry Sweet) dividen los idiomas artificiales en idiomas a priori y a posteriori, es decir, en originales y derivados. Los primeros son ambiciosos e impracticables. Su meta sobrehumana es clasificar, de un modo perdurable, todas las ideas humanas. No juzgan imposible una clasificación definitiva de la realidad; urden vertiginosos inventarios del universo. El más ilustre de esos catálogos razonados es, sin duda, el de Wilkins, que data de 1668. Wilkins distribuyó el universo en cuarenta categorías, indicadas por nombres monosilábicos de dos letras. Esas categorías estaban subdivididas en géneros (indicados por una consonante), y esos géneros en especies, indicadas por una vocal. Así «de» quiere decir elemento; «deb», fuego; «deba», la llama. Doscientos años después, Letellier siguió un método análogo: «a», en el idioma internacional que propuso, vale por animal; «ab», por mamífero; «abo», por carnívoro»; «aboj», por felino; «aboje», por gato; «abod», por canino; «abode», por perro; «abi», por herbívoro; «abiv», por equino; «abive», por caballo; «abivu», por asno. Los idiomas construidos a posteriori son menos interesantes. De todos ellos el más complejo es el volapuk. A principios de 1789 lo ideó un sacerdote alemán, Johan Martin Schleyer, para promover la paz entre las naciones. En 1880 le dio los últimos toques y lo dedicó a Dios. Su vocabulario es absurdo, pero su facultad de comprimir en una palabra muchos matices no debe merecer nuestro desdén. Interminablemente abundan las inflexiones; en volapuk el verbo puede tomar 505.440 formas distintas. («Peglidalód», por ejemplo, quiere decir: «Usted debe ser saludado».) El volapuk fue aniquilado por el esperanto, el esperanto por el idioma neutral, el idioma neutral por la interlingua. Esos últimos —«equitativos, simples y económicos», según dijo Lugones— son inmediatamente comprensibles por todo aquel que posee una lengua románica. He aquí una sentencia redactada en el idioma neutral: Idiom Neutral es usabl no solepra skribasion, ma etpro perlasion; sikause in kongres sekuant internasional de medisinisti mi av intensión usar ist idiom pro mié raport di maladitit «lupus», e mi esper esar komprendedper omni medisinisti present. 24 de marzo de 1939 DE LA VIDA LITERARIA Ha sido vertido al inglés y publicado en Londres por la casa Faber y Faber el extraño libro "Viaje alrededor de mi cráneo" del literato húngaro Frigyes Karinthy. El autor fue operado en Estocolmo de un tumor al cerebro y ha escrito la historia minuciosa de su enfermedad: historia que abunda en pormenores clínicos, en reflexiones metafísicas y en interpretaciones poéticas. Nevil Shute acaba de publicar la serena y cruel novela profética "What happened to the Corbetts" ("Lo que les sucedió a los Corbett"). La obra describe el intenso bombardeo aéreo de la ciudad de Southampton y las consecuencias físicas y morales de ese bombardeo. "Jubiabá", la novela brasileña de Jorge Amado, ha sido traducida al francés por Pierre Hourcade y Michel Berveiller. La versión francesa se titula "Bahía de Tous les Saints" y la publica la N.R.F. Tres libros nuevos sobre palabras: "The world of words" de Eric Partridge, discípulo y continuador de Otto Jespersen; "The wonder of words" de Isaac Goldberg, que hace del neologismo una necesidad y "The tyranny of word" de Stuart Chase, que exige del lenguaje las virtudes de un instrumento de precisión. ("El lenguaje", ha observado Chesterton, no es una cosa científica; es una cosa artística, una cosa inventada por cazadores y por guerreros.") «THE HOLY TERROR», DE H. G. WELLS Nada más fácil que triunfar de esta vasta novela de H. G. Wells y probar que ultraja o ignora las leyes más primarias del género. Nada más fácil que probar de antemano que es ilegible y que tiene la obligación intelectual de ser ilegible. Nada más inútil, también. Yo —que no he podido leer Madame Bovary, ni Los hermanos Karamazov, ni Mario el epicúreo, ni la Feria de vanidades— he leído en un día y una noche esta novela informe. El hecho es elocuente. Cabe sospechar, sin embargo, que el encanto que irradia The Holy Terror no es puramente novelístico. El protagonista, Rud Whitlow, es menos interesante que la vitalidad genial del autor. Éste, al principio, se propuso hacerlo antipático, despreciable. No recordó que resulta imposible escribir una novela larga —The Holy Terror tiene unas cuatrocientas cuarenta páginas— sin identificarse de algún modo con el protagonista. Sancho y Quijote se van pareciendo a Cervantes; Bouvard y Pécuchet a Flaubert; Babbitt a Sinclair Lewis; Rud Whitlow a Wells. Apenas nos hemos resignado a ese parecido, Wells le hace cometer una vileza particularmente vil y lo condena a muerte. Esta novela empieza alrededor de 1918 y termina mucho después del año 2000. Dada la naturaleza utópica de la obra ese «gran espacio de tiempo» es normal: las naciones perduran más que los individuos. Wells, para mayor comodidad literaria, ha resuelto ahorrarse (y ahorrarnos) la sucesión de tantas generaciones humanas y ha dotado a sus héroes de una increíble pero simplificadora longevidad. UNA VINDICACION DE ISRAEL Es posible defender mal una buena causa. Formulo esa perogrullada o axioma, pues he notado que la mayoría de los hombres (y todas las mujeres y todos los periodistas) piensan que si una causa es buena, también lo son todos los argumentos que se esgrimen en su favor. El fin, para esos malos razonadores, justifica los medios... Ignoro si Louis Golding comparte ese curioso error; sé que su causa es buena y que sus razones son nulas. Louis Golding se propone refutar el antisemitismo. La empresa (teóricamente, al menos) es fácil. Para ello basta demoler los vulnerables y evidentes sofismas de los antisemitas. A Golding esa demolición no le basta: una vez rebatidos esos sofismas, los invierte y los aplica a los adversarios. Éstos (absurdamente) niegan las contribuciones judías a la cultura de Alemania; Golding (absurdamente) limita la cultura de Alemania a las contribuciones judías. Declara que el racismo es disparatado, pero no hace otra cosa que oponer, con una simetría casi servil, un racismo israelita al racismo nazi. Continuamente pasa de la necesaria defensa al contraataque inútil. Inútil, pues las virtudes de Israel no precisan los desméritos de Alemania. Inútil e imprudente, pues equivale de algún modo a aceptar la tesis enemiga, que postula una diferencia radical entre el hombre judío y el que no lo es. En un resumen liminar, este libro* promete falazmente a quienes lo lean «un examen conciso pero total del problema judío, encarado desde todos los ángulos». En lugar de este examen —ya diestramente realizado por Belloc en el libro The Jews (Londres, 1937)— Golding nos da con incorregible fervor una vindicación y un martirologio. Con ironías, con indignación, con piedad, nos refiere la historia secular de los Beni-lsrael: historia ensangrentada, fugitiva y esencialmente heroica. Doscientas páginas integran el libro. Las cuarenta finales ponderan el experimento sirio de Arthur Balfour. El autor descree de las posibilidades sionistas de las repúblicas sudamericanas, «que adolecen en general de fiebres palúdicas y de gobiernos inestables». Este alegato ha sido ilustrado con antiguas y atroces representaciones de autos de fe y con encantadoras efigies fotográficas de Henri Bergson, de Israel Zangwill, de Sigmund Freud, de Albert Einstein, de Paul Ehrlich y de Paul Muni. «MODES OF THOUGHT», DE A. N. WHITEHEAD Nadie puede entender la filosofía de nuestro tiempo sin entender a Whitehead, y casi nadie puede entender a Whitehead. Su doctrina general es tan indistinta que sus más implacables refutadores corren el albur de apoyar y corroborar lo afirmado por él. Naturalmente, sus divulgaciones contribuyen a oscurecerlo... Palabra por palabra, hoja por hoja, y a veces hasta capítulo por capítulo, Whitehead es comprensible: lo difícil es coordinar en un todo armónico esas comprensiones parciales. Ese todo (me aseguran) existe. Sé que de algún modo comprende las formas universales de Platón, lo que siempre es grave. Esas formas (que Whitehead denomina «objetos eternos») van entrando en el tiempo y en el espacio; sus combinados y continuos ingresos determinan la realidad. (El perplejo lector puede consultar el décimo capítulo de la obra, «Science and the Modern World», que clasifica los objetos eternos.) Modes of Thought adolece menos de oscuridad que de vaguedad. Incluye, como todo libro de Whitehead, muchos párrafos penetrantes. Éste, por ejemplo, que está en una de las últimas páginas: «Hay una persistente suposición que esteriliza el pensamiento filosófico. Es la certidumbre, la naturalísima certidumbre, de que la humanidad posee todas las ideas fundamentales que son aplicables a su experiencia. Se pretende asimismo que esas ideas han encontrado explícita expresión en el lenguaje humano, en palabras sueltas o en frases. A esa postulación yo la nombro "Falacia del Diccionario Perfecto".» Chesterton —¿quién lo adivinaría?— ya la había denunciado con entusiasmo. Traslado unos fragmentos de su denuncia, que comienza en la página 87 del libro Walls (1904): «El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de una bolsita salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.» «Modes of Thought —afirma North Whitehead— completa mi libro anterior Nature and Life. Quiero demostrar que la verdad filosófica debe más bien basarse en las postulaciones del biógrafo que en sus declaraciones explícitas. Por esa razón la filosofía tiene afinidades con la poesía y las dos tratan de expresar ese base sentido final que se llama civilización.» La obra consta de cuatro partes: «Impulso creador», «Actividad», «Naturaleza y vida» y «La meta de la metafísica». 7 de abril de 1939 REJOICE IN THE LAMB, DE CHRISTOPHER SMART Christopher Smart es una de las pocas excepciones (o curiosidades) del siglo xvm. Sus contemporáneos no parecen haberlo venerado excesivamente. A los trece años de su muerte, alguien lo juzgó superior al poetastro Derrick, y el doctor Samuel Johnson hizo notar que no había punto de comparación entre una pulga y un piojo... En la dolorosa vida de Smart hubo largos intervalos de locura. Durante uno de esos eclipses compuso (o proclamó, o acumuló) el monstruoso poema que ahora ha publicado y anotado William Forcé Stead. En su "Breve historia de la literatura inglesa", Saintsbury señala dos fuentes de la singularidad de Chistopher Smart: la locura y la Biblia. Ambas se conjugan en el poema "Rejoice in the Lamb", que convoca las criaturas angelicales, humanas, animales, vegetales y minerales del universo para celebrar con él, que está loco, la gloria del Señor. A diferencia de las enumeraciones de Whitman, las de Christopher Smart no excluyen la mención directa de conocidos o amigos del poeta y su vinculación emblemática a determinados peces, joyas y plantas. Por ejemplo: "Que Johnson, de la casa de Johnson, se regocije con Omphalocarpa, especie de corteza erizada. Que Dios sea bondadoso con Samuel Johnson". Verosímilmente, los inventarios botánicos y zoológicos del enorme salmo de Smart proceden del antepenúltimo salmo de la Escritura ("El árbol de frutos y todos los cedros, lo que va arrastrándose y el ave de alas") y del Libro de Job. Ahí el Señor alega como pruebas de su poder la tierra, las estrellas, los asnos monteses, el unicornio, la ballena y el elefante. (También Smart habla de "la cristalina Ballena": epíteto que parece aludir a su residencia marina o a las columnas de agua que lanza y que es suficientemente asombroso.) En el efusivo salmo de Smart los versos indescifrables abundan, pero también los versos espléndidos. De los primeros ya ha padecido alguno el lector; he aquí un ejemplo de los últimos: "Porque yo busqué la belleza, pero Dios, Dios me mandó al mar por perlas". El manuscrito original de "Rejoice in the Lamb" data de 1757. DE LA VIDA LITERARIA Somerset Maugham acaba de publicar una novela sombría, que engañosamente se titula "Christmas Holiday" ("Fiesta de Navidad"). Su tema es un asesinato interpretado y referido por la mujer que está enamorada del asesino. El reciente libro de Frank Melland, "Elephants in África", es una vindicación y apología del elefante, inspiradas por el anhelo curioso de que "estos seres monumentales lleven vidas más útiles y felices y se entiendan mejor con los hombres". «VERDUN», DE JULES ROMAINS El 25 de febrero de 1916 una patrulla de infantería prusiana se perdió en la batalla de Verdún y tropezó con un edificio hemisférico y un puente levadizo. En los sótanos de esa construcción dieron con veintitrés hombres de azul que dormían extenuados. El teniente prusiano los despertó y les informó que eran prisioneros. Ellos (maravillados) le informaron que acababa de apoderarse del fuerte de Douaumont. Pocas horas después, un despacho alemán proclamó que a pesar de la tenaz resistencia de los defensores el fuerte de Douaumont había sido tomado a la bayoneta por un regimiento brandemburgués, bajo la mirada del Kaiser... El general que lo firmaba, aunque militar, conocía muy bien el gusto de los civiles y sus necesidades patéticas. El histórico episodio anterior no figura en las novelas guerreras de Jules Romains, pero es típico de ellas. Prélude á Verdun y Verdun quieren destacar, ante todo, la porción de incalculable azar que hay en las batallas, la autonomía y la imprevisibilidad de la guerra. Liddell Hart ha sido el historiador de ese inventivo azar; Jules Romains es ahora su novelista. «Los jefes militares», dice Romains, «descubrían, palpándose con inquietud y mordiéndose el labio para tener la seguridad de no estar soñando, la inagotable novedad de un acontecimiento que habían preparado con toda comodidad, pero que no se habían imaginado: una guerra hecha por millones de hombres. Descubrían las propiedades físicas, anteriores y como indiferentes a toda estrategia, del millón de hombres...» Bélica o antibélica, la literatura se había acostumbrado a mirar (en detrimento de los otros aspectos) el aspecto físico de la guerra. Homero describe las heridas de los héroes con precisión quirúrgica; Kipling menciona los percances viscerales del guerrero bisoño; el soldado Barbusse no escatima el barro sangriento. Jules Romains es quizá el primer novelista cuyo tema es la complejidad de la guerra. Complejidad física, psicológica, intelectual. Sus novelas son una biografía de la batalla de Verdún, de ese organismo tembloroso y atroz que destrozó durante doscientas noches las colinas de Francia. Hay obras más intensas que la de Romains —la de Henri Barbusse, la de Fritz von Unruh— pero infinitamente menos inteligentes y múltiples. DOS NOVELAS POLICIALES He sospechado siempre que determinados géneros literarios comportan un error esencial. Uno de esos géneros es la fábula, cuya singular ocurrencia de usar los tigres inocentes y los pájaros instintivos para fines de propaganda moral me sorprende, me indigna y me desconcierta. Otro género que raras veces me parece justificado es la novela policial. En ella me incomodan la extensión y los inevitables ripios. Toda novela policial consta de un problema simplísimo, cuya perfecta exposición oral cabe en cinco minutos y que el novelista —perversamente— demora hasta que pasen trescientas páginas. Las razones de esa demora son comerciales: no responden a otra necesidad que a la de llenar el volumen. En tales casos, la novela policial viene a ser un cuento alargado. En los demás, resulta una variedad de la novela de caracteres o de costumbres. Drop to his Death ha sido escrito en colaboración por John Rhode y por Cárter Dickson. El misterio central —un hombre asesinado en un ascensor cuyas puertas no se abren sino cuando se detiene el vehículo— parece renovar las más agradables alarmas del impenetrable Cuarto Amarillo de Leroux. Desgraciadamente, los dos capítulos finales nos abruman con una revelación de carácter mecánico. Esa revelación, agravada por un diagrama, es la de una pistola suicida (inventada por Rhode y por Cárter Dickson) que una vez hecho su disparo mortal, se cae modestamente a pedazos. Quel giorno piu leggemmo avante. The Stoneware Monkey, de R. Austin Freeman, es muy superior. Es verdad que el lector con alguna experiencia de estas ficciones adivina en seguida el argumento que es, mutatis mutandis, el de la mejor novela de Ellery Queen. El autor no ignora que su misterio es poco misterioso, y cuando suena la hora inevitable de la «revelación», la despacha con cierta brevedad, como si comprendiera que la sabemos. Sabe, sin duda, que si hay un agrado especial en la perplejidad y el asombro, lo hay también en seguir la evolución de un proceso previsto. UNA VERSION INGLESA DE LA NOVELA TIBETANA MIPAM Ha aparecido en Londres una versión inglesa de la novela tibetana Mipam. La ha escrito un tibetano, Lama Yongden. Uno de sus propósitos es la rectificación de ciertos errores occidentales acerca de la vida y de la religión del Tibet. Es verosímil que esa intención apologética desvirtúe sensiblemente la autenticidad de la obra. El argumento —una ingenua historia amorosa con desenlace trágico— es decididamente trivial, pero lo distingue un rasgo notorio: la tranquila mención de hechos milagrosos, intercalados no para asombrar, sino como detalles realistas. 21 de abril de 1939 MY DOUBLE AND I, DE NICOLAI GUBSKY Dijo agradablemente Osear Wilde: "El hombre que ha perdido la memoria se pone a escribir sus 'Memorias'." Desgraciadamente, la amnesia no es el único defecto (ni siquiera el mayor) de las obras autobiográficas. El hombre de aventura suele ser incapaz de analizar los hechos que le han sucedido, y al curioso y aún infatigable analista suele no haberle sucedido nada que analizar. (Excepciones: Lawrence de Arabia, Malraux.) Gubsky, si no es un embustero, parece igualmente capaz de pasión, de acción y de análisis. Ha sido pobre y valeroso en muchas ciudades —en Petrograd, en Londres, en Liverpool, en Nueva York, en Méjico— y ha aprendido el arte esencial y quizá inalcanzable de verse en tercera persona. El arte de ser otro, en trances de pasión o de pánico. Esa disciplina mágica justifica el título de su libro: "Mi doble y yo". Este volumen es el segundo de la autobiografía del autor, y no será el último. El primero de la serie, "Angry Dust", debe su nombre a la sentencia estoica de Housman: "The troubles of our proud and angry dust are from eternity, and shall not fail" ("Los males de nuestro soberbio y furioso polvo son de la eternidad, y no fallarán"). Todas las autobiografías, o casi todas, han sido ejecutadas "para recuperar el tiempo perdido". Nicolai Gubsky, en cambio, trabaja sobre un material muy reciente. No se enternece ante el ayer ni lo traduce en mitos heroicos o cariñosos; el tiempo que fue no le importa sino en función del porvenir. No deja que los años y el olvido simplifiquen los hechos: los describe copiosamente con pormenores que tal vez él mismo, mañana, no reconocerá. DE LA VIDA LITERARIA "Impaciencia del corazón" ("Ungeduld des Herzens") se titula la última novela de Stefan Zweig, que ha aparecido en Amsterdam. El protagonista es un oficial que incurre en la espantosa distracción de invitar a bailar a una paralítica. Su remordimiento lo impulsa a actos de cortesía y de lástima que ella interpreta mal. Ante esa imposible pasión, él trata de apartarse, y ella se mata. Dos nuevos libros han aparecido en París sobre la intimidad (y las intimidades), de George Sand: "Le secret de l'aventure vénétienne", de Antoine Adam, y "George Sand", de Marie-Louise Pailleron. «CHRISTMAS HOLIDAY», DE W. SOMERSET MAUGHAM Charley Masón, un joven tan ejemplarmente británico que parece inventado por un novelista francés o por Hollywood, pasa una semana en París, con propósito de «divertirse». Un amigo de infancia, Simón Fenimore, lo lleva a un establecimiento adecuado y le presenta una muchacha de origen ruso, cuyo marido ha cometido un asesinato especialmente vil. Ella dedica una semana a referirle puntualmente el asesinato y a exponer que el propósito secreto de su modus vivendi es la expiación de las culpas de su marido. Lydia (tal es su nombre) no cree en Dios, pero cree en el pecado y en el perdón y en las virtudes expiatorias de la degradación corporal. Charley (que no había leído a Dostoievski) oye con estupor esa confesión, y vuelve aniquilado a Inglaterra. Ha tomado el sabor de la Realidad, y el sabor es amargo... Tal es el argumento de la última novela de Maugham. Es evidente que el autor no toma en serio a Charley. Por desgracia, no es menos evidente que toma en serio a Lydia, acto que de algún modo lo identifica con el ingenuo Charley. En este imperfecto resumen (y acaso en el recuerdo) la novela no parece admirable, pero durante la lectura lo es. Cientos de pormenores de orden circunstancial o verbal componen un libro: Somerset Maugham los ha imaginado y combinado con habitual maestría. Como tantas veces ocurre, los personajes entrevistos o secundarios (Robert Berger, Madame Léontine Berger, Simón Fenimore, Teddie Jordán) son más reales que los protagonistas, y desearíamos otras tantas novelas dedicadas a ellos. Los capítulos preliminares han sido redactados con un descuido que parece torpeza y que más bien es impaciencia o seguridad. Una vez adentrados en la novela, nuestro interés es vivo y creciente. DOS POETAS POLITICOS A juzgar por Flowering Rifle de Campbell y por Die sieben Lasten de Becher, ni el comunismo ni el nazismo han encontrado aún su Walt Whitman. La primera omisión es más previsible que la segunda, ya que el materialismo dialéctico y la interpretación económica de la historia no parecen eminentemente versificables... El nazismo, en cambio, se precia de impulsivo y de ilógico, y es raro que no haya descubierto aún su poeta. El escocés Roy Campbell trata pertinazmente de serlo. Antes de su conversión a los dogmas de Rosenberg y de Hauser, era un buen discípulo de Rimbaud. Dos años de aventura militar por Navarra y Castilla no han apocado su ánimo, pero han deteriorado singularmente sus virtudes retóricas. Flowering Rifle es un catálogo de meros insultos a la Brigada Internacional, a los soldados del Ejército Rojo, a los intelectuales de la izquierda y a los judíos. Ese catálogo es menos inventivo que rencoroso. Alguna buena estrofa satírica nos trae a la memoria la voz de Byron; muchas, la voz de Goebbels. También hay alabanzas del toreo y del general Franco. Casi tan vano como el anterior es el libro del poeta comunista Johannes Becher. Éste fue, hacia 1916, uno de los primeros poetas de Europa. (En esplendor verbal, acaso el primero.) Becher, entonces, denunciaba en versos marciales el crimen de la guerra. Más generosa o más distraída que los otros países beligerantes, la Alemania de Guillermo II toleraba esas publicaciones, que circulaban, por lo demás, fuera de ciertos cenáculos literarios... Becher, ahora, vive desterrado en Moscú. Lúgubremente, se empeña en celebrar los deleites del régimen de Stalin. De las doscientas páginas de su libro yo no rescataría sino algunas nostalgias de Alemania, un grave soneto a la noche y la pieza «Der Spiegelmensch», cuyo tema es un hombre encarcelado en un laberinto de espejos, con techo y piso de vertiginosos espejos, inundado de luz. UNA CURIOSA ANTOLOGIA DE POEMS FOR SPAIN Se ha publicado en Londres una curiosa antología de Poems for Spain, recopilada por Stephen Spender y por John Lebmann. Una de las piezas más memorables, el poema «Spain», de Auden, empieza así: «En ese rectángulo árido, en ese fragmento arrancado de la caliente África, y tan burdamente soldado a la inventiva Europa; En esa meseta rayada de ríos. Nuestras ideas tienen cuerpos; las amenazadoras formas de nuestra fiebre Son precisas y viven...» Escribe después: «Hoy la lucha. Hoy el deliberado lamento de las posibilidades de muerte. La aceptación consciente de culpa en el asesinato necesario.» 5 de mayo de 1939 «lNTRODUCING SHAKESPEARE», DE G. B. HARRISON Admirable de brevedad, este variado libro esencial es el mejor prefacio que conozco al estudio de Shakespeare. Es posible no compartir todas las opiniones de Harrison —por ejemplo, su preferencia cronológica de La tempestad a Macbeth o a Hamlet—; es imposible no agradecer sus observaciones y sus noticias. Busco un caso concreto. Shakespeare ha sido censurado (y alabado) por los numerosos cambios de escena que admite en un solo acto. ; Así, a juzgar por las ediciones corrientes, el acto final de Antonio y Cleopatra consta de trece irrepresentables escenas, cada una de las cuales tiene lugar en un sitio distinto de Alejandría. Harrison empieza por recordar que el teatro isabelino carecía de decoraciones. Luego, con el infolio de 1623 a la vista, comprueba que en el texto no hay indicaciones de sitio, y deduce que a Shakespeare (y a los contemporáneos de Shakespeare) no les interesaba la localidad de los hechos. Estrictamente, no hay cambios de localidad: hay más bien un escenario indeterminado. Dicho sea con otras palabras: no siempre las escenas de Shakespeare acontecen en lugar definido. Shakespeare no infringe la unidad de lugar: la trasciende o la ignora. Es imposible recorrer un libro como éste sin asombrarse de la variedad de problemas que la obra shakespeariana promueve. Problemas de orden literario, moral, poético, psicológico, amén de los biográficos. (Certeramente observa nuestro Groussac: «Shakespeare realizó su regular fortuna y retornó a su aldea, donde acabó su vida como un tendero retirado, sin acordarse jamás de lo que había escrito: y acaso este olvido absoluto del portento creado sea un fenómeno más extraordinario que el de la misma creación».) Esa riqueza de problemas rescata lo que pudiera haber de idolátrico en el exagerado culto de Shakespeare. (Inversamente, podría argumentarse que el cervantismo ha empobrecido singularmente a España. El goetheano, el dantista, el shakespeariano habitan un orbe complejo; el cervantista es un coleccionador de proverbios. A España, más que el cervantismo le hubiera convenido el quevedismo.) «THE WILD PALMS», DE WILLIAM FAULKNER Que yo sepa, nadie ha ensayado todavía una historia de las formas de la novela, una morfología de la novela. Esa historia hipotética y justiciera destacaría el nombre de Wilkie Collins, que inauguró el curioso procedimiento de encomendar la narración de la obra a los personajes; de Robert Browning, cuyo vasto poema narrativo La sortija y el libro (1888) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas; de Joseph Conrad, que alguna vez mostró dos interlocutores que iban adivinando y reconstruyendo la historia de un tercero. También —con evidente justicia— de William Faulkner. Éste, con Jules Romains, es de los pocos novelistas a quienes interesan por igual los procedimientos de la novela y el destino y carácter de las personas. En las obras capitales de Faulkner —en Luz de agosto, en El sonido y la furia, en Santuario— las novedades técnicas parecen necesarias, inevitables. En The Wild Palms son menos atractivas que incómodas, menos justificables que exasperantes. El libro consta de dos libros, de dos historias paralelas (y antagónicas) que se alternan. La primera —«Wild Palms»— es la de un hombre aniquilado por la carnalidad; la segunda —«Oíd Man»—, la de un muchacho de ojos descoloridos que trata de asaltar un tren, y a quien, después de muchos y borrosos años de cárcel, el Mississippi desbordado confiere una libertad inútil y atroz. Esta segunda historia, admirable a veces, corta y vuelve a cortar el penoso curso de la primera, en largas interpolaciones. Es verosímil la afirmación de que William Faulkner es el primer novelista de nuestro tiempo. Para trabar conocimiento con él, la menos apta de sus obras me parece The Wild Palms, pero incluye (como todos los libros de Faulkner) páginas de una intensidad que notoriamente excede las posibilidades de cualquier otro autor. 19 de mayo de 1939 DE LA VIDA LITERARIA Denigrar el siglo diez y nueve es uno de los pasatiempos, o desahogos, del no siempre agradable siglo veinte. T. S. Eliot ha abundado en esos ejercicios de ira y ha logrado (o finge haber logrado) preferir la poesía de Dryden a la de Shelley y a la de William Morris. El ensayo inicial de " Rehabilitations" de C. S. Lewis vindica la memoria de esos dos injuriados ilustres. Oliver Onions ha publicado otra novela fantástica: "The hand of Kornelius Voyt". El protagonista es un anciano alemán que dirige mágicamente el crecimiento físico y mental de un muchacho. Bernard Shaw, hacia 1891, publicó la primera edición de su "Quintaesencia del ibsenismo". H. C. Duffin publica, ahora, una "Quintaesencia de Bernard Shaw", revisada y corregida por Bernard Shaw. UN MUSEO DE LITERATURA ORIENTAL Novalis, memorablemente, ha observado: «Nada más poético que las mutaciones y las mezclas heterogéneas». Esa peculiar atracción de lo misceláneo es la de ciertos libros famosos: la Historia natural de Plinio, la Anatomía de la melancolía de Robert Burton, la Rama de oro de Frazer, tal vez la Tentación de Flaubert. Es la de este versátil repertorio —The Dragón Book— cuyas trescientas páginas abarcan muchos y curiosos pasajes de la más duradera de las literaturas humanas: la vasta literatura china, que tiene casi treinta siglos de edad. De las siete partes del libro, la que está dedicada a la poesía es quizá la menos poética. (Eso no es privativo de la literatura china.) Miss Edwards, la compiladora, ha preferido a las ya clásicas versiones de Waley, versiones elaboradas por ella; es difícil compartir esa preferencia. Muchos proverbios han sido intercalados en el volumen; he aquí unos cuantos: «La frugalidad no es difícil para los pobres». «Con dinero, un dragón; sin, un gusano.» «Un león de piedra no le teme a la lluvia.» «Esclavo que se vende muy barato, estará leproso.» «Los platos raros producen enfermedades rarísimas.» «Cuando el corazón está lleno, la noche es breve.» «Más vale sentir en la nuca el hálito glacial del invierno que el caluroso aliento de un elefante enfurecido.» «Escucha lo que dice tu mujer, no le creas una palabra.» «Lo más importante en la vida es un buen entierro.» Nociones de una zoología monstruosa, que recuerda los bestiarios de la Edad Media, ilustran el segundo capítulo. En sus pobladas páginas trabamos conocimiento con el hsingtien, hombre decapitado que tiene los ojos en el pecho y cuya boca está en el ombligo; con el hui, perro de cara humana, cuya risa es pronóstico de tifones; con el tiyiang, pájaro sobrenatural y bermejo, provisto de seis patas y de cuatro alas, pero sin cara ni ojos, y con el renegrido y silencioso «mono boreal», que espera con los brazos cruzados que las personas dejen de escribir y luego se bebe la tinta. Asimismo, aprendemos que el hombre tiene trescientos sesenta y cinco huesos —«cifra que puntualmente corresponde a los días que dura una rotación de los cielos»— y que también hay trescientas sesenta y cinco especies animales. Tal es el poder de la simetría. El capítulo cuarto incluye un resumen del afamado sueño metafísico de Chuang Dsu. Este escritor —hará unos veinticuatro siglos— soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. «THE FOUR OF HEARTS», DE ELLERY QUEEN Nadie ignora que el género policial fue inventado hará > unos cien años por el ingenioso inventor norteamericano Edgar Alian Poe. Ese género (acaso el más artificial de cuantos la literatura comprende) no logró competir con la atronadora realidad de Monk Eastman y de Al Capone y emigró a las Islas Británicas, donde es pudoroso el delito. En Inglaterra los novelistas policiales abundan; en los Estados Unidos cabe afirmar, sin mucha injusticia, que no pasan de dos: Ellery Queen y el deplorado S. S. Van Dine. Hasta ahora, las obras del primero abarcan unos trece volúmenes. (El misterio de la cruz egipcia, El misterio del féretro griego y El misterio de la naranja china son quizá los mejores.) La acción de las novelas de Ellery Queen siempre es interesante; el ambiente, en general, es desagradable. Lo último no era necesariamente una desventaja. El escritor solía exagerar lo desagradable para obtener efectos terroríficos o grotescos. The Fourof Hearts, en cambio, adolece de una insensibilidad casi mineral, que excede todas las posibilidades humanas y hasta biológicas. Ellery Queen, en esta su reciente novela, no parece barruntar lo desagradables que son todos los personajes. Zurdamente, nos impone la indignidad de asistir a sus amoríos y de atestiguar sus cóleras y sus besos. Declarados los hechos anteriores, fuerza es que declare también un hecho adicional que de algún modo los corrige o los atenúa. He leído en dos noches los veintitrés capítulos que componen The Four of Hearts y ninguna de sus páginas me aburrió. Tampoco adiviné la recta solución del problema, que, sin embargo, es lógica. 2 de junio de 1939 CUANDO LA FICCION VIVE EN LA FICCION Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente... Catorce o quince años después, hacia 1921, descubrí en una de las obras de Russell una invención análoga de Josiah Royce. Éste supone un mapa de Inglaterra, dibujado en una porción del suelo de Inglaterra: ese mapa —a fuer de puntual— debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito... Antes, en el Museo del Prado, vi el conocido cuadro velazqueño de Las meninas: en el fondo aparece el propio Velázquez, ejecutando los retratos unidos de Felipe IV y de su mujer, que están fuera del lienzo pero a quienes repite un espejo. Ilustra el pecho del pintor la cruz de Santiago; es fama que el rey la pintó, para hacerlo caballero de esa orden... Recuerdo que las autoridades del Prado habían instalado enfrente un espejo, para continuar esas magias. Al procedimiento pictórico de insertar un cuadro en un cuadro, corresponde en las letras el de interpolar una ficción en otra ficción. Cervantes incluyó en El Quijote una novela breve; Lucio Apuleyo intercaló famosamente en El asno de oro la fábula de Amor y de Psiquis: tales paréntesis, en razón misma de su naturaleza inequívoca son tan banales como la circunstancia de que una persona, en la realidad, lea en voz alta o cante. Los dos planos —el verdadero y el ideal— no se mezclan. En cambio, el Libro de las mil y una noches duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar esas realidades, y el efecto (que debió ser profundo) es superficial, como una alfombra persa. Es conocida la historia liminar de la serie: el desolado juramento del rey que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae con maravillosas historias, hasta que encima de los dos han rodado mil y una noches y ella le muestra su hijo. La necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora como la de la noche dcii, mágica entre las noches. En esa noche extraña, él oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia que abarca a todas las demás, y también —de monstruoso modo— a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista, y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de las mil y una noches, ahora infinita y circular... En Las mil y una noches, Shahrazad refiere muchas historias; una de esas historias casi es la historia de Las mil y una noches. Shakespeare, en el tercer acto de Hamlet, erige un escenario en el escenario; el hecho de que la pieza representada —el envenenamiento de un rey— espeja de algún modo la principal, basta para sugerir la posibilidad de infinitas involuciones. (En un artículo de 1840, De Quincey observa que el macizo estilo abultado de esa pieza menor hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero. Yo agregaría que su propósito esencial es opuesto: hacer que la realidad nos parezca irreal.) Hamlet data de 1602. A fines de 1635 el joven escritor Pierre Corneille compone la comedia de magia L'illusion comique. Pridamant, padre de Clindor, ha recorrido en busca de su hijo las naciones de Europa. Con más curiosidad que fe, visita la gruta del «mágico prodigioso» Alcandre. Éste, de manera fantasmagórica, le muestra la azarosa vida del hijo. Lo vemos apuñalar a un rival, huir de la justicia, morir asesinado en un jardín y luego conversar con unos amigos. Alcandre nos aclara el misterio. Clindor, después de haber matado al rival, se ha hecho comediante y la escena del ensangrentado jardín no pertenece a la realidad (a la «realidad» de la ficción de Corneille), sino a una tragedia. Estábamos, sin saberlo, en el teatro. Un elogio un tanto imprevisto de esa institución da fin a la obra: Méme notre grand Roi, ce foudre de la guerre, Dont le nom sefait craindre aux deux bouts de la terre, Le front ceint de lauriers, daigne bien quelquefois Préter l'oeil et l'oreille au Théátre-Francais... Es triste comprobar que Corneille pone en boca del mago esos no muy mágicos versos. La novela Der Golem de Gustav Meyrink (1915), es la historia de un sueño: en ese sueño hay sueños; en esos sueños (creo) otros sueños. He enumerado muchos laberintos verbales; ninguno tan complejo como la novísima obra de Flann O'Brien: At Swim-Two-Birds. Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos de su taberna (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figuran el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas. Forman el libro los muy diversos manuscritos de esas personas reales o imaginarias, copiosamente anotados por el estudiante. At Swim-Two-Birds no sólo es un laberinto: es una discusión de las muchas maneras de concebir la novela irlandesa y un repertorio de ejercicios en verso y prosa, que ilustran o parodian todos los estilos de Irlanda. La influencia magistral de Joyce (arquitecto de laberintos, también; Proteo literario, también) es innegable, pero no abrumadora, en este libro múltiple. Arturo Schopenhauer escribió que los sueños y la vigilia eran hojas de un mismo libro y que leerlas en orden era vivir, y hojearlas, soñar. Cuadros dentro de cuadros, libros que se desdoblan en otros libros, nos ayudan a intuir esa identidad. 16 de junio de 1939 EL ULTIMO LIBRO DE JOYCE Ha aparecido, al fin, Work in Progress, que ahora se titula Finnegans Wake, y que constituye, nos dicen, el madurado y lúcido fruto de dieciséis enérgicos años de labor literaria. Lo he examinado con alguna perplejidad, he descifrado sin encanto nueve o diez calembours, y he recorrido los atemorizados elogios que le dedican la N. R. E y el suplemento literario del «Times». Los agudos autores de esos aplausos dicen haber descubierto la ley de tan complejo laberinto verbal, pero se abstienen de aplicarla o de formularla, y ni siquiera ensayan el análisis de una línea o de un párrafo... Sospecho que comparten mi perplejidad esencial y mis vislumbres inservibles, parciales. Sospecho que están clandestinamente a la espera (yo públicamente lo estoy) de un tratado exegético de Stuart Gilbert, intérprete oficial de James Joyce. Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero. En el Ulises hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare o de Sir Thomas Browne. En el mismo Finnegans Wake hay alguna frase memorable. (Por ejemplo, ésta, que no intentaré traducir: Beside the rivering waters of, hither and thithe ringwaters of, night.) En este amplio volumen, sin embargo, la eficacia es una excepción. Finnegans Wake es una concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes. No creo exagerar. Ameise, en alemán vale por hormiga; amazing, en inglés, por pasmoso; James Joyce, en Work in Progress, acuña el adjetivo «ameising» para significar el asombro que provoca una hormiga. He aquí otro ejemplo, acaso un poco menos lúgubre. Banister, en inglés, vale por balaustrada; sfar, por estrella: Joyce funde esas palabras en una sola —la palabra banistar— que combina las dos imágenes. Jules Laforgue y Lewis Carrol han practicado con mejor fortuna ese juego. UNA LEYENDA ARABIGA De las notas que Burton agregó a su famosa traducción del libro Las mil y una noches, traslado esta curiosa leyenda. Se titula: Historia de los dos reyes y los dos laberintos. Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró el socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor, y que si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso». Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde pereció de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere. 7 de julio de 1939 DE LA VIDA LITERARIA Ha sido traducido al inglés el libro de Joseph Peyré: "Seis toros por domingo". Su tema es el lado sórdido, clandestino, de la tauromaquia, la explotación de los toreros, la fabricación comercial de mitologías cuyo héroe es la espada, las intrigas de agentes y de empresarios. «UN MANUAL HOMERICO», POR W. H. D. ROUSE La literatura inglesa comprende veintinueve traducciones de la Odisea y una cifra apenas menor de traducciones de la Iliada. Las primeras en el tiempo son las de Chapman —Siete libros de las litadas de Homero, Príncipe de Poetas, , traducidos conforme al Original por Jorge Chapman, Caballero, año de 1598—; las últimas, las del afable y docto helenista W. H. D. Rouse. «Como todo género literario, la traducción en verso tiene sus leyes inviolables y propias; la primera es que no se debe intentar» dictaminó hace tiempo nuestro Groussac, inspirado por ciertos ejercicios de Leopoldo Díaz. El doctor Rouse comparte esa opinión, que también profesaron Andrew Lang y Leconte de Lisie; lo que ardorosamente no comparte es su preferencia por un estilo bíblico, arcaico. Rouse ha vertido las dos epopeyas homéricas en un lenguaje oral, de conversador, que no se presta ni a la admiración ni a las citas, pero sí a la fácil lectura. No traduce Odisea, traduce La historia de Ulises. No habla del flechador Apolo, habla de Apolo Tiralejos; no habla del nubígero Zeus, habla de Júpiter Juntanubes. (Con una fe tal vez excesiva en la virtud unitiva de los guiones, el doctor Banqué y Faliu, de la Universidad de Barcelona, habla de Hermes «que al anochecer hurtó los bueyes del-que-lanza-a-lo-le-jos-sus-flechas Apolo» y de una virgen que «después de abrevar los caballos en el río Meles, en-el-que-abundan-los-altos-juncos, con presteza dirige su carro, todo-él-en-ascua-de-oro, por Esmirna a Claros vitífera».) Homer quiere ser una introducción al estudio de Homero, una suerte de prólogo general. Cortésmente, pero sin mayor convicción, el autor menciona en la página 104 la hipótesis fenicia de Víctor Bérard, que ha impresionado tanto a James Joyce y a su intérprete Gilbert. En el capítulo segundo declara con menos veracidad que aplomo «Ya ha muerto la herejía de Wolf» y reitera su fe en el Homero tradicional, uno e indivisible. En el capítulo diez contrasta las figuras elementales del griego con las que prodigaban (y combinaban) los poetas escandinavos, que decían «agua de la espada» en lugar de sangre, y «gallo de los muertos» en vez de cuervo, y «alegrador del gallo de los muertos» en lugar de guerrero. Uno de los mejores capítulos de la obra es el dedicado al arqueólogo Heinrich Schliemann (1822-1890), que inició en el cerro de Jissarlik las excavaciones de Troya y exhumó, no las ruinas de una ciudad, sino de ocho ciudades superpuestas como escrituras o como los recuerdos de un hombre: ciudades cuya mera antigüedad linda con lo sagrado y casi todas anteriores a Príamo y tres de ellas a Hércules. JOHN WILKINS, PREVISOR La prensa de Inglaterra anuncia sin mayor comentario la ampliación del Aeródromo Militar de Heston y la consiguiente demolición del vecino pueblo de Cranford, cuya rectoría de piedra gris data del siglo catorce. En esa rectoría vivió hacia 1640 John Wilkins, uno de los prefiguradores o precursores del vuelo mecánico. Pocos hombres merecen la curiosidad que merece Wilkins. Sabemos que fue obispo de Chester, rector de Wadham College de Oxford y cuñado de Cromwell. Esas distinciones de orden familiar, académico y eclesiástico han distraído lamentablemente a su único biógrafo —el señor P. Wright Henderson—, que tiene la inocencia (o desvergüenza) de proclamar que no ha recorrido su obra «salvo del modo más apresurado, y aun negligente». Sin embargo, la obra es lo que nos importa. Consta de muchos libros, algunos de carácter doctrinal, casi todos utópicos. El primero data de 1638 y se llama Descubrimiento de un mundo en la luna, o sea un Discurso que procura demostrar que en ese planeta puede haber un mundo habitable. (La tercera edición, que es de 1640, incluye un capítulo adicional, que plantea —y afirma— la posibilidad de un viaje a la luna.) Mercurio, o el secreto y rápido mensajero (1641) es un manual de criptografía. Magia matemática (1648) consta de dos libros que se titulan Arquímedes y Dédalo. El segundo refiere que cierto monje inglés del siglo xi voló «desde la torre más eminente de una iglesia catedral española, asistido de alas mecánicas». El Ensayo de una escritura real y de un lenguaje filosófico (1668) propone un catálogo razonado del universo y deriva de ese catálogo un riguroso idioma internacional. Wilkins reparte el universo en cuarenta categorías, indicadas por nombres monosilábicos de dos letras. Esas categorías están subdivididas en géneros (indicados por una consonante) y esos géneros en especies, indicadas por una vocal. Así «de» quiere decir elemento; «deb», fuego; «deba», la llama... En el idéntico lugar en que Wilkins especuló sobre «hombres volátiles», anidarán los férreos aeroplanos e irán al cielo. Yo sé que a Wilkins le hubiera alegrado esa coincidencia, que es una irrefutable confirmación y casi un desagravio. UNO DE LOS RASGOS DESCONCERTANTES DE NUESTRO TIEMPO Uno de los rasgos desconcertantes de nuestro tiempo es el entusiasmo que han provocado en todo el planeta las hermanas Dionne, por motivos numéricos y biológicos. El doctor William Blatz les ha consagrado un vasto volumen, previsiblemente ilustrado de fotografías encantadoras. En el tercer capítulo afirma: «Yvonne es fácilmente reconocible por ser la mayor, Marie por ser la menor, Annette porque todos la toman por Yvonne, y Cecile porque es del todo igual a Emilie». 14 de junio de 1940 DESPUÉS DE LAS "INICIALES DEL MISAL" Hace veinticinco años (entonces, como ahora, se combatía en Arras y en el Aisne; entonces, como ahora, las letras titulares de los periódicos modificaban el pasado inmediato) el joven médico Fernández Moreno arriesgó un primer libro. El nombre —"Las iniciales del misal"— sería en 1940 una profesión de fe; en 1915, el vocabulario litúrgico era un adorno tan externo y tan vano como el vocabulario mitológico. Lugones, hacia 1896, premeditaba "El misal rojo"; Carriego, en 1908, había publicado "Misas herejes"... Otro rasgo contemporáneo: el libro estaba dedicado a Rubén Darío, "...a Rubén Darío, enfermo y pobre, en tierras lejanas. A Rubén Darío, por cuya salud piden a Dios las estrellas, las rosas, los cisnes y el corazón de todos los poetas de América y del mundo". Un misal en el título, cisnes, rosas, estrellas y un corazón en la efusiva dedicatoria; nada más correcto y aun más corriente. Esas palabras, sin embargo, no prefiguraban el libro. Había otra cosa en las páginas, otra cosa más verdadera que un manifiesto y más memorable que un "ismo": esa otra cosa era la voz de Fernández Moreno. Éste, después de saludar a Rubén Darío en su dialecto de astros y rosas, había ejecutado un acto que siempre es asombroso y que en 1915 era insólito. Un acto que con todo rigor etimológico podemos calificar de revolucionario. Lo diré sin más dilaciones: Fernández Moreno había mirado a su alrededor. Una de las extrañas consecuencias de esa operación ocular era este poema: "Una pereza gris de mayorales se dobla vulgarmente en las esquinas. Abren su boca negra y pegajosa los almacenes y las fiambrerías. Enfrente, en un portal, un viejecito mesa sus barbas sucias y judías, junto a cuatro paquetes de cigarros y un par de números de lotería. Fachadas de ladrillos, cercos de cina-cina... es hermoso, de noche, ver huir calle abajo los tranvías, con un polvo de estrellas en las ruedas y en la punta del trole una estrellita." Tan visible y tan límpido es el poema, tan perfecta su operación, que es fácil no advertir la complejidad de los medios a que ha recurrido el poeta. Sin ir más lejos, los dos endecasílabos iniciales no son justificables lógicamente, aunque sí poéticamente... El poema es visual, pero la lúcida visión que propone no corresponde a un solo vistazo, sino a la conjunción y simultaneidad de muchos recuerdos. En "Intermedio provinciano" (que Fernández Moreno publicaría un año después y que movió a Lugones a escribir un artículo célebre) hay poesías que son la plenitud de una sola mirada. Ésta, por ejemplo cuya suficiente brevedad no es indigna de la Antología Griega o de los epigramáticos orientales: "Ocre, y abierto en huellas, el camino separa opacamente los sembrados... Lejos, la margarita de un molino." La falta de tradición le ha servido. Un literato criollo no puede mirar la llanura sin alguna memoria de la época pastoril y de nuestras discordias civiles, sin la presión o interposición de un fantasma: Rosas, López, Soler o el hombre mitológico Martín Fierro. Fernández Moreno, hijo de extranjeros, ha podido mirarla con integridad e inocencia, sin que el pasado enturbie el presente. Nadie, en Buenos Aires, ignora que Fernández Moreno es el poeta del nervio óptico. El paisaje, en él, es de una incomparable autenticidad. Lo transmite de un modo tan inmediato que sus lectores suelen olvidar las palabras traslúcidas que han operado esa transmisión y no reparan en el arte exquisito —y casi imperceptible— que las ha congregado y organizado. (Lugones —como Edgar Alian Poe, como Chesterton— hacía otra cosa; Lugones inventaba paisajes). En el esbelto libro publicado hace veinticinco años está prefigurado lo esencial de Fernández Moreno. La percepción genial del mundo exterior, la economía verbal, pero también la carnalidad, la amargura. La penúltima (que años después le inspiraría el soneto que soberbiamente principia "Harto ya de alabar tu piel dorada") está con plenitud en las páginas de esperanza o recuerdo que se titulan "Raja inicial". De ese poema, que es demasiado largo para la transcripción, o demasiado explícito, básteme citar el comienzo: "Yo te he soñado en esta larga noche, toda desnuda en tu esplendor moreno sobre el rojo damasco de mi cama. Lacios, negros, opacos, tus cabellos en aislados mechones descendían hasta el heroico cisma de tus senos." La esencial amargura, la intolerable y trémula soledad, están en cada línea del libro. Más de una vez ha oído Fernández Moreno el reproche de ser un poeta de circunstancia. (Goethe se preciaba de serlo y negaba con toda razón que hubiera una poesía intemporal, absoluta.) A ello cabría replicar que la idea de que lo particular no es poético y si lo indefinido, lo general, es irreparablemente prosaica. También cabría recordar que el verso duradero puede surgir de la circunstancia fugaz. Ignoro si de aquí cien años alguien se acordará del imperecedero "chauffeur" (del aviador) que atravesó en tal fecha el Atlántico; no me sorprendería que de su clamorosa gloria fotografiada no perdurara sino el incorruptible verso: "que aún atada al abismo está la hazaña" que borrajeó, quizá en el ángulo de una mesa de redacción, el poeta circunstancial Fernández Moreno. 13 de diciembre de 1940 DEFINICION DE GERMANOFILO Los implacables detractores de la etimología razonan que el origen de las palabras no enseña lo que éstas significan ahora; los defensores pueden replicar que enseña, siempre, lo que éstas ahora no significan. Enseña, verbigracia, que los pontífices no son constructores de puentes; que las miniaturas no están pintadas al minio; que la materia del cristal no es el hielo; que el leopardo no es un mestizo de pantera y de león; que un candidato puede no haber sido blanqueado; que los sarcófagos no son lo contrario de los vegetarianos; que los aligátores no son lagartos; que las rúbricas no son rojas como el rubor; que el descubridor de América no es Américo Vespucci y que los germanófilos no son devotos de Alemania. Lo anterior no es una falsedad, ni siquiera una exageración. He tenido el candor de conversar con muchos germanófilos argentinos; he intentado hablar de Alemania y de lo indestructible alemán; he mencionado a Hólderlin, a Lutero, a Schopenhauer o a Leibniz; he comprobado que el interlocutor «germanófilo» apenas identificaba esos nombres y prefería hablar de un archipiélago más o menos antartico que descubrieron en 1592 los ingleses y cuyas relaciones con Alemania no he percibido aún. La ignorancia plenaria de lo germánico no agota, sin embargo, la definición de nuestros germanófilos. Hay otros rasgos privativos, quizá tan necesarios como el primero. Uno de ellos: al germanófilo le entristece muchísimo que las compañías de ferrocarriles de cierta república sudamericana tengan accionistas ingleses. También le apesadumbran los rigores de la guerra sudafricana de 1902. Es, asimismo, antisemita; quiere expulsar de nuestro país a una comunidad eslavogermánica en la que predominan apellidos de origen alemán (Rosenblatt, Gruenberg, Nierenstein, Lilienthal) y que habla un dialecto alemán: el yiddish ojuedisch. De lo anterior cabría tal vez inferir que el germanófilo es realmente un anglófobo. Ignora con perfección a Alemania, pero se resigna al entusiasmo por un país que combate a Inglaterra. Ya veremos que tal es la verdad, pero no toda la verdad, ni siquiera su parte significativa. Para demostrarlo reconstruiré, reduciéndola a lo esencial, una conversación que he tenido con muchos germanófilos, y en la que juro no volver a incurrir, porque el tiempo otorgado a los mortales no es infinito y el fruto de esas conferencias es vano. Invariablemente mi interlocutor ha empezado por condenar el pago de Versalles, impuesto por la mera fuerza a Alemania en 1919. Invariablemente yo he ilustrado ese fallo condenatorio con un texto de Wells o de Bernard Shaw, que denunciaron en la hora de la victoria ese documento implacable. El germanófilo no ha rehusado nunca ese texto. Ha proclamado que un país victorioso debe prescindir de la opresión y de la venganza. Ha proclamado que era natural que Alemania quisiera anular ese ultraje. Yo he compartido su opinión. Después, inmediatamente después, ha ocurrido lo inexplicable. Mi prodigioso interlocutor ha razonado que la antigua injusticia padecida por Alemania la autoriza en 1940 a destruir no sólo a Inglaterra y a Francia (¿por qué no a Italia?), sino también a Dinamarca, a Holanda, a Noruega: libres de toda culpa en esa injusticia. En 1919 Alemania fue maltratada por enemigos: esa todopoderosa razón le permite incendiar, arrasar, conquistar todas las naciones de Europa y quizá del orbe... El razonamiento es monstruoso, como se ve. Tímidamente yo señalo ese monstruo a mi interlocutor. Éste se burla de mis anticuados escrúpulos y alega razones jesuíticas o nietzscheanas: el fin justifica los medios, la necesidad carece de ley, no hay otra ley que la voluntad del más fuerte, el Reich es fuerte, la aviación del Reich ha destruido a Coventry, etc. Yo murmuro que me resigno a pasar de la moral de Jesús a la de Zarathustra o de Hormiga Negra, pero que nuestra rápida conversión nos prohibe apiadarnos de la injusticia que en 1919 sufre Alemania. En esa fecha que él no quiere olvidar, Inglaterra y Francia eran fuertes; no hay otra ley que la voluntad de los fuertes; por consiguiente, esas naciones calumniadas procedieron muy bien al querer hundir a Alemania, y no cabe aplicarles otra censura que la de haber estado indecisas (y hasta culpablemente piadosas) en la ejecución de ese plan. Desdeñando esas áridas abstracciones, mi interlocutor inicia o esboza el panegírico de Hitler: varón providencial cuyos infatigables discursos predican la extinción de todos los charlatanes y demagogos, y cuyas bombas incendiarias, no mitigadas por palabreras declaraciones de guerra, anuncian desde el firmamento la ruina de los imperialismos rapaces. Después, inmediatamente después, ocurre el segundo prodigio. Es de naturaleza moral y es casi increíble. Descubro, siempre, que mi interlocutor idolatra a Hitler, no a pesar de las bombas cenitales y de las invasiones fulmíneas, de las ametralladoras, de las delaciones y de los perjurios, sino a causa de esas costumbres y de esos instrumentos. Le alegra lo malvado, lo atroz. La victoria germánica no le importa; quieren la humillación de Inglaterra, el satisfactorio incendio de Londres. Admira a Hitler como ayer admiraba a sus precursores en el submundo criminal de Chicago. La discusión resulta imposible porque las fechorías que imputo a Hitler son encantos y méritos para él. Los apologistas de Artigas, de Ramírez, de Quiroga, de Rosas o de Urquiza disculpan o mitigan sus crímenes; el defensor de Hitler deriva de ellos un deleite especial. El hitlerista, siempre, es un rencoroso, un adorador secreto, y a veces público, de la «viveza» forajida y de la crueldad. Es, por penuria imaginativa, un hombre que postula que el porvenir no puede diferir del presente, y que Alemania, victoriosa hasta ahora, no puede empezar a perder. Es el hombre ladino que anhela estar de parte de los que vencen. No es imposible que Adolf Hitler tenga alguna justificación; sé que los germanófilos no la tienen. 7 de septiembre de 1945 LA VELOCIDAD ES UNA CONQUISTA DE NUESTRA ÉPOCA ¿CREE USTED QUE ES ÚTIL? La pregunta me conmueve. Tiene el peculiar, el patético, el casi intolerable sabor de 1924, año en que el futurismo, tardía reedición italiana de ciertas inflexiones de Whitman, fue tardíamente reeditado en Buenos Aires. Pero ¿a qué alegar fechas tan próximas? Hace más o menos un siglo, De Quincey publicó un artículo titulado: "The glory of motion" (La gloria del movimiento), que declaraba que un insospechado placer, la velocidad, había sido revelado a los hombres mediante la invención de las diligencias. Hace veinticuatro siglos, Zenón de Elea demostró que para que una distancia fuera infinita, bastaba subdividirla hasta lo infinito. Las velocidades, ahora, propenden a ser infinitas; el mundo, infinitesimal. Las técnicas para lograr la velocidad son admirables como medios; empobrecedoras como fines. Hay quienes creen haber circunnavegado el planeta; en verdad, no han hecho otra cosa que pasar de un hotel a otro hotel idéntico. Hay quienes creen hablar por teléfono; en verdad, no hacen otra cosa que decir ¡hola! por teléfono. Hay quien mantiene, para comunicarse con Londres, un aparato receptor de onda corta; en verdad, no hace otra cosa que oír detonaciones, campanadas, cacofonías, gárgaras y zumbidos producidos en Londres. Viajar, ahora, es una de las formas más costosas de la inmovilidad. Inventar o comprender una máquina es meritorio; manejarla es indiferente. Un hombre puede ser maestro en el arte de viajar en tranvía y ser harto menos complejo que un tranvía. 12 de julio de 1946 ¿POR QUÉ LOS ESCRITORES ARGENTINOS NO VIVEN DE SU PLUMA? En mi opinión, el problema enunciado por su corresponsal no es mayormente misterioso. La verdad, la humilde y evidente verdad, es que la literatura, a diferencia de la música, Je la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la "viveza", de los destinos personales (este último término encierra acaso a todos los anteriores), interesa muy poco a los argentinos. Se me dirá, tal vez, que a muchos les agrada escribir; no a todos les agrada leer, y cuando lo hacen, prefieren, por razones que estoy lejos de censurar, leer a escritores extranjeros. A nadie puede sorprender esta comprobación. La indiferencia general infunde al destino de los escritores de esta república cierto carácter trágico. Ello se advierte de manera inequívoca en los suicidios de algunos, en la amargura y en el nihilismo de muchos. Creo, sin embargo, que una cosa es el destino del escritor y otra el de su obra. La indiferencia que he indicado suele librarnos de muchas tentaciones. El escritor argentino sabe que ningún libro suyo lo hará medrar de modo considerable; esa previsión melancólica lo inducirá a escribirlo según su íntimo pensar, no para lisonjear convicciones o supersticiones ajenas. Existen estímulos artificiales; los premios de fuente oficial. Alguien, alguna vez, estudiará detenidamente su influjo en la evolución de nuestra literatura; sospecho que no establecerá que ha sido benéfico. No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores. Por ejemplo, nadie discute que el "Martín Fierro" sea uno de los libros máximos de nuestro país. Imaginemos que en 1872 ya hubiera existido un mecanismo de recompensas como el actual y que José Hernández hubiera, muy humanamente, considerado la posibilidad de que le tocara una de ellas. ¿Se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero? En otras palabras: ¿habría escrito el"Martín Fierro"? 6 de enero de 1956 ¿CÓMO VE USTED EL AÑO 1956? En su despacho de director de la Biblioteca Nacional, conversamos con Jorge Luis Borges, que al escuchar nuestra pregunta, "¿Cómo ve usted el año 1956?", alza los brazos en señal de regocijo y contesta rápido y seguro: —¿Muy bien!... ¡Magnífico año!... Claro que para mí—prosigue tras una breve pausa— el año 1956 empezó el 16 de septiembre de 1955. Ese día glorioso fue para nosotros el día de la recuperación de la patria, y de ahí en adelante todo lo que nos ocurra tiene que ser para bien, o por lo menos, nada podrá ser nunca peor que lo que pasamos durante la década anterior. En el curso de 1956 espero y confío en que se consolidarán en nuestro país la libertad, la justicia y la democracia, que acabamos de reconquistar. —Y en el orden literario, ¿qué espera usted del Año Nuevo? —Personalmente, espero publicar algunos libros. Dentro de las "Obras completas", que me viene editando Emecé, pienso incluir un libro que se titulará "Estudios medievales". Digo medievales y no medioevales—aclara Borges, precisando el detalle lingüístico. —Conformes. Hay que expurgar el idioma de letras superfinas. ¿Y de qué tratan sus "Estudios medievales"? —Una parte del libro estará destinada a Dante; la otra parte se compondrá de varios trabajos sobre antiguas literaturas germánicas, que comprenden también, especialmente, Inglaterra y países escandinavos. Antes publiqué, con ese mismo título, "Antiguas literaturas germánicas", un libro que escribí con Delia Ingenieros, editado en México por el Fondo de Cultura Económica. Ahora vuelvo sobre esos temas no con un trabajo meramente informativo, sino con un estudio serio, crítico. Además, se va a publicar en 1956 un libro que escribí con Betina Edelberg sobre Leopoldo Lugones. Ese libro puede considerarse como una introducción crítica a la obra de Lugones, para estimular el gusto por la literatura de este gran escritor argentino y fomentar el estudio de su obra. El tercer libro que publicaré en el mismo año se compondrá de una serie de cuentos satíricos policiales, que estoy escribiendo con Adolfo Bioy Casares. En esos cuentos estarán reflejados de un modo aparentemente caricaturesco, pero en el fondo realista, los hechos, aspectos y experiencias de la dictadura que hemos padecido y que acabamos de derrocar. Eso es todo lo que espero hacer en el Año Nuevo. —¿ Y no le gustaría hacer otras cosas? —Claro que me gustaría. Me gustaría componer una serie de poemas sobre la Revolución o inspirados por nuestra Revolución Libertadora del 16 de septiembre, que es la tercera que el pueblo argentino hace en defensa de sus libertades, y espero que sea la última y definitiva. Me agradaría, digo, escribir poéticamente sobre esos temas, y hasta es muy posible que lo haga. En otro terreno, también desearía publicar una colección de cuentos psicológicos, es decir, en que los hechos sean menos importantes que los personajes y su psicología. En ellos renunciaré a esos énfasis que son la violencia y la muerte, para ahondar en la vida interior del hombre. Me gustaría mucho publicar ese libro de cuentos, repito. Pero antes tengo que escribir los cuentos. Además, estoy pensando en escribir un libro sobre "Almafuerte", porque me parece que en su obra hay implícita una ética y quizá una mística. Yo trataría de evidenciar esa mística y esa ética que están latentes y un poco perdidas en la obra de "Almafuerte", tan llena de atisbos, de intuiciones, de sugerencias trascendentes y de cosas profundamente humanas. —Veamos ahora qué desearía usted en el años 1956 para la literatura argentina en general. —Lo primero de todo, algún libro que se refiera directamente a nuestro país, o bien a algún país imaginario, siempre que en ese libro se viviera y reflejara lo que hemos vivido y sufrido durante la Revolución y, sobre todo, durante esta tremenda experiencia de la dictadura que hemos pasado y vencido. —¿De qué género literario preferiría usted que fuese ese libro? —De cualquiera, con tal que fuese interesante y veraz. A los editores, el género que más parece interesarles es la novela. Algunos de ellos creen que no hay otros géneros literarios, o por lo menos proceden como si lo creyeran. A mí, personalmente, me interesa más el cuento. En estos días he publicado con Bioy Casares un volumen que contiene dos trabajos: "Los orilleros" y "El Paraíso de los creyentes". Son dos libretos cinematográficos en los que hemos procurado que la literatura sea amena; dos argumentos de cine presentados literariamente. Vienen a ser algo así como dos piezas teatrales con muchas acotaciones y mucho diálogo, hechas con vistas a la pantalla; o como dos cuentos en acción dialogados y desarrollados en forma novedosa, original. Me gustaría que se filmaran. Pero si no se filman, siempre podrán interesar en su lectura. Repito que el cuento goza de todas mis simpatías literarias. El cuento sicológico, o fantástico, o realista, o de otra clase. Lo importante es que tenga interés. Lo mismo ocurre con los demás géneros literarios, incluidos el ensayo y el poema, que figuran también entre mis predilecciones. —Díganos, entonces, algo sobre esto. —Con respecto al ensayo, me concretaré a decir que contamos en la actualidad con no pocos escritores argentinos que son, a la vez, magníficos ensayistas. No daré nombres por no incurrir en olvidos. En cuanto a la poesía, observo que hoy se escribe mucho verso libre. Por experiencia personal sé que para prescindir de rima y de metro hay que compensarlos con otras cosas. Todo poema libre debe contener un elemento narrativo para no quedar en mero caos, en mero borrador. Hago votos por que el año 1956 les enseñe a hacer versos clásicos a los poetas. Nos disponemos a despedirnos de Jorge Luis Borges. Pero al hacerlo, el nuevo director de la Biblioteca Nacional se lamenta de que los libros desbordan ya las dimensiones del viejo edificio de la calle México, y ese lamento espontáneo nos sugiere hacer al flamante bibliotecario la última pregunta: —¿ Qué pediría usted al Año Nuevo para la Biblioteca Nacional? —Yo —contesta sin pensarlo mucho—, con alguna nostalgia, porque esta vieja casa me gusta de alma, quisiera que el nuevo año nos trajera como regalo cierto edificio de la bajada de la calle Chile hasta el Paseo Colón, edificio que, al convertirse en albergue de la cultura, podría redimirse del aciago destino a que lo tenían sentenciado... 10 de febrero de 1956 ¿QUÉ SABE USTED DE TEATRO?' El mundo de las candilejas ha alcanzado amplia difusión periodística de manera que usted, que es un prolijo lector, conoce al dedillo los fascinantes misterios de bambalinas. Mucho menos difícil es este apacible cuestionario, que usted solucionará con rapidez, seguridad y diligencia. No olvide que para certificar el acierto de sus respuestas debe consultar la página 84. Y ahora, ¡arriba el telón! 1 ¿Quién es el autor de "Los Padres Terribles"? ¿Lenormand, Cocteau o Alejandro Casona? 2 ¿Quién hizo el papel de Blanche Dubois en las representaciones neoyorquinas de "Un tranvía llamado deseo"? ¿Vivian Leigh, Jessica Tandy o Jennifer Jones? 3 ¿ Qué actriz argentina representó el mismo papel en Buenos Aires? ¿Cristiani Galvé, Mecha Ortiz o Diana Maggi? 4 Entre estos actores Ralph Richardson, Henry Fonda, Alee Guinnes, Eric von Stroheim, hay dos pertenecientes al Oíd Vic Theatre de Londres. ¿Puede usted decir cuáles son? 5 ¿En qué ciudad se estrenó "El Adiós a la Marsellesa" de Jean Brierre? ¿París, Buenos Aires o Port-au-Prince? 6 ¿Quién diseñó los decorados para la versión a "Androcles y el león" de B. Shaw, que dio en Buenos Aires Nuevo Teatro? ¿Vanarelli, Oski o Saulo Benavente? 7 ¿Qué actriz estrenó en 1933 "Bodas de Sangre" de García Lorca? ¿Margarita Xirgu, Josefina Díaz o Catalina Barcena? 8 ¿Cuál es la única obra que Kafka escribió para teatro? ¿"La Metamorfosis", "El Guardián del Sepulcro" o "El Artista del Hambre"? 9 ¿ Qué actor francés suele salir los domingos con su compañía a la plazas y parques de París, para representar obras famosas del tratro universal, recibiendo en pago lo que el público quiera dejarles? ¿Jean Pierre Aumont, Gerard Phillipe ojean Marais? 10 La moderna manera de presentar obras de teatro circular ¿dónde se originó? ¿En EE.UU., Grecia, Francia o Panamá? 11 ¿ Quién creó la escenografía para la versión que dio Barrault en Buenos Aires de "Le Cocu Magnifique"? ¿Jean Cassandre, Héctor Reanaud o Félix Labisse? 12 ¿Quién es el autor de "La Cola de la Sirena"? ¿Casona, Benavente, Ziclis o Nalé Roxlo? 13 ¿De qué nacionalidad es el actor George Sanders? ¿Inglés, estadounidense o ruso? 14 ¿ Qué actor argentino, discípulo predilecto de Max Reinhart, dio en el atrio de la iglesia del Carmen de Buenos Aires el auto sacramental "Cada Cual"? ¿Enrique de Rosas, Raúl de Lange o Jorge Rigaud? 15 ¿Cuál de estos títulos de Graham Greene corresponde a una pieza teatral? ¿"Camino sin Ley", "El Cuarto en que se Vive" o "El Tercer Hombre"? Soluciones 1) Cocteau. - 2) Jessica Tandy. - 3) Mecha Ortiz. - 4) Ralph Richardson y Alec Guinnes. - 5) Port-au-Prince. - 6) Oski. -7) Josefina Díaz. - 8) "El Guardián del Sepulcro". - 9) Gerard Phillipe. - 10) La moderna manera de presentar obras en teatro circular se originó en Grecia varios siglos antes de Cristo. -11) Félix Labisse. - 12) Nalé Roxlo. - 13)Ruso. - 14) Raúl de Lange. -15) "El Cuarto en que se Vive". 2 de noviembre de 1956 ¿QUÉ SOLUCIONES PROPONE USTED PARA LOS PROBLEMAS DEL PAÍS? Apoyar la obra de la Revolución —Creo que una prueba cabal de lo que la Revolución ha realizado reside en el hecho de que la gente se va olvidando de lo anterior —expresa Jorge Luis Borges al responder a nuestra encuesta, que le planteamos verbalmente en su despacho de director de la Biblioteca Nacional—. Antes —continúa diciendo— nos parecía imposible lo que nos ocurría. Ahora casi resulta superfluo recordar lo que era esa situación pasada y superada, aunque todavía está próxima, reciente. Entonces había que elegir entre el silencio y el servilismo. Y si no era fácil callar, también resultaba bastante difícil enrolarse entre los serviles, pues había como una puja entre ellos y era necesario exagerar mucho la obsecuencia para destacarse. Cuando hoy se dice que el país vivió en una pesadilla, parece una fantasía y, sin embargo, todos sabemos que fue una tremenda realidad. Precisamente, repito, el hecho de que nos vayamos olvidando de aquella pesadilla demuestra la eficacia de la obra realizada por la Revolución. El país está hoy como un enfermo convaleciente, pero vigoroso, que va recuperando rápidamente su salud. Pero todavía quedan muchos enfermos recalcitrantes que se niegan a mejorar y se resisten a la terapéutica revolucionaria. Habrá que insistir en el tratamiento aumentando la dosis de democracia a los más rebeldes para ver si se curan de una vez. —¿ Qué misión incumbe a los escritores frente a ese problema de recuperar la salud del país? —Ante todo diré que, en mi opinión, los escritores argentinos nunca estuvieron del todo al lado de la dictadura. Hasta los mismos que se prestaron a servirla lo hicieron con mucho desgano, al menos en su función específica de escritores. Había en sus escritos algo que evidenciaba que no eran sinceros. Y la prueba es que no ha quedado una sola página de las muchas que se escribieron en defensa del régimen anterior que se destaque por sus valores intelectuales o literarios. Esto demuestra que sus autores carecían de calidad o no creían en la causa que estaban defendiendo. Pero la casi totalidad de los escritores hemos mantenido viva la oposición del país a la dictadura; en unos casos, activamente; en otros, absteniéndose. La sade llegó a contar con cerca de mil socios que se mantuvieron unidos, sin bajas ni deserciones apreciables. Vicente Barbieri, el inolvidable poeta que acabamos de perder, y José Luis Lanuza asumieron la presidencia en momentos dificilísimos y la ejercieron con valentía ejemplar. —Hablemos de la situación actual del escritor. —A este respecto quiero decir que Adolfo Bioy Casares y yo redactamos no hace mucho una declaración en la que expresábamos nuestra adhesión al Gobierno Revolucionario y que firmaron más de sesenta escritores. Cuando nosotros hicimos esa declaración y buscábamos adhesiones ya sabíamos que nos lo reprocharían algunos, porque lo simpático suele ser lo otro, la oposición. Sabíamos bien que nuestra actitud no era heroica; pero estábamos en el deber de asumirla porque un gobierno que nos ha librado de tantos males bien merece que se colabore con él. Estamos a poco más de un año de la Revolución y el Gobierno Provisional sigue mereciendo nuestro apoyo para afianzarla. Y lo curioso es que quienes nos han reprochado esa nota de adhesión son los extremistas de izquierda y derecha, sobre todo los comunistas, partidarios de un régimen en que la adhesión al gobierno no sólo es estimulada en toda forma, sino exigida y hasta llega a imponerse con graves sanciones penales. Según ellos, parecería que las adhesiones están bien cuando se trata de gobiernos de fuerza, pero constituyen un delito cuando se hacen a favor de gobiernos de tendencia liberal y democrática. —Estas últimas, por lo menos, tienen el mérito de ser libres y espontáneas. —Desde luego, Pero no debe extrañarnos demasiado esa actitud de nuestros censores si tenemos en cuenta que quienes la asumen se sienten identificados con los regímenes totalitarios y combaten por sistema la libertad de pensar, olvidando que las principales víctimas de los dictadores son, precisamente, la inteligencia y la cultura. Acerca de esto quiero decir también que mucha gente es partidaria de las dictaduras porque les evita el trabajo de pensar por su cuenta. Les dan todo hecho. Hay, incluso, oficinas estatales que los proveen de opiniones, de consignas, de "slogans" y hasta de ídolos a quienes levantar o abatir, según los vientos que soplen y de acuerdo con las directivas de las cabezas pensantes del partido único. Todo esto lo saben bien los dictadores demagogos que practican el doble juego dialéctico de engañar y adular a las clases populares, haciéndoles creer que son ellas las que inspiran e influyen en sus dirigentes, cuando son éstos los que las manejan a su arbitrio para acrecentar su poder y su provecho. Algo sabemos de estos métodos los argentinos no sólo por lo que ocurrió en el país en la década anterior a la Revolución Libertadora, sino por lo que sigue ocurriendo hoy en ciertos sectores de la política nacional. —¿ Cuál cree usted que debe ser el camino para que el país vuelva a la plena recuperación de su vida institucional? —Ya dije antes que el país está hoy en la situación de un enfermo convaleciente. Debe recuperar su salud. Pero como ocurre con los pacientes que acaban de salir de una grave enfermedad, los saltos demasiado bruscos pueden significar una recaída. Un régimen adecuado es lo que corresponde aplicarle. Yo creo que el gobierno está obrando bien y que hay que ayudarlo a continuar y mejorar ese proceso de recuperación. La gente impaciente está perturbando esa obra de bien común. Esos impacientes, en el mejor de los casos, olvidan los peligros que todavía nos acechan y, en el caso peor, ni los olvidan ni los ignoran, sino que los fomentan, los provocan y los explotan, impulsados por un espíritu de censura y oposición que, por su carácter sistemático, deja traslucir los propósitos que mueven a tan implacables censores de la Revolución Libertadora. 7 de diciembre de 1956 VICENTE BARBIERI, PRIMER PREMIO DE POESÍA Los jurados dan su opinión. En este concurso los dos primeros premios confirman dos famas indiscutibles: la de Vicente Barbieri y la de Silvina Ocampo. En toda la obra de Vicente Barbieri se siente y se vive la poesía, hasta en su misma prosa, porque él era esencial y fatalmente poeta. La obra de Silvina Ocampo es múltiple como tornasolada, de infinitos matices. Quiero recordar ahora ese libro Enumeración de la patria, libro que ha hecho para esta generación lo que las Odas seculares de Lugones hicieron para la otra generación, es decir, la transformación del paisaje argentino en poesía. Y que si los dos primeros premios reiteran famas establecidas, el tercero constituye casi una revelación. Juan Nadie es un libro esencialmente épico, en el que se continúa enriqueciendo la tradición de Ascasubi y Hernández. 3 de mayo de 1957 EL PENSAMIENTO EN LAS CONFERENCIAS La biblioteca Al ser inauguradas las actividades del año en la institución que dirige, el autor de "El tiempo ", "La doctrina de los ciclos"y el "Arte de injuriar",producciones en las que da la nota de su posición mental y espiritual como escritor, disertó sobre "Biblioteca viva ". Es interesante destacar que el tema corresponde a un momento importante en la historia de la casa fundada por Moreno, desde que en el mismo dieron por iniciadas las actividades de la Escuela Nacional de Bibliotecarios. "En esta escuela —comentó Borges— en la que se habrá de seguir la inspiración del fundador de la casa que hoy la ofrece a los estudios del país, concretándola en una realidad más de la cultura popular; en esta escuela, en la que habrán de estar siempre presentes el pensamiento y el espíritu del hombre que tuvo la misma preocupación que tendría, treinta años después, Domingo Faustino Sarmiento, y que éste condensaría en el angustioso y enérgico apotegma que ponía a consideración de sus conciudadanos la urgente necesidad de "educar al soberano", se cumplirá ese cometido esencial de velar por los bienes espirituales de la Nación." Aludió, por tanto, a la importancia de la iniciativa y luego, entrando en tema, expresó: "En una de sus Tres comedias para puritanos —el título encierra una paradoja, ya que en el siglo xvii los puritanos cerraron todos los teatros de Inglaterra—, Bernard Shaw refiere el incendio de la Biblioteca de Alejandro y hace exclamar a uno de sus personajes: " ¡Está ardiendo la memoria del mundo!" No sé de una metáfora mejor para definir una biblioteca que esta de la memoria; es tan feliz que casi no es una metáfora, sino la expresión de una verdad. San Agustín habla, en sus "Confesiones", de los palacios y cavernas y ciudades de la memoria. Idéntico vértigo nos sobrecoge si pensamos en la cóncava biblioteca que nos rodea, armada, si sus catálogos no me engañan, de seiscientos cuarenta mil silenciosos volúmenes. El pasado argentino, la memoria argentina y buena parte de la memoria del mundo están encerrados en ellos. "Se conjetura que nuestra memoria es total y que cada hombre está en posesión de todo su pasado y que, dado el estímulo necesario, puede recuperar cada imagen, cada línea leída, cada matiz de la angustia o de la esperanza. Del cerebro humano se ha escrito que es como un palimpsesto en el que se superponen infinitas escrituras. Parejamente, todo está en la vasta Biblioteca, y el arte de la escuela que inauguramos hoy consiste precisamente en su virtud de encontrarle todo, en esa virtud que hace de las bibliotecas no colecciones muertas de libros vivos, capaces de inspirar y dirigir los trabajos del hombre." 15 de noviembre de 1957 ¿CÓMO RECIBIERON LOS PREMIOS?1 Yo me presenté para el premio nacional hace catorce años. No lo obtuve y mis amigos, generosamente, opinaron que se trataba de una injusticia. Me dedicaron entonces un desagravio que abarcó varias páginas de "Sur". Ahora entiendo que esa omisión fue un acto de justicia y que ahora soy menos inmerecedor del premio que antes. Me satisface, eso sí, haber sido premiado por "El Aleph", un libro de cuentos, ya que, si algo soy, es cuentista y no poeta o crítico, aunque he ejercido esas actividades. Estoy buscando en estos momentos un género literario que condiga con la declinación de mi vista. En algún número de "Sur" y en los dos números de "La Biblioteca" he hecho o intentado algunos ensayos entre narrativos y poéticos que titulé "Prosas" y de los cuales uno, llamado "Borges y yo", me satisface. También tengo la esperanza de dictar dos cuentos, uno sobre la revolución de 1955, y otro, un cuento orillero que se titulará "Juan Muraña". Estoy preparando para la Editorial Emecé un volumen de ensayos medievales; una mitad del volumen tratará de Dante; la otra, de temas germánicos, especialmente escandinavos y anglosajones. Hablo de mis proyectos porque entiendo que el premio con que acaban de honrarme es fundamentalmente un estímulo para una futura labor. 1 Borges obtuvo el Premio Nacional de Literatura de ficción por "El Aleph", junto con Manuel Mujica Lainez y Héctor A. Murena. 4 de abril de 1958 ¿CÓMO NOS QUIEREN LOS POETAS?" Como hombres, las queremos indulgentes, comprensivas, bondadosamente irónicas, inventivas en las artes del diálogo y de la relación humana, apasionadas y leales, intuitivas, capaces de memoria o de olvido, según lo requieran las circunstancias, adornadas, en suma, de las virtudes más diversas y admirables, sin excluir, por cierto, las de orden físico. Como poetas, las queremos tiránicas, inconstantes, arbitrarias, estúpidas, sumamente vanidosas, insensatas, insensibles y aun crueles, ya que la lírica se nutre de desventuras, no de felicidades, y es sabido que la tragedia personal del individuo puede ser la fortuna del poeta. Yo diría que el rasgo diferencial de la literatura femenina, en verso o en prosa, es una más delicada percepción de las variedades y matices del mundo externo. Básteme recordar, en el terreno de la literatura inglesa, a Cristina Rossetti y a Virginia Woolf; en el de la francesa, a Colette, y en el de la argentina, a Silvina Ocampo. El mundo que nos revelan las poesías y los cuentos de esta última es extraordinariamente rico y tornasolado, y tal riqueza no es obra del vocabulario; procede de una afinada y lúcida sensibilidad.