PRÓLOGO JORGE LUIS BORGES Unos quinientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo. La fe, la certidumbre, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orbe; algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era como el shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, la metafísica. Sin esos pocos griegos conversadores la cultura occidental es inconcebible. Remoto en el espacio y en el tiempo, este volumen es un eco apagado de esas charlas antiguas. Como todos mis libros, acaso como todos los libros, éste se escribió solo. Ferrari y yo procuramos que nuestras palabras fluyeran, a través de nosotros o quizá a pesar de nosotros. No conversamos nunca hacia un fin. Quienes han recorrido este manuscrito nos aseguran que esa experiencia es grata. Ojalá nuestros lectores no desaprueben ese generoso dictamen. En el prólogo de uno de los «sueños», Francisco de Quevedo escribió: Dios te libre, lector, de prólogos largos, y de malos epítetos. Buenos Aires, 12 de octubre de 1985 PRÓLOGO OSVALDO FERRARI En cuatro ediciones anteriores he explicado cómo se produjeron los diálogos entre Borges y yo. En esta edición trataré de reflejar el espíritu que animó las conversaciones y determinó su itinerario. En marzo de 1984 mantuvimos nuestro primer diálogo público. Al escucharlo, por Radio Municipal, la radio que había dirigido memorablemente nuestro común amigo Ricardo Costantino, sentí que para mí y para todos los oyentes, se abría una puerta a la inmensidad: el extraordinario tono de la escritura de Borges, la sorpresa y la maravilla constante de su originalidad, confluían en sus palabras. Por decirlo de alguna manera, yo tuve la noción, en aquel primer momento, de participar en una nueva dimensión. El diálogo con Borges era una incursión en la literatura misma, era tomar contacto con el espíritu de lo literario, que se había consumado en él hasta el punto de constituir el soporte, la clave de su fascinante inteligencia; esa inteligencia literaria del mundo que descubría y describía nuevamente la realidad. La lectura preciosa, irrepetible, de las cosas, que él hacía con total espontaneidad, se había iniciado. Todos observaríamos con su mirada la diversidad. A los ochenta y cuatro años, Borges nos transmitía su universo. Los diálogos registraban ese universo a partir de cualquier tema, porque la memoria de Borges, su lucidez y su concisión verbal se concertaban instantáneamente. Bastaba nombrar a un escritor de su predilección o una obra de su frecuentación, para que de inmediato se extendiera sobre ello proponiendo una nueva comprensión, una nueva interpretación del escritor y de la obra; bastaba citar una filosofía con la que tuviera afinidad, o una religión que le interesara, para obtener de él una visión distinta, del todo personal, de ambas cosas; bastaba recordarle los viajes que había hecho o los países que había conocido, para que brindara el registro detallado de sus impresiones y el de la literatura de esos países. De esa forma, él, que me había dicho que advertía que dialogar era una forma indirecta de escribir, continuaba escribiendo a través de los diálogos. Al transcribirse las conversaciones para ser publicadas, quedó en evidencia que Borges, al conversar, prolongaba su obra escrita. A la magia de leerlo correspondía, entonces, la magia de oírlo. Podíamos así reconocer, lo he dicho antes, al hombre, al escritor, al espíritu literario. Los que sólo conocían su obra, conocerían ahora al autor, a la persona de Borges, y la concepción bajo la cual creaba, que era una misma con su persona. Podría decirse que para él, la realidad era la literatura y que estaba hecho para darnos, como nadie, el registro literario de la realidad. Podría también pensarse que, como no reconocía la literatura realista sino únicamente la literatura fantástica, la realidad sólo le resultaba coherente desde su perspectiva literaria. Así, Borges explica la literatura y la literatura explica a Borges. Desde su universo, que era un universo literario, se volcaba sobre las cuestiones que yo le proponía. Y si bien trataba la filosofía, la mística, la política, etcétera, lo hacía siempre desde lo literario, porque allí residía su genio y porque pensaba que para eso había nacido y que ése era su destino. Habló de escritores que dieron su mayor medida en el diálogo, por encima de sus obras escritas, como Pedro Henríquez Ureña, Cansinos Assens o Macedonio Fernández; pero en su caso personal, nuestros diálogos revelaban que su conversación tenía el tono de su escritura, que su asombrosa dimensión literaria se daba, a la vez, al conversar: «Lo que decimos está siendo registrado, de modo que es oral y es escrito a la vez; mientras estamos hablando, estamos escribiendo», decía. Su voz, que tenía la tonalidad de su inteligencia, agregaba: «No sé si volveré a escribir un ensayo en mi vida, posiblemente no, o lo haré de una manera indirecta, como lo estamos haciendo ahora los dos». Y así, el diálogo resultó el ámbito adecuado para que el último Borges se expresara, para que su pensamiento, de naturaleza literaria —y a esa altura de su vida, también de naturaleza mística—, llegara a todos a través de la comunicación con un interlocutor cincuenta años menor que él. Su humor alternó en estas charlas con distintos matices del escepticismo y, por otra parte, de la esperanza. El «ríe» y el «ambos ríen» se suceden entre los dos a menudo, como se verá en el curso de las conversaciones. «Conrad, Melville y el mar», es el nombre de una de ellas; «Oriente, I Ching y budismo», el de otra; «El Sur geográfico e íntimo», el de una tercera; «Mitología escandinava y épica anglosajona»; «Sobre el amor»; «Sobre la conjetura», son los de otras, que, junto con las restantes, suman en este volumen la cantidad de cincuenta y nueve. A lo largo de todas ellas gravita el espíritu de Borges; lo que hace posible un profundo encuentro con él mismo y con la literatura universal, que es aquello a lo que consagró su vida. Buenos Aires, abril de 1998 I 1 CONVERSACIÓN INICIAL 9-3-1984 Osvaldo Ferrari: Empezamos, entonces, este ciclo de conversaciones por radio, Borges, y lo primero que quisiera preguntarle es cómo se siente, usted que se ha formado y expresado en el silencio de la letra, al expresarse o comunicarse por medio de la radio. Jorge Luis Borges: Me siento un poco nervioso. Sin embargo, uno se pasa la vida hablando, y aquí estamos hablando usted y yo. La escritura es ocasional y el diálogo es de continuo, ¿no? —Sí, pero pareciera que para el escritor el diálogo es una forma natural… —Sí, yo creo que sí, además, algo se le alcanzaba a Platón de eso ¿no?, que inventó el diálogo. —Pero claro, pero a diferencia, por ejemplo, de los músicos y de los pintores… —Bueno, ellos tienen otros medios de expresión, naturalmente, pero yo estoy limitado… y, a la palabra. Y, al fin de todo la palabra escrita no difiere tanto de la palabra oral. —Ahora, fíjese que en esta época, en que se piensa o en que se habla de la transmisión auditiva o visual como de una forma de comunicación, si se intuye la presencia del oyente, cómo al escribir usted prevé la presencia del lector… —Ah, yo no sé, cuando yo escribo, lo hago como un… como un desahogo… me gusta escribir. Sí, eso no quiere decir que yo crea en el valor de lo que escribo, pero sí en el placer de escribir. Es decir, si yo fuera Robinson Crusoe, yo creo que escribiría en mi isla. —Entiendo. —Sin pensar en lectores. —Sin pensar en lectores. —Sí, yo no pienso nunca en el lector, salvo en el sentido de tratar de escribir de un modo comprensible; es un simple acto de cortesía, aunque sea con personas del todo imaginarias o ausentes. No creo que la confusión sea un mérito. —¿Y cree que sin pensar en la comunicación, de pronto la comunicación, de que tanto se habla, puede producirse? —No, yo no pienso en la comunicación. Además, cuando yo escribo algo es porque he recibido algo. Eso quiere decir que creo, humildemente, en la inspiración. Es decir, creo que todo escritor es un amanuense. Un amanuense no se sabe de quién, ni de qué. Podemos pensar, como pensaban los hebreos, en el ruaj, el espíritu; o en la musa, como pensaban los griegos, o en la «gran memoria», en la que creía el poeta irlandés William Butler Yeats… él pensaba que todo escritor hereda la memoria de sus mayores, es decir, del género humano; ya que tenemos dos padres, cuatro abuelos, etcétera, aquello sigue multiplicándose en progresión geométrica. Él pensaba que un escritor puede no tener muchas experiencias personales, pero que puede contar con ese vasto pasado… él lo llamaba «la gran memoria». Podemos llamarlo «la subconciencia» también, pero «la gran memoria» es más lindo ¿no?, un manantial inagotable. —Pero sí. —Pero la idea es la misma, es la idea de recibir algo, o de recordar algo. —Pero usted ha hablado, justamente, de algo que cada vez se menciona menos. Me acuerdo que al recibir un premio importante en España, usted dijo que si el espíritu ha conseguido transmitir algo a través suyo, a los demás, entonces usted siente que su destino se ha cumplido. —… Me siento justificado. Además, mi único destino posible, es el destino literario. Porque evidentemente, un hombre que ha cometido la imprudencia de cumplir ochenta y cuatro años, que en cualquier momento cumple ochenta y cinco, que está ciego; bueno, la mayoría de mis contemporáneos se han muerto, aunque como usted ve, hay personas jóvenes alrededor de mi vejez. Bueno, yo paso alguna parte de mi tiempo solo, y entonces lo pueblo con proyectos. Por ejemplo, esta mañana me desperté a las siete, yo sabía que iban a llamarme a las ocho y media. Yo pensé, bueno, vamos a aprovechar este tiempo, y empecé a borronear, mentalmente, se entiende, un soneto; que dentro de unos días será realmente un soneto. Ahora es un mero borrador. Es decir que yo paso buena parte de mi tiempo solo, y tengo que poblarlo con proyectos, con fantasmas, podemos decir, salvo que suena un poco terrorífico, impresionante, ¿no?, además, no me siento perseguido por ellos, son gratos fantasmas. —Comprendo, pero esta idea que usted da de la musa, del espíritu, en una época en que la noción del espíritu presidiendo el movimiento del arte o de la literatura pareciera haberse perdido… —No, yo creo que no ¿eh?, yo creo que todo escritor siente que él recibe. Es decir, no puede dar si no ha recibido. Ahora yo he llegado a otra conclusión que no contradice eso que acabo de decir; no, la complementa, más bien: es que conviene intervenir lo menos posible en su obra. Sobre todo conviene que mis opiniones no intervengan. Es decir, bueno, escribir es un modo de soñar, y uno tiene que tratar de soñar sinceramente. Uno sabe que todo es falso, pero, sin embargo, es cierto para uno. Es decir, cuando yo escribo estoy soñando, sé que estoy soñando, pero trato de soñar sinceramente. —Comprendo, pero hay algo cierto; lo cierto es que nos es dado, nosotros recibimos, como usted dice. —Sí, yo creo que sí, creo que estamos recibiendo continuamente. Y creo además, y esto lo he dicho muchas veces, que si uno fuera realmente un poeta, y yo estoy seguro de no serlo, o de serlo muy de tarde en tarde, uno sentiría cada instante como poético, cada momento de su vida. Esa idea de que hay temas poéticos y temas prosaicos es un error, todo debe ser sentido como poético. Y creo que algunos poetas: Walt Whitman, por ejemplo, llegaron a sentir eso, a sentir que cada momento de su vida era no menos divino, o no menos —porque divino es una palabra muy ambiciosa—, digamos no menos asombroso, no menos interesante que otros. —Pero… —Este momento, por ejemplo, es bastante raro; estamos conversando usted y yo, y al mismo tiempo, usted me ha dicho que nos rodean muchedumbres invisibles, y futuras… y quizá hipotéticas. Es bastante poético ¿no?, esa idea de que realmente no estamos solos; que nos rodea un anfiteatro de personas futuras. —Sí, pero ¿alguna vez observó que esta concepción suya de la creación como algo que es recibido por quien escribe o por quien crea, en general, es una idea, de alguna manera, mística? —Sí, puede ser. —Porque habría una espera, y habría un recibir, y habría un expresarse a partir de ello. —Yo creo que sí. —¿Alguna vez ha pensado que se parece a un proceso que, siendo el de un poeta o el de un escritor, es a la vez el de un místico? —Bueno, pero y por qué no ser místico; en todo caso, creo que es inofensivo ser místico. —Se lo pregunto porque… —Sí, ya sé, porque ahora se confunde la literatura, digamos, con el periodismo, o con la historia. —Claro. —Pero yo creo que no, creo que no se trata de referir hechos, bueno, no sé si usar la palabra verdadero, ya que todo es verdadero, pero, en fin, no se trata de referir cosas que suceden, cosas que le suceden… a mí… y a mi imaginación, yo diría… —Justamente, con referencia a su imaginación y a su memoria, hay muchísima gente que se pregunta por su imaginación en la que todo parece encontrarse, en la que parece caber todo; qué puede decirnos de su imaginación y de su memoria. —Bueno, yo creo, como el filósofo judeo-francés Bergson, que la memoria es selectiva, y que uno elige… la memoria elige. Por eso, los hechos desagradables uno tiende a olvidarlos. Yo sé que pasé once días, con sus noches, en un sanatorio, en el mes de febrero, yo estaba de espaldas, no podía moverme, podía perder la vista si me movía. Bueno, eso yo lo sé porque me lo han contado, pero realmente esos once días, y esas once noches de intolerable calor e inmovilidad forzosa, son en mi memoria un solo instante; y sin embargo tienen que haber sido terribles cuando ocurrieron. Y ahora lo cuento como si le hubiera pasado a otro. Y, en cambio, me gusta pensar en los momentos de felicidad; y quizá, a veces, exagere la felicidad de esos momentos, ya que me es grato recordarlos. —¿Es, de alguna manera, la memoria que tiene su personaje, Dhalman, en el cuento «El sur», la memoria de esos once días? —Ah, es cierto… pero claro, sí, yo me refería a otra operación, ya que yo he pasado buena parte de mi vida en sanatorios. Pero eso no importa, porque los he olvidado. Sí, por ejemplo, cuando me hicieron tal operación en un sanatorio de Palermo, una larga operación y una larga convalecencia en un sanatorio de la calle Brasil, cerca de Constitución. Pero los sé como hechos, no como experiencias personales. Digo, los sé de igual modo, bueno, que sé que mi abuelo Borges se batió en la batalla de Caseros y tenía dieciséis años. Es decir, es algo que yo he oído. —Pero ¿usted cree, entonces, que se cultiva la memoria? Usted ha hecho de alguna manera un proceso a través del cual haya cultivado su memoria en el tiempo; porque pareciera ser una memoria que se ha desarrollado particularmente. —Y, yo creo que la ceguera puede haberme ayudado. —Ah, entiendo. —Desde luego que si yo recobrara mi vista, yo no saldría de esta casa, yo leería estos libros que nos rodean, que están tan cerca y tan lejos, pero desgraciadamente me está vedada la lectura de esos libros, sólo puedo oírlos leer, y hay una gran diferencia, ya que el hecho de hojear un libro, eso me está negado. Viene alguien aquí, yo le pido que me lea algo, bueno, me lee en orden; pero el hecho de hojear un libro, de omitir, de saltear, eso me está negado, naturalmente, y es parte del placer de la lectura. —Pero, entonces, la ceguera habría contribuido hermosamente con su memoria y con su imaginación. —En todo caso, si eso no es así, yo debo tratar de pensar así. Yo debo pensar que la ceguera es algo como todas las cosas del mundo, y es un don. Y, desde luego, ya sabemos que la desdicha es un don, ya que de la desdicha ha salido la tragedia, ha salido quizá… y… casi toda la poesía. No sé si la felicidad es útil en ese sentido; la felicidad es un fin en sí misma, en cambio, la desdicha no. El deber de un artista, de cualquier artista, ojalá yo fuera músico, o pintor, como mi hermana. Pero no, soy escritor, es el transmutar esas cosas que le suceden en algo distinto. Naturalmente, en mi caso, estoy limitado por las palabras, y sé además que mi destino es la lengua castellana. Yo debo tratar, bueno, de hacer lo que pueda dentro de esos medios y dentro de esa tradición, ya que cada idioma es una tradición. Yo escribí un poema esta mañana, y uno de los temas del poema es que los idiomas no son equivalentes; que cada idioma es un nuevo modo de sentir el mundo. Y actualmente estoy tratando de saber algo de japonés, y la dificultad no está en memorizar las palabras; está en que yo siento que todo ese mundo me queda muy lejos, aunque yo lo quiera mucho; ya que yo pasé quizá las cinco semanas más felices de mi vida en el Japón, cada día un regalo, conocí siete ciudades, la gente era de una extraordinaria cortesía; y con María Kodama visitamos templos, jardines, ríos, santuarios. —Como va a volver a hacerlo dentro de poco tiempo. —Sí, conversé con monjes y monjas de la fe del Buda y del shinto; yo jamás pensé que eso fuera posible, y sin embargo yo estaba conversando con ellos. Me parecía increíble eso. —La imaginación se enfrentaba con la realidad en ese momento. —Sí, yo había llegado a pensar que a mi edad nada nuevo podía ocurrirme, que yo ya había agotado el número de mis experiencias; que sólo me quedaba repetirlas. Pero luego llegó aquel don espléndido: una invitación al Japón. Nos invitó la Japan Foundation para pasar cuatro semanas. Esas cuatro semanas fueron cinco. Yo les dije que no me adelantaran nada, que yo quería que cada día fuera una sorpresa, y esa sorpresa podía ser, bueno, un santuario budista, podía ser un jardín; esos pequeños jardines japoneses que no están hechos para pasear sino para ser vistos, donde la roca y el agua son más importantes que la vegetación. Y luego tuve ocasión de conversar con escritores, también, y con monjes —monjes budistas y del shinto. —Pareciera haber sido una especie de correspondencia con la imaginación a lo largo del tiempo. —Sí. —Pero ha habido otra cosa inagotable en usted, Borges, que se menciona en Buenos Aires como única, me refiero al ingenio. La gente está habituada a escuchar por los medios de comunicación a un Borges ingenioso… —No, yo no soy ingenioso, en todo caso, no trato de serlo… —Hablo del ingenio literario… —No, cuando estoy conversando, estoy pensando en voz alta; pero no trato de ser ingenioso. Y los juegos de palabras me desagradan… —Bueno, pero cuando el ingenio abarca el humor, la política… —Ah, eso es otra cosa… —La sociedad, la literatura; se trata de una visión ingeniosa del mundo. —Ah, sí, puede ser. Ojalá no sea, en mi caso… —Y quizás ingenio y genio se parezcan un poco. —… Bueno, genio parece una palabra muy ambiciosa. Ingenio parece algo vanidoso, ¿no? Yo no creo ser ingenioso… —Proponerse ser ingenioso, de ninguna manera; lo es sin proponérselo. —Verbalmente, digamos, no. Ahora, que se me ocurran cosas, sí. Pero se me ocurren invenciones, más que juegos de palabras, que personalmente detesto. Aunque me gusta la rima, que es, en rigor, un juego de palabras (ríe). —Comprendo. —Pero, más bien un juego de las posibilidades poéticas de las palabras. Dicen que las rimas siempre son las mismas, y uno debe buscar, sin embargo, asociaciones distintas, y uno ya sabe que después de sombra, nombra, ¿no? —Cierto, por esta primera vez, Borges, tenemos que despedimos de los oyentes… —Pero, caramba, qué lástima… —Para reencontrarnos con ellos el próximo viernes… —Pero, si apenas hemos hablado tres minutos… —Es cierto, parece que hubieran sido nada más que tres minutos. Pero ha concluido el tiempo… —Bueno, muchas gracias. —Gracias a usted. —No, gracias a usted, gracias. 2 LA IDENTIDAD DE LOS ARGENTINOS Osvaldo Ferrari: Desde hace tiempo me interesa la idea que usted ha expresado acerca de la posible identidad de los argentinos, porque, según esa idea, la nuestra sería una identidad en pleno desarrollo. Usted ha dicho, Borges, que los argentinos, al tener una historia limitada, y provenir, a la vez, de una historia vasta como la europea, somos una nueva posibilidad de ser. Usted dijo: somos lo que queramos y lo que podamos ser. Jorge Luis Borges: Sí, efectivamente, creo que el hecho de ser europeos en el destierro es una ventaja, ya que no estamos atados a ninguna tradición local, particular. Es decir, podemos heredar, heredamos de hecho todo el Occidente, y decir todo el Occidente es decir el Oriente, ya que lo que se llama cultura occidental es, digamos, simplificando las cosas, una mitad Grecia y la otra mitad Israel. Es decir, que somos orientales también, y debemos tratar de ser todo lo que podamos; no estamos atados por una tradición, recibimos esa vasta herencia y tenemos que tratar de enriquecerla y de proseguirla a nuestro modo, naturalmente. En cuanto a mí, yo he tratado de conocer todo lo posible pero, desde luego, ya que el mundo es de hecho infinito, lo que un individuo puede conocer es una partícula. Yo pienso a veces que la literatura es como una biblioteca infinita. «La Biblioteca de Babel» en un cuento mío, y que de esa vasta biblioteca cada individuo sólo puede leer unas páginas: pero quizás en esas páginas esté lo esencial, quizás la literatura esté repitiendo siempre las mismas cosas con una acentuación, con una modulación ligeramente distinta. En todo caso, yo pienso que mi deber de escritor no es descubrir temas nuevos ni inventar nada; debo repetir, en el dialecto, bueno, de mi país y de mi época, ciertas poesías que están siendo siempre repetidas, con ligeras variaciones que pueden o no ser preciosas. —Ya veo. Ahora, no quiero dejar de preguntarle esto: respecto de usted, Octavio Paz ha dicho que su europeísmo es muy americano, que es una de las maneras que tenemos los hispanoamericanos de ser nosotros mismos, o bien de inventarnos. ¿Qué piensa de esto? —Es una frase ingeniosa, ante todo, pero puede ser cierta además, ya que desde luego nuestro destino es más bien nuestro destino futuro que nuestro destino pretérito, sobre todo en este continente. Yo diría lo mismo para los americanos del Norte también; bueno, el hecho es que los idiomas que se hablan y que son tradiciones también, ¿cuáles son?: el castellano, el portugués, el inglés, ciertamente no inventados por los pieles rojas, o por los incas, o por los indios pampas. —Naturalmente. Paz agrega que nuestro europeísmo no es un desarraigo ni una vuelta al pasado, sino una tentativa por crear un espacio temporal frente a un espacio sin tiempo, y así, dice él, «encarnar». —Es una hermosa idea y creo que es una idea cierta. Yo lo siento así, es decir, siento que soy un europeo en el destierro, pero que ese destierro me permite ser europeo de un modo más vasto que quienes sólo han nacido en Europa; porque, de hecho, no sé si alguien ha nacido en Europa: más bien la gente nace en Inglaterra, en Italia, en España, en Noruega, en Islandia, pero Europa es un concepto muy vasto. En cambio, nosotros podemos sentir todas esas diversas herencias, podemos olvidarnos de los límites políticos, de las fronteras de un país y otro, y debemos tratar de merecer ese vasto y riquísimo continente que es heredado de algún modo, precisamente porque no hemos nacido en él sino en otro. —Fíjese que es, realmente, una posibilidad enriquecedora de ser. —Sí, yo creo que sí, y creo que Emerson pensaba del mismo modo; en aquello que escribió en «The American Scholar», ciertamente no se refiere a los pieles rojas sino a toda la tradición de lo que se llama el Occidente ahora. —Hubo un movimiento literario en América, el Modernismo, que quizás haya sido el primero en que se reconocieron los componentes europeos en nuestra conformación. —Bueno, y ese movimiento surge, esto es muy significativo, de este lado del Atlántico, no del otro. Es decir, que Darío, Jaimes Freyre, Lugones, fueron anteriores a los grandes poetas españoles a quienes inspiraron del otro lado del mar. Yo recuerdo una conversación mía con el gran poeta andaluz Juan Ramón Jiménez; él me habló de la emoción que sintió cuando tuvo en sus manos la primera edición de Las montañas del oro, de Leopoldo Lugones. Aquello data de 1897, dos años antes de mi nacimiento. Él recibió ese libro… se quedó deslumbrado por ese libro que le llegaba de una ciudad que él conocía apenas de nombre: Buenos Aires; bueno, y ya sabemos lo mucho que se hizo con el modernismo en España, se renovó todo; los temas, la métrica, todo, todo se renovó. Claro que a la sombra de Hugo y de Verlaine. Es raro, los españoles estaban más lejos de Francia que nosotros, por razones históricas —no necesito insistir en ellas—, pero el hecho es que la poesía francesa reciente, la poesía francesa del siglo XIX, les fue revelada por América y, sobre todo, por Rubén Darío. —Esa vez, América renovó a Europa. —Sí. Yo he conversado cinco o seis veces en mi vida con Leopoldo Lugones, que era un hombre más bien, bueno…, triste, de un diálogo difícil; bueno…, mejor dicho, el diálogo era imposible con él, pero yo recuerdo que cada una de esas veces él desviaba el diálogo para hablar (él conservaba su tonada cordobesa) para hablar de «mi amigo y maestro Rubén Darío». Claro, Rubén Darío era un hombre muy querido por todos, y Lugones era un hombre admirado, respetado, pero no querido, lo cual tiene que haber sido muy triste para él. —Bueno, ahora, en cuanto a usted en relación con todo esto, yo pienso que si bien su memoria y su imaginación trascienden lo argentino y remontan a diferentes latitudes —la historia, la mitología de otros países y razas—, sin embargo, el estilo con que usted narra en sus cuentos es un estilo particularmente sobrio, propio de las cosas argentinas. —Sí, yo diría que la diferencia, o una de las diferencias entre el español de España y el español de, digamos, Buenos Aires o Montevideo, es que los españoles tienden a la interjección, a la exclamación. Nosotros, más bien, bueno, hablamos, decimos cosas, en fin, explicamos, pero no estamos afirmando o negando como los españoles suelen hacer. Es una conversación interjectiva la de los españoles. La nuestra no, la nuestra es una conversación, bueno, digamos, en voz más baja, no aumentada. —Bioy Casares decía una vez que la sencillez en la manera de hablar de nuestros paisanos, de nuestra gente del campo, a él le había enseñado mucho respecto del idioma. Él había encontrado… —Yo no sabía eso pero tiene que ser cierto, sí. Bueno, otra cosa que he observado en el campo, es que el campesino en este país (eso no ocurre, que yo sepa, en muchos otros) es un hombre capaz de ironía, por ejemplo, y no sé si eso se dará en otros países, yo diría que no. Es fácilmente capaz de ironía, y de lo que llaman en inglés el understatement, lo contrario, digamos, de la hipérbole española. —Lo sobreentendido. —Sí, lo sobreentendido. —Dentro de esto, me parece importante dilucidar aquí, en la Argentina, esta tendencia hacia lo universal, que yo diría que existe en el espíritu argentino. —Bueno, en Buenos Aires es natural que exista, ya que tenemos una mitad de la población italiana y la otra española, y además éste es un país con una gran ventaja, al ser un país de clase media, y ser un país cosmopolita, de hecho. —Me interesaría, Borges, que recordara alguien más que haya integrado ese movimiento tan importante, el Modernismo. —Sí, yo recordaría al gran poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre, que fue profesor en Tucumán. Bueno, Jaimes Freyre ha dejado un poema que no quiere decir absolutamente nada, y que no se propone decir absolutamente nada, que es para mí inolvidable. Puedo reconstruir el primer cuarteto así: Peregrina paloma imaginaria que enardeces los últimos amores, alma de luz, de música y de flores, peregrina paloma imaginaria. No quiere decir nada, no sé si sugiere algo, pero me parece perfecto. —Me parece lindísimo. —Sí, es muy, muy lindo, el mejor poema de él, Y él escribió también una historia de la versificación castellana, citada por Lugones que era amigo suyo, en el prólogo de aquel memorable Lunario sentimental, y ahí Ricardo Jaimes Freyre hace notar que el verso octosílabo, tan natural al parecer, vacila y tropieza en los primeros romances, y hace notar cómo aquello fue una novedad casi escandalosa para los literatos españoles; para Cristóbal del Castillejo, por ejemplo. El endecasílabo, sin embargo, ahora parece natural, ahora fluye y todo el mundo oye que fluye. Salvo, tengo la impresión de que estamos perdiendo el oído, que ya no se oye ningún verso, ni siquiera el octosílabo de los alrededores, el de las coplas. —Le contesto que sí y no, hay una ligera pérdida de oído, pero no es total. —Bueno, es una buena noticia la que usted me da (ríen ambos). —Tenemos que despedimos, Borges, hasta la próxima semana. —Bueno, pero me agrada que usted me haya dado la ocasión de recordar a Ricardo Jaimes Freyre, tan injustamente olvidado, como usted ha podido comprobar por estos cuatro versos incomparables suyos. —Injustamente olvidado. 3 EL ETERNO VIAJERO Osvaldo Ferrari: Me gustaría que usted me explicara, Borges, y creo que lo mismo les ocurre a nuestros oyentes, ante este segundo viaje suyo al Japón, que incluye además, a Italia y Grecia, qué es lo que determina esa excelente predisposición suya a los viajes, que, por lo demás, parece haber crecido en los últimos años. Jorge Luis Borges: Una razón sería la ceguera, el hecho de sentir los países aunque no los vea. Y, además, si me quedo en Buenos Aires, bueno, mi vida es… pobre, debo estar continuamente fabulando, dictando. En cambio, si viajo estoy recibiendo nuevas impresiones, y todo eso, a la larga, se convierte en literatura —lo cual no sé si es una ventaja—; en fin, pero yo trato de seguir… aceptando y agradeciendo las cosas. Creo que si yo fuera realmente un poeta —evidentemente, no lo soy—, sentiría cada instante de la vida como poético. Es decir, es un error suponer que hay, por ejemplo, temas poéticos o momentos poéticos: todos los temas pueden serlo. Ya lo demostró Walt Whitman eso, y Gómez de la Serna a su modo también; el hecho de ver lo cotidiano como poético. Hay una frase que dice… sí: «reality stranger than fiction»: la realidad es más rara que la ficción. Y Chesterton lo comenta aguda y justamente, yo creo; él dice: «porque la ficción la hacemos nosotros, en cambio la realidad es mucho más rara porque la hace otro, el Otro: Dios». De modo que tiene que ser más rara la realidad. Y ahora que digo aquello de otro, recuerdo que en la primera parte de La Divina Comedia… claro, la primera parte es el «Infierno», ahí no está permitido el nombre de Dios, y entonces lo llaman el Otro. «Como quiso el Otro», dice Ulises, por ejemplo, porque el nombre de Dios no puede ser pronunciado en el Infierno. Y entonces Dante inventó ese hermoso sinónimo: el Otro. Que es terrible además, ¿no?, porque significa, bueno, que uno está muy lejos del otro, que uno no es el Otro. Por eso, en La Divina Comedia el nombre de Dios ocurre, bueno, ya ha podido ocurrir en el Purgatorio, porque ahí están en el fuego que los… purifica, y en el Cielo, desde luego, pero en el Infierno no —se dice Otro— y suele imprimirse con una «o» mayúscula para que no haya ninguna duda. —Cierto, ahora, volviendo a este viaje en particular, qué finalidades, o qué buenos pretextos tiene para realizarse. —Bueno… uno de los buenos pretextos es ese generoso, inmerecido doctorado honoris causa que recibiré en la Universidad de Palermo, en Sicilia. Es decir, voy a conocer el sur de Italia. Yo conozco el admirable norte, conozco Roma… claro que puedo decir, como todos los occidentales, «chis romanus sum»: soy un ciudadano romano. Ya que todos lo somos; hemos nacido en el destierro, un poco a trasmano. Pero ahora conoceré el sur, la Magna Grecia. Puede decirse que el Occidente comenzó a pensar en la Magna Grecia. Es decir, parte en Asia Menor, y en el sur de Italia. Qué raro que la filosofía empezara, digamos, en los arrabales de Grecia, ¿no? Bueno, ahí empezaron a pensar los hombres, y hemos tratado de seguir pensando después. En fin, esa excelente costumbre empezó en la Magna Grecia. Y luego, bueno, el sur de Italia significa otros grandes nombres. Significa Vico, por ejemplo, tan citado por Joyce por su teoría de los ciclos de la historia. Y quizá, quien ha escrito mejor sobre estética: Croce, del sur de Italia también. Y el Marino, además, el máximo poeta barroco; que fue maestro de Góngora. Bueno, en fin, hay tantos recuerdos del sur de Italia. Pero yo querría conocer el sur de Italia, y eso me falta hasta ahora, como tantas otras cosas, ya que si uno considera, no diré lo vasto del universo, pero sí lo vasto del planeta, lo que un hombre puede ver es muy poco. Yo he pensado a veces, cuando la gente me dice que he leído mucho, que no. Si uno se imagina, bueno, todas las bibliotecas del mundo o una sola biblioteca; digamos… la Biblioteca Nacional de la calle México. ¿Y qué ha leído uno?, unas páginas. De lo escrito, uno ha leído unas páginas nada más, y del mundo, uno ha visto unas cuantas visiones. Pero, cabría pensar que en ésas están las otras, es decir, que platónicamente uno ha visto todas las cosas, y que ha leído todos los libros. Aun los libros escritos en idiomas desconocidos. Por eso se dice que todos los libros son un solo libro. Yo he pensado, tantas veces, que los temas de la literatura, bueno, son escasos, y que cada generación busca ligeras variantes, cada generación reescribe en el dialecto de su época, lo que ha sido escrito ya. Y que hay pequeñas diferencias, pero esas pequeñas diferencias son muy, muy importantes, como es natural, por lo menos para nosotros. Bueno, yo voy a recibir ese muy honroso doctorado en Palermo, en Italia, y después otro no menos honroso pero más raro por una reciente universidad griega: la Universidad de Creta. Yo conozco Creta ya, pero jamás pensé recibir un doctorado cretense, lo cual me acerca de algún modo… bueno, no preciso que me acerque, y… al laberinto (ríe). Además, creo que Doménico Theotocopulos, el Greco, era cretense también, ¿no? Bueno, y luego tengo que asistir a un congreso en el Japón, y en junio creo que voy a recibir un doctorado… desde luego de una de las más antiguas universidades del mundo, una de las más famosas: la Universidad de Cambridge. Y ya soy doctor honoris causa de Oxford, la otra universidad rival. De modo que voy a ser doctorado en esas dos famosas universidades. Si recordamos, veremos que en Europa las primeras universidades fueron las italianas. La primera la de Bolonia, creo, después vinieron las de Inglaterra, después las de Francia, y creo que, en último término, las de Alemania, Heidelberg. —Ahora, en Italia parecen estar particularmente compenetrados con su obra, desde hace tiempo. —Y… sí, aunque eso de que les guste mucho podría indicar que no la han leído (ríe), pero yo creo que a pesar de haberla leído me aprecian, ¿no?, lo cual no deja de asombrarme un poco. Sí, Italia ha sido muy generosa conmigo. Bueno, el mundo ha sido muy generoso conmigo. Yo no creo tener enemigos personales, por ejemplo, y además, quizá cuando uno llega a los ochenta y cuatro años, uno ya es, de algún modo, póstumo, y puede ser querido sin mayor riesgo, ¿no?, sin mayor incomodidad, posiblemente sea una de las formas de la vejez. —Los japoneses también parecen sentir cierta curiosa predilección por expresiones típicas de nuestro país, como la música, por ejemplo. —Sí, por el tango. Cuando yo les dije que el tango era casi olvidado en Buenos Aires, que se oía mucho más rock, se sintieron un poco escandalizados, aunque les gusta el rock también, desde luego. La mente japonesa es muy hospitalaria, usted ve cómo ellos, sin renunciar a su cultura oriental, ejercen admirablemente la cultura occidental. Y creo que, por ejemplo, en Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania, están alarmados por los progresos de la industria del Japón. Todo lo hacen mejor, y además con un sentido estético. Por ejemplo, un grabador japonés, un telescopio japonés, una afeitadora japonesa, bueno, son más livianos y más elegantes, para no decir nada de las máquinas fotográficas y de los coches también. Y las computadoras también parece que las hacen mejor. —Pero también hay otros rubros. Por ejemplo, Adolfo Bioy Casares me regaló un libro japonés, una hermosa edición. Se trata de los Cuentos breves y extraordinarios escritos por usted y él en el sesenta y siete, que se publicaron en el Japón en el setenta y seis. —Yo no sabía eso, yo no tenía ninguna noticia. Sí, nosotros compilamos ese libro más o menos para aquella fecha, pero mis fechas son muy vagas. La verdad es que estoy perdiendo la memoria, pero guardo lo mejor, que son, no mis experiencias personales sino los libros que he leído. Mi memoria está llena de versos en muchos idiomas, yo jamás he tratado de aprender un poema de memoria, pero los que me gustaban se han quedado, y ahí están. De modo que yo podría decirle versos en muchos idiomas, sin excluir el inglés antiguo; el anglosajón, por ejemplo. Y yo creo que muchos versos latinos también, pero no sé si sé escandirlos bien, quizá me equivoque en la cantidad de sílabas, pero, en fin, yo recuerdo más lo que he leído que lo que me ha pasado. Pero claro que una de las cosas más importantes que pueden pasarle a un hombre, es el haber leído tal o cual página que lo ha conmovido, una experiencia muy intensa, no menos intensa que otras. Aunque Montaigne dijo que la lectura es un placer lánguido. Pero yo creo que se equivocaba, en mi caso la lectura no es lánguida, es intensa. Supongo que en el caso de él también, ya que si usted lee los ensayos de Montaigne, las páginas están llenas de citas latinas, a las cuales han tenido que agregarles la traducción ahora, porque el latín, desgraciadamente, es una lengua muerta. En cambio, antes era el idioma común de toda Europa culta. Un bisabuelo mío, el doctor Haslam, bueno, no podía costearse Oxford o Cambridge, entonces fue a la universidad de Heidelberg, en Alemania. Y volvió, al cabo de cinco años, con su título de doctor en Filosofía y Letras, sin una palabra de alemán. Había dado todos los exámenes en latín. Un latín muy británico sin duda, ¿no?, pero suficiente para, bueno, para esos exámenes. Actualmente, no creo que se encuentre a un profesor capaz de tomar esos exámenes; en aquel tiempo, sí. Bueno, un amigo mío, Néstor Ibarra, me dijo que en su casa los obligaban a usar el latín durante el almuerzo y la comida. Toda la conversación tenía que ser en latín, me parece que está bien. —Eso, en Buenos Aires. —En Buenos Aires, sí. Y Montaigne, creo que él tenía un tutor alemán que le enseñó, no el alemán —era una lengua bárbara entonces— pero sí el latín y el griego. Se acostumbró al manejo familiar de esos idiomas. —Ahora, quiero preguntarle: usted sabe que hay escritores que dicen que los viajes les producen una gran distorsión, algo así como un desconcentrarse, como una violenta irrupción en sus vidas y en su escritura, que después les cuesta recomponer. —A mí no me pasa eso. Yo vuelvo, digamos, enriquecido con mis viajes, no empobrecido, y menos distorsionado. —Inciden positivamente. —Usted dirá que soy tan caótico que no puedo desordenarme mucho (ríen ambos). Empiezo siendo un desorden, es decir, un caos. Qué cosa, esa palabra «cosmética» tiene su origen en cosmos. El cosmos es el gran orden del mundo, y la cosmética el pequeño orden que una persona impone a su cara. Es la misma raíz, cosmos: orden. —Entonces, habría una posibilidad cósmica u ordenada en estos viajes suyos. —Esperemos que sí, sería muy triste viajar en vano. En todo caso, es tan lindo… sobre todo despertarse. Uno tiene… cuando uno se despierta no sabe muy bien donde está, pero si al despertarse piensa: estoy en Nara, la antigua capital del Japón, muy cerca está la gran imagen del Buda… es muy grato eso, aunque yo no pueda ver la imagen, por razones obvias. Sin embargo, el hecho es el poder decirse esto en un lugar así, bueno, que para uno es un lugar romántico, lleno de sugestiones; bueno, como es el Japón para mí. Yo conozco los dos extremos del Oriente: conozco el Egipto y conozco el Japón, pero querría conocer, y espero poder hacerlo algún día, querría conocer sobre todo la China y la India, y me gustaría conocer Persia también, pero, es más difícil eso… el Irán ahora… pero yo quisiera conocer el mundo entero. —Pero debe hacerlo. Bueno, vamos a seguir conversando sobre este viaje suyo, aunque por hoy debemos despedirnos, pero seguiremos conversando sobre esto. —Espero que sí, dentro de una semana conversaremos. 4 EL ORDEN Y EL TIEMPO Osvaldo Ferrari: Después de haber colocado, Borges, la piedra fundamental, después de haber fundado, como dijo usted, nuestro ciclo de audiciones; circulamos ahora, irreversiblemente, por estas misteriosas ondas radiales. ¿Qué opina de esto? Jorge Luis Borges: El diálogo es uno de los mejores hábitos del hombre, inventado —como casi todas las cosas— por los griegos. Es decir, los griegos empezaron a conversar, y hemos seguido desde entonces. —Ahora, en esta semana, he advertido que si usted se propuso a través de las letras —o si las letras se propusieron a través de usted— un vasto conocimiento del mundo, yo me he embarcado en un conocimiento no menos vasto al tratar de conocer a Borges para que todos lo conozcan mejor. —Bueno, «conócete a ti mismo», etcétera, etcétera, sí, como dijo Sócrates, contra Pitágoras, que se jactaba de sus viajes. Por eso Sócrates dijo: «Conócete a ti mismo», es decir, es la idea del viaje interior, no del mero turismo —que yo practico también— desde luego. No hay que desdeñar la geografía, quizá no sea menos importante que la psicología. —Seguramente. Una de las impresiones que uno tiene al conocer su obra y al conocerlo a usted, Borges, es la de que hay un orden al que usted guarda rigurosa fidelidad. —Me gustaría saber cuál es (ríe). —Bueno, es un orden que preside, naturalmente, su escritura y sus actos. —Mis actos, yo no sé. La verdad es que he obrado de un modo tan irresponsable… Usted dirá que lo que yo escribo no es menos irresponsable, pero yo trato de que lo sea, ¿no? Además, tengo la impresión de vivir… casi de cualquier modo. Aunque trato de ser un hombre ético, eso sí. Pero mi vida es bastante casual, y trato de que mi escritura no sea casual, es decir, trato, bueno, de que haya algo de cosmos, aunque sea esencialmente el caos. Como puede ocurrir con el universo, desde luego: no sabemos si es un cosmos o si es un caos. Pero, muchas cosas indican que es un cosmos: tenemos las diversas edades del hombre, los hábitos de las estrellas, el crecimiento de las plantas, las estaciones, las diversas generaciones también. De modo que cierto orden hay, pero un orden… bastante pudoroso, bastante secreto, sí. —Ciertamente. Pero, para identificarlo de alguna manera: ése su orden se parece —me parece a mi— a lo que Mallea describió como un sentido severo, o «una exaltación severa de la vida», propia del hombre argentino. —Bueno, ojalá fuera propia del hombre argentino. —Digamos, del arquetipo de hombre argentino. —Del arquetipo más bien, ¿eh?, porque en cuanto a los individuos, no sé si vale la pena pensar mucho en ello. Aunque nuestro deber es tratar de ser ese arquetipo. —¿No es cierto? —Sí, porque… fue predicado por Mallea porque él, como se habla de la «Iglesia invisible» —que no es ciertamente la de los diversos personajes de la jerarquía eclesiástica—, él habló del «argentino invisible», de igual modo que se habla de la Iglesia invisible. El argentino invisible sería, bueno, los justos. Y, además, los que piensan justamente, más allá de los cargos oficiales. —Una vez usted me dijo que por la misma época de Mallea, o quizás antes, usted había pensado también en este «sentido severo de la vida», en esta exaltación. —Sí, quizá sea la sangre protestante que tengo, ¿no? Creo que en los países protestantes es más fuerte la ética. En cambio, en los países católicos se entiende que los pecados no importan; confiesan, a uno lo absuelven, uno vuelve a cometer el mismo pecado. Hay un sentido ético, creo, más fuerte entre los protestantes. Pero quizá la Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo entero. No importa, tendremos que inventarla otra vez. —Pero la ética de los protestantes parecería tener que ver con cuestiones, por ejemplo, económicas, y de tipo… —Sexuales. —Sexuales. Aunque no últimamente. —No, últimamente no, caramba (ríe); yo diría que todo lo contrario, ¿eh? —Yo siento que su fidelidad a ese orden personal —no diría a un método, sino a un ritmo, a veces a una eficaz monotonía— proviene de su infancia y se mantiene vigente hasta hoy, inclusive. —Bueno, yo trato de que sea así. Yo tengo mucha dificultad para escribir, soy un escritor muy premioso, pero precisamente eso me ayuda, ya que cada página mía, por descuidada que parezca, presupone muchos borradores. —Justamente, de eso hablo, de esa prolijidad, de… —Yo, el otro día, estuve dictándole algo y usted habrá visto cómo me demoro en cada verbo, cada adjetivo, cada palabra. Y, además, en el ritmo, en la cadencia, que para mí es lo esencial de la poesía. —En ese caso, usted si se acuerda del lector. —Sí, creo que sí (ríe). —Bien, entonces yo —repito— advierto ese orden en sus poemas, en sus cuentos, en su conversación. —Bueno, muchas gracias. —Hoy quisiera hablar con usted sobre aquello que me ha parecido su mayor preocupación: me refiero al tiempo. Usted ha dicho que la palabra eternidad es inconcebible. —Es una ambición del hombre, yo creo: la idea de vivir fuera del tiempo. Pero no sé si es posible, aunque dos veces en mi vida yo me he sentido fuera del tiempo. Pero puede haber sido una ilusión mía: dos veces en mi larga vida me he sentido fuera del tiempo, es decir, eterno. Claro que no sé cuánto tiempo duró esa experiencia porque estaba fuera del tiempo. No puedo comunicarla tampoco, fue algo muy hermoso. —Si no es concebible la eternidad; así como, quizá, hablamos del infinito pero no es concebible por nosotros, aunque sí podemos concebir lo inmenso… —Bueno, en cuanto a lo infinito, digamos, lo que señaló Kant: no podemos imaginarnos que el tiempo sea infinito pero menos podemos imaginarnos que el tiempo empezó en un momento, ya que si imaginamos un segundo en el que el tiempo empieza, bueno, ese segundo presupone un segundo anterior, y así infinitamente. Ahora, en el caso del budismo, se supone que cada vida está determinada por el karma tejido por el alma en su vida anterior. Pero, con eso nos vemos obligados a creer en un tiempo infinito: ya que si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior presupone otra vida anterior, y así infinitamente. Es decir, no habría una primera vida, ni tampoco habría un primer instante del tiempo. —En ese caso, habría una sospechable forma de eternidad. —No, de eternidad no: de infinita prolongación del tiempo. No, porque la eternidad creo que es otra cosa; la eternidad —yo he escrito sobre eso en un cuento que se llama «El Aleph»— es la, bueno, la muy aventurada hipótesis de que existe un instante, y que en ese instante convergen todo el pasado, todos nuestros ayeres como dijo Shakespeare, todo el presente y todo el porvenir. Pero, eso era un atributo divino. —Lo que se ha llamado la triada temporal. —Sí, la tríada temporal. —Ahora, lo que advierto es que esta familiaridad, por momentos angustiosa, con el tiempo, o con la preocupación por el tiempo que usted tiene, bueno, me ha hecho sentir que en esos momentos en que usted habla del tiempo, el tiempo parece corporizarse, parece tomar forma corpórea, parece percibírselo como un ente corporal. —Y, en todo caso, el tiempo es más real que nosotros. Ahora, también podría decirse —y eso lo he dicho muchas veces— que nuestra sustancia es el tiempo, que estamos hechos de tiempo. Porque, podríamos no estar hechos de carne y hueso: por ejemplo, cuando soñamos, nuestro cuerpo físico no importa, lo que importa es nuestra memoria y las imaginaciones que urdimos con esa memoria. Y eso es evidentemente temporal y no espacial. —Cierto. Ahora, fíjese: Murena decía que el escritor debía volverse anacrónico, es decir, contra el tiempo. —Es una espléndida idea, ¿eh? Casi todos los escritores tratan de ser contemporáneos, tratan de ser modernos. Pero eso es superfino ya que, de hecho yo estoy inmerso en este siglo, en las preocupaciones de este siglo, y no tengo por qué tratar de ser contemporáneo, ya que lo soy. De igual modo, no tengo por qué tratar de ser argentino, ya que lo soy, no tengo por qué tratar de ser ciego ya que, bueno, desgraciadamente, o quizás afortunadamente, lo soy… tenía razón Murena. —Es interesante porque él no dice metacrónico, o más allá del tiempo, sino anacrónico: contra el tiempo. A diferencia, quizá, infiero, del periodista o del cronista de la historia. —Adolfo Bioy Casares y yo fundamos una revista que duró —no quiero exagerar— tres números, que se llamaba Destiempo. Y la idea era ésa, ¿no? —Coincide, cómo no. —Nosotros no sabíamos lo de Murena, pero, en fin, coincidimos con él. Se llamaba Destiempo la revista, claro, eso dio lugar a una broma previsible, inevitable; un amigo mío, Néstor Ibarra, dijo: «Destiempo…, ¡más bien contratiempo!» (ríen ambos), refiriéndose al contenido de la revista Contretemps, sí. —Murena se refería al tiempo del artista o del escritor como al tiempo eterno del alma, contraponiéndolo a lo que él llamaba: «El tiempo caído de la historia». —Sí quizás uno de los mayores errores, de los mayores pecados de nuestro siglo, es esa importancia que le damos a la historia. Eso no ocurría en otras épocas. En cambio, ahora parece que uno vive un poco en función de la historia. Por ejemplo, en Francia, donde, claro, los franceses son muy inteligentes, muy lúcidos, les gustan mucho los cuadros sinópticos; bueno, el escritor escribe en función de su tiempo, y se define, digamos, como un hombre de tradición católica, nacido en Bretaña, y que escribe después de Renán y contra Renán, por ejemplo. El escritor está haciendo su obra para la historia, en función de la historia. En cambio, en Inglaterra no, eso se deja para los historiadores de la literatura. Bueno, claro, como dijo Novalis: «Cada inglés es una isla», es decir, cada inglés está aislado —exactamente en la etimología de «isla»— y entonces escribe más bien en función de su imaginación, o de sus recuerdos, o de lo que fuere. Y no piensa en su futura clasificación en los manuales de la historia de la literatura. —Pero, todo coincide con lo que usted dice: Murena sostenía que la servidumbre al tiempo por parte de los hombres nunca ha sido peor que en este momento de la historia, que en esta época. —Sí, bueno, uno de los que señalaron el hecho de que nuestra época es ante todo histórica, fue Spengler. En La decadencia de Occidente él señala que nuestra época es histórica. La gente se propone escribir en función de la historia. Con su obra casi prevé —un escritor casi prevé— el lugar que va a ocupar en los manuales de la historia de la literatura de su país. —¿Y qué lugar ocuparía en una época así, historizada, y dependiente del tiempo…? —Es que yo, sin duda, estoy historizado también: estoy hablando de la historia de esta época. —Claro, pero ¿qué lugar ocuparían el arte y la literatura, en una época de tal naturaleza? —El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política, o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso. —Claro. —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea. Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro. —Verdaderamente. —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista. —A pesar de lo dicho, nosotros no podemos liberarnos del tiempo, porque la audición debe concluir. —Bueno, pero la reanudaremos la próxima semana. —Sí. Cada vez es más grato hacerla. —Muchas gracias. —Gracias a usted, Borges. 5 BORGES Y EL PÚBLICO Osvaldo Ferrari: Una de las sorpresas que yo creo usted tuvo en cuanto a su destino, Borges, fue cuando en la década del cuarenta alguien le profetizó que usted iba a hablar como conferenciante; que iba a dar conferencias. Jorge Luis Borges: No, no fue así; Adela Grondona me llevó a un club de señoras, de señoritas inglesas, y allí había una señora que leía las borras del té. Y entonces, ella me dijo que yo iba a viajar mucho, y que iba a ganar dinero hablando. A mí me pareció una extravagancia, y cuando volví a casa se lo conté a mi madre. Yo jamás había hablado en público en mi vida, era muy tímido, y la idea de que iba a ganar dinero viajando y hablando me parecía más que inverosímil, imposible. Bueno, sin embargo, yo tenía un pequeño cargo de auxiliar primero —antes había sido auxiliar segundo— en una biblioteca de Almagro sur. Llegó el que sabemos al gobierno, me hicieron una broma: me nombraron inspector para la venta de aves de corral y de huevos en los mercados —era un modo de insinuarme que renunciara—. Entonces, yo desde luego renuncié, ya que no sé absolutamente nada de aves de corral y de huevos. —Ese nombramiento se convirtió en un error histórico. —Sí, bueno, me hizo gracia la broma, desde luego. Y recuerdo el alivio cuando a las dos de la tarde, por ejemplo, salí a caminar por la plaza San Martín, y pensé: no estoy en esa biblioteca —no demasiado querible— del barrio de Almagro. Y me pregunté ¿y qué va a pasar ahora? Bueno, pues bien, me llamaron del Colegio Libre de Estudios Superiores y me propusieron que diera conferencias. Yo no había hablado nunca en público, pero acepté porque dijeron que tenía que ser el año siguiente, y tenía dos meses de respiro; que resultaron dos meses de pánico. Yo recuerdo que estaba en Montevideo, en el hotel Cervantes, y a veces me despertaba a las tres de la mañana, y pensaba: dentro de treinta y tantos días —yo iba llevando la cuenta— voy a tener que hablar en público. Y entonces ya no dormía, veía amanecer en la ventana; en fin, no podía dormir, yo estaba aterrado. —Su timidez lo acompañaba. —Sí, me acompañaba, sí (ríen ambos). Todo eso ocurrió hasta la víspera de la primera conferencia. Yo vivía en Adrogué entonces, estaba en uno de los andenes de Constitución y pensé: bueno, mañana a esta hora ya habrá pasado todo, lo más probable es que yo me quede mudo, que no pueda pronunciar una sola palabra; también puede ocurrir que hable en voz tan baja y tan confusa que no se oiga nada —lo cual es una ventaja— (ya que yo llevaba escrita la conferencia). Claro, yo creía que iba a ser incapaz de decir nada. Bueno, ese día llegó, fui a almorzar a la casa de una amiga —Sara D. de Moreno Hueyo— y le pregunté a ella si me notaba muy nervioso. Dijo: no, más o menos como siempre. Yo no le dije nada de la conferencia. Esa tarde di la primera conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores, en la calle Santa Fe. Esas conferencias versaron sobre lo que se llamó «Literatura clásica americana»; eran conferencias sobre Hawthorne, sobre Melville, sobre Poe, sobre Emerson, sobre Thoreau, y creo que sobre Emily Dickinson. Y luego siguieron otras conferencias sobre los místicos. —En ese mismo lugar. —Sí, y una conferencia sobre el budismo. Luego me pidieron otras conferencias sobre el budismo, y con las notas que yo tomé para esas conferencias compusimos un libro Alicia Jurado y yo. Ese libro sobre el budismo ha sido imprevisiblemente, asombrosamente, vertido al japonés, donde conocen el tema mucho mejor que yo —una de las dos religiones oficiales en el Japón es el budismo, la otra es el shinto—. Ya el hecho de que haya dos religiones oficiales, bueno, es un testimonio de la tolerancia de ese país ¿no? Después conocí el interior de nuestro país, que no conocía; di varias conferencias en Montevideo también; y más adelante fui recorriendo el continente y los continentes dando conferencias. Y ahora he llegado distraídamente a los ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis; bueno, me he dado cuenta de que todo el mundo ha sentido lo que yo he sentido antes: el hecho de que yo no sé dar conferencias; entonces prefiero el diálogo, que resulta más entretenido para mí, no sé si para los otros también. Sí, porque la gente puede participar: hace poco hubo dos actos: uno duró una hora y veintiún minutos, y el otro más de dos horas de preguntas y respuestas. Es decir, he comprendido que el interrogatorio, que el catecismo es la mejor forma. Y además, es como un juego, porque al principio se empieza con solemnidad y con timidez, y luego todo el mundo va entrando en el juego y lo difícil es concluir. Entonces, siempre recurro al mismo truco, que es el de proponer tres preguntas finales; luego tres resultan pocas, y como me enseñaron en el Japón que el cuatro es de mal agüero, generalmente son cinco —cinco últimas preguntas y cinco últimas contestaciones—. Hacia el final todo se hace entre bromas; es decir, lo que empezó siendo algo un poco forzado y solemne, al final es un juego de gente apresurada, y bueno, y yo me siento bastante feliz, hago bromas; he comprendido aquello que decía George Moore: «Better a bad joke than no joke»: más vale una broma mala que ninguna broma, ¿no? Siempre contesto en broma, y como la gente es muy indulgente conmigo, la gente es indulgente, bueno, con un anciano ciego (ríe); y les hacen gracia esas bromas, que son realmente debilísimas. Pero, quizá en una broma no importan tanto las palabras sino el ánimo con que se las dice; como mi cara es una cara sonriente… las bromas son bien aceptadas. De modo que yo he hablado en muchas partes del mundo, y… en Francia he llegado a hacerlo en francés —un francés incorrecto, pero fluido—. Y en los Estados Unidos, cuatro cuatrimestres sobre literatura argentina en la Universidad de Texas, en la de Harvard, en la de Michigan, y en la de Bloomington, Indiana; y otras sueltas por aquí y por allá. Y lo he hecho en inglés, con incorrección y con soltura. —Usted nunca pensó, yo creo, que la conferencia, iba a ser un género para usted, y que además la convertiría en un diálogo múltiple, diferente de la conferencia; y tampoco pensó en el humor como en un género personal. —No, jamás, jamás he pensado en eso, he sido una persona muy seria siempre. Pero no sé, el destino es algo que le sucede a uno ¿no?, no tiene nada que ver con la forma que uno ha querido prefijarle. —Son géneros que han venido a buscarlo. —Es cierto, sí. Ahora recuerdo aquella frase de Whistler, cuando se hablaba, bueno, sobre el medio ambiente, sobre la influencia ideológica, sobre el estado de la sociedad; y Whistler dijo: «Art happens»: el arte sucede. El arte es algo imprevisible. —Sí, y también es paradojal que el mayor de los tímidos terminara hablando con cientos de personas en distintos lugares, como ocurrió últimamente. —Sí, hace unos meses hablé ante… me dijeron que eran mil, pero posiblemente fueran novecientas noventa y nueve personas, ¿no? (ríen ambos), o novecientas simplemente, ya que en todo caso, la cifra mil impresiona. Pero no, ya que mil personas de buena voluntad no tienen por qué ser temibles. Además yo, para darme valor inventé una suerte de argumento metafísico, y es éste: la muchedumbre es una entidad ficticia, lo que realmente existe es cada individuo. —Claro. —El hecho de sumarlos, bueno, uno puede sumarlos —uno también podría sumar personas que se suceden, que no son contemporáneas—, entonces yo pienso: no estoy hablando ante trescientas personas, estoy hablando a cada una de esas trescientas personas. Es decir, realmente somos dos; ya que lo demás es ficticio. Ahora, no sé si lógicamente eso está bien, pero me ayudó y sigue ayudándome en cada conferencia o en cada diálogo con muchos. De manera que yo pienso: lo que yo digo es oído por una sola persona, el hecho de que esa única persona no sea la misma, y que haya, digamos, trescientas personas o treinta personas que me oyen a un tiempo no importa; yo hablo con cada una de ellas, no con la suma. Y por otra parte, si hablara con la suma sería más fácil —hay un libro sobre la psicología de las multitudes, y parece que las multitudes son más sencillas que los individuos—. Eso yo lo he comprobado en el cinematógrafo o en el teatro: una broma que uno no se aventuraría a hacer a un interlocutor, es aceptada por una sala, y hace gracia. —Es cierto. —Sí, de modo que las multitudes son más sencillas. Y eso lo saben muy bien los políticos, que se aprovechan del hecho de que no están hablando ante un individuo sino ante una multitud de individuos, bueno, simplificados, digamos; y del hecho de que basta usar los resortes más elementales o más torpes porque funcionan. —De manera que a la oratoria de los romanos usted prefirió el diálogo de los griegos. —Exactamente, sí. —Ésa ha sido la transición de la conferencia al diálogo. —El diálogo de los griegos, sí. Claro que los griegos eran también oradores. —Naturalmente. —Demóstenes, en fin. Pero me parece mejor, y ahora me he acostumbrado… sobre todo para mí es un juego. Y si alguien piensa que algo es un juego, entonces aquello de hecho es un juego, y los demás lo sienten como un juego también. Además que yo al principio les advierto: bueno, esto va a ser un juego, espero que sea un juego tan divertido para ustedes como para mí; empecemos a jugar, no tiene la menor importancia. Y así sale bien también en las clases: yo trato de ser lo menos pedagógico posible, lo menos doctoral posible cuando doy una clase. Por eso las mejores clases son los seminarios. El ideal sería cinco o seis estudiantes y un par de horas. Yo durante un año di un curso de literatura inglesa en la Universidad Católica. Bueno, la gente tenía la mejor voluntad, pero yo no podía hacer nada con noventa personas y cuarenta minutos. Es imposible; mientras llegan y mientras se van han pasado los cuarenta minutos. Aquello duró un par de cuatrimestres, y luego dejé porque me convencí de que esa tarea era inútil. —Lo particular sería que en esto que usted denomina juego… —Bueno, yo espero que ese juego que yo he inaugurado, digamos, ya que no lo he inventado… —Fue precedido en más de dos mil años. —Sí, y además precedido, bueno, por los interrogatorios; por la inquisición, en fin, hay recuerdos bastante tristes. Pero yo trato de que todo sea una broma; el único modo de ver las cosas en serio, ¿no? —Claro. —Desde luego. —Pero este juego del diálogo a lo mejor puede aproximarnos a la verdad. —Puede aproximarnos a la verdad, y espero que sea imitado también. Porque una de las razones por las cuales yo he insinuado y finalmente impuesto ese juego es mi timidez, debido a que es muy fácil contestar a una pregunta ya que cada pregunta es un estímulo. Ahora, lo difícil es lograr que sean preguntas, porque las personas, sabiendo que va a haber respuesta, preparan más bien discursos que pueden durar hasta diez minutos, y a los cuales no hay nada que contestar. —Claro, porque hay en ellos muchas ideas juntas. —Sí, muchas ideas o… —O ninguna idea. —Sí, de modo que yo pido preguntas concretas y prometo contestaciones concretas. Pero es muy difícil, de hecho, conseguir que la gente pregunte algo; porque más bien prefieren lucirse, o, en fin, aburrir a los demás —lo cual viene a ser lo mismo— con largos discursos preparados. —En lugar de favorecer el diálogo. —Claro. —Bueno, Borges, nosotros seguiremos jugando, seguiremos dialogando, siempre en busca de la posible verdad, en todo caso. —Pero por supuesto. 6 CÓMO NACE Y SE HACE UN TEXTO DE BORGES Osvaldo Ferrari: Tengo la impresión, Borges, de que empezamos a habituarnos a la compañía silenciosa de los oyentes y que estamos menos nerviosos ahora que cuando grabamos la primera audición. ¿Qué opina? Jorge Luis Borges: Hace tanto tiempo ya, pero es verdad. —Sí, hace unas semanas. Ahora, es curioso, la timidez —si bien vencida muchas veces a lo largo del tiempo— parece ser una constante, algo ineludible en la vida de quienes escriben. —Cada conferencia que doy es la primera: cuando estoy en público, siento el mismo temor que la primera vez, hace ya tantos años. Soy un veterano del pánico, digamos, perfeccionando el sentido, pero me doy cuenta de que eso no importa: ya sé que soy tímido, ya sé que estoy aterrado, pero no importa. —Hoy me gustaría que habláramos de algo que muchos quieren saber. Esto es, de cómo se produce en usted el proceso de la escritura, es decir, cómo comienza en su interior un poema, un cuento. Y a partir del momento en que se inician, cómo sigue el proceso, la confección, digamos, de ese poema o ese cuento. —Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder (ríe). En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver, por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí —eso es una solución personal mía—, creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo —si se trata de un cuento porteño—, elijo lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque, ¿quién puede saber, exactamente cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: «No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión». El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo… fantasear… o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula —por fantástica que sea— crea, por el momento, en la realidad de la fábula. —Cierto. Ahora quiero decirle que siempre he sentido predilección, y a la vez curiosidad, frente a un cuento suyo: «Everything and Nothing», que se refiere… —Yo no sé si es realmente un cuento, ¿eh? Pero, sí, desde luego, tiene carácter narrativo. Vendría a ser… sí, es un relato fantástico. —Usted lo ha elegido para su «Antología personal». —Sí, pero no sé si lo he elegido como cuento o como poema en prosa. Es decir, qué importan las clasificaciones. —Se parece a un poema en prosa. —Sí, bueno, Croce decía que las clasificaciones son… bueno, que no son esenciales. Por ejemplo, decir que un libro es una novela, o decir que un libro es una epopeya, es exactamente como decir que es un libro encuadernado de rojo, que está en el anaquel más alto, a la izquierda. Simplemente eso, es decir: que cada libro es único, y su clasificación, bueno, está a cargo de la crítica, o es una mera comodidad de la crítica, pero nada más. —Se refiere el texto de su cuento «Everything and Nothing» a la vida de un actor. Si a usted le parece bien, yo querría leer fragmentos del cuento para que los comentáramos. —Sí, ya los recuerdo, sí. —Empieza de esta manera: «Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien». —Claro, me refiero a Shakespeare, evidentemente, sí. —Esto, al principio le cuesta al lector advertirlo, pero poco a poco se torna más claro. —Yo creo que al final es evidente. —Al final se hace evidente. —Además, está el nombre de él. —Sí, hacia el final. —Pero, mucho antes se adivina por tantos detalles, sí. —Después dice: «Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de especie». —Sí, «de la especie», yo creo, ¿no? —Sin embargo, en el cuento aparece —en este texto, en esta edición— «de especie», pero, claro… —Bueno, será una errata, habrá otras. Quizá todo el cuento sea una errata (ríen ambos), o un error, lo cual es más grave, en fin. Si sólo hubiera una palabra errónea ya sería mucho; debería agradecerle al tipógrafo, sí. —Es particular este temor o este horror que puede llegar a sentir un individuo: el diferir de la especie. Quisiera preguntarle de dónde proviene esta idea, porque es la primera que me parece del todo excepcional dentro del cuento. —No, pero la idea de que lo normal es lo meritorio creo que es una idea común, ¿no? Sobre todo, bueno, Andrew Lang decía que todos somos geniales hasta los siete u ocho años. Es decir que todos los niños son geniales. Pero después que el niño trata de parecerse a los otros, busca la mediocridad, y la logra en casi todos los casos. Yo creo que es cierto eso. —Sí. Más tarde dice: «Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto»… —Bueno, «retirado de la escena» porque no había cortinas, tenían que sacarlo de la escena al muerto. El teatro isabelino, sí. —«… el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlan y volvía a ser nadie». —Ahí «nadie» es Shakespeare, evidentemente. Ferrex y Porrex en el drama inglés, bueno, y Tamerlan el de Marlowe, desde luego, sí. —«Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser». —Y yo creo que está bien esta evocación de Proteo; ya que es un cuento fantástico, por qué no ser fantástico al cambiar de forma, ¿no?: el egipcio Proteo, sí. —Cierto. Pero me parece, de alguna manera, la historia de todos los actores y de todos los autores de teatro. —Ah, bueno, yo no había pensado en eso. Yo pensaba en Shakespeare, y en el hecho de que para nosotros —y quizá para él—, desde luego, Macbeth o Hamlet, o las tres parcas son más vívidas que él. —Claro, «Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastio y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan». —Bueno, me refiero a los argumentos de la tragedia en aquella época, claro. —Me parece uno de los párrafos más logrados. Continúa diciendo: «Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro». Es decir, dejó de ser actor y se comenta después que hacia el final de su vida, solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta. —Sí mientras tanto, él era un señor dedicado al litigio, a prestar dinero, a cobrar fuertes intereses; que era lo más cotidiano que se puede ser, sí. —Cierto. Pero hacia el final, dice: «La voz de Dios le contestó desde un torbellino»… —Bueno, claro: ese torbellino es el torbellino de los últimos capítulos del libro de Job, en que Dios habla desde un torbellino. —Desde un torbellino: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie». —Es terrible esa idea de que Dios tampoco sabe quién es, pero creo que literariamente puede aceptarse. —Es terrible, pero el cuento se cierra circularmente con esa idea. —Sí, es un lindo cuento realmente, aunque yo lo haya escrito. —Además, usted lo ha elegido antes para su antología y me parece que es de las cosas hechas para acompañarlo siempre. —Sí, digamos que es la última página que yo he escrito ¿no?, pero quizá haya una o dos más, por ejemplo «Borges y yo», que se parece a estas páginas de algún modo. —Es cierto. —No, pero ésta me parece mejor. —No mejor, pero diría equivalente. —Bueno, pero me parece que cuando Dios dice: «Mi Shakespeare», se siente la emoción, ¿no? —Sí. Además, está escrito en algo más de una página el cuento: es de una extrema síntesis. Bueno, usted ha cultivado, diría yo, esta síntesis en la narración. —No, lo que pasa es que soy muy haragán, no podría escribir más, ¿eh? Me canso muy pronto y eso se llama concisión (ríen ambos); pero, realmente me fatiga. —Bueno, ojalá se produzca siempre ese tipo de «concisión». —Bueno, seguiré fatigándome entonces, para ustedes. Muchísimas gracias, Ferrari. 7 EL SUR GEOGRÁFICO E ÍNTIMO Osvaldo Ferrari: Me propongo, Borges, conseguir que algunos temas que ya fueron tratados por usted antes, nos muestren nuevos aspectos, que permitan no sólo recrearlos sino también devolverles vigencia, ya que me parecen fundamentales. Hoy querría que habláramos del Sur, que tantas veces aparece en su obra y en su pensamiento. A mí me parece que no se trata de una concepción literaria sino ontológica, quizás, una manera de conocernos al conocer el Sur. Jorge Luis Borges: Bueno, el Sur puede entenderse de diversos modos. Uno puede pensar en la llanura, ¿no?, y es un modo. Y eso está en un cuento mío: «El Sur», que puede ser leído de diversos modos. Había estado leyendo yo a Henry James, que escribió cuentos deliberadamente ambiguos. Sí, por ejemplo, «Otra vuelta de tuerca» puede ser leído de varios modos. Yo pensé: voy a imitar a Henry James pero, digamos, con un fondo completamente distinto. Entonces escribí ese cuento, «El Sur», que puede ser leído, que yo sepa, de tres diversos modos. Esos tres diversos modos serían: podemos leer ese cuento como un hecho real; bueno, todos los hechos son reales, pero, en fin, puede ser leído tal como está contado, ésa sería una lectura posible. Luego, podemos suponer que la segunda parte del cuento es una alucinación, o es un sueño del personaje cuando está sufriendo la acción de la anestesia. Y luego también podemos suponer, y yo creo que la segunda interpretación me agrada más, que todo el cuento es una especie de fábula. Bueno, contrariamente a lo que dijo Oscar Wilde, que dijo: «Each man kills what he loves» (cada uno mata lo que quiere). Creo que, inversamente, cabria decir que a cada uno lo mata lo que quiere, es decir, que sólo pueden matarnos físicamente, o herirnos, pero nada más. En cambio, si uno quiere a una persona y esa persona le falla, bueno, uno lo siente. Entonces, ahí podríamos suponer que el protagonista quiere mucho al Sur, que apenas conoce. Cuando llega al Sur, el Sur lo mata, y eso está indicado por varios pasajes del cuento. Pero yo creo que esa explicación es un poco rebuscada, y que mejor es suponer que en la primera parte del cuento ocurre lo que llamamos realidad; es decir, el accidente, la operación. Y que lo demás corresponde a la muerte que él hubiera querido tener. En ese caso, ese cuento sería autobiográfico, ya que, bueno, mi abuelo se hizo matar después de la capitulación de Mitre, en la Verde, en el año 1874. Y yo en algún momento, hubiera podido desear una muerte así, una muerte de hombre de acción. Yo no he sido hombre de acción… y no aspiro a serlo tampoco. Entonces, tendríamos ese sentimiento de Sur. Ahora, hay otro que se refiere al Barrio Sur de Buenos Aires… para mí ese barrio es el barrio esencial de Buenos Aires, ya que los demás han cambiado tanto…, en cambio, en el Sur se conservan, o se tratan de conservar las cosas. De modo que para mí, el Sur no es un barrio, bueno, distinto de los otros, sino el barrio esencial, fundamental de Buenos Aires. Para mí está unido por muchas cosas… bueno, sobre todo yo fui director de la Biblioteca Nacional, renuncié a ese cargo cuando supe que iba a volver el que sabemos, pero un hecho curioso —no sé sí lo hemos mencionado en otro diálogo— es éste: que yo puedo estar en el Japón, puedo estar en Edimburgo, puedo estar en Texas, puedo estar en Venecia; pero de noche, cuando sueño, estoy siempre en Buenos Aires y en el Barrio Sur: la parroquia de Monserrat, para ser más preciso. La parroquia aquella de la milonga: «En el barrio de Monserrat donde relumbra el acero, lo que digo con el pico lo sostengo con el cuero». Sí, sería aquella, bueno, de modo que —qué raro— querría decir que hay algo, que hay una parte de mí que se queda en Buenos Aires. Y que yo creo estar viajando, pero que hay algo —para usar la fe en la mitología actual: en la subconciencia— que se queda en Buenos Aires, y se queda especialmente por aquellos lados de México entre Perú y Bolívar, ¿no? Y que de noche, cuando sueño, estoy en ese lugar, siempre. —Así, tendríamos una versión del Sur que sería la de Monserrat, la de Rivadavia hacia el lado de Constitución, digamos. —Sí, desde luego, sí. Y habría otra también, en la que yo he pasado buena parte de mi niñez: Adrogué. El pueblo más lindo, tal vez, del Sur. Adrogué era un pueblo de quintas, que han sido parceladas ahora. En Adrogué antes había quintas de dos o tres manzanas, y ahora no, han sido parceladas, pero quedan esos, bueno, esos verdes australianos: los eucaliptos (ríe), y una que otra quinta queda también, yo creo. —Después tenemos el Sur de la literatura, que sería el del otro lado del río Salado; ¿no es cierto?, sobre todo la literatura del siglo XIX argentina. —Es cierto, sí. Bueno yo estaría unido a ella de algún modo ya que, bueno, lo digo sin mayor orgullo: que soy lejanamente pariente de Rosas, cuya memoria está unida al Salado, ya que tenía su estancia allí, ¿no? —Pero, más allá del detalle geográfico que estamos dando del sur, a mí me parece que el Sur… —Bueno, hay otra razón que es muy importante, es el hecho de que Sur es un monosílabo, y un monosílabo agudo. Porque, si usted dice Este y Oeste, casi no pueden usarse; en cambio, en inglés sí, «West», bueno, es una sola sílaba y suena bien, ¿no?, «to the West» (hacia el Oeste). Y en castellano, «Oeste» casi no puede decirse, «Este» tampoco, «Norte» ya es mejor. Es una sola palabra, breve y aguda: el Sur. En cambio, si usted dice «el Sud» no, pierde fuerza, y hay mucha gente que dice «Sud». Claro, porque está escrito en la fachada de Constitución: «Ferrocarril Sud», es una lástima, ¿eh?, y en el Himno también, porque ahí la palabra, bueno, «al gran pueblo argentino salud» ¿por qué se usa el salud? Bueno, para rimar con «Sud». —Habría un espíritu que corresponde a esa región, Borges. —Sí. —Y me parece que, de alguna manera, se ha transmitido a todos nosotros ese espíritu. Usted recuerda que Martínez Estrada decía que el espíritu de la tierra —lo que él llamaba el espíritu de la pampa— era lo que conformaba nuestro trasfondo; el trasfondo de nuestra personalidad. —Bueno, él nació en la pampa santafesina, supongo, ¿no? —Cierto. —Era de San José de la Esquina, ¿no? Yo lo conocí, pero…, él murió en el Sur, murió cerca de Bahía Blanca. —En Bahía Blanca. —Yo estuve en la casa de él. Estaba llena de pájaros la casa, él los llamaba, tenía migas de pan en la palma de las manos, los pájaros acudían (ríen ambos). Y parece que Hudson también logró eso, ¿no?, sí, el identificarse de tal modo con los pájaros que no lo veían como un hombre sino como a otro pájaro. —Hudson, a quien tanto admiraba Martínez Estrada. —También, sí, Ahora, creo que él se equivocó, porque él lo definió a Hudson como un gaucho, lo cual era del todo falso, ¿no? Por lo pronto, el castellano de él (Hudson) era muy defectuoso, él sabía el castellano, bueno, que se usa para mandar a un peón; el que usa un estanciero para mandar a los peones, pero nada más. En cambio, Cunningham Graham sí, sabía bien castellano; Hudson no, uno se da cuenta en los nombres propios porque se equivoca siempre; pone nombres imposibles. Bueno, claro, él trabajaba con la memoria, y la memoria suele ser, a veces, demasiado inventiva, ¿no? Lo que se llama invención literaria es realmente un trabajo de la memoria, no como los sueños, que se hacen, que son fábulas urdidas con las memorias que uno tiene. Es decir, los sueños son un trabajo de la memoria, la imaginación es un acto de la memoria, un acto creador de la memoria. —Cierto. Pero esta posibilidad, esta versión del Sur como desierto, que da Martínez Estrada, la vuelvo a encontrar en un cuento de Carmen Gándara que dice ya —humanizando el sentido de la cosa— «somos desierto», los argentinos somos desierto. ¿Usted qué piensa de esto? —Está bien. —Usted dijo que éramos desterrados. Eso se parece un poco a esta idea. —No, no, no, no; pero la idea mía es que somos europeos en el destierro, Pero «somos desierto», creo que es una idea distinta, ¿no? Habría que preguntarle a ella qué quiso decir exactamente. —El destierro y el desierto… —Pero quizá, una frase literaria no pueda explicarse sin perder algo, ¿no? Si digo «somos desierto» ya es eficaz. Para qué… no hay necesidad de escarbar en ella, ¿no? —Es que si usted recuerda lo que dijo Ortega y Gasset de nosotros, cuando habló de nosotros, cuando escribió sobre nosotros como «el hombre a la defensiva» entonces yo inmediatamente recuerdo esto anterior, del desierto. —Sí, yo recuerdo, pero en aquel momento mucha gente se ofendió y dijo: «En la batalla de Chacabuco no hemos sido hombres a la defensiva sino a la ofensiva» (ríen ambos). Bueno, claro, es natural, pero no era eso lo que él quería decir, él no se refería a batallas; se refería al hecho de que la gente aquí…, bueno, es difícilmente espontánea, es de algún modo reservada, aunque oculte bravatas e hipérboles. Realmente, la gente tiende a ser, bueno, bastante hipócrita en ese sentido. —Ahora, usted parece sentir una inclinación no sólo literaria sino incluso afectiva hacia el Sur. —Sí, eso puede deberse al hecho de que buena parte de mi infancia transcurrió en Adrogué, ¿no?, ésa sería una explicación. Además, me parece que si uno piensa, digamos, en regiones muy cercanas de aquí, por ejemplo el Tigre, San Isidro, eso parece que no fuera la provincia de Buenos Aires, ¿no?, se piensa más en la cercanía del río. En cambio, si usted piensa en regiones del Oeste o del Sur, sí, ésa es la llanura, se entiende que eso es, bueno, lo que los literatos llaman «la pampa», es decir, que eso es Buenos Aires, ¿no? —Es Buenos Aires, estamos rodeados por el Sur bonaerense. —Sí, yo creo que sí. —Que es la pampa, pero es Buenos Aires. —Sí, desde luego. Bueno, por ese Sur y por el Oeste también, claro, es la llanura. —Es la llanura. —La ribera no es la llanura, es otra cosa. —Bueno, eso no coincide con lo que también decía Martínez Estrada cuando hablaba de Buenos Aires, de «la cabeza de Goliath». Él decía que la llanura, o la pampa, invade de muchas maneras Buenos Aires. No sé si recuerda, en aquel libro. —No, yo no recuerdo eso, pero, bueno, en el universo también ocurre, desde luego, claro: Buenos Aires invade la llanura porque Buenos Aires, bueno, todo Buenos Aires es la llanura invadida, ¿no? —Es la llanura o la planicie invadida. —El lugar en que estamos (ríen ambos), estamos en la pampa de hecho, sí. Una pampa con muchas casas, y con casas de altos, pero, en fin. —Usted dijo en un cuento que al cruzar Rivadavia, se entraba en un mundo más antiguo y más firme. —¿Yo dije eso? Y habré dicho tantas cosas, realmente. Mejor es no aludir a mi obra. Yo trato de olvidarla, y lo hago fácilmente. En mi casa usted no encontrará un solo libro mío, o un libro escrito sobre mí; no hay ninguno en mi casa. Yo trato de olvidar mi pasado, y trato de vivir proyectándome hacia el porvenir; si no, uno lleva una vida enfermiza, ¿no? Aunque los recuerdos pueden servir para la elegía también, que es un género… y admisible o perdonable. Pero con todo, yo trato de pensar más bien, en el porvenir, por eso estoy siempre planeando cuentos, bueno, limando líneas que quizá no lleguen nunca a ser limadas. Pero trato de poblar esta soledad que significa, bueno, ser un octogenario y ser ciego. Trato de poblarla con fábulas, con sueños, con proyectos; y ahora voy a realizar ese muy grato de recorrer el mundo otra vez. —Se aleja un poco de Platón últimamente, entonces. —Sí, parece que sí (ríe). Bueno, quién sabe, a lo mejor viajando uno da con los arquetipos también. —Uno da con los arquetipos. Es cierto, porque usted me decía que en su primer viaje al Japón, bueno, había encontrado realidades que pensaba que no vería nunca, o no percibiría nunca. —Bueno, no sé si realmente las he percibido, o si me hago la ilusión de percibirlas. Pero, si son reales para mi emoción, son reales. Ya que no hay otro modo de medir las cosas que por nuestra emoción ante ellas. —Cierto. Muy bien, se acerca entonces el segundo viaje al Japón, nosotros hemos hablado del Sur. Y, de alguna manera, se verifica esto que hemos dicho en otras audiciones: esta vocación universal que tiene la gente de Buenos Aires y todos los argentinos, frente al conocimiento del mundo. —Y, felizmente vivimos en un país…, aún muy, muy curioso, ¿eh?, una de las mejores condiciones, ¿no?; nos interesa el universo y no una parcela del universo. —Realmente. Muy bien, Borges, volveremos a hablar nuevamente la próxima semana. —Muy bien. 8 CONRAD, MELVILLE Y EL MAR Osvaldo Ferrari: Periódicamente nos hemos acordado, Borges de dos escritores que se han ocupado esencialmente del mar. El primero… Jorge Luis Borges: Joseph Conrad, ¿no? —Joseph Conrad, y el segundo, el autor de Moby Dick. —Sí… y no se parecen en nada, ¿eh?, absolutamente. Porque Conrad cultivó un estilo oral o, en fin, ficticiamente oral. Claro, son los relatos de ese señor que se llama Marlowe, que cuenta casi todas las historias. En cambio, Melville, en Moby Dick —que es un libro muy original— revela, sin embargo, dos influencias; hay dos hombres que se proyectan sobre ese libro —benéficamente, desde luego—: Melville suele, a veces, reflejar o repetir… o, mejor dicho, en él resuenan dos voces. Una sería la de Shakespeare, y la otra la de Carlyle. Creo que se notan esas dos influencias en su estilo. Y él ha sido beneficiado por ellas. Ahora, en Moby Dick, el tema vendría a ser la idea del horror de lo blanco. Él puede haber sido llevado: él puede haber pensado, al principio, que la ballena tenía que ser identificada entre las otras ballenas. La ballena que había mutilado al capitán. Y entonces, él habrá pensado que podría diferenciarla haciéndola albina. Pero ésa es una hipótesis muy mezquina, mejor es suponer que él sintió el horror de lo blanco; la idea de que el blanco podía ser un color terrible. Porque siempre se asocia la idea del terror a la tiniebla, a la negrura; y luego, a lo rojo, a la sangre. Y él vio que el color blanco —que vendría a ser, para la vista, la ausencia de todo color— puede ser terrible también. Ahora, esa idea él puede haberla encontrado —por qué no encontrar sugestiones en un libro, en una lectura, de igual manera que en cualquier otra cosa; ya que una lectura es algo no menos vivido que cualquier otra experiencia humana—, yo creo que él encontró esa idea en «Las aventuras de Arthur Gordon Pym» de Poe. Porque el tema de las últimas páginas de ese relato, lo que empieza con el agua de las islas; esa agua mágica, esa agua veteada, que puede dividirse según las vetas; bueno, en eso, hacia el final, está el horror de la blancura. Y ahí se explica por ese país de la Antártida que ha sido invadido alguna vez por gigantes blancos —el color blanco es terrible—, eso se va insinuando en las últimas páginas; Pym hace declarar claramente la idea de que las cosas blancas son terribles para esa gente. Y esa idea Melville la aprovechó para Moby Dick («aprovechó» es un apelativo peyorativo que yo lamento haber usado). En fin, ocurre eso. Y luego, hay un capítulo especialmente interesante que se llama «The whiteness of the wale» («La blancura de la ballena»), y ahí él se extiende con mucha elocuencia —una elocuencia que yo no puedo repetir ahora— sobre lo blanco como terrible. —Y como inmenso, quizá. —Y como inmenso también. Bueno, ya que he dicho blanco —ya que me gustan tanto las etimologías—; podría recordar, en fin —no es un hecho bastante divulgado—, que tenemos, en inglés, la palabra «black», que significa negro y, en castellano, la palabra «blanco». Y, desde luego, en francés «blanc», en portugués «branco», en italiano «bianco». Y esas palabras tienen la misma raíz, porque en inglés —creo que la palabra sajona dio origen a dos palabras—: «bleak», que significa descolorido (se dice, por ejemplo, «In a bleak mood», cuando uno está no descolorido pero desganado, melancólico), y la otra «black» (negro), y ambas palabras: «black», en inglés, y «blanco» en castellano tienen la raíz. Tienen la misma raíz porque, en el principio, «black» no significaba propiamente negro, sino sin color. De modo que, en inglés, eso de no tener color se corrió hacia el lado de la sombra: «black» significa negro. En cambio, en las lenguas romances, esa palabra se corrió hacia el lado de la luz, hacia el lado de la claridad; y «bianco» en italiano, y «blanc» en francés, y «branco» en portugués, significan, bueno, albo, blanco. Es raro, esa palabra que se ramifica y toma dos sentidos opuestos; ya que solemos ver lo blanco como lo opuesto de lo negro, pero, la palabra de la cual proceden significa «sin color». Entonces, como digo, en inglés se corrió para el lado de la sombra —significa negro—, y en castellano para el lado de la claridad, y significa blanco. —Hay un claroscuro en la etimología. —Es cierto, un claroscuro, excelente observación. Bueno, yo descubrí hace mucho tiempo —más o menos en la época en que descubrí La Divina Comedia— ese otro gran libro: Moby Dick. Ahora, creo que ese libro se publicó y que fue invisible durante un tiempo. Yo tengo una vieja edición —excelente, por lo demás— de la Enciclopedia Británica —año 1912—, la undécima edición; y hay un párrafo, no demasiado extenso, dedicado a Herman Melville, y en ese párrafo se habla de él como autor de novelas de viajes. Y, entre las otras novelas, en las cuales él se refiere a sus navegaciones, está Moby Dick, pero no se la distingue de las otras; está en una lista junto con las demás —no se advierte que Moby Dick es mucho más que los relatos de viaje, y que un libro sobre el mar—. Es un libro que se refiere, digamos, a algo esencial. Vendría a ser, según algunos, una lucha contra el mal, pero emprendida de un modo erróneo —ése sería el modo del capitán Hahib—. Pero lo curioso es que él impone esa locura a toda la tripulación, a toda la gente de la ballenera. Y Herman Melville fue ballenero —conoció esa vida personalmente, y muy, muy bien—. Aunque él era de una gran familia de New England (Nueva Inglaterra), fue ballenero. Y en muchos de sus cuentos él habla, por ejemplo, de Chile, de las islas que están cercanas a Chile; en fin, él conoció los mares. Yo querría hacer otra observación sobre Moby Dick, que no sé si se ha señalado, aunque, sin duda, todo ha sido dicho ya. Y es que el final —la última página de Moby Dick— repite, pero de un modo más palabrero, el final de aquel famoso canto del «Infierno» de Dante, en que se refiere a Ulises. Porque ahí, en el último verso, Dante dice que el mar se cerró sobre ellos. Y en la última línea de Moby Dick se dice, con otras palabras, exactamente lo mismo. Ahora, yo no sé si Herman Melville tuvo presente esa línea del episodio de Ulises; es decir, la nave que se hunde, el mar que se cierra sobre la nave —eso está en la última página de Moby Dick y en el último verso de aquel canto del «Infierno» (no recuerdo el número) en que se narra el episodio de Ulises, que, para mí, es lo más memorable de La Divina Comedia—. Aunque ¿qué hay en La Divina Comedia que no sea memorable? Todo lo es, pero si yo tuviera que elegir un canto —y no hay ninguna razón para que lo haga— elegiría el episodio de Ulises, que me conmueve quizá más que el episodio de Paolo y Francesca… ya que hay algo misterioso en la suerte del Ulises de Dante: claro, él está en el círculo que corresponde a los embaucadores, a los embusteros, por el engaño del caballo de Troya. Pero uno siente que ésa no es la verdadera razón. Y yo he escrito un ensayo —figura en el libro de los Nueve ensayos dantescos—, en que yo digo que Dante tiene que haber sentido que lo que él había cometido era quizás algo vedado a los hombres, ya que él, para sus fines literarios, tiene que adelantarse a decisiones que la divina providencia tomará el día del juicio final. El mismo dice, en algún lugar de La Divina Comedia, que nadie puede prever las decisiones de Dios. Sin embargo, él lo hizo en su libro, en el cual condena a algunos al infierno, a otros al purgatorio; y hace que otros asciendan al paraíso. Él puede haber pensado, entonces, que lo que hacía era, bueno, no una blasfemia, pero, en fin, que no era del todo lícito que un hombre adoptara esas decisiones. Y así él, escribiendo ese libro, habría emprendido algo vedado. De igual modo que Ulises, queriendo explorar el hemisferio septentrional, y navegar guiándose por otras estrellas, también está haciendo algo prohibido; y es castigado por eso. Porque si no, no se sabe por qué es castigado. Es decir, yo sugiero que consciente o inconscientemente hay una vinculación, una afinidad de Ulises con Dante. Y he llegado a todo esto a través de Melville, que, sin duda, conocía a Dante, ya que Longfellow, durante la larga guerra civil norteamericana —la mayor guerra del siglo XIX— tradujo al inglés La Divina Comedia de Dante. Yo primero leí la versión de Longfellow, y después, en fin, me atreví a leer la versión italiana… yo tenía la idea, muy equivocada, de que el italiano es muy distinto del español. Sí, oralmente lo es; pero leído no. Además, uno lo lee con la lentitud que quiere, y las ediciones de la Comedia son excelentes. Y entonces, si uno no entiende un verso entiende el comentario. En las mejores ediciones hay, digamos, una nota por verso, y sería muy raro que uno consiguiera no entender las dos (ríen ambos). Bueno, caramba, nos hemos apartado un poco de Melville, pero Melville es evidentemente un gran escritor, sobre todo en Moby Dick, y también en sus cuentos. Se publicó, hace unos años, en Buenos Aires, un libro sobre el mejor cuento. Claro, se trata de un título comercial. Elegidos —cada uno de los cuentos— por cuatro escritores argentinos. Y ahí colaboraron Manuel Mujica Lainez, Ernesto Sabato, creo que Julio Cortázar, y yo. Sabato eligió el cuento «Bartleby», de Melville; yo el cuento «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne. Luego alguien eligió, creo, un cuento de Poe. Es decir, hubo tres escritores norteamericanos. Y Mujica Lainez eligió un cuento japonés o chino, no recuerdo. Se publicaron en un volumen en el que figuraban nuestros retratos, las razones que nos habían llevado a elegir ese cuento; y ese libro, en fin, tuvo bastante éxito, y reveló cuatro cuentos admirables. —Claro, una muy buena idea. —Sí, una buena idea editorialmente, sí. —Pero, en cuanto a Conrad, usted me dijo alguna vez que había cuentos de Conrad que le recordaban no el mar sino el río; y en particular, el Delta del Paraná. —Bueno, sí, en los primeros libros de Conrad, cuando él recurre a paisajes malayos, yo usaba mis recuerdos del Tigre como ilustraciones. De modo que yo he leído a Conrad un poco intercalando o interponiendo paisajes que yo recordaba del Tigre, ya que era lo más parecido. Y de paso, es raro el caso de Buenos Aires: una gran ciudad que tiene muy cerca un archipiélago casi tropical, o casi malayo. Es rarísimo eso, ¿no?, y con cañas. ¡Ah!, bueno, yo estuve hace poco en Brasil, y redescubrí algo que me había sido revelado ya por las novelas de Eça de Queiroz, que es el nombre que tiene el bastón en portugués. Se llama «bengala» —sin duda por las cañas de Bengala—; porque alguien me dijo: «A sua bengala», me tendió mi bastón, que es irlandés, y yo recordé aquella palabra (ríe), me pareció muy lindo que el bastón se llamara «bengala». Porque «bastón» no recuerda nada especialmente. Bueno, ¿qué puede recordar?, los bastos: es un basto grande, es un gran as de basto. En cambio, «bengala» ya nos trae toda una región, y el bengalí la palabra «bungalow», derivada de «bengala» también. —Veo, Borges, que el mar, a través de Conrad y de Melville, está muy cerca suyo; que lo retiene en la memoria a menudo. —Sí, siempre, sí. Claro, hay algo de viviente, de misterioso… bueno, es el tema del primer capítulo de Moby Dick; el tema del mar como algo que alarma, y que alarma de un modo un poco terrible y un poco hermoso también, ¿no? —La alarma que crea la belleza, digamos. —Sí, la alarma que crea la belleza, ya que la belleza es una forma de alarma o de inquietud, en todo caso. —Sobre todo si recordamos aquella frase de Platón, en El Banquete, que dice: «Orientado hacia el inmenso mar de la belleza». —¡Ah!, es una linda frase. Sí, parece que son palabras esenciales, ¿no? —El mar. —El mar, sí; que está tan presente en la literatura portuguesa y ausente en la literatura española, ¿eh? Por ejemplo, el Quijote es un libro… —De llanura. —Sí, en cambio los portugueses, los escandinavos, los franceses —por qué no— después de Hugo, sienten el mar. Y Baudelaire lo sintió también y, evidentemente, el autor de El barco ebrio, Rimbaud, sintió el mar, que no había visto nunca. Pero, quizá no sea necesario ver el mar: Coleridge escribió su «Balada del viejo marinero» sin haber visto el mar, y cuando lo vio se sintió defraudado. Y Cansinos Assens escribió un admirable poema del mar; yo lo felicité, y me dijo: «Espero verlo alguna vez». Es decir, que el mar de la imaginación de Cansinos Assens y el mar de la imaginación de Coleridge eran superiores al mero mar, bueno, de la geografía (ríe). —Como usted verá, por una vez hemos logrado apartarnos de la llanura. —Es cierto. 9 SOBRE LA POLÍTICA Osvaldo Ferrari: A diferencia de Lugones, quien de buena fe fue cambiando de posición política en distintas etapas; usted, Borges parece haber mantenido una permanente actitud de independencia o de equidistancia frente la política, y sólo le ha prestado atención, creo, como imperativo ético. Jorge Luis Borges: Sí, por lo menos durante el último medio siglo, digamos, ya que yo puedo hablar de medio siglo, desgraciadamente. Sí, actualmente yo me definiría como un inofensivo anarquista; es decir, un hombre que quiere un mínimo de gobierno y un máximo de individuo. Pero eso no es una posición política ahora, desde luego. —Ahí yo veo el porqué de su actitud independiente; es decir, se relaciona con su manera de ver la importancia del individuo frente al Estado. —Sí, desde luego, y ahora el Estado nos cerca en todas partes, ¿eh?, y además en los dos bandos, digamos: la extrema derecha, la extrema izquierda, son igualmente partidarias del Estado, y de la intromisión del Estado en cada instante de nuestra vida. —Y del encasillamiento del hombre de cultura en cada una de esas dos grandes líneas políticas. —Sí, y yo he repetido tantas veces que las opiniones de una persona son lo menos importante que hay en ella, ya que es tan misterioso el arte o el ejercicio de la literatura que no sé si las opiniones cuentan; no sé si las intenciones cuentan tampoco. Lo que importa es la obra, y la obra es de suyo misteriosa. Sobre todo el poeta, bueno, está obrando con palabras, y en las palabras está el sentido que dan los diccionarios: y eso quizá sea lo menos importante. Lo más importante es el ambiente de las palabras, su connotación y luego la cadencia de las palabras, la entonación con que se las dice… Es decir, se está manejando elementos inasibles, elementos muy misteriosos. —Claro. —El poeta mismo no sabe hasta dónde los domina, hasta dónde es llevado por ellos. —Hasta dónde él es instrumento. —Hasta dónde él es instrumento, sí; ya que la realidad parece inagotable —el lenguaje es una serie de símbolos rígidos— y suponer que esos símbolos están agotados por los diccionarios es absurdo. Ahora recuerdo lo que Whitehead llamó «La falacia del diccionario perfecto», o sea la falacia de suponer que para cada sentimiento, o para cada idea; o para cada momento de nuestra cambiante y creciente vida hay un símbolo —que sería el «Mot juste» (la palabra justa) de Flaubert—. Es decir, el suponer que hay un símbolo para cada cosa es suponer que existe el diccionario perfecto. Y naturalmente los diccionarios son meramente aproximativos, ¿no?; y la idea de sinónimos también, ya que de hecho no hay sinónimos, porque el ambiente de cada sinónimo es distinto. No sé hasta qué punto puede traducirse un lenguaje a otro —sobre todo un lenguaje poético a otro—. Quizá un lenguaje conceptual sí, pero un lenguaje estético no; porque, por ejemplo, si traducimos un poema literalmente, damos simplemente el sentido de las palabras, pero ¿y la cadencia de palabras?, ¿y el ambiente de las palabras?; quizá eso se pierde, y posiblemente eso sea lo esencial. —Y todo eso es muy misterioso. —Sí, el arte de la literatura es misterioso. No es menos misterioso que el de la música. Bueno, es que quizá la literatura sea una música más compleja aun que la música, ya que en ella se hallan no solamente la cadencia de las palabras y el sonido, sino las connotaciones, el ambiente y el sentido además —ya que una poesía del todo insensata no se acepta—: debemos pensar que eso ha significado algo para alguien; sobre todo algo para la emoción de alguien. Y eso es intraducible. —«Intraducibie como una música». —Intraducibie como una música, sí; es otro tipo de música. Yo recuerdo una frase ahora —no sé si es de Kipling, o si Kipling la cita de algún poeta hindú, pero da lo mismo— en alguno de sus cuentos, un personaje —el cuento ocurre en la India; he olvidado todo lo demás pero recuerdo esta circunstancia—, un personaje dice: «Si no me hubieran dicho que era el amor, yo hubiera creído que era una espada desnuda». —Es asombroso. —Ahora, lo asombroso está en la forma, porque si yo digo: «El amor es inexorable como una espada» no he dicho nada; o si comparo el amor a un arma tampoco. Pero esa confusión imposible, es posible para la imaginación. Claro que nadie va a confundir el amor con una espada desnuda, pero ahí está dado, desde luego, por la sintaxis de la frase; porque no empieza diciendo: «Al principio creí que era una espada y luego vi que era el amor». Eso sería ridículo, pero «Si no me hubieran dicho que era el amor, yo hubiera creído que era una espada desnuda» es perfecto. Y la sintaxis es perfecta, más allá de la comparación, más allá de la metáfora que confunde el concepto de amor con el concepto de una espada. —Es una hermosa frase. —La frase sí, tiene su eficacia, y eso que yo la he dicho en castellano; y sin duda en inglés, y quizá en hindi —lengua en que pudo haberla oído Kipling—, tiene otra fuerza, que se ha perdido en la traducción. —Sí, ahora, le estaba diciendo que, manteniendo siempre su independencia, en la segunda parte de la década del treinta; debido a lo que estaba ocurriendo en Europa, yo registro manifestaciones suyas contra el nazismo y el fascismo. —Sí, cuando mucha gente aquí no las hacía. —En 1937 usted escribe una página llamada «Una pedagogía del odio». —Sí, yo me refería a un libro que me había prestado María Rosa Oliver —que, desde luego, era comunista, y no se opuso a otras pedagogías del odio—, pero, en fin, esa contra los judíos le pareció mal. —Contra los judíos en Alemania. —Sí, un libro curiosísimo; yo lo recuerdo aún, y recuerdo los grabados, ya que estaba hecho para chicos. Y recuerdo que había un judío que parecía más bien, yo no sé, una especie de árabe o de turco fantástico —creo que hasta tenía una argolla en la nariz—; y luego un supuesto alemán —que era realmente un campesino islandés, ya que tenía la estatura de los escandinavos—. Qué raro: para los alemanes los judíos eran esencialmente morenos. Lo importante era verlos distintos para poder odiarlos con más facilidad. Simplemente eso. —Usted señalaba en aquella página que se estaba corrompiendo con enseñanzas de odio la civilización alemana. —Sí, parece extraordinario que la civilización alemana se haya corrompido. Pero yo creo que todo eso tuvo su raíz en la nefasta paz de Versalles, creo que si se hubiera seguido la idea de Wilson, de hacer una paz democrática… pero no se obró así: Francia anexó a Alsacia y a Lorena; Italia también tuvo sus anexiones; e Inglaterra, bueno, mantuvo el bloqueo de Alemania durante uno o dos años, después de la rendición de Alemania, lo cual fue terrible. Creo haber leído en alguna de las biografías de Kafka, que él fue una de las víctimas de ese bloqueo; es decir el hambre seguía y la paz había sido hecha. Es una cosa terrible. —Usted adoptó la misma actitud en otra página, de 1939: «Ensayo de imparcialidad». —Ésa no la recuerdo. —Bueno, allí usted dice que abomina de Hitler porque éste no comparte su fe en el pueblo alemán. —¿Ah sí?, ¿yo digo eso? Entonces no me arrepiento de haberlo escrito; porque en aquel momento se suponía —se llamaba germanófilo no al que era partidario de Alemania, sino a un partidario de ese gobierno de Alemania. —¿Ah sí? —Sí, un germanófilo quería decir un partidario de Hitler, no un amigo de lo germánico. Además que lo germánico es, bueno, un género y abarca diversas especies, digamos: Alemania, Inglaterra, Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Islandia, etcétera. Podríamos seguir casi indefinidamente; Escocia también, por qué no. —Pero lo que es muy claro es el concepto que usted expresó en 1945, refiriéndose al nazismo, al decir que se trata del prejuicio de la superioridad de la propia patria, del propio idioma, de la propia religión… —Bueno, es lo que ha cundido ahora en el mundo entero: parece que en todas partes la gente está tan orgullosa de sus mínimas diferencias, ¿no? Es lo que se acentúa en todas partes: el color local. Ahora, aquí, felizmente no tenemos color local, pero se lo inventa o se lo inventará. Y, en todo caso, la exaltación del gaucho es una forma de nacionalismo también. Que no compartieron quienes fundaron este país, desde luego; ya que la palabra gaucho era una palabra despectiva cuando yo era chico. —¿Serían formas de exacerbación del nacionalismo entonces? —Sí, ése es uno de los grandes males, de los máximos males de esta época. Bueno, claro que hay otros, como la injusta distribución de los bienes espirituales y materiales; lo que le he dicho del planeta parcelado en países, y esos países provistos de fronteras, de lealtades, de prejuicios… son muchos peligros, sí, sin embargo, creo que vamos a sobrevivir a todo eso. Yo no veré esa supervivencia, pero estoy seguro de que… —Que quedarán atrás esos peligros. —Sí, yo creo que sí, todo eso quedará atrás. Pero no será inmediato… claro, mi padre creía —la generación de él creía— que ese cambio se daría muy pronto: yo recuerdo que fuimos a Montevideo —eso sería durante la primera década de este siglo, sería hacia 1905—, mi padre me dijo que me fijara en los uniformes, en las banderas, en los cuarteles, en las aduanas, en las iglesias (ríe); porque todo eso iba a desaparecer, e iba a poder contárselo a mis hijos. Pero parece que al contrario, no sólo no ha desaparecido todo eso, sino que se ha exacerbado ahora. Pero mi padre tenía esa fe: que el cambio iba a llegar. Creo que Macedonio Fernández estaba estudiando derecho, y les dijo a sus condiscípulos que abandonaran ese estudio porque muy pronto todo el planeta sería un solo país, y habría otras leyes: para qué estudiar códigos que resultarían muy pronto arcaicos. Pero desgraciadamente no ha ocurrido eso, esos códigos siguen rigiéndonos y más bien se han agregado leyes; no se ha simplificado aquello, se ha hecho más complejo. —Sí, volviendo al tema de la presunta superioridad de la propia raza, usted dice que es uno de los temas tradicionales de la literatura, por lo demás. —Sí, y uno lo encuentra en todas partes. Por ejemplo, en los Estados Unidos los negros están convencidos de que la raza negra es superior; yo asistí a un congreso «de la negritude» en Berlín, y empecé —me dijeron que abriera el congreso—; entonces dije que al fin de todo, las diferencias entre una raza y otra eran mínimas, que había ciertas pasiones y ciertas capacidades del hombre que estaban más allá de las razas. Y entonces salió un nacionalista africano que había llegado al congreso —recuerdo que tenía una lanza y una piel de leopardo— y me dijo que yo estaba muy equivocado, ya que la cultura era, según nadie ignora, peculiarmente africana. Y hubo otras personas que aplaudieron, y nos quedamos tan asombrados Mallea y yo —Eduardo Mallea estaba conmigo—. —¿Y en qué año fue eso? —Yo no recuerdo exactamente la fecha, pero hubo dos congresos: uno «de la negritude», y yo les aconsejé la palabra noirceur, que es más linda, ¿no?; porque «negrura» es mejor que «negritud», que es horrible, es un neologismo. Y luego hubo otro congreso en Berlín, ese congreso fue de escritores latinoamericanos y alemanes. Entonces, se abrió el congreso —lo abrieron tres personajes que había llevado… Roa Bastos—, que llevaban puesto poncho punzó, tenían unos altos chambergos y tocaban la guitarra. Todos los alemanes aplaudieron, y Mallea y yo tuvimos que decir que ese espectáculo era del todo inusitado para nosotros (ríen ambos). Esos gauchos con poncho punzó y guitarras, que jamás habíamos visto eso. Los alemanes estaban encantados, y entonces Mallea y yo dijimos que nosotros no estábamos menos asombrados que ellos; ya que jamás habíamos visto aquello, y veníamos de Sudamérica. Y todo aquello fue inmediatamente aceptado como símbolo de América del Sur: esos tres disfrazados que llevó Roa Bastos. —Ahora, volviendo a nuestro país; hay una auspiciosa frase suya: usted ha dicho que el individualismo es una vieja virtud argentina. —Sí, y que debimos aprovecharla, y al contrario, ¿eh?; no ha sucedido eso, se dio lo contrario. —¿Usted no la ve aplicable ahora? —Y, a este momento sería insensato, pero por qué no imaginar un porvenir en que sea aplicable, ya que el porvenir es tan plástico; ya que manejamos el porvenir, y ese porvenir depende de nosotros. De modo que ese manejo puede ser útil, benéfico: el hecho de que pensamos en el porvenir —bueno, cada uno piensa lo que querría: «wishful thinking» (pensamiento propicio)—, pero ese pensamiento propicio puede ser eficaz. —En cualquier caso, lo que si me parece que debemos resaltar, sobre todo en el hombre que se ocupa de la cultura, es la autonomía, la independencia y el no encasillamiento de que sea capaz, en medio de una época que le requiere lo opuesto. —Sí, yo trato de hacer eso, y muchos de mis amigos lo hacen también. Pero resulta un poco difícil. —Esperemos que sea continuado. —Sí, en todo caso quedaremos dos individualistas, Ferrari, usted y yo, ¿no? —Por lo menos. —Claro, que los demás se encasillen, y se pierdan así en diversos partidos. Lamentablemente podemos esperar eso. 10 MACEDONIO FERNÁNDEZ Y BORGES Osvaldo Ferrari: Esta vez me gustaría que nos ocupáramos, Borges, de un hombre que los argentinos no terminan de conocer, y de quien usted ha dicho que aún no se ha escrito su biografía; hablo de Macedonio Fernández. Jorge Luis Borges: Yo heredé la amistad de Macedonio Fernández de mi padre. Hicieron juntos la carrera de abogacía, y recuerdo, de chico, cuando volvimos de Europa —esto fue el año 1920—, ahí estaba Macedonio Fernández esperándonos en la dársena. De modo que, bueno, ahí estaba la patria. Ahora, cuando me fui de Europa, la última gran amistad mía fue la amistad tutelar de Rafael Cansinos Assens. Y yo pensé: ahora me despido de todas las bibliotecas de Europa. Porque Cansinos me dijo: «Puedo saludar las estrellas en diecisiete idiomas clásicos y modernos». Qué linda manera de decir puedo hablar, conozco diecisiete idiomas, ¿no?; «puedo saludar las estrellas», lo cual ya da algo de eternidad y de vastedad, ¿no? Yo pensé, cuando me despedí de Cansinos Assens —aquello ocurrió en Madrid, cerca de la calle de la Morería, donde él vivía, sobre el viaducto (yo escribí algún poema sobre eso)—, pensé: bueno, ahora vuelvo a la patria. Pero cuando lo conocí a Macedonio, pensé: realmente no he perdido nada, porque aquí hay un hombre que de algún modo puede remplazar a Cansinos Assens. No un hombre que puede saludar las estrellas en muchos idiomas, o que ha leído mucho, pero sí un hombre que vive dedicado al pensamiento; y vive dedicado a pensar esos problemas esenciales que se llaman —no sin ambición— la filosofía o la metafísica. Macedonio vivía pensando, de igual modo que Xul Solar vivía recreando y reformando el mundo. Macedonio me dijo que él escribía para ayudarse a pensar. Es decir, él no pensó nunca en publicar. Es verdad que, en vida, salió un libro suyo, Papeles de Recienvenido, pero eso se debe a una generosa conspiración tramada por Alfonso Reyes, que ayudó a tantos escritores argentinos. Y… me ayudó a mí, desde luego. Pero también hizo posible esa primera publicación de un libro de Macedonio Fernández. Yo le «robé» un poco los papeles a Macedonio: Macedonio no quería publicar, no tenía ningún interés en publicar, y no pensó en lectores tampoco. Él escribía para ayudarse a pensar, y les daba tan poca importancia a sus manuscritos, que se mudaba de una pensión a otra —por razones, bueno, fácilmente adivinables, ¿no?—, y eran siempre pensiones, o del barrio de los Tribunales, o del barrio del Once, donde había nacido, y abandonaba allí sus escritos. Entonces, nosotros lo recriminábamos por eso, porque él se escapaba de una pensión y dejaba un alto de manuscritos, y eso se perdía. Nosotros le decíamos: «Pero Macedonio, ¿por qué hacés eso?»; entonces él, con sincero asombro, nos decía: «¿Pero ustedes creen que yo puedo pensar algo nuevo? Ustedes tienen que saber que siempre estoy pensando las mismas cosas, yo no pierdo nada. Volveré a pensar en tal pensión del Once lo que pensé en otra antes, ¿no? Pensaré en la calle Jujuy lo que pensaba en la calle Misiones». —Pero usted ha dicho que la conversación de Macedonio lo impresionó… —Era lo principal, sí; yo nunca he oído a una persona cuyo diálogo impresionara más, y un hombre más lacónico que él. Casi mudo, casi silencioso. Nos reuníamos para escucharlo todos los sábados en una confitería que está o estaba en la esquina de Rivadavia y Jujuy: La Perla. Nos reuníamos más o menos alrededor de medianoche, y nos quedábamos hasta el alba oyéndolo a Macedonio. Y Macedonio hablaba cuatro o cinco veces cada noche, y cada cosa que decía, él la atribuía —por cortesía— al interlocutor. De modo que empezaba siempre diciendo —él era muy criollo para hablar—: «Vos habrás observado, sin duda»; y luego una observación en la que el otro nunca había pensado (ríen ambos). Pero a Macedonio le parecía más… más cortés atribuir sus pensamientos al otro, y no decir «yo he pensado tal cosa», porque le parecía una forma de presunción o de vanidad. —Atribuía también su inteligencia a la inteligencia de todos los argentinos. —Sí, también, sí. —Yo recuerdo que usted ha comparado con Adán a dos hombres. —Es cierto. —A Whitman y a Macedonio. —Es cierto. —En el caso de Macedonio, por su capacidad para pensar y resolver los problemas fundamentales. —Y en el caso de Whitman, por el hecho de, bueno, de descubrir el mundo, ¿no? En el caso de Whitman, uno tiene la impresión de que él ve todo por primera vez, que es lo que debe de haber sentido Adán. Y lo que sentimos todos cuando somos chicos, ¿no?: vamos descubriendo todo. —Y esa admiración que sintió usted por Macedonio, de alguna manera fue equivalente a la que sintió por Xul Solar, según ha dicho varias veces, creo. —Sí, pero Macedonio se asombraba de las cosas y quería explicárselas. En cambio, Xul Solar más bien sentía cierta indignación y quería reformar todo. Es decir, era un reformador universal, ¿no?; Xul Solar y Macedonio no se parecían en nada, se conocieron —realmente esperábamos mucho de ese encuentro— y nos sentimos defraudados, porque a Xul Solar, Macedonio le pareció un argentino igual a todos los argentinos. En cambio, Macedonio Fernández dijo —lo cual, de algún modo es más cruel—: «Xul Solar es un hombre que merece todo respeto y toda lástima». Entonces, ellos no se «encontraron» de hecho. Pero creo que después llegaron a ser amigos, pero el primer encuentro fue más bien, y… un desencuentro, como si no se hubieran visto. Eran dos hombres de genio, pero, a primera vista, invisibles el uno para el otro. —Es curioso. Ahora, usted dijo también que Macedonio identificaba los sueños, lo onírico, con la esencia del ser. Últimamente usted identificó, también, el acto de escribir con el de soñar. —Es que yo no sé si hay una diferencia esencial, creo que esa frase «la vida es sueño», es estrictamente real. Ahora, lo que cabe preguntar es si hay un soñador, o si es simplemente un… ¿cómo podemos decir?: un soñarse, ¿no? Es decir, si hay un sueño que se sueña… quizás el sueño sea algo impersonal, bueno, como la lluvia, por ejemplo, o como la nieve, o como el cambio de las estaciones. Es algo que sucede, pero no le sucede a nadie; eso quiere decir que no hay Dios, pero que habría ese largo sueño que podemos llamar «Dios» también, si queremos. Supongo que la diferencia sería ésa, ¿no? Ahora, Macedonio negaba el yo. Bueno, también lo negó Hume, y el budismo, curiosamente, lo niega también. Qué raro, porque los budistas no creen estrictamente en la transmigración —en las transmigraciones del alma—, creen, más bien, que cada individuo, durante su vida, fabrica un organismo mental que es el «karma». Que luego ese organismo mental es heredado por otro. Pero, en general, se supone que no; por ejemplo, creo que los hindúes que no son budistas imaginan que no, que hay un alma que va pasando por diversas transmigraciones, es decir, que va alojándose en diversos cuerpos, que va renaciendo y muriendo. Por eso, el dios Shiva —aquí hay una imagen cerca, que usted podrá ver—, un dios danzante, con seis brazos, bueno, es el dios de la muerte y la generación; ya que se supone que ambas cosas son idénticas, que cuando usted muere, otro hombre es engendrado, y si usted engendra, usted engendra para la muerte, ¿no?; de modo que el dios de la generación es también el dios de la muerte. —Cierto. Me pareció también significativo, Borges, el sentido que usted le da a la soledad de Macedonio. A la nobleza de esa soledad, que usted asocia, en este caso, con el carácter de los argentinos, antes, digamos, de la llegada de la radio, la televisión y hasta del teléfono. —Es cierto; quizá la gente antes estuviera más acostumbrada a la soledad. Y si eran estancieros, de hecho vivían solos buena parte del año, o buena parte de la vida, ya que, bueno, ¿qué serían los peones?, gente muy inculta, el diálogo sería imposible con ellos. Cada estanciero estaría, bueno, un poco sería un Robinson Crusoe de la llanura, ¿no?, o de las cuchillas, o de lo que fuera. Pero, quizás hayamos perdido ahora el hábito de la soledad, ¿no? —Creo que sí. —Sobre todo, la gente ahora precisa estar continuamente acompañada, y acompañada, bueno, por la radio: por nosotros (ríe), ¡qué vamos a hacer! (ríe). —Ilusoriamente acompañada. —Sí, ilusoriamente acompañada, pero, espero que, en este caso, gratamente acompañada. —Hay algo de real en esta compañía radial. —Y, si no, qué sentido tienen nuestros diálogos, si no son gratos para otros. —Naturalmente. Me llamó la atención, también, que usted le atribuye a Macedonio la creencia de que Buenos Aires y su gente no podían equivocarse políticamente. —Bueno… en nada. Pero, quizá, era una exacerbación del nacionalismo de Macedonio; un disparate, realmente. Por ejemplo, él quería —felizmente no lo logró— que todos firmáramos: fulano de tal, artista de Buenos Aires. Pero eso no lo hizo nadie, es natural (ríen ambos). Otro ejemplo: si un libro era popular, él decía que el autor era bueno porque Buenos Aires no puede equivocarse. Y así él pasó, de la noche a la mañana, literalmente, del culto de Yrigoyen al culto del general Uriburu. Desde el momento en que la revolución había sido aceptada, entonces, bueno, estaba bien, él no podía censurarla. Y él pensaba lo mismo de actores populares: desde el momento en que eran populares, tenían que ser buenos; lo cual es un error, bueno, somos capaces de error, ya lo hemos demostrado. —Pero usted decía que su madre le señaló a Macedonio que había sido partidario de todos los presidentes de la República. —Sí, pero él se hizo partidario de ellos, no para obtener nada de ellos, sino porque él no quería suponer que un presidente hubiera sido elegido sin que esa elección fuera justa. Y eso lo ayudó a aceptar todo (ríe). Bueno, mejor no abundar en ejemplos, ¿no? —Ahora bien, si éste es un país con sentido de lo metafísico, y Buenos Aires una ciudad que por sus orígenes tiene que ver con lo metafísico, bueno, yo vinculo a Macedonio con la percepción de lo metafísico que se tiene aquí, desde Buenos Aires. —Yo no sé, ¿existe esa percepción? Y, posiblemente…, yo no he observado eso. —Bueno, yo lo veo en la lectura que hago de Macedonio. —¡Ah!, bueno, eso sí. Pero no sé si Macedonio no es una excepción. —Yo creo que si es una excepción. —Bueno, como todo hombre genial lo es, desde luego, ¿no? —Sí, ahora usted ha sentido a lo largo del tiempo, casi, diría yo, la obligación de dejar su testimonio sobre él, sobre Macedonio. —Sí, y no lo he hecho del todo. Precisamente, porque es tan personal que no sé si puede comunicarse: es como un sabor, o como un color; si el otro no ha visto ese color, si el otro no ha percibido ese sabor, las definiciones son inútiles. Y en el caso de Macedonio, creo que quienes no, bueno, quienes no oyen su voz al leerlo, no lo leen realmente. Y yo puedo, yo recuerdo muy precisamente la voz de Macedonio Fernández, y puedo, bueno, retrotraer esa palabra escrita a su palabra oral. Y otros no, no pueden, lo encuentran confuso o incomprensible directamente. —Sí, pero fíjese, es muy curioso: yo podría decir que si uno comprende, o ha registrado a Macedonio, se hace más fácil comprender particularidades de miembros de nuestra sociedad, de nuestra familia, de nuestro tipo de hombre. Lo veo de alguna manera… —Y, puede ser, a él le hubiera gustado mucho esa idea, él la habría aprobado. Yo no sé si es cierta o no; para mí es tan único Macedonio. Bueno, puedo decirle esto: nosotros lo veíamos cada sábado, y yo tenía la semana entera, yo hubiera podido ir a visitarlo, bueno, vivía cerca de casa, él me invitó a hacerlo… yo pensé que no, que no iba a usar el privilegio —era mejor esperar toda la semana, y saber que esa semana sería coronada por el encuentro con Macedonio—. Entonces yo me abstenía de verlo, salía a caminar, me acostaba temprano y leía, leía muchísimo —en alemán sobre todo—, no quería olvidar el alemán que me habían enseñado en Ginebra para leer a Schopenhauer. Bueno, yo leía muchísimo, me acostaba temprano para leer, o salía a caminar solo —en aquel tiempo, aquello podía hacerse sin ningún peligro, ya que no había asaltos, ni nada de eso, era una época mucho más tranquila que la actual—, y yo sabía que, bueno, «qué importa lo que me pase esta noche, si llegaré al sábado, voy a conversar con Macedonio Fernández». Con los amigos decíamos: ¡Qué suerte la nuestra!, haber nacido en la misma ciudad, en la misma época, en el mismo ambiente que Macedonio. Hubiéramos podido perder eso —que es lo que piensa un hombre cuando se enamora, también, ¿no?: qué suerte ser contemporáneo de Fulana de tal, sin duda, única (ríe) en el tiempo y en el espacio, ¿no?—. Bueno, eso lo sentíamos con Macedonio Fernández un pequeño grupo. Creo que después de su muerte empezaron a aparecer amigos íntimos de él que no lo habían visto en la vida; pero eso siempre ocurre cuando muere una persona ilustre ¿no?, una persona famosa. Aparecen desconocidos que dicen ser amigos íntimos. Y yo recuerdo el caso de un amigo —no tengo por qué mencionar su nombre— que nos había oído hablar de Macedonio. A ese amigo mío le gustaba la nostalgia, y entonces dijo y llegó a creer que él había sido amigo de Macedonio Fernández, y sintió la nostalgia de esas tertulias de los sábados, de la confitería La Perla, y él no había asistido nunca a ellas, no lo conocía a Macedonio ni siquiera de vista. Pero no importa, ya que él necesitaba nostalgia, bueno, él dio alimento a su nostalgia de ese modo. Y él hablaba conmigo de Macedonio, y yo sabía que no se habían conocido nunca. Claro, yo seguía ese diálogo. —Una nostalgia creativa, diríamos. —Sí, una nostalgia creativa, sí. —Yo seguiría, Borges, conversando con usted sobre Macedonio ilimitadamente, pero… —¿Por qué no, en forma ilimitada, de todos los temas? —Tenemos, por hoy, que dejar de conversar, ¿nos despedimos entonces, hasta el próximo viernes? —Sí, cómo no, espero ese viernes con ansiedad. 11 BORGES CON PLATÓN Y ARISTÓTELES Osvaldo Ferrari: Bien, Borges, ahora que usted está de regreso, voy a recordar los temas de que nos hemos ocupado en las audiciones anteriores a su último viaje: hemos hablado de la posible identidad de los argentinos; del orden y el tiempo; de las distintas versiones que propone el sur porteño y bonaerense a lo largo de la historia; de su viaje a Italia, Grecia y Japón; de Macedonio Fernández, Silvina O campo, Bioy Casares, Wilcock; y de cómo nace y se hace un texto de Borges. Naturalmente, ahora se impone que hablemos de la experiencia que usted trae de este viaje que realizó por Italia, Grecia y Japón. La primera impresión que uno tiene al verlo es la de que ese viaje le ha sentado muy bien, y que usted tiene el aire de haber hecho nuevos descubrimientos. Jorge Luis Borges: No sé si descubrimientos… confirmaciones, más bien, desde luego. Vuelvo con una excelente impresión, y siempre con el asombro… no sé, de que me respete tanto la gente, de que me tomen en serio. Yo no sé si mi obra merece esa atención, yo creo que no, creo que soy como una suerte de superstición ahora… internacional. Pero la agradezco muchísimo y no deja de asombrarme eso; el hecho de haber recibido esos premios, esos honores: usted está hablando ahora con un doctor honoris causa de la Universidad de Creta. Todo eso me parece tan fantástico… bueno, me parece tan fantástico a mí como les parecerá a otros también, ¿no? Es decir, yo estoy asombrado de todo eso; pienso que quizá, bueno, ellos me han leído en traducciones, las traducciones pueden haber mejorado mis textos, o quizás haya algo entre líneas que no alcanzo a percibir, y que está allí. Porque si no, yo no sé por qué merezco todo esto. Pero vuelvo con la mejor impresión de esos países; yo no conocía el sur de Italia, aunque sabía que era Magna Grecia aquello. Estuve en Creta también, y tuve ocasión de decir que aquella expresión «Magna Grecia», expresión que se aplica al Asia Menor, al sur de Italia, a ciertas islas, podría aplicarse al mundo entero o, en todo caso, al Occidente entero. Es decir, que todos somos Magna Grecia. Eso lo dije allí, es decir, que todos somos griegos en el destierro —en un destierro no necesariamente elegiaco o desdichado, ya que quizá nos permite ser más griegos que los griegos, o más europeos que los europeos—. De modo que tengo el mejor recuerdo de esos países; yo no conocía el sur de Italia: me sorprendió oír la música popular, oí a un individuo tocando la guitarra, un campesino, me dijeron que estaba tocando temas sicilianos, y me pareció oír, bueno, esas tonadas criollas que corresponden a la provincia de Buenos Aires o a la República Oriental: esas tonadas con las que se toca «La tapera», o «El gaucho», de Elías Regules. Bueno, ése es exactamente el tipo de música que yo oí en Sicilia. Y luego, en Vicenza, estuvieron espléndidos conmigo, en Venecia también, y en el Japón, desde luego, confirmé las espléndidas experiencias de mi viaje anterior. Es decir, de un país que ejerce a la vez su cultura oriental y la cultura occidental y que, en lo que se refiere a cultura occidental, en lo que se refiere a técnica, parece que está, bueno, dejándonos atrás. —Cierto. He visto que en un lugar de Italia lo han designado Maestro de vida. —Bueno, ojalá eso pudiera referirse a mi propia vida, que ha sido una serie de errores, ¡eh! Pero posiblemente uno pueda enseñar lo que no sepa, o lo que no ha practicado, ¿no? (ríe). —Sí. Pero, además, es curioso: después de que en los últimos años viajó muchas veces por países, digamos, donde se impone la actual tecnocracia —el sistema más moderno—: Estados Unidos, Europa occidental (la parte del norte), ahora parece que usted hubiera sido convocado por el sur, por el antiguo Occidente: Creta, Grecia y Sicilia. —Bueno, pero lo que no es Creta, Grecia o Sicilia es un reflejo de esos lugares, es una extensión de esos lugares. Cuando tuve que hablar en Creta, cuando me hicieron doctor de esa Universidad de Grecia, recordé un hecho bastante curioso: uno piensa en el norte como opuesto al sur y, sin embargo, cuando —creo que Snorri Sturluson— en ocasión de referirse al dios Thor, el dios que había dado su nombre al Thursday (jueves) inglés, ya que, bueno, el día de Thor, es decir, el día de Jove (Júpiter), ¿no? Bueno, cuando Snorri Sturluson, en el siglo XIII, tiene ocasión de referirse a Thor, da esta etimología —que, desde luego, es falsa— pero que muestra el deseo que tenía el norte de incorporarse al sur. Es esto: él dice que Thor es hijo de Príamo y hermano de Héctor, por la similitud de los sonidos. Claro que eso es del todo falso, pero no importa; muestra el deseo de aquella gente allá… y, él escribió en Islandia, bueno, querían de algún modo vincularse al sur, querían acercarse a La Eneida, que es lo que ellos conocerían del sur, ya que no podrían conocer los poemas homéricos, desde luego; pero, en fin, el deseo de querer ser parte de la cultura mediterránea. Bueno, y eso se ve, por ejemplo… en alemán, la palabra «Vaterland», o en inglés «motherland», parecen muy germánicas y, sin embargo, ¿qué es «Vaterland» si no una traducción de «patria»? No es una idea que los germanos tuvieran, ya que para los germanos lo importante era pertenecer a tal o cual tribu, ser leales a tal o cual caudillo. —Tierra de los padres. —Sí, tierra de los padres. Bueno, esa idea, «Vaterland», o «motherland» en inglés, para no confundir con «Vaterland» que parece exclusivamente alemán, esa idea es la misma idea, traducida, de «patria» en latín. Curiosamente, Groussac indicó la posibilidad de «matria», pero, claro, es un poco tarde ya, esa palabra resultaría muy artificial; pero vendría a ser «motherland» en inglés lo de «matria». Quizá la idea de «tierra de la madre», bueno, por lo pronto es más segura que la idea de «tierra del padre», ¿no? (ríe): la paternidad es un acto de fe, como dijo Goethe, ¿no?; la maternidad es un hecho, bueno, que los animales reconocen, y que todo el mundo reconoce, sí. —Ahora, usted ha recordado la mitología escandinava y la griega, y yo he estado leyendo a una escritora francesa, Simone Weil, que al recordar la mitología griega y también la oriental sostiene que Platón fue el primer místico de Occidente, heredero de toda la mística de Oriente. —Bueno, no sé si el primero, porque sería Pitágoras, que es algo anterior, creo. Y Pitágoras… creo que hay un busto de Pitágoras en que lo representan con un gorro frigio; es decir, asiático. Además, la idea de la transmigración y la idea del tiempo cíclico de los estoicos y los pitagóricos tiene que ser algo que ha llegado del Oriente. Y en el Oriente, la idea de los ciclos tiene sentido, porque la gente, bueno, las almas, la transmigración de las almas en sus diversos ciclos, van mejorando, van empeorando, van modificándose. En cambio, la idea de ciclos exactamente iguales, que es la que tienen los pitagóricos y los estoicos, esa idea parece insensata, ya que, en realidad, no serviría absolutamente para nada: no sé hasta dónde podemos hablar, bueno, de un primer ciclo, un segundo y un tercero, ya que no hay nadie que pueda percibir las diferencias entre dos ciclos exactamente iguales. Posiblemente, la teoría del tiempo circular fue algo mal entendido por los griegos de la doctrina asiática, en que se supone que hay ciclos, pero esos ciclos son distintos. —Los griegos pueden haber malentendido esa tradición pero, a la vez, Occidente puede haber malentendido a los griegos. Porque si decimos que Platón, y también quizá Pitágoras, son los primeros místicos de Occidente… —Bueno, creo que la palabra primero no tiene mayor sentido, ya que no puede saberse, pero, en fin… —Es que nuestra filosofía ha partido de allí, pero en lugar de tomar a Platón como punto de partida, ha tomado a Aristóteles como punto de partida, y tendríamos que llegar a saber algún día cuál fue el acierto y cuál el error, porque todo hubiera sido diferente… —Bueno, representan… creo que, en todo caso, representan para nosotros dos hechos muy distintos. El hecho de que uno piensa, bueno, Aristóteles es una persona que piensa por medio de razones. En cambio, Platón piensa, además, por medio de mitos. —Justamente. —Y eso se ve en el último diálogo de Sócrates: parece que él usa, a la vez, el razonamiento y el mito. En cambio, ya después de Aristóteles, o se usa un sistema u otro, ¿no?; ya no somos capaces de usar ambas cosas. En cuanto a mí, personalmente, me creo casi incapaz de pensar por medio de razones; parece que yo pensara —sabiendo lo peligroso y lo falible del método—, yo tiendo a pensar, bueno, por el mito, o en todo caso, por sueños, por invenciones mías, ¿no? —O por la intuición, como en Oriente. —O por la intuición, sí. Pero sé que es más riguroso el otro sistema, y trato de razonar, aunque no sé si soy capaz de hacerlo; pero me dicen que soy capaz de soñar, y espero serlo, ¿no? Al fin de todo, yo no soy un pensador, soy un mero cuentista, un mero poeta. Bueno, me resigno a ese destino, que ciertamente no tiene por qué ser inferior a otro. —Pero usted advierte que en lugar de la mística y la poesía como tradición, se ha optado por la razón y el método. —Sí, pero, sin embargo nos rigen la mística y la poesía. —Ah, claro. —Eso desde luego, y nos rigen inconscientemente, pero nos rigen. —Pero, es curioso, porque filósofos occidentales, como Wittgenstein, por ejemplo, terminan hablando de las posibilidades de lo místico o de lo divino, después de todo el circuito cumplido por la razón a lo largo de siglos. —Y, posiblemente si se practica exclusivamente la razón, uno llegue a ser escéptico de ella, ¿no?, ya que toda persona llega a ser escéptica de lo que conoce. Los poetas respecto del lenguaje, por ejemplo, son fácilmente escépticos del lenguaje, precisamente porque lo manejan y porque conocen sus límites. Creo que Goethe dijo: «A mí, que me ha tocado la peor materia», que era el idioma alemán —cosa que creo que es un error de él— pero, en fin, él, que tenía que lidiar con el alemán, sabía sus límites. Bueno, y si no es inmodesto decirlo… yo, en fin, mi destino es la lengua castellana y por eso soy muy sensible a sus obstáculos y a sus torpezas; precisamente porque tengo que manejarla. En cambio, en el caso de otros idiomas, los recibo, simplemente. Pero los recibo con gratitud, yo trato de recibir con gratitud todas las cosas, y no advierto sus defectos. Pero, posiblemente, si mi destino hubiera sido otro idioma, yo me daría cuenta, bueno, de las deficiencias o de las incapacidades de ese idioma. —Es curioso: usted habla últimamente cada vez más de la aceptación y la gratitud. —… Es que yo creo, como Chesterton, que uno debería agradecer todo. Chesterton dijo que el hecho, bueno, de estar sobre la Tierra, de estar de pie sobre la Tierra, de ver el cielo, bueno, de haber estado enamorado, son como dones que uno no puede cesar de agradecer. Y yo trato de sentir eso, y he tratado de sentir, por ejemplo, que mi ceguera no es sólo una desventura, aunque ciertamente lo es, sino que también me permite, bueno, me da más tiempo para la soledad, para el pensamiento, para la invención de fábulas, para la fabricación de poesías. Es decir, que todo eso es un bien, ¿no? Recuerdo aquello de aquel griego, Demócrito, que se arrancó los ojos en un jardín para que no le estorbara la contemplación del mundo externo. Bueno, en un poema yo dije: «El tiempo ha sido mi Demócrito». Es verdad, yo ahora estoy ciego, pero quizás el estar ciego no sea solamente una tristeza. Aunque me basta pensar en los libros, que están tan cerca y que están tan lejos de mí, para, bueno, para querer ver. Y hasta llego a pensar que si yo recobrara mi vista, yo no saldría de esta casa y me pondría a leer todos los libros que tengo aquí, y que apenas conozco, aunque los conozco por la memoria, que modifica las cosas. —En un diálogo que tuvimos recientemente, yo le dije que últimamente usted se alejaba de Platón, pero ahora veo que está más cerca que nunca del Platón místico que mencioné antes. —Y quizás alejarse de Platón sea peligroso. Y de Aristóteles también, ¿no?, ¿por qué no aceptar a los dos?; son dos bienhechores. —Quizá la mejor posibilidad esté en la síntesis de ambos. 12 EL ARTE DEBERÍA LIBERARSE DEL TIEMPO Osvaldo Ferrari: En la audición de hoy conversamos con Borges sobre la belleza. Antes del inicio del diálogo sobre la belleza se transcribe la respuesta de Borges a la pregunta por el lugar que deberían ocupar el arte y la literatura en nuestra época, formulada en una conversación anterior. Jorge Luis Borges: El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso. —Claro. —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea… Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro. —Verdaderamente. —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista. —Otra de las cosas de las que ya no se suele hablar, ni pensar, Borges, además del espíritu, es la belleza. Lo curioso es que ni siquiera los artistas, ni los escritores, últimamente, hablan de lo que supuestamente fue siempre su inspiración o su objetivo; es decir, de la belleza. —Bueno, quizá la palabra se haya gastado, pero el concepto no; porque, ¿qué finalidad tiene el arte si no la belleza? Ahora, quizá la palabra belleza no sea bella, pero el hecho lo es, desde luego. —Cierto. Pero, en su escritura, en sus poemas, en sus cuentos… —Yo trato de evitar lo que se llama «el feísmo», que me parece horrible, ¿no? Pero ha habido tantos movimientos literarios con nombres horribles. Por ejemplo, en México hubo un movimiento literario apodado de un modo terrorífico: el estridentismo. Pero finalmente se calló la boca, que era lo mejor que podía hacer. Aspirar a ser estridente, qué incómodo ¿no? Era un amigo mío: Manuel Maples Arce, él dirigió ese movimiento contra un gran poeta: Ramón López Velarde. Él dirigió ese movimiento estridentista, y yo recuerdo el primer libro de él, que, desde luego, sin ningún asomo de belleza, se llamaba Andamios interiores, lo cual es muy muy incómodo, ¿no? (ríe), tener andamios interiores. Yo recuerdo un solo verso, que no estoy seguro de que sea un verso, y era éste: «Y en todos los periódicos se ha suicidado un tísico», el único verso que recuerdo, y, quizá, ese olvido sea piadoso, ya que si ése era el mejor verso del libro, quizá no convenga esperar mucho de él. Y lo he visto muchos años después en el Japón —creo que fue embajador de México en el Japón— y eso lo hizo olvidar no la literatura, pero sí su literatura. Pero, ha quedado en las historias de la literatura —que recogen todo— como fundador del estridentismo (ríen ambos), una de las formas más incómodas de la literatura, querer ser estridente. —Sí, ahora, ya que hablamos de la belleza, quiero consultarlo sobre algo que me ha llamado siempre la atención: Platón dice que de todos los entes arquetípicos, sobrenaturales, el único visible en la Tierra, el único manifiesto, es la belleza. —Bueno, pero manifiesto a través de otras cosas. —Captable por los sentidos. —No sé si por los sentidos. —Así dice Platón. —Bueno, desde luego, supongo que la belleza de un verso tiene que pasar por el oído, y la belleza de una escultura tiene que pasar por el tacto y por la vista. Pero ésos son medios, nada más. No sé si vemos la belleza o si la belleza nos llega a través de formas, que pueden ser verbales o escultóricas, o auditivas en el caso de la música. Walter Pater dijo que todas las artes aspiran a la condición de la música. Ahora, yo creo que eso puede explicarse porque en la música el fondo y la forma se confunden. Es decir, usted puede contar el argumento, digamos, de un cuento —posiblemente traicionándolo— o el argumento de una novela, pero no puede contar el argumento de una melodía, por sencilla que sea. Stevenson dijo —pero yo creo que es un error— que un personaje literario no es otra cosa que una sarta de palabras. Bueno, eso es verdad, pero, al mismo tiempo, es necesario que lo sintamos como algo que no sea esa mera sarta de palabras, es necesario que creamos en él, me parece. —Es necesario que de alguna manera sea real. —Sí, porque creo que si sentimos a un personaje como a una sarta de palabras, ese personaje no ha sido creado felizmente o acertadamente. Por ejemplo, tratándose de una novela, debemos creer que los personajes viven más allá de lo que el autor nos dice de ellos. Por ejemplo, si pensamos en un personaje cualquiera, un personaje de una novela o de un drama, tenemos que pensar que ese personaje —en los momentos en que no lo vemos— duerme, sueña, cumple con diversas funciones. Porque, si no, sería del todo irreal para nosotros. —Claro. Hay una frase de Dostoyevski que me llama tanto la atención como la de Platón. Él dice acerca de la belleza: «En la belleza, Dios y el diablo combaten, y el campo de batalla es el corazón del hombre». —Es una frase muy parecida a la de Ibsen: «Que la vida es un combate con el demonio en las grutas o en las cavernas del cerebro, y que la poesía es el hecho de celebrar el juicio final sobre uno mismo», y hay cierto parecido, ¿verdad? —Hay cierto parecido. Ahora, Platón le atribuye a la belleza un destino, una misión. Y, entre nosotros, Murena ha dicho que él considera que la belleza puede transmitir una verdad extramundana. —Y, supongo que si no la transmite es inútil; si no la recibimos como una revelación más allá de lo que nos dan los sentidos. Pero, yo creo que es común ese sentimiento. Yo he notado que la gente es continuamente capaz de frases poéticas; que no aprecia. Por ejemplo, mi madre (yo he usado esa frase literariamente), mi madre comentaba la muerte de una prima nuestra, que era muy joven, con la cocinera, cordobesa. Y la cocinera le dijo, sin darse cuenta de que era una frase literaria. «Pero señora, para morir, sólo se precisa estar vivo». Sólo se precisa… y ella no se dio cuenta de que era una frase memorable. Yo la usé después en un cuento. «No se precisa más que estar vivo», no se precisa, como que no se requieren otras condiciones para la muerte, uno suministra ésa que es la única. Creo que la gente continuamente dice frases memorables y no se da cuenta. Y quizá la función del artista sea recoger esas frases y retenerlas. En todo caso, Bernard Shaw dice que casi todas las frases ingeniosas de él, son frases que él ha oído casualmente. Pero eso puede ser una frase ingeniosa más, o un rasgo de la modestia de Shaw. —El escritor sería, en ese caso, un gran coordinador del ingenio de los demás. —Sí, y, digamos, un amanuense de los otros, un amanuense, bueno, de tantos maestros, que quizá lo importante sería ser el amanuense y no el generador de la frase. —Una memoria individual de lo colectivo. —Es cierto, vendría a ser eso, exactamente. 13 TIGRES, LABERINTOS, ESPEJOS Y ARMAS Osvaldo Ferrari: Desde hace tiempo, Borges, quería referirme a una idea que usted expresó varias veces. Jorge Luis Borges: Yo tengo pocas ideas, y siempre las expreso varias veces (ríe). —Así se afirman (ríen ambos). Usted ha dicho que cada escritor —especialmente cada poeta— tiene, fatalmente, un universo personal. Está, de alguna manera, condicionado por ese universo personal, que le es dado y al que debe ser fiel. —No sé si debe ser fiel, pero de hecho lo es. Será una indigencia, pero uno vive… bueno, uno escribe en un mundo bastante limitado, ¿no? Aunque sería mejor que no fuera así; pero ese hecho ocurre. —Ahora, en su caso, he recordado, entre otras cosas, tigres, armas blancas, espejos, laberintos. —Es cierto. Soy fácilmente monótono, ¿eh? Bueno, ¿yo tendría que explicar esas razones? Ante todo, yo no he elegido esos temas; esos temas me han elegido a mí. —Claro. —Pero creo que eso puede aplicarse a todos los temas. Creo que es un error buscar un tema; es un error, más bien de periodista que de escritor. Un escritor debe dejar que los temas lo busquen, debe empezar por rechazarlos; y luego, resignado, puede escribirlos para pasar a otros, ¿no? —Por eso serían fatalmente suyos. —Sí, porque ellos vuelven. Ahora, curiosamente, yo sé que si escribo la palabra «tigre», es una palabra que he escrito centenares de veces; pero sé, al mismo tiempo, que escribo «leopardo», estoy haciendo trampa: que el lector se va a dar cuenta de que es un tigre ligeramente disfrazado —un tigre manchado, y no rayado—. Uno se resigna a esas cosas. —Sí, sin embargo, en su poema «La pantera» ha logrado determinar algo realmente diferente del tigre. —Bueno, durante catorce versos tal vez, pero nada más ¿eh? (ríen ambos). Creo que se siente que es una variante del tigre, o el lector la siente. —Si a usted le parece, a mi me gustaría leer el poema «La pantera», para que los oyentes también sepan que realmente lo ha diferenciado por una vez al tigre. —… Creo que es exactamente igual. «Tras los fuertes barrotes la pantera. Repetirá el monótono camino Que es (pero no lo sabe) su destino. De negra joya, aciaga y prisionera…». —Caramba, no está mal eso, ¿eh? Siga. «Son miles las que pasan y son miles Las que vuelven, pero es una y eterna La pantera fatal que en su caverna Traza la recta que un eterno Aquiles Traza en el sueño que ha soñado el griego…». —Claro, Aquiles y la tortuga: los de la paradoja eleática, sí. «No sabe que hay praderas y montañas De ciervos cuyas trémulas entrañas Deleitarían su apetito ciego». —Realmente aquí, Borges, Silvina Ocampo tendría derecho a decir que usted también tiende, a veces, a matices crueles. —Y con toda razón. Bueno, este poema —recién me doy cuenta ahora— vendría a ser lo contrario de un poema, muy superior, desde luego, de Lugones: el soneto «León cautivo». Porque el león cautivo está pensando en los ciervos que bajan al río; habla de azorados trotes de las gacelas, y yo no creo que ocurra eso. Yo imagino, más bien, al animal viviendo ese momento. En cambio, Lugones imagina al león con una conciencia de que está prisionero; con el recuerdo de otras épocas —posiblemente no personal sino heredado—, el azorado trote de las gacelas… y luego dice algo de declinación de imperios, o decadencia de imperios. Es decir, es lo contrario. Y aquí no; aquí el animal está concebido como viviendo, simplemente, ese momento. Digo: sin memoria, sin previsión de lo por venir. Aquí la pantera está recorriendo la jaula de arriba abajo, y ése es su destino, y la pantera no lo sabe y el lector sí. —Es la idea que a usted le inspiró el gato, que vive en la eternidad del instante. —Sí, es la misma idea; es la idea de que los animales no tienen tiempo, de que el tiempo es propio de los hombres y no de los animales. Ahora, esa idea fue exacerbada por Yeats, por William Butler Yeats, en aquel espléndido poema que termina diciendo: «He knows death to the bone Man has created death». —El hombre conoce la muerte hasta la médula, hasta los huesos. El hombre ha creado a la muerte. Es decir, el hombre tiene la conciencia de la muerte —lo cual quiere decir: la conciencia del futuro y la memoria del pasado—, desde luego, sí. —El poema («La pantera») se cierra con estas dos últimas líneas: «En vano es vario el orbe. La jornada Que cumple cada cual ya fue fijada». —Ah, bueno; ahí está extendida esa idea al hombre. Porque se llega, al final, a la idea de la fatalidad, que es la idea, bueno, del islam, la idea del calvinismo: la idea de que todo está prefijado. Es decir, que no sólo la vida, digamos, lineal de la pantera en su jaula está fijada; sino nuestra vida, y este diálogo con usted, Ferrari, también, sin duda. Todo ha sido fijado. —Esperemos. —Ahora, eso no quiere decir que haya sido fijado por alguien. Porque muchas veces se confunden las dos ideas: creo que uno puede creer en la predestinación y no suponer que esa predestinación es sabida por alguien —algo que se da por un juego fatal de efectos y de causas. —En ese caso, este diálogo sería, como dice usted, cósmico u ordenado. —Cierto. Y además, está siendo fijado por una máquina, creo (ríen ambos). —En cuanto a los laberintos, estoy pensando que hace poco usted ha estado en, quizás, el más conocido de todos… —En Creta, sí. Curiosamente, no se sabe si el de Cnosos fue un laberinto originalmente; creo que no, parece que fue un palacio, y que luego se llevó allí la idea de los laberintos de Herodoto. El habla de los laberintos de Egipto, creo; no sé si habla del laberinto de Creta, creo que no. Eso vendría después… yo no estoy seguro, es tan fácil equivocarse. —También me ha mostrado, a la vuelta de este viaje, hermosas armas blancas: cuchillos traídos de Grecia, uno de ellos con un mango de cuerno de cabra que es sorprendente. —Es que la gente, por obra de mi literatura —llamémosla así, uso la palabra entre comillas—, me asocia a las armas blancas: me regalan puñales, lo cual me gusta, me gusta mucho. Aunque no aprendí nunca a «vistear», soy muy torpe. O «barajar», dicen en el Uruguay. Aquí no, aquí se dice «vistear», es más exacto. Claro, uno se fija en la mirada del adversario, no en la mano que tiene el arma; y mirando a los ojos del otro se adivina la intención. Y que luego obren las manos. De modo que me han regalado puñales, sí, en muchas partes. —Y debieran regalarle espadas. Porque me parece que hay más menciones de espadas en su obra, que de puñales. —Eso sí, pero las espadas son incómodas, ¿no? (ríe). Para viajar es mejor el puñal. —Los espejos, bueno… —Eso corresponde a la idea del doble; la idea del otro yo. Es decir, eso tiene que ver con un concepto muy distinto. Y es la idea del tiempo, porque la idea del tiempo es ésa: es la idea del yo que perdura, y de todo lo demás que cambia. Y, sin embargo, hay algo, algo misterioso, que es actor y que es espectador después, en la memoria. La idea del espejo, sí, hay algo terrible en los espejos. Ahora, yo recuerdo: en Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Poe, se llega a una región antártica, y en esa región antártica hay gente que se ve en el espejo y se desmaya. Es decir, se dan cuenta de que es terrible el espejo. Sin duda, Poe sintió eso; porque hay un artículo de él, en que habla sobre cómo debe decorarse una habitación, y dice que los espejos deben estar colocados de un modo tal que una persona sentada no se vea repetida. Ahora, eso quiere decir que él ha sentido el horror del espejo también; porque si no, cómo se explica esa precaución de que el espejo no refleje a una persona sentada. Él, sin duda, ha sentido ese horror, ya que en dos textos suyos está. Y es raro que no haya insistido más. Pero hay esas dos alusiones inequívocas al espejo como algo terrible. —Como mencionábamos antes, cuando hablábamos de los sueños, se vuelve a dar un inquietante desdoblamiento frente al espejo. —Frente al espejo, desde luego. Y, sin duda, esa frase: «alter ego», otro yo, que se atribuye a Pitágoras, es esa idea; tiene que haber nacido del reflejo. Aunque se aplique, después a la amistad. Y falsamente, yo creo, porque un amigo no es otro yo. Si fuera otro yo, sería muy monótono; tiene que ser una persona con sus características propias. —Naturalmente. —Sí, pero siempre se dice que un amigo es un otro yo, y no es así; no es un otro yo. —Lo que ahora la filosofía llama «relación de alteridad» sería la aproximación al otro, diferenciado de uno mismo. —Claro, que no sería otro yo. El acento estaría en «ego» y no en «alter». —Además de tigres, armas blancas, espejos, laberintos; ¿qué otro elemento de su universo personal recuerda que se presente como constante en los últimos tiempos? —¿En los sueños? —O en la vigilia. —… Bueno, hay el tema de la muerte ahora. Porque siempre… ahora siento cierta impaciencia; me parece que debo morirme, y debo morirme pronto. Que ya he vivido demasiado. Y además, tengo una gran curiosidad. Creo, pero no estoy seguro, que la muerte tiene que tener cierto sabor; tiene que ser algo peculiar que uno no ha sentido nunca. La prueba está… yo he visto muchas agonías, y las personas sabían que iban a morir. Y hace poco me dijeron —me dijo Alberto Girri— que había estado con Mujica Lainez un mes antes de su muerte y Mujica Lainez le dijo que estaba por morir, que no sentía temor, pero que tenía esa certidumbre. Ahora, esa certidumbre no puede haber sido basada en razones, sino en ese sabor peculiar de la muerte, que uno lo sentirá, y que sabe que es algo que no ha sentido nunca antes. Que no puede comunicarse, desde luego, ya que uno sólo puede comunicar lo compartido por el otro. Las palabras presuponen experiencias compartidas; en el caso de la muerte todavía no. —Sin embargo, el aspecto que usted trae a la vuelta de este viaje, el aire que usted trae a la vuelta de este viaje, desmienten esa aproximación que usted está indicando. —Bueno, esa aproximación llega de cualquier modo; y además, yo no hablo de aproximación inmediata. Hablo de cierta impaciencia. Pero, quizá, cuando llegue el momento de la muerte, me mostraré muy cobarde. Aunque, en general, yo habré visto varias agonías —uno ve muchas agonías al cabo de ochenta y cuatro años—, y siempre el que estaba muriéndose sentía una gran impaciencia; estaba deseando morirse de una buena vez. —A pesar de todo, usted trae, a la vuelta de cada viaje, un aspecto del todo renovado. Eso podría indicar que, en lugar de ansiedad por la muerte, habría mayor ansiedad por viajar (ríe). —(Ríe). Y bueno… y, la muerte sería… sería un viaje, desde luego superior a los siete viajes de Simbad; sería un viaje mucho más grande ¿no? 14 «KAFKA PUEDE SER PARTE DE LA MEMORIA HUMANA» Osvaldo Ferrari: Antes de su nueva partida, Borges, quisiera que me hable del itinerario del nuevo viaje; que empieza por Francia, sigue por Inglaterra, y continúa después por Estados Unidos. Francia primero, entonces. Jorge Luis Borges: Francia en primer término, y con un congreso sobre una persona a quien le habría asombrado que celebraran un congreso sobre él: Franz Kafka. Es decir, un tema muy lindo —un tema infinito—, como lo son, de hecho, las obras de Kafka. Obras que tomaron como modelo (esto me lo dijo Carlos Mastronardi) las paradojas del eleata Zenón. La idea, por ejemplo, de la carrera infinita de la tortuga —del móvil que no llega nunca a la meta—. Bueno, pues Kafka, me dijo Mastronardi —y tenía razón—, usó aquello de un modo patético. Y ésa fue la gran invención de Kafka. Yo voy a tener que hablar ante algo que parece, así, de antemano, muy tedioso; y que no lo es: «Academia de las Ciencias y de las Letras». Pero, me dicen que yo puedo elegir el tema, y voy a ver si llego a lo que yo prefiero, que es un diálogo con el público —que ojalá se parezca a este diálogo con usted—; es decir, un diálogo fácil. Bueno, y luego tengo que recibir mi doctorado honoris causa en la Universidad de Cambridge. Yo ya tengo el grado honoris causa de Oxford. Faltaba la otra gran universidad —una de las más antiguas del mundo—. La primera fue la de Bolonia, creo, después vinieron las de Inglaterra, después las de Francia, y, tardíamente —y asombrosamente— la Universidad de Heidelberg, en Alemania, y después las otras. Bueno, y después de eso voy a recibir un honor (eso está organizado por el marqués de Ricci, en Nueva York). No sé exactamente en qué consiste, pero me sentiré debidamente atónito y agradecido. Y, además, una oportunidad para recorrer o para estar en esos tres países, en Francia, en Inglaterra, y… me gustaría pasar algunos días revolviendo libros en Londres, sobre todo. En las librerías, sí. Y luego Nueva York. De modo que un viaje menos variado que el que acabo de realizar, que fue, bueno… Sicilia, el Véneto; Venecia, Vicenza, y luego Grecia, Creta —que son regiones distintas—: desde luego, los cretenses se sienten muy anteriores a los griegos, y los miran un poco como gárrulos a los griegos. En fin, en todas partes prospera el nacionalismo; el hecho de que si uno nace dos metros a la derecha, dos metros a la izquierda, ya cometió un error, al no haber nacido en el centro que conviene… Bueno, eso se encuentra también, desgraciadamente, en Sicilia. Allí insisten en ser normandos; no sé por qué eligieron a los normandos, en vez de elegir… bueno, por qué no, yo tengo alguna sangre normanda también. En este último viaje, claro, estuve en el Japón también, y volé dos veces sobre el Polo Norte. Es una experiencia rara; que consiste simplemente en sentir que uno vuela sobre el Polo Norte, porque no se nota nada, ¿no? (ríe). Aunque parece que se ven —me dijo María Kodama— algunos icebergs, pero eso es todo. Y luego, el saber que uno vuela sobre el Polo Norte (que tampoco sabe que es el Polo Norte), naturalmente (ríe). —Ya que empieza, entonces, este viaje por Francia, Borges, y que empieza por Kafka también; me gustaría que conversáramos sobre él. No sé si usted tiene ya una idea sobre la forma en que va a exponer el tema allá; naturalmente, usted ha escrito sobre Kafka muchas veces… —Sí, pero haré lo posible para no plagiarme (ríe) ya que es mejor plagiar a otros y no plagiarse a sí mismo. En todo caso, es lo que yo siempre he hecho, prefiero plagiar a otros… Pero, a veces, al cabo de ochenta y cuatro años —como yo no releo nada de lo que escribo—, he plagiado, a veces mal, cosas que ya había dicho más o menos bien. He vuelto a decirlas mal. En fin, eso suele ocurrir. No, lo que yo voy a señalar en el caso de Kafka es el hecho de que si uno lee a otros grandes escritores, uno tiene continuamente que hacer lo que llaman «make allowances» (hacer concesiones) en inglés —no sé exactamente cómo decirlo en castellano—, uno tiene que pensar: bueno, esto se escribió en tal época, uno debe tomar en cuenta muchas cosas. Por ejemplo, vamos a tomar el ejemplo máximo, que sería el de Shakespeare. En el caso de Shakespeare, usted tiene que pensar que él escribía para un público no siempre elegido; que aquello tenía que durar, bueno, lo que ahora llamamos cinco actos, aunque era una extensión continua antes. En fin, cierta extensión de tiempo, y, además, él representaba, él tenía que tomar como punto de partida argumentos que eran tradicionales, que eran ajenos. Y luego, él tenía que aplicar sus personajes a esos argumentos, y a veces se nota la discordia. Por ejemplo, yo creo en Hamlet, pero no estoy seguro de creer… y, puedo creer haciendo un esfuerzo, en el fantasma de Hamlet. Pero no estoy seguro de creer en la corte de Dinamarca, y en las intrigas; yo creo que no. En el caso de Macbeth, creo en Macbeth, creo en Lady Macbeth; estoy listo a creer en las parcas —que también son brujas—, pero no sé si creo en la fábula. Bueno, ése sería un ejemplo. Y en cuanto a todos los escritores, uno tiene que pensar: escribieron en tal época, en tales condiciones; uno tiene que situarlos en la historia de la literatura. Y así uno puede, bueno, perdonar, o sobrellevar ciertas cosas. En cambio, en el caso de Kafka, creo que Kafka puede ser leído más allá de sus circunstancias históricas. Y vemos dos, que son muy importantes: Kafka realiza buena parte de su obra durante la guerra del catorce. Una de las guerras más terribles que ha habido —él tiene que haberla sufrido mucho—. Además, él era judío; ya apuntaba el antisemitismo. Él vivió en Austria, bueno, en Bohemia, que era parte de Austria entonces. Murió en Berlín, creo. Todas esas circunstancias, de vivir en un país sitiado, en un país que fue vencedor al principio y vencido al fin. Todo eso hubiera debido repercutir en su obra y, sin embargo, si el lector no lo supiera no lo notaría; ya que todo eso fue transmutado por Kafka. Y luego otro hecho, más raro; y es que Kafka fue amigo personal de los expresionistas. Los expresionistas condujeron el movimiento estético más importante de este siglo; mucho más interesante que el superrealismo, o que el cubismo, o que el mero futurismo, que el mero imaginismo. Bueno, fue una especie de renovación total de las letras. De la pintura también; pensemos en Ernst Barlach o en Kokoschka, o en los otros. Kafka era amigo de ellos, ellos escribían; ellos estaban continuamente renovando el idioma, urdiendo metáforas. Podría decirse que la obra máxima del expresionismo fue la obra de Joyce, aunque no perteneció a ese movimiento, y no escribió en alemán sino en inglés; o en su inglés, que es un inglés distinto —un inglés hecho únicamente de palabras compuestas—. Bueno, es decir, tenemos esos dos hechos: el expresionismo, gran movimiento literario, y Kafka publicaba en una de las dos revistas; no sé si en Die Aktion o en Sturm que eran dos revistas expresionistas. Yo estaba suscrito a ellas entonces, hablo del año 1916, 1917. Entonces yo leí por primera vez un texto de Kafka: fui tan insensible que me pareció simplemente muy manso, un poco anodino; ya que estaba rodeado de toda clase de esplendores verbales de los expresionistas (ríe). Bueno, nada de eso se nota, es decir, que Kafka vendría a ser el gran escritor clásico de éste, nuestro atormentado siglo. Y posiblemente será leído en el porvenir, y no se sepa muy bien que escribió a principios del siglo XX, que fue contemporáneo del expresionismo, que fue contemporáneo de la primera guerra mundial. Todo eso puede olvidarse: su obra podría ser anónima, y quizá, con el tiempo, merezca serlo. Es lo más que puede pretender una obra, ¿no? Bueno, y eso lo alcanzan pocos libros. Cuando uno lee Las mil y una noches uno acepta el islam. Uno acepta eso, uno acepta esas fábulas urdidas por generaciones como si fueran de un solo autor o, mejor dicho, como si no tuvieran autor. Y, de hecho, lo tienen y no lo tienen también; ya que algo tan trabajado, tan limado por las generaciones ya no corresponde a ningún individuo. Ahora, en el caso de Kafka, posiblemente esas fábulas de Kafka ya son parte de la memoria de los hombres. Y podría ocurrir con ellas lo que podría ocurrir con El Quijote, digamos: podrían perderse todos los ejemplares de El Quijote, en castellano o en las traducciones; podrían perderse todos, pero ya la figura de Don Quijote es parte de la memoria de la humanidad. Creo que esa idea de un proceso terrible, creciente, infinito, que viene a ser la base de esas novelas que, desde luego, Kafka no quiso publicar porque sabía que estaban inconclusas, que tenían el deber de ser infinitas… bueno, El castillo, El proceso, pueden ser parte de la memoria humana, y reescribirse con distintos nombres, con circunstancias diversas; pero ya la obra de Kafka es parte de la memoria de la humanidad. Yo creo que voy a decir eso en Francia; voy a señalar su condición de clásico, y el hecho de que podamos leerlo y olvidar sus circunstancias —cosa que sucede con muy pocos escritores, que yo sepa—, sí. —Lo paradójico es que teniendo él esa condición de clásico, se nos dice permanentemente que es ineludible el puente que Kafka crea entre las épocas anteriores y nuestra época; junto con Joyce, con Proust, y también con Henry James. —Bueno, quizá Henry James esté más cerca de él. Proust no creo que le hubiera interesado, y Joyce absolutamente nada, porque Joyce corresponde al expresionismo, es decir, a la idea del arte, bueno, como apasionado, pero como verbal también. Digo: en el caso de Joyce lo importante es cada línea de él. Bueno, pues Kafka vivía rodeado de personas que eran, o que trataban de ser Joyce, sin conocerlo, desde luego. Y, sin embargo, lo que Kafka escribe… y, él escribe en un alemán bastante sencillo. Tan sencillo que yo, que estaba estudiando el alemán, pude comprenderlo. Y otros autores me han dado mucho trabajo; los expresionistas, por ejemplo: Johannes Becher, a quien admiro mucho, que vendría a ser, para mí, el expresionista máximo. Bueno, yo no lo entendía a Becher, y lo que es peor, no podía sentir del todo lo que leía a través de los juegos verbales. —Pero, también se nos dice que no podemos hacer una interpretación fidedigna de nuestra época sin la asistencia de Kafka. —Sí, pero Kafka es más importante que nuestra época, desde luego. Es bastante lamentable: Kafka tiene que sobrevivir a esta época, y a las simplificaciones de esta época. Este siglo, claro, lo sobrellevamos pero sin demasiado orgullo. Con cierta nostalgia del XIX, que sentiría nostalgia del XVIII. Bueno, quizá tuviera razón Spengler: estamos declinando, y sentimos la nostalgia de… claro, cuando se habla de mon vieux temps, sí; quizá tengamos alguna razón. Hay una referencia a eso en las Coplas de Jorge Manrique. Pero es irónica; dice: «Cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado/ fue mejor». «A nuestro parecer», y luego «cualquiera tiempo pasado fue mejor», sí; lo que decía Schopenhauer: que el pasado lo vemos como mejor, pero lo vemos como algo detenido, y no somos actores, somos simplemente espectadores. En cambio, en lo que se refiere al presente, somos espectadores pero también actores, y ya hay una idea de responsabilidad, una idea de peligro que está asociada. En cuanto al pasado no; el pasado, aunque sea terrible… hasta podemos pensar, bueno, en el tiempo de Rosas con cierta nostalgia, porque, aunque fue terrible, bueno, ya pasó; entonces está fijado en el tiempo, sus imágenes terribles también. En cambio, el presente puede amenazarnos, bueno, como la vida nos amenaza en cada instante que vivimos. —Cierto. Otra cosa que quería mencionarle en relación con Kafka es ésta: una escritora que usted conoce, escribió un ensayo muy significativo sobre Kafka, que yo estuve revisando últimamente; me refiero a Carmen Gándara. —La conocí y tengo el mejor recuerdo de ella, sí. Y he leído un cuento suyo que se llamaba «La habitada», ¿no? Yo no recuerdo: ¿eso se parece a «Casa tomada», de Cortázar, o el tema es distinto? —El ámbito es distinto. —Ah, el ámbito, sí. —Ella se refiere a Kafka y dice algo que me llamó la atención: dice que Kafka buscó, a lo largo de toda su vida, a Dios «ausente» en nuestra época. —Sí, a mí me han preguntado eso muchas veces. Yo no entiendo esa pregunta. —Es decir, que Kafka habría sido, según ella, un espíritu religioso, a pesar de todo. —Sí, pero un espíritu religioso puede no creer en un dios personal. Por ejemplo, los místicos budistas descreen de un dios personal, pero eso no importa: la idea de creer en un dios personal no es una parte necesaria del espíritu religioso. Y los panteístas, por ejemplo; o Spinoza, que era un hombre esencialmente místico, y decía «Deus sive natura», Dios o la naturaleza: las dos ideas son iguales para él. En cambio, para un cristiano no, porque el cristianismo necesita creer en un dios personal; en un dios que juzga sus actos. Bueno, por ejemplo, en ese libro Hombres representativos, de Emerson, el tipo de místico es Swedenborg, y Swedenborg creía sí, no en un dios personal, pero creía que el hombre elige el cielo o el infierno. Es decir, después de morir —él lo dice concretamente— una persona se encuentra en un ámbito extraño, y lo abordan distintos desconocidos; y algunos lo atraen y otros no. Él se va con quienes lo atraen. Esos que lo atraen, si él es un hombre malo, son demonios; pero él está más cómodo con los demonios que con los ángeles. Y si es un hombre justo, está cómodo con los ángeles. Pero él elige esa compañía; y una vez que está en el cielo o que está en el infierno, no querría estar en otro lugar, porque sufriría mucho. Swedenborg creía en un dios personal, eso, desde luego. Pero los panteístas, en general, no. Es que lo importante es que haya un propósito ético en el universo. Si hay un propósito ético, y si uno lo siente, bueno, uno ya es una mente religiosa. Y yo creo que debemos tratar de creer en un propósito ético, aunque, de hecho, no exista. Pero, en fin, eso no depende de nosotros, ¿no? En todo caso, debemos obrar, bueno, siguiendo nuestro instinto ético. 15 EL MODERNISMO Y RUBÉN DARÍO Osvaldo Ferrari: Muchas veces hemos hablado, Borges, del movimiento de mayor importancia dentro de la literatura de nuestra lengua… Jorge Luis Borges:… El modernismo. —Sí, y de su influencia del otro lado del océano. Pero hemos hablado del modernismo y también de algunas de sus figuras, y no nos hemos referido, en particular, a la gran figura central, que parece sobreentendida o implícita… —Rubén Darío. —Sí, precisamente. —Yo recuerdo haber conversado cuatro o cinco veces en mi vida con Lugones. Y cada vez él desviaba la conversación para hablar de «Mi amigo y maestro Rubén Darío». A él le gustaba acentuar esa relación filial. Él, que era un hombre tan soberbio, tan autoritario, sentía el gusto de reconocer esa relación. Ahora, yo he oído que a Rubén Darío lo escandalizaron las libertades —que le parecieron excesivas— del Lunario sentimental de Lugones. Y sin embargo, ese Lunario, cuya fecha precisa no recuerdo, pero tiene que ser entre mil novecientos y mil novecientos diez, está dedicado a Rubén Darío y otros «cómplices» (ríe). Lo raro de la palabra cómplices, ¿no? —Del movimiento… —Sí, pero a Rubén Darío le pareció, bueno, que se le había ido la mano a Lugones. Y parece que a Lugones le había ocurrido antes lo mismo con Jaimes Freyre, pero después él dejó atrás las libertades de Jaimes Freyre, precisamente en el Lunario sentimental. Ahora, en el caso de Darío, me parece que es tan despareja la obra de él… Pero yo diría que lo mejor de Darío es lo que se basa puramente en la cadencia de los versos, ¿no? —En la música, usted dice… —En la música, sí, yo creo que no hay ninguna duda, porque al final, cuando él profesó opiniones políticas, eran bastante triviales; por ejemplo, esa «Oda a Roosevelt», bueno, empieza bien: «Es con voz de la Biblia o verso de Walt Whitman, que habría que llegar hasta ti, Cazador». Pero luego, al final, él dice: «Hay mil cachorros sueltos del León Español»; a mí no me parece muy convincente eso, ¿no?, y luego tampoco: «Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!». Bueno, retóricamente está bien, pero… yo creo que un poeta debe ser juzgado por lo mejor de su obra, y, desde luego, yo diría que lo más flojo de la obra de Rubén Darío —eso pienso decirlo públicamente— es esa elegía que él escribió cuando murió Mitre; que se ve que, bueno, que no está estimulado por la menor emoción, que él escribió eso para quedar bien con el diario La Nación. Y la «Oda a la Argentina» también me parece muy floja; aquello de: «Los éxodos os han salvado ¡hay en la tierra una Argentina!» no tiene mayor valor poético, y en el poema a Mitre, hay estrofas que realmente uno se siente personalmente avergonzado de ellas: «La obra en que hiciste tanto tú, ¡triunfo civil sobre las almas, el progreso llena de palmas, la libertad sobre el ombú!». … sí, más vale olvidarlo. —Un poco forzado eso. —Sí, del todo forzado. En cambio, Lugones escribió el poema «Oda a los ganados y las mieses», que viene a ser el mismo tema, pero que está sentido por él. Claro, Darío no tenía por qué sentirlo, bueno, y así le salió. —Se obligó… —Yo diría que si tuviera que elegir una pieza de Darío, y no hay ninguna razón para hacerlo, ya que tenemos tantas y tan excelentes, creo que ese responso a la muerte de Verlaine: «Padre y maestro mágico, liróforo celeste», y luego un poema, «Yo fui un esclavo que durmió en el lecho de Cleopatra la reina»; es lindísimo, y eso es de mil ochocientos noventa y tantos he visto, es decir, que es anterior a poesías famosas de él. Y lo más famoso fue quizá lo más flojo; la «Sonatina»: «La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?» y luego empiezan los ripios: «Los suspiros escapan de su boca de fresa» no es mayormente admirable, ¿no?; «Que ha perdido la risa, que ha perdido el color» también poco, y luego viene un verso mágico: «La princesa está pálida en su silla de oro,» que es muy lindo porque obliga a la voz a una lentitud… y luego: «Está mudo el teclado de su clave sonoro y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor,» no es mayormente bueno, y luego hay esa línea espantosa en que aparece: «Un lebrel que no duerme y un dragón colosal», y ese dragón colosal hace que todo parezca mentira, ¿no?, porque como uno sabe que no hay un dragón colosal, además «colosal» parece que lo achicara. —Al dragón. —Sí, o que lo hiciera de cartón. Sin embargo, fue de los versos que sin duda asombraron más. —Ahora, usted sabe que hay muchos escritores perjudicados por el estudio obligatorio que de ellos hay que hacer en los colegios. —Sí, y yo tengo un ejemplo bastante raro; yo estuve conversando con un señor italiano, y él me dijo que en la escuela había tenido que aprender de memoria dos o tres cantos de La Divina Comedia. Entonces, había odiado a Dante y a la Comedia, pero que años después la leyó, y descubrió que era bastante buena (ríen ambos), a pesar de ese odio que le había inculcado la lectura obligatoria. La lectura no debería ser obligatoria. —Cuando pudo leerlos libremente, le gustaron. —Sí, es que yo creo que pasa con la lectura obligatoria lo que pasa con los nombres de las calles; que les dan nombres de personas y eso implica algo así como una suerte de funesta transmigración, es decir, significa que el personaje se convierte en una calle, ¿no? —Claro. —Dentro de cincuenta años Lavalle será la calle Lavalle, o la plaza Lavalle… salvo que haya sido sustituido por algún otro prócer. Con el tiempo ocurre eso, por ejemplo, todos los días hablamos de la calle Esmeralda; bueno, me da vergüenza decir que yo tengo una idea un poco vaga de Esmeralda, supongo que tiene algo que ver con Chile, pero no sé muy bien por qué se llama así. La calle Florida tampoco; no creo que se refiera al estado americano, algún motivo habrá. —Le decía que perjudica la lectura obligatoria, sobre todo en el caso de Rubén Darío, porque las nuevas generaciones quizá no se acercan demasiado a él, debido a que lo sienten como un nombre escultural, ante el que sería arduo detenerse, digamos. —Ah sí, quizá lo peor que puede sucederle a un escritor es convertirse en un clásico, ¿no?; ya con eso está muerto (ríen ambos), que es lo que ha pasado con Marinetti en Italia. Bueno, es mejor que pase eso, ya que hay un Museo del Futurismo, él quería destruir los museos, y ahora él mismo y su obra son piezas de museo. No sé si le hubiera alegrado o indignado eso, ¿no? —No sabemos, pero tan importante como su percepción de la vigencia de la música en la poesía de Darío, es su apreciación de que él renovó la métrica y las metáforas… —Y los temas, el lenguaje… —Y la sensibilidad. —La sensibilidad, desde luego, sí: se siente de un modo distinto, de un modo más delicado después de Darío. Bueno, todo eso claro que por obra de Hugo y de Verlaine. Pero, qué raro, porque los nombres de Hugo y de Verlaine se ven en Francia, digamos, como antagónicos; y aquí, en cambio, la literatura española estaba tan pobre que los recibió a los dos, como dos huéspedes bienhechores, y no se pensó que entre sí eran… no creo que a Verlaine le gustara mucho Hugo. Ahora, Hugo sí había apreciado a Verlaine, porque Hugo estaba tan seguro de sí mismo. Además tenía un alma tan hospitalaria; él elogió a todos, incluso a Baudelaire, cuando dijo que había traído al firmamento de la poesía «Un frisson nouveau». —Sí, «Un estremecimiento nuevo». —Sí, fue muy generoso de Hugo decir eso, y muy justo además. Qué lástima que Hugo y Whitman no llegaron nunca a conocerse, posiblemente Hugo murió sin haber oído el nombre de Whitman; aunque creo que él muere en mil ochocientos ochenta y tantos, no estoy seguro de la fecha, y la obra de Whitman data de mil ochocientos cincuenta y cinco. Para esa época ya era famoso Hugo, pero no se conocieron, y cada uno yo creo que hubiera querido mucho al otro. —Seguramente. —Sí, ya que se complementan de algún modo. —A la vez es conmovedora la devoción de Rubén Darío por Verlaine, como lo vemos en el «Responso», por ejemplo. —… Ah sí, es que a Verlaine, si uno no lo siente de un modo íntimo, no lo siente, ¿no? —Sí… —Basta una sola línea de Verlaine: «Le vent de l’autre nuit a jeté bas l’amour». (El viento de la otra noche ha derribado al amor), que quiere decir el amor, y quiere significar también una imagen, una estatua del amor, sí, y se lee de los dos modos porque no se excluyen. Bueno, Dante, precisamente, creía que su obra podía ser, según le dice en la epístola a Cangrande de la Scala, leída de cuatro modos distintos; y es lo que se suponía entonces aplicable a la Sagrada Escritura, que podía ser leída de cuatro modos. Y ahora mucha gente lo critica de un modo muy ignorante a Dante, suponiendo que él creía que el otro mundo fuera exactamente así. Y entre ellos, curiosamente, Paul Claudel, que dice: «Sin duda nos esperan otros espectáculos en el otro mundo, que los de Dante». Pero Dante ya lo sabía, él no suponía que cada uno fuera a encontrarse con todos esos personajes hablando italiano, y en tercetos; es absurdo. —Claro, el otro aspecto que me interesa, Borges, es que usted parece ver en el Modernismo como un movimiento hacia la libertad… —Sí, yo creo que sí, creo que todo lo que se ha hecho después, no se hubiera hecho sin el modernismo; lo cual, en algunos casos, bueno, desde luego sería muy injusto echarle al modernismo la culpa del ultraísmo, que fue una bobería, o del Creacionismo. Pero, sin embargo, esas cosas tampoco se hubieran hecho sin Darío. —Pero ¿por qué, entonces, la libertad en este caso? ¿Porque rompe con formas anteriores? —… No, porque realmente yo creo que a partir del Siglo de Oro, y quizá incluyendo el Siglo de Oro, ya decae la poesía española; a mí me parece que el Conceptismo, el Culteranismo, ya son formas de decadencia. Hay algo… en fin, todo se hace rígido. En cambio, en el Romancero, en Fray Luis de León, en San Juan de la Cruz, en Manrique anteriormente, no, las formas no son rígidas, todo fluye. Y ya después, sobre todo en el caso de Quevedo, en el caso de Góngora, en el caso de Baltasar Gracián; ya todo es rígido. Y luego tenemos el siglo XVIII muy pobre, el siglo XIX también; y entonces viene Darío y ya se renueva todo. Y eso se renueva en América y luego llega a España e inspira a grandes poetas como los Machado, y como Juan Ramón Jiménez, para sólo limitarnos a dos; sin duda hay más. —Entonces, podríamos pensar que Darío, Lugones y Jaimes Freyre fueron libertadores, digamos, dentro de la poesía. —Sí, yo creo que sí, y según Lugones, el primero habría sido Darío. —Por supuesto. —Creo que nadie lo duda ahora, ¿no?, precisamente por eso nos parece trillado; precisamente porque fue el primero de los renovadores… Bajo el influjo, desde luego, de Edgar Allan Poe. Qué raro, Poe es americano: nace en Boston, muere en Baltimore; pero él llega a nuestra poesía porque Baudelaire lo tradujo. —Es cierto. —Porque si no, no habría llegado. De modo que esas tres influencias, de algún modo son influencias de Francia. 16 BORGES DESCREE DE UNA DIVINIDAD PERSONAL Osvaldo Ferrari: Muchos se preguntan, todavía —porque a veces tienen una impresión afirmativa, y otras veces una negativa—, si Borges cree o no en Dios. Jorge Luis Borges: Si Dios significa algo en nosotros que quiere el bien, sí; ahora, si se piensa en un ser individual, no, no creo. Pero creo en un propósito ético, no sé si del universo, pero sí de cada uno de nosotros. Y ojalá pudiéramos agregar, como William Blake, un propósito estético y un propósito intelectual, también; pero eso se refiere a los individuos, no sé si al universo, ¿no? Me acuerdo de aquel verso de Tennyson: «La naturaleza, roja en el colmillo y en la garra»; como se hablaba tanto de la benéfica naturaleza, Tennyson escribió aquello. —Esto que acaba de decir usted, Borges, confirma mi impresión en cuanto a que su posible conflicto respecto de la creencia o no creencia en Dios, tiene que ver con la posibilidad de que Dios sea justo o injusto. —Bueno, yo creo que basta echar un vistazo sobre el universo para advertir que, ciertamente, no reina la justicia. Aquí me acuerdo de un verso de Almafuerte: «Yo derramé, con delicadas artes sobre cada reptil una caricia, no creía necesaria la justicia cuando reina el dolor por todas partes». Y luego, en otro verso, él dice: «Sólo pide justicia / pero será mejor que no pidas nada». Porque ya pedir justicia es pedir mucho, es pedir demasiado. —Sin embargo, usted también reconoce, en el mundo, la existencia de la felicidad de las bibliotecas, y de muchas otras felicidades. —Eso sí, desde luego; yo diría que la felicidad, bueno, puede ser momentánea, pero es frecuente, y se da, por ejemplo, en nuestro diálogo, yo creo. —Hay otra impresión de fondo, digamos; la impresión de que, en general, todo poeta tiene la noción de otro mundo además de este mundo, ya que en lo que escribe el poeta siempre algo parece remitirnos a un más allá de lo que esa escritura menciona ocasionalmente. —Sí, pero ese más allá quizá sea proyectado por la escritura, o por las emociones que llevan a la escritura. Es decir, ese otro mundo es, quizá, una hermosa invención humana. —Pero podríamos decir que en toda poesía hay una aproximación a otra cosa, más allá de las palabras con que está escrita, y de las cosas a las que hace referencia. —Bueno, además el lenguaje es muy pobre comparado con la complejidad de las cosas. Creo que el filósofo Whitehead habla de la paradoja del diccionario perfecto; es decir, la idea de suponer que todas las palabras que el diccionario registra agotan la realidad. Y sobre eso escribió Chesterton también, diciendo que es absurdo suponer que todos los matices de la conciencia humana, que son más vastos que los de una selva, puedan caber en un sistema mecánico de gruñidos —que serían, en este caso, las palabras, dichas por un corredor de Bolsa—. Es absurdo eso y, sin embargo, se habla de idiomas perfectos; se supone que son muy ricos los idiomas, y todo idioma es muy pobre si se lo compara, bueno, con nuestra conciencia. Creo que en alguna página de Stevenson, se dice que lo que sucede en diez minutos es algo que excede a todo el vocabulario de Shakespeare (ríe), creo que es la misma idea. —Sí, ahora, usted ha mencionado, a lo largo de su escritura, a lo divino e incluso a lo sobrenatural. Ha aceptado también, en uno de nuestros diálogos, las palabras de Murena en cuanto a que la belleza puede transmitir una verdad extramundana. Es decir, usted parece admitir la existencia de lo trascendente, sin darle el nombre de Dios; sin llamarlo Dios. —Y, yo creo que es más seguro no llamarlo Dios; si lo llamamos Dios, ya se piensa en un individuo, y ese individuo es misteriosamente tres, según la doctrina —para mí inconcebible— de la Trinidad. En cambio, si usamos otras palabras —quizá menos precisas, o menos vividas— podríamos acercarnos más a la verdad; si es que ese acercamiento a la verdad es posible, cosa que también ignoramos. —Justamente por eso, Borges, se podría pensar que usted no nombra a Dios, pero que tiene una creencia, una percepción de otra realidad, además de la realidad cotidiana. —Es que yo no sé si esta realidad es cotidiana; no sabemos si el universo pertenece al género realista o al género fantástico porque si, como creen los idealistas, todo es un sueño, entonces, lo que llamamos realidad es de esencia onírica… Bueno, Schopenhauer habló de «la esencia» (onírica parece muy pedante, ¿no?)… digamos: «La esencia soñadora de la vida». Sí, porque «onírico» ya sugiere algo tan triste como el psicoanálisis (ríe). —El otro interrogante, además de la fe o la falta de fe, es el de si usted concibe el amor, en términos universales, como un poder o como una fuerza necesaria para la realización de la vida humana. —No sé si necesaria, pero inevitable sí. —No me refiero al amor que pueden darse entre sí los seres humanos, sino al que reciben o no reciben los hombres, como reciben el aire o la luz; a un amor, eventualmente, sobrenatural. —Yo a veces me siento, digamos, misteriosamente agradecido. Sobre todo, bueno, cuando me llega la primera idea de algo que será, desgraciadamente, después, un cuento o un poema; tengo la sensación de recibir algo. Pero no sé si ese «algo» me lo da algo, o alguien; o si surge de mí mismo, ¿no? Yeats tenía la doctrina de la gran memoria, y él pensaba que no es necesario que un poeta tenga muchas experiencias, ya que hereda la memoria de los padres, de los abuelos, de los bisabuelos. Es decir, que eso va multiplicándose en progresión geométrica, y hereda la memoria de la humanidad; y eso le va siendo revelado. Ahora, De Quincey creía que la memoria es perfecta, es decir, que yo tengo en mí todo lo que he sentido, todo lo que he pensado desde que era un niño; pero que es necesario un estímulo adecuado para encontrar ese recuerdo. Y eso nos sucede… digamos, de pronto uno oye una racha de música, uno aspira cierto olor, y eso le trae un recuerdo. Él piensa que eso vendría a ser, bueno —él era cristiano—, que ése podría ser el libro que se usa en el Juicio Final; que sería el libro de la memoria de cada uno. Y eso podría llevarnos, eventualmente, al cielo o al infierno. Pero, en fin, esa mitología me es extraña. —Qué curioso, Borges, parece que habláramos permanentemente a través de la memoria. Nuestro diálogo a veces me hace pensar en un diálogo de dos memorias. —Es que de hecho lo es; ya que, si algo somos… nuestro pasado ¿qué es? Nuestro pasado no es lo que puede registrarse en una biografía, o lo que pueden suministrar los periódicos. Nuestro pasado es nuestra memoria. Y esa memoria puede ser una memoria latente, o errónea, pero no importa: ahí está, ¿no? Puede mentir, pero esa mentira, entonces, ya es parte de la memoria; es parte de nosotros. —Ya que hemos hablado de la fe o de la falta de fe; hay un hecho en nuestra época que me parece muy curioso: usted sabe que durante siglos, los hombres se han preocupado —tanto en el Occidente protestante como en el Occidente católico— por el dilema de su salvación o su no salvación, por la cuestión de la salvación del alma. Yo le diría que las nuevas generaciones ni siquiera se plantean eso, ni siquiera lo conciben como dilema. —Me parece que es bastante grave eso, ¿eh? El hecho de que una persona… bueno, quiere decir que no tienen, digamos, instinto o sentido ético, ¿no? Además, hay una tendencia —más que tendencia, hay el hábito— de juzgar un acto por sus consecuencias. Ahora, eso me parece inmoral; porque cuando uno obra, uno sabe si obra bien o mal. En cuanto a las consecuencias de un acto, se ramifican, se multiplican y quizás, al final, se equivalgan. Yo no sé, por ejemplo, si las consecuencias del descubrimiento de América han sido malas o buenas; porque son tantas… y, además, mientras conversamos están creciendo, están multiplicándose. De modo que juzgar un acto por su consecuencia, es absurdo. Pero la gente tiende a eso; por ejemplo, un certamen, una guerra, todo eso se juzga según el fracaso o el éxito, y no según el hecho de que éticamente sea justificable. Y en cuanto a las consecuencias, como digo, se multiplican de tal manera que quizá, con el tiempo, se equilibren, y después vuelvan a desequilibrarse otra vez, ya que el proceso es continuo. —Juntamente con la pérdida de la idea de la salvación o no salvación, se da la pérdida de la idea del bien y el mal, el pecado o no pecado. Es decir, hay una visión distinta de las cosas, que no incluye la anterior cosmovisión. —Se piensa, digamos, en lo inmediato, ¿no?; se piensa en si algo es ventajoso o no. Y se piensa, generalmente, como si no existiera el futuro; o como si no existiera otro futuro que el futuro inmediato. Se obra de acuerdo con lo que conviene en ese momento. —Y esa extrema inmediatez nos inmediatiza, y digamos que nos futiliza incluso; nos vuelve fútiles. —Sí, estoy plenamente de acuerdo con usted, Ferrari. 17 SOBRE EL AMOR Osvaldo Ferrari: En varios poemas y cuentos suyos, Borges, en particular en «El Aleph», el amor es el motivo; o el factor dinámico, digamos, del cuento. Uno advierte que el amor por la mujer ocupa buen espacio en su obra. Jorge Luis Borges: Sí, pero en el caso de ese cuento no, en ese cuento iba a ocurrir algo increíble: el Aleph, y entonces quedaba la posibilidad de que se tratara de una alucinación —por eso convenía que el espectador del Aleph estuviera conmovido—, y qué mejor motivo que la muerte de una mujer a quien él había querido, que no había correspondido a ese amor. Además, cuando yo escribí ese cuento, acababa de morir la que se llama en el cuento Beatriz Viterbo. —Concretamente. —Sí, concretamente, de modo que eso me sirvió para el cuento; ya que yo estaba sintiendo esa emoción, y ella… nunca me hizo caso. Yo estaba, bueno, digamos enamorado de ella, y eso fue útil para el cuento. Parece que si uno cuenta algo increíble tiene que haber un estado de emoción previa. Es decir, el espectador del Aleph no puede ser una persona casual, no puede ser un espectador casual; tiene que ser alguien que está emocionado. Entonces aceptamos esa emoción, y aceptamos luego lo maravilloso del Aleph. De modo que yo lo hice por eso. Y además, recuerdo lo que decía Wells; decía Wells que si hay un hecho fantástico, conviene que sea el único hecho fantástico de la historia, porque la imaginación del lector —sobre todo ahora— no acepta muchos hechos fantásticos a un tiempo. Por ejemplo, él tiene ese libro: La guerra de los mundos, que trata de una invasión de marcianos. Esto lo escribió a fines del siglo pasado, y luego tiene otro libro escrito por aquella fecha: El hombre invisible. Ahora, en esos libros, todas las circunstancias, salvo ese hecho capital de una invasión de seres de otro planeta —algo en lo que nadie había pensado entonces, y ahora lo vemos como posible— y un hombre invisible, todo eso está rodeado de circunstancias baladíes y triviales para ayudar la imaginación del lector, ya que el lector tiende a ser incrédulo ahora. Pero a pesar de haberla inventado, Wells hubiera descartado —viéndola como de difícil ejecución— una invasión de este planeta por marcianos invisibles, porque eso ya es exigir demasiado; que es el error de la ficción científica actualmente, que acumula prodigios y no creemos en ninguno de ellos. Entonces, yo pensé: en este cuento todo tiene que ser… trivial, elegí una de las calles más grises de Buenos Aires: la calle Garay, puse un personaje ridículo: Carlos Argentino Daneri; empecé con la circunstancia de la muerte de una muchacha, y luego tuve ese hecho central que es el Aleph, que es lo que queda en la memoria. Uno cree en ese hecho porque antes le han contado una serie de cosas posibles, y una prueba de ello es que cuando yo estuve en Madrid, alguien me preguntó si yo había visto el Aleph. En ese momento yo me quedé atónito; mi interlocutor —que no sería una persona muy sutil— me dijo: pero cómo, si usted nos da la calle y el número. Bueno, dije yo, ¿qué cosa más fácil que nombrar una calle e indicar un número? (ríe). Entonces me miró, y me dijo: «Ah, de modo que usted no lo ha visto». Me despreció inmediatamente; se dio cuenta de que, bueno, de que yo era un embustero, que era un mero literato, que no había que tomar en cuenta lo que yo decía (ríen ambos). —De que usted inventaba. —Sí, bueno, y días pasados me ocurrió algo parecido: alguien me preguntó si yo tenía el séptimo volumen de la enciclopedia de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Entonces, yo debí decirle que sí, o que lo había prestado; pero cometí el error de decirle que no. Ah, dijo, «entonces todo eso es mentira». Bueno, mentira, le dije yo; usted podría usar una palabra más cortés, podría decir ficción. —Si seguimos así, la imaginación y la fantasía van a ser proscritas en cualquier momento. —Es cierto. Pero usted estaba diciéndome algo cuando yo lo interrumpí. —Le decía que esa emoción bajo la cual se escribe, en este caso la emoción que encontramos en la tradición platónica, de por sí creativa, aunque en esta época ya no se lo ve así: es decir, se ha rebajado el amor —a diferencia de aquella tradición platónica que elevaba a través del enamoramiento— a una visión de dos sexos que se encuentran, y que son casi exclusivamente nada más que eso, dos sexos. —Sí, ha sido rebajado a eso. —Se ha quitado la poesía de allí. —Sí, bueno, se ha tratado de quitar la poesía de todas partes, la semana pasada me han preguntado en diversos ambientes… dos personas me han hecho la misma pregunta; la pregunta es: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte?, ¿para qué sirve el sabor del café?, ¿para qué sirve el universo?, ¿para qué sirvo yo?, ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no? —Todo está visto en términos utilitarios. —Sí, pero me parece que en el caso de una poesía, una persona lee una poesía, y si es digna de ella, la recibe y la agradece, y siente emoción. Y no es poco eso; sentirse conmovido por un poema no es poco, es algo que debemos agradecer. Pero parece que esas personas no, parece que habían leído en vano; bueno, si es que habían leído, cosa que no sé tampoco. —Es que en lugar de conciencia poética de la vida se propone la conciencia sociológica, psicológica… —Y política. —Y política. —Sí, claro, entonces se entiende que la poesía está bien si se hace en función de una causa. —Utilitaria. —Sí, utilitaria, pero si no, no. Parece que el hecho de que exista un soneto, o de que exista una rosa son incomprensibles. —Incomprensibles, pero van a permanecer a pesar de esta moda desacralizadora y despoetizante, digamos. —Pero a pesar de eso yo creo que la poesía no corre ningún peligro, ¿no? —Por supuesto. —Sería absurdo suponer que lo corre. Bueno, otra idea muy común en esta época, es la de que el ser poeta ahora significa algo especial, porque se pregunta: ¿qué función tiene el poeta en esta sociedad y en esta época? Y… la función de siempre: la de poetizar. Eso no puede cambiar, no tiene nada que ver con circunstancias políticas o económicas, absolutamente nada. Pero eso no se entiende. —Volvemos a la cuestión del utilitarismo. —Sí, se lo ve en términos de utilidad. —Es lo que usted me decía hace poco: todo se ve en función de su éxito o falta de éxito; de conseguir aquello que se pretende o no. —Sí, parece que todo el mundo ha olvidado lo que dice un poema de Kipling, que habla del éxito y del fracaso como dos impostores. —Claro. —Dice que uno debe reconocerlos y enfrentarlos; claro, porque nadie fracasa tanto como cree y nadie tiene tanto éxito como cree. Son impostores realmente el fracaso y el éxito. —Cierto. Ahora, volviendo al amor; entre los poetas el amor sigue siendo una vía de acceso, o un camino. —Y debe serlo, cuanto se extienda a más personas o a más cosas mejor, desde luego. Bueno, no es necesario: basta con que creamos en una persona —esa fe nos mantiene, nos exalta, y puede llevarnos a la poesía también. —Recuerdo que Octavio Paz decía que contra las diferentes modas, y contra los diferentes riesgos que eso le creaba en la sociedad, el poeta siempre defendió el amor, Y creo que es real eso. Pero la otra tradición de la que nos hemos apartado, además de la platónica, es la judeocristiana; que propone al amor como el medio de conformación o de estructuración de la familia, y de la misma sociedad. —Bueno, parece que esta época se ha apartado de todas las versiones del amor, ¿no?; parece que el amor es algo que debe ser justificado, lo cual es rarísimo, porque a nadie se le ocurre justificar el mar o una puesta de sol, o una montaña: no necesitan ser justificados. Pero el amor, que es algo mucho más íntimo que esas otras cosas, que dependen meramente de los sentidos; el amor parece que sí: necesita, curiosamente, ser justificado ahora. —Sí, pero yo, al referirme al amor, pensaba en la influencia que tuvo en su obra como inspiración, y como hilo de varios de sus cuentos y poemas. —Bueno, yo creo que he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre. Pero, desde luego, el pretexto o el tema (ríen ambos) no ha sido el mismo; han sido, bueno, digamos, diversas mujeres, y cada una de ellas era la única. Y es como debe ser, ¿no? —Claro. —De modo que el hecho de que cambiaran de apariencia o de nombre no es importante, lo importante es que yo las sentía como únicas. He pensado alguna vez, que quizá una persona que esté enamorada vea a la otra tal como Dios la ve, es decir, la ve del mejor modo posible. Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única. Pero, quizá para Dios todas las personas sean únicas. Y vamos a extender esta teoría, vamos a hacer una especie de reductio ad absurdum: por qué no suponer que de igual modo que cada uno de nosotros es irrefutablemente único, o cree que es irrefutablemente único; por qué no suponer que para Dios cada hormiga, digamos, es un individuo. Que nosotros no percibimos esas diferencias, pero que Dios las percibe. —Cada individualidad. —Sí, aun la individualidad de una hormiga, y por qué no la de una planta, una flor; y quizá una roca también, un peñasco. Por qué no suponer que cada cosa es única —y elijo deliberadamente el ejemplo más humilde—: que cada hormiga es única, y que cada hormiga tiene su parte en esa prodigiosa e inextricable aventura que es el proceso cósmico, que es el universo. Por qué no suponer que cada uno sirve a un fin. Y yo habré escrito algún poema diciendo esto, pero qué otra cosa me queda sino repetirme a los ochenta y cinco años, ¿no?; o ensayar variaciones, lo cual es lo mismo. —Claro, las preciosas variaciones. Pero visto así como usted lo dice, Borges, el amor puede ser una forma de revelación. —Sí: es el momento en que una persona se revela a otra. Bueno, Macedonio Fernández dijo que el… cómo decirlo decorosamente… dijo que el acto sexual es un saludo que cambian dos almas. —Qué magnifico eso. —Espléndida frase. —Es obvio que él había llegado a una comprensión profunda del amor. —Sí, me dijo que es un saludo, es el saludo que un alma le hace a otra. —Naturalmente que en ese caso, como debe ser, el amor precede al sexo. —Claro, está bien, sí, puesto que el sexo sería uno de los medios; y otro podría ser, no sé, la palabra, o una mirada, o algo compartido —digamos un silencio, una puesta de sol compartida, ¿no?—, también serían formas del amor, o de la amistad, que es otra expresión del amor desde luego. —Todo lo cual es magnífico. —Sí, y puede ser cierto además, corre el hermoso peligro de ser cierto. —Sócrates recomendaba llegar a ser expertos en amor, como forma de sabiduría. Naturalmente él se refería a la visión que eleva del amor; la visión platónica. —Sí, se entiende. 18 SU AMISTAD CON ALFONSO REYES Osvaldo Ferrari: Quería, desde hace tiempo, conversar con usted, Borges, sobre dos escritores mexicanos. Uno de ellos, muy próximo a la Argentina, y a usted, además, creo, Alfonso Reyes; y el otro, Octavio Paz. Jorge Luis Borges: De Octavio Paz puedo hablar con escasa autoridad; no he leído nada suyo, tengo el mejor recuerdo personal de él. Hablemos sobre Alfonso Reyes. —Muy bien. —Yo lo conocí en la quinta de Victoria Ocampo, que está, creo, en San Isidro. Lo conocí a Alfonso Reyes, y recordé enseguida a otro poeta mexicano; a Othón, de quien recuerdo aquel verso: «Veo tu espalda y ya olvidé tu frente» y después «Malhaya en el recuerdo y el olvido». Esto parece de Almafuerte, ¿no? Entonces, Alfonso Reyes me dijo que él había conocido a Othón, que Othón frecuentaba la casa de su padre, el general Reyes, que se hizo matar cuando la Revolución mexicana. Una muerte bastante parecida a la de mi abuelo, Francisco Borges, que se hizo matar después de la capitulación de Mitre, en La Verde, en el año 1874. Alfonso Reyes me dijo que había visto muchas veces a Othón; entonces yo me quedé asombrado, porque uno piensa en los autores, y uno piensa en libros; uno no piensa, bueno, que los autores de esos libros eran hombres, y que hubo gente que pudo conocerlos. Yo le dije: pero, cómo, ¿usted lo conoció a Othón? Entonces Reyes dio, inmediatamente, con la cita adecuada: que eran unos versos de Browning, y me dijo: «Ah, did you want to see Shelley play?». Que es la misma situación: una persona asombrada de que alguien haya conocido a Shelley; y yo asombrado de que él hubiera conocido a Othón. Pero el hallazgo de esa cita, bueno, fue un hallazgo personal suyo. Qué curioso: en las novelas japonesas, uno de los hábitos de la gente de la corte es, cuando quieren decir algo, no decirlo directamente, sino citar un verso —chino o japonés— que antecede a lo que quieren decir. Y así se dicen indirectamente las cosas. Y otro mérito es el de reconocer inmediatamente a qué poema se refiere el otro. Bueno, pues Reyes, en aquellas primeras palabras que cambió conmigo, pasó de mi «pero cómo ¿usted lo conoció a Othón?», al «Ah, did you want to see Shelley play?»: la «Memorabilia» de Browning. Entonces, desde aquel momento, nos hicimos amigos, y… él me tomó en serio. Yo no estaba acostumbrado a ser tomado en serio. Creo que quizá sea un error tomarme en serio. Pero, en todo caso, ese error se ha difundido después; pero en aquel tiempo era nuevo para mí. Nos hicimos amigos —además, ya nos unía el gran nombre de Browning, y aquella cita oportuna—, y él me invitó a comer (él me invitaba a comer todos los domingos) en la embajada de México, en la calle Posadas. Y ahí estaba él, su mujer, su hijo y yo. Y hablábamos hasta bien entrada la noche; «till the small hours», como dicen en inglés, «hasta las horas breves», ¿no? Hablábamos de literatura, preferentemente de literatura inglesa; y hablábamos también de Góngora. Yo no compartía, y no comparto del todo, el culto que él le profesaba a Góngora, pero sabía de memoria muchas composiciones de Góngora. Hablábamos de literatura… yo lo llevé a Ricardo Molinari a que lo conociera a Reyes. Y cuando salimos, me dijo Molinari: «Es la noche más feliz de mi vida». Claro, es una frase hecha, pero en aquel momento era cierta, «he conocido a Alfonso Reyes». Efectivamente, lo había conocido. Y después fui a verlo con Francisco Luis Bernárdez, también. Pero yo fui el que los llevó a los otros. Luego Reyes fundó una revista llamada Cuadernos del Plata; y me pidió que colaborara, y yo le contesté, y él me contestó después, lamentando lo que yo le decía: que en esa revista colaboraban Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez. Yo era muy amigo de Bernárdez y conocía muy superficialmente a Marechal, pero sabía que eran nacionalistas, y yo no quería publicar en una revista donde publicaran nacionalistas, ya que la gente confunde todo fácilmente, y hubieran dicho que yo me había convertido al nacionalismo. Reyes me dijo que lamentaba esa ausencia mía, pero que —desde luego, no precisó decirlo— eso no afectaba en nada nuestra amistad (el que yo no publicara en la revista). Después, él publicó un libro mío que hubiera debido rechazar, y que yo trato de olvidar ahora. Se llamaba Cuaderno San Martín y lo ilustró Silvina Ocampo, creo. —¿Dedicado a Wally Zenner? —No, había una composición dedicada a ella, nada más. No, el libro no está dedicado a nadie, no; había un poema dedicado a Wally Zenner, un poema bastante flojo que, bueno, que he omitido después, porque realmente no la honra a ella, y puede deshonrarme a mí, ¿no? Era muy, muy flojo. —(Ríe). Pero usted me decía que Alfonso Reyes, además de ocuparse de usted y apoyarlo, en cierta medida, también se ocupó de otros escritores. —Desde luego. —Incluso de Macedonio Fernández. —Bueno, en el caso de Macedonio Fernández, yo llevé los textos. Reyes no sabía nada de Macedonio, pero los aceptó para los Cuadernos del Plata. Y ahí se publicó ese libro de Macedonio, que Macedonio no quería publicar, y que yo, bueno, se lo «robé» un poco. Y corregí las pruebas con Alfonso Reyes. Era Papeles de Recienvenido; fue el primer libro que publicó Macedonio. Él no quería publicar, me decía que él escribía para ayudarse a pensar, pero que no pensaba que lo que escribía tuviera algún valor literario. Lo hacía como ayuda a su propio pensamiento. Muchas eran cartas, que él había escrito un poco en broma. A él no le gustaba la idea de la publicidad, creía que era un error. Y luego, años después de la muerte de Macedonio, leí una biografía de Emily Dickinson. En esa biografía, ella dice que publicar no es parte necesaria de un destino literario, que un escritor puede no publicar. Bueno, posiblemente tuviera razón. Y recuerdo un caso análogo; el caso de uno de los máximos poetas de Inglaterra, lo cual ya es decir mucho: John Donne, quien creo que no publicó casi nada. Él escribía versos, o pronunciaba sermones, y eso circulaba en forma manuscrita. Pero no creo que él publicara nada, aunque puedo equivocarme. En el caso de Emily Dickinson, ella publicó, creo que cuatro o cinco poemas en vida, y todo lo demás lo encontraron en los cajones en su habitación. Y uno de los mejores cuentos de Herman Melville, «Billy Budd», creo que usted me dijo que fue encontrado en uno de los cajones de su escritorio. Melville no había pensado en publicarlo, aunque publicó muchos libros, desde luego. En cambio, actualmente, noto que se piensa en la publicidad, o se piensa, más bien, en la escritura como un medio de llegar a la publicidad, a la promoción. Ocurre eso: parece increíble —otras épocas no lo entenderán—, pero ahora ocurre eso: se piensa que lo dicho o lo manuscrito es irreal, pero que lo impreso es real. Bueno, la verdad es que lo impreso da cierta firmeza a las cosas, ¿no? Y Alfonso Reyes me dijo: «Publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo los borradores». Es decir, uno publica un libro para librarse de él; que es lo que me sucede a mí. Y la prueba está en que, una vez publicado un libro mío, no sé si la crítica ha sido adversa, ha sido elogiosa, no sé si se han vendido ejemplares o no. Todo eso es cuestión de… y de libreros, o de editores quizá, pero no de escritores. —Se prescindía de la idea del éxito; de la idea de la difusión del nombre a través de la palabra impresa. —Sí, y además era natural que fuera así, porque un escritor casi no contaba, o contaba muy poco. Y recuerdo que Arturo Cancela le dijo a mi padre: «Mis enemigos dicen que yo vendo mucho mis libros, para desacreditarme; porque así yo quedo como escritor popular, es decir, malo. Pero la verdad es que se venden muy poco». La verdad era que se vendían mucho, pero que a él no le gustaba decir que se vendían mucho. Porque un escritor, se entendía que debía escribir para pocos. Aquellos versos de Stefan George —yo conozco la versión castellana de Enrique Díez Cañedo—, un gran amigo de Reyes, dicen: el poema, «de raros elegidos es raras veces premio». Y Stefan George toma una imagen de Henry James; esa imagen es de un libro de James que se titula The Figure in the Carpet, la trama de la alfombra. Se trata de un escritor que compara su obra con una alfombra persa. Y esa alfombra, a primera vista, parece un caos; y luego, uno la mira y ve que hay un dibujo, y se entiende que en toda su obra hay un dibujo —que, naturalmente, Henry James no revela cuál es—, y que, en la última escena, el que narra la historia, que es un crítico, está en una habitación, en el piso hay una alfombra persa; está rodeado de los libros del maestro, y piensa llegar a descubrir cuál es ese dibujo, deliberadamente oculto por el autor. Bueno, yo he hablado de este cuento con Reyes; ¡he hablado sobre tantas cosas con Reyes! Una cosa que él hubiera deseado, fue conocer a Ricardo Güiraldes, y no se conocieron nunca. Él escribió un poema sobre ese desencuentro, que fue, de un modo ideal, una suerte de encuentro. Y en ese poema, Reyes tiene una frase muy linda para la tranquera, en el medio del campo. Dice que el campo es tan vasto, se refiere a la llanura —que los escritores tradujeron por «la pampa»—, que de los dos lados se está afuera. Muy lindo, y es un poco mágico, ¿no?: de los dos lados de la tranquera, en la llanura, uno está afuera. Y Reyes usa esa imagen en ese poema dedicado a Güiraldes. —Hay un aspecto muy importante, Borges, que usted comparte con Alfonso Reyes. Si recordamos «Reloj de sol», o «Visión de Anáhuac», o ese poema de él, «Homero en Cuernavaca». —No conozco ese poema, pero «Reloj de sol» sí; y recuerdo el epígrafe: «El reloj de sol, el que da las horas con modestia». Está muy bien, ¿eh?: sin campanadas, sin ruido de ninguna especie. «Da las horas con modestia»… y hay una antología… yo no sé si la menciona, o si la hizo Dorothy Sayers, sobre inscripciones en relojes de sol. Hay una clásica, que es: «Sólo enumero las horas claras», que es muy lindo porque se refiere a las horas de felicidad. Y hay otra inscripción que dice: «It is later than you think» —es más tarde de lo que piensas—; en un reloj de sol de un jardín de Inglaterra. Y hay como una leve amenaza allí, ¿no?; «Es más tarde», como si lo amenazara de muerte a quien lee. «Es más tarde de lo que piensas»; es decir, estás más cerca de la muerte, supongo yo, ¿no? —Hay otro poema relativo a todo esto: «Piedra de sol», pero ése pertenece a Octavio Paz. —Ése no lo conozco, pero creo que «Piedra de sol» se refiere a un reloj de sol, ¿no? —Claro, al reloj de sol azteca. —Es eso, claro. «Piedra de sol»; es un lindo título, ¿eh? —Lo que usted tiene en común con Alfonso Reyes, es que ambos… —Bueno, tenemos el amor de la literatura, y de las literaturas. —Claro. —Ahora, desde luego, él había leído mucho más que yo, él me enseñó, y… muchísimas cosas, sí. Y él tenía el culto de Homero; y a mí me cuesta un esfuerzo admirar La Ilíada, salvo los cantos finales. Y, en cambio, leo y releo La Odisea; y como no sé griego, eso, de algún modo, es una ventaja, ya que me permite leer las muchas traducciones de La Odisea que hay. De igual modo que mi ignorancia del árabe me ha permitido leer seis o siete versiones de Las mil y una noches. De modo que quizá convenga ignorar los idiomas, ya que, en ese caso, uno lee varias versiones de un libro. Ignorando idiomas, que es mi caso, en lo que se refiere al griego, al árabe, bueno, y a casi todos los idiomas del mundo, ya que lo que un hombre puede saber es muy poco. —Solamente por factores cronológicos, Borges, tenemos que detener esta audición. —Querría agregar una galantería de Alfonso Reyes a Victoria Ocampo; le dijo: «Otra vez se hablará de la era victoriana», refiriéndose a ella. —Estupendo. —Sí, estuvo muy bien, sí. Era una broma, pero una broma, bueno, cortés; un homenaje. 19 ORIENTE, I CHING Y BUDISMO Osvaldo Ferrari: Hay un hombre y un libro que usted recordará, Borges, y hay un poema suyo, que ese hombre hizo figurar en las primeras páginas de ese largo libro, que él tradujo del chino al castellano a través del alemán. Me refiero al I Ching, a David Vogelmann, y a su poema «Para una versión del I Ching». Jorge Luis Borges: Sí, Vogelmann tradujo la versión alemana de Wilhelm. Leí en un trabajo del sinólogo inglés Arthur Waley, que Wilhelm había sido censurado por no haber traducido exactamente el sentido, aunque sí el sentido que le daban al I Ching los contemporáneos de Confucio. Pero Waley dice que eso fue hecho deliberadamente por Wilhelm. Claro, él no tradujo los hexagramas, que son líneas enteras o partidas, sino el comentario; y el comentario es el libro, de hecho, y no los dibujos. Aunque se usa el comentario también para fines de adivinación. En una traducción de Chuang Tzu, se llama a los comentarios «alas» (en chino), y no están —en este caso— al pie de la página o al final del volumen, sino que están intercalados, con una tipografía distinta, en el texto. Hay un comentario de Wilhelm en el «Libro de las Transformaciones»; él dice que, según los chinos, todo proceso o todo hecho es posible de sesenta y cuatro formas distintas. Yo diría que es un cómputo bastante moderado; tienen que ser más de sesenta y cuatro. De acuerdo con esto, una persona, por ejemplo, que va a emprender un viaje, una persona que inicia una relación amistosa o amorosa, un emperador que va a emprender una campaña abre el libro del I Ching al azar, y ve cuál de esas sesenta y cuatro formas le ha tocado. Claro que la forma sesenta y cuatro corresponde al número total de formas que pueden darse a los hexagramas, y no se puede ir más allá de sesenta y cuatro. Hay algunos hexagramas que constan de seis líneas enteras; otros, de seis líneas partidas, y otros intercalados de diverso modo, de líneas partidas y enteras. Cada una tiene una interpretación moral bastante arbitraria; por ejemplo, creo que una empieza diciendo: «Esta línea sugiere a un hombre que va caminando detrás de un tigre». Bueno, y eso es imposible, ¿no? (ríe); además, no se habla de hombres caminando detrás o delante de tigres en otras interpretaciones. —Así como en Grecia la disyuntiva parece haber sido Platón o Aristóteles, en China parece haber sido Confucio o Lao Tse, que simbolizan dos líneas de visión del mundo totalmente diferentes. —Sí, aunque se ha tratado de reconciliarlos; por ejemplo, creo que en algún libro taoísta se dice que Confucio conversó con Lao Tse, y que, al salir, dijo: «Al fin he visto al dragón», y que dijo que eso era lo único que podía explicar de ese encuentro. Me parece, sin embargo, evidentemente falso; está en el libro de Chuang Tzu eso. —Pero es muy interesante. —Sí, pero tiene que ser falso; además, es muy raro que Confucio dijera eso, siendo un pensador totalmente opuesto a Lao Tse. Ni siquiera sabemos si fueron contemporáneos o no. —Chuang Tzu quiso asociarlos. —Yo creo que sí, y quiso, además, que esa asociación fuera a favor de Lao Tse y no de Confucio. La palabra «Confucio» creo que fue inventada por los jesuitas; tiene que ser «el maestro Kong» o «Kung», pero ellos le dieron esa forma latina: Confucio, y ahora es la que se sigue siempre, ¿no? —En los últimos años —quizás en vinculación con sus viajes al Japón— usted parece aproximarse más a las culturas y creencias de Oriente. —Bueno, en realidad siempre ha ocurrido eso. Además, yo creo que lo que llamamos «cultura occidental», no es del todo occidental, ya que, ante todo, tenemos el influjo del Oriente sobre Pitágoras y sobre los estoicos. Y luego, el hecho de que nuestra cultura es, de algún modo, el diálogo de los griegos (llamémoslo así) y de la Sagrada Escritura —que no es menos plural que los griegos, ya que se trata de libros escritos por distintas personas en distintas épocas, muy diversas además—. Parece imposible, por ejemplo, que el «Eclesiastés» haya sido escrito por el autor del libro de Job, y, menos aún, por el autor del «Génesis». —Es curioso: en esta misma emisora en que nosotros hablamos, Vogelmann y Murena mantuvieron, en la última etapa de su vida —de la vida de ambos—, diálogos que quizá serán llamados esotéricos por quienes los lean, ya que se publicó un libro que contiene esos diálogos. —Yo no sabía que a Murena le interesaran esos temas; pensaba que era un novelista realista más bien. —Le interesaban muchísimo, y se había convertido en un experto, a la manera de Vogelmann. —No lo sabía tampoco de Vogelmann. —En esos diálogos se hablaba de la Torá, del Tao, del I Ching, del hinduismo, del jasidismo, etcétera. —Sí; yo no sabía eso, pero, claro, todo lo que yo sé es también —como en el caso de ellos— de segunda o tercera mano, pero de algún modo hay que saber las cosas. Mejor es saberlas de tercera mano que ignorarlas, ¿no? —Yo quisiera leer, si a usted le parece bien, Borges, ese breve poema suyo: «Para una versión del I Ching». —Sí, ese poema fue leído y corregido por Vogelmann. Yo recuerdo que me hizo notar que un verso era flojo, y yo me había resignado a ese verso; pero él me instó a corregirlo, y creo que intervino en la corrección también, benéficamente. Tengo que agradecerle a él eso. —Y lo ha hecho figurar en las primeras páginas de su I Ching que, como usted sabe, es la mejor versión que tenemos en esta parte del mundo: la traducción de Vogelmann. —Bueno, él la ha tomado de Wilhelm, ¿no? —Sí. —Desde luego, sí. —Si le parece, entonces, leo su poema. —Sí, cómo no; pero no estoy seguro de entenderlo (ríen ambos). Claro, me pidieron un prólogo y yo me resigné a ese tema. Pero no sé qué es lo que digo ahí exactamente, a ver… «El porvenir es tan irrevocable / Como el rígido ayer…». —Bueno, ésa es la idea fatalista, creo. «Como el rígido ayer. No hay una cosa / Que no sea una letra silenciosa / De la eterna escritura indescifrable / Cuyo libro es el tiempo…». —Ésa es la idea de Carlyle, según la cual la historia universal es un libro, que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente. Y luego agrega —y esto ya es terrible— «en el cual también no se escribe». Es decir, no sólo escribimos y leemos, sino que somos letras de ese texto, ya que cada uno de nosotros, por modesto que sea, es parte de esa vasta criptografía que se llama la historia universal. Bueno, y yo empezaba, entonces, el poema, con la doctrina fatalista, ¿no? Ahora, yo no sé, yo diría que quizás el futuro sea irrevocable, pero el pasado no, ya que cada vez que recordamos algo lo modificamos —por pobreza o por riqueza de nuestra memoria, según quiera verse—. De modo que no sé. —En el juego del olvido y la memoria. —Sí. ¿Por qué no empieza desde el principio, otra vez? —Cómo no. «El porvenir es tan irrevocable / Como el rígido ayer. No hay una cosa / Que no sea una letra silenciosa / De la eterna escritura indescifrable / Cuyo libro es el tiempo…». —Carlyle, claro, sí. «Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja/De su casa ya ha vuelto…». —Bueno, está bien dicho, ¿no? —Y no sólo eso, sino que esto sería aprobado, naturalmente, por un budista. —Y, además, está dicho de un modo ligeramente asombroso, ¿no?; porque no dice «ya se sabe que volverá», no, se dice que al salir ya ha vuelto, lo cual viene a ser como un acto mágico. Y esa sugestión de la magia no es incómoda, y tiene una virtud estética que no tienen los otros versos. —Lo sigue una idea que revierte en el mismo sentido:… «Nuestra vida / Es la senda futura y recorrida». —«La senda futura y recorrida»; bueno, ahora quiero recordar a uno de mis escritores preferidos, que es Oscar Wilde. Oscar Wilde dijo, y posiblemente lo creyó —en todo caso, lo creyó en aquel momento—, que cada hombre es, en cada instante de su vida, todo lo que ha sido y todo lo que será. Ahora, eso en el caso de Wilde es terrible: quiere decir que él, en sus épocas de prosperidad, de felicidad, ya era el hombre encarcelado. Y, al mismo tiempo, quiere decir que cuando estaba en la cárcel, seguía siendo el hombre afortunado de antes. —El autor de El retrato de Dorian Gray era ya el autor de La balada de la cárcel de Reading y de De Profundis. —Sí, y el hombre, digamos, infame; era ya el hombre querido y aplaudido. Y, además, cada uno de nosotros es el niño que ha sido y que ha olvidado, ¿no?; y es el anciano y, quizá, también su renombre —si es que lo tiene— póstumo. —Continúo con su poema: «Nada nos dice adiós. Nada nos deja / No te rindas. La ergástula es oscura, / la firme trama es de incesante hierro…». —Esa línea es la que me hizo modificar, o que mejoró Vogelmann. Porque «incesante» está bien, ¿no? Si hubiera dicho «firme», o «sólido» no tendría fuerza; pero «incesante» sí, porque parece que el hierro es algo que continúa, que es algo vivo. Es como si el hierro fuera, bueno, el tiempo es una especie de río de hierro. —«Pero en algún recodo de tu encierro / Puede haber un descuido, una hendidura / El camino es fatal como la flecha / Pero en las grietas está Dios, que acecha». —Ahora recuerdo que es lo de la ergástula lo que aportó Vogelmann, porque yo no había dado con la palabra «ergástula», estuve buscándola, y luego resultó que era precisamente la que me convenía. Ahora, según Flaubert —pero ésa es una teoría personal suya— la palabra eufónica es siempre la más justa. Pero yo me permito dudar; quizá nos parezca más justa porque es eufónica. Si no, sería muy raro, ¿no? —No sé si usted observa, Borges, que en ningún otro poema usted habla de Dios tan concretamente como en este poema. Y, además, dice que nos acecha. —Sí, pero… hay también la necesidad de fabricar un soneto (ríe), de concluirlo de un modo eficaz; la palabra «Dios» es de indudable eficacia. Está eso también, sí. —Quizás usted recuerde que Toynbee ha dicho que uno de los acontecimientos más importantes de nuestro siglo iba a ser la llegada del budismo a Occidente; el conocimiento del budismo por el hombre occidental. —Bueno, y eso está dándose ya; hay monasterios budistas en los Estados Unidos, en el Brasil; hay lugares de retiro, de meditación budista en muchos países occidentales. Yo recuerdo un libro —pero sólo recuerdo el título—, que es El descubrimiento del Occidente por los chinos, o El descubrimiento de Europa por los chinos, que vendría a ser lo contrario, ¿no? Uno piensa que Europa está descubriendo continuamente el Oriente —uno piensa en Marco Polo, piensa en las cruzadas, en el libro Las mil y una noches, en el descubrimiento de la filosofía de la India y de la China durante el siglo XIX, que prosigue ahora—. Ultimamente se ha descubierto la literatura japonesa. Todo eso es parte de un juego que deberá hacernos olvidar que somos orientales u occidentales, y que nos unirá a todos. Quizá las fuentes de nuestra cultura sean varias. —Quizá se logre finalmente, o quizá finisecularmente, hacia el año 2000, la síntesis contemporánea de la cosmovisión occidental y la oriental, en una tercera que reúna a ambas. —Sí, y que ya empezaría con el cristianismo, en el cual, desde luego… bueno, la Edad Media viene a ser una especie de reconciliación de Aristóteles y los autores de la Sagrada Escritura, ¿no? —Sí. Hemos recordado, Borges, a Vogelmann, al I Ching, a Oriente y Occidente, y a su aproximación al mundo oriental en los últimos años. —Sí, y me gustaría conocerlo más, desde luego. Hay entre mis libros uno sobre el Ramayana, en dos volúmenes; voy a ver si alguien que sepa alemán me lee ese libro. Sí, siempre me interesó el Oriente; desde Las mil y una noches, y desde la lectura de un poema de Arnold sobre la leyenda del Buda. 20 SOBRE LOS SUEÑOS Osvaldo Ferrari: Hoy quisiera volver a un tema, Borges, que usted ha desarrollado en libros, en poemas y en conversaciones: el tema de los sueños. He recordado su Libro de sueños y también su poema «El sueño», que me gustaría leer. He recordado también que usted, en los últimos tiempos, ha identificado el acto de escribir con el de soñar. Jorge Luis Borges: Sí; el acto de vivir con el de soñar también. Bueno, la filosofía idealista, desde luego. Ahora, en cuanto al acto de escribir; recuerdo un pasaje de Allison, recogido en «Spectator», más o menos a mediados del siglo XVIII, en el cual él dice que cuando soñamos, somos, a la vez, el teatro, los actores, la pieza y el autor; somos todo a un tiempo. Y esa imagen se encuentra también en Góngora, que dice: «El sueño, autor de representaciones en su teatro sobre el viento armado, sombras suele vestir, de bulto bello». Eso de «sombras suele vestir» fue recogido por José Bianco como título de un libro suyo. Ahora, si el hecho de soñar fuera una suerte de creación dramática, resultaría que el sueño es el más antiguo de los géneros literarios; y aun anterior a la humanidad, porque —como recuerda un poeta latino— los animales sueñan también. Y vendría a ser un hecho de índole dramática; como una pieza en la cual uno es autor, es actor, es el edificio también —es el teatro—. Es decir, que, de noche, todos somos dramaturgos de algún modo. —Somos el autor y el actor a la vez, porque estaría desdoblado el que sueña en el que actúa en las escenas del sueño. —Sí, seríamos todo eso cada noche; es decir, que todo hombre tiene esa capacidad estética, y específicamente dramática, que es la de soñar. Ahora, a mí me sucede esto: claro —como he cumplido, desgraciadamente, ochenta y cuatro años—, yo ya conozco mis sueños. De modo que, desde hace mucho tiempo, cuando sueño, sé que sueño. Eso, a veces, es temible; porque temo que ocurran cosas espantosas. Pero también he aprendido a reconocer y a domesticar, de alguna manera, mis pesadillas. Por ejemplo, la pesadilla más frecuente, en mi caso, es la pesadilla del laberinto. El laberinto tiene escenarios distintos: puede ser esta habitación en la que conversamos, puede ser —y lo es muchas veces— el edificio de la Biblioteca Nacional en la calle México; un lugar que quiero mucho, yo dirigí la biblioteca durante mucho tiempo. Y, en cualquier parte del mundo en que esté, suelo estar en el barrio de Monserrat, de noche, cuando sueño, cuando sueño específicamente con la Biblioteca, en la calle México, entre Perú y Bolívar. Mis sueños suelen situarse allí. Entonces, yo sueño que estoy en un lugar cualquiera y luego, por algún motivo, quiero salir de ese lugar. Logro escaparme y me encuentro otra vez en un lugar exactamente igual, o en el mismo lugar. Ahora, eso se repite un par de veces, y entonces ya sé que es el sueño del laberinto. Sé que eso va a seguir repitiéndose indefinidamente; que esa habitación siempre será la misma, y la habitación contigua la misma, y la contigua a la contigua también. Entonces digo: bueno, es la pesadilla del laberinto; lo que tengo que hacer es tratar de tocar la pared, y trato de tocarla y no puedo. Lo que pasa es que realmente no muevo el brazo, sino que sueño que lo muevo. Y al cabo de un tiempo me despierto, haciendo un esfuerzo. O si no —esta aparición es, también, frecuente— sueño que me he despertado; pero me he despertado en otro lugar, que es un lugar onírico también, un lugar del sueño (ríe). —Supongo que usted reconocerá también el sueño de tigres, armas blancas y espejos. —Con espejos sí; pero con armas blancas y con tigres, no. Eso lo soñaba hace muchos años, ya no, ya han perdido su fuerza, han perdido su horror esas cosas. —Pero se repiten en su «universo personal». —Sí, en la literatura mía, pero en las pesadillas no; las pesadillas son… el laberinto. Precisamente, hablando de laberintos, estuve hace poco en el palacio de Cnosos, que se supone que es el laberinto de Creta, ya que sería muy raro que hubiera dos edificios casi infinitos, uno al lado del otro, el laberinto y el palacio, y que se haya perdido el laberinto. —Si a usted le parece, me gustaría leer su poema «El sueño», para que lo comentáramos. —Bueno. No lo recuerdo absolutamente. —Muy bien, yo se lo recordaré. —Bueno, muy bien, y yo me arrepentiré de haberlo escrito, sin duda. —(Ríe). «Cuando los relojes de la medianoche prodiguen / Un tiempo generoso, / iré más lejos que los bogavantes de Ulises / A la región del sueño, inaccesible / A la memoria humana. / De esa región inmersa rescato restos / Que no acabo de comprender…». —Claro; inaccesible a la memoria humana porque, posiblemente, al recordar un sueño uno ya lo modifique. Es decir, que quizás el mundo de los sueños sea muy distinto. Un escritor inglés pensó que los sueños no eran sucesivos. Pero como uno tiene el hábito, como uno vive en el tiempo —que es sucesivo—, al recordarlo le da una forma narrativa, sucesiva. Y quizás al soñar no, quizá cuando uno sueñe, todo sea de algún modo interno, o contemporáneo. Sigamos. —Continúa diciendo: «Hierbas de sencilla botánica, / Animales algo diversos, /Diálogos con los muertos,»… —«Hierbas de sencilla botánica», porque me imagino que las plantas con las que yo sueño son bastante vagas, ¿no? (ríe). —«Rostros que realmente son máscaras, / Palabras de lenguajes muy antiguos»… —Claro, «Rostros que realmente son máscaras» porque son meramente superficiales, ya que no hay nadie detrás de esos rostros; son simplemente rostros. Por eso, en otro poema mío, yo hablo de «Cierva de un solo lado», porque es el lado que yo veo, del otro lado no hay nada. —«Y a veces un horror incomparable/ Al que nos puede dar el día»… —Sí, creo que la pesadilla tiene un sabor especial que no se parece al horror que uno siente en la vigilia. Y que podría ser, bueno, podría ser una prueba de que existe el infierno; de que uno entrevé algo, más allá de toda experiencia humana. —Es una teoría plausible. —Sí. —En su última parte, dice: «Seré todos o nadie. Seré el otro / Que sin saberlo soy, el que ha mirado / Ese otro sueño, mi vigilia. La juzga, / Resignado y sonriente». Me llama la atención el maravilloso desdoblamiento que se produce entre el que sueña y el que actúa en el sueño. Es decir, la misma persona soñándose. —Es cierto, sí. ¿Yo he escrito ese poema? Parece que sí, ¿no? Porque yo lo había olvidado del todo. —No hay ninguna duda, es suyo. —Bueno, me resigno, por qué no. Y no está mal además. —De ninguna manera, es muy bueno. También podría pensarse que la belleza —de la que hemos hablado otras veces— es más accesible a la sensibilidad del hombre durante el sueño, que en la vigilia; si pensamos en la perfección de los arquetipos, que Platón también concibe más evidentes en el sueño. —Bueno, yo diría que la belleza y el horror también, ya que los sueños incluyen la pesadilla. —Cierto. —Pero serían dos perfecciones, o dos intensidades. Aunque hay sueños lánguidos también. —Ahora recuerdo un poema de Silvina Ocampo, en el que hay una linea que dice: «Con la belleza y el horror por guías». —Está bien; la belleza y el horror, ambas cosas. —Ambas cosas unidas. —Sí, ambas cosas pueden ser estímulos; bueno, es que todo debería ser un estímulo para el poeta. Todas sus experiencias deberían ser un estímulo. Hay un pasaje en La Odisea en que se lee que los dioses dan desventuras a los hombres, para que las generaciones venideras tengan algo que cantar. Y eso vendría a ser un modo poético de decir lo que dijo de un modo más prosaico Mallarmé, que dijo: «Todo para en un libro». Pero me parece mejor la imagen homérica: «generaciones humanas», y luego «algo que cantar». En cambio, «todo para en un libro» parece una idea meramente literaria, ¿no?, y que es un poco prosaica. Pero la idea es la misma; es la idea de que todo sucede con una razón estética. Ahora, podríamos extender esa idea a los dioses, o a Dios; podríamos suponer que todo sucede, no para que suframos o gocemos, sino porque todo tiene un valor estético —con lo que ya tendríamos una teología nueva, basada en la estética—. En fin, muchas cosas saldrían de esta reflexión nuestra. —Claro. Ahora, se me ocurre otra extensión de la reflexión que hacemos; si los argentinos somos —como hemos especulado en otras audiciones sobre esa posibilidad— «euroamericanos», por nuestra proveniencia de Europa… —Yo creo que no hay ninguna duda; yo, en todo caso, me siento poco pampa, poco guaraní (aunque dicen que tengo una gota de sangre guaraní). Pero, en fin, eso me tiene sin cuidado, ¿no? —Si un argentino tiene, por ejemplo, treinta generaciones en Europa, y dos o tres o cuatro o cinco en la Argentina, en su memoria… —Bueno, yo tengo muchas generaciones —por un lado tengo muchas generaciones en este país— pero, desde luego, esas generaciones no eran especialmente americanas; eran europeos en el destierro. Bueno, como lo somos todos, yo creo. —En cualquier caso, serían menos que las que habría tenido en Europa, naturalmente, al provenir de Europa. —Ah, pero desde luego; pero muchas menos. —Entonces, la conjetura que yo hago es que en la memoria del argentino, y en sus sueños, puede soñarse a Europa de una manera particular, es decir, a través de una memoria ancestral, que registraría el sueño de la Europa de todos los tiempos. —Y, además, el hecho de que continuamente estamos pensando en Europa; estamos leyendo libros europeos, es decir, que nuestra imaginación es más europea que, bueno, que araucana, digamos, que no lo es nada, ¿no? (ríe). —Sí, a pesar de las novedades que provienen de Norteamérica, o del Japón… —Bueno, es que Norteamérica está en el caso nuestro también. Norteamérica vendría a ser también Europa en el destierro. Pocos norteamericanos son «pieles rojas», y aun esos pieles rojas tampoco deben su cultura… bueno, es una cultura europea la que tienen; no es una cultura propia. —Lo que quiero decir es que si en nosotros Europa persiste, tiene que persistir de alguna manera en la memoria ancestral y, en consecuencia, en los sueños. —En los sueños, en la memoria ancestral y en nuestra experiencia diaria, ya que nuestra experiencia diaria se parece más a Europa que, bueno, que la experiencia que pudieron haber tenido Pincén o Catriel, ¿no? —Sí, porque aunque nos incorporemos al mundo americano —si es que podemos ya definir un mundo americano—, de una manera u otra es un integrarse euro americano, porque hay una parte europea innegable que se incorpora a la tierra americana. —Es que yo iría más lejos; yo diría que la idea de América no es una idea de indios, es una idea europea. Bueno, y una prueba es ésta: por ejemplo, cuando se hizo lo que se llama «The Winning of the West» (ganar el Oeste) en los Estados Unidos y aquí la Conquista del Desierto, había tribus de indios que eran indios amigos. Es decir, ellos no tenían la conciencia de una guerra entre dos razas. Los indios de Coliqueo, los indios de Catriel eran indios amigos, que se batían con otros indios. Ellos tampoco concibieron aquello —como luego nosotros— como una guerra de dos razas. No; esos indios debían lealtad a cierto cacique, y ese cacique era amigo de los cristianos. —Salvo en países como México o Perú, donde la guerra entre las dos razas se resolvió en la unión de las dos razas, formando una tercera que es la actual. En Perú o en México. —Sí, supongo que habrá ocurrido eso. Pero yo no sé hasta dónde la cultura mexicana o la cultura azteca, o la cultura incaica en Perú, perduran. Perduran como curiosidades, nada más. En todo caso, más que aquí. —Más que aquí, sin embargo… —Pero no mucho más tampoco, ¿eh? —Pero allí habría una simbiosis racial concreta, no imaginaria, del español y del indio. —Sí, habría eso. —A diferencia de la Argentina. —Pero desde luego. Bueno, pero eso es cosa de ellos. 21 ACERCA DE RICARDO GÜIRALDES Osvaldo Ferrari: En estos días se produjo en mí la asociación, Borges, del 25 de mayo y el recuerdo de un hombre muy querido por todos nosotros. Hablo de Ricardo Güiraldes. Jorge Luis Borges: Sí, la asociación es fácil. —Muy querido, muy recordado; y hasta oficialmente recordado, ya que en los colegios se lo debe leer casi obligatoriamente. —Bueno, yo no creo que le convenga eso a un escritor; estuve hablando con un italiano que me dijo que lo habían obligado a estudiar a Dante en el colegio y que, naturalmente, toda lectura obligatoria es ingrata, y no le gustó. Años después, lo leyó y descubrió que era bastante bueno. De modo que no sé si conviene ser de lectura obligatoria; en todo caso, a mí no me gustaría que mis libros fueran de lectura obligatoria, ya que obligatorio y lectura son dos palabras que se contradicen, porque la lectura tiene que ser un placer, y un placer no tiene que ser obligatorio; tiene que ser algo que se busca espontáneamente, sí. —Cierto. Ahora, usted ha recordado siempre a Güiraldes con placer, pero más como amigo que como un escritor al que usted se refiere… —Es que los recuerdos personales que yo tengo son más vividos que los recuerdos de su lectura. —Eso en el caso de Güiraldes. —En el caso de Güiraldes, sí, desde luego. Ahora, yo destaqué en algún soneto olvidable y olvidado, que su cortesía era como el aspecto más inmediatamente visible de su bondad. Bueno, yo querría agregar ahora que precisamente esa palabra, «cortesía», me recuerda a Don Segundo Sombra. Porque casi todos los escritores que se habían ocupado del gaucho antes, habían elegido lo que Sarmiento llamó, bueno, una de las especies del género: el gaucho malo, el matrero. Es verdad que Ascasubi cantó al gaucho diciendo: Los gauchos de la República Argentina y Oriental del Uruguay, cantando y combatiendo hasta derribar al tirano Rosas y a sus satélites. Bueno, Ascasubi lo hubiera recordado como soldado en los ejércitos unitarios, o del Partido Colorado en la República Oriental, cuando canta la victoria de Cagancha. Pero, Ascasubi, después, en Los mellizos de la Flor, lo recuerda como matrero y usa, curiosamente, la palabra malevo; usa la palabra malevo cuando uno esperaría «matrero». Bueno, en el caso de Martín Fierro, desde luego, es un matrero, además de ser un desertor, un asesino; bueno, se pasa a los indios… etcétera. En las novelas de Eduardo Gutiérrez, los personajes que él elige: Hormiga Negra, los hermanos Barrientos, Moreira, son tipos de matreros también. En cambio, Güiraldes, lo que quiso destacar fue el gaucho como hombre de paz, como hombre tranquilo, como hombre cortés. Y eligió a Don Segundo Ramírez Sombra, que era el capataz, santafesino, de su estancia «La Porteña», en la provincia de Buenos Aires. Bueno, y es algo nuevo. Ahora yo he notado otra cosa: cuando yo lo conocí a Güiraldes, él me preguntó —fue casi la primera pregunta que me dirigió— si yo sabía inglés. Ahora, en aquel tiempo, saber inglés era algo un poco raro. Ahora no, ahora todo el mundo más o menos lo sabe, o lo adivina, que es lo que pasaba con el francés antes. Bueno, él me preguntó si yo sabía inglés, yo le dije que más o menos. «Qué suertudo —me dijo—, puede leer a Kipling en el original». Ahora, yo creo que al hablar de Kipling —él lo había leído en versiones francesas, ya que no poseía el inglés— él pensaba en Kim. Es curioso, porque más o menos el marco de Kim y el de Don Segundo Sombra es el mismo. Es decir, es una sociedad, un país entrevisto a través de dos amigos, de los cuales, uno es un hombre ya entrado en años, un hombre ya viejo, que vendría a ser el lama en Kim, y el tropero Don Segundo Sombra en la novela de Güiraldes; y el otro un chico. Que es el mismo esquema que ya se había dado antes en Huckleberry Finn, de Mark Twain. Ahora, claro, a través de Don Segundo Sombra vemos la provincia de Buenos Aires, yo diría que no la de cuando Güiraldes escribió el libro, sino la provincia de Buenos Aires de la infancia de Güiraldes, ya que se entiende que todo eso pasa, no diré que muy lejos, diré que hace bastante tiempo. Bueno, de modo que tenemos en Kim al lama y al chico (Kimbord), y en Don Segundo Sombra al narrador, que es un chico de San Antonio de Areco, y el tropero Don Segundo. De manera que el esquema vendría a ser el mismo. Ahora, claro que detrás de Don Segundo Sombra hay una vida bastante apacible en la provincia de Buenos Aires: las estancias, el arreo, algunos episodios criollos intercalados. Y, en cambio, detrás de Kim está, bueno, la vasta y numerosa India, ¿no? (ríe). Pero, en ambos casos hay una sociedad entrevista a través de dos amigos de muy despareja edad. —Pero, ahora que usted menciona la vastedad, yo recuerdo que nadie ha hablado de la pampa con ese sentido místico con que ha hablado Ricardo Güiraldes. —Yo le pregunté a Güiraldes por qué él había usado la palabra «pampa», que no se usa nunca en el campo, y la palabra gaucho. Él me dijo: «Bueno, es que yo escribo para porteños». Claro, él sabía que en el campo nadie dice «pampa», y «gaucho» es una palabra, bueno, más bien despectiva, ¿no? —Pero, ¿usted está de acuerdo en que la dimensión que él atribuye a la llanura es del todo original, en relación con la que han usado otros escritores antes? Él le ve una perspectiva mística, una perspectiva de purificación para la gente de este país; un ámbito de regeneración, digamos. —Sí, pero no sé si se ha producido eso. La provincia de Buenos Aires está habitada ahora por, bueno, eran colonos españoles o italianos… no sé si han sido especialmente purificados por la llanura. —Él (Güiraldes) dice que la llanura… —La llanura es igual en todos los países del mundo. Por ejemplo, yo estuve en Oklahoma y en la provincia de Buenos Aires, y sin duda, bueno, si estuviera en las estepas serían iguales. En cambio, las sierras no; cada montaña es distinta, ¿no? Por ejemplo, los Pirineos no se parecen a los Alpes, los Alpes no se parecen a las Rocky Mountains. Las Rocky Mountains sí se parecen un poco a la Cordillera. No, pero también son distintas. En cambio, la llanura es igual en todas partes. —Sin embargo, Güiraldes decía particularmente esto: que en esa apariencia de territorio plano, en el que nada sobresale, había mil accidentes, invisibles a primera vista; pero que conociéndola, se los podía llegar a apreciar, y a valorar. —Es lo que conoce el baqueano, sí. Ahora, el paisaje claro que es algo que la gente de campo no siente, porque, desde luego… ése es uno de los méritos del Martín Fierro: que no se describe nunca la llanura y, sin embargo, uno la siente, ¿no? —Cierto. —«Viene uno como dormido / cuando vuelve del desierto / veré si a explicarme acierto / entre gente tan bizarra / si al sentir la guitarra / de mis sueños me despierto». «Cuando la habían pasao / una madrugada clara / le dijo Cruz que mirara / las últimas poblaciones / y a Fierro dos lagrimones / le rodaron por la cara». Las últimas poblaciones, los últimos rancheríos, y ya después el desierto, por el cual merodeaban los indios nómadas, a diferencia del gaucho, que era sedentario. Pero, tendríamos que hablar algo más de Güiraldes; Güiraldes fue extraordinariamente bueno conmigo. Además, a mí me asombraba tanto que me tomaran en serio; y no sé si estoy acostumbrado todavía, creo que no. Me doctoraron recientemente en Creta, y me asombró, pensé: «Qué raro, yo llego a un país, y aquí hay gente de una universidad que me honra, caramba, personas muy generosas y muy equivocadas también». Pasó lo mismo con Güiraldes cuando yo lo conocí, a través de Brandán Caraffa. Él vivía en un hotel en la calle San Martín. No recuerdo el nombre del hotel; ese hotel estaba entre Córdoba y Viamonte, no sé cómo se llama, y yo lo conocí a Güiraldes allí. Y lo conocí por un truco de Brandán Caraffa. Fue así: Brandán Caraffa vino a verme, me dijo que había estado conversando con Pablo Rojas Paz y con Güiraldes sobre la posibilidad de iniciar una revista en que estuviera representada, bueno, la juventud literaria de aquella fecha: estoy hablando del año… no sé, 1925 o 26, mis fechas son muy vagas. Y que entre los tres se pusieron de acuerdo y dijeron: «No, esa revista no puede prescindir de Borges». Yo me sentí muy halagado. Entonces, él me llevó al hotel en que paraba Güiraldes. Lo conocía a Güiraldes, y Güiraldes me dijo: «Estoy muy halagado, sé que usted estuvo conversando con Brandán Caraffa, y que pensaron que una revista de jóvenes no podía prescindir de mí». —Y así comenzó Proa. —Así empezó Proa. Entonces, al rato llegó Pablo Rojas Paz. Me dijo: «Estoy muy halagado». Entonces yo lo miré a Brandán y le dije: «Sí, estuvimos conversando con Brandán, con Ricardo Güiraldes, y pensamos que una revista joven no podía prescindir de usted» (ríe). Entonces, con esa… mentira piadosa de Brandán Caraffa, nos hicimos amigos entre los cuatro, y se fundó la revista Proa. Pero, claro que eso costó un pequeño sacrificio: éramos cuatro; cada uno de nosotros tuvo que poner cincuenta pesos. Y así se hizo la revista, que costó doscientos pesos e imprimieron doscientos números. De modo que la vida era un poco distinta entonces. Yo me hice muy amigo de Güiraldes, él se hizo muy amigo de casa, y recuerdo que una vez, él había venido a almorzar a casa, mi madre le recordó que había dejado olvidada su guitarra —tocaba muy bien y cantaba como paisano además—. Entonces, Güiraldes dijo: «Bueno, ese olvido ha sido deliberado. Yo me voy, como ya les dije, dentro de muy poco a Europa, y querría que algo mío quedara en esta casa». Entonces, muy delicadamente, dejó la guitarra. Nosotros guardábamos la guitarra de Ricardo Güiraldes en casa, y la gente que venía a vernos la usaba, porque en aquel tiempo había mucha gente que tocaba la guitarra, cosa que no sucede ahora. —Ahora entiendo más el estilo de esa cortesía que usted menciona en él. —Sí, bueno, es un rasgo muy, muy delicado. —Cierto. —Ahora, yo recuerdo haber conocido la biblioteca de Güiraldes, y recuerdo las dos salas: una era de obras de los simbolistas franceses y belgas, y toda la obra de Lugones. Porque Güiraldes tenía el culto de Lugones, como lo tuvo toda mi generación; y lo atacábamos un poco para defendernos de ese culto, para que se notara menos la gravitación que ejercía Lugones sobre nosotros. Y en la otra sala de la biblioteca, todos los libros eran de teosofía. Estaba, por ejemplo, el libro de Madame Blavatsky. Todos en francés. Y yo le hablé algo de los alemanes a Güiraldes, pero Güiraldes tenía… había conservado aquellos prejuicios de la guerra de 1914, pensaba: «Claro, los alemanes, cabeza cuadrada, qué van a entender». Fue inútil que Xul Solar y yo le repitiéramos que casi todos los estudios que se habían hecho, por ejemplo, sobre el budismo, eran de autores alemanes. Él no admitía a los alemanes. Un concepto así, bueno, un concepto que corresponde a esa primera guerra civil europea que se llama guerra mundial ahora, sí: 1914-1918. Ahora, yo recuerdo la cortesía de Güiraldes, su ironía también. Y luego, el culto de la amistad. Por ejemplo: él era muy amigo de Valery Larbaud, un escritor francés más o menos olvidado ahora. Entonces, cada vez que se hablaba de Paul Valéry, él fingía creer que se trataba —si se decía Valery— de Valery Larbaud (ríe). Entonces, tenían que explicarle que era Paul Valéry, y él decía: «Ah, ese cursi», pero eso era no por hostilidad contra Paul Valéry, sino por lealtad a Valery Larbaud. Por eso uno de los peones de Don Segundo Sombra se llama Valerio, porque fue como un saludo de Güiraldes a Valery Larbaud. —Ahora es interesante lo que usted dice de la iniciación de Güiraldes en temas como la teosofía y la mística. —Le interesaba mucho la teosofía. —Porque, de alguna manera, él termina aplicando eso a nuestro paisaje. —Es cierto. —Si usted ve, en su libro El sendero se aprecia claramente la aplicación. Por eso le hablaba antes de las dimensiones que él le atribuye a la pampa, probablemente aplicándole esos conocimientos teosóficos y místicos a nuestro paisaje. —Sí, es una interpretación verosímil. Ahora sé que le interesaba mucho y hay un capítulo en Don Segundo Sombra, en el cual creo que él me dijo que Don Segundo exorciza a un poseído, ¿no? Y agregó que «bueno, dentro de las modestas posibilidades de Don Segundo yo no puedo ir más lejos. Pero yo creo en la posesión por espíritus malignos». Él creía en todo eso. Desde luego, no era católico, pero la mística y sobre todo la mística de la India, le interesaba muchísimo. Bueno, y una prueba de ello es que su viuda, Adelina del Carril, se fue a vivir a Bengala y vivió diez años allí y adoptó a un chico que trajo de la India. —En otro libro de él, que usted recordará, un libro de juventud: Raucho, él… —Bueno, Raucho era un poco autobiográfico, creo, ¿no? —Sí, y hay una especie de confrontación —a lo mejor podría verse así— entre americanismo y europeísmo: Raucho descubre Europa y después redescubre —pero después del descubrimiento de Europa— su propia tierra. —Sí, «crucificado de paz», creo que termina diciendo el libro, ¿no? —«En su tierra de siempre». —«En su tierra de siempre», sí, recuerdo aquello, sí. Ahora, Güiraldes insistía en usar, de un modo un poco agresivo, galicismos. Y aun algunos bastante feos: por ejemplo, «eclosionar» no creo que sea excesivamente bello. Y él lo usó, pero lo hacía un poco como un desafío, porque él no quería ser como decía —él y su mujer decían—: «Ah, fulano es galleguizante». Eso se aplicaba a escritores como Oyuela, o quizá Ricardo Rojas; es decir, que usaban giros españoles, y él no quería usarlos. Aunque tampoco, desde luego, usaban palabras, bueno, profesionalmente sudamericanas. Pero yo creo que si un argentino escribe espontáneamente, no escribe como español, porque… estamos tan lejos de ellos, bueno, que no es necesario tratar de ser argentino porque uno ya lo es, ¿no? Y si uno trata de serlo —como yo traté al principio— se nota lo artificial enseguida. —Lo importante sería la naturalidad. —Yo creo que sí. Creo que naturalmente, bueno, no nos parecemos a los españoles, ya que el español tiende al énfasis y a la interjección. Y el argentino o el uruguayo tienden a lo que se llama understatement en inglés, es decir, más bien no demasiado sino menos, ¿no? —Cierto, a una forma de sobriedad… —Y otra cosa: yo creo que los españoles tienden a lo interjectivo, a exclamaciones. En cambio un argentino tiende a ser narrativo o explicativo, pero no interjectivo. —Aunque de repente caiga en lo neutro, pero en lo sobriamente neutro. —Sí, en lo sobriamente neutro, sí. Creo que la interjección es, bueno, y eso se nota en la música también: la música española —sobre todo la música andaluza— es una música de quejas, de interjecciones, de gritos. Y en cambio, bueno, yo he sido amigo de payadores, por ejemplo, de Luis García, y el modo de cantar es más bien como sonsonete: lo que se llama «sing song» en inglés, que no alza la voz. —Ahora, hubo una injusta demora en el reconocimiento de Güiraldes, porque si usted recuerda los Cuentos de muerte y de sangre… —Pero, los Cuentos de muerte y de sangre yo creo que no merecían ser recordados. —Pero esos cuentos son muy valiosos, son espléndidos. Quizá el título a usted no le guste, pero recuerde, ¿a lo mejor usted se acuerda de aquellos cuentos? —No, yo no los recuerdo. Yo traté de leer Xaimaca y fracasé también. Ahora Güiraldes creía que Xaimaca era su mejor libro. Me acuerdo que él le entregó a mi madre, no sé si el manuscrito o las pruebas de Don Segundo Sombra y a la mañana siguiente, mi madre lo llamó. «¿Y, qué le pareció el libro?», le preguntó Ricardo a mi madre. Y mi madre le dijo: «Yo aborrezco las criolladas y, sin embargo, anoche estuve leyéndolo hasta las dos de la mañana». «En ese caso —dijo Güiraldes— ha de ser “bueno”». «Sí, yo creo que sí», le dijo mi madre. Y luego el libro se publicó y llegó el espaldarazo: el artículo de Lugones que más o menos canonizó al libro, ¿no? —Pero casi al borde de la muerte de Güiraldes, ¿no es cierto? —Y…, Güiraldes, claro, se fue casi en seguida. Fue muy raro aquello, fue como un efecto dramático, ¿no?, digo: la brusca gloria —antes Güiraldes había sido, bueno, el prototipo del fracasado— y luego se publica ese libro, Lugones lo consagra; Güiraldes se va a París, le hacen una operación de cáncer (él tenía cáncer en la garganta) y muere. Yo no recuerdo en qué año murió, creo que en el veintisiete. —Entre el veintisiete y el veintiocho, creo. —Yo creo que fue en el veintisiete, porque Don Segundo Sombra se publicó en 1926, en la imprenta de Colombo, en San Antonio de Areco; que después se instaló en la calle Hortiguera. —Pero Ricardo Güiraldes parece compartir una característica que hemos visto, por ejemplo, en un hombre como Lucio Mansilla. Es decir: la llanura, el salón de París; gran bailarín de tango, usted me decía que probablemente había sido… —Yo creo que sí. Y otro, que tiene que haber sido importante también, es el autor de La Morocha, Saborido, Enrique Saborido. Yo era amigo de Saborido, y no era un compadrito, era un señor. Era montevideano, pero estaba empleado en la Aduana, aquí, en Buenos Aires, y él ha dejado dos tangos famosos: La Morocha, mencionado por Carriego, y Leticia. 22 SOBRE EL HUMOR Osvaldo Ferrari: Se hacen diversas conjeturas, Borges, acerca de las fuentes de su humor; de su humor literario y de su humor respecto de todo tipo de cosas. Por ejemplo, se piensa en Bernard Shaw, se piensa en el doctor Samuel Johnson o en otros. Jorge Luis Borges: Bueno, yo no sabía que yo tuviera humor, pero parece que sí. Creo que como éste es un país muy supersticioso basta que uno diga algo contra esas supersticiones —que son múltiples— para que se lo considere una broma. Y creo que las personas, para no tomar en serio lo que yo digo, me acusan de humor; pero yo creo no tenerlo, yo creo ser un hombre sencillo, digo lo que pienso, pero —como eso suele contradecir muchos prejuicios— se supone que son bromas mías. Y así queda a salvo, bueno, mi fama… y quedan a salvo las cosas que yo ataco. Por ejemplo, yo publiqué hace poco un artículo: «Nuestras hipocresías», y lo que yo decía allí lo decía totalmente en serio, pero se consideró que se trataba de una serie de bromas muy ingeniosas, de modo que fui muy alabado precisamente por las personas que yo justamente atacaba. —Se lo convierte en inofensivo a través del humor. —Sí, yo creo que sí. Pero, al mismo tiempo el humor es algo que yo admiro —sobre todo en los otros—. Ahora, en mi caso, yo no recuerdo ninguna broma mía. —Pero, en la tradición del doctor Johnson, por ejemplo. —Eso sí, bueno, el humor y el ingenio sobre todo. Pero parece que es tan difícil… es difícil definir las cosas; precisamente las cosas más evidentes son las de definición imposible, ya que definir es expresar algo en otras palabras: esas otras palabras pueden ser menos expresivas que lo definido. Y, además, lo elemental no puede definirse, porque cómo va a definir usted, por ejemplo, el sabor del café, o esa tristeza agradable de los atardeceres; o esa esperanza, sin duda ilusoria, que uno puede sentir por la mañana. Esas cosas no pueden definirse. —No pueden definirse. —Ahora, en el caso de algo abstracto, sí puede definirse; usted puede dar una definición exacta de un polígono, por ejemplo, o de un congreso, esas cosas pueden definirse. Pero yo no sé hasta qué punto usted puede definir un dolor de muelas. —Pero sí se puede definir la falta de humor. En nuestro país, por ejemplo. —Ah, eso sí, la falta de humor y la solemnidad, que es uno de nuestros males, ¿no?; y que se manifiesta en tantas cosas. Por ejemplo, pocas historias habrá, tan breves como la historia argentina —cuenta escasamente dos siglos—, y sin embargo, en pocos países la gente estará tan abrumada de aniversarios, de fechas patrias, de estatuas ecuestres, de desagravios a los muertos ilustres. —Y de agravios. —Y de agravios, sí. Es terrible, claro que eso ha sido fomentado, desde luego. —Usted caracteriza, a veces, a la historia argentina como muy cruel. Dentro de las características esenciales usted señala la crueldad. —Yo creo que sí; estaba leyendo hoy una estadística que ha publicado la policía sobre los asesinatos cometidos en los últimos años, y parece que, a partir de una fecha bastante reciente, cada año ha habido más crímenes. Pero eso corresponde, desde luego, y… a la pobreza; cuanto más pobre sea la gente más fácilmente será criminal. —Bueno, además es una característica de la época. —La violencia, sí. —Desgraciadamente… —Sí, pero yo creo que ese delito ético tiene una raíz económica. —Sí. En cuanto al humor, le decía que creo que usted ha admirado, a lo largo del tiempo, si no el humor, la ironía de un hombre como Shaw o como Johnson. —Ah sí, desde luego, eso es indudable. —¿Y cómo definiría esas características en ellos dos?, porque son muy particulares, y son muy propias del genio inglés. —Y bueno, pues en ambos casos, esa ironía tiene su raíz en la razón, yo creo, ¿no? Es decir, no es arbitraria. A mí, personalmente, lo que Gracián llamaba ingenio me resulta desagradable, ya que se trata de juegos de palabras y los juegos de palabras conciernen simplemente a las palabras, es decir, a convenciones. En cambio, el humorismo puede ejercerse sobre hechos reales, y no simplemente sobre semejanzas entre una sílaba y otra. —Cierto. Y el humorismo en los ingleses, sí, es realmente muy razonable. —Muy razonable, pero, sin embargo, hay algo fantástico… yo creo que entre el ingenio y el humorismo, aunque el humorismo critique cosas reales, hay siempre algo fantástico en el humorismo, me parece, ¿no?; hay siempre un elemento de fantasía, de imaginación, que puede no existir en la ironía, o en el ingenio. —Ah, claro. —Sí, de modo que hay un principio de fábula, un principio de sueño; algo irracional en el humorismo. Algo levemente mágico también. De manera que ésa sería la diferencia. Desgraciadamente no se me ocurre un ejemplo en este momento, pero, como he pensado sobre el tema, espero que la conclusión que yo afirme ahora sea válida. —Es que el ejemplo, de alguna manera, es usted. Porque a diferencia de Lugones, de Mallea y de muchos otros escritores argentinos, en los cuales se percibe, desgraciadamente, una falta de humor, usted, sin embargo, lo ha cultivado. —Bueno, Lugones a veces lo ha ensayado, pero con un resultado desdichado, yo diría. Por ejemplo: «La institutriz, una flaca escocesa enteramente isósceles, junto a la suegra obesa». Evidentemente hay una intención humorística, pero el resultado es más bien melancólico. —No se sospecha demasiado… —Bueno, la palabra isósceles es graciosa, ¿no? Eso cuadra más bien para una caricatura que para una imagen real, que es lo que se proponía Lugones, por lo demás. No recuerdo otras tentativas de ingenio de Lugones, en cambio, en Groussac sí; la ironía es evidente. Por ejemplo, lo vemos en aquella polémica que él tuvo, en que dijo: «El hecho de haberse puesto en venta un opúsculo del doctor… bueno, fulano de tal, puede ser un serio obstáculo a su difusión» (ríe). Ahí es evidente, ¿no?, ¿quién iba a comprar eso? —Ya que he insistido, Borges, en cuanto a Samuel Johnson, yo recuerdo que usted ha dicho que, en Inglaterra, de haberse elegido un autor nacional, la elección habría debido recaer sobre él. —Bueno, yo diría Johnson, Wordsworth… pero, puedo referirme a un libro ajeno, y harto más famoso; yo diría que si una convención requiere que cada país esté representado por un libro, en este caso, ese libro sería la Biblia. La Biblia, como nadie ignora, contiene textos hebreos, griegos, que fueron vertidos al inglés. Pero ahora esos textos forman parte del idioma inglés. Una cita bíblica en castellano o en francés puede resultar pedantesca, o puede no ser identificada de inmediato. En cambio, el lenguaje inglés coloquial está lleno de sentencias bíblicas. Y yo, claro, mi abuela —cuya familia era de predicadores metodistas— sabía de memoria la Biblia. Usted citaba una frase bíblica cualquiera, y ella le decía: «Libro de Job, capítulo tal, versículo tal», y seguía adelante; o «Libro de los Reyes» o «Cantar de los cantares». —Recordaba la fuente, digamos. —Sí, ella leía diariamente la Biblia. Y, además, no sé si usted sabe que en Inglaterra cada familia tiene una Biblia, y en las páginas en blanco, que están al final, se anota la crónica de la familia. Por ejemplo, los casamientos, los nacimientos, los bautismos, las muertes. Bueno, y esas biblias de la familia tienen valor jurídico: pueden usarse en un juicio, por ejemplo; son aceptadas como documentos auténticos por la ley: por ejemplo, en la family Bible (Biblia de la familia) dice tal cosa. Y, en Alemania, otro país protestante en su mayoría, hay un adjetivo: bibelfest, que quiere decir «firme en la Biblia», es decir, que sabe la Biblia de memoria. Lo mismo ocurre, como usted recordará, en el islam, donde la gente sabe el Corán de memoria. Creo que el nombre del famoso poeta persa Hafiz quiere decir «el que recuerda», es decir, el que sabe de memoria el Corán. —De alguna manera, el memorioso. —Sí, de alguna manera el pobre Funes (ríen ambos). —O usted mismo. —¿Cómo? —Usted fue llamado «el memorioso» en un diario de Buenos Aires. —Hablando de Funes, me ha sucedido no una vez sino varias que me han preguntado si yo lo he conocido; si Funes existió. Pero eso no es nada, comparado con el hecho de que un periodista español me preguntó si yo guardaba todavía el séptimo volumen de la enciclopedia de Tlon, Uqbar, Orbis Tertius. —Que corresponde a un cuento suyo. —Sí, de un cuento mío, y cuando yo le dije que todo era una invención, me miró con mucho desprecio —él había creído que aquello era historia— y resultó que no, que eran meros fantaseos personales míos, y no tenían por qué ser tomados en cuenta. Y lo mismo me sucedió en Madrid, con mi cuento «El Aleph». Ahora, el Aleph, no sé si usted recuerda, es un punto en el que están todos los puntos del espacio, de igual modo que en la eternidad están todos los instantes del tiempo. Yo tomé la eternidad como modelo para «El Aleph». En fin, un cuento que ha gozado de indebida fama, sobre el Aleph, y que lleva ese título. Bueno, y un periodista me preguntó si realmente había un Aleph en Buenos Aires. Yo le dije: «Bueno, es que si hubiera uno, sería el objeto más famoso del mundo, y no se limitaría a figurar en un libro de cuentos fantásticos de un escritor sudamericano». Y entonces él me dijo, con una ingenuidad que casi me conmovió: «Sí, pero como usted menciona la calle y el número —dice calle Garay, número tal—». ¿Qué cosa puede haber más fácil que mencionar una calle y un número? —Él pensó que esa calle y ese número no eran inventados. —No, ciertamente la calle y el número no eran inventados, pero el hecho de que ocurriera algo así… a mí me dice que hay muchas personas, de diversas partes —sobre todo de América del Sur—, que vienen aquí y van a ver en la calle Corrientes tal número, porque hay un tango que dice Corrientes 1214 o algo así. —3-4-8. —¡Ah!, bueno, usted se acuerda. Pues hay personas que van a buscar eso, y se da un caso parecido, en que la fábula o la literatura son tomados en serio: parece que mucha gente que va a Londres, lo hace con la idea de ver la casa de Sherlock Holmes. Van a Baker Street (calle Baker), y buscan ese número. Entonces, para satisfacer a esas personas, o como una broma, ahora hay un museo de Sherlock Holmes; y ahí los turistas encuentran lo que esperan, ya que allí está, bueno, la percha, el laboratorio, el violín, la lupa, las pipas, en fin. —A la medida de la fantasía de los visitantes. —Sí, todos esos atuendos, todos esos atributos de Holmes se encuentran allí ahora. Bueno, eso ya lo ha dicho Oscar Wilde con aquella frase: «La naturaleza imita al arte». —Cierto. —Y un ejemplo que da Oscar Wilde es el del caso de una señora que no quiso salir al balcón para ver la puesta del sol, porque esa puesta de sol estaba allí en un cuadro de Turner. Y agregó: «Uno de los peores ocasos de Turner» (ríe), porque la naturaleza no había imitado muy bien al pintor. —Veo que sin proponérnoslo, Borges, el humor volvió a buscarnos hacia el fin de la audición. —Es cierto, tiene razón. 23 SOBRE HENRY JAMES Osvaldo Ferrari: Guillermo de Torre nos recuerda, Borges, a un escritor de origen norteamericano, nacionalizado inglés, que en el curso del tiempo ha producido lo que él llama «un regreso». Es decir, después de quizá un aparente olvido, nuevas generaciones lo adoptan; se lo edita, se lo vuelve a leer con interés. Hablo de Henry James. Jorge Luis Borges: Desde luego, sí. —Agrega, además, Guillermo de Torre, algo que hemos mencionado al referirnos a Kafka; dice que Henry James es, de alguna manera, un puente entre el fin del siglo anterior y nuestro siglo. —Es decir, que ya Henry James pertenecía a la decadencia, a la declinación, ¿no? Desde luego, digo, ya que se supone, creo que con toda razón, que este siglo es inferior al anterior; él vendría a ser un primer declive. Pero yo creo que no, creo que era un excelente escritor, no hay por qué mezclarlo con este siglo. —Es mejor quizá asociarlo con la transición entre los dos siglos. —Yo en general descreo de todo criterio histórico; como dijo John Keats: «A thing of beauty is a joy for ever» (una cosa bella es una alegría para siempre). Y, en el caso de James, creo que podemos prescindir de la historia de la literatura. —Quizá podamos prescindir, en este caso, de la historia, pero si tendríamos que atenernos un poco a la geografía: James nace en los Estados Unidos, y durante la primera guerra mundial, hacia 1915… —Se hizo ciudadano inglés. Bueno, él lo hizo porque creía que los Estados Unidos tenían el deber moral, el deber ético de entrar en la guerra. Entonces, para expresar eso de un modo enfático, él se hizo ciudadano británico. Creo que lo hizo por eso. Y, además, él estaba muy identificado con Inglaterra, y el padre los había educado a él y a su hermano, el psicólogo William James —tenía el temor de que fueran provincianos—, en un ámbito deliberadamente cosmopolita, para que no fueran, bueno, digamos demasiado o estrechamente americanos. Ellos recibieron una educación europea, y efectivamente no fueron «nacionales» en el sentido estrecho de la palabra. Fueron muy, muy generosos… ahora, Henry James creía que, por lo general, los americanos eran éticamente superiores a los europeos, e intelectualmente inferiores. Y eso se nota en todos sus libros: el americano aparece como un hombre ingenuo, rodeado de gente muy compleja, y a veces demoniaca. Creo que él tenía esa impresión. Hay una novela muy linda de él —una de las primeras—, él la escribió y la reescribió; se llama The American (El americano), y el argumento viene a ser más o menos esto: un americano se enamora de una niña de la aristocracia francesa, y luego la familia de ella quiere impedir el casamiento, y entonces, bueno, obran de un modo terrible con la muchacha. Él sabe todo eso, pero no puede vengarse; y, sin embargo, él querría hacer algo —creo que la muchacha había muerto, no estoy seguro, hace tantos años que he leído el libro—. Pero recuerdo el último capítulo; en el último capítulo, el protagonista ya sabe todo lo que ha hecho, digamos la condesa de tal —la madre de esa niña de la que él se había enamorado—, y él conoce a una señora de la aristocracia francesa —creo que es una duquesa— y piensa: «Bueno, sé que esta mujer es chismosa, si yo le cuento lo que ha ocurrido, ella se encargará de divulgarlo por todo París, y de algún modo quedarán descubiertos los culpables». Y entonces, él le escribe a ella y le pide una entrevista. Ella vive en un castillo en las inmediaciones de París, y está un poco asombrada porque sólo se han visto un par de veces antes; pero, al mismo tiempo, ya que ella es muy chismosa, sospecha que posiblemente haya otro chisme detrás de esa visita. Y entonces, lo imita. Hay otro invitado: un príncipe italiano bastante desagradable, que insiste en quedarse. La señora más o menos lo echa, invita a este señor que es un millonario americano a cenar con ella; los dos comen juntos, él no dice nada, y ella piensa: «Bueno, durante la comida no va a decirlo». Después van a una sala contigua, toman el café, y ella está esperando eso que él tiene que decirle, y que sería la única justificación de esa visita insólita. Y el tiempo va pasando y él no dice nada, luego hay un momento en el cual ya va a salir el último tren, que lo llevará de vuelta a París; él se levanta, se despide de esta señora, le agradece su hospitalidad y se vuelve a su hotel. Y se embarca al día siguiente o a los dos días para los Estados Unidos, resuelto a no volver a Europa, que está cargada de recuerdos muy ingratos para él. Y luego, cuando está a bordo, él se pregunta: «Pero ¿por qué no le he dicho nada yo a la duquesa?»; él mismo ha obrado así, y no sabe por qué. Pero luego él recibe la revelación, que es muy linda; la revelación es ésta: es que él odia tanto a esa señora que tenía la intención de denunciar, la odia tanto que no quiere vengarse de ella, porque eso sería forjar un vínculo más entre los dos: es decir, la venganza es algo que lo ataría más aún a ella. Por eso él ha callado, pero en el momento él no ha sabido por qué callaba. —Es realmente original. —Es muy linda idea, ahora, parece que Henry James —que en general solía reescribir sus libros— en la primera versión de la novela hace que su personaje no obre así deliberadamente; porque prefiere el perdón a la venganza. Pero es mucho más linda la idea de la segunda versión, que es la que yo he leído, y luego he sabido que había una anterior. Es la idea de que él no se venga, porque la venganza es un vínculo más entre el vengador y la persona de quien se venga. —Es, sin duda, la más original de las dos. —Es la más original, y es la segunda, que es la que yo he leído y la que leyó mi madre también, y le gustó mucho. Ahora, es una larga novela; uno ve la conducta, bueno, y… perversa de los europeos, que es la idea que James tenía de los europeos en general. Y el personaje de la novela, el americano, es un hombre ingenuo en ese sentido; aunque, desde luego, es un millonario que ha hecho su fortuna de un modo… implacable, como se hacen las fortunas —pero en este caso no, en este caso él es un hombre justo—. Bueno, esto viene a ilustrar ese concepto general que tenía James sobre los americanos —él pensaría sobre todo… posiblemente él no pensara en gente de Chicago o de San Francisco; él pensaría en gente de New England (Nueva Inglaterra), es decir, la gente que ha heredado la mejor tradición inglesa. —Pero toda su vida, toda la vida de James se debatió en ese conflicto espiritual, que él después vuelve creativo, entre americanismo y europeísmo. —Sí, pero yo creo que él veía esa diferencia sobre todo: que veía a los americanos como gente muy sencilla, y a los europeos como gente muy compleja y al mismo tiempo perversa, ¿no?; es decir, intelectualmente superiores y éticamente inferiores a los americanos. —Todo eso devino, con el tiempo, en aquello que se ha considerado el rasgo característico de Henry James, que sería la ambigüedad. —La ambigüedad, sí. Bueno, cuando escribí el cuento «El Sur», yo pensé: «Voy a tratar de hacer, dentro de mis posibilidades —que son modestísimas— un cuento a la manera de Henry James», pero, me dije, voy a buscar un ambiente muy distinto; y busqué ese ambiente: la provincia de Buenos Aires, y escribí el cuento «El Sur». Ahora, ese cuento puede ser leído de varios modos: puede ser leído como realista, puede ser leído como onírico, puede ser leído, bueno, como simbólico también, porque Oscar Wilde dijo: «Each man kills that thing he loves» (cada uno mata lo que quiere). Y yo pienso que ocurre lo contrario: más bien a uno lo mata lo que uno quiere —en este caso sería el Sur lo que mata al personaje—. Pero yo escribí ese cuento pensando en los cuentos de James, que son deliberadamente capaces de diversas interpretaciones —o deliberadamente ambiguos—. Por eso, mucha gente lo interrogó a Henry James sobre el más famoso de sus cuentos: The turn of the screw —hay una admirable traducción al castellano de José Bianco, que se llama Otra vuelta de tuerca—, es decir, Bianco le da una vuelta más, ¿no? (ríe): sería The turn of the screw (La vuelta de tuerca), y él puso «Otra vuelta de tuerca». —Y ya se ha hecho conocido de esa manera. —Sí, y está bien que sea así, porque él está obrando dentro del espíritu de Henry James. —Cierto, él ha traducido como «another» (otra). —Claro, sí. —Ahora, esa ambigüedad que hemos mencionado en James, él la asumía y la aceptaba, porque decía que el hecho de que los norteamericanos no estuvieran del todo seguros en cuanto a verlo a él como a un inglés que escribía sobre los Estados Unidos, o los ingleses como a un americano que escribía sobre Inglaterra; esa ambigüedad le parecía… —Pero a nosotros ahora nos da lo mismo, ¿no?; claro, porque pensamos en Henry James, y no en el hecho de que fuera americano o que fuera inglés, ya que para nosotros lo esencial es Henry James. —Pero a él esa ambigüedad le parecía el rasgo de un hombre civilizado. Lo dice textualmente: que esa ambigüedad de que lo acusaban a ambos lados del océano era precisamente el rasgo de un hombre civilizado. —Claro, quiere decir que era más rico, que era diverso; está bien eso. —Justamente. —Ahora, tiene que haber sido un hombre muy desdichado, porque yo creo que una obra estética corresponde siempre… y, a emociones, y emociones, bueno, que tienen que ser de desdicha. Porque la felicidad es un fin en sí misma, ¿no? —Sí. —De modo que la felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí; y volvemos a aquello que decíamos en otra conversación, aquella frase que se encuentra por allí, perdida, en La Odisea: «Los dioses traman desventuras para que las generaciones venideras tengan algo que cantar». Es decir, los dioses traman desventuras con un fin estético. En cambio, la felicidad ya es un fin, no necesita ser transmutada en belleza. Y Henry James tiene que haber sufrido mucho para escribir esos libros tan admirables —y, al mismo tiempo, en ningún momento son confesiones—. Ahora, hay un rasgo de James que, sin duda, muchos han señalado: yo tengo la impresión de que James imaginaba situaciones pero no caracteres. Sería el extremo opuesto, digamos, de Dickens, por ejemplo. En Dickens el argumento no importa, el argumento es un pretexto para mostrar los caracteres; en El Quijote tampoco, en El Quijote las aventuras son una misma aventura —lo importante es el hecho de que estamos viendo continuamente a Alonso Quijano, que ha soñado con ser Don Quijote; que lo alcanza algunas veces, otras no. En fin, lo importante es él—. Juan Ramón Jiménez dijo que uno podía imaginarse El Quijote con otras aventuras, y yo creo que tenía plenamente razón. Y podríamos imaginar, bueno, una tercera parte del Quijote —y posiblemente, como hemos dicho en el caso de otro libro, si se perdieran todos los ejemplares del Quijote, quedaría Alonso Quijano como parte de la memoria de los hombres, y podrían inventarle otras aventuras, quizá mejores que la que encontró Cervantes; ya que lo importante es su personaje—. Que es lo que pasa con los personajes de Shakespeare: uno cree en ellos y no en la fábula. Ahora, en el caso de Henry James, creo que él se imagina situaciones, y luego crea los personajes para las situaciones; que es lo contrario de lo que ocurre con Cervantes o de lo que ocurre con Shakespeare. O con Dostoyevski quizá, que imagina personas más bien. En cambio, Henry James no, él imaginaba situaciones, y luego creaba los personajes adecuados. —A esas situaciones. —A esas situaciones, sí. Él no tenía tampoco imaginación visual de ninguna especie; por ejemplo, bueno, claro, un caso extremo sería el de Chesterton, en que aparece un personaje nuevo y es como un actor que entra en escena. En cambio, el mundo de Henry James no: parece que fuera un mundo sin colores, sin formas, bueno, él era ante todo un escritor, y un escritor al que le interesaban las situaciones, y por ende los caracteres. —Pero fíjese, Eliot lo calificó como el escritor más inteligente de su generación, y Julien Benda lo asocia, como en su caso personal, a la «brillante situación de un autor oscuro»… —Está bien eso. —Es decir, el misterio lo rodea en su vida y en su obra. Y hay otro aspecto que a lo mejor deberíamos tratar de desentrañar: James cultivó algo que ahora ha sido un poco dejado de lado; cultivó, diría yo, la distinción, la elegancia en la escritura, en la vida, en sus personajes —todos sus retratos tienen que ver con una gran distinción— y yo no creo que eso fuera superficial en él. —No, porque yo creo que él era sin duda un hombre distinguido. Ahora, lo raro es que él intentara el teatro y que fracasara. Porque, por ejemplo, cuando toda Europa estaba escandalizada con Ibsen, a James le pareció un autor primaire, primario, como dicen los franceses; él creía que era muy rudimentario todo eso, y no lo era, desde luego. Y él intentó el teatro con un fracaso total, ¿no? —De la misma manera que no entendió a Ibsen, tampoco entendió a Whitman en un primer momento. —Es que no podía entenderlo, eran tan distintos. —Sin embargo, hacia el final parece que su apreciación sobre Whitman cambió. —Yo no sabía eso, ni siquiera sabía que lo hubiera leído. Sin embargo, tenía que conocerlo, porque Whitman fue divulgado en Inglaterra por los prerrafaelistas; fue divulgado por Dante Gabriel Rossetti, y por un hermano de Rossetti, que publicaron una primera edición —una edición expurgada—, pero tenía que ser así para que no fuera confiscada, ¿no? (ríe). 24 SOBRE LA CONJETURA Osvaldo Ferrari: Hay un género, Borges, que usted ha producido. Se trata de un género a la vez literario y filosófico, y creo que usted lo ve como aquel que puede permitirse el hombre al pensar, y no ir más lejos. Ese género es la conjetura. Lo vemos en sus poemas, en su pensamiento, en sus cuentos; usted siempre dice quizá, tal vez, o usa otras maneras para expresar la conjetura. Jorge Luis Borges: Sí, es verdad, yo no tengo ninguna certidumbre, ni siquiera la certidumbre de la incertidumbre. De modo que creo que todo pensamiento es… bueno conjetural. Sobre todo en el caso de un cuento, digamos. Yo le dije en otra conversación que a mí me son revelados el principio y el fin del cuento, el punto de partida y la meta. Pero luego, todo lo que sucede entre esos dos términos es conjetural: yo tengo que averiguar qué época conviene, qué estilo conviene; y creo que lo mejor es intervenir lo menos posible en lo que uno escribe. Yo trato de que mis opiniones no intervengan, trato… bueno, ya teorías estéticas no tengo; trato de que mis teorías no intervengan tampoco. Porque creo que cada tema exige su retórica, y así yo estaba bastante insatisfecho del estilo de «Las ruinas circulares» pero hay amigos míos que me han dicho que ese estilo barroco es el que ese tema exigía. Y yo diría que cada tema exige su retórica y también desea ser contado en primera persona, bueno, necesita ocurrir en tal época, en tal país; todo eso es dado por el tema. Y mejor es esperar, después de esa primera revelación que me da el principio de una fábula y el fin vendrán otras que me dirán si eso ocurrió, digamos, a fines del siglo XIX o en un vago Oriente de Las mil y una noches. Ahora, yo en general prefiero los últimos años del siglo XIX, y prefiero lugares que queden un poco lejos, no sólo en el tiempo sino en el espacio, porque de esa manera yo puedo inventar, puedo imaginar en libertad. En cambio, lo contemporáneo ata. Además, la antigua tradición de la literatura es ésa: nadie supone que Homero hubiera militado en el sitio de Troya: se entiende que todo ocurre después. Y como el pasado es tan modificable; contrariamente a lo que se dice respecto de que no puede modificarse el pasado, yo creo que cada vez que recordamos el pasado lo modificamos, ya que nuestra memoria es falible. Y esa modificación puedes ser benéfica. —Entonces, el pasado sería… —El pasado es plástico, yo creo, y el futuro también. En cambio, el presente desgraciadamente no lo es; si yo siento un dolor físico, es inútil que trate de pensar que no lo siento porque ahí está el dolor, ¿no? O si yo siento una nostalgia de una persona, también estoy sintiéndola en el presente. Pero ¿qué puede saber uno sobre el pasado, sobre su propio pasado? Yo puedo imaginarme, quizá, que los años de mi adolescencia en Europa fueron dolorosos. La prueba está en que alguna vez, como todos los jóvenes, pensé en el suicidio —creo que todos los jóvenes han pensado en eso alguna vez, ¿eh?, todos han pronunciado el monólogo de Hamlet: «To be or not to be» (ser o no ser)— sin embargo, yo recuerdo aquellos años como si hubieran sido años muy felices, aunque me consta que no lo fueron; pero no importa: ha pasado tanto tiempo —el pasado es tan plástico— que yo puedo modificarlo. Y, ¿qué es la historia sino nuestra imagen de la historia? Esa imagen siempre mejora; es decir, propende a la mitología, a la leyenda. Además, cada país tiene su mitología privada; la historia de cada país es una cariñosa mitología, que quizá no se parezca en nada a la realidad. Es muy difícil que el presente sea siempre grato. —Entonces el pasado y el futuro serían conjeturales. —Sí, yo creo que sí, pero quizá sea más fácil modificar el pasado que el futuro, porque el futuro uno suele pensarlo…, «bueno, es probable que ocurra tal cosa», «no, hay tales factores que se oponen». Pero el pasado, sobre todo un pasado un poco lejano, es una materia muy, muy dócil. Bueno, es que a la larga todo es materia para el arte. Sobre todo la desdicha. La felicidad no, la felicidad ya tiene su fin en sí misma; por eso casi no hay poetas de la felicidad. Aunque, bueno, Jorge Guillén, creo que fue un poeta de la felicidad. Whitman menos, porque en Whitman uno siente que él se impuso la felicidad como deber de un americano, y la felicidad no es eso, la felicidad tiene que ser espontánea, ¿no? En cambio, en el caso de Guillén, creo que uno siente la felicidad en los versos de él: «Y todo en el aire es pájaro». Eso podría ser una pesadilla: «Todo en el aire es pájaro», pero dicho por él no lo es: se parece a una felicidad. En cambio, la desdicha, la elegía, dan impresión de ser fáciles, de ser naturales. —Ahora, además de la conjetura, hay otro elemento significativo… —Es que la conjetura es general; por ejemplo, lógicamente no es imposible que el solipsismo sea cierto: lógicamente, quizá yo sea el único soñador, y yo he soñado toda la historia universal —todo el pasado, todo mi propio pasado—; quizá yo empiece a existir en este momento. Pero en este momento ya recuerdo que nos hemos reunido hace un cuarto de hora, un cuarto de hora creado por mí ahora —bueno, eso es posible: es posible que exista yo y mi presente, es lógicamente posible, nada más—. No para la imaginación, sería terrible imaginar eso. Además, uno percibe que más allá de los datos de los sentidos siente la presencia de otro. Por eso la filosofía de Locke es falsa: dice que debemos nuestro conocimiento a los sentidos; no, creo que además de los sentidos uno siente que hay otro, que hay otra cosa —y uno siente sobre todo, hostilidad, indiferencia, amor, amistad, adversidad—. Esas cosas se sienten más allá de los sentidos, creo. —Cierto. La conjetura es lícita, según su pensamiento; pero hay otro aspecto, que yo no sé si se ha desarrollado en los últimos años, o tiene mucho más tiempo del que pienso, y es el de que usted cree que los poemas, o los cuentos, o los pensamientos, nos son dados… —Yo creo que no hay ninguna duda sobre eso. Además, es la idea inicial, es la idea, por ejemplo, de la musa; la musa dicta sus poemas al poeta, el poeta es el amanuense de la musa. Los hebreos pensaban en el espíritu, que dicta, bueno, los diversos libros de la Biblia a diversos amanuenses, en diversas épocas y diversas regiones del mundo. Pero todo eso es obra del espíritu. —Claro, pero curiosamente, ese pensamiento suyo de lo que nos es dado al crear, es un pensamiento —y yo sé que la palabra le va a parecer excesiva— invariablemente místico. —Es que tiene que ser místico, porque físico no puede ser, y lógico tampoco. Esa idea de Poe respecto a que la obra estética es una obra intelectual, es una boutade de Poe, es una broma. Él no podía creer eso; ninguna persona se sienta a escribir un poema y lo hace a fuerza de razonamientos. Hay siempre algo que se le escapa. Bueno, Poe da una serie de razonamientos que, según él, lo llevaron a escribir El cuervo. Pero siempre, entre cada eslabón hay como una especie de intervalo de sombra, o algo que exige otros eslabones. Por eso, lo que él dijo no explica nada: él pudo reducir El cuervo a una serie de razonamientos, pero entre cada uno de los eslabones de ese razonamiento hay algo que no se aclara, que se debe… y, a la inspiración, digamos, a lo secreto. Ahora, ese secreto puede ser externo o puede ser el de nuestra memoria. Yeats creía en «La gran memoria»; creía que todo hombre hereda la memoria de sus mayores. Sus mayores, claro, van creciendo geométricamente: dos padres, cuatro abuelos, tantos bisabuelos, y así hasta abarcar el género humano. Él pensaba que en todo hombre convergen, digamos, esos virtualmente infinitos antepasados, de modo que no es necesario que un escritor tenga muchas experiencias personales, ya que todas están allí: cada uno dispone de ese secreto receptáculo de memorias, y con eso basta para la creación literaria. —Quiere decir que cuando a veces nos dicen, por ejemplo, que Elizabeth Browning era una poeta de inspiración mística, puede ser lícita esa expresión. —¡Ah sí!, indudablemente, quizá podría aplicarse eso a todos los poetas, además; porque yo no concibo al poeta como un mero intelectual. —Naturalmente. —Ahora, claro que hay escritores que sienten lo intelectual de un modo estético. Para mí, el mejor ejemplo de poeta intelectual sería Emerson, ya que Emerson no sólo es intelectual, sino bueno, él pensaba continuamente. En cambio, el caso de otros poetas intelectuales… No sé si lo son realmente. Bueno, Robert Frost lo sería, Emerson también. —Quizá Valéry. —Es que en el caso de Valéry, uno observa que más bien lo impresiona el mundo externo, pero las ideas no, las ideas son vulgares; son imágenes más que ideas. Pero eso, en fin, cada lector tiene que resolverlo por su cuenta. A mí Valéry no me ha impresionado como poeta intelectual; pero como poeta sí, indudablemente. Uno de sus poemas define exactamente lo que es saborear una fruta, y sentir cómo esa fruta se funde en goce. —Quizá se asocie a Valéry con una visión intelectual por su vinculación a las matemáticas. —Sí, eso sí. —Pero, entonces, tenemos por un lado la conjetura, por otro lo místico, y hay un tercer aspecto que me interesa… —Y es que no solamente habrá un tercero, sino miles, supongo yo. ¿Pero cuál le interesa en este momento, Ferrari? —El que usted refleja a través de sus viajes —al volver de ellos y antes de partir—, y es que, a pesar del tiempo, no declina su amor por la vida, que es lo más propio del poeta, a mi manera de ver. —Sí, yo creo que si uno fuera un poeta sentiría cada momento como poético. Es decir, uno viviría amando la vida, y al decir amando la vida, uno tendría que amar también las desdichas, los fracasos, las soledades. Todo eso es como el material para el poeta, sin el cual él no podría componer, y no se sentiría justificado. Porque yo… a mí no me gusta lo que yo escribo, pero si no escribo o si no estoy componiendo algo, siento que no soy leal a mi destino. Mi destino es precisamente el de conjeturar, el de soñar, y eventualmente el de escribir, y muy eventualmente el de publicar; eso es lo menos importante. Pero yo tengo que vivir en continua actividad, o tengo que creer que vivo en continua actividad imaginativa y, si es posible, racional también, pero, sobre todo imaginativa. Es decir, tengo que estar soñando todo el tiempo, tengo que vivir proyectado hacia el futuro. Me parece enfermizo pensar en el pasado, aunque el pasado puede depararnos la elegía también —que no es un género desdeñable—. Pero, en general, yo trato de olvidarme de lo que he escrito, porque si yo releyera lo que he escrito me sentiría descorazonado. En cambio, si vivo hacia adelante, si olvido lo que he escrito, desde luego, puedo repetirme, pero sigo viviendo; me siento justificado. De lo contrario, me siento perdido (ríe). —Yo creo que si usted releyera lo que ha escrito no ocurriría eso… —Sí, pero es un experimento peligroso, mejor es no intentarlo, ¿eh? El resultado puede ser una obligación de silencio, ¿no?, un llamado al silencio. —En todo caso, quizá descubriría que su amor por la vida también ha sido una constante, aunque usted no lo haya advertido. —Bueno, eso es una conjetura, una generosa conjetura suya. —La última, la última conjetura en esta conversación de hoy. —¡Ah!, muy bien, ya continuaremos hablando de otros temas. —Ya continuaremos. 25 LOS WESTERNS, O LA ÉPICA EN EL CINE Osvaldo Ferrari: Hemos hablado, Borges, de distintas culturas, de distintas literaturas, de distintas religiones. Hoy quisiera acercarme a algo más sencillo, pero no menos interesante muchas veces, y que, creo, usted cultivó —como espectador, y a veces, como autor—. Hablo de su interés por el cine a lo largo del tiempo. Jorge Luis Borges: Sí, creo que Hollywood —por razones comerciales, naturalmente— salvó la épica, en un tiempo en que los poetas habían olvidado que la poesía empezó por la épica. Pero, eso se salvó en los westerns y, además, antes, el cinematógrafo era como un escenario fotografiado, pero con la llegada de los westerns el escenario entró en movimiento; los jinetes corrían de un lado a otro disparando sus armas. De modo que esa movilidad, que ahora parece inherente al cine, se creó con los westerns. Le voy a decir —por ejemplo, recuerdo esto—: le recomendamos Néstor Ibarra y yo a un amigo nuestro que ha muerto, Julio Molina y Vedia —un hombre muy inteligente—, que fuera a ver no sé qué película de Josef von Sternberg. Creo que era A cartas vistas, o bien, Underwood (La ley del hampa), o The Dragnet (La batida). Él fue a verla, y luego nos dijo que no había podido seguirla, porque estaba hecha de un modo tan inartístico, y tan incómodo, que, a veces, uno veía un personaje de frente, luego, la cara llenaba toda la pantalla, o si no se lo veía de espaldas, y hasta había momentos en que no había nadie en la escena —que sólo mostraba un paisaje—. Entonces, naturalmente, si una película estaba hecha de un modo tan confuso nadie podía seguirla. En cambio, ahora, digamos, hasta un chico puede seguir una película. De modo que yo tuve el culto del cinematógrafo, y he escrito mucho sobre cine; hay un libro en que se han reunido mis crónicas cinematográficas, pero, en él sólo aparece lo que publiqué en la revista Sur; que no fue mucho. Había otras revistas en las que yo colaboraba regularmente. Además, cuando uno ha visto una película, tiene ganas de hablar de ella. De modo que yo empecé… bueno, cuando yo era chico, el cinematógrafo tenía ciertas convenciones que todo el mundo aceptaba, y una convención aceptada deja de ser una convención. Por ejemplo, si lo que se veía era de color sepia, se entendía que era de día; pero si era verde, era de noche. —Era un código. —Sí, y eso era aceptado, y nadie pensaba que fuera artificioso. Uno ya sabía que la noche era verde, y que el día era color sepia (ríe). Y luego, como le digo, se procedía de esta manera: se fotografiaba una especie de habitación, siempre desde el mismo ángulo y desde la misma distancia. Más tarde, con Josef von Sternberg y con otros directores, como King Vidor o Lubitsch, se empezó a fotografiar la habitación desde distintos ángulos, y nadie se sentía molesto. Y ahora lo aceptamos como algo natural. Una de las primeras películas que se hicieron, presentaba a un actor, que creo, atacaba a una muchacha; tenía una especie de cara simiesca, una cara de mono, digamos. Con eso hacían un close up, y la gente iba para ver esa escena, que era una sola, en la cual la gran cara de ese hombre monstruoso llenaba la pantalla. Luego, en el cine hablado, ocurrió lo mismo; yo recuerdo una película de Emil Jannings, en la que hace de zar de Rusia, habla una sola vez, y llama en su auxilio al hombre que precisamente va a asesinarlo. Y también recuerdo la gran propaganda que se hizo para la presentación del film Ana Christie, de Greta Garbo, basado en una pieza de Eugenio O’Neill. La propaganda era: «Garbo talks» (Garbo habla). En esta película habían construido especialmente —para mayor expectativa— una serie de tabernas; luego, había neblina, había un caballo entre la neblina, y, por fin, una mujer que había llegado de Suecia, y que iba recorriendo todo ese escenario. —¿Era Greta Garbo? —Sí, era ella, que llegaba a un bar, y, en ese bar, había una mesa larguísima que recorría despacio. Estábamos todos esperando que ella hablara —íbamos a oír la voz de Greta Garbo; la nunca oída voz de Greta Garbo—, y lo que escuchamos fue una voz casi ronca que decía: «Give me a whisky» («Deme un whisky»), entonces, temblábamos todos de emoción. Y después, seguía hablando, pero, en fin, la primera película, digamos oral, de ella. —Usted ha escrito sobre Greta Garbo en una oportunidad. —Sí. Y yo creo que toda mi generación estaba enamorada de Greta Garbo; yo creo que el mundo entero estaba enamorado de ella. Mi hermana, Norah, dijo una cosa muy linda; dijo: «Greta Garbo nunca será cursi», y es verdad; una mujer alta, con hombros anchos. Las otras actrices de aquella época, bueno, son deleznables. Pero Greta Garbo no; había en ella una especie de firmeza, algo de misterioso también: la llamaban «La esfinge sueca». —Usted sabe que Alfonso Reyes divide la época (a la gente de la época) entre los de antes y los de después del cine. —Ah, puede ser, sí. —Es decir, fue un hecho caracterizador. —Sí, el cine, por supuesto. Al principio se veían muchos films italianos, muy sentimentales… no me acuerdo el nombre de la actriz, bueno, era famosa, siempre moría entre flores, entre rosas. También películas cómicas italianas; pocas películas francesas y muchas norteamericanas, pero las mejores eran los westerns; las de balazos y jinetes. Y alguna, en particular una que usted habrá alcanzado a ver, muy, muy linda, en que la representación dura lo que dura la acción; se llamaba… —¿A la hora señalada ? —A la hora señalada, sí. Claro, Aristóteles habló de las tres unidades de tiempo, pero la unidad de él era un poco arbitraria, porque decía que una representación debía durar un día. En cambio, aquí se hizo de un modo mucho más riguroso; aquí la representación, la acción, duraba exactamente lo que duraba el film. Por eso, cada tanto tiempo, se mostraba un reloj; el reloj de una estación. Y uno veía que había pasado tanto tiempo, y así era. Creo que la única vez en que se han observado tan rigurosamente las unidades de tiempo fue en ese film de Gary Cooper. Un lindísimo western, y había otros, anteriores, La diligencia… —Ahora, creo que usted ha sido devoto del Von Sternberg anterior a la Dietrich. —¡Ah!, desde luego, sí. Yo creo que fue una lástima que él conociera a Marlene Dietrich, porque era una mujer lindísima, tenía muy linda voz, pero no tenía —y tampoco fingía tener— el menor talento escénico. Pero, claro, hay algo muy grato en ver a una mujer muy linda y en oírla. El hecho de que representara… eso es lo de menos (ríe). —En relación con Josef von Sternberg, usted comentó su película Los muelles de Nueva York. —Sí, sería muy raro que no hubiera escrito sobre eso. Esas películas en que aparecían George Bancroft, Fred Coller, dos eternos antagonistas, que podían ser aventureros, o podían ser el sheriff u otros papeles. Pero, siempre enemigos entre los dos. Y Evelyne Brench, también, y William Powell, que empezó a trabajar por entonces, pero que duró más tiempo que otros. —Tenemos, además, los argumentos que usted ha escrito: por ejemplo, Invasión, con Bioy Casares. —Sí, está bien, pero… yo no tengo nada que ver con eso. —Por último… —En el caso de Invasión, yo suministré dos de las muertes. Pero nunca entendí el argumento. Y, cuando vi el film, lo entendí menos todavía. Me pareció un film muy confuso, Y, además, creo que han invertido el orden temporal, el orden cronológico. De modo que, con eso, se vuelve del todo intrincado. A mí me pareció muy malo ese film. Porque se llama Invasión, y hay un grupo en él; está Macedonio Fernández y un grupo de discípulos suyos, y no se sabe si ellos conspiran para invadir la ciudad o si están secretamente defendiéndola. Pero, por qué una ciudad no es defendida por tropas regulares, y la defensa queda a cargo de diez personas, eso no se explica. —Cada vez que lo llevan al cine, Borges, parece que lo tergiversan. —Sí, creo que sí. —También he visto comentarios suyos sobre películas argentinas. —Sí, yo no creo que hubiera ninguna buena, ¿no? —No sé si recuerda Los prisioneros de la tierra. —Sí, eso fue con Ulises Petit de Murat; y está basado en varios cuentos de Quiroga, creo. —De Horacio Quiroga, si. —Yo lo conocí a Quiroga, pero yo traté de acercarme a él… era un hombre que parecía como hecho de leña; era muy chico y estaba sentado frente a la chimenea de la casa del doctor… Aguirre creo que se llamaba. Y yo lo veía así: barbudo, parecía hecho de leña. Él se sentó delante del fuego y yo pensé —era muy bajo— y, bueno, yo sentí esto: «Es natural que yo lo vea tan chico, porque está muy lejos; está en Misiones. Y este fuego, que yo estoy viendo, no es el fuego de la chimenea de la casa de un señor que vive en la calle Junín. No, es una hoguera de Misiones». La impresión que yo tuve fue ésa: la de que sólo su apariencia estaba con nosotros, que realmente él se había quedado en Misiones, y que estaba en el medio del monte. Y, como yo intenté varios temas con él, y no me contestaba, me di cuenta de que era natural que no me contestara porque estaba muy lejos —él no tenía por qué oír lo que yo decía en Buenos Aires. 26 LUGONES, ESE HOMBRE AUSTERO Y DESDICHADO Osvaldo Ferrari: Hay un escritor argentino, Borges, que, sin que yo lo proponga, acude a nuestros diálogos. Y usted parece tener con él distintos encuentros y desencuentros; pero, invariablemente, él acude a nuestro diálogo. Estoy hablando, naturalmente, de Borges y Leopoldo Lugones. Jorge Luis Borges: Lugones, pero desde luego (ríe), yo no sabía que él acudiera a los diálogos, ¿eh?; yo creía que desde el año treinta y ocho se había abstenido de diálogo (ríen ambos). Yo lo traté a Lugones cinco o seis veces en mi vida. Digamos cinco, para no equivocarnos; pero el diálogo era muy difícil con él, ya que uno lo respetaba mucho, uno no se atrevía a estar en desacuerdo con él. El diálogo era difícil porque cualquier tema que uno propusiera era condenado a muerte, inmediatamente, por él. No sé si hemos hablado antes de una, bueno, de una arriesgada ocasión en que Bernárdez se atrevió a pronunciar el nombre de Baudelaire. Entonces Lugones dijo: «No vale nada» (punto final). Pero no justificó ese rechazo; no dio sus razones para negar a Baudelaire. Como lo respetábamos mucho a Lugones, dejamos pasar eso. Yo me atreví, otra vez, a hablar de Groussac; y él ahí fue más explícito, no fueron tres palabras sino seis, dijo: «Un profesor francés (punto y seguido). Ya lo olvidarán» (punto y aparte). Ahora, la conversación resultaba muy difícil con alguien que condenaba a muerte todos los temas. Pero quiero recordar que él siempre desviaba la conversación para hablar, con cariño y nostalgia, de Rubén Darío. Me parece oír su voz, con esa tonada cordobesa, que conservaba como una forma de la nostalgia, hablando de «mi amigo y maestro, Rubén Darío». A él le gustaba esa relación filial con Darío; claro, Darío era un hombre muy querible —yo he conocido gente, al doctor Adolfo Bioy, por ejemplo, que habló una sola vez en su vida con Darío, y lo recordó siempre—. En cambio, el diálogo con Lugones era ingrato. De modo que yo me cansé de proponer temas, de verlos sentenciados a muerte por Lugones, y dejé de verlo. Y creo que eso también les pasó a muchas otras personas. Ahora, todos respetábamos a Lugones, todos —en aquel tiempo— no sólo lo imitábamos sino que hubiéramos querido ser Lugones. Todos sentíamos —lo cual es un error— que el único modo de escribir bien en castellano, era escribir como Lugones. Yo he descubierto, bueno, que hay centenares de modos de escribir bien que no son exactamente el de Lugones. Pero en aquel tiempo todos sentíamos su gravitación, y lo atacábamos precisamente para librarnos de él de algún modo. Es decir, fuimos injustos con Lugones porque él era de alguna manera todo para nosotros. Y Lugones tiene que haber sentido eso; la primera vez que yo lo vi, fui con Eduardo González Lanuza, y cada uno de los dos tenía miedo de que el otro lo encontrara servil conversando con Lugones. Pero él se dio cuenta de que esa impertinencia era una forma de nuestra timidez, dejó pasar nuestras impertinencias y no dijo nada. Después yo volví algunas veces, y luego dejé de verlo. Pero cuando González Garaño me llamó por teléfono para decirme que Lugones se había suicidado, sentí mucha pena pero no sentí ninguna sorpresa; me pareció que era inevitable el suicidio en un hombre tan altanero y tan solo como Lugones, un hombre que no quería condescender a la amistad. Sin embargo, sé que tuvo algunos excelentes amigos; por ejemplo, Alberto Gerchunoff era muy amigo de él, y luego, un primo mío, Alvaro Melián Lafinur, quien junto con Eduardo Mallea trató de ser amigo de Lugones, y ambos fracasaron. Y hay un poeta, a quien sólo se recuerda cuando se habla de Lugones —no sé si ha muerto o no—, Luis María Jordán, autor de una pieza de teatro que no conozco, titulada La bambina y, según Mallea, Jordán iba todos los días a conversar con Lugones. Y es lo único que yo sé de él, y he leído y he olvidado debidamente algunos versos suyos en alguna antología. Es decir, Lugones se aisló deliberadamente. Lo que quiero destacar es que Lugones fue, ante todo, un hombre ético. Se lo censura por haber sido anarquista, socialista, demócrata, y luego, finalmente —cuando dio aquellas conferencias en el Círculo Militar— fascista. Pero él no medró con ninguno de esos cambios; yo sé de buena fuente que Uriburu, en el año treinta, después de la revolución, le ofreció a Lugones la dirección de la Biblioteca Nacional. Y Lugones dijo que él había conspirado de algún modo con Uriburu; pero que lo había hecho por la patria, y que no podía beneficiarse personalmente con el éxito de la revolución. —Era, aunque se equivocara, un hombre ético. —Sí, y luego él fue acusado por un crítico venezolano, Blanco Fombona, de haber plagiado a Julio Herrera y Reissig, el poeta montevideano. Ahora, los argumentos de Blanco Fombona parecían irrefutables; se trataba del hecho de que Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña dos años antes de la aparición de Los crepúsculos del jardín de Lugones. Los títulos se parecen, ¿no?; pero ese argumento era falso, porque las poesías que Lugones reunió en ese libro donde, evidentemente, vemos la misma retórica, el mismo vocabulario, los mismos artificios que en Herrera y Reissig, habían sido publicadas antes, en revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas, por ejemplo. Y, además, Herrera y Reissig tenía en su casa un cilindro fonográfico, en el cual Lugones había recitado los sonetos incriminados por Herrera. Y ese cilindro se gastó, porque Herrera se lo hacía oír a toda la gente que iba a su casa; es decir, el discípulo fue Herrera y Reissig. Pero cuando Lugones fue acusado de haber plagiado a Herrera, vivía la viuda de Julio Herrera; y a Lugones le pareció muy feo decir que él había sido el maestro y que el otro, el muerto, era el discípulo. De modo que se dejó manchar por esa acusación de plagio, que circula todavía por Europa —sobre todo por España—, y no dijo una palabra. Así que vemos que era un hombre ético. Y, en fin, eso me consta por muchas cosas más. Ahora en cuanto a la obra de Lugones, habría que señalar un hecho; y es que parece que a él, la lectura de un libro no le impresionaba menos, digamos, que el amor de una mujer, o que un paisaje; o que un hecho cualquiera. Para él, la lectura de un libro era algo memorable, como lo fue para Alonso Quijano, ¿no? —hombre modificado por su biblioteca—, ya que Alonso Quijano toma la decisión de ser Don Quijote después de leer los diversos libros de caballería. Detrás de cada libro de Lugones, salvo Romances del Río Seco, uno siente a un autor. Por ejemplo, detrás de Los crepúsculos del jardín está Albert Samain; detrás de Lunario sentimental está Jules Laforgue; detrás de otros textos suyos está… Victor Hugo, y Almafuerte también, muchas veces. Sin embargo, esos textos son de Lugones; es decir, se siente una presencia tutelar —que puede ser la presencia de un escritor francés, o de uno belga, digamos, Laforgue o Samain—, pero también se siente que esa poesía es de Lugones. De manera que él fue un imitador, un imitador consciente, pero un imitador con su voz propia. Si uno toma un poema de Samain y un poema de Lugones de la época de Los crepúsculos del jardín y de «Le jardin de l’infante», uno distingue inmediatamente que, dentro de la misma retórica, Lugones lo hace de manera distinta. Ahora, Almafuerte, que era un hombre de genio, pero, a la vez, un hombre bastante simple —lo que llaman primaire los franceses: primario—, Almafuerte sintió que Lugones lo imitaba, y eso le dolió, y dijo: «Lugones quiere rugir pero no puede; es un Almafuerte para señoras» («señoras» en el sentido despectivo que le atribuía, en este caso, Almafuerte). Pero fue una falta de comprensión de Almafuerte. Yo recuerdo que Lugones cita a cuatro poetas en Las montañas del oro. Esos cuatro poetas, esenciales para él, son Homero, Dante, Victor Hugo y Walt Whitman. Sin embargo, en el prólogo de Lunario sentimental aparece omitido uno de esos cuatro nombres, que es el de Whitman. Es natural que ello ocurriera, ya que cuando Lugones publicó su Lunario sentimental, él creía que la rima es un elemento esencial del verso; y Whitman fue, precisamente, uno de los padres del verso libre, por eso lo omitió. En Homero, claro, su versificación corresponde al hexámetro, de sílabas largas y breves, otra cosa, del todo distinta. Pero en el caso de los otros dos, sí: Dante y Hugo fueron, para Lugones, los poetas. Recuerdo que en la conversación, para decir que un poeta era excelente, decía: «Fulano es Victor Hugo»; es decir, Victor Hugo para él, vendría a ser el sinónimo evidente de poeta, cosa que muchos ahora, en Francia, no reconocen. Se tiende a olvidar a Hugo, muy injustamente. Se ha dicho que Lugones, Rubén Darío y Jaimes Freyre no hicieron otra cosa que traer al castellano la música de Hugo y de Verlaine. Sí, pero trasladar la música de un poeta a otro de otro idioma, es muy difícil. Además, ellos trasladaron esa música, pero los textos de Hugo y Verlaine estaban al alcance de todos y, sin embargo, no todos escribieron la obra de Darío, de Lugones o de Jaimes Freyre; eso lo hicieron ellos. Por ejemplo, yo conozco más o menos bien el inglés; yo, en fin, mi oído está atento a la música del inglés, y del alemán también, pero no podría trasladar esa música al castellano. Y si lo hiciera, bueno, sería un poeta tan grande cómo Darío o como Lugones, y ciertamente no lo soy. De modo que trasladar una música de un idioma a otro es mucho. En definitiva, ¿qué hizo Garcilaso sino trasladar la música de Petrarca al castellano? Nada más que eso; pero ¡nada más y nada menos!, diría yo. En el caso de Lugones, él trajo tantas voces, tantas músicas distintas, al castellano… de modo que su obra sigue enriqueciéndonos. Y ya que hablo de Lugones, me gustaría hablar también de Ezequiel Martínez Estrada. La obra de Martínez Estrada… no sé, es inimaginable, es inconcebible sin la obra de Darío y de Lugones. Y, sin embargo, yo diría que las mejores composiciones de Martínez Estrada son superiores a las mejores composiciones de Lugones o de Darío. Ahora, esto puede explicarse porque Lugones inventó, digamos, una métrica, un estilo bastante complejo —sobre todo las obras en prosa y el Lunario sentimental—; pero su mente era una mente más bien ingenua, sencilla. En cambio, ese estilo complicado, ese estilo intrincado hace juego con la mente muy intrincada y muy compleja de Martínez Estrada. —Pero, en cuanto a Lugones, además de ser, entre nosotros, la cabeza del modernismo, es un escritor personal en los Romances del Río Seco; allí ya es el Lugones en si, digamos, independiente de influencias. —Yo no sé si es él en sí; yo diría que esos romances están escritos en un estilo… y, anónimo, casi anónimo. En un prólogo yo he dicho eso. —Pero son los que usted prefiere. —Sí, pero es un error preferir, ya que, tratándose de una obra tan rica como la de Lugones, es mejor preferir cada etapa de esa obra, ¿no? Es decir, preferir Las montañas del oro, Los crepúsculos del jardín, el Lunario sentimental, los Romances del Río Seco, y quizás alguna composición de Las horas doradas, también. —O los Poemas solariegos. —O los Poemas solariegos también, por qué no, desde luego. Sí, es una obra tan vasta la de Lugones; lo curioso es que un libro suyo no se parece al anterior, un libro suyo tampoco profetiza al venidero. Pero en todos ellos está —de un modo muy distinto— la voz de Lugones, la entonación de Lugones. Quizá lo más importante de un poeta sea su voz. Porque, al fin de todo, las ideas, ¿qué importan? Las innovaciones métricas pueden interesarles a los historiadores de la literatura, no al lector, ¿no? De modo que yo diría que Lugones es, bueno, uno de los primeros escritores argentinos, sin duda, aunque no fue un hombre de genio como Almafuerte. Pero, Almafuerte… y, ¿qué podría salvarse de Almafuerte?; quizá Confiteor Deo, «El misionero», algunas de las Paralelas y muy poco más, ¿en? Yo pienso siempre escribir un libro sobre Almafuerte; sobre todo, acerca de la ética de Almafuerte. —Usted lo destaca como espíritu entre nosotros, entre los argentinos. —Sí, como espíritu, desde luego. Podría decirse que Almafuerte ha escrito los mejores y los peores versos de la lengua castellana. Y quizá de Lugones también, ¿eh?, porque Lugones suele abundar en versos, bueno, que es difícil perdonarle, ¿no?: «Poblóse de murciélagos el combo cielo a manera de chinesco biombo». Y, en cambio, después de eso: «Y a nuestros pies un río de jacinto corría sin rumor hacia la muerte». Versos, estos dos últimos, que pueden interpretarse de diversos modos, pero que, de cualquier manera, son muy eficaces, son lindísimos. —(Ríe). Creo que acerté cuando, al principio de esta audición, hablé de Borges y Lugones; porque esta vez yo casi no he podido intervenir. —Caramba, discúlpeme. —No, al revés, yo agradezco su intervención y la de Lugones. 27 LOS CLÁSICOS A LOS 85 AÑOS Osvaldo Ferrari: Más allá de todas las modas de nuestro siglo, afortunadamente, usted ha declarado en una de sus páginas, Borges, no tener vocación de iconoclasta. Jorge Luis Borges: Sí, es verdad, creo que debemos respetar el pasado, ya que el pasado es tan fácilmente cambiable, ¿no?, en el presente. —Pero ese mantenerse ajeno a las sucesivas modas iconoclastas, por su parte… —Ah, sí, yo creo que sí; pero es una mala costumbre francesa el hecho de pensar en la literatura en términos de escuelas, o en términos de generaciones. Flaubert dijo: «Cuando un verso es bueno, pierde su escuela», y agregó: «Un buen verso de Boileau equivale a un buen verso de Hugo». Y es verdad: cuando un poeta acierta, acierta para siempre; y no importa mucho qué estética profese, o en qué época haya escrito: ese verso es bueno, y es bueno para siempre. Y eso ocurre con todos los buenos versos; uno puede leerlos sin tomar en cuenta el hecho de que corresponden, por ejemplo, al siglo XIII, a la lengua italiana, o al siglo XIX, a la lengua inglesa, o qué opiniones políticas profesaba el poeta: el verso es bueno. Yo siempre cito aquel verso de Boileau; asombrosamente Boileau dice: «El momento en que hablo, está ya lejos de mí». Es un verso melancólico y, además, mientras uno está diciendo el verso, ese verso deja de ser presente y se pierde en el pasado, y da lo mismo que sea un pasado muy reciente o un pasado remoto: el verso queda allí. Y lo ha dicho Boileau; ese verso no se parece a la imagen que tenemos de Boileau, pero sería igualmente bueno si fuera de Verlaine, si fuera de Hugo, o si fuera de un autor desconocido: el verso existe por cuenta propia. —Cierto. En este mes de agosto de 1984, Borges, mes de su aniversario número ochenta y cinco, digamos… —Bueno, caramba, ¿qué voy a hacer?, sigo tercamente viviendo. Cuando era joven yo quería ser Hamlet, yo quería ser Raskolnikov, yo quería ser Byron. Es decir, yo quería ser un personaje trágico e interesante; pero ahora no, ahora me resigno… a no ser muy interesante, a ser más bien insípido, pero a ser —lo cual no es menos importante— o a tratar de ser, sereno. La serenidad es algo a lo que podemos aspirar siempre; quizá no la alcanzamos del todo, pero la alcanzamos más fácilmente en la vejez que en la juventud. Y la serenidad es el mayor bien —ésta no es una idea original mía; no hay ideas originales— bueno, los epicúreos, los estoicos, pensaban de este modo. Pero, por qué no parecernos a esos ilustres griegos: ¿qué más podemos desear? —Pero, justamente, en relación con esa serenidad mantenida, y con esa no concesión suya a las modas iconoclastas, yo quiero hablar con usted sobre los clásicos esta vez. —Bueno… tendré que repetirme —no me queda otra cosa— ya que si no repito a los otros me repito a mí mismo, y quizá yo no sea otra cosa que una repetición. Yo creo que un libro clásico no es un libro escrito de cierto modo. Por ejemplo: Eliot pensó que sólo puede darse un clásico cuando un lenguaje ha llegado a una cierta perfección; cuando una época ha llegado a cierta perfección. Pero yo creo que no: creo que un libro clásico es un libro que leemos de cierto modo. Es decir, no es un libro escrito de cierto modo, sino leído de cierto modo; cuando leemos un libro como si nada en ese libro fuera azaroso, como si todo tuviera una intención y pudiera justificarse, entonces, ese libro es un libro clásico. Y tendríamos la prueba más evidente en el I Ching, o libro de las mutaciones chino, libro compuesto de sesenta y cuatro hexagramas: de sesenta y cuatro líneas enteras o partidas, combinadas de los sesenta y cuatro modos posibles. A ese libro le han dado una interpretación moral, y es uno de los clásicos de la China. Ese libro ni siquiera consta de palabras, sino de líneas enteras o partidas, pero es leído con respeto. Esto es lo mismo que pasa, en cada idioma, con sus clásicos. Por ejemplo, se supone que cada línea de Shakespeare está justificada —desde luego, muchas habrán sido obra del azar—; y se supone que cada línea de El Quijote, o que cada línea de La Divina Comedia, o cada línea de los poemas llamados «homéricos» está justificada. Es decir, que un clásico es un libro leído con respeto. Por eso, yo creo que el mismo texto cambia de valor según el lugar en que está: si leemos un texto en un diario, lo leemos en algo que está hecho para el olvido inmediato —ya que el nombre mismo (diario) indica que es efímero—; cada día hay uno nuevo, que borra al anterior. En cambio, si leemos ese mismo texto en un libro, lo hacemos con un respeto que hace que ese texto cambie. De modo que yo diría que un clásico es un libro leído de cierta manera. Aquí, en este país, hemos resuelto que el Martín Fierro es nuestro libro clásico, y eso, sin duda, ha modificado nuestra historia. Creo que si hubiéramos elegido el Facundo, nuestra historia hubiera sido otra. El Facundo puede deparar un placer estético distinto, pero no inferior al que nos da el Martín Fierro de Hernández. Ambos libros tienen un valor estético y, desde luego, la enseñanza del Facundo, es decir, la idea de la democracia —la idea de la civilización contra la barbarie—, es una idea que hubiera sido más útil que el tomar como personaje ejemplar a un… bueno, a un desertor, a un malevo, a un asesino sentimental; que es lo que viene a ser, en suma, Martín Fierro. Todo eso sin desmedro de la virtud literaria del libro. Y me place nombrar a Sarmiento; como usted sabe, el 11 de septiembre voy a recibir un alto e inmerecido honor: voy a ser nombrado doctor honoris causa de la Universidad de San Juan —una rama reciente de la Universidad de Cuyo—, pero que está vinculada al nombre de Sarmiento, para mí el máximo nombre de nuestra literatura y de nuestra historia, ¿por qué no aventurarse a decir eso? Bueno, y voy a recibirlo en San Juan, y me siento muy, muy honrado. —Y se vincula a su primer doctorado honoris causa. —Es cierto, mi primer honoris causa, que es el que más me emocionó —recibí otros después, de universidades más antiguas y más famosas; por ejemplo, la de Harvard, la de Oxford, la de Cambridge, la de Tulane, la Universidad de Los Andes— fue el de la Universidad de Cuyo. Eso fue en 1955 o 1956, y yo le debo ese honor a mi amigo Félix Della Paolera, que fue quien sugirió ese nombramiento al rector de la Universidad de Cuyo. Y eso lo supe por otros, él no me dijo nada; es un viejo amigo de Adrogué. —Volviendo a los clásicos, Borges, usted indica dos caminos seguidos por ellos. El primero, seguido por Homero, Milton o Torcuato Tasso, quienes, según usted indica, invocaron a la musa inspiradora o al espíritu. —Son los que se propusieron una obra maestra, sí. Bueno, claro, es lo que ahora se llama lo inconsciente, pero viene a ser lo mismo; los hebreos hablaban del espíritu, los griegos de la musa, y nuestra mitología actual habla de lo inconsciente —en el siglo pasado se decía lo subconsciente—. Es lo mismo, ¿no?, y eso me recuerda lo de William Butler Yeats, que hablaba de la gran memoria; decía que todo individuo tiene, además de la memoria que le dan sus experiencias personales, la gran memoria —the great memory—, que sería la memoria de los mayores —que se multiplica geométricamente—, es decir, la memoria de la especie humana. De modo que no importa que a un hombre le sucedan o no muchas cosas, ya que dispone de ese casi infinito receptáculo que es la memoria de los mayores, que viene a ser todo el pasado. —Y después hay otro procedimiento, indicado también por usted, seguido por los clásicos para llegar a la forma final de una obra. Y sería el de remontar un hilo, o partir de un hecho aparentemente secundario o anónimo. Como en el caso de Shakespeare, por ejemplo, que decía que no le importaba tanto el argumento, sino… —Las posibilidades de ese argumento. Esas posibilidades son, de hecho, infinitas. Eso parece raro en el caso de la literatura, pero en el caso de la pintura o de las artes plásticas, no. Por ejemplo, ¿cuántos escultores han ensayado con felicidad la estatua ecuestre?; que vienen a ser más o menos variaciones sobre el tema del jinete, el hombre a caballo. Y eso ha dado, bueno, resultados tan diversos como la «Gattamelata», el «Colleoni». Y… mejor es olvidar las estatuas de Garibaldi (ríen ambos), que vienen a ser un ejemplo un tanto melancólico del género, ya que son estatuas ecuestres también. Y ¿cuántos pintores han pintado La virgen y el niño, La crucifixión?; y, sin embargo, cada uno de esos cuadros es distinto. —Ah, claro, las preciosas variaciones. —Sí, y en el caso de los trágicos griegos, ellos trataban temas que los auditores ya conocían. Y eso les ahorraba el trabajo de muchas explicaciones, ya que decir «Prometeo encadenado», era referirse a algo conocido por todos. Pero, quizá, de hecho, la literatura sea una serie de variantes sobre algunos temas esenciales. Por ejemplo, uno de los temas sería la vuelta; el ejemplo clásico sería La Odisea, ¿no? —Cierto. —O bien el tema de los amantes que se encuentran, de los amantes que mueren juntos; hay unos cuantos temas esenciales que dan libros del todo distintos. —Sí, ahora, la vigencia de un clásico depende, usted dice, de la curiosidad o de la apatía de las generaciones de lectores. —Sí. —Es decir, al principio la obra no está manejada por el azar, sino por el espíritu o la musa; pero después es dejada al azar de los lectores. —Es que, quién sabe si es un azar; ayer yo me di cuenta de la importancia de la lectura que hace cada uno, porque oí dos análisis de un cuento mío… ese cuento que se llama «El Evangelio según Marcos». Esas dos interpretaciones eran dos cuentos bastante distintos; ya que eran dos interpretaciones muy inventivas, hechas por un psicoanalista y por una persona versada en teología. Es decir, que, de hecho, había tres cuentos: mi borrador, que fue el estímulo de lo que dijeron ellos —y yo agradecí eso, porque está bien que cada texto sea un Proteo, que pueda tomar diversas formas, ya que la lectura puede ser un acto creador, no menos que la escritura—. Como dijo Emerson, un libro es una cosa entre las cosas, una cosa muerta, hasta que alguien lo abre. Y entonces puede ocurrir el hecho estético, es decir, aquello que está muerto resucita —y resucita bajo una forma que no es necesariamente la que tuvo cuando el tema se presentó al autor—; toma una forma distinta, bueno, esas preciosas variaciones de que usted hablaba recién. —Pero, qué curioso que un psicoanalista y un teólogo se hayan entendido frente a un cuento suyo. —Bueno, era un teólogo… era una teóloga en realidad, un poco discípula de los mitos de Jung, de modo que se encontraron en ese mundo mitológico de Jung (ríen ambos). —Claro, eso lo explica. —Sí, pero era una asociación más bien teológica, en la que aparecían el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo; creo que lograron intercalar a la Virgen María también, y a la diosa tierra. Y se le dio importancia a dos elementos, que eran el fuego y el agua. Pero, supongo que si yo hablaba de la llanura también estaría la tierra y, si los personajes respiraban, estaría el aire también, ¿no? —Los cuatro elementos. —Yo creo que estaban los cuatro; sería muy difícil prescindir de los cuatro elementos, ¿no? Ellos insistieron, sobre todo, en la presencia del agua —una inundación, una lluvia—; en la presencia del fuego —que quema parte de la casa—. Pero se olvidaron de que los personajes no se asfixiaban, es decir, que ahí había aire, y que ahí estaba la tierra, ya que un ejemplo evidente de la tierra sería esa región que los literatos llaman la pampa. —Ahora, siguiendo con los clásicos; usted siempre nos dijo que el compenetrarse de un autor es, de alguna manera, ser ese autor. El leer a Shakespeare es, mientras dura la lectura, según usted, ser Shakespeare. —Sí, y en el caso de un soneto, por ejemplo, uno vuelve a ser el que fue el autor cuando lo redactó, o cuando lo pensó. Es decir, en el momento en que decimos «Polvo serán, mas polvo enamorado», somos Quevedo, o somos algún latino —Propendo— que lo inspiró a Quevedo. —Pero usted, que se ha compenetrado de los clásicos de su predilección… —Claro, porque cada uno elige. Yo he fracasado con algunos; por ejemplo, he fracasado del todo con los clásicos de la novela, que es un género asaz reciente. Pero también con algunos clásicos antiguos: recuerdo haber adquirido la obra de Rabelais en dos ediciones distintas, porque pensé: «En esta edición no puedo leerlo, quizá con otra letra y con otra encuadernación pueda leerlo». Pero fracasé ambas veces. Salvo algunos pasajes muy felices; entre ellos, uno que le gustaba a Xul Solar: se trata de una isla, en la que hay árboles, y esos árboles producen instrumentos, herramientas. Hay, por ejemplo, un árbol que da martillos, otro que da armas blancas, otro que da planchas; en fin, una isla fantástica. Y nosotros elegimos ese capítulo —Silvina Ocampo, Bioy Casares y yo— para la Antología de la literatura fantástica: «La isla de las herramientas», o «Los árboles de las herramientas», no recuerdo exactamente, pero es de Rabelais, y lo leí con mucho placer. —Esa familia de clásicos de su predilección, Borges, de alguna manera lo ha incorporado. Se dice de usted que es ya un clásico viviente, ¿qué piensa de eso? —Bueno… es un generoso error. Pero, en todo caso, he transmitido el amor por los clásicos a otros. —Sí, realmente. —Y de algún clásico reciente, un poco olvidado ya. Porque se olvidan clásicos recientes; por ejemplo, yo he difundido en diversos continentes el amor por Stevenson, el amor por Shaw, el amor por Chesterton, el amor por Mark Twain, el amor por Emerson; y, bueno, quizás eso sea lo esencial de lo que se ha dado en llamar mi obra: el haber difundido ese amor. Bueno, el haber enseñado también, lo cual no está mal; mi familia se vincula a la enseñanza, mi padre fue profesor de psicología, una tía abuela mía fue una de las fundadoras del Instituto de Lenguas Vivas; creo que está su nombre escrito en alguna piedra, un mármol de ese edificio: Carolina Haslam de Suárez. —Celebramos, entonces, Borges, este nuevo cumpleaños suyo con el recuerdo de los clásicos. —Sí, es una buena idea. 28 DANTE, UNA LECTURA INFINITA Osvaldo Ferrari: Hay un clásico, Borges, que siempre llega a nuestros diálogos un poco lateralmente, y del que debiéramos ocupamos en forma directa alguna vez; un clásico italiano, que a veces a usted le recuerda las aventuras de Ulises en un lugar distinto del mar Egeo, del mar Mediterráneo. Hablo de Dante, naturalmente. Jorge Luis Borges: Ah, desde luego, y… es un tema infinito. —Inagotable, realmente. —Él decía que podía leerse su libro de cuatro modos, como la Sagrada Escritura, en la epístola a Cangrande de la Scala, ¿no? Pero, sin duda de muchos más, no sólo de cuatro. Claro, porque él habla de una cuádruple lectura, no recuerdo cuál es la división; y eso él lo toma de la Sagrada Escritura, de los teólogos en aquella época. Ahora, según los cabalistas, la Sagrada Escritura —vendría a ser el Antiguo Testamento— habría sido escrita en función de cada uno de los lectores, ya que los lectores son los fieles; y esto no es tan difícil, porque los lectores no son menos obra de Dios que la Sagrada Escritura. Dios puede haber premeditado todo en el mismo instante —si podemos hablar de instantes en el caso de Dios—, ¿no? —Esto me recuerda algo que me dijo hace poco Alberto Girri, referido a la poesía; se trata de la idea de que el poema busca a su lector, encuentra a su lector, crea su lector. —Ah, bueno, sí. —De pronto, podría darse, incluso, la posibilidad de un lector para un determinado poema. —Sí, y yo creo que es importante que el libro dé con su lector, porque si uno no da con su lector, ha escrito en vano. Ahora, los cabalistas pensaban que cada, bueno, cada versículo de la Sagrada Escritura había sido escrito en función de cada uno de los lectores de las muchas generaciones que lo leerían. Era especialmente para cada uno, porque cuando uno lee la Biblia, uno está oyendo una comunicación personal de la divinidad. Vendría a ser eso, ¿no? —De la divinidad a cada uno de los lectores. —Sí, a cada uno de los lectores. Yo he pensado que podría escribirse —salvo que es impracticable— un cuento… claro que inventar el argumento ya sería imposible pero la idea es linda: sabemos que Dante, una vez escrita La Divina Comedia, fue a Venecia; y ya que Dante era esencialmente un hombre de letras, por qué no suponer que se le ocurrió, o mejor dicho, que descubrió, que entrevió un argumento para otro poema. Si pudiéramos llegar a esa idea, habríamos hecho algo… Seríamos casi Dante; porque, ¿qué puede escribirse después de haber escrito La Divina Comedia? Parecería que en ese libro ya está todo; a mí me asombra el hecho de que haya escritores italianos que se hayan animado a escribir después de Dante, sin embargo, para citar un solo ejemplo, tenemos a Ariosto, cuyo Orlando quizá no es menos significativo o menos grato que La Divina Comedia, y no se parece absolutamente nada. Es decir, que ningún escritor agota la literatura, pero ¿qué pudo haber escrito Dante, el individuo Dante Alighieri, después de haber escrito ese libro total La Divina Comedia? Si pudiéramos simplemente describir el argumento, tendríamos un cuento muy, muy lindo. Pero ese cuento sólo podría escribirlo Dante. Habría que encontrar algo, algo que pudiera interesar a Dante después de haber escrito La Divina Comedia. —Y en Venecia. —Bueno, Venecia tendría que ser un estímulo. —Claro. —Y como Venecia parece un lugar hecho para estímulos artísticos, eso no estaría mal. Sin duda, esa ciudad tiene que haber sorprendido a Dante. Además, no cuesta nada suponer que él no la había visto nunca —a lo mejor él habla de Venecia en algún lugar de la Comedia; que yo recuerde no, pero mi memoria es menos perfecta que el rimario, tiene ciertas escisiones—, vamos a suponer que no, que él no ha oído hablar de Venecia, que él descubre Venecia; que llega a esa ciudad donde las calles son —como diría Pascal mucho después— «carreteras que andan», que son los canales. Bueno, eso tiene que haberle sugerido algo a Dante; sí, pero ¿qué idea digna de Dante? Eso me parece muy difícil, o imposible quizá. —Bueno, a lo mejor en algún momento surgirá, Borges, en algún momento de inspiración. —Sí. —Pero, usted le ha dedicado a Dante un libro de ensayos hace poco tiempo. —Sí, ese libro se ha publicado… me dicen que es una colección de erratas, y tiene un prólogo del cual no quiero acordarme, por diversas razones. También me dicen que es una edición, bueno, en la cual han omitido, quizá juiciosamente, párrafos; yo no pude corregir las pruebas. Además, tampoco puedo corregir pruebas. En fin, ese libro sólo encierra parte de lo que puede sugerirme una lectura infinita como la lectura de Dante. Yo tenía en casa doce, diez o doce ediciones de La Divina Comedia, ya que me gustaba releer el poema, y para eso buscaba cada vez una edición distinta, porque cada vez leía el texto y los comentarios. Y así llegué a leer comentarios del siglo XIX, comentarios contemporáneos, en fin. Es decir, leí diversas ediciones de La Divina Comedia, y tengo todavía la versión inglesa de Longfellow, que tiene largas notas que fueron tomadas de comentadores italianos, cuyas obras no se reimprimen ahora. De modo que esa vieja edición de Longfellow puede contener novedades, ya que lo que dijeron esos comentadores ha sido olvidado. Ahora, es curioso el caso de los comentadores, creo que los primeros comentarios fueron de índole teológica, y creo que fue Boccacio el que ideó el nombre de La Divina Comedia; en eso no había pensado el autor. Entonces, los primeros fueron de orden teológico, después vinieron otros comentarios de orden histórico, y luego, en otros comentarios se buscaron «las simpatías y diferencias», para citar a Alfonso Reyes, de Dante y de Virgilio. Y luego, en este siglo, se han ensayado otro tipo de comentarios, que son los de orden estético, en que se hace notar, por ejemplo, por qué tal verso es eufónico; se fijan en los sonidos de las palabras, en las connotaciones de las palabras. Eso no se había observado antes, de modo que ya la historia de los comentarios sobre Dante sería interesante, o sería un buen tema. Cada vez se lee su libro de un modo distinto —convendría hacer una ilustración de aquello de las cuatro lecturas de que hablaba Dante—. Pero él pensaba, sobre todo, en el sentido, en el hecho de que eso pudiera ser leído, digamos, como una verosímil versión del Infierno, del Purgatorio o del Paraíso; o si no creo que fue el hijo de Dante, quien dijo que Dante se había propuesto describir la vida de los justos, y eso correspondería al Paraíso, la vida de los penitentes, que corresponde el Purgatorio, y la vida de los malvados, de los réprobos, y eso correspondería al Infierno. Es decir, que el propósito de Dante no había sido una descripción de esos lugares, sino… —Un propósito ético. —Sí, un propósito ético, y luego, un propósito alegórico. Actualmente hablar de la alegoría parece algo artificial, pero fue el modo natural de pensar de lo que llamamos la Edad Media. De paso, ese nombre de Edad Media es absurdo; fue un historiador holandés, Horn, quien inventó esa división de la historia, que ha sido censurada por Spengler, en las primeras páginas de La declinación de Occidente. ¿Cómo dividir la historia en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna?, ya que la Edad Antigua, bueno, se extiende infinitamente hacia atrás, lo de Edad Media no sé si puede justificarse, y la Edad Moderna va creciendo y creciendo, y hay que agregar la historia contemporánea. Y esa división ha sido aceptada por todo el mundo, y, sin embargo, es evidentemente ilógica. Antes se supuso que la Edad Media era una época en que se había deteriorado la historia, ya que el Renacimiento es una petición de principio, porque implica suponer que todo estaba muerto y renacía; y, sin embargo, a la llamada Edad Media le debemos, bueno, la arquitectura que se llamaría después gótica, y que no es desdeñable, luego los grandes poemas heroicos: la Chanson de Roland, el Beowulf… —La épica, digamos. —La épica, sí, y La Divina Comedia también, de manera que se ve que no era una época tan muerta. Y luego la filosofía cambia su vocabulario, pero hay diversas escuelas. Suponer que la Edad Media fue una especie de largo sueño dogmático es un error, un error evidente. Por ejemplo, hasta hace poco, en las historias de la filosofía, aun en la de Deussen, se dedica creo que un volumen a la filosofía de la Edad Media, uno solo, y tres volúmenes son dedicados a la India, por ejemplo, y luego, lo que viene después, con el Renacimiento y en adelante, implica volúmenes y volúmenes; uno entero dedicado a Schopenhauer, entre otros. No sé por qué se ha subestimado tanto a la Edad Media, que fue después redescubierta por los románticos. —Esta evocación de Dante me recuerda, Borges, que hemos hablado de sus cuentos y de sus poemas, pero no hemos hablado de sus ensayos, y usted ha practicado el ensayo a lo largo del tiempo. —Sí, pero ahora lo he dejado de lado, porque pienso que el ensayo corresponde a las opiniones; las opiniones me parecen tan cambiantes y tan deleznables… no sé si volveré a escribir un ensayo en mi vida, posiblemente no, o lo haré de manera indirecta, como lo estamos haciendo ahora los dos. En cambio, yo veo mi porvenir —mi breve porvenir, lo espero— lo veo como dedicado al cuento, al cuento fantástico, desde luego, y a la poesía también, ya que he incurrido en esa mala costumbre de hacer versos. —Pero usted sabe que cuando el poeta reflexiona, como en el caso del ensayo, pone en práctica un tipo de lucidez distinta de la del filósofo o del teólogo, y que puede ser útil a la vez, puede descubrirnos nuevos campos. —Ah, claro, y además estoy seguro de que la crítica enriquece a las obras; aquello que usted dijo de Girri, ¿no? —Sí. —Puede ser eso también, y seguramente la obra de Shakespeare es más rica ahora que cuando se escribió, ya que por esa obra han pasado Coleridge, Bradley y otros críticos; y eso tiene que haberla enriquecido. Y en el caso de Dante también, tantas lecturas han pasado, que tiene que haberse enriquecido. Y, sin duda, el hecho de que Unamuno haya escrito la vida de Don Quijote y Sancho ha modificado, para muchos, el Quijote; la obra ha sido renovada cada vez. Sobre todo cuando es leída, bueno, por críticos muy inventivos. —Dante también marca, quizás, un jalón en la visión del amor que comienza con Platón, que sigue, entre otros, con Dante, y que se prolonga en la visión romántica del amor. —Sí, el amor «que mueve el sol y las otras estrellas». Bueno, él le da un sentido teológico al amor también. —Justamente, como una posibilidad de trascendencia a través del amor; una posibilidad de elevación, ¿no es cierto? —Sí, y además la belleza estética, que para mí es lo esencial de La Divina Comedia, ya que yo no puedo creer en su mitología, digamos; la idea, por ejemplo, de castigos, la idea de recompensas, me son del todo ajenas; hasta me parecen inmorales esas ideas. Sin embargo, mientras leemos La Divina Comedia, nuestra imaginación acepta, sin la menor dificultad, el concepto de castigo y de premio. Y nos olvidamos, bueno, de que después vendrían Swedenborg, que creía que no, creía que cada hombre elige el cielo o elige el infierno. Es decir, que no es algo que le impone un juez, es algo hacia lo cual un hombre tiende. Swedenborg pensaba que cuando uno muere, uno se encuentra un poco perdido, y luego, uno se encuentra con desconocidos; y esos desconocidos —uno no lo sabe— pueden ser ángeles o pueden ser demonios. Y uno encuentra placer en la conversación con uno y desagrado en la conversación con otros; entonces uno elige deliberadamente el cielo o el infierno. —Uno tiene la libertad de elegir. —Sí, uno tiene ese libre albedrío no solamente durante la vida, sino después de muerto. Y él imagina, varias veces, el caso de un réprobo que llega al paraíso, al cielo; y entonces ese réprobo está, bueno, entre los jardines del cielo, está oyendo la música del cielo, está conversando con ángeles, y todo eso le parece horrible y fétido a él. Y además, sufre; por ejemplo, él siente la luz como una herida. —Su cielo sería el infierno. —Sí, y entonces él vuelve al infierno. Y ahora recuerdo el Satanás de Milton, que dice que dondequiera que él esté, allí está el infierno. Luego dice «I myself am hell» («Yo mismo soy el infierno»). Es decir, concibe el infierno no como situado en un lugar, sino como un estado de ánimo, o como el estado de un alma. También en el caso de Swedenborg, los demonios, desde luego, viven en un mundo… bastante parecido al de los políticos; por ejemplo, conspirando unos contra otros —se supone que el demonio no es siempre el mismo individuo, ya que viven continuamente complotando uno contra el otro, y sucediéndose. —¿Usted ha hecho una analogía con la política, en ese caso? —Y, yo creo que… me parece bastante indudable eso, ¿no?, precisamente un mundo de ambiciones personales, de jerarquías. —Del poder. —Sí, de caudillos… bueno, más o menos lo que se llamó «El Proceso», que se parece menos al cielo que al infierno. 29 LITERATURA REALISTA Y LITERATURA FANTÁSTICA Osvaldo Ferrari: Uno siente que usted, por naturaleza, Borges, se vincula a la literatura fantástica. Pero, además de escribir dentro de ella, usted ha hecho reflexiones sobre el valor de la literatura fantástica. Jorge Luis Borges: Bueno, yo diría que toda literatura es esencialmente fantástica; que la idea de la literatura realista es falsa, ya que el lector sabe que lo que le están contando es una ficción. Y, además, la literatura empieza por lo fantástico, o, como dijo Paul Valéry, el género más antiguo de la literatura es la cosmogonía, que vendría a ser lo mismo. Es decir, la idea de la literatura realista quizá date de la novela picaresca, y haya sido una invención funesta, porque —sobre todo en este continente— todo el mundo se ha dedicado… y, a una novela de costumbres, que vendría a ser un poco descendiente de la novela picaresca. O si no los llamados «alegatos sociales», que también son una forma de realismo. Pero, felizmente para nuestra América y para la lengua española, Lugones publicó en el año 1905 Las fuerzas extrañas, que es un libro de deliberados cuentos fantásticos. Y suele olvidarse a Lugones y se supone que nuestra generación… bueno, digamos que Bioy Casares, Silvina Ocampo y yo, iniciamos ese tipo de literatura; y que eso cundió y dio escritores tan ilustres como García Márquez o como Cortázar. Pero no, ya que realmente… —Lugones los antecedió. —Sí, habría que mencionar a Lugones; es decir se tiende a ser injusto con Lugones ya que siempre se lo juzga por su última posición política: el fascismo. Y se olvida que antes fue anarquista, que fue socialista; que fue partidario de los aliados —es decir, de la democracia— durante la primera guerra mundial. Y que luego, no sé por qué se dejó encandilar por Mussolini. Bueno, también Hitler se dejó encandilar por Mussolini. —Ahora, sin embargo, su Antología de la literatura fantástica, hecha con Bioy Casares y Silvina Ocampo… —Yo creo que ese libro ha hecho mucho bien, creo que ha sido una obra benéfica. Y luego publicamos un segundo volumen; pero yo creo que eso tiene que haber influido… y, quizá, en otras literaturas sudamericanas. —Sin duda. —Y en la literatura española también. Bueno, y tenemos también ese otro gran escritor fantástico: Ramón Gómez de la Serna, que es esencialmente un escritor fantástico. —En una de sus reflexiones, usted dice que la literatura fantástica no es una evasión de la realidad, sino que nos ayuda a comprenderla de un modo más profundo y complejo. —Yo diría que la literatura fantástica es parte de la realidad, ya que la realidad tiene que abarcar todo. Es absurdo suponer que ese todo es lo que muestran a la mañana los diarios. O lo que otros leen en los diarios, ya que yo, personalmente no leo diarios; no he leído un diario en mi vida. —(Ríe). Bueno, eso explica por qué usted parece no ser partidario de la literatura realista. —La literatura realista es un género asaz reciente, y quizá desaparezca. Y sobre todo eso… bueno, ahora es un prejuicio muy común: la idea de que un escritor tiene que escribir para un determinado público, que ese público tiene que ser de compatriotas; que le está vedado a su imaginación ir más allá de lo que conoce personalmente. Que cada escritor debe hablar de su país, de cierta clase de ese país… son ideas del todo ajenas a la literatura, ya que la literatura, como usted sabe, empieza por la poesía. —Claro. —Y la poesía no es ciertamente contemporánea; pero es que nadie supone, bueno, que Homero fuera contemporáneo de la guerra de Troya. —Por supuesto, lo contrario implicaría una suerte de deterninismo literario, del todo negativo. —Sí, pero es muy común eso. Por ejemplo, es muy común que vengan a verme periodistas y me pregunten: «¿Y cuál es su mensaje?». Y yo les digo que no tengo ningún mensaje —los mensajes son propios de los ángeles, ya que ángel significa mensajero en griego—, y yo ciertamente no soy un ángel. Kipling dijo que a un escritor puede estarle permitido inventar una fábula, pero que no le está permitido saber cuál es la moraleja. Es decir, un escritor escribe para un fin, pero realmente el fin que busca es esa fábula. Yo me imagino que aun en el caso de Esopo —o de los griegos que llamamos Esopo—, le interesaba más la idea de animalitos que conversan como si fueran seres humanos que la moraleja de la fábula. Además, sería muy raro que alguien empezara por algo tan abstracto como la moraleja, y llegara después a una fábula. Parece más natural suponer que se empiece por la fábula. Desde luego que las literaturas empiezan por lo fantástico. Bueno, y en los sueños —que vienen a ser una forma muy antigua del arte—, en los sueños no estamos razonando; estamos, bueno, creando pequeñas obras dramáticas. —La primera literatura no sólo no parece haber sido de índole realista, sino que se vinculaba con lo religioso y aun con lo sagrado. —Y con lo mágico también. —Pero claro. —Por ejemplo, en una de las obras que me parecen capitales: supongo que quienes soñaron Las mil y una noches no pensaron en ninguna moraleja; soñaban, se dejaban soñar, y así ha surgido ese libro espléndido. —La literatura realista corresponde, me parece, más a este siglo que a ningún otro. —Bueno, en el siglo pasado el naturalismo también. —Sí, pero se afirma en éste. —Sí, se afirma en este siglo. Pero ya en el siglo pasado, esa idea curiosa de Zola de que cada una de sus novelas era un experimento científico… lo cual, felizmente no es así, ya que Zola era un hombre más bien alucinatorio, ¿no?; las novelas de Zola se leen como hermosas alucinaciones ahora, no como obras científicas sobre los franceses de la época del segundo imperio, que es lo que él quería. —He pensado, Borges, que usted ha realizado otra antología de la literatura fantástica con su Libro de sueños. —Ah, puede ser; es cierto. Eso lo seleccioné con Roy Bartholomew. Es un lindo libro, me parece. —Realmente. —Aunque quizá haya demasiados sueños tomados del Antiguo Testamento, ¿no? —Están, sin embargo, entre los mejores. Además, hay algunas composiciones suyas; yo prefiero una de ellas: «Sueña Alonso Quijano». No sé si la recuerda. —No, no la recuerdo; yo trato de olvidar lo que escribo. Y, además, yo tengo que olvidar lo que escribo, porque si no me sentiría descorazonado. Porque yo quiero seguir escribiendo, entonces conviene olvidar el falible pasado y pensar en un porvenir que quizá no llegue nunca, pero que yo pueda concebir como más generoso que el pasado. —Pero es que a lo largo del tiempo se da un encuentro y un des encuentro suyo o con Alonso Quijano o con Cervantes. —Es cierto, sí; alguien publicó una tesis sobre mi relación con el Quijote. Encontró no sé cuántas composiciones o no sé cuántos pasajes en los que yo vuelvo a ese tema del Quijote. Bueno, quien tenía el culto del Quijote era Macedonio Fernández también. En general no le gustaba lo español, pero el Quijote, sí. Y demagógicamente, Macedonio Fernández propuso que todos los americanos del Sur y todos los españoles nos llamáramos «La familia de Cervantes»; ya que Cervantes vendría a ser un vínculo, ¿no?, un vínculo que atraviesa el Atlántico. Y es una linda idea porque «La familia de Cervantes» queda bien, ¿no? —Es cierto. 30 SILVINA OCAMPO, BIOY CASARES Y JUAN R. WILCOCK Osvaldo Ferrari: Me ha llamado la atención, Borges, ya que comparto plenamente la idea —y me parece un acto de justicia destacarlo—, el lugar singular que usted atribuye a Silvina Ocampo en nuestra literatura. Creo que usted es el único que ha expresado claramente la importancia de esa escritora, y la dimensión de su talento. Jorge Luis Borges: Sí, ella ha sido perjudicada por su apellido, ¿no?; se la ve en función de Victoria Ocampo, una hermana menor de Victoria, y eso agota su definición, lo cual es falso del todo, ¿no? Claro, Victoria escribió sobre ella, pero lo hizo con el tono de una hermana mayor que habla de una hermana menor. Mejor es olvidar esa relación, ya que son dos personas tan distintas, diversamente benéficas para este país. Victoria, sobre todo, ha hecho una obra de difusión, bueno, es muy importante la obra de Victoria, pero no importa, digamos, en el sentido poético. En cambio, en Silvina yo veo una sensibilidad, bueno, una sensibilidad finísima, y el hecho de sentir todo como poético. —Cierto. —Ahora, a mí, personalmente, me gusta más su poesía que su prosa, ya que hay cierta crueldad en la prosa, bueno, que yo no puedo compartir con ella. En cambio, hay poemas, por ejemplo, «Enumeración de la Patria», en los que no hay ningún matiz cruel. Son poemas espléndidos, como la «Oda escolar» que ella escribió, por ejemplo. En Silvina Ocampo hay una sensibilidad… una sensibilidad como… universal: el hecho de que ella sienta la poesía inglesa, la poesía italiana, la poesía española también, que las sienta con pareja intensidad, y que pueda, además, sentir de esos diversos modos dentro del idioma castellano. —Es real. Ahora, en Italia y en Francia fue descubierta hace tiempo, y es permanentemente revalorizada. —Sí, creo que sí. En Francia, en todo caso; en Italia yo no sabía, pero posiblemente ocurra eso. —Fue premiada en ambos países, y hace pocas semanas fue condecorada por Francia. —¡Ah!, por Francia, sí, desde luego. —Usted recuerda haber escrito en colaboración con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, aquel libro… —No, ese libro lo hicimos Bioy y yo, realmente Silvina colaboró poco. ¿Usted dice esa antología que hicimos?; no, yo tengo la impresión de que la hicimos Bioy y yo, pero, no estoy seguro, realmente, ya que mis recuerdos personales son tan turbios. —Hubo, incluso, una antología de poesía argentina, hecha en colaboración. —Sí. Y luego la Antología de la literatura fantástica, que fue tan importante; yo diría que, bueno, que para la lengua castellana, ¿no?, ya que se pensaba en la literatura sobre todo en forma realista, y el hecho de una antología de la literatura fantástica, bueno, era una libertad de soñar que se abría a los lectores. De modo que yo creo que ese libro es, quizá, el libro más importante que hayamos publicado nosotros: esa Antología de la literatura fantástica, y luego vino un segundo volumen, no menos importante que el primero, y en todos ellos se abrieron, así, vastas posibilidades que fueron muy bien aprovechadas después. De modo que creo que, aunque sólo fuera por la Antología de la literatura fantástica, hemos influido en las diversas literaturas cuyo instrumento es la lengua castellana. Es decir, hemos sido benéficos. —¡Pero sin ninguna duda! —Hemos abierto posibilidades. Ahora, en el caso de Silvina Ocampo, no se trata solamente de una excelente poeta; se trata, además de una excelente pintora, de una excelente escultora, de una excelente música también. Ya que ella se interesa tan diversamente en la belleza; y en regiones donde yo no puedo seguirla, desde luego. Ya que yo no sé, realmente, mi sentido de la pintura… no sé si soy capaz de sentir la música más allá de los «bines», o los «spirituals», y… la milonga tal vez. Y… Brahms me emociona, pero yo no sabría explicar por qué me emociona. —Es una emoción compartida con ella, la de Brahms. —Yo creo que sí. Bueno, eso lo descubrimos Bioy y yo, porque Silvina solía poner discos, y después vimos —al cabo de un tiempo— que cuando ella ponía ciertos discos, nosotros trabajábamos bien; cuando ponía otros, ésos no nos estimulaban. Entonces, averiguamos los nombres que correspondían a esos discos, y resultó que no nos convenía o nos perjudicaba Debussy, y que nos convenía mucho Brahms. Eso es todo lo que puedo decir; evidentemente, no sé nada de música, ya que ni siquiera distinguía uno de otro. Sabía que uno me conmovía y otro no, nada más, y que yo era sensible a Brahms y era insensible, sin duda injustamente, a Debussy. —Usted ha señalado, en el caso de Silvina Ocampo, algo que me parece importante; usted ha dicho que su prosa —la prosa de Silvina Ocampo— adquiere dimensión por la irrupción de lo poético, del sentido de lo poético que hay en ella, aplicado a la prosa. —Yo no sé si hay una diferencia esencial entre la poesía y la prosa. Salvo, bueno, según Stevenson lo que llamamos prosa es la forma más difícil de la poesía. No hay literatura sin poesía, aun la literatura, bueno, digamos, de los pieles rojas o los esquimales o de tribus bárbaras; siempre hay poesía. Pero hay literaturas que no llegaron nunca a la prosa. Por ejemplo, en la Universidad, en el cincuenta y cinco, empezamos a estudiar inglés antiguo: anglosajón; y no tardé en descubrir que los sajones habían escrito admirable poesía épica y elegiaca en anglosajón. Pero, en el curso de los cinco siglos que dominaron a Inglaterra, no escribieron una sola buena página en prosa. Es decir, la prosa vendría a ser una forma tardía y compleja de la poesía. Ahora, mucha gente piensa lo contrario; supone que la prosa es más fácil, pero eso está dicho por personas que no tienen oído, que no se dan cuenta de que lo que llaman prosa es meramente cacofónico, sí. Una explicación —que es la que da Stevenson— es ésta: dice Stevenson que si uno ha logrado una unidad métrica, por ejemplo, digamos, un verso endecasílabo, un verso octosílabo de los que escriben los payadores, un verso alejandrino; o si no un verso aliterado —eso correspondería a la poesía germánica—; o un verso en el que cuentan las sílabas largas y breves: el hexámetro de los griegos y de los romanos… uno tiene simplemente que repetir esa unidad y ya tiene el poema, ¿no?, es decir, si usted tiene un endecasílabo, bueno, usted logra trece más, y si están rimados como tienen que estar, ya tiene el soneto hecho. En cambio, en la prosa, usted tiene que inventar continuamente variaciones, y esas variaciones tienen que ser a la vez inesperadas y gratas. Es decir, si usted ha escrito: «En un lugar, de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme», eso no le da ningún medio para seguir, ya que usted no puede repetir esa línea. En cambio, si usted escribe: «Corrientes, aguas puras cristalinas», luego, eso ya le da una unidad, y basta con repetirla, ¿no? Y en prosa, no; en prosa usted tiene que cambiar las unidades, y esas unidades tienen que ser inesperadas y al mismo tiempo gratas. Es decir, que la prosa vendría a ser, como dije hace un rato, la forma más difícil de la poesía. Ahora, claro que las palabras poético y prosaico tienen otro sentido; se entiende que lo prosaico es lo común, lo cotidiano, y que lo poético es lo extraordinario, lo sensible. Pero, quizá sea un error, quizá, como he dicho en otra ocasión, para un verdadero poeta todo momento sería poético, y nada sería prosaico (en el sentido peyorativo de la palabra prosaico), que nada tiene que ver con el arte de la prosa. —Cierto. Ahora, usted dice, claro, que Silvina Ocampo es capaz de sentir todo momento poéticamente. —Yo creo que sí. —Sin embargo, ella habla… —De muchas cosas. Por ejemplo, yo he notado —en la obra de ella—, bueno, se habla de insectos. —De lo mágico. —Sí. Yo no siento los insectos sino como incómodos. En fin, puede ser un error mío, ¿no?; desde el momento en que hay tantos insectos, a Dios le gustarán —si es que Dios existe—, ¿no?, si no, ¿para qué tantos? Yo no necesito millones y millones de hormigas, pero parece que Dios sí (ríe); tiene necesidades muy distintas de las mías. Yo preferiría, bueno, que no hubiera una sola hormiga; podría vivir feliz sin hormigas, hasta de mosquitos me gustaría prescindir. Pero parece que Dios no; para Dios, un mosquito no es menos precioso y único que, bueno, que Shakespeare, digamos. —Usted quisiera un mundo desinsectizado (ríen ambos). —Yo creo que sí, sí. Ahora, eso en mi pobre sensibilidad; quizá para Dios cada insecto sea tan individual como Shakespeare, si es que tienen conciencia individual los insectos, cosa que no sabemos. Quizá tengan una conciencia colectiva más bien, ¿no?, eso puede ser; quizá una abeja no se sienta como una abeja sino como miembro de una colmena, eso podría ser, eso explicaría por qué los animales no inventan: hay una colmena o un hormiguero que se repiten a lo largo de los siglos. En cambio, el hombre no; el hombre ensaya ligeras variaciones que llevan, bueno, desde una cabaña o desde un iglú hasta Manhattan, por ejemplo. —Y hace ensayos individuales. —Y hace ensayos individuales también, sí. —Le decía que Silvina Ocampo ha dicho: «Tengo la inteligencia que me da la sensibilidad», y a mí me parece una magnífica expresión de la manera de sentir de la mujer artista. —No sé si de la mujer; del hombre también. Yo no sé si puede haber poesía sin sensibilidad. Yo creo que no. Es decir, aquello que mucha gente piensa: que la poesía es un juego de palabras, en cuanto a mí estoy seguro de que es un error. Si no estuviera respaldada por la emoción, modificada por la emoción, la poesía no valdría nada; en ese caso, es simplemente eso: un juego de palabras. —Pero usted reconocerá que en el hombre, en general, la inteligencia preside el movimiento. En cambio, en la mujer, la sensibilidad pareciera ser el primer movimiento dentro de su estructura. —Sí, pero yo creo que convendría que la sensibilidad fuera más importante que el pensamiento. —Correcto. —Pero eso puede ser una herejía personal mía. Ahora, Poe creía que la escritura de un poema es una operación intelectual, pero yo creo que no. Estoy seguro de que se equivocaba, o que era una broma de él, ¿no?, ya que él no escribió el poema «El cuervo» por razones intelectuales. No creo que se escriba un poema por razones intelectuales, se escribe, bueno, por algo más íntimo o más misterioso que una serie de silogismos. —¿Y qué piensa de aquello que dijo Baudelaire, en cuanto a que el mejor poema es aquel que se escribe por el puro gusto de escribir un poema? —Y, yo creo que tenía razón, yo creo que el acto de escribir tiene que ser grato. Creo que si hay dificultad quiere decir que ya hay cierta torpeza; creo que, claro, la escritura tendría que ser tan espontánea como la lectura: dos felicidades distintas. Aunque, quizá sea una imprudencia escribir, y ciertamente no es una imprudencia leer (ríe). —Hay un caso extraño: el de un escritor argentino —amigo común suyo, de Silvina Ocampo y de Adolfo Bioy Casares—, Juan Rodolfo Wilcock, que se fue a Italia y allá escribió en italiano… —Bueno, él dominaba esos idiomas, ¿no? Claro, creo que el padre era inglés, la madre italiana; supongo que en su casa hablarían indistintamente esos idiomas, ¿no? Lo que sé es que él se abstuvo del castellano y llegó a ser, bueno, un famoso poeta en Italia, donde yo lo vi por última vez. —Sin embargo, Italia parecería haber sido para él un segundo destierro. Yo estuve con él allá… —Yo no sabía eso, yo pensé que él estaba muy cómodo en Italia. —Pero vivía en una gran soledad, y recordaba permanentemente a Buenos Aires. —Es que quizá, para estar en un lugar, quizá el verdadero modo de estar en un lugar sea el estar lejos y añorarlo, ¿no? El no estar es una forma de estar en un sitio, ¿no? —Es cierto. —Yo no sabía que Wilcock añorara Buenos Aires. —Por lo menos lo manifestaba. —¿Usted cuándo lo vio? —En el setenta y cinco. —¡Ah!, bueno, no tan recientemente. —Poco tiempo antes de morir. —Sí, yo lo conocí a él… y precisamente en casa de Silvina Ocampo. Él vivía en Barracas, en la avenida Montes de Oca… lo que antes se llamaba la Calle Larga de Barracas, que era lo que ahora es Montes de Oca. Y la Calle Larga de la Recoleta era Quintana. Pero era más larga, más importante la de Barracas. —Lo consulto sobre esto, porque Wilcock había sido reconocido, había sido considerado en Buenos Aires. Y, sin embargo, se fue definitivamente de Buenos Aires. —Yo no sé nada sobre las razones íntimas de ese viaje. ¿Cuáles fueron? —Pero, digamos que literariamente no se explica demasiado: irse de Buenos Aires después de haber logrado éxito aquí, e ir a escribir en un idioma extranjero en otro país, ¿es raro —no es cierto— en un escritor? —Sí, pero posiblemente no fuera un idioma extranjero para él. —Bueno, pero hasta ese momento había escrito siempre en castellano. —Sí, pero si había estado leyendo continuamente en italiano. Aunque, no sé, porque él leía en inglés y no sé si él escribía en inglés. Él dominaba el inglés también. Bueno, Wilcock es un apellido inglés, desde luego. —Hemos llegado al término, una vez más de esta audición. Pero, si quiere agregar algo, bueno, nos concederán un minuto más. —Y bueno, me agrada mucho que usted haya mencionado esos dos nombres tan queridos por mí, Silvina Ocampo y Wilcock. Quiero agradecerle eso. —Y Bioy Casares. —Y Bioy Casares, desde luego, sí. —Para mí también fue muy grato, Borges. Hasta la próxima semana. —Hasta la próxima semana. 31 SOBRE LA HISTORIA Osvaldo Ferrari: Hay un libro sobre el que usted ha dicho, Borges, que recorrerlo es internarse y venturosamente perderse en una venturosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas, cuyo teatro es el mundo y cuyo enorme tiempo se mide por dinastías, por conquistas, por descubrimientos y por la mutación de lenguas y de ídolos… No sé si ya ha adivinado el texto a que me refiero. Jorge Luis Borges: ¿Puede ser Gibbon? —Gibbon, justamente. —Exactamente, sí. —A quien usted ha recordado muchas veces en el transcurso de nuestros diálogos. —Bueno, Gibbon tuvo la suerte de que le tocó una época de censura, y eso lo obligó a la ironía, a decir las cosas indirectamente —el modo más fuerte y eficaz de decirlas—. Y podríamos decir lo mismo de Voltaire. Y todo esto pararía, curiosamente, en un elogio a la censura, ya que si se permite toda libertad, todo se dice directamente, es decir, del modo más débil; en cambio, la censura puede obligar a los hombres al eufemismo, a la metáfora, a la ironía. A mí no me gustaría hacer el elogio de la censura, y además, ya sé que es absurda, porque ¿por qué voy a permitir yo que otro decida por mí? Por ejemplo, si se presenta un film, yo debo juzgar si debo verlo o no, y no un funcionario cualquiera. Claro que esto se presta a toda suerte de obscenidades, y actualmente asistimos a una suerte de apoteosis de la pornografía; pero quizá sea mejor esto que el hecho de dejar todo en manos ajenas, sobre todo en las manos del Estado. Bueno, para mí el Estado es el enemigo común ahora; yo querría —eso lo he dicho muchas veces— un mínimo de Estado y un máximo de individuo. Pero, quizá sea preciso esperar… no sé si algunos decenios o algunos siglos —lo cual históricamente no es nada—, aunque yo, ciertamente no llegaré a ese mundo sin estados. Para eso se necesitaría un humanidad ética, y además, una humanidad intelectualmente más fuerte de lo que es ahora, de lo que somos nosotros; ya que, sin duda, somos muy inmorales y muy poco inteligentes comparados con esos hombres del porvenir, por eso estoy de acuerdo con la frase: «Yo creo dogmáticamente en el progreso». Y creo que esa esperanza es necesaria, debemos creer en el progreso; aunque quizá ese progreso no exista… Bueno, había, la idea de la espiral, de Goethe, que es una forma, una hermosa metáfora de lo que es más probable que sea el progreso; es decir, se progresa en espiral, volviendo, ¿no?, no en una línea recta. Si no creemos en el progreso, descreemos de toda posibilidad de acción. Esa creencia mía en el progreso vendría a ser, a la vez, una forma de mi creencia en el libre albedrío; es decir, si me dicen que todo mi pasado ha sido fatal, ha sido obligatorio, no me importa, pero si me dicen que yo, en este momento, no puedo obrar con libertad, me desespero. Yo creo que es lo mismo: el concepto de progreso sería para la historia lo que el concepto del libre albedrío es para el hombre, para el individuo. Y en cierto modo, bueno, el hecho de que haya hipocresía es un progreso también, porque si hay hipocresía significa que hay conciencia del mal, lo cual ya es algo: los que obran mal, saben que obran mal y eso ya es un adelanto. Solía decirse que la hipocresía es un homenaje que el mal hace al bien, o el vicio a la virtud. —Así la hipocresía sería inmoral y no amoral. —Sí, podría ser… —Tendría conciencia del bien y del mal. —Desde luego, desde el momento en que yo me oculto, es porque sé que mi acción es mala. Pero ya el hecho de saber que mi acción es mala, bueno, implica por lo menos un progreso intelectual, ya que no ético, ¿no? —Claro, ahora, volviendo a la historia; he pensado en Gibbon porque hago una asociación con usted. Usted dice que Gibbon, al narrar, parece abandonarse a los hechos que narra, y los refleja, digamos, con una divina inconsciencia, que lo asemeja al destino, al propio curso de la historia. —¿Yo he dicho eso? —Sí. —Qué raro, porque en ese caso, curiosamente, tuve razón al decirlo. Entonces, el historiador vendría a ser como una divinidad imparcial, ¿no? —(Ríe). En el mejor de los casos. —Sí, digo, como una divinidad, bueno, que se resigna a los hechos, y que los refiere quizá sin alabanza, y sin censura tampoco. —Un intérprete del destino sin voluntad propia. —Sí, tendría que tener la imparcialidad del destino, o la imparcialidad del azar quizá, ya que no sabemos si hay destino o si hay azar. Quizá esas dos palabras sean dos nombres de la misma cosa. —No, y posiblemente no lo sepamos nunca, aunque hay algunos que dicen que después de la muerte lo sabremos… Bueno, el mejor argumento contra la inmortalidad del alma que yo he leído, está en la psicología de Spiller; se llama The Mind of Man (La mente del hombre), pero es un libro de psicología. Entonces él tiene un párrafo dedicado a la inmortalidad del alma, y dice que si una persona se rompe una pierna, se rompe un brazo, sufre una mutilación; eso no representa ninguna ventaja, ni un accidente tampoco. Y la muerte —que vendría a ser el accidente total— se suele suponer que es benéfica para el alma, aunque los accidentes parciales no lo han sido nunca. Es decir, que es un argumento absurdo ése, ya que la muerte vendría a ser, bueno, un muerto es una persona de algún modo, que se queda paralítica, que se queda ciega, que pierde la memoria, que pierde la capacidad de razonar. ¿Por qué suponer que eso lo lleva inmediatamente a otro mundo de sabiduría y de justicia? Lógicamente es insostenible eso. —Aunque también podría decirse: ¿por qué no suponerlo? —Literariamente podemos suponer cualquier cosa, y la literatura está basada en eso, digamos, en la libertad de los sueños. —Y un poco las religiones también, en todo caso. —Sí, salvo que las religiones imponen esas imaginaciones. Cuando yo dije que la religión y la metafísica son ramas de la literatura fantástica, no lo dije hostilmente, o adversamente; al contrario, ¿qué más quiere santo Tomás de Aquino, por ejemplo, que ser el mayor poeta del mundo? (Ríen ambos). Claro, porque si tomamos a Spinoza, bueno, el concepto de Spinoza: «Dios es una sustancia infinita, que consta de infinitos atributos», es mucho más raro que la idea de los primeros hombres en la Luna, de Wells, que la máquina del tiempo, o que La máscara de la muerte roja de Poe, o que las pesadillas de Kafka; es mucho más raro eso. —Es decir, la fantasía literaria es más sencilla que la otra, que la mística. —Sí, pero claro, eso quiere decir que yo quiero llevar todo a la literatura, que es mi disciplina… —… O que es su religión. —O que es mi religión, sí (ríen ambos). Bueno, vendría a ser una afirmación vanidosa mía, pero ciertamente no es hostil, yo más bien admiro la imaginación de los teólogos, de igual modo que admiro la imaginación de los poetas; salvo que la imaginación de los poetas es mucho más pobre que la imaginación de los teólogos… y de los mitólogos también, que en realidad vienen a ser también teólogos. —Bueno, usted ha admirado la imaginación de Swedenborg, por ejemplo. —Sí, desde luego, bueno, ahí están las dos cosas, sí. —Claro, pero volviendo al libro al que me referí al principio de esta conversación; se trata, naturalmente, de la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano… —Sí, recuerdo haber leído que Gibbon escribió y reescribió el primer capítulo tres veces. Y que luego, según Leyton Strachey, dio con la entonación que convenía, dio con el tono que convenía; y entonces, claro, él siguió documentándose, escribió, por ejemplo, un capítulo sobre el islam —posiblemente cuando escribió el primer capítulo él no sabría nada sobre ese tema—, pero que ya había encontrado su estilo; es decir, su entonación. Y que una vez que dio con ella, siguió. Ahora, en mi mínima esfera de cuentista, me pasa lo mismo: si yo empiezo un cuento, un poema, y doy con la entonación justa, lo demás es cuestión de tiempo; de paciencia, de esperar, sobre todo, que me sean reveladas ciertas cosas. Pero ya he dado con lo importante, es decir, si tengo una página, ya esa página me dicta las otras, o me dice cómo deben ser escritas las otras. —Esto me recuerda aquella frase de Julien Green que recuerda Mallea: «Si el tono está, ya está casi todo». —Ah, ¿dijo eso? —Sí, y usted se refiere a la entonación… —Bueno, coincide exactamente con lo que yo he dicho. Yo no sabía que Julien Green hubiera dicho eso. Pero ¿qué raro el caso de él, eh?; él eligió otro idioma, el francés. Él escribió en francés y era americano. —Cierto. —Estuve conversando con una persona que me dijo que era una lástima que Conrad hubiera escrito en inglés, que hubiera privado a la literatura polaca de un gran novelista. Bueno, pero lo importante es que esas novelas se escribieran, el hecho de que se hayan escrito en un idioma accesible, en lugar de un idioma secreto, es una ventaja; no por desmerecer a la literatura polaca, ciertamente (ríe). Hasta el siglo XVII, más o menos, lo importante se escribía en latín; qué raro: Bacon escribió en inglés pero cuando se precisó una edición latina de sus obras —porque él quería divulgar sus ideas— él suprimió todo aquello que pudiera ofender a lectores, por ejemplo, que fueran católicos; debido a que quería ganar gente para su causa, y no quería molestarlos o alejarlos en modo alguno. De manera que el hecho de usar una lengua universal hacía que él fuera universal también. —Depende del propósito, claro. Hemos mencionado los vínculos, o la falta de vínculos entre la imaginación literaria y la imaginación teológica; pero en Gibbon se da la historia y la literatura, es decir, el nexo entre la historia y la literatura. —Es decir, entre el estudio de los documentos, que parece que fue exhaustivo —él tenía la responsabilidad propia de su siglo— y la redacción de todo eso. —Precisamente por eso usted ha dicho que su libro es una populosa novela… —Es que de hecho… claro, la historia es una novela. Bueno, es una historia… en inglés story significa cuento, y es una forma de history (historia). Viene a ser lo mismo, sí. —Y usted conjetura el momento en que Gibbon llega a Roma, conoce Roma, y de alguna manera, se anticipa ya en él lo que vendrá. —Sí, él dice que se le ocurrió la idea de su libro en Roma, y da las circunstancias precisas. Él quería ser un historiador, y quería que su obra fuera famosa; y pensó, al principio, en una historia de Inglaterra. Luego pensó que esa historia sólo podía interesar en Inglaterra, y como él quería salir de esa isla, y llegar al continente, y llegar al mundo; tomó como tema, bueno, ese pasado común de todos nosotros que es el Imperio Romano. Que es el pasado de todas las naciones de Europa, sin excluir a Inglaterra, naturalmente, ya que Britania fue durante cinco siglos una colonia romana; la más septentrional del Imperio. Y han quedado los caminos romanos, es curioso, y algo de la muralla de Adriano, que era la frontera septentrional del Imperio Romano; y que es lo que ahora divide a Inglaterra de Escocia. Y Kipling situó algunos cuentos en esa muralla, de la que casi ya no queda nada. Fue muy importante. Ahora Gibbon comenta el hecho de que los romanos no conquistaron Escocia, y dice que esa libertad de Escocia se debe no sólo al valor de los escoceses, sino al hecho de que los «señores del mundo», los romanos, desdeñaron la conquista de un país pobre y bárbaro, donde había tribus de salvajes que perseguían a los ciervos (ríe). —Siempre he pensado, Borges, que su mayor preocupación ha sido el tiempo; pero cuando usted habla del tiempo, yo no advierto que se refiera al tiempo histórico… hay una frase suya: «La realidad es siempre anacrónica». —No, pero yo me refería al hecho de que la realidad histórica está basada en teorías o en sueños de generaciones anteriores. Por ejemplo, digamos, Carlyle, Fichte, bueno, imaginan algo sobre la raza germánica, y luego eso es usado después por Hitler, pero mucho después; así que la realidad es siempre póstuma, podríamos decir también. Pero, no sé si eso puede aplicarse siempre. Y ahora, estamos viviendo, bueno, la idea de democracia es muy antigua, desde luego, ¿no?; y políticamente estamos viviendo de eso. Es decir, que de algún modo queremos parecemos a lo que soñaban Jefferson y Walt Whitman (ríe). —Y Platón y Aristóteles. —Y Platón y Aristóteles, yendo más atrás, sí, aunque no sé si la democracia sería la misma; yo creo que no, una democracia con esclavos como la de ellos… —Como la de los griegos. —Sí, un poco distinta de la nuestra, pero la idea es la misma, y la palabra, desde luego, también. 32 AFINIDAD CON SARMIENTO Osvaldo Ferrari: Una figura, de la cual usted se ha ocupado muchas veces, Borges, es la de Sarmiento. Jorge Luis Borges: Sí, yo he escrito sobre Sarmiento, he prologado una edición de Recuerdos de provincia, y me he referido muchas veces a él. Yo creo que Sarmiento y Almafuerte son los dos hombres de genio que ha dado este país. En cuanto a Sarmiento, puedo hablar —no sé si con imparcialidad, más bien con entusiasmo—, pero puedo hablar porque no hay ninguna vinculación política entre mi familia y él; al contrario, mi abuelo, el coronel Borges, bueno, se hizo matar después de la capitulación de Mitre, que fue derrotado por Arias en la batalla de La Verde —o en la batallita de La Verde sería—, pero, en fin, en las batallitas o en las pequeñas guerras se muere como en las batallas y en las grandes guerras. La batalla de La Verde fue en 1874, y había una superioridad numérica de parte de los revolucionarios, de parte de los «mitristas». Pero había una ventaja —una superioridad técnica de parte de los otros— porque, por primera vez en este país, se usaron los rifles Remington, que habían sido importados de los Estados Unidos, donde, sin duda, habrían servido en la Guerra de Secesión. En cambio, los revolucionarios eran muchos más; parece que habían recorrido la provincia de Buenos Aires juntando gente. Esa gente eran los peones de las estancias; los estancieros pensaban que no tenían por qué arriesgarse, ¿no? Pero mandaron a sus peones, como ocurrió en la revolución de Aparicio Saravia, en que los estancieros mandaron a sus peones. Por ejemplo, mi tío, Francisco Haedo, creo que mandó a muchos. —Cuando usted habla de Whitman, Borges, cuando usted compara a Whitman con Adán, yo tiendo a recordar a Sarmiento en este país que, en muchos campos, también se ha comportado como Adán. —Es cierto, yo no había pensado en eso, pero es verdad. Ahora, claro que Whitman se compara con Adán; hay un poema de él en que se compara con Adán temprano por la mañana, lo que da una linda imagen —no sé si para Whitman que escribió el libro, pero sí para el Walt Whitman que tiene algo de adánico, o adámico, como dice él. —Whitman sería un Adán en lo literario, un Adán de la palabra. Y Sarmiento, sí, también de la palabra, pero además de los hechos, de los hechos concretos: de la vida política, de la vida democrática. Usted me decía que hasta los eucaliptos, y hasta ciertos pájaros fueron traídos al país por él. —Los gorriones y los eucaliptos, que ya son parte del paisaje argentino, y fueron traídos de Australia, de donde son originarios. Tengo un recuerdo sobre los eucaliptos: hubo una epidemia de gripe española después de la primera guerra; entonces había grandes calderas en que quemaban hojas de eucaliptos —se suponía que era curativo—, eso fue en Ginebra, y yo olí el eucaliptos, que hacía tanto tiempo no olía, y pensé: «Caramba, estoy en el hotel Las Delicias en Adrogué, o en la quinta nuestra La Rosalinda». Me sentí otra vez en Adrogué, por obra del olor de esos eucaliptos, que se suponían curativos, en el año 1918, en Ginebra. —Vuelvo a Sarmiento, para recordar el hecho de que él identificaba su propia vida con la vida del país. Es decir, como si se tratara de un crecimiento al unísono, como si crecieran juntos, en aquel momento. —Es cierto, y la nostalgia de todo eso encuentra su expresión en el Facundo. Yo creo que lo que se ha escrito contra el Facundo de Sarmiento es falso. Porque para nosotros, Facundo es menos el hombre histórico Facundo Quiroga —a quien Rosas hizo asesinar en Barranca Yaco, según nadie ignora—, que el Facundo de la imaginación de Sarmiento; el Facundo soñado por Sarmiento. De modo que no importa que se encuentren datos contrarios a ese sueño, ya que ese sueño es el que perdura. Y si recordamos a Facundo —es que realmente tuvo mucha suerte Facundo Quiroga, porque le tocó ser asesinado de un modo dramático: en una galera, por la partida comandada por Santos Pérez—; y eso fue narrado, para siempre, por Sarmiento. De modo que cuando yo escribí un poema: «El general Quiroga va en coche al muere», y luego, cuando escribí otro poema «Barranca Yaco», para corregir el primero, era absurdo porque ya la historia había sido contada para siempre, y sigue resonando para siempre en nuestra imaginación, tal como lo refiere Sarmiento en el Facundo. De manera que el Facundo histórico no importa. Si importa es por influencia del libro. —En ese sentido, Sarmiento dice que Facundo fue lo que fue, no por accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos a su voluntad. —Y eso puede decirse de todos los hombres, claro, sobre todo si son fatalistas. —Usted lo ha dicho respecto de Oscar Wilde. —Sí, como yo no creo en el libre albedrío, pienso que podría decirse eso de todos los hombres del mundo, y de toda la historia universal. —Sin embargo, Sarmiento agregaba que Facundo era un espejo en el que se reflejaban algunos movimientos sociales de la época. —Bueno, él lo ve a Facundo como a un precursor de Rosas. —Claro. —Que lo hizo asesinar, pero eso no importa. Yo había empezado a decirle que, por lo que yo sepa, mis mayores no fueron partidarios de Sarmiento, sino sus enemigos, ¿no?, y una prueba de ello es que mi abuelo muere en esa revolución mitrista, muere en La Verde. Yo estuve en el campo de batalla de La Verde, y hay un error que yo quisiera aprovechar esta ocasión para corregir; hay una placa con una inscripción en el lugar, en la inscripción se lee que ahí las fuerzas revolucionarias comandadas por el coronel Borges, que cayó en la acción, fueron derrotadas por el coronel o el general Arias. Pero no, no es así, además es absurdo, porque si Mitre comandaba la acción, no iba a delegar el mando de las fuerzas en uno de sus coroneles. Ahí estaba también el coronel Machado, Benito Machado; estaba mi abuelo, el coronel Francisco Borges, había dos coroneles más. Pero, para no decir que Mitre fue derrotado, porque eso sería mal visto por el diario La Nación, por ejemplo, se dice que las fuerzas estaban comandadas por mi abuelo, lo cual es evidentemente falso, y que él cayó en la acción. No, él se hizo matar después, después de la acción; y él no pudo comandar las fuerzas, ya que un general que comanda una revolución, no va a delegar el mando de esas fuerzas en un coronel, por razones jerárquicas, además. De modo que ahí, en esa placa, lo hacen a mi abuelo comandar la batalla, y lo hacen también ser derrotado. Bueno, él fue derrotado como todos los que formaban parte de esas fuerzas revolucionarias, pero no fue él quien fue derrotado, fue Mitre, pero como no conviene decir que Mitre fue derrotado, ahí hacen que mi abuelo comande la acción y sea el derrotado. Es todo falso. —Creo que esta vez, Borges, queda del todo aclarada esta situación histórica. —Sí. —Se sostiene, Borges, que la pluma, en el tiempo, que sería equivalente a la de Sarmiento, es la suya. —Bueno, eso es absurdo (ríen ambos). Lo que se puede decir es que la pluma, en este caso, es más que la espada; ya que es más importante lo que escribió Sarmiento que el hecho, bueno, de las acciones militares de él, ¿no? —Pero lo curioso es que, en su época, un gran escritor podía llegar a ser presidente de la República, ¿no es cierto? —Sí, y creo que el genio de Sarmiento no fue retaceado por nadie; salvo por Groussac: ahora parece que Sarmiento —según un epígrafe del artículo de Groussac sobre él— le entregaba sus cuartillas a Groussac para que las limara, desde el punto de vista literario. Pero, cuando muere Sarmiento, Groussac publica un artículo en el cual empieza diciendo: «Sarmiento es la mitad de un genio»; lo cual —como me dijo Alberto Gerchunoff una vez— no quiere decir absolutamente nada. Porque, ¿qué es eso de ser la mitad de un genio?; ¿acaso el genio puede ser subdividido?; ¿acaso significa algo decir: «la mitad de» refiriéndose a algo mental?, ya que «la mitad de» parece referirse a algo cuantitativo y no cualitativo. Entonces «la mitad de un genio» no quiere decir nada, como me dijo Gerchunoff una vez. Gerchunoff, que fue quizá el único amigo de Lugones. —Pero hay otro aspecto que me parece importante que mencionemos, Borges, en Sarmiento. Y es la manera en que él resuelve esa permanente dicotomía, ese encuentro y desencuentro entre… —Civilización y barbarie… —No, entre… —Sí, pero ahora es más complicado, porque antes la barbarie correspondía a la campaña; la civilización —como etimológicamente puede decirse— a la ciudad. En cambio, ahora parece que no; parece que ahora tenemos una barbarie que corresponde a la ciudad también, que ha creado lo industrial, desde luego. —Yo me refería a la dicotomía europeísmo-americanismo, porque Sarmiento la resuelve con espíritu universal. Y eso marca, en nuestra cultura, una línea universalista, digamos. —Y yo lo resolvería así también. —Claro, por eso digo, fue dignamente continuado. —Porque en su tiempo, se suponía que la barbarie era lo rústico. Pero ahora, lo industrial ha creado un tipo de barbarie ciudadana también, ya que las fábricas parecen corresponder más a la ciudad que al campo. —Pero eso aquí y en todo el mundo. —Aquí y en todo el mundo, sí. —¿La barbarie tecnocrática? —Sí, desde luego, ahora, desgraciadamente, seguimos padeciéndola. Por lo menos en la calle Maipú, ¿no? (ríe), que no es ciertamente rústica. Aunque mi madre la recordaba sin empedrar. Bueno, claro que todas las ciudades han empezado siendo campo. Recuerdo aquella broma de alguien que preguntó: ¿por qué no edifican las ciudades en el campo?, y, precisamente es donde se edifican, ya que una ciudad no empieza siendo una ciudad sino un baldío, o siendo el campo directamente. —Bueno, pero también se sigue cultivando entre nosotros esa universalidad, que estaba en Sarmiento, y usted sabe que sigue estando en el espíritu argentino. —Yo creo que sí, y espero que esté en el mío también, aunque yo sea una parte ínfima de ese espíritu. —Yo me permito confirmárselo. —Bueno, muchísimas gracias. 33 EL CUENTO POLICIAL Osvaldo Ferrari: Hay un género, Borges, por el que usted y Adolfo Bioy Casares han mostrado predilección, ya que en 1943 y en 1951 realizaron dos antologías de ese género; me refiero por supuesto, al cuento policial. Jorge Luis Borges: Sí, que ha sido tan injustamente calumniado. Sin embargo, un género inventado por un indudable hombre de genio —Edgar Allan Poe— y que inspiró después a escritores como Dickens, como Stevenson, como Wilkie Collins, como Chesterton; me parece que bastan esos nombres para alejar toda crítica. Claro que se puede decir que hay pésimos textos policiales, de igual modo que hay pésimos sonetos, pésimas epopeyas, pésimas novelas históricas; en fin, cualquier género que citemos ha dado también frutos maléficos. Pero creo que bastan las obras de los escritores que yo acabo de mencionar, y que no son los únicos, ya que por qué no pensar en Nicholas Blake, o en Ellery Queen o en Eden Phillpotts, que bastarían para salvar el género. Además, yo recuerdo una vez en que le pregunté con cierta imprudencia a Pedro Henríquez Ureña si le gustaban las fábulas; entonces él me contestó —me dio una lección de sensatez—: «No soy un enemigo de los géneros». De antemano un texto puede ser una fábula o puede ser una novela policial; y eso no permite saber si es execrable o si es excelente. —Lo que importa es si es bueno o no. —Claro, sí, ya Boileau lo dijo: todos los géneros son buenos salvo el género aburrido. Ahora, en el caso de Edgar Allan Poe, lo raro es que él fija ciertas leyes dentro del cuento policial, que han sido seguidas por los continuadores más famosos, como Conan Doyle, por ejemplo. Es decir, se trata de la idea de un detective, que es un particular que resuelve misterios —todo eso siempre contado por un amigo, más bien estúpido, que lo admira—. Eso está esbozado en Auguste Dupin: es el amigo de él quien cuenta sus proezas. Luego eso lo tomó Sir Arthur Conan Doyle, y le dio un carácter de intimidad, que, desde luego, no existe. En los cuentos policiales de Poe, que pueden ser terroríficos —en el buen sentido de la palabra—: el caso de «Los crímenes de la calle Morgue»; o meros juegos intelectuales, como «La carta robada», ciertamente no se encontrará la intimidad que hay en los cuentos de Sherlock Holmes y de Watson. Yo estuve releyendo con mi hermana Norah los cuentos de Sherlock Holmes, lo cual es un modo de volver al pasado, ya que los leímos juntos hace tantos años, en diversas latitudes. Pero también pudimos comprobar que en esos cuentos de Conan Doyle, el argumento casi no importa; lo que importa es la amistad entre los dos personajes, y la relación —esa relación de amistad entre una persona que se supone muy inteligente (Sherlock Holmes) y una persona casi profesionalmente boba como el doctor Watson—. El hecho de que sean amigos, de que se quieran, de que uno sienta esa amistad, es más importante que lo que les sucede. Ahora, qué raro, le estoy diciendo estas cosas y recuerdo un libro argentino famoso: el Fausto de Estanislao del Campo. Cuando uno ha releído el Fausto, siempre se dice a sí mismo que lo importante no es la ópera contada a su modo por un gaucho; lo importante es la amistad de los dos aparceros. Y lo mismo, yo diría, sucede con los cuentos de Sherlock Holmes; aun con el mejor, que sería «La liga de los cabezas rojas». —Usted se refiere a los de Conan Doyle. —Los de Conan Doyle, sí, bueno, ahí lo importante es la amistad, y los comienzos de sus cuentos, que son casi más importantes que lo que sucede después; hay siempre una pequeña sorpresa: uno espera encontrárselos a Sherlock Holmes y Watson, bueno, junto a la chimenea, por ejemplo. Pero, a veces no ocurre así, a veces hay un cambio cualquiera, y ese cambio es agradecido por el lector también: hay diversos modos de entrar en el relato. Hay pequeñas variaciones sobre un tema ya conocido —que es el de la amistad entre esos dos personajes desparejos—. Y luego hay temas que recurren en la ficción policial y uno de ellos sería lo que se llama «The locked room mistery» (El misterio del cuarto cerrado), en que se da algo que parece imposible: una persona asesinada dentro de una pieza cerrada con llave. Y eso ha sido resuelto de muchos modos; Dickson Carr tiene muchas novelas cuya lectura es gratísima, pero después de leerlas, cuando uno llega al final, la solución del crimen es una miseria. Por ejemplo, en una de las del cuarto cerrado hay una ventana con barrotes, y está el fuego ardiendo en la chimenea. Y se encuentra ahí a un hombre a quien han matado de una puñalada pero no se sabe cómo puede haber entrado o salido el asesino. Luego llega la solución, que es trivial: el hecho es que ha sido herido por una flecha de hielo, y esa flecha después, naturalmente, la consume el fuego del hogar. Pero eso es una miseria, aunque la lectura del libro no lo es. —¿Una flecha de hielo?, ¿una estalactita? —Sí, una estalactita. Además, hay que suponer qué instrumento inventó él para lanzarla… podría ser un arco, pero yo creo que no. —Si se hubiera caído de la cornisa, pero no sé cómo se introduce en la habitación. —Sí, bueno, la solución es imposible, pero el misterio es grato. Ahora, hay un cuento de Israel Zangwill; y ahí la solución —que se ha repetido después— es ésta: quienes descubren el crimen, o uno de los que descubren el crimen, es el que lo ha cometido. Y además, para mayor sorpresa, es un inspector de policía. Y él entra con una señora, y dice: lo han matado. Ella naturalmente queda horrorizada, y él aprovecha ese momento para matar al hombre, a quien se le había dado un narcótico la noche anterior. Y después El misterio del cuarto amarillo; ese título es un verdadero hallazgo, cualquier otro color hubiera sido un error, ¿no le parece?: si hubiera dicho «Le mystère de la chambre noire» (El misterio del cuarto negro) ya no, el negro y lo terrible; «de la chambre rouge» (del cuarto rojo) no, está mal; «la chambre verte» (del cuarto verde) sería un poco ridículo. Pero «la chambre jaune» (el cuarto amarillo) es precisamente el color que se necesita, ¿no? —Creo… —Sí, ligeramente terrible. —Después tenemos el cuento policial en Chesterton. —En el caso de Chesterton, claro, vendrían a ser, yo diría, las obras maestras del género; ya que esos cuentos policiales son también cuentos sobrenaturales: en cada cuento se insinúa una solución sobrenatural. Y luego llega a una solución que debemos admitir como racional, dada por el padre Brown, o por otro de los detectives creados por Chesterton. Y además, esos cuentos —como me hizo notar Xul Solar— son como piezas de teatro, son como cuadros también… yo no sé si usted recuerda que Chesterton empezó tratando de ser un pintor; y luego dejó la pintura y el dibujo por la literatura, pero en la literatura siguió siendo un pintor. —Por eso es tan descriptivo. —Es tan descriptivo, y además todo se combina de cierto modo; y los personajes van apareciendo como si entraran en escena. Y siempre hay una mujer de pelo rojo, por ejemplo, y a esa mujer de pelo rojo uno la ve contra un crepúsculo naranja, digamos. —Cierto, los cielos que describe Chesterton son memorables. —Los cielos, los bosques, los paisajes, la arquitectura —la arquitectura de cada cuento es distinta—; hay algunos cuentos que están escritos para una catedral gótica, por ejemplo. Y el misterio ya se parece a eso; toma esa forma. Y otros construidos para los Highlands, las tierras altas de Escocia; y otros para las afueras de Londres, para esos ociosos jardines de las afueras de Londres. Y alguno sucede en París también: «El duelo del doctor Hirsch», por ejemplo. Y todo es adecuado a ese medio. Otro rasgo curioso de los cuentos de Chesterton es que nunca se castiga a nadie: claro, el padre Brown (el detective) es un sacerdote, y no puede entregar a nadie a la policía. De modo que el asesino puede morir, o puede ser arrestado, pero el padre Brown jamás es un inquisidor, digamos, un ejecutor, un verdugo; no, es un hombre indulgente. Y a veces, en algún cuento, por ejemplo en «El hombre invisible», bueno, el padre Brown descubre al asesino y conversan entre ambos. Se entiende que el asesino se ha arrepentido, que el padre Brown le ha dado la absolución, porque ya no se habla más de él; el destino ulterior de él no importa ya. Y el padre Brown tampoco queda manchado. —Sí, ahora, podría pensarse, Borges, que su predilección por el cuento policial se debe a que conforma un género parcialmente épico. —Parcialmente épico y además un género lógico —fíjese que en una novela psicológica todo se admite, se admite cualquier extravagancia que corresponda al carácter del personaje—. En cambio, en una época bastante caótica de la literatura, el rigor lógico fue salvado por el cuento policial, ya que un cuento policial es un cuento intelectual; es decir, es cuento que tiene principio, medio y fin, en el que nada es inexplicable. De modo que hay una satisfacción de la lógica en los cuentos policiales. —Quizás habría en el cuento policial un equilibrio entre literatura fantástica y literatura realista. —Sí, sería la literatura fantástica que trata de parecer realista. Pero realmente toda la literatura es, de suyo, fantástica. —Naturalmente. —Ahora, las leyes de juego cambian en cada época, de igual modo que cambia el valor o el poderío de las palabras. Si uno dice, por ejemplo, que Rubén Darío ahora resulta un poco anticuado, quiere decir que la magia que hay en toda palabra ha sido ya gastada para nosotros; en el caso de la palabra «cisne», de la palabra «princesa», de la palabra «lago», esas palabras sin duda tienen su magia, pero ya las ha gastado Darío; o hemos gastado esa magia nosotros, que hemos leído y releído a Darío. Y eso tiene que suceder en todo poeta que depende de ciertas palabras: esas palabras pierden su prestigio. Sin embargo, toda palabra puede ser mágica, y sería mejor que un poeta no se aficionara demasiado a ciertas palabras, porque entonces puede llegar a abusar de ellas, y ya el efecto es mecánico. —Claro. Pero, podemos decir que la magia o la sugestión del cuento policial en usted ha tenido un destino, porque hace poco ha escrito un poema que se llama «Sherlock Holmes». —Sí, pero eso ha sido recordando las lecturas de mi niñez, de mi adolescencia; y además, pensando que Sherlock Holmes es una especie de mito cariñoso de la memoria humana. Sherlock Holmes está en todas las memorias, su nombre se identifica enseguida. Podemos inclusive pensar que los cuentos son malos, pero, sin embargo, hay algo en algunos de esos cuentos… algo que el autor no entendió, ya que a Conan Doyle no le gustaban esos cuentos; y trató de matarlo a Sherlock Holmes en uno de ellos, pero la gente exigió que resucitara, que volviera. Entonces tuvo que escribir el retorno de Sherlock Holmes. 34 SU AMISTAD CON PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA Osvaldo Ferrari: Hace un tiempo Borges, hemos conversado —en realidad, en aquella audición casi me limité a escucharlo, como siento que debo hacer cuando usted evoca a algunos escritores—, hemos conversado sobre Alfonso Reyes. Hoy querría que nos acordáramos de otro ilustre vecino de la Argentina: de Pedro Henríquez Ureña. Jorge Luis Borges: Yo recuerdo, en primer término, el último diálogo que tuve con él. Fue, sería la una de la mañana, en la esquina de Córdoba y Riobamba. Y hablamos de aquel verso, de uno de los más altos poemas de la lengua castellana: «La epístola» del anónimo sevillano. Se acordó después que era un capitán español, que pasó o que murió en México; Andrade, creo que se llamaba. Pero él hubiera preferido ser anónimo, ya que en el poema él dice: «Una mediana vida yo posea un estilo común y moderado que no lo note nadie que lo vea». Bueno, pues yo recordé aquellos versos; el primer verso es ripioso, pero parece que todo poema rimado tiene que ser ripioso; lo importante es que no se noten demasiado los ripios, ya que la rima es un ripio, podría decirse. Yo recordaba aquellos dos tercetos, que dicen: «¿Sin la templanza viste tú perfeta alguna cosa? ¡Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta! No en la tenante máquina preñada de fuego y rumor, que no es mi puerta de doblados metales fabricada». Y luego, al final, dice —un verso muy misterioso, que yo había admirado antes con Eduardo González Lanuza—; al final dice: «Ven y sabrás al grande fin que aspiro antes que el tiempo muera en nuestros brazos». Que no sé exactamente qué quiere decir, o si quiere decir algo; pero, qué importa el sentido en la poesía, lo importante es esa magia —esa magia un poco inexplicable que hay en el verso—. Bueno, de lo que hablé con Pedro Henríquez Ureña fue de aquella línea: «¡Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta!». Y yo le dije a Ureña que esa imagen, «saeta», «sagita», parecía de algún latino. Y él me dijo que iba a ocuparse de averiguar eso. Efectivamente, a él le parecía muy probable que esa metáfora fuera traducida del latín. Además, en el siglo XVII no se consideraba que el hecho de trasladar un verso del latín a una lengua moderna fuera un plagio, como se dice ahora. No, al contrario, se consideraba que era mostrar que el castellano no era indigno de su alto ejemplo latino. Bueno, pues nos vimos esa vez con Ureña, y no lo vi más. Y al cabo de… no sé cuánto tiempo habrá pasado —mis fechas son vagas—, me avisaron que él había muerto, y que había muerto en tarea pedagógica. Él tenía una cátedra en La Plata, se apuró en uno de los andenes de Constitución, para tomar el tren —estaba con él un doctor… Cortina, creo que se llamaba—; los dos tomaron el tren, que ya estaba en movimiento, Ureña corrió un poco, acomodó su carpeta en la red, se sentó frente a Cortina, Cortina le dijo algo y Henríquez Ureña no contestó, y el otro comprobó que había muerto. Bajaron su cadáver en la primera estación después de Constitución —la de Barracas—. Es decir, habíamos recordado: «¡Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta!»; y la muerte le llegó en forma callada también a él, en un paro cardiaco. —Pero qué curioso. —Sí, ahora, yo escribí un cuento sobre eso; no recuerdo el cuento —quizá sea mejor olvidarlo—, titulado «El sueño de Pedro Henríquez Ureña». Y supe después que su hermano había tenido una muerte análoga, ya que su hermano, Max Henríquez Ureña, autor de una excelente Historia del modernismo, donde se señala el hecho de que el modernismo naciera —claro que bajo la tutela de Francia, de Hugo y Verlaine— en América, donde estábamos más cerca de Francia que España, que sólo geográficamente está cerca, pero que está separada por una larga historia de guerras, etcétera. Bueno, pues el hermano de Henríquez Ureña tenía que dar clase en la Universidad de Las Piedras, en Puerto Rico. Y llegó tarde, y también corrió —porque tuvo que subir una escalinata de mármol— en la Facultad, que yo conocí después. Él se apuró, y también tuvo un paro cardiaco. Es decir, esencialmente la misma muerte que su hermano Pedro. —Cierto. —… Yo no sé si Henríquez Ureña alcanzó a encontrar el original latino de aquel verso. Yo lo he buscado y no lo he encontrado desde entonces. Posiblemente él lo supiera y lo hubiera olvidado. Yo tengo el mejor recuerdo de Pedro Henríquez Ureña y, además, el estilo de él… bueno, él era un hombre tímido, y creo que muchos países fueron injustos con él. En España, claro, lo consideraban, digamos, un mero indiano; un mero centroamericano. Y aquí, en Buenos Aires, creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser, quizá, mestizo; el ser ciertamente judío —el apellido Henríquez, bueno, como el mío, es judeo-portugués—. Y aquí él fue profesor adjunto de un señor, de cuyo nombre no quiero acordarme, que no sabía absolutamente nada de la materia, y Henríquez Ureña —que sabía muchísimo— tuvo que ser su adjunto, porque, finalmente, un mero extranjero… el otro, claro, tenía esa inestimable virtud de ser argentino, y fue titular de esa materia que apenas conocía y que Henríquez Ureña conocía a fondo; la literatura española. Tengo el mejor recuerdo que puede tenerse de Henríquez Ureña; y una prueba de ello sería el hecho de que no pasa un día sin que yo lo recuerde. Recuerdo su bondad, su ironía… que era una bondad resignada. Fue un hombre… la gente nunca se portó bien con él; la República Argentina no se portó bien con él. España tampoco, vivió en el destierro siempre, nunca lo reconocieron del todo. Y, además, él no trató de juntar su obra; publicó un libro, Plenitud de España creo que se llama. Y luego, un libro que yo comenté, titulado Seis ensayos en busca de nuestro porvenir. No sé por qué esa parodia de «Seis personajes en busca de un autor», pero, en fin, él se resignó a ese título. Recuerdo la prosa de Henríquez Ureña; una prosa —como decía George Moore— casi anónima, es decir, él evitaba deliberadamente todo lo que fuera sorpresa. Pero el estilo era de él, y se notaba alguna suerte de sonrisa oculta que había en todo lo que él escribiera. Por ejemplo, en aquel tiempo se atacaba a la rima; yo publiqué un artículo —el primer artículo que publiqué en La Prensa—: «Milton y su condenación de la rima». Y Leopoldo Marechal dijo que si uno comparaba los poemas de Verlaine con la traducción en prosa de Enrique Díez Canedo, y de Ureña, la traducción era muy superior al original. Eso habría escandalizado, bueno, habría escandalizado al traductor y habría escandalizado… a todo el mundo. Entonces, Henríquez Ureña publicó una nota sobre ese artículo de Marechal sobre la ventaja de llevar a la prosa castellana los versos de Verlaine —que son, ante todo, musicales—. Y Ureña simplemente transcribió la nota, y escribió «en verdad», y luego puntos suspensivos (ríe), con lo cual ya estaba expresado su asombro. Yo tengo la impresión de que Henríquez Ureña —claro que es absurdo decir eso—, pero yo tengo la impresión de que él había leído todo; de que sabía todo. Y, al mismo tiempo, que él no usaba eso para abrumar en la conversación. Era un hombre muy cortés, y —como los japoneses— prefería que el interlocutor tuviera razón, lo cual es una virtud bastante rara, sobre todo en este país, ¿no?, en que más bien a una discusión se la ve en términos de perder o ganar, cuando realmente un diálogo tiene que ser una investigación de la verdad. Y si uno llega a un resultado, poco importa que sea el interlocutor o que sea uno el que lo dice, con tal de llegar a algo. —Bueno, también Macedonio Fernández era capaz de verlo así en cuanto al interlocutor. —Sí, Macedonio también. Pero Macedonio hacía más; Macedonio regalaba sus opiniones al interlocutor. Y decía: «Habrás observado che, sin duda, que has dicho…», y luego venía algo en lo cual el interlocutor no había pensado nunca. Sobre todo cuando el interlocutor era yo (ríe), porque yo, realmente, jamás había pensado esas cosas; y Macedonio me las atribuía, generosamente. Bueno, colaboré con Henríquez Ureña en un libro titulado Antología clásica de la literatura argentina, o Antología de la literatura argentina clásica, no recuerdo. Y recuerdo —yo soy tan haragán y tan ineficaz— que Henríquez Ureña hizo todo el trabajo; y, sin embargo, él insistió en que yo cobrara lo que me tocaba de la venta del libro, lo cual era evidentemente injusto, y yo se lo dije. Yo lo conocí a Henríquez Ureña en La Plata; en aquel momento eran profesores, entre otros, quizá para mí uno de nuestros máximos poetas: Ezequiel Martínez Estrada, a quien yo debo tanto. Conocí entonces a Henríquez Ureña, a Ezequiel Martínez Estrada, a Alejandro Korn. —¿El filósofo? —Bueno, llamémoslo así, por qué no. A su hijo, a Villafañe, a María de Villarino —una escritora platense—, a Sánchez Roblé y a Amado Alonso. Pero tengo la impresión de que Ureña sabía más que Amado Alonso, pero Alonso era fácilmente afirmativo, como lo son los españoles; y Henríquez Ureña no era afirmativo, era dubitativo, más bien. Eso era así en él por razones de cortesía, y el otro era fácilmente enfático, y Ureña no. Ahora, yo no sé si Ureña ha dado toda su medida en lo que escribió; posiblemente él dio, más bien, su medida en el diálogo. —Claro. —Tengo esa impresión. Y yo diría lo mismo, bueno, de Rafael Cansinos Assens, por ejemplo. —Y, nuevamente hoy, de Macedonio Fernández. —Y de Macedonio Fernández, también. Hay personas que dan su medida en el diálogo. Si Platón no es un autor dramático, como creía Bernard Shaw, entonces Sócrates daba su medida en el diálogo también. —Naturalmente. —Aunque siempre queda la posibilidad de que Sócrates fuera una invención de Platón. No, sin embargo, no; porque está el texto de Jenofonte también, aunque muestra un Sócrates un poco distinto. —Ahora, usted dice, en el prólogo a la Obra crítica de Henríquez Ureña, que él captó verdaderas y secretas afinidades de las repúblicas del continente. —Eso puede ser, porque yo no las he captado, pero parece que él sí lo hizo. —Sobre eso quería consultarlo… —Yo no sé, yo no he sentido eso; yo he pasado temporadas muy gratas en el Perú, en Colombia, en México, pero he sentido más bien las diferencias que las afinidades. Pero parece que Henríquez Ureña no, parece que él sentía las afinidades. —Y entonces, ¿por qué, Borges, verdaderas y secretas? ¿Cómo sabe usted que son verdaderas y secretas, en este caso? —No… la verdad es que no lo sé, posiblemente el estilo exigiera… (ríe). —(Ríe)… Una exigencia del estilo. —En todo caso, lo de secretas sí, pero lo de verdaderas quién sabe, ¿no? (ríe). Si yo reconozco uno de los epítetos, ya es mucho; estadísticamente es el cincuenta por ciento. —Las nuevas generaciones no saben cómo interpretar a Henríquez Ureña. Por ejemplo, se les dice que era cosmopolita, que era humanista; y parece que era todo eso. —Yo creo que no hay ninguna duda. —Pero, ¿de qué manera era todo eso? —Pero, eso no es peyorativo. —Al contrario. —Yo creo que nuestro deber es ser cosmopolitas; nuestro deber es realizar, en lo posible, aquel antiguo sueño griego, bueno, de ser «cosmopolita»: ciudadanos del mundo. Lo cual tiene que haber sido paradójico cuando se dijo, ya que los griegos se definían por su ciudad, ¿no?: Tales de Mileto, Heráclito de Éfeso, Zenón de Elea. De modo que es paradójico el paso que hay entre el decir soy ciudadano —la ciudad es una medida aún más exigua que la de un país—, y el decir, soy ciudadano del mundo, cosmopolita. Ahora al decir cosmopolita pensamos en un turista, en los habitantes de un hotel, por ejemplo. Pero la idea no es ésa; es la idea —como dijo Goethe, quien tradujo la palabra al alemán—: Weltbürger, es decir, ciudadano del mundo, lo que significa sentir que todas las ciudades son nuestra patria, y yo creo haber llegado a eso. En todo caso, tengo por lo menos cinco o seis patrias desparramadas en diversos continentes, y pienso… en Ginebra, pienso en Austin, pienso, bueno, pienso en Montevideo y pienso en Adrogué y pienso en Buenos Aires, con un afecto parecido, o el mismo. Ya que cada una de esas ciudades está vinculada a tantos recuerdos para mí, a tantos recuerdos íntimos, que el hecho de haber nacido en una o en otra, bueno, además, nadie recuerda su nacimiento, ¿no? (ríen ambos). —Casi podríamos pensar en el cosmopolitismo como en una vocación, en algunos casos. —Sí, yo creo que sí. —Y en cuanto al humanismo; a Henríquez Ureña humanista… —Bueno, él tenía el culto —que yo creo que todo hombre tiene que tener— de Roma, que viene a ser el culto de Grecia también. Ya que Roma, para mí, es una extensión helenística. Usted no puede concebir, digamos, el De Rerum Natura sin los filósofos griegos; no puede concebir La Eneida, que tiene, desde luego, valores propios, sin los poemas homéricos. Salvo que La Eneida es más rara, porque es, digamos, una epopeya; también es como una obra exquisita… es épica, pero también es un poco, bueno, como barroca, podríamos decir. Cada verso ha sido trabajado, cosa que —me dicen los que saben griego— no sucede con Homero, con quien se siente un gran mar, como un gran río, ¿no? Con La Eneida no; se siente, bueno, es un gran mar, pero también cada verso es memorable, y cada verso ha sido trabajado. O, como decía Virgilio de las abejas: «In tenue labor», es decir, está trabajado en lo tenue, en lo mínimo; cada verso ha sido trabajado. Es como si fuera una labor, bueno, uno no piensa solamente en el mar, sino en un ebanista, por ejemplo, en un joyero, cuando lo lee a Virgilio. Y es muy rara esa conjunción, no creo que se haya dado otra vez. —Es como un artesano. —Es como un artesano, sí. Pero es muy rara esa conjunción, no creo que se haya dado en otros escritores. —En el final de esta audición, tenemos que recordar que se cumplen los cien años del nacimiento de Pedro Henríquez Ureña. —Y bueno, yo creo que es absurdo esperar cien años para rendirle homenaje a Henríquez Ureña (ríen ambos). Vamos a suponer que le rendimos homenaje antes y después. —Naturalmente. —Que seguimos rindiéndole homenaje. Y en cuanto a mí, agradeciéndole las muy gratas horas de amistad y de discusión sobre literatura que he pasado con él. Sobre todo —yo tengo el amor de la literatura inglesa, él también— hemos hablado tanto de autores ingleses y, desde luego, también de otros autores, de autores clásicos latinos también. Ya que él tenía ese amor un poco arduo del latín, que yo trato de tener, a pesar de que mi memoria me falla. —Él nos ha demostrado, probablemente, que de alguna manera, en América Latina todos somos conciudadanos. —Sí, yo estoy seguro de eso. Y estoy seguro de que todos somos conciudadanos… que todos somos, digamos, europeos en el destierro; pero en un destierro que nos permite merecer no sólo una región o un idioma, sino todas las regiones y todos los idiomas que podamos aprender, o que tendremos que aprender. 35 RECUERDOS DE BIBLIOTECAS, REÑIDEROS Y POEMAS RAROS Osvaldo Ferrari: En muchas de nuestras conversaciones nos aproximamos sin darnos cuenta, Borges, a la biblioteca de la calle México; a la Biblioteca Nacional, que usted dirigió durante muchos años. Jorge Luis Borges: Sí. —Pero, desde hace tiempo, me interesa conocer el itinerario anterior, que finalmente lo llevaría a esa biblioteca; quiero decir, las bibliotecas en las que usted trabajó mucho tiempo antes de llegar a la Biblioteca Nacional. —Yo trabajé durante unos nueve años en la Biblioteca Miguel Cañé, en Carlos Calvo y Muñiz. Empecé como auxiliar segundo, y luego alguien insistió, quizá demasiado, en que me nombraron auxiliar primero, había una diferencia de treinta pesos, bueno, creo que treinta pesos son imperceptibles ahora, pero en aquel tiempo eran treinta pesos. Entonces, creo que Honorio Pueyrredón era el intendente, y él dijo que muy bien, que me harían auxiliar primero, a condición de no volver a oír mi nombre. Pero creo que, a lo mejor, lo oyó un par de veces después, ¿no? (ríen ambos). En fin, en todo caso, me ascendieron, y yo llegué a ganar —incredibili dictum— doscientos cuarenta pesos mensuales. Pero doscientos cuarenta pesos mensuales no eran desdeñables. Ahora, yo hubiera debido dejar esa biblioteca —era un ambiente asaz mediocre— pero seguí trabajando. No sé si la palabra «trabajando» es exacta; éramos, creo, unos cincuenta empleados, y nos asignaron un trabajo que tenía que ser lento. Yo recuerdo que me dieron libros para clasificar el primer día, y el manual de Bruselas, que emplea el sistema decimal —el mismo que se usa en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos—. Yo trabajé, y creo que clasifiqué casi ochenta libros —había que simular que se trabajaba cada día—, yo clasifique los libros y eso se supo; y, al día siguiente, uno de los compañeros vino a recriminarme, me dijo que eso era una falta de compañerismo, porque ellos se habían fijado un promedio de cuarenta libros para clasificar por día. Ahora, para fines de realismo, esos cuarenta no eran siempre cuarenta; podían ser treinta y nueve, treinta y ocho, cuarenta y uno, para que todo resultara más verosímil, ¿no?, según exige la novela naturalista. Entonces, me dijo que yo no podía seguir así, y yo, al día siguiente, clasifiqué treinta y ocho, para no quedar como presuntuoso. Bueno, y entonces, ¿qué sucedía?: el trabajo que teníamos que hacer se cumplía en, digamos, media hora o en tres cuartos de hora; y luego quedaba el resto de las seis horas, que estaban dedicadas a conversaciones sobre fútbol —tema que ignoro profundamente—, o si no chismes, o si no, por qué no, cuentos «verdes». Ahora, yo me escondía porque había encontrado una extraña ocupación: la de leer los libros de la biblioteca. Yo le debo a esos nueve años el conocimiento de la obra de León Bloy, de Paul Claudel; volví a releer los seis tomos de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon, y conocí libros de los que no tenía noticia. De modo que aproveché el tiempo. —En ese ámbito, usted se animaba a lecturas más arduas que en su casa. —Es cierto, sí (ríe). Pero eso tampoco estaba muy bien visto: el hecho de que yo leyera los libros. De modo que yo guardo un recuerdo agridulce… aunque, sin embargo, recuerdo algunas excelentes amistades; por ejemplo, la de Alfredo Doblas, un excelente compañero. Después había otras, menos recomendables; había uno, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tenía el orgullo de ser de Villa Crespo, y un día estaba lavándose, y yo vi su pecho, que era una suerte de mapa de cuchilladas. Una vez, alguien le preguntó si bailaba tango, y contestó: «¡La pregunta!; ¡soy de Villa Crespo!», con cierto orgullo. Además, me preguntaron a mí qué cuadro prefería, y yo pensé que se referían a telas o a óleos. Parece que no: se referían al cuadro de fútbol. Entonces, yo dije que no sabía absolutamente nada de fútbol, y me dijeron que ya que estábamos en ese barrio de Boedo y San Juan, yo tenía que decir que era de San Lorenzo de Almagro. Yo aprendí de memoria esa contestación, siempre decía que era de San Lorenzo, para no ofender a los compañeros. Pero noté que San Lorenzo de Almagro casi nunca ganaba. Entonces yo hablé con ellos, y me dijeron que no, que el hecho de ganar o perder era secundario —en lo que tenían razón—, pero que era el cuadro más «científico» de todos. —Eso le dijeron. —Sí, eran tan científicos… —Que perdían científicamente. —Sí, que no sabían ganar, pero lo hacían metódicamente, ¿no? (ríen ambos). —Ésta era, entonces, la biblioteca Miguel Cané. —Sí, la biblioteca Miguel Cané, y la dirigía Francisco Luis Bernárdez. Ah, bueno, y tengo también muy gratos recuerdos de Horacio Schiavo, que trabajaba allí. Pero al recordar estos dos nombres, Doblas y Schiavo, eso no implica que no tenga buenos recuerdos de otros que no nombro. Usted sabe, la memoria tiene sus vaivenes… y en este momento recuerdo especialmente a Doblas y recuerdo especialmente a Schiavo. —Claro. —Schiavo escribió un libro que se llamaba La catedral, se trataba de un largo poema dedicado a la catedral de Chartres. Yo escribí un poema sobre Schiavo después. Ahora, el poema de Schiavo, correspondía —por lo menos, en lo que se refiere a espacio— a la catedral de Chartres. Es decir, por ejemplo, tal sección del poema estaba dedicado a las naves, tal otra al pórtico, a los ábsides, a lo que fuera; y tenía, creo, el mismo número de versos que de metros o de yardas la catedral. Podemos decir, que era un poema simétrico. Claro que la idea no sé si era muy lógica, porque al ver una catedral uno puede apreciar la correspondencia; en el caso de un poema —el poema es de lectura sucesiva— y no sé si usted podrá darse cuenta exactamente de que tal parte del poema corresponde a la mitad de tal otra parte; es una idea rara. Doblas nos llevó, a Bioy Casares y a mí, a ver una riña de gallos. Yo había visto muchas en la República Oriental, pero Bioy no había visto ninguna. —¿Y dónde fue eso? —Fue en el barrio de Saavedra, donde ahora está el museo Saavedra. A ese museo contribuyó mi madre —ya que somos parientes de ese borroso prócer, don Cornelio Saavedra—. Había una estancia allí entonces, una estanzuela; y había un barrio pobre, y a ese barrio fuimos un domingo a ver una riña de gallos. Excelente espectáculo para un miope, ya que si usted está en el ring-side, digamos, los gallos están… y, a unos dos metros de usted. Y además, le dan a uno diarios, y uno los extiende sobre las rodillas para que no lo salpique la sangre de los gallos. —Ah, también eso. —Sí, ahora, los galleros entran en el redondel con el gallo bajo el brazo, y los ponen uno frente al otro. Al principio no pasa absolutamente nada, y luego hacen que se toquen los picos. Entonces, enseguida los posee una suerte de frenesí bélico, y se destrozan. Yo he visto gallos que ya no eran gallos, sino que eran como pájaros escarlatas, pero ya sin plumas. —Sobrevivientes. —Sí, sobrevivientes; estaban ciegos y seguían peleando. Son animales muy sencillos, yo no sé qué frenesí los posee. —Parece que el perro dogo argentino tiene esa característica también. —Ah, también. —Pelea hasta el final. Pero, Borges, usted siempre habló de la felicidad de las bibliotecas. ¿Lo sentía así en aquel tiempo? —Sí, pero lo que no me gustaba era la idea de que eso tenía que ver con esas seis horas (ríe); una felicidad medida. Y, además, me costaba trabajo estar solo, porque se entendía que había que conversar, que oír los últimos chismes… —Que había que cumplir con ese rito. —Sí, que había que cumplir con ese rito. Pero leí muchísimos libros y, en suma, bueno, guardo, trato de guardar un buen recuerdo de aquella biblioteca de Almagro Sur. Y luego, cuando subió el que sabemos al poder, entonces la municipalidad me nombró inspector para la venta de aves de corral y de huevos… yo, desde luego, no sé absolutamente nada sobre ese tema, y mandé mi renuncia, que es lo que se esperaba. Y, en realidad, eso finalmente me hizo mucho bien, ya que inmediatamente me llamaron del Colegio Libre de Estudios Superiores, yo empecé a dar conferencias —yo tenía que hacer algo—, bueno, gané bastante dinero, y además de eso tuve ocasión de recorrer toda la República y de ir un par de veces a Montevideo para dar conferencias. De lo contrario, yo me hubiera quedado «vegetando» en aquella biblioteca por un tiempo indefinido. No sé por qué, ya que cada año yo me decía: «Bueno, éste es el último año», y luego no sé qué cobardía impedía que yo la dejara. Me habían ofrecido una cátedra, pero era muy tímido, y pensé: «No, yo no podría decir una palabra en público»; entonces, me quedé nueve años en esa biblioteca, increíblemente. Recuerdo que pasaba todos los días de semana por San Juan y Boedo, y compraba siempre el mismo décimo de lotería. Ahora, ese décimo de lotería no recuerdo cuál era, pero concluía en el setenta y cuatro. Yo pensé: «Ya que mi abuelo se hizo matar en la batalla de La Verde, en la revolución del 74, después de la capitulación de Mitre, bueno, el año 74 me debe algo…», y fui fiel a ese número, y gané alguna aproximación alguna vez. Pero, simétricamente, cuando renuncié a ese cargo, ese número sacó «la grande». —Ahora, me ha llamado la atención el que, en su Antología personal, y en su Nueva antología personal, usted no incluye «La biblioteca de Babel», aunque sí, en cambio, su cuento «La muralla y los libros» que, probablemente, usted prefiere. —Es que «La biblioteca de Babel» es simplemente una tentativa, una vana tentativa de ser Kafka, me parece. Aunque dicen que el resultado es distinto —felizmente para Kafka, el resultado es distinto—, desdichadamente para mí. Claro, cuando escribí «La biblioteca de Babel», yo estaba empleado en esa biblioteca, y pensé que esa biblioteca infinita, que abarca el universo y se confunde con el universo, era para mí esa pequeña y casi secreta biblioteca de Almagro. —Después, tenemos el poema «Lectores». —Yo no recuerdo ese poema. —Bueno, en ese poema usted se asimila más a Alonso Quijano que a Cervantes… —Ah, a Alonso Quijano, sí. —Y dice del Quijote que… —Sí, creo que yo digo que Alonso Quijano tomó la decisión de ser Don Quijote, y salió de su biblioteca. En cambio, yo soy un tímido Alonso Quijano que no ha salido de su biblioteca, o «librería», como se decía entonces. —¿«En víspera perpetua de aventura», dice usted? —Es cierto, qué raro; las vísperas son lo más importante, tanto frente a los acontecimientos desagradables como a los acontecimientos gratos, las vísperas son terribles. —Ahora, Dumas propone lo anterior al revés: él dice que el verdadero hombre de acción es aquel que prefiere, ante todo, el recuerdo de la acción que protagonizó, y el demorarse en ese recuerdo. —Ah, está bien. Pero yo no sé si los hombres de acción se demoran en los recuerdos. —Según Dumas, sí lo hacen. —Yo sospecho que no, creo que son bastante superficiales. Posiblemente —vamos a elegir un ejemplo deliberadamente falso— la guerra de Troya significó más para Homero que para Héctor, o que para Áyax, o que para Aquiles. —Ah, claro. —Yo creo que la vida de un hombre de acción ha de ser bastante superficial. Es decir, una serie de momentos intensos, pero que quizá no se recuerdan. Bueno, yo pienso en las grisáceas memorias que dejó mi bisabuelo, el coronel Suárez; uno de los libros más aburridos que he leído en mi vida. Y, sin embargo, ahí se habla de la batalla de Ayacucho, de la batalla de Junín. —En las que él fue protagonista, claro. —Sí, y toda esa lectura es muy tediosa, y supongo que, para él, el recuerdo sería muy tedioso también. O, mejor dicho, podemos suponer que no tenía ningún talento literario, y que simplemente registró hechos como hubiera podido registrarlos un tercero. Bueno, es que, a la larga, todo lo que le ha sucedido a uno le ha sucedido a un tercero. Si uno recuerda una cosa muchas veces, la convierte en una especie de fórmula, ¿no? Hay gente que cuenta su propia vida, y lo cuenta del mismo modo; yo he oído a mi abuela contar hechos que tienen que haber sido importantes para ella, pero los contaba siempre con las mismas palabras. Eso quiere decir que ya el recuerdo había desaparecido. Quedaba algo que se repite de memoria… —Un mecanismo… —Sí, como se repite, o como repetimos un soneto; o como repetimos el Padrenuestro. 36 EVOCACIÓN DE KIPLING Osvaldo Ferrari: En algunas de nuestras últimas audiciones, Borges, nos hemos mudado, digamos, por un tiempo breve a la India; hemos hablado del budismo, de la cultura y la religión de la India. Jorge Luis Borges: Sí, un tema infinito, desde luego. —Y al pensar en la India, me acordé de un escritor cuyos cuentos usted lee y relee a lo largo del tiempo —parece ser una de sus preferencias permanentes—: Rudyard Kipling. —Desde luego, ¿usted querría que yo hablara sobre Kipling? —Bueno, imaginé que no necesitaba más que nombrarlo, y creo que es así… —Cuando Kipling murió, se habló de él, bueno, con un entusiasmo más bien tibio; pero ello respondía al hecho de que se lo juzgaba por sus opiniones políticas. Quizá convendría que un escritor no diera a conocer sus opiniones políticas, porque luego se lo juzga por ellas. Ahora, desde ya, el concepto que tenía Kipling del imperio, era un concepto noble. Es decir, él veía al imperio como un deber del white man, del hombre blanco. Y no sé si eso corresponde exactamente a la realidad, ya que, como dijo —hablando de otro imperio— Lope de Vega: «So color de religión / van a buscar plata y oro / del encubierto tesoro». Es decir, hay siempre una explicación económica de las cosas —la que prefieren los comunistas, que es la más melancólica—, pero, además, sin duda hay otras. Kipling pensaba en el imperio como un deber de Inglaterra, como un «fardo» de Inglaterra, ya que lo llamó: «The white man’s burden» (el fardo del hombre blanco). Más allá de ese juicio, ese sentido, digamos, ético y religioso del imperio, está en la obra de Kipling. Curiosamente, Kipling empezó escribiendo cuentos admirables, yo estaba releyendo, días pasados, los cuentos de Plain Tales of the Hills («Sencillos cuentos de las montañas») y hay tres o cuatro que son breves y casi secretas obras maestras; estoy pensando en «Beyond the Pale» («Más allá del límite»), «The Gate of Hundred Sorrows» («La puerta de las cien penas»), y en tantos otros. —Creo que los que usted menciona son los más perfectos. —Sí, pero luego, al fin de su vida, hizo algo completamente distinto, ya que los primeros son cuentos muy breves y relativamente sencillos —si es que algo sencillo puede existir en este intrincado universo—. Pero, al fin de su vida, en los últimos años ya, Kipling fue cambiando los temas; pasó, como alguien dijo, de los soldados y los marinos a los médicos. Y eso corresponde quizás, entre otras razones, y… al cáncer —no sé si usted sabe que a Kipling le hicieron dos operaciones de cáncer, y que murió después de la última—. Y hay un cuento «The Wish House» («La casa del deseo»), de Kipling, cuyo tema es el cáncer. Voy a recordarlo brevemente: se trata de dos mujeres, dos mujeres del pueblo, de Sussex, del sur de Inglaterra. Las dos mujeres conversan, una de ellas le comenta a la otra que ha sido, bueno, muy amiga de hacer favores, digamos. La otra, entonces, refiere esta historia: se trata de una mujer abandonada por su amante; y ella averigua después, que hay una casa —esa casa está en un barrio nuevo del pueblo, no tiene nada de particular—, que esa casa es una wish house, una casa donde se conceden deseos. Pero ese don mágico impone sus condiciones —ella averigua, o le cuentan, que ese individuo que la ha dejado ahora tiene otra querida, y que está enfermo, y se sabe que tiene cáncer—. Entonces, ella va a esa casa nueva, en una calle nueva, y llama; y luego ella siente que se acercan pasos del fondo de la casa, después un gruñido que casi no es humano, y ella sabe que hay alguien del otro lado de la puerta, que está esperando. Entonces ella le pide a ese algo o a ese alguien mágico, que lo que el hombre enfermo de cáncer sufra, se lo den a ella. —¿Que el sufrimiento de ese hombre pase a ella? —Sí, luego ella oye los pasos que se alejan, ella va a su casa —tiene ya la cama preparada—, se acuesta, y empieza a sentir al dolor del cáncer. Es terrible, ¿no? —Es terrible y muy noble. —Sí, y muy noble. Después esos dolores aumentan, ella le cuenta esa historia a su amiga, y se entiende que no van a verse más, porque ya ella está muriéndose. Y luego, la mujer tiene que tomar el último ómnibus —antes se ha descrito el té, que le ha preparado la otra, con las masas, con los dulces, con lo que fuere—… y, bueno, y ése es el cuento. —Es lindísimo. —Es un cuento muy lindo, sí. Y ella se cruza alguna vez con él, y nota que él está algo mejor; pero él no le habla, él no puede saber que ese dolor del cual está reponiéndose, bueno, ha sido tomado por ella. —¿Él nunca sabe eso? —No, él no lo sabe, ella le da su vida… le da su muerte, y él no lo sabrá nunca. Pero lo sabremos usted y yo, y los millones de lectores de Kipling. Es un cuento rarísimo, un cuento mágico, y el principio del cuento es trivial, porque él hace que esas dos mujeres —son mujeres del pueblo, son mujeres ignorantes— hablen de trivialidades, que una pondere el té que le ofrece la otra, cambien algunos chismes, y luego viene la historia, la terrible historia. Es uno de los últimos cuentos que escribió Kipling, y luego… lo alcanzó el cáncer también a él. Además, el hijo de Kipling murió en la primera guerra mundial —fue uno de los first hundred thousand (los primeros cien mil voluntarios) que Inglaterra mandó a Francia. Sí, entre ellos estaba, no podía faltar, el hijo de Kipling. Al hijo lo mataron, y Kipling nunca se refiere directamente a esa muerte; pero hay un cuento, en el cual hay un soldado romano que muere —ese cuento está muy cuidadosamente escrito—, y allí Kipling explica indirectamente —que es el modo más expresivo de decir las cosas— ese dolor, el de la muerte del hijo. Salvo que él no habla del padre, habla del tío, porque Kipling era muy pudoroso, parece que era un hombre tímido también; creo que se lo presentaron a Bernard Shaw, y que Kipling huyó. Es decir, ran like a rabbit (huyó como un conejo), porque sabía que Shaw era un hombre ingenioso, elocuente; que iba a enredarlo en una discusión. Y él tenía sus convicciones pero no le gustaba discutir. De modo que parece que ese diálogo duró muy poco. —Además, Kipling venía de un mundo del todo distinto. —Del todo distinto, claro; él tenía todo ese pasado en la India —no sé si usted sabe que Kipling supo hindi antes de saber inglés—. En un poema él se refiere al habla pagana, y es el hindi. Ahora, él tiene un cuento —se supone que es un sikh el que habla—, eso está escrito en inglés; yo se lo presté a un amigo mío sikh, y él me lo devolvió y me dijo: «Este cuento es admirable, yo he notado que, sin duda, Kipling lo pensó en hindi, ya que al leerlo yo iba retraduciendo cada una de las frases al hindi». De modo que él siempre se sintió vinculado a la India. Yo he conocido —he tenido algunos amigos hindúes—, y cada vez que se hablaba de la literatura de la India, bueno, ellos mencionaban casi en primer término el nombre de Kipling; es decir, lo consideran… —Incorporado… —Sí, podemos decir incorporado; y el hecho de que ahora sea un país independiente no tiene nada que ver, puesto que conocen el amor que Kipling profesaba por la India. Y tenía otra pasión Kipling —además de su India y de su Inglaterra— y esa pasión era Francia. Hay un poema suyo que se llama «A Song of Fifty Horses» («Un canto de cincuenta caballos») que eran los cincuenta caballos de su coche. Entonces, él se dirige a esos cincuenta caballos, les dice que van a viajar por Francia; y hay tres o cuatro estrofas, y cada una de ellas termina diciendo: «It is enough, it is France» (Es suficiente, es Francia). —Él obtuvo el Premio Nobel a principios de siglo, y… —Sí, y era famoso entonces, ya que él publicó Kim en el año 1901 —ese libro fue ilustrado con fotografías de bajos relieves ejecutadas por su padre, Lockwood Kipling— y, curiosamente, esta mañana yo le mostré a una señora de La Prensa, la señora de Barili, esas ilustraciones, de tipos hindúes en la undécima edición de la Enciclopedia Británica, ejecutadas por el padre de Kipling. Ahora, Kipling nació en la India, porque a su padre —creo que Kipling era sobrino de William Morris, el traductor de las sagas escandinavas—, a su padre lo mandaron a la India con un cargo oficial, para defender la artesanía hindú contra el arte comercial británico. El gobierno inglés nombró a una persona para que defendiera la artesanía de la India, y esa persona fue el padre de Kipling. Ahora, él ya había engendrado a su hijo cerca de un lago —no sé en qué parte de Inglaterra queda— que se llama Rudyard; y por eso él se llama Rudyard Kipling. De modo que él no tenía sangre hindú, como muchas personas han imaginado. Pero nació en la India, en Bombay, y el primer libro de poemas suyo, que se llama The Seven Seas (Los siete mares), está dedicado a la ciudad de Bombay. Y alguna vez él habló con desdén de los ingleses de Inglaterra, a quienes llama «the islanders» (los isleños) (ríe). —Claro, él es continental. —Sí, y hay un poema en el que dice: «Qué saben de Inglaterra los que sólo saben de Inglaterra». Es decir, él conocía el imperio, y tiene escrito otro libro The Five Nations (Las cinco naciones), que serían Inglaterra, la India, el Canadá, Sudáfrica y Australia. Él recorrió todas esas tierras, y escribió sobre ellas con mayor o menor entusiasmo. —Ahora, ¿usted lo asocia con una generación de escritores o lo ve como una figura solitaria dentro de la literatura? —Yo creo que todo escritor que vale es una figura solitaria. —Naturalmente. —Además, en este caso particular, como dijo Novalis: «Cada inglés es una isla». Ahora, es raro pensar que Kipling vuelve a Inglaterra un poco antes de 1890, y es contemporáneo de Oscar Wilde, de lo que llaman «the yellow nineties» (los noventa amarillos); toda esa literatura decorativa y esa pintura decorativa; bueno, él y Wells y Shaw son contemporáneos de escritores más bien decorativos como Wilde. —Sin embargo, no se los vincula. —No, no se los vincula, pero son estrictamente contemporáneos. —Claro. —Y Wilde escribió, con algún desdén, de Kipling: A genious of dropping haches («Un genio que no pronuncia las haches»), porque la gente vulgar no pronuncia la hache en inglés. Y luego dijo Wilde, que cuando uno lee los Plain Tales of the Hills («Sencillos cuentos de las montañas») de Kipling, uno va volviendo las hojas, y uno está leyendo la vida misma, iluminada por espléndidos destellos de vulgaridad (ríen ambos). De modo que Wilde habló con algún desdén de esos «espléndidos destellos de vulgaridad», pero, al mismo tiempo, se dio cuenta de que era un genio. —Un equivocado desdén, además, en este caso. —Sí, ahora, viajando, últimamente, tengo la impresión de que es más apreciado Kipling en Francia que en Inglaterra… no sé, debido a otros escritores está un poco olvidado; en cambio, en Francia, no. Como dijo un crítico francés: era el inglés de un modo muy eficaz, muy enérgico y, además, muy nuevo. Ahora, claro, los grandes contemporáneos de Kipling eran socialistas; por ejemplo Bernard Shaw, o Wells o Bennet, y lo juzgaban a él en función del imperio, que no les interesaba. Pero, al mismo tiempo, parece que uno de los hechos periódicos de Europa es el descubrimiento del Oriente —de esa vaga cosa que llamamos Oriente, que quizá los orientales mismos no sientan—, porque yo no sé, bueno, si un persa está cerca de un chino; yo no creo que tengan afinidad, yo no creo que un árabe y un japonés tengan alguna afinidad. Pero para nosotros sí; componemos esa cosa, bueno, esa cosa heterogénea y magnífica que llamamos el Oriente. Y diríase que cada tanto tiempo, cada tantos siglos, ese Oriente es descubierto por Europa. Y ahora el Oriente está descubriendo al Occidente, eso es evidente. —Cierto. —Bueno, pues algunas etapas vendrían a ser… por ejemplo, sin duda los griegos sintieron así la India, sintieron a Egipto también, que es el Oriente o está muy cerca. Y luego, los viajes de Marco Polo, Las mil y una noches; y uno de los últimos descubridores del Oriente fue, indudablemente, Kipling. Claro que el Oriente que él conoció fue, sobre todo, la India; pero ya ese Oriente es hindú y es islámico también; y es muchas cosas, ya que la India, como los Estados Unidos —y más que los Estados Unidos—, no es un país sino muchos países, muchas religiones, muchas razas, y una historia muy compleja de hostilidades entre las diversas partes. Pero, además de eso, tenemos la poesía de Kipling, y un rasgo que creo que nadie ha notado, y es que Kipling, que manejó con tanta felicidad la forma más difícil del verso, no ensayó nunca el soneto. Y posiblemente lo hizo porque pensaba que el soneto era algo que se veía como intelectual, algo que se veía como correspondiente a cierto tipo de poesía; y él no quiso defraudar esa idea de ser un escritor popular, e intentar el soneto. Lo cual es una lástima, porque él habría honrado el soneto. —Sin duda. Creo que va a ser interesante, Borges, que, con Kipling, volvamos a Oriente en otra oportunidad. —Muy bien. 37 BORGES Y LA MEMORIA Osvaldo Ferrari: Hablamos hace poco, Borges, de su personaje Funes y de la memoria, y recordábamos ese apelativo «el memorioso», que yo le he dicho que a veces se le aplica a usted, que lo inventó, en Buenos Aires, en los últimos tiempos. Jorge Luis Borges: Con toda injusticia, ya que mi memoria ahora es una memoria… de citas de páginas de versos leídos; pero en cuanto a mi historia personal, bueno —será que yo la he transformado en fábula o he tratado de urdir fábulas con ella—, pero si usted me pregunta algo sobre mi vida, yo me equivoco. Sobre todo en lo que se refiere a los viajes y al orden cronológico de esos viajes. En lo que se refiere a fechas, fuera del año cincuenta y cinco… bueno, eso está vinculado, desde luego, a la revolución, de la que esperamos tanto y que nos dio bastantes cosas también. Al hecho de perder la vista. Y luego, me hicieron director de la Biblioteca Nacional ese año, en el cincuenta y cinco; de modo que se trató de hechos muy graves, algunos sobre todo para mí. Pero fuera de eso, mi memoria es más bien una memoria de citas. Creo haber recordado alguna vez aquella ocupación melancólica de Emerson, que se refiere a un texto que se llama Quotations (Citas) y dice: «Y la vida misma se convierte en una cita». Es un poco triste, uno llega a ver la propia vida, los dolores, las desdichas propias; uno llega a verlas… y entre comillas, digamos. Y es terrible, ¿no? Bueno, pues mi vida es un poco así ya para mi falible memoria: una serie de citas. Pero quizá, ya que yo nunca he estudiado nada de memoria, esas citas son citas de textos que se han impuesto a mi memoria. Que me han emocionado hasta tal punto que son inolvidables ahora. Y también tengo recuerdos de versos tan malos que son inolvidables. —(Ríe). Habría algunas conjeturas posibles respecto de su memoria, de lo que podríamos llamar su memoria literaria en este caso. —Bueno, yo creo que convendría no olvidar lo que dijo el filósofo francés Bergson, que afirmó que la memoria es selectiva, es decir, la memoria elige. Naturalmente si las personas son o tienen un temperamento patético, tienden a recordar las desdichas, ya que las desdichas les sirven para sus propósitos de elocuencia patética. Pero, como yo no soy patético, o trato de no ser patético, olvido los males y el recuerdo de las desdichas. Y aquí hay una cita inevitable del Martín Fierro que dice: «Sepan que olvidar lo malo también es tener memoria». Ahora, yo creo que la memoria requiere el olvido. En cuanto a la justificación de ese parecer, precisamente en ese cuento mío «Funes el memorioso» —claro que es un caso hipotético el de Funes: un hombre abrumado por una memoria infinita— él recuerda cada instante, no recuerda a una persona sino cada una de las veces que la vio, recuerda si la vio de frente, de perfil, de medio perfil. Recuerda la hora del día en que la vio; es decir, recuerda tantas circunstancias que es incapaz de generalizar, es incapaz de pensar —ya que, bueno, el pensamiento requiere abstracciones, y esas abstracciones se hacen olvidando pequeñas diferencias y uniendo las cosas según las ideas que contienen—. Y mi pobre Funes es incapaz de todo ello, y muere abrumado por esa memoria infinita. Muere muy joven creo recordar. —Claro, y por eso la conjetura pasa por allí justamente: usted dice que la memoria exige de alguna manera el olvido; entonces, ¿la memoria literaria de Borges puede sentirse a veces —en esto lo consulto— abrumada como la de Funes, y necesitar la conversación para mitigar su peso? —Y… en todo caso, me gusta mucho conversar. Claro que me gusta recordar también. Ahora, he llegado a olvidar —creo haberle dicho otra vez— que yo he repetido el mismo concepto en distintas formas y no me he dado cuenta de eso: hay cuentos míos que, en todo caso, pueden ser juzgados como variaciones de otros. —El olvido creativo y la memoria creativa. —Sí, un olvido y una memoria creativa. No sé si le hablé de aquellos dos sonetos sobre el ajedrez, sobre el cuento «Las ruinas circulares», y sobre un poema cuyos infinitos eslabones son tigres. Bueno, y esos tres casos corresponden exactamente a la misma idea. Pero yo no me di cuenta de eso. Y luego hay otro tema, que yo repito con variaciones —con variaciones tan variadas que no me doy cuenta de que estoy repitiéndolo— y es el de algo precioso; el de un don precioso que resulta terrible, intolerable. Precisamente hace un momento hemos recordado la memoria infinita de Funes —una memoria infinita parece un don, sin embargo, mata a quien la posee, o a quien es poseído por ella—. Ésa vendría a ser la misma idea de «El Aleph»: aquel punto donde convergen todos los puntos del espacio, que puede abrumar a un hombre. Y otro cuento «El Zahir»: un objeto inolvidable que, al ser inolvidable y al estar, entonces, el protagonista, recordándolo continuamente, no puede por ello pensar en otra cosa; se vuelve loco o está a punto de volverse loco cuando escribe el cuento. Es la misma idea, o bien «El libro de arena»: un libro infinito, también resulta atroz para quien lo tiene. De modo que vendrían a ser variaciones sobre el mismo tema: un objeto precioso, un don precioso que resulta terrible. Y sin duda escribiré otros cuentos con el mismo argumento, o, mejor dicho, ya he escrito uno para mi próximo libro: La memoria de Shakespeare, que se trata de un erudito alemán que posee o que es poseído por la memoria personal de Shakespeare —por la memoria de Shakespeare pocos días antes de su muerte— y que al final está como inundado por esa memoria infinita, y tiene que transferírsela a otro antes de volverse loco. Es decir, es el mismo cuento y yo voy ensayando variaciones. Pero quizá la literatura universal sea una serie de variaciones sobre el mismo tema. Sobre todo acerca del tema de amantes separados, o de amantes que se encuentran y se desencuentran. Bueno, ése es un tema infinito. —Esas variaciones pueden llevar a una mayor perfección del cuento, pero, lo que quiero preguntarle es si usted ha sentido, a la manera de Funes, miedo frente a su memoria alguna vez. —No, porque mi memoria elige; ha elegido algunos hechos, y ha tratado de olvidar los hechos adversos. —Y la memoria literaria, digamos, ¿no ha sido de ninguna manera abrumadora en su caso?, o ¿usted no lo sintió así? —No, tengo que pasar alguna parte de mi tiempo solo; entonces, tendido en la cama empiezo a recitar estrofas. Sobre todo estrofas de Verlaine, estrofas de Swinburne, estrofas de Almafuerte también; muchos sonetos de Quevedo —que no sé si me gustan, pero que en todo caso son inolvidables para mí—, un soneto de Banchs que siempre repito: el soneto del espejo, y algún poema de Juan Ramón Jiménez. Y además, bueno, por qué no de poetas latinos, de poemas anónimos sajones… —De modo que su memoria sería una compañía permanente para usted. —Y… de algún modo es una antología. —Claro. —Aunque yo sé que las mejores antologías son las que hace el tiempo. Si usted considera una antología, digamos Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana de Menéndez y Pelayo. En principio está bien, porque son poesías elegidas por el tiempo —aunque el tiempo también se equivoca, ya que no creo que entre las mejores poesías de la lengua castellana esté «Érase un hombre a una nariz pegado» de Quevedo, por ejemplo, o «La vaquera de la Finojosa» del Marqués de Santillana; que son más bien dignas de olvido y de perdón—. Bueno, pero más o menos la antología está bien hasta que uno llega al presente, entonces, naturalmente Menéndez y Pelayo tiene que pensar en sus colegas, en los contemporáneos, y nos encontramos con poetas hoy felizmente olvidados (ríen ambos). Curiosamente Menéndez y Pelayo escribía mejores versos que sus amigos, los españoles contemporáneos, pero no se incluyó en la antología. Otro aspecto particular del caso de Menéndez y Pelayo: nadie lo recuerda como poeta. Bueno, Homero Guglielmini sabía de memoria la larga epístola a Horacio de Menéndez y Pelayo. Yo no la sé de memoria, pero recuerdo algunos versos felices, y alguno misteriosamente feliz; salvo que la excelencia literaria es siempre misteriosa, es siempre inexplicable. Yo recuerdo estos dos pasajes. Uno es muy breve, es una línea: «La náyade en el agua de la fuente». Eso es muy grato, no hay ninguna metáfora, hay una imagen desde luego, pero la idea de la imagen visual de la náyade en el agua de la fuente parece trivial, parece que lo importante son las palabras, ¿no? —Es sencillo y directo. —Sí, y luego aquel otro que habla de, bueno, del rapto de Europa por Júpiter, que toma la forma de un toro y se la lleva nadando. Dice: «Que el niveo toro a la de cien ciudades Creta, conduzca la robada ninfa». Ahora, «niveo» es una trivialidad, y sin duda «Creta, la de cien ciudades» es una traducción del nombre griego de Creta. Pero, queda bien el hipérbaton; la inversión. La palabra «conduzca» no es feliz, pero no importa; está llevada por la corriente del verso, por el ímpetu del verso. Y sin embargo, la gente lo recuerda ahora a Menéndez y Pelayo, bueno, como historiador de la literatura, como crítico (era un crítico muy arbitrario, sobre todo él negaba todo lo extranjero y exaltaba lo español). Un poco a la manera de Ricardo Rojas en la Historia de la literatura argentina. Salvo que esa literatura argentina era un poco conjetural; en fin, se me ocurre que el trabajo de Menéndez y Pelayo era más serio. A pesar de eso, recuerdo una broma de Groussac sobre Menéndez y Pelayo. Éste había publicado una Historia de la filosofía española; y decía Groussac: «Título un poco abrumador, pero que corrige la severidad del sustantivo filosofía con la sonrisa del epíteto español» (ríe). Eso está en uno de los mejores libros de Groussac, y creo que no se ha traducido al castellano: Un enigme litteraire (Un enigma literario) sobre lo que se ha llamado el falso Quijote, o la continuación del Quijote, que alguien escribió, y que llevó a Cervantes a escribir —felizmente para él y para nosotros— la segunda parte del Quijote. Que yo sepa, ese libro no ha sido traducido, y es uno de sus mejores libros —él lo escribió en su idioma, en francés—. Groussac quien veía su destino como frustrado: él hubiera querido ser un gran escritor francés, y llegó a ser un escritor, digamos célebre, aquí. Pero, como él observó entonces —y eso ya no sería cierto ahora—: «Ser famoso en América del Sur no es dejar de ser un desconocido». Ahora, en cambio, ser de América del Sur es ser famoso, yo diría, ¿no? (ríen ambos), después de lo que se ha llamado el boom latinoamericano. —En cierto sentido… —Sí, pero Groussac en su tiempo todavía podía sentir… —Inversamente. —Sí, inversamente sentía que la América del Sur era un rincón un poco olvidado del planeta. Y ahora quizá es demasiado recordado; ya que nos atribuyen continuamente virtudes, que no sé si son ciertas, y que en mi caso son inmerecidas. —(Ríe). De manera, Borges, que la memoria sería una grata compañera, que además nos da la posibilidad de crear. —Y nos da la posibilidad de haber conversado durante un cuarto de hora, yo creo (ríe), lo cual no es menos precioso en este día. —(Ríe). Más o menos eso, más o menos quince minutos. 38 LOS GRUPOS «FLORIDA», «BOEDO» Y LA REVISTA SUR Osvaldo Ferrari: He querido que usted me contara, Borges, cómo fue, hacia los años treinta o treinta y uno, el impulso que dio comienzo a la revista y al grupo Sur. Jorge Luis Borges: Yo sé muy poco de Sur, sé que estábamos en casa de Victoria Ocampo y que ella formó un comité de redacción. Entonces, en él aparecieron personas que no podían ser consultadas, por ejemplo, Waldo Frank, José Ortega y Gasset —no sé si Alfonso Reyes estaba en Buenos Aires o no—; y luego todas las personas presentes —para no ofenderlos, aparecieron también en el comité de redacción—. Personas como Alfredo González Garaño, como María Rosa Oliver, que no tuvieron nada que ver con la revista después. Pero Victoria Ocampo quería ser generosa…, el que puede hablarle sobre todo esto es José Bianco, que fue realmente el director de la revista. Antes de él Carlos Reyles, pero menos —hijo del novelista uruguayo Reyles—, y después Bianco. Y yo remplacé a Bianco durante un par de meses. Ahora, qué raro; Victoria era una persona fácilmente dictatorial, digamos, pero no se inmiscuía en la revista: ella no sabía qué iba a publicarse de un número para otro. Ese título, Sur, creo que fue sugerido… yo no sé si por Eugenio d’Ors o por Ortega y Gasset. Creo que por Ortega: Sur, que es un lindo nombre. Yo le hice una broma a Victoria —le dije que con qué derecho ella, que vivía en San Isidro, le ponía Sur de título a una revista— si hubiera sido de Lomas o de Adrogué, en fin, se hubiera entendido más, ¿no? Y luego, Drieu La Rochelle mandó un artículo rarísimo —que se publicó, no sé por qué—, él era un excelente escritor, y parecía que lo hubiera escrito con cierto desdén, porque firmaba: «Pierre Drieu La Rochelle, le reveur des bordes de la Seine» (Pierre Drieu La Rochelle, el soñador de orillas del Sena). Pero ¿no es raro?; y en ese artículo él señalaba que ya que la revista se llamaba Sur, por qué no se había tomado en cuenta, digamos, a Australia, a Nueva Zelanda, a Sudáfrica… que el Sur no estaba limitado, digamos, a lo que se llama el Cono Sur. Yo no sé por qué mandó ese artículo, quizá un poco en broma; o quizá porque la idea de una revista en Buenos Aires no le parecía muy seria, ¿no? Él veía esa revista como perdida precisamente en el Sur, Pero fue un lindo grupo. Y yo, realmente, mi nombre aparece en el comité de colaboración, pero yo no opiné jamás sobre los originales. Quien dirigió la revista de hecho fue José Bianco, y eso no se reconoce ahora; ya que ponían: Directora: Victoria Ocampo, Secretario de redacción: (primero Carlos Reyles, durante un par de meses apareció mi nombre, porque Bianco había hecho un viaje a Europa, y luego José Bianco). De modo que el destino de Sur, fuera de ciertas colaboraciones, bueno, un poco obligatorias: el conde de Keyserling, Waldo Frank, Ortega y Gasset, fue decidido por José Bianco. Y la gente ha sido muy injusta con él. Por ejemplo, le preguntaron por qué nunca había publicado nada de Roberto Arlt, y él contestó —con toda lógica— que Arlt no había mandado nada, y que no tenían por qué publicarle colaboraciones inexistentes, ¿no? (ríe). Él dirigió con excelente criterio la revista. —En ese mismo artículo, en esa misma carta de Drieu La Rochelle que usted mencionó, él le sugiere a los escritores argentinos de entonces que no se apuren a decir: esto es nuestro sur, esto es argentino… —Tenía razón, casi no se ha dicho otra cosa después, ¿eh? Hemos estado tan atados a la geografía, y hasta a la topografía: usted recuerda esos dos grupos ilusorios, que ahora se estudian en las universidades: el grupo de Florida y el de Boedo —que no existieron nunca—. Eso fue organizado por Roberto Mariani y por Ernesto Palacio, que recordaron que en París había cenáculos literarios, había polémicas, y que convenía que los hubiera aquí también. Entonces, inventaron esos dos grupos, y me avisaron a mí al día siguiente; y yo les dije: bueno, la calle Florida la conozco de sobra, me gustaría que me pusieran en el de Boedo, que no conozco. Pero me dijeron que no, que la repartición ya estaba hecha (ríe). Y entonces me tocó a mí el grupo de Florida, pero hubo algunos escritores —por ejemplo Nicolás Olivari o Roberto Arlt— que eran de ambos grupos, ya que esos grupos eran… Bueno, eran una especie de truco, de propaganda. Y ahora todo eso se estudia —se estudian también los epitafios—; y esos epitafios, publicados en Martín Fierro —que es donde se especializaron en todo eso— estaban generalmente redactados por los mismos interesados, ya que nadie quería atacar a nadie. Entonces, uno de ellos lo escribía, se hacía una broma a sí mismo, y luego lo firmaba un escritor del otro «bando»; y se creaba ese simulacro de una guerra, que fue de lo más incruenta, de lo más amistosa que puede haber. Lo cual es mejor así, porque ¿qué puede sacarse con el hecho de que los escritores se malquieran, o de que la gente se malquiera? —Esta declaración suya, Borges, va a escandalizar a aquellos que realizan las antologías, a los que clasifican o historizan la literatura. —Y… desde luego, la historia de la literatura está hecha un poco de ese tipo de simulacros, ¿eh? Y quizá Francia tenga alguna culpa, porque muchos escritores, en Francia, escriben en función de la historia de la literatura. Usted ve que todos se clasifican: por ejemplo, son escritores de la derecha, de la izquierda, de tal región; son normandos, son meridionales. Y todo eso profesional y enfáticamente. En cambio, claro, aquello que decía Novalis: «Cada inglés es una isla», bueno, los ingleses son individualistas; y ha habido menos movimientos literarios entre ellos, aunque, desde luego, el gran movimiento romántico empieza en Inglaterra, y empieza oficialmente con la publicación de las baladas líricas de Coleridge y de Wordsworth. Pero, realmente todo eso venía haciéndose solo. Hubo el grupo de los prerrafaelistas también. Después no, porque… Ezra Pound intentó algo con los imagistas, pero no creo que nadie lo recuerde ni que tenga mayor importancia. Además, la teoría era falsa: la idea de querer reducir la poesía a una imagen. Bueno, quizá un poco menos falsa que la nuestra, basada en Lugones, de reducir la poesía a la metáfora —que es una de las tantas figuras retóricas nada más, pero que no es esencial—. Creo que días pasados le dije que en la poesía japonesa —por lo que yo he podido conocer a través de versiones inglesas, alemanas, y sobre todo americanas del Norte— no hay metáforas; es como si se sintiera que cada cosa es única, que no puede metamorfosearse en otra. En cambio, se usa mucho el contraste. No sé si hemos recordado aquel haikú famoso: «Sobre la gran campana de bronce se ha posado una mariposa». Ahí está el contraste, entre la maciza campana y la frágil mariposa. Pero no se compara una cosa con otra, se las contrasta, simplemente. Y creo que uno puede imaginar una poesía sin metáforas; en ese caso quizá la cadencia sea lo principal. Pero si es así, la cita mía ha sido falsa, ya que yo no he usado las cinco, siete y cinco sílabas del haikú; he introducido la cita literalmente. Quizá eso ya sea falsearla; en todo caso, creo que puede servir como prueba de que en esas líneas no hay metáforas. —Cierto. Ahora, volviendo un poco a Sur. —Pero desde luego. —Entre varios entusiasmos nobles que yo advierto en su creación, estaba el entusiasmo del joven Mallea, de Eduardo Mallea —que cita Victoria Ocampo muchas veces al recordar ese comienzo. —Sí, y que ahora me dicen que está un poco olvidado, ¿eh? Pero yo creo que eso no se debe a que la gente no guste de su obra, creo que se debe al hecho de que ahora se tiende más a otro tipo de literatura; y lo que se llamaba novela psicológica ha caído en desuso, ¿no?, y lo que se llama novela de costumbres también. Él hacía novela psicológica, de cierta clase social de Buenos Aires, y ese tipo de novela no interesa ahora. Pero eso no quiere decir que la obra de Mallea sea menos meritoria. Bueno, hay por lo pronto algo que todo el mundo admite; es el hallazgo de títulos espléndidos en las novelas de Mallea: La ciudad junto al río inmóvil. Y un escritor, de cuyo nombre no quiero acordarme, porque se trata de un excelente escritor, dijo que era un error, que más bien habría que poner: La ciudad inmóvil junto al río. Yo le dije que era un descuido de Mallea (ríe). Evidentemente, el efecto está en ese contraste, ¿no?; y, desde luego, el río de la Plata no es inmóvil, pero para la vista lo es: la imagen que uno tiene es la de un río lodoso y casi inmóvil. Y me parece que «el río inmóvil» es más justo que «el gran río color de león» de Lugones, ya que nadie piensa en leones al ver el río de la Plata; ni siquiera en pumas, ¿no? Y tiene otros títulos lindos Mallea, ¿cuáles recuerda usted en este momento? —Bueno, La barca de hielo, por ejemplo. —Ése no sé si es tan bueno, a ver… —El sayal y la púrpura. —Ése es un lindo título. También La bahía de silencio. —O Fiesta en Noviembre. —Bueno, ahora, Fiesta en Noviembre, fue traducido al inglés. Pero hubieran debido poner «Party in November». En lugar de eso pusieron «Fiesta», y ya la palabra fiesta, en inglés, sugiere inmediatamente una mexicanada, una españolada, ¿no? (ríe). En cambio, en castellano la palabra fiesta es una palabra tranquila. Pero, en inglés, Fiesta in November, uno ya ve, no sé, manolas, guitarras, o charros, o quién sabe qué. Lo cual es del todo ajeno a la imagen en que había pensado Mallea. Recuerdo que su primer libro de cuentos se llamaba Cuentos para una inglesa desesperada. —Sí, él había publicado nada más que ese libro cuando se funda Sur. Pero, quería también preguntarle cómo era esa generación que en 1931 se reúne alrededor de Sur. —Yo no tengo una idea de aquel grupo. Desde luego, yo estuve entre los primeros, y colaboré quizá demasiado en la revista; colaboré mucho. Y Victoria, bueno, fue una persona muy indulgente, muy buena conmigo; y yo le debo, además, lo repito, mi nombramiento de director de la Biblioteca Nacional. Ese nombramiento se lo debo a una maniobra de Esther Zemborain de Torres y de Victoria Ocampo, y lo agradezco siempre. Fue un cargo muy honroso para mí, ya que yo pensé que en esa casa había muerto Paul Groussac; pensaba en él continuamente, escribí un poema sobre el hecho de que los dos hubiéramos sido directores de la biblioteca y ciegos. Y luego, después de escrito el poema, descubrí que no; que esa dinastía era de tres, ya que el primer director, o uno de los primeros directores de la biblioteca fue José Mármol, también ciego. Ahora, si yo hubiera sabido eso, no hubiera podido escribir el poema, porque es muy difícil manejar a tres personas; en cambio, dos son de manejo más dócil, ¿no? —En esa biblioteca, entonces, usted pudo sentir la presencia de esos dos antecesores suyos. —Sí, aunque la de Mármol la supe mucho después. En casa habíamos leído y releído muchas veces Amalia. Bueno, yo creo que cuando uno habla del tiempo de Rosas, la imagen que todos nos formamos no es quizá la imagen de sus contemporáneos; es la imagen que da la novela Amalia. Y haber creado la imagen de una época no es una proeza desdeñable. Y Mármol lo hizo. —¿Hay alguna otra revista, Borges, que recuerde con algún entusiasmo? —Bueno, hubo una revista mural, que hicimos con Eduardo González Lanuza, y que se llamaba Prisma, creo. Y luego, la revista Proa, que tenía exactamente seis páginas —tres hojas— y se plegaban unas sobre otras. Imitada de una revista española: Ultra. Tuvimos también un proyecto González Lanuza y yo, que no pudo ejecutarse, pero que quizá pueda ejecutarse ahora con otra persona, desde luego. Pensábamos que se hablaba demasiado de publicidad, y entonces González Lanuza y yo ideamos una revista anónima, en la que nadie firmara sus colaboraciones, y en la que tampoco apareciera el nombre del director ni del secretario de redacción. Que todo se publicara, y que nadie supiera quién lo había escrito; o que se supiera entre unos amigos nomás. Pero fuera de Francisco Piñero —que murió en el Sur—, de Eduardo González Lanuza y de mí, nadie mostró mayor entusiasmo por el anonimato —era inútil que supusiéramos que a la larga todo es anónimo, ¿no?—, eso no importó; nadie quiso adelantarse… 39 SOBRE LOS DIÁLOGOS Osvaldo Ferrari: Estos diálogos nuestros, Borges, han participado de una suerte o de un itinerario particular: de la radio pasaron al diario, y del diario al libro. Esto contradice, para empezar, la idea de lo efímero que teníamos de las ondas radiales y de los diarios. Jorge Luis Borges: Sí, el libro parece algo permanente, en todo caso, se espera ese destino, y se lo lee además de otro modo, ¿no? El diario se lee, bueno, para el olvido; la radio se oye efímeramente, pero el libro se lee con una especie de respeto. —Cierto, todavía. —Y las letras de molde tienen un prestigio que no tiene la letra manuscrita. —Claro, ahora, en este caso esas ondas radiales a que nos referimos, y esa página semanal, se han difundido hasta dar forma al libro. —Sí. —Y esa difusión, digamos que ayudó a la comprensión de los diálogos. —Claro, y hemos firmado ciento ochenta y un ejemplares el día de la presentación me acuerdo, sí, yo estaba atónito. —Sí, pero la buena novedad es que esa comprensión se ha dado entre quienes frecuentan la literatura habitualmente, y entre quienes no están familiarizados con ella. —Entre quienes se abstienen ascéticamente de la literatura, masoquistas que se castigan no se sabe por qué (ríen ambos), absteniéndose de esa felicidad que nos queda tan a mano a todos. Sin embargo, la gente renuncia a ella; es como si… no sé, como si se negaran al agua, a la respiración, al sabor de las frutas… al amor, a la amistad. Bueno, renunciar a la lectura equivale a eso, un ascetismo que se practica de un modo inconsciente, ya que nadie lo justifica; nadie dice: vamos a hacer méritos, vamos a dejar de leer, con eso seremos premiados en otro mundo. No, se practica así, con espontaneidad, con espontánea inocencia. Sí, más aún. Si seguimos así ocurrirá algo que yo vi en casa de un señor alemán, hace muchos años; tenía no sé qué obra —era un atlas en muchos volúmenes, o un diccionario— y yo quise consultar uno de los volúmenes, y resultó que eran lomos de libros nada más, no había nada atrás de esos lomos (ríe). —Un simulacro de biblioteca. —Sí, un simulacro de biblioteca, algo típico de ciertos ambientes. —Ahora, esta vigencia del diálogo me recuerda, por ejemplo, que Sócrates dirigía el diálogo a todos los ciudadanos de Atenas, y no sólo a los filósofos, según explica Karl Jaspers. Es decir, el diálogo se vuelve accesible a todos. —Bueno, fue la conducta, cinco siglos después, de Jesús, también, que como Gibbon hace notar irónicamente, Dios no reveló sus verdades a los hombres doctos o a los filósofos, sino a pescadores, a gente ignorante. Y eso luego lo traduce Nietzsche diciendo que el cristianismo era una religión de esclavos, lo cual es un modo de decir lo mismo pero quizá con menos fuerza. —Nietzsche, de quien hemos dicho hace poco que fracasó en su creación… —De un libro sagrado. —No, en su intento de remplazar a ese Dios que según él había muerto. —Sí, parece que fracasó singularmente con Zaratustra, con su león que reía, con su águila, en fin. Todo eso parece tan acartonado y tan viejo comparado con los Evangelios, que son contemporáneos, o mejor dicho, futuros todavía. —Fueron anticristos efímeros, digamos. —Sí (ríe). —Esta valorización de cada uno de los ciudadanos, que decíamos había hecho Sócrates al dirigirse a cada individuo, me parece que corresponde a la noción de lo que auténticamente podríamos denominar pueblo. Es decir, todos los ciudadanos o todos los individuos. —Sí, porque actualmente pueblo significa la plebe más bien, ¿no? —Es un error. —Sí, es un error, bueno, un error… —¿De los políticos? —… Demagógico. No es un error, es una argucia, lo cual puede ser una forma de error, desde luego. Es una astucia política, ¿no?; se entiende que el pueblo es… sí, lo que mi abuela decía: «El pueblo soberano, rebosante de barbarie». Eso viene a ser el pueblo ahora, y no cada uno de quienes lo componemos, ya que todos somos parte del pueblo. Pero se entiende que no, se entiende que tienen que ser sobre todo los… bueno, no sé si los pobres o los profesionalmente pobres, ¿no? —Se ha degradado el sentido del término. —Sí. —Yo creo que el diálogo tiene, desde Grecia en adelante, una virtud excepcional que es la de crear, digamos, la comunicación civilizada entre los hombres. —Y además la de permitir, bueno, la de ser lo contrario del dogma. Digamos, cuando Platón inventa el diálogo es como si él se ramificara en diversas personas; entre ellas Gorgias también, y no sólo Sócrates. Su pensamiento se ramifica; se consideran las diversas opiniones posibles, y de algún modo se remplaza el dogma, y la plegaria también. Es decir, se piensa para los temas, se abandona la interjección. —Y se participa. —Se participa además. —Ahora, en la Argentina, he pensado que quizás una de las maneras de salvar esa escasa predisposición nuestra a convertimos en una comunidad, o a actuar en comunidad para el bien común… —Sería el diálogo. —Podría ser el ponernos en diálogo, el tomarlo como punto de partida. —Parece tan difícil; sin embargo, creo que hemos hablado antes del hecho de que una de las diferencias entre el español de España y, digamos, nuestro español sudamericano, o, en todo caso, el de esta región, es que el español de España suele ser dogmático, interjectivo; fácilmente quejoso, fácilmente indignado. Y, en cambio, nosotros hablamos, bueno, con cierta duda, sabiendo que lo que decimos no es infalible —los españoles hablan con el aplomo de quienes ignoran la duda— y nosotros felizmente la conocemos, ya que la duda es una de las más preciosas posesiones del hombre. Es decir, la incertidumbre es una posesión, la inseguridad es una posesión. —Y ahora que lo pienso, es quizá la que dio comienzo al diálogo en Grecia. —Sí, los hombres empezaron a no estar de acuerdo, y a no estar de acuerdo cortésmente; sin necesidad de asesinarse unos a otros —No, rebatiéndose en todo caso. —Algo que yo he observado muchas veces es que sólo el judeo-cristianismo ha producido guerras religiosas. En cambio, usted tiene a Ashoka, emperador de la India, que declara la tolerancia; y algo más cercano a nosotros, está el emperador del Japón, que es discípulo del Buda y ejerce ese vago panteísmo que se llama el Shinto. La idea de una guerra religiosa sería del todo incomprensible allí. Pero en Occidente, las guerras religiosas han sido las más crueles, ya que se basan en la intolerancia; en el hecho de suponer que el adversario tiene que ser convertido o aniquilado. —Ahí no hay diálogo. —No, no, no hay diálogo; como dice Martínez Estrada en un verso admirable: «Fue más piadoso el fuego», o el hierro, son variantes. —Son formas de un monólogo. —Son formas de un monólogo, sí (ríe). —Una de las cosas que me parece imprescindible para ese eventual diálogo entre los argentinos sería el dialogar sin prejuicios previos, que es una de las virtudes que yo le atribuyo a usted al conversar. —Bueno, yo trato de olvidar los muchos prejuicios que tengo, y aprendí en el Japón aquel admirable hábito de suponer que el interlocutor tiene razón. Uno puede estar equivocado, puede estar tan equivocado como uno el interlocutor; pero en todo caso, el suponer que el interlocutor tiene razón es un buen preludio para el diálogo. El hecho de ser, bueno, hospitalario con opiniones ajenas y posiblemente adversas a las que profesa uno. Y aquí parece que no, en España menos aún. María Kodama me hizo observar que una de las virtudes del francés es que usted está oyendo una conversación en ese idioma, y aunque no pueda seguirla muy bien, usted se da cuenta de que las palabras están señalando matices, indicando pequeñas diferencias; admitiendo cosas, rechazando otras, pero cortésmente. Bueno, que es un idioma… pensativo, digamos; que no es un idioma que parte de una verdad presupuesta, sino que está estudiando los diversos matices, las diversas posibilidades de un tema cualquiera. Y eso se oye en el modo de hablar de los franceses. —Todo eso evita que «el diálogo sea condenado a muerte» antes de comenzar. —Sí, tendríamos que llegar al diálogo, tendríamos que volver a esa antigua invención griega, y quizá platónica. —Y sobre todo aquí, en la Argentina. Pero, estamos conversando en este principio de mayo de 1985, y en la inminencia de un nuevo viaje suyo. —Sí, parece que dentro de poco seré californiano, después neoyorquino; y luego podré decir, como Pablo de Tarso, Civis Romanum Sum, soy un ciudadano romano. Y recuerdo por enésima vez aquello de Chesterton, que dijo que si alguien va a Roma, y no tiene la sensación o convicción de volver a Roma, el viaje es inútil. Es decir, Roma ha sido nuestro punto de partida… claro, hemos nacido un poco a trasmano, bueno, en un continente ignorado por Roma, y en un hemisferio apenas sospechado por ellos; pero de algún modo soy un romano, o mejor dicho, un griego en el destierro. —Sí, el viaje empieza, entonces, esta vez, por California. —Sí, voy a tener que hablar, creo que se trata de tres conferencias; no sé si dos en castellano y una en inglés, o dos en inglés y una en castellano, en la Universidad de Santa Bárbara; que viene a quedar —en fin, mi geografía es bastante vaga— creo que al sur de California. Después habrá algo ante un grupo de… no sé, psiquiatras o psicólogos o astrólogos, en fin, o sociólogos. —Alguna de esas disciplinas modernas. —Alguna de esas disciplinas imaginarias, en Nueva York. Y luego, creo que va a ocurrir algo, también de carácter discursivo —y en mi caso, bueno, vacilante— en Roma. Y después vuelvo, y también hay un porvenir oral de ese tipo aquí, pero más adelante, mejor es no pensar en eso ahora; yo ya sé que lo más terrible de todos los hechos son las vísperas: una conferencia puede no ser terrible. Mañana hablaré en Morón sobre ese muy querido amigo mío, Santiago Dabove, discípulo de Macedonio Fernández; lo conocí en la tertulia de Macedonio. Pero mejor es que no piense en eso, ya mañana las cosas saldrán a su modo; sin duda está prefijado todo, cada vacilación mía está prefijada. —Las vísperas se vuelven opresivas. —Las vísperas sí, pero podemos tratar de olvidar que son vísperas, y dejan de serlo; claro, en cualquier momento estoy hablando en Morón. —Naturalmente. Ahora recuerdo que en uno de nuestros primeros diálogos —creo que en marzo del año pasado— usted se encontraba, de la misma manera que ahora, ante un viaje que empezaba o culminaba en Roma. —Sí, creo que sí, bueno, «culminaba» queda mejor para Roma, ¿no? —Todos los caminos conducen… —Sí, y Roma es no sólo las colinas que sabemos, sino la ciudad misma; es un ápice. —Esperemos, entonces, que el futuro camino vuelva a conducir al diálogo como hasta ahora. —Y, sin duda ha de hacerlo. —Pero no sólo entre nosotros sino entre los argentinos. —… Sí, y sería tiempo ya, ¿eh?; high time como dicen en inglés. Se ha perdido… bueno, toda la historia argentina es una especie de búsqueda de ese diálogo al que no se llega, ¿no? —Es cierto. —A mí me educaron, a pesar de un vago parentesco con Rosas, dentro de la tradición unitaria —un poco como en los films rusos, o en los primeros films americanos—: todo el bien estaba de un lado, todo el mal del otro. Y ahora puedo llegar a pensar que hay… algún bien en los otros y algo malo en mí. —Me parece estupendo. —Sí, tendríamos que llegar todos a esa convicción, ¿no? —No va a ser fácil, pero lo suyo es un buen ejemplo. —No, será cuestión de esperar unos cien años o algo así —lo cual históricamente no es nada—. Yo no lo veré, pero lo verán otros. 40 SOBRE LA POESÍA GAUCHESCA Osvaldo Ferrari: Creo, Borges, que su autor predilecto, dentro de la poesía gauchesca, es Hilario Ascasubi. Recuerdo que usted ha conjeturado la posibilidad de la elección entre el Facundo y el Martín Fierro por parte de los argentinos; pero también conjeturó el hecho de que en ausencia de José Hernández habría sido Ascasubi el arquetipo de poeta gauchesco. Jorge Luis Borges: Sí, sin duda dije eso. Bueno, los tipos de gauchos que nos muestran ambos escritores son totalmente distintos, ya que en el caso de Martín Fierro tenemos lo que Sarmiento, mucho antes, en Chile, había llamado «el gaucho malo». Y que luego se llamaría, curiosamente, «el malevo» en Los mellizos de la Flor de Hilario Ascasubi. Pero creo que Hilario Ascasubi debe ser juzgado, ante todo, por Paulino Lucero. Y ya el título es una suerte de poema, porque dice: Paulino Lucero o Los gauchos de la República Argentina y de la República Oriental del Uruguay, cantando y combatiendo hasta derribar al tirano Don Juan Manuel de Rosas y a sus satélites. «Cantando y combatiendo»: ya eso es un poema. Ahora, el coraje es uno de los temas del Martín Fierro, pero el coraje de Martín Fierro es un coraje triste y rencoroso. En cambio, en Ascasubi hay lo que podríamos llamar, bueno, como una fiesta del coraje, como la alegría del coraje; por ejemplo: «Vaya un cielito rabioso cosa linda en ciertos casos en que anda un hombre ganoso de divertirse a balazos». O también ésta, para celebrar la victoria de Cagancha —la victoria de Rivera sobre Echagüe— que empieza así: «Querélos, mi vida, a los orientales que son domadores sin dificultades. Que viva Rivera, que Uva Lavalle; tenémelo a Rosas que no se desmaye. Los de Cagancha se le animan al diablo en cualquier cancha». O este otro para celebrar una victoria, bueno, efímera, de los unitarios correntinos sobre los federales entrerrianos, en el cual hay un juego de palabras; pero un juego de palabras que es también un acierto poético —lo cual es difícil, ya que por lo general los juegos de palabras son desdichados, porque se deben a meras casualidades de sonidos que se encuentran—. Es así: «Otra vez con la vitoria se alzó la correntinada. Ah pueblo fiel y patriota que no se duebla por nada». Evidentemente «correntinada» está dicho para sugerir, o se justifica por «correntada». Y luego, esa irregularidad le da fuerza al verso: la de decir «duebla» por «dobla»; ya que si dijera: «Ah pueblo fiel y patriota / que no se dobla por nada» el verso sería débil. En cambio el «duebla» le da fuerza; no es un mero alarde de color local. Luego hay unos versos que son… y, desde luego, eróticos —se trata de un cielito, y está descrito de tal manera que es como si las palabras siguieran el baile—; el paisano es el coronel Lucero, dice así: «Sacó luego a su aparcera la Juana Rosa a bailar y entraron a menudear media caña y caña entera». (con lo cual se sugiere la intimidad, ¿no?). «Ah china, si la cadera del cuerpo se le quebraba pues tanto lo mezquinaba en cada dengue que hacía (digamos, en cada corte que hacía) que medio se le perdía cuando Lucero le entraba». Son versos picaros (ríe), pero honestos al mismo tiempo, y que tienen, además, ese tono de alegría que es como una felicidad que sintió Ascasubi: la felicidad de la épica. Por ejemplo, bueno, él firmaba Aniceto el gallo en sus publicaciones —en los cielitos, en todo eso que cantó por entonces—; durante el Sitio de Montevideo había un gallo con la bandera argentina, entonces, había que justificar eso, y le salió esta copla: «Velay la estampa del gallo que sostiene la bandera de la patria verdadera del veinticinco de mayo». Es decir, aun eso, que es simplemente un epígrafe, le salió muy bien. Y luego, qué raro, Ascasubi había visto la guerra en la República Oriental, la guerra en Salta; en muchas partes. Pero lo que le salió mejor fue algo que no vieron sus ojos carnales —algo que él imaginó, o mejor dicho, que él soñó— ya que posiblemente eso no corresponda a la verdad histórica: es demasiado vasto todo y, sin embargo, ahí están los versos, que importan más que lo que puede haber sido un malón, en Ascasubi, que nunca vio un malón. Entonces dice: «Pero al invadir la indiada se siente, porque a la fija del campo la sabandija juye adelante asustada, y envueltos en la manguiada vienen perros cimarrones, zorros, avestruces, liones, gamas, liebres y venaos, y cruzan atribulaos por entre las poblaciones». Cosa que no habrá sucedido. Y luego dice: «Pero, eso sí, los primeros que anuncian la novedá con toda seguridá cuando los indios avanzan, son los chajases que lanzan volando: chajá chajá». Y admirablemente, la estrofa concluye con el grito del pájaro repetido, porque parece que el chajá grita su nombre: chajá, chajá, y luego: «Y atrás de esas madrigueras que los salvajes espantan campo ajuera se levantan, como nubes, polvaderas preñadas todas enteras de pampas desmelenaos que al trote largo apuraos sobre sus potros tendidos cargan pegando alaridos y en media luna formaos». Un cuadro épico. —Es estupendo. —Es estupendo, sí, tiene una fuerza… ahora, Lugones en El payador creyó que era necesario sacrificar a todos los demás poetas gauchescos para exaltar a Hernández. Lo cual es un error, porque por qué no suponer, bueno, que hay un número indefinido de buenos poetas, que es lo que pasa en la realidad, ¿por qué suponer que Hernández exigía el sacrificio de Ascasubi?; es absurdo. —Además, tenemos la personalidad de Ascasubi, que tiene aspectos muy nobles. —Claro, es que Ascasubi cantó: él veía a los gauchos como soldados, él los veía sobre todo como soldados unitarios, como es natural ya que él era unitario. Y, en cambio, Hernández muestra al gaucho no como soldado sino como desertor, desertor en la Conquista del Desierto. Y es claro que quienes ahora hablan con tanto respeto de la Conquista del Desierto creen que nuestra historia está representada por un desertor de esa campaña. Ya que, curiosamente, la gran batalla de la Conquista del Desierto —la batalla de San Carlos— se libró en 1872, y ése es el año en que se publica el Martín Fierro. Eso quiere decir que es absurdo pensar que corresponde al gaucho, ya que si todos hubieran desertado no se hubiera librado la batalla. Es decir, que entre esa tropa había pocos Martín Fierro, y otros que, bueno, que dieron su vida por esa causa. —Usted dice, en otra parte, que su amor por la patria lo llevó a Ascasubi a jugarse la vida. —Sí, lo llevó a jugarse la vida. Ahora, yo recuerdo que Leopoldo Lugones no había leído el Paulino Lucero, ya que él dice que Ascasubi ha cifrado el gaucho en Aniceto el gallo, que es posterior, y que corresponde no a esas guerras sino a las ulteriores guerras entre Buenos Aires y la Confederación. Ahora, yo no sé si Lugones había leído el Paulino Lucero o Santos Vega; en realidad creo que él buscaba el lado más débil de Ascasubi, que es el de Aniceto el gallo, y que eso fue hecho deliberadamente. Si no sería muy raro que Lugones no hubiera leído el Paulino Lucero, o no hubiera leído el Santos Vega, donde están esas estrofas admirables en que se describe el malón. —Ahora, entre las particularidades de la vida de Ascasubi podemos recordar que fue militar… —Fue militar, fue panadero, fue impresor; llevó además la imprenta de los niños expósitos creo que de Córdoba a Salta. En fin, llevó una vida… en aquella época en que era necesario que un hombre fuera muchos hombres, lo que sería en los Estados Unidos, digamos el caso de Mark Twain, que fue no sólo Mark Twain el escritor sino el piloto del Mississippi, el buscador de oro de California; que atravesó todo su país y además se batió en la Guerra de Secesión. —Como casi todos nuestros grandes hombres del siglo pasado, todos fueron muchos hombres. —Sí, la época exigía eso. Pero es una lástima que Ascasubi haya sido sacrificado ad majorem gloriam Hernández, ya que, por qué no suponer que los dos pueden convivir; aunque políticamente no se habrían entendido, porque Ascasubi era —como Estanislao del Campo— unitario, y Hernández, federal. Y eso puede verse porque hay dos referencias a Rosas en el Martín Fierro, y esas dos referencias parecen escritas por un federal; él habla del cepo, y luego dice: «Lo mesmito que en Palermo le daban cada cepeada que lo dejaban enfermo». «Lo mesmito que en Palermo», donde estaba la quinta de Rosas y los regimientos de Rosas. Y después, cuando no le pagan a Martín Fierro, un oficial dice: «Ya no es el tiempo de Rosas; ahora a todos se les paga». Después no le pagan, y entonces Hernández quiere indicar que antes o después de Caseros la pobre suerte del soldado es igual, es la misma. Y eso está puesto con intención: son las dos alusiones a Rosas que hay en el Martín Fierro, y las dos están escritas por un federal. —En cuanto a las descripciones, a los matices crueles propios de la época, usted dice que Ascasubi fue tan capaz de ellos como Echeverría en La refalosa. —Yo creo que sí, en La refalosa, sí, que se supone enviada por un mazorquero de las fuerzas de Oribe, es decir, del Partido Blanco, amenazándolo a Ascasubi. Y esa amenaza no era del todo irreal, ya que, bueno, Florencio Varela fue asesinado por los mazorqueros de Oribe en la plaza sitiada de Montevideo, durante lo que se llamó en el Uruguay «La guerra grande» o «La campaña de la guerra grande». 41 SONETOS, REVELACIONES, VIAJES Y PAÍSES Osvaldo Ferrari: Periódicamente, Borges, ya que yo sé que usted trabaja en forma incesante, me interesa consultarlo sobre qué está haciendo en el momento, o cuáles son sus últimos trabajos. Jorge Luis Borges: Estoy haciendo demasiadas cosas, como siempre. En primer término, un libro de versos —no diré de poemas—, un libro de versos, de poesía; y eso se publicará en España, pero el título no me ha sido revelado aún. —¿No le ha sido revelado? —Sí, porque yo realmente creo que el trabajo del poeta es más bien pasivo; uno recibe dones misteriosos, y luego trata de darles forma… pero se empieza siempre por algo ajeno, por algo que los antiguos llamaban la musa, los hebreos el espíritu, y Yeats la gran memoria. Y ahora, nuestra mitología contemporánea prefiere nombres menos hermosos, como la subconciencia, lo subconsciente colectivo, etcétera; pero es lo mismo: es la idea, siempre, de algo ajeno a nosotros. Tengo, entonces, en preparación ese libro, que creo que publicará, en España, Alianza Editorial, de Madrid. Luego, tengo un libro de cuentos fantásticos, que se titulará La memoria de Shakespeare, no sé si hemos hablado de ese libro, pero ese cuento me fue revelado por una frase de un personaje en un sueño. Yo he perdido todo lo demás del sueño, pero recuerdo esa frase: «Le vendo la memoria de Shakespeare», y yo pensé, bueno, la idea de vender es demasiado comercial para mí; «donar» es un poco pomposa, de modo que quedó reducida a «Le daré la memoria de Shakespeare»; es decir, la memoria personal de Shakespeare. Y habrá otros cuentos en ese libro; por ejemplo, el cuento «Tigres azules», que no se refiere a tigres azules sino a otra cosa más extraña —harto más extraña que tigres azules—, y otros cuentos que estoy escribiendo ahora. —¿No nos va a revelar nada sobre los «Tigres azules»? —No, no lo revelaré. Tengo esos dos proyectos y luego, en este año, antes de fin de año, saldrá ese libro Atlas, escrito en colaboración con María Kodama, que está hecho de collages, de fotografías tomadas por ella en los más heterogéneos países del mundo: hay fotografías del Japón, de Islandia, de Edimburgo, de los Estados Unidos, de Sudamérica, de Egipto, de Italia; en fin, un libro deliberadamente misceláneo. Ésos son, más o menos, los proyectos que tengo ahora. —Pero también algo sobre el soneto, creo. —Sí, también estoy compilando una antología de sonetos —estuve releyendo a los clásicos, y luego, naturalmente, pensé en escritores argentinos—. Bueno, por el momento me atrevo a decir que los mejores sonetos del idioma castellano han sido escritos por Lope de Vega y por Enrique Banchs (ríe). —Es una tesis arriesgada. —Es una tesis bastante arriesgada, porque uno piensa en primer término, bueno, en Quevedo, en Lugones —que se parece a Quevedo—; uno piensa en Góngora. Realmente me ha resultado casi imposible encontrar un soneto de esos autores sin una ocasional fealdad. En cambio, en el caso de Lope de Vega y en el caso de Enrique Banchs, no: el soneto fluye desde el principio hasta el fin, esas catorce líneas fluyen y no hay una sola fealdad que detenga al lector. Y en, digamos, justamente famosos sonetos de Quevedo, uno de pronto encuentra líneas atroces, por ejemplo: «En sus exequias encendió al Vesubio, / Parténope, y Trinacria al Mongibelo». Es difícil encontrar algo tan feo, salvo que uno piense en: «Poblóse de murciélagos el combo / cielo a manera de chinesco biombo» de Lugones, que no es menos feo, y que puede competir en fealdad con Quevedo. Y en el caso de Góngora, yo creo que aun en los mejores sonetos de Góngora suele haber cierta fealdad, pero, más bien, fealdades decorativas; además, el hecho de apelar continuamente a una mitología —lo cual me parece bien— pero a una mitología en la cual él no creía —no sé si hay derecho a su empleo—. Por ejemplo, me parece bien que un poeta griego hubiera hablado de Febo en lugar de decir «el sol», porque podía creer en Febo, pero en el caso de Góngora no, resulta puramente decorativo, ya que él, ciertamente no era devoto de los dioses paganos. Los usaba, bueno, como una herencia de los clásicos, pero no sé si tenía derecho a recibir esa herencia. De modo que estoy compilando esa antología, y me llenan la memoria, por ejemplo, versos de Etchbarne, cuyo nombre ha sido olvidado. Y, sin embargo, yo recuerdo un soneto de él, que empieza con estas líneas: «Quién sabe qué será de aquella estancia / en el partido de la Magdalena, / campo quebrado y mar a la distancia». Está escrito con gran emoción. —Es muy lindo, usted lo recuerda a menudo. —Sí, y el partido de la Magdalena… claro, porque si hubiéramos dicho «El partido de Vicente López», sería ridículo el verso, ¿no? (ríe). —No se lo sentiría, en cambio, «de la Magdalena» sí. Ahora, como siempre, Borges, además de sus trabajos literarios están los viajes, nuevamente. —Están los viajes, pero los viajes tienen que ser estímulos; sobre todo si uno no los busca, es decir, si uno no piensa «estoy en Roma, y tengo que buscar a Roma en Roma», según la famosa traducción que hizo Quevedo de un soneto de Joachim du Bellay, que se había inspirado en unos versos latinos de Ianus Vitalis. Bueno, se trata de uno de los temas tradicionales de la poesía —como dice Quevedo—: «Y solamente lo fugitivo permanece», es decir, dura el río Tíber y no duran los monumentos de Roma. —Claro. —Creo que eso lo dijo por primera vez Ianus Vitalis y luego Joachim du Bellay en un soneto, que fue vertido admirablemente al castellano por Quevedo, y después vertido admirablemente al inglés por Ezra Pound: «Buscas en Roma a Roma, oh peregrino / y a Roma misma en Roma no la hallas», luego dice: «Cadáver fue la que ostentó murallas / y tumba de sí propio el Aventino». No sé si la palabra cadáver es feliz; en fin, uno se resigna a ella, ¿no? —Usted casualmente ha hablado de Roma inmediatamente antes de ir a recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Roma, que le será entregado el 12 de octubre. —Sí, precisamente he escrito un soneto sobre esos honores, bueno, que me conceden universidades tan diversas… como las que puedo mencionar en este año, ya que en este año he sido doctorado en Creta —una universidad reciente y a la vez antiquísima—, doctorado en la famosa Universidad medieval de Cambridge, en Inglaterra; y luego, doctorado en la Universidad de San Juan, donde, claro, uno siente la gran sombra de Sarmiento —para mí el máximo argentino, el mayor argentino—. Y ahora voy a recibir una distinción en Roma, que no necesita comentario ni explicaciones creo, ¿no?, ya que es la ciudad más famosa del mundo. —Entonces, tenemos un próximo doctorado en Roma, y además, creo que hay otro premio esperándolo. —Sí, ¿en Miami, no? —Creo que en Miami. —Sí, qué raro, en Miami, en Florida. Bueno, está bien, el Deep South —el hondo Sur. —Y además, creo que tiene compromisos en España antes de Roma. —Sí, tengo unos compromisos en Sevilla… claro, bueno, yo viví un año en Mallorca, y luego, de algún modo, me sentí andaluz en esa patria de mis mayores lejanos: Andalucía. Y en Madrid, me consideraron como un andaluz, curiosamente, ya que yo hablaba con cierta tonada andaluza, y los poetas sevillanos del hoy felizmente olvidado grupo ultraísta; bueno, en fin, una broma de Cansinos Assens. De modo que, a los ochenta y cinco años sigo con proyectos, con proyectos de viaje, y con proyectos de libros también. Aunque, para mí, las dos cosas van juntas, ya que los viajes son estímulos para escribir, sobre todo si uno no los busca, si uno deja que esos estímulos lleguen a uno. —Como también llegan los viajes, pero, en este caso, no sólo se trata de proyectos sino de hechos, que se concretan. —Sí, son hechos también; yo precisamente he escrito un soneto, que tengo que limar —se publicará en Montevideo, creo—, en todo caso, una versión sobre ese tema de que, a pesar de estar un poco avergonzado de haber cumplido ochenta y cinco años, y a pesar de estar ciego, me siento, en suma, más feliz o, en todo caso, más sereno que cuando era joven. Bueno, que cuando yo trataba de ser desdichado de un modo interesante. Y ahora no, además, la desdicha nos encuentra, no es necesario que la busquemos. —Pero, es muy interesante esto que usted dice en cuanto a que se siente más feliz ahora que cuando era joven. Es muy paradójico. —Y no, yo creo que los jóvenes son fácilmente desdichados, ya que, desde luego, las pasiones son más fuertes, y entre las pasiones está la desesperación, ¿no? (ríe). En cambio, yo ahora trato, bueno —no sé si tengo muchas esperanzas, pero desesperado no puedo estar—. (Ríen ambos). Para repetir la frase del Julio César de Shakespeare, cuando dice: «César desespera», y César —el de la literatura, no el de la historia— contesta: «El que nunca ha esperado no puede desesperar», o «El que no ha esperado no puede desesperar». Bueno, pues yo sigo esperando. —Eso es, precisamente, la serenidad, me parece. —Sí, creo que sí; esperar sin demasiada impaciencia, desde luego. —Claro, y esto que podemos llamar una última pasión, que quizás estuvo en usted durante su juventud, pero que ahora se hace evidente: la pasión de los viajes, que se mantiene incólume más allá de las cifras —no hay ochenta y cinco ni hay aniversarios límite—, hay una pasión por viajar que es muy importante. —Sí, y yo, durante mucho tiempo —hubo una época en que me resistía a viajar— ni siquiera veraneaba. Yo me quedaba en Buenos Aires durante los meses de diciembre, enero, febrero, en que todo el mundo trata de huir. Yo me quedaba en Buenos Aires soportando el verano, que detesto. Pero, claro, yo tenía vista entonces, yo podía leer, podía escribir. Y ahora esas actividades me están vedadas, salvo por interpósita persona, ¿no?, ya que dicto lo que escribo y oigo lo que leo. Pero, en fin, yo tengo que aceptar eso —el hecho de vivir implica aceptar condiciones—; además, esta condición es obligatoria, yo no puedo actuar de otro modo: sería muy triste renunciar a los placeres de la lectura y de la escritura por el hecho de estar ciego. —No hay ningún motivo para hacerlo, además. —No, no hay ningún motivo ya que tengo amigos jóvenes, como usted, que generosamente me ayudan. —Bueno, el generoso es usted, como siempre. Pero, usted me confirma lo que yo decía en cuanto a que la pasión de los viajes ha crecido en los últimos años. —Sí, es decir, ahora que sé que no puedo ver los países, pero que sé que soy capaz de sentirlos, viajo. Además, la gente es tan buena, tan indulgente conmigo en otros países. He sido traducido a muchos idiomas, y quienes han leído esas traducciones pueden pensar: «Bueno, esto no es muy bueno, pero quizás el original sea aceptable». De modo que me conviene que me lean en traducciones, ya que la gente es más indulgente conmigo; todos los errores se le imputan al traductor y todos los aciertos al autor. Quizá los aciertos sean del traductor y los errores del autor, pero no importa; aquel desdichado retruécano italiano de «Traduttore, traditore» hace que siempre se piense mal de los traductores, y siempre se piense bien de los originales. (Ríen ambos). —En castellano no daría la rima. —«Traductor, traidor», no. Bueno, sin embargo, suele decirse… no, no, se lo dice en italiano. —En italiano, incluso aquí. —«Traduttore, traditore», claro, queda bien en italiano, porque son casi iguales las dos palabras. —Cierto. Ahora, yo siempre le he dicho que usted ha producido un género, que es el de la conjetura, en su obra. Pero en su vida ha producido otro género, que es el de la paradoja, porque, por ejemplo, viajar sin ver los países es una magnífica paradoja, ya que sabemos que los «ve» de otra manera por los poemas que reflejan esos viajes. —Sí, pero, sin duda, los veo de un modo equivocado, ya que —a mí me describen algo y yo me lo imagino—, y esa imaginación perdura en mi memoria; y es, seguramente, errónea, porque sería muy raro que por medio de palabras pudiera comunicarse un paisaje, un lugar. Bueno, sería imposible —es el error de muchos escritores—, por ejemplo. Groussac consagra creo que cuatro o cinco páginas a describir el Iguazú, cuatro o cinco páginas a describir el Niágara; y yo no creo que uno vea especialmente nada leyendo esas páginas, ya que la visión es de algo total e instantáneo, creo. En cambio, la descripción es forzosamente sucesiva, dado el hecho de que el lenguaje es sucesivo. Y aun la memoria que esas páginas sucesivas pueden dejar, ciertamente no se parece a una imagen instantánea. —Sin embargo, hubo poetas y escritores que hablaron del mar sin haberlo visto, y lo hicieron maravillosamente. —Sí, el caso de Coleridge; claro, es que el mar de la imaginación de Coleridge era más vasto que el mar físico. Yo recuerdo de Rafael Cansinos Assens —y siempre me es grato recordar a Cansinos Assens— que había escrito una oda al mar. Y yo la leí y, en fin, le dije mi admiración por ese poema dedicado al mar. Y él me dijo: «Espero verlo alguna vez», es decir, que él no había visto nunca el mar. —Ahí está la prueba, claro. —Sí, bueno, claro, eso podría también ser una prueba de los arquetipos platónicos, es decir, que él, de algún modo había visto el mar, o tenía el concepto de mar; desde luego, sin haberlo visto. 42 LA ÉTICA Y LA CULTURA Osvaldo Ferrari: Su culto del Facundo de Sarmiento, a lo largo del tiempo, Borges, es una forma de fe en la cultura, me parece. Jorge Luis Borges: Sí, es la única salvación que tenemos, me parece a mí: la cultura. Yo escribí mi cuento El informe de Brodie, en el cual el tema es el de una cultura rudimentaria, que hay que salvar contra la barbarie. Es el tema del cuento: se presenta, al principio, gente, bueno, de una cultura mínima; y luego, al final, a los yahoos —hombres que son como monos—, en la famosa parábola de Swift El último viaje del capitán Gulliver. Y la moral consiste en que esa cultura rudimentaria, tiene que ser salvada contra la barbarie. Y desde luego, toda cultura es más o menos rudimentaria; pero tenemos que tratar de salvarla. Bueno, ésa vendría a ser la tesis del Facundo - Civilización y barbarie. No es que él creyera (Sarmiento) que la civilización fuera perfecta, él creía en el progreso; pero había que salvar esa civilización, esa cultura imperfecta de los unitarios contra la barbarie, o voluntad de barbarie, de los federales. Ése es el tema del libro, pero, desgraciadamente, el Facundo no ha sido elegido como obra clásica, sino el Martín Fierro que corresponde, precisamente, al culto del gaucho, de lo primitivo, de lo inculto, digamos. Hemos tomado esa decisión, y quizá sea demasiado tarde para cambiarla. Pero si hubiéramos elegido el Facundo de Sarmiento, como nuestro libro, ya que, desaparecidas las Sagradas Escrituras, se entiende que cada país tiene que tener su libro, si hubiéramos elegido el Facundo, sin duda nuestra historia habría sido otra. Aunque literariamente el Martín Fierro sea superior al Facundo, cosa que se siente enseguida. —Usted siempre nos habla de la ética; y hasta me ha dicho que considera que poseer una ética es más importante aun —como también lo veía Kant— que poseer una religión. —Y… la religión sólo se justifica en función de la ética. En cambio, la ética, como dijo Stevenson, es un instinto. Es decir, no es necesario definir la ética; la ética no son los diez mandamientos, la ética es algo que sentimos cada vez que obramos. Y al cabo del día, sin duda habremos tomado muchas decisiones éticas; y habremos tenido que elegir —simplificando el tema— entre el bien y el mal. Y cuando hemos elegido el bien, sabemos que hemos elegido el bien; cuando elegimos el mal, lo sabemos también. Lo importante es juzgar cada acto en sí mismo, no por sus consecuencias, ya que las consecuencias de todo acto son infinitas, se ramifican en el porvenir y, a la larga, se equivalen o se complementan. De modo que juzgar un acto por sus consecuencias es inmoral, me parece. —Ahora, en este mes de sus ochenta y cinco años… —Bueno, no me recuerde cosas tristes, yo me he dejado vivir —soy muy haragán, muy distraído—, y han pasado ochenta y cinco años. Cuando era joven pensaba en el suicidio, pero ahora ya no, ya es tarde; en cualquier momento… la historia se encarga de eso. —A mí me parece más un equivalente de la alegría, que de ninguna tristeza, en este caso. —Sí, estoy seguro de ser más feliz ahora que cuando era joven. Ya que, cuando era joven, yo trataba de ser desdichado; por razones estéticas, por razones dramáticas: yo quería ser el príncipe Hamlet, o Raskolnikov —el personaje de la novela rusa— o Byron, o Edgar Allan Poe, o Baudelaire… y ahora no. Ahora me resigno a ser quien soy y, en suma, no sé si he llegado a la felicidad —nadie llega a la felicidad—, pero he llegado, a veces, a cierta serenidad, y eso ya es mucho. Además, buscar la serenidad me parece una ambición más razonable que buscar la felicidad. Y quizá, la serenidad sea una forma de felicidad. Y ahora, bueno, me he resignado a la vida, me he resignado a la ceguera; he acabado por resignarme a la longevidad, que es otro mal. Pero, creo que no pasa un día en mi vida en el que no haya algún espacio de tiempo sereno; lo cual ya es mucho. Aunque, de noche, me visitan las pesadillas, que ciertamente no se parecen a la felicidad sino al pánico. —En esa serenidad, Borges, a lo mejor usted puede aclararme —ya que hemos hablado de ética y de cultura— la importancia de aplicar a la cultura una actitud ética; especialmente en la cultura. —Y yo creo que la cultura no se entiende sin la ética. —Sí. —Me parece que una persona culta tiene que ser ética. Por ejemplo, suele suponerse que los buenos son tontos, y que los malvados son inteligentes; y yo creo que no, yo creo que, de hecho, se da lo contrario. Las personas malas son, por lo general, ingenuas también: una persona obra mal porque no se imagina lo que su conducta puede producir en la conciencia de otros. De modo que yo creo que hay, más bien, inocencia en la maldad e inteligencia en la bondad. Además, la bondad, para ser perfecta —creo que nadie llega a una bondad perfecta— tiene que ser inteligente. Por ejemplo, una persona buena, y no demasiado inteligente, puede decir cosas desagradables para los demás; porque no se da cuenta de que son desagradables. En cambio, una persona, para ser buena, tiene que ser inteligente, porque si no, su bondad será… y… imperfecta, por decir cosas incómodas para los demás y no darse cuenta. —Esto usted lo ha dicho otras veces, y me parece muy importante. —Sí, es decir, que yo identifico más bien la maldad con la estupidez, y la bondad con la inteligencia. Y suele no hacerse eso; se supone, siempre, que las personas buenas son personas simples. No, una persona puede ser buena y ser compleja, y una persona puede ser malvada y ser sencillísima —es el caso de los criminales, supongo. —Su visión de todo esto estaba ya en los griegos, Borges; en los griegos si existió esta concepción. —Es que todo ya está en los griegos; hay una frase en inglés que dice: «The Greeks had a word for it» («Los griegos tenían una palabra para eso»). Quiere decir que todo ha sido ya pensado por los griegos, en el Occidente, desde luego. En Occidente, los que empezaron a pensar y los que, quizá, pensaron todo, fueron los griegos. Y tenemos a Roma, pero Roma es una extensión helenística, ya que Roma no se concibe sin Grecia, y uno puede concebir muy bien a Grecia sin Roma. Claro que Grecia es anterior; los griegos eran cultos cuando los romanos todavía eran bárbaros, bueno, cuando el resto del Occidente era bárbaro. —Me parece importante destacar esto que mencionamos antes, Borges, porque puede ser un camino definitivo para nosotros: el de la identificación de la ética con la cultura. —O con la inteligencia, sí. —Una cultura con fondo ético, digamos. —Es indispensable; porque si no ¿para qué puede servir?, ¿para la crueldad? —Para la confusión, en todo caso. —Sí, para la confusión. —Usted sabe que una de las modas de la época es la confusión; a veces intencionada. —Sí, parece que el caos tiene mucho éxito actualmente, ¿no? Y en la literatura se lo ha buscado deliberadamente. El dadaísmo, por ejemplo; bueno… el expresionismo, en cierto modo también, y el superrealismo. Sí, se ha buscado la confusión. Y luego, en todas partes el culto del mal, el culto del crimen… pero, eso tiene tan ilustres antecedentes, ¿no?, basta con pensar en Shakespeare o en Dostoyevski; vemos la atracción que ejercía el asesinato sobre ellos. —Bueno, pero hay una manera auténtica de vivir el mal y el bien; es decir, si es vivido auténticamente, se tratará del auténtico mal y del auténtico bien. Pero en la confusión y en la inautenticidad ni siquiera es el auténtico mal o el auténtico bien lo que se vive. —No, es el mero caos, en el sentido más confuso de esa confusa palabra; el desorden, nada más. —Proseguiremos, Borges, con su serenidad, tratando de ver claro en este caos que es nuestra época. —Sí, desde luego. 43 DOS VIAJES AL JAPÓN Osvaldo Ferrari: Ulises Petit de Murat comenta, Borges, que al regresar de su viaje al Japón, usted le describió ambientes y personas que conoció en ese país, con la misma fidelidad que un estudioso de esos ambientes. Esto indica que usted, de alguna manera, hizo un descubrimiento inicial in situ, y después prosiguió descubriendo el Japón en otro viaje. Jorge Luis Borges: Sí, hice dos viajes al Japón, y debo eso al azar —si es que el azar existe—; María Kodama enseña castellano a ejecutivos japoneses, y fuimos a despedir a uno de ellos que se iba al Japón, fuimos a Ezeiza. El avión se demoró, como siempre, bueno, hubo que poblar de algún modo una hora; tomamos café, y este señor me preguntó si yo tendría interés en conocer el Japón. Contesté que yo no estaba completamente loco, que naturalmente tenía un gran interés, hablamos sobre el budismo también. Y él dijo: «Bueno, voy a ver qué puedo hacer»; y al cabo de unos meses, nos llegó una invitación de la Japan Foundation para pasar un mes en el Japón. Me pareció increíble, y ahora sigue pareciéndome increíble aquello; bueno, ese mes fue de cinco semanas, y visitamos siete ciudades; conocimos santuarios, jardines, lagos, montañas, y todo eso se hizo en función de un libro que yo había escrito con Alicia Jurado: Qué es el budismo, y que se tradujo al japonés —quizá para demostrar que los occidentales no sabemos nada del budismo, ¿no? (ríe)—; ese libro escrito de segunda o tercera mano, pero con probidad. Yo tuve la curiosa sensación —que no había tenido del todo nunca, a pesar de haberme educado en Suiza—: «Qué raro, pensé, estoy en un país civilizado»; uno puede allí dormir con la puerta de calle abierta, además de eso, la cortesía de la gente —se entiende que el interlocutor siempre tiene razón—. Y ahora estoy tratando de internarme en ése, no sé si hermoso, pero curioso laberinto, que es el idioma japonés. Pero lo que he aprendido hasta ahora es más bien alarmante; por ejemplo, en japonés los adjetivos se conjugan —en castellano, uno dice «alto» y eso puede referirse, bueno, al Coloso de Rodas, o puede referirse a un futuro observatorio—. En cambio, en el Japón no, el adjetivo se conjuga; hay una raíz, y esa raíz varía según el hecho de que uno se refiera a cosas pretéritas, a cosas presentes, a cosas futuras, y otra forma para cosas conjeturales, es decir, el subjuntivo; lo que hace muy difícil todo. Luego, para contar, también; hay nueve modos de contar, y hay palabras que se aplican, bueno, a cosas largas y cilíndricas, por ejemplo, este bastón, una espada, una flecha. Y hay otro sistema para contar animales, pero ese sistema se bifurca en dos, ya que usted no cuenta ratones con la misma palabra con que cuenta toros, y otro para abstracciones. —Hay un código para cada cosa. —Sí, y luego, además, la palabra varía según lo que se cuenta. Por ejemplo, bueno, «ichi» es uno, pero ese «ichi» se usa para operaciones matemáticas; para decir «un minuto» no se dice «ichi», se dice «ippun», ahora «ni» es dos, de modo que «dos minutos» se dice «nifun», y luego, en «tres minutos», se vuelve otra vez a la primera forma, que es «pun» (sanpun). Eso se repite para cuatro, pero cuatro se dice «shi» salvo para contar objetos, en ese caso cuatro se dice «yon». Luego, para «cinco minutos» también cambia: es «gofun». Es decir, que los plurales cambian según el número de objetos, y el número de objetos cambia según los objetos. Ahora, todo eso, bueno, todo eso me indica que, al estudiar japonés, estoy entrando en una aventura infinita. Yo sentí algo parecido cuando estudié anglosajón, pensé: «Bueno, yo nunca lo sabré, pero precisamente hay un encanto en el hecho de que se trata de una aventura infinita». Es decir, en el hecho de saber que esa aventura está destinada al fracaso; de igual modo que el Satanás de Milton, sabía que luchaba contra el Todopoderoso, y eso hace que su guerra fuera heroica, ya que estaba condenado al fracaso, pero es más heroico si uno lo sabe de antemano; de modo que seguiré estudiando japonés, sabiendo que no lo sabré nunca. Yo escribí un poema cuando empecé a estudiar el anglosajón, con un título que escandalizó a mucha gente: «Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona». Me dijeron que eso no podía ser el titulo de un poema, pero ¿por qué no?, ¿por qué no suponer que esa circunstancia es poética también? Entonces yo busqué otra solución: me dije que el alma sabe, de un modo secreto, que es inmortal, y por eso podemos emprender cualquier empresa, ya que si no la concluimos en esta vida, la concluiremos en la otra o en las otras. Bueno, actualmente no creo en eso; espero ser abolido, pero, si no soy abolido, si no soy borrado por la muerte, intentaré otra aventura, que puede ser tan interesante como la de esta vida. —Además del idioma japonés, Borges, en cuanto a la literatura japonesa, ¿podemos verla cronológicamente, históricamente, como vemos las literaturas de los países occidentales? —Bueno, se ha hecho lo posible en ese sentido, pero creo que esa idea histórica de la literatura es una idea reciente, y que puede desaparecer. En todo caso, sin embargo, las historias de la literatura son interesantes. Ahora, yo no sé si eso ha sido intentado en el Japón, pero sería raro que no lo hubieran hecho, ya que entre tantos hábitos occidentales, pueden tener el hábito historicista. La poesía japonesa está interesada, sobre todo, en detener un momento, en fijar un momento. —¿Es fáustica entonces? —No, pero un momento nada más, y ese momento se salva para siempre si el poema es feliz. Y existe la preocupación del tiempo en el sentido de que en cada haikú —los haikús constan de siete, cinco y siete sílabas—, en cada haikú tiene que indicarse, de algún modo, la estación del año; me han dicho que hay textos, bastante voluminosos, en los cuales, usted encuentra, por ejemplo, quinientos modos de indicar el otoño, quinientos modos de indicar el estío, etcétera. Y esos quinientos modos, que son aceptados por el lector, constan siempre de cinco o de siete sílabas, que son las sílabas habituales en la poesía japonesa. Y el hecho de usarlos, de usar lugares comunes, no se considera un error; porque sienten que la originalidad corresponde a la vanidad, y entonces es mejor que un poema no sea original; basta con que sea eterno, lo cual es más importante. De manera que uno puede tomar cualquiera de esos modos que indican las estaciones, o tomar cualquier verso que uno quiera, de otro poeta; eso no importa, porque se piensa en la poesía como eterna. Bueno, eso se parece un poco al concepto hebreo que consiste en tomar libros del todo distintos, que presuponen mundos distintos y que corresponden a distintas épocas; y suponer que todos han sido escritos por el espíritu. Aunque, desde luego, ¿qué puede tener en común el libro de Job con el Génesis; o El cantar de los cantares con el libro de los Jueces?; absolutamente nada. Pero, se supone que han sido dictados por el mismo espíritu a diversos amanuenses. En la poesía japonesa hay también esa idea, la idea de que no importa que el poeta sea original; lo que importa es, bueno, que lo que él escriba sea hermoso, lo cual es mucho más importante. —La musa o el espíritu sigue presidiendo la inspiración entre los japoneses. —Sí, sigue presidiendo la inspiración. En cambio, ahora… bueno, Oscar Wilde dijo: «Si no fuera por las formas clásicas, estaríamos a merced de los genios», que es lo que pasa ahora (ríen ambos); que todos son geniales, pero no son nada más que geniales, es decir, extravagantes. —No ha sido remplazado el clasicismo en las obras. —No, yo creo que no. Y, al mismo tiempo, se entiende, bueno, todo escritor quiere tener su lugar en la historia de la literatura, de modo que lo importante es innovar, lo importante es fundar una escuela. Y eso lo vemos en este país; por ejemplo, a los poetas que han fundado una escuela se los recuerda. En cambio, poetas que han sido meramente perfectos, como Enrique Banchs en La urna, o Arturo Capdevila en Aub Gelio no, se los ha olvidado; porque como no son jefes de escuela, como no han ejercido una influencia, no importa que sus composiciones sean simplemente perfectas, o muy bellas. No, eso no interesa, lo importante es poder figurar como caudillo de una secta cualquiera, aunque esa secta sea disparatada. Es decir, por ejemplo, si yo escribo una novela sobre los carteros, esa novela puede ser mala: pero, quién sabe, esa novela puede ser el principio de una escuela, puede ocurrir que mucha gente se dedique a los carteros, y entonces ya figuraré en la historia de la literatura. Que es lo que ha pasado con Bartolomé Hidalgo; la obra de Bartolomé Hidalgo es bastante floja, pero, sin embargo, de él surgen, bueno, Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo, José Hernández. Y Mitre le señaló eso en una carta a Hernández, en que le dijo: «Hidalgo será siempre su Homero»; pero él lo dijo contra Hernández, y creo que es un error, porque ¿qué impide suponer que un poeta puede influir en otro? Ya hemos hablado de eso al hablar de Poe, creo, ¿no?, de la influencia de Poe. —Sí, pero, volviendo al Japón, Borges, siempre se nos ha dicho que la más importante sabiduría nos llegaría de Oriente. Ahora, en el caso de Japón… —Y con esa hermosa metáfora «Ex Oriente Lux», ¿no? —Claro, pero el caso de Japón es muy particular, porque parece haber tomado la más moderna línea de desarrollo occidental, habérnosla devuelto con otra forma de sabiduría. —Sí, y al mismo tiempo ejercen la cultura occidental mejor que los occidentales. —Precisamente. —Por ejemplo, todos los instrumentos que se fabrican en el Japón son mejores, y además tienen un sentido estético. Digamos, una máquina fotográfica, un telescopio, un grabador, una computadora japonesa, son superiores. —Están perfeccionando a Occidente. —Sí, están perfeccionando a Occidente, y ojalá siga esa influencia benéfica para nosotros. En fin, yo he llegado tardíamente a un país del todo civilizado, y me gustaría volver, desde luego, porque es grato estar en medio de gente que nunca es agresiva, que es éticamente irreprochable… y, además, yo no puedo verlos, pero creo que no soy del todo indigno de los jardines, de los santuarios y de los mares del Japón: los siento; lo cual es algo más íntimo que verlos. —Seguiremos recibiendo noticias suyas, Borges, de esa avanzada civilización, que puede ayudarnos. —Bueno, así lo espero. 44 EVARISTO CARRIEGO, MILONGA Y TANGO Osvaldo Ferrari: Hay un hecho muy curioso, Borges; usted dice que nuestros escritores, o nuestros hombres de cultura, o nuestros intelectuales de principios de siglo, solían considerarse, de alguna manera, franceses honorarios. Jorge Luis Borges: Sí, es verdad. Claro, porque todo el mundo conocía el francés —no diría para conversarlo, pero, lo que es más importante, todo el mundo podía gozar de la literatura francesa directamente—, aunque quizás hubieran fracasado en el diálogo, pero no en la lectura, que es una actividad más esencial, me parece. —En particular, usted refiere esto a un caso significativo entre nosotros: a Evaristo Carriego. —Bueno, Evaristo Carriego… la última vez que lo vimos había iniciado el estudio del francés, claro, de un modo bastante rudimentario, porque, al despedirse, él besó la mano a mi madre y le dijo: «Au revoir, Madame», y se entendió que eso era una proeza lingüística (ríe). Él había sentido siempre el amor de Francia, había leído las novelas de Dumas en traducciones, y quería, como todo el mundo, acercarse a Francia. Ahora, es una lástima que el francés haya sido remplazado, o que el estudio del francés haya sido remplazado por el estudio del inglés. Yo quiero mucho al inglés —quizá le deba más a Inglaterra que a Francia— pero creo que el hecho es deplorable, porque el francés se estudiaba en función de la cultura y de la literatura francesa. En cambio, el inglés que se estudia ahora, no se estudia en función de Emerson o de De Quincey, sino en función de negocios; se estudia de un modo comercial. De manera que no sé hasta dónde se ha pasado de un idioma a otro. Pero hay quienes me aseguran que no, que se ha pasado del francés al inglés, y ahora, del inglés a la ignorancia, lo cual ya sería el nadir, ¿no? (ríe). —El nadir budista, por ejemplo, que tiende al vacío o a la nada como objetivo (ríen ambos). Pero, Evaristo Carriego tiene otra característica, que me parece muy importante: además de acercarse a Francia, o a lo europeo, también se acercó o fue, como dijo usted, nuestro primer espectador de los suburbios, de los arrabales. —Sí, pero quizá yo sea injusto al decir eso, porque creo que los sainetes fueron anteriores, y en el sainete, bueno, serán buenos o malos, pero ya existe esa aproximación, ¿no? Habría que consultar —ésa es una labor para una tesis— las fechas de Vacarezza de Villa Crespo y de Evaristo Carriego de Palermo, para saber cuántas cuadras tenemos que «corrernos» para el descubrimiento literario de las orillas. Pero Carriego lo hizo deliberadamente, porque —me dijo Marcelo del Mazo— que él se debía a su barrio, bueno, y eso se ve en algunas composiciones suyas. Además, él fue discípulo de Almafuerte… qué raro: Almafuerte, un hombre de genio, quizás el más criollo de nuestros escritores, cuando trató, deliberadamente, de ser criollo, no le salió bien, porque, por ejemplo, El Misionero, Confíteor Deo, Paralelas, son páginas espléndidas. En cambio, cuando él ensayó deliberadamente la milonga, le salió mal. Si recordamos aquella deplorable copla: «Aquí me pongo a cantar con cualquiera que se ponga / la mejor, la gran milonga / la que se ha de perpetuar»; vemos que no es demasiado memorable, ¿no? Ahora, tiene algunos versos —no sé si son bellos, pero son ciertos— por ejemplo: «No hay oficio menos pulcro / que el oficio de vivir». —Ése es mejor. —Ése es mejor, pero, desgraciadamente, hay dos versos anteriores que dicen: «Mucho barro hay que batir» (lo cual es decididamente feo), «En la vía del sepulcro» pero, claro, ésos son ripios para colocar después: «No hay oficio menos pulcro/ que el oficio de vivir». Lo cual es cierto, es decir, que todos más o menos nos hemos manchado. Bueno, Carriego se propuso cantar el barrio, pero, nosotros nos mudamos a Palermo hacia 1902, y yo creo que el Palermo que Carriego cantó fue el del siglo pasado. Cuando él escribió «El alma del suburbio», que está incluido en Misas herejes, el primer libro de él, Palermo ya no era ese barrio; él escribió con recuerdos de su infancia en Palermo. Es decir, ya el Palermo de Carriego estaba un poco teñido de nostalgia, de melancolía; ya no era exactamente lo que había sido. En cambio, en el otro libro suyo sí, él muestra el Palermo de clase media que yo he alcanzado, y no el Palermo meramente pobre, aunque la pobreza existía, sin duda. Yo recuerdo que mi padre le dijo a Carriego que por qué él hablaba tanto de los conventillos, cuando los conventillos eran más propios del centro que de las orillas. Es natural, porque la tierra vale más en el centro, y, además, el centro estaba lleno de conventillos. Hasta hace quince años había uno frente a casa: Maipú y Charcas, que estaba pintado de amarillo. Y Barletta, por ejemplo, nació en un conventillo de las Cinco Esquinas; y él decía: «Soy un compadrito de las Cinco Esquinas» —era Libertad y Juncal, donde nace la avenida Quintana—, y recuerdo otro, que estaba —ciertamente no en las orillas— frente a la casa en que nació Bioy Casares, avenida Quintana 174, y luego había conventillos en todas partes de la ciudad. Ahora, en La Boca, parece que han sido mucho más «vivos», porque, en lugar de escamotear la pobreza, la han explotado; y ahora es un barrio próspero gracias a esa publicitada pobreza, quizá, ¿no? —Pero como contrapartida a todo eso, hubo en Carriego algo que usted asimila o compara con lo que ocurrió con el tango. —Sí, es cierto, sí. —Un acercarse a la poesía de la desdicha cotidiana, a las enfermedades, al desengaño. —Bueno, eso quiere decir que él fue siguiendo la evolución de la ciudad, o del país, porque la milonga era más bien alegre y valerosa, los primeros tangos que llaman «de la guardia vieja» también. Luego, ya viene Gardel, y viene la tendencia melancólica. Y curiosamente, en Francia se piensa que el tango viene a ser el baile propio de la clase media, no se lo ve como popular. Y aquí tampoco se lo veía así; se lo veía como propio de los prostíbulos, y luego, como sentimental. Y una prueba es que en los conventillos nunca se bailó tango, porque la gente sabía el origen del tango. Y Lugones, en El payador, que es del año… creo que 1915, habla del tango, y lo llama: «Ese reptil de lupanar»; una linda frase, y ahí están dadas las dos cosas: el origen del tango y lo sinuoso del baile. Ahora, yo he estudiado algo de eso: creo que hay tres ciudades que se disputan el origen del tango; Buenos Aires vendría a ser lo que se llamó el barrio tenebroso, es decir, Junín y Lavalle, que ahora creo que es un barrio judío, ¿no? Bueno, ése era el centro de los prostíbulos de Buenos Aires. Pero, en Rosario, donde había una prostitución en todo caso mucho más visible que en Buenos Aires, se supone que el tango surge en el barrio que se llamaba Sunchales, y que se llama ahora Rosario Norte. Y, en Montevideo, según Vicente Rossi, el tango surge hacia 1880 en las academias (se llamaba así a los salones de baile) de la calle Yerbal; lo que vendría a ser el sur de la ciudad vieja, pero muy cerca del centro, claro; ése era el barrio de los prostíbulos. Pero, en fin, qué importancia puede tener; todos están de acuerdo en la fecha —1880— y en los instrumentos —piano, flauta y violín—, lo cual demuestra que no fue popular. Cuando yo era chico, uno veía a alguien templando una guitarra en cada esquina; y bueno, usted ve que Carriego habla siempre de la guitarra, y no se refiere a otros instrumentos. —¿Ni siquiera al bandoneón? —No, el bandoneón vino mucho después, y vino a un barrio un poco extranjero; yo no sé, algunos me han dicho Almagro, pero sería mucho más verosímil que fuera La Boca, porque Almagro no tenía ningún rasgo diferencial. El instrumento es alemán, y en alemán se llama Schiffklavier: piano de a bordo, que no es exactamente el acordeón. —No, es mucho menos melancólico que el acordeón. —Sí, yo sé poco de esas cosas, pero sé que el instrumento popular era la guitarra; y ya que he mencionado la guitarra, voy a darle un dato, que es el origen de la palabra guitarra: el origen de la humilde y cotidiana palabra guitarra es cítara. Usted ve que son asonantes, cítara, guitarra; suenan casi igual, ¿no? Bueno, los instrumentos de cuerda creo que surgen en el centro del Asia, y luego se ramifican por el mundo, y dan algo tan diverso como el arpa, como la guitarra, como el violín, como la lira. —Pero, a usted le parece importante diferenciar dos épocas en el tango: la época de la milonga y la otra. —Sí, la milonga vendría a ser lo que llamamos ahora tangos de la guardia vieja, frase que no se usaba entonces, naturalmente. Bueno, como el barrio que ahora se llama Palermo Viejo; cuando yo era chico era Palermo nuevo. Queda cerca de Plaza Italia, esa región intermedia entre lo que sigue llamándose Palermo y Villa Crespo. Creo que se llamaba Villa Malcolm antes, no sé por qué; habría habido algún señor escocés… porque no creo que se tratara del personaje de Shakespeare, ¿no? Sí, Villa Malcolm, pero eso no se usa ya, y hay otros barrios que han desaparecido; por ejemplo había un barrio bravo entre Saavedra y Villa Urquiza que se llamaba «La Siberia». Y yo hace poco hablé con un chofer que me dijo: «Sí, yo nací en La Siberia, pero nunca lo digo», claro, porque no era un barrio bien visto. Pero está bien el nombre «La Siberia» para un lugar así, un poco desolado; desde luego, entre Urquiza y Saavedra tiene que haber habido muchos baldíos, quizá una zona un tanto equívoca. —Ahora, aun dentro de esa segunda época, en la cual el tango se vuelve triste o melancólico, notamos que en la ciudad había una forma de energía que se correspondía con el tango, y que ahora ya no se percibe. Como un ritmo propio de la ciudad. —No sé, lo que sé es que cuando oigo un tango puede gustarme o no, pero mi cuerpo lo sigue. Y a mí me llevaron una noche, en Córdoba, a oír un concierto de este señor… Piazzolla. Y allí yo le dije a mi acompañante, bueno, yo quería oír tangos, y como no han tocado ninguno, me vuelvo al hotel. «¿Cómo? —me dijo— toda la noche han estado tocando tangos»… Pero mi cuerpo no los reconoció, es decir, que no eran tangos. Y creo que él mismo dice que no, que lo que él hace es música de Buenos Aires —no sé muy bien qué quiere decir eso—, pero que no son tangos, desde luego. Los títulos tampoco parecen de tango; por ejemplo, se llaman «Lunfardo», bueno, los tangos no se llamaban «Lunfardo», se llamaban «La garúa», «El comisario»; nombres de ese tipo, pero «Lunfardo» no. —Es más bien el título propio de un estudioso del tango. —La palabra «lunfardo» se refería antes, sobre todo, a los delincuentes, a los ladrones; y luego se aplicó a esa jerga, que se supuso que era de ellos. —Vamos a tener que volver, Borges, a Carriego y al tango en otra oportunidad, ineludiblemente. —Pero cómo no. 45 MITOLOGÍA ESCANDINAVA Y ÉPICA ANGLOSAJONA Osvaldo Ferrari: En un fragmento, que no sé si se refiere a usted mismo o a uno de sus personajes, Borges, usted habla del culto del Norte; en este caso, dice que el culto del Norte lo llevó a Islandia. Jorge Luis Borges: Sí, cuando digo el Norte, me refiero sobre todo al norte escandinavo…; bueno, la historia de ese culto es bastante sencilla: mi padre me regaló un ejemplar de la Volsunga Saga, traducida al inglés por William Morris; y yo leí ese poema, que tiene el mismo argumento que el Nibelungenlied (El canto de los Nibelungos), pero es anterior, y guarda muchos rasgos mitológicos que se perdieron en la tardía versión alemana. De modo que yo leí todo aquello; me impresionó muchísimo; toda aquella historia de Sigurd, del oro del Rhin, de Brunhild, luego de Atila. Qué raro, Atila fue un personaje incorporado a la tradición germánica, y cuando Beda, en su historia eclesiástica Gentis Anglorum (La historia de la gente y la Iglesia de Inglaterra), quiere decir que los sajones eran de estirpe germánica, dice: de la misma estirpe de los daneses, es decir, de los escandinavos, de los prusianos y de los hunos. Y además de eso, en la Edda Mayor hay un cantar, que es el cantar de Attli, o sea de Atila, y ese cantar fue escrito, asombrosamente, en Groenlandia. Hubo, entonces, escandinavos que escribieron un cantar sobre sus viejas tradiciones, historias heroicas, y un cantar de Atila incorporado a la tradición germánica. Bueno, mi padre me dio ese libro y quedé debidamente deslumbrado; le pedí algún libro sobre mitología escandinava, y él me regaló un libro que guardo todavía, un manual de mitología escandinava que está tomado de la Edda Menor. Con María Kodama hemos traducido el primer libro de la Edda Menor hace poco: la Gylfaginning (La alucinación de Gylfi). Es el primer manual de mitología escandinava que existe, y fue escrito en el siglo XIII. —Y los acompañó Snorri Sturluson en ese trabajo. —Sí, exactamente, sí. Entonces, yo leí aquellos dos libros, y después… yo no sé… ah, sí, leí sobre el Nibelungenlied (El canto de los Nibelungos) un artículo de Carlyle. Y luego, yo no sé quién me llevó al Norte otra vez, y a lo escandinavo, ¿no? —Quizá la biblioteca inglesa de su padre. —Sí, quizá, pero no estoy seguro, lo que sé es que yo he vuelto a ese tema; y que he hecho no tres viajes, sino, como diría William Morris, tres peregrinaciones a Islandia. Es una isla lindísima y está muy cerca del polo. Y allí tuve ocasión de conversar con un sacerdote de las antiguas divinidades paganas: un pastor —un hombre, me dijo María Kodama, de rostro joven, de barba blanca, un gigante, como toda la gente de Islandia, pastor de ovejas (tendría una majada de cien ovejas)— que celebra el equinoccio del verano —eso fue tema de una emisión de la BBC, en Inglaterra—. Claro, porque los ingleses antes también adoraban a aquellos dioses. Y me conmovió tanto estar con alguien que adorara o que profesara el culto de esos dioses —que antes, bueno, fueron adorados en Inglaterra, en los Países Bajos, en Holanda, en Alemania, en la Escandinavia continental—. Y actualmente cuenta con trescientos fieles todavía: toda gente muy ignorante, que sin duda ignora la mitología, que sólo guardan los nombres de los dioses. Me conmovió tanto eso, yo creo que lloré, yo… lloro fácilmente —no por cosas, digamos, que puedan entristecerme, no; lloro más bien de emoción; un poco como aquel personaje de un cuento de Lugones, que dice «Y lloró de gloria». —Qué linda frase ésa. Por lo demás, fue del todo inesperado ese encuentro con el sacerdote pagano. —Sí, del todo inesperado, porque yo estaba conversando con el vicario de Borgafiords, y él me dijo: «Have you met the heathen priest?» (¿Se ha encontrado usted con el sacerdote pagano?); y yo le dije: «¿Qué quiere decir usted?», y me dijo: «Bueno, uno que venera todavía —lo dijo en inglés—: the heathen gods (los dioses paganos)»—. Y entonces fui a verlo; vivía en una choza, un lugar muy sencillo, tenía, yo no sé por qué, huesos, huesos de ovejas en los anaqueles, había muchos huesos. —En lugar de libros… —Sí, es que no creo que supiera leer. Un hombre muy sencillo, muy ignorante. Ahora, sé que era célibe, de modo que ese cargo no puede ser hereditario; supongo que lo eligen los fieles. Esos fieles vienen de todas partes de la isla, que, bueno, es bastante vasta Islandia. Supongo que lo elegirán entre los fieles, y sé que son todos pastores o pescadores, es decir, gente humilde. Quiero decir, no son eruditos que están ensayando un renacimiento nacionalista; son gente que ha vuelto a ese antiguo pasado. —Ahora, como usted es casi siempre conjetural, ahora yo me he contagiado, y practico la conjetura en nuestros diálogos… —Es lo más seguro, la conjetura es lo más seguro (ríen ambos); todo lo demás es azaroso, ¿no? —Claro. —Sólo nos quedan el azar y la conjetura. —En este caso, la conjetura es acerca de si además de la biblioteca inglesa de su padre, podríamos pensar en Ginebra como otra etapa que favoreció su culto del Norte. —Sí…; precisamente en Ginebra yo leí otras sagas y las leí en inglés, en la versión de Everyman’s Library. Yo leí la saga de Egilskallagrimsson (La saga de Egil, hijo de Skalla el feo), y la saga de Njal, que la llaman «la Njulla» los escandinavos. Me impresionaron dos cosas: una, el hecho de que parece que fueron los islandeses quienes inventaron o descubrieron los rasgos circunstanciales, porque hay muchos rasgos circunstanciales, y yo creo que fueron ellos los que se dieron cuenta de que los rasgos circunstanciales pueden ser patéticos. Y luego, el espíritu épico que anima las sagas. El espíritu épico que siempre me ha conmovido; me ha conmovido mucho más lo épico que lo lírico y que lo elegiaco también. —Bueno, ahí se ve, entonces, su afinidad con el Norte. —Sí, exacto, es verdad; lo épico me conmueve mucho en cualquier literatura, en cualquier idioma. Lo sentimental me desagrada. Bueno, posiblemente porque soy sentimental y porque no soy épico, me gusta lo épico y no me gusta lo sentimental (ríen ambos); yo tiendo a ser sentimental, y no creo haber sido épico nunca, ¿no? (ríe). —Otra conjetura. —Otra conjetura, sí. —Pero su culto del Norte me parece que es, en gran medida, el culto de la literatura del Norte. —Bueno, no; los escritores y los navegantes, los aventureros también. —Claro. —Si usted piensa que, bueno, que descubrieron América unos siglos antes que el resto de Europa. Ahora, no sé hasta dónde la descubrieron, ya que no tenían un sentido de nacionalidad o de religión. Por ejemplo, podían profesar el culto de Thor, pero ciertamente no eran misioneros de Thor. Eran individualistas, y en cambio, usted sabe, el descubrimiento de América, bueno, eso se hizo… la conquista, todo eso, se hizo en función de España, de Portugal, de la fe católica; eran misioneros, eran funcionarios, eran militares. En cambio, los vikingos no, los vikingos eran aventureros; por ejemplo, se fundó un reino vikingo… fundaron la ciudad de Dublín, y hubo un reino danés en Irlanda, hubo otro reino danés en Yorkshire, pero a esos reyes allí no se les ocurría… no insistían especialmente en ser dinamarqueses. —Y no invocaban la mitología escandinava. —No, no, tampoco, no; la profesaban… ahora, esa mitología tiene un rasgo curioso, y es que, por ejemplo, en el cristianismo o en el islam hay devotos de un dios, y se ve a Dios como rigiéndolos. En cambio, entre los escandinavos no se decía: fulano es devoto de Thor, devoto de Odín; se decía: es amigo de Odín, es amigo de Thor. Es decir, había una relación de amistad, cuando las cosas iban mal, entonces… —Se suponía que se habían enemistado. —Sí, se enemistaron con el dios, y podían hasta maltratar las imágenes de sus ídolos, que serían muy sencillas, me imagino. —Usted atribuye una ética particular al Norte, en general; quizá la ética vinculada al protestantismo. —… Yo no sé si me atrevo a decir que hay algo esencialmente inmoral en la fe católica; creo que la idea de la confesión y de una absolución es una idea inmoral, porque si yo he cometido una falta otra persona no puede absolverme; debo de absolverme yo. Pero si cometo una falta cualquiera, si tengo una culpa, y luego, bueno, recito, no sé, una cifra equis de padrenuestros o de avemarías, eso no puede deshacer lo que yo he hecho. A mí me parece que la idea de la confesión es una idea esencialmente inmoral. No sé si puede transmitirse esto…, pero yo creo que sí, ¿eh?; ahora se transmiten toda clase de cosas por radio, una pequeña herejía mía… —Usted piensa en la transmisión de algún estupor. —Yo creo que no, ¿eh?, pero puede producirlo con toda seguridad, ¿no? —Usted siempre piensa que a la verdad se llega en diálogo, así que eso también puede ser… —Parte del diálogo, sí, claro, puede ser parte del diálogo. Pero yo creo que, en general, hay una ética en los países protestantes que no hay en los países católicos. Ahora, posiblemente eso se deba al hecho, bueno, no sé hasta qué punto los católicos toman en serio su fe… más bien se trata de una serie de ritos, de ceremonias, de costumbres. En cambio, bueno, claro, en el caso de los protestantes, se entiende, con cada uno de ellos está la Biblia, y se supone que cada uno tiene una luz —eso lo dijo Wiclef, en el siglo XIV, en Inglaterra—, cada lector de la Biblia tiene una suerte de luz que le permite interpretar la Biblia. Es lo contrario de la idea de la Iglesia, que se encarga de la interpretación. —Sin embargo, en los últimos tiempos parece haberse desvirtuado mucho esa ética que usted atribuye a los protestantes. —Ah sí, desgraciadamente sí. Bueno, yo no soy religioso, de modo que tampoco quiero ser un misionero protestante. Mis mayores sí, muchos de ellos fueron predicadores metodistas. Ahora, el metodismo insiste sobre todo en la ética, y no en la teología; en cambio, el calvinismo insiste en la teología, con la predestinación por ejemplo. El calvinismo, cuyas dos capitales fueron Ginebra —ahí la predicó el francés Calvino—, y luego John Knox, que la predicó en Edimburgo. Esas dos ciudades se parecen, las dos son muy lindas, aunque yo, naturalmente, prefiero Ginebra. —Otra de las conjeturas referidas al Norte que me ha interesado, entre las que usted hizo últimamente, es la que infiere de Snorri Sturluson, al decir que habría existido una necesidad del Norte por sentirse unido al Sur. —Bueno, claro, porque la máxima cultura era la del Sur; un rasgo curioso es el nombre de Thor. Thor, el dios del martillo —el martillo se llamaba Mjollnir—; una de las conjeturas de Snorri Sturluson es que esos dioses germánicos vinieron de Troya, y que, como su nombre lo indica, Thor era hermano de Héctor, ya que esos nombres son casi iguales. —Thor, el del Norte, sería, según esa conjetura, hermano de Héctor, el del Sur; y así se explicaría la necesidad de unión del Norte para con el Sur. —Hay algo patético en ese deseo del Norte de vincularse al Sur, y, en suma, a La Eneida, ya que ellos no conocían La Ilíada, ¿no? Es que La Eneida proyectó su luz sobre el Norte; tenemos esa antigua epopeya sajona: el Beowulf pero todo lo que se ha conjeturado sobre el Beowulf ha cambiado desde que alguien descubrió que en ese intrincado y tedioso poema —la primera epopeya del Norte, ya que la literatura anglosajona es anterior a la escandinava—, se han descubierto en esos creo que tres mil y pico de versos del Beowulf —no recuerdo exactamente cuántos son— tres versos de La Eneida; dos son combinaciones y el otro me dijeron que es una versión casi literal. De modo que eso ya cambiaría todo: podríamos pensar que el autor del Beowulf leyó La Eneida, y que se propuso escribir una Eneida germánica; que escribió entonces el Beowulf —eso se escribió en Inglaterra, pero el autor tomó leyendas escandinavas; todos los personajes son daneses, o bien proceden de Suecia—. Pero, en aquella época no había la idea de que un escritor tuviera que escribir sobre lo contemporáneo o sobre lo local, al contrario, existía el prestigio de lo que estaba lejano; y quizá había cierta nostalgia del paganismo en los sajones. —La sugestión de ese mundo distante. —Sí, de modo que eso ya cambiaría todo, se podría pensar, bueno, en un sajón que lee maravillado La Eneida, y que se propone hacer una Eneida germánica. Eso tendría que haber ocurrido en el norte de Inglaterra, y que usó, además, ese lenguaje deliberadamente artificial de la poesía; por ejemplo, no decir «el mar» sino «el camino de la ballena» o «el camino del cisne»; no decir «la batalla» sino «el encuentro de las espadas» o «la batalla de los hombres». —De epopeya a epopeya. —Sí, de epopeya a epopeya, bueno, es que la literatura empieza por la epopeya, como usted sabe. Por eso, en una de nuestras conversaciones anteriores, yo he señalado que uno de los méritos de la calumniada Hollywood es el de haber salvado la épica en nuestro tiempo, porque, en definitiva, los westerns son esencialmente épicos. Eso no se hizo con ningún propósito deliberado, se habrá hecho con fines comerciales; pero el hecho es, bueno, que esa imagen del cowboy es una imagen épica, aunque posiblemente no corresponde a la realidad histórica. —Esta idea si se la debemos a usted. No tenemos más remedio, Borges, que volver a nuestro Sur, a las necesidades cronológicas de nuestro Sur, para concluir la audición. —Bueno, muy bien. 46 SOBRE BORGES Y ALONSO QUIJANO Osvaldo Ferrari: En su poema «Sueña Alonso Quijano» usted propone o conjetura, creo, por lo menos dos sueños… Jorge Luis Borges: Ah, si no me equivoco, vendría a ser un sueño a la segunda potencia, ya que Cervantes sueña a Alonso Quijano, y Alonso Quijano sueña a Don Quijote. Sí, pero esos dos sueños tienen como raíz, o una de sus raíces es la conciencia de Cervantes ¿no?, creo que se trata de eso. Yo he escrito ese poema hace tanto tiempo que no lo recuerdo, pero, como siempre estoy escribiendo el mismo poema, tendría que acordarme. —Usted dice: «El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don Quijote un sueño del hidalgo. / El doble sueño los confunde». Y esto me ha recordado aquel cuento suyo «Everything and Nothing». —Ah, es cierto, sí. —En el cual habría un sueño a la tercera potencia. —A ver. —Dios sueña a Shakespeare en aquel caso. —Y Shakespeare sueña a los personajes. —Sí, y en este caso, Cervantes podría también ser soñado, y tendríamos un sueño a la tercera potencia. —Bueno, indudablemente Cervantes fue soñado por Dios o por la conciencia universal; sí, sobre todo si somos panteístas. Yo, precisamente acabo de escribir un poema: «Qué ha soñado el tiempo», cuyo tema es ése: el ver toda la historia como un sueño del tiempo, no como hechos que acontecen en el espacio —ésa es la interpretación común. —Esto me lleva a pensar nuevamente que usted muchas veces parece ver en los sueños una de las realidades más importantes; por momentos, como realidades más sólidas que la realidad de la vigilia. —No sé si sólidas, ya que la palabra «sólido» sugiere lo espacial, pero más íntimas sería más exacto. —Y quizá más perdurables. —Sí, yo he escrito un poema, o escribiré un poema… bueno, en mi caso da lo mismo ya que tiendo a repetirme, sobre el tema de un sueño antes del alba: el soñador o el durmiente se despierta, trata de recordar el sueño, y lo ha perdido. Ahora, ¿qué podemos suponer?; suponer que ese sueño ha caído de la historia universal o ha caído del tiempo es falso, ya que en algún momento existió —y mucho más no puede decirse de ninguna otra cosa, sino que en algún momento existió—. Es decir, que ese sueño perdido es parte de esa trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. —Claro. —Quizá una parte no menos preciosa, pero, recuerdo un poema mío titulado La trama pero ahí es distinto, ahí no se trata de un sueño, se trata del polvo que va juntándose en un anaquel, detrás de la fila de libros, detrás de la obra de De Quincey precisamente, que soñó de manera tan ilustre, según vemos en sus Confesiones de un opiófago inglés. Y yo pienso que ese polvo, que forma como una suerte de telaraña, detrás de la fila de libros, quizá sea no menos necesario a la historia universal o a la trama que cualquier otro hecho; que una batalla, por ejemplo. Es decir, que todo es parte de esa trama cuyo fin ignoramos —ni siquiera sabemos si tiene un fin tampoco—. Y, si tiene un fin, es, sin duda, inconcebible; ya que no hay ninguna razón para que el universo —esa cosa tan compleja— sea comprensible, bueno, para un hombre del siglo XX de nuestra era, en un proyecto perdido que se llama la Tierra. No hay ninguna razón para que podamos comprender por qué hay algo tan vasto como la historia, digamos. —Claro, pero la anécdota de De Quincey, en todo caso, formaría parte de la historia o de la antología del espíritu; si es que podemos concebir eso. Es decir, paralela pero distinta a la historia material, digamos. Y quizá, otra vez, más perdurable. —Y sí, parece que las palabras pasan pero lo escrito queda, que lo oral pasa pero lo escrito queda, bueno, pero lo escrito está hecho de lo oral también. —Cierto, y de acuerdo con nuestras conversaciones, tendríamos que tratar de conjeturar que lo oral puede ser parte de lo espiritual. —Y, yo creo que sí, porque si no, nuestras conversaciones serían inexplicables e injustificadas. Debemos tratar de evitar eso, y además, en este caso lo que decimos está siendo registrado, de modo que es oral y es escrito a la vez: mientras estamos hablando estamos escribiendo. —Sí, y además es escrito porque se publica. —Sí; esto me recuerda, no por primera vez, aquella terrible frase de Carlyle, que dijo: «La historia universal es un texto que estamos leyendo y escribiendo continuamente y —aquí viene lo terrible— en el cual también nos escriben». Es decir, nosotros no sólo escribimos símbolos sino que somos símbolos; y somos símbolos escritos por algo o por alguien —podemos pensar en esas dos palabras con letras mayúsculas para que impresionen más—: escrito por Algo o por Alguien que no conoceremos, o que conoceremos siquiera parcialmente alguna vez. —Ahora, volviendo a Cervantes; muchas veces pienso que la aventura de Alonso Quijano, la dramática experiencia de la acción en un hombre que, como usted dice, salió de su biblioteca para convertirse en don Quijote, nos transmite algo muy noble, algo muy difícil de expresar ante el encuentro de él con la acción, después de haber salido de toda una vida en su biblioteca. —Una digna acción, sí; una acción de la que yo soy indigno, ya que yo tengo la impresión de no haber salido nunca de la biblioteca —íntimamente yo estoy en la biblioteca de mi padre, yo no he salido nunca de esa biblioteca—. Los libros de esa biblioteca han sido dispersados, la casa ya no existe; aquella biblioteca que daba a un patio —en ese patio había una parra—… bueno, todo eso ha desaparecido, sin embargo, yo, íntimamente, estoy adentro. Tengo la impresión de que todo lo que he hecho después es un poco falso; quizás esas primeras experiencias fueron las únicas mías. Ahora, a mí me ocurre algo raro con la memoria —cosa que debería alarmarme, pero que no me alarma— y es que yo tiendo a recordar lo leído y a olvidar mis actos y lo que me ha sucedido. Esto me trae a la memoria otra cita, esta vez de Emerson, a quien me gusta recordar, que dice: «Life itself becames a quotation» (la vida misma se convierte en una cita); es decir, a la larga, todo nuestro pasado está entre comillas, digámoslo así. Y si yo pienso en el pasado, pienso sobre todo en los libros que he leído. Me ocurre algo parecido, pero un poco distinto con las personas: yo fui muy amigo de Ricardo Güiraldes; dirigimos una revista juntos, la revista Proa, fundada por Brandán Caraffa —los directores éramos Brandán Caraffa, Ricardo Güiraldes, Pablo Rojas y yo—. Y yo trato de recordar a Güiraldes, a quien sigo queriendo mucho, a pesar del accidente, digámoslo así, de su muerte, en el año 1929 creo; en fin, mis citas son vagas. Bueno, yo trato de recordar a Güiraldes y lo que recuerdo son las fotografías de él, ya que la fotografía está quieta, y se presta más al recuerdo. En cambio, el rostro de una persona es móvil, y difícil de fijar en un recuerdo. Y eso me pasa no solamente con Güiraldes, sino, bueno, si yo pienso en mi madre, recuerdo sobre todo la fotografía de ella; si pienso en mi padre, recuerdo una fotografía de él. Y si pienso en mí, la verdad es que no sé si recuerdo la última vez que me vi en el espejo… no, posiblemente alguna fotografía mía —claro, en este momento… yo perdí mi vista en el año 1955, yo no sé qué cara tengo; no sé quién me mira o qué me mira desde el espejo— no tengo ninguna idea. —Tengo que recordarle que el personaje de Cervantes, Alonso Quijano, no escribe en la novela, y por lo tanto, hay una forma de acción que no desarrolló; en usted podríamos decir que la biblioteca se puso en acción al escribir, o, en este caso, al dialogar. —Bueno, Alonso Quijano escribió en el sentido de que cuando hablaba pronunciaba discursos, ¿no?, no sé si se ha observado —creo que Cansinos Assens ha observado— que, de hecho, no hay diálogo en el Quijote, ya que —según dice el mismo texto— son razonamientos entre el hidalgo y el escudero. Pero esos razonamientos no tratan de ser realistas; por ejemplo, en un diálogo real, una persona interrumpe a la otra; alguien deja una frase inconclusa porque se da cuenta de que el otro ha comprendido. Ahora, todo esto le hubiera parecido indigno a Cervantes —la literatura era algo muy serio—; entonces, los personajes conversan, y yo diría que conversan demasiado bien. Y estoy seguro de que no conversaron tanto… Se me ocurrió lo mismo, de chico, leyendo el Martín Fierro, cuando después de la pelea con la partida, el sargento de la partida, Cruz, y el matrero perseguido por la policía, Martín Fierro, se hacen amigos. Cruz le cuenta inmediatamente su historia a Fierro. Yo sentí, siendo chico, que eso era falso; y, sin duda lo que ocurrió —no sé dónde, no históricamente, pero tiene que haber ocurrido— es que poco a poco cada uno fue enterándose de la vida pasada del otro. Pero no creo que Cruz le suministrara inmediatamente a Fierro una biografía; es una convención literaria —quizá necesaria para la obra pero del todo inverosímil—. Bueno, no menos inverosímil que el hecho de que conversen en sextinas de versos octosilábicos. —Usted dice, en el poema sobre Alonso Quijano, «El doble sueño los confunde», y este quedar los personajes confundidos en la acción o en el sueño se encuentra muchas veces en sus cuentos. No sé si en el caso de Cruz y Fierro… —Yo estoy seguro de que no se contaron inmediatamente su vida. Además, debemos pensar que eran personas muy rústicas; eran dos gauchos, y yo no creo que tuvieran el hábito del relato autobiográfico. Es muy raro eso. —Por eso digo, confundidos en la acción propiamente, en la acción frente a la partida, en este caso. —Sí, desde luego ese episodio es del todo inverosímil: es muy raro que el sargento de la partida se ponga de parte del criminal al que va a arrestar, y mate a sus propios gendarmes. Lo raro es que nadie ha notado eso; todo el mundo ha aceptado ese hecho que es del todo inverosímil. Ahora, yo escribí ese cuento para justificar eso que ya desde chico me pareció increíble; se titula «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz». Yo le di el nombre de Tadeo Isidoro, nombre de un bisabuelo mío, para que taparan, de algún modo, el breve apellido Cruz: porque si uno lee: Tadeo Isidoro Cruz, Cruz casi no se oye, y Tadeo e Isidoro son dos nombres tan largos y tan feos que se recuerdan. Yo me llamo Isidoro —le hago esta confesión, le ruego que no la divulgue. —(Ríe). No lo sabía, es una verdadera revelación. —Espero que no deje de frecuentarme después de saber que me llamo Isidoro, ¿no? (ríen ambos); está san Isidoro de Sevilla también, autor de las Etimologías. —Está el prestigio de los santos en este caso. —Claro, sí. —Pero, me refiero a que después de leer su cuento sobre Cruz y Fierro, la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz», lo que resulta difícil es imaginar que la realidad haya sido distinta de como aparece en ese cuento. —… Bueno, es que el fin de todo cuento es ése. Yo recuerdo cuando leí Las vísperas de Caseros, de Capdevila, pensé: este libro es, quizá, falso, pero ojalá las cosas hubieran ocurrido así. Me pareció tan convincente… cuando leí la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon, también; yo me decía: ojalá hayan ocurrido así las cosas. Leyéndolo a Plutarco también. —De pronto la literatura es más real que la crónica histórica. —Y, a la larga sí, y es más larga que la historia, porque los hechos ocurren enseguida, en cambio el texto queda. —No estuvimos presentes ante el acontecimiento histórico, pero estamos presentes frente a la anécdota literaria. —Sí, y estamos continuamente presentes ante ella, cuando queramos. No recuerdo cómo sigue el poema sobre Alonso Quijano… —Yo recuerdo solamente esas tres líneas: «El hidalgo fue un sueño de Cervantes y don Quijote un sueño del hidalgo. El doble sueño los confunde y algo». pero me comprometo a recordarlo íntegramente en una próxima conversación. —No, no, no es obligatorio; yo sentí cierta curiosidad, que es lo que me ocurre cada vez que me leen un texto mío. Siento curiosidad, pero luego vuelven versos que ya he escrito demasiadas veces; en cuanto recibo la revelación ya me siento defraudado por ella. Pero, en este caso, ese poema puede ser espléndido, ya que esas tres líneas, bueno, no son espléndidas pero pueden permitir un buen poema, que sin duda no existió. —Yo diría que son espléndidas. —Bueno; tienen la virtud de decir claramente lo que quieren, ¿no?, y de un modo que no es barroco, es decir, que no es vanidoso. Parece dicho con sencillez, lo que sin duda me costó bastante trabajo. Aquí recuerdo lo de Boileau, que se jactó de haberle enseñado a Moliere «el arte de hacer difícilmente versos fáciles»; ya que no se llega al verso fácil fácilmente. Es un verso que requiere ser limado. 47 SÓCRATES Osvaldo Ferrari: Alguien a quien no nos hemos referido antes, Borges, y que quizás algunas veces nos inspire, es Sócrates. Y sin embargo, nuestros diálogos de alguna manera lo invocan. Jorge Luis Borges: Sí, recuerdo que Bernard Shaw habló, bueno, de la sucesión apostólica de dramaturgos. Entonces, él empezó, desde luego, con los trágicos griegos; y después llega a un gran dramaturgo, que es Platón, que creó a Sócrates. —Según Shaw. —Según Shaw. Después llega a otros dramaturgos, aun más ilustres y santos, que vendrían a ser los autores de los cuatro Evangelios, que crean a Jesús. Y ya más adelante tendríamos a Boswell, que crea al Doctor Johnson, después vendrían los dramaturgos que sabemos, y luego Bernard Shaw, que recoge la tradición apostólica y es el gran dramaturgo de nuestro tiempo. De modo que él empezaría… creo que uno de los más antiguos sería Platón, el dramaturgo que crea a Sócrates y a los contertulios de Sócrates. —De acuerdo con una visión teatral del mundo. —Sí, de acuerdo con una visión teatral del mundo. Y luego tendríamos, bueno, quizá los discípulos de Pitágoras, ya que Pitágoras se abstuvo de dejar nada escrito, ¿no? —Bueno, entre los que se abstuvieron, tenemos que Karl Jaspers, en su división de la filosofía, cita como los filósofos más grandes a Sócrates, Buda, Confucio y Jesús. —Sí… Confucio parece que escribió algo, pero están las Analectas, que él no puede haber escrito, ya que son anécdotas sobre él. Ahora, estoy pensando: en el caso de Mahoma tenemos el Corán, pero quizá más importantes sean las tradiciones, ¿no?; de modo que podríamos llegar a la conclusión de que no conviene escribir, conviene conversar y que alguien lo registre… bueno, yo en este momento soy un modestísimo Pitágoras (ríe) del Cono Sur, de Sudamérica. —Usted sabe que Jaspers agrega, respecto de Sócrates, que su vida era una continua conversación con todos; es decir, con todos los ciudadanos de Atenas… —Ahora, en el caso particular de Platón, yo creo… pero habría que ser un helenista para todo esto, y yo apenas si tengo recuerdos de lo que he leído hace muchos años, y no sé griego tampoco; posiblemente Platón, para consolarse de la muerte de Sócrates, hizo que Sócrates siguiera conversando póstumamente, y ante cualquier problema se dijo: «¿Qué habría dicho Sócrates?». Aunque, desde luego, Platón se ramifica no sólo en Sócrates sino en otros interlocutores, como Gorgias, por ejemplo. Hay estudiosos de la filosofía que se han preguntado qué es lo que se propone exactamente Platón en tal o cual diálogo; podría contestárseles, me parece, que no se ha propuesto nada, que ha dejado que su pensamiento se ramifique en diversos interlocutores, y que él ha imaginado esas diversas opiniones, pero sin tener en cuenta una meta final. Eso puede ser cierto, ¿no? —Además, habiendo captado él el espíritu de Sócrates, podía prolongarlo. —Es que quizá… yo sospecho que él tenía necesidad de prolongarlo, ya que a él no le gustaba aceptar la muerte de Sócrates. A Platón le gustaba pensar: «Bueno, aquí está Sócrates, que sigue pensando, sigue pensando más allá de la cicuta, más allá de la muerte corporal; más allá de aquel último diálogo (en el cual Sócrates combina el razonamiento y el mito)». —Ah, eso es fundamental. —Sí, y no se da cuenta de que son dos cosas distintas. Parece que desde entonces hemos perdido esa facultad; supongo que al principio, el mito habrá sido un modo del pensamiento. Y en el caso de Cristo, él pensaba por parábolas, es decir, Cristo tenía un modo especial de pensamiento. Qué raro; quien parece no haber advertido eso en ningún momento es Milton. Porque en El paraíso perdido se discute por medio de razonamientos, o, como dijo Pope, Milton hace que Jesús y Satanás hablen como dos escolásticos. ¿Cómo no se dio cuenta Milton de que Jesús era, además de quien era, un estilo? En cambio, Blake dijo que Cristo quería, como él, la salvación por la ética, por la inteligencia, y por la estética también; ya que esas parábolas son hechos estéticos, y las metáforas de Cristo son extraordinarias: por ejemplo, cualquiera hubiera condenado los ritos funerarios, hubiera condenado los funerales; pero él no, él dice: «Dejad que los muertos entierren a sus muertos», y ésa, bueno, estéticamente es una frase espléndida. Casi podría escribirse un cuento sobre eso, ¿eh?; con muertos que entierran a los muertos, un cuento fantástico. —Sin duda. —Y es siempre así, otro ejemplo es lo que dice ante la lapidación de la mujer adúltera: «El que esté sin culpa que arroje la primera piedra». Son invenciones verbales extraordinarias, que no se han repetido después; y cada una de ellas sería, según Blake, una lección de estética. Ahora, en el caso de Sócrates es extraordinario, porque él no ha dejado, que yo sepa, una línea escrita; pero lo sentimos como a una persona distinta de Platón, ya que Platón no se identifica con Sócrates, Sócrates existe por cuenta propia y seguirá existiendo en la imaginación de los hombres. Y luego, parece inevitable comparar ese último diálogo de Sócrates con las escenas de la Pasión en el Nuevo Testamento, porque las escenas de la Pasión están hechas precisamente para ser patéticas. —Frente a la cicuta y frente a la cruz. —Sí, frente a la cicuta y frente a la cruz. En cambio Sócrates no, no es patético; Sócrates conversa como si ése no fuera su último diálogo, y él sabe que es su último diálogo. Precisamente la fuerza está en el contraste que sentimos continuamente entre los buenos razonamientos y las buenas fábulas que recuerda Sócrates, y el hecho de que todo eso él lo dice, bueno, en vísperas de la muerte. Y además, ese problema de la inmortalidad es especialmente importante para él, ya que está muriéndose cuando discute eso. Es extraordinario, es lo contrario de lo patético; sin una queja él acepta ese destino y sigue conversando, según el hábito de toda su vida, lo cual es mucho más importante que el hecho de que al hombre Sócrates lo obligan a beber la cicuta. —Él habría llegado a esa serenidad, a la que usted dice que se debe aspirar a cierta altura de la vida. —Bueno, es lo que Spinoza quería, desde luego; porque cuando Spinoza habla del amor intelectual de Dios, lo que quiere decir es que uno debe aceptar el destino sabiendo que todas las cosas son, bueno, íntimamente lógicas, ¿no? Y eso lo vemos en el sistema con que él escribió su Ética: el «Ordine Iometrico», ya que pensaba que el universo también estaba hecho de esa manera, que era también lógico; que el universo estaba hecho más o menos en el estilo que usó Euclides para su geometría. —Y pensaría quizá que su obra también era parte de esa armonía universal. —Sin duda, ya que su vida y su obra, bueno, y nuestras vidas y las vidas de los lectores de Spinoza; todas son parte de esa infinita divinidad. —Claro, ahora usted dice, Borges, que hemos perdido esa facultad de usar a la vez el razonamiento y el mito, pero usted no la ha perdido, usted personalmente. Me permito afirmarlo. —No… yo no sé si he llegado a razonar alguna vez en mi vida; pero en cuanto al mito, he hecho modestos mitos, bueno, modestas fábulas, digamos. Por lo general, ahora se entiende que hay dos tipos de libros, bueno, y ya en el caso de Aristóteles, Aristóteles había perdido la facultad del mito. Claro que razonaba admirablemente, ¿no? En cambio, en Platón todavía se conserva: y hay libros sobre los mitos de Platón: el mito de la Atlántida, por ejemplo. —Pienso que es muy peligroso haber perdido ese hábito que tenían Platón y Sócrates… —¿De qué pudieran convivir ambas cosas? —Claro, para tener sólo el hábito aristotélico. —Sí, ahora o escribimos abstractamente, o nos dedicamos a la poesía, a la fábula, a la metáfora, que vendría a ser una forma menor de la fábula; pero, en fin, son dos estilos distintos. —Cierto, hay una frase de Sócrates con la que estoy seguro que usted va a estar de acuerdo; Sócrates dijo: «Yo siempre me dirijo solamente al individuo». —Es que el individuo es lo único real. Bueno, yo he usado ese argumento para darme valor cuando voy a dar una conferencia; he pensado: el hecho de que haya quinientos individuos contemporáneos no es importante, ya que yo no me dirijo a una especie de monstruo policéfalo; no, yo me dirijo a cada uno de esos individuos, de modo que si yo estoy hablando ante quinientas personas, somos dos realmente las personas: él y yo. Aunque, desde luego, el individuo ha sido negado por Hume, ha sido negado por el Buda, ha sido negado entre nosotros por Macedonio Fernández (ríe). Creo que una de las primeras cosas en ese catecismo del budismo, que se llama «Los diálogos del rey Milinda»; una de las primeras cosas que el monje le enseña al rey —que finalmente se convertirá a la fe del Buda— es que el yo no existe. Es decir, la tesis que fue después de Hume, de Schopenhauer, y a la cual llegó —creo que por sus propios medios— Macedonio Fernández. —Sí, bueno, tenemos un místico hindú, Aurobindo, que decía que no hay ninguna revolución o evolución posible en una sociedad, si no cambia, si no mejora cada uno de los individuos. —Sí, creo que se tiende a exagerar la importancia del Estado ahora. No sólo la del Estado sino que todos pensamos que un país depende de su gobierno; y quizá los gobiernos no sean tan importantes, quizá lo importante sea cada individuo, o cada modo de vivir. Bueno, vamos a tomar un ejemplo que se me ocurre en este momento: vamos a suponer que Suiza sea un reino y que Suecia sea una república, ¿cambiarían en alguna cosa?; yo creo que no, ¿eh? —Depende de los ciudadanos, nada más. —Por eso digo, las otras formas de gobierno… ahora tendemos a suponer que es muy importante todo eso, y quizá no lo sea, y también de ahí se llega al error de suponer que de todos los males es culpable el gobierno; quizá el gobierno esté tan perplejo y tan perdido como nosotros… como cada uno de nosotros. Es lo más probable. —Por eso, si recordamos a Sócrates, vemos que él dedicó su vida a educar al hombre como ciudadano. —Sí. —Porque si el hombre no está formado como ciudadano, aunque el gobierno sea excelente, no puede funcionar la sociedad. —Es decir, que en este caso, cada uno de nosotros tendría que reformarse, y podríamos salvar a esa suma de individuos que llamamos la patria. —Claro. —Y por ende, al mundo, ya que el mundo está hecho de individuos. —Y quizás el recuerdo de Sócrates pueda ayudarnos. —… Sí, en el caso de Sócrates uno piensa sobre todo en ese último diálogo, pero habría que pensar en toda su vida. 48 SOBRE LOS ESTADOS UNIDOS Osvaldo Ferrari: Usted parece tener, Borges, una visión bastante amplia, incluso históricamente y, por supuesto, literariamente, de ese gigantesco país con el que la Argentina se encuentra y se desencuentra a lo largo del tiempo. Hablo de los Estados Unidos; usted sabe que, desde el siglo pasado, las diplomacias de los dos países han estado muchas veces en desacuerdo, aunque otras veces han coincidido. Jorge Luis Borges: Y… las diplomacias son lo menos importante que puede haber. Ahora, lo que la gente suele olvidar es que los Estados Unidos son estados unidos, es decir, son muy diversos. La palabra «yanqui» se refiere a lo del Norte, es una palabra un poco despectiva; indica regiones muy distintas. Mi madre y yo descubrimos los Estados Unidos por Texas, y eso fue en el año 1961, y yo ahí tuve una cátedra de literatura argentina. Pero… empecé diciendo que yo conocía poco esa literatura, pero que yo tenía el amor de ciertos escritores, y que iba a tratar de enseñarles a mis discípulos el amor de algunos de esos escritores; no todos, desde luego. Tuve, bueno, un número escaso —lo cual quiere decir un número suficiente— de discípulos y enseguida advertí que había un tema que no les interesaba, que era la literatura gauchesca. Y es natural, porque por qué habrían de interesarse en gauchos quienes estaban hartos de cowboys (ríe). Y el tema, claro, del Far West, es un tema que corresponde a una suerte de nostalgia, o de ilusión, precisamente del Este, digamos. Pero en Texas se dan cuenta de que todo es un poco falso y, además, no les interesa. De modo que lo que me interesó a mí es la idea de que, al fin de todo, toda esta historia es, de alguna manera, la historia argentina: tenemos, bueno, la conquista, los indios, los jinetes, la llanura —ese jinete puede llamarse gaucho o gaúcho, o cowboy o llanero—. Pero da lo mismo. Y ellos no, no pudieron interesarse en ese tema, pero lograron —logré que se interesaran— por poetas que no cultivan el color local —que, felizmente, casi no existe en este país—. Es decir, yo logré que algunos estudiantes se enamoraran de sonetos de Banchs, de poemas de Capdevila, de la prosa de Groussac también. Y cuando yo volví, le llevé a Mastronardi un análisis de aquel admirable poema suyo «Luz de provincia», hecho por una chica de Texas, de Austin. Y otra me entregó un análisis de un soneto de Banchs, línea por línea; y en ese análisis, admirablemente, no se usaba ningún nombre propio, pero se veían las metáforas, la sintaxis, las cadencias… yo pensé, bueno, he logrado que para algunas personas, en Texas, que antes no habían oído hablar de la República Argentina, versos escritos en la patria sean versos íntimos; que sean íntimos para ellos. He logrado interesarlos. Cuando pienso en los Estados Unidos, pienso en tantos países diversos… en primer término, en Texas; me dijeron —por qué no mencionar esto de paso— que los indios que dieron su nombre a ese vasto territorio eran los indios teshas, pero que la equis servía para designar ese sonido. Y así Cervantes hablaba de Don «Quishote», de «reloshes», de «shaulas», de «pásharos» y de «Méshico». Y creo que el nombre de México —Méshico— tiene su origen en «Michigan», ya que habrían venido del Norte los que poblaron esa región. Entonces tenemos «Michigan», «Michoacán», «Méshico» —no son tan distintos—, son fácilmente confundibles. Bueno, yo conocí Austin, una ciudad muy querible, y tengo muchos recuerdos de amistades de allí. Y luego fuimos descubriendo las otras regiones… el año pasado descubrí el «Deep South» que suena bien en inglés y en castellano, porque si yo lo tradujera como «profundo Sur» no sonaría bien. Tan misterioso es el lenguaje, ¿no?: «hondo Sur» es lindo y «profundo Sur» no se oiría bien. Y la palabra «oeste» es una palabra que no tiene ningún prestigio en castellano. Además, es difícil pronunciar «oeste», es feo. En cambio «west» sí, y «Wild West» o «Far West» suenan bien. —Ahora, a propósito del «Deep South» (hondo Sur), y del «Wild West» (salvaje Oeste), yo noto que, en términos épicos, a usted continúa sugestionándolo no sólo la conquista del Oeste norteamericano, sino aquella guerra tan tremenda que fue la Guerra de Secesión en aquel país. —Sí, esa guerra —yo lo supe allí, mucha gente no lo sabe— fue la mayor guerra del siglo XIX. La guerra de la Independencia fue mínima en comparación: por ejemplo, la batalla de Junín, en la que participó mi bisabuelo Suárez con la carga de la caballería peruana —toda la batalla comandada por Bolívar, naturalmente— duró tres cuartos de hora, y no se disparó un tiro; todo fue a sable y lanza. Es decir, una mera escaramuza, pero de grandes consecuencias históricas. Y Ayacucho no tiene que haber durado mucho más tiempo. En cambio, en la Guerra de Secesión hubo batallas —como la batalla de Gettysburg— que duraron tres días; y fue una batalla terrible, porque la infantería tuvo que atacar de frente a la artillería, y fue, naturalmente, diezmada. Recuerdo también el territorio de Utah donde hablé con los mormones. Yo había conocido a los mormones, por primera vez, en un libro que se llama A Studian Scarlett (Un estudio en escarlata), lo cual sugiere un cuadro más que un libro, y se escribió en la última década del siglo XIX, en que se buscaban afinidades entre la pintura y la literatura. Yo en Utah he conversado con teólogos mormones; me han dicho que el libro del mormón es un libro tan vago —un libro sagrado, naturalmente, uno no espera de él precisión— que permite un número indefinido de teologías. Y una de esas teologías fue presentada por un teólogo mormón con quien yo hablé; la idea es ésta: sostiene que, en el cielo, uno sigue trabajando, y que uno va evolucionando; y, al cabo de un tiempo —que no sé si es computable en siglos, o en siglos de siglos—, uno puede llegar a ser un dios. Entonces, siendo un dios, le está permitido a uno —como aquel Jehová del Génesis— crear un universo. Y ese universo puede tener, por qué no, su mineralogía, su botánica, su zoología, sus seres justos. —Se parece a la idea de la reencarnación del budismo. —Es cierto, se parece; pero, no sé, parece que ofrece un cielo más codiciable. —Que el nirvana. —O que el paraíso, que, a juzgar por Dante, es un lugar más bien tedioso; un lugar de himnos, de exaltaciones, y nada más. En cambio, la idea de una evolución creadora del alma es una idea linda. Luego, conozco también esa región —quizá la más favorecida, desde el punto de vista estético, de todas las Américas—: New England (Nueva Inglaterra); ya que decir New England es mencionar los grandes nombres de Poe, de Emerson, de Melville, de Hawthorne, de Thoreau, de Emily Dickinson y de Robert Frost, que, aunque nacido en California, fue el poeta de New England. Ese país ahora es parte de mi memoria, y creo que el mundo, aunque sólo fuera por Poe y por Whitman, y por Emerson y Melville, ya le debería muchísimo a los Estados Unidos. Y, además, la máxima hazaña de la que puede enorgullecerse este siglo: el hecho de que los hombres hayan llegado a la Luna. Ahora, curiosamente, Wells y Julio Verne creían que era imposible esa hazaña. Y, sin embargo, nosotros la hemos visto; el hecho de que los hombres caminaran por la Luna. Me contó Carlos Mastronardi que Conrado Nalé Roxlo le dijo: «Ahora la Luna ha perdido todo su encanto, ahora que está cerca». Y Mastronardi le contestó: «Pero cómo, ¿y un árbol o una mujer pierden su encanto porque están cerca?» (ríe). Había sido una frase muy insensible de Nalé Roxlo: posiblemente lo dijo para llenar un hueco en la conversación, porque parece raro pensar que la Luna es menos misteriosa por el hecho de que los hombres anduvieron por allí. Todo sigue siendo misterioso, y los hombres que anduvieron por allí. Armstrong es no menos misterioso que cada uno de nosotros. Yo enseñé, no literatura argentina, que no conozco —decididamente no soy Ricardo Rojas—, pero sí el amor de esa literatura; lo he enseñado a muchachos y a muchachas de Texas —eso fue en 1961—. Y después, lo he enseñado en Harvard, Cambridge —Massachusetts—. Y luego, en una ciudad bastante borrosa: East Lansing, en Michigan, y luego en Bloomington, Indiana. Y además, he dado conferencias sobre escritores argentinos en esos lugares. —Y en Buenos Aires, luego, enseñó el amor por la literatura norteamericana a los de aquí. —Es cierto, y está bien. Bueno, creo que conté aquella anécdota de un muchacho que me detuvo en la calle, que me dijo: «Quiero agradecerle algo, Borges, usted me ha hecho conocer a Robert Louis Stevenson». Entonces yo sentí… me sentí justificado en ese momento; y es tan raro sentirse justificado. Pensar que yo le había revelado a un hombre el conocimiento, la amistad, el amor de un escritor como Stevenson. Pensé: bueno, con esto puede perdonarse mi mala literatura y mis peores conferencias, si le he enseñado a alguien a descubrir a Stevenson —más importante que el descubrimiento de un continente o de la Luna tal vez (ríen ambos). —Es curioso que ese país, Estados Unidos, haya producido, en el siglo pasado, dos poetas con una concepción tan distinta, tan diferente uno del otro; me refiero al Edgar Poe que reivindica la aristocracia y al Whitman que habla fundamentalmente de la democracia. —Sí, pero yo creo que a Poe, más que la aristocracia lo impresionaba, digamos… y, ¿el terror, no?; lo sobrenatural. —Pero él lo menciona muchas veces, como lo consigna Baudelaire. Poe tenía un sentido aristocrático de la sociedad, y Whitman es el otro extremo. —Es que son incomparables. —Claro. —No hay que verlos en oposición, fueron dos hombres, ambos geniales; y geniales, bueno, quizá de un modo tal que cada uno excluya al otro. —Pero es que es muy enriquecedor que haya una gran variación, como en este caso. —Sí, bueno, y es la variación que se da en los Estados Unidos, claro, en que todo es muy distinto. Y la gente, bueno, cuando yo llegué a Texas —yo sabía algo de literatura norteamericana—; sin embargo, llegué de noche a una casa, nos hospedamos en el quinto piso, y yo inmediatamente pensé: «Éste es un piso muy bajo, porque, sin duda, estamos en los Estados Unidos, hay rascacielos»…, y a la mañana siguiente descubrí que era un edificio de seis pisos solamente, y que no había rascacielos en Austin. Y hasta recuerdo que salí a caminar con mi madre, llegamos a un barrio pobre, y yo me quedé durante un instante asombrado al ver que había casas pobrísimas, barro, charcos. Le dije a mi madre: «Caramba, hemos vuelto a Palermo y al Maldonado», porque se parecía tanto. Y me asombró así, ingenuamente, el hecho de que hubiera pobreza, y casi el de que hubiera pasto y que hubiera charcos. Es rarísimo, yo tenía la idea de que todo sería artificial allí, y que todo sería muy alto y muy imponente. Cuando llegué a Austin me encontré con una pequeña ciudad, tan querible como Lomas o como Adrogué, por ejemplo, pero del todo distinta. —Estados Unidos tiene una gran cantidad de excelentes poetas, como sabemos… —Desde luego, y yo querría aprovechar esta ocasión para recordar a Robert Frost. Es raro el caso de Frost; él nació en California, pero es el poeta típico de New England (Nueva Inglaterra), del norte de Boston, que es precisamente donde yo vivía: Cambridge, al norte de Boston. —El Sur, en cambio, se vincula más con novelistas que con poetas. Como en el caso de Faulkner, por ejemplo. —Y… yo diría que es casi el único, ¿no? El Sur, claro, una sociedad aristocrática quizá sea menos propicia; una sociedad feudal como era la del Sur, no era una sociedad propicia para la poesía. —Pero sí para novelistas como Steinbeck. —Sí, pero creo que él es de California; eso ya no es el Sur. Porque, por ejemplo, ese mito, que ahora es popular en todo el mundo: el cowboy; se refiere al Oeste, pero no se dio nunca en el Sur, en lo que se llama el «hondo Sur», que es una zona de algodonales, de tabacales, pero no de llanuras y jinetes. Qué raro, parece que Mark Twain militó en la Guerra de Secesión, y creo que esa «beligerancia» (como hubiera dicho Lugones) duró quince días. Él y sus amigos hicieron una especie, bueno, de regimiento. No sé cuántos serían; no, en realidad no habrían bastado para un regimiento. Aprendieron a andar a caballo —hasta ese momento no sabían hacerlo— e iban de plantación en plantación. Los recibían bien; cada vez que el enemigo se acercaba preparaban una retirada estratégica (ríe). Y luego, una vez, acampaban no sé dónde, y vieron un jinete, y resolvieron —ya que finalmente estaban en guerra— que ese jinete era un enemigo. Entonces hicieron fuego sobre él y comprobaron con algún horror que lo habían matado, ya que el hombre cayó del caballo. Resultó que no era un soldado, era un jinete casual; pero todos sintieron el horror de haber matado a un hombre, y se desbandaron. Y ésa fue la «beligerancia» de Mark Twain. Eso apareció en un artículo, años después: él sintió el horror —eran bastantes en total—, pero también él había disparado contra ese hombre, y posiblemente él lo mató; y eso le pareció atroz, con toda razón, desde luego. Y felizmente ésa fue toda su participación en la guerra. Y luego fue minero en California, fue piloto en el Mississippi, y escribió sus libros, bueno, que todos recordamos. Y fue un bienhechor de todos los hombres, sobre todo en el Sur; un hombre de genio. —Nos quedaría ahora, quizás, el interrogante de si estando ese país tan tecnificado como está en el presente va a seguir produciendo tan excelentes poetas. Si la vida en una tecnocracia modificará o no esa tradición. —Y creo que sí, yo creo que la poesía se salva de todo, ¿no? —Ah, ojalá, esperemos. —Sí, ahora se tiende a exagerar la influencia del medio ambiente, de los regímenes; me han preguntado hace un tiempo si la poesía argentina iba a mejorar después de las elecciones (ríen ambos). Pero, mejor es recordar a un artista norteamericano, el pintor Whistler; se hablaba sobre esos temas, y además sobre la herencia, lo biológico, y él dijo: «Art happens» (el arte sucede). Es decir, el arte es un milagro menor. —Claro, y eso es definitivo. —Yo creo que sí, el arte sucede, o para decirlo de otro modo, con las palabras bíblicas: «El espíritu sopla donde quiere»; que vendría a ser lo mismo, ¿no? —Y eso es independiente de las épocas y de las técnicas. —Y las frases son sinónimas: «El arte sucede», «El espíritu sopla donde quiere»; es un modo quizá más hermoso de decir las cosas. El sentido es exactamente igual. Qué raro, en este momento me doy cuenta de que son idénticas las dos frases. —Es verdad. —He necesitado vivir ochenta y cinco años para llegar a la modesta conclusión de que ambas frases son iguales, y estar conversando con usted, Ferrari. 49 EL CULTO DE LOS LIBROS Osvaldo Ferrari: Uno de sus ensayos, Borges, que se llama «Del culto de los libros», me recordó títulos y autores que usted cita familiarmente, digamos. Jorge Luis Borges: Yo no recuerdo absolutamente nada de ese artículo… pero ¿hablo de los libros sagrados?, ¿del hecho de que cada país elija su libro? —Menciona lo primero, sí, pero se refiere también a aquellos que han hablado contra los libros, en favor de la lengua oral; hay, por ejemplo, una anécdota de Platón en la que se dice que la excesiva lectura hace que lleguemos al descuido de la memoria, y que dependamos de los símbolos. —Creo que Schopenhauer dijo que leer era pensar con un cerebro ajeno. Que es la misma idea, ¿no? Bueno no, no es la misma idea, pero, en todo caso es contra los libros. ¿Yo habré citado aquello? —No. —Quizá hablé sobre el tema de que cada país elige, prefiere ser representado por un libro, y que ese libro suele no parecerse al país. Por ejemplo, se entiende que Shakespeare es Inglaterra, Sin embargo, ninguna de las características habituales del inglés se encuentran en Shakespeare, ya que los ingleses suelen ser reservados, de pocas palabras, y en cambio Shakespeare fluye como un gran río, abunda en hipérboles, en metáforas; es todo lo contrario de un inglés. O, en el caso de Goethe, tenemos los alemanes, fácilmente fanáticos, y Goethe viene a ser lo contrario de eso: un hombre tolerante, un hombre que cuando Napoleón invade a Alemania va a saludarlo a Napoleón. No se parece en nada Goethe a un alemán. Ahora, parece que en general ocurre eso, ¿no? —Sobre todo en el caso de los clásicos. —Sobre todo en el caso de los clásicos, sí. O, por ejemplo, España y Cervantes. Bueno, y… la España contemporánea de Cervantes es la España de los quemaderos del Santo Oficio, la España fanática. Y Cervantes, dentro del hecho de ser español, es un hombre sonriente, uno se lo imagina como tolerante; no tenía nada que ver. Sería como si cada país buscara una especie de contraveneno en el autor que elige. En el caso de Francia, tienen una literatura tan rica que no se ha elegido a una persona; pero, si se lo elige a Hugo, evidentemente Hugo no se parece a la mayoría de los franceses. —Claro. —Y aquí, curiosamente, los militares han aceptado con entusiasmo la canonización de «Martín Fierro», que era un desertor —un desertor que se pasa al enemigo—. Sin embargo, los militares argentinos veneran el Martín Fierro. —En cuanto a su culto personal de los libros, Borges, yo retengo entre sus predilectos Las mil y una noches, la Biblia, y entre muchas otras, la Enciclopedia Británica. —Es que yo creo que la enciclopedia, para un hombre ocioso y curioso, puede ser el más grato de los géneros literarios. Y además, tendría un padre ilustre, que sería Plinio; la Historia Natural de Plinio es una enciclopedia. Allí usted tiene noticias sobre las artes, sobre la historia —no es simplemente una historia natural en el sentido que le damos ahora— y sobre las leyendas, también sobre los mitos; ya que cuando él habla de algún animal, por ejemplo, dice no solamente todo lo que haya podido averiguar, sino todo lo que la leyenda dice: las propiedades mágicas que se le atribuían, en las cuales probablemente Plinio no creyera. Pero, en fin, él hizo esa espléndida enciclopedia, escrita, a la vez, en un estilo barroco. —Y particularmente en la Enciclopedia Británica, ¿qué ha encontrado a lo largo del tiempo? —Ante todo, extensos artículos —las enciclopedias se hacen ahora para la consulta, de modo que hay abundantes artículos y muy breves—. En cambio, la Enciclopedia Británica estaba hecha para la lectura; es decir, era una serie de ensayos: ensayos de Macaulay, ensayos de Stevenson, ensayos de Swinburne; en las últimas ediciones algún ensayo de Bernard Shaw también. Ensayos de Bertrand Russell, por ejemplo, sobre Zenón de Elea. Sin duda le habré contado que yo solía ir con mi padre a la Biblioteca Nacional; yo era muy tímido —sigo siendo muy tímido—, no me atrevía a pedir libros. Pero en los anaqueles había obras de consulta, donde simplemente sacaba al azar, por ejemplo, un tomo de la Enciclopedia Británica. Un día tuve mucha suerte, porque saqué el volumen en que está la DR; entonces, pude leer una excelente biografía de Dryden, sobre el cual ha escrito un libro Eliot. Luego, un largo artículo sobre los druidas, y otro sobre los drusos del Líbano, que creen en la transmigración de las almas, por ejemplo; y se habla de los drusos chinos. Claro, ese día tuve mucha suerte: Dryden, druidas y drusos; y todo eso en el mismo volumen, que era el DR. Otros días no fueron tan afortunados, yo iba con mi padre… mi padre buscaba libros de psicología —él fue profesor de psicología—, pero yo solía leer la Enciclopedia Británica y luego leía Huckleberry Finn de Mark Twain en la Biblioteca Nacional. Y jamás se me hubiera ocurrido pensar que en algún porvenir muy improbable yo iba a ser director de la biblioteca; si alguien me hubiera dicho eso me hubiera parecido una broma. Sin embargo, eso ocurrió, y cuando fui director recordé a aquel muchacho que iba con su padre, y sacaba tímidamente algún volumen de la enciclopedia del anaquel. —Y fue director durante casi dos décadas, yo creo. —Yo no sé exactamente las fechas, porque a mí me nombraron en el cincuenta y cinco, y no sé en qué año volvió Perón; porque yo no podía decorosamente seguir… —En el setenta y tres, dieciocho años en la biblioteca. —Bueno, no está mal, ¿eh? ¿Quién es el director ahora? —Ha sido hasta hace muy poco Gregorio Weinberg. —Ah sí, creo que renunció, ¿no? —Renunció, y aún no sé quién lo remplaza. —Yo recuerdo que los subsidios que recibíamos eran magros, ¿eh? Y posiblemente ahora también. Quizá haya renunciado por eso Weinberg. —Como siempre; ¿debían arreglarse con lo mínimo entonces? —Y, el Ministerio de Educación ha sido el más desvalido, el más desguarnecido de todos. Quizá siga siéndolo. —La otra referencia que usted hace en ese ensayo, Borges, es la del octavo libro de La Odisea, donde se dice que Dios le ha dado la desgracia a los hombres, para que tengan algo para cantar. —Sí, creo que dice que tejen desventuras para que los hombres de las generaciones venideras tengan algo para cantar, ¿no? —Sí. —Bueno, eso ya bastaría para demostrar que La Odisea es posterior a La Ilíada, porque uno no imagina una reflexión de ese tipo en La Ilíada. —Claro, porque Homero da la idea de los comienzos… —Sí, y como dijo Rubén Darío: sin duda Homero tenía su Homero. Ya que la literatura siempre presupone un maestro, o una tradición. Podría decirse que el lenguaje ya es una tradición; cada lenguaje es una tradición, cada lenguaje ofrece una serie de posibilidades y de imposibilidades también, o de dificultades. Yo no recuerdo ese ensayo: «Del culto de los libros». —Está en Otras inquisiciones. —Sin duda existe, ya que no creo que usted lo invente para probar mi memoria o mi desmemoria. —(Ríe). Existe, y es del año cincuenta y uno además. —Ah bueno, en ese caso tengo pleno derecho a haberlo olvidado ya; sería muy triste haber estado recordando el año cincuenta y uno. —Pero usted lo cierra con aquella frase de Mallarmé. —Ah sí, que todo lleva a un libro, ¿no? —Claro. —Sí, porque yo tomo esos versos de Homero y digo que los dos dicen lo mismo. Pero Homero pensaba todavía en el cantar, pensaba en la poesía que fluye; en cambio, Mallarmé ya pensaba en un libro, y, de algún modo, en un libro sagrado. Pero en realidad es lo mismo; todo para en un libro, o todo nos lleva a un libro. —Es decir, el acontecer en última instancia es literario. Pero, un libro que usted recomienda siempre, aun a quienes no se dedican a la literatura, es la Biblia. —Bueno, porque la Biblia es una biblioteca. Ahora, qué rara esa idea de los hebreos de atribuir obras tan dispares como el Génesis, el Cantar de los cantares, el libro de Job, el Eclesiastés; de atribuir todas esas obras a un solo autor: el espíritu. Y son evidentemente obras que corresponden a mentes muy distintas, y a regiones muy distintas —sobre todo a siglos distintos, a momentos diversos del pensamiento. —Bueno, tendrá que ver con aquella otra frase de la Biblia: «El espíritu sopla donde quiere». —Sí, que está en el Evangelio según San Juan; creo, ¿no?, en los primeros versículos. —Sí, que usted comparó en otra de nuestras conversaciones con aquella frase de Whistler: «Art happens» (el arte sucede). —Yo no sabía eso, pero claro, es la misma idea, «el arte ocurre», «el espíritu sopla donde quiere». Es decir, es lo contrario, bueno, de la sociología de la poesía, ¿no?; del hecho de estudiar la poesía socialmente, de estudiar las condiciones que han producido la poesía… Esto me recuerda aquello de Heine, que decía que el historiador es el profeta retrospectivo (ríe), el que profetiza lo que ya ha ocurrido. Vendría a ser la misma idea. —Claro, un profeta a la inversa. —Sí, que profetiza lo que ya ha sucedido, y lo que ya sabe que ha sucedido, ¿no? «El profeta que mira hacia atrás»; el historiador. —¿De quién es la frase, Borges? —Es de Heine; vendría a ser el arte de adivinar el pasado, la historia, ¿no? —Sí, el arte del historiador. —Sí, una vez que ha ocurrido algo, se demuestra que era inevitable que ocurriera. Pero lo interesante sería aplicar eso al porvenir. (Ríen ambos). —Eso es más difícil que adivinar el pasado; es más difícil ser profeta que ser historiador. —Bueno, las historias de la literatura se hacen un poco así: se toma cada autor, luego se muestra la influencia del ambiente, y, luego, cómo lógicamente la obra tiene que resultar de ese autor. Pero, eso no se aplica al porvenir, es decir, no se nos dan los nombres y la obra de los escritores argentinos del siglo XXI, ¿no? —Pero en las historias de la literatura no se exigirá tanta propiedad como en la historia propiamente dicha, se permitirá ser literario en ellas todavía. —Sí, esperemos. —Otro libro familiar en su biblioteca es, me parece, Las mil y una noches. —Sí, y mi ignorancia del árabe me ha permitido leerlo en muchas traducciones, y sin duda le habré dicho que, de cuantas he leído, quizá la más grata sea la de Rafael Cansinos Assens; salvo que la más grata sea la primera de Antoine Galland, que reveló ese libro a Occidente. —Hay en su ensayo otra idea que me interesó; allí se dice que para los antiguos la palabra escrita era sólo un sucedáneo de la palabra oral. —Sí, creo que Platón dice que los libros parecen cosas vivas, pero que sucede con ellos lo que sucede con una efigie; que uno le habla y no contesta. —Ah, clarísimo. —Entonces, precisamente para que el libro contestara, él inventó el diálogo, que se anticipa a las preguntas del lector y que permite una ramificación del pensamiento y una explicación. —Sí, esto en cuanto a la lengua oral, pero usted agrega que hacia el siglo IV comienza el predominio de la lengua escrita sobre la oral. —Ah, y cito aquella anécdota de una persona que se asombra de otro que está leyendo en voz baja. —Claro, san Agustín asombrándose de san Ambrosio, creo. —Sí, él está asombrado porque ve aquello que nunca había visto: una persona leyendo en voz baja. Claro que si los libros eran manuscritos. Usted habrá hecho esa comprobación muchas veces, cuando uno recibe una carta, y si esa carta está escrita en una caligrafía que no es, digamos, excelente, uno la lee en voz alta para entenderla, ¿no? —Sí. —Bueno, y si los libros eran manuscritos, era natural que fueran leídos en voz alta. Pero, más allá de esta afirmación, yo creo que si uno está leyendo silenciosamente, y llega a un pasaje elocuente, ese pasaje lo conmueve a uno; y uno tiende a leerlo en voz alta. Yo creo que un pasaje bien escrito obliga a la lectura en voz alta. En caso de tratarse de versos, es evidente, porque la música del verso requiere ser aunque sea murmurada; pero en todo caso tiene que oírse. En cambio, si usted está leyendo algo puramente lógico, puramente abstracto, no; en ese caso usted puede prescindir de la lectura en voz alta. Pero no puede prescindir de esa lectura si se trata de un poema. —Forma parte de esa, al menos mínima, exaltación que requiere la poesía. —Sí, pero desde luego eso ahora está perdiéndose, ya que la gente está perdiendo el oído. Desgraciadamente todos son ahora capaces de lectura en voz baja, porque no oyen lo que leen; pasan directamente al sentido del texto. 50 PASADO, PRESENTE Y FUTURO DE LA ARGENTINA Osvaldo Ferrari: Quisiera saber, Borges, cómo ve usted a la Argentina, o cómo la recuerda (hablo de visión interior) desde sus viajes: desde el mundo tecnocrático norteamericano y europeo, por ejemplo; o bien, últimamente, desde el antiguo Occidente: desde Grecia, desde Sicilia. En fin, quisiera saber cómo percibe a la Argentina desde lejos. Jorge Luis Borges: Yo siempre tengo un recuerdo anacrónico de este país. Claro, yo perdí la vista más o menos un poco antes del cincuenta y cinco —perdí mi vista de lector en esa fecha—. Me imagino a Buenos Aires de un modo del todo anacrónico; sin querer pienso en Buenos Aires como en una ciudad de casas bajas… claro, parece que yo nunca he visto mucho, pero cuando veía lo que veía, era algo que me impresionó. Y ahora sé que es falsa esa visión. Y, sin embargo, sigo teniéndola: sigo imaginándome un Buenos Aires que, desde luego, no se parece al Buenos Aires real; sigo imaginándome a Buenos Aires de casas bajas, de azoteas, de patios, de aljibes, de zaguanes. Sé que todo eso es anacrónico; sé que ya no se da eso. Salvo, quizá —de un modo un poco teatral— puede darse por las cercanías del Parque Lezama, o por lo que llaman Palermo Viejo ahora, pero allí se conservan de un modo artificial. Yo sigo viendo así las cosas, y, en cuanto a política, la verdad es que la política no me ha interesado, salvo en función de la ética. Es decir, si yo he intervenido en política ha sido por razones éticas, nada más. Pero yo no estoy afiliado a ningún partido, no espero ni temo nada. Bueno, puedo temer quizás algo de algún partido, pero trato de vivir al margen de eso, y trato de vivir a mi modo, es decir, inventando; inventando fábulas, pensando… y, ahora, bueno, quizá tengamos algún derecho a la esperanza. O quizá tengamos el deber de la esperanza, mejor dicho. Creo que se espera un acto de fe de cada uno de nosotros, si queremos salvar a la patria. Y quizá no sea difícil ese acto de fe, aunque su efecto sea… y, un poco remoto todavía. Pero debemos pensar, no en lo que sucederá este año, o el año que viene, sino debemos pensar, bueno, dentro de cinco años cómo irán las cosas, y quizá de ese modo estemos colaborando. Un acto de fe, sí. —Claro. Ahora, este anacronismo del que usted habla, está relacionado con un anacronismo general; usted sabe que existe la sospecha de que hay algo en nosotros, en los argentinos, que se resiste a adaptarse incondicionalmente a la tecnocracia como sistema de vida. Digamos que Taiwán o Brasil, o, naturalmente, el Canadá, la incorporan como un bien y la practican con provecho. En Canadá afirman que para el año 2000 tendrán conformada lo que ellos llaman «la sociedad tecnocrática». En tanto, nosotros parecería que nos resistiéramos a esta línea. —Sin embargo, no sé si nos queda otra posibilidad. Bueno, es que nos queda siempre el ejercicio de la ética; y eso es algo individual. Yo no sé si puedo pensar de un modo muy general; yo puedo pensar en mi conducta, en la conducta de la gente que quiero, en mis amigos. Pero, algo tan vago como el porvenir histórico, yo no sé si soy capaz de pensar así… claro que yo me he pasado la vida releyendo a Schopenhauer, y Schopenhauer decía que buscar un propósito en la historia es como buscar bahías, ríos o leones en las nubes —uno los encuentra porque los busca—, pero él creía que la historia no tenía ningún fin. Sin embargo, parece muy triste pensar eso: debemos pensar que la historia tiene un fin —por lo menos un fin ético—, y, quizá, un fin estético también. Porque si no, viviríamos en un mundo caótico, lo cual quizá sea cierto, pero no es alentador. Pero… nuestros sueños también son parte de la realidad, y pueden intervenir en ella, ¿no?; de modo que el hecho de buscar leones ya es algo (ríen ambos). —Este retraimiento de que le hablo, frente a la moda tecnocrática, pareciera tener que ver con una forma de arraigo; y ese arraigo, esa dificultad para cambiar en el sentido en que cambia Occidente, bueno, mi pregunta es: ¿puede beneficiarnos?, ¿puede perjudicarnos?, ¿qué le parece? —Yo diría que perjudicarnos, pero no sé si mi opinión tiene algún valor. Además, no sé si existimos fuera del Occidente, somos parte del Occidente. —Pero, supongamos que desde nuestra limitada perspectiva cultural, fuéramos capaces de sospechar que Occidente se está equivocando en su actual linea de desarrollo. En ese caso… —¿Y qué otra línea posible queda?, ¿usted dice el humanismo? Pero, nosotros lo practicamos también, y todo el Occidente. —Sí, yo me refiero exactamente a eso. —Sí, bueno, el humanismo, desde luego; pero ésa tampoco es una invención argentina —sería muy raro—. Además, no hemos inventado nada, que yo sepa. —No, el invento seria el arraigo en aquello anterior. Pero, bueno, otra de las cosas que se mantiene invariable en los argentinos —pero esta condición creo que si es seguramente negativa— es la falta de predisposición para constituirnos en comunidad. Para actuar en comunidad frente al interés común. —Ése es un grave defecto, desde luego. Y creo que se debe al hecho de que se piensa, bueno, se piensa en tal partido, en tal otro, en el provecho personal; y no se piensa en la patria. Y eso me parece que es grave, y creo que usted estará de acuerdo conmigo, y todos estarán, teóricamente, de acuerdo conmigo. Ahora, en la práctica, obran de otro modo; de eso no hay ninguna duda, ¿no? —Parece que desde el siglo pasado, una de las cosas que permanentemente perfeccionamos es el sectarismo entre nosotros…, unitarios y federales, etcétera, etcétera, etcétera. —Sí, pero eso corresponde también a diferencias reales. El hecho de ser unitario o ser federal no es indistinto, creo que es algo cierto. Y, además, actualmente, me parece que es bastante distinto, bueno, ser o no partidario de cierto dictador de cuyo nombre no quiero acordarme. Todo eso corresponde a una ética distinta y a personas distintas, o por lo menos espero que corresponda. —Pero el sectarismo persiste frente a cuestiones referentes al interés común, en las cuales se supone que un país sensato debiera manejarse de otra manera. —¿Por ejemplo, de cuál? —Bueno, frente a la economía, por ejemplo. —Eso, desde luego, y el resultado ha sido ruinoso. Claro, un país hecho así, exclusivamente de vivos, tenía que llevar a la ruina, ¿no? —Es obvio que los países que progresan económicamente, tienen comunidad en lo económico. —Sí, y aquí, desgraciadamente, parece que no: cada uno piensa en su fortuna personal y en su destino personal. El resultado es la ruina general. —Es la psicología del naufragio por sobre la psicología de la comunidad. —Sí, está muy bien esa metáfora, me parece exacta. —El sálvese quien pueda. —Sí, y con eso se llega a que nadie se salve, además. El resultado final es ése. —Nadie se salva. Hace poco, he visto la carta de una lectora a un diario, que decía: «Quisiera explicarles a mis compatriotas una sola cosa: nadie se va a salvar si no nos salvamos todos». —Está muy bien eso, es verdad. —Yo espero que, con el tiempo, lleguemos a captar esa idea y a ponerla en práctica. ¿Qué piensa usted?, ¿llegaremos alguna vez? —Y… usted, sin duda, llegará; usted es un hombre joven. Yo no, yo tengo la esperanza de morirme en cualquier momento y, desde luego, no alcanzaré esa fecha; ya que no sé si viviré diez años más. Ciertamente que no, sería una calamidad para mí, además, hacerlo. He dejado atrás el plazo, bueno, el plazo razonable de vida. La Escritura lo fija en setenta años, yo tengo ochenta y cuatro. Ahora, según Schopenhauer, él prefiere el cómputo hindú, que dice que en la vida humana, la norma sería cien años. Eso él lo explica porque si una persona muere antes de los cien años, muere por obra de una enfermedad, lo que no es menos accidental que caerse a un río, o ser devorado por un tigre. De modo que esa cifra de cien sería exacta, ya que sólo después de los cien años una persona muere sin agonía, espontáneamente; es decir, cesa, de golpe. Y antes no, antes se precisa, bueno, algo tan casual como una enfermedad, o como un accidente, para matarla. —Pero usted sabe, Borges, que los milagros prescinden del tiempo. —Sí, ¿y entonces? —Entonces, de repente puede darse que usted vea muy pronto el país que ansiamos. —¡Ah!, puede ser, y además hay otra posibilidad, que está indicada por Bernard Shaw; y es que empiece una generación de longevos o de inmortales con nosotros (ríen ambos). Quizá nosotros seremos los primeros longevos, los primeros inmortales, como en aquella espléndida comedia de Shaw La vuelta de Matusalén, que supone que, de pronto, aparecen personas que cumplen trescientos años. Tienen que ocultarse, naturalmente, para no llamar la atención, porque si llaman mucho la atención se los ve ya como anormales, pueden ser castigados o perseguidos. Pero surge una generación… bueno, según Shaw no hay gente adulta ahora; él creía que en el Oriente podía haber adultos, en el Occidente no. En Occidente, dice Shaw, un hombre muere a los noventa años con un palo de golf en la mano, es decir, muere a los noventa años siendo un chico todavía (ríe). —Cualquiera de las dos posibilidades: la del milagro entre nosotros, o la de la longevidad, serían muy beneficiosas de cualquier forma. —Sí, pero un poco dolorosas; uno se cansa de vivir, ¿eh? —Sí, pero hay una renovación permanente, lo vemos en su caso: en sus viajes, en su… —Bueno, yo trato de variar todo lo que puedo. —Y lo logra. —¿Cómo? —Y lo logra a menudo. —No sé si lo logro, me parece que siempre estoy escribiendo el mismo cuento, estoy descubriendo la misma metáfora, estoy escribiendo los mismos versos… pero, con ligeras variaciones, que pueden ser benéficas. —Esas variaciones podrían probar, de pronto, que el hombre es capaz, aunque sea por un período, de perfección. —No sé si eso es cierto, pero uno tiene que creer en eso. Si no, qué razón tendría yo para seguir viviendo. —La lectura de lo suyo, Borges, nos hace creer en esa posibilidad. —Bueno, muchas gracias. —No tenemos más remedio que despedimos otra vez. Hasta la próxima semana. —Hasta la próxima semana, sí. 51 SOBRE LA FILOSOFÍA Osvaldo Ferrari: Así como en literatura usted reconoce como real a lo fantástico, Borges, en filosofía creo que para usted lo real es el idealismo. Jorge Luis Borges: Sí, es decir, el concepto de la vida como un largo sueño, quizá sin soñador, ¿no?; un sueño que se sueña a sí mismo, un sueño sin sujeto. De igual modo que se dice: nieva, llueve, podría decirse se piensa, o se imagina, o se siente, sin que necesariamente haya un sujeto detrás de esos verbos. —Sí, ahora, Alicia Jurado observa que sus cuentos suelen inspirarse en doctrinas filosóficas; que muchas veces parten de un concepto metafísico. —Sí, en algunos casos, especialmente en el caso del cuento «El Aleph», que es quizá el más famoso de todos. Ahí yo pensé que de igual modo que se llegó al concepto de eternidad, es decir: todos los ayeres, todos los presentes, todos los futuros —todo eso en un solo instante— así podría llegarse… así podemos aplicar esa idea a una categoría más humilde: la categoría del espacio, y suponer todos los puntos del espacio en un solo punto. Y de ese pensamiento abstracto salió un cuento concreto; en todo caso, un cuento que yo traté de soñar con probidad. Otro ejemplo evidente sería el cuento «Las ruinas circulares»: la idea del soñador soñado; y eso, yo me olvidé de haberlo escrito, y luego escribí dos sonetos sobre el ajedrez, que es el mismo tema: las piezas suponen que gozan de libre albedrío, el jugador que las mueve supone que goza de libre albedrío. El dios que mueve al jugador supone que goza de libre albedrío. Y luego, yo me imagino —por razones literarias, evidentemente, ¿no?, sin pensar en verosimilitud— una cadena con infinitos eslabones, y cada eslabón es un dios que mueve al siguiente, o un hombre que mueve las piezas; y uso muchas veces esa idea, que, bueno, quizá razonablemente sea inverosímil, pero ofrece gratas y momentáneas posibilidades al ejercicio de las letras. —Claro, pero dentro de la filosofía idealista, me parece que aquellos filósofos que estuvieron más próximos a usted a lo largo del tiempo, fueron Berkeley, Hume, Schopenhauer… —Exactamente, y luego, eso sin duda se habrá pensado en la India también, ya que yo leí los tres volúmenes de Deusend, de la filosofía de la India, el libro Los seis sistemas de filosofía de la India de Max Müller; y llegué a la conclusión de que todo ya ha sido pensado en la India —en lo que se refiere a pensamiento filosófico, desde luego—. Sí, que todo ya ha sido pensado, pero ha sido razonado de un modo que corresponde a una mentalidad esencialmente distinta de la nuestra; de manera que no sé hasta qué punto puede ayudarnos esa filosofía, aunque sea interesante estudiarla, ya que nosotros tenemos que llegar, quizá tardíamente, a las mismas conclusiones, pero por medio de caminos más simples, o que nos parecen más simples a nosotros; quizá para un asiático resulten más complicados. —Bueno, tenemos, por ejemplo, que para el hinduismo el universo es casi una ilusión cósmica. —Una ilusión cósmica, sí, y luego, encontramos la idea de ciclos… ahora, curiosamente, durante esos eclipses que hay entre el fin de un universo y el principio de otro, hay períodos, bueno, que duran lo que los hindúes llaman kalpas, que vienen a ser… eternidades. Pero se mantienen durante todo ese tiempo, aunque no sé cómo, los vedas; y ésos vienen a ser como arquetipos para la creación del ciclo siguiente. —Sí, pero el budismo mahayana va más lejos todavía, porque niega la existencia del yo además; la existencia del sujeto que percibe la realidad. Es decir, niega la realidad y el sujeto que la percibe. —Sí, de modo que es un error decir que una persona, en esta vida, bueno, recibe los premios o sufre los castigos de una vida anterior, ya que no se trata de él, puesto que el yo no existe. Pero se supone que, a lo largo de la vida, mediante los actos, mediante las palabras, mediante los sueños, mediante los entresueños; estamos construyendo esa suerte de artificio mental que se llama el «karma». Y ese karma es heredado por otro, aunque no sé si tenemos derecho a la palabra «otro», ya que la palabra «otro» presupone un yo. No sé hasta dónde el budismo ortodoxo permite el empleo del «yo», pero en todo caso, uno construye un karma, y ese karma, bueno, crea un fin o futuro; y ése, a su vez, generará otro destino, y así infinitamente, ya que el proceso es infinito. Salvo que se logre el nirvana; entonces uno cae de la rueda de la vida. Ahora, parece que una vez logrado el nirvana, los actos que uno comete no proyectan ningún karma, es decir, una persona podría, bueno, cometer crímenes, y eso no importaría; salvo que se supone que si ha llegado al nirvana no cometerá crímenes. Pero sus actos ya no engendran un karma, es decir, que se vive con impunidad y esa impunidad, desde luego, no es una impunidad culpable: no es castigado, tampoco premiado; pero tampoco esos actos proyectan un destino futuro. Ahora, podríamos suponer que todo individuo —si es que la palabra individuo es lícita— al cabo de un número quizás infinito de generaciones llegue al nirvana. Entonces, ¿qué sucede con el universo?; supongo que cesa, supongo que cada uno de nosotros está destinado a la salvación, pero a una salvación que está infinitamente lejana. Es decir, que usted y yo, Ferrari, somos Bodhisattvas, o sea Budas futuros, pero no en esta vida, ni en la siguiente, ni en la siguiente, ni en la siguiente; pero sí al cabo de un número infinito de vidas, alguna vez lograremos salvarnos: iremos cayendo de la rueda de la vida, y llegará un momento en que esa rueda estará deshabitada. Yo no había pensado en eso hasta este momento en que estoy conversando con usted; habrá un momento en el cual ya no existirá una rueda de la vida, porque ya no habrá vida. Entonces terminará ese sueño infinito, en todo caso, ese sueño sin un principio; porque en el budismo se admite que alguien pueda salvarse —en el caso del Buda, se salva inmediatamente, durante su vida—, pero el mismo Buda tiene un número infinito de reencarnaciones en el pasado, y se supone que el pasado es estrictamente infinito. Y tiene que ser así, porque si cada destino presupone un destino anterior, no puede haber un primer destino, ya que ese primer destino sería arbitrario, y sus felicidades o sus desdichas serían inmerecidas. —De manera que seremos «samsáricos» o ilusorios hasta llegar al nirvana. —Sí, seremos samsáricos, y lo hemos sido durante un número estrictamente infinito de… —De encarnaciones. —De kalpas, sí, de eternidades. —Ahora, dentro de la filosofía idealista, yo creo, Borges, que una obra fundamental para usted fue El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. —Sí, precisamente para leer ese libro yo me enseñé alemán, y por haberlo leído, y además por haber leído, cuando era chico, el poema «The Light of Asia» (La luz de Asia) de Sir Erwin Arnold; un poema sobre la leyenda del Buda. Bueno, esa lectura… podríamos llamarla infantil… no, yo tendría diez años, y el descubrimiento de El mundo como voluntad y representación; esas dos cosas me hicieron estudiar el budismo. Y curiosamente, conseguí en Buenos Aires un ejemplar del libro que leyó Schopenhauer, y que hizo que él se declarara budista; son los dos volúmenes de Koeppen, un orientalista alemán que estudió todo eso, pero que lo estudió con tanta ironía como si estudiara la fe cristiana —además hace comparaciones entre la doctrina del Buda y la fe cristiana—. Es un libro gratamente escrito, que yo conseguí aquí, en Buenos Aires, y es uno de los muchos libros que he leído y he usado para aquel trabajo que hicimos en colaboración Alicia Jurado y yo, que se titula Qué es el budismo, para los manuales de la editorial Columba. —Y ese libro hecho por usted y Alicia Jurado fue traducido al japonés. —Sí, curiosamente, puesto que el traductor tenía que saber más que nosotros. —De budismo. —Y… si es una de las dos religiones oficiales del Japón, si el emperador es shintoísta, y además profesa la doctrina del Buda —digo la doctrina del Buda porque la palabra «budismo» no se usa, se dice «la doctrina del Buda», y eso está de acuerdo con lo que el Buda quería, porque cuando él muere, sus discípulos lloran; y él no les dice, como Cristo, que en el futuro van a encontrarse, les dice que les ha dejado su doctrina—, él no insiste en que lo vean personalmente, porque la personalidad y el yo son ilusorios. Ahora, Macedonio Fernández, claro, un poco por obra de Hume y de Schopenhauer, pero sobre todo por su propia meditación, había llegado a esa misma conclusión, que yo expresé, repitiendo conceptos de Macedonio y de Hume, en un artículo titulado «La nadería de la personalidad» o «La nadería del yo». Creo que se publicó en la revista Nosotros, pero no estoy seguro; todo eso pertenece a un pasado bastante lejano, desgraciadamente para mí yo dispongo de un pasado lejano, al cabo de ochenta y cinco años uno dispone de un pasado lejano o ese pasado dispone de uno más bien, ¿no?; porque uno está manejado por esos ayeres olvidados, pero que todavía son eficaces: todavía proyectan su «karma» sobre nuestra vida. —Sin duda, ¿y en cuanto al idealismo de Berkeley y de Hume en usted? —Bueno, en el caso de Berkeley, él era un idealista piadoso, ya que suponía a Dios como un continuo soñador. Pero le preguntaron: «Y si se cierra una habitación, ¿qué pasa con las formas y los colores?». Y él contestó que Dios estaba percibiéndolos. —¿Que Dios estaba? —Percibiéndolos, sí, es decir, un eterno y ubicuo espectador de todas las cosas desde todos los ángulos, supongo. Porque si no se perderían muchas cosas; pero, en fin, a Dios no le cuestan nada esas infinitas atribuciones. Ahora, en el caso de Hume no; Hume llegó a la conclusión de que el materialismo y el idealismo son igualmente falibles, y eso lo llevó a una suerte de idealismo más allá de las diversas ortodoxias; más allá de las religiones inclusive. —Sí, bueno, él era además el filósofo… —Él negó el yo, porque dijo: cada vez que quiero examinar al yo, resulta que no hay nadie en casa (ríen ambos). Claro, «Nobody at home», dijo (nadie en casa) exactamente. Es decir, no hay un yo más allá de emociones, de percepciones: pero un yo que exista fuera de esas actividades que se le atribuyen… —… él no creía. —No existe, o en todo caso Hume, no lo encontró. Y no sé si lo habrá encontrado después… posiblemente no. —En cualquier caso, Borges, podemos ver que su contacto con la filosofía ha sido benéfico para su obra. —Sí, ha sido benéfico, y yo le debo todo eso a mi padre, que me enseñó esas dudas que llamamos filosofía, sin usar la palabra «filosofía». Él me hacía preguntas simplemente, me invitaba a compartir perplejidades con él; yo al principio no entendía lo que estaba haciendo, y estaba enseñándome la filosofía, la metafísica, la psicología; y todo eso de un modo oral, cariñoso, sin que yo sospechara una intención pedagógica en ningún momento. El modo más inteligente de hacer las cosas; claro, mi padre era profesor de psicología y sabía cómo hacerlo, cómo lograr que la gente se interesara en el tema, y que no pensara que estaba aprendiendo una disciplina. —Una de las cosas más curiosas que uno registra sobre la filosofía es la concepción de Platón en cuanto a que aprender a filosofar es, de alguna manera, aprender a morir… —De ir perfeccionándose hacia la muerte. —Sí, y que ésa era una forma de la sabiduría; bueno, la sabiduría de la filosofía, digamos. —Sí, y en cambio, Spinoza dijo que él no enseñaba Ars moriendi, sino al contrario. —Ars viviendi. —Sí, que enseñaba a vivir, que su filosofía no estaba encaminada hacia una vida futura, sino en función, digamos, de usar siquiera ascéticamente la vida, y de gozar de los placeres del pensamiento, que son quizá los más intensos; o no menos intensos que otros. —Hubiera coincidido quizás con Epicuro. —Hubiera coincidido con Epicuro, salvo que la práctica sería distinta, ¿no? —Claro, hay algo particular en relación con Epicuro; Santayana dice que a pesar de lo que se cree, Epicuro era un santo… —Yo no sabía que hubiera dicho eso Santayana… claro, como Epicuro ha sido tan insultado. Pero qué triste pensar que conozcamos tantos filósofos a través de las impugnaciones de sus adversarios. Por ejemplo, en el caso de los presocráticos, los conocemos por lo general a través de Aristóteles, que estuvo en contra de ellos; en el caso de Zenón de Elea, sabemos lo que dijeron sus impugnadores. De modo que todo eso nos llega, bueno, un poco como históricamente la visión que tenemos —creo que hemos hablado antes de ello— de Cartago, que la conocemos a través de los romanos, que fueron sus enemigos; tan enemigos que la destruyeron. Quién sabe qué visión de Roma tendríamos si los cartagineses hubieran ganado las guerras púnicas; tendríamos una visión parcial y seguramente injusta. —Seguramente. Volveremos entonces, Borges, sin llamarla filosofía, a la filosofía en otra oportunidad. —Sí, yo creo que sí, excelente idea. 52 SU MADRE, LEONOR ACEVEDO SUÁREZ Osvaldo Ferrari: Una figura que me parece determinante en su vida literaria, y de la que no nos hemos ocupado antes en particular, Borges, es su madre, Leonor Acevedo Suárez. Jorge Luis Borges: Sí, yo le debo tanto a mi madre… Su indulgencia, y luego, ella me ayudó para mi obra literaria. Me desaconsejó escribir un libro sobre Evaristo Carriego, me propuso dos temas que hubieran sido harto superiores: me propuso un libro sobre Lugones, y otro, quizá más interesante, sobre Pedro Palacios —Almafuerte—. Y yo le contesté, débilmente, que Carriego había sido vecino nuestro de Palermo; y ella me dijo, con toda razón: «Bueno, ahora todo el mundo es vecino de alguien», claro, salvo que uno sea un páramo en el yermo, ¿no? Pero, no sé, yo escribí ese libro… me había entusiasmado con esa mitología, más o menos apócrifa, de Palermo. Yo había recibido un segundo premio municipal, que no era desdeñable, ya que se trataba de tres mil pesos. Le dieron el tercer premio a Gigena Sánchez, el primero no sé quién lo sacó. Pero, en fin, esos premios permitían —yo dejaba algún dinero en casa— permitían, digamos, un año de ocio. Y yo malgasté ese año en escribir ese libro, del que estoy asaz arrepentido, como de casi todo lo que he escrito, titulado Evaristo Carriego, que me publicó don Manuel Gleiser, de Villa Crespo. Ese libro está ilustrado con dos fotografías de Horacio Cóppola, sobre casas viejas de Palermo. Tardé más o menos un año en escribirlo, eso me llevó a ciertas indagaciones, y me llevó a conocer a don Nicolás Paredes, que había sido caudillo de Palermo en el tiempo de Carriego, y que me enseñó, o me contó tantas cosas —no todas apócrifas— sobre el pasado cuchillero del barrio. Además, me enseñó… yo no sabía jugar al truco (ríe), me presentó al payador Luis García, y yo pienso escribir algo sobre Paredes alguna vez; personaje ciertamente más interesante que Evaristo Carriego. Sin embargo, Carriego descubrió las posibilidades literarias de los arrabales. Bueno, yo escribí ese libro, a pesar de la oposición, o mejor dicho, a pesar de la resignación de mi madre. Y luego mi madre me ayudó muchísimo, me leía largos textos en voz alta, ya cuando casi no tenía voz, estaba fallándole la vista; seguía leyéndome, y yo no siempre fui debidamente paciente con ella… y… inventó el final de uno de mis cuentos más conocidos: «La intrusa». Eso se lo debo a ella. Ahora, mi madre conocía poco el inglés, pero cuando mi padre murió, en el año 1938, ella no podía leer, porque leía una página y la olvidaba, como si hubiera leído una página en blanco. Entonces, se impuso una tarea que la obligaba a la atención, que era traducir. Tradujo un libro de William Saroyan; se llama The Human Comedy (La comedia humana), se lo mostró a mi cuñado, Guillermo de Torre, y él lo publicó. Y en otra oportunidad, los armenios le hicieron una fiestita a mi madre en la Sociedad Argentina de Escritores, en la calle México —ese viejo caserón cerca de la Biblioteca Nacional—. Bueno, recuerdo que yo la acompañé, y con gran sorpresa mía mi madre se puso de pie y pronunció un pequeño discurso, que habrá durado unos diez minutos. Creo que era la primera vez en su vida que hablaba, digamos, en público. Bueno, no era un público muy extenso; una serie de señores con apellidos terminados en «ian», sin duda vecinos de este barrio del Retiro, donde yo vivo, que es esencialmente un barrio armenio. En todo caso, hay más armenios que gente de otro origen aquí. Y muy cerca, hay un barrio árabe, pero desgraciadamente esos barrios no conservan, o no tienen ninguna arquitectura propia; uno tiene que fijarse en los nombres, y aquí hay tantos Toppolian, Mamulian, Saroian, sin duda. —Pero también podemos recordar otras traducciones hechas por su madre, que resultaron excepcionales, como la traducción de los cuentos de D. H. Lawrence. —Sí, el cuento que le da el título al libro es «The Woman Who Rode Away», y ella tradujo, certeramente creo, «La mujer que se fue a caballo». Y luego, por qué no confesar que ella tradujo, y que yo revisé después, y casi no modifiqué nada, esa novela Las palmeras salvajes, de Faulkner. Y tradujo también otros libros del francés, del inglés, y fueron traducciones excelentes. —Sí, pero quizá usted no coincidía con ella en el gusto por D. H. Lawrence; yo nunca lo he oído a usted hablar de Lawrence. —… No, a ella le gustaba D. H. Lawrence, y yo, en fin, he tenido escasa fortuna con él. Bueno, cuando mi padre murió, ella se puso a traducir; y luego pensó que un medio de acercarse a él, o de simular acercarse a él, era ahondar el conocimiento del inglés. —Ah, qué lindo eso. —Sí, y le gustó tanto que al final ya no podía leer en castellano, y fue una de las tantas personas aquí que leen en inglés… hubo una época en que todas las mujeres de la sociedad leían en inglés; y como leían mucho, y leían buenos autores, eso les permitía ser ingeniosas en inglés. El castellano, para ellas, era un poco, no sé, como lo que será el guaraní para una señora en Corrientes o en el Paraguay, ¿no?; un idioma así, casero. De modo que yo he conocido muchas señoras aquí, que eran fácilmente ingeniosas en inglés, y fatalmente triviales en castellano. Claro, el inglés que habían leído era un inglés literario, y, en cambio, el castellano que conocían, era un castellano casero, nada más. —Siempre supuse, Borges, que el ser ingenioso en inglés es uno de sus secretos nunca revelados. —… No, Goethe decía que los literatos franceses no debían ser demasiado admirados, porque, agregaba: «El idioma versifica para ellos»; él pensaba que el idioma francés es un idioma ingenioso. Pero yo creo que si una persona tiene una buena página en francés o en inglés, eso no autoriza a ningún juicio sobre ella: son idiomas que están tan trabajados que ya casi funcionan solos. En cambio, si una persona logra una buena página en castellano, ha tenido que sortear tantas dificultades, tantas rimas forzosas, tantos «ento», que se juntan con «ente»; tantas palabras sin guión, que para escribir una buena página en castellano, una persona tiene que tener, por lo menos, dotes literarias. Y en inglés o en francés no, son idiomas que han sido tan trabajados, que ya casi funcionan solos. —Otra característica en común, que usted parece tener con su madre, es la capacidad de la memoria; me han dicho que ella era capaz de recordar su infancia y el pasado de Buenos Aires que vio. —Sí, ella me ha contado tantas cosas, y de un modo tan vivido, que yo creo ahora que son memorias personales mías, y en realidad son memorias de cosas que me ha contado. Supongo que eso le pasa a todo el mundo algún día; sobre todo tratándose de cosas muy pretéritas: el confundir lo oído con lo percibido. Y además, oír es un modo de percibir también. De manera que mis memorias personales de… la mazorca, de las carretas de bueyes, de la plaza de las carretas, en el Once; del «Tercero» del Norte —no sé si corría por la calle Viamonte o por la calle Córdoba—, del «Tercero» del Sur —que corría por la calle Independencia—, de las quintas de Barracas… —¿El «Tercero»?, ¿qué era? —Un arroyo, creo. Yo tengo recuerdos personales que no puedo haber registrado, por razones cronológicas. Ahora, mi hermana a veces recordaba cosas, y mi madre le decía: «Es imposible, no habías nacido». Y mi hermana le contestaba, diciendo: «Bueno, pero yo ya andaba por ahí» (ríe). Con lo cual se aproximaba a la teoría de que los hijos eligen a los padres; es lo que se supone el Buda, que desde su alto cielo, elige a cierta región de la India, perteneciente a tal casta, o a tales padres. —Ya que la memoria es hereditaria también. —Y a que la memoria es hereditaria, como cualquier otra cosa. Un rasgo admirable de mi madre, fue, yo creo, el no haber tenido un solo enemigo, todo el mundo la quería a ella; las amigas eran de lo más diversas: ella recibía del mismo modo a una señora importante que a una negra vieja, bisnieta de esclavos de la familia de ella, que solía venir a verla. Cuando esa negra murió, mi madre fue al conventillo donde se hizo el velorio, y una de las negras se subió a un banco y dijo que esa negra que había muerto había sido nodriza de mi madre. Mi madre estaba allí, en rueda de negros; y eso lo hacía así, con toda naturalidad. No creo que ella tuviera un solo enemigo; bueno, ella estuvo presa, honrosamente presa, a principios de la dictadura. Y una vez estaba rezando, y la señora correntina que nos sirve desde entonces, le preguntó qué estaba haciendo; y ella le dijo: «Estoy rezando por Perón», que había muerto; «estoy rezando por él, porque realmente necesita que recen por él». Ella no había guardado ningún rencor, absolutamente. —Pero en relación con eso, otro rasgo de ella pareció ser el coraje; hay que acordarse de las llamadas telefónicas. —Sí, yo recuerdo que la llamaron una vez por teléfono, y una voz debidamente grosera y terrorista le dijo: «Te voy a matar, a vos y a tu hijo». «¿Por qué señor?», le dijo mi madre, con una cortesía un tanto inesperada. «Porque soy peronista». «Bueno», dijo mi madre, «en cuanto a mi hijo, sale todos los días de casa a las diez de la mañana. Usted no tiene más que esperarlo y matarlo. En cuanto a mí, he cumplido (no me acuerdo qué edad sería, ochenta y tantos años); le aconsejo que no pierda tiempo hablando por teléfono, porque si no se apura, me le muero antes». Entonces, el otro cortó la comunicación. Yo le pregunté al día siguiente: «¿Llamó el teléfono anoche?». «Sí», me dijo, «me llamó un tilingo a las dos de la mañana», y me contó la conversación. Y después no hubo otras llamadas, claro, estaría tan asombrado ese terrorista telefónico, ¿no?, que no se atrevió a reincidir. —Esa anécdota es admirable. Ahora, ella provenía de una familia en la que hubo varios militares destacados. —Bueno sí, ella era nieta del coronel Suárez, y luego era sobrina nieta del general Soler. Pero yo estaba una vez hojeando unos libros de historia —yo era chico, era uno de esos libros con abundantes grabados de próceres—, mi madre me mostró uno de ellos, y me dijo: «Éste es tu tío bisabuelo, el general Soler». Y yo pregunté cómo es que nunca he oído hablar de él. Bueno, dijo mi madre, «un sinvergüenza que se quedó con Rosas». De modo que era la oveja negra de la familia. —(Ríe). Era federal. —Era federal, sí. Después vinieron a verme a mí para que firmara no sé qué petitorio, para levantar una estatua ecuestre de Soler. Y lo que menos necesitaba nuestro desdichado país eran estatuas ecuestres. Ya había un exceso de estatuas ecuestres, casi no se puede circular por la abundancia de ellas; y no lo firmé, naturalmente. Además, casi todas son horribles, para qué fomentar esa estatuaria. Pero me dicen que hay una estatua de Don Quijote, que ha superado en fealdad a las anteriores. —Es cierto, las ha superado. Pero algunos de esos militares destacados lo han inspirado a usted. En el caso de Laprida… —Sí, salvo que Laprida no era militar… —Pero combatió… —Bueno, combatió, pero en aquel tiempo hasta los militares combatían (ríe), por increíble que parezca. Lo sé, pero mi abuelo, que era civil, se batió… primero, en el año 1853, recibió un balazo siendo soldado —el soldado Isidoro Acevedo— en la esquina de Europa (que era Carlos Calvo) y no me acuerdo qué otra calle. Y después se batió en Cepeda, en Pavón, en el Puente Alsina; y además, en la revolución del noventa, que debe haber sido una revolución no demasiado cruenta, ya que él vivía en la casa en que nació mi madre y en que nací yo: Tucumán y Suipacha. Y todas las mañanas, a las siete u ocho, él salía para la revolución —todo el barrio lo sabía— que era en la plaza Lavalle; claro, la Revolución del Parque. Y luego él volvía, de noche, de la revolución, para comer en su casa, alrededor de las siete y media. Y al día siguiente, salía otra vez a la revolución; y eso duró, bueno, hasta que se rindió Alem, por lo menos una semana. Y si él salía para la revolución, volvía de la revolución; y todo eso sin mayor peligro, no debe haber sido tan terrible. Aunque sin duda alguien murió, y basta con que un solo hombre muera para que las cosas sean terribles. —Sí, hay algo que a usted lo conmueve, me parece ver, en los destinos épicos; inclusive en los destinos épicos de algunos familiares suyos. —Es cierto, en todo caso me han servido para fines elegiacos, y para poemas. Ayer descubrí un poema, que había olvidado, en el que digo: «No soy el oriental Francisco Borges que murió con dos balas en el pecho en el hedor de un hospital de sangre». —Francisco Borges, quien siempre le recuerda la batalla de «La verde». Ahora, en este país, donde hay muchos que se llaman cristianos y no lo son, yo creo que el cristianismo de su madre fue un cristianismo verdadero. —Sí, era sinceramente religiosa. Como mi abuela inglesa también, porque mi abuela era anglicana, pero de tradición metodista; es decir, sus mayores recorrieron toda Inglaterra con sus mujeres y con sus Biblias. Y mi abuela vivió casi cuatro años en Junín. Ella se casó con el coronel Francisco Borges, que recién mencionamos, y estaba muy feliz —se lo dijo a mi madre— ya que tenía a su marido, a su hijo, a la Biblia y a Dickens; y con eso le bastaba. No tenía con quién conversar —estaba entre soldados— y más allá, la llanura con los indios nómadas; más allá los toldos de Coliqueo, que era indio amigo, y de Pincén, que era indio de lanza, indio malonero. —Y dígame, ¿podríamos pensar que su insistencia a lo largo del tiempo en el valor de la ética, de la moral, puede haberle sido transmitida especialmente por su madre? —Y… me gustaría pensar eso. Ahora, creo que mi padre también era un hombre ético. —Ambos, claro. —Y son disciplinas que se han perdido en este país, ¿eh? Yo tengo el orgullo de no ser un criollo «vivo»; seré criollo, pero el criollo más engañable que hay, es facilísimo engañarme, yo me dejo engañar… claro que toda persona que se deja engañar, es de algún modo un cómplice de quienes lo engañan. —Es posible. En cuanto a la familiaridad de su madre con la literatura… —Sí, era notable el amor que tenía por las letras, y luego, su intuición literaria; ella leyó, más o menos por los años del centenario, la novela La ilustre casa de los Ramírez de Queiroz. Queiroz era desconocido entonces, por lo menos aquí; porque él murió en el último año del siglo. Y ella le dijo a mi padre: «Es la mejor novela que he leído en mi vida». «¿Y de quién es?», le preguntó mi padre; y ella dijo: «Es de un escritor portugués, que se llama Eça de Queiroz». Y parece que acertó. —Cierto. Bueno, me alegra que de alguna manera hayamos hecho un retrato de ella. —Yo creo que sí, un retrato imperfecto, desde luego. —Como todos los retratos humanos, pero el mejor que pudimos. —Sí, y le agradezco a usted que me haya hablado de ella. 53 LOS PRÓLOGOS Osvaldo Ferrari: He observado, Borges, que su amor por la literatura, su amor por los escritores, se expresa mucho más que en sus ensayos, en sus prólogos, en los prólogos a escritores y a libros que usted ha admirado en el tiempo. Jorge Luis Borges: Bueno, claro que el prólogo es un género intermedio entre el estudio crítico y el brindis, digamos. Es decir, se entiende que en el prólogo tiene que haber un pequeño exceso de elogio; el lector lo descuenta. Pero, al mismo tiempo, el prólogo tiene que ser generoso, y yo, al cabo de tantos años, al cabo de demasiados años, he llegado a la conclusión de que uno sólo debe escribir sobre lo que le guste. Creo que la crítica adversa no tiene sentido; por ejemplo, Schopenhauer pensaba que Hegel era un impostor o un imbécil, o ambas cosas. Bueno, pues ahora los dos conviven pacíficamente en las historias de la filosofía alemana. Novalis pensaba que Goethe era un escritor superficial, meramente correcto, meramente elegante; comparaba las obras de Goethe con la mueblería inglesa… bueno, ahora Novalis y Goethe son dos clásicos. Esto quiere decir, que lo que se escribe en contra de alguien, no lo perjudica, y no sé si lo que se escribe a favor lo enaltece; pero yo, desde hace bastante tiempo, sólo escribo sobre lo que me gusta, ya que pienso que si algo no me gusta, es más bien debido a una incapacidad mía o a una torpeza mía, y no tengo por qué tratar de convencer a otros. Yo he enseñado literatura inglesa y norteamericana durante unos veinte años, he enseñado no diré el amor de esas literaturas, porque es demasiado vasto y demasiado vago, pero sí el amor de ciertos escritores o, más concretamente, el amor de ciertos libros; o, más concretamente, el amor de ciertos párrafos, o de ciertos versos, o de ciertos argumentos. Bueno, y eso lo he conseguido. Me parece que escribir en contra no sirve para nada. Ahora, claro, si se escribe de un modo ingenioso, entonces la frase queda; por ejemplo, recuerdo aquella frase de Byron: Horacio había dicho que el buen Homero a veces duerme, está dormido, y, Byron agregó que Wordsworth a veces se despierta (ríe). Esa frase es ingeniosa, pero no lo perjudica a Wordsworth, ya que si una frase es ingeniosa existe por derecho propio; y no importa que se refiera a fulano o a mengano. Esa frase: «Wordsworth a veces se despierta» convive con la admirable obra de Wordsworth. —Claro. —Y no lo perjudica. Por ejemplo, cuando Groussac dijo: «Historia de la filosofía española de Menéndez y Pelayo» —un título un poco imponente, dijo también—, agregó: «La seriedad, o la solemnidad del sustantivo “filosofía”, está corregida por la sonrisa del epíteto “española”». Ahora, eso no perjudica quizá a la filosofía española —si es que la hay—, porque la frase existe por sí misma. En cuanto a mí, yo he escrito muchos prólogos; he escrito prólogos a escritores desconocidos en el momento, bueno, yo también lo era, y en todos esos prólogos he sido generoso. —Pero verdaderamente; sin embargo, hay algunos de sus prólogos que han sido seleccionados en un libro, y expresan sus mayores admiraciones, sus mayores afectos dentro de la literatura. —Sí, esa selección la hizo un sobrino mío, Miguel de Torre. Porque yo no quería enemistarme con nadie, y a veces, bueno, hubo prólogos de circunstancia, ¿no?; prólogos de cortesía. O si no, simplemente prólogos sinceros, pero no demasiado bien escritos, o no demasiado reflexivos sino simplemente elogiosos de un libro. Entonces, yo dejé que mi sobrino eligiera los textos. —No obstante, puede decirse que nadie ha tenido su generosidad en cuanto a prologar a jóvenes escritores o a escritores aún no conocidos. —Yo prologué, por ejemplo, el primer libro de Norah Lange. No sé si el primer libro merece ser releído, pero Norah Lange publicó después Cuadernos de infancia, que es un hermoso libro de recuerdos de su infancia en Mendoza. —Entre sus prólogos seleccionados, tenemos el que usted le ha hecho a Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo, en el que se aprecia claramente todo su afecto por él, toda su admiración, y todo lo que usted descubre a través del afecto. —Sí, tengo el mejor de los recuerdos de Henríquez Ureña y quizá… bueno, pero eso me sucede con Macedonio Fernández también: quizá recuerde más su diálogo, o su presencia, que es una forma de diálogo, que lo que escribieron, ¿no? Pero los grandes maestros de la humanidad han sido maestros orales. —Como usted dice, aquellos que dieron su medida en el diálogo. —Sí, Pitágoras deliberadamente no escribió, porque él quería, supongo, que su pensamiento siguiera ramificándose en sus discípulos. Ahora, aquella frase —el griego es mi latín, la cito en latín— Magister dixit (El maestro lo dijo) no implica una autoridad rígida, al contrario, cuando los discípulos modificaban la enseñanza de Pitágoras, o, valdría decir, seguían prolongando esos pensamientos más allá de la muerte física de Pitágoras, para resguardarse decían: «El maestro lo dijo». Pero se entendía que el maestro no había dicho textualmente eso, que eso era, bueno, como si ellos prosiguieran el pensamiento original de Pitágoras —que es lo que hace un hombre cuando está vivo: no se atienen simplemente a lo que ha dicho o escrito, sino a lo que sigue pensando—, y puede cambiar, inclusive, su opinión. Bueno, en cuanto a esto, el ejemplo sería, entre nosotros, Lugones, que fue anarquista, socialista, partidario de los aliados, es decir, demócrata, durante la primera guerra mundial, y luego predicó la hora de la espada, es decir, el fascismo. Entonces mucha gente dijo: «Es un veleta». No, no era un veleta; era un hombre al que le interesaba mucho la política, y que en distintas épocas de su vida llegó a distintas conclusiones, sin medrar jamás con ninguna de ellas. Al contrario, haciéndose impopular cada vez que decía: me he equivocado, ahora pienso de tal modo. —Seguramente, Borges, en muchos casos va a decirse que usted inventó al autor a través del prólogo que le dedicó. Por ejemplo, hay un prólogo suyo a Almafuerte, que expresa su admiración de siempre por él, y en el cual usted lo exalta de una manera reveladora, digamos. —Bueno, sí puedo invocar un gran ejemplo; cuando Bernard Shaw publicó su Quintaesencia del Ibsenismo, le dijeron que había muchas cosas en ese libro que no estaban en la obra de Ibsen. Y él dijo: «Si yo repitiera lo que Ibsen ha dicho, la obra no valdría nada», y agregó: «Lo que yo digo aquí es quizás una forma abstracta» —que vendría a ser la meta secreta de lo que escribía Ibsen—. Es decir, él de algún modo estaba continuando a Ibsen, y además —como él dijo—: «Si mi estudio se limitara a decir lo que ya ha escrito Ibsen, no tendría ningún valor». De manera que él era en ese momento, un discípulo o un continuador de Ibsen; y lo que Ibsen dijo en forma de ficciones, de fábulas, de dramas, Shaw lo dijo de un modo abstracto. Es como si Ibsen hubiera dado la fábula, y él le mostrara una moraleja, que podía o no ser la de Ibsen. Yo conocí ese libro de Shaw —yo era relativamente chico, tendría once años cuando lo leí—, después leí la obra de Ibsen; y vi que los resúmenes que da Shaw no serían quizá los resúmenes que hubiera dado Ibsen, ya que son no menos inventivos que lo que pudo dar la capacidad inventiva de Ibsen. Y me parece que está bien eso; y es indudable que una obra tan compleja como la que incluye a Macbeth y Hamlet, ha sido modificada por… Goethe, por Coleridge, por Bradley, y, bueno, y por otros críticos shakesperianos. Es decir, que cada crítico, de algún modo, renueva la obra que critica, y la continúa también. Y eso corresponde al concepto que yo tengo de tradición: una tradición no tiene que ser imitación de algo, tiene que ser la continuación y la ramificación sobre todo. Habría que pensar que una tradición es algo vivo, que está variando continuamente y enriqueciéndose con esa variación, desde luego. —De manera que cuando un escritor escribe sobre otro escritor, podemos pensar que descubre aquellas cosas profundas hacia las que propende él mismo. —Sí, y ésa es la idea de Shaw también. Bueno, podríamos decir que la teología o las diversas teologías, la católica o las otras, hacen lo mismo con la Sagrada Escritura, ya que la teología es una construcción intelectual que está basada, bueno, en los bastante heterogéneos libros de la Biblia. Pero, ciertamente la Sagrada Escritura es una cosa, y la Suma Teológica es otra. Y no se contradicen, desde luego. —Sin embargo, se ha dicho que la teología habría nacido de la falta de fe; es decir, cuando una religión tiene que explicarse a sí misma… —Bueno, eso se ha dicho sobre todo… el hecho de que haya varias pruebas de la existencia de Dios quiere decir que no estamos muy seguros de esa existencia. En cambio, parece que en la filosofía de la India, que es tan rica, no hay una sola prueba de las transmigraciones del alma, porque es algo que se da por sentado. Es decir, hay una verdadera fe en aquello. —Sin teología. —Claro, y nadie necesita ser convencido, y a nadie se le ha ocurrido razonar esa creencia. Es una creencia natural para ellos. Para nosotros no; uno puede creer o descreer —yo personalmente descreo de las transmigraciones del alma— pero en la India no, es algo en lo que se cree instintivamente. —Cierto, ahora, volviendo a sus prólogos; aun aquellos dedicados a escritores de su predilección son numerosos. —Es cierto, creo que nadie ha escrito tantos prólogos como yo. —Sí, usted lo ha convertido en un género, y en un género del afecto además. —Sí, y he tratado de que en esos prólogos hubiera no sólo elogios del libro del que me ocupaba, sino también, bueno, ideas personales mías con las cuales el autor podía o no estar de acuerdo. —Descubrimientos personales suyos. —Sí, porque yo creo que si uno lee esos prólogos —claro, yo nunca releo lo que he escrito—… pero creo que hay opiniones mías sobre temas estéticos también. 54 FLAUBERT Osvaldo Ferrari: Hay una forma definida de destino, Borges, que se debe a la vocación y a la decisión del hombre que lo encarna; me refiero al destino del hombre de letras, que usted vio específicamente en la vida de Gustave Flaubert. Jorge Luis Borges: Sí, y yo, en fin, modestamente, siempre pensé que sería un hombre de letras. Ahora, en el caso de Flaubert, bueno, él fue un escritor, y ejerció aquello como un sacerdocio, ¿no? —Claro. —Hay una frase muy linda de él: «Je refuse d’hâter ma sentence»; o sea, «Me rehúso a apresurar mi frase». Es decir, él trabajaba una frase, y hasta que no estuviera perfecta él no seguía adelante. —Sí… —Él se encerraba en esa actitud que llamaba propia de su naturaleza; leía y releía en voz alta las frases, él dedicó su vida a eso. Ahora, eso él no lo hizo vanidosamente; él escribió que un genio puede cometer impunemente grandes errores, y creo que citó a Shakespeare, a Cervantes y a Hugo; pero que como él no se consideraba un genio, no podía cometer grandes errores, y tenía que cuidar mucho lo que escribía. —Ah, claro, la responsabilidad de que hablábamos… —Sí, además, cuando Flaubert habla del mot juste (la palabra adecuada), no quiere decir necesariamente, inevitablemente, la palabra asombrosa; no: la palabra justa, que puede ser muchas veces trivial o ser un lugar común pero es la palabra exacta. Bueno, y él se imponía en todo caso la busca del mot juste. De modo que ese cuidado excesivo que ponía, no corresponde a la vanidad; al contrario, es una forma de modestia. Bueno, hay una palabra que se usa mucho, y fue acuñada, creo, por los pintores flamencos; la palabra perfeccionismo. Ahora, perfeccionismo no equivale necesariamente a vanidad; uno busca la perfección, bueno, porque uno no puede buscar otra cosa. Sobre todo Flaubert, que tenía ese concepto un poco fonético del estilo; él quería que cada frase suya se leyera fácil y gratamente. Llegó a decir que la palabra justa es siempre la palabra más eufónica. Pero eso parece raro… bueno, quizá lo que sea le mot juste en francés, no sea «la palabra justa» en castellano o en alemán, posiblemente no. Entonces, habría que pensar que según las variaciones del idioma las palabras justas son otras, ya que el sonido es distinto en cada uno de ellos, y ya que para él el sonido es muy importante. Ahora yo creo que nosotros nos equivocamos, por ejemplo, cuando creemos que en una frase no tiene que haber tres palabras terminadas en «ion» porque chocan. Creo que eso corresponde más bien a lo visual de una página, porque yo he observado —en fin, he dado muchas conferencias— que oralmente no importa; oralmente podemos decir: tristemente, alegremente, y después descubrimiento. Eso a la vista choca, pero auditivamente no importa. —Es cierto. —De modo que una persona hablando en público puede cometer esos errores, y como lo que dice es auditivo, no se nota; pero claro que eso impreso en una página… —Cambia. —Pero hablando no importa. Salvo que la persona esté traduciendo a la escritura todo lo que oye, pero eso no ocurre. —No. —Más bien se pasa del sonido al sentido. —Sí, y es el efecto visual lo que cambia eso. Pero podríamos pensar que esa búsqueda de la palabra justa en Flaubert, también podría haber sido, secretamente, un intento por hacerse digno de la palabra justa. Es decir, que ese esfuerzo y ese trabajo fueran un hacerse digno de que ocurriera aquello que usted llama… —¿El hecho estético? —Para que la palabra le fuera revelada en algún momento. —Sí, yo no había pensado en eso, pero no es imposible… —… Otro camino… —Ahora, que se escriba bien a fuerza de borradores a mí me parece un error. —Claro, por eso digo… —Uno da con la palabra o no da; hay siempre, bueno, como he dicho tantas veces, algo de azaroso, hay un don, que se recibe o que no se recibe. —Y uno se hace digno de ese don probablemente. Ahora, la pregunta sería cómo hacerse digno de ese don. —Bueno, Eliot decía que él escribía muchos textos que, desde luego, no eran poesía, pero que estaban en verso. Y él hablaba también de la visita ocasional de la musa, es decir, de la inspiración. —Claro. —Y decía que uno tiene que ejercer el hábito de escribir para ser digno de esa visita ocasional o eventual de la musa, porque si una persona no escribe nunca, y se siente inspirada, puede ser indigna de su inspiración o puede no saber cumplir con ella. Pero si todos los días escribe, si está continuamente versificando, eso ya le da el hábito de versificar, y puede versificar lo que no sólo es versificación sino poesía genuina. —Se ha hecho digno previamente. —Se ha hecho digno previamente, sí; creo que es un buen consejo ése; además… me parece bien, conviene ejercitarse algo, ¿no? —Por supuesto, por otra parte, usted supone que a veces el poeta o el escritor está en manos de ese espíritu que sopla donde quiere… —Claro, según dice san Juan, sí. —Sin embargo, en su vida literaria, a mí me parece que usted ha actuado como si no hubiera nadie más que usted de quien esa literatura suya dependiera. —… Esta mañana me preguntaron si yo escribía para los más o para los menos. Y yo contesté, como he contestado tantas veces, que si fuera Robinson Crusoe en mi isla desierta, yo seguiría escribiendo. Es decir, que yo no escribo para nadie, yo escribo porque siento una íntima necesidad de hacerlo. Eso no quiere decir que yo apruebe lo que escribo; puede no gustarme, pero yo tengo que escribir eso, en ese momento. Y si no, me siento… injustificado y desdichado, sí, desventurado. En cambio, si escribo, lo que yo escriba puede no valer nada, pero mientras escribo me siento justificado; pienso: estoy cumpliendo con mi destino de escritor, más allá de lo que mi escritura pueda valer. Y si me dijeran que todo lo que yo escribo será olvidado, no creo que recibiría esa noticia con alegría, con satisfacción, pero seguiría escribiendo, ¿para quién?, para nadie, para mí mismo; eso no importa, yo cumplo con esa función. —Con su destino. —Sí, y mi destino es, evidentemente… y, un destino literario; hubiera sido más prudente que yo me limitara a leer y no a escribir. Pero parece difícil, ¿no?, parece que la lectura lleva a la escritura, o, como dijo Emerson: «La poesía nace de la poesía», afirmación que Walt Whitman hubiera repudiado, ya que él habló con desdén de «Libros destilados de otros libros». Sin embargo, el lenguaje es una tradición, toda la literatura del pasado es una tradición; y quizá nosotros apenas podemos ensayar algunas módicas, modestísimas variaciones sobre lo ya escrito: tenemos que contar la misma historia, pero de un modo ligeramente distinto, cambiando quizá los énfasis, y eso es todo, pero eso no tiene por qué entristecernos. —Yo creo que eso hubiera sido aprobado por Flaubert. Ahora, en cuanto a Flaubert, usted decía… —Flaubert se documentaba mucho, como usted sabe. —Sí. —Y curiosamente, eso lo llevó a errores; por ejemplo, antes de escribir Salambó —para escribir Salambó él fue a Cartago— conoció Cartago, y vio cactus allí. Por eso hay cactus en Salambó, pero él no sabía que esos cactus habían sido importados de México (ríen ambos). De modo que la observación era justa, pero esos cactus eran, bueno, futuristas, digamos. —Una variación enriquecedora. —Sí (ríe). —Usted decía que el destino de hombre de letras que él encarnó hubiera sido inconcebible en la antigüedad, ya que en la antigüedad se pensaba en el poeta como un instrumento, digamos, de la divinidad. —Sí, en cambio, ya en el tiempo de Flaubert se pensaba en el autor, en el nombre del autor. Yo creo que le conté alguna vez, que con un primo mío, Guillermo Juan Borges, y Eduardo González Lanuza y Francisco Piñero pensamos fundar una revista anónima; una revista cuyo director no figurara y cuyos colaboradores renunciarían a firmar sus trabajos. Pero no pudimos hacerlo porque todo el mundo pensaba que su nombre era precioso, y que hacer aquello era exponerse… y bueno, a ser desconocidos. —Y no se animaron. —No, no hicieron eso. Recuerdo a George Moore; Moore decía que un amigo le había contado un argumento, el argumento no sé si de un cuento o de un poema que iba a escribir. Entonces, George Moore sugirió una corrección que podía favorecer el trabajo, y el otro le dijo que no, que él no podía aceptar eso porque la idea era de Moore y no de él; que no iba a aceptar una idea ajena. Y Moore dice: comprendí que no era un artista, porque a un artista lo que le importa es la perfección de su obra, y no el hecho de que esa obra proceda de él o de otros. —Y es que, de alguna manera, la obra la escribimos entre todos. —Sí, claro que eso viene a ser, eso puede usarse como justificación del plagio (ríen ambos), pero eso no importa; si la obra mejora, por qué no, por qué no pueden hacerlo entre todos, en todo caso es una hermosa observación de Moore, ¿no? Porque él dice: comprendí que no era un artista, ya que sólo le interesaba lo personal, y no le interesaba la obra, que es lo que el escritor debe buscar. —Pero es muy justo lo que Moore dice allí. —Sí, y es una idea rara al mismo tiempo, yo no recuerdo haberla oído nunca, ¿no?; es la idea de que la perfección de una obra no excluye la participación de otros. —Cierto, ahora, usted recordará que a Flaubert se lo vincula con aquella idea de su época: la idea del arte por el arte, a la que también se adherían Baudelaire y Gautier, por ejemplo. —Y… quizá porque es una idea justa; en todo caso, sirve para que el arte sea su propio fin, y no sea un mero instrumento, digamos, de la ética o de la política; o actualmente, de la sociología. Está bien «El arte por el arte», tiene un sentido, ¿no? —Tiene un sentido que quizá debiera ser recordado precisamente en esta época. —Sí, ahora claro que eso puede llevar a un arte precieux como dicen los franceses, a un arte vanidoso, a un arte decorativo. Pero la idea no es ésa, la idea es que un poema, por ejemplo, es algo no menos real que cualquier otro hecho del universo, que cualquier otra cosa. Entonces, por qué no buscar esa belleza de un poema, o de un cuento, o de una tela, o de una partitura musical; es lo mismo, ¿no? —No menos real que la vida misma; además, lo que llamamos vida misma está hecho en buena parte del arte. —No menos real que la vida misma. —Naturalmente. —Y el lenguaje es una parte esencial de la vida; sí, el lenguaje —como afirmó quizás por primera vez Croce— es un hecho estético, es decir, cada idioma es una tradición literaria y corresponde a cierto modo de sentir el universo. Creo que alguna vez hemos pensado que no hay exactamente sinónimos. Bueno, habría sinónimos en lo que se refiere a lo abstracto, no a lo estético, ya que cada palabra tiene una connotación distinta, un ambiente distinto, una magia propia; y eso no sé hasta dónde es traducible. El ejemplo que yo siempre recuerdo —que sin duda hemos recordado más de una vez aquí— es la palabra inglesa «moon»; la palabra inglesa «moon» (luna) obliga a la voz a una lentitud que no se da en otras palabras. Por ejemplo, si usted dice moon por luna, no; la palabra «luna» ante todo consta de dos sílabas en lugar de una, y además puede decirse rápidamente. En cambio «moon» lo obliga a usted a una lentitud, que de algún inexplicable modo condice con la luna. Días pasados… sí, estábamos hojeando una edición de Las mil y una noches, y había un glosario al final; y descubrí el nombre «Aro de la luna», que es muy lindo y no tiene nada que ver con moon: kamar. Kamar es una linda palabra, ¿no?; Silene, en cambio, a pesar de evocar una divinidad, parece demasiado larga para la luna, parece que la luna, esa sencilla cosa redonda requiere… —Dos silabas. —O una sílaba: moon; bueno, «lune» también, ¿eh?, porque «lune» es tan leve como «moon». En cambio… una mala noticia, en todo caso para mí, que me gusta tanto el inglés antiguo: en inglés antiguo luna se decía «mona», y era masculino además (ríen ambos). Sol no: «sunne», pero es más lindo «sun» que es una sílaba. —Cierto, «sun» (sol). —Sí, una palabra larga parece que no correspondiera a algo tan inmediato como la luna, por ejemplo, ¿no?; luna, sol, está bien que sean… —Breves. —Monosilábicas, sí. —Pienso, Borges, que Flaubert hubiera estado satisfecho con esta evocación que hemos hecho hoy de las palabras y de él. —Y bueno, yo lo quiero mucho a Flaubert, y sobre todo su Bouvard et Pecuchet; y tengo una primera edición, que me costó trescientos pesos, de La tentación de San Antonio, uno de los libros más extraordinarios y quizá menos leídos de Flaubert. Creo que también una primera edición de Salambó —una obra menos feliz—. En fin, tengo toda la obra de Flaubert, y pienso sobre todo en el capítulo inicial de Bouvard y Pecuchet: no sé, tierno, irónico, y tan conmovido; porque el tema de la iniciación de una amistad…, y eso es bastante infrecuente, ¿no? El tema es ése, claro que hay amistades en todas las literaturas; sobre todo la amistad es un tema esencialmente argentino, yo diría, ya que creo que sentimos la amistad más que otras pasiones. Cuando Mallea publicó Historia de una pasión argentina, yo pensé qué o cuál puede ser una pasión argentina; tiene que ser la amistad. —Es raro, Borges, que usted se haya ocupado, como lo he hecho, de un novelista, en este caso Flaubert. —Es cierto, porque yo no soy lector de novelas. Pero no haber leído a Flaubert hubiera sido un error, yo me hubiera empobrecido si no lo hubiera leído. 55 SOBRE EL URUGUAY Osvaldo Ferrari: Usted siempre habla con particular afecto, Borges, del Uruguay. Siempre pensé que habría razones literarias, y también históricas o familiares detrás de ese afecto. Jorge Luis Borges: Bueno, familiares, desde luego; mi abuelo, el coronel Borges, era oriental. El padre era portugués, la madre puntana, Carmen Lafinur —la hermana de Juan Crisóstomo Lafinur—. Mi abuelo hizo sus primeras armas en el sitio de Montevideo, durante la Guerra Grande, como se sigue llamando en el Uruguay. Él defendió, como artillero, la plaza sitiada de Montevideo —él era «colorado», es decir, unitario; la plaza estaba sitiada por los «blancos», es decir, los federales, la gente de Oribe—. Oribe, de paso, creo que era bisabuelo, o algo así, de Ulises Petit de Murat. Tenía catorce años, y luego, a los dieciséis años él militó en la división oriental César Díaz, la división que decidió la batalla de Caseros. Y luego, anduvo, en fin, las guerras chiles aquí, la guerra del Paraguay. Fue a levantar el sitio de Paraná por los montoneros de López Jordán… los comandaba un gaucho que se llamaba «el Chumbeao», porque había recibido un balazo. Yo tenía una fotografía de «el Chumbeao» y se la regalé a Carlos Mastronardi, pensando que él, como entrerriano, tenía más derecho que yo: estaba «el Chumbeao», bueno, un gaucho, con quepis, con una chaqueta de militar y chiripá; tenía la mano apoyada en el lomo del caballo, y sobre el recado estaba cruzado el rifle. —Y hay otros motivos particulares para su afecto por el Uruguay. —Sí, desde luego, yo pienso en mi tío, el historiador Luis Melián Lafinur, yo me llamo Luis por él. Luis Melián Lafinur se hizo muy popular en el Uruguay porque atacó, bueno, digamos a dos ídolos uruguayos; dijo que Artigas era un caudillo muy cruel, habló de las continuas derrotas de Artigas, que fue derrotado en Entre Ríos por Ramírez. Luego él se refugió en el Paraguay, y el doctor Francia lo asiló pero no lo dejó salir, porque pensó que era una persona peligrosa. De modo que Artigas murió en el Paraguay. Y luego se hizo una encuesta sobre el gaucho, y mi tío contestó, bueno, de un modo bastante despectivo, diciendo: «Nuestro rústico —lo cual ya es desdeñoso— carece de todo rasgo diferencial, salvo, naturalmente, el incesto». Y eso no fue perdonado, porque allí veneran al gaucho. —Eso fue en el Uruguay. —Sí, eso fue en Montevideo. Yo he pensado, claro, mi infancia se reparte entre recuerdos de la ciudad vieja de Montevideo —la casa de mi tío estaba en la calle Buenos Aires— y la quinta de Francisco Haedo, en el Paso del Molino. Ahora, el destino de Luis Melián Lafinur fue terrible, porque él tenía el propósito de escribir una historia imparcial del Uruguay, más allá de lo que llamaba las banderías: los blancos y los colorados. Él vivía en una casa de la ciudad vieja de Montevideo, y había, yo recuerdo, piezas y piezas llenas de libros y de colecciones de diarios hasta el techo. Todo eso para esa gran historia del Uruguay que él iba a escribir. Creo que él tuvo algún cargo diplomático en Washington y luego pensó que los diplomáticos son inútiles ahora que la gente puede entenderse directamente por teléfono o por telégrafo. Entonces, él renunció al cargo —con lo cual no quedó muy bien con sus colegas— y volvió a abrir su bufete de abogado en Montevideo. Pero él siempre tenía ese proyecto de escribir la historia. Además había escrito un libro: Sonetena —obras de un vecino de Montevideo, aprendiz de rimador— (ríe); y otro libro, Tabaricidio, contra el Tabaré de Zorrilla de San Martín. Bueno, él había juntado todo ese material que mencioné para escribir esa historia, y por entonces viajó a Barcelona. Allí lo operaron —había no sé qué procedimiento, se supone que de algún modo se acaba, al utilizarlo, con la catarata—. Pero en el caso de Luis Melián Lafinur, le sacaron el ojo entero, y no le dijeron nada. Y él averiguó, cuando quiso hacerse examinar el ojo en altamar, que se había quedado sin ojo. Como estaba ciego del otro ojo, no pudo escribir esa gran historia; y los últimos años de su vida los pasó rodeado de esos libros inaccesibles para él, y pensando en ese gran libro que hubiera querido escribir, que él había soñado toda su vida, y murió. Y yo me llamo Luis por él. Y luego, tengo recuerdos también de Fray Bentos… ahora, qué rara es la memoria: yo creí haber vivido por lo menos un par de meses en Fray Bentos; luego hablé de eso con mi madre, y ella me dijo que habíamos pasado allí una semana escasa. Pero, claro, para un chico un día dura mucho… bueno, yo tengo la prueba, ya que yo, distrayéndome, he llegado a la edad de ochenta y cinco años. Además, yo recuerdo cuando era chico le tenía (como siempre le tuve) mucho miedo al dentista. Yo sabía que, además, me habían sacado una vez una muela sin anestesia, es decir, fue un dolor atroz. Pero me decían: «Van a sacarte una muela»; yo decía: «¿Cuándo?»; me respondían: «Bueno, mañana a la tarde». Yo pensaba: «Pero, mañana a la tarde es lejísimos, es como si fuera el año que viene», yo sentía instintivamente eso. Sin embargo, ahora ya no pasa eso: ahora me distraigo y… bueno, me he distraído y he cumplido ochenta y cinco años. Mientras conversamos, voy a estar cumpliendo ochenta y seis, ya que pasa tan rápido el tiempo para los viejos (ríen ambos). —Sucesivas distracciones. —Se ha dicho que eso se debe al hecho de que uno mide el tiempo según el tiempo que ha vivido: a un chico, que ha vivido poco, le parece largo. En cambio, a medida que uno va viviendo mucho es como si pasara más rápido el tiempo. —Entiendo. —Bueno, de igual modo que el tiempo de la inacción dura mucho, y el tiempo de cualquier actividad dura poco. Sería una de las razones que hay para seguir trabajando. Y Bernard Shaw dijo que el sistema actual, el capitalismo, condena a muchos; a los pobres, bueno, los condena a eso: a la pobreza, a la miseria. Y a los ricos los condena a algo más terrible: los condena al tedio —el hecho de tener que poblar de un modo artificial sus vidas— con fiestas o con lo que fuere. Es decir, es un sistema que resulta maléfico para ambos, para ricos y pobres. Ahora, él agregó —lo cual no creo que sea probable— que la revolución social la harían finalmente los ricos, hartos de ser ricos. —Hartos del tedio. —Sí (ríe), hartos del tedio, que ellos iban a hacer la revolución social. Pero no creo… en fin, posiblemente fuera una broma, que Shaw agregó a una idea que, desde luego, puede ser defendida, Y luego yo tengo recuerdos de excelentes amistades en el Uruguay; fui amigo de Emilio Oribe, de quien siempre recuerdo aquellos versos, que empiezan de un modo asaz mediocre: «Yo nací en Melo ciudad de coloniales casas». Claro, «coloniales casas» es casas coloniales ligeramente disfrazado, ¿no?; y luego: «En medio de la pánica llanura interminable». Lo cual geográficamente es falso y poéticamente es cierto, ya que hay muchos cerros por allí: «Yo nací en Melo ciudad de coloniales casas en medio de la pánica llanura interminable y cerca del Brasil». Es decir, en la última palabra toda la estrofa se agranda anexando un imperio, ¿no?: anexando ese vasto territorio, bueno, en el cual hay regiones no exploradas aún, lo cual lo hace más vasto; y ciento treinta millones de hombres y muchas razas. Luego yo fui amigo de Fernán Silva Valdés, y quiero recordar en este momento un poema en el que él habla de la víspera de una batalla, de una batalla entre blancos y colorados. Habla del clarín, y dice que cuando el clarín sonaba: «A unos les corría fuego por las arterias y a otros les corría frío por la garganta». Eso indica directamente el degüello, ¿no? —El sable, sí. —Claro, es la fuerza que tiene la metáfora, la de decir las cosas de un modo indirecto, que es el modo más fuerte; porque es mucho más fuerte de esa manera que si usara la palabra degüello o la palabra sable: las señala, el lector las acierta inmediatamente. Y fui amigo también de Pedro Leandro Ipuche; esta mañana he recibido un ejemplar de la obra poética de Ipuche, autor de un libro cuyo título ya es un poema, se titula Júbilo y miedo. Y conservo por ahí una tarjeta que él me mandó al hotel Cervantes, en Montevideo; en esa tarjeta él dice: «Lo espero a tal hora a almorzar en mi casa», y luego él agrega: «Si no viene lo mato» (ríe), una broma, sí, una criollada. —¿Y qué otros aspectos literarios recuerda del Uruguay? —Bueno, yo de chico oía continuamente a mi primo Melián Lafinur también; tocaba con la guitarra «La tapera», del doctor Elías Regules, y «El gaucho», que eran muy populares entonces, y que se han olvidado ahora: «Está una triste tapera descansando en la cuchilla». Y hay un poema de Silva Valdés en el que él habla de la tapera, y dice: «No se eleva, se agacha sobre la loma como un pájaro grande con las alas caídas». Pero «No se eleva, se agacha» está bien. Lo del pájaro grande podemos olvidarlo, ¿no? —Ahora en los últimos años apareció, entre otros que reúnen a ambas literaturas, un libro que se llama Cuentos de dos orillas, en que, además de usted, Bioy Casares y Silvina Ocampo, participan los uruguayos Onetti y Benedetti. —Sí, yo no conozco a ninguno de los dos. También me acuerdo de Ema Risso Platero, que tuvo la gran suerte de ser agregada cultural en la embajada del Uruguay. Eso le permitió estar tres años en Buenos Aires, que según parece, es lo más difícil de conseguir, porque, claro, a los orientales les conviene porque están en Buenos Aires, y están a un paso de la patria; parece que es mucho más fácil ser agregado cultural en Europa. Bueno, ella lo fue: tres años en Londres, donde ella me recibió —tenía allá un cuadro de Xul Solar, que había sido amigo de ella—. Y luego, tres años en el Japón; por eso ella observó una cantidad de errores en mi cuento «Historia universal de la infamia». Yo no tenía la menor idea del Japón entonces, me equivoqué: hablé, por ejemplo, del comedor, del dormitorio, de las sábanas —todos ésos son elementos ajenos a la cultura japonesa—, ya que se arma la mesa o se arman los futones (el colchón) en cualquier parte. —Veo Borges que la simple palabra Uruguay le ha suscitado muchas evocaciones. —Y, además de eso, he escrito una milonga para los orientales, y me acuerdo de algún verso; se refiere precisamente al degüello. Parece que se degolló en la última revolución del Uruguay, la de 1905, la de Aparicio Saravia. Y esa revolución —por qué no decirlo ahora— fue financiada por mi tío, Francisco Haedo, que mandó sus peones a la revolución, lo cual era bastante común entonces. El verso mío es: «Milonga del olvidado que muere y que no se queja milonga de la garganta tajeada de oreja a oreja». Y luego: «Milonga de los troperos que hartos de polvo y camino, pitaban tabaco negro en el Paso del Molino». —Es muy linda. —«Milonga del primer tango que se quebró, nos da igual, en las casas de Junín o en las casas de Yerbal». Es decir, las casas de mala vida de Buenos Aires —Junín y Lavalle—, o de la calle Yerbal, al sur de la península en la ciudad de Montevideo. Y hay otros versos, bueno quizás aun menos dignos de recuerdo que los que acabo de citar. En fin, esa milonga fue escrita con cariño. —Cierto. —Y la conocí también a Juana de Ibarbourou, sí, y tengo además recuerdos personales de Montevideo, del Cerro. A mí el Cerro me impresionó más que los Alpes, más que las Rocky Mountains; porque, claro, yo venía de aquí, de Buenos Aires, una ciudad edificada en la llanura. —En la planicie. —En la planicie, donde los mayores declives, ¿qué eran?: las barrancas de Belgrano, la bajada de la calle Belgrano, ¿no? Eso era todo. —Y entonces, el Cerro… —Y entonces, el Cerro me impresionó más que Mont Blanc, por ejemplo. Y si llego a ver el Himalaya, bueno ya no podré verlo; me impresionaría menos que el Cerro, ya que fue mi primera montaña. —Bueno, creo que Uruguay requeriría una nueva audición futura, Borges. —Y bueno, ¿por qué no; por qué no pensar en los orientales? 56 LA INTELIGENCIA POÉTICA Osvaldo Ferrari: Hay una clave, que usted ha dado en una frase, Borges, al decir que todo poeta inteligente es un buen prosista. Jorge Luis Borges: Sí, mi punto de partida fue Stevenson, que dijo que la prosa era la forma más difícil de la poesía. Y una prueba de ello sería el hecho de que hay literaturas que no llegaron nunca a la prosa. Por ejemplo, la literatura anglosajona produjo en cinco siglos admirable poesía elegiaca y épica; pero la prosa que nos han dejado es realmente lamentable, es muy pobre. Y eso coincidiría con lo que dijo Mallarmé, que sostuvo que desde el momento en que uno cuida un poco lo que escribe, uno está versificando. De modo que vendría a ser lo mismo. —Usted completa la idea diciendo que no se da la posibilidad opuesta como una constante; es decir, que un prosista inteligente sea un buen poeta. —Bueno, puede darse el caso de que la prosa no excluya la poesía, porque supongo que para escribir un buen período en prosa uno tiene que tener oído, y sin oído no se puede versificar; sobre todo en verso libre, que requiere una continua invención de cadencias. —Claro, ahora, usted cierra del todo la idea diciendo que la buena prosa, sin embargo, no se corresponde con aquellos misteriosos poetas que pueden prescindir de la inteligencia. —(Ríe). ¿He dicho eso? —Sí (ríe). —Y bueno, estoy de acuerdo con la frase, aunque la haya dicho yo, o aunque sea un regalo que usted me hace en este momento. —No, pero me interesa particularmente esta idea suya sobre la inteligencia del poeta aplicada a la prosa, porque, por ejemplo, los ensayos más fascinantes, digamos, que he leído, fueron escritos por poetas. Y esto me ha ocurrido también con los cuentos; aunque no con la novela, por supuesto. —No, con la novela no; es que la novela parece exigir que el narrador sea invisible, digamos, o secreto, ¿no? En una buena novela los que son reales son los personajes, y el autor no, o el autor menos. Es un género que yo no he intentado nunca, y que no pienso intentar, ya que para ser un buen novelista hubiera tenido que ser un buen lector de novelas; y creo que fuera de Conrad, fuera de Dickens, fuera de la segunda parte del Quijote —no de la primera—, no he leído ninguna novela que no me exigiera un esfuerzo, una suerte de aprendizaje. Y eso me parece que está mal, ya que el fin de la lectura tiene que ser, no diría la felicidad, pero sí la emoción del lector. —Claro, pero volviendo a la inteligencia del poeta; ese tipo de inteligencia pareciera estar hecha para mirar la realidad de otra manera, o lo que llamamos realidad. Es diferente de la inteligencia filosófica o de la científica. —Sí, supongo que es del todo distinta… por ejemplo, yo pienso que todo lo que me sucede tiene que ser una suerte de arcilla para mi obra, pero que no debo tratar de buscar palabras que sean, digamos, un espejo de la realidad. Yo tengo que modificar de algún modo esa realidad, y esas diversas modificaciones se llaman fábula, se llaman cuento, se llaman relato o también poema; ya que yo diría que todo lo que yo escribo es autobiográfico. Pero nunca de manera directa, y sí de modo indirecto —lo cual puede ser más eficaz—. Además, si se admite la metáfora, la metáfora es un modo indirecto de decir las cosas; y el verso también, porque la cadencia del verso no corresponde a las cadencias orales. —Sí, ahora, la inteligencia del poeta parece tener mayor relación con la intuición que con la lógica formal. Usted recordará, a propósito, que en el budismo zen se insiste en el no dejarse dominar por la lógica, sin haberle dado a la vez su lugar a la intuición. —Sí, se entiende que la intuición es lo primordial, y en todos los casos. —Eso en Oriente, pero en Occidente parece no haberse descubierto aún la importancia de la intuición, y se sigue pensando que la lógica es lo único que puede conducirnos a la verdad. Pero con la intuición específicamente, parecen relacionarse los poetas y los místicos. O los poetas místicos, de los que tenemos muchos ejemplos. —Sí, porque se dan ambas categorías. Pero yo creo que uno está intuyendo cosas continuamente; no sé si he dicho que para mí, la transmisión de pensamiento no es un fenómeno, digamos, infrecuente y discutible; es algo que se produce constantemente. Es decir, yo estoy permanentemente recibiendo mensajes, y estoy, creo, también enviando mensajes. Y de ese intercambio surgen, bueno, lo que se llama la amistad, el amor; y la enemistad y el odio también. Todo eso no surge de lo que se dice sino de lo que se siente. —Sin embargo, usted me decía que nunca experimentó odio en su vida. —Sí, aunque Xul Solar me decía que la ira y el odio convienen, porque uno descarga su emoción. En cambio, en mi caso, bueno, si me hacen un mal —la verdad es que la gente ha sido muy buena conmigo, no me han hecho, en fin, deliberadamente ningún mal—, eso me lleva más bien a la tristeza. Y quizá la tristeza no convenga; Spinoza decía que el arrepentimiento tampoco, porque el arrepentimiento es, desde luego, una forma de tristeza. Es decir, él pensaba: «Bueno, obrar mal es éticamente condenable, pero, arrepentirse de haber obrado mal es agregar una tristeza más a la primera», ya que Spinoza creía que la serenidad es lo que todo hombre debe buscar. Y si está pensando en sus pecados, está atormentándose, y está contribuyendo a su propia desdicha. Ahora, en mi caso particular, me resulta fácil olvidar, ya que mi memoria —como decía Bergson de la memoria en general— es selectiva: si yo pienso en los muchos, en los demasiados años de mi vida, sólo recuerdo las circunstancias felices. Por ejemplo, he sido sometido a muchas operaciones, sobre todo operaciones en los ojos; he pasado considerable parte de mi vida en sanatorios, y ahora todo eso ha sido olvidado por mí. Es decir, yo puedo pensar en muchos días, en muchas noches de sanatorio, pero las resumo en un solo instante: una pequeña eternidad incómoda. Y sin embargo, han sido largos días sucesivos, y sobre todo largas noches sucesivas, y sin duda minuciosas; pero todo eso ha sido olvidado. —Sí, y llegamos más bien a la serenidad en los últimos tiempos. —Sí, anteayer escribí un soneto —todavía no puedo decírselo porque tengo que limarlo—, pero el tema es ése; el tema es que estos años de mi vida son quizá los mejores. Estos años, digo yo allí, de aceptada ceguera. —Aceptada ceguera, no quejosa o doliente ceguera. He aceptado la ceguera, bueno, como he aceptado la vejez… y, desde luego, aceptar la vida ya es mucho, ¿no?; la ceguera es uno de los accidentes de la vida. Alguien le dijo a Bernard Shaw que no obrara de tal o cual modo, porque era imprudente. Entonces, Bernard Shaw dijo: «Bueno, es impudente haber nacido, es imprudente seguir viviendo». Todo es imprudente, pero es una hermosa aventura. —(Ríe). Usted me recuerda ahora dos versos de un poeta chileno, que dijo: «Yo no tengo ningún inconveniente / en meterme en camisa de once varas». —Ah, está bien, sí. Qué raro, ¿cómo se imagina usted una camisa de once varas?, yo creo que once varas de ancho… —Hace años que trato de imaginarla y no lo logro. —Dice Cunninghame Graham que se trata de once varas de ancho. Yo creo que no, que es más bien una camisa de once varas de largo, como un túnel, ¿no? —Sí… —Es decir, uno se pone la camisa y, bueno, se pierde en ese túnel de tela. —(Ríe). Si; ahora, hay otro poeta, esta vez argentino, Alberto Girri, que me decía que para él, la única verdad constante entre los hombres es la del «Conócete a ti mismo». Y que la poesía puede aproximar al lector a un mejor conocimiento de sí mismo… —Bueno, Walt Whitman había leído un libro, una famosa biografía, y se quedó pensando y luego dijo: «¿Y esto es lo que se llama la vida de un hombre?, ¿estas fechas?, ¿estos nombres propios?; ¿eso van a escribir sobre mí cuando yo haya muerto?». Y después él agrega entre paréntesis —claro, para darle mayor énfasis a la frase— que él sabe muy poco o nada de lo que se refiere a sí mismo; pero que para averiguar algo, ha escrito sus versos. Y con otra retórica, Victor Hugo dijo: «Je suis un homme voilé pour moi même», «Dieu seul sais mon vrai nom». Soy un hombre velado para sí mismo; y luego dice: Sólo Dios sabe mi verdadero nombre. Es la idea, claro, de que en el nombre está la cosa. —Y de que el nombre es secreto. —Y de que el nombre es secreto, sí. —Claro, y si el poeta se descubre a sí mismo y se conoce a sí mismo escribiendo, ayuda a que el lector despierte su intuición y también se conozca mejor a sí mismo. —Claro, porque el lector es de algún modo el poeta. Yo escribí hace mucho tiempo que cuando leemos a Shakespeare, somos, siquiera momentáneamente, Shakespeare. —Es cierto, ésa es una idea muy suya. —Sí, eso lo dije hace tiempo, y creo que es verdad. Aunque, quizá en algunos casos podemos prolongar más aún a Shakespeare, ya que el texto de Shakespeare ha sido enriquecido, bueno, no sólo por los comentaristas sino por la historia, por esas repetidas experiencias que se llaman la historia, ¿no? —Sí, pero todo esto se relaciona, una vez más, con aquellas dos grandes líneas filosóficas de que hemos hablado otras veces: la de Platón, que incorporaba a la intuición o el mito o la poesía y la de Aristóteles, que es la de la lógica. —Sí. —Pero como ha prevalecido la línea aristotélica, digamos, la misión de los poetas sería, me parece, recrear la platónica. —Sí, es decir, pensar en forma de mitos o en forma de fábulas también. —O ayudar a que se pueda pensar incluyendo eso, sin tampoco excluir la lógica, ¿no es cierto? —No, ya que son dos instrumentos igualmente preciosos. —Y complementarios. —Ahora, claro que el mito es anterior: la cosmogonía es anterior a la astronomía, la astrología también, y el mito al silogismo. —Es cierto. —Desde luego, es la forma más antigua, y esa antigua forma es la forma a la cual volvemos cuando soñamos. —Claro. —Porque cuando soñamos, bueno, ese acto puede ser confuso, pero se parece más —como hemos dicho otras veces— a una ficción, sobre todo a una ficción teatral, que a un tratado de lógica. —Naturalmente, pero claro que nuestra época es, de todas las épocas, quizá la que menos acepte la realidad del mito. —Y sin embargo, estamos creándolos continuamente, ¿eh?, por ejemplo, digamos, las diversas patrias son diversos mitos; y el hecho de hablar, bueno, ahora se habla tanto del ser nacional, y se lo busca: en todas partes del mundo se supone que hay una especial virtud en haber nacido en tal o cual lugar, ¿no? Y claro, eso es bastante peligroso porque lleva a las discordias, a las guerras, a las hostilidades; en suma, a tantos males. Pero también corresponde a hermosos sueños, puede tener un valor estético, incluso ético también, ya que la gente muere por esas categorías. —De manera que a veces el mito se produce solo, sin que nos lo propongamos. —Sí, y debemos tratar de ser sensatos, ¿eh?, ya que propendemos a ser fabulosos y míticos… Pero eso no depende de nosotros. —Pero la sensatez incluye, creo, aceptar la realidad de la intuición, y de la poesía, junto con la lógica. —Sí, entonces ahí tenemos otra vez esas dos fuerzas opuestas, que se reconcilian y se complementan. 57 ALMAFUERTE Osvaldo Ferrari: Hace poco, Borges, usted ha dicho que este país ha dado dos hombres de genio; el primero, al que ya nos hemos referido, Sarmiento. Y el otro, Almafuerte. Pensé que, dada la importancia que usted le reconoce, no podíamos dejar de ocuparnos de él. Además, usted ha hecho una teoría sobre Almafuerte. Jorge Luis Borges: Sí, yo creo que Almafuerte ha renovado la ética, y ha llevado el cristianismo más allá de Cristo. Se lo ha comparado con Nietzsche, pero es difícil encontrar dos personas más distintas que Nietzsche y Almafuerte. Ahora, Nietzsche, como Gibbon, combatía al cristianismo porque pensaba que era una religión de esclavos, que el perdón correspondía a la cobardía; y en cambio Almafuerte condenó el perdón, pero no lo condenó por ser una forma de humildad, o una «aflojada», para decirlo en criollo, ¿no? Condenó al perdón porque le pareció que era una forma de soberbia. No me acuerdo cómo son los versos… sí: «Cuando el hijo de Dios, el Inefable Perdonó desde el Gólgota al perverso… ¡Puso, sobre la faz del Universo la más horrible injuria imaginable!». Es decir, Almafuerte pensaba, o mejor aún, Almafuerte sentía que todos somos unos miserables, y que no tenemos derecho a perdonar. Él condenaba el perdón porque le parecía una forma de soberbia, ya que el que perdona se juzga superior al otro. —Una presunción… —Una presunción, y luego él agrega que descree del libre albedrío, y en otra estrofa dice que desde el primer instante de la creación ya estaban previstos los Judas, los Pilatos y los Cristo. Ahora, si uno niega el libre albedrío —yo tiendo a negarlo—, en ese caso el perdón y la venganza no tienen sentido, ya que cada uno ha obrado como tenía que obrar. Es decir, si negamos el libre albedrío, bueno, no podemos castigar a nadie, ni podemos premiar a nadie tampoco, dado que todos han obrado de un modo fatal. Y Almafuerte era ateo, de manera que supongo que cuando entendía… hablaba de un modo fatal de actuar, no pensaba en un Dios que hubiera ordenado las cosas. Pensaba más bien en un ramificado árbol de efectos y de causas, que se extiende infinitamente en el tiempo. Entonces, cada instante vendría a ser engendrado por un instante anterior, ése por uno anterior, y así infinitamente. De modo que ahí tenemos ya una ética nueva, una ética que condena el perdón, porque ve en el perdón una forma de soberbia. Pero condena al cristianismo —como lo condenó Nietzsche— por razones contrarias, ya que Nietzsche condenaba como podría condenarlo un pagano; y en el caso de Almafuerte, bueno, podríamos pensar en Almafuerte como una última consecuencia del cristianismo, como una última forma, ya que Cristo no sólo perdona sino que va más allá del perdón. —Cierto. —Bueno, eso sería una renovación ética, y fue dicho… y, a principios de siglo, por un poeta que no sólo escribió los mejores, sino los peores versos de la lengua castellana. Él lo dijo en un ambiente del todo indigno de eso, ya que si hay algo que no interesa a los argentinos, yo creo, es la ética. Quizás por la influencia del catolicismo, porque en el catolicismo hay la idea de la confesión; la confesión lo absuelve a uno de la culpa… y luego, también la idea de la salvación por las obras: bueno, y entre esas obras están las misas, que corresponden, digamos, a lo más comercial y mercenario de la Iglesia. Es decir, uno se salva por obras, uno se salva por confesiones; y no, la verdad es que yo no sé si uno puede salvarse de lo que ha hecho. Bueno, y Almafuerte fue un místico de esa ética, Almafuerte fue esa cosa terrible —como lo fue Carlyle también—: un místico sin Dios. —Un místico sin Dios y sin esperanza, dice usted. —Sin esperanza, bueno, sin temor también; porque, como dice César, recuerdo, en César y Cleopatra de Bernard Shaw, le dicen: «¡César, desespera!», y Julio César contesta: «El que no ha tenido esperanza no puede desesperar». —Está claro. Ahora, esta forma en que usted lo ve a Almafuerte, como un místico sin Dios y sin esperanza, me ha recordado la visión que Claudel tenía de Rimbaud, de quien decía: «Un místico en estado salvaje». —Sí, salvo que en estado salvaje significa que luego él llegaría a un estado culto. —Bueno, no necesariamente. —En el caso de Almafuerte, y en el caso de Carlyle, ellos descreían de un Dios, veían al mundo como una suerte de máquina inexorable de efectos y de causas; y digo en primer término efectos, y después causas, porque si empiezo por efectos ahí doy a entender que ese proceso cósmico es infinito, ya que ese efecto procede de una causa, y ésa de otra. Es decir, vamos hacia atrás infinitamente. —Entiendo que su primer contacto con Almafuerte fue a través de la lectura de Evaristo Carriego. —No, no de la lectura. —Del recuerdo de Evaristo Carriego. —Carriego sabía de memoria «El misionero» de Almafuerte. —Sí… —Recuerdo que era un domingo a la noche… Carriego era un hombre diminuto, un hombre tenue, tenía en los ojos ese fulgor así… de la tisis, y una voz más bien sonora; y él recitó —yo no sé qué edad tendría yo—, en este momento estoy viéndolo y oyéndolo, recitando ese largo poema «El misionero»… Y yo no lo entendí, pero hice algo mejor: lo sentí, y sentí la fuerza de Almafuerte a través de Carriego. Ahora, Carriego empezó imitando a Almafuerte cuando escribió, por ejemplo, ese poema «Los lobos»: «Una noche de invierno tan cruda que salió del portal la miseria, y en sus camas de los hospitales lloraron al hijo las madres enfermas, con el frío del Mal en el alma y el ardor del ajenjo en las venas, tras un hosco silencio de angustia un pobre borracho cantó en la taberna». Luego dice: «Compañero: no salgas, presiento» … y luego una alucinación de él: se imagina que la calle está llena de lobos: «y en horas horribles arañan la puerta» dice. Y al final del poema, bueno, calla y dice: «Y por eso la loca, la extraña mitad de aquel canto, quedó en la botella». Carriego tenía el orgullo de ese poema. Después lo olvidó, cuando se dedicó a cantar al barrio, a las orillas. Las orillas, en el caso de Carriego, eran, bueno, Honduras y Coronel Díaz, ¿no? (ríe). —Las de Palermo. —Sí, pero en aquel tiempo eran las orillas. —En aquel momento, siendo usted muy joven, sintió lo que llama «la inexplicable fuerza poética de Almafuerte». —Sí, Almafuerte fue uno de quienes me revelaron la poesía. —Claro. —Y luego, la voz de mi padre recitando poemas… sobre todo de Swinburne y de Shelley. A mí Swinburne sigue gustándome mucho, Shelley nunca me gustó del todo, pero en fin. Mi madre me decía que cuando yo recito versos de Swinburne, de Shelley, de Keats, de Byron, de Wordsworth, lo hago, o lo hacía, con la voz de mi padre; y yo no me había dado cuenta de eso. Pero realmente cuando yo recito versos en inglés, los digo con la voz de mi padre. —Porque fue iniciado por él en ellos. —Sí, fui iniciado por él, y luego, también la revelación de la poesía castellana me fue dada, bueno, de un modo excelente por «El misionero»; quizá el más alto poema de Almafuerte. —Es magnifico. —Recitado por un discípulo fervoroso de él, Evaristo Carriego. —Así usted lo sintió en forma más directa. Pero la mistica de Almafuerte, además de ser… —Es esa mística desesperada, porque es la mística que no espera ninguna recompensa; y que no teme castigos tampoco. —Claro. —O mejor dicho, yo creo que él tiene que haber sentido a la vida como algo terrible, ya que era un hombre neurótico; tiene que haber sentido la vida como una suerte de larga enfermedad. Él era insensible a muchas cosas. Por ejemplo, dice que no sentía el paisaje, y agrega: «Soy como el Dante». Bueno, no hay que censurar por eso al Dante, ya que Lugones se refería al Dante también, ¿eh?, para ese propósito. Almafuerte afirmó: «Yo no siento más vida que la del hombre». Lo demás, los paisajes, la belleza del cielo, de la tierra, todo eso lo dejaba insensible. Y posiblemente la música también, aunque no la música verbal porque tenía un excelente oído. —Otro aspecto muy curioso de esa mistica de Almafuerte, además de ser una mistica agnóstica, digamos, porque no creía; es que se trata de una mistica del fracaso también. —Sí. —A la manera de T. E. Lawrence; es decir, él veía que el fracaso es el destino final de todo camino humano, de todo destino de hombre. —Sí, y lo dice no sé si en «El misionero» o en «Confíteor Deo», donde están aquellos versos: «Yo pienso que la derrota merece sus laureles y arcos triunfales», se dio cuenta de la dignidad de la derrota. —Justamente. —Y Stevenson dijo: «No sabemos para qué hemos sido destinados, ciertamente no para el éxito». —Claro. —Él aceptaba eso, pero lo dijo de un modo sonriente; en cambio, Almafuerte era «tonitruante», ¿no?, con mucha facilidad. —Ahora, usted decía también que desde 1932 lo visita la idea o la forma de un libro sobre Almafuerte. —Sí yo tengo por ahí una teoría sobre Almafuerte, pero son cinco o seis páginas; yo tendría que buscar ejemplos… pero quizá esas cinco o seis páginas puedan ser un punto de partida para un investigador de Almafuerte, aunque ahora parece que es imposible investigar a los poetas, ya que tenemos el estructuralismo (ríe), que parece impedir toda investigación de un poeta, y que se niega resueltamente a sentir la belleza; y que prefiere, bueno, juzgar la poesía en función de la sintaxis. Lo cual es más bien triste, me parece a mí, ¿no?; digo, negarse a sentir, y fijarse en la construcción de una frase, me parece una miseria. Una miseria no solamente de parte del crítico, sino de los escritores también; porque, sin duda, el estructuralismo, que ya ha sido tan perjudicial para la crítica, bueno, nos dará poetas que escriban según esa teoría. Entonces, esas obras serán del todo ajenas a emoción, del todo insensatas; pero darán las formas, los sintagmas —creo que se los llama—, o lo que fuere, que se crea necesario. De modo que el estructuralismo conforma un doble peligro; ya hemos experimentado el comienzo de ese peligro: el hecho de que la crítica se reduzca a minucias sintácticas. Curiosamente Almafuerte habló de «Tus minucias, tus terribles minucias» (ríen ambos), como si presintiera lo que iba a ocurrir. Y ahora tendremos, sin duda, poetas que escriben para ser elogiados por los estructuralistas. —Pero esas minucias del estructuralismo parecieran ser las más adecuadas para no entender la poesía. —No sólo para no entender, sino para no sentir, lo cual es más grave. Están hechas para personas insensibles, ¿no?; claro: están tranquilos porque el universo no los asombra, la poesía no los conmueve. Pueden dedicarse a esas pequeñas miserias formales, puramente formales, desde luego. —Bueno, esperemos Borges, que el recuerdo de Almafuerte nos salve de ese otro recuerdo, mínimo y minucioso. —Es cierto, podemos esperar eso. 58 EL BUDISMO Osvaldo Ferrari: En varias de nuestras conversaciones, Borges, usted se ha acercado, ha demostrado sin proponérselo, un particular conocimiento de filosofías y religiones orientales; especialmente del budismo. Jorge Luis Borges: Sí, es verdad. Bueno, yo llegué al budismo… era chico y leí un poema de un poeta inglés bastante mediocre, Sir Edwin Arnold, titulado «The Light of Asia» (La Luz de Asia), que era el Buda; y ahí él versifica —en versos más bien olvidables— la leyenda del Buda. Recuerdo los últimos versos, que dicen: «El rocío está en la hoja / levántate gran sol», y luego, «La gota de rocío se pierde en el resplandeciente mar»; es decir, el alma individual se pierde en el todo. Yo leí ese poema —me costó algún esfuerzo— pero esas líneas —que habré leído hacia 1906 (ríe)— me acompañan desde entonces. Yo nunca he tratado de aprender nada de memoria, nunca me he impuesto esa tarea, pero hay versos, buenos o malos, que se me pegan; y mi memoria, mi memoria… qué triste, está hecha de citas, sobre todo: bueno, como Alonso Quijano, me acuerdo más de los libros que he leído que de las cosas que me han sucedido. Entonces, yo leí ese poema sobre el budismo —que era una idea más o menos general de la leyenda del Buda—, había oído la palabra «nirvana», que es una palabra… no sé, tan rica, tan inagotable parece, ¿no?, nirvana —que en japonés se dice nehana, y es menos linda—, y existe «nivana», que tampoco es linda; en cambio «nirvana» parece perfecta, no sé por qué. Y luego leí a Schopenhauer —yo tendría 16 años—; Schopenhauer habla del budismo, dice que él es budista; y eso me llevó… no sé cómo cayó en mis manos un ejemplar del libro de Koeppen, un libro en dos volúmenes, hoy olvidado, que es el que leyó Schopenhauer, y el que lo acercó a él al budismo. Ese libro en seguida me interesó, y luego leí el libro de Max Müller, Seis sistemas de la filosofía de la India, y leí —eso fue mucho después, en Buenos Aires— la historia de la filosofía de Deussen, discípulo de Schopenhauer, que empieza su Historia de la filosofía con tres voluminosos volúmenes sobre la India, y llega después a Grecia. Generalmente se empezaba por Grecia, pero él no, él empieza por la India. Hay un capítulo, un poco superficial, que habla de la filosofía china, y leyendo esos libros, el de Müller y el de Deussen, llegué a la conclusión de que todo ha sido pensado en la India y en la China: todas las filosofías posibles, desde el materialismo hasta las formas extremas del idealismo, todo ha sido pensado por ellos. Pero ha sido pensado de un modo distinto, de manera que desde entonces nos hemos dedicado a repensar lo que ya había sido pensado en la India y en la China. Y he leído dos historias de la filosofía china. En cambio, el Japón no ha producido filósofos, que yo sepa. Bueno, algún exaltador del budismo, pero eso es todo. Pero en la China y la India siempre ha habido escuelas filosóficas; ha habido filósofos muy distintos unos de otros. Por ejemplo, la famosa paradoja de Zenón de Elea, bueno, se entiende que el móvil está en el punto de partida, tiene que llegar a la meta —mi padre me explicaba esto sobre un tablero de ajedrez—, pero antes, digamos, suponiendo que se trate de una torre; antes que una torre llegue a la casilla de la otra tiene que pasar por la casilla del rey. Y antes de pasar por la casilla del rey tiene que pasar por la casilla del alfil, y luego por la casilla del caballo. Ahora, si una línea está hecha por un número infinito de puntos; si cualquier línea está hecha de un número infinito de puntos —digamos la línea que define esta mesa, o la línea que va desde aquí a la Luna—, cualquier línea consta de un número infinito de puntos, el espacio es infinitamente divisible, y el móvil no llega, porque siempre hay un punto intermedio. Bueno, pues en relación con esto, yo estaba leyendo la versión inglesa de Herbert Allen Giles del libro que se atribuye a Tchuang-Tzu, y allí se habla de un filósofo Hui-Tzu, que se refiere a una dinastía; y el rey de esa dinastía tiene un cetro, y, al morir, lega el cetro a su hijo: corta una mitad y lega la otra mitad; el hijo corta una mitad, lega esa mitad a su hijo, y como el cetro es, teóricamente, infinitamente divisible, la dinastía es infinita. Es decir, es exactamente la paradoja de Aquiles y la tortuga; la paradoja del móvil; la paradoja de la flecha de Zenón, pero pensado con motivos un poco distintos. He descubierto eso leyendo dos historias de la filosofía china, adquiridas curiosamente en el mismo lugar: la librería Fray Mocho, en la calle Sarmiento, entre Riobamba y Callao. Ahí encontré, con diferencia de un año, una historia de la filosofía china escrita en inglés, y otra escrita en alemán. Y las he leído y he encontrado que todo está ahí, pero todo de un modo ligeramente distinto. Y lo mismo me ha sucedido con la India: veo que ellos han pensado todo, pero de un modo un poco trabajoso para nosotros; por ejemplo, los hindúes tienen el silogismo, pero el nuestro consta por lo general de tres figuras, y creo que el de ellos consta de cinco o de seis, pero es lo mismo: una serie de eslabones. Por eso yo creo que todo ha sido pensado en el Oriente. Ahora, en cuanto a uno de los hechos esenciales, que es la doctrina de la transmigración de las almas, en el hinduismo y en el budismo se la da por sentada, es decir, la gente la acepta inmediatamente, no necesitan pruebas, de igual modo que no necesitamos pruebas de que tres y cuatro son siete, porque sentimos que es así. Bueno, pues ellos sienten que hay un número infinito de encarnaciones, estrictamente infinito, antes de ésta; y que luego eso seguirá, salvo que nos salvemos en el nirvana. De modo que yo tengo el mayor respeto y el mayor amor por la filosofía de la India, sobre todo, y por la de la China. Porque si yo he reconocido tantas cosas estudiando esas filosofías, con algún conocimiento de la filosofía occidental, quiere decir que sin duda hay muchas otras cosas que yo no he reconocido porque no se han dado todavía en Occidente, pero que se darán. Por eso, esas filosofías de Oriente son, de hecho, inagotables. —También he pensado que a través de sus viajes al Japón quizá haya tomado algún contacto con el shintoísmo. —Con el shintoísmo y con el budismo: yo he conversado con un monje budista —él tenía menos de treinta años— y me dijo que había alcanzado dos veces el nirvana. Que no sabía cuánto había durado esa experiencia mística, pero que él la había alcanzado porque fue algo totalmente nuevo. Y yo le dije: ¿y después? Bueno, me dijo, después he seguido viviendo, después he conocido los dolores físicos, los placeres físicos, los diversos sabores, los diversos colores, la amistad, la soledad, la nostalgia, la alegría, la tristeza; pero todo eso lo siento de un modo distinto y mejor, porque tengo la experiencia del nirvana. Y me dijo también: hay otro monje con el cual yo puedo hablar sobre esto, porque él ha tenido esa experiencia; a usted no puedo decirle nada. Claro, yo entendí: toda palabra presupone una experiencia compartida, porque si usted está en el Canadá y habla del sabor del mate, nadie puede saber exactamente cuál es. En cambio, si usted habla, bueno, con alguien de estos pagos, entiende en seguida a qué se refiere usted. Es decir, toda palabra presupone una experiencia compartida, y como yo no he compartido —que yo sepa— la experiencia del nirvana, él no podía hablar de eso conmigo. —Claro. —De modo que espero volver a leer esos tres volúmenes de Deussen, espero volver a interrogar los Seis sistemas de la filosofía de la India de Max Müller; y luego, no sé si leer textos orientales, porque los textos orientales no están hechos para explicar algo, están hechos para sugerir algo. Por eso yo he leído —a mí me ha interesado mucho la cábala— yo he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El Libro del Esplendor), de otros libros cabalistas, y no están hechos para ser entendidos, están hechos para sugerir algo o para recordar alguna experiencia, no para explicarla. De manera que, por ejemplo, el mejor libro sobre la cábala es el de Gershom Scholem, en el que él explica las cosas. En cambio, si usted busca en los textos orientales, o textos tomados de esos textos, simplemente declaran, por ejemplo: «Existe el en-soph, el en-soph tiene seis emanaciones», pero no se sabe muy bien qué significa el en-soph, ni qué significan las emanaciones. Scholem, por el contrario, explica eso. —Yo espero, Borges, que volvamos a aproximarnos a Oriente en otras audiciones. —Sí, me gusta volver al Oriente física y mentalmente, y además no pasa un día en que yo no recuerde mis viajes al Japón, que fueron una de las experiencias más lindas de mi vida. —Viajaremos con usted, entonces. —Pero cómo no. 59 «EL SABOR DE LO ÉPICO» Osvaldo Ferrari: Hay un sabor, dice usted en un ensayo, Borges, que nuestro tiempo no suele percibir: el elemental sabor de lo heroico. Jorge Luis Borges: Sí, curiosamente la poesía empezó por la épica, es decir, los poetas no empezaron cantando sus pesares, o sus ocasionales venturas personales; tomaron temas de la épica. Y se ha dicho que la novela es una degeneración de la epopeya. Ahora, la palabra degeneración es peyorativa, yo no querría usarla; pero por qué no suponer que se empezó por el verso —desde luego, más memorable, más recordable que la prosa— y que ese verso fue… y, heroico, épico… —Sí. —A mí curiosamente me mueve más lo épico que lo lírico, o que lo elegiaco inclusive. A veces —por qué no confesarlo, ya que estamos solos aquí los dos—, a veces yo he llorado leyendo algo, y siempre he llorado cuando he leído algo épico; no cuando he leído algo patético en otro sentido, elegiaco o sentimental. Pero esa preferencia mía por la épica es tan grande que tiendo a juzgar a los novelistas en función de la épica, lo cual es evidentemente ilógico. Quizá por esa razón, yo diría que para mí, el novelista —aunque no hay ninguna razón para elegir uno, habiendo muchos— sería Joseph Conrad. Y en Conrad es evidente el elemento épico, además, tenemos en él el tema del mar, que es épico, ya que es el tema de la aventura, de las heroicas navegaciones; de manera que en Conrad —que para mí es el novelista— uno siente ese difícil, ese hoy inaccesible sabor de la épica. Y ya que estamos hablando de la épica, querría recordar, de paso, algo que sin duda ya he recordado, y es que en un tiempo en el cual los poetas habían olvidado su origen épico, y, por qué no, su deber de ser épicos, Hollywood se encargó, para el mundo, de ese deber. Y ahora el Oeste —el Far West— está en todas partes del mundo, ya que en todas partes del mundo, el mito —ya podemos llamarlo mito— de la llanura y del jinete, el mito del cowboy, se verifica. En todas partes del mundo hay gente que está saliendo de un cinematógrafo, y están un poco asombrados de encontrarse en… bueno, donde fuera; en Bucarest, en Moscú, en Buenos Aires, en Londres, en Montreal; y salen a esas ciudades, que son sus ciudades, pero salen del Oeste. Y no del Oeste tal como es sino del Oeste mítico: del Oeste del cowboy. —Es decir, que Hollywood ha vuelto ecuménica la épica en nuestra época. —Sí, y el hecho de que lo haya hecho por razones comerciales no es importante; el hecho es el sabor de lo épico. No sé si le he contado alguna vez —por qué no referirlo ahora— un episodio creo que de la «Grettir saga», la saga de Grettir, la saga del fuerte Grettir. El episodio es así: un hombre tiene su granja en lo alto de un cerro, y oye que llega alguien y llama; pero llama de un modo débil, y no le hace caso. Después vuelve a llamar con más fuerza, y entonces él sale; al estar afuera le molesta un poco haber salido, porque está lloviznando. Y en ese momento —el que ha llegado es su enemigo— y el enemigo está esperando a la vuelta de la casa; se arroja sobre él, y lo mata de una puñalada. Y entonces el hombre, al morir —claro, sin duda le gustaban mucho las armas blancas—, al morir dice: «Sí, ahora se usan estas hojas tan anchas». Y uno ve que es un hombre muy valiente, que se olvida de su muerte personal; que no dice nada patético, pero que se fija en el detalle de que en ese momento se usaban esas hojas tan anchas, esa hoja tan ancha que está matándolo. —Eso tiene el sabor de lo épico. —Sí, y cuando yo leí eso por primera vez, lloré. Ahora ya lo he contado tantas veces, que puedo contarlo con los ojos secos; pero creo que eso tiene el sabor de la épica. Cualquier otro escritor, aunque se llamara Eurípides, o Shakespeare, habría hecho que el hombre dijera algo que se refiriera a ese momento; pero precisamente ya que el hombre es valiente, bueno, se olvida de que está muriéndose, y hace esa observación. Voy a darle una mala noticia, y es que el traductor alemán —que era un buen escandinavista, pero que no tenía sentido estético— traduce eso no según la frase que debía traducirse: «Ahora se usan estas hojas tan anchas», sino que la traduce por algo como: «Estas hojas están a la moda». Echa a perder todo. —Ha estropeado todo. —Ha estropeado todo, ¿eh?, lo que demuestra que para traducir un libro no basta ser un erudito, hay que sentirlo también. Ese pasaje —uno de los más patéticos de la literatura para mí y de un indudable sabor heroico— está echado a perder por la palabra «moda». Qué raro, porque se trata de un excelente escandinavista; creo que tiene a su cargo la edición de una serie de sagas escandinavas, libros de mitología escandinava, estudios sobre la cultura de Islandia… y sin embargo, ha cometido esa gaffe, digamos, que lo descalifica como traductor. Bueno, habría también otros ejemplos de lo épico… por ejemplo, yo recuerdo esta estrofa del Martín Fierro —pero no sé si es épica, o si puede calificársela como épica: «Viene uno como dormido cuando vuelve del desierto, veré si a explicarme acierto entre gente tan bizarra y si al sentir la guitarra de mi sueño me despierto». Creo que ese «Viene uno como dormido / cuando vuelve del desierto» hace que uno sienta lo vasto y lo monótono del desierto, ¿no? —Exacto. —Porque de algún modo se compara al desierto con el sueño; y de un modo indirecto, que es el más eficaz. Pero, aun en la literatura contemporánea uno encuentra rasgos épicos; hablando de libros recientes, yo diría… yo pienso en dos libros: en Los siete pilares de la sabiduría del coronel Lawrence, hay dos pasajes que recuerdo —ambos son épicos—. Los dos ocurren después de una victoria —quizá la misma victoria— una victoria de los árabes, comandados por él, sobre los turcos. En uno de ellos, él dice (está montado en un camello), dice que sintió «la vergüenza física del éxito», la vergüenza física de la victoria. Y el otro es más lindo: se trata de un regimiento de alemanes y de austríacos que están batiéndose, naturalmente, de parte de los turcos. Ahora, esos hombres, huyen los turcos y ellos se mantienen firmes, y entonces… bueno, claro, eran europeos y Lawrence pudo haber sentido afinidad por ellos. Pero mejor es olvidar eso; y entonces escribe él inolvidablemente: «Por primera vez en esa campaña, me sentí orgulloso de los hombres que habían matado a mis hermanos». Y ese hecho de enorgullecerse del valor de los enemigos es épico. —Y revela una grandeza particular. —Claro, yo no creo que sea común eso; generalmente se supone que para combatir hay que odiar a los enemigos. Eso, bueno, lo saben muy bien los gobiernos, que incitan al odio, porque si no fuera por el odio; por esa pasión que desgraciadamente es tan fuerte, la gente comprendería que es insensato y criminal que un hombre mate a otro. En cambio, estimulado por el odio puede hacerlo. Pero Lawrence, ciertamente, no sintió odio por aquellos enemigos, y pudo enorgullecerse —lo cual yo creo que es único en la literatura o en la historia—, pudo sentirse orgulloso del valor de sus enemigos. Un sentimiento nobilísimo. Y bastarían esas dos frases para probar algo que no necesita ser probado: y es que Lawrence era un hombre de genio, y un hombre excepcional. El hecho de sentir la victoria o el éxito como una vergüenza, y de sentir esa vergüenza físicamente; y el hecho de sentirse orgulloso del valor de los enemigos, son dos rasgos que, que yo sepa, no se encuentran en otra parte —y he pasado buena parte de mi vida leyendo, o mejor dicho releyendo, ya que creo que releer es un placer tan grato como el de leer, como el de descubrir—. Además, cuando uno relee, uno sabe que lo que relee es bueno, ya que ha sido elegido para la relectura. Y aquí recuerdo a Schopenhauer, que dijo que no había que leer ningún libro que no hubiera cumplido cien años, porque si un libro ha durado cien años, algo habrá en él. En cambio, si uno lee un libro que acaba de aparecer, se expone a sorpresas no siempre agradables. De modo que la virtud de los clásicos sería ésa: el hecho de haber sido aprobados; claro que muchas veces por la superstición, otras veces por el patriotismo… en fin, por diversas cosas. Pero, con todo, el hecho de que un libro haya durado, bueno, demuestra que hay algo en él que los hombres han encontrado, y con lo cual quieren reencontrarse. Creo que es aceptada generalmente la teoría de que la literatura empieza por la épica, y se llega luego a la novela —que vendría a ser una forma en prosa de la épica, aunque las sagas, muchas de las cuales son heroicas, están escritas en prosa; de modo que eso no es lo importante. —Pero ese sabor, ese sabor de lo épico, que a usted indudablemente le ha inspirado muchas de sus páginas… —Bueno, ojalá, pero no sé si yo soy… yo creo que soy mejor lector que escritor (ríe). — (Ríe). Usted lo encontró, recuerdo ahora, entre nuestros escritores, en Ascasubi; la alegría, casi diría, de lo épico. —Sí, que es algo que no se encuentra en el Martín Fierro, por ejemplo; porque Martín Fierro es un hombre valiente —es un hombre valiente, triste, y que fácilmente se apiada de sus desgracias, y no de las desgracias ajenas—. En cambio, en Ascasubi hay como una especie de —yo escribí alguna vez la frase, por qué no repetirla, ya que nadie la recuerda—: «Coraje florido»; es decir, la idea del coraje, y el coraje como una flor, como una gala. —«Cantando y combatiendo». —Sí, el subtítulo del libro, que es lindísimo, que es quizá superior a muchas de las páginas del libro: Los gauchos de la República Argentina y Oriental del Uruguay cantando y combatiendo hasta derribar al tirano Don Juan Manuel de Rosas y a sus satélites. «Satélites» no es muy feliz, pero no importa; la idea de «Cantando y combatiendo»… y hablando de eso, estuve hojeando hace unos días los viajes de Marco Polo, y ahí él dice —y esto lo he recordado en un poema recientemente— que los tártaros cantaban en las batallas. Serían sin duda canciones épicas, pero esas canciones ellos las cantaban; y creo que hasta hace poco era común que las batallas estuvieran acompañadas por la música. —Usted dice también haber sentido el sabor de lo heroico, inconfundiblemente, en La Ilíada. —En La Ilíada sí, en cambio, en La Odisea no; hay más bien un sabor romántico de la aventura, de los viajes… eso se siente cuando Héctor se despide de su mujer, y se entiende —los dos saben que no se verán más—, Héctor está a punto de batirse, bueno, con un semidiós, con Aquiles: hijo de un dios y de una mujer. Y a propósito de ese nacimiento de Aquiles, recuerdo una frase del poeta Licofronte, llamado «el oscuro», que llama a Hércules «León de la triple noche». Ahora, ¿por qué «de la triple noche»?; porque Zeus, para que durara más el placer, hizo que la noche en que engendró a Hércules durara tres noches. Y «león» es fácilmente sinónimo de héroe, pero esa frase, que sin duda es oscura a primera vista, «León de la triple noche», se refiere a esa triple noche en que fue engendrado Hércules. Ahora, yo quisiera hacer otra observación, y es ésta: yo he explicado la frase, y es la explicación que dan los comentadores; pero creo que aunque uno no conociera la explicación, la frase ya es linda, ¿no? —Es muy hermosa. —El efecto estético es anterior a la explicación lógica. —Claro. —Uno oye la frase. —Y es suficiente. —Y es suficiente, y es quizás una lástima que sea explicada —no, en este caso no, ya que la justifica—. Pero quizá el hecho estético sea siempre anterior a la explicación; es decir, si una frase empieza sonando bien, está bien. Conviene que tenga explicación, naturalmente, conviene que no sea disparatada porque eso puede enturbiar el goce estético; si puede explicarse, mejor. En todo caso, la explicación es secundaria, creo que uno siente inmediatamente la emoción estética cuando oye: «León de la triple noche». —El efecto es, como decían los griegos, el de la «patencia», el de lo patente, el de lo inmediato. —Sí, eso es inmediato, y se da, bueno, con tantos sabores de lo épico; aquel que yo he recordado tantas veces, cuando el rey sajón le dice, le promete al rey noruego: «Seis pies de tierra», y ya que es tan alto, «uno más». Ahora, está bien porque ahí la amenaza está dada como un ofrecimiento, como un don, ¿no?; claro, el otro quiere territorio, y él le promete «Seis pies de tierra». —Lo que implica la tumba. —Implica la tumba, pero tiene más fuerza que si dijera: seis pies para enterrarlo. —Por supuesto, está implícito. —Bueno, y ahora que estamos hablando de tierra, recuerdo una frase, creo que del general Patton —no sé, los franceses le reprocharon, con mucha ingratitud, algún propósito imperialista—; y Estados Unidos había enviado, creo, un millón de hombres a la guerra, por lo menos. Y muchos de ellos murieron por liberar a Francia. Entonces, Patton contestó diciendo que él sólo le pedía a Francia el territorio necesario para enterrar a sus muertos. Con lo cual les recordaba lo que había hecho por ellos. Y lo hizo de un modo indirecto, con más fuerza que de otro modo; si él hubiera dicho: «Sólo necesito el terreno necesario para enterrar a los soldados que murieron por ustedes» no, no hubiera tenido fuerza. II PRÓLOGO JORGE LUIS BORGES Unos quinientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo. La fe, la certidumbre, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orbe; algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología que era, como el shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, la metafísica. Sin esos pocos griegos conversadores la cultura occidental es inconcebible. Remoto en el espacio y en el tiempo, este volumen es un eco apagado de esas charlas antiguas. Como todos mis libros, acaso como todos los libros, éste se escribió solo. Ferrari y yo procuramos que nuestras palabras fluyeran, a través de nosotros o quizá a pesar de nosotros. No conversamos nunca hacia un fin. Quienes han recorrido este manuscrito nos aseguran que esa experiencia es grata. Ojalá nuestros lectores no desaprueben ese generoso dictamen. En el prólogo de uno de los «sueños», Francisco de Quevedo escribió: Dios te libre, lector, de prólogos largos, y de malos epítetos. Buenos Aires, 12 de octubre de 1985 PRÓLOGO OSVALDO FERRARI Este segundo volumen, que completa la serie de los diálogos conocidos entre Jorge Luis Borges y yo, contiene, al igual que el anterior, cincuenta y nueve conversaciones que corresponden a la segunda parte de nuestra comunicación pública. El diálogo, en esta etapa, se desarrolló asistido por el sentimiento creciente de la amistad y del entendimiento entre ambos, o de lo que estaba, entre ambos, sobreentendido. Experimenté en este periodo el estremecimiento de leerle su «Poema conjetural» mientras él, al oírme, seguía conjeturando el poema. Percibí la vibración que le producía rememorar «El sabor de lo épico», el enigma del lenguaje y el de la inteligencia del poeta, el silencioso lugar central que tuvo su madre en su vida y en su obra, su inveterado «Culto de los libros»; la perplejidad que le creaba el budismo, la filosofía de Spinoza, el personaje Alonso Quijano, el pasado de los druidas, la mística de Swedenborg, la perfección de Virgilio, la memoria y la imaginación de Shakespeare. Habíamos grabado muchos diálogos y, no obstante, Borges quería continuar. Su predisposición, su propensión esencial, era la de prolongarse, volcarse, vaciarse en palabras. Esta actividad no sólo no había disminuido a sus ochenta y cuatro, ochenta y cinco y ochenta y seis años, sino que crecía con él. Borges era ya definitivamente expresión: sus frases coloquiales eran equiparables a las de sus escritos, parecían provenir de un fondo o de un ámbito donde todo estaba moldeado. Mantuvimos dos conversaciones sobre su último libro de poemas, Los conjurados, en las que resumió su ideal del cosmopolitismo y explicó su fidelidad a los símbolos que acompañaron su poesía y su vida. Pero también nos referimos a aquellas ideas y metáforas que surgieron de él en sus últimos años y a su visión de la felicidad y la belleza, del tiempo y de la muerte, del destino personal y de lo que está escrito: «Todo está prefijado… y este diálogo con usted, Ferrari, también sin duda. Todo ha sido fijado». Se trataba de la misma convicción que lo hacía afirmar que sus poemas y sus cuentos le eran «dados», que él los recibía de algo o de alguien, y que la obra de un escritor o de un artista, en última instancia, no depende de ese escritor o de ese artista sino de otra cosa, que lo trasciende. A pesar de su denodado agnosticismo, de su irreductible ateísmo, la misteriosa creación literaria lo remitía a una percepción mística de las cosas. Recordaba insistentemente dos frases «El arte sucede» («Art happens») del pintor norteamericano Whistler y «El espíritu sopla donde quiere» de la Biblia, y se felicitaba por haber descubierto, a esa altura de su vida, que ambas frases significan lo mismo. Sobre la Argentina, manifestó su profundo deseo de que la ética llegara a presidir la vida del país; recordó que toda nuestra historia es la de la búsqueda de un diálogo al que no se llega, y propuso el suponer que el otro, el antagonista, el opuesto, pueda tener razón, dando él mismo un primer paso en tal sentido; habló entrañablemente del Uruguay; recorrió los Estados Unidos rememorando sus clases y conferencias en distintos lugares de la Unión, donde transmitió «el amor por la literatura argentina», y evocó a Francia a través de su propia literatura: «El país literario por excelencia». Sobre la filosofía, reiteró su permanente adhesión al idealismo, la escuela que coincide con su visión de la vida como un sueño, o con su original concepción poética de que ser es ser soñado. A la vez, el budismo y su negación del yo lo llevaron a recordar la coincidencia con esa negación, de los idealistas y de Macedonio Fernández. Sostuvo, por otra parte, que si hubiera tenido que llevar consigo un solo libro a una isla desierta, ese libro habría sido la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell. Al referirse a Sócrates, reivindicó al espíritu capaz de «combinar el razonamiento y el mito», al uso de la razón unido al de la intuición. De Schopenhauer, siempre presente en su memoria, retuvo la frase «Leer es pensar con el cerebro de otro», y esto nos permite comprender por qué Borges me dijo que a veces pensaba con Chesterton, a veces con Bernard Shaw, a veces con Schopenhauer. Había incorporado a su espíritu a los escritores y a los filósofos con los que se identificó a lo largo del tiempo. Entre ellos encontraremos, en estos diálogos, que Virgilio era una de sus preferencias literarias y épicas permanentes; que en Lucrecio vio a un místico sin dios, al igual que en Carlyle y en nuestro imprevisible Almafuerte. Se representó a Quevedo bajo el tipo del literato, del amanuense que valora primordialmente las palabras. La vida de Flaubert fue para él la expresión del destino de un hombre de letras. Consideró a Voltaire una de las máximas figuras de la literatura, y agregó que «no admirar a Voltaire es una de las muchas formas de la estupidez». «La llegada del hombre a la Luna» es el único tema que Borges —quien no quería saber de qué íbamos a hablar antes de comenzar a grabar— propuso espontáneamente, cambiando su hábito, debido a que consideraba que se trata de «la hazaña capital de nuestro siglo», y que tendemos a olvidarla. Sobre los prólogos que escribió, llegamos a la conclusión de que él convirtió al prólogo en un género literario, y también en un género del afecto, de su personal afecto por determinados escritores. Esto es, particularmente, lo que hace que Borges descubra en la figura de muchos de ellos, y en sus obras, aspectos o rasgos reveladores; como podrá verse en estos diálogos, junto con otras cuestiones en las que el afecto o la afinidad es el hilo conductor de su pensamiento. Buenos Aires, agosto de 1998 60 VIRGINIA WOOLF, VICTORIA OCAMPO Y EL FEMINISMO Osvaldo Ferrari: Hay una figura femenina dentro de la literatura, Borges, de quien usted ha traducido dos libros, y a la que no hemos mencionado antes… Jorge Luis Borges: Virginia Woolf. —La escritora inglesa, claro. —… Yo creí que Virginia Woolf no me gustaba, o mejor dicho, no me interesaba; pero la revista Sur me encargó la traducción de Orlando. Yo acepté ejecutar esa traducción, y, a medida que iba traduciendo, iba leyendo, y asombrosamente para mí, iba interesándome en aquello. Ahora, ese libro es un gran libro, y el tema —no sé si usted sabe— es un tema curioso: ella toma la familia de los Sackville… —De los Sackville West. —Sí, y entonces esa novela está dedicada, no a un individuo particular de esa familia —salvo su amiga, Victoria Sackville West— sino, digamos, al concepto, a esa familia como un arquetipo platónico; como una forma universal —que es el nombre que los escolásticos dieron a los arquetipos—. Y entonces, para ejecutar ese fin, Virginia Woolf supone un individuo que vive en el siglo XVII, y que luego llega a nuestro tiempo. Ese artificio lo había ejecutado también Wells, en una novela suya —no recuerdo cuál— donde los individuos, para mayor comodidad del novelista, a fin de situarlos históricamente en diversas épocas, viven trescientos años. Y Bernard Shaw también había jugado con esa idea de la inmortalidad. —En La vuelta de Matusalén. —Sí, salvo que ahí hay algunos individuos longevos, y otros que viven de manera corriente… bueno, yo en este momento corro el riesgo de ser uno de esos longevos, ya que haber llegado a ochenta y cinco es peligroso; puedo llegar a ochenta y seis en cualquier momento. Pero, en fin, esperemos que no, esperemos no ser de esos tristemente privilegiados o tristemente abrumados por el tiempo, por el mucho tiempo, por el demasiado tiempo. Ahora, en las ilustraciones de ese libro (Orlando), hay retratos de esa familia, y se entiende que todos ellos son Orlando. Y al mismo tiempo eso sirve para juzgar diversas épocas, y para juzgar diversas modas literarias también. Todo eso, a priori, parece prometer un libro ilegible; pero no, el libro es interesantísimo. —Sí, y otra cosa que también es real, es la casa de los Sackville West, que sirve de fondo al libro, de la cual Victoria Ocampo comenta que tenía trescientas sesenta y cinco habitaciones. —Claro, de modo que viene a ser una casa astrológica, porque trescientas sesenta y cinco se acerca a la astrología y al cómputo de los años, naturalmente. —Cierto. Usted ha traducido Un cuarto propio, entiendo, de Virginia Woolf además. —Sí, ahora voy a confiarle, ya que estamos solos los dos, un secreto; y es que ese libro lo tradujo realmente mi madre. Y yo revisé un poco la traducción, de igual modo que ella revisó mi traducción de Orlando. La verdad es que trabajábamos juntos; sí, Un cuarto propio, que me interesó menos… bueno, el tema, desde luego, es, digamos, un mero alegato a favor de las mujeres y el feminismo. Pero, como yo soy feminista, no requiero alegatos para convencerme, ya que estoy convencido. Ahora, Virgina Woolf se convirtió en una misionera de ese propósito, pero, como yo comparto ese propósito, puedo prescindir de misioneras. No obstante, ese libro, Orlando, es realmente un libro admirable. Y es una lástima que en las últimas páginas decaiga; pero eso suele ocurrir con los libros. Por ejemplo, con los Cien años de soledad; parece que la soledad no hubiera debido vivir cien años, sino ochenta, ¿no? Pero, por el título eran necesarios cien años de soledad. El autor se cansa, y el lector siente ese cansancio, y… lo comparte. Y el final de Orlando, me parece que hay algo, yo no sé, lo vinculo vagamente con diamantes, pero esos diamantes están un poco perdidos en el olvido: veo sólo el brillo… pero es un libro muy, muy lindo, y recuerdo un capítulo, una página en la que aparece Shakespeare y no se menciona su nombre. Pero no hay un lector que deje de darse cuenta que se trata de Shakespeare. Es un hombre que está observando una fiesta de modo que está pensando en otra cosa en medio de una fiesta: pensando en fiestas de la comedia o de la tragedia tal vez. Pero uno entiende que es Shakespeare. Y si lo hubiera mencionado, habría echado todo a perder, ya que la alusión puede ser más eficaz que la expresión. —Justamente Orlando se remonta por distintas épocas, y yo creo que es un excelente exponente de la literatura fantástica, por momentos, el libro. —Sin duda, y además es un libro incomparable ya que yo no recuerdo ningún otro escrito así. Creo que al principio uno ignora que Orlando seguirá viviendo ¿no?, que Orlando será, bueno, no sé si inmortal, pero casi inmortal. —Inmortal y ubicuo. —Sí, inmortal y ubicuo. Me agradan menos los libros de crítica de Virginia Woolf. Refiriéndose a escritores de cierta generación, ella tomó como ejemplo a Arnold Bennett… y es raro que eligiera a Arnold Bennett habiendo podido elegir a dos hombres de genio como Bernard Shaw y H. G. Wells. Creo que Virginia Woolf dijo que Bennett había fallado en lo que ella creía esencial para un novelista, que es la creación de un carácter. Pero yo creo que eso aplicado a Bennett es falso, y tampoco estoy seguro de que la creación de caracteres sea lo esencial del novelista. Bueno, no sé si es exacta esta observación, pero, pensemos que al fin de todo, Charlie Chaplin y Mickey Mouse (ríe), y el Gordo y el Flaco, son caracteres. De modo que no parece que sea tan difícil crear caracteres, ¿no?, se crean continuamente; un dibujante puede crear un personaje. —Usted sabe que también se han interesado y ocupado mucho de Virginia Woolf, Silvina y Victoria Ocampo. Victoria Ocampo escribió… —Sí, Victoria la conoció personalmente, pero quizá de un modo un poco subalterno; porque yo recuerdo que Victoria me había hablado de un número de Sur dedicado a la literatura inglesa. Entonces, juntamos con Bioy Casares una serie de textos, y luego resultó que Victoria se había encargado de publicar una selección hecha por Victoria Sackville West y por Virginia Woolf en Inglaterra. Y yo no quería publicar muchos de esos poemas porque a mí no me gustaban, pero ella me dijo que no, que el número estaba organizado, y entonces salió así. Después yo fui publicando en Sur los textos que habíamos elegido, bueno, de autores que habían sido arbitrariamente excluidos por Virginia Woolf y por Victoria Sackville West. Creo que esas dos escritoras querían que aparecieran escritores de su grupo. En cambio, yo había pensado en una antología que representara toda la literatura inglesa contemporánea. Recuerdo que Victoria Ocampo le dijo a Virginia Woolf que ella procedía de la República Argentina, y entonces Virginia Woolf le dijo que ella creía poder imaginarse el país; y se imaginó una escena de personas en un jardín o en un prado, tomando refrescos, de noche, en un lugar, bueno, con árboles y luciérnagas. Y Victoria le dijo, cortésmente, que eso correspondía exactamente a la República Argentina (ríe). —Cuando Victoria Ocampo escribe sobre Virginia Woolf, habla extensamente de la condición de la mujer, a fines de la época victoriana, en Inglaterra e inclusive en la Argentina; y realmente, Borges, se vuelven comprensibles el feminismo y sus reivindicaciones después de leerlo. —Pero desde luego; y antes de leerlo yo pensaba lo mismo, sí. —Una de las víctimas —pero a la vez pudo superar esto— de esos hábitos de vida victorianos para con la mujer fue Virginia Woolf. —Ah, yo no sabía eso. —Los padeció a través de la actitud de su padre, quien le imponía «No writing, no books» (ni escribir ni leer). —Creo que el padre era el editor de English Men of Letters (Hombres de letras ingleses), pero yo no sabía que… —Se resistía a que la hija leyera y escribiera. —Algunas de esas biografías de la colección que él dirigía fueron admirables; por ejemplo, una de Harold Nicholson, de Swinburne, otra sobre Edward Fitzgerald, luego un estudio de Priestley sobre Meredith que era extraordinario. —Hay unas palabras curiosas, dichas por Virginia Woolf a Victoria Ocampo; le escribe: «Como a la mayoría de las inglesas incultas, me gusta leer, me gusta leer libros permanentemente». —(Ríe). Bueno, eso de incultas es como una broma de ella, ¿no? Pero, no, porque posiblemente un escritor sea inculto para un hombre de ciencia o para un filósofo… —E inversamente, claro. —E inversamente, pero posiblemente los escritores seamos, fuera de la literatura o de la historia, por ejemplo, del todo incultos. Yo sé que, bueno, comparado con «el hombre de la calle» soy un hombre ignorante, ya que yo usaré, sin duda, el teléfono muchas veces, demasiadas veces; y no sé aún qué es un teléfono, y menos qué es una computadora. Apenas si he alcanzado a entender qué es un barómetro o un termómetro; y quizás habré olvidado ya eso que entendí. —Claro, le decía que entre Victoria Ocampo y Virginia Woolf, parece haberse establecido una cadena de reivindicaciones: en una carta Victoria Ocampo le cita un pasaje de Jane Eyre, respecto del cual dice: «Se oye el respirar de Charlotte Brontë, un respirar oprimido y jadeante». Y agrega que esa opresión era la opresión que la época sobre ella, en su condición de mujer. —Sí, bueno, ahora, parece que todos tenemos derecho a la opresión y al jadeo, ¿no?, también los hombres (ríen ambos); desgraciadamente podemos conocer ese melancólico privilegio, que antes era propio de las mujeres. 61 LOS CONJURADOS Osvaldo Ferrari: Si bien usted considera que los libros de autores contemporáneos deberían ser leídos en el futuro, antes que en el presente, Borges, su último libro de poemas Los conjurados, parece tener ya la necesaria madurez para ser leído y apreciado. Jorge Luis Borges: Yo no sé, yo escribí ese libro, no corregí las pruebas, tengo una idea un poco vaga de su contenido; sé que me habían pedido treinta composiciones y llegué a cuarenta, y traté de ordenarlas de un modo… bueno, por ejemplo, a las composiciones parecidas las puse una al lado de la otra, para que no se descubrieran sus peligrosas afinidades. Pero supongo que un libro mío no puede ser muy distinto de otro, supongo que a mi edad ya se esperan ciertos temas, cierta sintaxis, y es que quizá se espere la monotonía también; y si no soy monótono, no satisfago. Quizás un autor, a cierta edad, tenga que repetirse. Aflora, según Chesterton, todo autor, o todo poeta, sobre todo, concluye siendo su mejor e involuntario parodista: las últimas composiciones de Swinburne parecen parodias de Swinburne, porque el autor tiene ciertos hábitos, y los exagera. En mi caso, creo que el hábito más evidente es la enumeración, ¿no?, creo que es uno de mis hábitos, y a veces me ha salido bien, y otras veces, digamos, un poco menos bien. Y habrá sin duda hábitos sintácticos, que yo no conozco; seguramente todo escritor, a medida que pasa el tiempo, va empobreciendo su vocabulario, o simplificándolo. —Más bien simplificándolo alrededor de las cosas fundamentales. —Sí, pero hay ciertos temas que recurren, ciertas metáforas que recurren; y luego, en mi caso, ya que yo no he podido leer lo que escribo desde el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis, a lo mejor creo estar escribiendo un poema nuevo, y lo que escribo es un eco y un pobre plagio de lo que escribí hace tiempo. Y sin embargo, yo tengo la impresión de que cada día es distinto, pero no sé si puedo reflejar esa novedad de los días en lo que escribo, ya que estoy atado, como digo, a cierto vocabulario, a cierta sintaxis, a ciertas figuras retóricas… espero que no se note demasiado, ¿usted ha leído ese libro? —Sí, y tengo algunas opiniones que pronto le voy a dar… —Pero cómo no, vamos a hablar de ese libro. Pero, claro, usted sin duda lo conoce mejor que yo, porque usted lo habrá leído, digamos, un par de veces, y yo lo he escrito una sola vez (ríen ambos). De modo que ese libro me pertenece menos a mí que a usted. Además, usted acaba de leer el libro, es una experiencia presente; yo lo escribí hará un año, y es una experiencia ya pretérita, ya gastada y que yo he tratado de olvidar además, ya que yo trato de olvidar lo que escribo. Y por eso mismo muchas veces reescribo lo que ya he escrito, sin darme cuenta. Sin embargo, estoy escribiendo un cuento ahora, cuyo protagonista es Dante; me parece que ese cuento no va a parecerse a ningún otro mío. Bueno, voy a tratar de no hacerlo eruditamente. Además, mi erudición dantesca es escasa. Buscaré datos sobre los últimos días de Dante, es decir, los últimos días que él pasó en Venecia, antes de volver a Ravena, donde murió, ¿no? Voy a ver si me abstengo de paisajes —el cuento va a empezar en Venecia—, me parece que los paisajes de Venecia se han ensayado tantas veces, y con tan buena fortuna, que yo no tengo por qué incurrir en ellos, o intentarlos de nuevo. —Recuerdo que cuando hablamos de Dante, usted conjeturaba qué habría sentido Dante estando en Venecia. —Sí, bueno, yo empecé por esa duda, y luego llegué a otras; y ahora tengo bastantes incertidumbres, pero creo que voy a escribir ese cuento. —Ahora, en cuanto al libro Los conjurados, yo creo que el título puede sorprender, tratándose de un libro de poemas; sin embargo, la idea de «conjurados» que actúan con un fin benéfico, y el llamar conjurados a quienes se proponen un fin benéfico, estaba en usted por lo menos desde 1936. —Yo no sabía, ¿por qué desde 1936? —Porque en las palabras que usted pronunció para la celebración del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires, en 1936, usted dijo: «En esta casa de América, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza». —¿Yo he dicho eso? —Sí. —Y, una frase un poco pomposa, pero posiblemente se esperaban frases pomposas en aquel momento, ¿no? (ríe). —(Ríe). Y más tarde usted agrega que «el criollo es uno de esos conjurados». —Ojalá. —«Que habiendo formado la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora». Es decir, que eligió, digamos, desaparecer también él en el hombre nuevo. —Sí, yo tenía esa idea. Pero… en esos momentos de nacionalismo, yo pensé: qué raro, este país, que se dedica sobre todo a la inmigración, es decir, que se dedica, de algún modo, a desaparecer. Pero esa idea la tuve hace mucho tiempo, y en un libro, bueno, cuyo título no quiero recordar, ya que quiero que el libro se olvide, hay un artículo sobre eso: es como si el fracaso fuera nuestro destino, y el voluntario fracaso, sí, yo me había olvidado totalmente… —Pero ahora, en este caso, los que dan título al libro son conjurados que se encuentran en el centro de Europa. —Sí, son mis compatriotas, digamos, los suizos. Qué raro, soy una de las primeras personas que dedican un poema a Suiza; porque los paisajes de Suiza… supongo que los hoteleros de Suiza, bueno, deben parte de su prosperidad a Lord Byron, por ejemplo, ¿no?, y a quienes cantaron a los Alpes; entre ellos Schiller. Pero creo que la idea de hacer un poema a Suiza, y de proponer a Suiza como un ideal, es una idea nueva. Aunque en Suiza se da el tipo perfecto de confederación, ya que tenemos la Suiza alemana, la Suiza francesa, la Suiza italiana… Bueno, como yo digo, gentes de distintas razas, de distintos idiomas, de distintas religiones, o de distintos ateísmos: y todos ellos han resuelto ser suizos, lo cual es un poco misterioso, ¿no? —Sí, por eso usted cita a Paracelso, a Amiel, a Jung y a Paul Klee. —Sí, que son bastante distintos. Hubiera podido citar también, a un arquitecto, cuya arquitectura no me gusta, que es suizo: Le Corbusier; y hubiera podido hablar también de los fundadores del movimiento Dadá (hubo algún suizo). Pero como no me interesan ni los cubos de Le Corbusier, ni la literatura de la incoherencia de Dadá, no los he citado. Y luego tenía un gran poeta, Keller, pero… —Gottfried Keller. —Sí, pero supuse que si lo ponía, el lector pensaría que yo quería engrosar la lista, y que ponía nombres desconocidos. —Bueno, pero en todo caso, todos coinciden en dos aspectos fundamentales: son hombres capaces de razón y fe. —Sí, es cierto. —Y esa razón y esa fe tienen la esperanza de conducir a una nueva sensatez, me parece. —Y, la sensatez que encierra la palabra «cosmopolita». —Claro. —Vendría a ser eso, simplemente. Qué raro que después de tantos siglos, parece que todavía estuviera un poco lejos ese antiguo… —Ese ideal griego. —Ese ideal de los estoicos griegos, sí. Ahora, posiblemente quienes lo propusieron, tampoco lo vieron claramente; sin duda pensarían que eran griegos, y que los otros eran bárbaros, ¿no? —Es posible. —Aunque, quién sabe si al poner la palabra «cosmos» —el cosmos significaba no sólo Grecia sino el mundo—, pero posiblemente el mundo para ellos fuera Grecia. —Claro, ésa es la duda. —Sin embargo, tienen que haber sentido como una especie de gravitación de lo que llamamos el Oriente; es indudable que, bueno, Egipto, a juzgar por Herodoto, los impresionó mucho a los griegos. Y creo que es Herodoto el que transcribe aquello de que para los egipcios, los griegos son niños. Es decir, que tienen que haber sentido que había algo más antiguo que ellos, ¿no?; que es lo que nosotros sentimos ahora al pensar en Grecia. Y curiosamente, es lo que se siente en el Japón cuando se refieren a la China. —Volviendo a Los conjurados… —A ver, volvamos a Los conjurados. —(Ríe). Ya en el prólogo del libro, usted propone nuevas ideas, que se relacionan con nuevos descubrimientos suyos, como por ejemplo la idea de que la belleza, como la felicidad, es frecuente. —Sí, pero yo creo que para llegar a ese concepto es preciso haber vivido mucho, ¿eh?; porque una persona joven, bueno, quizás espere demasiado de la vida, y se fije sobre todo en los desengaños, se sienta ante todo defraudada. Y, en cambio, en el caso de una persona vieja, lo que siente, sobre todo, es gratitud. Y, en mi caso especialmente, ya que más allá de la ceguera, de un accidente físico, está, bueno, la hospitalidad, esa cóncava hospitalidad de la gente conmigo, que yo he sentido en tantos países; honores que he recibido, y hasta que me detenga gente en la calle, y me hablen de lo que yo he escrito. Me ha parecido tan asombroso todo. Yo tengo ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis… entonces, me desborda la gratitud por la indulgencia de todos. —Yo advierto que usted habla en su libro con la mayor naturalidad de la muerte, con la mayor serenidad; y esa naturalidad y esa serenidad nos la transmite a todos. —Ojalá ocurra eso. Me han invitado a un congreso —creo que van a venir muchos médicos— sobre la muerte. Y yo voy a decir que la aguardo sin impaciencia, pero con esperanza, ¿no? Ahora, sin mayor impaciencia, desde luego. —Esa serenidad es afín a la que usted le atribuyó a Sócrates en su último diálogo. —Es extraordinario ese diálogo, sí, y ahí hay una frase tan ambigua, o tan sabiamente ambigua, como cuando Sócrates le dice a uno de los discípulos: «Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio». Y eso se ha interpretado en el sentido de que Esculapio lo ha curado de la peor enfermedad, que es la vida. Porque si no, el hecho de que le debiera un gallo a Esculapio no es mayormente interesante, ¿no? —Precisamente en ese momento. —Sí, pero en ese momento él dice: «Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio», y la muerte estaba tan cerca que era imposible que él pudiera pensar en otra cosa, o en decir cualquier cosa sin referirse a la muerte. —Sí, otro aspecto que quiero señalar en su libro… —No, es que yo busco digresiones para no hablar de mi libro (ríe). —(Ríe). Lo veo, lo veo, sin embargo, quiero que hablemos de Los conjurados. —Pero cómo no. —El otro aspecto es el de que, después de haber cumplido usted un camino, diría, casi circular, en la poesía, vuelve, en cierto sentido, a los principios: los poemas de Los conjurados tienen el tono de la cosmogonía, del comenzar, o del recomenzar. —Bueno, yo pensé que tenían el tono de Fervor de Buenos Aires cuando usted dijo los comienzos; creo que no, ¿eh?; yo pensé que usted se refería a mis principios literarios. —No, me refería a una fundación borgiana en este caso, pero a una nueva. —No, yo creo que no, esperemos que sea algo más vasto. —Son vastos, pero vuelven, diría yo, a lo elemental: al mármol, a la piedra, al fuego, a la madera, a actitudes iniciales de los hombres, César, Cristo… —Es que yo creo que esas palabras son las que tienen más fuerza. 62 LA ENSEÑANZA Osvaldo Ferrari: Una paradoja, Borges, en la que pensé muchas veces, es la que consiste en que usted, habiendo sido muchos años profesor, tiene siempre mayor vocación de discípulo que de profesor; o mayor vocación por aprender que por enseñar. Jorge Luis Borges: Tengo la impresión de que mis estudiantes me han enseñado mucho. Mi padre decía que los hijos educan a los padres; es la misma idea. Ahora, claro, yo hubiera preferido siempre un seminario; no sé cómo hay profesores a quienes les agrada tener muchos alumnos, porque, bueno, muchos alumnos son de muy difícil manejo. —Y la clase se dispersa. —Sí, precisamente. Yo fui profesor durante un año en la Universidad Católica de la calle Córdoba, y luego renuncié porque tenía, digamos, ochenta estudiantes de literatura inglesa, y exactamente cuarenta minutos de tiempo; y no podía hacer absolutamente nada: mientras entran, mientras salen, han pasado los cuarenta minutos, y nadie ha hecho nada. En cambio, el ideal sería un seminario con una cifra máxima de seis personas —si fueran cinco sería mejor, si fueran cuatro aún mejor— y un par de horas. Así puede hacerse algo. Y así yo creo haber hecho mucho cuando estudiábamos inglés antiguo —anglosajón— en la Biblioteca Nacional, que yo dirigía entonces. Creo que seríamos cinco, alguna vez seis, pero nada más; y disponíamos de un tiempo que no era necesario medir, porque iba fluyendo generosamente, y nosotros lo aprovechábamos. Después tuve una cátedra en Filosofía y Letras, primero en Viamonte, luego en Independencia. —Y a continuación siguieron, creo, cuatro cuatrimestres de literatura argentina en los Estados Unidos, y una serie de conferencias. —Sí, en las cuatro universidades; y las conferencias sobre escritores argentinos en diversos estados de la Unión. Y me gustaba mucho hacerlo, pero ahora he descubierto —ya el resto del universo lo había descubierto— que yo no sé dar clases, que no sé dar conferencias; y prefiero el diálogo. Y anteanoche estuve en casa de una señora que tiene un taller literario en Villa Crespo, y contesté a preguntas —preguntas muy benévolas y muy interesantes— sobre temas literarios. Aquello me dicen que duró dos horas y cinco minutos, y yo hubiera computado ese tiempo en media hora, ya que fluyó tan generosamente. —Con las preguntas que le hacían. —Con las preguntas, sí; y ahora me doy cuenta, bueno, de que el diálogo es la mejor forma para mí. Espero que lo sea para nuestros oyentes y nuestros lectores también (ríe). —Usted ha tenido, me parece, un permanente rechazo a lo largo del tiempo hacia la clase magistral. —Ah, sí, «magistral» en el sentido más abrumador de la palabra, sí. Bueno, un amigo mío, Emilio Oribe, el poeta uruguayo, enseñaba filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Montevideo. Era un hombre monumental, era sordo —lo cual lo hacía de algún modo invulnerable, ya que no oía lo que no quería oír—, y me dijeron que él había logrado fijar este curioso rito: unos diez minutos antes de que sonara la campanilla, ese hombre monumental —bastante parecido a Almafuerte o a Sarmiento— cerraba los ojos. Entonces, los estudiantes sabían que tenían que irse, que la clase duraba diez minutos menos. Ya se había establecido ese rito, los estudiantes lo sabían, y respetaban a ese hombre monumental que se había quedado, bueno, falsamente dormido. Eso me lo contaron estudiantes de él, que no lo malquerían por eso; se daban cuenta que era natural que después de hablar, no sé, cuarenta minutos, él estuviera un poco cansado, ¿no? —Claro, en cuanto a las conferencias, yo no sé si mi cronología está acertada: primero usted pronunció algunas, creo, en el Colegio Libre de Estudios Superiores. —Sí, claro, cuando yo tuve que renunciar a ese pequeño cargo de inspector para la venta de aves de corral y de huevos, me mandaron a buscar del Colegio Libre de Estudios Superiores, y yo di una serie de conferencias. Las primeras sobre literatura clásica americana; y hablé, evidentemente, de Emerson, de Melville, de Hawthorne, de Emily Dickinson, de Thoreau, de Henry James, de Walt Whitman, de Poe. Y la segunda serie fue de clases sobre el budismo. —Después creo que siguió en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. —Sí, ahí también yo di clase, y muchas conferencias. Y después he dado en diversas universidades. En La Plata he dado muchas, en la Universidad Católica de La Plata también. Y eso aunque nadie ignora que no soy católico, pero, en fin, durante cuarenta y cinco minutos se me perdona no ser católico (ríe), y poder hablar con toda libertad. Y trato de hacerlo respetuosamente, desde luego. —Luego, la Facultad de Filosofía y Letras. —Sí, allí fueron exclusivamente clases sobre literatura inglesa y americana. Y mi adjunto era Jaime Rest, que ha muerto, y él se encargaba de la literatura americana y yo de la inglesa. Se hacía en cuatrimestres, y fuera de algunos nombres inevitables, digamos, bueno, Chaucer, el doctor Johnson, Shakespeare, Bernard Shaw, yo trataba de cambiar de autores. Es decir, si mis estudiantes sabían algo de Chesterton, no sabían nada de Shaw, por ejemplo; o si sabían algo de Stevenson, no sabían nada de George Meredith. Y yo trataba de variar los autores. Por ejemplo, vacilaba entre Tennyson y Browning; pero luego me di cuenta que a los estudiantes no les interesaba Tennyson, y les interesaba mucho Browning; lo cual es natural, ya que el valor de Tennyson es ante todo auditivo, ¿no?; digo, son versos muy gratos para el oído. En cambio, en el caso de Browning no, cada poema es una sorpresa técnica, además de la invención de personajes, y personajes muy creíbles, muy vividos. Y luego, eso que él inventó, y que se imitó después: la misma historia contada por los diversos protagonistas. Bueno, ya lo había hecho Wilkie Collins antes, en «La piedra lunar», en que los diversos personajes de la historia van contando el cuento, y así podemos saber lo que un personaje piensa de otro. Claro, todo eso tiene que haber surgido de la novela epistolar, tal vez; la novela epistolar, que ahora es ilegible para nosotros; sin embargo, engendró ese tipo de literatura. Es decir, la idea de una ficción en la cual uno puede apreciar el punto de vista de cada uno de los personajes, y puede participar de sus «simpatías y diferencias», como diría Alfonso Reyes. Sí, yo siento nostalgia de aquellos años de enseñanza, aunque me dicen que he sido un pésimo profesor. Pero no importa, si yo he logrado convertir a algún alumno al amor —no diría a una literatura, que es demasiado vasto—, pero sí al amor de un autor, o al de cierto libro de un autor… —Le basta. —Ya no habré vivido en vano, no habré enseñado en vano. —Y respecto de los dieciocho años como director de la Biblioteca, Borges, ¿habría una manera de sintetizar la experiencia de esos dieciocho años en el recuerdo? —Y… tiene que ser un recuerdo muy vivido, porque en cualquier parte del mundo en que yo esté, sueño con el barrio de Monserrat; y más concretamente con la Biblioteca Nacional, en la calle México, entre Perú y Bolívar. Sí, es raro, en mis sueños yo siempre estoy allí. De modo que habrá algo que se ha quedado de ese viejo edificio. Aunque no tengo derecho a llamarlo viejo; el edificio data de 1901, y yo desgraciadamente dato de 1899. De manera que para mí es un joven edificio, en todo caso es un hermano menor con novecientos mil volúmenes. Y yo, que no sé si he leído novecientos volúmenes en toda mi vida (ríe), posiblemente no. Pero he interrogado muchos libros… Ya que estamos usted y yo solos, puedo decirle que creo no haber leído ningún libro desde el principio hasta el fin, salvo ciertas novelas, y salvo la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, no creo haber leído ningún libro íntegro. Me ha gustado hojear; eso quiere decir que siempre tuve la idea de ser un lector hedónico, nunca he leído por sentimiento del deber. Recuerdo lo que decía Carlyle: que un europeo sólo podía leer el Corán desde el principio hasta el fin, movido por el sentimiento del deber. —Quizá usted volviera siempre a los índices de los libros que le eran familiares, y que no hubiera recorrido en todo su contenido. —No sé si tanto, eh (ríen ambos), no quiero jactarme; pero como siempre hay un placer en releer que no hay en leer… Sí, por ejemplo, yo siempre digo que mi escritor preferido es Thomas De Quincey. Pues ahí tengo los catorce volúmenes que adquirí hace tiempo, y seguramente cuando yo muera se descubrirá que hay tantas páginas sin cortar en ese libro preferido. Pero eso no quiere decir que el libro no sea preferido, quiere decir que mi memoria vuelve a él, y que yo lo he releído muchas veces. —O que lo ha leído fragmentariamente para reservarse otras páginas. —Posiblemente, pero quizá sin haber merecido esas páginas; quizá las que me hubieran gustado más. Ayer me leyeron una página que me gustó mucho, y que se llama creo El hacedor, y al cabo de unas líneas recordé que yo lo había escrito. Habían pasado tantos años, y yo lo recibí ahora con sorpresa, con gratitud, y con cierta envidia también, pensando: caramba, qué bien escribía Borges en aquel tiempo, ahora ha declinado notablemente, ya no podría escribir esos párrafos. Claro, yo podía escribirlo —de algún modo yo tenía vista, yo escribía, corregía los borradores, releía—, y eso hacía que fuera capaz de largas frases no cacofónicas. Y ahora no, ahora yo tengo que ir reteniendo todo en la memoria, y he tratado de salvar lo que puedo. —Sin embargo, la opinión de sus lectores no coincide con la suya. —Y, los lectores son muy inventivos; Stevenson dijo que el lector es siempre mucho más inteligente que nosotros, eh (ríe), y es verdad eso. —No se puede prescindir de ellos. —No, pero si uno guarda un manuscrito, lo olvida en un cajón, y lo vuelve a examinar al cabo de tres meses; de algún modo uno es ese lector más inteligente que el autor. Recuerdo haber leído en la autobiografía de Kipling, que él escribía un cuento y luego lo dejaba guardado. Luego lo releía, y encontraba invariablemente errores primarios, errores muy, muy groseros. Y que antes de publicar algo, siempre dejaba que transcurriera por lo menos un año para que aquello fuera madurando. Y a veces yo escribo algo, cometo una torpeza, me parece imposible corregirla; y luego, de pronto, caminando por la calle me llega la solución, que siempre es sencillísima: es tan evidente que es invisible, como «La carta robada» del famoso cuento de Poe. —De manera que ayer usted fue el lector de El hacedor. —Sí, fue una buena sorpresa para mí, ya que yo lo había olvidado. Ese libro está hecho de piezas cortas, y ha de ser bueno ya que ninguna de ellas fue escrita para formar parte de un libro; cada una de ellas respondió a una necesidad que sentí en un momento de escribirla. En ese caso, es imposible que sea demasiado malo el libro; aunque sin duda habrá errores y momentos erróneos. —Fue escrito por necesidad. —Sí. 63 BERTRAND RUSSELL Osvaldo Ferrari: Un pensador contemporáneo, que yo creo lo ha acompañado para mirar a nuestra época, Borges, es Bertrand Russell. Jorge Luis Borges: Sí, desde luego, yo leí y releí ese libro, esa Introducción a la filosofía de las matemáticas, y se lo presté a Alfonso Reyes. Se trata de un libro sencillo, de muy grata lectura, como todo lo que escribe Russell, y yo recuerdo habérselo prestado a Reyes. Leí ahí por primera vez una exposición, bueno, para mí la mejor, la más accesible, de la teoría de los conjuntos, del matemático alemán Cantor. Reyes leyó el libro y le interesó muchísimo también. Y a veces me han hecho… continuamente me hacen esa pregunta sobre el libro que yo llevaría a la isla desierta; un lugar común del periodismo. Bueno, he empezado contestando que llevaría una enciclopedia; pero no sé si me permiten llevar diez o doce volúmenes, creo que no (ríe). Entonces, he optado por la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, que quizá sería el libro que yo llevaría a la isla… pero, claro, para eso me falta la isla, y me falta la vista también, ¿no? (ríen ambos); el libro ya lo tengo, pero no es suficiente. —Salvo que lo acompañe un lector. —En ese caso sí, en ese caso cambia todo; y además, la memoria de los libros… yo querría interrogar en ese libro, bueno, lo que he leído y lo que he olvidado. —Es decir, recuperar la memoria del libro. —Sí, la memoria del libro que yo querría tener. Si fuera perfecta, tendría el libro también a mi alcance. Estoy pensando que hubo una época… bueno, entre los musulmanes ahora creo que es muy común el caso de personas que saben de memoria el Corán. Existe la palabra hafiz, que quiere decir eso: memorioso, memorioso del Corán en particular. Actualmente creo que hay sistemas de enseñanza, según los cuales no se exige al estudiante —que puede ser un niño— el conocimiento del libro; tiene que aprenderlo de memoria. Si yo hubiera podido gozar de ese sistema, hubiera sido una suerte para mí, ya que yo sabría de memoria muchos libros y podría entenderlos y leerlos ahora, que sería lo mejor. Por ejemplo, si yo hubiera podido leer la Historia de la filosofía occidental de Russell, cuando era chico, con ese sistema, habría entendido muy poco, pero podría consultar ese libro ahora… —Su memoria podría leer. —Claro, mi memoria podría leer. De modo que ese sistema, en el caso de personas que con el tiempo serán ciegas hubiera sido un excelente sistema para mí. Pero desgraciadamente no me tocó en suerte eso; se me exigió leer y entender. En cambio, si me hubieran exigido un mero ejercicio de memoria, bueno, podría estar leyendo tantos libros que me quedan lejísimos ahora. Por eso me refería al caso de muchos libros de Bertrand Russell. Y luego he leído otros libros de él, en los cuales desarrolla su sistema personal de filosofía, pero yo siempre me he sentido excluido de ese sistema; es decir, he entendido cada página a medida que la leía, pero luego, cuando he tratado de organizar todo eso en mi conciencia, he fallado, y he fallado singularmente. —Pero ¿qué idea se ha formado del sistema de Russell? —Y, que es un sistema muy riguroso, que es un sistema lógico; pero, de algún modo, si yo trato de imaginarlo ahora, fracaso. —Yo creo que a usted le ha interesado sobre todo la originalidad de Russell para mirar los hechos de la sociedad y de la política contemporánea… —Ah, sí, y además, creo que es una persona singularmente libre; libre de las supersticiones corrientes de nuestro tiempo, como por ejemplo, la superstición de las nacionalidades. Creo que él está libre de eso. Luego tiene otro libro, Por qué no soy cristiano; pero, como yo no soy cristiano, la lectura de ese libro la he iniciado y la he dejado, porque he sentido que era superfluo: yo no necesitaba esos argumentos para no ser cristiano. —Usted también coincide con él en la visión del Estado. —También en la visión del Estado, sí, pero yo creo que eso corresponde al individualismo inglés sobre todo; ya que tenemos… uno de los padres del anarquismo sería Spencer, sí, desde luego. —Bueno, usted ha comentado aquel libro de Russell, que es una colección de ensayos: Let the People Think (Dejemos pensar a la gente), no sé si recuerda… —Ah, sí, lo he comentado… y hace algún tiempo, ¿eh? —Sí, uno de esos ensayos se llama «Pensamiento libre y propaganda oficial»; otro es «Genealogía del fascismo». —Y bueno, estoy plenamente de acuerdo con Russell. Supongo que en esa genealogía figurarán Fichte y Carlyle, ¿no? —Justamente. —Sí, porque yo recuerdo un artículo de Chesterton en que él hablaba de lo anticuada que era la doctrina de Hitler, que correspondía más o menos, o que era, de hecho, victoriana. —Ahí tenemos la idea de que los hechos actuales provienen de teorías anteriores. —Sí, yo diría que los políticos vendrían a ser los últimos plagiarios, los últimos discípulos de los escritores. Pero, generalmente con un siglo de atraso, o un poco más también, sí. Porque todo lo que se llama actualidad es realmente… y, es un museo, usualmente arcaico. Ahora, por ejemplo, estamos todos embelesados con la democracia; bueno, todo eso nos lleva a Paine, a Jefferson (ríe), a aquello que pudo ser una pasión cuando Walt Whitman escribió sus Hojas de hierba. Año de 1855. Todo eso es la actualidad; de modo que los políticos serían lectores atrasados, ¿no?, lectores anticuados, lectores de viejas bibliotecas; bueno, como yo lo soy también de hecho, ahora. —Quizá hayan sido ellos, Borges, quienes lo llevaron a la concepción de esa frase: «La realidad es siempre anacrónica». —¿De quién es esa frase? —Suya… (ríe). —Yo creo que usted acaba de regalármela. —No, no. —Estoy de acuerdo con ella, pero estoy tan de acuerdo, que me parece ajena, ¿no? Yo generalmente estoy de acuerdo con lo que leo, y no con lo que se me ocurre a mí. ¿Cómo es la frase? —«La realidad es siempre anacrónica». —Y yo se la habré dicho a usted, ¿no? —Consta en la lectura que usted hace de ese artículo del libro de Russell: «Genealogía del fascismo», que figura en su libro Otras inquisiciones. —Ah bueno, ahí sí, la verdad es que ese libro está lleno de sorpresas para mí (ríe); hace tanto tiempo que lo escribí, que me resulta nuevo ahora. —Usted comenta allí un libro de Wells, y comenta el libro de Russell. —Pero desde luego, y eso se publicó en La Nación, claro, y ahí Russell decía que hay que enseñar a la gente el arte de leer los periódicos. —Precisamente. —Bueno, y eso fue modificado, porque podía afectar a la misma Nación, y pusieron «El arte de leer ciertos periódicos», con lo cual se excluían ellos (ríe). Sí, yo recuerdo, durante la primera guerra mundial —que esperábamos que fuera la última— por ejemplo: los alemanes iniciaban una ofensiva y tomaban el pueblo de equis. Entonces, anunciaban la conquista de ese pueblo o de esa ciudad. Y los aliados, dos o tres días después, decían que había fracasado la ofensiva alemana, que no había pasado de esa ciudad que habían conquistado. Pero, eran dos modos de decir lo mismo. —Claro. —Y Russell, precisamente, quería prevenir al lector contra ese tipo de errores. —Por eso él decía: «El pensamiento libre y la propaganda oficial», claro. Ahora, él… —Bueno, creo que algo hemos sabido de eso en este país, ¿no?; ¡quizá demasiado, quizá todo! Y sin duda seguimos a merced de esa propaganda. —Russell tiene una curiosa conclusión, dice que el siglo XVIII era racional, y el nuestro antirracional. Claro que lo dijo frente al fascismo y al nazismo; en aquel momento, ¿no es cierto? —Pero frente a tantas cosas; frente al superrealismo, frente al culto del desorden, frente a la desaparición, bueno, de ciertas formas del verso, o aun de la prosa; frente a la desaparición de los signos de puntuación, que fue una innovación interesantísima, ¿no? (ríen ambos). —Además agregó que la amenaza para la libertad individual es mayor en nuestros días que en cualquier momento desde el mil seiscientos. Pero, otra vez tenemos que acordarnos que lo dijo en pleno auge del nazismo y del fascismo, ¿no? —Sí, pero ese auge no ha cesado. —¿Usted lo ve así? —Y, yo diría que una de sus formas más exacerbadas es lo que se llama el comunismo en la Unión Soviética, ¿no?; es la forma más exacerbada del fascismo, de la intervención del Estado. Digo, en ese duelo planteado por Spencer en «El individuo contra el Estado»; bueno, es evidente que donde el Estado es ubicuo ahora, es en la Unión Soviética. —Aunque también en los países occidentales el Estado nos amenaza, como usted recuerda permanentemente. —Y, quizá en este momento está amenazándonos (ríe), mientras hablamos, posiblemente mientras conversamos los dos aquí. —Otro aspecto muy particular de Russell es su posición frente a las religiones; no sólo frente al cristianismo sino frente al fenómeno de la religión. Usted recordará aquel libro de él, La religión y la ciencia. —Sí, yo lo he leído hace tiempo, pero lo recuerdo; y la oposición me parece evidente, claro que a la larga la que cede es la religión. Por ejemplo, cuando Hilaire Belloc le contesta a Wells, no pone en duda la evolución, etcétera; salvo que dice que todo eso ya está en santo Tomás de Aquino, en la Suma teológica. Pero no estaba ciertamente en el Pentateuco. Sí, la religión, claro, se hace cada vez más sutil; va interpretando la ciencia, trata de armonizar la ciencia no sé si con la Sagrada Escritura, pero si con la teología, con las diversas teologías. Pero finalmente es la ciencia la que triunfa, y no la religión. —Se dice que vivimos en una época desacralizada, y en todo caso eso corresponde a la época de la ciencia. —En todo caso, en el Irán, se hace la apología del Islam, pero realmente uno siente que tienen más fe en la ametralladora que en el milagro; es decir, que creen en una guerra científica, no en la de cimitarras y camellos. Y aquí, hemos adolecido de una guerra, o de una guerrita; que fue terrible, como todas las guerras lo son —aunque sean de minutos—; yo querría recordar que, que yo sepa, hubo dos personas que en letras de molde hablaron en contra de esa guerra —que espero sea del todo olvidada muy pronto—: Silvina Bullrich y yo. No recuerdo otros; todos los demás, o callaron, o aplaudieron también. Ahora, claro que mucha gente habrá pensado como nosotros, pero se abstuvieron de publicarlo. —En cualquier caso, otra de sus coincidencias con Bertrand Russell es la posición frente a la guerra. —Sí, desde luego. 64 EL «POEMA CONJETURAL» Osvaldo Ferrari: Yo no resisto la tentación, Borges, de leer y comentar con usted un poema suyo que figura en su Antología personal. Inclusión que indica que usted también lo prefiere. Jorge Luis Borges: O que me resigno a él, ¿no?; porque desde el momento que hay que hacer una antología, ésta tiene que tener cierta extensión… De modo que, en todo caso, me he resignado a ese poema. Espero que no sea demasiado largo. —Tiene la virtud ese poema de darnos una perspectiva histórica tan concreta, que parecería que en realidad no es usted quien habla sino la historia a través suyo. Me refiero, naturalmente, al «Poema conjetural». —Ah, sí, bueno, empieza: «Zumban las balas en la tarde última»; claro que «la tarde última» es deliberadamente ambigua, ya que puede ser el fin de la tarde o la última tarde del protagonista, de mi lejano pariente Laprida. —En el epígrafe dice: «El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 28 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:» —Sí, claro, cuando yo escribí ese poema, yo sabía que eso históricamente era imposible; pero que si uno lo ve a Laprida simbólicamente, ese poema es posible. Desde luego sus pensamientos tienen que haber sido muy diversos; más fragmentos, y quizá sin eruditas citas de Dante, ¿no? —Sin embargo, hay una coherencia histórica a lo largo del poema: «Zumban las balas en la tarde última. Hay viento y hay cenizas en el viento…». —Yo no sé si eso puede justificarse, pero queda bien; estéticamente puede justificarse. Que haya cenizas, yo no sé, posiblemente incendiaron algo. Pero no importa; creo que la imaginación del lector acepta esas inverosímiles cenizas, ¿no? —(Ríe). Sí. «… Se dispersan el día y la batalla deforme, y la victoria es de los otros…». —«Deforme» queda raro junto a «batalla», y «se dispersan el día y la batalla» está bien dicho, me parece. —Excelente, «… Vencen los bárbaros, los gauchos vencen…». —Sí, yo precisamente quería que esas dos palabras fueran sinónimas, ya que existe, desgraciadamente, el culto del gaucho. —Habla entonces, conjeturalmente, Laprida: «… Yo que estudié las leyes y los cánones, yo, Francisco Narciso de Laprida, cuya voz declaró la independencia de estas mieles provincias, derrotado, de sangre y de sudor manchado el rostro, sin esperanza ni temor, perdido, huyo hacia el Sur por arrabales últimos…». —Sí, creo que felizmente fue hacia el sur, ya que «sur» es una palabra que tiene tanta resonancia. En cambio, «oeste» y «este», en castellano, ninguna; «norte» un poco mejor, pero «este» y «oeste»… podríamos disfrazarlos como «oriente» y «occidente», que suenan mejor. —«… Como aquel capitán del Purgatorio que, huyendo a pie y ensangrentando el llano…». —Ese verso es bueno porque no es mío; porque es de Dante: «Sfuggendo a piede e insanguinando il piano», lo traduje exactamente, sin mayores dificultades, desde luego. —«… fue cegado y tumbado por la muerte donde un oscuro río pierde el nombre, así habré de caer. Hoy es el término. La noche lateral de los pantanos me acecha y me demora. Oigo los cascos de mi caliente muerte que me busca, con jinetes, con belfos y con lanzas. Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano…». —Bueno, ése es el mejor verso. Cuando yo publiqué ese poema, el poema no sólo era histórico del pasado sino histórico de lo contemporáneo; porque cierto dictador acababa de asumir el poder, y todos nos encontramos con nuestro destino sudamericano. Nosotros, que jugábamos a ser París, y que éramos, bueno, sudamericanos, ¿no? De modo que en aquel momento quienes leyeron eso lo sintieron como actual: «Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano». Sudamericano en el sentido más melancólico de la palabra, o más trágico de la palabra. —Pero usted ha iniciado, con esas dos líneas, una comprensión metafísica de nuestro destino; porque ahora todos sabemos que en algún momento nos vamos a encontrar con nuestro destino sudamericano. —Yo diría que nos hemos encontrado ya, y demasiado, ¿no? (ríe). Lo curioso es que se tiende a eso también, ¿eh?; porque antes se pensaba en Sudamérica, en América del Sur, como en un lugar muy lejano, y con cierto encanto exótico. Y ahora no, ahora nosotros somos sudamericanos; tenemos que resignarnos a serlo, y ser dignos de ese destino, que al fin y al cabo es el nuestro. —Claro. Continúa el poema: «… A esta ruinosa tarde me llevaba el laberinto múltiple de pasos que mis días tejieron desde un día de la niñez. Al fin he descubierto la recóndita clave de mis años, la suerte de Francisco de Laprida, la letra que faltaba, la perfecta forma que supo Dios desde el principio. En el espejo de esta noche alcanzo mi insospechado rostro eterno. El círculo se va a cerrar. Yo aguardo que así sea». —Está bien este poema, ¿eh?, aunque yo lo haya escrito está bien. —Está cada vez mejor (ríe). —Mejorado por usted en este momento, sí, que lo lee con tanta convicción. —Concluye diciendo: «… Pisan mis pies la sombra de las lanzas que me buscan. Las befas de mi muerte, los jinetes, las crines, los caballos, se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe, ya el duro hierro que me raja el pecho, el íntimo cuchillo en la garganta». —Bueno, yo había estado leyendo los monólogos dramáticos de Browning, y pensé: voy a intentar algo parecido. Pero aquí hay algo… que no está en Browning, y es que el poema corresponde a la conciencia de Laprida; el poema concluye cuando esa conciencia concluye. Es decir, el poema concluye porque quien está pensándolo o sintiéndolo, muere; «el íntimo cuchillo en la garganta» es el último momento de su conciencia y es el último verso. Eso le da fuerza al poema, me parece, ¿no? —Sí, sin duda. —Aunque, desde luego, sea del todo inverosímil, porque esos últimos momentos de Laprida, perseguido por quienes iban a matarlo, tienen que haber sido menos racionales, más fragmentarios, más casuales. Tiene que haber tenido percepciones visuales, percepciones auditivas; el hecho de preguntarse si iban a alcanzarlo o no. Pero no sé si eso hubiera servido para un poema; es mejor suponer que él puede ver todo esto con la relativa serenidad que corresponde a la poesía, y con las frases más o menos bien construidas. Creo que si hubiera sido un poema realista, si hubiera sido lo que Joyce llama un monólogo interior, el poema habría perdido mucho; y mejor que sea falso, es decir, que sea literario. —Pero, a pesar de eso, hay aspectos del poema que pueden ser verdaderos para todos: usted indica allí que «el laberinto múltiple de pasos» que dio en su vida, fue «tejiendo» ese destino… —Claro, y yo, que he recorrido muchos países, cuántos pasos habré dado, y esos pasos me llevan al último, que aún ignoro, y que me será revelado en su momento oportuno; que puede ser muy pronto, ya que alcanzada cierta edad, uno puede morirse en cualquier momento. O, en todo caso, uno tiene la esperanza de morirse en cualquier momento. —O uno puede seguir viajando… —Sí, o uno puede seguir viajando, sí; eso no se sabe. Yo debería estar cansado de vivir, y sin embargo, me queda bastante curiosidad, sobre todo si pienso en dos países: si pienso en la China y en la India, me parece que mi deber es conocerlos. —Desde hace años yo hubiera querido comentarle por lo menos dos posibles deducciones del «Poema conjetural». —¿Cuáles son? —El poema implica, a través del «laberinto múltiple de pasos» y de esa «clave» que es el destino en él, que todo destino puede tener una coherencia; que puede ser cósmico y tener, por lo tanto, sentido. —Yo no sé si cósmico, pero que está prefijado sí. Ahora, eso no quiere decir que haya algo o alguien que lo prefije; quiere decir que la suma de efectos y de causas es quizá infinita, y que estamos determinados por esa ramificación de efectos y de causas. Por eso descreo del libre albedrío. Entonces, ese momento sería el último, y habría sido fijado por cada paso que dio Laprida desde que empezó su vida. —La otra deducción posible, Borges, es la de que los sudamericanos —ya que de eso habla el poema— habríamos llegado a tener de alguna manera un destino propio, un destino sudamericano. —Y, un destino triste, ¿eh?; un destino de dictadores. Pero parece que estamos de algún modo predestinados: ningún continente ha dado personas que han querido que los llamen «El Supremo Entrerriano» como Ramírez; «El Supremo» como López en el Paraguay; «El Gran Ciudadano» como no sé quien en Venezuela; «El Primer Trabajador», que no es necesario explicar. Es muy raro, en los Estados Unidos no se ha dado eso; posiblemente hubo algún dictador —yo creo que Lincoln fue un dictador—, pero no se adornó con esos títulos. O «El Restaurador de las Leyes», es más raro todavía: nadie sabe qué leyes fueron, y nadie ha tratado de averiguar tampoco; basta con el título nomás. Vendría a ser un ejemplo de lo que llama «Creacionismo» Huidobro, ¿no?; una literatura que no tiene nada que ver con la realidad. «Restaurador de las Leyes», ¿qué leyes?, ¿qué leyes restauró? Eso no le importa a nadie. Parece que todos han querido tener un epiteto omens. —Sin embargo, parecería que somos capaces, a veces, de madurar: entre las posibilidades que guardaba nuestro destino está, como dijo usted hace poco, esta nueva esperanza que vivimos ahora. —Ojalá; en todo caso, debemos ser fieles a esa esperanza, aunque quizá nos cueste algún esfuerzo. ¿Qué otra esperanza tenemos?; creamos en la democracia, por qué no. 65 NUEVO DIÁLOGO SOBRE LA POESÍA Osvaldo Ferrari: Según una antigua tradición de Oriente, Borges, Adán, en el paraíso, hablaba en verso… Jorge Luis Borges: Yo no sabía eso, sé que hablaba en hebreo, desde luego, ya que el padre de Coleridge, que era pastor en un pueblo de Inglaterra, predicaba, y los feligreses le agradecían mucho que él intercalara largas parrafadas en el idioma inmediato del Espíritu Santo (The Immediate Tongue of the Holy Ghost), que era naturalmente el hebreo. Cuando él murió, lo sucedió otro predicador, que no sabía hebreo o que no tenía el hábito de usarlo, y los feligreses se sintieron defraudados, porque aunque no entendieran ni una palabra, eso no importaba; les gustaba oír al predicador hablar en el idioma inmediato del Espíritu Santo, en el hebreo. Bueno, en una página de Sir Thomas Browne, él dice que sería interesante dejar a dos niños en un bosque —digamos Rómulo y Remo— porque ellos no imitarían a otros al estar solos, y entonces podría recuperarse así la pronunciación primitiva y edénica, o paradisiaca, del hebreo, que sería el idioma en que hablarían esos niños. Pero parece que ese experimento se hizo, y los chicos no se decidieron a hablar: emitieron algunos sonidos incomprensibles. De manera que alguien había supuesto que abandonando dos niños se recuperaría el idioma primitivo de la humanidad. —El idioma original… —El hebreo sí, pero yo no sabía que Adán hablara en verso. Sin embargo, recuerdo haber leído en algún libro sobre la cábala —uno de los pocos libros sobre la cábala que he leído— que se supone que Adán (claro, Adán había salido directamente de las manos de Dios) era el mejor historiador, el mejor metafísico; el mejor matemático, ya que había nacido perfecto, y había sido instruido por la divinidad o por los ángeles. Se supone además que era altísimo, y que posteriormente empezó a decaer; hay una frase muy linda de Léon Bloy, que dice que cuando Adán es arrojado del paraíso, ya no es como un fuego, sino como una ascua que está apagándose. Y se supone también que la cábala tiene una tradición muy antigua, ya que fue enseñada por los ángeles a Adán, Adán la enseñó a Caín y a Abel, ellos la enseñaron a sus hijos, y así se fue transmitiendo esa tradición hasta mediados de la Edad Media. Porque ahora nosotros apreciamos una idea si es nueva; en cambio, antes no, una idea, para ser recibida con respeto, tenía que ser muy antigua; entonces, qué antigüedad mayor a la de Adán como primer cabalista. —Como primer instruido por el espíritu. —Sí, claro que en el caso de él, los ángeles eran cabalistas también; bueno, los ángeles también estaban muy cerca de Dios. —En cualquier caso, sabemos que la literatura empieza por la poesía… —De modo que esa leyenda de Adán vendría a corroborar eso. —Claro. —Creo que se habla muy poco sobre el verso hebreo, salvo los paralelismos, ¿no?; porque los salmos no constan de un número determinado de sílabas, e ignoran la rima y la aliteración también, creo. Pero tienen, desde luego, un ritmo, que Walt Whitman algo tardíamente, quiso imitar. —Que recuperó. —No sé si lo recuperó, pero, en todo caso, él partió de los salmos de David, en la versión de los obispos de La Biblia inglesa. —Igualmente la obra de Borges empieza por la poesía, porque empieza con Fervor de Buenos Aires. —Bueno, sí, pero habría que decir poesía entre comillas, porque yo no creo que sea poesía ésa. Es una prosa más o menos cuidada, pero, cuando yo la escribí, recuerdo haber pensado menos en Whitman, a quien invoqué como maestro, que en la prosa de Quevedo, a quien yo leía tanto entonces. Creo, en todo caso, que ese libro está lleno de latinismos, a la manera de Quevedo, que yo traté de atenuar después. —Sin embargo, la invocación a Whitman persistió, porque usted usó el verso libre en aquel momento. —En aquel caso sí, ahora, no sé si mi verso libre se parecía al de Whitman o se parecía a la cadenciosa prosa de Quevedo, o de Saavedra Fajardo, a quien yo leía mucho en aquel tiempo también. —Hay algunas ideas suyas sobre la poesía, Borges, que me interesan; usted ha dicho que cualquier poesía que se base en la verdad, tiene que ser buena. —Y… habría que decir en la verdad, o en la absoluta imaginación, ¿no?, lo cual es lo contrario; bueno, no, pero es que la imaginación tiene que ser verdadera también, en el sentido de que el poeta debe creer lo que imagina. Yo creo que lo fatal es pensar en la poesía como un juego de palabras, aunque eso podría llevar a la cadencia a la vez. Creo que es un error, ¿no? —Sí, pero a usted creo que le interesa en particular la verdad emocional, digamos. —La verdad emocional, es decir, yo invento una historia, yo sé que esa historia es falsa; es una historia fantástica o una historia policial —que es otro género de la literatura fantástica—, pero mientras escribo, debo creer en ella. Y esto coincide con lo de Coleridge, que dijo que la fe poética es la suspensión momentánea de la incredulidad. —Eso es estupendo. —Sí, por ejemplo una persona, en un teatro, está presenciando Macbeth. Sabe que se trata de actores, de hombres disfrazados que repiten versos del siglo XVII, pero esa persona olvida todo eso, y cree que está siguiendo el terrible destino de Macbeth, llevado al asesinato por las brujas, por su propia ambición y por su mujer, Lady Macbeth. —Claro. —O cuando vemos un cuadro, vemos un paisaje y no pensamos que es un simulacro pintado en una tela; vemos aquello, bueno, como si el cuadro fuera una ventana que da a ese paisaje. —Cierto, ahora, también ha dicho usted que la palabra música, aplicada al verso, es un error o una metáfora; que hay una entonación propia del lenguaje. —Sí, por ejemplo, yo creo tener algún oído para lo que Bernard Shaw llamaba word music (música verbal), y no tengo ningún oído, o muy escaso, para la música instrumental o cantada. —Son dos cosas diferentes. —Sí, son dos cosas distintas, y además, he conversado con músicos que no tienen ningún oído para la música verbal; que no saben si un párrafo en prosa o una estrofa en verso está bien medida. —Otra opinión suya acerca de la poesía, es la de que se puede prescindir de la metáfora en el poema. —Yo creo que sí, salvo en el sentido… cuando Emerson dijo que el lenguaje es poesía fósil; en ese sentido, toda palabra abstracta empezaría siendo una palabra concreta, y es una metáfora. Pero, para entender un discurso abstracto, a la vez, tenemos que olvidar las raíces físicas, las etimologías de cada palabra, tenemos que olvidar que son metáforas. —Sí, porque la etimología de metáfora… —Es traslación. —Traslación… —Sí, pero la metáfora es una metáfora; la palabra metáfora es una metáfora. —Todo tiene un sentido simbólico, pero, una de las ideas que me parece más interesante la encuentro en Rilke en una forma, y en usted en otra parecida; Rilke había dicho que la belleza no es más que el comienzo de lo terrible, y usted ha relacionado la poesía con lo terrible acordándose, probablemente, de poetas celtas: la idea de que el hombre no es del todo digno de la poesía. Usted ha recordado que, en términos bíblicos, el hombre no podría ver a Dios, porque al verlo moriría; y ha inferido que con la poesía ocurriría algo parecido. —Yo tengo un cuento basado en esa antigua idea: se trata de un poeta celta, al cual el rey le encarga un poema sobre el palacio. Y el poeta ensaya durante tres años, tres veces ese poema. Las dos primeras veces él se presenta con un manuscrito, pero la última vez no, llega sin manuscrito y le dice una palabra al rey; esa palabra no es ciertamente la palabra «palacio», es una palabra que expresa al palacio de un modo más perfecto. Y entonces, una vez que el poeta ha pronunciado esa palabra, el palacio desaparece; porque el palacio no tiene por qué seguir existiendo, ya que ha sido expresado en una sola palabra. —La poesía y la magia. —Sí, vendría a ser eso, y en otro posible fin, creo que el rey le entrega un puñal al poeta, porque el poeta ha logrado la perfección: ha dado con esa palabra, y no tiene por qué seguir viviendo. Y también porque el hecho de haber encontrado una palabra que pueda suplir a la realidad vendría a ser como una especie de blasfemia, ¿no?; ¿qué es un hombre para encontrar una palabra que pueda remplazar a una de las cosas del universo? —Esto que usted ha dicho me ha recordado que, en términos religiosos, se consideraba que los nombres de las antiguas ciudades eran secretos. —Sí, De Quincey recuerda el caso de Roma, y da el nombre de un romano que fue condenado a muerte y ejecutado por haber revelado el secreto; y luego, De Quincey agrega que ese nombre secreto ha sido tan bien guardado, que no ha llegado hasta nosotros. —Claro. —Se entiende que si alguien posee el nombre secreto de Roma, posee a Roma, porque saber el nombre de algo es dominarlo; y aquí correspondería aquello de que hemos hablado otras veces: el «Soy el que Soy» como una… bueno, como un eufemismo de Dios para no decir su verdadero nombre a Moisés. Es lo que opinaba Martin Buber. —Se trata ahora del nombre secreto de Dios. —Sí, había un nombre secreto, pero Dios, para no revelar ese nombre que lo hubiera puesto en poder de Moisés, le dice: «Soy el que Soy», y así elude una respuesta precisa; sería como un subterfugio de Dios. —Sí, pero volviendo atrás, quiero preguntarle si usted, personalmente, ha sentido una relación entre lo terrible y el poeta, o la poesía, o la belleza; que son los términos mencionados. —Entre lo terrible y la belleza sí, porque… eso lo sentía antes, cuando yo pensaba que éramos indignos de la belleza: en cambio, ahora creo que la belleza es asaz frecuente, y por qué no hospedarla y recibirla. —El otro aspecto que me parece importante, y que lo hemos mencionado cuando hablamos de Platón y Aristóteles, es que posiblemente el poeta todavía sigue siendo capaz de usar a la vez el razonamiento y también la intuición, o… —O el mito. —Sí, quizá dentro de la sociedad contemporánea sea el poeta quien todavía maneje ambas cosas. —Quien sea capaz de usar ambas cosas, sí, pero siempre el poeta tiende más para un lado que para otro, ¿no?; a mí me han echado en cara ser un poeta intelectual. —Se han equivocado. —Sí, pero es raro eso; a Browning parece que al principio le reprocharon ser un poeta demasiado decorativo, y luego, al final, dijeron que era tan intelectual que resultaba incomprensible. 66 LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA Osvaldo Ferrari: Hay un hecho de nuestra época, Borges, que a usted parece impresionarlo particularmente, y del que a pesar de haber ocurrido hace relativamente poco tiempo, no se suele hablar; me refiero a la llegada del hombre a la Luna. Jorge Luis Borges: Sí, yo escribí un poema sobre ese tema. Ahora, por razones políticas, es decir, circunstanciales y efímeras, la gente tiende a disminuir la importancia de esa hazaña que, para mí, es la hazaña capital de nuestro siglo. Y absurdamente se ha comparado el descubrimiento de la Luna con el descubrimiento de América. Eso parece imposible, sin embargo es bastante frecuente. Claro, por la palabra descubrimiento; ya que la gente está acostumbrada a «descubrimiento de América», entonces se aplica a «descubrimiento de la Luna», o al descubrimiento de, no sé, de que hay otra vida, por ejemplo, ¿no? Bueno, yo creo que una vez inventada la nave, una vez inventados, digamos, los remos, el mástil, el velamen, el timón, el descubrimiento de América era inevitable. Me atrevería a decir que hablar «del descubrimiento» es una ligereza, sería mejor hablar de los descubrimientos de América, ya que hubo tantos. Podemos empezar por los de carácter mítico, por ejemplo, la Atlántida, que encontramos en las páginas de Platón y de Séneca; o los viajes de san Brandán, aquellos viajes en que se llegaba a islas con lebreles de plata que persiguen a ciervos de oro. Pero, podemos dejar esos mitos, que quizá son un reflejo transformado de hechos reales, y podemos llegar al siglo X; y ahí tenemos una fecha segura con la aventura de aquel caballero, que fue también un viking, y también, como tanta gente de aquellas latitudes, de aquella época, un asesino: parece que Erico, Erico el Rojo, debía, como decimos ahora, varias muertes en Noruega. Que eso hizo que fuera a la isla de Islandia, ahí debió otras muertes y tuvo que huir hacia el Oeste. Imaginemos que las distancias entonces eran mucho mayores que las de ahora, ya que el espacio se mide por el tiempo. Pues bien, él y sus naves llegaron a una isla que llamaron Groenlandia —creo que es greneland en islandés—. Ahora, hay dos explicaciones: se habla del color verde de los hielos —eso parece inverosímil— y de que Erico le dio el nombre de Groenlandia (tierra verde) para atraer a colonos. Erico el Rojo es un hermoso nombre para un héroe, y para un héroe del Norte, ¿no? —Para un héroe sangriento. —Para un héroe sangriento, sí. Erico el Rojo era pagano, pero no sé si era devoto de Odín, que da su nombre al miércoles inglés, o de Thor, que dio su nombre al thursday, el jueves, ya que se identificaba a uno con Mercurio —el miércoles— y al otro con Jove, Júpiter —el jueves—. El hecho es que llegó a Groenlandia, que llevó colonos con él, que hizo dos expediciones… y luego su hijo, Leif Ericson, descubre el continente: llega a Labrador, y más allá de lo que es ahora la frontera del Canadá, entra en lo que ahora son los Estados Unidos. Y luego tenemos los ulteriores descubrimientos, bueno, de Cristóbal Colón, de Américo Vespucio, que da su nombre al continente. Y después se pierde la cuenta de navegantes portugueses, holandeses, ingleses, españoles, de todas partes, que van descubriendo nuestro continente. Ahora, ellos buscaban las Indias, y tropezaron con este continente, que es tan importante ahora, en el cual estamos nosotros conversando. —Creyeron, además, que era parte de las Indias. —Sí, creyeron que era parte de las Indias, por eso usaron la palabra indio, que se aplica a los indígenas de aquí. Es decir, todo eso era un hecho fatal que tenía que ocurrir; y la prueba de ello es que ocurrió, bueno, históricamente a partir del siglo X. Y de cualquier modo habría ocurrido, dado el hecho de que había navegación. En cambio, el descubrimiento de la Luna es completamente distinto. Se trata de una empresa no sólo física —no quiero negar el coraje de Armstrong y de los otros— sino de una empresa intelectual y científica; fue algo planeado, algo ejecutado, no un don del azar. Es completamente distinta, y además, es algo —creo que ocurrió en el año sesenta y nueve, si no estoy equivocado— que honra a la humanidad, no sólo porque participaron hombres de diversas naciones, sino por el hecho; bueno, haber llegado a la Luna no es poca hazaña. Y curiosamente, dos novelistas que escribieron libros sobre ese tema, me refiero… el primero, cronológicamente, fue Julio Verne, y el otro, evidentemente, H. G. Wells; ambos descreían de la posibilidad de la empresa. Y yo recuerdo, cuando publicó su primera novela Wells, Verne estaba muy escandalizado, y dijo: él inventa; porque Verne era un francés razonable, a quien le parecían extravagantes los sueños, las excentricidades de Wells. Los dos creyeron que era imposible, aunque en algún libro de Wells, no recuerdo cuál, se habla de la Luna, y se dice que esa Luna será el primer trofeo del hombre en la conquista del espacio. Ahora, pocos días después de la ejecución de la hazaña, yo me sentí muy feliz —y creo que en el poema yo digo que no hay un hombre en el mundo que sea más feliz, ahora que se ha ejecutado esa hazaña—, vino a verme el agregado cultural de la embajada soviética, y, más allá de los prejuicios, bueno, limítrofes, digamos, o cartográficos, que están de moda ahora, me dijo: «Ha sido la noche más feliz de mi vida». Es decir, él se olvidó del hecho de que aquello hubiera sido organizado en los Estados Unidos, y pensó simplemente: hemos llegado a la Luna, la humanidad ha llegado a la Luna. Pero ahora, el mundo se ha mostrado extrañamente ingrato con los Estados Unidos. Por ejemplo, Europa ha sido salvada dos veces, bueno, de crueldades absurdas, por los Estados Unidos: la primera y la segunda guerra mundiales; la literatura actual es inconcebible sin… vamos a mencionar tres nombres: digamos Edgar Allan Poe, Walt Whitman, y Herman Melville, para no decir nada de Henry James. Pero no sé por qué no se reconocen esas cosas. Quizá por el poderío de los Estados Unidos. Bueno, Berkeley, el filósofo, ya dijo que el cuarto y el máximo imperio de la historia sería el de América. Y él se propuso preparar a los colonos de las Bermudas, y a los pieles rojas, para su futuro destino imperial (ríe). Tenemos entonces esta gran hazaña, la hemos visto, nos hemos sentido muy felices; y ahora tendemos, mezquinamente, a olvidarla. Pero, yo estoy monopolizando este diálogo (ríe). —(Ríe). Es que es muy interesante. Pocos años antes había empezado… el comienzo de la hazaña se había dado en el año cincuenta y siete, cuando se lanzó —bueno, aquí fue la Unión Soviética— el primer satélite artificial. Y doce años después… —Es decir, que esos dos países rivales estaban, de hecho, colaborando. —Colaborando en esta carrera espacial. —Sí, sería por razones de rivalidad, pero el hecho es que debemos a esa rivalidad la ejecución de esa hazaña. —Del hombre. —Sí, esa hazaña del hombre, que para mí es la máxima de este siglo. Claro que fue posible mediante las computadoras, etcétera, que fueron una invención de este siglo también, ¿eh? Es decir… este siglo, claro, todos sentimos que estamos declinando, pero pensamos en razones éticas o económicas; especialmente en este país. Bueno, quizá la literatura del siglo XIX fue más rica; ahora se han inventado una cantidad de ciencias absurdas, por ejemplo, la psicología dinámica, o la sociolingüística. Pero, en fin, ésas son bromas pasajeras, ¿no? (ríen ambos); esperemos que sean rápidamente olvidadas. No obstante, científicamente no puede negarse todo lo que se ha hecho. —Claro, tiene razón usted, porque según lo que hemos dicho hace sólo veintiocho años que el hombre inicia, digamos, la aventura de salir de la Tierra; y sin embargo, no se habla de eso como se supone que… —No, no se habla de eso porque como se está hablando de elecciones; claro, se está hablando del tema más melancólico de todos, que es la política. Lo digo, ciertamente no por primera vez, que soy enemigo del Estado y de los Estados; y del nacionalismo, que es una de las lacras de nuestro tiempo. Eso de que cada uno insista en el privilegio de haber nacido en tal o cual ángulo o rincón del planeta, ¿no?, y que estemos tan lejos del antiguo sueño de los estoicos, que en un momento en que la gente se definía por la ciudad: Tales de Mileto, Zenón de Elea, Heráclito de Éfeso, etcétera, ellos decían que eran ciudadanos del mundo; lo cual tiene que haber sido una paradoja escandalosa para los griegos. —Sin embargo, volviendo a los griegos, quizá podría verse la llegada del hombre a la Luna como una última consecuencia de aquello que Denis de Rougemont llamó «la aventura occidental del hombre». —Es cierto. —Que pasa a través de las empresas que vemos en La Ilíada o en La Odisea, que pasa, naturalmente, por la empresa de Cristóbal Colón. —Bueno, existe el hábito de hablar mal de los imperios, pero los imperios son un principio de cosmópolis, digamos. —¿De cosmopolitismo dice usted? —Si, yo creo que los imperios, en ese sentido, han hecho bien. Por ejemplo, divulgando ciertos idiomas; actualmente creo que el porvenir inmediato será del castellano y del inglés. Desgraciadamente el francés está declinando, y el ruso y el chino son idiomas demasiado difíciles. Pero, en fin, todo eso puede ir llevándonos a esa deseada unidad, que aboliría, desde luego, la posibilidad de guerras, que es otro de los peligros actuales. —Ahora, dentro de ese espíritu occidental, dentro de esa curiosidad occidental, que ha permitido los descubrimientos a lo largo del tiempo, y ahora que usted habló de los imperios, hay que acordarse que Colón hizo su descubrimiento en nombre de «La Cristiandad», y que Colón fue llamado «Colomba Christi Ferens», es decir, paloma portadora de Cristo. —Ah, qué lindo, yo no sabía eso; claro, colomba, sí. —Sí, Cristóbal, además, alude a Cristo… —Sí, porque yo recuerdo, hay un grabado —no sé de quién es, y es famoso— en que está San Cristóbal llevando al niño Jesús, atravesando un río. —Entonces, ¿puede verse «La Cristiandad» que origina el descubrimiento de Colón, como una versión de imperio, diría usted, en aquel momento? —Y por qué no, y actualmente, bueno, el Islam ahora ha tomado una forma política; pero, en fin, es la manera en que ocurre eso, es decir, que a la larga… y, a la larga, todas las cosas son buenas. —En aquel momento, el descubrimiento se hizo yendo hacia lo desconocido; en cambio, estas empresas de los Estados Unidos y la Unión Soviética para salir de la Tierra, bueno, quizá también conduzcan a lo desconocido. —Desde luego, y en cuanto a la Luna, bueno, la luna de Virgilio y la luna de Shakespeare ya eran ilustres antes del descubrimiento, ¿no? —Ciertamente. —Sí, y nos han acompañado tanto; hay algo tan íntimo en la Luna… qué extraño, hay una frase de Virgilio que habla de «Amica silentia lune». Ahora, él se refiere a los breves periodos de oscuridad que permiten a los griegos bajar del caballo de madera, e invadir Troya. Pero Wilde, que sin duda sabía lo que yo he dicho, prefiere hablar de «Los amistosos silencios de la Luna»; y yo, en un verso mío he dicho: «La amistad silenciosa de la Luna / (cito mal a Virgilio) te acompaña». —De cualquier manera, aun en este caso seguimos necesitando la presencia de lo desconocido. —Y, yo creo que es muy necesaria, pero nunca nos faltará, ya que, suponiendo que exista el mundo externo; y yo creo que sí, que podemos conocer de él a través de las intuiciones que tenemos y de cinco sentidos corporales. Voltaire imaginó que no era imposible suponer cien sentidos; y ya con uno más cambiaría toda nuestra visión del mundo. Por lo pronto, la ciencia ya lo ha cambiado, porque lo que para nosotros es un objeto sólido, es para la ciencia, bueno, un sistema de átomos, de neutrones y electrones; nosotros mismos estaríamos hechos de esos sistemas atómicos y nucleares. —Precisamente, no obstante, la hazaña de llegar a la Luna hubiera asombrado, y hubiera hecho pensar en lo desconocido a hombres de siglos anteriores. —Y la habrían celebrado. —El mismo Wells, que pertenece al siglo anterior y al nuestro, consideró que era imposible, como usted lo recordó. —Sí, pero es que Wells, a diferencia de Julio Verne, se jactaba de que sus imaginaciones eran imposibles. Es decir, él estaba seguro de que no habría una máquina que viajara no sólo por el espacio, sino por el tiempo, con mayor velocidad que nosotros. Él estaba seguro de que era imposible un hombre invisible, y estaba seguro también de que no se llegaría a la Luna; él se jactaba de eso. Pero ahora parece que la realidad se encargó de desmentirlo, y de decirle que lo que él creía imaginario, era simplemente profético; no era más que profético. 67 LOS ESCRITORES RUSOS Osvaldo Ferrari: Si bien nosotros, en la variedad de temas que hemos tratado, Borges, no hemos defraudado quizá el ideal de los estoicos, y nos hemos comportado como ciudadanos del mundo; sin embargo, no nos hemos ocupado hasta ahora de los escritores eslavos, no nos hemos acordado de Tolstoi, por ejemplo. Jorge Luis Borges: Es verdad. Yo creí durante mucho tiempo que Dostoyevski era el primer novelista, después de leer Crimen y castigo. Luego leí Los posados, que se llama Los demonios creo, en ruso; y luego, bueno, quise conocer Los hermanos Karamazov. Ahí fracasé. Y si bien seguía reverenciando a Dostoyevski, al mismo tiempo sentía que no tenía ninguna gana de ver otro libro suyo. Y me defraudó La casa de los muertos. En cambio, he leído y releído, bueno, un solo libro también, ¿eh?: La guerra y la paz de Tolstoi, y sigue pareciéndome admirable. Ahora creo que ésa es la opinión general: que Tolstoi es superior. —¿A Dostoyevski? —Sí, a Dostoyevski, ¿no? —Es muy probable. —Creo que se da, en todo caso, entre los rusos. Ahora, yo leí a aquel famoso escritor ruso, de cuyo nombre no puedo acordarme, aunque querría acordarme; el autor de Lolita… —Nabokov. —Sí, Nabokov dijo que estaba compilando una antología de la prosa rusa, y que no pudo incluir una sola página de Dostoyevski. Pero eso, que parece una censura, de hecho no lo es, ya que no sé si conviene que una novela incluya páginas antológicas. Y recuerdo lo que dijo Momigliano de D’Annunzio, en cuanto a que su pecado más imperdonable, o su mayor culpa, digamos, o su mayor defecto, es el de sólo haber escrito páginas antológicas. Claro, porque una página es una unidad, y una novela no se reduce a cada una de sus páginas, y menos a cada una de sus oraciones, frases; la novela debe ser leída como un todo, y, en todo caso, es recordada como un todo. De modo que lo de Nabokov puede no ser una censura a Dostoyevski; quizá un gran novelista pueda prescindir de páginas antológicas. —O de que todas sus páginas lo sean. —O de que algunas de sus páginas lo sean. —Claro. —Aunque, bueno, parece que si uno habla de novelas, es inevitable pensar en el Quijote; en el Quijote la mayoría de las páginas no son antológicas: parecen escritas de cualquier modo, pero el último capítulo y el primer capítulo, ciertamente inolvidables, son antológicos, y excluirlos sería un mero capricho del antologista. Ahora, claro, yo antes tenía un concepto antológico de la literatura; entonces yo escribía una oración, digamos —generalmente eran largas, así, un poco… bueno, querían ser elocuentes, inolvidables— de cuatro o cinco líneas. Luego yo la releía, iba corrigiéndola; pero cuando la corregía guiado por razones perversas, me salía mal. Y después pasaba a la segunda frase, y luego a la tercera; y eso hacía que el artículo entero resultara ilegible, porque estaba hecho de bloques aislados. En cambio, ahora escribo de un modo fluido, o trato de que sea fluido, y luego corrijo lo escrito. —En aquel momento, a lo mejor lo que usted debía escribir era un poema, y no prosa. —Yo creo que sí, porque en un poema se entiende que cada verso tiene que estar bien. Aunque quizá haya poemas admirables sin versos memorables, y poemas pésimos, bueno, compuestos únicamente de versos memorables. Pero, parece que estamos alejándonos del tema, yo tengo este hábito digresivo… Luego leí, como todos hemos leído, los cuentos; esos cuentos de hombres de la estepa. Ahora, el idioma ruso me parece lindísimo, cada vez que he oído hablar el ruso, he lamentado el no saberlo. Y yo intenté el estudio del ruso, hacia 1918, digamos, a fines de la primera guerra, cuando yo era comunista. Pero, claro, el comunismo de entonces significaba la amistad de todos los hombres, el olvido de las fronteras; y ahora creo que representa el zarismo nuevo. —¿Un nuevo zarismo, dice usted? —Yo creo que sí, en todo caso, bueno, hicieron dos films sobre Iván el terrible, creo; y en uno era un personaje detestable, y en el otro bastante ponderable. Pero es natural, este gobierno soviético se ha identificado con los gobiernos anteriores: es decir, si un gobierno es nacionalista, se identifica con la historia del país. Pero, volviendo a Dostoyevski, si yo pienso en Dostoyevski, pienso sobre todo en Crimen y castigo. Y he leído, aunque no sé si es cierto, que el verdadero título vendría a ser Culpa y expiación, y que entonces el libro, tal como lo conocemos, sería la primera parte: la historia del asesinato, la matanza de la prestamista y de la otra mujer. Y luego, toda la parte en que lo persigue la policía; esos diálogos inolvidables, ciertamente, entre el inspector y el asesino. Y luego ya la otra parte; creo que en la última frase se dice que contar las experiencias de Raskolnikov en Siberia, sería contar cómo un alma se transforma. Es decir, sería contar, digamos, el castigo, que no se encuentra en la primera parte, o la expiación, que vendría a ser lo mismo. Hay una frase terrible de Hegel, o que parece terrible, que dice que el castigo es el derecho del criminal. Eso parece una frase cruel, pero no; si el castigo redime, el criminal tiene derecho a ser castigado, es decir, a ser redimido. Esa frase se ha juzgado como cínica, pero quizá no lo sea. —El castigo legal. —Sí, ¿qué le parece a usted? —Bueno… —A primera vista parece terrible: «El castigo es el derecho del criminal»; el criminal tiene derecho a la cárcel. Bueno, sí, pero si la cárcel lo mejora, por qué no va a tener derecho a esa mejoría, como un enfermo al hospital o a una operación. —Yo lo opondría al caso del delincuente que es matado sin dársele la posibilidad de ser castigado civilizadamente, legalmente; entonces diría que sí… —En ese caso sí, es un crimen. —Claro, porque tiene derecho al castigo legal, y no a la muerte previa; tiene el derecho a ser castigado civilizadamente. —Bueno, yo personalmente preferiría la pena de muerte, porque me parece que la cárcel es terrible. Xul Solar me dijo que a él no le importaría estar preso un año, siempre que estuviera solo. Pero tener que convivir con malevos, tiene que ser terrible, ¿no? —(Ríe). Es muy posible. —En cambio… y, he pensado que yo, de algún modo, durante buena parte de mi tiempo estoy en cautiverio solitario, ¿no? (ríe). —Todos lo estamos. —… Sí, pero, quizá uno siempre esté solo… no, pero yo siento de un modo muy grato la compañía, siempre que no sea excesiva, siempre que no se trate, bueno, de una penitenciaría, o de un cocktail party, o quizá de una reunión de la Academia (ríen ambos). Siempre que no sean demasiados, me gusta mucho, sí, estar con una, con dos personas, es muy grato. En cambio, estar con veinte me parece que es terrible, ¿no? —Claro. —Es el inconveniente del cielo… no, pero quizá haya una escasa población en el cielo, ¿no?; ya que son muchos los llamados, y pocos los elegidos. Y aquí recuerdo aquella frase terrible de Kierkegaard, que dice que si llegara al Juicio Final, y hubiera sólo un condenado al infierno, y él fuera ese condenado, él cantaría De profundis la alabanza del Señor y de su justicia. Salvo que pensemos que esa frase es un soborno a Dios (ríe), que él quiso quedar bien con Dios, pero yo creo que no. —Una manera de ganarse el cielo. —Sí, pero yo creo que no, mejor no pensar que es obra de un soborno, o que Dios acepta el soborno, ¿no? —Quería decirle que quizá Nabokov acierta cuando dice que Dostoyevski es para él más bien un dramaturgo que un novelista. —Es cierto, uno recuerda las conversaciones. —Sí, y el tono, y los argumentos. Además, el elemento trágico. —Sí, pero lo melodramático no debe ser condenado, me parece. Creo que Eliot dijo que de tiempo en tiempo hay que explorar las posibilidades del melodrama. Ahora, desde luego, Dostoyevski es melodramático. Y es indudable que la novela rusa ha ejercido una gran influencia en todo el mundo. Ahora, yo creo haber leído que Dostoyevski era lector de Dickens, y parece que hubo un momento, según Forster, amigo y biógrafo de Dickens, en que Dickens dijo que él no podía mirar a ningún lado, él no podía pensar un argumento sin que en la punta no hubiera murder (asesinato). —Bueno, un poco como Dostoyevski. —Sí, y eso se nota porque creo que los asesinatos de los personajes, los asesinatos de Dickens, cuentan entre los mejores, ¿no? Se ve que él sentía profundamente aquello, yo recuerdo, casi no hay novela de Dickens sin un asesinato, salvo Pickwick Papers (Los papeles de Pickwick); y esos asesinatos son, bueno, muy convincentes y muy distintos unos de otros. —Quizá más aún que en algunas novelas policiales. —Sí, quizá más aún, sí; bueno, es que en la novela policial el asesinato es un pretexto para la investigación. Puede hacerse una buena novela policial sin un crimen. Por ejemplo, uno de los mejores cuentos policiales: «La carta robada» de Poe; bueno, ahí lo importante es el hecho de haber escondido la carta en un lugar evidente, y que la carta fuera invisible por esa razón, ¿no? —Allí lo importante es el enigma, digamos. —Lo importante es el enigma, sí. Claro que un buen pretexto para el enigma es el crimen, ya que hay algo que tiene que ser investigado y descubierto. —Ahora, volviendo a Tolstoi, en Tolstoi vemos, por ejemplo, como en Dostoyevski, el elemento religioso fundamentalmente. Según Nabokov, en Tolstoi el artista luchaba con el predicador. —Sí, y a veces ganaba el predicador. —Sí… —En el caso de Tolstoi, si no me engaño, él fue un asceta, que renunció a los bienes materiales. Yo he leído un articulo sobre Tolstoi y Dostoyevski, en el que se dice que lo raro es que Dostoyevski conoció la pobreza, y en cambio Tolstoi la buscó para conocerla. —Exacto. —Pero lo raro es que ahí se usa eso como un argumento contra Tolstoi, porque me parece que el hecho de renunciar a algo y de ser un asceta, es más interesante que el hecho de ser pobre, que no es mayormente meritorio. —Sin haberlo buscado. Pero Tolstoi quiso probablemente alejarse de la escritura, por eso él llevó mucho más lejos eso; él quiso acercarse a los hombres alejándose de la escritura, lo cual probablemente fue un error, pero un error muy personal suyo. —Y un error laudable. Bueno, yo modestamente… claro, cuando yo era joven quería ser Lugones; y luego me di cuenta de que Lugones era Lugones de un modo mucho más convincente que yo. Y ahora me he resignado… a ser Borges, es decir, a ser todos los escritores que he leído, y entre ellos, inevitablemente, Lugones, ¿no? —De manera que en vez de ser una multitud de seres humanos, se puede ser una multitud de escritores. —Creo que es el caso de todo escritor. Por lo pronto, heredamos el lenguaje, el lenguaje es una tradición; el lenguaje es un modo de sentir el mundo, y cada lengua tiene sus posibilidades y sus imposibilidades; y lo que un autor puede hacer es muy poco dentro del idioma. Bueno, el caso más evidente sería el de Joyce, que ha buscado el estilo más indescifrable, más complejo del mundo, pero ese estilo presupone toda la literatura inglesa anterior. 68 SPINOZA Osvaldo Ferrari: Hay una figura dentro de la filosofía, Borges, a la que usted ha dedicado dos poemas, y que también suele citar en sus ensayos: el controvertido, digamos, Baruch Spinoza. Jorge Luis Borges: Spinoza, sí, precisamente he tenido que hablar hace poco sobre él. Yo le dije a usted que en los Estados Unidos vi un libro titulado On God (De Dios), que está hecho de textos de Spinoza pero han limado todo ese aparato geométrico, tan incómodo, de definiciones, de axiomas, de corolarios; todo eso ha sido suprimido, y los textos fueron combinados con las cartas de Spinoza a sus amigos, y ha resultado un libro legible, un libro que no requiere un aprendizaje, que se lee con agrado. Y no hay en él una sola palabra, una sola frase que no sea de Spinoza; salvo que han demolido esos andamios, tan incómodos para el lector, de los axiomas, las definiciones, los corolarios; todo eso se ha eliminado, y ha resultado un libro de fácil, en todo caso, de grata lectura. Cosa que no sucede con la Ética de Spinoza, que lo remite a uno continuamente a proposiciones, a axiomas, o a definiciones anteriores. —Y que está construida casi geométricamente. —Bueno, es lo que el mismo Spinoza dijo: More iométrico. Ahora, él tomó esa idea de Descartes, que fue su maestro. El punto de partida fue Descartes. Claro, porque él creía, y todo su siglo creía que la eficacia de la geometría estaba en esos razonamientos, en ese aparato; y luego todo el mundo se ha dado cuenta que no. Lo que pasa es que la razón acepta la geometría, pero no la acepta por el hecho de estar expuesta de ese modo. —Claro, sin embargo, hay una diferencia con Descartes: me parece que Descartes es dualista o múltiple, mientras que Spinoza es monista, digamos. Usted recordará: «Dios o la Naturaleza»… —Sí, Deus Sive Natura, claro, porque yo creo que el rigor de Descartes —se habla tanto del rigor cartesiano— es un rigor, digamos, aparente, o ficticio. Porque si una persona parte del rigor, y llega al Vaticano; bueno, me parece que es un poco difícil. Digo partir del rigor, y llegar exactamente a los dogmas católicos. Y sin embargo, Descartes lo hace, de modo que lo hace con una ficción del rigor. Esta conversación… yo la tuve hace tantos años con Carlos Mastronardi, porque él me hablaba del rigor cartesiano, y yo le dije que ese rigor era una ficción, simplemente aparente, ¿no?, pero que no había tal rigor. Y eso se nota en el hecho, bueno, de que él parte de un pensamiento riguroso y al final llega a algo tan extraordinario como la fe católica. Parece imposible. De modo que ese rigor es falso. En cambio, en el caso de Spinoza posiblemente si uno acepta esos postulados, uno tiene que llegar a esa conclusión. Y esa conclusión, bueno, parece más aceptable, ya que no exige una mitología de nosotros. Y uno puede aceptar, digamos, la equivalencia de Dios y de la naturaleza. Y eso es ya del panteísmo, que es una fe muy antigua, y vendría a ser, a la vez, la base del shinto en el Japón, por ejemplo; o aquella frase que hemos recordado de Virgilio: Omnia sunt plena Jovis (Todas las cosas están llenas de Júpiter, todas las cosas están llenas de la divinidad). Viene a ser el panteísmo. Curiosamente, la palabra «panteísmo» es una palabra que nunca oyó Spinoza, porque se inventó en Inglaterra después de la muerte de Spinoza para explicar su filosofía. —Es interesante eso. —Sí, porque, claro, decían que él era ateo, y se habló de su ateísmo. Entonces, alguien, para defenderlo, dijo: no, no es ateísmo, no es la idea de que no hay Dios, sino es la idea de que todo es divino. De manera que se acuñó esa palabra después de la muerte de Spinoza, y él no la oyó nunca, aunque la hubiera reconocido enseguida. Claro, uno piensa que son palabras que siempre estuvieron, pero cada palabra es una invención, desde luego, individual. Y hemos hablado otra vez de «optimismo», palabra inventada por Voltaire contra Leibniz; y «pesimismo», que surgió como el reverso de optimismo, naturalmente. Es decir, una vez inventada la palabra «optimismo», tenía que surgir la palabra «pesimismo»; y una vez inventada «ateísmo», tenía que surgir «panteísmo». —Exacto. —Pero todas esas palabras se dijeron por primera vez en un día, y en un día no muy lejano. —Claro, ahora, yo creo que usted ve en Spinoza una concepción ética además de filosófica; por ejemplo, la actitud de Spinoza frente a la libertad, la actitud de independencia frente al poder; usted recardará que fue inclusive excomulgado de la religión judía. —Sí, porque fue… ahora los judíos lo reivindican, pero fue anatematizado por la sinagoga. Él no quiso aceptar el cristianismo, y ahora se lo ve como judío; desde luego él era judío, pero la sinagoga lo rechazó. Claro, ahora que es famoso le han retirado esa excomunión, sin embargo, ahí está el anatema, ¿no?, que es terrible, porque ahí se dice de él que es maldito, y que tiene que ser maldito cuando esté de pie, cuando esté acostado, cuando esté saliendo, cuando esté entrando; de día, de noche, en los dos crepúsculos, siempre. Es terrible aquella sentencia que pronunciaron. De modo que él quedó equidistante de la iglesia y de la sinagoga, quedó solo con esa fe… —En el racionalismo quizá. —Sí, en el racionalismo, pero él quedó solo. Bertrand Russell dice que quizá la filosofía de Spinoza no sea invariablemente convincente, pero que no puede negarse que de todos los filósofos, el más querible (lavable) es Spinoza. —Qué curioso. —Él dice eso en su Historia de la filosofía occidental que ciertamente el filósofo más querible es Spinoza, aunque uno pueda preferir otros pensamientos filosóficos. Pero ha quedado él como hombre; es decir, si yo digo Spinoza, bueno, es algo no menos vivido que si digo, no sé, Robinson Crusoe, o si digo Alejandro de Macedonia; ha quedado él como un personaje, un personaje querible y querido, y querido por todos. —Sí, pero el racionalismo de Spinoza, por ejemplo, a diferencia suya, Borges, no aceptaba la posibilidad de que ocurran milagros; todo obedecía, para él, a leyes invariables. —Sí, entendía que todo estaba prefijado; y puede ser cierto. Pero, sabemos tan poco que quizá el milagro no sea imposible. —Claro, pero él no lo veía así. —Sí, quizá sea una soberbia nuestra decir que todo está prefijado… quizá queden resquicios de libertad; en todo caso —lo hemos dicho más de una vez— el libre albedrío es una ilusión necesaria. Pero la precisamos cada instante si se refiere a nuestro pasado, o a ese otro pasado que se llama «proceso cósmico» —la historia universal—; podemos pensar que todo ha sido prefijado, pero en cuanto a lo que yo voy a decir en este momento exactamente, al modo en que yo voy a colocar mi mano sobre la mesa, eso tenemos que pensar que es libre. Si no nos sentiríamos muy, muy desdichados. —En lo que usted sí coincide con Spinoza, Borges, es en que él prefería sobre todo el pensamiento, la vida intelectual, o la vía intelectual, digamos. —Sí, y el amor intelectual, como él dice. Bueno, yo trato de ser intelectual, pero no sé si llego a serlo, quizá muchas veces falle. Y no sé si para ser escritor, y… convienen las dos cosas, ¿no?; conviene la inteligencia, pero la inteligencia sin la emoción no puede hacer nada, y sin emoción previa no hay ninguna razón para que se ejecute una obra estética. La emoción es necesaria, no pueden hacerse las cosas a fuerza de pura retórica, si es que la retórica pura existe, yo creo que no. Si no hay una emoción previa no se justifica la creación de una obra de arte. —Justamente, en su caso yo observo un equilibrio entre el racionalismo aristotélico y la intuición y emoción platónica. —Bueno, ojalá llegara yo a eso. —Eso sí me parece bastante particular suyo, porque en el caso de Spinoza, por ejemplo; él es exclusivamente racionalista, y no acepta el mito, entre otras cosas. —No, y yo tengo algún soneto sobre él en que digo eso: «Libre de la metáfora y el mito / labra un arduo cristal: el infinito / Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas». Quizá el acierto esté en la palabra mapa, que sugiere algo vasto, ¿no? —Es cierto, pero para que los oyentes y los lectores comprendan el significado completo de su poema, me gustaría leerlo. —… Yo creo que no es necesario que usted lo lea, porque yo voy a recordarlo. —Ah, pero cómo no. —Usted recordará que Spinoza pulía lentes, y al mismo tiempo pulía ese laberinto cristalino de su filosofía, ¿no? —Sí. —Entonces yo, en ese poema, equiparo las dos cosas: esa doble labor de las manos puliendo los lentes y de la mente puliendo el sistema filosófico. El soneto vendría a ser así: Spinoza Las traslúcidas manos del judío Labran en la penumbra los cristales Y la tarde que muere es miedo y frío. (Las tardes a las tardes son iguales). Las manos y el espacio de jacinto Que palidece en el confín del Ghetto Casi no existen para el hombre quieto Que está soñando un claro laberinto. No lo turba la fama, ese reflejo De sueños en el sueño de otro espejo, Ni el temeroso amor de las doncellas. Libre de la metáfora y del mito Labra un arduo cristal: el infinito Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas. Ese es el soneto. Y luego escribí otro, que no recuerdo, pero del cual retengo un verso, que es: «Alguien construye a Dios en la penumbra» o «Un hombre engendra a Dios entre las sombras» o algo así. —Y es Spinoza. —Es Spinoza, sí, «Un hombre engendra a Dios», un hombre está creando la divinidad mediante palabras humanas, en un libro que es la Ética de Spinoza. —Pero usted prueba haber estado muy compenetrado de Spinoza al haber escrito ese poema. —Bueno, yo pensé escribir un libro sobre Spinoza, y luego me di cuenta de que yo no podía explicar lo que yo mismo no entendía bien. Pero ese libro se ha convertido en un libro sobre Swedenborg, sí, pienso escribirlo alguna vez. Y voy a recibir la visita de un secretario de la Sociedad Swedenborgiana de los Estados Unidos. Va a venir a verme, y yo espero hablar muy poco y escuchar mucho lo que él me diga, ya que conoce el tema mucho mejor que yo. —Las últimas novedades sobre Swedenborg (ríe). —(Ríe). Las últimas novedades, sí, de aquel hombre que murió en Londres, y que conversaba con los ángeles todos los días; sí, yo escribí un soneto sobre él también, pero esté tranquilo porque no lo recuerdo. 69 NUEVO DIÁLOGO SOBRE ALONSO QUIJANO Osvaldo Ferrari: En un diálogo mantenido en una universidad de los Estados Unidos, usted dijo, Borges, que sentía al gran personaje de Cervantes, Alonso Quijano, que con la imaginación se transforma en don Quijote, como su mejor amigo. Jorge Luis Borges: …Sí, y curiosamente ese personaje nos está dado en el primer capítulo de la obra, ¿no? —Cierto. —Usted recordará aquello de que salimos de nuestra vida cotidiana y entramos en la vida de Alonso Quijano: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». Y así, en unas líneas hemos entrado en ese mundo. —Entramos en el sueño. —Sí, lo que me llamó la atención, aún siendo chico, es que se dijera que él se vuelve loco, y que no se mostraran las etapas de la locura. Yo pensé que podría escribirse un cuento —salvo que ese cuento sería un tanto imprudente, ¿no?—, un cuento en que se mostraran las etapas de la locura: en que se mostrara cómo para Alonso Quijano, el mundo cotidiano, ese lugar de la polvorienta región de La Mancha, fuera volviéndose irreal, y fuera más real el mundo de la Matiére de Bretagne. Pero no importa, nosotros aceptamos eso; y ya en ese capítulo hemos entrado en el mundo de él. Y quizá… quizá lo más importante sea que un escritor nos presente gente querible, y posiblemente no sea tan difícil eso, porque el lector tiende a identificarse con el primer personaje que se nombra. Es decir, si leemos Crimen y castigo, por ejemplo, desde el principio nos identificamos con Raskolnikov, ya que es el primer personaje que conocemos. Y eso ayuda a que uno se haga amigo de él, dado que al leer eso, uno ya es él; porque leer un libro es ser sucesivamente los diversos personajes del libro. Bueno, digo, en el caso de una novela, si es que esa novela vale algo. —Y es ser, de alguna manera, el autor. —Sí, es ser de alguna manera el autor también, todo eso; una serie de metamorfosis, de cambios, que no son dolorosos, que son placenteros. Ahora, esa idea de Unamuno de que don Quijote es un personaje ejemplar me parece errónea, porque ciertamente no lo es; es más bien un señor colérico y arbitrario. Pero, como uno sabe que es inofensivo… (ríe). Yo escribí una página una vez sobre qué ocurriría si don Quijote matara a un hombre. Pero esa inquietud mía era absurda ya que se entiende desde el principio que no puede matar a nadie, que tiene que ser un personaje simpático. Y el escritor no lo expone en ningún momento a ese peligro. Y luego yo pensé en las posibles consecuencias de ese acto imposible de don Quijote, pensé qué podría suceder, y no sé qué posibilidades sugerí. Pero el hecho es que lo sentimos a Alonso Quijano como un amigo. —Es verdad. —En el caso de Sancho no, yo lo siento más bien como impertinente. Desde chico tuve, además, conciencia de que hablaban demasiado; me imagino más naturalmente que hubiera largos periodos en que cabalgaran juntos en silencio. Pero como el lector esperaba los sabrosos diálogos, Cervantes no podía permitirse eso. Cuando leí el Martín Fierro pensé lo mismo, pensé que era muy raro que Cruz le contara enseguida a Fierro toda su historia; pensé que hubiera sido más natural que fuera contándosela poco a poco. —De manera que para usted, lo más importante del libro de Cervantes… —Es el personaje. —La creación del hombre Alonso Quijano. —Sí, sobre todo Alonso Quijano que se confunde con don Quijote, y el autor deliberadamente lo confunde algunas veces. Pero uno, sobre todo en la primera parte, siente que él no es don Quijote, que él es Alonso Quijano. Y además, es recibido como un intruso por toda España. Y en cambio, en la segunda parte no: España entera ha leído la primera parte y está esperándolo y fomentando su locura. Y luego, al final, Sancho propone que pasen al género pastoril, ¿recuerda?; y eso también lo rechaza Alonso Quijano. Él está ya convencido de que él es Alonso Quijano, y que no puede volver a convertirse en un caballero andante, o en un pastor. —Sí, y en «Un soldado de Urbina», usted recordará, y en «Sueña Alonso Quijano»; en ambos poemas… —El segundo poema yo no lo recuerdo, el primero sí, hasta lo sé de memoria, porque a veces me piden un soneto; entonces yo vacilo entre «Everness», «Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos», sobre el cuchillero Juan Muraña, de Palermo, y ese poema «Un soldado de Urbina», en que no se menciona a Cervantes, pero el lector entiende que se trata de él. —En los dos poemas que mencioné, usted ha relacionado los sueños épicos de don Quijote con la realidad épica que le tocó vivir a Cervantes en su propia vida. —Sí, ahora, lo que es curioso es que parece que no hubiera conciencia en Cervantes, ni en ningún literato de la época, de la importancia del descubrimiento de América. —Sí, a pesar de que son contemporáneos, claro. —Son contemporáneos, y les interesaban más las pequeñas y desastrosas guerras de Flandes que el descubrimiento de un continente. Y parece que en Inglaterra ocurrió lo mismo: lo mandaron a Cabot para que llegara a la China, porque no pensaron que América estuviera allí, cerrando el paso. —Ahora, Cervantes pidió venir a América. —Sí, y dice Groussac que hubieran podido darle, por ejemplo, algún cargo en Nueva Granada, pero que al hecho de que le negaron ese cargo debemos, quizá, la escritura del Quijote. Es decir, que aquello que a Cervantes le pareció un mal, fue un bien para él y para la humanidad entera. —Decíamos, entonces, que Cervantes había conocido lo que usted llama «el sabor de lo épico», en su propia vida. —Sí, y le gustaba referirse a la batalla de Lepanto; muchas veces hace mención de ella. —Sí, y como usted dice en su poema «Para borrar o mitigar la saña / de lo real, buscaba lo soñado». —«Y le dieron un mágico pasado / los ciclos de Rolando y de Bretaña». Sí, la Matiére de France y la Matiére de Bretagne a las que debe agregarse la Matiére de Rome La Grande, que incluye las aventuras de Alejandro de Macedonia, que llega a la muralla del paraíso, y que llega también al fondo del mar. En fin, todo eso es la Matiére de Rome. —De Italia le venía también Ariosto, y muchos otros ejemplos. —Claro, y cuando Cervantes habla del «donoso escrutinio», habla del «cristiano poeta Ludovico Ariosto». Y podría intentarse un ensayo sobre Ariosto y Cervantes; es decir, los dos sintieron, digamos, el sabor de esas tres «materias»: de Bretaña, de Francia y de Roma. Y al mismo tiempo se dieron cuenta de que todo eso era un poco ridículo, un poco extravagante. —El sabor de la caballería, digamos. —Sí, ese sabor, desde luego; ya en el primer canto del Orlando furioso, cuando se habla de Carlomagno, se pone un poco en ridículo aquello. Pero, a la vez era precioso para Ariosto, que se daba cuenta, bueno, de que aquello era irreal; y quizá le gustara por eso mismo. Y en Cervantes es más marcado aún. —Era precioso para el contraste con la realidad. —Sí, para el contraste, pero yo creo que los dos se parecían en eso, ¿no? —Naturalmente. —En eso de sentir la caballería, y saber al mismo tiempo que todo eso era irreal, o un poco irrisorio en todo caso. En el caso de Cervantes, del todo irrisorio. —Por eso todo el desarrollo de su novela se da en el contraste entre la realidad y el sueño. —Sí, y el sueño es ese sueño de la Matiére de France y de Bretagne sobre todo, más que de la de Rome, ya que se habla poco de Alejandro o de César. —Me ha interesado particularmente esa identificación suya con el personaje, casi más que con el autor, diría. con Alonso Quijano más que con Cervantes. —Pero yo creo que eso le ha sucedido a todo el mundo, ¿no? —Habría que ver, es posible. —Creo que Unamuno escribió que don Quijote es ahora más real que Cervantes. Bueno, es que el hecho de que a Alonso Quijano lo imaginamos directamente, y a Cervantes lo imaginamos a través de las biografías, o de noticias ajenas… —O lo conjeturamos… —O lo conjeturamos, sí. En cambio, con Alonso Quijano, y con el don Quijote en el cual trata de convertirse, tenemos una relación directa; la explicación es evidente, no puede haber otra. —De acuerdo, pero el hecho de que el sueño de Alonso Quijano fuera el sueño de una biblioteca, creo que es afín con usted; es decir con su predilección de siempre. —Ah, desde luego, sí, creo que en algún soneto escribí que, a diferencia de Alonso Quijano, yo no había salido nunca de mi biblioteca. Porque aunque he viajado por todo el mundo, no sé si de hecho he salido de aquellos primeros libros que leí. —Sí, usted guarda fidelidad a esa biblioteca inicial permanente. —Sí, y además, siendo miope, mis primeros recuerdos no son, digamos, del barrio de Palermo, ni siquiera de las móviles caras de mis padres, sino de los libros, de las ilustraciones, de los mapas, bueno, de los lomos de los libros, por qué no de las encuadernaciones. Es decir, mis primeros recuerdos son ésos, son realmente recuerdos de libros más que de personas. —De manera que aquella biblioteca de su padre fue fundamental en su vida, como usted ha dicho. —Yo creo que sí, y creo que no he salido nunca de ella, lo cual es una suerte para mí, pero una desventura para mis lectores el que eso me haya llevado a escribir otros libros. Pero, en esta casa, yo trato de estar en la biblioteca de mi padre, ya que en esta casa no hay libros míos. —Cierto, pero ya que hemos hablado de contrastes; la historia del Quijote curiosamente se desarrolla en el país donde el realismo tiene el mayor peso, que es España. —Es cierto, y se jactan de eso además, porque la novela picaresca se entiende que es eso, ¿no? Aunque, de hecho es una novela bastante puritana; usted ve que en la novela picaresca se omite lo sexual, por ejemplo. —Sí, pero en ella incursionó el mismo Cervantes. —¿Usted dice en «Rinconete y Cortadillo»? —Sí, precisamente, y en otras de las Novelas ejemplares. —Claro, pero con todo, la novela picaresca tiene que haber sido una revelación para Europa, ya que influyó tanto en la novela inglesa, en el Simplicissimus de Grimmelshausen, en Alemania; y, luego, en el Gil Blas de Lesage. 70 LA CULTURA CELTA Osvaldo Ferrari: Usted explica en un texto, Borges, que así como la genuina cultura de los germanos florece finalmente en Islandia, la cultura celta se refugió en Irlanda… En los archivos y bibliotecas de Irlanda, dice usted, se encontraría preservado el testimonio de la cultura lingüística y literaria de los celtas. Jorge Luis Borges: Sí, porque en los demás países se perdió. Ahora, en Gales también, los mabinogion son de Gales; son historias, algunas muy hermosas, que tradujo Lady Guest. Su libro fue leído por Renán, quien lo usó contra los alemanes en la guerra franco-prusiana. Y ahí está ese hermoso cuento, del que sin duda hemos hablado ya, sobre dos jóvenes reyes que en la cumbre, en la alta cumbre de un monte, juegan al ajedrez, mientras abajo los ejércitos se baten; abajo están esas mareas de hombres que combaten. Y luego, llega un momento, y en ese momento, evidentemente final, uno de los reyes dice: «Jaque mate» y ejecuta una jugada. Entonces, llega un jinete con la noticia de que el ejército del otro rey ha sido derrotado. De esa forma, uno se da cuenta de que ese partido de ajedrez es una operación mágica, porque los ejércitos están dirigidos por las jugadas; y cuando uno de los reyes le da jaque mate al otro, el ejército del otro ha sido vencido. Y yo he usado una idea parecida en un poema sobre el ajedrez. Ahí yo imagino a las piezas, que creen gozar de libre albedrío, pero luego no, las mueve la mano del jugador; el jugador cree gozar de libre albedrío, pero al mismo tiempo él está dirigido por un dios, que, por razones literarias, está regido por otros dioses. Y así se forma, entre las piezas de ajedrez, una serie infinita, una cadena de infinitos eslabones. Escribí dos sonetos con ese tema, titulados «Ajedrez»; y en ambos el tema es el mismo: el tema de que las piezas creen ser libres y no lo son, y los jugadores creen ser libres y no lo son; y Dios cree ser libre, pero no lo es, y el otro dios cree ser libre pero no lo es, y así hasta lo infinito. Pero, ya que hablamos de la cultura de Irlanda, no sé si nos hemos referido antes a un tema muy curioso: bueno, a mí me hicieron miembro de la Academia Argentina de Letras, y al hablar yo recurrí a eso (ya que se trataba de academias): recordé que en ninguna parte las academias literarias habían sido tan importantes como en Irlanda, cuando Irlanda era un mundo de pequeños reinos. Entonces, el estudio de la poesía incluía el estudio de todas las demás disciplinas, por ejemplo, la genealogía, la astrología, la botánica, las matemáticas, la ética; todo eso era estudiado por los poetas. Y había diversas categorías; y a los que no habían pasado un examen, no se les permitía el uso de la poesía. Pero una vez que se había pasado del primer año al segundo, ya le era permitido usar, bueno, ciertos metros y ciertos temas, pero no más. Y al final, cuando se llegaba al grado de alto poeta, se podían usar todos los metros; todos los nombres de las fabulosas genealogías, todas las figuras retóricas. Y así se creó una poesía extraordinariamente compleja (eso era mantenido por el Estado). Pero llegó un momento, según la leyenda, en que uno de los reyes —el rey de Irlanda, digamos— ordenó a dos poetas, que ya habían cursado sus doce años de estudio; eran altos poetas de Irlanda, ordenó su elogio. Los poetas recitaron sus poemas, y probablemente un poeta entendió el poema del otro y viceversa, pero nada más. Entonces el rey disolvió el Colegio de Poetas, y acabó con las academias así. Además, esos poetas eran más costosos que los reyes, ya que tenían derecho a más esclavos, a más vacas, a más dinero; y resultaban, digamos, un serio gasto para el Estado (ríen ambos). —Tendrían también derecho a un mayor ocio. —A un mayor ocio… bueno, quién sabe, si inventaron y además debían manejar un sistema muy complicado de poesía, que se parece al sistema escandinavo, al sistema anglosajón, en que se dan ciertas metáforas: hemos hablado tantas veces de aquello de «El camino del cisne» por el mar, del «Encuentro de espadas» por la batalla, etcétera. Era parecido a eso, pero mucho más complejo. De modo que el poeta, al cabo de doce años, sabía todo. Claro que lo que llamamos «todo» siempre es modesto comparado con la suma de cosas posibles, pero, en fin, sabía todo lo que podía saberse en Irlanda, en cierta época. —Sí, y usted señala, me parece, con Renan, una característica muy peculiar de esa antigua cultura celta; y es que al convertirse al cristianismo retiene, sin embargo, la memoria de los mitos paganos y de las leyendas arcaicas. —Bueno, pero yo creo que eso sucedió también en otros lugares; usted ve, precisamente yo acabo de escribir un poema sobre Góngora. Y el tema es que Góngora, que sin duda era católico, usa, sin embargo, a los dioses latinos, que eran realmente los dioses griegos con nombres distintos. Es decir, él no habla de la guerra sino de Marte, o, como dirían los griegos, de Ares; él no habla del mar, sino de Neptuno, o, como dirían los griegos, Poseidón. De manera que esas mitologías han seguido alimentando la imaginación de los hombres, más allá de sus creencias teológicas. Creo que ahora, en Irlanda, se impone el estudio de esos dos idiomas: el inglés y el erse, que viene a ser la forma celta, y que antes era más o menos ignorado, sobre todo por los campesinos. Era un idioma que interesaba a los eruditos, o a los filólogos; que es lo que puede suceder con el guaraní aquí, ¿no? —Otro antecedente particular de la cultura celta, es aquel de que los primeros hombres de letras entre ellos, fueron sus sacerdotes: los druidas. —Los druidas, sí, creo que César anota que había druidas en todas las regiones celtas; por ejemplo, en Bélgica, en Francia, en España, pero que el Colegio de los druidas estaba en Inglaterra, que era un país celta entonces. Y que iban a perfeccionar sus estudios, yo no sé de qué, quizá de magia. Ahora, César atribuye a los celtas la creencia en la transmigración de las almas; y él ve ahí la influencia de Pitágoras. Pero parece que no, parece que lo que él oyó fue que los hombres pueden convertirse en animales —que viene a ser, bueno, la idea nuestra del tigre capiango, del lobizón—, y que César confundió con la idea de la transmigración, que es distinta. En el caso de la transmigración, el alma de un hombre transmigra a otro cuerpo; es decir, si un hombre es de peculiar ferocidad, entonces está bien que transmigre al cuerpo de un tigre, porque en el tigre ser feroz no es un defecto, ¿no? De modo que cada alma encuentra su habitación adecuada. —En cuanto a la poesía celta, usted nos dice que a pesar de su complejidad, de su extremo rigor, es por momentos prodigiosa. —Sí, yo recuerdo sobre todo lo que se escribió en Gales. Hay un poema, que ha recogido Robert Graves, en su libro La diosa blanca, y el título ya es lindo: se llama «La batalla de los árboles». No sé exactamente a qué se refiere, creo que se ha conservado una estrofa, y esa estrofa se refiere a la transmigración. Yo leí eso en una cita de Arnold, y recuerdo este fragmento, que reconstruyo rápidamente: «He sido un pez resplandeciente / he sido un puente que atraviesa setenta ríos / he sido la espuma del agua / he sido una palabra en un libro / he sido un libro en el principio…». —Es lindísimo. —Una espléndida enumeración, ¿eh?; se va pasando de una cosa a otra, y de un modo asombroso, ¿no? Y recuerdo ese final: «He sido una palabra en un libro / he sido un libro en el principio». Claro que ahí todo está hecho con el juego de «en», que es un poco distinto: una palabra «en un libro» es en el espacio: en cambio, un libro «en el principio» es en el tiempo. Pero no importa, queda muy bien. Y luego dice: «He sido una espada en la mano / he sido una mano en la batalla», y sigue en una enumeración muy larga; hay como veinte o treinta términos, y todos son inesperados, y al mismo tiempo preparados por lo anterior. —Y también en Irlanda, usted nos dice que dentro de la literatura se da especialmente el tema de la navegación, de las navegaciones. —Bueno, eso ocurre con la poesía germánica también, y con la poesía portuguesa. Yo una vez escribí, o simulé un libro sobre literatura portuguesa; y parece que hay un género especial, que consiste en libros de los naufragios y de las navegaciones. Son libros sobre navegaciones, desde luego, pero desdichadas, ya que los naufragios están incluidos. —Pero las navegaciones, en la imaginación de los irlandeses, se orientaban siempre hacia el Oeste… —Sí, hacia la isla de San Brandán, y luego se habla de otras islas fantásticas; hay una en la que se dice que «Lebreles de plata hostigan a ciervos de oro», recuerdo. Después hay otra que está cercada por un fuego eterno, y otras con seres fantásticos sobre todo esa isla de San Brandán, a la que se vinculó después con el descubrimiento de América, ¿no? Pero la imaginación irlandesa había poblado el Atlántico Norte con un archipiélago de islas imaginarias y prodigiosas. —Sí, además de una manera de imaginar la naturaleza, hay en ellos un amor especial por la naturaleza y por el paisaje. —Sí, un sentimiento de la belleza de los árboles, por ejemplo. Creo que se ha vinculado la palabra «druida» con las «amadríades»; es decir, habría la idea de que estuviera unido el druida al árbol. —Ese amor por la naturaleza es propio de Inglaterra, además de Irlanda… —Sí, el paisaje era casi desconocido en la literatura antes del movimiento romántico en otros países de Europa. Casi no hay paisaje. Creo que en la pintura tampoco. Ahora, según Ruskin, el primer pintor que ve realmente las rocas, las nubes, las montañas, el mar, fue Turner. Porque en general se usaba el paisaje como fondo; ese fondo era convencional: lo importante era el personaje. En cambio, en la pintura japonesa no, en la pintura japonesa creo que desde siempre —si la palabra siempre es lícita— se pensó en el paisaje, o se sintió el paisaje. Que es algo que mucha gente no siente; por ejemplo, usted lee el Quijote, y fuera de algún verde prado, evidentemente tomado de la literatura italiana, de las convenciones de la literatura italiana, no hay paisajes. Por eso las ilustraciones de Doré son muy lindas, pero no tienen nada que ver con el texto; porque usted los ve al hidalgo y al escudero, bueno, y están rodeados de vastos paisajes, y esos paisajes no figuran en el libro. Yo me pregunté, leyendo hace muchos años la primera página de La gloria de Don Ramiro, de Rodríguez Larreta, si no sería falsa esa primera página; porque creo que en ésa, o en todo caso, en las primeras, se habla del paisaje de Toledo. Ahora, yo no sé si los toledanos, en el siglo XVI o en el siglo XVII veían ese paisaje, yo creo que no; creo que ese paisaje era invisible, como lo es por lo general en la poesía popular el paisaje: lo que interesa son las personas y sus pasiones. 71 QUEVEDO Osvaldo Ferrari: Hay un clásico de su predilección, Borges, del que hasta ahora no hemos hablado; aquel español de quien usted dijo que no fue sentimental ni patético, y a quien recordamos no tanto por la creación de un tipo literario como por la calidad de su escritura. Jorge Luis Borges: ¿…Cansinos Assens? —No, no, yo me refiero a Quevedo. —A Quevedo… —Sí, el más noble estilista español, según Lugones, creo recordar… —Pues yo he ido apartándome de Quevedo, de igual modo que he ido apartándome de Lugones. Veo que siempre en Quevedo y Lugones se nota el esfuerzo; parece que no fluyeran nunca. Estuve compilando una antología de sonetos, y no he encontrado un soneto, bueno, no he encontrado sonetos de Quevedo o de Lugones sin alguna fealdad, sin alguna línea en que el autor no incurra en un pecado de vanidad; porque el barroco es condenable por razones éticas, yo creo, lo barroco es condenable porque corresponde a la vanidad. Ahora, en el caso de Quevedo… sin embargo, hay un soneto, aquel: «Retirado en la paz de estos desiertos, Con pocos, pero doctos, libros juntos, Vivo en conversación con los difuntos Y escucho con mis ojos a los muertos». Eso es lindo, pero no sé si ese cuarto verso puede admitirse. —Usted lo había encontrado muy conceptista. —Sí, me parece que eso se ha hecho un poco para salvar la idea… bueno, se dice «Hablar hasta por los codos», y aquí tenemos la idea de escuchar con los ojos. Sin embargo, es cierto, porque uno está leyendo un texto —uno tiende a leerlo en voz alta—, uno está escuchándolo con los ojos. Aunque quizá esa contraposición de escuchar y de ojos sea un poco violenta, ¿no? Después viene: «Si no siempre entendidos, siempre abiertos, O enmiendan o secundan mis asuntos, Y en músicos callados contrapuntos Al sueño de la vida hablan despiertos». Ése es lindísimo y es cierto, además. Al final dice: «En fuga irrevocable huye la hora; Pero aquella el mejor cálculo cuenta, Que en la lección y estudio nos mejora». Es un final tranquilo que no se parece a Quevedo, ¿no?; el hecho de que la última línea sea tan serena. —Sí, ahora, anteriormente usted lo consideró a Quevedo como un literato para literatos, posiblemente porque lo encontró adecuado a la sensibilidad de los escritores. —No, y porque además escribe un poco en función del oficio de escribir, ¿no?, pero no sé si es un mérito eso. También se dijo de Spenser, que era «The poet’s poet» (El poeta de los poetas); eso se dijo de Edmundo Spenser. Luego se habló del escritor de los escritores; se trata, bueno, de que hay un placer que dan a la sensibilidad, a la emoción, a lo que fuere. Pero en el caso de Quevedo, sentimos que ese placer es específicamente literario, es decir, se siente ante todo el valor que él le daba a las palabras. Ahora, no sé si eso es una virtud, quizá lo que convenga es que el lector se olvide de las palabras; en Quevedo y en Lugones, que se parecen tanto, uno recuerda siempre las palabras. —Por eso usted dijo que la grandeza de Quevedo es verbal. —Sí… ¿yo dije eso?; bueno, sí, sin duda. —En cuanto a la defensa que Quevedo hace del razonamiento lógico, digamos, contra la superstición; la refutación de mitos, como frente a aquellos versos de Empédocles… —No recuerdo, ¿cómo son? —Son aquellos en los que decía que había sido un pez, que había sido… —Ah, sí, espere… «He sido un pez que surge del mar», creo que decía Empédocles, sí; claro que la refutación que hace Quevedo es una especie de broma, ¿no? —Bueno, a través de eso refuta precisamente la teoría de la transmigración de las almas, que él consideraba pura superstición, y que atacaba desde la lógica. —Sí, pero no sé si el mito puede ser refutado por la lógica. —Ah, claro. —Y además, la idea de haber vivido en muchas formas puede ser cierta, es decir, aunque uno no haya vivido en muchas formas, uno puede sentir que ha vivido en muchas formas sin salir de la propia vida; ya que, si yo pienso en mi vida pasada, bueno, hay años y fechas y hechos que me quedan tan lejos que podrían haber sido vividos en otras formas, y no en la forma humana. —¿Dentro de la propia vida, dice usted? —Dentro de la propia vida, yo creo que sí, pero creo… Digamos, en la India, por ejemplo, todo el mundo acepta la idea de la reencarnación; pero la acepta porque esa idea no contradice la experiencia. Si uno recuerda algo que ha hecho hace mucho tiempo, bueno, uno recuerda algo hecho por otro; y uno acepta eso. Es que la imaginación parece ser hospitalaria a ese mito, que quizá sea cierto o no, el de la reencarnación. —Ahí Platón se encontraría con la India. —Sí, yo creo que sí. —Porque si hay recuerdo, entonces fuimos ese otro o esa cosa antes. —Sí, porque, en fin, para la sensibilidad quizá sea más fácil aceptar la idea de que uno ha vivido en otro cuerpo, en otra forma, que en un cuerpo y en una forma humanos; que la idea de aceptar los arquetipos: el arquetipo parece inconcebible, y la imaginación parece rechazarlo de algún modo. En cambio, la idea de haber sido «Un mudo pez que surge del mar», como dijo Empédocles de Agrigento, es una idea que uno acepta fácilmente, siquiera como conjetura (ríe), o como posibilidad. —(Ríe). La conjetura siempre es posible, pero volviendo a Quevedo, en el Marco Bruto, por ejemplo, usted dice que a través de Quevedo se produce el encuentro del español con el latín de la edad de plata. Yo quería consultarlo sobre esa «edad de plata» que vincula con Séneca, con Tácito y con Lucano. —Sí, en mi poema «Otro poema de los dones» yo hablo de Lucano y de Séneca, que escribieron, antes del idioma español, toda la literatura española; y me refiero precisamente a eso, a esa «latinidad de plata», que es lo que imita después Quevedo. Y bueno, Quevedo tradujo algunas de las epístolas de Séneca, yo he leído dos de las epístolas a Lucilio en la obra de Quevedo, traducidas por él; traducidas admirablemente, claro, ya que era el modelo que se había propuesto, en todo caso en el Marco Bruto. —Ahora, respecto a la poesía de Quevedo, al soneto, a pesar de que usted dice que encuentra ocasionales fealdades, creo que también encuentra la excelencia. —Sí, pero es difícil encontrar algún soneto de Quevedo o de Lugones en el que no haya alguna fealdad. Y alguna fealdad, no digamos distraída, sino buscada y desgraciadamente hallada. Parece como si lo que para nosotros es fealdad, hubiera sido belleza para ellos. Pero, es tan difícil juzgar esas cosas; por ejemplo, yo recuerdo aquellos versos de Góngora que dicen: «Oh gran río, gran rey de Andalucía, de arenas nobles, ya que no doradas». Bueno, para la lógica, o para mí, la idea… esa admisión de que las arenas no son doradas, me parece que no es de mayor eficacia; pero posiblemente a Góngora le gustara esa idea: esa idea de afirmar y de retacear, ¿no? Porque si no por qué puso eso. ¿O simplemente porque la rima lo obligaba?, no, no creo; yo creo que a él le gustaba la idea «de arenas nobles, ya que no doradas». Esa oposición de algún modo le agradaba. Entonces, no puede ser juzgado, ya que es algo tan personal que no sabemos si tenemos que censurarlo o alabarlo. —Bueno, puede parecerse a lo que usted dice de las mejores piezas de Quevedo, en cuanto a que más allá de las ideas que las informaron, o de los conceptos, existen literariamente; la existencia literaria de un texto sería independiente de lo otro en ciertos casos, ¿no? —Bueno, uno podría pensar que un poema no corresponde a una emoción, o al tema del poema, sino que es un objeto más que se agrega al mundo: un objeto verbal. Y yo justamente tengo un poema sobre eso, titulado «El otro tigre», no sé si usted lo recuerda, en el cual yo me propongo describir un tigre. Una vez que lo he hecho, me doy cuenta de que ese tigre no es el tigre, sino simplemente un objeto verbal, una construcción, un edificio de palabras; y entonces hablo del otro tigre. Pero, a medida que estoy hablando de él, el otro tigre se vuelve tan artificial como el primero; y así, al final, yo me quedo solo en la tarde, en la gran tarde de la Biblioteca Nacional, buscando el otro tigre, el que no está en el verso… Creo que ese poema es, quizá, uno de los mejores míos, y ahí se insinúa una cadena de infinitos eslabones, y cada uno de los eslabones es un tigre; y cada uno de esos tigres es puramente verbal, y ninguno es el tigre que busco. —Esto me ha recordado otro poema suyo: «La pantera pero el otro aspecto de Quevedo sobre el que me interesaba consultarlo, es acerca de la visión escéptica que tiene él de la relación con la mujer. No sé si usted recuerda ese aspecto. —Sí… —Habla con prevención. —Bueno, yo no puedo estar de acuerdo con Quevedo en eso… para mí hay algo tan grato en una mujer, en cualquier mujer; algo que desde luego, no puede definirse, pero hay un agrado simplemente en estar con una mujer. No tiene nada que ver con el amor, ni con la sensualidad; es el hecho, bueno, de algo que es ligeramente distinto, pero no demasiado distinto: lo bastante distinto como para ser percibido, y al mismo tiempo lo bastante cerca como para que esa diferencia no nos separe. Ahora, eso se da, a la vez, en toda relación de amistad, yo creo; pero con todo, yo diría que hay algo en la amistad de una mujer, o simplemente en la presencia de una mujer, que no hay en la presencia de un hombre. —Además, usted dice que las mujeres piensan por intuiciones, a diferencia de los hombres, que piensan más bien dialécticamente; y entonces, ese pensamiento de la mujer es complementario al del varón, porque aporta la intuición. —Y, actualmente estoy llegando a la conclusión de que nadie piensa, ni de un modo ni del otro (ríen ambos), pero, en fin, eso ya sería una forma de escepticismo… Ahora, claro, si la mujer piensa por medio de la intuición, eso quiere decir que se trata de un solo paso; entonces es más posible el acierto. En cambio, si tenemos el pensamiento lógico, es como una cadena con varios eslabones, y en cada uno puede acechar el error. —Es cierto. —Es más fácil que haya errores en un largo proceso que en un solo acto de sensibilidad, como sería la intuición. Por el contrario, en un proceso lógico sí, es muy fácil que se deslicen errores. —Claro, y usted recordará que en Oriente, por ejemplo, en el budismo zen, la intuición está considerada como la más alta expresión de la inteligencia. —Claro, porque es un acto directo, porque es un solo acto, en cambio, lo otro es una operación, y las operaciones siempre son falibles. 72 EL MÍSTICO SWEDENBORG Osvaldo Ferrari: Hay un místico, que es también teósofo, Borges, al que usted parece conocer muy bien, ya que además lo cita a menudo. Ese visionario es el mismo que eligió Emerson como arquetipo del místico. Jorge Luis Borges: Swedenborg, sí… Bueno, uno podría resumir su enseñanza… Según Jesucristo la salvación del hombre es ética, y hay aquellas frases demagógicas de «Los últimos serán los primeros», y luego, «De los simples de espíritu es el reino de los cielos»; y aun el «Dejad que los niños vengan a mí»… En cambio, tenemos en el siglo XVIII al gran místico sueco Swedenborg, y la enseñanza de él es distinta. Él basa toda esa enseñanza en largos diálogos personales con los ángeles, en Londres. Y esos diálogos, bueno, duraron muchos años. Él era un distinguido hombre de ciencia, se había definido por la mineralogía, la anatomía y la astronomía también. Y luego, él dejó todo eso desde la primera aparición que tuvo de Cristo en Londres. De ahí en adelante se dedicó a visitar las diversas regiones del cielo y del infierno —que es, tal vez, el nombre de su libro más popular: De Coelo et Inferno—. Pero hay otros además; hay uno sobre el Juicio Final (que según él ya ha ocurrido). Ahora, esos dos libros están escritos —como ya dije en algún soneto— en un árido latín. Desde luego, Swedenborg no es un poeta, pero están escritos con la precisión de un viajero: es como si él describiera regiones asiáticas o africanas… —Como si en lugar de tratarse de visiones se tratara de paisajes concretos. —Sí, porque además esas visiones son minuciosas. Pero eso podría ser tema para otro diálogo; quizá lo más importante es el hecho de que él cree que la salvación del hombre debe ser no sólo ética sino intelectual. Y hay una suerte de parábola suya que se refiere a un asceta. Ese asceta se propone la salvación, renuncia a todo, vive en el desierto, muere y efectivamente llega al cielo. Pero, cuando llega al cielo está perdido, porque, según Swedenborg, todo lo que existe en la tierra, digamos, todo lo que se refiere a formas y a colores, todo eso existe en el cielo, pero de un modo mucho más intenso y mucho más complejo. Y además, hasta puede haber cierto atisbo de la cuarta dimensión, ya que se dice que los ángeles pueden estar conversando uno con el otro, pero que siempre están frente a Dios. Es rarísimo, ¿no? —Sí, es muy raro. —Bueno, y luego, ese pobre hombre (el asceta a que me he referido) llega al cielo; la conversación de los ángeles es una conversación intelectual, de carácter teológico naturalmente, pero muy complicada. Y este pobre hombre no puede seguir el diálogo de los ángeles. Entonces, piensan qué puede hacerse con él. Desde luego, mandarlo al infierno sería absurdo, ya que en el infierno se sentiría muy desdichado, porque tampoco puede convivir con los demonios… Ah, querría agregar que, según Swedenborg, nadie es juzgado y enviado al cielo o al infierno, sino que a lo largo de la vida, uno va preparándose para uno de esos dos destinos póstumos. —Con cada acto. —Sí, y cuando uno muere, está durante un tiempo en una región intermedia; y luego se le acercan desconocidos. Y si uno siente simpatía por unos, uno va con ellos; si siente antipatía por los otros, uno los deja. Pero esos visitantes pueden ser ángeles o pueden ser demonios. Y las personas que se han preparado para el cielo, simpatizan con los ángeles y encuentran horribles a los demonios. En cambio, los que han prostituido su vida, los que se han manchado de pecado, ésos se sienten más cómodos con los demonios y encuentran una relativa felicidad en el infierno. Vuelvo al caso del asceta; el asceta ha renunciado en su vida a todos los placeres, a todos los apetitos. Y el cielo no es un lugar así, de penitencia. Al contrario, es la vida de la tierra, pero mucho más plena, y los diálogos son intelectuales. Y el pobre hombre no puede seguirlos. Mandarlo al infierno sería evidentemente injusto, y al final, la solución que se halla es ésta: el asceta proyecta a su alrededor una especie de tebaida, de desierto ilusorio. Y se lo deja ahí solo. —En un yermo. —En un yermo, es decir, repite la vida que llevó en la tierra. Pero la repite de un modo distinto, ya que en la tierra él lo hacía con la esperanza del cielo. En cambio, ahora él está en ese yermo ilusorio, sin ninguna esperanza, ya que no puede modificarse. Es terrible eso. —Es terrible, es decir… —Ahora, Swedenborg insiste en el hecho de que nadie es condenado al infierno o elevado al paraíso; de que cada uno elige su destino. Y luego hay otra parábola —no sé si son parábolas o si son hechos reales para Swedenborg— que es ésta: es la de un réprobo que de algún modo se encarama al cielo. Está en el cielo, y hay una luz espléndida, pero esa luz él la siente como una quemadura. Hay fragancias celestiales y él las siente como fétidas. Es decir, que él ya está constituido para el infierno, se siente desventurado en el cielo. Para Swedenborg la salvación no sólo es de orden ético sino intelectual. —Apreciaba la inteligencia y la promovía. —Claro, la promovía, y los libros de él son los libros de un hombre muy inteligente, pero que están escritos sin mayor atractivo, sin otro atractivo que el tema. Describe las diversas regiones del cielo, las diversas regiones del infierno… Ahora, el infierno —él lo recorrió—, ve al infierno como una serie de ciénagas; luego hay chozas, hay como ruinas de aldeas incendiadas, y también hay tabernas y lupanares. Y hay ruidos que a él le parecieron horribles, pero que son música celestial para los réprobos. Y en cuanto al demonio —creo que algún teólogo luterano está de acuerdo con él—, el demonio es más bien un título: es el jefe. Pero como ellos viven en un mundo así, de envidia y de rivalidad —el mundo de los políticos, digamos—, ninguno de ellos dura, porque los demás están conspirando a favor de otro, que lo sigue, y contra el cual conspiran a su vez. De modo que el hecho de ser el demonio no se aplica a un yo, sino a diversos individuos que se odian entre ellos. Y llevan una vida terrible, pero esa vida, desde luego, es más llevadera para ellos que, bueno, que el insoportable paraíso. —Entiendo, ahora… —Y luego, él describe todo eso con muchos detalles: el infierno, como digo, con ciénagas, lupanares, tabernas; y, sobre todo, conspiraciones continuas. Esas conspiraciones son de personajes que se traicionan también, ya que son de índole demoniaca. Y sin embargo, ambos están regidos por el Señor: el cielo y el infierno. Y el universo está hecho de una suerte de equilibrio entre esas dos regiones: esa zona de sombra y de crímenes y de pecados, y la otra, el sereno cielo conservador, filosófico. Bueno, todo esto es materia de varios libros; yo tengo varias biografías de Swedenborg… Él fue a Inglaterra porque quería conocer a Newton, pero no llegó nunca a conocerlo. Y después él recibió, bueno, la primera visita de Jesucristo en Londres. Y los sirvientes que él tenía, lo oían; él caminaba, oían sus pasos, ¿no?, el cielo raso: estaba caminando arriba y conversando con los ángeles. También conversando con los ángeles en las calles de Londres; yo escribí un soneto sobre eso. —Sí, que me gustaría leer. —Bueno, luego tendríamos que hacer otro diálogo sobre Blake, porque Blake agrega a la salvación, digamos ética, y a la salvación intelectual, la tercera salvación —necesaria a todo hombre, según él—, que sería la salvación por la estética. De modo que Blake sería un discípulo rebelde de Swedenborg, ya que él habla mal de Swedenborg, pero él mismo es inconcebible sin Swedenborg. Ahora, Blake era un gran poeta, cosa que Swedenborg no era, y no hubiera querido ser tampoco. De manera que tenemos esa vasta obra de Swedenborg, toda redactada en latín, salvo algún informe sobre minería, redactado en sueco; y esos años de vida… no sé si solitaria en Londres, ya que si estaba conversando con ángeles no estaría tan solo. —Pero yo he visto en su biblioteca muchos volúmenes de Swedenborg, y creo que de distintas épocas de la vida de él. —Sí, yo leí el primero creo que en Buenos Aires, y luego descubrí que en Everyman’s Library hay cuatro volúmenes, entre ellos un tratado breve sobre el Juicio Final. Además, yo escribí un prólogo para una edición de Swedenborg que se publicó aquí y que figura en ese libro mío que se llama Prólogos. Ahora, si usted quiere leer ese soneto… —Sí, lo voy a leer, pero antes quiero preguntarle… en su caso —usted habitualmente se reconoce agnóstico—, por el origen de esta fe, de esta confianza en un místico como Swedenborg. —No, no, no, yo no sé si es cierto. Yo sé que él era un hombre sincero, y que era un hombre, bueno, un famoso matemático, astrónomo, minerólogo, que viajó por toda Europa. —Un hombre múltiple. —Sí, y dejó todas esas disciplinas científicas porque pensaba que había sido nombrado para propagar esa fe. Ahora, parece que en la conversación él no insistía nunca en ello; eso lo hacía en sus escritos, en la conversación no trataba esos temas. Él llevaba una vida más bien sobria, salvo cuando llegaba a Londres algún compatriota suyo. Entonces, los dos podían festejar esa visita; y supongo que en las tabernas, o quizá con mujeres, no sé, se ha insinuado eso. Y actualmente, hay muchos discípulos de Swedenborg, sobre todo en los Estados Unidos. De Quincey habla de haber conversado con un señor inglés de Manchester, que era swedenborgiano; y el padre de Henry y de William James también era discípulo de Swedenborg. —Se trata, entonces, de seguidores de la doctrina de la Nueva Jerusalén, de Swedenborg. —Sí, y luego, hay una iglesia, que es muy linda —porque siempre se piensa en las iglesias como en lugares oscuros—, y ésta es como si fuera una suerte de invernáculo, como de cristal; es decir, es una iglesia de claridad, lo cual está de acuerdo con la doctrina de Swedenborg. —Leo su poema a Emanuel Swedenborg: «Más alto que los otros, caminaba Aquel hombre lejano entre los hombres; Apenas si llamaba por sus nombres Secretos a los ángeles. Miraba Lo que no ven los ojos terrenales: La ardiente geometría, el cristalino Laberinto de Dios y el remolino Sórdido de los goces infernales Sabía que la gloria y el Averno En tu alma están y sus mitologías; Sabía, como el griego, que los días Del tiempo son espejos del Eterno. En árido latín fue registrando Últimas cosas sin porqué ni cuándo». —Bueno, yo he versificado lo que acabo de decirle. 73 LA PINTURA Osvaldo Ferrari: Hace poco usted me decía, Borges, que, según Ruskin, el primer pintor que vio realmente la naturaleza en su época fue Turner. Jorge Luis Borges: Sí, y Ruskin tiene, además, un libro titulado engañosamente, o sofísticamente, Pintores modernos, que está erigido, digamos, ad majorem gloriam de Turner. —Específicamente. —Sí, y el tema de él es que la naturaleza —claro que se refiere a Occidente, ¿no?— había sido usada como fondo: los pintores pintaban sobre todo la cara, a veces los discípulos pintaban las manos; y luego el paisaje era como adicional. Ahora, según Ruskin —pero yo no puedo juzgar ese juicio—, Turner fue el primero que realmente vio las nubes, vio los peñascos, vio los árboles, vio la neblina y ciertos efectos de luz. Y todo eso, según Ruskin, fue un descubrimiento personal de Turner. Él examinaba muy cuidadosamente los cuadros de Turner, con una lupa —eso me lo dijo Xul Solar, que también admiraba a Turner—. Y Chesterton dijo que el protagonista de la pintura de Turner es «The english weather» (El tiempo o clima inglés), pero no refiriéndose al tiempo sucesivo, cronológico, sino, bueno, a diversos modos o hábitos del tiempo, sobre todo los crepúsculos, las neblinas, las luces. Todo eso más que la forma. Tengo entendido —mi opinión no vale nada, pero repito lo que me dijo Xul Solar— que Turner fracasa con la figura humana, y, en cambio, es un gran espectador de paisajes. Y yo recuerdo que en uno de los volúmenes de ese libro de Ruskin hay una reproducción de un puente, un puente determinado; y luego está ese puente dibujado muy cuidadosamente y muy bellamente por el mismo Ruskin. Y ahí, si mal no recuerdo, parece que Turner ha eliminado dos arcos, ha simplificado todo, o ha enriquecido otras cosas; y todo eso lo aprueba Ruskin, y explica que Turner tenía razón estéticamente, aunque diera una imagen falsa del puente. —Son famosos los cielos de Turner. —Los cielos, sí, los crepúsculos. —Oscar Wilde decía que eran cielos musicales. —Sí, pero también recuerdo otra anécdota de Wilde, que dijo que la naturaleza imita al arte. —Ah, claro. —Y que a veces no lo imita muy bien. Se dice que estaba en casa de una señora, la señora lo llevó al balcón para que viera la puesta del sol; entonces él salió con los demás, y ¿qué era?: según él, un Turner de la peor época (ríe). —¿Esa puesta de sol al aire libre? —Sí, imitada por la naturaleza, ¿no?; es decir, que la naturaleza no siempre es una buena discípula. —Precisamente en la época en que se debatía… —Sí, porque siempre existió la idea de que el arte imita a la naturaleza, y Wilde dijo no, la naturaleza imita al arte… Esto podría ser cierto en el sentido de que el arte puede enseñarnos a ver de un modo distinto. —Ciertamente. —Quiero decir, si uno ha visto muchos cuadros, uno sin duda ve la naturaleza de otro modo. —Se vuelve un mejor espectador. —Claro, y ya que hablamos de la naturaleza: yo he escrito un prólogo para la obra del visionario grabador y poeta William Blake, y él, que era el menos contemporáneo de los hombres, bueno, en una época de mitología neoclásica, inventó su propia mitología, con divinidades que tienen nombres no siempre bien sonantes, como por ejemplo, Golgonusa o Iuraisen. Y ahí dice que para él, el espectáculo de la naturaleza siempre lo ha disminuido de algún modo. Y llamaba a la naturaleza —tan reverenciada por Wordsworth— «El universo vegetal». Y después dice otra cosa, pero no sé si es en contra o a favor de la naturaleza, dice que la salida del sol es para muchos simplemente la de un disco, parecido a una libra esterlina, que sube luminosamente. Pero para mí no, agrega; cuando yo veo la salida del sol, dice, me parece ver al Señor, y oigo a miles y miles de serafines que lo alaban. Es decir, que él veía todo místicamente. —Una visión beatífica. —Sí, una visión beatífica, exactamente. —De Blake. Ahora, si bien usted se declara ajeno a la música en general, salvo las milongas y los blues… —Bueno, pero no sé hasta dónde son música, aunque yo diría que… y, los spirituals me parece que son música; sí, realmente Gershwin es música, ¿no? —Sin duda, que a usted le gusta mucho además. —Me gusta mucho, pero no siempre Gershwin corresponde a ese tipo de música… A Stravinski le gustaba mucho el jazz también. A mí lo que me llama la atención oyendo el jazz, es que oigo sonidos que no oigo en ninguna otra música. Sonidos como si salieran del fondo de un río, ¿no?; como si estuvieran producidos por elementos distintos, sí, y eso determina una riqueza, el haber incorporado sonidos nuevos. —Es cierto, eso lo ha hecho el jazz. Le decía que, en cambio, usted no parece haber sido ajeno a la pintura. —No… —Eso podría demostrarse, por ejemplo, a través de aquel poema suyo: «The unending gift» (El regalo interminable) dedicado al pintor Jorge Larco. —Sí, pero el tema no sé si era la pintura; el tema era el hecho de que cuando la pintura existe, es algo limitado; y mientras no exista, entonces ya puede ir renovándose, ramificándose, multiplicándose infinitamente en la imaginación. Y además, bueno, recuerdo que Bernard Shaw en The Doctor’s Dilemma (El dilema del médico) menciona a tres pintores, que son… Tiziano, Rembrandt y Velázquez. Cuando se está muriendo el pintor, él dice que más allá de la confusión de su vida (se refiere a lo ético, ¿no?) ha sido leal… y entonces él habla de Dios, que ha bendecido sus manos, ya que él cree en el misterio de la luz y el misterio de las sombras; y cree en Tiziano, Velázquez y Rembrandt. —Y esperaría el cielo de esos pintores. —Supongo que sí. Yo recuerdo un largo párrafo, muy elocuente, un párrafo deliberadamente retórico de Shaw, que Estela Canto sabe de memoria. ¡Ella sabe de memoria tantos pasajes de Bernard Shaw! Y ese lado retórico de Shaw no ha sido notado por muchos, y él lo acentuó: el hecho de que él hubiera traído al teatro lo que se había olvidado, que eran las largas oraciones retóricas. Y que eran eficaces además, ya que «retórico» no es necesariamente un reproche. Bueno, yo tuve la felicidad de conocer a un máximo pintor argentino: Xul Solar, y él me hablaba siempre de Blake y del pintor suizo Paul Klee, que él juzgaba superior a Picasso; en un tiempo en que hablar mal de Picasso era herético, ¿no? Quizá dure ese tiempo todavía, no sé (ríe). —Y usted ha juzgado a Xul Solar como un hombre genial, en un momento. —A Xul Solar sí, desde luego, quizá… yo he conocido muchos hombres de talento; abundan en este país, y quizá en todo el mundo. Pero hombres de genio no, fuera de Xul Solar no estoy seguro. En cuanto a Macedonio Fernández, lo era oralmente, pero por escrito… quienes lo han buscado en sus páginas escritas se han sentido defraudados, o perplejos. —Él daba la medida de su genio en la conversación, como usted ha dicho. —Sí, yo creo que sí. Ahora va a publicarse un libro de Xul Solar, yo voy a escribir el prólogo, y van a publicar páginas suyas, pero, curiosamente, páginas suyas escritas en castellano común y corriente, no en la «panlengua» basada en la astrología, y tampoco en el «Creol», que era el castellano enriquecido por dones de otros idiomas. —Y que había creado Xul Solar. —Sí, porque él inventó esos dos idiomas: la «panlengua» basada en la astrología… bueno, inventó también el «panjuego». Ahora, según él me explicó —eso yo no lo acabé nunca de entender—, cada jugada del «panjuego» es un poema, es un cuadro, es una pieza de música, es un horóscopo; bueno, ojalá fuera cierto eso. Hay una idea parecida en El juego de abalorios, de Hermann Hesse, salvo que en El juego de abalorios uno comprende continuamente que se trata de la música, y no realmente de un «panjuego» como quería Xul; de un juego universal. —En cuanto a su relación con la pintura, Borges, no podemos olvidar que usted es hermano de una pintora. —Yo creo que de una gran pintora, ¿eh?; aunque no sé si la palabra «gran» agrega algo a la palabra «pintora»; de una pintora, digamos. Ahora, como ella ahonda temas como ángeles, jardines, ángeles que son músicos en los jardines… —Como por ejemplo el cuadro de La Anunciación que tiene como fondo a Adrogué, que está en su casa. —Sí, que ella quería destruir. —Qué error. —No, porque le parece que ella era muy torpe todavía, que no sabía pintar cuando hizo eso. Bueno, lo que yo sé es que ella traza el plano de cada cuadro, y después el cuadro. Es decir, que quienes han dicho que se trata de pintura ingenua, se han equivocado del todo. Pero los críticos de arte, claro, su profesión es equivocarse yo diría… o todos los críticos. —¿Como los críticos literarios? —Como los críticos literarios, sí (ríe), que se especializan en el error, ¿no?, en el cuidadoso error. —(Ríe). Después tenemos un vecino suyo… —¿El doctor Figari? —Pedro Figari, justamente, que vivió a la vuelta, sobre Marcelo T. de Alvear. —Y murió aquí a la vuelta, en esta manzana. A mí me lo presentó Ricardo Güiraldes; él era abogado, tendría bien cumplidos los sesenta años, y creo que de golpe descubrió que podía pintar —pintar, y no dibujar, porque no sabía dibujar—; dibujaba con pincel directamente. Y tomó, yo creo que del libro Rosas y su tiempo, de Ramos Mejía, esos temas de negros y de gauchos. Y Pablo Rojas Paz dijo: «Figari, pintor de la memoria», lo que me parece que está bien, porque lo que él pinta es eso. —Es precisamente eso. —Por ejemplo, cuadros realistas no son, ya que aparecen gauchos con calzoncillo cribado. Bueno, y eso no se usó nunca en el Uruguay. Pero, eso qué importa, ya que él no buscaba la precisión; todos los cuadros de él son realmente cuadros de la memoria, o más exactamente cuadros de sueños. —A tal punto es así, que Jules Supervielle una vez le elogió la luz de sus cuadros a Figari, y Figari contestó: «Es la luz del recuerdo». —¡Ah!, está bien. —Sí, eso coincide con lo de «Pintor de la memoria». —¡Ah sí!, yo no sabía eso, y tampoco se me ocurrió que fuera epigramático Figari. Él explicaba cada cuadro desde el punto de vista de la anécdota del cuadro. Por ejemplo: «Este hombre está muy preocupado, ¿qué le pasará?; estos negros, qué contentos están, tocan el tambor, ¡borocotó, borocotó, borocotó, chas-chas!». Siempre repetía esa onomatopeya: ¡borocotó, borocotó, borocotó, chas-chas! (ríen ambos). Él se explicaba cada cuadro de un modo festivo, pero no refiriéndose a los colores o a las formas, sino al tema, digamos, a lo que él llamaba la anécdota del cuadro. 74 VOLTAIRE Osvaldo Ferrari: Últimamente usted me habló, Borges, del libro de Víctor Hugo sobre Shakespeare, y de la visión que Hugo tenía de los clásicos. Y yo en estos días encontré unas páginas de Hugo sobre Voltaire, en las que él empieza diciendo que, en gran medida, Voltaire es el resultado de la acción de su padre, que condenaba la literatura, y de su padrino, que era aficionado a ella y alentaba a Voltaire. Jorge Luis Borges: Yo no sé si puede justificarse eso, porque en todo caso Voltaire es una de las máximas figuras de la literatura. —Sin duda, pero Hugo agrega que tal vez esos dos impulsos contrarios viciaron la dirección de la imaginación de Voltaire. —Sin embargo, tenemos los cuentos de Voltaire; esos cuentos posiblemente le fueron sugeridos algunos por Swift, otros por Las mil y una noches, otros por los viajes del capitán Gulliver; pero él hizo algo completamente distinto, aunque partiendo, evidentemente, de esos orígenes. Tuvo la idea, además, de tomar el Oriente, y un Oriente fantástico. Claro que lo hizo de un modo irónico, del todo ajeno al estilo de Las mil y una noches. Ahora, sin duda, Hugo admiraba a Voltaire. —Naturalmente. —Porque parece que no admirar a Voltaire es una de las muchas formas de la estupidez. —Aunque Hugo se lamenta de la dispersión de la obra de Voltaire en distintos géneros. —Bueno, sí, sobre todo el drama de Voltaire; creo que fue Lytton Strachey quien dijo que con él, el drama había conseguido algo inaudito, a no ser que Voltaire perdiera el sentido de lo ridículo. —Que era lo que más le adjudicaban, claro. —Pero desde luego, sí; que él lo perdiera totalmente en el drama. Aunque posiblemente la tradición del drama fuera tan fuerte, que ese absurdo fuera parte del género. —Hugo enumera los éxitos y fracasos de los distintos dramas que Voltaire estrenó en vida. —Sí, pero actualmente pensaríamos que todos han fracasado, ¿no? —¿En qué sentido? —En el sentido de que si pensamos en Voltaire, recordamos todo menos los dramas. —Es cierto. —En la poesía tampoco, en La Henriade. —Bueno, pero La Henriade delata el gusto de Voltaire por la epopeya. —Sí, pero no le salió muy bien; alguien hizo observar que ni siquiera había en la obra suficiente pasto para los caballos que figuran en ella (ríen ambos). No obstante. Voltaire, sin proponérselo, y acaso sin saberlo, escribió una obra épica, que es el libro sobre Carlos XII de Suecia; de quien Voltaire dijo que se trataba del hombre más extraordinario del mundo. Parece que la obra, desde el punto de vista histórico es muy falible, debido a que los conocimientos de Voltaire en ese sentido eran superficiales; pero a pesar de eso, es una epopeya. —Además, él escribió aquel ensayo sobre la poesía épica, donde dice, por ejemplo, que un poema épico debe estar fundado sobre la razón y embellecido por la imaginación. —Bueno, esa base de razón es la que no sabemos… —Delata su siglo. —Sí, delata su siglo. Claro que defender la razón, siquiera como una ambición humana —aunque no sé si hemos llegado a ser razonables, yo diría que no—, en todo caso, el culto de la razón conviene, es indudable. A pesar de que no la alcancemos, o, mejor dicho, a pesar de que no la alcancemos siempre, ya que sería muy raro, bueno, que toda nuestra vida fuera irracional. Ahora, la historia tiende a ser irracional. Usted ve, por ejemplo, Wells escribió aquella Historia universal. Él quiso, desde luego, que los hombres olvidaran las pasiones, las fronteras, las patrias; que se viera la historia como una aventura común de la humanidad. Sin embargo, cuando uno lee la Historia de Wells… claro que él ha tenido que reescribir lo que pudo encontrar, que es, precisamente, la historia de las guerras, de las conquistas… —La historia real. —Sí, la historia real, que desgraciadamente es una historia militar. O en todo caso, lo que llega a nosotros es eso; pero también llegan la filosofía y las artes, que son distintas. Quizá algún día pueda escribirse una historia universal cuyos grandes personajes no sean los violentos Alejandros, o Carlos XII, o Tamerlanes, o Napoleones, o lo que fuera. Pero, por el momento, si pensamos en el pasado estamos obligados a pensar en eso, que además es dramático; tiene un valor estético. Uno pensaría que la Historia universal de Wells tendría que diferir de las otras; sin embargo, difiere muy poco. Hemos hablado también de otra excelente historia universal: la de Chesterton —creo que se llama Everlasting Man (El hombre eterno); yo la conocí por Francisco Luis Bernárdez—. Ahora, es un libro muy raro: no hay en él una sola fecha, hay muy pocos nombres propios; y todo está contado de un modo tan patético… yo recuerdo que leí el capítulo que se refiere a las guerras púnicas, y cuando llegué al final yo estaba llorando. —Como siempre, lo conmueve lo épico. —Sí, precisamente. —Ahora, Hugo hace asociaciones, naturalmente, dentro del siglo XVIII entre Voltaire, Rousseau y Mirabeau… —Yo no sé, me siento tan lejos de Rousseau ahora. Aunque he hecho todo lo posible —como buen ginebrino—, hasta he llegado a leer Émile, uno de los libros más tediosos que se hayan escrito. —(Ríe). Y no llegó a embarcarse en El contrato social. —No en El contrato social, pero llegué a las Confesiones, que muestran un personaje muy desagradable. Parece que Rousseau, cuando escribió ese libro, advirtió las posibilidades patéticas y se atribuye una serie de culpas no cometidas por él. Ésa, por ejemplo, de haber abandonado a sus hijos. Bueno, parece que no los abandonó, y que no los había engendrado tampoco. —Hugo sostiene, además, que en medio de esa sociedad que se disolvía en Francia, antes de la Revolución… —Y, desde luego, si la Revolución ocurrió es porque ya había ocurrido, ¿no? —Claro. —Sí, pero eso podría decirse de todo, ¿eh? Que cuando algo ocurre, ya ocurrió hace tiempo pero de un modo íntimo. Es decir, que los hechos vienen simplemente a confirmar algo anterior. —Sí, los prolegómenos son invisibles, pero después se revelan. —Sí, yo creo que sí. Y sin duda eso podría usarse, digamos, como un argumento a favor de Rosas, y del otro Rosas que hemos padecido; que si llegaron al poder es porque había algo… bueno, «algo podrido en el Estado de Dinamarca». —Además de lo que ellos hicieran por llegar al poder. —Sí, desde luego, sí. También uno podría pensar —eso sería un consuelo— que cuando le sucede algo, algo adverso, significa simplemente que uno ha recibido una carta en la que le comunican eso. —En la que le comunican que algo ya estaba pasando antes. —Sí, que los hechos vendrían a ser síntomas de enfermedades ya latentes. —Es cierto, ocurre como en el proceso de la enfermedad. —Sí, es decir, si me decapitan quiere decir que ya me han cortado la cabeza, ¿no? (ríen ambos). —En el corazón de los hombres ya se la habían cortado, claro. —Y es que es más importante lo que sucede en el corazón y en la mente que lo que sucede en la mera actualidad, digamos, en la mera realidad. —Tiene razón, porque es lo que ocurre en la conciencia. —Claro, estamos seguros de la conciencia y no estamos seguros de la realidad de la realidad. De la conciencia tenemos un testimonio inmediato. En cambio, lo otro es más o menos como cuando yo digo que he nacido en Buenos Aires en el año 1899. Es un mero acto de fe, porque yo no me acuerdo de haber nacido en Buenos Aires el año 1899; y nadie puede recordar su nacimiento, ¿no? Aunque, ahora, según los psicoanalistas, hasta recuerdan las experiencias anteriores al nacimiento… lo cual es un acto de fe que yo personalmente no profeso. Qué raro que se base una ciencia sobre algo tan hipotético como eso. Claro, digamos una ciencia entre comillas, como el psicoanálisis, en que una parte está basada en eso; hay esa supuesta relación entre los hijos y los padres, por ejemplo. —Se revaloriza el pasado en particular. —Sí, y un pasado bastante conjetural, además, o del tipo conjetural. Creo que González Lanuza empezó a escribir una autobiografía, y dijo: «Siento herir o entristecer a los psicoanalistas pero realmente yo he querido a mi madre y a mi padre» (ríen ambos). «Yo preferiría», dijo, «respetar los sentimientos de ellos, pero la verdad me obliga a decir que yo he sido feliz cuando era chico, y que los he querido a los dos imparcialmente, digamos». —Volviendo a Voltaire, Borges, le decía que Hugo explica que en medio de esa sociedad francesa que se disolvía, Voltaire aparecía «como una serpiente en un pantano, capaz de transmitir su veneno e influir decisivamente en lo que vendría». Como además ocurrió. —Resulta tan difícil asociar las palabras «veneno» y «Voltaire»… Salvo aliterando, pero fuera de eso no, ¿eh? —Le aseguro que Hugo las asocia con toda facilidad. Él le atribuye… —Bueno, sí, pero como a Hugo le gustaban las antítesis posiblemente él haya pensado que «Voltaire» y «serpent» eran una antítesis; como cuando él habla de la estrella y la araña, la sombra y la luz. Posiblemente fue por eso. —¿Una antítesis literaria, digamos? —Sí, pero desde luego que ya algo, algo de serpentino había en Voltaire, ¿no?; o lo sintieron así. En todo caso, fue sentido como diabólico. 75 EL SIGLO XIX Osvaldo Ferrari: Hace poco usted ha sugerido a través de una frase, Borges, su identificación o su mayor afinidad con el siglo anterior que con este siglo en que vivimos. Luis Borges: Es verdad, yo nací el penúltimo año del siglo pasado, el noventa y nueve; soy una reliquia de ese siglo. Pero, al mismo tiempo, si pienso que el siglo XIX produjo el XX, bueno, he dado con el mayor argumento en contra de ese siglo. Pero el siglo XIX fue producido por el XVIII, que era quizá superior. En cuanto al XVII ya no sé, tengo sentimientos encontrados. —Es fácil advertir que la mayoría de los escritores de su predilección, corresponden al siglo XIX. —En todo caso, nacieron en el siglo XIX. —Nacieron, sí. —Desde luego la división en siglos tiene que ser arbitraria, pero no podemos pensar sin generalizar; lo cual es una generalización también, ¿no? —Cierto. —Parece que el pensamiento es imposible sin la generalización, ya que para pensar usamos palabras abstractas; bueno, aquí hay dos posibilidades: o las palabras abstractas son simplificaciones de otras o existieron los arquetipos platónicos. Tenemos que elegir entre las dos cosas, es decir, o la palabra «blanco» es un modo de referirnos al color del arroz, al color de la nieve, al color de la luna, al color de los dientes; o hay que suponer, con el idealismo, que hay arquetipos. O sea, que la nieve, que el arroz, que la luna, que los dientes, participan de un arquetipo que es la blancura. Pero parece más verosímil suponer que se ha buscado una palabra, bueno, un poco vaga, que nos ayuda a pensar; con lo que ya nos aproximaríamos al nominalismo, que supone que existen los individuos, y que se han encontrado semejanzas que han servido para sugerir las palabras abstractas. —O en el otro caso, al platonismo, digamos. —Sí, que supone que cada cosa viene a ser un nudo, digamos, donde se juntan esos arquetipos… —Y que hay palabras arquetípicas. —Sí, que la palabra blancura, por ejemplo, sirve para la nieve, y al mismo tiempo sirve para el arroz, y sirve para la luna. —La extensión del blanco, claro. —Sí, podemos elegir entre las dos concepciones. Ahora, según Coleridge, todo hombre nace aristotélico o platónico; es decir, nace idealista o nominalista. Y él dice que uno no puede concebir un tercer tipo de hombre. De manera que somos aristotélicos o platónicos, y, según Coleridge, no podemos ser otra cosa; pero por lo general somos ambas cosas. —O en Oriente somos confucianos o laotseístas. —Claro, ahora, estaba leyendo en ese libro Los primeros mil años —una historia de la literatura japonesa de un autor japonés—, y ahí él dice que el budismo zen llegó al Japón sosteniendo que el budismo y el confucionismo son la misma cosa. O, según la metáfora, un poco inevitable, que él usa, son los dos lados de una misma moneda; es decir, que esencialmente no tiene que haber una discordia entre los dos, aunque de hecho históricamente la hubo, y fue sangrienta en muchos casos. —Sin embargo, uno asociaría más al budismo con Lao Tse que con Confucio. —Sí, pero como la discordia se había planteado entre Confucio y el budismo zen, lo que buscaban era reconciliarlos. Sí, porque oficialmente el taoísmo no contaba, o se lo identificaba con el budismo, como usted dice, claro. Precisamente el mundo de Confucio parece un mundo poco místico. Y creo que en alguna ocasión, Confucio dijo que hay que respetar a los seres sobrenaturales, pero que es mejor mantenerlos a distancia (ríen ambos), lo cual era un modo muy cortés de rechazarlos, ¿no? —Más o menos como Platón con los poetas. —Más o menos, sí. Claro, creemos en la Trinidad, pero es mejor que la Trinidad guarde distancia, ¿no?, que no intervenga demasiado (ríe); pero mientras tanto respetémosla, por motivos, bueno, de buena educación… o por una precaución quizá necesaria. —Le decía antes, que usted suele recordar la visión de las cosas que tuvieron esos escritores nacidos en el siglo XIX, como Chesterton o como Shaw, por ejemplo… —Ah sí, y la verdad es que parece tan rica esa literatura. Ahora, hubo otra, bueno, otra conjetura que yo he oído, y es la de que el siglo XIX concluyó realmente en 1914. —Ah, es muy probable, claro. —Porque ya en 1914 viene la guerra, y después la desconfianza entre los países, bueno, los pasaportes… —Bueno, fue el siglo de la ideología del progreso, del positivismo, y también el de las ideas nacionalistas, socialistas; en fin, muchas cosas nacen allí, y se ejercitan en este siglo, en el nuestro. —Es que yo diría que los políticos, por lo general, son lectores atrasados, ¿no? (ríe). Es decir… bueno, un escritor francés dijo que las ideas nacen dulces y envejecen feroces. Es verdad, porque, por ejemplo, se empieza por la idea de que el Estado debe dirigir todo; que es mejor que haya una corporación que dirija las cosa, y no que todo «quede abandonado al caos, o a circunstancias individuales»; y se llega al nazismo o al comunismo, claro. Toda idea empieza siendo una hermosa posibilidad, y luego, bueno cuando envejece es usada para la tiranía, para la opresión. Pero las ideas, al principio… —Son inocentes… —Sí, y hasta podemos decir que son poéticas, y que después son prosaicas y terribles, sí, inexorables. —Ahora, en los comienzos del siglo anterior se da el movimiento que usted considera, creo, el más importante de la historia de la literatura: el romanticismo. —Sí, salvo que el romanticismo surgiera en el siglo XVII, entonces, tiene que haber surgido con el Ossian de Macpherson, y con las baladas inglesas y escocesas del obispo Percy. —Es decir, desde Escocia y desde Inglaterra. —Sí, desde Escocia más bien, ya que el obispo Percy era de Northumbria, es decir, estaba en la frontera con Escocia. Y luego se extiende a todo el mundo; en todo caso, tenemos este hecho: la fecha oficial del movimiento romántico es, en Inglaterra, el año 1798, el año de la publicación de las baladas líricas de Coleridge y de Wordsworth; y, en Francia, el año 1830, el año de la representación de Ornany. En Alemania no sé cuál es la fecha oficial, si es que hay fecha oficial —las fechas oficiales, bueno, son convenciones transparentes, digamos—. Y, desde luego, no sé si hubo un movimiento romántico en España. Fuera de Bécquer, que viene a ser como una especie de pálido espejo de Heine, yo no creo que hubiera un movimiento romántico. —Bueno, de pronto Espronceda… —Sí, pero es más bien retórico me parece, es más bien oratorio. Los poetas románticos españoles son más bien oratorios. En todo caso, son tardíos. Habría que examinar el caso de Italia. Y aquí, bueno, aquí tendríamos… —A Echeverría. —A Echeverría, no sé exactamente cuál sería la fecha, debe ser posterior a 1830. —Claro, durante la época de Rosas. —Desde luego, y ese poema de él que se recuerda, ese poema que fue tan criticado por Lugones, cuando habla de la pampa y dice que se extiende misteriosa, indefinida; y la compara con un inmenso piélago verde. Ahora, esa comparación, yo creo que de hecho es falsa: siempre se compara la llanura con el mar. Personalmente, lo siento de un modo distinto, porque hay un misterio en el mar, hay un cambio continuo en el mar que no hay en la llanura, me parece. —Es cierto, el mar es una llanura en movimiento. —Y sin embargo, el desierto, que es la llanura, tiene, por lo menos para la imaginación, una connotación del todo distinta. Además, hay algo en la palabra «desierto» que no hay en la palabra «llanura». Bueno, yo no tengo derecho a hablar de estas cosas, yo siempre fui miope, y ahora soy ciego; pero tengo la impresión de que la llanura es la misma en todas partes del mundo: cuando estuve en Oklahoma pensé que estaba en la provincia de Buenos Aires. Y posiblemente, si llegara a la estepa, o si llegara a Australia; o si llegara a lo que llaman el Veldt o el Karroo, en Sudáfrica, sentiría lo mismo. En cambio, diríase que cada cerro es distinto, casi podríamos decir que cada cerro es un individuo. —Mientras que la llanura es anónima. —La llanura es anónima y difundida, y si uno ha visto una, las ha visto todas. Y la montaña no, la montaña es distinta. —Dentro del siglo pasado, hacia la segunda mitad, tenemos a otro de sus poetas favoritos, pero ya dentro del simbolismo… Naturalmente me refiero a Verlaine. —Ah, desde luego. Pero creo haber dicho que si tuviera que elegir un poeta, elegiría a Verlaine, aunque a veces vacilo entre Verlaine y Virgilio. Y algunos me han dicho que Virgilio es simplemente un eco de Homero. Ahora, Voltaire dijo: «Si Homero ha hecho a Virgilio, es lo que le ha salido mejor». —Y como conjeturábamos en otra oportunidad, si posteriormente Virgilio ha hecho a Dante, es también una de sus mejores obras. —Sí, por supuesto. —Tenemos que recordar también, que el siglo XIX es el siglo en que Nietzsche pronunció aquella frase: «Dios ha muerto». —… Y sin embargo parece que no, ¿eh?; parece que no ha muerto. En todo caso, vive como una esperanza; aquello que dijo Bernard Shaw: «God is in the making» (Dios está haciéndose), y ese hacerse de Dios, bueno, sería el universo, sin excluir a los minerales, las plantas, los animales, los hombres; nuestro diálogo de este momento sería un hacerse de Dios. —Bueno… —En cuanto a la idea de «Dios ha muerto», viene a ser una prolongación de la idea del «Crepúsculo de los dioses», del momento en que mueren los dioses, y los demonios también, claro. Pero no se habla de la humanidad ahí, es curioso, en aquel canto de la profecía de la bruja, o de la profetisa. No, con una especie de alto desdén se habla de los dioses y de los demonios en aquel «Crepúsculo de los dioses» escandinavo. —Los hombres no cuentan. —No, en los cantos de la «Edda Mayor» se habla de los dioses, y se dice también que volverán después de su «Crepúsculo». —¿De manera que usted conjetura que la mitología habría influido sobre el mismo Nietzsche? —Y, yo creo que sin ninguna duda, la prueba está que él tiene un libro que se llama El crepúsculo de los ídolos. —La mitología y la filosofía. —Y, supongo que habrá un intercambio continuo, ¿eh?; el mito… —Y la razón. —… Y la razón, sí. Yo estuve pensando sobre el mito: creo que la diferencia entre el mito y una fábula, una ficción cualquiera, es que, bueno (he pensado en particular sobre los clásicos); los clásicos son libros que se leen de cierto modo. Y el mito es una ficción, un sueño, una fábula, que se lee como si fuera capaz de muchas interpretaciones, y como si tuviera un sentido necesario. —Ciertamente, sí. —Porque si no, no sé qué diferencia puede haber entre un mito y un cuento de hadas. La prueba de que se trata de algo diferente está en que el cuento de hadas se oye como una diversión, y el mito, bueno, ya la palabra mito es una palabra bastante respetuosa. —Se la oye como una fatalidad, en el sentido en que la fatalidad incide en la mitología griega. —Sí, ahí incide la fatalidad. 76 VIRGILIO Osvaldo Ferrari: Una de sus predilecciones permanentes, Borges, dentro de los clásicos y dentro del género épico, por encima inclusive de La Ilíada, parece ser La Eneida de Virgilio. Quizá también la sutileza con que está escrita La Eneida sea otro aspecto… Jorge Luis Borges: Evidentemente; además yo conozco, por otra parte, La Odisea a través de varias versiones, de versiones inglesas —creo que en inglés hay treinta y tantas versiones de La Odisea—; hay menos de La Ilíada, ya que, bueno, Inglaterra y el mar son un conjunto. En cambio, al alemán se han hecho más versiones de La Ilíada, porque Alemania y la tierra, Inglaterra y el mar, ¿no?, van juntas. De modo que yo he leído muchas versiones de La Odisea, y tengo la vieja versión de Chapman, quien fue contemporáneo y rival de Shakespeare; y creo que, bueno, fueron rivales en el amor, y Shakespeare se refiere a él indirectamente en algunos versos. Pero, en fin, parece que me he distraído ya que estoy hablando de La Odisea en lugar de La Eneida. Quizá la mejor versión inglesa de La Odisea sea la de Lawrence de Arabia. Él la publicó y firmó: T. B. Shaw, que es el seudónimo que tomó cuando renunció a su título militar de coronel, y sirvió en la Fuerza Aérea. En el caso de La Eneida, que, desde luego hubiera sido imposible sin La Ilíada y La Odisea, tenemos, como usted dijo al principio, dos virtudes que casi nunca se encuentran, o que sólo se han encontrado en La Eneida: se trata, ante todo, de la inspiración épica, porque evidentemente la epopeya de Eneas, bueno, se lo ve como mítico fundador del imperio de Roma; y fue escrita en la época de Augusto, según se sabe. Y luego, el cuidado con que está escrita cada línea. De modo que es muy raro, es algo así como si un poeta precieux, como si un poeta que sintiera cada línea, la virtud de cada línea, hubiera usado ese arte minucioso (In tenue labor) para una vasta epopeya. Y debemos recordar que durante la Edad Media, y quizá hasta el movimiento romántico, el gran poema era La Eneida, ya que a Homero lo honraban, pero eso no era más que un acto de fe. Por ejemplo, lo tenemos en El nobile castello, cuando esas grandes sombras de los poetas clásicos, que son cinco, se acercan a Dante y lo reciben como sexto en el grupo de ellos. A Dante, que aún no ha escrito la Comedia evidentemente, pero se sabe capaz de escribirla. Uno de los cinco es aquella gran sombra que avanza espada en mano, y es la sombra de Homero. Y ahora recuerdo un comentario burlón de Voltaire, que dice: «Si Homero ha hecho a Virgilio, es lo que le salió mejor» (ríe). —Y si Virgilio ha hecho a Dante… podríamos agregar. —Eso es cierto, sí; y si de algún modo Virgilio ha hecho a Dante, y de algún modo Homero ha hecho a Virgilio… qué raro que un poeta trabaje en función de poetas futuros, que no puede prever, y que quizá no entendería, o no le gustarían. —Ah, posiblemente… —Porque habría que saber si Homero, o los griegos que llamamos Homero, hubieran aprobado La Eneida; posiblemente no. Y ¿qué hubiera dicho Virgilio de La divina comedia?; no habría entendido buena parte, habría comprendido lo que se refiere a mitología pagana: por ejemplo, en el Infierno está el minotauro, hay centauros; bueno, y está él, pero él convertido en otro personaje, porque sin duda el Virgilio histórico no tiene por qué parecerse a ese gran personaje, que es el máximo personaje de La divina comedia, que es el de Virgilio. Y hasta podría pensarse que lo más importante de esa obra, salvo que todo es importante, es la amistad de Virgilio y de Dante; porque Dante sabe que él se salvará, y sabe que el otro está condenado —en todo caso, excluido de la vista de Dios— y lleva esa vida melancólica, con las otras cuatro grandes sombras. —Sí, como antes Eneas en La Eneida. —Es cierto. —En el sexto libro. —Sí, en el sexto libro, que tiene que haber servido como inspiración para Dante, porque esa idea del viaje a… bueno, toda la idea de La divina comedia es de algún modo una extensión, una espléndida extensión del sexto libro de La Eneida. Ahora, qué raro, cuando yo pienso en La Eneida ahora, recuerdo menos situaciones que frases; pero eso es propio de todo poeta… y creo que ahora podríamos llamarlo barroco a Virgilio. —Cada uno de sus versos ha sido trabajado. —Sí, cada verso. Por ejemplo, él dijo tan espléndidamente aquello de Troya fuit, que generalmente se traduce muy mal al español diciendo «Aquí fue Troya», con lo que pierde toda su fuerza la frase. En cambio, «Troya fue» está como manchado de melancolía… «Troya fue» es como decir: alguna vez pudo decirse «Troya es», y ahora sólo podemos decir «fue». Ese «fue» es espléndido; claro, es un artificio literario, pero toda la literatura está hecha de artificios. Y recuerdo en este momento que Chesterton hace notar que todo el mundo, que todos los países han querido descender de los troyanos, y no de los aqueos. —Es curioso. —Y eso nos llevaría a la sospecha de que el verdadero héroe —en todo caso, para nosotros, y quizá para Homero también—, el verdadero héroe de La Ilíada es Héctor. —El troyano. —El troyano, sí, y una prueba es que el libro se llama Ilíada, es decir, se refiere a Ilión. —A Ilión; es decir, a Troya. —Claro, porque podría haberse llamado Aquilea, a la manera de La Odisea, pero no, se llama Ilíada. Sin embargo, los dos tienen un destino trágico, ya que Aquiles sabe que él no entrará nunca en Troya, y Héctor sabe que está defendiendo una ciudad que está condenada al exterminio y al fuego. De modo que los dos son personajes trágicos; los dos luchan, bueno, Héctor por una causa perdida y Aquiles por una causa que será vencedora, pero en un momento en que él ya habrá muerto; cuyo triunfo él no podrá ver. —Ahí se aprecia la fatalidad griega. —Sí, y luego, la vastedad del mar, porque en la acción de La Ilíada tenemos las batallas y también algunas escenas entre los dioses… —Sí, pero es muy interesante ver de qué manera se someten a la fatalidad de los dioses cada uno de los personajes de La Ilíada; la fatalidad griega, podríamos decir. —Sí, bueno, es que los dioses también están sometidos. —A su vez. —Creo que la palabra que simboliza el destino, en griego, equivale a wyrd en inglés antiguo; por eso las tres brujas que inician la acción de Macbeth son también las wyrd sisters, es decir, las hermanas fatales, o sea, las parcas. Sí, porque esas brujas son las parcas también, y, además, Macbeth es un instrumento de las parcas y de la ambición de su mujer; como lo siente a él, bueno, cuando ella le dice que en él abunda demasiado «The milk of human kindness» (la leche de la bondad humana). Es decir, uno siente que él esencialmente no es cruel; él está manejado por la profecía, por su fe en la profecía —que no comparte a su vez Banquo—, porque aparecen las brujas, dicen sus profecías, desaparecen, y Banquo dice: «La tierra tiene burbujas, como las tiene el agua; y éstas son de ellas». De manera que él ve en las brujas… así, fenómenos casuales de la tierra, burbujas. —De alguna manera el paganismo persiste, aunque atenuado. —… Claro, sí, puesto que las tres brujas son las tres parcas. Bueno, y en la mitología escandinava aparece también la parca, y lleva el nombre de Norn; sí, las «nornas». Pero, a propósito de la mitología escandinava, parece que fue tal la fascinación que ejerció La Eneida en el Norte, que inspiró esa epopeya un tanto pesada a los sajones, el Beowulf (se han descubierto creo que dos pasajes de La Eneida allí). Pero, además, usted recordará al dios Thor de los escandinavos; pues en algún texto escandinavo he leído que Thor era hermano de Héctor. —Nuevamente Héctor, el troyano. —El troyano, es decir, los escandinavos, allá, perdidos en su Norte, querían, bueno, contrariando, desde luego, al futuro etnólogo Hitler, querían ser troyanos. Y el sonido de los nombres Thor y Héctor es parecido además. —Se trataría de la necesidad del Norte de sentirse unido al Sur, como usted decía en otra oportunidad. —Sí, y, por otra parte, el prestigio de Roma, siempre el prestigio de Roma, y de todo el Sur; bueno, claro, los bárbaros tienen que sentir el prestigio de… —De la antigua cultura. —De la cultura, sí. Bueno, un caso clásico sería el de los tártaros: los tártaros o mongoles conquistan la China, y al cabo de dos o tres generaciones se convierten en caballeros chinos que estudian el Libro de las mutaciones, las Analectas de Confucio, sí (ríe). —Volviendo al Sur, me llama la atención que reconociéndose Virgilio discípulo de Lucrecio haya sido tan idealista o fantástico, en contraste con el materialismo de Lucrecio; que provenía naturalmente de Epicuro. —Sí, parece que uno no siente ningún parecido entre ellos, pero tiene que haber ejercido influencia Lucrecio sobre Virgilio. Ahora, naturalmente Dante no menciona a Lucrecio. Y luego, los cinco poetas que lo reciben a él lo saludan como un igual ya que saben que él escribirá La divina comedia, a ver, ¿cuáles serían?; y serían Virgilio, Homero, Horacio, Ovidio y Lucano. Y Lucrecio está excluido, bueno, naturalmente siendo Lucrecio ateo tiene que estar excluido, ¿no? Aunque él empieza por una invocación a Venus, y Venus vendría a ser ahí como un equivalente a la voluntad de Schopenhauer, o la evolución creadora de Bergson, o el life force (fuerza vital) de Shaw; una especie así, de fuerza, o como dijo Glandville, «Dios es una voluntad»: una voluntad que se realiza en las piedras, en las plantas, en los animales, en nosotros, en cada uno de nosotros. Sí, sin duda en Lucrecio hay un sentimiento religioso, pero más bien en el sentido del panteísmo yo creo. —Bueno, aunque él niega la religiosidad, niega los dioses y la influencia de los dioses sobre los hombres. —Sí, pero se siente que para él hay algo sagrado, digamos, en el universo, en la vida. —No lo dice pero se siente, es cierto. —Por eso Hugo, que evidentemente no era cristiano, en su libro sobre Shakespeare hace una lista de grandes poetas, o de hombres de genio; y ahí él empieza por Homero y pasa por Lucrecio, y creo que excluye a Virgilio y a Dante, sí, y todo el tiempo hay una especie de paralelo entre Esquilo y Shakespeare, que luego se entiende, porque dice ¿cómo parecerse a esos grandes maestros? «Siendo distinto», contesta él. —Y de quién usted cree que se siente más próximo, Borges, ¿de Lucrecio o de Virgilio? —… Es difícil contestar a eso; yo creo que, digamos intelectualmente de Lucrecio, pero literariamente o poéticamente de Virgilio. —Perfecto. —He leído a Lucrecio en la versión inglesa de Monroe, que se entiende que es la mejor. Pero a Virgilio, en fin, he oído siquiera de lejos la voz de Virgilio durante los siete años en que me acerqué al estudio del latín, y al amor del latín. 77 SOBRE LA AMISTAD Osvaldo Ferrari: Más allá de nuestras fronteras, creo que lo que usted ve en la amistad son sus posibilidades creativas. Basta con que recordemos, entre las famosas, la amistad espiritual de Platón y Sócrates. Jorge Luis Borges: Ése sería el opus clasicus, ¿no? —Claro. —Pero después ha habido tantos otros… —Bueno, Jaspers sostiene que la filosofía platónica se funda en esa vinculación personal de toda la vida con Sócrates; que lo central de esa filosofía no es ni la naturaleza ni el universo, ni el hombre, ni ninguna proposición, sino todo eso en función de esa amistad. —Eso no es imposible. Ahora, yo pensé, y lo he dicho sin duda más de una vez, que los diálogos platónicos corresponden o surgen de la nostalgia de Platón por Sócrates. Es decir, Sócrates muere y Platón juega a que sigue viviendo, y a que sigue discutiendo diversos temas. Bueno, eso equivaldría a la idea del magister dixit; tenemos un ejemplo en Pitágoras: Pitágoras no escribe nada para que su pensamiento se ramifique en el pensamiento de sus discípulos. Y Platón, a pesar de la muerte corporal de Sócrates, sigue jugando o soñando que Sócrates existe; que Sócrates aplica su teoría de los arquetipos a todas las cosas, y entonces Platón lleva más allá la idea primitiva socrática, que sería la idea de arquetipos del bien, al imaginar arquetipos del mal; arquetipos de todas las cosas. Finalmente se llega a un mundo arquetípico en el que hay tantos arquetipos como individuos, y que precisaría otro mundo de arquetipos a su vez, y así infinitamente. —Pero esto implicaría, entre otras cosas, que en los orígenes de la filosofía occidental estuvo el gran sentimiento de la amistad. —Sí, la amistad y el pensar que la muerte es un accidente, y que cierta línea de pensamiento puede proseguir en la mente de los discípulos más allá de la muerte corporal del maestro. El caso clásico sería Pitágoras, ¿no? —Claro, eso estaba precisamente en esa filosofía, en la cual se cree que el espíritu preexiste y continúa existiendo más allá del cuerpo. —Y más allá del individuo, desde luego. —Naturalmente. —Porque creo que, por ejemplo, Aristóteles no habla nunca de Pitágoras a secas: dice «los pitagóricos». De manera que él no está seguro de que Pitágoras haya pensado así, pero su grupo sigue pensando por él después de la muerte corporal. —Ahí habría una forma de comunidad espiritual, digamos. —Sí, es decir, volviendo a lo que se supone que es nuestro tema, que es la amistad; luego eso continúa en gente que no lo ha conocido personalmente también: Pitágoras sigue pensando a través de muchas mentes, que son los pitagóricos, y que sin duda llegaron a pensar cosas en las que no había pensado él. —Pero siempre en el espíritu del maestro. —Sí, por ejemplo, creo que la idea del tiempo cíclico no está en el pensamiento de Pitágoras; sin embargo, la profesaron los pitagóricos, como los estoicos también. —También, sí. Ahora, en su propia vida, Borges, me parece ineludible su amistad con Macedonio Fernández, por ejemplo. —Sí, ha sido una amistad tutelar… Pero, qué raro, a ese tipo de amistades parece convenirles la muerte física, ¿no?; ya que, bueno, aquel famoso verso de Mallarmé: «Tel qu’en lui même enfin l’éternité le change» (Tal como en sí mismo la eternidad lo cambia) refiriéndose a Poe. Es decir, cuando alguien ha muerto, uno tiene una imagen de esa persona que no está modificada por las circunstancias contemporáneas, y puede manejar esa imagen a su guisa, a su modo. De manera que podríamos decir que esa imagen del amigo es quizá más fuerte después de la muerte del amigo. Y uno puede, además, moldearla, ¿no? —¿Mejorarla? —Y quizá mejorarla, porque yo no sé cómo habría pensado, por ejemplo, Xul Solar de tal o cual acontecimiento; pero el Xul Solar platónico hubiera pensado respecto a esto de la misma manera que nosotros, ¿no? —Claro. —Y el Macedonio platónico también, aunque quizá como individuo no; claro, mientras una persona vive está cambiando, y es inasible. En cambio, cuando ha muerto ya tiene la tranquilidad de una fotografía, de una imagen fija. —Jaspers también dice que quizá todo joven aspira a encontrar su Sócrates en la vida… —Ah, qué linda idea es ésa. —… Y estoy pensando que cuando usted dice amistad tutelar de Macedonio, eso indicaría que usted encontró algo así en él. —Bueno, muchos encontramos eso en Macedonio; todos los discípulos de él —o los interlocutores de él, que éramos sus discípulos—, naturalmente, ya que sentíamos que él era el maestro. A él no le gustaba esa idea de ser maestro. —Lo cual prueba su condición de maestro. —Sí, yo creo que sí. En cambio, en el caso del doctor Johnson, supongo, o en el caso contemporáneo de Gómez de la Serna, o de Rafael Cansinos Assens, se sentían como maestros de su grupo. José Ingenieros también. —Es decir, en Macedonio no se podía sospechar que hubiera ninguna intención didáctica. —No, como lo que había en Macedonio era ante todo curiosidades y dudas… —Él compartía eso. —Sí, él compartía eso. Pero, de hecho, él era el maestro, y la gente no iba a oírnos a nosotros, sino a oírlo a Macedonio Fernández. —De modo que no importaba que él escribiera o no, porque tenía discípulos. —Sí, pero él no los veía como discípulos; y además, como él tenía ese hábito de atribuir sus opiniones al interlocutor, y decía, por ejemplo: es peligroso hablar de música sin saber qué ha pensado sobre ese tema Santiago Dabove (ríe). Y mucha gente incurre en el peligro de hablar de música ignorando la opinión de Santiago Dabove, ¿no?, que escribió un libro de cuentos: La muerte y su traje. —Luego, muchas de sus amistades se vinculan con el trabajo; es decir, usted ha trabajado con muchos de sus amigos en colaboración, como en el caso de Bioy Casares, y también con su amiga Silvina Ocampo… —Y he descubierto que las mujeres son excelentes para la amistad, que tienen un admirable sentido de la amistad. —Cierto. —Cosa que mucha gente niega, yo no sé por qué… bueno, claro, yo creo que las mujeres son más sensatas y más sensibles que los hombres… más sensibles no sé, pero más sensatas sí, por lo general, ¿no? La prueba está en que una mujer es difícilmente fanática, y un hombre —sobre todo en este país— es fácilmente fanático, y de causas, bueno, indefendibles; que es necesario ser fanático para profesarlas, si no, no se entienden. —Además, se suele decir que las mujeres son más inofensivas en la relación de amistad que en la relación de amor, ¿qué opina usted? —… Y, la relación de amor es una relación vulnerable, ¿no?; además requiere continuas confirmaciones, y si no hay confirmaciones hay dudas; y si uno pasa unos días, y no sabe nada de ella, uno está desesperado. En cambio, uno puede pasar un año sin saber nada de un amigo, y eso no tiene ninguna importancia. La amistad, bueno, la amistad no exige confidencias, y el amor sí. Y el amor es un estado así, de recelo; es bastante incómodo, ¿eh?, bastante alarmante. La amistad, en cambio, es un estado sereno: uno puede ver o no ver, uno puede saber o no saber lo que hace el otro. Ahora, posiblemente haya personas que sientan la amistad de un modo celoso, pero yo no. Hay mucha gente que siente la amistad como se siente el amor, y hasta desean ser la única amistad de la otra persona. —Es un error, es la amistad posesiva, digamos. —Sí, y el amor suele ser posesivo. —Claro. —Y si no, se considera que es una traición. Y la amistad no, al contrario. —Ahora, en los prólogos que usted ha escrito a las obras de escritores como Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, o inclusive de otros que no conoció personalmente, como Almafuerte o Ascasubi, hay una especie de afecto que no puedo relacionar más que con un sentimiento de amistad. —Sí, tiene razón. Y en el caso de Henríquez Ureña, y en el de Reyes, fuimos amigos personalmente, además. Bueno, yo antes solía escribir contra la gente, y ahora no; hace mucho tiempo que no escribo una sola línea adversa, o ligeramente hostil. Creo que no, que es inútil eso. Además, bueno, por ejemplo, Schopenhauer pensaba que Fichte era un charlatán. Ahora se han descubierto semejanzas en las doctrinas de los dos; los dos conviven en la historia de la filosofía. De Quincey pensaba muy mal de un escritor anterior, de Alexander Pope. Y ahora uno puede admirar a los dos imparcialmente, ¿no? De modo que a la larga triunfa la tradición; y la tradición está hecha sobre todo de revoluciones. El movimiento romántico, por ejemplo, se opone al gran siglo —al siglo de Luis XIV—; bueno, pues ahora vemos a Hugo, y debemos pensar en Racine o en Boileau. Y no pensamos en que fueran enemigos. —Un triunfo de la tradición. —Sí, que además forma como una especie de unidad con esos elementos heterogéneos. Y lo que es ahora heterogéneo para nosotros puede ser un todo en muy poco tiempo, ya que todo va siendo la tradición. La historia de una literatura es la historia de una serie de grupos adversos. 78 CHESTERTON Osvaldo Ferrari: Hay uno de sus autores predilectos, Borges, que no termina de ser suficientemente conocido en la Argentina, a pesar de que usted supuso que su condición de católico lo aproximaría quizá a muchos argentinos; me refiero, naturalmente, a su venerado Chesterton. Jorge Luis Borges: Sí, desde luego, bueno, esa condición de católico lo ha perjudicado en Inglaterra. Claro, y luego quizá esa palabra acuñada por Bernard Shaw: el «ChesterBelloc»; se lo veía como una especie de monstruo —el hecho de la asociación de los nombres de Chesterton y de Hilaire Belloc también lo ha perjudicado—. Ahora, yo creo que Belloc ejerció una mala influencia sobre Chesterton; Belloc era un hombre muy inteligente, pero fácilmente fanático, y, en cambio, la mente de Chesterton era una mente muy generosa; él hubiera sido tolerante. Pero el otro lo empujaba hacia el fanatismo, y ha llevado a que se lo lea a Chesterton en función de sus opiniones. Eso es lo que siempre ha perjudicado a los escritores. Por ejemplo… bueno, son tantos los casos; aquí, entre nosotros, Lugones ha sido juzgado por sus opiniones políticas, y por las de sus últimos años —se olvida que antes fue anarquista, socialista, partidario de los aliados durante la primera guerra mundial, y luego, finalmente, publicó La hora de la espada—. Y a Kipling se lo ve en función del imperio británico. Bueno, a Whitman se lo juzga favorablemente, claro, porque representa la democracia. Las opiniones políticas son lo menos importante que puede haber, son superficiales. Y en el caso de Chesterton, tenemos a un hombre de genio, y… reducirlo a católico es una injusticia. Recuerdo que Bernard Shaw decía que la Iglesia Católica, el Vaticano, era como un barquito que zozobraba cuando entraba Chesterton, que era enorme (ríen ambos). —Sin embargo… —Bueno, eso es simplemente una broma, pero la verdad es que se ha olvidado que Chesterton… por ejemplo, él ha escrito —todos lo sabemos— cuentos policiales. Pero como me hizo notar Xul Solar una vez, esos cuentos policiales son no sólo cuentos policiales, lo cual no sería deshonroso ya que Edgar Allan Poe inventó el género, y fue cultivado por Dickens, y… por Chesterton. Pero esos cuentos son, además, muchas otras cosas, ya que cada cuento de Chesterton viene a ser de algún modo como un cuadro; luego, como una pieza de teatro; luego, como una parábola. También están los paisajes —los personajes aparecen como actores que entran en escena, y son siempre muy vividos; visualmente vividos—. Y después está la solución, que es siempre ingeniosa. Y curiosamente, nunca se habla de los criminales: el Padre Brown (el detective de los cuentos de Chesterton) nunca denuncia a nadie a lo largo de su carrera. No se sabe muy bien qué pasa con ellos, ya que lo importante es el enigma; la solución ingeniosa de ese enigma. Y además, en cada cuento policial de Chesterton se sugiere una explicación mágica. Y yo creo que si el género policial muere —y no es imposible que muera, ya que parece que el destino de los géneros literarios es la desaparición—, bueno, cuando haya desaparecido el género policial esos cuentos seguirán siendo leídos por obra de la poesía que incluyen, y además, quizá por obra de la sugestión mágica. Hay un cuento que se llama «El hombre invisible», en que hacia el final está la solución: es una persona invisible porque es demasiado visible; se trata de un cartero que tiene un uniforme vistoso, y a quien como entra y sale todos los días, se lo ve como uno de los hábitos de la casa. Pero también la persona que ha sido asesinada es un fabricante de muñecos mecánicos, que son sirvientes; y se insinúa la posibilidad de ese hombre devorado por esas muñecas y muñecos de hierro —solución sobrenatural—. Posiblemente esos cuentos deban parte de su fuerza menos a la explicación lógica que a esa falsa explicación mágica que Chesterton da, y que se combina además con el ambiente de cada casa. Por ejemplo, el cuento será distinto si sucede en los Highlands (en las tierras altas de Escocia), o si sucede en un barrio de jardines, cerca de Londres; o si sucede en una oficina. Pero ahora se ha olvidado que Chesterton fue tantas otras cosas; por ejemplo, fue un admirable poeta. En ese poema «La balada del caballo blanco», que se refiere a las guerras de los sajones con los escandinavos, publicado creo que en mil novecientos doce; bueno, ese poema es admirable y está lleno de metáforas que le hubieran encantado a Hugo. Por ejemplo, aquella que yo sin duda he citado alguna vez: el personaje es un viking que mira a Europa con codicia; algo así como si Europa fuera una fruta que él va a saborear, y piensa en todas esas cosas extraordinarias que son el mármol y el oro, y dice: «Con qué comparar los mármoles y el oro». Bueno, pues Chesterton busca comparaciones imposibles, pero por eso mismo son más eficaces, porque dice: «Marble like solid moonlight», es decir, «Mármol como luz de luna maciza»; «Gold like a frozen fire», o sea «Oro como fuego congelado». Son imposibles, pero precisamente porque son imposibles para la razón, son, bueno… —… Posibles para la poesía. —Posibles para la poesía, posibles para la imaginación del lector, que acepta esas imágenes imposibles y no piensa que sean imposibles, ya que la idea de un «fuego congelado» es algo tan lindo: y sobre todo en inglés, que tiene la aliteración en la «f»: «Gold like a frozen fire» ¿no? Él piensa con qué puede comparar el mármol y el oro, que son cosas tan antiguas, y encuentra esas metáforas imposibles —así encuentra quizá el único modo de exaltar esas cosas— y tienen tanta fuerza precisamente porque son antiguas. —Hace lo mismo en el poema «Lepanto». —… Sí, en ese poema, yo no recuerdo en este momento alguna metáfora, pero recuerdo frases, como por ejemplo Don Juan of Austria is shouting to the ships (Don Juan de Austria les está gritando a las naves); a las naves, no a la tripulación. —Es muy lindo eso. —Sí, y luego, cuando describe el paraíso monstruoso de Alá, dice que Dios (Alá) está caminando entre los árboles, y agrega «And is taller than the trees» (y es más alto que los árboles), con lo cual ya todo queda monstruoso, porque uno no se imagina el paraíso así, ¿no?; eso tiene que ser un paraíso pagano, es decir, un paraíso malvado para Chesterton, supongo. Que Dios esté caminando entre los árboles —cosa que leemos en el primer capítulo del Génesis—, pero que sea más alto que los árboles, ya hay algo terrible, algo monstruoso en eso. Y Chesterton acierta continuamente en ese tipo de cosas, y aun en los lugares más inesperados; por ejemplo, uno encuentra frases espléndidas en el libro sobre Blake, en el libro sobre pintores, y luego en la historia de Inglaterra también, que puede ser esencialmente falsa, pero no importa, porque todo está dicho de una forma tan hermosa que uno desea que las cosas hayan sido así, aunque quizá no fueron exactamente así. —Es estupendo inclusive el libro sobre santo Tomás de Aquino. —Es cierto, porque parecía imposible; creo que Claudel estaba bastante alarmado ante la idea de que Chesterton hiciera un libro sobre santo Tomás de Aquino. Y sin embargo, cuando lo hizo… bueno, Claudel fue uno de los primeros lectores de Chesterton, y pensó en traducir El candor del Padre Brown, que fue admirablemente vertido al español por Alfonso Reyes. Claudel pensó en traducirlo… no, lo que él iba a traducir era El hombre que fue jueves; sí, se hizo una traducción francesa de ese libro. —Bueno, en El hombre que fue jueves se nos revela plenamente Chesterton como escritor. —Sí, y es raro porque es un libro gradualmente fantástico, es decir, el primer capítulo es un poco irreal, pero ya al final, cuando Sunday (el jefe de la sociedad de anarquistas) huye en un elefante, ya es plenamente fantástico. —Claro. —Pero va entrando gradualmente; de lo imaginativo llega a lo imposible, y lo hace de tal modo que el lector cree en el final como ha creído en los primeros capítulos. Eso que dijo Coleridge, que la fe poética es una suspensión voluntaria o complaciente de la incredulidad. Y si la obra de que se trata es fuerte, no hay ninguna dificultad en suspenderla, porque se impone. Sí, yo he pensado en la historia argentina… he pensado que uno puede dudar de todos los hechos que registra la historia, salvo de uno, que sería el asesinato del moreno por Martín Fierro. Eso es imposible pensar que no ha ocurrido; ha sido escrito con tanta eficacia, ¿no? —Ah, ¿precisamente por eso? —Sí, yo creo que sí; yo puedo dudar de cualquier hecho, pero de esa pelea con el moreno… y al final: «Por fin en una topada / en el cuchillo lo alcé / y como un saco de huesos / contra un cerco lo largué». Bueno, eso es imposible que no sea cierto. —Demasiado patente. —Sí, demasiado patente; todo lo demás puede ponerse en duda, pero la muerte del moreno no. —Pero hablando de eficacia literaria, pienso que Chesterton ha sido realmente eficaz en los cuentos policiales, porque desarrolló una técnica distinta en el modo de relatar… —Sí, porque había la convención de que los cuentos fueran contados por un amigo, no demasiado inteligente, del muy inteligente detective, que viene a ser la técnica del primer cuento policial: «Los crímenes de la calle Morgue» de Poe. Y luego eso lo toma Conan Doyle y hace, bueno, que el detective no sea un ingenioso autómata y el narrador un anónimo, sino dos amigos que se quieren: Sherlock Holmes y el doctor Watson (evidentemente el doctor Watson es un tonto que está continuamente maravillándose del otro). Y quizá en el caso de Conan Doyle, el hecho de que sean cuentos policiales sea lo menos importante; quizá lo importante es la amistad de esos dos hombres desparejos, ¿no? Y esto puede estar en la vieja tradición de don Quijote y Sancho, del doctor Johnson y de Boswel, salvo que Boswell lo hizo deliberadamente, es decir, él fue el Sancho de Johnson, que era su don Quijote, a propósito. Y él mismo se puso en ridículo porque quería crear esa pareja que ahora sigue viviendo, y seguirá viviendo para siempre en la imaginación de los hombres. Y en el caso de Chersterton tenemos tantas cosas… Tenemos el libro sobre san Francisco de Asís, el libro sobre santo Tomás de Aquino. Él dijo que en el caso de san Francisco basta con un esquicio, con un dibujo; pero que en el caso de santo Tomás habría que pensar más bien en un plano, en el plano de un gran edificio. Y eso ya los define de algún modo a los dos. —Claro, es obvio. —Tenemos también los libros de crítica de Chesterton; por ejemplo, hay un libro sobre Browning y otro sobre Dickens en la famosa colección de libros Everyman’s Library. Allí se publicó toda la obra de Dickens, y los prólogos los hizo Chesterton, y le pagaron unas cuantas libras esterlinas. —En cuanto a la poesía de Chesterton, usted ha considerado como una desventaja el hecho de que a veces él construye sus poemas en forma de parábolas, pero hay cierta evidencia de la construcción intencional; es decir, hay algo un poco armado en sus poemas. —Es decir, que Chesterton era un poeta intelectual también. —Eso me parece acertado. —Sí, pero podría usarse contra Chesterton: el hecho de que habiendo leído un poema, y admirándolo, y habiéndolo sentido, y habiendo estado emocionado por ese poema, uno se dé cuenta de que el autor ya tenía el argumento del poema in mente antes de redactarlo. Y no sé si conviene que un poema se parezca de tal modo a una… y, a un partido de ajedrez por ejemplo; o que el poema parezca una narración. Y eso suele suceder con Chesterton, sí, uno se da cuenta que desde el principio él está trabajando hacia el fin; y eso se nota quizá demasiado. —No tenía la paciencia de esperar la revelación, digamos (ríe). —No (ríe). 79 EL LIBRO DEL CIELO Y DEL INFIERNO Osvaldo Ferrari: Una de las primeras conclusiones que me propone su libro compilado junto con Bioy Casares, el Libro del cielo y del infierno, Borges, es la de que usted, como otros autores presentados en el libro, rechaza la idea de un cielo y un infierno. Jorge Luis Borges: Sí, porque yo personalmente no creo ser digno de recompensas ni de castigos. Ahora, un personaje de Bernard Shaw, Major Bárbara, dice: «He dejado atrás el soborno del cielo». Entonces, si el cielo es un soborno, el infierno es una amenaza, evidentemente, ¿no? Y ambos parecen indignos de la divinidad, ya que éticamente el soborno es una operación muy baja… y el castigo también. —El concepto de premios y castigos… —O de amenazas, la idea de un dios que amenaza me parece ridícula; si ya en un hombre es ridículo que amenace, en una divinidad… desde luego, y la idea de un premio también está mal, porque si uno obra bien, se entiende que el haber obrado bien, el tener una conciencia tranquila ya es su propio premio; y no requiere premios adicionales, y menos premios inmortales o eternos. Pero… todo es tan increíble… Mi padre me decía: «Este mundo es tan raro que todo es posible, hasta la Trinidad». Una suerte de reductio ad absurdum. Ahora, yo, noches pasadas tuve una pesadilla terrible; tan terrible que no me atrevo a contársela, porque si se la cuento voy a tener que recordarla, y creo que mi deber es olvidar las pesadillas. Sin embargo, hay en la pesadilla un horror especial que no se da en la vigilia, ni aun en momentos espantosos; y yo he llegado a temer que nuestras pesadillas sean como glimpses, como vistazos del infierno que pueda aguardarnos. Y quizá cada uno de nosotros está creando de algún modo su infierno, por obra de sus pesadillas; y su cielo a través de sueños felices. Pero, en fin, ésa es una hipótesis meramente fantástica; ojalá pudiera ofrecer alguna ventaja literaria. No creo, tampoco pienso escribir un cuento sobre eso, pero su única virtud sería ésa. Supongo que para cada persona lo deleitable y lo terrible corresponden a imágenes distintas. En ese caso, para cada uno de nosotros hay algo que es especialmente terrible. Por ejemplo, bueno, para María Kodama las serpientes son especialmente terribles, ella ve una serpiente y siente horror. Y yo, desde luego, no creo que sean especialmente bellas, pero no siento un asco o un temor especial; y otras personas sí. Decía Coleridge que en la vigilia las emociones están creadas por las imágenes. Por ejemplo, si entra un león aquí, sentimos miedo por el león; y si una esfinge se posa sobre nuestro pecho sentimos cierta opresión. Pero, en cambio, en la pesadilla uno empieza por la emoción, o por la sensación, y luego busca un símbolo para ello: si yo dormido siento una opresión, que puede ser la de la sábana, o la de la colcha, entonces yo sueño que una esfinge se ha sentado sobre mí. Esa esfinge no es la que causa la opresión, sino que es la opresión lo que me sugiere la esfinge. Es decir, que uno empezaría por la emoción… bueno, también se ha dicho que cuando uno está enamorado, la imagen de la mujer es un pretexto para la emoción previa, ¿no? Hay un ejemplo literario ilustre: el de la tragedia Romeo y Julieta. Romeo va a un baile para buscar a una mujer de la que está enamorado, digamos: va predispuesto al amor, Y luego, la ve a Julieta, y al verla él está deslumbrado y dice que Julieta «les enseña a brillar a las antorchas». Y se enamora de ella porque ya estaba predispuesto para el amor, y como la emoción él ya la tenía… bueno, se le presenta otro símbolo, que no es la mujer que él buscaba, sino Julieta, y se enamora de ella. Ahora, eso vendría a ser aplicable… y, a tantas cosas. —Claro, ahora, esta idea de la pesadilla, esta idea de que aun en la tierra uno puede llegar a pasar una temporada en el infierno… —La idea de Rimbaud. —La idea de Rimbaud, pero me parece verla claramente en su cuento «El Sur». —Ah, puede ser, sí. —En lo que le ocurre a su personaje, Dahlmann, antes del viaje en tren. —Ah, sí, claro, en ese caso habría que suponer que la segunda parte del cuento es alucinatoria, que es lo que yo creo. Pero, en fin, mi opinión no vale más que la de cualquier otro lector, ¿no? —Bueno… —Cuando yo escribí ese cuento había estado leyendo a Henry James, y pensé: voy a aplicar ese procedimiento de James, de escribir cuentos deliberadamente ambiguos. Entonces, escribí ese cuento con un ambiente del todo ajeno a Henry James, ya que ese ambiente es la provincia de Buenos Aires, y es un ambiente de gauchos, de lo cual él jamás habrá oído hablar en su vida. Pero pensé: voy a aplicar ese método. Ahora, yo estaba leyendo un libro sobre Melville, y hay un cuento de él que no ha podido explicarse; y se dice que él hizo un cuento deliberadamente inexplicable como símbolo cabal del mundo, que también es inexplicable. —Qué notable. —Yo no sé si es verosímil eso, parece raro que alguien escriba un cuento inexplicable; pero a él le parecía que ya que el mundo en que vivimos era inexplicable —por lo menos para nosotros— el mejor símbolo sería… ese cuento se llama «Benito Cereno», ahora recuerdo, y sucede en la costa de Chile, o en unos barcos que están cerca de la costa de Chile. Y el protagonista es español, se llama Benito Cereno. No sé si existe ese apellido o si lo inventó Melville y le sonó español a él. Y el cuento vendría a ser, entonces, un símbolo cabal del inexplicable universo en que estamos. —Sí, volviendo al libro que compiló con Bioy Casares, entre los primeros textos hay uno muy breve que ilustra muy bien la idea de que la devoción hacia Dios no debe resultar de figurarse el cielo o el infierno, sino a Dios mismo. —¿Es algún místico persa? —Es de Attar. —Ah, bueno, claro, el autor del Coloquio de los pájaros; es un famoso poeta persa, sufí; es decir, de los místicos musulmanes. En cuanto a la palabra «sufí», hay dos etimologías: una que parece que tiene que ver con lana, porque están envueltos en lana los sufíes; y otra que es mucho mejor —en todo caso, nuestra imaginación la acepta con más facilidad—, que es la idea de «sofía»: sabiduría. De modo que esa palabra persa vendría a ser una corrupción de la palabra griega «sofía». ¿Cuál es el texto? —Es bastante breve, dice: «Señor, si te adoro por temor del Infierno, quémame en el Infierno, y si te adoro por esperanza del Paraíso, exclúyeme del Paraíso; pero si te adoro por ti mismo, no me niegues tu imperecedera hermosura». —Bueno, vendría a ser como una versión, pero mucho más linda, de aquel famoso soneto «No me mueve, mi Dios, para quererte El cielo que me tienes prometido, Ni me mueve el infierno tan temido Para dejar por eso de ofenderte». que escribió santa Teresa, aunque no es de ella, ¿no? —Es anónimo. —Sí, pero luego llega a una conclusión triste, que es la idea de que ella siente que quiere a Dios simplemente, bueno, por piedad del sufrimiento humano de Cristo, porque dice: «Tú me mueves, Señor; muéveme el verte Clavado en una cruz y escarnecido». Parece que sería muy triste tener simplemente lástima de Dios en ese momento, ya que en su eternidad tiene que ser ínfimo el episodio de la cruz y el de haber sido hombre; tiene que haber sido un instante en su eternidad. Pero la idea es un poco ésa, ¿no?; es decir, la idea de rechazar lo que Shaw llamaba el soborno del cielo, y la amenaza del infierno. —Después dice: «Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera Que aunque no hubiera cielo yo te amara, Y aunque no hubiera infierno te temiera». —Sí, viene a ser como una versión… pero me parece que lo dijo mejor el persa. —Sí, es mucho más lindo; sin embargo, los dos aclaran mucho la idea; es decir, es la misma idea. —Sí, la idea es la misma. —Y luego tenemos su propio poema. —Ah, yo no sé eso… —«Del infierno y del cielo». —Bueno sí, en ese poema yo me imagino que el infierno o el cielo son la imagen de una cara. —Sí. —Y que esa cara, que quizá sea la nuestra, o quizá la de la amada, como yo digo, puede ser terrible o puede ser hermosa, o puede ser muy grata según nuestro sentimiento. Pero el infierno y el cielo estarían reducidos a una sola imagen. —En la última estrofa dice: «En el cristal de un sueño he vislumbrado el Cielo y el Infierno prometidos: cuando el juicio retumbe en las trompetas últimas y el planeta milenario sea obliterado y bruscamente cesen ¡oh Tiempo! tus efímeras pirámides»… —Bueno, ésa es una reminiscencia de Shakespeare, porque Shakespeare habla del tiempo y de sus pirámides. —Concluye diciendo: «los colores y líneas del pasado definirán en la tiniebla un rostro durmiente, inmóvil, fiel, inalterable (tal vez el de la amada, quizá el tuyo) y la contemplación de ese inmediato rostro incesante, intacto, incorruptible, será para los reprobos, Infierno; para los elegidos, Paraíso». —Sí, ahí está dicho, pero quizá de un modo demasiado explícito, ¿no? —Sí, ahí acude Swedenborg, me parece. —Sí, quizá convendría reescribir ese poema y hacerlo un poco más enigmático; parece que estuviera demasiado razonado. —No lo veo así, a mí me gusta mucho como está. —Algunos amigos me han dicho que ese poema fracasa porque yo lo he trabajado demasiado, o porque lo he trabajado con un concepto erróneo. —Sin intención de halago le digo que yo no veo tal fracaso, me parece muy eficaz. —Yo no sé, lo escribí hace tantos años que me resigno a él. Yo lo había olvidado totalmente, no pensé que usted iba a recordármelo; hace tantos años que nadie me habla de él, y que yo no lo recuerdo, que viene a ser como una revelación de esta mañana. 80 LUCRECIO Osvaldo Ferrari: Dentro de los clásicos latinos, Borges, usted me decía que no se concibe a Lucrecio, y su De rerum natura, sin la existencia de los filósofos griegos. Jorge Luis Borges: Sí, es evidente. Ahora, desde luego Lucrecio ha sido, y… deliberadamente, olvidado, yo creo; sí, porque el hecho de cantar el ateísmo, de querer librar a los hombres del terror de otra vida, bueno, no puede merecer la aprobación de los creyentes. Sin embargo, una excepción notoria sería la de Victor Hugo, que en su libro William Shakespeare hace una lista, una especie de catálogo comentado, muy elocuente, de grandes poetas; y ahí Virgilio está excluido, y está incluido Lucrecio. Y curiosamente, ese concepto de la infinitud del mundo, ese concepto de lo infinitamente grande, de lo infinitamente pequeño, que hacía sentir una suerte de vértigo a Pascal, más bien lo entusiasmaba a Lucrecio: la idea de un espacio infinito, de infinitos mundos. Todo eso fue saludado por él con entusiasmo. Yo recuerdo, cuando leí La decadencia de Occidente de Spengler, que él se refiere a la cultura apolínea, a la cultura de la caverna, a la cultura fáustica; y señala como típico de la cultura fáustica ese hecho de, bueno, de entusiasmarse con un mundo infinito, con infinitas posibilidades. Y todo eso estaba ya en Lucrecio, mucho antes de que existiera el autor de Fausto, o de que se pensara en ese espíritu. Pero me parece que los alemanes, cuando escriben… —todo alemán que escribe tiene la obligación de fingir que todo lo que él ha escrito estaba realmente en la obra de Goethe—; entonces, es natural que se llame «fáustica» a esa forma actual de la cultura. Bueno, ahora, Hugo en aquel libro lo incluye a Lucrecio, y cita un verso —no sé si estoy escandiéndolo bien—: «Entonces Venus, en las selvas / unía los cuerpos de los amantes». Y uno nota cómo ambas imágenes se entrelazan y se apoyan también, ¿no? —Cierto. —Porque la selva sugiere la idea de árboles uniéndose, y luego, los cuerpos de los amantes también; ya la palabra «selvas» es una palabra entreverada, digamos, ¿no? —Sí, en cualquier caso, el resultado es perfecto. —El resultado es perfecto, sí; yo recuerdo que él cita ese verso de Lucrecio. Ahora, yo no sé cómo llegó a crearse la leyenda de que Lucrecio murió loco. Y hay un poema de Tennyson sobre eso, pero posiblemente todo surja de la idea de que alguien que escribió contra los dioses, o contra la religión, tiene que ser castigado. Y se creó esa leyenda. —Contra Lucrecio. —Sí, y él escribió aquel gran poema, en el cual sostiene el sistema de Epicuro. Él habla de los átomos y, como dijo Fitzgerald, con los más duros átomos logra hacer poesía. Y es verdad, porque es un poema filosófico, es una exposición del sistema filosófico del materialismo, bueno, según el cual el mundo se debe a un movimiento oblicuo de los átomos. Y él hace un gran poema con eso. Y empieza con un saludo a Venus, que, claro, representa el amor; no es, digamos, simplemente la deidad, sino que se entiende que esa Venus no obedece a una mitología, sino, bueno, al hecho del amor, de la voluntad de proseguir… —De unión. —Sí, de multiplicarse, todo eso, sí. —Ahora, el materialismo de Lucrecio es particular… —Él cree en el materialismo, digamos, entusiasta; en el sentido de que entusiasmarse quiere decir llenarse de Dios. El materialismo de Lucrecio viene a ser un materialismo entusiasta, un materialismo lleno de Dios; o vendría a ser la idea del panteísmo también. Pero curiosamente hay una línea de Virgilio, en que él se refiere al panteísmo —palabra que no existía, desde luego, ya que esa palabra se creó en Inglaterra después de la muerte de Spinoza—. En aquel verso Virgilio dice: «Omnia sunt plena jovis» (Todas las cosas están llenas de la divinidad). Es la misma idea. Y luego, cuando Lucrecio habla del temor a la muerte —yo recuerdo que él cree en la muerte corporal, y en la muerte del alma también—; entonces, dice que los mortales pueden pensar: «Yo voy a morir y el mundo continuará». Y ahora vuelvo otra vez a Victor Hugo, que lamenta eso precisamente en un poema en que dice: «Yo me iré solo, en medio de la fiesta». Ahora, Lucrecio dice que es verdad; que habrá un tiempo infinito después de la muerte, que uno no estará personalmente allí, pero que, al fin de todo, por qué lamentarnos de ese tiempo infinito, posterior a la muerte, y que no será nuestro; ya que no nos lamentamos del tiempo infinito anterior a nuestra muerte, que no hemos compartido tampoco. Y entonces, él dice: «¿Y dónde estabas tú durante la guerra de Troya?» (ríe). Por lo tanto, si no te importa no haber estado durante la guerra de Troya, qué te importa no estar después en otras guerras, y en otras circunstancias, ¿no? —Él creía en la eternidad de la materia, eso es lo curioso. —En la eternidad de la materia, sí. —A diferencia del idealismo de Virgilio, ese materialismo de Lucrecio era, aunque parezca inconcebible, un materialismo con fe, podríamos decir. —Un materialismo con fe, sí; pero es que suelen darse esos hechos… Caramba, parece que estamos condenados a hablar de autores argentinos. ¿Por qué condenados?; es natural que hablemos de autores argentinos (ríen ambos): el caso de Almafuerte, por ejemplo, que era un místico sin Dios. —Ah, tiene razón. —O el caso de Carlyle, en Inglaterra; también un místico ateo, un místico sin Dios, o, en todo caso, sin un dios personal. De modo que serían dos casos… claro, uno puede ser místico y no creer en la divinidad, o creer, digamos, en una divinidad general del espíritu, una divinidad inmanente en cada hombre, o lo que fuera. Pero no en otro dios, en otro Señor, como en otra persona. —Sí, en consecuencia Lucrecio proponía vivir la vida de la mejor manera posible, y no hacerse ilusiones más allá de la muerte, como buen seguidor de Epicuro. —Sí, bueno, es lo que yo he tratado de hacer, pero estoy seguro de haber sido siempre un hombre ético; en todo caso creo… pero es que yo iría más lejos, yo diría que esperar una recompensa o temer un castigo es inmoral. Porque si usted obra bien porque será recompensado, o por el temor de ser castigado, no sé hasta dónde su obrar bien es un obrar bien; no sé hasta dónde es ético. Yo diría que no, que si tememos castigos y esperamos recompensas ya no somos hombres éticos. —Claro, en ese caso se trata de una eternidad condicionada, de una inmortalidad condicionada, pero… —Bueno, al hablar de inmortalidad condicionada voy a volver a Goethe. Goethe creía en la inmortalidad del alma, pero no de todas las almas; Goethe creía que hay ciertas almas —entre las cuales quizá incluyera la suya— que eran dignas de perdurar después de la muerte corporal. Pero otras no. Es decir, que según la vida que uno lleva, uno puede merecer ser, bueno, inmortal, o en todo caso, proseguir otra vida después de la muerte; o si no… lo dejan caer a uno. Ahora, qué raro que ese hecho de caer de la vida sea el ideal que la enseñanza del Buda propone, ya que el nirvana es caer de la rueda, de la rueda… —Kármica de las encamaciones. —Sí, y la mayor cosa a que el hombre puede aspirar, en todo caso según el «Pequeño vehículo», según el budismo originario, es caer de la rueda, es no reencarnar. —Claro. —Y parece que el budismo no exige una aceptación intelectual; no, exige algo que parece mucho más difícil, y es que en el momento que uno muere, uno no desee continuar… que realmente uno haya resuelto no proseguir. —Implica esa voluntad. —Sí, es decir, aceptar la muerte, bueno, con hospitalidad, y quizá con alegría también. Es decir, aceptar la muerte. —Eso ayuda al nirvana, digamos. —Eso, justamente, parece que lo menos importante del budismo es aceptar intelectualmente la doctrina; el hecho es aceptarla, digamos, íntimamente, esencialmente. Y sin esa aceptación, la otra es inútil: usted puede pensar que es discípulo de Buda, usted puede aceptar todas esas enseñanzas, pero si usted no las incorpora íntimamente, usted está condenado a una reencarnación. De manera que tiene que ser una aceptación plena, total. Y lo otro no tiene mayor importancia. —Se trata de una aceptación más espiritual que intelectual, digamos. —Sí, sobre todo espiritual. —Hay un idealismo contra el que choca Lucrecio, y es precisamente contra el idealismo de Platón… —Ah, claro, el idealismo de Platón supone las formas universales. —Sí, y va rebatiendo paso a paso a Platón. Y llega a verse obligado, por ejemplo, a sostener que los sentidos no pueden equivocarse, que los sentidos son infalibles. —Sí, lo cual es falible, desde luego. Bueno, según la ciencia actual, lo que nosotros percibimos, lo que nuestros sentidos perciben, no tiene absolutamente nada que ver con la realidad. Por ejemplo, nosotros vemos esta mesa, pero esta mesa es realmente un espacio en el cual hay como sistemas de átomos que giran. Es decir, que no tiene nada que ver con la mesa visible, ni con la mesa tangible tampoco. La realidad es algo totalmente distinto de lo que nuestros sentidos nos dan. —(Ríe). La realidad es invisible. —Es invisible, y es inaudible (ríe), incomible, intangible… —Ahora, agregó Lucrecio que el Sol, la Luna y otros astros eran del tamaño con que los vemos desde la Tierra. Y ésta es una falla evidente de esa creencia en la infalibilidad de los sentidos. Él llegaba a creer que si se equivocaban los sentidos, se equivocaba la razón. —Bueno, por qué no; el hecho de que fuera un gran poeta es indudable, el hecho de que fuera un mal físico es menos importante, ¿no? —(Ríe). Cierto. —De modo que él tenía que sostener todo eso… Ahora, claro que para nosotros, a pesar de que tenemos algún conocimiento de la astronomía, el Sol sigue saliendo y sigue poniéndose. Y sabemos que no, sabemos que es la Tierra la que gira, pero para nuestros sentidos es el Sol el que gira. Podemos hablar de salida del sol; del naciente; del poniente; del alba; de la aurora; del ocaso. Y todo eso es fiel a nuestra imaginación. Y lo que creo que Lucrecio refuta, en algunos versos, es esa idea de la historia cíclica; hay un referencia a eso, digo, al tiempo circular… —Al de los estoicos. —Sí, claro, él supone que el universo sigue, pero que no está sujeto a la voluntad de nadie, ¿no?; que todo, bueno, sale de ese choque arbitrario de los átomos. —Por eso decíamos que él creía que la materia era eterna, que va tomando distintas formas a través de las formas que toman los átomos permanentemente. —Y hasta hace poco se creía en eso; creo que ahora se cree en la entropía. Es decir, se supone que el universo está perdiendo alguna fuerza, y que llegará un momento en que quedará inmóvil, ¿no? De modo que eso vendría a ser lo contrario, o algo distinto de la creencia de él. —Qué curioso, Borges, que los clásicos latinos nos hayan llevado hasta la entropía. —Es cierto. 81 SOBRE FRANCIA Osvaldo Ferrari: Generalmente, cuando hablamos de Francia, Borges, usted suele recordar al país eminentemente literario, al país de la tradición literaria formal, o al país de la literatura, digamos. Jorge Luis Borges: Sí, y al país de las escuelas literarias. Eso quiere decir que los franceses, los escritores franceses quieren saber exactamente qué están haciendo; por eso un escritor se adelanta a los historiadores de la literatura: el escritor ya se clasifica y escribe en función de esa clasificación. En cambio, Inglaterra es un país de individuos —son individualistas—; a ellos no les interesa la historia de la literatura, no quieren definirse tampoco, sino que parece que se expresaran… y, espontáneamente, ¿no? Y en Francia, bueno, un país… son gente inteligente, lúcida, les interesa mucho el orden; y sobre todo, creen en la historia de la literatura. Creen en la importancia de las escuelas. Por eso usted ve que Francia es el país de los manifiestos literarios, de los cenáculos, de las polémicas. Y todo eso es relativamente raro en otros países: elijo el ejemplo de Inglaterra porque, como dijo Novalis: «Cada inglés es una isla». Cada inglés es un individuo, y no se preocupa mucho de la clasificación que puede ocupar en la historia de la literatura. Es decir, un libro como el de Thibaudet, en que se estudia la literatura francesa, y se la estudia bien; se la estudia por generaciones, y no resulta insensato. En cambio, eso, en otros países, sí resultaría insensato, me parece. Pero en el caso de Francia no. Ahora, eso no quiere decir que Francia carezca de imaginación, de invención; no, quiere decir que por lo general el escritor quiere saber qué está haciendo, que al escritor le interesa la teoría de su obra. Y en otros países parece que interesara menos la teoría, que interesara más la ejecución de la obra, o la imaginación de la obra, si se quiere. Pero esto vendría a ser un argumento más bien a favor de Francia. —Claro. —A favor de la razón, de la lucidez de la mente de Francia. Pero eso no quiere decir que Francia carezca, bueno, de figuras un poco inexplicables: yo no sé hasta dónde un escritor como Rabelais, o un escritor como Rimbaud, que era simbolista o un escritor como Léon Bloy corresponden a una tradición. Pero a ellos les hubiera gustado la idea de una tradición de la historia de la literatura. Yo actualmente descreo de las escuelas, Flaubert llegó a descreer también, porque Flaubert dijo: «Quand un vers est bon, il perd son style» (Cuando un verso es bueno, pierde su estilo), y creo que también dijo que un buen verso de Boileau —que vendría a representar la tradición clásica, la tradición del siglo de Luis XIV— vale lo que un buen verso de Hugo —que es romántico—. Pero yo iría más lejos, yo diría que cuando un verso es bueno, sí, pierde su escuela y además no importa quién lo haya escrito, y tampoco importa la fecha en que haya sido escrito. Es decir, los versos buenos, o las páginas buenas son las que no se dejan quizá atrapar fácilmente por los historiadores de la literatura. Y yo trato de escribir, digamos, atemporalmente; aunque sé que de hecho no puedo hacerlo, ya que un escritor no tiene por qué proponerse ser moderno, ya que fatalmente lo es: hasta ahora nadie, que yo sepa, ha vivido en el pasado o en el porvenir; cada uno vive en el presente, en su presente. Y ese presente es de muy difícil definición; precisamente porque es algo que está tan cerca de nosotros, es invisible, y tan diverso que es inexplicable. No creo que podamos entender nuestra historia presente; pero quizá, bueno, el siglo XXI —si aceptamos esa clasificación, un poco arbitraria, en siglos— podrá entender lo que sucede ahora. Nosotros no, tenemos que vivir y que padecer las cosas; y de todo eso, claro, lo más vivido es el presente. —Claro, pero es muy especial el caso de Francia; estoy recordando que cuando hablamos de James Joyce, dijimos que en el Ulises, y especialmente en Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), Joyce intentaba realizar algo así como un juicio final a la literatura… —Y sobre todo a la novela, ¿no? Sí, yo creo que Joyce tiene que haber pensado que Ulises, y ulteriormente Finnegan’s wake son libros finales. De algún modo, cuando él cierra su libro, cierra toda la literatura anterior. Él tiene que haber sentido eso, aunque luego la literatura prosiga… —Pero hay muchos escritores y poetas franceses que yo creo que pensaron como Joyce. —¿La idea de un libro definitivo? —Sí, o que fueron lo que se llamó revolucionarios dentro de un estilo o de una escuela; pero que finalmente, como usted dice, la tradición histórica de la academia o de las escuelas francesas terminó incorporándolos. —Bueno, pero es que la tradición está hecha precisamente de esa… —¿De esa dialéctica? —Sí, de esa dialéctica, o del hecho de que una vez que algo ha sucedido pertenece a la historia. A mí me hizo gracia que actualmente, en Italia, hay un museo futurista. Y lo que es más curioso, hay neofuturistas; es decir, naturalmente el futurismo había resuelto la destrucción de los museos, la destrucción de las bibliotecas, como el primer emperador Shih Huang Ti en la China. Bueno, y sin embargo, ahora el futurismo es una pieza de museo también. No sé si eso habría alegrado o entristecido a los fundadores del futurismo; quizá los habría entristecido. Pero claro, como ese presente quería ser el futuro, y todos los tiempos, incluso el futuro, serán pasados, todo será tema de la historia, todo será pieza de museo. Y lo que yo digo contra la historia será también un hecho histórico, y seré estudiado en función de esta época, y de circunstancias… y, sin duda, sociales, económicas, psicológicas; parece que por el momento estamos condenados a la historia. Ahora, si lográramos olvidar la historia, ya todo cambiaría. Pero no sé si sería importante eso, ya que el lenguaje es un hecho histórico; es decir, podemos olvidar el latín, pero lo que usted y yo estamos hablando, Ferrari, es de algún modo un dialecto latino. —Ciertamente… —De modo que la historia nos alcanza. Pero hay épocas que tienen menos sentido histórico que otras: ahora tenemos fuertemente desarrollado el sentido histórico, el sentido geográfico también, y el político. Pero todo eso puede desaparecer, yo espero que desaparezca o que se atenúe. —Por eso Murena hablaba del arte, en el escritor, de volverse anacrónico, o contra el tiempo. —Yo no sabía eso, pero está bien esa idea. —Creo que sí. —Bueno, Bioy Casares y yo sacamos una revista secreta —tiraba creo que doscientos ejemplares—, que se llamaba Destiempo; justamente no queríamos ser contemporáneos. —Es la misma idea. —Sí, pero al decir «destiempo» ya estábamos… sin duda ese título corresponde a cierta época. De igual modo que el futurismo ahora… y, se confunde un poco con algo tan anticuado como «L’art nouveau», que se llamó «El arte nuevo»; y que ahora nos parece, bueno, del todo perimido, ¿no?, o algo muy viejo, ya que parece que el pasado cercano, que el pasado inmediato se ve como más arcaico, digamos, o primitivo. Se siente sobre todo esa diferencia. —Creo —por otra parte—, que usted ha sostenido que la vida literaria es inclusive más consciente en Francia que en otros países. —Sí, y por eso hay escuelas, y además los autores escriben en función de esas escuelas y de esa época. Y ahora es muy común la idea de un compromiso del escritor con su época; pero yo creo que no es necesario que el escritor lo contraiga. Es decir, yo, por independiente que me crea, por anarquista que sea, estoy, desde luego, escribiendo en el año mil novecientos ochenta y cinco; y estoy usando un lenguaje que corresponde a esta época. De modo que tampoco podemos evadirnos de nuestra época. —Es ineludible. —Es ineludible, de modo que no hay por qué buscarlo, ¿no?; somos fatalmente, incurablemente modernos, no podemos ser otra cosa. —Francia es, entonces, como la Irlanda de los antiguos celtas de la que hablamos antes, otro ejemplo de la vida literaria organizada rigurosamente. —Sí, y de gente muy consciente que quiere saber lo que hace; y hasta cuando son extravagantes saben que lo son. En cambio, en otros países puede darse algo quizá más inocente que en Francia; quizá la gente pueda ser extravagante sin saberlo, o sin proponérselo. Por otra parte, mientras que los demás países han elegido un escritor para representarlos, la vida literaria en Francia es tan rica que siempre ha habido por lo menos dos tradiciones contemporáneas; siempre, de modo que no han podido ceñirse a una. —Si yo pienso en el siglo XIX en Francia, creo que sus preferencias serían… trato de adivinar: Verlaine en poesía y Flaubert en novela, me parece. —Sí, sobre todo Verlaine en la poesía, porque… quizá Flaubert vigilara demasiado su obra, ¿no?; y no era demasiado inventivo creo… Pero yo no sé en qué otro novelista francés podríamos pensar… Ahora, en el caso de Verlaine, ¿qué puede interesarnos la escuela simbolista?; quizá pueda no interesamos nada, pero Verlaine sí tiene que interesarnos. Y el mismo Verlaine se burló de los simbolistas, porque una vez un periodista le habló sobre el simbolismo, y él dijo: «Yo no entiendo alemán». La palabra «simbolismo» le parecía demasiado abstracta. —Y en el caso de Flaubert, me parece que usted ve en él la actitud ejemplar del escritor frente a la literatura. —Sí, la idea de la literatura… y, como un acto de fe, como algo que se practica, bueno, que se ejerce con rigor; con abnegación también. Y quizás eso pueda tener resultados menos felices que los del escritor que se deja escribir, que se complace en la escritura, que juega un poco con ella. Y yo no creo que Flaubert jugara con la escritura; quizá fuera un sacerdote demasiado consciente de ser un sacerdote para hacerlo bien, ¿no? Quizá le faltara esa inocencia, que yo creo que es necesaria, y que uno encuentra a pesar de todo en Verlaine, ¿eh?; ya que Verlaine, uno piensa en su destino, uno piensa en ciertas perversidades, pero no importa; Verlaine —como Oscar Wilde— es un niño que juega. Y aquí recuerdo aquella frase tan hermosa, que habremos citado más de una vez, de Robert Louis Stevenson, que dijo: «Sí, el arte es un juego, pero hay que jugar con la seriedad de un niño que juega». —Ah, pero qué bueno. —Es decir, el niño juega gravemente, el niño no se ríe de su juego; y está bien eso, ¿no? —Es un juego serio, claro. —Sí, es un juego serio; ahí están unidas las dos ideas: la idea del juego, de homo ludens, y al mismo tiempo la idea de que todo juego exige ciertas reglas para existir. Y la literatura tiene también sus leyes; aunque a diferencia del juego de ajedrez, por ejemplo, sus leyes no están del todo definidas. En literatura todo es tan misterioso, es como una especie de magia, yo digo, uno está jugando con palabras, y esas palabras son dos cosas, ante todo, o varias cosas: cada palabra es lo que significa, luego, lo que sugiere, y luego, el sonido. Y ahí ya tenemos esos tres elementos que hacen que cada palabra sea muy compleja. Y luego, como el arte, como la literatura consiste en combinar esas palabras, tiene que haber una suerte de equilibrio entre esos tres elementos: el sentido, la sugestión, la cadencia. Ésos son tres elementos esenciales, y sin duda, si esta conversación dura un rato más, podremos encontrar otros (ríen ambos), ya que la literatura es tan secreta; evidentemente la retórica no la agota. 82 MARK TWAIN, GÜIRALDES Y KIPLING Osvaldo Ferrari: Usted ha encontrado correspondencias, Borges, entre tres novelas que provienen de escritores y lugares completamente distintos unos de otros. Me refiero a Huckleberry Finn, a Don Segundo Sombra y a Kim. Jorge Luis Borges: Claro, serían los tres eslabones; el andamiaje, digamos, el framework: en los tres libros encontramos la idea de una sociedad y de un mundo vistos a través de dos personas distintas; que vendrían a ser en Huckleberry Finn el negro prófugo y el chico, y todo ese mundo de los Estados Unidos anterior a la Guerra Civil. Ahora, yo creo que Kipling, que profesaba el culto de Mark Twain, y que llegó a conocerlo —Twain le ofreció una pipa de marlo—… No recuerdo la fecha exacta de Huckleberry Finn, pero creo que es de mil ochocientos ochenta y tantos. Y luego, en el año 1901 se publica Kim; y ese libro lo escribió Kipling en Inglaterra, durante las lluvias, con la nostalgia de la India. Y ahí tenemos un mundo mucho más rico que el de Huckleberry Finn, porque se trata del vasto mundo de la India, y de los dos personajes —Kim y el lama—. Y hay, además, una especie de argumento, porque se entiende que los dos se salvan. Aunque Kipling, que era un hombre muy reservado, dice, sin embargo, que esa novela es evidentemente picaresca. Pero parece que no, ya que los dos personajes, al fin del libro, según la visión que tiene el lama, se salvan; esos dos personajes que son el lama y un chico de la calle: Kim. Bueno, y en cuanto a Güiraldes, que había leído Kim en la versión francesa —que según el mismo Kipling era excelente—, en su Don Segundo Sombra también tenemos un mundo: el mundo de la provincia de Buenos Aires —esa llanura que los literatos llaman la pampa— a través de esos dos personajes que son el viejo tropero y el chico (Fabio). De modo que el esquema sería el mismo, vale decir; pero es difícil, no obstante, imaginar tres libros más distintos que Huckleberry Finn de Mark Twain, que Kim de Kipling y que Don Segundo Sombra de Güiraldes. —Es cierto. —Emerson dijo que la poesía nace de la poesía. En cambio, Walt Whitman habló contra los libros destilados de libros; lo cual es negar la tradición. Me parece que es más exacta la idea de Emerson. Además, por qué no suponer que entre las muchas impresiones que recibe un poeta son frecuentes o son lícitas las impresiones que le producen otras poesías. —Claro. —Y eso se nota, yo creo que sobre todo, en el caso de los libros de Lugones; ya que como alguna vez habremos tenido ocasión de decir, detrás de cada libro de Lugones hay una lectura tutelar. Sin embargo, los libros de Lugones son personales. Esas lecturas a que me refiero estaban al alcance de todos, pero sólo Lugones escribió Las fuerzas extrañas, Lunario sentimental y Crepúsculos del jardín. Y detrás de otros libros, en fin, hay otras influencias; pero yo creo que eso no es un argumento contra nadie. Y, bueno, como yo descreo del libre albedrío, he llegado a suponer que cada acto nuestro, que cada sueño o que cada entresueño nuestro es obra de toda la historia cósmica anterior; o, más modestamente, de la historia universal. Y, sin duda, las palabras que yo digo ahora han sido causadas por los millares de inextricables hechos que las han precedido. De modo que estos antecedentes que yo encuentro en Don Segundo Sombra no son un argumento contra el libro. Por qué no suponer esa generación: de igual modo que todo hombre tiene padres, abuelos, trasabuelos; por qué no suponer que esto también ocurre con los libros. Rubén Darío lo dijo mejor que yo: «Homero tenía, sin duda, su Homero». Es decir, que no hay poesía primitiva. —Quiero apoyar su suposición, Borges, comentándole que Waldo Frank coincide con usted, ya que él advirtió la relación entre Don Segundo Sombra y Huckleberry Finn. —Ah, yo no sabía. —Sí, lo indica en el prefacio a la edición en inglés de Don Segundo Sombra. —Bueno, yo no conocía esa edición, pero me agrada esa coincidencia con Frank. Además, quiere decir que lo que yo he dicho es verosímil, porque si la misma cosa se les ocurre a dos personas distintas es probable que sea cierto. —Sí… —Y, sin embargo, el hecho de que el framework (estructura) sea el mismo, no impide que los libros sean completamente distintos. Desde luego, los Estados Unidos de antes de la Guerra Civil, de antes de «The war between the States» (La guerra entre los Estados), como dicen en el Sur, que es el mundo de Huckleberry Finn, nada tiene que ver con ese pobladísimo e infinito mundo de la India —el de Kim—, que a su vez tampoco se parece, bueno, a la elemental provincia de Buenos Aires de Don Segundo Sombra. —Ahora, respecto a la posible inversión en la relación de autoridad entre el mayor y el menor, yo recuerdo que usted mismo ha dicho que un hombre mayor puede aprender de otro menor, de otro más joven. —Mi padre decía que son los hijos los que educan a los padres, pero en mi caso yo creo que no; mi padre me ha educado a mí, yo no lo he educado a él. Él decía eso —posiblemente lo dijera como una frase así, ingeniosa— pero quizá alguna verdad habría en ello, ¿no? —Usted ha hecho una asociación parecida respecto de su amistad con Bioy Casares. —Ah, claro, sí, en el sentido de que Bioy ha influido en mí, y que Bioy es menor. Siempre se supone que el mayor influye en el menor, pero sin duda es recíproco eso. —Claro, usted atribuye a cada uno de los tres escritores que hemos mencionado una finalidad, un objetivo. Pero, a la vez, siempre reitera que no es lo más importante el propósito que un escritor se haya trazado. —Bueno, en el caso de Mark Twain no creo que él tuviera una idea pedagógica, ¿no? —No. —Yo creo que él muestra ese mundo, nada más. Y hay un rasgo que es muy lindo, y que es curioso; ese rasgo es que el chico ayuda al esclavo prófugo, pero eso no quiere decir que intelectualmente, que mentalmente, esté en contra de la esclavitud. Al contrario, él siente remordimientos porque ha ayudado a ese esclavo a huir; y ese esclavo es propiedad de alguien en el pueblo. Y no creo que eso haya sido puesto como un rasgo irónico de Mark Twain; tiene que haber sido porque él pensó: «el chico tiene que haber sentido eso»; él no puede haber sentido que estaba trabajando por una causa noble, que era la abolición de la esclavitud. Eso hubiera sido del todo absurdo. En el caso de Kim, la idea de Kipling es que un hombre puede salvarse de muchos modos; y entonces el lama se salva por la vida contemplativa, y Kim se salva por la disciplina que le impone la vida activa, ya que Kim no se ve como un espía sino como un soldado. Y en el caso de Don Segundo Sombra, y bueno, el muchacho va agauchándose, y va aprendiendo muchas cosas. Y precisamente Enrique Amorim escribió una novela: El paisano Aguilar, que está escrita contra Don Segundo Sombra, y ahí el protagonista va agauchándose y embruteciéndose. —La otra posibilidad. —La otra posibilidad, pero yo creo que ambas son verosímiles, y ambas son artísticamente lícitas. —Claro, pero en el caso de Huckleberry Finn usted dice que se trata de un libro solamente feliz; es decir, yo pensé en la felicidad de la aventura. —Sí. —Y me parece acertado, porque ese deleite en la aventura se da en los relatos de Twain. —Sí, y además, es como si el río del relato fluyera como el Mississippi, ¿no? —Ah, claro. —Aunque yo creo que allí ellos navegan contra corriente, no estoy seguro. —De cualquier manera, Twain era piloto en el Mississippi. —Sí, de modo que el río tiene que haberlo atraído a él. Lo que no recuerdo es si ellos navegan hacia el Sur o hacia el Norte. —La vida personal de Twain parece haber sido múltiple; buscador de oro… —Es cierto, buscador de oro en California, piloto en el Mississippi. —Viajero… —Viajero dentro y fuera de su país, porque él describe viajes por el Pacífico en otros libros. Y luego, finalmente el destino lo lleva a Inglaterra, a Alemania; él siente un gran cariño por Alemania. Y creo que murió en el año 1910… Sí, porque él dijo que iba a morir cuando volviera el cometa Halley. Yo recuerdo que ese año fue el de 1910, y que todos sentíamos aquí que el cometa era una de las iluminaciones del Centenario. Todos lo sentimos así, aunque, naturalmente, no lo dijimos; todos pensamos: ya que todo está iluminado, está bien que el cielo esté iluminado. No sé si llegamos a expresarlo, o si nos dimos cuenta de que era una idea absurda, sin embargo, fue sentido y agradecido así el cometa Halley aquí. —En 1910. —Sí, y es el año en que muere Mark Twain en los Estados Unidos. Y un biógrafo suyo, Bernard Devoto, dice: «Ese ardiente polvo del cometa ha desaparecido del cielo, y la grandeza de nuestra literatura con él». —Relacionando el paso del cometa con la muerte de Twain. —Sí, justamente. 83 «LA PERSONALIDAD Y EL BUDA» Osvaldo Ferrari: Anteriormente, Borges, nos hemos aproximado al budismo, y usted demostró un conocimiento, digamos intenso y extenso, de esta filosofía religiosa. Ultimamente descubrí que ese conocimiento suyo ya estaba en usted en 1951, cuando escribió «La personalidad y el Buda». Jorge Luis Borges: Sí, yo creo que de todas las religiones, el budismo es la que exige menos mitología. Es decir, un hindú, por ejemplo, puede venerar sus dioses, que son múltiples, y puede ser budista. Pero se puede ser budista y no creer en una divinidad personal. Y además, en las últimas formas del budismo: el Mahayana y el Gran vehículo, y el budismo zen, uno puede negar —quizá por razones patrióticas deba negar— la realidad histórica del Buda. Porque se entiende que lo importante es la ley. Y cuando el Buda muere, según la leyenda, los discípulos están llorando, y él les dice, no como Cristo: «Si se juntan dos de ustedes, yo seré el tercero», no, él les dice: «Cuando yo haya muerto, piensen en la ley que he predicado». Quiere decir que lo importante es la doctrina. Y yo tuve una gran discusión con Kazuya Sakai, que es budista —del budismo zen japonés—, que se enojó conmigo porque yo creía en la realidad histórica del Buda. Y él decía que no, que el Buda no había existido, pero que lo que existía es la ley, y que lo importante es la ley. Y además de eso, hay la idea de que lo importante, bueno, es el espíritu; el espíritu y no las palabras. Yo leí en un libro sobre los monasterios budistas en todas partes del mundo que hay un monasterio en el cual, por ejemplo, están reunidos los discípulos —están con el maestro, está el fuego encendido, la chimenea— y entonces, el maestro, a medida que va explicando la doctrina, va tomando una de varias imágenes del Buda que hay y la arroja al fuego. Y además, en cuanto a las escrituras sagradas, las hojas de esas escrituras se usan para toda clase de fines, aun de fines innobles, para indicar que lo importante es el espíritu y no la palabra. Y sé de algún monje budista, de algún santo budista reverenciado en Japón, que no ha leído nunca las sutras, los sermones del Buda, pero que había llegado al nirvana por su propia meditación y sus propios medios. Es decir, que se insiste sobre todo en el espíritu. El budismo no exige de nosotros ninguna mitología; no tenemos que creer en un dios personal, podemos creer si queremos, o si no, no, pero tenemos que obrar éticamente, eso es lo importante. —Pero niega la personalidad, por ejemplo; niega al mismo Buda, como usted dijo. —Sí, niega la personalidad, pero, en fin, hay diversas psicologías del budismo, y en casi todas ellas se niega el Yo. Yo tengo un libro que se llama Las preguntas del rey Milinda, que es una suerte de catecismo budista. Ahora, Milinda era un rey en cierta región de la India, que debió llamarse Menandro, pero Menandro dio Milinda. Y entonces, él va a ver a un monje budista y le hace preguntas. Y el libro es un largo catecismo, y se empieza por la negación del Yo. El ejemplo que él toma es el carruaje en el que ha llegado el rey, y le pregunta cómo ha llegado, y el rey le dice que ha llegado en un carruaje; y el otro le responde que si el rey lo dice eso tiene que ser verdad, y le pregunta si el carruaje es el eje, si es el asiento, si son las ruedas. Entonces, dice que no, que es el conjunto de todo eso. Y luego, también se llega de ese modo a deshacer, y finalmente a negar el Yo, la personalidad. —Y a creer en el vacío. —Sí, y a creer en el vacío. —Ahora, en ese texto suyo: «La personalidad y el Buda», usted habla de… —Yo no lo recuerdo, lo he escrito hace tanto tiempo… —Bueno, allí se compara la personalidad de Buda con la personalidad de Jesús. —Ah, creo que sí. Dígame, ¿eso está en Otras inquisiciones? —No, está en la edición de los veinte años de Sur de 1951. En ese texto usted decía que hubo muchos intentos de comparar las personalidades de Buda y de Jesús. —Sí, sin duda. —Pero agregaba que en realidad es un intento erróneo. —Bueno, porque los Evangelios están escritos… desde luego, se busca la convicción; pero se busca lo patético también. En cambio, en el caso del Buda no, como en el caso de Sócrates tampoco; no se busca lo patético. Al contrario, se busca enseñar una ley, o unas leyes que pueden llevar a la serenidad; viene a ser lo contrario de lo patético en cierto modo. —Hay, entonces, en el budismo, una metafísica y una ética. —Una metafísica y una ética. Bueno, eso sucede con Confucio también; cuando uno lee las Analectas de Confucio, al principio uno se siente un poco defraudado porque no hay nada patético. Pero es que Confucio no quería enseñar nada patético, quería enseñar algo razonable. Entonces, el estilo del libro es razonable también. En cambio, el estilo de los Evangelios, bueno, es un espléndido drama, claro. —En ese mismo texto, Borges, usted dice que esta ética del budismo está en contraste con aspectos éticos occidentales, y cita una carta de Julio César y un pasaje magnífico de esa carta; refiriéndose a sus adversarios políticos, a los que pone en libertad aunque hay peligro de que se vuelvan contra él, César dice: «Lo hago porque nada deseo más que ser como soy, y que ellos sean como son». —Sí, ahora yo no estoy seguro de si se trata del César histórico, o del César de la comedia César y Cleopatra, de Shaw. —Del César literario. —Sí, bueno, digamos César, y nos quedamos a salvo entonces, ¿eh? No estoy seguro si eso figura en Suetonio, creo que no. Pero no importa, César ahora es una imagen que podemos tratar de enriquecer; por qué no, si ha sido enriquecida por Shaw… posiblemente Plutarco la enriqueció también. —Es una magnífica frase la de César, pero delata la vocación occidental por la personalidad, a diferencia del budismo. —Sí, porque en el budismo se considera que la personalidad es un error. A tal punto que se niega la personalidad histórica del Buda. Porque ésa también sería una forma de egoísmo, ¿no?, digo, en el sentido etimológico de la palabra. —Claro, usted también indicaba en aquel mismo texto que en la novela occidental se prefiere «el sabor de las almas», en Proust o en otros novelistas; y en el budismo la anulación de ese sabor de las almas, de esa individualidad de las almas. —Sí, yo creo que la novela lleva a los lectores a la vanidad y al egoísmo, ya que si durante la novela se habla de una sola persona y de sus rasgos diferenciales, eso induce al lector a tratar de ser una persona determinada y de tener rasgos diferenciales. De modo que la lectura de la novela indirectamente fomenta el egoísmo, y la vanidad también, y el tratar de ser interesante. Que es lo que les pasa a todos los jóvenes. Cuando yo era joven, yo era voluntariamente desdichado, porque quería ser, bueno, Hamlet, o Byron, o Poe, o Baudelaire, o el personaje de una novela rusa. En cambio, ahora trato de buscar la serenidad, y de no pensar en la personalidad, bueno, de un escritor que se llamaba Borges, y que vivió, nos dicen, en el siglo XX aunque nació en el XIX. Yo trato de olvidar esas circunstancias pedantescas, ¿no?; trato de vivir con serenidad y con olvido de ese señor que me acompaña. —Sin embargo, Borges, a través de su conocimiento del budismo vemos que el camino de la literatura no es el de un conocimiento científico, pero puede llevar a la sabiduría. —Yo no sé si he llegado a la sabiduría, pero creer en la sabiduría ya es un acto de fe, desde luego. Además, quizá —eso lo he dicho muchas veces— uno pueda dar lo que no tiene. Por ejemplo, una persona puede dar felicidad y no sentirse feliz; puede dar miedo y no estar aterrado. Y puede dar sabiduría y no tenerla. Todo es tan misterioso en el mundo. —No llegar personalmente al nirvana si no llegan todos antes. —Sí, es como si fuéramos un conducto por el cual pasan cosas, ¿no?; como si fuéramos un medio de que las cosas lleguen. En el caso de la poesía eso sería especialmente cierto tal vez, ya que la poesía nos usa: dejamos que la poesía pase a través de nosotros, a pesar de nosotros, y luego hacemos que el lector la sienta. Pero no es algo inventado por nosotros, la emoción estética es algo que nos sucede, y que luego sucede en el lector, aunque quizá de un modo asaz distinto. —En ese sentido se puede pensar que la poesía es una vecina muy próxima de la mística. —… Sí, lo difícil sería encontrar una diferencia entre ambas. Claro que los retóricos la encuentran: reducen la poesía a una serie de astucias. —Cierto. —Y quizá tendremos que resignarnos a esas astucias para que la poesía llegue; pero, al fin de todo son meros artificios. —No obstante, la existencia de muchos poetas místicos prueba que no son ajenas una y otra. —Ah no, desde luego, la existencia de Blake o de Angelus Silesius… —O de san Juan de la Cruz. —O de san Juan de la Cruz, bastaría. En rigor, en buena lógica, basta un solo ejemplo. —Claro. —Quizá sea un error multiplicar los ejemplos, porque parecen menos seguras las cosas. De igual modo que las muchas pruebas de la existencia de Dios es una prueba de que no hay Dios, ya que se utilizan tantas pruebas. —Bueno, antes de la teología no se usaban esas pruebas, es la teología la que inaugura la duda. —… Sí. —Muy bien, Borges, volveremos quizá al budismo en una tercera oportunidad, porque vemos que su conocimiento de él no se agota. —He hablado poco del budismo y mucho de otras cosas, pero quizá está bien que sea así. 84 LA LITERATURA IRLANDESA Osvaldo Ferrari: Hace poco tiempo hemos conversado, Borges, sobre el antecedente, el pasado celta de Irlanda; y en ese momento nos propusimos volver a hablar de la riquísima literatura irlandesa a lo largo del tiempo. Jorge Luis Borges: Sí, es una riqueza que parece opuesta a toda estadística: una pobre isla, perdida al noroeste de Europa, y que parece que se ha especializado en hombres de genio y ha enriquecido la literatura inglesa, ya que la literatura inglesa es inconcebible sin tantos inolvidables irlandeses. —Es cierto. —Ahora, curiosamente esa tradición es antigua, ya que tendríamos que pensar —creo que es el siglo IX— y ahí tenemos esa gigantesca imagen de Escoto Erígena, cuyo nombre quiere decir «Irlandés nacido en Escocia», ya que a Irlanda la llamaban Vetus et maior Scotia, y Escocia es el nombre que llevaron los irlandeses allí. Al leer historias de la filosofía, e inclusive la historia de la escolástica, que ciertamente es muy rica y tiene maestros muy diversos, yo advertí que Escoto Erígena es, sin embargo, único, porque es panteísta. Habían llegado a París los manuscritos atribuidos al Areopagita, y no había nadie en Francia capaz de leerlos. Y entonces llega este monje de Irlanda, y en Irlanda habían salvado el griego: habían invadido no sé si los sajones o los escandinavos; en todo caso, los monjes irlandeses tuvieron que huir de sus conventos —esos conventos eran particulares, allí cada monje estaba solo en su choza, y en un campo cultivado había zanjas para detener a los bárbaros—. Pero uno de ellos se fue: Juan Escoto Erígena. Lo llamó Carlos el Calvo, y él tradujo el texto del Areopagita del griego. Nadie sabía griego ni latín; el monje irlandés lo sabía. Y luego él escribió su filosofía, que es una filosofía panteísta. Y curiosamente hay un poema de Hugo: «Ce que dit la bouche d’ombre», que corresponde exactamente a la filosofía de Escoto Erígena. Y esa filosofía se encuentra también en Back to Mathusalen (Vuelta a Matusalén) de otro irlandés, que acaso no había leído a Escoto Erígena: Bernard Shaw. La idea es que todas las cosas emanan de la divinidad, y que al fin de la historia todas las cosas volverán. Y eso le sirve a Hugo para una espléndida página en la cual él imagina toda suerte de monstruos, de negros dragones, lo que fuere, y entre ellos el demonio. Y todos ellos vuelven a la divinidad. Es decir, que la divinidad se reconcilia con todas sus criaturas, incluso con sus monstruos. —Aun con las maléficas. —Sí, y luego de Escoto Erígena, ya avanzando en el tiempo, tenemos en Irlanda a otro escritor increíble, tenemos a Swift, a quien se deben los viajes de Gulliver —entre ellos aquel viaje terrible: el viaje de los Yahoos, que son los hombres que vienen a ser así, como monos—, y esos otros hombres, cuyo nombre imita el sonido de un relincho, y son los que forman esa república de caballos razonables. Y tendríamos otros nombres ya más adelante, entre ellos, asombrosamente, el duque de Wellington, que derrota a Napoleón —Arthur Wellesley—, era irlandés. Y me he olvidado, quizá, de alguien que ciertamente no es el menor, que es el filósofo Berkeley. Berkeley es el primero que razona el idealismo y fue maestro de Hume. Bueno, Hume era escocés, y ellos dos fueron maestros de Schopenhauer. Y ya más adelante hay tantos ilustres irlandeses, que uno se pierde: quizá el máximo poeta de la lengua inglesa de nuestros tiempos, William Butler Yeats. Y también tenemos un escritor, injustamente olvidado, George Moore, que empieza escribiendo libros muy tontos, y al final escribe libros admirables con un nuevo tipo de prosa; libros así, de confidencias, de confidencias de cosas irreales, de cosas soñadas por él, pero que están contadas como confidencias al lector y son invenciones personales de Moore. Y hay otro nombre, que a pesar de la tristeza, o quizá de la infamia de su destino, pensamos en él como pensamos en un amigo íntimo, o en un niño también: Oscar Wilde, evidentemente. Y por qué no mencionar a otro irlandés, que ha creado dos personajes que son quizá más famosos que cualquier político: el creador de Sherlock Holmes y el doctor Watson, Arthur Conan Doyle. Y usted, sin duda podrá agregar otros nombres también. —Sí, pero quisiera detenerme en el ineludible nombre de Shaw. —Pero, claro, Bernard Shaw, que en Vuelta a Matusalén repite exactamente la historia universal de Escoto Erígena: la idea de que todas las cosas, todos los seres, emanan de la divinidad y vuelven al fin a la divinidad. Y todo eso lo razonó Escoto Erígena en el siglo IX y termina dándole forma dramática y divertidísima Bernard Shaw en esa obra. Y recuerdo que en esa pieza él dice, entre tantas otras cosas, que en el Occidente no hay adultos, que quizá en Oriente los haya, pero que en Occidente un hombre puede morir a los ochenta años con un palo de golf en la mano (ríe), lo cual quiere decir que sigue siendo un niño, que no se llega a la adultez. —Ahora, a través de los genios de Swift, de Shaw, de Wilde, vemos que Irlanda ha producido el genio humorístico, el irónico, el satírico; una variedad muy particular. Y podríamos decir el genio crítico también: crítico, en parte, de Inglaterra. —Ah, sí, sí, desde luego. Y nos hemos olvidado de Goldsmith, nos hemos olvidado de Sheridan; bueno, nos hemos olvidado de los poetas del «Celtic twilight», de la «penumbra celta». Sí, pero en ese grupo estaba Yeats al principio, y luego felizmente salió de ese crepúsculo, y escribió quizá las obras más poéticas y más precisas. Y nos hemos olvidado, no sé cómo lo hemos conseguido, realmente es un prodigio del olvido: nos hemos olvidado del autor del Ulises y de Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), que era irlandés también. —De quien hemos estado hablando en estos días, de James Joyce. —Sí, nos hemos olvidado de Joyce. Y también podríamos incluir al admirable y extraño dramaturgo O’Neill, ya que los ancestros de su nombre lo proclaman irlandés. Si uno empieza a recordar irlandeses geniales, uno se pierde en la lista e incurre en imperdonables omisiones. —No nos hemos referido anteriormente a quien, como usted dice, quizá sea el máximo poeta contemporáneo en lengua inglesa, a Yeats. —Bueno, lo que Yeats hizo con el idioma inglés es más admirable que lo que hizo Joyce, ya que las composiciones de Joyce son un poco piezas de museo de la literatura, ¿no? En cambio, la poesía de William Butler Yeats no, es algo que nos deslumbra, como la poesía de Hugo, por ejemplo. Es extraordinario; yo siempre recuerdo aquel verso intraducible, insensato, pero que sin embargo ejerce su magia: «That dolphin’s thorned, that gong tormented sea»; qué raro: el mar desgarrado por los delfines y atormentado por los gongs. No sé si puede defenderse lógicamente, pero evidentemente es un conjunto mágico. Y uno encuentra tantos en las páginas de Yeats; continuamente hay líneas inolvidables así. Recuerdo el final de una pieza de teatro de él en que uno de los personajes es un porquerizo, y se ve con unas mujeres espléndidas, que bajan lentamente por las gradas de una escalinata. Y él pregunta para qué están hechas; y le dicen: «For desecration, and the lover’s night», es decir: están hechas para la profanación, para la noche del amante. Son las últimas palabras. Es Estupendo, ¿no? —Estupendo. Yo por mi parte he encontrado una página que usted había encontrado antes, de Bernard Shaw. —¿Cuál es? —«Infierno, cielo y tierra». Es muy breve y me pareció excepcional; no sé si la recuerda, voy a leerla. —Sí, lo escucho, muchas gracias. —«El infierno es la patria de lo irreal y de los buscadores de la dicha»… —Caramba. —«Es un refugio para quienes huyen del cielo, que es la patria de los amos de la realidad». —Ah, sí, sin duda la palabra inglesa es masters (amos), ¿no? —Sí, «y para quienes huyen de la tierra, que es la patria de los esclavos de la realidad». —Es espléndido, ¿eh?, y está toda la teología ahí. —Sí, y me parece que coincide con su visión. —Bueno, más bien mi visión coincide con la de Bernard Shaw y más bien lo que yo digo, lo que yo he pensado… —Me refiero a su concepción de la realidad. —Sí, yo creo que sí, me parece peligroso pensar sin Bernard Shaw, ¿no?, es una imprudencia (ríen ambos); para mí pensar sin Bernard Shaw y sin Schopenhauer es imposible. Y recuerdo una frase de Macedonio Fernández, que dijo que lo que él pensaba ya lo habían pensado para él Berkeley y Schopenhauer (ríe). —Sí, yo observo que Shaw ha sido un compañero de su pensamiento. —Sí, espero que siga siéndolo. 85 GÓNGORA Osvaldo Ferrari: Hace poco, Borges, usted me decía que había estado escribiendo un poema a Góngora. Jorge Luis Borges: Un segundo poema. Yo escribí antes uno que empezaba diciendo «Marte la guerra, Febo el sol, Neptuno el mar / que ya no pueden ver mis ojos / porque lo borra el dios». Es decir, a mí me pareció que las divinidades griegas, en las que ya no creía Góngora, bueno, en este caso le habían tapado, le habían borrado la visión de las cosas; de modo que en lugar de la guerra, él veía a Marte, en lugar del sol a Febo, en lugar del mar a Neptuno. —Que veía mitológicamente. —Veía mitológicamente, y veía mitológicamente a través de una mitología muerta para él. Entonces, yo imaginé ese poema, pero luego, reflexionando, pensé que ese poema era injusto, que podría escribirse otro en el cual Góngora me contestara; y me dijera que hablar del mar, de algo tan diverso, tan vasto, tan inagotable como el mar, es no menos mitológico que hablar de Neptuno. Y en cuanto a una guerra, ya sabemos que todas las guerras son terribles; pero ya la palabra «guerra» es, quizá, no menos mitológica que «Marte». Y en cuanto al sol, «Febo», desde luego, es y no es el sol. De manera que podríamos llegar a la conclusión de que todos los idiomas son tan arbitrarios como aquel idioma del Culteranismo, en que no se hablaba del sol sino de Febo. Y hasta Góngora, podría decirse que si él habla de Febo, y habla de Marte, y habla de Neptuno, reconoce que hay algo sagrado en esas cosas, y quizá en todas las cosas; ya que si yo digo Febo, yo afirmo algo divino en el sol; y si digo Marte afirmo algo por lo menos sagrado e inexplicable en la guerra. Es decir, yo pensé que todas las palabras, o que todo un idioma, pueden ser mitológicos, ya que reducen el mundo; el mundo que cambia continuamente, a una serie de palabras rígidas. Ahora, esto podría llevarnos a una idea, bueno, a una misión imposible: si cada momento es nuevo, si lo que yo siento ahora, conversando con usted, no es exactamente lo que he sentido otras veces, entonces habría que encontrar un lenguaje que estuviera renovándose permanentemente, porque si no estamos reducidos, digamos, a los diez mil símbolos, o a los diez símbolos, o los que fueran, de cada idioma. Claro que no sé cómo podría crearse… desde luego que es una empresa imposible. —Con el auxilio… —Salvo que un lenguaje que estuviera continuamente renovándose pudiera hacerse con palabras compuestas, bueno, conjugando los adjetivos, como se hace en japonés, o declinando los verbos. Pero, no nos bastaría eso tampoco; siempre tendríamos que usar ciertos símbolos anteriores. —Salvo que aquí también obtengamos el auxilio de la mitología. —Ah, sí, pero habría que crear una mitología para cada momento. —Claro. —Pero podríamos suponer una utopía, una utopía que no se realizará nunca, de la imaginación: por qué no representar un mundo en el cual el lenguaje está creciendo y cambiando continuamente. Y ahí quizá habría que pensar menos en el sentido de las palabras que en las cadencias; vendría a ser un lenguaje afín a la música. En todo caso, es una empresa literaria imposible, pero no es imposible que haya una escuela que se la proponga (ríe); ya que ahora parece que surgen escuelas a cada momento, ¿no? Sí, y se intentan toda clase de cosas. Claro que esta aventura sería la máxima aventura del lenguaje de las letras: un lenguaje que fuera creciendo y cambiando a medida que pasa la realidad. Ahora, eso ocurre en plazos largos de tiempo; por ejemplo, hay palabras que se usaban antes —que se usaban cuando yo era chico— y que no se usan ahora. Pero no, lo que yo propondría sería un lenguaje que fuera cambiando en cada instante, y no cada cincuenta años; que las palabras cambian es indudable, y sobre todo está cambiando el ambiente de las palabras. Eso es muy importante para la poesía; es decir, no sólo cambia el sentido, que es lo de menos, sino las connotaciones. —Esa empresa que usted propone parece más posible para la poesía que para el lenguaje en general. —Para la poesía… y yo diría para la música (ya que como no sé nada de música, la veo como cargada, como dotada de posibilidades infinitas). Aquel lema de la Real Academia Española: «Fija, limpia y da esplendor», bueno, la idea de fijar el lenguaje que implica es una idea imposible. Y sin embargo, el doctor Johnson, en el siglo XVIII, creía que ya había llegado el momento en que pudiera fijarse el idioma inglés. Y ahora nos damos cuenta de que el lenguaje de Johnson es admirable, pero anticuado; y que los ambientes de las palabras son distintos, además. La poesía, sobre todo, depende de las connotaciones, del ambiente y de la cadencia de las palabras. —Sin duda. —Por eso Stevenson dijo que no había que usar nunca en un párrafo una palabra que mirara para el otro lado. —Es gráfico eso. —Claro, quiere decir que tiene que fluir, porque, por ejemplo, los neologismos obstruyen. Salvo en alemán, en que existe el hábito de las palabras compuestas; entonces pueden usarse. Creo que alguna vez nos hemos referido a Weltanschauung, que Ortega y Gasset tradujo muy torpemente por «cosmovisión». Las palabras compuestas son infrecuentes en castellano; y sobre todo «cosmovisión» se nota mucho —la primera parte es griega, la segunda es latina—. En cambio, en alemán ambas palabras son germánicas, el alemán tiene el hábito de las palabras compuestas; una persona dice Weltanschauung y el interlocutor puede no darse cuenta de que ha oído esa palabra por primera vez. —Volviendo a la poesía de Góngora, Pedro Henríquez Ureña sostiene que es el ejemplo sumo de devoción a la forma, sin embargo… —Es verdad; sin embargo, las mejores poesías de Góngora no son las más culteranas, o las más «gongorinas». Por ejemplo, yo recuerdo aquélla: «Mal te perdonarán a ti las horas / las horas que limando están los días / los días que royendo están los años», y que vendrían a ser los mejores versos de Quevedo, salvo que los escribió Góngora antes que Quevedo. Pero serían… por ejemplo, si una persona no conociera a Quevedo, y uno quisiera, bueno, darle alguna noticia de él; lo mejor sería recitarle esos versos que son de Góngora. Porque conociendo, oyendo esos versos, él ya ahí tiene la esencia de Quevedo. Y Góngora después se arriesgó a bromas no siempre felices, ¿no?; creo que hemos recordado aquello de «monóculo galán de Galatea» que aplica al cíclope. Ahora, Góngora no podía prever que hubiera una clase de lentes que se llamaban monóculos, y pensó en los monóculos, que eran un linaje de seres imaginarios mencionados por Plinio, creo. De modo que «monóculo» significaba estrictamente una persona con un solo ojo. —Sí, un cíclope. —Claro, precisamente se aplica al cíclope, a Polifemo. Después viene esa especie de calambur no muy feliz, de «galán de Galatea». Con Bioy Casares hemos discutido aquello de: «¡Oh gran río, gran rey de Andalucía de arenas nobles, ya que no doradas!», que a mí me pareció una flaqueza de Góngora; y Bioy me dijo que precisamente esa idea de tal cosa, aunque no otra, era lo que le gustaba a Góngora. —Usted se refiere al poema «A Córdoba». —Sí, exactamente. —Agrega Henríquez Ureña que la poesía de Góngora no es grande por los temas, sólo raras veces por los sentimientos; pero en su delicadeza sí, en el esplendor de su imaginación, dice él, pictórica. —Bueno, pictórica no sé en qué medida, porque, en definitiva, ¿qué tenemos?: el contraste del blanco y del rojo. Por ejemplo: «Raya, dorado sol, orna y colora / del alto monte la lozana cumbre, sigue con agradable mansedumbre / el rojo paso de la blanca aurora». A él le gustaban esos contrastes bastante sencillos de colores. Pero, en poesía, quizá esos colores se noten más que si uno los viera… —En una pintura. —Sí, por eso digo, esa condición pictórica se refiere más al lenguaje. Porque realmente, si en un cuadro se pusieran el rojo y el blanco, aparecería como demasiado simple eso, ¿no? —Obviamente, ahora, Remy de Gourmont, por su parte, llamó a Góngora: «Ese gran malhechor de la estética». —Ah, yo creo que tenía razón. —Y lo comparó con Mallarmé. —Bueno, quizá los mejores versos de Mallarmé sean superiores a los mejores de Góngora. —Usted recordará, quizá, que Góngora en su época fue criticado por Lope y Quevedo; pero él, a su vez, dijo de Lope de Vega: «Vega por lo siempre llana». —Sí, «Con razón Vega, por lo siempre llana». Recuerdo aquello, y lo llamó «pato del agua chirle castellana». Eso no es demasiado lindo, pero tampoco está dicho para ser injurioso. —En cambio, de Quevedo dijo que tenía «bajos de tono los versos, tristes los colores». —Qué raro, yo hablé de eso con Henríquez Ureña. Sí, porque discutíamos hasta qué punto lo que nosotros sentimos ante un texto del siglo XVII fue sentido por los autores. Y él me dijo que lo que nosotros sentimos es lo que ellos sintieron. Pero yo creo que no, creo que a medida que pasa el tiempo vamos cambiando el lenguaje, y uno tiende a sentir las cosas de otra manera. Y de cualquier manera, el modo en que sintió el autor importa poco, ya que los textos están para ser renovados por cada lector, ¿no? A mí siempre vienen a verme periodistas y me preguntan cuál es el mensaje de lo que he escrito. Ayer me preguntaron, por ejemplo, cuál era el mensaje del poema «El Golem» y del cuento «Las ruinas circulares». Y yo les dije que no hay absolutamente ningún mensaje, que se me había ocurrido eso; que me había, bueno, entretenido con esa imaginación, y que yo se la contaba al lector para que él sintiera lo mismo. Ahora se piensa continuamente… si yo digo «fábula», pienso en algo imaginario; pero ahora, en lo que se piensa es en la moraleja de la fábula. Se presupone que toda fábula tiene su moraleja, y que el autor la sabe. Yo creo que hemos recordado ya que Kipling dijo que a un escritor puede estarle permitido imaginar una fábula, pero no saber cuál es la moraleja, y que la moraleja corre por parte del lector o del tiempo, digamos. —Claro, no se advierte que el autor, o el creador, actúa sin preconceptos, sin planes previos, y se deja llevar por su inspiración. —Pero, además, yo creo que los planes son peligrosos; es decir, es mejor escribir con cierta inocencia. Y sobre todo, es mejor que el lector piense que lo que le cuentan, o que lo que él está oyendo, bueno, es algo que surgió solo; y que no ha sido dirigido, es mejor que las cosas no aparezcan prefabricadas. —Que tengan la espontaneidad de lo creado, claro. —Sí, creo que Schopenhauer habló de escritores que escriben sin haber pensado, y él dijo que no, que convenía pensar primero y escribir después. Pero yo, en ese caso, me atrevo, con toda humildad, a disentir con Schopenhauer. Yo creo que conviene que ambos procesos, el de escribir y el de pensar, sean contemporáneos; es decir, que mientras uno escriba, uno piense. 86 LOS POETAS DE NEW ENGLAND Osvaldo Ferrari: Hace un tiempo, Borges, conversamos sobre aquella región de los Estados Unidos que a mí me parece usted prefiere: sobre New England, sobre Nueva Inglaterra. Y también conversamos sobre la particularidad que se da en esa región, que ha producido excelentes poetas. Jorge Luis Borges: Sí, hay un libro de Van Wyck Brooks: The Flowering of New England (El florecer de Nueva Inglaterra), que se refiere precisamente a esa larga época en que de pronto surgen personas de genio, y de genio muy diverso, y son casi vecinos: pensemos en Edgar Allan Poe, que nace en Boston, pensemos en Emily Dickinson, consagrando toda su vida a la poesía y declarando que la publicación no es parte esencial del destino de un poeta, pensemos en Herman Melville y esa espléndida pesadilla: Moby Dick o La ballena blanca, y pensemos en Emerson, que se carteó con todos ellos, y que para mí es el más alto de los poetas intelectuales, ya que a diferencia de otros poetas intelectuales tenía muchas ideas; y hay otros que se llaman intelectuales cuando son simplemente fríos, o ineficaces. Luego Jonathan Edwards, que fue anterior y llegó a sentir la predestinación como una felicidad, dijo que al principio le parecía horrible la idea de que todos ya estuviéramos predestinados al infierno o al cielo, porque se trataba de atenuar eso diciendo que no, que había gente predestinada al cielo; pero el hecho es que los que no estaban predestinados al cielo iban al infierno, de modo que es lo mismo. Y luego Longfellow, Prescott y Frost, que es el poeta de esa región, aunque nació en California… Yo he llegado a pensar que todo lo que se ha soñado, todo lo que se ha escrito en las diversas Américas, ya fue soñado y escrito en New England. Por lo pronto, hay un nombre sin el cual la literatura de todo el mundo —en todo caso el Occidente— es inconcebible, y es el nombre de Edgar Allan Poe; ya que él es padre de tantas cosas… aun del género policial, que crea, sin sospecharlo, en esos tres cuentos; en «Los crímenes de la calle Morgue», en «La carta robada», en «El escarabajo de oro». Ahí ya está el género policial creado. —Es cierto. —Eso lo hizo Poe, y además influyó en Baudelaire; Baudelaire le rezaba a Poe todas las noches. —Ah, no sabía. —Sí, la traducción de Baudelaire de la obra de Poe es, desde luego, superior al texto de Poe, ya que Baudelaire tenía un sentido estético más fino que Poe, y Poe, como poeta, es un poeta menor, aunque fuera, naturalmente, un hombre de genio. —Un cuentista superior, sin embargo. —Sí, desde luego. —Pero también encontramos en esa región a poetas como Robert Lowell, entre los contemporáneos. —Sí, es cierto, pertenece a una familia de escritores, además. —Sí, entre ellos Amy Lowell, creo. —Sí, por supuesto, yo lo conocí a él. —¿A Robert Lowell? —Sí, cuando estuvo aquí, en Buenos Aires. Caramba, no sé si… quizá sea indiscreto decir que estaba pontificando en una reunión, y vinieron a buscarlo de parte de la embajada de los Estados Unidos, y lo llevaron al manicomio. Cosa muy triste estar así, pontificando, sintiéndose muy seguro, y luego aparecen dos personas, silenciosas pero irresistibles… y se lo llevan. Sí, bueno, pero olvidemos eso. Yo estuve con él en Inglaterra, y él había sin duda olvidado ese episodio, y yo también lo olvidé. —Claro. —Por lo menos mientras estuvimos juntos. —Comprendo, ahora, usted parece preferir a Frost, dentro de los poetas de New England. —Sí, yo creo que a Frost uno debe verlo como discípulo de Robert Browning, el poeta inglés. En todo caso, yo creo que él surge de la obra de Browning, de los hábitos poéticos de Browning. —Y la temática de Frost es una temática campesina en gran medida. —Es campesina, sí; bueno, y él fue un farmer (granjero). —Claro. Yo no sé ya si dentro del perímetro de New England, pero encontramos también poetas sorprendentes en los Estados Unidos como Wallace Stevens. —Yo no sé exactamente a qué región corresponde. —Yo tampoco. —Tendremos que averiguar eso (ríen ambos). —Y también Edgar Lee Master, y su libro de epitafios: la Antología de Spoon River. —Edgar Lee Master tiene que ser del Middle West (Medio Oeste), claro, y Spoon River no sé, pero en todo caso, uno piensa en esa región; sí, y las menciones de Lincoln en ese libro, por ejemplo… un espléndido epitafio. Ahora, la intención de él era que esa antología fuera leída como una novela, ya que los personajes de los epitafios tienen una relación entre ellos; pero no sé si el lector puede seguir aquello. Por ejemplo, uno de los muertos habla, y dice que no ha sido muy feliz, pero que siempre pudo contar, pudo apoyarse en el afecto de su mujer. Y luego cuando ella tiene que hablar, resulta que ella no lo toleraba y que tuvo un amante. Es decir, que todos esos epitafios vendrían a formar una especie de saga de la región de Spoon River, pero no sé si el lector se da cuenta de eso; creo que más bien lee cada epitafio como un poema. En el segundo número de Sur yo traduje dos de los epitafios de Edgar Lee Master, de la Antología de Spoon River. —Son tan sorprendentes esos epitafios, que si a usted le parece me gustaría leer uno en este momento que me ha llamado en especial la atención. —Pero cómo no. —Es aquel en el que habla Horace Burleson. —Yo recuerdo el de aquella mujer a quien quiso Lincoln, que dice: «Adorada en vida por Abraham Lincoln / desposada con él no por la unión, sino por la separación». Qué lindo, ¿eh?, y luego dice: «Florece para siempre, ¡Oh república del polvo de mi pecho!». —Bueno, tiene aspectos sorprendentes. —¿Cuál es el que usted recordó? —Es, como dije, el de John Horace Burleson, y dice: «Gané el premio de ensayo en el colegio aquí en el pueblo, y publiqué una novela antes de los veinticinco años. Fui a la ciudad en busca de temas y para enriquecer mi arte; allá me casé con la hija de un banquero, y más tarde llegué a ser presidente del banco; esperando siempre estar desocupado para escribir una novela épica sobre la guerra. Entre tanto era amigo de los grandes, y amante de las letras y huésped de Matthew Arnold y de Emerson. Un orador de sobremesa, escritor de ensayos para los círculos locales. Al final me trajeron aquí —el hogar de mi infancia, sabéis— sin siquiera una pequeña lápida en Chicago para mantener vivo mi nombre. Oh la grandeza de escribir este solo verso: ¡Agítate, profundo y tenebroso océano azul, agítate!». —Y claro, ese personaje viene a ser como un personaje de novela, ¿no? —Como un personaje común de pueblo. —Sí, eso está muy bien, porque en esas líneas uno puede descifrar una vida, ¿no es cierto? —Precisamente. —Y el carácter de un hombre. —Cierto, está todo allí. —Y los contrastes; además está escrito con cierta ironía también, de parte del poeta, respecto de su criatura. —Con una gran ironía: «épico sobre la guerra » (ríe). —Sí (ríe). —Otro de los nombres, pero no sé si es una de sus preferencias, es el de William Carlos Williams. —Ah, sí, desde luego. —Bueno, hay toda una pléyade de poetas, pero, naturalmente volveremos siempre a Whitman, en todo caso. —Y, en mi caso, a Emerson. —¿A Emerson, aun como poeta? —Como poeta yo diría, para mí ante todo como poeta; yo prefiero —sé que éste es un capricho mío—, pero yo prefiero su poesía a su prosa, me parece que su poesía es más esencial. Además, es profundamente original, pero espontáneamente original, no escandalosamente original; espontáneamente distinta de todo lo que se llama poesía. Sin que se sienta, sin embargo, una rebelión: es como si él se expresara naturalmente de ese modo frío, de ese modo reservado; porque la reserva también puede ser una virtud poética, siempre se supone que no, que el poeta tiene que ser efusivo y tiene que confesar… pero es que la reserva constituye gran parte del carácter de mucha gente. Y si un poeta escribe de un modo reservado, está expresándose, está expresando esa reserva que es uno de sus objetivos, o uno de sus atributos. —Claro, y en este caso, a un hombre, a un poeta capaz de pensamiento, como dice usted, capaz de ideas. —Y de ideas originales, y muy interesantes; y su poesía tiene algo así como de grabado… de esculpido, ¿no?; parece absurdo, pero tiene algo en común con Séneca en lo sentencioso. Aunque, desde luego, lo que se les ocurrió a los dos fue algo completamente distinto. —También debemos recordar, me parece, aunque se fue de los Estados Unidos, y vivió tanto tiempo en Europa… —¿Henry James? —No, Ezra Pound, que además hizo un esfuerzo por el estudio de la poesía qué pocos han hecho, ¿no? —Sí. En el caso de Henry James, él sentía, digamos, no sólo las afinidades, sino el contraste del americano y el europeo; el tema de él fue ése. Ahora, él creía que los europeos eran, por supuesto, más complejos, más inteligentes; pero éticamente inferiores a los americanos. Él descubría algo ético en el americano, que no sé, posiblemente él pensaba sobre todo en esa región ¿no? —¿En New England? —Sí, en una época en que el protestantismo era todavía fuerte. Ahora creo que no, ¿eh? Claro, ha cambiado tanto ese país; bueno, ha cambiado tanto el mundo… 87 SOBRE LA METÁFORA Osvaldo Ferrari: Por el hecho de que difiere de la visión que otros escritores tienen de ella, me interesa, Borges, su idea de la metáfora en la literatura. Jorge Luis Borges: Sí, yo empecé, digamos, profesando el culto de la metáfora que nos había enseñado Leopoldo Lugones. Qué raro, toda esa generación que se llamó ultraísta habló contra Lugones y, sin embargo, Lugones estaba siempre presente para nosotros. Yo recuerdo, con González Lanuza, con mi primo Guillermo Juan, con Norah Lange, no podíamos ver una puesta de sol, sin repetir: «Y muere como un tigre, el sol eterno». Y la luna nos llevaba a continuas alusiones al Lunario sentimental. Y todos profesábamos esa estética, la estética de la metáfora. Ahora, Lugones señala en el prólogo del Lunario sentimental que el idioma está hecho de metáforas, ya que toda palabra abstracta es una metáfora; empezando por la palabra metáfora, que quiere decir, si no me equivoco, traslación, en griego. —Cierto. —Bueno, y parejamente Emerson dijo que el lenguaje era poesía fósil; pero cabría observar que para entendernos conviene olvidar la etimología de las palabras. Ortega y Gasset dijo que para entender algo había que entender la etimología, y yo diría más bien que para entendernos conviene olvidar la etimología de las palabras. Un ejemplo de esto lo tendríamos en la palabra «estilo»; el estilo era una especie de punzón con el cual escribían los antiguos, creo que en la cera. Pero si yo hablo ahora de estilo barroco no conviene que se piense en un punzón, o que barroco es uno de los nombres del silogismo; porque si yo pienso: un punzón comparable a un silogismo, ciertamente me alejo del concepto de estilo. —Claro. —De modo que para entendernos, debemos olvidar el origen metafórico de las palabras. —Ahora, en el caso de la etimología latina de la palabra metáfora, usted recordará: metaphora (más allá de la meta). Esto es significativo, porque —como observa Murena— llevar algo más allá de la meta implicaría que se está llevando algo más allá del propósito de la persona que ha tratado de hacerlo… —En ese caso sería un acierto, ya que yo creo que si lo que uno escribe expresa exactamente lo que uno quiere, pierde valor; conviene ir más allá. Y es lo que pasa con todo libro antiguo: uno lo lee más allá de su intención. Y la literatura consiste, precisamente, no en escribir exactamente lo que uno se propone, sino en escribir misteriosa o proféticamente algo, más allá del propósito circunstancial. —En el caso de la metáfora, ineludiblemente uno recuerda a Platón. En El banquete Alcibíades dice: «El elogio de Sócrates lo haré mediante símiles, porque el símil tiene por fin la verdad». —Bueno, estoy plenamente de acuerdo con Alcibíades. Además, no podemos expresarnos de otro modo; y, por otra parte, lo que se dice indirectamente tiene más fuerza que lo que se dice directamente. No sé si nos hemos referido alguna otra vez a esto, pero si yo digo «fulano murió», ahí estoy diciendo algo concreto. Pero si recurro a una metáfora bíblica y digo «fulano duerme con sus mayores», es más eficaz. —Mucho más. —Además, ahí se indica en forma indirecta la idea de que todos los hombres mueren y vuelven con sus mayores. O, como se dice en inglés, que es menos bello, «Join the majority»: fulano de tal se ha unido a la mayoría. Y como hay más muertos que vivos, quiere decir que ha muerto; ya que los que vivimos somos una minoría, y una minoría provisoria. —Claro. —En algún momento nos uniremos a la mayoría, a los muertos. —Estaremos acompañados (ríe). —(Ríe). Estaremos muy acompañados, sí. —En el plano literario, usted ha dicho que bastaría quizá sólo un buen verso sin metáfora para refutar la teoría de que la metáfora es un elemento esencial. —Sí, y sin duda he hablado de la poesía japonesa, que ignora la metáfora, y sería tan fácil quizá encontrar ejemplos de versos hechos sin metáforas; salvo que uno piense que toda palabra es una metáfora. Pero yo creo que no, digamos, si uno oye o si uno pronuncia la frase: «la vía láctea», es mejor que uno no piense en un camino de leche, creo. Mauthner señala que los chinos llaman a la vía láctea «el ruido de plata», y dice que a nosotros eso nos parece poético; y sin duda, a un chino le parecerá poético que se hable de la vía láctea, del camino de leche por la galaxia. Galaxia es vía láctea en griego. —En Grecia, como usted lo ha recordado, creo, Aristóteles funda la metáfora sobre las cosas, y no sobre el lenguaje. —Yo creo que él dice que una persona que percibe afinidades puede forjar su propia metáfora. El que percibe afinidades que no se notan inmediatamente. Y la metáfora consistiría en expresar los vínculos secretos entre las cosas. —Cierto, usted menciona a veces las metáforas recogidas por Snorri Sturluson de la poesía de Islandia. —Ah, sí, pero esas metáforas eran lo que llamaríamos ahora funcionales; es decir, no correspondían a intuiciones poéticas: eran razonables, quizá demasiado razonables. Porque si yo digo de un guerrero que es «el poste del yelmo», esa metáfora es bastante corriente, no hay ninguna belleza, ¿no le parece? —No, en «el poste del yelmo», no. —Quizá el error de las antiguas metáforas germánicas —sajonas o escandinavas— es que fueran razonables. —Son menos poéticas. —Son menos poéticas. Ahora, claro, en el caso de «Camino de la ballena» por el mar. —Eso no está mal. —No, creo que hay belleza ahí, pero no sé si ellos se daban cuenta de eso, posiblemente no. Claro, «Camino de la ballena» está bien para el mar, porque parece que la grandeza de la ballena se aviene con la grandeza del mar. En la poesía anglosajona es bastante común la metáfora «encuentro de lanzas» por batalla. Creo que hay una diferencia esencial entre las metáforas germánicas, que son razonables, y, digamos, las metáforas orientales, persas o árabes, que se justifican emocionalmente. Por ejemplo, cuando se compara a un príncipe o a una princesa con la luna evidentemente no se piensa en la forma de la luna; se piensa en la claridad o en la poesía de la luna, ¿no? —En el resplandor. —En el resplandor, bueno, y creo que es más eficaz, y así pueden justificarse las cosas; porque si yo llamo al sol «ojo del día», no sé si es mayormente lindo. Esa metáfora dio la palabra inglesa daisy (margarita), porque una margarita dibujada parece un sol; es decir, parece el «ojo del día». Y luego una expresión que he encontrado, creo que la usan los cabalistas: «ojo izquierdo del cielo». El ojo izquierdo del cielo sería la luna. Supongo que el ojo derecho sería el sol; o sería porque la palabra «izquierdo» denota de algún modo cierta inferioridad, o algo indigno tal vez… Bueno, la palabra «siniestro», que quiere decir izquierdo, sí. —Pero es curioso que usted, a pesar de su condición de poeta, lo cual parece vincularlo naturalmente con la metáfora, no haya coincidido con Lugones o con el ultraísmo en su valorización. —Es que yo no sé si Lugones fue siempre fiel a esa idea. Lugones sabía que la cadencia, que la música del lenguaje es muy importante: tiene que haberlo sabido. No sé si he citado aquellos versos de Lugones que dicen: «El jardín con sus íntimos retiros / dará a tu alado ensueño fácil jaula». Bueno, eso podría reducirse a una suerte de ecuación diciendo: «El ensueño es un pájaro cuya jaula es el jardín», pero dicho así, la poesía se evapora. —Se disuelve. —Desaparece, de modo que ahí, aunque haya una metáfora, y una metáfora quizá nueva, aunque no muy interesante, sentimos inmediatamente que la poesía está en la cadencia. Y sobre todo «dará a tu alado ensueño fácil jaula» obra inmediatamente, uno lo siente como poesía. Y después uno puede justificar eso lógicamente diciendo que el ensueño es un ave, y que la jaula del ensueño es el jardín. Pero justificarla así es casi destruirla de hecho. —Claro, esa justificación es ajena a la poesía. —Es ajena a la poesía… En general, yo creo que uno siente la belleza de una frase, y después, si quiere, puede justificarla o no. Pero creo que al mismo tiempo es necesario que uno sienta que esa frase no es arbitraria. —Que la justificación está implícita, de algún modo. —Sí, de algún modo, aunque uno no lo sepa. 88 EDGAR ALLAN POE Osvaldo Ferrari: Hace un tiempo usted me dijo, Borges, que en su juventud hubiera querido ser distintos personajes de la literatura. En realidad, cada uno de esos escritores o poetas a que usted hizo referencia tuvo como característica una vida desdichada, difícil y casi atormentada podría decirse. Uno de ellos, americano, traducido y admirado en su época en Europa, fue Edgar Allan Poe. Jorge Luís Borges: Sí, es indudable que Poe fue un hombre de genio, pero uno tiene esa convicción no al leer tal o cual de sus páginas, sino al recordar el conjunto. Yo tengo un cuento sobre un hombre que resuelve dibujar el mundo. Entonces, se sienta ante una pared blanqueada —nada nos prohíbe pensar que esa pared es infinita—, y el hombre se pone a dibujar toda clase de cosas: dibuja anclas, dibuja brújulas, dibuja torres, dibuja espadas, dibuja bastones. Y sigue dibujando, así, durante un tiempo indefinido —porque él habría llegado a la longevidad—. Y ha llenado esa larga pared de dibujos. Llega el momento de su muerte, y entonces le es dado ver —no sé muy bien cómo— de un vistazo toda su obra, y advierte que eso que él ha dibujado es un retrato de su propia cara. Ahora, yo creo que esa parábola o fábula mía podría aplicarse a los escritores. Es decir, un escritor cree hablar de muchos temas, pero realmente lo que deja, si tiene suerte, es una imagen suya. Y en el caso de Poe, vemos esa imagen; es decir, tenemos una visión bastante concreta de un hombre de genio, de un hombre muy desdichado… Y eso más allá, bueno, de los poemas, que me parecen mediocres. Poe fue, en el mejor de los casos, un Tennyson menor, aunque los versos suyos son muy lindos, desde luego. —Pero no en los cuentos. —En los cuentos, quizá más en la memoria de los cuentos que en la lectura de ellos… bueno, hizo tantas cosas inolvidables: y, además, nos dejó grabada esa imagen. Tuvo la suerte de ser leído por Baudelaire; Baudelaire no sabía muy bien el inglés y no notó las fallas técnicas de Poe. Quedó deslumbrado por la imaginación de Poe, quien fue leído por Mallarmé también. Y ahora, curiosamente, es un poeta mucho más importante en Francia que en los Estados Unidos. —Pero, qué curioso eso. —Sí, yo estuve en los Estados Unidos, hablé, como todos los extranjeros, de Poe; me miraron con cierta sorpresa… yo tuve que recordarles, bueno, que él había engendrado a Baudelaire, que engendró a los simbolistas, que el simbolismo sería imposible sin Poe. Y el modernismo tampoco, ya que el modernismo que surge aquí, en América, se hace a la sombra de Hugo, de Verlaine y de Poe. —A la sombra del simbolismo, entonces. —Sí, y aquel hermoso libro de Lugones, tan injustamente olvidado, Las fuerzas extrañas, está evidentemente escrito bajo el influjo de Poe. Una prueba de ello —si se precisara una prueba adicional— es el hecho de que al final hay una «Cosmogonía en diez lecciones»; lo que queda gracioso, ¿no? Y esa «Cosmogonía» viene a ser una suerte de espejo del «Eureka» de Poe, que es también una especie de filosofía del mundo, y que tiene alguna relación con la obra de Schopenhauer El mundo como voluntad y representación. Además, Poe escribió esos tres cuentos: «Los crímenes de la calle Morgue», «La carta robada» —que es el mejor de todos—: la idea de que algo obvio puede ser invisible; la idea que usó Chesterton para su cuento «El hombre invisible». Y luego, sí, «El misterio de María Roget», que vendría a ser la perfección de la novela policial, en el sentido de que no hay ninguna acción física; hay simplemente la exposición de un crimen, una discusión acerca de las circunstancias, y luego una solución. Precisamente lo contrario de las novelas policiales actuales americanas, que no son novelas policiales, sino, bueno, relatos de crímenes y dé sexo. Lo que no podía prever Poe es que él había creado un género con esos cuentos. Y, además, con «El escarabajo de oro». Ese género es el famoso género policial, que no debe ser desdeñado, ya que ha merecido la atención de Wilkie Collins, de Dickens, de Chesterton, y de todos los escritores del género policial en el mundo; ya que todos ellos proceden de esos cuentos de Poe. —Muchas cosas comienzan con Poe. —Muchas cosas comienzan con Poe… Ahora, yo tuve una polémica con Roger Caillois, a quien debo tanto, ya que se olvidó de esa polémica y votó por mí para el premio de editores Formentor, y publicó un libro mío en francés. Y a esa publicación yo le debo, bueno, mi fama. Yo se la debo en gran medida a esa publicación que hizo Roger Caillois de unos cuentos míos al francés. —Y también en gran medida al premio Formentor. —Sí, indudablemente. De modo que Poe dibujó, dejó su imagen en los cuentos. O podríamos decir también que proyectó póstumamente una gran sombra; una sombra luminosa habría que decir, para que no quedara muy oscura la palabra. Por otra parte, están los cuentos suyos, que son muy distintos entre sí; porque si usted toma, por ejemplo, el cuento sobre Mailstrom, el cuento «El hombre de la multitud», «El pozo y el péndulo», «La máscara de la muerte roja» y «El tonel de amontillado», son muy distintos unos de otros. —Pero siempre el horror está presente. —Siempre el horror está presente… Lo acusaron a Poe de ser discípulo de los alemanes. Él contestó con una frase muy linda, dijo: «Sí, pero el horror no nos viene de Alemania, nos viene del alma». —Ah, qué maravilla. —Sí, sale del alma. Y él sentía ese horror; y naturalmente, ya que si no lo hubiera sentido de esa manera no hubiera podido transmitirlo como lo hizo. Ahora, yo creo que si hubiera que elegir un texto de Poe; y no hay ninguna razón para elegir uno, yo elegiría Las aventuras de Arthur Gordon Pym. —Me lo imaginaba. —Sí, el nombre, desde luego, es una variación muy evidente de Edgar Allan Poe; porque Arthur y Edgar son ingleses; luego Allan y Gordon son escoceses; y Pym es evidentemente Poe. Pero yo diría que sobre todo las últimas páginas de ese relato son admirables; en ellas se destaca una idea muy rara: la idea de concebir el color blanco, de sentir el color blanco como un color horrible. Y ésa viene a ser, a la vez, la base de una novela justamente famosa: Moby Dick —la ballena blanca—, de Melville. Hay un capítulo de ese libro que se titula «The whiteness of the whale» (La blancura de la ballena), y ahí Melville habla del color blanco como terrible. Y eso es lo que se encuentra en las últimas páginas del cuento de Poe pero que es imposible suponer que no conociera Melville. Pero yo no digo esto en contra de Melville, ya que por qué no suponer que si todas las cosas interesan a los poetas, no habrían de hacerlo los libros que han leído; Emerson dijo que la poesía sale de la poesía… —Y en el caso de Poe, Borges, ¿qué influencias literarias percibe? —En sus cuentos no, pero en el caso de su poesía se ve que, bueno, para su época Tennyson fue muy importante. Recuerdo que le dieron una comida a Walt Whitman, y hacia el final de ella Whitman dijo: brindo por el jefe de todos nosotros: Tennyson. En cambio, a Tennyson le preguntaron qué pensaba de Whitman, y dijo: «I am aware of Whitman», es decir, soy sensible a Whitman, pienso en Whitman como podría pensar en una gran ballena, en un océano, y agregó: «Pero no señor, no pienso en Whitman». Eso quiere decir que Tennyson sentía que la poesía de Whitman (el verso libre) era de algún modo un desafío, que este tipo de poesía nueva destruía la poesía que él ejercía. Y entonces prefería no pensar en Whitman, porque era algo tan extraño… —Y peligroso en cierto sentido. —Y peligroso, inconcebible; de modo que prefería no pensar. En realidad no es posible concebir la literatura moderna sin esos dos grandes poetas americanos: Whitman y Poe. Ahora, Whitman personalmente no fue generoso con Poe, porque cuando Poe murió, Whitman escribió una nota sobre él y dijo —casi me da vergüenza decirlo— que en la obra de Poe no se veía a la democracia americana. Yo no creo que Poe pensara jamás en la democracia americana. —No. Poe pensaba en la aristocracia, como explica Baudelaire. —… Sí, pero siempre ocurre eso: se reprocha a un poeta no haber ejecutado lo que no se propuso nunca, ¿no? —Por supuesto, y Poe era totalmente ajeno a ese tipo de propósito. —Claro que Whitman puede haberlo hecho para llamar la atención indirectamente sobre Poe, porque si no, no se explica. —Como usted sabe, yo siempre lo relaciono a usted con el género conjetural, digamos. Con el hecho de haber convertido a la conjetura en un género literario. —En todo caso, me siento más conjetural que afirmativo o negativo. Me gustaría ser afirmativo, me desagrada ser negativo; me quedo en el tal vez, en el quizá, que es el modo más prudente. —En cambio, a Poe lo relaciono con la fatalidad como género literario propio, personal; lo vemos en el «Nunca más», en el «Nevermore» de «El cuervo». —Sí, y ése es un sentimiento bastante frecuente, y que puede consolarlo a uno también, ¿eh? Porque si uno descree del libre albedrío, como yo, entonces uno no se siente culpable: si yo he obrado mal, he estado obligado a obrar mal. —Por fatalidad. —Por eso descreo de la justicia; porque la justicia presupone el libre albedrío, y si no hay libre albedrío, entonces nadie puede ser castigado, ni recompensado tampoco. Y esto nos trae de nuevo esa frase que siempre cito de Almafuerte, que he citado cada vez que hemos conversado: «Sólo pide justicia, pero será mejor que no pidas nada», porque ya pedir justicia es un exceso. —Espero, Borges, que hayamos sido justos con Poe. —Yo creo que sí. 89 PAUL GROUSSAC Osvaldo Ferrari: Hubo un escritor entre nosotros, Borges, a quien usted rescata sobre todo por su estilo; creo que lo ve fundamentalmente como un estilista. Ese estilo que, según se dice, enseñó de qué modo había que escribir a Alfonso Reyes, pertenece… Jorge Luis Borges: A Groussac. —A Paul Groussac. —… Sí, Groussac merece, ciertamente, una biografía; una biografía que prescinda del ditirambo, de la hipérbole, del todo ajenos a su lección; y quizá del exceso de nombres propios y de fechas, que es uno de los males del género biográfico. El destino de Groussac fue un destino curioso, y merecería, como he dicho, un biógrafo sensible a ese destino: Groussac hubiera querido ser un famoso escritor francés, no sé qué circunstancias lo trajeron a este país; él empezó siendo un hispanista, y era amigo personal de Alphonse Daudet. Ahora, cuando uno dice Daudet, uno tiende a pensar en obras menores como Cartas desde mi molino, Tartarín de Tarascón, o Jadi, y uno olvida al gran novelista de El inmortal, por ejemplo, y otras obras. Y además, Daudet era amigo de Flaubert, compartían más o menos la misma estética. Bueno, esa biografía de Groussac no se escribirá, yo creo. En todo caso, en la República Argentina no creo que se escriba, porque no se perdona fácilmente el delito de ser francés; y en Francia no se escribirá, porque Groussac es —lo he comprobado no sin tristeza— un desconocido. —Injustamente… —Injustamente, y es natural que sea así, porque en Francia se busca lo singularmente, o lo profesionalmente, o lo típicamente argentino. Y Groussac ciertamente no lo fue. Groussac hubiera querido ser famoso en Francia, pero le tocó ser famoso aquí, y como él dijo: «Ser famoso en la América del Sur no es dejar de ser un desconocido»; lo cual era cierto entonces. Ahora no, ahora ha habido ese boom comercial latinoamericano, y un sudamericano puede ser famoso. Y yo, por ejemplo, he sido uno de los beneficiados, pero en el tiempo de Groussac no; y es natural que fuera así, ya que, bueno, nosotros debemos tanto, debemos casi todo a Francia, y Francia, en cambio, puede prescindir de la, entre comillas, «cultura argentina». Groussac no sabía que su destino no era ser un famoso escritor francés, sino un destino muy distinto: el de ser un misionero, digámoslo así, de la cultura francesa; y sobre todo del estilo francés, de la economía, de la sobriedad, de la elegancia del francés. Y él inició esa economía, esa sobriedad, esa elegancia de Francia, en un momento en que la prosa española vacilaba entre lo que el mismo Groussac llamó «Prosa de sobremesa», o si no los arcaísmos de quienes creen imitar a Cervantes imitando el estilo de Cervantes, que es lo menos importante de su obra. Bueno, Groussac quiso escribir con economía, y eso todavía no se entiende en Francia, ya que ahora se tiene un criterio estadístico: se tiende a acumular el mayor número de palabras, y una prueba de ello es que la última edición del diccionario de la Academia abarca dos volúmenes. Pero hubo un momento en que el idioma francés se debatió entre las dos posibilidades: la de la riqueza de palabras y la de la riqueza expresiva o posibilidad expresiva, y optó por la última. Es decir, optó, digamos, por Boileau, y contra Rabelais. Ahora, la idea de juzgar un idioma por el número de sus palabras es un error, y bastaría para probarlo este ejemplo: vamos a suponer un sistema de numeración que constara en dos cifras, como hizo Leibniz, un sistema binario: tendríamos primero el uno, y luego el cero, que valdría por dos, de modo que el dos —tendríamos primero uno, y luego uno-cero, que sería no equivalente a diez sino a dos— y luego el tres: uno-cero-uno. Es decir, con dos símbolos podría expresarse la serie natural de los números, que es infinita. Y eso no suele tomarse en cuenta, pero Groussac sí, él escribió con precisión, y además con ese tipo de ironía, de ingenio, que es de suyo francés. Porque cuando en España se habla de ingenio se entiende otra cosa: por ejemplo, lo podemos ver en el caso de Gracián, que escribió su Agudeza y arte de ingenio, y al decir «ingenio» él pensaba sobre todo en retruécanos. Se refiere, por ejemplo, al «alígero Dante», claro, «Dante Alighieri» se presta al retruécano de «alígero». Y Groussac ciertamente no tuvo ese criterio. La obra de Groussac es interesante no sólo por su estilo sino por la variedad de temas, ya que a él le interesaban muchas cosas; en El viaje intelectual hay un capítulo sobre los sueños. —Cierto. —A él le interesaba mucho la psicología de los sueños, y observó que era raro que fuéramos más o menos razonables, después de haber pasado buena parte de la noche en el mundo irracional y fantástico de los sueños. «Qué raro —decía él— que nos despertemos cuerdos, después de haber pasado por esa zona de sombra…». —De locura intermitente, dice él. —Ah, sí, de locura intermitente de los sueños. Luego, él tenía el culto de los clásicos y de la literatura francesa, pero profesaba —sin duda por influjo de Victor Hugo— el culto, quizá exagerado, de Shakespeare, que para él era el máximo poeta. Le interesaron tantas cosas… y, la historia argentina, tiene ese libro Ensayos de historia argentina, que es de muy hermosa lectura, y donde no existe el culto de los próceres, ya que él los juzga de un modo ecuánime. Recuerdo que mi padre decía: «El catecismo ha sido remplazado en este país por la historia argentina» (es decir, por el culto de los próceres). La verdad es que tenemos una historia tan breve, y sin embargo estamos tan abrumados de aniversarios y de estatuas ecuestres… —Con el mismo criterio, Groussac hizo la crítica de Cervantes. —Sí, sus dos conferencias sobre Cervantes son quizá lo más agudo que se haya escrito sobre Cervantes; y todo eso en el breve espacio de dos conferencias. Luego, los ensayos sobre el romanticismo francés, bueno, lo que él dijo sobre Mariano Moreno; su juicio a la literatura argentina: él creía que la literatura argentina orgánicamente no existía, le parecía que eran absurdos esos cuatro volúmenes de Ricardo Rojas, pomposamente intitulados Historia de la literatura argentina, y que están escritos en un estilo, bueno, hablemos cortésmente, en un estilo de brindis, ¿no?, más que en un estilo de crítica, ya que se entiende que hay que tratar de alabar a cada autor, de atenuar los defectos, de exagerar o de inventar los méritos, porque el libro está hecho con ese fin. —Sí, ahora, usted, Borges, parece mantener una identificación a lo largo del tiempo con Groussac; hay una página suya en la que usted dice: «Groussac o Borges, no sé cuál de los dos escribe esta página». —Bueno, sí, pero eso se debe al hecho de que me nombraron director de la Biblioteca Nacional en el año cincuenta y cinco, y aquel mismo año yo descubrí que estaba rodeado de novecientos mil volúmenes —siempre decíamos que eran un millón, pero realmente no había tantos (ríe)— y de la incapacidad de leerlos; y escribí aquel poema sobre Dios, «que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche». Y luego pensé que Groussac sin duda sintió lo mismo, pero fue más valiente que yo, y no escribió el poema. Sí, nuestros destinos se parecieron de algún modo. Según algunos, ese poema, el «Poema de los dones», es uno de los mejores que yo escribí; y el tema es que la ceguera puede también ser un don, y que yo he pensado eso, y que posiblemente Groussac lo habrá pensado también, y en ese mismo lugar. Es decir, que de alguna manera, durante un instante siquiera, yo he sido Groussac, y debo agradecer al destino aquello. Durante unos instantes yo he sido Groussac, ya que he pensado lo mismo y he sentido el mismo ambiente; y sin duda en aquel mismo escritorio que fue el escritorio suyo. Bueno, y haber sido Groussac, aunque sea durante un momento, es algo que uno debe agradecer, o que yo debo agradecer. Y una vez escrito el poema, supe que esa dinastía era triple, ya que hubo otro director de la biblioteca, Mármol, que también fue ciego. Mármol es un escritor olvidado ahora; sin embargo, cuando decimos —y lo decimos muchas veces en la conversación, sobre todo ahora, pensando en lo contemporáneo—: «el tiempo de Rosas», la imagen que esas palabras suscitan en nosotros es la imagen de la novela Amalia, de Mármol. Es decir, la gente puede olvidar el nombre de José Mármol, o puede pensar que fue un escritor subalterno, pero cada vez que decimos «el tiempo de Rosas» estamos pensando no en lo que fue históricamente el tiempo de Rosas, ni siquiera en los hermosos volúmenes de Rosas y su tiempo de Ramos Mejía, sino en aquello que describen esas páginas tan conmovedoras y tan indiscretas a veces de Amalia, de Mármol. —Como aquel maravilloso capítulo de «Escenas de un baile», por ejemplo. —Es cierto, y las conversaciones de personajes, y hasta las indiscreciones también; por ejemplo, cuando aparece esa señora, doña Marcelina, que fue dueña de un prostíbulo, y habla de las tres unidades de la tragedia clásica «que me enseñó mi cliente y amigo, el doctor Juan Crisóstomo Lafinur» (ríe). De modo que por ella conocemos esos hábitos del poeta romántico. Bueno, Ernesto Palacio me dijo que una prueba de la capacidad literaria de una persona era el juicio que le mereciera Groussac. Es decir, que si una persona tenía capacidad literaria, se sentía atraída por Groussac; si era insensible a la literatura, sentía indiferencia o rechazo. Y creo que Ernesto Palacio tenía razón. Yo he dictado cuatro cursos de literatura argentina —esa literatura inexistente, según Groussac— en cuatro universidades de los Estados Unidos: Austin, Harvard, East Lansing y Bloomington. Bueno, cada vez que yo he enseñado literatura argentina, he hablado de Groussac, y he invitado a mis estudiantes —ya que yo descreo de la lectura obligatoria— a buscar un volumen cualquiera de Groussac y a leerlo, porque sé que si uno entra en la obra de Groussac, uno queda atrapado, venturosamente atrapado por ella. Y aquí podríamos pensar en sus ensayos… yo elegiría el libro Crítica literaria si tuviera que elegir uno, pero por qué elegir uno, si tenemos los dos volúmenes de El viaje intelectual. —Y también Del Plata al Niágara. —Sí, ahora no sé por qué en Del Plata al Niágara él se muestra inexplicablemente ciego a las altas virtudes de la literatura norteamericana, no puedo explicarme eso; me parece raro que él escribiera con tanta ligereza, e hiciera críticas tan superficiales y tan injustas a grandes escritores como Emerson, por ejemplo. Dijo de Emerson que era una pálida luna de Carlyle. Bueno, Emerson se consideró discípulo de Carlyle, pero la obra de los dos es del todo distinta; ante todo, la primera diferencia sería que Carlyle fue un hombre desdichado, que Carlyle fue uno de los padres, de los tristes padres del nazismo, y Emerson no, Emerson era un hombre feliz, y un hombre de gran curiosidad. Estoy leyendo, tengo aquí un libro de Emerson sobre Asia, y hay un hermoso ensayo de él que me hizo estudiar la literatura persa, la poesía persa; y ese otro libro de él, Hombres representativos, que me llevó al estudio de quien él caracteriza como un místico: Swedenborg, sobre el cual pienso escribir un libro alguna vez, salvo que el tema es muy vasto y el tiempo que me espera es poco; pero yo fui llevado al conocimiento de Swedenborg por Emerson. —Claro. Según su crónica, Borges, Groussac fue humanista, historiador, hispanista, crítico, viajero y civilizador. —Sí, y civilizador, desde luego; es decir, la misión de él —cosa que él no podía saber— era la de ser un maestro de la cultura francesa y, sobre todo, de los hábitos de la prosa francesa en este país. —Con lo cual resultó beneficiada la literatura argentina. —Sí, es uno de nuestro bienhechores, y un bienhechor un poco olvidado a veces. Y sin embargo, él, en la revista de la Biblioteca, publicó un poema de Almafuerte, cuando Almafuerte era una persona más bien rechazada por la crítica. Y además publicó un cuento de Lugones. —Quiere decir que tenía el gusto de las cosas buenas nuestras también. —Sí, desde luego. 90 SHAKESPEARE Osvaldo Ferrari: En otras audiciones hemos hablado sobre los clásicos, Borges, y también sobre los clásicos de su predilección; pero no hemos hablado sobre aquel que le inspiró su cuento «Everything and Nothing». Jorge Luis Borges: Shakespeare. —De quien usted dice, por ejemplo, que los argumentos le interesaban sólo secundariamente. —Yo creo que sí, pero además, por razones comerciales, él buscaba argumentos ya conocidos. Por ejemplo, en el caso de Macbeth, en que había un rey de Escocia en el trono de Gran Bretaña, que había escrito un tratado sobre demonología; y además era descendiente de uno de los personajes de la acción, de Banquo. Y todo eso convenía. Ahora, Banquo, según la crónica de Holinshed, que es la que había leído Shakespeare, bueno, tuvo un papel bastante triste; pero Shakespeare tenía que convertirlo en un héroe para no desagradar al rey. De modo que él modificó el argumento. Y parece que Macbeth gobernó bastante bien, pero él tenía que convertirlo en un tirano; y gobernó creo que nueve o diez años, pero a Shakespeare le convenía apretar toda esa acción, y de hecho Macbeth es el drama más veloz de Shakespeare; es decir, se empieza, digamos, corriendo, con la escena de las brujas: «When shall we three meet again? / In thunder, lightning, or in rain?». Bioy Casares y yo hicimos una traducción de Macbeth, y tradujimos eso como: «Cuando bajo el fulgor del trueno» (una confusión deliberada entre el trueno y el rayo) «Otra vez seremos una sola cosa las tres». Lo cual está bien, me parece, ¿no? —Está muy bien. —Digo, no es una traducción literal, pero conviene que no lo sea… bueno, hubiera sido aprobada por Shakespeare, ¿no? —Seguramente. —Hicimos una traducción de tres o cuatro escenas, y luego no sé por qué —uno nunca sabe por qué ocurren esas cosas— cesamos, dejamos esa tarea de lado, y no sé si la retomaremos otra vez. —Después fueron convocados por Victoria Ocampo para el número de Sur sobre Shakespeare, en el cual usted escribe una página sobre él. —Yo no sabía, pero ¿hubo un número de Sur sobre Shakespeare? —Dedicado íntegramente a Shakespeare, sí. —… Yo creo que usted está modificando el pasado. —(Ríe). No, no, es real. —Tratándose de Shakespeare, uno siempre piensa que no ha dicho bastante, ¿no?; que uno hubiera debido decir más. Qué raro, es como si el nombre de Shakespeare fuera infinito. Y yo a veces he usado ese nombre y no el de otro poeta, porque he sentido esa connotación de infinito que hay en su nombre, y que puede no darse en el caso de otros poetas quizá no inferiores a él. Por ejemplo, si yo digo John Donne, bueno, menciono un gran nombre, pero no es un gran nombre para la imaginación del lector. En cambio, si digo Shakespeare sí, y Hugo ha contribuido también al hecho de dar una connotación infinita al nombre de Shakespeare. —Pero al hablar de lo infinito del nombre de Shakespeare, hablamos a la vez de lo infinito del idioma inglés. —También, sí. Bueno, el idioma inglés, como he dicho alguna vez, tiene una ventaja sobre otros idiomas occidentales. Estadísticamente hay más palabras de origen latino que de origen sajón en el inglés; las palabras esenciales son sajonas, es decir, germánicas. Y el ambiente, digamos, de cada palabra, es un poco distinto. Eso no es importante si estamos traduciendo, por ejemplo, un libro de lógica, o de filosofía; pero si estamos traduciendo un poema, quizá la cadencia y el ambiente de las palabras sean más importantes que el sentido. De modo que una traducción literal sería lo más infiel. Bueno, pues bien, en inglés hay siempre para cada noción dos palabras: una de origen sajón, que suele ser breve, y otra de origen latino, que suele ser más larga y más abstracta. El inglés es el idioma más físico de los que conozco; el español es un idioma relativamente abstracto, y el mismo latín también. Pero el inglés es un idioma muy físico, y ésa es una condición muy importante para la poesía. Y luego, el hecho de hacer jugar entre sí las palabras sajonas y las palabras latinas… Eso se nota en lo que vendría a ser el libro clásico de la literatura inglesa, que es la traducción que se hizo en tiempos de Jacobo I, el autor del tratado sobre demonología y el contemporáneo de Macbeth; sí: The King James Bible. Ahí se juega continuamente con esas dos fuentes del idioma inglés: la fuente sajona y la fuente latina, y se advierte el interjuego, digamos (the interplay), de ambos elementos. En cambio, en Alemania han tomado las palabras latinas y las han traducido. Por ejemplo, Vaterland es una traducción exacta de «patria», y la han tomado porque los germanos carecían de esa idea de la importancia de la «tierra de los padres». Ellos pensaban, por ejemplo, en su lealtad a tal o cual jefe simplemente, pero no en el hecho de haber nacido en un determinado lugar; lo cual es natural en gente que se desplazaba de una parte a otra continuamente. —Pero en este caso, en el caso de Shakespeare, usted ve al idioma inglés como misterioso; usted habla del «misterioso idioma inglés» referido a Shakespeare. —Bueno, sí, porque él usaba palabras de ambas fuentes… En aquel momento, el inglés era quizá aún más flexible que ahora: podían usarse neologismos permanentemente, y eran aceptados por los oyentes. En cambio, ahora las palabras compuestas pueden usarse con naturalidad en alemán, y en inglés resultan un poco artificiales. Aunque Joyce se ha dedicado a acuñar palabras. Pero ha hecho una obra literaria no comprensible para el común de la gente, ¿no? Se ha dedicado a eso, y creo que en Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), fuera de las conjunciones, y de las preposiciones y los artículos, cada palabra es un neologismo; y es una palabra compuesta. Y eso se aplica no sólo a los sustantivos, sino a los adjetivos y a los verbos también. Joyce inventa verbos. Claro que el inglés tiene esa capacidad: que una palabra, sin mudar su forma, puede ser un adjetivo, un sustantivo, o un verbo; y hay que usarlo simplemente de ese modo. Por ejemplo, en español tenemos vals y valsear, pero en inglés waltz es las dos cosas, y puede ser usado como adjetivo también, y la forma no cambia. —Sí, quizá sea el idioma más funcional que pueda darse. —Sí, en ese sentido sí. En cambio, estoy tratando de saber algo de japonés, y descubrí con horror que los adjetivos se conjugan. Es decir, que el adjetivo cambia según se refiera a un hecho presente, a un hecho pasado o a un hecho futuro. No solamente cambia el sustantivo o el verbo, sino el adjetivo también. Y eso lo aprende un niño japonés sin darse cuenta de que está aprendiendo algo muy, muy complejo. Es lo mismo que yo le dije en cuanto a que los números cambian según lo que se enumera: de modo que hay dos tipos de palabras distintas para cuatro instrumentos, para cuatro animales pequeños, para cuatro animales grandes, para cuatro concepciones abstractas, para cuatro personas, para cuatro objetos largos y cilíndricos; cambia el sistema. —Son muchos idiomas en un idioma. —Sí, son muchos en uno, pero parece que para un niño eso no ofrece mayor dificultad, ya que todo idioma es fácil para un niño. —Es cierto. —Por eso algún poeta inglés dijo: «Wax to receive and marble to retain» (Cera para recibir y mármol para conservar), que se aplicó después al amante, que recibe fácilmente una impresión de la mujer que quiere, y que la guarda para siempre; pero que se aplicó al principio a los niños, que reciben fácilmente y guardan para siempre. —Claro, ahora, volviendo a Shakespeare, a la vida personal de Shakespeare, usted nos dice que logrado el bienestar económico, él, que era empresario y autor de teatro, dejó de escribir… —Sí. —… Y esto sería un indicio extraordinario de que a veces la musa elige momentáneamente a un hombre para su expresión. —Podría pensarse eso, o podría pensarse también que él necesitaba ese estímulo, el estímulo de tener que trabajar, bueno, para cierto grupo de actores, en tal o cual teatro; y que sin eso no se le ocurría nada. Eso puede pasar… tendríamos un ejemplo menor en el caso de nuestro Hilario Ascasubi, que escribió versos lindísimos durante las guerras civiles, porque él necesitaba ese estímulo de la batalla; él quería entusiasmar a los gauchos, a los soldados. Y luego, después, en París, cuando quiso recrear todo eso, escribió ese novelón rimado que se llama Santos Vega o Los mellizos de La Flor, en el cual hay pocas páginas memorables, porque le faltaba ese estímulo. —Ah, claro. —Parece que Shakespeare necesitaba el estímulo, bueno, el compromiso de tener que escribir una pieza de teatro para sus actores que tenía que estrenarse en tal fecha. Y luego, una vez que hubo alcanzado el bienestar económico, ya no tenía ese estímulo; y parece que en los últimos años no escribió nada, salvo su epitafio, o su testamento —deliberadamente prosaico—, sí. Y murió, según cuenta Groussac en un libro admirable de crítica literaria, murió después de una francachela con actores que fueron a visitarlo desde Londres. Murió poco después de eso, y se había dedicado al litigio. A él siempre le interesó lo legal, y eso se nota por la abundancia de metáforas legales en sus poemas; hay muchas metáforas tomadas, bueno, de los códigos. Recurre a metáforas legales que no serían habituales en el lenguaje común tampoco. Pero a Shakespeare le interesaba eso, y luego le interesó tanto que tuvo una vejez llena de litigios, por motivos mezquinos. Sí, y además era prestamista —siento decirlo—. Es decir, se olvidó de que podía ser un gran poeta y prefirió ser un prestamista y un litigante. En fin, eligió un extraño destino, para mí algo incomprensible. —Pero nunca se alejó del todo de la metáfora. —No. —Ahora, hacia el final de su cuento, Borges, hacia el final de su cuento sobre Shakespeare «Everything and Nothing», se dice que Shakespeare habló con Dios, diciéndole: «Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno». —Sí, quiere decir que él hubiera querido ser Shakespeare, y luego él descubre, claro… lo literario necesitaba ese paralelo: que Dios tampoco sabe muy bien quién es, ¿no? —Sí, eso se comprende en la respuesta de Dios a Shakespeare, que voy a leer. —Claro, eso vendría a ser un modo de comparar a Shakespeare con Dios. —Cierto. —Lo cual sería el más alto elogio, ¿no? —El más alto elogio. —Comparar a un hombre con la divinidad. —La respuesta de Dios a Shakespeare es: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare». —Claro, en cambio, Dios, según las Sagradas Escrituras, dijo: «Soy el que Soy». Pero creo que la fuerza de ese párrafo está en «mi Shakespeare», porque indica como una suerte de afecto personal de Dios por Shakespeare, ¿no? Y además, Shakespeare es una de sus criaturas, y él la reconoce entre los millares de criaturas… —Indica también su afecto personal, el afecto de Borges por Shakespeare. —… Yo, o la musa, acertamos con el «mi», que era la palabra necesaria para que esa frase tuviera alguna eficacia, alguna fuerza. 91 NUEVO DIÁLOGO SOBRE LOS CONJURADOS Osvaldo Ferrari: Respecto de su último libro de poemas, Los conjurados, yo sostuve, Borges, que los poemas que lo componen lo acercan a una forma de cosmogonía, a una fundación… Jorge Luis Borges: Yo no había pensado en eso; ahora, me dijeron en La Pampa que habían notado en ese libro una tristeza que no se nota en los libros anteriores. —Ah, yo tampoco pensé en eso. —Yo tampoco había pensado, y me dijeron que el único libro mío en el cual hay felicidad o alegría es la serie de milongas que se llama Para las seis cuerdas; que ahí sí hay alegría. Y yo les dije: «Bueno, puede haber porque es un libro anónimo, un libro que ha sido escrito por mis mayores, o por todos». Y en cambio, los otros libros, siendo personales, pueden ser melancólicos. Ahora, eso de la cosmogonía yo no lo sabía, pero posiblemente sea cierto, ya que si un escritor escribe lo que se propone escribir, no ha escrito nada; conviene que escriba algo más de lo que se ha propuesto escribir. Es decir, conviene que la obra exceda los propósitos del escritor. —Y que cada obra sea una nueva fundación. —Ah, sí. —Si es fundación, es cosmogónica. —Yo creo que si se escribe algo en función de un libro, se hace un ripio; uno debe escribir cada composición pensando en esa composición. Ahora, el hecho de que eso sea parte de un libro ulteriormente es insignificante. —Accidental. —Sí, irrelevant (fuera de propósito), como decían en inglés. —Lo que sí es indudable es que su libro es de inspiración onírica. —Bueno, así lo espero. —Casi todos los poemas… —Generalmente, si yo comparo mis sueños con mi vigilia, me arrepiento de muchas cosas; me arrepiento, por ejemplo, de las pesadillas, que pueden ser terribles. —En el libro se da particularmente uno de sus hábitos: la enumeración. —Sí, se supone que la inventó Walt Whitman, pero yo creo que los Salmos ya la habían inventado; y además, es una forma natural, una actividad mental enumerar, ¿no? —Sí… —Si el tiempo es sucesivo, bueno, la enumeración es sucesiva, y se produce en el tiempo. —Y se da en la poesía. —Y se da en la poesía. Ahora, yo hablé con Bioy Casares sobre eso; él cree que la enumeración se siente a partir del número cuatro. Es decir, si usted enumera tres cosas, el lector no siente eso como una enumeración, pero si son cuatro o cinco, se siente como una enumeración, y quizá se sienta como algo mecánico. Sin embargo, en el caso de Walt Whitman, tenemos raras enumeraciones, en el caso de los Salmos de David también; y no se las siente como mecánicas, se las siente como necesarias. —Por supuesto. —O en todo caso, uno las agradece, y no las censura. No, yo no creo que la enumeración sea una figura vedada; es que ninguna figura es vedada: si las cosas salen bien, están bien (ríe). —Silvina Ocampo, en un poema, habla de una larga dicha enumerativa… —Ah, qué lindo. Bueno, y el libro de ella se titula Enumeración de la Patria, ¿no? —Justamente. —Exactamente. Es que la idea de contar no es una idea antipoética; la prueba está en que, bueno, usted tiene en inglés tale (cuento) y tell (contar), pero tell se aplica a un relato y también a las sucesivas cuentas del rosario, o a las sucesivas campanadas; ya que las palabras tale y tell tienen que tener el mismo origen, ¿no? Toll (tañer) que se aplica a las campanas, y tell, que se aplica a los cuentos, a contar, tiene que ser lo mismo. —Ahora, yo diría que la enumeración… —No, yo creo que la enumeración es lícita. —Y en su caso… —… Si sale bien. En cuanto a la enumeración caótica, quizá sea imposible, ya que si hay un universo, todas las cosas están unidas; y la enumeración caótica puede servir para que sintamos no el caos, sino el cosmos o secreto cosmos del mundo, ¿no? —Ah, está muy claro. —Sí, cuando Walt Whitman dice: «Y de los hilos que atan a las estrellas / y de los senos, y de la simiente…», se siente que esas cosas tan disímiles, sin embargo, se parecen; porque si no sería, bueno, irracional o injustificable la enumeración. —Hay un orden en eso. —Sí, tiene un orden, y un orden, bueno, secreto; y por consiguiente misterioso. Ahora, yo no sé si a lo mejor he abusado de la enumeración en ese libro. —No, yo creo que tiene que ver con el deseo suyo de cumplir con todos aquellos símbolos que le han parecido fundamentales o más permanentes. —Bueno, yo he escrito sobre eso en estos días precisamente, y los he enumerado y me he preguntado por qué he elegido ésos. Y luego he llegado a la conclusión de que he sido elegido por ellos; porque nada me costaría, por ejemplo, prescindir de los laberintos y hablar de catedrales o de mezquitas; prescindir de los tigres y hablar de panteras o de jaguares; prescindir de los espejos, y hablar, bueno, de ecos, que vienen a ser como espejos auditivos Sin embargo, siento que si yo obrara así, el lector se daría cuenta inmediatamente de que me he disfrazado (ríen ambos) ligeramente, y me descubriría; es decir: si yo dijera «el leopardo», el lector pensaría en el tigre; si yo dijera «catedrales», el lector pensaría en laberintos, porque el lector ya conoce mis hábitos. Y quizá los espera, y quizá… bueno, se haya resignado a ellos, y se haya resignado hasta tal punto que si yo no repito esos símbolos, lo defraudo de algún modo. —O se defrauda usted a sí mismo (ríe). —O me defraudo yo, y defraudo a los lectores también, que esperan eso de mí, y no otra cosa. Es decir, quizá cualquier tic, cualquier hábito llegue a convertirse en una tradición. —Si se afirma, claro. —Sí, todas las cosas tienden a ser tradiciones; de manera que lo que al principió fue arbitrario y excepcional, concluye siendo tradicional, esperado, aceptado y aprobado. —Ciertamente, pero, en su caso, también podría tratarse de algo como un pagarle su deuda de conocimiento al mundo… —Es cierto… —Al devolverle cada uno de los elementos de su conocimiento. —Bueno, ésa es una interpretación muy generosa suya, la agradezco y la adopto en este momento; la plagiaré, se lo prometo (ríe). —(Ríe). Es una conjetura, pero también podría ser para combatir la eventual pesadilla del exceso de recuerdos del mundo. —Sí, bueno, ya Jean Cocteau dijo que todo estilo es una serie de tics, y es verdad. —De hábitos, claro. —Claro, ahí la palabra «tics» está usada un poco despectivamente, o como una broma, mejor dicho, ¿no? —Sí, pero en este caso, los poemas de Los conjurados revelan a la vez amor y afección por el mundo, por esos símbolos del mundo. —Y, yo espero sentir así: en esa página que yo dicté hace poco, yo me asombro del número singularmente escaso de mis símbolos, ya que suponemos que llamamos «mundo» a una serie indefinida de cosas; y quiere decir que soy muy poco sensible, ya que sólo unas pocas me han impresionado a tal punto de ser hábitos míos, ¿eh? Por ejemplo, yo hablo tanto de tigres, ¿por qué no hablo de peces?, que son mucho más raros. Sin embargo, no sé por qué me han impresionado más los tigres que los peces, aunque ahora, tranquilamente me doy cuenta de que los peces son mucho más raros. —En cualquier caso, Borges, lo que sí veo es que usted tiene la necesidad de guardar fidelidad a sus símbolos de siempre. —… Sí, es que si no lo hago siento que estoy haciendo trampa. —Claro. —Y además, bueno, una suerte de declive, una forma de cansancio; o quizá el saber que si me han elegido esos símbolos, por algo será, que yo no tengo derecho a innovar: he sido elegido por los tigres, por los espejos, por las armas blancas, por los laberintos, por las máscaras; y no tengo derecho a otras cosas. Aunque cada una de esas cosas presupone el universo, que consta de infinitas cosas, o de indefinidas cosas. Eso no lo sabemos. —Sin embargo, en los poemas de Los conjurados encontramos muchos más símbolos que los que usted menciona. —¿Ah, sí?; habrá uno o dos más. —Por ejemplo, en el poema «Alguien sueña»… —Eso no lo recuerdo. —Ese poema en que usted se pregunta: «¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora?». —Ah, sí, sí. —Y se responde con todos los elementos fundacionales, digamos, que informan siempre su poesía, y algunos otros. —¿Hay algún otro?, bueno, muchas gracias, quizá tenga razón usted. —Para probarlo, me gustaría leer un fragmento del poema. —Bueno, yo lo he olvidado; sé que es enumerativo, como casi todo lo que yo escribo, sí, a ver. —«Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso»… —Bueno, ahí estoy condenando la espada, desde luego. Lo digo de un modo reticente, pero suficiente, ¿no?: «cuyo mejor lugar es el verso», es decir, no la mano del hombre. —Pero perdura en el verso. —Sí. —«Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría»… —Y, la frase está bien, ¿eh?, aunque es una sentencia también: «que puede simular la sabiduría», claro, podemos simular la sabiduría. —A través de una sentencia. —Claro. —«Ha soñado la fe, ha soñado las atroces Cruzadas»… —Bueno, «las atroces Cruzadas» sí, porque las Cruzadas han sido alabadas siempre, y sin embargo fueron empresas terribles. —«Ha soñado a los griegos que descubrieron el diálogo y la duda. Ha soñado la aniquilación de Cartago por el fuego y la sal. Ha soñado la palabra, ese torpe y rígido símbolo. Ha soñado»… —El que insistió en que la palabra era torpe fue Stevenson, sí, claro, la palabra es torpe. BORGES EN NOSOTROS, NOSOTROS EN BORGES OSVALDO FERRARI A los catorce años de realizados, vuelvo a encontrarme con ellos, a oír la voz de Borges y a maravillarme como entonces; más aún que entonces: estos diálogos, doblemente inéditos porque nunca antes abordamos la mayoría de los temas aquí tratados y porque nunca antes habían aparecido en libro, llegan a los últimos días de nuestra comunicación, en 1985. Borges está tan íntegramente en ellos, que el encuentro me resultó inefable; al igual que la conjunción circular de su voz, de su lucidez y de su imaginación. Al familiarizarme nuevamente con este contenido, me sentí, como él dice en nuestro primer diálogo sobre Yeats, «herido, herido de belleza». A todos nos esperaba este reencuentro con Borges, con el inconfundible fluir de su inteligencia, de su sensibilidad; con la inagotable trama de su pasión literaria, de su pasión ética, de su percepción cenital de todas las cosas. El reencuentro es, en este caso, una suma de encuentros en los que finalmente nos conocemos, nos reconocemos y nos prolongamos —Borges en nosotros, nosotros en Borges—. Como él solía decir: «Mientras leemos a Shakespeare, somos, siquiera momentáneamente, Shakespeare». En estos diálogos deparados por el tiempo, todos, al leerlo, vamos a ser momentáneamente Borges. Buenos Aires, noviembre de 1998 92 LIBRO DEL CIELO Y DEL INFIERNO; STEVENSON, BUNYAN Osvaldo Ferrari: En aquel libro que usted compiló con Bioy Casares, Borges, Libro del cielo y del infierno, encuentro un fragmento de Stevenson que se llama «contra el cielo». Jorge Luis Borges: Sí. —Y empieza diciendo: «La dicha, eterna o temporal, no es la recompensa que busca el hombre…». —Bueno, Bernard Shaw dice algo parecido en «Major Bárbara»; dice: «Me he librado del soborno del cielo». De modo que es la misma idea ¿no? —Coincide, justamente. —Pero también puede significar otra cosa; puede significar que la dicha no basta, que es necesario… un esfuerzo. Porque hay un poema de Tennyson, en que él habla del alma, y dice que ella no desea descansar en un cielo de oro, sino «the work of going on and not to die» (el trabajo de proseguir y no morirse). Lo que quiere es que le permita seguir, y no morir, lo que el alma quiere es la actividad en sí misma, el trabajo, supongo, ¿no? —Claro, una manera de ser eterna. —Sí, pero ser eterna no ociosamente, sino ser eterna esforzándose, trabajando. —Luego Stevenson agrega: «No lo diré en voz alta, porque una creencia predilecta del hombre es su apego a esa felicidad que invariablemente desdeña; por eso le conviene creer en una felicidad ulterior: no tiene que detenerse y probarla; puede entregarse a la áspera y amarga tarea que alegra a su corazón; y sin embargo puede encantarse con ese cuento de hadas de una eterna reunión social y disfrutar de la fantasía de que él, a un tiempo, es él y es otro, y de que se reunirá con sus amigos, todos planchados y castrados, y sin embargo amables…». —(Ríe). Sí, yo recuerdo esa última frase. Bueno, supongo que la conversación en esa reunión social a que se refiere Stevenson será un largo diálogo sin discusiones, ¿no?, una especie de vaga armonía; así, una reunión social infinita. Es decir, Stevenson sabía que eso no podía encantar, pero que esa esperanza podía satisfacer; esa esperanza, no la concreción de ella, o el cumplimiento del deseo; que lo importante era ese deseo por sí mismo. Ahora, el título («Contra el cielo») sin duda no es ése, seguramente lo inventó Bioy Casares, porque teníamos que poner un título, y ése es un fragmento de un ensayo largo, naturalmente. —Corresponde a las cartas (Letters) de Stevenson. —Ah, claro. —Pero la última frase es también muy interesante; termina diciendo: «Como si el amor no se alimentara de los defectos de la persona amada». —Es cierto, y eso es del epistolario de él. Del epistolario, y de 1886. —Parece que las cartas de Stevenson a lo largo del tiempo, Borges, han sido transmitidas por usted a otros en Buenos Aires, como sabemos. —… Sí, creo que le conté que uno de los hechos más gratos de mi vida —que me ocurrió hace poco— fue cuando me crucé con un muchacho, en la calle, y él me dijo: «Quiero agradecerle algo, Borges». «¿Qué?», le pregunté yo, y él me dijo: «Usted me ha hecho conocer a Robert Louis Stevenson». Y yo pensé: en ese caso, me siento justificado. No sé cómo se llama, no sé nada de él, además; porque aquello fue tan perfecto que para qué agregar nombres propios. —Basta el testimonio. —Basta el testimonio, y basta además, bueno, el nombre Stevenson, resultó perfecto también; porque si él me hubiera dicho: usted me ha hecho conocer a Milton o a Shakespeare, la frase no tendría ninguna fuerza ¿no?, ninguna eficacia. Lo importante es el hecho de referirse a un escritor tan querible como Stevenson. —Usted también me decía respecto de Stevenson que quizá en distintos países, inclusive en el nuestro, no se lo aprecie en toda su magnitud porque se lo asocia con cuentos para niños; como ocurre con otros escritores. —Sí, es peligroso para un escritor escribir para niños, porque se piensa que todo lo que ha escrito, ha sido escrito para niños. De modo que, por ejemplo, a la fama de Kipling no le conviene haber escrito Just So Stories (Cuentos así nomás) o El libro de la jungla, porque se lo juzga por eso. Y luego hay otros casos distintos, digamos el caso de Lewis Carroll, en que suele pensarse que los dos volúmenes de Alicia en el país de las maravillas son para chicos. Bueno, son para chicos y son para grandes también; pero no importa, se insiste sobre todo en lo infantil de esos textos. —Y en el caso de Stevenson, inmediatamente se lo vincula con La isla del tesoro. —Sí, quizás a Silvina Ocampo no le convenga haber escrito ese libro lindísimo: La naranja maravillosa, porque quien haya leído ese libro la juzgará en función de él, y pensará que los otros son equivalentes. Y son no menos preciosos, pero del todo distintos. —Bueno, ella tiene la suerte de haberlos escrito, digamos, en una etapa muy posterior de su obra. Es decir, se la conoció antes por los cuentos y por los poemas. —Pero no sé si se la conoce lo bastante. —Ah, no, tiene razón. —Yo estuve en… creo que se llama Exaltación de la Cruz, y a mí me pidieron que nombrara al mejor escritor argentino contemporáneo, y cuando yo hablé de Silvina Ocampo, comprendí que ese nombre no significaba nada. Se quedaron oyendo, y después alguien supuso que era una equivocación, que yo había querido decir Victoria Ocampo y me había equivocado de nombre. Tuve que explicarle que no, pero, en fin, ese nombre parece que no ha adquirido el eco, la resonancia, y el ámbito que merece. —Se produjo la misma equivocación de siempre con ella en aquel lugar. —Sí. —De asociarla con Victoria Ocampo. —Y de verla en función de su hermana mayor, de Victoria. —Y de su matrimonio con Bioy Casares, y de su amistad con Borges. —Bueno, no sé si se ha pensado en lo último. Sí, puede pensarse, claro, hermana menor de Victoria, mujer de Bioy Casares… y pare de contarse. —(Ríe). Este libro al que me referí: Libro del cielo y del infierno, que usted compiló con Bioy Casares, ¿fue hecho con la idea de reunir una selección de textos vinculados al tema del cielo y del infierno? —Lo que buscamos es un libro heterogéneo y pintoresco, y creo que es ambas cosas. —Ciertamente lo es, y además es muy variado; se cita allí una gran cantidad de autores. —Y entre ellos, místicos como Swedenborg. —Sí. —Hay textos de él. Y además, las referencias al cielo y al infierno son tantas… Ahora, creo que no incluimos ningún pasaje dantesco. ¿Por qué?, porque es demasiado evidente, o porque hubiéramos debido citarlo en castellano, y comprendimos que ese texto, traducido, perdía algo, ya que parece imposible que un libro del cielo y del infierno prescinda del Infierno y del Paraíso, ¿no? —En cambio, sí han citado a otro escritor inglés, al cual se lo vincula con el misticismo: John Bunyan. —Ah, Bunyan, sí, yo creo que recordamos la última página del Pilgrim’s progress, ¿no? —Cierto, que es estupenda. —Y a ese señor que se llama Valiente-por-la-verdad. —Precisamente, «que su cántaro se había quebrado sobre la fuente». —Sí, bueno, y ese pasaje que citamos nosotros fue citado por Bernard Shaw en un artículo en el cual él dice que Bunyan es más drástico que Shakespeare, y cita ese pasaje y otros; posiblemente Shaw quisiera escandalizar un poco también, ¿no?, ya que «más que Shakespeare» es algo que se admite difícilmente en Inglaterra, aunque mucha gente lo sienta así; se lo ve como levemente herético o como agradablemente herético. —Me interesa conocer su opinión sobre ese libro tan famoso dentro de la literatura inglesa: The pilgrim’s progress. —Es una alegoría, pero para gozar de ese libro uno debe olvidar que es una alegoría; y quizás eso puede decirse de toda alegoría. Es decir, si uno piensa que esos personajes corresponden a los nombres que tienen —se llaman por ejemplo, el señor hipócrita, el señor mentiroso—, si uno lee el libro así, uno puede dejarse arrebatar por esa lectura. —¿Cómo se traduciría el título? —Y, creo que habría que decir «El camino del peregrino», pero no suena bien. Progress por progreso evidentemente no; camino, vía… yo no sé, ¿La ruta del peregrino? Pero las palabras son tan misteriosas, quizá lo más importante de cada palabra es su ambiente, más que la palabra misma. —En Norteamérica se estudia este libro en las universidades. —Es un libro de muy fácil y de muy grata lectura, y está todo basado en textos bíblicos. Por ejemplo, en la edición que yo tengo, uno lee, al margen: Eclesiastés, capítulo tal, versículo tal. De modo que ese libro, que tiene tanta vida propia; sin embargo, ha salido de una serie de citas. —Tendrá que ver, quizá, con el carácter místico que se atribuye a Bunyan. —Sí, yo he leído otros libros de él, y su autobiografía, en la cual él se ve como un terrible pecador, y los pecados que él confiesa no son tan terribles. Pero, en fin, él tuvo ese sentimiento de culpa. Y, ahora, una de las hermosas frases, de la cual hemos hablado alguna vez, era sobre su padre, que era panadero; y dice: «My father was a baker of human bread» (Mi padre fue un panadero de pan humano). Uno siente que está bien ¿no?, además como el pan tiene una tradición que no tienen otros alimentos. —El pan puede asociarse con la carne en particular. —Sí, en el Padrenuestro, «el pan nuestro de cada día dánosle hoy», quiero decir el alimento. Y hay no sé qué secta protestante que traduce así: «Give of this day our supernatural bread» (Danos de este día nuestro pan sobrenatural); y supongo que implica que uno no pide un don alimenticio sino un don espiritual. —Naturalmente. —Qué raro que usted me hable de esto, yo he estado hojeando los nueve libros de historia de Herodoto, y en ellos se habla —parece que hubo una discusión entre los pelasgos y los egipcios, sobre cuál había sido la nación más antigua—. Y entonces, se resolvió hacer un experimento, que fue el de tomar dos niños que fueran criados primero por un pastor, y luego por mujeres a las que se les había arrancado la lengua. Y esos chicos a los años hablaron; y la primera palabra que dijeron fue una palabra que no recuerdo ahora, pero que en pelasgo —no en egipcio— quiere decir pan. Y entonces se vio que ése era el idioma primitivo de la humanidad. 93 LA CAUSALIDAD Osvaldo Ferrari: Más que en la magia, más que en la revelación, más que en los milagros, usted parece creer, Borges, en la causalidad; en esa ley física que usted extiende al plano espiritual. Jorge Luis Borges: Sí, pero esa ley es bastante misteriosa también. No se sabe por qué ciertas causas tienen que producir determinado efecto. Sin embargo yo creo dogmáticamente en ella, aunque no podría explicarla. Recién ahora que usted me dice eso, me doy cuenta de que esa ley es arbitraria; bueno, la magia vendría a ser una forma, una extensión de la ley de causalidad, ¿no? Y la superstición, digamos, también. —Ampliaciones… —Sí, por ejemplo, si se sientan a una mesa trece comensales, uno de ellos muere ese año… De Quincey encontró una explicación o seudoexplicación de esa ley —creo que los estoicos la usan también—, y es ésta: si uno supone que el universo constituye un solo organismo, entonces, hay una relación necesaria entre cada una de sus partes; y bien puede haber una relación entre el hecho de volcar la sal, de romper un espejo, de pasar por debajo de una escalera, de sentarse trece en la misma mesa, y algún hecho que ocurre después… Ahora, yo creo que suelen confundirse dos cosas; por ejemplo, vamos a poner el caso de la astrología: se supone que hay una relación entre la configuración de los astros y el hecho de que un hombre sea engendrado en tal o cual etapa de esa configuración. Ésa vendría a ser la base de la astrología. Pero una cosa es admitir que existe esa relación, y otra, que pueda averiguarse o estudiarse. Sin embargo, se confunden ambas cosas. Desde luego, si el universo es uno, como dice De Quincey, las cosas menores son espejos secretos de las mayores; todo está vinculado. Pero que pueda averiguarse esa vinculación, eso ya parece mucho más difícil. Sin duda hay una relación entre una página escrita por mí y mi carácter. Eso vendría a ser la grafología; pero que pueda estudiarse esa relación me parece harto más difícil. Suelen confundirse ambas cosas; se supone que uno admite que esa relación puede ser investigada. Y ahí ya empieza algo difícil… Yo estoy listo a admitir que hay una relación entre todos los hechos del universo o, en todo caso, que no es ilógico suponerla; pero el hecho de que esa relación pueda estudiarse, me parece más difícil. O, buscando otros ejemplos más nuevos de supersticiones, sin duda hay una relación entre cada individuo y los sueños que tiene… —En todo caso usted no estaría dispuesto a aceptar la omnipotencia de la psicología y de la sociología. —No, pero que la enfermedad de una persona pueda curarse estudiando sus sueños, ya me parece más difícil. Que la relación exista, estoy listo a admitirlo, pero los vínculos entre una enfermedad que padezca un hombre y los sueños, han de ser tan complejos y tan ramificados que no sé si pueden estudiarse. Es decir, no sé si un psiquiatra puede curar a un enfermo, aunque los sueños tengan alguna relación con esa enfermedad; sobre todo si esa enfermedad es mental. —Claro, se trata de dos aspectos distintos. Pero, volviendo a la causalidad, me parece que usted cree que ella no estaría necesariamente determinada por un Dios o por un poder trascendente. —No, uno podría pensar en toda la historia universal, anterior o, para usar palabras más ambiciosas, en todo el proceso cósmico anterior; sin duda todo está relacionado, pero que eso pueda desentrañarse me parece más allá de la inteligencia humana y quizá de una conjetural inteligencia divina. —Que el origen pueda desentrañarse. —Claro, precisamente. Ahora, que exista, por qué no. —En lo que sí me parece ver una certeza en usted, es en cuanto a la idea de la predestinación; a la relación entre la causalidad y la predeterminación. Al hecho de que esas causas o esos efectos estarían predestinados a ocurrir de un cierto modo. —Sí, pero que alguien conozca esa predestinación, o que alguien la fije, eso es distinto, ¿no? Y sobre todo en el caso, digamos, del calvinismo o del puritanismo, que procede del calvinismo, la idea de que alguien esté predestinado al cielo o al infierno —si esas instituciones póstumas existen—, bueno, ésa ya parece más difícil. Es decir, que haya predestinación sí, pero que alguien la sepa… claro que una inteligencia infinita es por definición capaz de todo, pero no sé si la frase «inteligencia infinita» tiene algún sentido, o si es simplemente un abuso, o una distracción del lenguaje. —Es decir: ni respecto de la causalidad ni respecto de la predestinación podemos saber si algo o alguien las determina. —Sí, y pueden existir más allá de un sujeto conocedor de ellas. —A propósito de las religiones, en este aspecto hemos hablado hace poco de algo que me parece importante: podría pensarse que los hombres creen en una religión o una mitología según el clima espiritual o mágico en el que estén inmersos. Citábamos el caso de Platón: los griegos pueden haberlo comprendido en su momento, porque en la vida griega la poesía y la filosofía se vivían en la realidad; eran una forma de la realidad. —Sí, pero no sé hasta dónde se pensaba que palabras como Eros correspondieran a un ser, o fueran metáforas de algo. Eso no lo sabremos nunca, y habrá variado según los creyentes o según los incrédulos. Usted ve, por ejemplo, en latín se dice: Sub Jove (debajo de Júpiter), que quiere decir a la intemperie; lo que indica que de algún modo Júpiter significaba el espacio. Un poco a la manera de Spinoza con su Deus sive natura, ¿no?: Dios o la naturaleza. —Sí, ahora, ese clima espiritual o mágico en el que las cosas son más creíbles, puede haberse dado, según se conjeturó, entre los contemporáneos de Cristo, que pudieron haberlo visto y reconocido según tuvieran la mirada preparada para verlo. Espiritualmente preparada, digamos. —Y, quizá, cuanto más sencilla fuera la gente, más fácil le fuera admitir aquello. Mi padre me contaba que el obispo de Paraná recorrió la provincia de Entre Ríos; y entonces, ese personaje, que llegaba vestido de negro, en un importante carruaje, llamaba la atención de los paisanos. Y luego, cuando él se iba de un puesto, o de una estancia, se discutía entre los gauchos si el que había estado allí era el obispo de Paraná o era Dios (ríen ambos). Pero, como me dijo mi padre, posiblemente para esos gauchos ambas palabras no correspondieran a diferencias muy importantes. Porque ahora pensamos en el obispo de Paraná como en un funcionario eclesiástico; y en Dios como el creador del cielo y de la tierra, que vive en lo eterno y no en lo temporal. Pero quién sabe si esas distinciones existían para los gauchos de 1880, en la provincia de Entre Ríos. Tal vez esa discusión fuera puramente verbal, ¿no? —Seguramente. He elegido un poema suyo, Borges, en el que creo que se encuentra su idea de la predestinación. Se trata de «El laberinto», no sé si lo recuerda. —… Temo haberlo escrito, si usted lo leyera podría identificarlo, o no. —Me propongo leerlo. —Bueno, ¿tendremos tiempo para catorce líneas? —(Ríe). Creo que sí. «El laberinto» dice: «Zeus no podría desatar las redes de piedra que me cercan…». —El que habla ¿quién es? ¿Teseo o el Minotauro? —Eso yo quisiera preguntárselo a usted. —Ah, bueno, ya veremos. —De piedra que me cercan. He olvidado / los hombres que antes fui; sigo el odiado / camino de monótonas paredes / que es mi destino. Rectas galerías / que se curvan en círculos secretos / al cabo de los años… —Claro, esos versos dan la idea de que es muy vasto el laberinto, ya que la curva parece una recta y no se nota la curvatura visualmente. Es decir, lo que él ve, ya que es muy vasta la muralla, es una línea recta; pero realmente hay una ligera curvatura y es parte de un círculo. —Continúa diciendo: Parapetos / que ha agrietado la usura de los días. / En el pálido polvo he descifrado / rastros que temo. El aire me ha traído / en las cóncavas tardes un bramido / o el eco de un bramido desolado. / Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte / es fatigar las largas soledades / que tejen y destejen este Hades / y ansiar mi sangre y devorar mi muerte. / Nos buscamos los dos. Ojalá fuera / éste el último día de la espera. —Bueno, ahora que hemos llegado al fin del soneto, no sé si se trata de Teseo, del Minotauro o de alguien que es a la vez los dos; entonces sería más rico el poema, si el sujeto fuera Teseo o el Minotauro, o, mejor aún, Teseo y el Minotauro. Porque ahí parece que ha pasado mucho tiempo y ese tiempo parece corresponder más al Minotauro, que es habitante del laberinto, que a Teseo, que al fin de todo es un explorador, ¿no? —Un visitante. —Un visitante, un explorador, bueno, quizá resulte mejor el poema así; dejémoslo en la vaguedad. Y, además, para qué intentar una explicación; lo que yo diga ahora no tendrá más valor que el poema en sí, que seguirá siendo leído, y seguirá ramificándose de un modo, bueno, casi tan vasto como el laberinto de que trata. —Yo lo traje como ejemplo de su visión de la predestinación, pero ahora pienso que es uno de sus poemas más originales: no sé si usted coincide conmigo. —Y, en este momento que usted me lo ha revelado, me gusta realmente; sobre todo me gusta la vaguedad respecto al que habla en él. 94 LITERATURA FANTÁSTICA Y CIENCIA FICCIÓN Propuestas por el crítico italiano Lucio D’Arcangelo y por escritor Ángel Bonomini, Osvaldo Ferrari le formuló a Jorge Luis Borges las siguientes cuestiones: Osvaldo Ferrari: ¿Cuáles serían las diferencias fundamentales entre la literatura realista y la literatura fantástica? Jorge Luis Borges: Ya que no sabemos si el universo pertenece al género realista o al género fantástico, la diferencia estaría en el lector, ante todo, y en la intención del escritor también ¿no? Pero, desde luego, según el idealismo, todo es fantástico o todo es real. Vendría a ser lo mismo. —Con referencia a nuestro siglo, algunos hablan de lo fantástico sin fantasmas, intelectual, metafísico; y por fin, de discurso fantástico muy cercano a la paradoja. ¿Qué opina sobre esto? —Y… el primer escritor argentino que cultiva deliberadamente el género fantástico es, creo, Leopoldo Lugones, con Las fuerzas extrañas, y ciertamente, en «Isur» no hay fantasmas; hay esa historia fantástica del mono que se volvió loco tratando de hablar; y ese libro, que suele olvidarse, se publicó en la primera década del siglo XX, y creo que a principios. Pero claro, era un libro que no hacía juego con la prosa decorativa de los modernistas, ni con la prosa deliberadamente arcaica de quienes imitaban a los españoles, y pasó más o menos inadvertido. Y es un gran libro, desde luego: en la Antología de la literatura fantástica, que hicimos Silvina Ocampo, Bioy Casares y yo, incluimos no ese cuento sino «Los caballos de Abdera», cuyo punto de partida es un soneto de… Heredia. —¿Cómo explica usted, preguntan, el renacimiento de la literatura fantástica en la Argentina? —Y, yo no sé, supongo que yo soy uno de los culpables (ríen ambos). Pero es natural que sea culpable, ya que una de mis primeras lecturas fue, bueno, los cuentos de Poe, y aquellas inolvidables pesadillas; aquellas lúcidas pesadillas de Wells, tituladas La máquina del tiempo; La isla del doctor Moreau; Los primeros hambres en la Luna; El hombre invisible, y los otros. Y yo volví a todo aquello en mis primeros cuentos fantásticos. —Hay quienes consideran, dicen, que en el futuro no tendrá cabida la literatura fantástica… —¿Por qué…? —Y que será remplazada por la ciencia ficción. ¿Usted comparte esta opinión? —Ante todo «ciencia ficción» es una mala traducción. Porque cuando hay palabras compuestas, en inglés, la primera tiene el valor de un adjetivo; de modo que science fiction tendría en buena gramática, en buena lógica, que traducirse por «ficción científica», y no «ciencia ficción», lo cual es absurdo. Porque si usted dice waterfall, usted no traduce «agua caída», sino «caída de agua», por ejemplo. Yo no sé cómo han incurrido en ese error; y todo el mundo habla de «ciencia ficción», lo que es absurdo. Es ficción científica, no es una palabra compuesta. Bueno, pero y la pregunta cuál era, ya que me he perdido en etimologías (ríen ambos). —Si usted piensa que será remplazada la literatura fantástica… —No, ¿por qué?… yo personalmente creo en la inferioridad de la ficción científica. Porque, por ejemplo, si nos dicen que si un hombre se pone un anillo, como en la «Volsunga saga», se vuelve invisible, nos exigen un solo acto de fe. En cambio, si nos dicen que tiene que sumergirse en un líquido especial, que tiene que ser el vino; que tiene que estar desnudo para que no se vea la ropa, como en el admirable «hombre invisible» de Wells, nos exigen varios actos de fe. Y pensamos, además, por qué el autor no inventó ese aparato. En el otro caso, nos piden un solo acto de fe, ya tradicional: el de un objeto mágico, y lo aceptamos más fácilmente. De modo que yo creo que, quizá con el tiempo, se vuelva al sistema de un solo objeto mágico, un solo acto de fe, y no sucesivos actos de fe y trabajosos laboratorios. Creo que es más sencillo aceptar un anillo que un laboratorio, Por lo menos para mí, que no sé nada de ciencia. —Está claro. —Sí, pero, al fin de todo, la ficción científica sería un género de la ficción fantástica, nada más. No tienen por qué oponerse. —En cierto modo, dicen, una literatura podría, si no ser definida, por lo menos ser delimitada por sus posibilidades temáticas. ¿Podría usted hablarnos de la temática de la literatura fantástica? —Supongo que la temática quiere decir el tema, pero ahora se prefieren las palabras esdrújulas, ¿no?, y las palabras largas: «metodología» en lugar de «método»; «temática» en lugar de «tema»… Yo supongo que son los temas de toda la literatura. Por ejemplo, Wells, en su autobiografía, dice que él se sentía muy solo, era un muchacho joven, tuberculoso, había llegado de Kent a Londres, era muy pobre. Y que luego, para significar esa soledad, él escribió El hombre invisible. Pero previamente la fuente fue su soledad. Es decir, que las fuentes de la literatura fantástica son las de toda la literatura: la emoción, digamos. —Claro. —Y sin ella no se puede escribir. Yo no sé por qué a la gente le gusta tanto la idea de que una máquina pueda escribir poemas. Bueno, no es imposible que lo haga, pero qué necesidad tiene una máquina de escribirlos; ninguna. Si yo siento emoción, bueno, puedo desahogarme por mis propios medios; pero no poniendo en movimiento una serie de tornillos. 95 JAMES JOYCE Osvaldo Ferrari: Hay un libro y un autor, Borges, que a pesar de su vasto renombre permanecen indescifrables para la mayoría de los lectores. Me refiero a James Joyce y a su Ulises. Jorge Luis Borges: Posiblemente fue hecho para ser indescifrable. Fue hecho para ser comentado. Creo que se escribió como un experimento, destinado a ser un poco secreto, o a que el mecanismo fuera lo más importante. Porque yo he leído ese libro de Stuart Gilbert, que es como un plano del Ulises, y es de lectura harto más deleitable que el Ulises, que quizá no pueda leerse sin ese plano. Por ejemplo, en ese libro se indica cuál es la figura retórica que prima en cada capítulo. Bueno, parece que en cada capítulo predomina un color. Digamos, el rojo. Y luego, en cada uno de los capítulos, de los episodios, se hace referencia a una función del cuerpo; que puede ser, en el caso del rojo, tiene que ser la circulación de la sangre. Y luego, la figura retórica, y se da a la hora exacta en que ocurre esa escena, para que uno pueda comparar ese capítulo, que corresponde a la mente de Stephen Dedalus, con el otro, que corresponde a la mente de Leopold Bloom, y entonces hay un momento en el cual los dos se fijan en una nube. Se entiende que ese paralelismo es precioso. Y además, la correspondencia de cada episodio con nuevos episodios de La Odisea; se entiende que hay, bueno, que son vidas paralelas. Y luego, cuál es la técnica que se emplea; que puede ser… creo que hay un capítulo en el cual se usan todas las formas de la metáfora, y hay una lista de esas formas; y hay ejemplos de sinécdoque, de metonimia, de lo que fuera. Y otro, por ejemplo, en que se sigue la idea de preguntas y respuestas; el catecismo, el interrogatorio. Y luego, el final, que es el más famoso, que viene a ser el monólogo interior de Molly; que son unas treinta o cuarenta páginas sin puntuación, y eso corresponde al fluir de la conciencia, aunque se ha señalado que la conciencia fluye sin usar palabras; es decir, uno va sintiendo o pensando cosas, pero no pensando las palabras que corresponden a esas cosas. Es decir, que el fluir de la conciencia tendría que rechazar el lenguaje, o, en todo caso, podrían usarse verbos, pero nada más. En cambio, ahí hay adjetivos, sustantivos, preposiciones, conjunciones, y además, frases. —Lo que hace muy difícil la interpretación posible. —Es que yo no creo que ese libro, yo no creo que él lo escribiera para que fuera… —Interpretado. —Sí, o para que fuera gozado. Creo que es como si fuera una especie de reductio ad absurdum de toda la literatura, incluso de la novela realista. —Ah, claro, creo que es acertado… —Sí, creo que la idea es ésa, es como llevar toda la tradición… bueno, llevarla más adelante y finalmente destruirla. Yo diría que Ulises, pero después vino Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), están hechos, digamos, para acabar con la literatura; tiene que ser como el fin de la literatura. Yo supongo que él pensó que después de eso ya no podría escribirse nada, porque todo lo que se escribiera vendría a ser como una proyección, o como una repetición inútil de esos libros. Es decir, yo creo que Joyce escribió esos libros para que fueran los últimos libros. Pero la gente no ha pensado así, al contrario. Tiene discípulos, la literatura prosigue; a pesar de esos libros, que creían ser los jalones finales de la literatura. Ahora, es indudable que Joyce tenía una infinita… sí, digamos, una infinita capacidad verbal, y además, el idioma inglés le permitía, aunque más difícilmente que el alemán, acuñar palabras compuestas. Ahora, yo no se cómo Joyce participó en la versión francesa de Ulises, junto con Valery Larbaud, Stuart Gilbert y otros; ya que él sabía que buena parte de la estructura de su libro, bueno, tenía su origen en las palabras compuestas, y que por eso era intraducible… —Inventaba neologismos, además. —Sí, ahora, eso, sin duda en la versión alemana podía hacerlo, porque en alemán las palabras compuestas, bueno, son tan utilizables que la gente las acuña conversando. Usted puede acuñar palabras compuestas en el diálogo, y eso no estorba a nadie, porque se entiende inmediatamente. En cambio, en inglés son artificiales y en español son imposibles. —De manera que James Joyce habría realizado el juicio final de la literatura en Finnegan’s wake y en el Ulises. —Y sobre todo en Finnegan’s wake, pero en Finnegan’s wake viene a ser como una extensión última del Ulises. Parece que después de eso ya no puede haber literatura. Sin embargo, la literatura ha proseguido, usando esas convenciones. Sobre todo en el monólogo interior, en que se ha usado mucho. Y luego, creo que hay dos traducciones literales del Ulises, pero son bastante feas porque lo que se ha traducido es el sentido. Y además, las palabras castellanas son muy largas, y el efecto de Joyce es sobre todo el efecto de sus cadencias, que se había perdido en este caso. La traducción literal ha tenido en cuenta simplemente el sentido, y no se han dado cuenta de que eso, en inglés, forma como versos, o en todo caso, cadencias, muy, muy gratas al oído; y en una traducción literal resultan simplemente frases torpes, y las palabras compuestas resultan artificiales, o rebuscadas. Ya en inglés resultan un poco artificiales. En cambio, en alemán, no; en alemán usted puede estar acuñando palabras continuamente, y eso no molesta a nadie, eso no detiene al lector. En cambio, en inglés son ya un poco raras; en castellano, o en las lenguas romances, son imposibles. —Entonces, la novela contemporánea, en vez de concluir con Joyce, utilizó o aprovechó a Joyce. —Sí… —Lo incorporó. —Sí, que es lo que él no esperaba, yo creo. —O lo que no quería. —Yo creo que él hubiera querido ser el último, ¿no?, él hubiera querido la muerte de la novela. —Sí. —Es lo que él hubiera buscado. Él ya había escrito poemas más lindísimos antes, pero que, desde luego, eran poemas muy breves, de cadencias exquisitas, que no eran un peligro para la poesía. Pero, en cambio, esas dos novelas sí, están hechas… son como una especie de reductio ad absurdum del realismo también, ya que no se perdona un instante de las veinticuatro horas de los dos personajes: cada instante está registrado, aun en sus momentos… menos memorables, ¿no? —En esos instantes de ese solo día en que se desarrolla todo. —Sí, y se entiende que en ese solo día, que no sólo se refiere a la crónica de ese día, sino que esa crónica viene a ser, de algún modo, La Odisea. Es decir, lo que requiere muchos años en La Odisea, se supone que pasa en la conciencia de dos personas, y él elige un día cualquiera, un día arbitrario; y se lo sitúa en Dublín… claro, porque Joyce vivió de la nostalgia de Dublín. Y no quiso volver nunca… —Sí… —Quizá la nostalgia sea un modo de poseer las cosas. —Y escribió Dubliners (Dublineses). —Y escribió Dubliners también. O quizá él pensó, bueno, que haber escrito esos libros era estar en Dublín; que no se necesitaba la presencia física. —Ah, claro. —Y él ya estaba allí sin esos libros. —Seguramente la evocación literaria fue más efectiva así. —Es que para sentir nostalgia, uno tiene que estar lejos. Acaso habrían pensado los judíos en Jerusalén si no hubiera sido por el éxodo, y luego por… ¿cuál es la palabra? —Diáspora. —Y por la diáspora, claro. Si no hubiera sido por el éxodo y la diáspora, ellos no se hubieran construido esa imagen de Jerusalén y esa nostalgia de Jerusalén. El éxodo y la diáspora, desde luego, y actualmente Israel es un Estado; sin duda ya Jerusalén perderá ese prestigio mágico, que hubiera sido imposible… ahora ya no es imposible. Y eso para la poesía es una pérdida, ¿no?, el hecho de que ya no pueda ni hablarse de Jerusalén, porque uno toma un vapor, o el tren, y llega. ¿Fue una ciudad mágica, no? —Sí, ahora, volviendo a Joyce; es evidente la incidencia de la formación religiosa en él. Lo vemos, sobre todo, en el Retrato del artista adolescente, me parece. Y en toda su obra. —Sí, porque él ahí repudia la fe católica, pero de algún modo… la palabra ateo, yo creo que varía para cada religión. Es decir, si yo soy un ateo dentro del protestantismo, no es lo mismo que ser un ateo dentro de la fe católica o dentro del judaísmo. Tiene un sentido distinto, me parece. Porque se prescinde o se niega a un dios que es esencialmente diverso, esencialmente distinto. —Pero esta incidencia de la formación religiosa, yo creo que se traduce en toda la obra de Joyce; porque, usted mismo dijo, una vez, que todos los días fueron, de algún modo secreto, el día irreparable del Juicio para él; todos los sitios el infierno o el purgatorio. —… Y, es que si no, no tiene sentido el Ulises. —Claro. —Digo, por qué haber escrito el Ulises si se supone que algo ha sido excluido de ese día, y de ese libro. Se entiende que ese libro es una especie de microcosmos, ¿no?, y abarca el mundo… aunque, desde luego es bastante extenso, no creo que nadie lo haya leído (ríen ambos). Mucha gente lo ha analizado. Ahora, en cuanto a leer el libro desde el principio hasta el fin, no sé si alguien lo ha hecho. —Y aun habiéndolo hecho, sería imposible que quedara íntegramente registrado en la memoria del lector. —Y, habría que suponer una memoria infinita. Bueno, es que quizá muchos libros se escriban no en función de cada página, sino de la memoria que dejarán, ¿no? —Claro. —Posiblemente sea el caso de El Quijote también. En que no pensamos en cada capítulo, y menos en cada página, sino en lo que queda del libro una vez cerrado el volumen. Hay algo que queda, y que es una imagen, y esa imagen es algo que uno recuerda claramente. —Y que ya puede prescindir del volumen. —Y que ya se puede prescindir, sí. 96 EL LIBRO DE ARENA Osvaldo Ferrari: En relación con los libros que publicó en los últimos años, Borges, usted reitera a menudo su predilección por El libro de arena. Jorge Luis Borges: Sí, creo que de todos mis libros es el de más fácil lectura, y ser legible es una virtud, y hay grandes libros que no la tienen y que no la buscan. Por ejemplo la obra de Joyce, La guerra gaucha de Lugones… ciertamente no se escribieron para ser leídos, sino, bueno, admirados, analizados, comentados. Pero ahora abrigo esa modesta ambición: quiero ser legible. Y aunque mis cuentos son complejos —ya que no hay nada en el mundo que no sea complejo— puesto que el mundo es inexplicable, trato de que lo que yo escriba parezca sencillo, y tomo una precaución fundamental: la de eludir palabras que puedan aconsejar al lector la consulta de un diccionario. Y en esto, claro, me opongo a todos nuestros hábitos lingüísticos actuales; por ejemplo, «metodología» en lugar de «método», «búsqueda» en lugar de «busca», «temática» en lugar de «tema». Es decir, siempre se busca actualmente el uso de los más largos, pero yo no, yo trato de usar palabras sencillas, y además quiero contar el cuento de un modo que logre que el lector se pregunte ¿y ahora qué? Me parece que es importante eso; uno tiene que pensar en un texto que le sea, diría, muy interesante. Estuve releyendo con mi hermana los cuentos de Sherlock Holmes, de Conan Doyle: los argumentos son pobres, las frases ingeniosas no lo son con exceso, pero uno está continuamente interesado en el argumento; las soluciones son pobres, pero los enigmas, los pequeños enigmas son interesantes. A mí me parece que eso basta para un cuento. Ahora, si yo tuviera que elegir un libro entre los míos —no lo hago, ya que no hay libros míos en esta casa— yo elegiría El libro de arena. Pero me han dicho que El informe de Brodie es superior. La verdad es que yo no sé muy bien a qué volumen corresponden cada uno de los cuentos, pero me han dicho que «El Congreso» es mi mejor cuento, y creo que está en El informe de Brodie. —No, está en El libro de arena. —Entonces, mi predilección por El libro de arena… —Se confirma. —Sí, se confirma, además creo que «El libro de arena» es un lindo cuento. —Pero claro, usted nunca habla de ese cuento, que es el último del libro, y a mí me parece muy importante… —Yo no sé si es importante, porque al fin de todo, «El libro de arena» es «El Aleph», «El Zahir», «Funes el memorioso» más o menos disfrazado. Es decir, es la idea de algo que parece precioso y que luego es terrible. —Bueno, en esa linea de correspondencias yo podría decir que el primer cuento del libro, «El otro», se vincula naturalmente con su cuento «Borges y yo». —Sí, pero creo que «Borges y yo» me salió mejor, ¿eh?; por lo pronto es más breve, tiene ese mérito. Ahora, en cuanto a los otros cuentos, yo no sé cuál es el mejor. —«Avelino Arredondo» es muy lindo. —Sí, pero «Avelino Arredondo» me fue dado… por la historia de la República Oriental, ya que el hecho ocurrió y es algo que no se repite. El hecho es, digamos, un terrorista asesina al Presidente; inmediatamente se entrega a la Policía y asume toda la responsabilidad, y lo defendió un tío mío, Luis Melián Lafinur, y él hubiera podido contarme muchas cosas sobre Avelino Arredondo, pero cuando escribí el cuento Luis Melián Lafinur ya había muerto. Y había sido su defensor, creo que le dieron un par de años de cárcel, ya que todo el mundo lo admiró a Arredondo, no por el hecho de haber asesinado a Iriarte Borda sino por el hecho de asumir toda la responsabilidad, cosa que no es demasiado frecuente; creo que hay personas acusadas ahora que piensan menos en asumir la responsabilidad que en buenos abogados defensores ¿no?, creo que es bastante frecuente eso. Bueno, en el juicio que se hizo en Nuremberg también ocurrió. Entonces, yo, para redimir de algún modo a esos acusados, inventé un nazi perfecto; un hombre a quien le parece que está bien que sean inexorables con él ya que él había sido inexorable con otros, y escribí ese cuento «Deutsche requiem», que muchos interpretaron como una adhesión mía a la causa de Hitler. No, no es eso; yo traté de imaginar un nazi que lo fuera realmente, un nazi despiadado no sólo con los otros —lo cual es fácil— sino despiadado consigo mismo, y que acepta esa suerte como justa. Parece que en la realidad no se da eso ¿eh?; parece que la gente tiende más bien a apiadarse de sí misma y no de los otros. Bueno, el ejemplo clásico sería Martín Fierro, un malevo sentimental, que se tiene lástima continuamente, y que no muestra la menor lástima por los otros. Pero parece que es bastante común eso. —Si a usted le parece bien, Borges, me gustaría leer fragmentos del cuento «Avelino Arredondo» para que lo recordemos juntos. —Bueno, cómo no, ¿usted tiene el texto?, porque en esta casa no hay libros míos. —(Ríe). Yo lo tengo. —Entonces está bien. —Recordemos, entonces, que él se retira de la vida pública para, en el secreto, no comprometer a los demás en el plan que va a desarrollar. —Bueno, yo tuve que inventar todas las circunstancias, porque yo no sé dónde se ocultó él; posiblemente él se fue al campo. En fin, yo no sé nada de eso. Sé que dejó de ver a su novia, a sus amigos, para no comprometer a nadie; y que no leyó diarios tampoco, para que no creyeran que los continuos ataques de los diarios al Presidente habían influido en él. Es decir, era un individuo. Sí, a ver. —Usted dice, por ejemplo: «Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía. Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de introducción al derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y que no concluyó. La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Eclesiastés. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador…». —Es verosímil, todo es verosímil, me parece. —Lo es, usted dice que era librepensador… —Sí, se usaba en aquel tiempo esa frase, la de librepensador. ¿Ya no se usa, no?, ¿o sí?, free thinker en inglés; en francés es esprit fort, que es como un homenaje a los libres pensadores: espíritu fuerte. Quiere decir, o quería decir, un ateo, en francés; en el siglo XVIII se usaba: que no se dejaba sujetar por las diversas autoridades. A ver… —«Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el Padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo…». —Bueno ese rasgo es autobiográfico: yo le prometí a mi madre repetir el Padrenuestro y lo hago todas las noches. Es decir, que yo, en aquel momento, intervine en el imaginario destino de Avelino Arredondo (ríe). —Esto constituye una revelación inesperada, Borges (ríe). —Una modesta revelación. —«Faltar a esa promesa filial podía traerle mala suerte». —Ah, está bien, el lado supersticioso también. Ahora, todo eso lo hace más o menos concebible a Avelino Arredondo. —Claro, y nos va introduciendo paulatinamente en los hechos. —Además, yo tenía que inventar rasgos circunstanciales, ya que el estilo de nuestro tiempo lo exige. —Continúa diciendo: «Sabía que su meta era la mañana del día 25 de agosto. Sabía el número preciso de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después…». —Cuando uno espera algo siempre ocurre eso. Por ejemplo, cuando estoy en Europa pienso: «Cuando vuelva a Buenos Aires…». Y ahora pienso: «Cuando esté en Italia, o cuando esté en el Japón…», como si no fuera a suceder nada después. O cuando uno está esperando… bueno, un hombre que espera a una mujer piensa así también: «Lo importante es que ella llegue» (ríen ambos) ya, después de eso, qué importa. —«Esperaba la fecha como quien espera la dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y pensaba, un día menos…». —Eso lo hacía un amigo mío que fue médico en La Pampa, y que sabía que tenía que estar un número determinado de días en un lugar; arrancaba la hoja del almanaque. Es decir que yo no invento nada (ríe); todo me lo dan las circunstancias ¿y qué otra cosa puede hacer un hombre? —(Ríe). Pero las circunstancias le han dado cosas muy particulares en este caso. «Al principio…». —Sigo oyendo con mucha curiosidad, ¿eh?, no sé qué va a pasar; hace ya tantos años que he escrito ese cuento… —Nos acercamos al momento decisivo: «Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina, cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto recurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era fácil, porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo. Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén…». —Bueno, eso de la bala está bien, porque en algún momento prepara el balazo final. —Claro. —El vintén, bueno, color local uruguayo: en Uruguay hablan de vintenes, cosa de que no se habla aquí, ¿no? —Vamos a tener que explicar, Borges, adonde nos aproxima esa bala y a quién iría dirigida. —Esa bala estaba destinada al Presidente de la República, a quien él iba a asesinar. —Al Presidente de la República Oriental del Uruguay. —Sí, Iriarte Borda… —Sí, Iriarte Borda. Ahora, lo raro es que todo eso es desconocido aquí, y mucha gente cree que yo he inventado ese cuento. Sin embargo, es un episodio que nadie ignora en el Uruguay, salvo el que lo haya olvidado, ¿no? Yo no recuerdo exactamente la fecha en que ocurrió… pero tiene que haber sido hacia la primera década del siglo XX. 97 BLAISE PASCAL Osvaldo Ferrari: Si bien en su caso, Borges, pienso muchas veces que su principal preocupación ha sido el tiempo; en el caso de Pascal, ha sido el espacio, concretamente. Jorge Luis Borges: Sí, él sentía vértigo frente al espacio infinito; ahora, curiosamente, si usted relee el De rerum natura, de Lucrecio, a Lucrecio le embelesaba la idea de un espacio infinito. —De un universo infinito. —De un universo infinito, sí; él sentía una especie de vértigo, pero de grato vértigo. Y yo observé alguna vez, que Spengler dice que para los griegos, por consiguiente para los romanos, sus discípulos, el mundo está hecho de una serie de volúmenes en el espacio, y que luego viene la cultura fáustica, que se deleita con la idea de un tiempo infinito y de un espacio infinito. Pero Lucrecio, mucho antes de la cultura fáustica, ya se había embelesado con aquella idea, que aterraría después a Pascal. —Claro. —Curiosamente. Quiere decir que, bueno, un libro como De rerum natura, vendría a ser anterior a los Pensamientos de Pascal, no sólo en la cronología sino en la mentalidad; porque ahora la idea de un espacio o de un tiempo infinito no nos aterra. O, en todo caso, nuestra imaginación la acepta. —Y también fueron anteriores a Pascal las ideas de Copérnico y las de Galileo. —Sí, y creo que ya Cicerón se deleitaba con la idea del espacio poblado de mundos, que serían esféricos como el nuestro, y algunos de ellos repetidos; creo que él piensa en el hecho de que mientras escribe esas líneas, otro Cicerón, en otro planeta, está escribiendo lo mismo; lo cual se anticiparía a la idea de lo que Nietzsche llamaría «el eterno retorno» mucho después, pero no sólo en el tiempo sino en el espacio: un espacio infinito, con todos los mundos posibles, o contemporáneos. Eso está… en el tratado De la naturaleza de los dioses de Cicerón, sí, De natura deorum; en alguna página está eso. Claro que tiene que provenir de algún griego, yo no creo que lo haya inventado Cicerón, ¿no?, en algún griego lo habrá leído. —Todo proviene de los griegos. —Y, yo creo que sí. Como Cicerón era un buen lector de los griegos… —Sí, justamente, la Humanitas. Pero el terror de Pascal era no sólo la inmensidad del espacio, sino lo mínimo de nosotros. Es decir, él veía que nosotros casi no existíamos en esa inmensidad. —Sí, él sentía ese vértigo, y, en cambio, a Lucrecio lo convencía esa idea. —La frase de Pascal es: «La infinita inmensidad de espacios que ignoro y que me ignoran», que usted consigna en su ensayo. —Creo que eso ha sido juzgado por Valéry, porque Valéry dice que para muchos pensadores, anteriores, contemporáneos de, y posteriores a Pascal, bueno, la bóveda estrellada no les ha dado esa impresión; al contrario, más bien se ha visto un orden en ella, y no se ha sentido terror, sino cierta felicidad al ver que esas infinitas estrellas están ordenadas, y obedecen a leyes y de algún modo son una prueba de la existencia de Dios. —Que el espacio es cósmico. —Que el espacio es cósmico, sí, que es cósmico y no caótico, claro. —El otro fenómeno que parece haberle producido otra forma de vértigo a Pascal, aunque un vértigo más secreto, es el de la encarnación y el de la crucifixión de Cristo. Esto se aprecia, sobre todo, en sus últimos libros, que la idea de la encarnación de la divinidad le producía una especie de escándalo interior. —Bueno, los agnósticos, o una secta agnóstica, dijo que Cristo no había sido crucificado, que el que fue crucificado fue un fantasma, porque un dios no puede padecer, bueno, tormentos y dolor. —Que un dios no puede encarnarse. —Que no puede encarnarse. Se supone, entonces, que Cristo fue una aparición; una especie de fantasma divino, y que el que perece en la cruz es ese fantasma. Es decir, niegan que Cristo haya tenido forma corporal. Sí, y además que la idea de un dios comiendo, digiriendo, transpirando; todo eso, parece tan difícil… habría que suponer que eso constituye un sacrificio mayor que el de ser crucificado: el hecho de rebajarse a un cuerpo humano. Eso de que la divinidad, que el creador de todo el universo se encierre en un cuerpo humano, con las limitaciones y con las… bueno, digamos, pequeñas humillaciones de un cuerpo material… —Ahora, yo no estoy seguro, recuerdo que Spinoza identificaba a Dios con la naturaleza. —Sí, el dice: Deus sive natura. Bueno, pero ésa es la idea del panteísmo, la idea de que todo es Dios. —Todo es Dios. —Todo es divino, pero esa divinidad, bueno, uno podría suponer que en los minerales está muerta, que en las planta duerme; que en los animales ya empieza a soñar, y luego en el hombre; el hombre vendría a ser la conciencia de todo ello, personalmente vendría a serlo. Es decir, la mente humana, y además, la mente humana que concibe el tiempo; cosa que no conciben los otros géneros, o las otras especies. —Justamente, pero en el caso de Pascal sería distinto al de Spinoza, porque Pascal habla del universo, pero no como si el universo o la naturaleza fueran Dios. —Ah, no, se entiende que son obra de Dios, eh. Qué raro, Blake habló con mucho desprecio del mundo, y lo llamó «The vegetable morid»; es decir, el mundo como una especie de legumbre, ¿no? Y él dijo, bueno, lo dijo en plena época romántica, que el espectáculo de las cosas naturales era algo que no lo exaltaba. Pero luego, él dijo que las veía de otro modo. Por ejemplo, si él veía la aurora, él no veía un disco luminoso que se alza; no, él veía todo eso como una divinidad, rodeada de ángeles (ríe); las cosas naturales él las veía ya como si fueran mitos. Digamos, él veía el sol, pero lo que él veía era, de algún modo, a Apolo, por ejemplo. Salvo que se diera otra divinidad de su mitología privada. —O también estaría Grecia presente allí. —También estaría Grecia. Es que parece que Grecia está siempre presente. —Es ubicua. —Me acuerdo de un calambur de, caramba, siento decirlo, de Alfonso Reyes. Pero, en fin, él lo dice al pasar, y, en cambio, ahora yo estoy haciéndolo notar demasiado; él dice «A fulana, llena de gracia», y luego, coma o entre paréntesis, «Llena de Grecia» (ríe). Que podemos perdonarle; esas líneas que él escribió, sin duda, con una sonrisa, ¿no? —Con una sonrisa, pero en el fondo hay un halago allí. —Sí, hay un halago también, sí, claro, uno pensaría, o uno piensa, cuando lee esa línea, que el hecho de que «Grecia» y «gracia» se parezcan no es un azar, que estaban predestinadas, de algún modo, esas dos palabras: «Llena de gracia», «Llena de Grecia», y quizá en un párrafo melodioso, para una página melodiosa, esa línea pasa y se perdona o se admite, ¿no? —Sin duda. —En cambio, yo, sacándola del contexto, estoy traicionando a mi maestro y a un querido amigo que ha muerto: Alfonso Reyes. De modo que podemos olvidar esa broma, que sólo fue una broma, ya que sin duda lo escribió en una página sonriente también. —Una última acotación, que usted hace en su ensayo sobre Pascal, Borges… —Quisiera recordar ese ensayo; lo he escrito hace tanto tiempo que sólo recuerdo el título, y creo que recuerdo también el color de las tapas del libro. Qué triste que de un libro sólo queden algunas circunstancias físicas como ésa, ¿no? —En este caso, son verdes. —Que sólo quede esa verde memoria (ríen ambos), por darle el nombre de la revista que sacaba Rodolfo Wilcock, Verde Memoria, sí. —Me refería, entonces, a que esa esfera, que era centro del universo, y que no tenía circunferencia, empezó siendo una idea natural, y finalmente, Pascal habló de ella como de una espantosa esfera. —Quiere decir que el universo le parecía terrible. Es que, de hecho, lo es, ¿eh?; aunque Chesterton pensaba que él debía agradecer todas las cosas, pero dándose cuenta de que eran terribles. Él dice que va a morir, y que no le habrá agradecido a Dios todo el pasto. Es decir, algo tan sencillo como el pasto, ¿no? —Cada una de las cosas. Pascal también, creo, tuvo una actitud religiosa de gratitud; sin embargo, el terror siguió en él hasta el final. —Sí, el recuerdo que yo tengo de Pascal es ése. 98 EL PAÍS IMITATIVO Osvaldo Ferrari: En los últimos tiempos, Borges, usted ha manifestado una particular preocupación por la enseñanza, sobre todo en la Facultad de Filosofía y Letras; pero sé que esa preocupación abarca también otras facultades y otras universidades. Jorge Luis Borges: Sí, yo estuve en la ilustre Universidad de Córdoba, donde se educó el doctor Francia, entre otros; bueno, y he vuelto, digamos, con una impresión bastante desagradable. Tuve que asistir, no, me invitaron a asistir a una clase; ya el nombre me alarmó: el nombre era Psicología dinámica. Ahora bien, mi padre fue profesor de Psicología en Lenguas Vivas, y me ha interesado siempre la psicología; y yo creía que la psicología era el estudio de la conciencia humana, que la psicología era lo que habían estudiado; y bueno, digamos, los escolásticos, William James, Spiller; y creí que se trataba de estudiar la conciencia, los hábitos o mecanismos de la conciencia, y luego, cosas tan raras como los sueños, el dormir, la memoria, el olvido, la voluntad. Yo creía que éste era el campo de la psicología. —Sí. —Me acordé también de Bergson, naturalmente. Pero luego asistí a esa clase, quizás el nombre me había alarmado: Psicología dinámica. El profesor, de cuyo nombre no quiero acordarme, y lo he olvidado además, empezó por trazar con tiza en el pizarrón la palabra: «Clase prólogo», una palabra compuesta, no demasiado feliz, pero que tuvieron que copiar los alumnos, que serían, no sé, unos cien. Esa clase duró media hora: Psicología dinámica. Yo comprobé que no tenía nada que ver ni con la psicología ni con la dinámica tampoco, ya que consistía en una serie de, bueno, de confusiones basadas en la etimología de las palabras. Ahora, a mí me interesa mucho la etimología, como usted sabe, pero sobre todo porque uno ve que tienen la misma raíz conceptos muy distintos. Por ejemplo, averigüé hace poco que «cleptómano» y «clepsidra» tienen el mismo origen. No se parecen en nada, pero en el primer caso, cleptómano, bueno, es un ladrón, ¿no?; es decir, roba, saca dinero o lo que fuere. Y de la clepsidra también se saca agua. O lo que hemos observado otras veces, que es raro que la horrenda palabra «náusea», que ningún escritor se atreve a usar, tiene un hermoso origen en la palabra «nave». De «nave», quizá pronunciada «nauis», salieron «naval», «náutico» y «náusea»; porque uno siente náusea cuando está a bordo. A mí me había divertido siempre el hecho de ver cómo palabras muy distintas tienen una misma raíz. Pero el tema de la Psicología dinámica era precisamente lo contrario: se trataba de demostrar que dos palabras eran sinónimos porque tenían la misma raíz. Entonces, se tomaron las palabras «crear» y «creer» —no sé si tienen la misma raíz— pero en todo caso, me parece absurdo llegar a la conclusión de que ambas palabras son sinónimos. El argumento era que si uno cree, uno crea, bueno, uno cree en lo que ha creado. Ahora, eso sería una especie de retruécano, de calambur, de greguería. Y se tomaron seis o siete ejemplos, no menos preciosos, pero felizmente más olvidables que los que yo acabo de mencionar, y los alumnos tuvieron que anotar esos juegos; y eso se supone que es una materia. Y eso se estudia, y les tomarán examen luego sobre eso —aunque ahora creo que ya los exámenes casi no existen ya que urge entrar en la universidad sin examen previo; hay exámenes en grupo, en los cuales un alumno contesta por los otros. Y además, como los profesores están un poco aterrados por los alumnos, es muy terrible el hecho de que las universidades, en lugar de enseñar, se dediquen a fomentar arbitrariedades, o ciencias ilusorias, como la Psicología dinámica. Espero que las cosas anden mejor en otras partes. —Eso lo observó usted en Córdoba. —Sí, lo observé en Córdoba; me pareció muy raro porque además tuve la impresión de que todo se hacía así, que de lo que se trata es simplemente… bueno, quizá los profesores puedan exhibir ciertas vanidades ¿no?, o en todo caso, puedan sorprender a los alumnos; pero es una lástima que no se aproveche la universidad para el estudio, sino que se la aproveche para meras ocurrencias. Y creo que aquí también el estudio de la literatura, por ejemplo, parece prescindir del todo del goce del hecho estético. —¿Usted dice aquí en Buenos Aires? —Sí, y quizás en buena parte del mundo también, sí, que se prescinda de eso y que se busquen meros juegos. Yo temí que la psicología fuera remplazada por el psicoanálisis; pero no simplemente por una serie de juegos de palabras con las etimologías. —En los que se necesita la voluntad del alumno para aceptar la propuesta, digamos. —Sí, pero los alumnos son tan dóciles… Y además que tampoco es difícil eso; digo, se aprenden esas trivialidades y se aprenden sin mayor esfuerzo ¿no? —Se las memoriza, en todo caso. —Se las memoriza, en todo caso, bueno, con suerte uno puede llegar a olvidarlo después (ríe); si uno tiene suerte puede llegar a olvidar todo lo que ha memorizado para el examen. —Después de haber aprobado, digamos. —Sí, después de haber aprobado uno ya puede olvidarse de todo; no se pierde nada ¿no? Pero es muy triste, porque este país está declinando —eso lo sabemos todos— y es una lástima que la declinación sea no sólo ética y económica, sino también intelectual. Bueno, y es lo que se fomenta, posiblemente por razones políticas, ¿no?; se baraja un criterio de comité. En Córdoba me dijeron el número de estudiantes que había, una cifra exorbitante. —¿Cuál era? —No recuerdo, pero sé que decenas de miles. Y no sé si los profesores pueden dar abasto con esa cantidad. Habría que tratar más bien de restringir el número de alumnos para que realmente estudiaran. Pero parece que la estadística es muy importante en esta época, ¿eh?; parece que la estadística priva. Bueno, yo definí alguna vez la democracia como el abuso de la estadística, y si las universidades van a seguir el mismo camino, es decir, que lo importante no es que alguien aprenda, sino que haya muchos estudiantes… Y luego tenemos esa tendencia en este país a eufemismos, bueno, que pueden agrandar las cosas. Por ejemplo, yo conozco ciudades universitarias, entre otras algunas en los Estados Unidos, que son realmente ciudades universitarias —allí están la aulas, y además ahí viven los estudiantes y los profesores—. En cambio, aquí creo que han juntado en no sé qué barrio dos facultades, y a eso lo llaman Ciudad Universitaria; pero no es una ciudad universitaria, porque nadie vive allí. Parece que basta con las palabras, ¿no? —Sí, se abusa de los significados, además. —Sí, yo creo que sí, por ejemplo, bueno, el hecho de que adoleciéramos de ochenta y dos generales… posiblemente más importante hubiera sido que hubiera habido uno. Quizás sea demasiado exigir uno; en cambio, ochenta y dos, pueden ser ochenta y dos incapaces, u ochenta y dos aficionados, u ochenta y dos disfrazados: ochenta y dos personas con uniforme. —Eso me recuerda una frase suya referida al país; usted dijo: «En este país, un militar es posible que sea un civil con uniforme». —Sí, y creo que usted me dijo que muchos civiles eran esencialmente militares sin uniforme. —Sí, efectivamente. —No en su aptitud estratégica, pero sí en el amor de la arbitrariedad, de la violencia; es decir, no sabrían ganar una batalla, pero sí arrestar a un ciudadano; eso sí. —Entonces, veo que persiste en usted a lo largo de este año —ya en el anterior la había manifestado— la preocupación por lo que ocurre en nuestras universidades. —Bueno, es natural que sea así. Yo fui profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras. Yo no enseñé literatura inglesa —que ignoro— pero sí el amor —no diré de toda la literatura, porque sería absurdo— pero sí de ciertos escritores y de ciertos libros; y creo no haber fracasado en ese intento. —Realmente. —De modo que a mí me duele lo que sucede allí. Es verdad que soy profesor emérito y consulto, pero nunca me han consultado en nada, y no sé qué quiere decir aquello. Yo le pregunté a José Luis Romero —nos nombraron a los dos profesores eméritos, o consultos— ¿qué quiere decir esto? Bueno, me dijo, la verdad es que no tengo la menor idea, pero supongo que la intención es amistosa. Porque si no es un mero regalo fonético, ¿qué es?: a uno le agregan o le regalan esos dos epítetos. —¿Y a partir de haber manifestado su preocupación, tampoco ha sido consultado en los últimos tiempos? —… No, sobre todo habiéndome manifestado, no conviene consultarme ¿no? (ríe); yo no voy a aprobar ninguna de las bagatelas que se infligen, que se regalan más bien, o que se ofrendan a los estudiantes ociosos. —Quizá una de las cosas que más les cuesta a los argentinos en esta época es tomar conciencia y mantener una conciencia despierta de lo que ocurre. En ese sentido me parece importante su actitud, porque aunque sea incómodo, se dirige a la conciencia. —Pero es que para mí no sólo es incómodo sino doloroso. —Por eso, el deber de la conciencia. —Sí, yo me quedé tan asombrado con esa supuesta materia, cuyo nombre le regalo: Psicología dinámica; que no tiene nada que ver con la psicología ni con la dinámica. —Presente griego (ríe). —(Ríe). Sí, presente griego, es verdad. Yo no sé de dónde habrán sacado eso, no creo que sea una invención cordobesa, como la reforma universitaria, creo que no. Eso sin duda se enseña en otra parte del mundo ¿no?, tenemos un país imitativo, ante todo. 99 LIBRO DEL CIELO Y DEL INFIERNO; SANTO TOMÁS, TALMUD Osvaldo Ferrari: A veces me interesa volver, Borges, a aquel libro que usted compiló con Adolfo Bioy Casares, y que se parece tanto al título de un libro de Blake. Yo hablo del Libro del cielo y del infierno. Jorge Luis Borges: Claro, sí, el libro de Blake es Las bodas… —Matrimonio. —O Matrimonio del cielo y del infierno, Marriage of Heaven and Hell, sí. —Ahora, dentro del Libro del cielo y del infierno, de usted y Bioy Casares… —Bueno, sin duda, tiene que haber textos de Blake, ¿no? —Naturalmente. —En fin, espero que haya. —Sí, yo le confirmo que sí. Pero, entre ellos, uno de los que me interesó es un fragmento de santo Tomás de Aquino, y se llama «Resurrección de la carne». —No, no creo que sea de santo Tomás, yo creo que es de Orígenes. No, el que yo recuerdo es éste: es un pasaje de Orígenes. Orígenes dice que siendo la esfera una forma perfecta. Perfecto quiere decir que cualquier punto… que todos los puntos de la superficie equidistan del centro; cuando llegara la resurrección de la carne, la gente, nosotros, digamos, íbamos a resucitar en forma esférica y entraríamos rodando en el cielo; ¿o no es ése el pasaje? Posiblemente sea otro, ¿no? —Creo que no se parece demasiado, pero sería estupendo que fuera a la vez ése. Dice: «Solamente resucitará lo que es necesario para la realidad de la naturaleza». Ésa es la primera frase, «Todo lo que se ha dicho de la integridad de los hombres después de la resurrección, debe referirse a lo que pertenece a la realidad de la naturaleza humana, porque lo que no pertenece a la verdad de la naturaleza humana, no será restaurado en los hombres resucitados». —Ahora, eso qué quiere decir, quiere decir que las personas resucitarán sin sus males; quiere decir, por ejemplo, que yo resucitaré viendo y no ciego, ¿o no? O que una persona, o, que un leproso, resucitará con el cuerpo sano, ¿o no es eso? —Él lo explica de esta manera… —O quiere decir que los que resucitan serán justos. —Es posible. —No, pero yo creo que no, porque si algunos son condenados al infierno… yo no sé qué explicación puede tener eso. Además que, «La realidad de la naturaleza humana» es una frase tan vaga, que puede no significar nada o puede significar todo. —Cierto, dice: «De otro modo sería necesario que todos los hombres fuesen de una magnitud extraordinaria, si todos los alimentos convertidos en carne y sangre fuesen restaurados». Aun la explicación es extraña. —Quiere decir que, cuando una persona resucita, resucitarán con él todos los panes que ha comido, ¿no? Bueno, estará aumentado por el volumen de todos los vasos de agua que haya tomado, ¿o no es eso?; porque si no es eso, no es nada. —Bueno, vamos a avanzar, a lo mejor se explica. —A ver, vamos a ver, siento una gran curiosidad ya, parece que todas las explicaciones son disparatadas, ¿no? —(Ríe). Cierto. «Es así que sólo se atienden a la verdad de cada naturaleza según su especie; luego las partes del hombre que son consideradas según su especie y su forma, se encontraran todas íntegramente en los hombres resucitados, como las partes orgánicas y las partes cosemejantes, como la carne, los nervios y todas las cosas de este género que entran en la composición de los órganos». —Eso quiere decir, que nadie resucitará como pigmeo o como gigante; que todos resucitarán, no sé, de la misma estatura, ¿o no es eso lo que quiere decir? —Vamos a seguir avanzando, a lo mejor se aclara. —Vamos a seguir, a lo mejor todo se aclara, o llegamos a eso que Valéry creía muy difícil: un caos perfecto, ¿no?; un desorden perfecto (ríe), vamos a ver, porque ya ahora estamos internándonos. —«No toda la materia que haya estado en estas partes durante su estado natural será restaurada, sino sólo la que baste para la integridad de la especie de estas partes». —Es decir, que no resucitaremos con todas las sardinas que hemos comido, por ejemplo. —(Ríe). Previsiblemente no, cada vez es más difícil. —Pero yo no sé si alguien ha pensado en esa posibilidad. —Es rarísimo. Porque, agrega: «Sin embargo, el hombre no dejará de ser numéricamente el mismo en su integridad aun cuando materialmente no resucite todo lo que materialmente haya estado en él. En efecto; es evidente que el hombre en esta vida es numéricamente el mismo desde el principio hasta el fin». —Bueno, el misterio está en el adverbio «numéricamente». ¿Qué quiere decir numéricamente; quiere decir cuantitativamente, o no? —Y bueno, es obvio que es la única explicación posible; por cantidad. —Una cosa que habría que saber es ésta: el día del juicio final, un anciano va a resucitar como un anciano, ¿o no?; o se resucita siempre a lo que se supone que es la edad perfecta, es decir, treinta y tres o treinta y cinco años. Son las dos posibilidades: treinta y tres, claro, sería la edad en que Cristo es crucificado y en que nace Adán; y treinta y cinco sería, según ha recordado Dante en ése, su más famoso verso, «Nel mezzo del camin di nostra vita». Es decir, si el camino de la vida es de setenta años, «Nel mezzo del camin» quiere decir treinta y cinco. Y él explica eso, además, en «La vita nuova». —Voy, entonces, al último párrafo. —A ver, vamos a ver, vamos a ver si llegamos a una apreciación o si llegamos a lo que llama Milton: «Confused words confounded» (Confusas palabras confundidas) (Ríe). —(Ríe). «Sin embargo, lo que está materialmente en él bajo la especie de las partes, no queda lo mismo, sino que está sujeto a pérdida o incremento, a la manera que el fuego se conserva por él mismo por la adición de la leña, a medida que se consume; el hombre está entero cuando se conservan la especie y la cuantidad convenientes de la especie». —Yo no sé si usted se siente un poco perdido, yo realmente… —Creo que, por primera vez, Borges, estamos casi del todo extraviados. Éste ha sido el laberinto de santo Tomás. —Sí, y lo que es extraordinario es que esto no está hecho para ser laberíntico, sino para ser explicativo. —Justamente. —Digo, todo esto es una explicación; y esa explicación es precisamente lo misterioso, ¿no? Me acuerdo de un verso de Byron, que habla de Coleridge, y dice que Coleridge está «Explaining metaphysics to the nation» (explicando la metafísica al pueblo). Y agrega: «Ojalá explicara su explicación». Creo que eso puede aplicarse no sólo a Coleridge, sino a santo Tomas, ¿no?; «Ojalá explicara su explicación», ya que su explicación parece más nebulosa que cualquier enigma, que cualquier problema. —Es que, a diferencia de san Agustín, santo Tomás, en la línea de Aristóteles, siempre se dirige exclusivamente a la razón; y eso es lo que hace las cosas más difíciles, porque no podemos imaginar, solamente podemos razonar. —En este caso, no estoy seguro de poder razonar, porque yo he seguido ese argumento y no lo entiendo. Ahora, claro que hay esa frase tan misteriosa, cómo es: la realidad de la naturaleza o la naturaleza de la realidad. No sé cuál de las dos es; o ninguna de las dos. —«Solamente resucitará lo que es necesario para la realidad de la naturaleza». —¿Qué significa? —Es confuso. Quizá Chesterton, que hizo el retrato de santo Tomás de Aquino… —Bueno, él dijo que para san Francisco de Asís, bastaba, bueno, un bosquejo; pero que en el caso de santo Tomás era necesario un plano. Necesitaríamos ese gran plano para ver si nos ayuda. Sí, en el caso de santo Tomás, no se trata de un bosquejo, o de un diseño; se trata más bien de un mapa. —Cierto, ahora, en cuanto al retrato de santo Tomás que hizo Chesterton, usted recordará que fue un retrato excelente. —Sí, fue excelente, pero no creo que se refiera a este pasaje; creo que esto lo habría derrotado a Chesterton. No, habría inventado una explicación muy ingeniosa; más ingeniosa que el texto explicado, y tan ingeniosa que la hubiéramos aceptado, ¿no? Yo no creo que esto pueda explicarse, ¿usted está seguro de que esto figura en el libro? —Esto figura. —Lo habremos puesto como una pieza de museo, sin duda; como una diversión, algo para… bueno, no, para molestar no, pero para inquietar al lector, digamos. —Un comentarista del libro de Chesterton sobre santo Tomás, dice, quizá exagerando las cosas, que santo Tomás ha hecho bien en esperar siete siglos para confiar su retrato a Chesterton. —Eso quiere decir que el retrato es más aceptable… que la Suma Teológica, ¿no?, y que no cuesta nada creer eso (ríe). —Hay una apreciación que da Huxley. —A ver… —Que dice que hacia el final de su vida, santo Tomas sentía que todo lo que había escrito… las palabras literalmente son: «Que todo lo que había escrito antes le parecía mucha paja», mucho material, así, casi intrascendente; porque quizá había llegado al estado contemplativo. —Y, pero el hecho de que él llegara después al estado contemplativo, no nos sirve para explicar este borrador, digamos previo, ¿no? —A usted lo sigue inquietando la resurrección de la carne, que no se explica en este caso. —Desde luego, es menos pintoresco que lo de Orígenes, porque esa idea de que las personas resucitarán en forma de esferas… no dijo nada del tamaño de las esferas. No sé si serán todas iguales, quizá no, ¿eh? Además, queda mejor pensar que no fueron exactamente iguales, ¿no? Bueno, claro que eso de Orígenes es un juego de palabras: el hecho de que la esfera sea una forma perfecta, no significa que una esfera sea más grata para la vista que una columna, o que la estatua ecuestre del Colleone o de la Gattamelata. Simplemente la forma más perfecta desde ese punto de vista: el hecho de que cada punto de la superficie equidista del centro; pero no la más perfecta estéticamente. Si un escultor se dedicara solamente a elaborar esferas, no creo que tuviera mucho éxito, ¿no? Bueno, esto ocurre con esa extraña teoría del cubismo: la idea de que todas las formas pueden reducirse a cubos. Ahora, yo no sé por qué pueden reducirse a cubos, y no, digamos, a pirámides, o a conos, o a cilindros. Habría que estudiar la teoría del cubismo, si es que hubo una teoría del cubismo, cosa que no sabremos nunca, ¿no?; sobre todo si nos dedicamos a estudiar ese tema. —Para compensarlo a usted, Borges, por este intento quizá frustrado que hemos hecho con el texto de santo Tomás. —No, pero, el que ha fracasado es santo Tomás (ríen ambos); es el santo, nosotros no. No somos santos y no hemos fracasado. —No hemos fracasado. —Bueno, fracasado en el intento de comprender esto. —Pero hay otro texto, breve, dentro del Libro del cielo y del infierno… —Bueno, a ver, esperemos que sea menos… —Que es más explícito, más concreto… —Menos sombrío y menos misterioso que éste. —Es del Talmud, y dice «Cielo para el judío»: «El jardín del Edén es sesenta veces mayor que Egipto; está situado en la séptima esfera del firmamento». Hablamos antes de esferas, ahora tenemos una esfera concreta. —Sí. —«Por sus dos puertas entran sesenta miríadas de ángeles, de rostros brillantes como el firmamento». —Sí, creo que todo es tan grande, que es inconcebible, ¿no?, parece que si a uno le hablan de dos ángeles, uno puede creer en ellos; pero si a uno le hablan de miles de ángeles, ya la cifra excede las posibilidades de la imaginación. Cuanto más grande, más indefinido. —Sin embargo, ahora se vuelve más concreto. —A ver. —«Cuando un justo llega al Edén, los ángeles lo desnudan, adornan su cabeza con dos coronas, una de oro y otra de piedras preciosas, ponen en sus manos hasta ocho bastones de mirto y, bailando a su alrededor, no cesan de cantar con voz agradable: “Come tu pan y regocíjate”». —Bueno, no sé si será fácil comer el pan si lo estorban ocho bastones, ¿no?; es difícil imaginar esta escena. —(Ríe). En usted, Borges… —Felizmente casi ningún pintor la ha ensayado, yo creo que no; sería muy difícil dibujar a ese incómodo justo. Regocijándose, bueno, comiendo un pan que no ha sido mencionado previamente tampoco. Se hace así ex nihilo, de la nada. —Muchas veces me llama la atención, Borges, el hecho de que en usted parecen reunirse las dos capacidades: la manera de pensar por razonamientos estrictos, de santo Tomás, y la otra, la agustiniana o platónica, la mítica. —Bueno, esto que usted acaba de leerme yo no sé a qué modo conviene. Se parece más a lo mítico, pero no es especialmente grato, ¿no?: parece una persona que trata de imaginarse algo y que fracasa. Y se recurre a grandes cantidades. —Lamento este doble fracaso de hoy, Borges, pero… —Pero no es el nuestro, es el de los teólogos. 100 LIBERALISMO Y NACIONALISMO Osvaldo Ferrari: Para alguien de mi generación, Borges, resulta curioso, y hasta incomprensible, ese perpetuo disentimiento entre nacionalistas y liberales en cuanto a la tradición o falta de tradición de la literatura y de la cultura argentinas. Jorge Luis Borges: Me pasa lo mismo a mí. Claro, se habla de una busca de la identidad, pero, mejor es no encontrarla, me parece; ya que somos, bueno, como he dicho más de una vez, digamos occidentales y europeos en el destierro, en un feliz destierro. Ahora, curiosamente los nacionalistas insisten en negar el rasgo diferencial de este país, que es la fuerte inmigración. Para toda América —sin excluir a la del Norte— el rasgo diferencial argentino es ése; y es precisamente lo que niegan los nacionalistas, que quieren que seamos españoles e indios, que es lo que son todos los demás países de la América del Sur. Qué raro que ellos nieguen nuestro rasgo diferencial más evidente; sin embargo, se da eso: los nacionalistas no insisten en que éste es un país de inmigración, admiten únicamente la española, insisten en los indígenas, que casi no existen aquí. Bueno, pero son ilógicos por naturaleza. —Pero lo más raro parecería ser hasta qué punto ha dividido a las distintas generaciones del país este problema. —Sí, supongo que para los hombres del ochenta la idea de inmigración era una idea preciosa, y en otros periodos se la vio como un peligro. —¿Como un peligro para la identidad dice usted? —Sí, yo entiendo que sí, y se entiende que todos nuestros males proceden de la inmigración, pero no; nuestros males, bueno, siguen inmediatamente a la guerra de la Independencia, y tenemos a continuación la anarquía, el gobierno de los caudillos; todo eso fue anterior a la inmigración. Y yo recuerdo que, durante la dictadura de Perón, hubo gente que dijo que eso se debía a los inmigrantes; y yo tuve que señalarles, bueno, que el peronismo era muy fuerte en el interior, donde hay menos inmigración. Y últimamente se comprobó que en Tucumán, que vendría a ser el lugar donde se da más ese tipo, tan venerado por ellos: la mezcla del español y el indio, es donde hubo, digamos, una guerra. —En el plano de la literatura, ha sido probablemente Lugones quien, a partir de aquella idea que propuso en El payador, generó quizá la polémica. —Bueno, sin embargo, Lugones es inconcebible sin la literatura francesa. Y él profesó el culto de Dante, además. —Sí, pero al proponer el Martín Fierro… —Bueno, pero eso corresponde a una idea, que para mí es supersticiosa, de que cada país debe tener su libro sagrado. Entonces, a él se le ocurrió que ese libro; que ese Corán, digamos, o esa Biblia, podía ser el Martín Fierro. Qué raro, yo he oído a gente que, por ejemplo, conversando con literatos extranjeros, les han dado un ejemplar del Martín Fierro, y les han dicho: «Es nuestra Biblia». Lo cual parece rarísimo, ¿no? Sin embargo, se acepta… —¿Pero eso implicaba que se debía escribir en la tradición gauchesca?, ¿que escribir, en la Argentina, implicaba prolongar esa tradición? —No, yo creo que no, creo que se suponía que se había llegado al ápice con Martín Fierro. No, yo no creo que pensaran en continuar la tradición. Ése era un «Libro sagrado», ¿hasta qué punto podía imitárselo sin blasfemia, no? No creo que los escritores que trataran temas análogos, se consideraran como herederos de esa tradición. Al contrario, cuando apareció Don Segundo Sombra, que fue apadrinado por Lugones, salió un artículo de Jorge Alimano en la revista Sur, y en ese artículo hacía el elogio del libro y decía: siempre sospechamos que Martín Fierro no correspondía al gaucho, y ahora tenemos la prueba (el testimonio de Don Segundo Sombra, donde se muestra al gaucho como un hombre tranquilo, un hombre de paz y no necesariamente un desertor y un matrero). Y creo que, bueno, Güiraldes llegó a decirme alguna vez, también, que Don Segundo Sombra era más representativo del gaucho que Martín Fierro, Claro, ya que la mayoría de los paisanos no fueron matreros. —Sí, claro que media más de medio siglo, por lo menos, entre los dos tipos de gaucho. —Pero sí, desde luego que sí; y no sé si el tipo del gaucho se conservaba cuando Güiraldes publicó Don Segundo Sombra, yo creo que no. Creo que Don Segundo Sombra debe leerse, digamos, desde la niñez de Ricardo en la estancia. Así como el Palermo que describe Carriego en Alma del suburbio era ya anacrónico cuando él publicó el libro, ya que yo no recuerdo… bueno, habrá habido casos de violencia antes, entre los cuchilleros; pero yo no recuerdo ninguna violencia en Palermo. Pero es que todo era más tranquilo entonces, no sólo Palermo, ¿no? —Posiblemente se escribiera sobre la base de mitos previos. —Sí, yo creo que sí. Y en el caso de Carriego, él pudo haber pensado en esa tradición del coraje, que tiene que haber sido más fuerte en Entre Ríos que en Buenos Aires. —También usted ha dicho que Ricardo Rojas ha dado una idea del origen de la poesía gauchesca, que puede llamara confusión. —Claro, puesto que cuando él habla de los poetas gauchescos, los llama payadores y ninguno de ellos era payador, que yo sepa. Bueno, quizá Ascasubi lo fuera, pero no hay constancia tampoco. No, yo creo que no, creo que es evidente que la poesía gauchesca tiene su origen en las ciudades. —¿Es Buenos Aires quien inventa al gaucho y a la pampa? —Sí, yo creo sí, pero son buenas invenciones, no hay que reprocharle eso a Buenos Aires. Al contrario, hay que agradecerle eso. —En relación con todo esto, creo que usted ha señalado que lo que se expresa de una manera u otra en el escritor argentino, son las propensiones profundas del hombre argentino. Por ejemplo, usted ha citado versos de Banchs, en los que advierte un tipo de reticencia o de pudor propio del hombre de aquí. —Sí, y precisamente cuando él no buscaba el color local; en aquellos versos en que se habla de ruiseñores y de tejados ¿no? «… El sol en los tejados / y en las ventanas brilla. Ruiseñores / quieren decir que están enamorados». Claro, él habló de ruiseñores y tejados en lugar de azoteas y calandrias, por ejemplo. —Aunque los ruiseñores y los tejados sean extranjeros, el estilo con que fue dicho es de aquí. —Claro, y eso es mucho más importante que las palabras que él usaba. Me parece que si uno insiste en el color local, queda falso todo ¿no?, por ejemplo, yo he escrito milongas, y he buscado no palabras argentinas, aunque habrá algunas, pero sí, digamos, las cadencias naturales del argentino. Y no las he buscado, me han sido dadas. —O lo buscaron ellas a usted, en algún momento. —Sí, ciertamente, y usted verá, si se tomó el trabajo de leer mis milongas, que casi no hay palabras criollas; algunas son inevitables, pero no las he buscado. Creo que lo criollo debe estar más en la cadencia, en la voz. Y esa voz, el lector lee un texto, y si el texto es criollo, lo lee de un modo criollo. —Lo percibe. Ahora, recapitulando, tenemos, por ejemplo, la conocida teoría de Martínez Estrada, según la cual aquí se ha adaptado a la fuerza la cultura europea, a una tierra y a una gente que todavía no había resuelto las cuestiones de cultura y de civilización dentro del propio país. —Bueno, Vicente Rossi fue mucho más lejos —una reductio ad absurdum—: él dijo que se había elegido el español entre otros idiomas posibles. Eso es falso, desde luego: es lo mismo que sostener que se pudo elegir entre el guaraní y el castellano, o entre el castellano y el francés; es absurdo: todo mundo estaba hablando castellano… Pero, es que es más raro todavía; por ejemplo: hay un cuento, «El destino es chambón», de Arturo Cancela, en que él dice que un compadrito, que se llamaba López, estaba orgulloso de su apellido español. Ahora, yo creo que la gente no pensaba que López fuera español; era un apellido que todo el mundo conocía, no creo que se pensara en que fuera español. Y la gente, cuando hablaba, no pensaba que estaba hablando en español; estaba hablando naturalmente, inocentemente. —Sí, pero por otra parte, usted ha dicho que la historia argentina puede definirse como un querer apartarse de España. —Ah, eso sí, desde luego, pero un apartarse políticamente. Ahora, en cuanto al idioma, bueno, desde el momento que hablábamos castellano… el uso del «castellano»; se prefirió «castellano» a «español», porque «castellano» parecía más general. Y ahora no, en España se dice «español» porque «castellano» parece limitado a una región: Castilla. Pero aquí ¿qué podemos hacer con las regiones de España?, nada. Entonces, se prefirió «castellano» porque parecía más general. En cambio en España, «castellano» es regional. Es raro que esas dos palabras: «castellano» y «español», tengan connotaciones distintas, según se digan de este lado o del otro lado del Atlántico. Pero se da ese hecho, y Lugones llamó a su diccionario Diccionario del castellano usual, y hay un libro del filólogo Costa Álvarez, y él habla del castellano, el argentino, o algo así, y no el español; el español le hubiera parecido ya, bueno, como una intromisión política. —Son nada más que denominaciones, en todo caso. —Claro. —Uno de los hechos que creo que a usted le pareció representativo del nexo natural que hay entre la Argentina y Europa, fue la preocupación con que fueron seguidas desde aquí las alternativas de la segunda guerra mundial, y el partido que unos y otros tomaron en aquel momento. —Sí, yo creo que nos dimos cuenta de nuestra identidad con España debido a la Guerra Civil Española, porque antes nadie recordaba que hubiéramos sido españoles en alguna época. Pero luego, llega la Guerra Civil y la gente es partidaria de la Monarquía o de la República; o, mejor dicho, de Franco o de la República. —Y eso se prolonga después, en la segunda guerra mundial, con los aliadófilos… —Sí, los aliadófilos y los germanófilos. Yo publiqué un artículo y ahí digo que los germanófilos no eran amigos de Alemania, eran simplemente enemigos de Inglaterra y de Francia; pero que no eran realmente amigos de Alemania, de la cual no sabían absolutamente nada, por lo demás. —Entonces, ¿podría rastrearse aquí, en este punto, el desencuentro entre liberales y nacionalistas en el país? —Sí, yo creo que sí, porque los nacionalistas eran, bueno, según ellos, germanófilos; aunque no sabían nada de Alemania. Pero no importa, les interesaba que Hitler estuviera contra Inglaterra y contra Francia; sobre todo contra Inglaterra. Sí, yo dije eso en un artículo publicado en El Hogar. —Pero, en este momento, ¿cómo ve usted este dilema acerca de si tenemos o no una tradición propia, vinculada o no a España o a otros países? Pareciera que ya no se habla más de esta cuestión como se hablaba antes. —No, y es mejor que no se hable de eso, además. —¿Podemos suponer que está resuelta? —Cuanto más tradiciones tengamos, mejor; cuanto más debamos a distintos países, sin excluir a España, mejor. Por que no aceptar a todos los países y a todas las culturas en lo posible; por qué no tender a ser cosmopolitas. No hay ninguna razón para lo contrario. —Bueno, además quizá ya ahora sí se pueda decir que tenemos una pequeña tradición literaria en el país. —Y en el siglo XIX también, ya que, al fin de todo, un nombre como el de Sarmiento o el de Almafuerte; y por qué no, López y otros. —Le digo esto porque escritores de las últimas generaciones, como Murena, dijeron que el acto de escribir en el país, es posible a partir de Borges, Mallea, Martínez Estrada y Marechal. —… Sin embargo, bueno, vamos a omitir uno de los nombres, el mío; cómo escribieron Martínez Estrada, Lugones, sin esas posibilidades privilegiadas (ríen ambos). —La tradición actuó, entonces, sobre ellos también. —Parece que sí, o en todo caso… sí, yo no sabía eso; y nunca se me hubiera ocurrido poner el nombre de Marechal junto al de Martínez Estrada. 101 EMERSON-WHITMAN Osvaldo Ferrari: Hay algo particular, Borges, en su visión de Emerson; usted dice que Whitman y Poe han oscurecido su historia, la historia de Emerson. Jorge Luis Borges: Sí, y los dos fueron casi desconocidos comparados con Emerson, y Emerson fue muy generoso con Whitman. Whitman le mandó el primer ejemplar… no, un ejemplar de la primera edición de Leaves of grass (Hojas de hierba), que fue en el año 1855, el año en el que Longfellow publicó otro poema americano, el «Hiawatha» que ha sido olvidado, o relegado a las escuelas; lo cual es exactamente lo mismo. Pues bien, en el mismo año, el año 55, aparecieron «Hiawatha», una especie de Tabaré norteamericano, salvo que no aparecen los blancos, ocurre todo entre indios; y Longfellow tomó el metro del «Kalevala», el poema finlandés, que no es un metro muy estimulante; y ese mismo año apareció la primera edición de Leaves of grass. Ahora, Emerson Había profetizado, de algún modo, a Whitman, porque en un artículo de él, «The american scholar», dice que un poeta de América tendría que incluir todo, y no sólo lo bueno sino lo malo también; tendría que incluir también las trampas, los crímenes, los odios, la codicia; todo eso, dice, tendría que estar. Pero, claro, una cosa es profetizar un poeta y otra cosa es ser ese poeta. —Ah, claro. —Es completamente distinto. Bueno, entonces Emerson le mandó una carta, muy generosa, o muy justamente generosa, a Walt Whitman, diciéndole que él creía que ese poema era algo así como la pieza de más ingenio, de más sabiduría que había contribuido hasta ahora en nuestra América. Y le dijo que él iba pocas veces a New York, pero que la próxima vez que fuera, no perdería la oportunidad de estrechar la mano de su bienhechor, que era Whitman, por haber escrito ese libro. Y Whitman, creo que era redactor del Brooklyn Eagle, un diario, en fin, ínfimo, pero escribió ese gran poema. Ahora, Whitman obró de un modo que lo ofendió a Emerson: él publicó la carta de Emerson. Y eso se entendía que estaba mal, porque era una carta particular que le había mandado Emerson, y no tenía derecho a hacerlo. Y además, creo que él lo publicó en la tercera edición, donde, contra el parecer de Emerson, él había incluido los poemas eróticos, que son famosos ahora. —Sí… —Y, naturalmente, Emerson, de algún modo, quedó como cómplice de esos poemas, que escandalizaron a los lectores contemporáneos de ellos. Y que ahora podrían publicarse sin ningún desmedro, sin mayor peligro. —Todo esto, siendo Emerson, como usted lo ve, un real caballero. —Ah, sí, pero yo no sé si… yo no recuerdo haber leído en las biografías de Whitman, que Emerson le hiciera algún reproche; pero, se apartó de él. Y Whitman, luego, sigue publicando; cada año, creo, aparecía una nueva edición, con poemas agregados. Y eso está de acuerdo con la opinión y con las reflexiones que están al principio del libro, de que para Whitman, esos poemas, que son tan diversos, que tratan de temas tan distintos; eran un solo poema, una suerte de epopeya, de poema épico de América. Y, entonces, ese personaje, Walt Whitman, sería realmente una trinidad; hecha del hombre Whitman, de Whitman magnificado por la imaginación del autor, ya que realmente, sabemos que Whitman nació en Long Island; pero en el libro, él a veces ha nacido en Texas, y luego ha recorrido todo el país, cosa que no sucedió, él se muestra ahí como minero en California, se muestra en Nebraska; y todo eso es la imaginación de Whitman. Y luego, la tercera persona de esa trinidad sería el lector, que también interviene, ya que Whitman conversa con él, y le dirige la palabra muchas veces. O hace que el lector le pregunte cosas y que él las conteste. Es decir, un concepto rarísimo. Y todo eso correspondía a la idea de la democracia, porque Whitman, en una estrofa bastante rara, se refiere a cuadros en los que hay personajes que tienen aureolas de oro; y él dice que querría que en su poema, todos los personajes tuvieran aureolas, ya que es el poema, no de un hombre, sino de, bueno, de todos los americanos, y no solamente de los americanos contemporáneos sino de los futuros, ya que él los canta también. Es decir, que ese personaje de Walt Whitman es un personaje plural, y virtualmente infinito: se entiende que el lector es parte de ese poema, y ese lector puede ser muy posterior a Whitman. Bueno, nosotros ahora, de algún modo hemos sido prefigurados por Walt Whitman. —Claro, ahora, su estima por Emerson, me parece muy alta, porque usted dice que, considerados determinados aspectos, Whitman y Poe son inclusive inferiores a Emerson. —Bueno, desde luego, son incomparables. Yo no sé, yo creo que no hubiera debido decir eso. Son incomparables. —Un momento de exaltación. —Sí, ahora, a Emerson, Poe decididamente le desagradaba, porque lo llamó «The jingle man», el hombre del sonsonete, refiriéndose, supongo, a ese famoso poema… —«Las campanas». —«Las campanas», y ahí «The bells, bells, bells» («las campanas, campanas, campanas»); eso le parecía un juego deleznable a Emerson. Y lo llamó «Poe, oh, yes, a jingle man», un hombre del sonsonete. Pero queda más gracioso en inglés, porque «jingle» ya es un sonsonete, ¿no? —«Jingle man» es simpático. —Sí, «Oh, Poe, the jingle man» (ríe). Emerson era un poeta intelectual, desde luego. Y no un poeta apasionado, yo diría que no… pero, quién sabe si la pasión es un elemento necesario de la poesía. Puede haber un tipo de poesía, bueno, si uno piensa en Pope, si uno piensa en Boileau, no son poetas mayormente apasionados, pero son poetas. O, vamos a elegir un ejemplo más ilustre, o más antiguo: si uno piensa en Horacio, por ejemplo, piensa más bien en la perfección verbal, pero no se piensa en Horacio como apasionado. De modo que no sé hasta dónde la pasión es necesaria. Ahora, la emoción sí, desde luego, sin emoción no se concibe la poesía. Pero sin pasión puede ser, hay un tipo así, de poesía fresca, intelectual; de poesía muy lúcida; así, escrita por un hombre muy inteligente, pero no muy apasionado, no necesariamente apasionado. —Salvo que podamos conjeturar la pasión intelectual. —Ah, en ese caso sí, el amor intelectual del que habló Spinoza, ciertamente; y Emerson no carecía de amor. Ahora, Poe, yo creo que no había leído mucho, que fingía ser muy erudito; y Whitman, posiblemente, bueno, había leído los libros esenciales, las grandes epopeyas; desde luego, Whitman es inconcebible sin La Biblia, sin los Salmos de David. Pero lo que él hizo fue distinto, y el verso de Whitman, bueno, viene a ser como un eco de los Salmos, pero es más extenso, mucho más complejo. Y él también llegó a eso, claro, la idea de libertad lo llevó a esa idea del verso libre. Desde luego, sí él quería ser el poeta de la democracia, no podía usar las formas antiguas. A él le gustaba pensar que todo lo anterior era feudal. —A Whitman. —Sí, pero que él inauguraba la poesía de la democracia, que no consistía, por supuesto, en decir «Oh democracia», y luego adularla con palabras retóricas. No, consistía en hacer algo esencialmente distinto. Es decir, un poema cuyo héroe es todos los hombres; todos los americanos, para él. Ahora, Whitman insiste en que ese libro de él es un borrador, que es simplemente un punto de partida para poetas futuros; y de algún modo lo ha sido, pero no sé si ha sido superado, yo creo que no. —Claro, un borrador insuperable. —Sí, yo creo que sí, yo diría eso de Whitman. Bueno, desde luego, Carl Sandburg pudo manejar mucho mejor el idioma coloquial de lo que lo podía hacer Walt Whitman. Además Whitman quería demostrar que había leído mucho, el poeta preferido de Whitman era Tennyson, un poeta culto. Y, en cambio, Sandburg decidió, adoptó enérgicamente el estilo vernáculo. Pudo hacerlo de un modo mucho más fácil, entonces estaba más definido el americano. —Ahora, siempre que se cita a Emerson, Borges, se lo relaciona con Carlyle; hay varios vínculos con Carlyle, o de Carlyle con Emerson. Usted recordará lo dicho por Groussac. —Sí, creo que es muy injusto. —Es muy injusto. —Además, Carlyle era un hombre muy desdichado, sin duda apasionado. Tenía una visión terrible del mundo. En cambio, Emerson no, era un hombre lúcido… y si uno compara El culto de los héroes de Carlyle, con los Hombres representativos de Emerson, bueno, son completamente distintos, ya que Carlyle sólo admira a la gente violenta, a la gente dura; admira a los tiranos. Carlyle escribió sobre el doctor Francia —un artículo, en suma, elogioso—, y admiraba a Federico de Prusia; y hubiera admirado a Napoleón, salvo que Napoleón era francés y él tenía el amor de Alemania, y, de algún modo, el odio de Francia; aunque uno de sus mejores libros es la Historia de la Revolución Francesa. —Siempre que citamos a Carlyle usted se acuerda de aquella frase de él sobre la historia universal como texto sagrado. —Sí, la historia universal; es decir, lo podemos llamar el proceso cósmico, sí; dice que la historia universal es un texto que estamos siempre leyendo, siempre escribiendo; y aquí viene lo misterioso: y en el cual también nos escriben. La historia vendría a ser como una criptografía divina, y nosotros somos signos de esa criptografía. Eso lo tomó él de Swedenborg, tal vez: la idea de todo el mundo como una criptografía; es decir, todas las cosas tienen un sentido. Y, claro, eso tiene que haber derivado de la idea de La Biblia, ¿no? De la idea que La Biblia, bueno, Dante piensa en cuatro lecturas posibles de La Biblia. En la Edad Media se pensaba así, y, además, en cuatro lecturas posibles de su Divina comedia. —Sí, ahora, para probar su admiración por Emerson a lo largo del tiempo, me gustaría leer su poema a Emerson, si le parece bien. —Lo único que sé es que es indigno de Emerson, y sé que Ezequiel Martínez Estrada escribió un poema muy superior. Pero, vamos a ver el mío. —Vamos a ver el suyo: «Ese alto caballero americano / Cierra el volumen de Montaigne y sale / En busca de otro goce que no vale / Menos, la tarde que ya exalta el llano. / Hacia el hondo poniente y su declive, / Hacia el confín que ese poniente dora / Camina por los campos como ahora / Por la memoria de quien esto escribe»… —Y, este, no está mal eso… —No está nada mal. —Aunque yo lo haya escrito. —Se trata, en este último verso, de su propia memoria. —Sí. —«Piensa: Leí los libros esenciales / Y otros compuse que el oscuro olvido / No ha de borrar. Un dios me ha concedido / Lo que es dado saber a los mortales. / Por todo el continente anda mi nombre; / No he vivido. Quisiera ser otro hombre». —Hay un poema de él, «Days», en que dice lo mismo también; en que pasan los días y que él los desprecia, porque ha rehusado los goces de la vida; él se ha limitado simplemente, y, al goce intelectual, como usted dijo. Y estaba arrepentido de eso, al final. —Sin embargo… —Pero, con todo, queda una suerte de tranquila felicidad en él. —Sí, usted dice que era instintivamente feliz. —Sí, yo creo que sí, y, además, un hombre tan inteligente; un hombre que estaba siempre pensando, cómo no iba a ser feliz. Son desdichadas las personas estúpidas; una persona que está reflexionando, que está, bueno, renovando el pasado cada vez que lo recuerda, que está cambiando de opinión; esa actividad intelectual tiene que ser una forma de dicha. Y Emerson la tuvo, ciertamente. 102 EL ESTOICISMO Osvaldo Ferrari: Siempre pensé que sus hábitos de vida, Borges, que son austeros, se relacionan no con el ascetismo místico sino con el estoicismo filosófico. Jorge Luis Borges: Sí, desde luego; además, a diferencia de Manuel Mujica Lainez, por ejemplo, el lujo me parece algo horrible a mí. No sé, habrá algo… bueno, quizá mi ascendencia metodista. El hecho es que yo siento el lujo como una forma de guarangada, ¿no?, me parece vulgar. —Casi como una pérdida de tiempo. —Y mucha gente no, no siente eso; y yo sí. Bueno, y me ocurre lo mismo con el lenguaje; me parece que conviene evitar las palabras lujosas y las lujosas descripciones. —Cierto, es decir, si algo no puede ser usted es barroco. —Bueno, no, lo fui durante mucho tiempo, pero ahora ya no. De modo que yo podría repetir aquellos versos, quizá el mejor poema de la lengua castellana, la epístola del anónimo sevillano, que se atribuye ahora a un capitán Fernández de Andrada. Pero sería mejor que el poema siguiera siendo anónimo, porque es lo que él hubiera querido; y los versos son… —los cita creo que Alfonso Reyes, y dice algo de «suprema elegancia»—. Vamos a suprimir lo de «suprema», que es una paquetería también, ¿no? (ríe): «Una mediana vida yo posea / un estilo común y moderado / que no lo note nadie que lo vea». Y sin embargo, no sé si tengo derecho a considerarme, bueno, digamos, estoico, o relativamente sencillo. Yo creo que no, porque en lo que realmente me interesa, que son libros, gasto mucho. Y eso resulta un poco absurdo ya que no puedo leerlos. Es decir, es una adquisición ilusoria. Ahora, Schopenhauer decía que uno debe adquirir, con el libro, el tiempo necesario para leerlo. Pero lo que ocurre es que se confunde la posesión de un libro con la posesión del contenido del libro, y a la larga uno no está muy seguro; sobre todo en el caso de novelas, uno no está muy seguro de haberlo leído o no. Ahora, por ejemplo, bueno, de tarde en tarde suelo ir a la Academia, y entonces se habla del Palacio Errázuriz. La palabra «palacio» me parece tan, tan vulgar. Y sin embargo, en Italia no, ya que hay muchos palacios, y los palacios suelen ser bastante ascéticos, muy lindos; pero aquí no, aquí un palacio da la idea de ostentación. Ahora, en el caso de Mujica Lainez, yo creo que él se daba cuenta de que eso era un poco vulgar, pero que al mismo tiempo lo divertía. De igual modo que él tenía que saber que el hecho de multiplicar las corbatas y los anillos es un poco rastaquouère, ¿no?, pero al mismo tiempo le hacía gracia eso. A mí me gustan los bastones, pero creo no tener más de cinco o seis; y creo que Mujica Lainez tenía sesenta o setenta. El que tenía muchos bastones también —esos bastones variaban según la hora del día y según la ropa— era Henry James. Wells cuenta que, por ejemplo, para la mañana había tal bastón, que iba con tal traje, que podía servir para «a morning call», una visita de mañana; y, en cambio, ya a la tarde, no sé, al esplendor del ocaso elegía un esplendor de ropa también. Lo que yo no sabía —yo era profesor en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa; en aquel tiempo yo pensaba, yo sentía, mejor dicho, que un escritor no tiene por qué preocuparse por la ropa— era que los alumnos, en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, me tenían mucha lástima, porque me veían como a un hombre de un saco, un pantalón, un par de zapatos, una corbata y dos camisas; ellos habían llevado ese cómputo, y yo no sabía que estuviera reducido a eso (ríe). Pero la verdad es que, generalmente, cuando algo se gastaba, yo compraba algo nuevo. Quizá en aquel tiempo la gente fuera más sencilla, no sé si le conté a usted que se discutió una vez, se afirmó y se negó el hecho de haberlos visto a Carlos Alberto Erro y a Eduardo Mallea ante una vidriera, viendo y comparando sobretodos; y ese rasgo parecía muy raro, sobre todo en el caso de escritores. Y, sin embargo, ahora no, creo que todo el mundo puede hablar de ropa… y, por qué no. Oscar Wilde dijo que es más importante una reforma en la moda que en la ética, ¿no?, pero, en fin, es una de las «reformas» de Wilde. —Además dijo que el primer paso serio en la vida es saber hacerse bien el nudo de la corbata. Y usted, creo que refiriéndose a Lugones, dijo que, como cuadra a un poeta, siempre fue un poco dandy. —¿En el caso de Lugones? —Creo que se refiere a eso al conjeturar los momentos anteriores al suicidio. —No, yo me refiero a Francisco López Merino. —Ah, a López Merino. —No, a Lugones no. Él se mató frente a un espejo. —¿Lugones o López Merino? —López Merino, en el sótano del Jockey Club de La Plata. Pero Lugones no. De Lugones tengo la impresión de que se vestía decorosamente, ¿no?; tampoco con decorosa humildad. Pero, por qué no dar importancia a todo; y, tendríamos como caso ejemplar de un poeta que es un dandy a Petronio, llamado Arbiter Elegantiarum, árbitro de la elegancia, y eso lo recuerda Wilde. Dice que él podía opinar sobre tal cosa de una toga o sobre la conducta correcta de un bastón. —Bueno, dentro del siglo de Wilde, o próximos a Wilde, podemos ver a Poe o a Baudelaire, a quien le importaba tanto el dandismo. —A Poe yo no sabía. —Baudelaire habla de Poe como de un dandy, no sólo en su ropa sino en su carácter. —Y hay una frase de Baudelaire, que parece así un poco uncanny; es decir, hay una especie de horror en la frase. Pero yo no sé si él sintió eso, él más bien pensó que todo en la vida tiene que ser consciente. Baudelaire dijo: «Vivre et mourir devant un miroir», vivir y morir ante un espejo, lo cual es un poco terrible, ¿no?, la idea de esa, bueno, continua, cristalina y silenciosa vigilancia del espejo. —Ciertamente, pero he encontrado, Borges, a lo largo del tiempo, algunas otras coincidencias suyas con el estoicismo. Por ejemplo, en su idea de vivir esta vida de una determinada manera y no preocuparse demasiado por la otra vida. —Bueno, eso lo dijo, y no era un estoico ciertamente, Confucio; dijo —pero creo que lo dijo sin malicia— que hay que respetar a los seres sobrenaturales, pero que más vale mantenerlos a distancia (ríen ambos). Ahora, eso no quiere decir que él descreyera de ellos; él pensaba que… o, lo que dice el shinto: «One life at the time», una vida a un tiempo; es decir, conduzcámonos rectamente en esta vida, y no nos preocupemos de nuestra conducta en la otra. Días pasados me contaron algo muy raro de no sé qué tribu de pieles rojas, de Estados Unidos. Esa tribu, que no era de las tribus famosas; no eran, por ejemplo, los comanches, ni los sioux, ni los mohicanos; en esa tribu, parece que todas las mañanas la familia se contaba los sueños; y los padres les enseñaban a sus hijos cómo debían conducirse en los sueños. Eso puede ser capaz de dos interpretaciones: una, que es la menos interesante, es la de suponer que si uno se porta bien en un sueño, uno se porta bien en la vigilia. Pero la otra sería más linda, que es la de suponer que los sueños no son menos reales que la vigilia o que la vigilia es una forma del sueño. Ahora, parece que en ciertas sociedades primitivas se supone que cuando el hombre duerme, viaja; y por eso, en el sueño, él está en lugares lejanos y se encuentra con seres que no volverá a ver porque ha viajado muy lejos. —Es lindísima esa idea también. —Es una linda idea, sí, pero podríamos tener esas dos interpretaciones: una, que si uno es recto, debe ser recto en los sueños. Pero la otra sería más linda; la otra sería la idea, bueno, de que no hay una frontera entre la vigilia y los sueños. —De que la vida es sueño, nomás. —De que la vida es sueño, sí. Kant dijo, él era idealista, que la diferencia —y esto ha sido anotado y censurado por Schopenhauer— es que los actos que cometemos en los sueños no tienen un karma; es decir, no producen ningún efecto. Y que, en cambio, en la vida sí. Quiere decir que si usted mata a alguien en un sueño, a la mañana siguiente esa persona no está muerta; o si alguien entra a su casa, a la mañana siguiente usted descubre que no ha entrado nadie. —Claro. —Pero eso no sería una verdadera diferencia, ya que, a la larga, no sabemos si nuestros actos han tenido alguna consecuencia. Es decir, si pensamos en un tiempo infinito, lo que vivimos nosotros es no menos momentáneo que lo que soñamos; nuestra vigilia no es menos momentánea que nuestro sueño. De modo que yo no sé qué diferencia podría establecerse. —Habría que ver. Ahora, en cuanto a la preocupación por la ética, Borges, es constante en todos los estoicos. Sobre todo, en Marco Aurelio; hay casi una sublime preocupación por la ética en él. —Hay una frase muy linda de Marco Aurelio, que está en los Pensamientos, que se presta a una interpretación; bueno, a una interpretación humorística, del todo ajena al pensamiento de Marco Aurelio. Y es: «Se puede vivir bien hasta en un palacio». Ahora, eso no quiere decir que se pueda vivir cómodamente hasta en un palacio; quiere decir que se puede vivir rectamente hasta en un palacio. Y quizá sea más difícil vivir rectamente en un palacio que en, bueno, que en un conventillo, porque el palacio ofrece más tentaciones, ¿no? —Eso es estupendo viniendo de él, ¿eh? —Sí, claro, porque él vivió en palacios. —Era nada menos que emperador. —Nada menos que emperador; el palacio era su hábitat cotidiano. —Fíjese que Simone Weil, por ejemplo, que siempre destaca la superioridad de la cultura griega sobre la romana; hace una excepción, sin embargo, con Marco Aurelio. —Bueno, claro, en la cultura romana había cierta vulgaridad; el gigantismo del Coliseo, por ejemplo. Y luego, las vidas de los emperadores, que son increíbles, ¿eh? Ahora, quizá esa decadencia de Grecia habría empezado con Alejandro de Macedonia. Estaba contaminado de ideas asiáticas, de ideas orientales; la misma idea de un imperio les parece bien a los griegos. —Sí, ahora, en los Pensamientos a que nos referíamos, de Marco Aurelio, se trata de la formación de un alma resistente, digamos, a la desgracia, a las tentaciones, y apta para cumplir con los deberes. Es decir, la idea estoica de la vida. —El que sería un poeta estoico, en cierto modo, sería, en este país, Almafuerte. Es el único poeta al que le interesó la ética. —Sí, justamente. —Y el pensamiento también. En el caso de Lugones, por ejemplo, lo que le interesaba, ante todo, era la forma. Es decir él tiene un estilo barroco, pero no un sentimiento barroco. Lugones es un hombre de ideas elementales, me parece. De modo que hay como una disparidad entre la complejidad del estilo y esa simplicidad esencial. —Es que el espíritu argentino tendría alguna afinidad con el espíritu estoico, en el mejor de los casos. —Y, ojalá, claro. Yo he observado, a lo largo de mi demasiado larga vida, que en cuanto a la inteligencia, o en cuanto a la bondad, o en cuanto a la justicia, uno la siente inmediatamente. No a través sino a pesar de las palabras y de los actos: uno puede sentir que una persona es inteligente y, sin embargo, esa persona puede haber dicho trivialidades; una persona puede haber dicho cosas inteligentes, y uno puede pensar que esencialmente es necia. —Qué importante esto que usted dice. —Sí, además, le habré dicho más de una vez que la transmisión de pensamiento no es un hecho raro y que debe discutirse, es algo que ocurre continuamente. Yo diría que cuando uno lee un libro también: uno puede no estar de acuerdo con nada, uno puede no interesarse en el relato; uno puede pensar que la acción del libro está torpemente manejada, pero uno siente simpatía por el autor, o antipatía. —Algo que está más allá de las palabras fue captado. —Yo creo que sí. Precisamente yo estuve escribiendo ayer un prólogo al ensayo de Atilio Momigliano sobre el Orlando furioso, y él dice que Ariosto suscita simpatía y no veneración. Y, sin duda, cuando él escribió esas palabras, estaba pensando en Dante; porque Dante suscita veneración pero no simpatía. Una prueba sería: si por algún milagro nos propusieran un diálogo con Dante, nos quedaríamos un poco aterrados. En cambio, sería lindísimo conversar con Ariosto, o conversar, bueno, por qué no, seamos ambiciosos; por qué no conversar con Oscar Wilde. —Sería magnífico, realmente. —En cambio, un diálogo con Dante, ¿cómo sería?: o habría una elocuente quejumbre de parte de él, o sería un poco como una conversación… como un catecismo. —Más admirable que amable, digamos. —Sí, yo creo que sí. —En el pesimismo y el escepticismo propios de la doctrina estoica, sí encuentro, Borges, una gran afinidad con usted. Por ejemplo, si yo le pregunto si usted piensa si Dios es o no es justo, tengo mis dudas en cuanto a su respuesta. —Conmigo ha sido a veces muy generoso; pero creo que a veces injusto: yo no sé si merezco, después de haber querido tanto a los libros, ser analfabeto a partir del año 1955. Yo creo que no. —Bueno, eso se ve muy bien en su «Poema de los dones». —Todo el mundo me dice que yo no preciso ver, porque yo veo interiormente, pero ésos son juegos de palabras; eso es usar la palabra «ver» con dos sentidos distintos, porque, de hecho, un ciego no ve. Y el hecho de que intuya o de que se dé cuenta de ciertas cosas, no remplaza ese placer continuo del mundo físico. —Además, en uno de sus últimos poemas, en «On his blindness», usted dice: «Yo querría / ver una cara alguna vez». —Sí, pero posiblemente no fui sincero al decir eso. 103 JESUCRISTO Osvaldo Ferrari: Nos hemos referido, antes, Borges, aunque siempre ocasionalmente, al catolicismo y al protestantismo; pero no hemos hablado de su manera de ver a la figura que está en el origen de ellos, la figura de Cristo. Jorge Luis Borges: Yo diría, ya Renan lo dijo mucho mejor que yo, que, si Cristo no es la encarnación humana de Dios —lo cual parece sumamente inverosímil—, fue de algún modo el hombre más extraordinario que recuerda la historia. Ahora, no sé si se ha observado, que Cristo es, entre tantas otras cosas, un estilo literario. Usted lee Paradise Lost, Paradise Regained (El Paraíso perdido; El Paraíso recobrado) de Milton, y, como dijo Pope, están el Padre y el Hijo debatiendo como escolásticos; sin embargo, el estilo de Cristo es un estilo extraordinario. Pensemos que durante siglos, los escritores han buscado metáforas; más recientemente, básteme recordar… y, a Lugones, a Góngora, y podríamos mencionar a tantos otros. Pero nadie a encontrado imágenes tan extraordinarias como las de Cristo; imágenes que al cabo de dos mil años siguen siendo asombrosas. Por ejemplo, «Arrojar perlas a los puercos»; cómo pudo llegar a esa frase. En la mayoría de las frases, uno piensa, bueno, se ha llegado a ellas mediante variaciones; pero arrojar perlas a los puercos, es una imagen que sigue siendo extraordinaria, y que no puede clasificarse, y es ilógica. O, si no, por ejemplo, para condenar los ritos funerarios, a que tan aficionadas son, bueno, las empresas de pompas fúnebres, secundadas por las iglesias; aquello de «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». Eso lo hace terrible, y además sugiere una explicación fantástica. O si no «Que el que no tenga culpa, arroje la primera piedra». —Es válido para siempre. —Ahora, eso debería justificar lo que dijo el místico inglés William Blake; se había pensado siempre que la salvación era un proceso ético, y eso fue fomentado, demagógicamente, digamos, por el mismo Cristo, cuando dijo «Benditos los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos», es decir, él insistía en la conducta. Pero, luego viene el místico sueco Swedenborg; Swedenborg dijo que la salvación tenía que ser intelectual también, e inventa aquella espléndida parábola de un hombre que quiere entrar en el cielo. Entonces, se despoja de todo, vive en la tebaida, o en su tebaida, renuncia a todos los placeres sensuales, intelectuales y estéticos; vive virtuosamente, se martiriza, y, efectivamente, llega al cielo, ya que no hay razón alguna para rechazarlo. Pero, cuando llega al cielo, se encuentra en un mundo mucho más complejo que éste; ya que según Swedenborg, en el cielo hay más formas, más colores, y, desde luego, mucha más inteligencia que aquí; y el pobre hombre, que es sólo un santo, tiene que asistir a los diálogos de los ángeles, que según el libro De coelo et inferno de Emanuel Swedenborg, discuten de teología; no entiende absolutamente nada, ya que no ha educado su inteligencia, y siente que de algún modo está excluido del cielo. Entonces, las autoridades, digamos, se dan cuenta de eso, y dicen «qué podemos hacer con él: en el cielo está perdido, ya que no puede participar de los diálogos angélicos; enviarlo al infierno, entre los demonios, sería evidentemente injusto». Entonces, llegan a esta melancólica solución: le permiten proyectar, en el otro mundo, una imagen de su tebaida; y ahí ese hombre está, en este momento, solo, ve ese desierto ilusorio que él necesita, sigue mortificándose y rezando; pero mortificándose y rezando ya sin esperanza, porque sabe que no puede aspirar al cielo. —Ah, pero qué curioso. —Un destino terrible. Bueno, pues bien, después llega Blake, y Blake dice que la salvación del hombre tiene que ser no sólo ética, como se desprende de la enseñanza de Cristo, no sólo intelectual, como se desprende de la enseñanza de Swedenborg; él dice directamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» (Por santo que sea, el imbécil no llegará al cielo; o el tonto no llegará al cielo). Y en otra sentencia del «Marriage of heaven and hell» (Matrimonio del cielo y del infierno), dice: «Put off holyness and put on intellect», es decir, despójese de la santidad y sea inteligente (ríen ambos). Ahora, según Blake, hubo también una enseñanza estética de parte de Cristo; esa enseñanza era, ante todo, una enseñanza literaria, y eso está dado por las parábolas de Cristo, que son piezas literarias; piezas que no han sido imitadas. Yo pensé, días pasados —voy a confiarle este proyecto mío, quizás usted pueda ejecutarlo, yo ciertamente no puedo—; vendría a ser la máxima ambición para un escritor —los escritores suelen ser muy ambiciosos—, algo mucho más ambicioso que escribir, bueno, la obra deliberadamente oscura de Góngora, o ese bastante injustificable laberinto, The Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), de Joyce; sería ésta: sería escribir un quinto Evangelio. Ese quinto Evangelio podría predicar una ética que no fuera la de los otros Evangelios. Pero, lo más difícil no sería eso; lo más difícil sería inventar nuevas parábolas, dichas a la manera de Cristo, y que no estuvieran en los otros cuatro Evangelios. —Prolongar de alguna manera… —Ahora, quizá, para no usar otra similitud, convendría repetir algunos de los otros Evangelios, y hasta podrían buscarse pequeñas variantes. Si un escritor lograra hacer eso, sería algo mucho más extraordinario que el Así habló Zaratustra, de Nietzsche; ya que vendría a ser, bueno, habría que crear obras de arte, habría que crear arriesgadas metáforas, no menos extraordinarias que las que se predicaron en Galilea. Sería un libro, un escritor tendría que dedicar buena parte de su vida a la meditación, y luego a la redacción del libro. Y ese Evangelio podría tener unas treinta páginas, y sería uno de los libros más extraordinarios. Y si ese libro tuviera suerte, irían imprimiéndolo junto con los Evangelios del Nuevo Testamento, y llegarían a ser parte del canon también. Pero, es un proyecto muy ambicioso, y usted, Ferrari, pueda quizá ser —yo, desde luego, soy un hombre viejo, muy cansado—; pero entreveo esa hermosa posibilidad literaria, más hermosa que la posibilidad de hacer libros con metáforas nuevas, porque esas metáforas tendrían que ser parábolas, enseñanzas, que no desmerecieran de las ya inmortales y famosas del Nuevo Testamento. —Su propuesta coincide con una propuesta de Kierkegaard, que dice que ser cristiano equivale a convertirse en contemporáneo de Cristo. —Bueno, y eso vendría a coincidir con el título del libro de Kempis, De la imitación de Cristo. —Ah, claro. —Claro, vendría a ser parecido, pero ésta sería una linda tarea, y, a lo mejor, mientras yo hablo, ya hay alguien en el mundo que esté ejecutándola. —Probablemente. —Porque sería muy difícil que a alguien se le ocurriera algo nuevo; en todo caso, eso no sucederá nunca: esto que se me ha ocurrido a mí, ya se le ha ocurrido a otro; sobre todo a otros a quienes he leído. Pero, en ese caso no, un nuevo, un quinto Evangelio sería una linda tarea, y eso no tendría por qué discrepar de los cuatro anteriores; podría a veces coincidir con ellos, en otras discrepar, para mayor agrado, para mayor sorpresa, para mayor verosimilitud del texto. Ahora, qué raro, por ejemplo, que la fe cristiana condene el suicidio. Sin embargo, si los Evangelios tienen sentido, la muerte de Cristo fue voluntaria; porque si no fue voluntaria, ¿qué sacrificio es ése? —Podríamos pensar lo mismo de la muerte de Sócrates. —Sí, pero en el caso de Sócrates yo no creo que él dijera que moría por la humanidad, pero en el caso de Cristo sí. Y si él moría, moría libremente. Ahora, hay un poema anglosajón, del siglo IX, que se titula «El sueño de la cruz»; y el sueño de la cruz, Cristo, que aparece no como el doliente Cristo de las telas de El Greco, sino como un joven héroe germánico, llega voluntariamente a la cruz; trepa a la cruz, porque quiere salvar a los hombres, y cuando se habla de él, se dice: «Ese joven héroe, que era Dios todopoderoso». Es decir, hay la idea de un sacrificio gozoso y voluntario; no de una pasión sufrida, de un Cristo, bueno, doliente como el de las telas de El Greco; no, el joven héroe que se hace clavar en la cruz o que trepa a ella. Y he leído en alguna nota sobre ese poema, «El sueño de la cruz», que hay ilustraciones medievales, en que se ve la cruz ya erigida, ya de pie; y Cristo que sube por una escalera, como indicando que lo hace deliberadamente. Es decir, todo lo contrario, bueno, lo contrario del Gólgota, de los azotes… —Por eso le decía que hay algo parecido en la aceptación de la cruz por Cristo y de la cicuta por Sócrates. —Es cierto, sí. —En la actitud de aceptar. —Y, desde luego, parece que son las dos muertes más recordadas de la historia, ¿no? —Probablemente, claro. Ahora… —La conversada muerte de Sócrates, y la muerte de Cristo, que está un poco asombrado de su destino, ya que su parte humana dice: «Señor, Señor, por qué me has abandonado». Pero luego, le dice al ladrón: «Esta noche estarás conmigo en el Paraíso»; y el ladrón acepta aquello. Yo he escrito un poema, bueno, tantos han escrito poemas sobre Cristo y sobre el ladrón que desde la cruz vecina acepta que Cristo es Dios. —Sobre Barrabás y Cristo. —Sí. —Ahora, a mí me pareció siempre ver, Borges, que para usted el arquetipo, el modelo del hombre, sería el arquetipo del justo. —Yo trato de ser justo, pero, desde luego, no espero, bueno, como Spinoza, yo no espero ninguna recompensa y no temo ningún castigo. —Claro, pero el arquetipo del justo es, precisamente, el arquetipo de la ética. —Sí, claro, es que yo me he criado oyendo los Evangelios… creo que son los libros más extraordinarios del mundo, ¿eh?; los cuatro Evangelios. Y el último ya tiene un carácter distinto, un carácter, así, intelectual, ¿no?, cuando habla del Verbo, por ejemplo. —Ahora, la ética de Cristo y la ética de Sócrates… en Cristo se trata de una ética religiosa y en Sócrates de una ética profana; sin embargo, yo diría que coinciden en lo fundamental: en el ideal del hombre justo. —Sí, pero en su concepto del mundo no. Bueno, y es natural que sea así, claro, porque supongo que Cristo sería un judío… y, quizá bastante ignorante; y Sócrates vivió en ese intenso ambiente intelectual, quizá no igualado nunca, de Grecia. Digo, Sócrates, según parece, pudo conversar con Pitágoras, con Zenón de Elea, y con Platón; que, según Bernard Shaw, lo inventó. En cambio, Cristo, bueno, con los discípulos. Ahora, Nietzsche dijo que la religión cristiana era una religión de esclavos; y Gibbon dijo de un modo indirecto, y quizá más eficaz, lo mismo, cuando dijo: «Debe maravillarnos que Dios, que hubiera podido revelar la verdad a los filósofos, la reveló a unos pescadores ignorantes en Galilea». Que viene a ser lo mismo, ¿no?, viene a ser la misma idea, pero, dicha de un modo, bueno, más cortés y más insidioso. —«El espíritu sopla donde quiere». —Sí, es el espíritu que sopla donde quiere, sí. En ese caso, sopló por, bueno, por esos pobres hombres. —Ahora, parece irreal por momentos, aunque con usted menos, hablar de la figura de Cristo como de una figura histórica. —Yo creo que no hay ninguna duda, porque si no tendríamos que suponer, digamos, cuatro dramaturgos, muy superiores a todos los demás dramaturgos y a todos los demás poetas del mundo, creando esa figura. Ahora Shaw creía; Bernard Shaw hablaba de la sucesión apostólica, y hablaba de, bueno, los trágicos griegos habían creado los mitos griegos; luego, los evangelistas habían creado la figura de Cristo; y ya anteriormente, Platón habría creado la figura de Sócrates. Y luego, según él, Boswell habría creado a Johnson, y él, Bernard Shaw, e Ibsen, habrían heredado la sucesión apostólica del drama como creador de personajes. Pero, es una de las bromas de Shaw. —El mundo como teatro. —El mundo como teatro, y los dramaturgos como… —Como demiurgos. —Como demiurgos o como proveedores de la historia universal. —La otra figura, a la cual a veces cuesta verla históricamente, como cuesta con Cristo, es a Platón; yo creo que más lo imaginamos que nos lo representamos a Platón. —Es que como Platón se ramificó en tantos personajes, y entre ellos Sócrates, parece que él mismo estuviera un poco borrado por sus criaturas. Un caso menor, vendría a ser el caso, bueno, no sé si uno se imagina a Dickens o si uno se imagina a los personajes de Dickens. Creo que Unamuno ha dicho que Cervantes es harto menos vivido que Alonso Quijano; que don Quijote. Es decir, el creador borrado por su obra. Y en el caso del mundo, quizá tengamos una impresión más vivida del mundo, que del Dios del primer capítulo del Génesis, ¿no? —Claro, pero también podría pensarse que los hombres creen en una religión o en una mitología, según el clima espiritual o mágico en que estén inmersos. Por ejemplo, los griegos pudieron haber aceptado las ideas de Platón, en su momento, porque en la vida griega la poesía era una forma de la realidad que vivían. —¿A usted le parece que es más difícil ahora? —Y de la misma manera, la conjetura; bueno, esta conjetura no es mía, sino de Murena; decía que los contemporáneos de Cristo, pudieron haberlo visto y reconocido según tuvieran los ojos abiertos a semejante realidad. Es decir, depende de que en ese momento histórico haya, entre los hombres, un cierto clima como para percibir las cosas. —Usted dice un clima de credulidad, o de percepción, mejor dicho. —Claro, un clima espiritual probablemente. —Sí, yo tengo la impresión de que casi todo el mundo ahora vive, bueno, como si no vieran; que hay como una… no sé, se han abotagado los sentidos, ¿no? Tengo esa impresión, ¿eh? —Se han abotagado los sentidos espirituales, en todo caso. —Sí, que no se sienten las cosas; la gente vive de oídas, sobre todo, repiten fórmulas pero no tratan de imaginarlas; tampoco sacan conclusiones de ellas. Parece que se viviera así, recibiendo, pero recibiendo de un modo superficial; es como si casi nadie pensara, como si el razonamiento fuera un hábito que los hombres están perdiendo. —Sí, y sobre todo, la inteligencia espiritual de las cosas; a lo sumo se usa la lógica, pero nada más. Y en el mejor de los casos. —Sí, en el mejor de los casos, ya que eso parece difícil también; que la gente razone. —Católicos o protestantes, creyentes o no creyentes; yo creo, Borges, que la figura de Cristo es aleccionadora y útil siempre. —Sí, y no ha sido sustituida, porque el proyecto de Nietzsche de remplazarlo por Zaratustra ha fracasado, bueno, famosamente, pero ha fracasado, desde luego. —Los proyectos de Anticristos. —Y sí, también, todos ellos. Bueno, Zaratustra sería uno de los más ambiciosos. Desde luego que ha fracasado, ya que nadie puede pensar en Zaratustra, en su león que ríe, en su águila, en su cueva; todo eso es evidentemente una broma, no diría una broma pero una afección literaria bastante torpe, ¿no? —Sí, es decir, aquel que dijo «Dios ha muerto», no ha logrado remplazarlo. —No, parece que no: esa voz que se oyó, diciendo que Pan había muerto. Parece que no ha sido remplazado. 104 APOLOGÍA DE LA AMISTAD Osvaldo Ferrari: Nadie ha hecho, que yo sepa, Borges, una apología de la amistad en el país, como la que usted ha hecho a lo largo del tiempo. Jorge Luis Borges: No sabía eso, sin embargo, es posible. Yo le conté que cuando leí el título del libro de Mallea, Historia de una pasión argentina, pensé: esa pasión tiene que ser la amistad, ya que no hay otra pasión aquí. Luego resultó que no. Y luego, sin duda habremos hablado más de una vez del tema de la amistad a lo largo de nuestra breve literatura. No sé si se ha observado muchas veces que el verdadero tema del Fausto, de Estanislao del Campo, no es la parodia de la ópera; el verdadero tema es la amistad de los dos aparceros, ¿no? —Sí, en el Fausto, usted nos dice que hay «un alegre sentimiento de la amistad». —Ah, creo que sí. Y luego, el tema de Don Segundo Sombra es el mismo. Y quizás el tema esencial del Martín Fierro sería esa extraña amistad entre un policía y un desertor, ¿no?, de Cruz y de Fierro. —Estaba seguro de que usted lo iba a ver así. —Sí, y luego hay un libro que no he leído, de Eduardo Gutiérrez: Una amistad hasta la muerte, bueno, y ese título a uno le suena más o menos natural, al lado de libros como Hormiga negra o Los hermanos Barrientos, que se relacionan con el tema de la amistad. —Dentro de la literatura, encontramos también la amistad de Don Segundo y Fabio. —Es cierto. ¿Se llama Fabio?; claro, Fabio Cáceres. —Justamente. —Sí, qué raro ésas cosas que uno no sabe que sabe, ¿no? —Uno no sabe que sabe. Pero usted le atribuyó antecedentes ilustres a esa amistad. —Sí, creo que pensé en Huckleberry Finn y en Kim. —En Twain y en Kipling. —Sí, ahora yo no sé si Güiraldes leyó a Mark Twain, posiblemente no, pero sin duda leyó a Kipling, porque cuando me lo presentaron, él me dijo: me han dicho que usted sabe inglés. El saber inglés por aquellos años era algo, bueno, más raro que ahora. Yo le dije que sí, y me dijo: que suertudo, puede leer a Kipling en el original. Sí, él me habló de Kipling. Y lo habría leído en alguna versión francesa, sin duda. —Sospecho que Güiraldes, en su vida personal, también hacía una especie de culto de la amistad. —Ah sí, desde luego. Sin duda yo le habré hablado de aquella oportunidad en que ellos vinieron a almorzar a casa —Ricardo y Adelina del Carril—, y luego de una larga sobremesa él se levantó, se fueron; mi madre los llamó porque él había dejado la guitarra olvidada, no se llevaba la guitarra. Entonces él le dijo que la había dejado a propósito, ya que se iba a Europa, y quería que algo suyo quedara en la casa; y dejó la guitarra. Y mucha gente que venía a casa tocó la guitarra de Ricardo Güiraldes. —Un gesto muy lindo de parte de él. —Un gesto muy lindo, sí y yo recuerdo, cuando él estaba escribiendo Don Segundo Sombra, fuimos a verlo a su casa, que era cerca de la plaza del Congreso. Era un departamento bastante raro, porque los muebles estaban empotrados en las paredes. Y entonces se tocaba un botón, y caía un sillón, o una cama. En la calle Solís era; yo creo que era Solís y Alsina, pero no estoy muy seguro. No sé si la casa existe todavía. Esa casa ellos la tomaron en vísperas de un viaje a Europa. Era una casa bastante sencilla, y creo que fue la única vez que él vivió en el sur. Bueno, un sur modesto, digamos, ya que era a dos cuadras de la plaza del Congreso. Entonces, él estaba escribiendo en el gran libro, en el libro mayor de la estancia, su novela Don Segundo Sombra. Pero como era muy haragán, él dejaba enseguida el texto y conversaba con nosotros, o tocaba la guitarra. Y luego Adelina nos pidió que nos fuéramos, porque cualquier pretexto era bueno para que él dejara de escribir, ¿no? —Su mujer ayudó a que él se concentrara y escribiera el libro. —Sí, exactamente. Claro que si yo fuera Néstor Ibarra, diría que ella tenía un fino sentido literario, y que quería impedir que él escribiera Don Segundo Sombra, ¿no? (ríe). Pero a mí no se me ocurre eso, se le ocurre a Ibarra, tal como yo lo imagino, no a mí. Hubiera sido una lástima que él no escribiera el libro. —Realmente. En cuanto al valor de la amistad entre los argentinos, usted dice que es una, o quizá nuestra única virtud. —Sí, pero es una virtud peligrosa, porque eso nos puede llevar fácilmente al caudillismo; que viene a ser como una forma de amistad, ¿no? —¿Obligada? —Sí, que la gente sea leal no a la ética, o a ciertas opiniones, sino a un hombre, a un amigo. De modo que esa hermosa pasión, se presta a abusos, digamos. —Entiendo. —Como sucede con todas las cosas, sí y eso de algún modo explicaría una de las malas costumbres de la historia sudamericana: las dictaduras, que bien pueden estar apoyadas por amigos, y por amigos quizá no siempre interesados. —En ese caso no se trata de amistad sino de «amiguismo». —Y puede ser, sí. —De «amiguismo» perjudicial. —Sí, puede ser amiguismo, como usted dice, sí, es un buen neologismo ya que establece una diferencia entre las dos cosas. —Ahora, ¿ha pensado Borges, que quizá nuestro aislamiento geográfico e histórico pudo haber contribuido al desarrollo del sentimiento de la amistad entre nosotros? —Sí, y luego también el hecho de que una buena parte de los argentinos, sobre todo cuando este país era ganadero, se acostumbraron a vivir en la soledad, o simplemente con la compañía de los vecinos. Porque lo que habrá sido la vida en una estancia… bueno posiblemente los hacendados no fueran muy distintos de los peones, ¿no?; los patrones no serían muy distintos de los gauchos. —La soledad los identificaba. —Sí, yo creo que sí, y ahora parece que hemos perdido esa capacidad para la soledad, que sin duda tuvimos antes, y que los ingleses tienen, ya que a los ingleses les gusta mucho la soledad. Creo que Lawrence dice que los ingleses tienen «A hunger for lonely places» (El hambre de lugares solitarios). Yo comprobé eso cuando estuve en Escocia; me dijeron: «We lead you to the loneliest place in Scotland» (Lo llevamos al lugar más solitario de Escocia). Y era un lugar realmente muy solo; yo pensé: qué raro, a mí, que vengo de Sudamérica, me hablan de lugares solos como meritorios o admirables. Cosa que no sucede aquí, porque más bien la gente no se resigna a la soledad, ahora; todo el mundo… aun los que viven en Córdoba o en Rosario, están deseando vivir en Buenos Aires; y en Buenos Aires estamos deseando vivir en Europa, de modo que siempre parece que estamos condenados a no estar… (ríe). —(Ríe). A no estar donde estamos. —Donde estamos o donde querríamos estar, sí. —Un aspecto extraño es que creo que somos capaces de amistades individuales… —Ah, yo creo que sí. —Pero no de esa amistad de conjunto que se llama comunidad, ¿no es cierto? —Que es la más importante; para un país es la más importante. —Naturalmente. —Porque la otra, bueno vendría a ser de ésas… antes había rivalidades entre los barrios, ahora eso se ha derivado hacia el fútbol, curiosamente, ¿no? —En todo caso, todo es un buen pretexto para dividimos entre nosotros. —Eso es cierto, la verdad es que hemos abusado de ese pretexto, de ese motivo. Sí, sentido de comunidad no hay. —No hay, y quizás el país no ha progresado como debía, precisamente por ese aspecto. —Claro, que es una forma de la falta de ética, porque se piensa en función de fulano de tal, y ese fulano de tal suele ser uno mismo… y no en función de la ética, que es demasiado abstracta y general. —Claro, en función de uno, o de su grupo, o de su medio, pero no del país en conjunto. ¿Podríamos decir que el tipo de amistad que cultivamos es propia del tipo de individualismo que usted ha visto en el argentino? —Bueno, nuestro individualismo sería un buen rasgo, pero no sé si hemos sabido aprovechar ese rasgo; yo creo que no. Aunque la política no puede aprovecharlo, ya que consiste precisamente en lo contrario. 105 PAUL VALÉRY Osvaldo Ferrari: En una página suya, Borges, de esas que usted suele decir que le parecen escritas por otro, se lee: «Paul Valéry es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana en América». Usted parece ver en estos dos poetas un extremo antagonismo. Jorge Luis Borges. Sí, yo había olvidado esa frase, pero ahora elegiría algún poeta que me agradara más que Valéry; sobre todo, ponerlo junto a Whitman es casi una blasfemia, ¿no?, ya que… bueno, Whitman es incomparable, y Valéry yo creo que no. Ahora, claro que en «delicado crepúsculo» había quizá la idea de una declinación de Europa. —Evidentemente. —Y esa declinación… no sé si Europa ha declinado, pero parece que ha declinado, desgraciadamente, el interés del mundo en Europa. Eso no quiere decir que Europa haya declinado esencialmente, pero sí que nosotros pensamos menos en Europa. Antes, la nostalgia de Europa —especialmente la nostalgia de Francia— era algo continuo. Y ahora la gente puede pensar en otras tierras, en otras épocas… claro, supongo que lo que yo quise decir fue eso. Yo no lo elegiría ahora a Valéry —bueno, desde luego, hay versos espléndidos en Valéry—; yo recordaría ante todo éste: «Como la fruta se disuelve en goce / en una boca en la que muere su forma». Es muy lindo, porque se pasa de un sentido a otro, ¿no?: cuando uno dice «Le fruit» uno no piensa en el goce de la fruta, sino ante todo en la forma y el color. Pero ahí se pasa muy diestramente, admirablemente, de un sentido a otro: «la fruta se disuelve en goce». Ese goce que corresponde a nuestro paladar, a nuestra lengua, y no a la fruta. Y luego: «en una boca en la que muere su forma». Yo he elegido, sin duda, uno de las mejores versos de Valéry, pero ese mismo poema empieza, creo, por una imagen que es del todo falsa, en la que compara el mar con un techo en el cual caminan palomas; y yo creo que si hay algo a lo que no se parece el mar es a eso —sobre todo si pensamos en las palomas como en una metáfora trillada de las velas—. Ahora, es tan difícil expresar el mar, quizás el mejor modo de hacerlo sea no mediante metáforas sino mediante una cadencia, que se parezca al movimiento del mar. Y aquí recuerdo, inevitablemente, aquel verso de Kipling: «Quién ha deseado el mar, / la visión de agua salada sin límite». Pero ahí las palabras no importan, lo que importa es el ritmo de: «Who has desired the sea, / the sight of salt water unbounded». Y en esa interrogación, además —interrogación que no sé si lógicamente puede justificarse, pero que se justificaría estéticamente—, está el movimiento del mar. En cambio, comparar el mar —siquiera el pequeño Mediterráneo— con un techo tranquilo, es dar una imagen falsa. —Un poco arbitraria. —En todo caso, no es de mayor eficacia emocional. Pero creo que no tengo por qué arrepentirme demasiado de esas dos líneas mías. Además, tenemos «delicado crepúsculo»: claro, son dos palabras casi sinónimas, ya que la palabra crepúsculo es delicada —sobre todo en castellano, en que es esdrújula— lo cual es una forma de delicadeza también. Y luego «la mañana en América» ya despierta una vasta imagen. Y qué raro que yo haya olvidado eso totalmente, y escrito después un poema en el cual le agradezco a Dios muchas cosas; y le agradezco «Por la mañana en Texas» —esto corresponde al año 1961, cuando mi madre y yo descubrimos América, y empezamos por Austin, Texas—. Y después, la mañana en Montevideo también, que me alegraba siempre —podían ser mañanas de la península, del Paso del Molino, de donde fuera— pero, en fin, yo repetí aquello, y elegí esos dos lugares que quiero: Montevideo —la República Oriental— y Texas. No sé si usted sabe que soy ciudadano honorario de Austin y de Adrogué. No sé qué significan esas cosas, pero desde luego son símbolos de amistad, de buena voluntad. Y ya que quizá nosotros seamos símbolos, por qué no agradecer símbolos benévolos; símbolos de amistad. Pero, usted quería que habláramos especialmente sobre esa línea, o… —No, yo tuve la impresión de que usted veía en Valéry el mundo de la mente, el mundo apolíneo; en comparación con el mundo casi dionisíaco de Whitman. —Es una linda idea, pero no sé hasta dónde Valéry merece esa fama que tiene de poeta intelectual, ya que en sus poemas hay muy pocas ideas. Yo diría que para mí, el arquetipo de poeta intelectual sería —desde luego, un nombre mayor que el de Valéry—: Emerson, que no sólo era intelectual, sino que además pensaba; lo cual parece raro en un poeta intelectual. En el caso de Valéry, parece que él se llama poeta intelectual, pero no se notan mayores ideas en sus poemas. En todo caso, no creo que Valéry tomara el pensamiento como un tema poético, o pensara mientras poetizaba. Salvo que pensara, bueno, en el metro, en las imágenes y en las rimas. Pero eso es otra cosa, ya que todos los poetas lo hacen. —Yo voy a citarlo a usted: usted pensó en aquel momento, según sus palabras, que Valéry prefirió los lúcidos placeres del pensamiento, y las secretas aventuras del orden. Y yo pensé que ésas quizá sean las aventuras de la literatura: la aventura de escribir, de alguna manera. —Es cierto, pero yo creo que en ese artículo mío, que se titula «Valéry como símbolo», pensé menos en lo que fue Valéry, que, digamos, en el modo en que Valéry ha sido recibido; ha sido aceptado. Es decir, se lo ve como poeta intelectual; ahora, el hecho de que él —como dijo Bioy Casares— aconsejara el pensamiento a los otros, pero se abstuviera de pensar… (ríe). Quizá exagere un poco Bioy, pero posiblemente convenga exagerar en cualquier afirmación, o en cualquier negación, para que sea más efectiva; ya que el lector se encargará después de deducir, de limar los excesos de veneración, o los excesos de, bueno, no diría menosprecio, es muy fuerte; digamos de censura, de disconformidad, de diferencia. Yo me acuerdo de aquellos admirables títulos de Alfonso Reyes: un libro de él se titula Simpatías y diferencias. Pero antes de publicarse ese libro, salió un libro en España cuyo título es una parodia, una involuntaria y profética parodia del título de Reyes: en lugar de Simpatías y diferencias un autor que no he leído, y que se llama Bonafu, escribió un libro titulado Bombos y palos (ríen ambos), que viene a ser una forma muy grosera de decir Simpatías y diferencias. Y esa grosería fue, sin duda, voluntaria y querida, ¿no?, ya que nadie, distraídamente, da con un título tan feo como Bombos y palos. Además, parece que los bombos pierden toda su eficacia si se los llama bombos, y los palos también. Es decir, corresponden al deseo de aprobar algo y de condenar otra cosa. —Ya veo. Ahora, me interesa el hecho de que usted destaca que otros escritores, contemporáneos de Valéry, no tuvieron detrás, como en el caso de él, una personalidad. —Es verdad, sí. —Pero esa personalidad quizás usted la viera proyectada por la obra de Valéry. —Y además por el hecho de que él nos dejó esa obra, cuando lo que se ponderaba era, más bien, la irracionalidad, el caos —recordemos aquella aventura un poco humorística del dadaísmo— y después el superrealismo. Todo eso viene a ser lo contrario. En cambio, él se atrevió —porque fue un atrevimiento— a elogiar a La Fontaine; es decir, a elogiar lo lógico, y eso era muy raro en poesía, ya que todo el mundo prefería ser irresponsable y genial. Y aquí recuerdo un epigrama de Oscar Wilde, que dijo: «Si no fuera por las formas clásicas del verso, estaríamos a merced del genio», que es lo que pasa ahora; ya que todo el mundo se considera genial, es decir, irresponsable. Aquí han venido a verme poetas, que me han leído sus poemas, yo les he pedido una explicación; me han dicho que no, me han dicho que ellos escriben lo que se les ocurre. Lejos de ellos la idea de responsabilidad, y lo que publican son los primeros borradores —que no llegarán a segundos—. Y eso es muy admirado. Además, buscan el verso libre, porque creen erróneamente que el verso libre es más fácil que las formas clásicas del verso, y ocurre todo lo contrario: si usted no toma la precaución de ser, bueno, de ser Walt Whitman o de ser Carl Sandburg, lo que se llama verso libre es realmente mala prosa, que está dispuesta tipográficamente como verso. Sin embargo, podría argumentarse a favor de ese verso libre —que es realmente prosa descuidada o prosa a la que se resigna el autor— que quizá convenga imprimirla como verso, porque así el lector sabe que lo que debe esperar de esa página es la emoción, y no la información o el razonamiento. Si ve líneas irregulares, una sobre otra, ya sabe que eso está hecho para la emoción. En cambio, si algo está ordenado como prosa, puede pensar que eso está hecho para convencerlo de algo o para contarle algo; es decir, tiene un fin narrativo o un fin polémico. En cambio, si ve la página con líneas desiguales, piensa: «Bueno, esto debe ser leído como un poema», y, desde luego, sabemos que los textos dependen del modo en que son leídos. De manera que quizás esa forma pueda justificarse. Actualmente nadie empieza por las formas clásicas, y cuando viene gente a verme, y yo les digo que las formas clásicas son más fáciles, se quedan asombrados. No obstante, la forma clásica le da a uno un esquema, siquiera ilusorio, de lo que va a hacer. Por ejemplo, si usted se decide a escribir un soneto, usted ya tiene un plano del soneto, que puede ser de dos tercetos, de dos cuartetos, o de tres tercetos y de un dístico. En fin, usted ya tiene un plano, y después eso puede ayudarlo, aunque realmente el soneto no dependa de esos dos planos posibles, que son siempre los mismos. —Cierto, pero, bueno, no podemos dejar de recordar una vez más aquello que usted llamó «Un vasto diamante»: «El cementerio marino» de Valéry. —¿Yo dije que era un vasto diamante? —Sí, calificó al poema como un vasto diamante. —Yo le aplicaría esa palabra a otros poemas ahora, ¿eh?; yo la aplicaría más bien a… bueno, es muy evidente lo que voy a decir, pero, digamos, el «Orlando furioso» de Ariosto. Creo que el poema de Valéry no es tan vasto, y ciertamente no es tan diamante, ¿no?, ya que tiene algunas líneas mediocres. Qué raro que nadie haya comparado «El cementerio marino» con la «Oda escrita en un cementerio de aldea» de Gray. Habría que compararlos, salvo que el de Gray me parece superior. Y creo que hay un poema análogo de Victor Hugo también… eso tendríamos que buscarlo en su obra. Y sería hermoso, sería un lindo trabajo comparar esos tres poemas, que no se parecen, pero cuya síntesis o cuyo resumen sería parecidísimo. Y habría que señalar las «Simpatías y diferencias» de Gray, de Hugo y de Valéry. Qué raro; yo escribí poemas a la Recoleta y a la Chacarita —no sé cómo podía hacerlos, ya que ahora me parecen tan horribles esos lugares—. Yo estuve hace un tiempo en la Recoleta, ante nuestra bóveda —ahí están enterrados muchos de mis mayores— y pensé: «Si hay algún lugar del mundo en el que no están mi madre y mi padre, para no ir más lejos, es precisamente esta bóveda». Esta bóveda, qué puede contener; es algo así como si contuviera, no sé, el pelo que se cortaron, las limaduras de las uñas, y luego, la horrible corrupción. Bueno, aquello que vio Cristo cuando dijo que los fariseos eran sepulcros blanqueados; es decir, hermosos de afuera y llenos de corrupción por dentro. Y qué raro que yo escribiera uno de mis primeros poemas, en el año 1923, fue un poema sobre La Recoleta; después, en un libro titulado creo Cuaderno San Martín, hay un poema sobre La Chacarita, y yo no los sentí como horribles entonces; y actualmente los cementerios parecen horribles, y espero no ser enterrado sino quemado. Hay un poema muy lindo, un poema anglosajón, «La sepultura», cuyo tema es ése; el tema es que el muerto es tan horrible que tienen que esconderlo. Y luego, el tema sobre los gusanos que se lo dividen. Y luego se dice… se compara la sepultura con una casa, es un poema tardío, creo que es un poema del siglo XI, es decir, ya posterior a la conquista normanda; quizás el último poema escrito en anglosajón, o que nos haya quedado del anglosajón, y dice: «Esa casa no tiene puertas, y está oscura adentro». Y luego, dice al muerto que cuando esté adentro será tan horrible que ningún amigo vendrá a visitarlo. Es decir, el tema sobre lo atroz del cadáver, es un tema que no se ha tratado, por lo general, ¿no?, bueno, hay como un pudor de la muerte. —Se lo evita, sí. —En el poema de Manrique tampoco, se dice: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar». Pero no se dice nada de esa triste cosa que dejamos, nuestro cuerpo, condenado a la corrupción. —Pero, referido a la muerte, usted dijo que Valéry, en «El cementerio marino», practica una especulación de la muerte. Él también escribió, usted recordará, «La joven parca». Esa especulación con la muerte, que siempre se atribuyó a la poesía española. —Yo creo que sí, la poesía española tiene el tema de la muerte, y la prosa tiene un tema, bueno, menos poético, que es el tema del hambre, ¿no? —(Ríe). ¿El de los buscones? —Sí, parece que los protagonistas están continuamente robando queso, por ejemplo (ríe). Ésas son las picardías. 106 EL CUENTO «LA INTRUSA» Osvaldo Ferrari: Muchas veces, Borges, hablamos de Adrogué; y yo pensé que podríamos aproximamos a la localidad siguiente. Jorge Luis Borges: Turdera. Desde luego; el pago de los Iberra, y de «Sin barriga». —(Ríe). Y también el escenario de uno de sus cuentos, que yo sé que usted prefiere: «La intrusa». —Sí, «La intrusa». Bueno, ese cuento… yo empecé por una idea abstracta, lo cual no augura nada bueno; la idea de que la esencial pasión argentina es la amistad. Y cuando Eduardo Mallea publicó Historia de una pasión argentina, yo pensé: qué pasión argentina, bueno, desde luego, hay otras —la codicia por ejemplo—; pero, qué pasión argentina, laudable, puede haber sino la amistad. Pero, el libro de Mallea me defraudó en ese sentido, no en otros. Y yo pensé escribir un cuento sobre ese tema; en el cual se haría notar que la amistad, por lo general, nos importa más que el amor. Y recordé también un dictamen de aquel viejo caudillo de Palermo, don Nicolás Paredes, que decía que un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer, no es un hombre; es un (y luego una palabra derivada de hermafrodita, que no tengo por qué repetir aquí). Entonces yo pensé: voy a escribir un cuento sobre eso; voy a mostrar dos hombres que prefieren su amistad al amor de una mujer. Ahora, como el concepto de amistad ha sido contaminado últimamente, bueno, por la sodomía, ¿no?; yo pensé: para que nadie pueda sospechar eso, voy a hacer que esos dos hombres sean hermanos. Y voy a buscar gente bastante ruda; y pensé: caramba, demasiados cuentos míos suceden en Palermo. Voy a buscar otro barrio, en el cual ese tipo de vida; ese tipo de vida así, de cuchilleros, se dio durante mucho más tiempo que en Palermo. Entonces pensé en Turdera, y pensé en los hermanos Iberra; y luego resolví la historia de dos hermanos —los dos cuchilleros—. Les di un pasado un poco vago de cuatreros, de troperos; quizá de tahúres también —ciertamente de guardaespaldas de los caudillos—. Y pensé: una mujer se interpone entre ellos; y entonces, el mayor de los hermanos ve que su amistad peligra, que puede haber rivalidad. Él es el único personaje que habla en el decurso del cuento. Y entonces él trata, bueno, de arreglar eso de diversos modos. Por ejemplo, él sabe que tiene a esa mujer; su hermano menor se ha enamorado de ella, entonces él se va una noche de la casa y lo deja al otro solo con la mujer, y le dice: ahí queda fulana de tal, usala si querés. Efectivamente, el hermano lo hace, y después siguen compartiéndola. Pero, ella prefiere al menor, el mayor tiene celos; luego, la vende en una casa de mala vida. Luego los dos se encuentran en esa casa de mala vida, en Morón, esperando turno para estar con ella. Entonces la compran, la llevan otra vez a su casa, allá en las afueras de Turdera; y llega un momento en que el mayor le dice al menor que tienen que llevar unos cueros (poseen una carreta y unos bueyes). Como yo conocía el fin, los había dotado de una carreta y de bueyes al principio del cuento. Y entonces llegan a un descampado, y ahí hay un momento en el cual él tiene que decirle —el mayor tiene que decirle al menor— que él ha matado a la mujer. Ahora, cuando yo llegué —yo le dictaba ese cuento a mi madre; yo ya había perdido la vista—, cuando yo llegué a ese momento, yo dije: bueno, toda la suerte del cuento depende de esta frase. Él tiene que decírselo, y decírselo en pocas palabras, para que esas palabras sean sentenciosas y eficaces. Entonces, le dije a mi madre: cómo hago yo para que el mayor le diga al menor que él ha matado a la mujer; y tiene que hacerlo cómplice para, bueno, para enterrarla, para esconder el cadáver, etcétera. Entonces, mi madre me miró; y luego, al cabo de un rato, me dijo —con una voz del todo distinta—: ya sé lo que le dijo. «Ya sé lo que le dijo», como si aquel sueño mío hubiera ocurrido y ella hubiera estado presente. Ella no me dijo: ya sé qué podría decirle él. No; dijo: ya sé lo que le dijo; es decir, en aquel momento ella aceptó la realidad de ese vago sueño mío. Bueno, escribilo, le dije yo. Entonces lo escribió, y le dije leémelo; y ella leyó: «A trabajar hermano, esta mañana la maté». Ahora, esa frase es perfecta. —Es perfecta. —Primero: «A trabajar hermano», quiere decir que él es el mayor, y que el otro tiene que obedecerlo; y luego le dice: «esta mañana la maté», para no entrar en detalles absurdos, como si la estranguló, si le dio una puñalada, ¿para qué?, «la maté». Entonces, el otro se resigna, y los dos entierran el cadáver, y se acabó el cuento. —Entre ellos dos, todo estaba sobreentendido. Inclusive el crimen. —Sí, todo estaba sobreentendido. Además, se entiende, bueno, que se ha salvado lo más precioso; que es la amistad de los dos hermanos. —Cierto. 107 OSCAR WILDE Osvaldo Ferrari: Hay dos autores, Borges, de origen irlandés ambos, con influencia perdurable en la literatura inglesa primero, y después en todas las literaturas, que usted ha atado periódicamente. Jorge Luis Borges: Uno será Shaw, ¿no? —Uno es Shaw, y el otro es Oscar Wilde. —Bueno, me parece bien, pero nos olvidamos de George Moore, nos olvidamos de Swift, nos olvidamos de William Butler Yeats… —Es que, en el tiempo que tenemos, sería muy difícil… —Una isla chica, con una escasa población, seis o siete millones de personas, y ha dado tantos hombres de genio al mundo. Es raro. —Realmente. —En cambio, usted tiene extensiones vastísimas que no han dado nada, o casi nadie; e Irlanda, bueno, ya a partir de Escoto Erígena, un místico panteísta, en el siglo IX, en que parecería imposible, y, sin embargo, lo fue; y que fue a la corte de Carlos el Calvo, y pudo traducir textos del griego, mientras que en Francia nadie sabía griego, y lo sabían los monjes irlandeses; una extraordinaria cantidad de gente genial ha dado Irlanda. —Parece haber dado especialmente genios críticos, comparten Shaw y Wilde esa característica, ¿no? —Bueno, según Shaw, claro, él decía que los ingleses son sentimentales, y que el irlandés es fácilmente incrédulo e irónico. —Tenían ambos el talento para el epigrama, para lo ingenioso… —Nos hemos olvidado de otro irlandés, que suele recordar Bernard Shaw, que es el duque de Wellington, Arthur Wellesley, y de otro, en fin, un autor menor, Conan Doyle; nació en Edimburgo pero era de familia irlandesa. —Pero quizá Shaw y Wilde sean los que han satirizado más mordazmente a la sociedad inglesa. —… Sí, ahora, creo que a los ingleses les gusta ser satirizados; yo creo que eso, de algún modo, es como un tributo que ellos han pagado a Inglaterra. Otro rasgo raro que tienen los ingleses es elegir, en cada guerra, uno de los enemigos, y verlo como un héroe. Por ejemplo, en la primera guerra mundial, fue el capitán del Emden; y algún aviador alemán también, que admiraron. Y en la segunda guerra mundial, el héroe de ellos fue Rommel. Porque Inglaterra, si está en guerra con un país, necesita admirar a alguien de ese país; tiene ese culto de los héroes, que se extiende a los enemigos también. Y eso no sucede en otros países. —Es muy sutil esto que usted dice. —No, pero, es fácilmente observable. —Seguramente, sí. —Y por ejemplo, bueno, Napoleón, que, desde luego, era el máximo enemigo de Inglaterra, contaba con muchos partidarios en Inglaterra. Cuando le dijeron a Byron, cuando le leyeron la noticia de la victoria de Waterloo, él dijo: «I am damned sorry», es decir, lo siento mucho; él hubiera preferido un triunfo de Napoleón sobre los ingleses y los alemanes. Y yo recuerdo una carta que publicó Stevenson; eso fue al principio de la guerra de Sudáfrica, diciendo que el honor de Inglaterra exigía que retiraran sus tropas; que habían cometido un error, pero que retirando las tropas podía corregirse. Esa carta se publicó en el Times, y no le acarreó ningún disgusto a Stevenson. Pensaron, bueno, está diciendo lo que él piensa. —Son extrañamente capaces de ecuanimidad, de pronto. —Sí, bueno, además, tratan de ser «fair man», tratan de ser imparciales. En cambio, en otros países no, se considera que la imparcialidad es como una traición. Yo recuerdo una carta, que publicaron, no sé si eran dos militares, contra no sé qué declaraciones mías; esto habrá ocurrido hace un año. Y en ella yo recuerdo este curioso artículo que decía: «Esta aseveración, si la hiciera un chileno estaría bien, pero en el caso de Borges, que es argentino, no». Es decir, ellos mismos admitían que no eran imparciales, admitían que un chileno puede opinar sobre un tema de un modo distinto que un argentino, lo cual me parece que es absurdo. Es que no se buscaba la imparcialidad tampoco; se entendía que un argentino tiene que opinar de tal modo, y un chileno de otro. —Es cierto, esas fallas se dan entre nosotros. También podemos ver que en Inglaterra se guardó un cierto rencor hacia Wilde, debido a la critica que él había hecho de la sociedad inglesa, que después se evidenció en el proceso que lo llevó a la cárcel. —Sí, pero ese proceso lo inició él. Ahora, él lo inició, según Pearson, porque él vivía en un mundo ilusorio. Bueno, todos vivimos en un mundo ilusorio; pero el mundo de él, era el mundo de epigramas, de frases brillantes; y él pensó que eso podía extenderse, digamos, a los otros. Es decir, él sabía que la acusación que le había hecho Queensberry era cierta; pero se le ocurrió que podía defenderse de ella mediante epigramas, siendo más inteligente o más ocurrente que los jueces, y fue su error. Ahora, por qué él inició esa campaña, no se sabe; se dice que lo llevó a ello Lord Alfred Douglas, el hijo, precisamente, de la persona a quien él había acusado de calumnia. —Sí, sin embargo, Queensberry fue evidentemente agraviante, porque no dijo solamente sodomita, sino «posa de sodomita». Un caballero como Wilde, tenía que reaccionar. —Ah, no, pero es que «posa de sodomita» yo creo que fue una astucia de Queensberry. Claro, porque al decir «posa de sodomita», era como si él dijera… —Lo agravió. —No, él quería decir no estoy seguro de que sea sodomita. —¿Usted cree? —Es que yo creo que fue un rasgo de astucia de él. Si él hubiera dicho «al sodomita», entonces Wilde hubiera dicho no, no lo soy. Pero «posa de» ya muestra cierta incertidumbre. Y al mismo tiempo, el otro estaba completamente seguro, ya que lo había hecho seguir por detectives a París y tenía la certidumbre. Pero él fingió esa incertidumbre para alentarlo a Wilde. Yo creo que así se explica, y hasta no puso sodomita sino «somdomite» (somdomita), se equivocó en la palabra, también; pero yo creo que todo eso fue deliberado. —Fíjese que en ese proceso declaran en contra de Wilde algunos de sus antiguos compañeros de la universidad, por ejemplo, gente que obviamente lo había odiado en secreto desde mucho tiempo antes. —Pero los que declararon fueron, sobre todo, los menores que él había corrompido. Lo que lo embromó a él fue eso; fueron muchachos que tenían menos de dieciocho años a quienes él había llevado a París, les había regalado relojes de oro. Ahora, él no podía saber que todo eso se iba a hacer público; pero todo ese pasado bochornoso de él apareció y, bueno, bastó para probar que no era una calumnia; que era cierto. Wilde hubiera podido irse de Inglaterra, ya que él tuvo un mes; y le ofrecieron Frank Harris, Bernard Shaw y otros amigos, le dijeron que se fuera de Inglaterra, que se fuera a París, y él no quiso, él se quedó en Inglaterra. Parece que la última noche, él estaba solo, y lo oían desde abajo yendo y viniendo por su pieza, y, el jefe de policía mandó un detective a la estación, donde salía el último tren para Dover, y el detective volvió muy compungido y le dijo no, Oscar Wilde no ha tomado el último tren. Caramba, dijo el jefe de policía, vamos a tener que arrestarlo; y fueron y se lo llevaron. Y él sabía que le iba a ocurrir eso. Ahora, él después le explicó a Gide que quería conocer «el otro lado del jardín». Es decir, él ya había conocido el éxito, había conocido, de algún modo, la gloria, la felicidad; si es que la felicidad es posible, y quería conocer también la infamia, la desdicha; es decir, quería agotar la suma de las experiencias humanas, quiere decir que lo buscó deliberadamente. —Y lo hizo con enorme nobleza, porque usted recuerda… —Con una gran nobleza, y él se hizo amigo de los otros presos, y luego, cuando él salió de la cárcel, siguió interesándose en ellos y escribiéndoles y ayudándolos también, pecuniariamente. Él salió de la cárcel y fue a casa de una señora, una señora judía. Entonces, él salió con un amigo, y fue, como es natural, a una librería; y estaba hojeando los libros, y alguien, cuyo nombre no sabría nunca, dijo: ahí está Oscar Wilde. Entonces, se dio cuenta de que si se quedaba en Londres, ése iba a ser su destinó —en Irlanda hubiera sido peor todavía, desde luego—, y se fue a París y murió unos años después. —Qué curioso, sobre Londres él ha dicho, en un pasaje de Lady Windermere, «En Londres, no se sabe si los hombres hacen la niebla o la niebla hace a los hombres». —Está bien eso, sí. Bueno, ahí tiene otro modo de halagar a los ingleses, hablarles de la niebla; que tienen el orgullo de la niebla de Londres. —Ahora, usted ha dicho que es comprobable que Wilde casi siempre tiene razón, es decir, que es un hombre… —Yo creo que sí, yo creo que él pensaba hondamente; pero que por una especie de elegancia, él quería ser considerado como frívolo. Por eso daba a sus juicios forma epigramática. —Claro. —Ahora, como poeta, es un poeta mediocre, desde luego; es un mínimo Tennyson, un mínimo Swinburne; pero como persona no. —Y como narrador es del todo excepcional. —Sí, pero el estilo de él es muy decorativo; por ejemplo, usted ve El retrato de Dorian Gray, está imitado de Jekyll y Hyde, de Stevenson, y Dr. Jekyll y Mister Hyde está muy bien escrito, y El retrato de Dorian Gray no; está lleno de ripios, capítulos agregados, largas listas de instrumentos de música; en fin, está escrito en un estilo decorativo. —Pero y «La balada de la cárcel de Reading» y el «De profundis»; «La balada…» y el «De profundis» son del todo suyos, del todo de Wilde. —Sí, pero «La balada» yo no sé si es buena. Compárela con una balada como las de Coleridge o de Kipling y no es nada, o con las baladas auténticas del pueblo. No, se nota que es muy falso todo. Por ejemplo, en los primeros versos él habla de que el vino y la sangre son rojos. Ahora, Kipling hubiera sabido; y Wilde, sin duda, sabía, que un soldado inglés no bebe vino: la gente qué bebía, bebía ginebra. Whisky tampoco, en aquella época, pero, al mismo tiempo a él le convenía el vino, que tiene cierto prestigio literario. La casaca que se usaba, parece que siendo de tal regimiento no podía ser roja, tenía que ser verde; y eso, algún amigo de él le dijo: las casacas eran verdes. Bueno, dijo Wilde, si a usted le parece que queda mejor porque la sangre y el vino son verdes… (ríe), lo pondré, pero quedan mejor rojas. Claro, él sabía que era falso eso. Después aparecen alegorías, que son del todo falsas. —Pero insisto en aquella frase, Borges, «Convertiré mi dolor en música». Y yo creo que en «La balada…» y en «De profundis» él logra, de alguna manera, eso. —Yo creo que sí, y es la función de todo poeta yo creo. —Sí… —Claro, hacer música, o hacer cadencias. Bueno, en La Odisea se lee que los dioses hacen que los hombres sufran, para que las generaciones venideras tengan algo que cantar; que es la misma idea. —Cierto. —Es decir, que todo el universo tendría una justificación estética, y eso lo dijo de un modo más prosaico Mallarmé; porque dijo: «Todo para en un libro», pero un libro es una cosa muerta; queda mejor: «Que tengan algo que cantar», queda mucho más vivo; Homero lo dijo con más destreza que Mallarmé. Claro, Mallarmé lo dijo con cierta resignación: «Todo para en un libro»; como diciendo, bueno, qué podemos esperar si todo para en un libro. Salvo que él tuviera el culto del libro o que hubiera ambas cosas, ya que Mallarmé era una persona muy compleja; posiblemente escribiera de modo deliberadamente ambiguo. En el caso de Wilde, yo creo que lo indudable, es que más allá de cada una de sus páginas, Wilde nos deja la impresión de un hombre genial y un hombre encantador también. Y, además, como yo he dicho más de una vez, de una extraña inocencia, que es lo que pasa con Verlaine también. Es decir, sus vidas pueden haber sido infames, pero ellos no lo fueron. Y esto me recuerda una frase de Stevenson, que es muy linda y que es cierta: «Un hombre», decía Stevenson, «puede ser calumniado por sus obras, por su vida», o «por sus actos», dice él. «Un hombre puede ser calumniado por sus actos». Es decir, un hombre puede matar, y esencialmente no ser un asesino; y el caso de Macbeth sería ése, ¿no? Uno siente que Macbeth obra así, impulsado por las parcas, por su mujer, que es más fuerte que él; pero que no es esencialmente un asesino. Y es que muchas veces, una persona inteligente puede obrar como un tonto; y no debe ser juzgado por esos actos tontos, sino por lo que él es. Y en el caso de Wilde, la impresión final que él deja, es de una extraña inocencia; como si todo le hubiera pasado a otro, o como si él no hubiera participado del todo en su vida. Por eso es una lástima que siempre se insista, bueno, sobre el final trágico de Wilde; me gustaría leer algún libro de Wilde en que no se hablara de aquello, en que se hablara de su obra, simplemente. Pero parece que no, parece que en este momento tenemos que hablar del proceso, de la cárcel, de los años de desdicha de él en París. —Pero también usted dice que el sabor fundamental de su obra es la felicidad. —Sí, yo creo que sí, yo, sin duda, habré repetido esa frase; creo que es indudable. Y, además, el hecho, también, de que en sus comedias, hay muchas personas tontas —mujeres de sociedad y frívolas—, pero que al mismo tiempo son ingeniosas. Pero, eso no importa, ¿no?; la impresión que dejan es la de la tontería, aunque están diciendo cosas ingeniosas continuamente. Claro, porque Wilde les pone esas ingeniosidades en su boca. Pero, en fin, dejan la impresión final de ser tontas, o de ser frívolas; y sin embargo, hablan en epigramas y en epigramas afortunados. —Qué cosa; ahora que usted me dice esto, yo recuerdo una frase de Dostoyevski en que, hablando de la belleza, dice que la belleza resplandece, de pronto, inclusive, en la tontería. —Está bien, es verdad. Sí, yo, por ejemplo, en la calle, oigo frases a veces extraordinarias, dichas por personas que no se dan cuenta de que las dicen. Ahora, Shaw decía, ya que estamos con irlandeses hoy, que todas las frases de él eran frases que él había oído en la calle; que él no había inventado nada, que él transcribía, simplemente. Pero, eso puede ser una boutade más de Shaw, ¿no? —Un amanuense del ingenio de los demás, sí, lo habíamos comentado anteriormente. —Yo no creo que sea cierto eso, además, qué raro que nadie sepa aprovechar ese ingenio salvo ese oyente casual que se llama, o que se llamaba George Bernard Shaw. Bueno, Shaw y Wilde eran muy amigos, y Shaw decía que él daría cualquier cosa por una o dos horas de diálogo con Wilde, y que en ese diálogo el que hablaría sería el otro; y que él, «por una vez en mi vida», dice, «me quedaría callado». —En cambio, Wilde, había dicho que lo veía a Shaw como un hombre incapaz de pasión, y eso, pensaba Wilde, haría que su obra fuera de menor interés para él: la obra de Shaw para Wilde. —Bueno, es que Shaw tenía la pasión de pensar, sobre todo. 108 EL DESIERTO, LA LLANURA Osvaldo Ferrari: Periódicamente, Borges, volvemos a la llanura; pero esta vez con una nueva reflexión; he pensado que el ámbito en el cual uno podría suponer que se inspiran los grandes místicos, debiera ser mucho más la montaña que la llanura. Sin embargo, tenemos el ejemplo concreto de grandes religiones monoteístas, cuyos fundadores se han inspirado en la llanura, en el desierto. Jorge Luis Borges: Usted se refiere al islam, y al cristianismo, quizá, ¿o no? —Sí, naturalmente. —Sí, porque no sé qué otras puede haber. —En esas religiones, la llanura, en lugar de la montaña, ha sido la gran inspiradora. Ahora, usted mencionaba la perspectiva observada por Darwin de los planos de la llanura. —Sí, eso se encuentra en el Viaje del Beagle de Darwin, y luego, lo retoma Hudson, no sé si en Un naturalista en el Plata o en Far away and long ago, es decir, Hace mucho tiempo y muy lejos. Ahora, curiosamente, Francisco Luis Bernárdez dijo que ese título era exactamente el mismo que «Años y leguas» de no sé qué escritor español; pero no es, porque «Años y leguas» parece, así, seco, ¿no? Digo, se habla del tiempo y luego se habla del espacio. En cambio, en Far away and long ago, o aun en la versión castellana Allá lejos y hace tiempo hay como una cadencia; como una música, que vendría a equivaler… y, a la nostalgia, a cierta melancolía. Y creo que «Far away and long ago» figura en alguna balada. Es decir, se dice lo mismo, pero está dicho con cierta música. En cambio, «Años y leguas» parece seco, y son simplemente dos modos de medir el tiempo y de medir el espacio. Pero sin mayor emoción. En cambio «Far away and long ago» o «hace mucho tiempo y muy lejos» hay ahí una cadencia que viene a ser como una cifra de la emoción. De modo que no son iguales, digo, conceptualmente serán iguales, pero emocionalmente no; intelectualmente son iguales, pero emotivamente no. —Pero, emotivamente hablando, usted me decía en otro diálogo que quizá la verdadera manera de estar en un lugar, sea estar lejos; sea no estar en ese lugar: Hudson escribió sobre esos lugares desde lejos, como por ejemplo Güiraldes escribió sobre la llanura desde Francia. Es decir, desde lejos… —Bueno, parcialmente. Él escribió una parte de Don Segundo Sombra en la Estancia; es decir, en la llanura, en la provincia de Buenos Aires, en San Antonio de Areco. Otra, él la escribió en Buenos Aires; parte en la casa de los padres, que quedaba en Paraguay y Florida, y otra parte en la casa en que él estaba, donde yo lo visité mientras escribía ese libro, que vendría a ser Solís y Victoria, o Solís y Alsina, no recuerdo. Pero, en fin, el barrio del Congreso; que es la llanura, pero que no es la llanura, porque está edificada. —En todo caso, la distancia actuaría como inspiradora. —Sí, yo creo que sí. Podríamos exagerar eso, y decir que el único modo de estar emotivamente en un lugar es no estar físicamente, ¿no? —Sí, pero creo que usted acierta en esto; hay otros ejemplos dentro de nuestra literatura, en que la obra ha sido concebida a distancia; y particularmente obras que se refieren a la llanura, y en épocas anteriores; en el siglo pasado. —Bueno, tenemos el caso de Sarmiento, que escribe el Facundo en Chile. —Exacto. —Ahora, el caso de Echeverría; Echeverría escribe su poema «La cautiva»… bueno, sí lo escribe en la llanura, en una estancia en el Pilar. Pero él estaba pensando menos en esa estancia que en la extensión de esa llanura hacia la Cordillera. —Hacia la Cordillera. Además, venía de viajes por Europa… —También, es cierto, sí, claro, recordemos la guitarra de Echeverría en París. —Entonces, vemos que la llanura nos propone distintas lecturas. Pero, vuelvo a aquella que usted mencionó antes, de Darwin, porque allí había una perspectiva que me interesaba. Usted me decía que la visión de la llanura dependía de la altura desde donde se mirara. —Sí, creo que Darwin, y después Hudson, hablan de la llanura en la llanura, que vendría a ser la llanura vista desde la altura de un hombre que está de pie, o desde la altura del jinete, vista desde el caballo; y él hace notar que en ningún caso, la vista alcanza muy lejos, porque en ambos casos se llega muy pronto a la línea del horizonte. Es decir, que una persona que está en medio de la llanura, no la siente como infinita; salvo que sepa que virtualmente es infinita y la sienta como mayor, ¿no? Porque si no, la vista no alcanza muy lejos, se llega muy pronto al horizonte, que es un círculo, y un círculo que no está lejísimos. En cambio, la visión del mar ya es mayor, porque usted la ve desde la cubierta de un barco; entonces, alcanza más lejos que si usted lo ve desde el caballo o desde usted mismo de pie. —Hay tres versiones literarias de la llanura que a lo mejor tienen algo que ver con la realidad. —¿Cuáles son las tres? —La de Sarmiento, que dice que para entender al hombre argentino, hay que conocer la influencia del medio natural sobre él; la de Martínez Estrada, que dice que la pampa entra en nosotros, entra en nuestras ciudades, en nuestros pueblos, irremediablemente… —Sí, y hay una frase de Güiraldes también, que dice que antes, el campo entraba en las casas. —Ah, claro. —De modo que viene a ser lo mismo. —Justamente, es la misma idea. —Sí, yo no sé, en algún texto de El cencerro de cristal puede estar eso. O si no en alguno de los poemas posteriores a Don Segundo Sombra, que no recuerdo cómo se llaman. Pero en alguno de ellos él dice algo del campo entrando en las casas. —Y hay alguien que llega más lejos todavía: Carmen Gándara, que dice «los argentinos somos desierto». —Entonces, ya está instalado adentro el desierto. Sí, y, sería muy triste y podría ser cierto, ¿eh? El hecho de que el individuo se siente solo. Falta el sentimiento de comunidad. Es decir, de una llanura compartida, ¿no?; seríamos llanura y estaríamos irreparablemente solos. —De alguna manera, ese aislamiento que se dice que padecemos de pueblo solo en el sur, digamos, en la conclusión del mundo. —Sí, ahora, recuerdo que Xul Solar, me decía que convendría que los mapas se imprimieran de otro modo. Entonces, en lugar de estar en una especie de pingajo colgante, que vendría a ser el cono austral, estaríamos en la cumbre, en la cúspide; si se situara el sur en lo alto, y no en la parte inferior del mapa. —Xul proponía invertir el mapamundi, o el globo terráqueo. —Sí, pero como se trata sólo de una convención, no costaría nada: lo mismo podrían, bueno, el sur y el norte ser la derecha y la izquierda. En cambio, ahora son la parte inferior y la parte superior de la página. —Si yo recuerdo los hombres de llanura que usted ha descrito en sus cuentos, veo que los caracteres son definidos y hasta definitivos. Estoy pensando en un Tadeo Isidoro Cruz, estoy pensando en… —Sí, es cierto, qué raro que el carácter de la gente pueda estar determinado por la cartografía, pero por qué no (ríen ambos); pero quizá no, quizá esté más diferenciado por el hecho de que sean montañeses o que sean llaneros. Ahora, en cuanto al tipo del gaucho, y bueno, el tipo del gaucho no sólo está limitado a la llanura, sino que se da en las cuchillas, donde ya hay elevaciones; pero no sé si eso influye en el carácter, ¿no? —Aparentemente sí, habría una diferencia que se daría entre la gente de la llanura y la gente de la montaña, dentro del mismo país. Pero, bueno, una agradable diferencia de matices. —Groussac, en la conferencia sobre el gaucho, que él pronunció, creo que en Chicago, dice que hay dos tipos de gaucho: el tipo del sur, que sería llanero; y luego, el tipo del gaucho de los montes, que vendría a ser el del norte. En cambio, Lugones, en El payador, insiste en que el tipo del gaucho es único; y se da igualmente en una región montañosa como Salta, que en la llanura. Pero no sé si es cierto eso, posiblemente haya diferencias entre los dos. —Cierto, pero yo no pienso sólo en el gaucho, pienso en nosotros como hombres de la llanura también, ya que Buenos Aires, como dijimos cuando hablamos del sur, es la llanura edificada, digamos. —Indudablemente, yo recuerdo que una vez, yo estaba conversando con un… claro que yo obraba de mala fe; estaba conversando con un literato, creo que francés, y me dijo que había estado en un hotel, no sé, cerca de la plaza del Congreso; y él me dijo que querría ver la pampa. Y yo le dije, bueno, ya estamos en la pampa, ésta es la pampa. Pero (ríe), claro que era una trampa mía, porque lo que él quería era no ver la pampa edificada, sino la pampa desierta, digamos. —Pero hubo otro literato francés, que habló, creo, del vértigo horizontal de la pampa. —Bueno, ése fue Drieu la Rochelle; pero eso fue porque habíamos salido a caminar, y llegamos no sé si a las inmediaciones del Puente Alsina o al barrio La Paternal, o lo que fuera, en fin, un lugar en que ya se sentía la llanura. Y él dijo: vertige horizontal (vértigo horizontal). Ése fue Pierre Drieu la Rochelle, en alguna madrugada perdida, en las orillas de Buenos Aires. —¿Y ocurrió con usted, Borges, Drieu la Rochelle estaba con usted en ese momento? —Estábamos Ibarra, Drieu la Rochelle y yo. No creo que hubiera nadie más. Habíamos salido a caminar los tres y habíamos llegado a las orillas de Buenos Aires. Creo que salimos de San Juan y Boedo y llegamos al Puente Alsina, creo recordar. Pero, puede haber sido por el lado del oeste también, aunque creo que no, que fue sobre todo por el suroeste; es decir, por el Puente Alsina. Sí, porque recuerdo que pasó una… que vimos una tropilla. Sí, Ibarra me recordó ese hecho, que yo había olvidado, Y yo dije: ¡la patria!, y después una mala palabra que no era una mala palabra, sino un énfasis de la emoción, ¿no? —Pero, qué curioso, Borges, nosotros buscábamos una conclusión para este diálogo sobre el desierto, la llanura, la planicie… —Y el suicida nos ha dado esa frase. —Y el suicida Drieu la Rochelle, con el vértigo horizontal, nos ha dado la conclusión. —Nos ha ayudado nuestro amigo, sí. 109 ADOLFO BIOY CASARES Osvaldo Ferrari: Desde un punto de vista literario, Borges, usted ha mantenido una amistad con la que todos nos hemos beneficiado, ya que de esa amistad han surgido libros y traducciones importantes. Me refiero a su amistad, a lo largo del tiempo, con Adolfo Bioy Casares. Jorge Luis Borges. Sí, yo prologué su primer libro, La invención de Morel. Recuerdo que él le puso ese título para recordar La isla del doctor Moreau de Wells, y, mi hermana dibujó en la tapa una especie de plano de la isla; recuerdo esa isla amarilla sobre un mar azul, y el prólogo que yo escribí… porque Ortega y Gasset dijo que nuestro siglo podía difícilmente interesarse en argumentos, y que no podía inventarse una fábula nueva. Entonces yo, en una nota publicada en la revista Sur, señalé precisamente que este siglo ha abundado en nuevos argumentos, y me limité, creo, al ejemplo de Wells —hablé de Wells y hablé de Chesterton, y también de las novelas de Kafka—; recordé esos ejemplos, dije que precisamente nuestro siglo se caracterizaba por la invención de argumentos. Y que uno de ellos, y no el menos bello, era el de la novela de Bioy Casares. Ahora, yo creía que escribir en colaboración era imposible, pero fui un domingo a almorzar a casa de Bioy, y se demoró el almuerzo durante una hora; y él me dijo: «Vamos a escribir aquel cuento, cuyo argumento se te ocurrió, y yo te propuse que lo escribiéramos en colaboración». Y yo le dije que sí, para demostrarle que la colaboración era imposible. Nos pusimos a escribir, y, al rato, bueno, se apoderó de nosotros un personaje que se llamaría después Bustos Domecq, y ulteriormente Suárez Lynch; se apoderó de nosotros y empezamos a escribir. Yo no sé realmente de qué lado de la mesa surgieron las cosas —por lo general, yo creo, que los argumentos han sido míos, y las frases, las felices frases, de Bioy Casares—, pero, no estoy seguro tampoco de eso, ya que alguna frase se me habrá ocurrido a mí, y algún argumento a él, desde luego. Además, yo creo que para colaborar, es necesario que los colaboradores olviden que son dos personas, porque si no, pueden insistir, por vanidad, en que se acepte su opinión, o, por cortesía, en sostener que el otro siempre tiene razón. Y hay que olvidar esas cosas: hay que juzgar lo que se escribe y lo que se inventa, de un modo impersonal. Y hemos logrado eso con Bioy Casares. Pero, últimamente, resolvimos abandonarlo a… —A Bustos Domecq. —A Bustos Domecq y a Suárez Lynch, porque, como no nos gusta mucho lo que ellos escriben, y tienen un estilo barroco, y a Bioy le desagrada —Bioy me ha enseñado la virtud de la sencillez de lo clásico— y a mí ahora también me desagrada. Sin embargo, en cuanto empezamos a escribir, ya surge ese fantasma, ese fantasma generado por nuestro diálogo, y se apodera no solamente del argumento sino de las frases, y tiende hacia lo barroco; hacia una suerte de reductio ad absurdum de lo que estamos escribiendo. Pero, en fin, hace tiempo que no colaboramos. —¿Y don Isidro Parodi, vuelve a veces? —Sí, nosotros elegimos el apellido «Parodi», curiosamente, e increíblemente no pensamos en Parodi y en «parodia». No, pensamos que hay apellidos italianos que no se oyen como italianos sino como criollos. Y yo pensé, bueno, esos apellidos serían, por ejemplo, Ferry, que no se oye como italiano, Molinari, que no se oye como italiano; Parodi, que no se oye como italiano. —Claro, es cierto. —Sí, y además, recordé una frase de un amigo mío, que decía que todos los criollos viejos fueron, en su tiempo, gringos, ¿no? (ríen ambos). Que la vejez del gringo, en Buenos Aires, es la del criollo viejo. Y es verdad. —Ahora, yo destaco la amistad de ustedes dos como benéfica y creativa… —Pero, desde luego; yo querría decir, además, claro, siempre que se ha dado una amistad entre escritores de edad muy despareja, se supone que el mayor es el maestro y el menor el discípulo; pero, en nuestro caso, no ha ocurrido así: el maestro ha sido el joven, y el viejo discípulo he sido yo. Yo querría destacar esto porque es un hecho —no se trata, bueno, de jugar a la modestia, no, se trata de algo que ha ocurrido—, y que Bioy, sin duda por cortesía, desmentirá, ¿no?; ya que se entiende que el mayor debe ser el maestro. —Bueno, pero también es cierto que siempre su actitud, Borges, es más bien la de discípulo frente a las cosas, que la de maestro. —Ah, desde luego, sí; cuando la gente me llama «maestro», yo miro hacia otro lado, como cuando dicen «doctor»: pienso que están hablando con un tercero. Ya que yo, suelo llamarme Borges, y la gente me llama Borges —la gente que no me conoce me llama «Georgie», y la gente que me conoce me llama Borges, desde luego—. Bueno, salvo mi hermana, naturalmente, no va a llamarme ella por mi apellido. —Claro. Al haber dicho Bioy Casares y usted, algunas veces, que se trata (la de ustedes dos) de un tipo de amistad sin intimidad, han caracterizado un estilo de amistad que me parece muy especial. —Muy real, pero, en mi caso, yo recuerdo ese tipo de amistad, sobre todo, con Manuel Peyrou y con Manuel Mujica Lainez. Bueno, Peyrou llegó al extremo de casarse y de comunicarme su casamiento un poco más de un año después de haberlo efectuado. Ahora, Peyrou era bastante raro: creyó haberle comunicado su casamiento a Silvina Ocampo, porque hablaban todos los días por teléfono, y un día, él le dijo: «Bueno, ayer tomé una decisión». Ahora, esa frase puede interpretarse de muchos modos, pero él pensó que le había dicho a ella que se había casado, y luego resultó que se lo había dicho de ese modo, sentencioso y enigmático a la vez: «Ayer he tomado una decisión» (punto, punto final), y creyó que le había comunicado su casamiento. —(Ríe). Estaba sobreentendido para él, en todo caso. —Sí, estaba sobreentendido, supuestamente. Con Mujica Lainez también, hemos sido muy, muy amigos, y quizá nos hayamos visto… cada dos años. Sobre todo, claro, yo he pasado buena parte de mi vida en sanatorios, me han hecho muchas operaciones en la vista, y siempre que me han operado, allí estaba Manuel Mujica Lainez. Y yo estaba fuera del país cuando él murió, de modo que yo recibí la noticia al volver a Buenos Aires. —He visto, Borges, que usted tiene muchos amigos con los que se reencuentra a lo largo del tiempo, hace poco se ha reencontrado con Ricardo Costantino, por ejemplo. —Es cierto, fue lindísimo aquello, y además en nuestros pagos —él de Lomas, yo de Adrogué, en fin, «sureros» los dos—. Hacía mucho tiempo que no lo veía, me llamó después, espero volver a verlo pronto; es una persona excelente, indebidamente olvidada. Bueno, todo tiende a olvidarse en este país, ¿eh?; hasta las dictaduras, hasta la infamia, todo, todo se olvida o se perdona, ya que olvidar es perdonar; lo cual asegura cierta impunidad, desde luego, o bastante impunidad. —Y, a veces, pasamos del olvido a la confusión ¿no es cierto? —Y, fácilmente; el olvido es una confusión, por lo demás. —Ahora, en el caso de Bioy Casares, ¿a ustedes los reunió la revista Sur?, ¿los reunió la Antología de la literatura fantástica? —No, Sur no. Yo lo conocí a Bioy… a mí me lo presentó Silvina Ocampo, que no era su mujer entonces; que era amiga de mi hermana. No, realmente no fue Sur, además, mi relación con Sur se ha exagerado mucho; yo le debo mucho a Victoria Ocampo, pero en la edición de Sur no, he publicado, en la revista alguna vez, figuro en ese Comité de Redacción —que es una lista de todas las personas que estaban presentes cuando se redactó el Comité—, de modo que aparecen personas que no tienen nada que ver con la literatura; por ejemplo, creo que está Alfredo González Garaño, que está María Rosa Oliver; simplemente porque estaban presentes. —¿Y no fueron consultados después? —No, no creo, además, es muy difícil consultar a Waldo Frank en Nueva York, a Ortega y Gasset en Madrid, a Drieu la Rochelle en París; imposible hacerlo. Pero no importa, fue como una suerte de saludo a Victoria Ocampo. —Un comité tutelar, digamos. —Sí, sí, sí, tutelar más bien (ríe); más tutelar ahora, claro, ya que es un fantasma. Pero, creo que ha cesado la revista, no estoy seguro, ¿sigue apareciendo o no?; yo creo que no, ¿eh? —Yo tampoco estoy del todo seguro, porque se espació tanto entre número y número, que no sabemos… —Sí, que se llegó fácilmente a la desaparición, pasando por la incertidumbre. Bueno, pero no fue periódica al principio tampoco, ya que la idea de Victoria Ocampo era publicar cuatro números por año, que correspondieran a las cuatro estaciones. Pero, claro, eso no daba ninguna impresión de periodicidad, ¿no?; una revista que sale cada tres meses es como un libro, más bien. —Me interesa, Borges, destacar la Antología de la literatura fantástica hecha por usted, en colaboración con Bioy Casares y Silvina Ocampo. —Bueno, yo creo que ese libro ha sido un libro benemérito, ya que la literatura de la América del Sur, a diferencia de la de América del Norte, ha sido siempre una literatura más o menos realista, digamos, o costumbrista. Lugones, desde luego, publicó un libro de cuentos fantásticos e inició el genero en este continente, en América del Sur; me refiero a Las fuerzas extrañas, naturalmente, año, más o menos, 1905 —mis fechas son inseguras—. Pero, en fin, fue el primer libro de cuentos fantásticos, y él lo escribió a la sombra de Edgar Allan Poe; pero los libros de Poe estaban al alcance de todos, y no todos escribieron Las fuerzas extrañas. Y, sobre todo, nadie escribió cuentos como «Isur», como «Los caballos de Abdera», y como «La lluvia de fuego» que son los mejores cuentos de ese libro. Y luego hay un ensayo de cosmogonía, que viene a ser una variación sobre el tema de «Eureka» de Poe, que es una cosmogonía también. Ahora, Lugones lo tituló —lo cual queda gracioso, queda raro— «Cosmogonía en diez lecciones». Uno no asocia la idea de lección y la de cosmogonía, ¿no?; cosmogonía, no sé, sugiere algo muy antiguo, y lecciones no, algo didáctico y actual. Además, eso demuestra el aplomo, la certidumbre de Lugones: poder enseñar la cosmogonía —que, según Valery, es el más antiguo de los géneros literarios—, poder enseñarla, y en diez lecciones. Bueno, es un poco el truco —que yo repetí cuando titulé a un libro mío Manual de zoología fantástica—: la zoología fantástica no existe, y menos un manual de esa zoología. Más o menos el mismo truco, y me doy cuenta en este momento, conversando con usted, Ferrari. —Vemos que Lugones no cultivaba el humor pero sí la extravagancia, a veces. —Bueno, el humor lo cultivó, pero, digamos, con pobre resultado; cuando dice «La institutriz, una flaca escocesa / ya enteramente isósceles junto a la suegra obesa», el intento era el humor, pero el resultado es más bien melancólico, ¿no? (ríen ambos). —Demasiado riguroso. —«Enteramente isósceles» quiere ser gracioso, y no sé si realmente provoca hilaridad. —El otro aspecto de su trabajo en colaboración con Bioy Casares es el de las traducciones. Yo creo que han introducido composiciones importantes a través de la traducción, recuerdo poemas, sobre todo del inglés. —Ah sí, habrá colaborado Silvina Ocampo, sin duda, en ellos, ¿eh? —También en las traducciones. —Estoy seguro, sí. —Como en el caso de la Antología de la literatura fantástica. —Sí, en el caso de la Antología desde luego. Esa antología la hicimos los tres, pero a Bioy le tocó escribir el prólogo. Yo creo que en ese prólogo él cita, íntegro, aquel soneto sobre un tigre, de Enrique Banchs. Se describe largamente al tigre, se habla del otoño de las hojas… al final, muy inesperadamente —como en un cuento policial o en un cuento fantástico—, en el último verso, encontramos estas últimas palabras: «Así es mi odio». Y antes no se ha referido nunca al odio, ha descrito al tigre, simplemente. Y Bioy cita eso como ejemplo de sorpresa, y no sé si Banchs era capaz de odio, yo creo que no. Pero, quizá lo fuera, ya que era un hombre tan reservado… —Es un sentimiento más concebible en el tigre que en Banchs. —Y, el odio en el tigre… tampoco, yo diría que más bien el furor, pero un furor inocente; porque odio ya implica recuerdo y perseverancia —supongo que los animales, como observó Séneca, viven en el presente—, es decir: viven en el presente e ignoran la muerte. Por eso, recuerdo un verso muy lindo del poeta irlandés William Butler Yeats, que dice: «Man has created death» (El hombre ha creado la muerte), en el sentido de que sólo el hombre es consciente de la muerte; los animales son inmortales ya que viven en el presente. 110 LA POLÍTICA Y LA CULTURA Osvaldo Ferrari: En otra oportunidad hemos hablado, Borges, de la cultura y de la ética. Sobre todo, acerca de la importancia de mantener una actitud ética en la cultura. Y como usted ha sido testigo de distintas maneras y concepciones con que se ha manejado la cultura en nuestro país; yo quiero consultarlo sobre estas nuevas formas, multitudinarias, que se dan, por ejemplo, en la Feria del Libro. Jorge Luis Borges: Los ejemplos abundan. Por ejemplo, el hecho de decretar que este año, es el año «gardeliano»; ese neologismo no los ha hecho retroceder horrorizados, y además, dedicar la Feria del Libro, bueno, a alguien tan lejano del concepto del libro como Gardel. Son medidas demagógicas, yo creo, ¿no?; bastante burdas; pero contrariamente a lo que pensaba, por ejemplo, Gracián, autor de El cortesano, yo no creo que, convenga que la astucia sea muy astuta. Yo creo que es lo contrario, creo que convienen estratagemas burdos, ya que la mayoría de la gente es burda. Y, por ejemplo, algo tan evidente como el hecho de dedicar un año a Gardel, bueno, es algo burdo, pero no importa: es precisamente eficaz porque es burdo. Creo que la idea de que conviene la sutileza es un error, tratándose así, de la mayoría de la gente, no; conviene que los medios sean tan burdos como aquellos a quienes se dirigen. —¿Lo burdo es más accesible, digamos? —Yo creo que sí, de modo que no conviene una persona muy sutil; vendría a ser lo contrario, digamos, de Maquiavelo, ¿no?, lo contrario de Gracián: la idea de la suma agudeza. Y creo que es un error, si uno procede con engaños burdos, eso puede engañar más fácilmente, ya que se dirigen a personas burdas también. De modo que todo hace juego, y lo demasiado sutil, quizá no funcione, quizá sea inútil. —Usted sabe que, en décadas anteriores no se hubiera concebido una manifestación que reuniera, en quince días, a un millón de personas; como ocurrió, por ejemplo, el año pasado, en la Feria del Libro. —Ah, sí. —Pero, quizá precisamente porque se logra reunir a un millón de personas, es importante el cómo se maneje, digamos, ese vasto pretexto cultural. —Sí, en este caso, parece que se han buscado fines demagógicos. —Naturalmente, nos estamos refiriendo, en este caso, al libro; y usted recordará que en décadas anteriores, usted decía que los libros y los escritores eran casi secretos. —Sí, y ahora, bueno, yo diría que un escritor secreto debe ser una especie de oxímoron; se entiende que el escritor tiene que ser público, tiene que ser tan público como los políticos (ríe). Y, sobre todo, ahora está exagerándose esa publicidad. Sin duda, yo le habré contado muchas veces: nosotros llegamos a Suiza, el año 1914, y, como buenos sudamericanos, preguntamos el nombre del presidente de la Confederación Suiza. Se quedaron mirándonos, porque nadie lo sabía; había un gobierno muy eficaz, pero precisamente, era un gobierno invisible. Y, en cambio, ahora, estamos gobernados por personas que se exponen a la fotografía continuamente; no solamente se exponen sino que la buscan, ¿no? Claro, viajan no sólo con guardaespaldas y con un séquito, sino con numerosos fotógrafos. Lo contrario de Plotino, ¿recuerda?, creo que los otros días hablamos de que quisieron hacer un busto de Plotino. Entonces, Plotino dijo que ya que él no era nada más que una sombra: la sombra de su arquetipo; una imagen suya sería la sombra de una sombra. Y ese argumento, lo encontraría siglos después Pascal, contra la pintura. Diciendo que si el mundo no es admirable, por qué una representación del mundo iba a serlo, sin saber que repetía a Plotino. —Es muy claro eso. —Si, y ahora, creo que nadie piensa eso; una persona que no se hace retratar casi no existe, ¿no? (ríen ambos). Y las imágenes son más reales que los seres. —Que las realidades. —Que las realidades, sí. —Pero usted decía que los escritores pensaban que cuanto menos multitudinarios fueran, serían de mayor calidad; sería de mayor calidad lo que escribieran. —Sí, porque había la idea de los «happy few» (los pocos afortunados), había la idea, en unos versos de Stefan George, que no recuerdo en alemán, pero que en una traducción de Díez Cañedo, y refiriéndose el poema, dice así: «De raros elegidos / es raras veces premio». Bueno, ése era el ideal de un poeta. Y creo que es un poema, cuyo título está tomado de un cuento de Henry James: «The figure in the carpet» (La figura en la alfombra), que empieza con una alfombra, cuyo dibujo, a primera vista, es un caos de colores y de formas; y luego uno, fijándose, ve que hay una secreta simetría. Y entonces, Stefan George hizo un poema: «La alfombra de la vida», con esa misma idea de que todo parece un caos, pero que es realmente un secreto cosmos; un cosmos secreto. Y, entonces, esa idea también, para la obra de arte: «De raros elegidos / es raras veces premio», que viene a ser un poco la idea de Góngora, o la de Mallarmé. Son poetas deliberadamente oscuros, porque no escribían para el vulgo. —Claro, pero esa idea no se vinculaba, como suele creerse, con cultura de élite y cultura de masas; no tiene nada que ver con eso. —No, yo creo que no. Se pensaba que todo lector debía tratar de ser digno de esa aparente oscuridad. —Es la idea de que el poema encuentra a su lector, o el cuadro a su espectador, digamos. —Sí, y además había comentarios, que justificaban y explicaban el texto. Bueno, últimamente ha ocurrido eso con James Joyce. Ese libro escrito por Stuart Gilbert, secretario de Joyce; y otro que se llama, curiosamente, Una ganzúa para el velorio de Finnegan, hecho por dos estudiantes norteamericanos, que dedicaron creo que cinco o seis años a instalarse en Dublín, y encontrar todas las soluciones a la topografía y a la historia de Dublín, que están encerradas en ese libro: El velorio de Finnegan. —Y pensando en Joyce, además. —Pensando en Joyce, sí. —Ahora, la cultura entendida como espectáculo, en lugar de entendérsela como manifestación espiritual silenciosa, es propia de nuestra época. —Sí, se entiende que todo sea un espectáculo. Claro que los espectáculos pueden ser lindos, desde luego; hay una belleza del espectáculo también. —Pero, es obvio que estamos frente a un gran cambio en la concepción cultural; en la manifestación cultural. —Ah, sí, se entiende que las cosas tienen que ser espectaculares, se busca lo multitudinario; todo hombre quiere ser «The man of the crowd» (El hombre de la turba), del famoso cuento de Poe. —Es posible que esto corresponda a un cambio de época, o a la inclusión de la política dentro de la cultura. —Yo temo que sea lo segundo, más bien, ¿eh? Es que la política, ahora, parece que es ubicua. —Sí… —Por ejemplo, a un escritor, se lo juzga ahora, menos por su arte que por sus opiniones políticas. —Cierto. —Sobre todo por la última opinión política. El caso más evidente sería el de Lugones; que profesó, quizá, todos los credos políticos, pero se lo recuerda por el último. Se lo recuerda por La hora de la espada, que fue lo último; y no se recuerda que antes fue, bueno, anarquista, socialista, demócrata partidario de los aliados; luego, saludó a la revolución rusa —bueno, esa revolución prometía fraternidad a todos los hombres— y luego, al final, desengañado, creyó en el credo de La hora de la espada. Y se lo recuerda por esa última etapa, y se olvida que no medró con ninguna de esas, bueno, transmigraciones, digamos. No medró con ninguna de ellas. —Fíjese que antes no tenían el prestigio y la influencia que ahora tienen, la psicología, la sociología, y la política, por ejemplo. Y me refiero a nuestro país, en este caso. —No, ahora la psicología —mi padre fue profesor de psicología—, bueno, y el tema de la psicología interesaba a muy poca gente. Pero no sé si es psicología lo que se estudia ahora. —Psicología social, en muchos casos. —Psicología social, y luego, cuando se aplica al individuo, se insiste, sobre todo, en una interpretación obscena de las cosas, ¿no?; Freud, etcétera. —Pareciera que se piensa menos en términos de arte, de literatura y de espíritu, que en los de esas disciplinas. —Desgraciadamente, tiene razón usted. —Y hasta podría pensarse que, a veces, lo que se quiere, es poner la cultura y el espíritu al servicio de esas disciplinas, que son auxiliares. —La sociología ni siquiera sabemos si existe o si es una ciencia imaginaria; a juzgar por los resultados que ha dado, no existe. Porque antes, no se hablaba de economistas, pero el país prosperaba, ahora casi no se habla de otra cosa, y el resultado de esos expertos ha sido la ruina del país; pero eso no importa: sigue hablándose, sigue insistiéndose en esa ciencia, posiblemente no menos imaginaria que la alquimia. —Cierto, se las denomina «ciencias sociales» y quizá no sean ciencias. La sociología se inicia con Augusto Comte. —Sí, pero hasta ahora no sé si ha producido algo. —Claro, no sabemos si se han convertido realmente en ciencias, o no. Y se las estudia bajo ese rótulo. —Parece que la palabra «ciencia» basta, que no importa saber si es una ciencia. —Entonces, esta gran diferencia que vemos en cómo se afronta la cultura: antes, digamos, silenciosamente… —Y eficazmente. Y ahora ruidosa y vanamente. Pero, sobre todo ruidosamente, que es lo que importa. —Sí, y ese ruido termina por involucrarnos a todos. —Sí, pero no sólo para aturdirnos, sino para arrastrarnos… al abismo, digamos; usando una metáfora bastante fácil. —Pero, entonces, esta asociación, con la que hemos empezado; la de la ética con la cultura, usted reconoce que es muy importante para el destino de la cultura en nuestro país, en cualquier caso. —Sí, pero creo que si cada uno de nosotros pensara en ser un hombre ético, y tratara de serlo, ya habríamos hecho mucho; ya que al fin de todo, la suma de las conductas depende de cada individuo. —Justamente. —Y, a veces, yo me siento responsable de las cosas. Aunque sé que estrictamente no lo soy, pero de algún modo soy responsable. Como víctima o… como cómplice muchas veces, cómplice por haraganería, por observar los buenos modales; uno se resigna a muchas cosas. —Hace unos años, usted había vuelto de Estados Unidos, y dijo que percibía, entre las cosas positivas entre nosotros, la capacidad, la posibilidad del diálogo. —Sí, el diálogo es un arte que se ha perdido en los Estados Unidos. Yo recuerdo que mi amigo, Homero Guglielmini, que vivía en Mar del Plata, me dijo: «Es una ciudad sin diálogo». Yo pensé: qué triste ha de ser eso. Y me dijo más o menos lo mismo, con otras palabras, Mastronardi, hablándome de Gualeguay. De modo que, qué hace uno en una ciudad chica. Bueno, uno está reducido, como Alonso Quijano, al diálogo con el barbero, con el cura, con la sobrina, con el ama de llaves; en el mejor de los casos, con el bachiller Sansón Carrasco; y es natural que él prefiriera, a todo eso, la locura de ser don Quijote. Ya que el tedio tiene que haberlo llevado también; digo, no sólo la lectura de los libros de caballería, sino el hecho de que ya no podía seguir viviendo en un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiso acordarse Cervantes. Es que lo más intenso de la vida de Alonso Quijano, tiene que haber sido su lectura de esas novelas de caballería. —Indudablemente. —Todo lo demás, tiene que haber sido muy gris. La prueba está que Cervantes no nos dice nada de ello, salvo que estuvo vagamente enamorado de una labradora, Aldonza Lorenzo; y no es tampoco muy seguro: parece que ella nunca se dio cuenta. De modo que la lectura fue lo más intenso de su vida. Y yo, a veces, pienso que en ese sentido yo soy Alonso Quijano también, ya que la lectura me ha deparado tantas felicidades. Y ahora, desgraciadamente, bueno, soy un Alonso Quijano desterrado; ya que estoy rodeado de una biblioteca que me queda lejísimos. —Bueno, pero se le puede leer esa biblioteca. —Pero, desde luego, y yo le agradezco mucho lo que usted ha hecho. —Le decía, por último, que si usted reconoce que entre nosotros por lo menos existió, hasta hace pocos años, la capacidad de diálogo, eso… —Y posiblemente esté perdiéndose, ahora, ¿eh? —Pero eso indicaría que también tenemos cierta forma de capacidad cultural, que debiera ser tomada éticamente, para desarrollarse. —Sí, pero como ahora vivimos continuamente aturdidos por la televisión y por la radio… yo no debería hablar mal de esos medios de comunicación, ya que vamos a usarlos, ¿no? Pero, por qué no. —Una vez usted dijo que depende de cómo sean usados. —Claro, un medio de comunicación, en sí, no puede ser ni bueno ni malo. Es como si se dijera que la escritura es buena o es mala. Pero, quizá la imprenta haya sido mala, ya que ha facilitado la multiplicación de libros; quizá ya había un número suficiente de libros. Además que, ahora, cualquier libro llega inmediatamente a la publicidad. En cambio, antes, cuando era necesario una copia manuscrita; entonces, la gente antes de copiar un texto, vacilaba. Y ahora, no, ahora es cuestión de unos días y se multiplican; se centuplican los ejemplares. Viene a ser un peligro público. Y la Biblioteca Nacional tiene que recibir todo eso. —(Ríe). En todo caso, este ruido, estas manifestaciones poco armónicas que percibimos en la cultura, ¿habrían empezado con la imprenta? —Sí, yo he leído a un bibliófilo italiano, que tenía una biblioteca muy cuidada y que no admitió jamás un libro impreso. Ahora, me imagino que los primeros libros impresos, habrán sido singularmente feos. En cambio, los manuscritos tendrían las delicadezas de la caligrafía. Los primeros libros impresos deben haber sido muy, muy feos; hechos de un modo tosco. —Habría podido percibirse, a través de esa caligrafía que usted dice, la mano humana. —Sí. —Y no la máquina, claro. —En cambio, los primeros, sin duda provenían de la máquina, y era la máquina, bueno, recién inventada y bastante tosca. 111 BERNARD SHAW Osvaldo Ferrari: Hay unas líneas de Bernard Shaw, en aquel libro que usted y Bioy Casares compilaron, Borges; me refiero a Libro del cielo y del infierno, y creo que esas pocas líneas, a diferencia de otras que encontramos en ese mismo libro, no van a resultarnos incomprensibles. Jorge Luis Borges: Yo no sabía que hubiera líneas incomprensibles… ah, claro, sí, las de santo Tomás. Sí, recuerdo, sí, yo les he contado eso a varias personas y no han podido creerme, les parece imposible. No sé con qué intención se escribió eso. —Sí, y yo di justamente con aquellas líneas, casi incomprensibles, pero esta vez, podemos demostrar que el libro es mucho más claro. —Y bueno, si se lo juzga por esas líneas… —(Ríe). Está perdido. —Claro, está perdido el libro, el laberinto, sí, infranqueable. —Dice Bemard Shaw: «Me he librado del soborno del cielo»… —Eso lo dice Major Barbara en la comedia Major Barbara, del Ejército de Salvación. Sí, nos dice «he dejado atrás el soborno del cielo»; es decir, la idea de ser premiado por los buenos actos, o, lo que viene a ser lo mismo, el temor de ser castigado por los pecados. Es eso, sí, librarse del soborno del cielo; claro, porque el cielo es, de hecho, un soborno, y el infierno es, de hecho, una amenaza. Y no se sabe cuál de los dos es más indigno de una divinidad, ¿no?: amenazar y sobornar, parecen operaciones muy bajas éticamente. —Sigue diciendo Shaw: «Cumplamos la obra de Dios por ella misma; la obra para cuya ejecución nos creó, porque sólo pueden ejecutarla hombres y mujeres vivientes. Cuando me muera, que el deudor sea Dios y no yo». —El final es lindísimo, ¿eh? —Lindísimo. —«Que el deudor sea Dios y no yo». Además, esa idea de regalarle algo a la infinita divinidad, es una idea lindísima. La idea de regalarle algo a Dios, ya que todo es de Dios. Sin embargo, el hombre puede regalarle algo. —Solamente él podía ser capaz de una idea así, ¿eh?, es realmente original. —Sí, es sorprendente, pero es mucho más que sorprendente. Creo que lo que nadie quiere ver en Shaw, es su naturaleza ética. A Shaw siempre se lo ve como ingenioso, pero además, habría que verlo como sabio, y como justo también. Y eso se olvida, porque parece que el ingenio de él, de algún modo ha oscurecido lo demás; ha eclipsado lo demás ¿no? —Su interés por la filosofía y la ética. —Sí, yo creo que sí, y además, su invención de caracteres. Usted ve, los personajes de Shaw son realmente independientes; muchos no opinan como Shaw; muchos están en pleno desacuerdo con él, pero uno siente que fueron personas vivas para él. —Cierto, y de esos personajes, creo que usted ha dicho que exceden a cualquier personaje imaginado por el arte de nuestro tiempo. —Usted dice los héroes; sí, porque la novela se ha dedicado, sobre todo, a las flaquezas humanas. Y estoy pensando en grandes novelistas: pensemos en Dostoyevski, por ejemplo; a él le interesaban las flaquezas del hombre, bueno, tenía una idea romántica: usted ve, en Crimen y castigo el héroe es un asesino, la heroína es una prostituta. Todo eso hubiera sido imposible en el caso de Shaw; él no tenía ningún prejuicio romántico a favor del pecado, y Dostoyevski sí, aunque él hubiera rechazado esa imputación. Precisamente, en Dostoyevski, hay una especie de culto del mal; eso de que uno de los libros se llame Los demonios o Los endemoniados también lo demuestra: a él le gustaba la idea del mal. De igual modo que le gustaba… y, a Baudelaire; y al mismo Byron también lo seducía aquello. Pero en el caso de Shaw no, Shaw es un hombre lúcido, y además, un gran inventor de, bueno, de esas muchedumbres ilusorias que componen la literatura. —En general; la visión de Shaw no es religiosa, claro, es ética y filosófica. —Sin embargo, él pudo concebir personas religiosas, porque, sin duda, Major Barbara es de algún modo religiosa, y Santa Juana, sin ninguna duda, ¿no?, y uno cree en ellos. Y es muy difícil crear héroes o heroínas, así, que sean virtuosas y que sean reales también. Yo creo que fueron imaginadas con sinceridad por Shaw. Sin duda, tenía una gran alma Shaw, si es que significa algo decir una gran alma; pero, bueno, un alma generosa, y un don creativo extraordinario. Y la obra de él es… y, es fantástica; La vuelta de Matusalén, por ejemplo: una especie de historia universal que parte del edén, y luego hace que las cosas vuelvan a Dios; como en la metafísica de su paisano Escoto Erígena: la misma idea de que todas las cosas vuelvan a Dios. Esa idea la tuvo Víctor Hugo también. Hay un poema muy lindo de Hugo, que se llama «Lo que dice la boca de sombra», y la boca de sombra dice, con las vastas metáforas que esperamos, y que ciertamente obtenemos en la obra de Hugo, muestra esa nueva cosmogonía: la creación del mundo, y luego, al final, todas las cosas vuelven a Dios. Y vuelve también el demonio; vuelven los monstruos, todo eso lo describe muy vividamente, con espléndidos versos, Víctor Hugo. Las cosas vuelven a Dios. Y en el último acto de Vuelta de Matusalén, también, la creación vuelve a la divinidad, y no se sabe qué puede suceder después. —Sí, ahora, hemos hablado anteriormente de la capacidad critica de algunos irlandeses, pero, en particular, de la capacidad crítica que tuvieron, dentro de Inglaterra, Shaw y Wilde. —Es que Irlanda es un país extraordinario ciertamente, ¿eh?, un país muy pobre, una islita lateral, y, sin embargo, ha dado tantos hombres de genio; y todos completamente distintos entre sí: ¿qué tiene que ver William Butler Yeats con Shaw?; yo diría absolutamente nada, salvo en el hecho de ser geniales los dos; u Oscar Wilde y George Moore; o Swift y Escoto Erígena. Tantos hombres de genio dados por esa islita perdida. —El duque de Wellington, creo… —El duque de Wellington también, desde luego. Era escéptico en lo que concierne a la guerra, ya que él no permitió que se escribiera la historia de la batalla de Waterloo, porque lo horrorizaba esa memoria del campo de batalla. —Ahora, yo le había mencionado anteriormente, que Wilde consideraba que Shaw era un hombre incapaz de pasión. —No, yo no creo. —Y pensaba que la obra de Shaw a él, a Wilde, le iba a interesar menos por eso, justamente. —Eran íntimos amigos los dos, y Shaw trató de defenderlo, pero no encontró a nadie; porque buscaron que firmara no sé qué texto Sara Bernhardt, y ella estaba en Londres, y dijo que no, que ella era extranjera y que no podía intervenir. En fin, y no quiso firmar. Había dos personas listas a ayudar a Wilde, que eran, uno, en fin, un ser bastante subalterno, Frank Harris; y el otro, Shaw. Y parece que nadie más. —Sí, ahora, usted me decía que la pasión de Shaw, era la de pensar. —Sí, en ese libro: Who is who, quién es quién, donde las personas tenían que poner cuál era su pasatiempo, él puso «pensar». —Bueno, eso es una prueba. Y después, tenemos el otro aspecto, la posición política de Shaw; creo que Shaw se adhería al socialismo. —Fue uno de los fundadores de la Sociedad Fabiana. Y él pensaba que había que demorar la revolución, él pensaba que los gobiernos se vendrían abajo solos; que no sería necesaria una revolución. Y, sin embargo, ahora estamos en el año mil novecientos ochenta y cinco, y parece que nunca han dolido tanto los gobiernos como ahora, ¿no?; nunca han sido tan opresivos y tan digamos, omnipresentes incesantes. Uno no puede dar un paso sin el gobierno ahora. Sin embargo, en el siglo XIX, pudo creerse que no, que los gobiernos estaban gastándose, cansándose; y ahora nadie espera eso. —Nadie. Además, él decía que posiblemente la revolución la fueran a hacer los ricos. —Sí, sí, porque él pensaba que el capitalismo exponía a dos males: a los pobres, desde luego, la miseria; y a los ricos, el tedio. Y que de esos dos males, quizá fuera más fácil aguantar la miseria que aguantar el tedio. De modo que los ricos harían la revolución. Cosa que por el momento no parece probable, ¿no? Tenemos un mundo tan ávido ahora. Pero quizá sea injusto juzgar a los países por los gobiernos. Por ejemplo, yo creo que uno de los males de esta época es el nacionalismo; pero la gente, salvo que uno les pida una opinión, una persona más o menos está lista a leer un libro de cualquier país, de cualquier época; no está cerrándose continuamente. Pero los gobiernos sí. El oficio de ellos es insistir en los límites. Y la gente no, si un film tiene éxito en Nueva York, tiene éxito… y, sin duda, en Buenos Aires, sin duda en Londres y, si lo permiten, sin duda en Moscú también. Me parece que siempre los gobiernos, comparados con su país, corresponden a épocas perimidas, o atrasadas. El ejemplo clásico sería, digamos, yo creo que lo que se llamó el nazismo, es una invención de Fichte y de Carlyle. Pero eso no tuvo ninguna revolución en aquella época, y en esta época sí; hemos tenido a Hitler y a Mussolini, que son, de algún modo, bueno, caricaturas de los héroes que ansiaba Carlyle. Cuando pensamos en la historia política, lo que está sucediendo ahora es algo que corresponde, sin duda, a sueños que ya casi nadie sueña; salvo los políticos (ríen ambos). —Yo creo que el recuerdo de Shaw lo ha inspirado, Borges, ¿eh? El otro aspecto, que me parece lindísimo en Shaw, es aquello que él decía en cuanto a que sus frases eran frases que él había escuchado en las calles, por ejemplo, que había escuchado decir por otros. —Sí, es una forma de modestia de él. Pero muchas veces uno oye frases memorables en la calle. Bueno, hemos hablado de eso también ya; el hecho de que la inteligencia, la belleza y la felicidad no son infrecuentes: están acechándonos continuamente. De lo que se trata es de ser sensible a ellas. 112 LA CRÍTICA DE CINE Osvaldo Ferrari: He tenido oportunidad de conocer en un volumen publicado por Sur, Borges, sus notas sobre las películas que se estrenaron en Buenos Aires, entre 1931 y 1944. Jorge Luis Borges: Bueno, yo escribí mucho más, pero el compilador, que no sé quién es, no interrogó dos revistas; una dirigida por Carlos Vega y otra por Sigfrido Radaelli. Y ahí yo publiqué muchas notas, y en Sur sólo ocasionales. Pero no sé por qué, se reimprimieron las de Sur y las otras quedaron relegadas al olvido; que sin duda merecen. —Pero ahí se prueba que usted tenía un conocimiento muy completo del cine de aquel momento. —Y, yo iba por lo menos un par de veces por semana. Y yo recuerdo, cuando empezó el cine sonoro, que todos pensamos que era una lástima, porque inmediatamente los films fueron remplazados por óperas, y personas, bueno, felizmente olvidadas, como Jeannette MacDonald y Maurice Chevallier, ocuparon el lugar de los grandes actores anteriores. Todos pensábamos: pero qué lástima, el cine, que ha llegado a una suerte de perfección con Joseph von Sternberg, con Stroheim, con King Vidor; y todo eso se perdió con la ópera. Sí, fue una lástima realmente. —Ahora, usted tenía el hábito de comentar más de una película en una sola nota. Por ejemplo, en una misma nota usted comenta El asesino Karamazov, un film alemán, junto con Luces de la ciudad, de Chaplin, y con Marruecos, de Von Sternberg. —Ah, yo no sabía eso, pero pudo haber ocurrido. Claro, yo tenía que llenar cierto espacio, además, yo escribía esas notas al día siguiente de haber visto el film —cuando uno ha visto un film, uno tiene ganas de conversar sobre él. —De comentarlo, claro. —Sí, y yo sin duda aproveché eso para escribir sobre los films, después de haberlos comentado con amigos o con amigas. No recuerdo lo que habré dicho entonces, posiblemente ahora no estaría de acuerdo con lo que dije. Por ejemplo, yo escribí un comentario del todo indigno de un excelente film, que se llamaba Citizen Kane (El ciudadano) de Orson Welles. Y escribí ese comentario adverso no sé por qué, un capricho; como yo gozaba de plena libertad, porque en Sur había eso, uno podía escribir lo que quisiera… bueno, claro, Victoria Ocampo dirigía la revista pero no la vigilaba, digamos. Y José Bianco, o antes que él Carlos Reyles, nos dejaban en plena libertad. —En otra nota, usted comenta La calle, de King Vidor, y hace acotaciones sobre películas rusas, como Octubre, de Eisenstein…, Iván el Terrible… —Sí, de Octubre me acuerdo; de Iván el Terrible, hubo dos versiones. Es claro, seguían los vaivenes de la política, al principio se hablaba mal de los zares… claro, la Revolución; pero después, a medida que esa Revolución fue fuerte, bueno, se confundió con el poder y con el pasado de Rusia; era simplemente el Gobierno, entonces, hubo dos películas sobre Iván el Terrible, una desfavorable y otra favorable. Curiosamente las dos fueron dirigidas por Eisenstein, quien se prestó a esos vaivenes del gobierno y que hizo buenas películas, pero del todo distintas. —Junto con ésas, Borges, El acorazado Potemkin. —Sí, pero yo comenté que era una película muy inverosímil, ¿no? —Sí. —Claro, porque recuerdo que, bueno, la tripulación se subleva, arrojan a los oficiales al mar, y eso está tratado como un episodio cómico, ya que los oficiales son debidamente ridículos: uno tiene un monóculo, otro tiene lentes, en fin, se ha buscado eso; y luego, se bombardea la ciudad de Odesa, y la única mortandad es la de un pilar con una estatua; no matan a nadie porque naturalmente se trata de un acorazado, bueno, revolucionario, y no puede mostrárselo matando a nadie ¿no?, y sin embargo, ésa fue celebrada como una película realista, lo que evidentemente es falso. Además, ese defecto de los films rusos, en que los matices están prohibidos; por ejemplo: hay buenos y malos, y todo el bien está de un lado, todo el mal está del otro. Está hecho para gente bastante primitiva ¿no?, pero, al mismo tiempo, estaban muy interesados en las fotografías, en que visualmente fuera lindo el film. Ahora, caracteres no había, desde luego, de ninguna especie; era muy simple todo. —Usted precisamente se refiere con gran solvencia, digamos, al trabajo de los actores y a la fotografía. —Bueno, porque lo importante era eso. Lo demás era muy primitivo. Claro que eso puede haber ocurrido en los westerns también: el bien de un lado y el mal del otro, ¿no?, pero, con todo, en los films americanos hay siempre cierta generosidad. En cambio, ahí no. Por ejemplo, los films sobre la guerra: todo el bien está de un lado, y todo el mal está del otro; no hay ninguna generosidad, ninguna imparcialidad tampoco. —Encontré comentarios elogiosos, aunque parezca increíble, que usted hizo de dos películas argentinas (ríe). —Una, de Luis Saslavsky, ¿no? —Efectivamente, La fuga, de Luis Saslavsky. —Creo que ponderé en ella la ausencia de color local, porque había una escena en la estancia, bueno, nos decían que era una estancia; pero se habían ahorrado cualquier escena campera. Sobre todo escenas espectaculares, como la doma. No había nada de eso. —La otra es Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici. —… Bueno, claro, yo creo que eso estuvo dirigido por Ulises Petit de Murat, ¿no? —Creo que él intervino… —O él tuvo algo que ver, sí, bueno, éramos amigos, y posiblemente la amistad… (ríe). —(Ríe). Bueno, sin embargo, de este último film usted dice que es superior a cuantos ha engendrado y aplaudido nuestra resignada República. —Ah, ¿digo eso?, claro, yo jugaba a los adjetivos entonces. Es que «resignada» es un buen epíteto para esta República, ¿eh?, claro, porque si yo hubiera dicho «sumisa»… no, pero es mejor «resignada». Algo típicamente argentino el hecho de resignarse y… a cualquier gobierno, sobre todo ¿no?, sí, el culto del poder, pero esa resignación se llama «viveza criolla». Desde luego, al ejercicio de esa resignación, decimos no: que fulano es vivo, porque a él le conviene obrar de tal modo; pero realmente eso puede ser cobardía. En la mayoría de los casos lo es. Ahora, yo no sé si tenía derecho a decir esas cosas, ya que yo casi no había visto films argentinos, y en aquel tiempo nadie quería ver films nacionales. Y me dijeron que en Francia, durante mucho tiempo la gente no quería ver films franceses; se los veía por un sentimiento del deber, pero se entendía que eran más entretenidos los americanos. —En el cine uno quiere ver otros mundos, distintos a aquel en que vive, seguramente. —Eso puede ser, sí. —A la vez, quien reunió estas notas, y escribe sobre usted y el cine en este volumen de Sur se llama Edgardo Cozarinsky. —¡Ah!, Cozarinsky, sí. Yo le dije por qué no había tomado en cuenta lo que yo había publicado, lo que publicaba periódicamente en la revista de Radaelli y en la de Carlos Vega, y él me dijo que no conocía esas revistas. —Él sostiene, en una introducción al libro, que se llama «Magias parciales del relato »… —Bueno, claro, eso está tomado de «Magias parciales de El Quijote», ese artículo mío sobre las pequeñas magias que hay en el mundo aparentemente realista de don Quijote. Sin embargo, uno nota, bueno, que hay breves magias. —Cozarinsky sostiene, en esa introducción, que la condición real de sus ensayos es la de ejercicios narrativos. —¡Ah!, puede ser, salvo que no me daba cuenta. Es verdad, yo escribí Historia universal de la infamia, en que iba acercándome cautelosa y temerosamente a lo narrativo, al relato, sí. Posiblemente ahí también yo estuviera tratando de contar y no atreviéndome, ya que yo… ¡a mí me gustaban tanto los cuentos!, especialmente los de Kipling, los de Stevenson, los de Chesterton. Y pensaba que yo era indigno de abordar ese género —durante muchos años— y entonces lo hice de modo indirecto. —A través del ensayo. —Sí, por ejemplo, en Historia universal de la infamia yo simulaba que lo que decía era histórico, pero realmente estaba falseando y modificando, deformando continuamente… ¡Ah!, pero ¿se dio cuenta de eso Cozarinsky? —Sí, y agrega… —¿Qué se ha hecho Cozarinsky? —No sé, pero dice que las categorías de lo narrativo, en usted, no discriminan entre ficción y no ficción. —Claro, porque yo estaba usando la no ficción para la ficción. —Claro, él acierta. —Sí, pero sin darme cuenta del todo. Es decir, él ha sido más perspicaz que yo. —Bueno, él pone como ejemplo «La muralla y los libros». —Bueno, «La muralla y los libros» es un ensayo… no, pero yo creo que todo es más o menos verídico, aunque quién sabe. —Se hacen muchas conjeturas… —Bueno, pero esas conjeturas vienen a ser trampas, pero trampas lícitas yo creo. Qué raro, yo no conozco ese libro. —Se llama Borges y el cine. —¡Ah!, no sabía, pero si él hubiera conversado conmigo, yo le hubiera dicho que se olvidara de Sur, donde yo publiqué muy poco sobre cine, y que se refiriera a la revista Megáfono (horrendo título), de Sigfrido Radaelli, y a la otra revista, que era la de Carlos Vega, que era crítico musical, o musicólogo. A Carlos Vega yo lo llevé a la casa de Paredes, y Paredes tocó algunas milongas que él no conocía, que llevaban los nombres de… y, de payadores olvidados. Me pareció muy lindo el hecho de que sobrevivieran en una pieza de música. —Yo observo, Borges, que cuando usted habla de lo que haría si recuperara la vista, menciona inmediatamente a los libros, pero no al cine. —Es que después de todo, no creo que haya ningún film comparable a la Enciclopedia Británica, o a la enciclopedia Brokhaus, o la enciclopedia europea de Garzanti, ¿no?, no creo que haya historias comparables a la historia de la filosofía. —Sin embargo, usted parece haber experimentado un real interés por el cine. —Sí, me gustaba muchísimo, dos o tres veces por semana iba. Eso está vinculado al recuerdo de amigos míos; está vinculado al recuerdo de Manuel Peyrou, de Haydée Lange… —Y de Bioy Casares, por ejemplo. —Es cierto, creo que hemos ido varias veces con Silvina Ocampo. Me había olvidado de eso. Bueno, a mis padres les gustaba mucho el cine también. Recuerdo que una vez fuimos al cine con ellos y con Carlos Mastronardi, y que había pianistas en el cine —era el cine mudo, había pianistas que más o menos seguían la acción—. Pero, no había empezado la función, y tocaron «El entrerriano». Entonces, Mastronardi, que era entrerriano, lo miró a mi padre, entrerriano también, y le dijo: nos han reconocido, doctor. 113 NUEVO DIÁLOGO SOBRE GROUSSAC Osvaldo Ferrari: Cuando hablamos sobre Paul Groussac, anteriormente, Borges, yo le dije que tenía la impresión de que usted lo ve fundamentalmente como un estilista. Jorge Luis Borges: Sí, yo creo que lo más importante de Groussac, es el estilo. Pero uno podría decir lo mismo de Alfonso Reyes también. Quiere decir que más allá de lo que él dijo, usando como instrumento ese estilo, está ese estilo mismo; y crear un estilo no es poco. Además, él fue un maestro de todos… él tomó como modelo, la lengua francesa. Él pensó, creo que con toda razón, que el español, que el castellano, no había sido trabajado como el francés; o que había sido trabajado de un modo erróneo. De manera que él tomó, como punto de partida, el francés. Y pensó que si el castellano llegaba a la misma economía, a la misma elegancia, a la misma sobriedad, que el francés; habría adelantado mucho. Y es, de hecho, lo que ocurrió, más allá de que los escritores hayan leído o no a Groussac. Es indudable que uno de los máximos movimientos de la literatura española, fue el modernismo; y como observa, o como hace notar Max Henríquez Ureña, en su Breve historia del modernismo, ese movimiento, que luego inspira a grandes poetas en España, salió de este lado del Atlántico; ya que esos grandes nombres: digamos Rubén Darío, a quien Lugones llama su maestro, digamos Leopoldo Lugones, Jaimes Freyre; bueno, podemos nombrar a tantos otros… Todos ellos escribieron aquí, en América, y luego eso inspiró a grandes poetas en España. Y yo recuerdo haber conversado con uno de los máximos poetas españoles, con Juan Ramón Jiménez, y él me habló del asombro que sintió cuando leyó el libro Las montañas del oro, de Lugones, publicado en 1897. Y él le mostraba ese libro a sus amigos, y ellos estaban asombrados también. Y luego, Juan Ramón Jiménez llegó a ser… y, quizá un poeta superior a Lugones; pero eso no tiene nada que ver, porque Lugones fue uno de sus estímulos. Ahora, se dirá que el modernismo no es otra cosa que imitar a Verlaine y a Hugo; pero ya traer la música de un idioma a otro es dificilísimo, y la prosa castellana de Groussac, es excelente prosa francesa, escrita en un idioma que no había sido sometido a ese experimento antes. Ahora, si hubiera que elegir algún libro de Groussac, bueno, yo he elegido uno para una colección que voy a dirigir ahora; ese libro es Crítica literaria. Y ahí empieza con dos admirables conferencias sobre Cervantes —lo mejor de lo que yo he leído sobre Cervantes—. Y, además, en ese libro, y en todo el libro, se prescinde, por regla general, de la hipérbole, de la afirmación; más bien se discuten los libros. Uno de los peligros del castellano, es que el idioma castellano lleva fácilmente al brindis. En cambio, en el caso de Groussac, no: en él es un instrumento de precisión el castellano, y él lo trabajó mucho. El destino de Groussac es raro, porque Groussac hubiera querido ser un escritor famoso en Francia; y, sin embargo, su destino era otro: su destino era enseñar la sobriedad francesa… —En el Río de la Plata. —Y en toda América del Sur, ya que uno de sus discípulos fue Alfonso Reyes; uno de los máximos escritores de América. Claro, Groussac pudo escribir entonces «Ser famoso en América del Sur, no es dejar de ser un desconocido». Y eso era verdad cuando él lo dijo, ahora no, ahora un escritor sudamericano puede ser famoso; pero eso no ocurría entonces. De modo que Groussac se sintió defraudado, y no sabía que había cumplido otro destino, que era el destino de ser, digamos, un misionero de la cultura francesa aquí. Y es indudable que la cultura francesa ha ejercido una benéfica influencia sobre nosotros; y luego de haberla ejercido aquí, la ha ejercido en España también; porque aunque geográficamente, España está al lado de Francia; está mucho más lejos de Francia que nosotros, mucho más lejos que América del Sur. Sobre todo antes. Ahora, es una lástima que se haya dejado aquí el estudio de la cultura francesa. Porque, se dice que el francés ha sido remplazado por el inglés, pero eso es falso; el francés se estudiaba precisamente para poder disfrutar de la lengua francesa, y el inglés no se estudia para gozar de De Quincey, o de Shakespeare, o de quien fuera; se estudia con fines comerciales. Es del todo distinto. Groussac fue, además, un excelente historiador, yo querría recordar aquí su biografía de Liniers, que es un libro admirable; y luego, los ensayos reunidos en El viaje intelectual. El título no es demasiado feliz, pero el libro lo es, lo cual es más importante, y los ensayos sobre historia argentina, también. Todo eso es no solamente de fácil sino de gratísima lectura, y eso en una época en que el idioma español tendía… y, a ser escrito de un modo barroco; es decir, de un modo vanidoso. Y Groussac no escribía vanidosamente, escribía con precisión, y con ironía también. —¿Sería posiblemente esa idea de él, del francés como modelo, lo que le hizo negar la literatura norteamericana del siglo pasado, por ejemplo? —Y, si no, no se explica de otro modo. —Claro. —Porque, él tenía el culto de Shakespeare, quizá heredado de Hugo; pero, para él, Shakespeare era el escritor máximo. Yo recuerdo un excelente estudio de él, precisamente en ese libro Crítica literaria, sobre La tempestad de Shakespeare; y luego otro sobre Francis Bacon. Todo eso lo juzgó muy, muy bien, Groussac. Sus libros se leen con mucho agrado. Yo he observado, que por lo menos en este país, el gusto de la literatura española es un gusto adquirido: a todos nosotros nos cuesta algún trabajo la literatura española; en cambio, la literatura francesa, no; parece que llega fácilmente, y la italiana y la inglesa también. Pero, sobre todo, la francesa. En cambio, el español nos cuesta algún trabajo. Ahora, yo hablé sobre eso con Alfonso Reyes, y Reyes me dijo que la razón sería ésta: la razón sería que cuando uno lee un libro en francés, uno piensa que es un libro escrito en otro idioma, por personas de otro ambiente; y uno espera que haya diferencias. En el caso de un libro español; como el idioma es el mismo, uno nota, sobre todo, las diferencias, y esas diferencias chocan. Me dijo Reyes: lo que nos pasa con la literatura española, es que nos cuesta admitir lo diferente y lo igual. En cambio, si esperamos algo del todo diferente, y encontramos que no es tan diferente, sino que es muy cercano, y que es grato, además, entonces, bueno, agradecemos aquello. —En ese libro, en que usted selecciona parte de la obra de Groussac, usted eligió además de Crítica literaria; Del Plata al Niágara y también El viaje intelectual. —Sí, ésos serían los libros. —Que usted prefiere de él. —Sí, hubo también una polémica; pero, esa polémica la suprimió. Una polémica… sí, hubo una polémica con Menéndez y Pelayo sobre lo que se llama «El falso Quijote». Creo que aunque Groussac no tuviera razón en esa polémica; bueno, tenía razón en… él le atribuyó ese libro a un autor, y luego resulta que no es eso, pero lo más importante no es eso, es todo el estudio sobre el Quijote. Y sobre el hecho… Groussac fue uno de los primeros que señalaron; y luego eso lo señaló Lugones después, que lo menos importante del Quijote es el estilo. Que es lo que suele imitarse; y que lo importante es la invención del personaje: de ese personaje que es ridículo y que es querible, al mismo tiempo, Alonso Quijano. Y eso lo hizo notar Groussac, y eso, por ejemplo, bueno, en el caso de Unamuno; para él, don Quijote es un personaje éticamente ejemplar. —Cierto, ahora, como lo hemos recordado anteriormente, según usted dice, Groussac era humanista; historiador; hispanista; crítico; viajero, y además, civilizador. —Sí, y civilizador, desde luego. Y él tiene que haber ejercido una influencia sobre Lugones también. Aunque Lugones no quisiera reconocerlo después. Yo creo que la influencia de Groussac es una influencia benéfica, y que sigue ejerciéndose aún. Es decir, actualmente esa influencia es tan general, que no es necesario haber leído a Groussac. —Ah, claro. —Porque ha llegado a través de discípulos de él. —Está difundida. —Sí, que es lo que pasa con los libros realmente importantes; que de algún modo llegan a ser parte, bueno, de la conciencia general. De manera que no importa no haberlos leído. —Sí, y por último, tenemos que recordar que usted coincide con él en la Biblioteca Nacional. Bueno, «coincide» es una manera de decir, a lo largo del tiempo. —Sí, nuestros destinos, de algún modo se parecieron; yo escribí un poema sobre eso. Pero yo no sabía, cuando escribí ese poema, que no se trataba solamente de Groussac y de mí; sino que hubo otro director de la Biblioteca Nacional, también ciego. —José Mármol. —Sí, José Mármol. De modo que yo no sabía que hubiera esa triste y triple dinastía, ¿no?, de directores ciegos de la Biblioteca. Pero, a mí me convino, personalmente, porque yo no hubiera podido manejar a tres personajes en un poema. En cambio, con Groussac y conmigo pude hacerlo; pero si se hubiera tratado de una trinidad, hubiera sido imposible. Por razones literarias, hubiera sido bastante inexplicable esa trinidad. De modo que, felizmente para mí, yo ignoré lo de Mármol cuando escribí el poema. —Eso usted no lo sabía. —No, y según algunos es uno de mis mejores poemas el «Poema de los dones», y el tema es, bueno, que la ceguera puede también ser un don. —Sí… —Y que yo he pensado eso, y que, sin duda, Groussac lo habrá pensado también, y en ese mismo lugar. Es decir, que de algún modo, durante un instante, siquiera, yo he sido Groussac; y debo agradecer al destino aquello. —Es el «Nadie rebaje a lágrima o reproche». —Exactamente, sí. Es decir, durante unos instantes yo he sido Groussac; ya que he pensado lo mismo, y he sentido el mismo ambiente; y, sin duda, en aquel mismo escritorio que fue el escritorio suyo. Y haber sido Groussac, aunque sea durante un momento, es algo que uno debe agradecer; o que yo debo agradecer. —Y Groussac fue Borges también. —Bueno, yo no sé si hubiera sido grato para él. —Yo creo que sí. —No sé si él tuvo noticia de mí alguna vez. De mi abuelo sí, porque él lo menciona. En un texto dice: «Borges», y luego, en una nota dice: «Borges, coronel Francisco». De modo que, evidentemente, se refiere a mi abuelo. De manera que si yo lo hubiera conocido a Groussac, por lo menos, mi nombre le habría sonado, claro. Le hubiera dicho «Borges» y ésa no hubiera sido una palabra vacía; lo hubiera recordado a mi abuelo, que se hizo matar cuando la rendición de Mitre, en el combate de La Verde; el año 1874. —Como usted lo ha recordado en otra oportunidad. —Sí, y yo creo que actualmente me siento muy lejos de mi abuelo, y trato de sentirme —y no me cuesta nada— trato de sentirme cerca de Groussac, ya que Groussac, para mí, bueno, es una persona mucho más vivida y más detallada que mi abuelo. —Y no puede ser casualidad el haber coincidido en la Biblioteca, además. —Y, no sé, yo aspiraba a que me nombraran director de la Biblioteca de Lomas de Zamora, pero fracasé (ríe). Pero igualmente me tocó ser director de una biblioteca en el sur. En el barrio de Monserrat pero no en Lomas, ¿no? —Fracasó en la Biblioteca Antonio Mentruyt, pero no en la Biblioteca Nacional. —Ah, ¿se llama Antonio Mentruyt? —Sí, justamente. —Bueno, yo aspiraba a eso; y le confié esa esperanza a Victoria Ocampo, que me dijo que no fuera idiota. —(Ríe). Que eligiera la Biblioteca Nacional. —(Ríe). Sí, efectivamente. 114 LAS LETRAS EN PELIGRO Osvaldo Ferrari: He leído en un diario de Buenos Aires, una carta suya, Borges, cuyo título es «La cultura en peligro». Jorge Luis Borges: Sí, pero yo quería cambiar ese título, porque «La cultura en peligro» no suena bien. Yo había pensado poner «Las letras en peligro», para evitar la sinalefa, pero, quizá a la gente le interese más la cultura, siquiera nominalmente, que las letras; que son un tema, bueno, especial: las letras están incluidas en la cultura, y no viceversa. De modo que mantengámonos en ese título, un tanto cacofónico: «La cultura en peligro» —ya sé que la palabra cultura es una palabra antipática, pero es la única, ¿no?—; y es la palabra justa, más allá de sus connotaciones gratas o ingratas. —Si a usted le parece, yo leería su carta, para que pueda explicar de qué se trata. —Pero cómo no. —Dice lo siguiente: «Es raro que alguien quiera haber sido objeto de una broma; tal es, inverosímilmente, mi caso. Ha llegado a mis manos un manuscrito cuya materia es la reforma —llamémosla así— de los estudios de la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Soy doctor emérito de esa casa»… —Bueno, yo querría explicar un poco mis actividades: yo enseñé durante unos veinte años —elijamos las cifras redondas— no la literatura inglesa o la norteamericana, que son infinitas, pero sí el amor de esas literaturas; o, más concretamente, el amor de algunos escritores: basta con el hecho de que un estudiante se enamore de un autor y busque sus libros, para que yo me sienta justificado. No sé si le dije que hace un tiempo, me detuvo alguien en la calle San Martín, me detuvo un desconocido y me dijo: «Borges, quiero agradecerle algo». Y yo le dije: «¿Qué quiere agradecerme, señor?», y él me dijo: «Usted me ha hecho conocer a Robert Louis Stevenson». En tal caso, le dije yo, me siento justificado. Me sentí muy feliz, porque haber hecho que alguien conozca a Stevenson es haberle dado… es haber agregado una felicidad a su vida. De modo que yo he enseñado el amor, no de todas esas literaturas, ya que he fracasado con muchos libros de esas ilustres literaturas, pero sí el amor de algunos libros y de algunos autores, o, por qué no, de un autor. Ya con eso basta para mi tarea; lo demás, bueno, es propio de enciclopedias, de historias de la literatura: nombres, fechas, todo eso es secundario. —Usted agrega, entonces: «En esta ocasión, como en otras, no he sido consultado»… —Claro, voy a decirle por qué puse eso: nos nombraron a José Luis Romero y a mí, profesores eméritos. Entonces, yo le pregunté a Romero «qué significa eso de emérito». Y me dijo: «Realmente no sé, supongo que querrá decir consultivo». Pero, no he sido consultado nunca, de suerte que esa explicación de él no era acertada. Quizá se tratara de un mero sonido halagüeño, simplemente un halago verbal: me regalaron esa palabra esdrújula «emérito», ¿no? Y por qué no agradecer las esdrújulas, una de las virtudes del castellano que otros idiomas no tienen. Bueno, muy bien, soy un profesor emérito aunque no sé muy bien qué significa eso; yo pensé que quería decir retirado, pero parece que no, parece que además tiene una suerte de connotación halagüeña, ¿no?, porque «jubilado», «retirado», se parecen un poco a «arrumbado», pero «emérito» parece… —Más loable. —Sí, más loable, es menos melancólico, ¿no? A ver, sigamos. —Entonces, usted dice: «No he sido consultado, pero me creo con derecho a opinar», y transcribe el texto que le han dicho a usted que está en circulación. —Sí, ahora, me dijeron después que ese texto es un texto exacto, y que por extraordinario que parezca, este tema va a ser discutido en la misma Universidad. —El texto es el siguiente: «Todas las literaturas extranjeras podrán ser optativas»… —Bueno, optativas quiere decir que podrán dejarse de lado, ¿no?; la palabra «optativo» significa eso, sí. —«Y pueden sustituirse, por ejemplo, por Literatura media y popular»… —Bueno, ahí confieso mi ignorancia; sobre todo ¿qué es literatura media?; después digo que puede ser «mediocre», pero me han dicho que no, que se trata de best sellers; es decir, algo que no suele parecerse a la literatura. En todo caso, excluye todo lo que pueda haber de pedantesco en la palabra literatura, ya que las palabras «literatura media» la hacen más accesible, menos alarmante que «la literatura», que podría ser muy solemne. —Continúo leyendo: «pueden sustituirse por Medios de comunicación»… —Cuando yo leo eso, pienso inmediatamente en ómnibus, diligencias, tranvías, ferrocarriles. Me explicaron que no; que se trataba de periódicos, de revistas —que vienen a ser pequeñas antologías—, o de la radio, incluso de la radiotelefonía. Ahora, parece muy raro que la literatura sea remplazada por la radio, pero parece que todo es asombroso. —Luego dice: «pueden sustituirse por Folklore literario»… —Creo que opino sobre eso a continuación, pero ¿qué puede ser el folklore sino una serie de supersticiones?, y ¿por qué fomentarlas? Claro que eso se hace porque se piensa en el folklore regional, y, desde luego, todo lo regional y todo lo nacional, tiene un prestigio en esta curiosa época; parece que es muy importante tal región o tal otra. Para mí no lo es, yo trato de ser digno de esa antigua ambición de los estoicos: ser un ciudadano del mundo. Y no insisto particularmente en haber nacido en la Parroquia de San Nicolás, de la ciudad de Buenos Aires. —Sigue diciendo: «pueden sustituirse por Sociología de la literatura»… —Realmente yo no sé qué pueda ser la sociología de la literatura. Si fuera una ciencia, podría predecir las cosas, pero, curiosamente, esa sociología se aplica a la literatura que ya ha ocurrido o que se quiere que ocurra. Y esto me recuerda una broma de Heine, que dijo: «El historiador, el profeta retrospectivo»; y eso fue, quizá, mejorado, curiosamente, por Valera, por Juan Valera, que dijo que «la historia es el arte de profetizar el pasado». Lo cual es cierto. Además, no sé si esa sociología de la literatura nos dará los nombres, y por qué no las fechas y los títulos de los grandes libros del siglo XXI. Más bien nos dirá que lo que ha ocurrido era inevitable, pero yo no sé hasta qué punto el hecho estético es inevitable: yo creo que nadie pudo predecir que en el año 1855, un periodista de Brooklyn, Walt Whitman, publicaría Leaves of grass (Hojas de hierba), y que eso modificaría toda la literatura subsiguiente. O que años antes, Edgar Allan Poe, por virtud de esos cinco cuentos que escribió, que todos recordamos: «Los crímenes de la calle Morgue», «La carta robada», «El escarabajo de oro», y los otros; nadie pudo predecir, por sociólogo que fuera, que eso iba a crear un género literario: el género policial. Y que ese género iba a tener cultores tan ilustres, bueno, como Dickens, como Wilkie Collins, como Chesterton, como Eden Phillpotts, y como tantos otros; la lista sería casi interminable, Nicolas Blake… bueno, muchísimos en todas partes del mundo; yo mismo, con Bioy Casares, he ensayado ese género en los Seis problemas para don Isidro Parodi. Todo eso no hubiera ocurrido si Poe no hubiera escrito esos cinco cuentos, que vienen a ser ejemplares perfectos del género, y trataban de determinar las leyes que se fijarían después; es decir, el hecho de rehuir toda violencia, de hacer que un crimen fuera resuelto por la meditación y por la observación, y no como suele proceder la policía, por recibir denuncias. —Llegamos entonces, a las dos últimas posibilidades… —¿Cuáles son? —Pueden sustituirse por Sociolingüística, Psicolinguística. —Bueno, yo no puedo decir nada de esas cosas, ya que para mí son meros neologismos, y no sé si corresponden a disciplinas. En todo caso, serían disciplinas tan recientes que para muchos son hipotéticas. Por qué preferir al goce estético el estudio de esas disciplinas, cuyo mismo nombre es árido. —Su carta termina diciendo que, según es fama, los argentinos somos ingenuos… —Eso quiere decir que posiblemente mucha gente crea que esa lista es auténtica, y que alguien va a creer que ese peligro es serio; es decir, que se va a remplazar la literatura, el goce de la literatura, por disciplinas sobre la literatura. Pero eso no es imposible; yo he sido profesor durante unos veinte años; muchos estudiantes me pedían, entonces, bibliografía. Y yo les decía que no, que no les daría ninguna, ya que la bibliografía es posterior a la obra de un escritor; no creo que Shakespeare hubiera leído, bueno, las vastas bibliotecas que se han escrito sobre él. Es decir, lo primero es la obra, pero ahora se escribe tanto sobre la obra, sobre los libros, y se escribe sobre lo que se escribe; y se escribe sobre lo que se escribe sobre lo que se escribe… que, la gente, por lo general, no llega al texto nunca, porque hay ese estorbo de la bibliografía. Y eso, bueno, eso continuará; ya Samuel Butler dijo que, con el tiempo, los catálogos del museo británico no cabrían en el mundo (ríen ambos). Ni siquiera se refirió a los libros, ya que los catálogos serían demasiados. Es decir, estamos obstruidos por la erudición, que es uno de los peligros de nuestro tiempo, aunque haya tantos ignorantes; porque los eruditos suelen ser ignorantes, o sólo suelen conocer aquel punto que estudian. Lo general ya no; es demasiado vago eso para ellos. —En ese caso, se trataría de la erudición clausurando la creatividad. —Sí, quizá una de las ventajas para estudiar, por ejemplo, los orígenes de la literatura, es que se han perdido todos esos chismes: los nombres de los autores, las fechas; algo tan importante para los críticos actuales como los cambios de domicilio… yo he leído un libro sobre Poe, de Harvey Alien, creo, que casi no era otra cosa que los cambios de domicilio de Poe. Casi no había otra cosa, y, sin embargo, lo menos importante son los cambios de domicilio: todo el mundo cambia de domicilio; pero lo importante es lo que un escritor ha soñado, y el libro que nos ha dejado. Todo eso se sustituye por cambios de domicilio, o —en el caso de los psicoanalistas— se sustituye por chismes, indiscreciones sobre la vida sexual… además, se entiende que todo escritor debe odiar a su padre y querer a su madre, u odiar a su madre y querer a su padre. Todo eso está remplazando a la literatura, al goce estético, que es casi desconocido ahora. Bueno, yo no sé si realmente corremos el peligro de que he hablado, espero que no, espero haber sido engañado personalmente; espero una declaración de una persona cualquiera vinculada a la Universidad, diciendo que —yo uso después una frase que creo necesaria—, que ese estrafalario catálogo no existe, y no podrá tomarse en serio. Sería muy triste, además, que la Universidad —claro que suele exagerarse la importancia de las universidades— se dedicara a remplazar la literatura por la mera sociología. Pero, todo es de temerse en esta época. —Creo que el contenido de su carta, Borges, ha quedado completamente explicado. —Bueno, pero convendría, yo creo, que aparecieran otras cartas, de otros escritores, porque quizá este peligro no sea imaginario; quizá sea real. Y entonces convendría que los escritores protestaran. No quiero mencionar nombres propios; pero con que una persona vinculada a la Universidad lo desmintiera, bastaría. Pero, si hay otros escritores que quieran expresar su alarma ante este inverosímil, pero no imposible peligro, mejor. Además, Boileau dijo: «Lo cierto puede, a veces, no ser verosímil». Y, en este caso, puede tratarse de un hecho cierto, y tan inverosímil como yo he pensado, o como yo trato de pensar. —O al revés. —Sí, todo es posible. 115 W. B. YEATS (I) Osvaldo Ferrari: Sé que hace años, Borges, usted ha hablado sobre un poeta irlandés, al que admira, en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa; me refiero a William Butler Yeats. Jorge Luis Borges: Sí, desde luego, y, es un tema grato; Eliot creía que Yeats era el poeta máximo de este siglo. Él tenía esa opinión, y yo creo compartirla, aunque a mí, personalmente, me gusta más otro tipo de poesía; me gusta más el tipo de poesía de Frost, o el tipo de poesía de Browning. El tipo de poesía de Yeats es, como usted sabe, estaba por decir verbal, pero toda poesía es verbal; en el caso de Yeats, como en el caso de su compatriota, Joyce, se nota más que la emoción, el amor de las palabras; como una suerte de sensualidad de las palabras. Y el hecho de que los versos de él, nos impresionan, digamos, como objetos verbales; más allá de lo que quieran decir. Y tendríamos un ejemplo en este país; yo creo que el ejemplo más evidente sería Lugones, ¿no?; o, en la literatura castellana, bueno, Quevedo o Góngora, corresponden a esa sensualidad verbal; al amor de las palabras. Ahora, Yeats es un poeta mucho más apasionado que Quevedo, pero comparte con él esa sensualidad, esa emoción verbal. Por ejemplo: «That dolphins torned, that gong tormented sea». Si yo traduzco: «Ese mar desgarrado de delfines, ese mar atormentado de gongs», creo que no sobrevive absolutamente nada. Estamos ante un galimatías, tratando de imaginarnos qué quiere decir eso; pero cuando uno halla en inglés «That dolphins torned, that gong tormented sea», uno se siente herido, herido de belleza, inmediatamente, y la explicación es lo de menos. —Hay que guiarse por el sonido de las palabras. —Sí, pero quizá eso pueda aplicarse a toda poesía: es decir, lo importante vendrían a ser las cadencias, el sonido de las palabras; y el sentido puede no existir o puede ser dudoso. Eso es lo de menos, me parece. Ahora, yo he buscado un ejemplo extremo de Yeats, y no toda la poesía de Yeats corresponde a ese tipo de expresión; él ha escrito muchos poemas de admirable mención, de admirable argumento. Ahora, curiosamente, él empezó por el «Celtic twilight», lo que se llamó «La penumbra celta». Es decir, hacían versos voluntariamente vagos, y eran ante todo auditivos, y visuales también. Pero después, él dejó ese tipo de poesía, bueno, nostálgica, lánguida, y escribió una poesía muy directa; y reescribió sus primeros poemas. Y ahí, todo lo que podía haber así, de nostalgia, lo que podía ser sentimental —él llegó a abominar de lo sentimental— y a escribir una poesía muy directa. Y en los últimos versos de él, se evita lo que puede parecer demasiado deliberadamente literario. Por ejemplo, en una versión de un poema, él había puesto «That star laiden sky», «Ese cielo cargado de estrellas». Lo cual es falso para el hemisferio septentrional, y es verdadero para el meridional; ya que el nuestro, el cielo de este hemisferio, está más cargado de estrellas. Ahora, una frase como «Star laiden» (cargado de estrellas), uno la siente, inmediatamente, como algo del todo imposible en el lenguaje oral, algo que corresponde al lenguaje escrito, y eso él trató de dejarlo después; pero siguiendo siempre muy atento a la fuerza de cada palabra. —Se dice que en esos primeros tiempos, cuando él era muy joven, las influencias fundamentales eran Shelley, Spencer y la atmósfera prerrafaelista. —Sí, pero yo creo que los prerrafaelistas lo hicieron mejor que los del «Celtic twilight». Por ejemplo, Rossetti; hay una precisión en Rossetti… bueno, y en Morris hay otra cosa; pero creo que toda esa poesía tendría un maestro evidente, que sería Tennyson, me parece; aunque, quizá, quienes lo siguieron lo hicieron mejor que él. Creo que no es raro ese caso, el caso de discípulos que superan a su maestro. —Que mejoran a su maestro. —Sí, además, por qué no suponer que hay como divisiones del trabajo: hay un poeta que inventa una retórica, y hay otros que la usan, y pueden usarla mejor que él. Yo diría que, entre nosotros, el caso clásico sería el de Ezequiel Martínez Estrada; creo que Ezequiel Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones y sin Rubén Darío. Pero creo que si olvidamos esa consideración, que es meramente histórica, cronológica; y si tomáramos un poema, el mejor poema, digamos, de cada uno; el mejor sería el de Martínez Estrada, que fue posterior. —Sí, también asombroso como prosista. —¿Quién… Martínez Estrada? —Sí, no sé si usted lo comparte. —No, yo no, yo creo que la prosa de él es una prosa de periodista más bien. En cambio, la poesía de él no; la poesía de él me parece que es la poesía. Ahora, él estaba de acuerdo con usted y no conmigo; porque él dijo que su poesía no valía nada. —Lo curioso es que quien más se ocupa de elogiar la poesía de Martínez Estrada en el país, creo que es usted, Borges, porque todos hablan casi exclusivamente de la prosa. —Sin embargo, si publicaba libros llamados Radiografía de la pampa, no podemos esperar mucho de esa prosa, ¿no?, bueno, es verdad que también escribió un libro de versos, que se llamaba Títeres de pies ligeros, título que no augura nada bueno; que es más bien una amenaza. Sin embargo, ahí tiene espléndidos poemas: el poema a Walt Whitman; el poema a Emerson; el poema a Poe, que él llama «Tres astros de la Osa Mayor»; el título que él les da. Luego tiene unos poemas sobre poetas españoles también; la sección se llama Torres de España, y ahí, por ejemplo, a veces hay estrofas en las cuales él parece repetir estudiosamente los errores de Lugones. Nos hemos apartado de Yeats. —Sí, quería decirle que en el caso de Yeats, hay una constante en sus poemas, y es la preocupación por Irlanda. Usted recordará, por ejemplo, el último, concretamente, que se llama «Under Ben Bulben» («Bajo Ben Bulben»), es una especie de testamento poético a Irlanda. Y antes, aquel otro poema «A visión» («Una visión»), también. —Sí, y luego tiene otros temas, que son personales de él. Por ejemplo, aquella torre, que él tenía, con una escalera de caracol; hay un poema muy raro de él, en el cual él aparece en la torre, está alumbrada la cámara superior de la torre, y luego, hay dos personajes, que son personajes de los poemas de él, que se encuentran al pie de la torre; conversan, y uno de ellos dice que ha encontrado lo que Yeats ha buscado, y no encontrará nunca. Y luego, hablan de él, y miran, y ven que se ha apagado la luz en la torre; y en ese momento el poema concluye, y ellos se van, porque, claro, ellos en ese momento están siendo creados por el poeta que está escribiendo a la luz de esa lámpara, que se apaga después. Es muy raro ese argumento, ¿no? —Ciertamente. —Sí, muy curioso. Yo no recuerdo cómo se llama el poema, pero, hay tantos versos de Yeats, que están en mi memoria. Y luego, el contraste, bueno, entre él, un hombre viejo… y luego, parece que él llevó una juventud muy casta. Pero después, siendo viejo, él siente la nostalgia de esa juventud turbulenta… —Que no tuvo. —No, que no tuvo, pero él la siente. 116 W. B. YEATS (II) Osvaldo Ferrari: Muchas veces, Borges, cuando hablamos del espíritu o de la musa, usted recuerda un concepto de Yeats, que es el de «La gran memoria». Jorge Luis Borges: Sí, se supone que Yeats inventó ese concepto para justificar su vida, bueno, su mocedad casta y su falta de experiencias directas, digamos, del amor físico. Entonces, Yeats inventó que las experiencias inmediatas, las experiencias personales, son innecesarias, ya que todo individuo hereda «La gran memoria», y esa memoria sería la memoria de la especie; o más concretamente, la memoria que se heredaría de todo lo que han vivido los padres, los abuelos, los tatarabuelos; y así, en progresión geométrica, casi infinitamente. Y él llamó a eso «La gran memoria»; una suerte de vasto depósito de memorias que todo individuo hereda al nacer. Pero, después, ya en años de madurez y de vejez, a él le gustaba pensar en su memoria personal, que era un pasado ficticio, que es lo que todos hacemos con el pasado; lo que imaginamos no corresponde exactamente a lo que vivimos. —O lo que hacen los poetas. —Sí, lo que hacen los poetas. Y entonces, Yeats creó una memoria, digamos, de amantes ignorantes de todo; salvo de su amor y de sus experiencias inmediatas. Y dijo: la sabiduría es la decrepitud corporal, la decrepitud física; cuando éramos jóvenes, nos amábamos y éramos ignorantes. Pero eso corresponde a una falsa memoria de él, y es uno de los temas de su poesía. —Eso se parece a la frase de Wilde, en cuanto a que experiencia es el nombre que le damos a nuestros errores, al conocimiento de nuestros errores. —Sí, alguna vinculación tiene. Ahora, yo creo que Yeats sobreestimó considerablemente el valor de «La balada de la cárcel de Reading», de Wilde. A mí me parece una balada muy imperfecta, y llena de rasgos falsos; por ejemplo, cuando Oscar Wilde compara las nubes, las compara con naves que tienen velas de plata. Y eso parece del todo ajeno a lo que pueda pensar un preso, parece del todo falso; y luego, todo el tema de «La balada de la cárcel de Reading» me parece falso; esa conciencia de la muerte como una presencia que circunda a los condenados, yo no creo que… en todo caso, no parece verosímil. Y el lenguaje tampoco; el lenguaje es un lenguaje a veces culto, y a veces deliberadamente popular, y la mezcla no es feliz. Pero yo diría que la gran obra de Wilde es su poesía, bueno, que podríamos llamar decorativa, y no la balada, que parece que se queda a medio camino entre el realismo de las baladas de Kipling, y lo fantástico de otras baladas; por ejemplo, la famosa balada del «Ancient mariner» (Viejo marinero) de Coleridge, que es puramente fantástica. —Ahora, en cuanto a Yeats, hay un aspecto que explicaría quizá, dentro de su poesía, cosas que si no supiéramos que le interesaba, por ejemplo, particularmente la teosofía, no podríamos descubrir. Por ejemplo, usted recordará aquel poema «Una visión», que está inspirado probablemente en la filosofía oculta y en el misticismo que él cultivaba. —No, yo no recuerdo ese poema. —Pero sí recordará que frecuentó el círculo de Madame Blavatsky. —Sí, perteneció a esa sociedad que se llamaba «The golden dawn», el alba de oro. Que sólo es conocida aquí por un verso de Rubén Darío: «Pero es mía el alba de oro»; y uno pone que «el alba de oro» quiere decir la juventud, la adolescencia. Pero, bueno, sin duda lo usó en ese sentido, pero tomó la frase «The golden dawn», el alba de oro, del círculo de Madame Blavatsky, ¿no?; autora de ese libro, Isis, uno de los libros que leía y releía Ricardo Güiraldes. —Sí, hay un libro que se titula también Isis, de Villiers de l’Isle Adam. —Ah, bueno, creo que hay una mención de Isis en El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Creo que el texto está tomado de Plutarco. Y él habla de una imagen de Isis, que dice: «Soy todo lo que es, todo lo que fue, todo lo que será, y ningún mortal ha levantado mi velo». —Ah, es lindísimo. —Bueno, y eso Schopenhauer lo vincula con una frase, mucho más linda, que está en Jacques le fataliste (Jacques el fatalista) de Diderot: llegan Jacques y su amo, que vivían en un inmenso castillo, y en el frontispicio del castillo está escrito algo así como «Ustedes estaban aquí antes de llegar, y cuando hayan salido, se quedarán aquí». Y es la misma idea pero está mejor dicha. Y Schopenhauer hace notar lo extraordinario de que en ese cuento o novela, Jacques le fatalista, se encuentre esa frase. Posiblemente inventada por Diderot, o quizá leída en un texto antiguo, ya que en aquella época se permitían las citas sin comillas ¿no? Al contrario, estaban hechas para ser reconocidas por el lector, no para engañar al lector. El que ha escrito una defensa posiblemente de las citas, y, por qué no, de los plagios también, es Alfonso Reyes; y de las alusiones, y dice que son un guiño al lector. —Una señal de entendimiento. —Sí, es decir, se cita una frase no para engañar, no para imitar a un autor antiguo, sino para que el lector comparta ese recuerdo con el escritor. —Claro, ahora, quizá esa inclinación teosófica de Yeats explique por qué en muchos de sus poemas encontramos mitos, encontramos leyendas celtas, par ejemplo. —Bueno, sí, curiosamente; de igual modo, por ejemplo, por citar el caso más famoso, que es el caso de La divina comedia, encontramos lo que podemos llamar «mitología cristiana»; la encontramos junto con la mitología griega. Por ejemplo, en el infierno está el minotauro, hay centauros; evidentemente eso no pertenece a la «mitología cristiana», a la que pertenecen, no sé, los santos, o, en fin, o las vírgenes, o lo que fuera; de igual modo Yeats combina la mitología celta con la mitología griega. Y quizá, en su mejor soneto; uno de los mejores sonetos de la lengua inglesa —es decir, uno de los mejores sonetos del mundo— el soneto sobre «Leda y el cisne». Es un tema que ha sido tratado muchas veces, pero en el poema de Yeats se trata de otro modo ya desde el primer verso, porque siempre los pintores y los poetas se han figurado a Leda sentada al borde del mar, o de un lago, y el cisne que navega hacia ella tranquilamente. En cambio, en el caso de Yeats, no; el pájaro, que uno se lo imagina enorme, el gran cisne, que también es Zeus; cae desde el cielo y la tumba. —A Leda. —A Leda, sí; ahora, hay un momento en que él dice «The feathered glory», la alada gloria, ¿no?; la tumba a ella, y hay un momento en que son uno los dos; cuando el pájaro, que es también Zeus, la posee. Y entonces, él imagina, que en ese momento, ella es, de algún modo, Zeus; es decir, ella conoce el pasado, el presente, el porvenir. Y en ese momento, ya que Leda es la madre de Helena, en ese momento dice «arde Troya». En ese momento, antes que el indiferente pico la suelte, porque el pico es a la vez un pájaro y es a la vez el dios, ella ve todo: ve la muralla de Troya ardiente y ve también a Agamenón muerto. Y él se pregunta si, al mismo tiempo que ella sintió el poder del dios, la pasión del dios, ella poseyó, acaso, la sabiduría del dios, antes que el indiferente pico la dejara caer. Ahora, ese soneto es uno de los últimos de Yeats, y parece que se lo dictó a su secretaria; que estaba debidamente escandalizada ante el tema. Y curiosamente, hay un poema anterior, de Dante Gabriel Rossetti, cuyo esquema es el mismo, porque él va refiriendo la historia de Helena; pero en ese antiguo presente, que ahora es el pasado, él ve el porvenir, que ahora es un pasado también. Entonces, mientras él está narrando la historia de Helena, él ya prevé el hecho… bueno, el tema del poema es el hecho de que París se enamore de ella; y en ese momento, en que París se enamora de ella, ya Troya está condenada, Troya está ardiendo, y él dice «La alta Troya está en llamas». Es decir, se mezclan ambas cosas. —El mito anticipa la realidad. —Sí, el mito anticipa la realidad, y, sin duda, Yeats conoció ese poema, lo imitó y lo superó en su poema sobre «Leda y el cisne», ya que están los mismos símbolos también: Helena y Troya. Todo eso ha estado a un tiempo. Esos dos tiempos tan lejanos del tiempo: un presente y un porvenir, aún remoto, están dados simultáneamente. —Bueno, aquí podríamos recordar la afición y la dedicación de Yeats al teatro, porque, de alguna manera las escenas son teatrales, a la vez. —Sí, son teatrales, aunque en ese caso es un soneto. —Sí, me refiero a las escenas. —Sí, pero eso podía haber sido un tema para el teatro también; y quizá aun más eficazmente, si es que se puede ser más eficaz, que esos sonetos de Yeats. —No creo. —De lo cual dudo. Es decir, que, para Yeats, ambas mitologías eran igualmente vivas: la mitología celta, que él había estudiosamente aprendido; y la mitología griega, la cual es heredada, naturalmente, por todos los poetas ahora, ¿no?; a diferencia de otras mitologías, que requieren un estudio especial: la escandinava, por ejemplo, o mejor dicho, la islandesa, que estudió Wagner en Alemania; procedía de la última Thule, de la lejana Islandia. —Ahora, Yeats se interesó, además, en el teatro japonés. —Sí, porque él vio en ese teatro, un teatro, digamos, voluntaria y casi ostentosamente artificial. Un teatro que en ningún momento trata de parecerse a lo que llamamos realidad, a la cotidianeidad. Él vio ese teatro… bueno, yo lo he visto —visto es una metáfora en mi caso—; pero yo he asistido a representaciones de teatro japonés, y al principio eran casi insoportables; por la lentitud, por la música del todo forastera a mí. —Eso en Japón. —En Japón, sí, y luego, se había decidido que yo pasara una hora viendo ese teatro, pero, sin querer, estuvimos la mañana, toda la tarde; y hasta entrada la noche estuvimos viéndolo. Y yo al final… yo no podía explicar intelectualmente lo que veía, pero aquello iba ganándome. Y la lentitud, la curiosa lentitud de los actores. Por ejemplo, se entiende que un actor tiene, bueno, que tener el brazo cerca del mentón, y luego tiene que hacerlo bajar lentamente, y eso puede durar diez minutos. Y, además, se expresan con mucha lentitud, con unas voces que nos parecen, a veces, terribles, a nosotros. Y todo eso lo sigue el público, porque la sala está iluminada, las personas tienen las partituras y la letra, y la van siguiendo. La pieza de teatro, que todo el mundo sabe de memoria, y la van siguiendo, van observando cómo la interpreta el actor; y hay actores famosos. —Del todo distinto, y novedoso. —Sí, es distinto y novedoso, y, sin embargo, la gente lo sabe de memoria. —Digo, novedoso en relación con el teatro occidental. —Ah, sí. Hablando de eso, asistí días pasados a una representación de Macbeth, de Orson Welles; y observé cómo Orson Welles omite deliberadamente los versos más famosos, porque sabe que ya están en la memoria del lector, que el lector los anticipa, y que no es necesario que él los diga. —Claro. No puedo omitir un dato, que se produce hacia 1923, cuando quizá esa distinción era más seria de lo que lo es ahora: le dan el Premio Nobel a Yeats. Usted recordará. —No, el año veintitrés yo lo asocio a un hecho mucho menos importante, a un hecho ínfimo: a la publicación de mi primer libro. —Fervor de Buenos Aires. —Posiblemente, en el año veintitrés yo no tuviera mayor noticia de Yeats, es lo más posible. La noticia me habrá llegado después. —Es posible, claro. —Claro, las cosas ocurren gradual y lentamente y anacrónicamente, como los hechos. 117 EL PENSADOR LITERARIO Osvaldo Ferrari: Me ha parecido equivocada la idea de los que creen que usted no es un pensador, por tener menos que ver con la filosofía que con la literatura. Jorge Luis Borges: Bueno, la filosofía, digamos, como conjunto de dudas, de vacilaciones. Un profesor argentino, de cuyo nombre no quiero acordarme, hacía estudiar a los alumnos una especie de catecismo, y tenían que contestar exactamente palabra por palabra. Es decir, tenían que aprenderlo de memoria, no tenían que entenderlo o pensar en variaciones. Y la primera pregunta era ésta: «¿Qué es la filosofía?»; y había que contestar exactamente así: «Un conocimiento claro y preciso». No preciso y claro. Ahora, eso es evidentemente falso: si yo le digo a usted que la continuación de la calle Perú se llama Florida, y la continuación de Bolívar se llama San Martín, se trata de un conocimiento claro y preciso, de escaso o nulo valor filosófico. Qué raro que alguien que redacta un texto no se dé cuenta de eso, ¿no? Bueno, lo habrá hecho con mucho apuro; y que después exigiera que repitieran eso. Si le decían «Un conocimiento preciso y claro»; no señor, no preciso y claro; claro y preciso, usted no ha estudiado, ¿no? (ríen ambos). Era un profesor de filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y empezaba cometiendo un error lógico tan obvio, tan escandaloso como ése. ¿Cómo va a ser la filosofía un conocimiento claro y preciso?; es el conocimiento de una serie de dudas y de explicaciones contradictorias. —Empezaba de manera antifilosófica. —Pero, desde luego, sí; cómo la historia de la filosofía va a ser un conocimiento claro y preciso. No, uno aprende que ha habido, bueno, no sé, cinco, o cinco mil pensadores, que han considerado el universo o la vida de un modo completamente distinto. Bueno, desde el momento en que hay escuelas filosóficas, y en que hay un nombre por el que se han distinguido no se trata de un conocimiento claro y preciso. Se trata de una serie de dudas. Y recuerdo que De Quincey dijo que haber descubierto un problema, no es menos importante que haber descubierto una solución. Lo cual está bien. —Está muy bien. Pero usted ha establecido lo que yo llamaría un pensamiento literario, que aproxima a la verdad o a la realidad de una manera distinta; su visión del destino, particularmente de la predestinación que subyace en la vida de cada uno, contraponiéndolo al azar, por ejemplo. —Sí, pero esa creencia en la predestinación, no significa que haya alguien que la conozca; significa más bien que hay como un mecanismo, bueno, como un mecanismo despiadado. Es decir, que si cada instante está determinado por el instante anterior, hay un mecanismo, ¿no?; pero eso no quiere decir que haya alguien que lo sepa o que lo prevea. Significa que hay algo que está operando más allá de nosotros, o quizá nosotros seamos esa operación. Claro que es una conjetura también, ya que no puede probarse. —Pero justamente, se conjetura, a diferencia del profesor de filosofía que usted conoció. —Sí, es cierto, sí. —Ahora, usted suele referirse también a lo ordenado o a lo cósmico como contrapuesto al caos. —Bueno, desde luego, ya que cosmos es orden y caos sería lo contrario. De paso, no sé si hemos hablado de la palabra cosmética, cuyo origen está en cosmos, y quiere decir el pequeño orden, el pequeño cosmos que una persona impone a su cara. La raíz es la misma, de modo que yo, por ejemplo, que no uso cosméticos, sería más bien caótico, ¿no? (ríen ambos). Bueno, y quizá mi cara sea caótica (ríe). Ahora, también se dice que la conciencia, desde adentro, va moldeando la cara. —Ah, qué bien está eso. —Sí, y recuerdo una frase que le atribuyen a Lincoln; bueno, él necesitaba un secretario, y le trajeron, no sé por qué, una serie de fotografías, y él miró una de ellas y dijo: no. Y alguien le replicó: bueno, pero este señor no es responsable de su cara. Y Lincoln le dijo: cumplidos los treinta años, cada hombre es responsable de su cara; que vendría a ser la misma idea. Y cuando se dice «la cara es espejo del alma» viene a ser exactamente lo mismo, ¿no?, salvo que se lo está diciendo de un modo menos impresionante. «Cada hombre es responsable de su cara». —Lo decían los griegos y lo decía Leonardo da Vinci. —La cara, sí. —Ahora, usted suele referirse a que en nuestra época parece haberse perdido un posible sentido ordenado a algo superior o cósmico, pareciera que nuestro modo de vida es el vivir de cualquier manera. —Y el resultado está a la vista, además, creo que no hay ninguna duda. Ahora que nos acercamos al fin de este siglo, tengo la impresión de que este siglo es pobre comparado con el siglo XIX. Y quizás el XIX fue pobre comparado con el XVIII. Sin embargo, ya sé que esa división en siglos es arbitraria, y sé, además, que un siglo quizá deba ser juzgado por el siglo siguiente, que ha sido introducido por el anterior, ¿no? De modo que un fuerte argumento contra el siglo XIX, es que ha producido el siglo XX; un fuerte argumento contra el XVIII es que produjo el XIX. Aunque esa división en siglos es del todo arbitraria, pero parece que el pensamiento necesita esas convenciones. —Esa división del tiempo. —Sí, parece que es necesario dividir, aunque sepamos que las generalizaciones son falsas; lo cual es una generalización, a su vez, desde luego. —Usted decía, hace poco, que una de las cosas cuya pérdida es lamentable, es la del sentido cristiano del bien y del mal en nuestra época. —Bueno, no sólo cristiano, ya que el sentido del bien y del mal es anterior al cristianismo, la ética… —Está en Platón, por ejemplo. —Sí, bueno, y la palabra «ética» creo que fue profesada por Aristóteles, que no tenía por qué tener, bueno, un conocimiento profético del cristianismo. Yo creo que es un instinto que cada uno tiene, pero que cuando obramos, sabemos si obramos bien o mal; más allá de las consecuencias, que pueden ser benéficas o pueden ser perjudiciales o satánicas. —Sin embargo, ¿cómo podría fundamentarse una ética que no tenga que ver con el bien y el mal? ¿Podría haber una ética sólo con sentido jurídico, por ejemplo? —No, además, si hemos leído a Billy Budd sabemos que no, ya que ese admirable relato de Melville trata del conflicto entre la justicia y la ley. La ley es una tentativa, bueno, de codificar la justicia; pero muchas veces falla, como es natural. —Usted parece tener por la ética una apreciación superior, en el sentido de que creo que para usted podría ser más importante poseer una ética que poseer una religión. —Y, poseer una religión es poseer una ética; bueno, una ética ayudada o perjudicada por una mitología. Y en esos casos, yo prefiero prescindir de la mitología. —(Ríe). Sí… —Bueno, en el Japón yo creo que hay esa idea, ya que, por ejemplo, el emperador, y casi todo el mundo, todas las personas son shintoístas y budistas. Y, sin embargo, son dos creencias muy, muy distintas: el budismo es una filosofía y el shintoísmo es la creencia en una suerte de panteísmo; ya que si hay, bueno, ocho millones de dioses, que van de un lado para otro, podemos sospechar que Omnia sunt plena Jovis, todas las cosas están llenas de Júpiter, o llenas de la divinidad, como escribió Virgilio. Creo que hubo una discusión entre jesuitas y pastores protestantes, que podían ser evangelistas o metodistas, o lo que fuera, sobre el número de conversos que habían logrado. Y luego se hizo una estadística y se descubrió que esos conversos eran los mismos. Es decir, que las personas eran budistas, shintoístas, católicas, protestantes, mormones, tal vez, en fin: se entendía que todas las religiones son facetas de una misma verdad, de manera que las religiones vendrían a ser diversas facetas de la ética. Claro que la ética es distinta en cada caso, o no es del todo igual. —Éste si me parece un pensamiento muy propiamente suyo, Borges: la extensión de la ética a lo religioso o lo religioso como integrante de la ética. Usted decía una vez que lo importante en un diálogo es el espíritu de indagación. —Sí, por eso la idea de, bueno, caramba, que se encuentra desgraciadamente en Platón también: la idea de que alguien gane en una discusión, es un error, porque, qué importa; si se llega a descubrir una verdad, poco importa que salga de «a», de «b», de «c», de «d» o de «e». Lo importante es llegar a esa verdad o es indagar esa posible verdad. Pero, en general, se ve a la conversación como una polémica, ¿no?; es decir, se entiende que una persona pierde y otra gana, lo cual es un modo de estorbar la verdad o de hacerla imposible. Esa mera vanidad personal de tener razón; por qué querer tener razón. Lo importante es llegar a la razón, y si alguien puede ayudarnos mejor. —Ahora, esta preocupación por la verdad, parece ser más una preocupación de filósofos que de artistas. Los artistas parecen preocuparse más por encontrar la realidad, o lo que Platón llamaba «La real realidad». —Sí, pero no sé si hay esencialmente una diferencia. —Claro. —Yo creo que un escritor debe ser ético, en el sentido de que si narra un sueño, si narra una fábula, si narra un cuento fantástico o un cuento de ficción científica, debe creer en ese sueño. Es decir, sabe que históricamente no es real, pero tiene que ser algo que su imaginación acepta; y el lector, además, se da cuenta de si su imaginación lo acepta o no, ya que un lector descubre inmediatamente las insinceridades en una obra: creo que alguien, al leer algo, se da cuenta de si el autor lo ha imaginado, o si simplemente se está jugando con palabras; creo que eso se siente inmediatamente si uno es un buen lector. Yo estoy seguro de no ser un buen escritor, pero creo ser un buen lector (ríe), lo cual es más importante, ya que, bueno, uno dedica poca parte de su tiempo a la escritura y mucha a la lectura. Aun en el caso mío, en que no puedo hacerlo directamente. Bueno, ninguna de las dos cosas; tengo que hacerlo a través de otros ojos y de otras voces. —Bueno, yo disiento con usted en cuanto a la primera parte, yo creo que usted es equivalente en las dos operaciones. —Hablando de la lectura, me acordé, como siempre vuelvo a hacerlo, de El Quijote. Bueno, a juzgar por lo que cuenta Cervantes, lo único que le pasó a Alonso Quijano fueron sus libros. Claro que hay un vago amor por Aldonza Lorenzo, hay la eventual amistad con Sancho; una amistad muy discutidora, y no siempre fácil, y parece que don Quijote no tiene infancia, lo conocemos a los cincuenta años, y lo primero que sabemos es que fue un lector. —Cierto. —Y parece que los libros fueron lo más importante que le sucedió en toda su vida, ya que la decisión que toma Alonso Quijano de convertirse en don Quijote; bueno, sale de Amadís de Gaula, de Palmerín de Inglaterra, de las novelas de caballería que había leído. —La fe y la falta de fe, Borges, podrían ser, quizá, dos caminos personales; dos formas de aproximarse a la verdad. —… Sí, y yo creo tener fe esencialmente. Es decir, tengo fe en la ética, y tengo fe en la imaginación también; aun en mi imaginación. Pero, tengo sobre todo fe en la imaginación de los otros, en los que me han enseñado a imaginar. Ahora, Blake creía que la salvación era triple: el primer ejemplo sería el de Jesús, que cree que la salvación es ética. Es decir, que un hombre se salva por sus obras. Después, tendríamos a Swedenborg, que agrega la idea de la salvación intelectual: él se imagina el paraíso como un lugar donde los ángeles conversan infinitamente sobre teología. Y después llega Blake, discípulo rebelde de Swedenborg, del sueco, y dice que la salvación tiene que ser estética también; y dice explícitamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» («El tonto no entrará en el cielo, por santo que sea»). Él creía que la salvación era estética también. Ahora, como él pensaba en Jesús, él creía que Jesús había enseñado también la salvación estética por medio de sus parábolas; que ya el hecho de que Jesús no se exprese por razones sino por parábolas, esas parábolas son obras de arte. De modo que él decía que Cristo había enseñado también la salvación intelectual, y la salvación estética. Él pensaba que el hombre que se salva del todo, es el que se salva éticamente, intelectualmente y estéticamente. Es decir, que todo hombre tiene que ser un artista. 118 EL TIEMPO Osvaldo Ferrari: Usted muchas veces se ha ocupado, Borges, de la idea del tiempo, o de la concepción del tiempo que han tenido distintos pensadores. Jorge Luis Borges: Sí. —Y en una de nuestras conversaciones, llegó a expresar que el tiempo es más real que nosotros, o que nuestra sustancia es el tiempo; que estamos hechos de tiempo. —Estoy convencido de ello, lo cual es una forma del idealismo, ya que para los materialistas lo esencial es el espacio; lo esencial son, digamos, los átomos. Y, en cambio, para un idealista no: lo esencial es ese soñarse que llamamos el tiempo, es el proceso cósmico; y no el hecho de que entre nuestras muchas experiencias estén el espacio y el tiempo. —Ya veo. —Sí, de modo que cuando yo digo que nuestra sustancia es el tiempo, quiero decir que soy idealista, que creo que lo importante es esa sucesión de antes, mientras, después; que eso es lo esencial. Ahora, podríamos pensar que ese soñarse es impersonal. Es decir, de igual modo que se dice «llueve», y no hay un sujeto de la lluvia; simplemente está lloviendo, está cayendo agua, podríamos pensar en un soñarse sin soñador. —Ah, claro. —Es decir, en un verbo sin un sujeto activo. Pero, eso le cuesta mucho a la gente, les parece imposible que eso ocurra; y, sin embargo, podría ser. Bueno, hay una frase de Shaw, que yo he repetido muchas veces, que es «God is in the making», Dios está en el hacerse, Dios está haciéndose; y ese hacerse del tiempo sería lo que se llama el proceso cósmico, o, de un modo más modesto, la historia universal. Todo el proceso cósmico, sin excluir nuestra conversación de esta tarde, y el hecho de que haya personas que estén soñando, viviendo otras cosas; bueno, eso sería ese «hacerse» de Dios. Ahora, una consecuencia importante de esa frase de Shaw, sería que Dios, según esa frase, no sería un ser que ya ha existido o que está existiendo; si Dios está haciéndose, Dios está, en todo caso, para nosotros, en el porvenir, y no en el pasado. Es decir, todo el proceso cósmico va hacia Dios. —Es la idea de Rilke, claro. —Que vamos hacia Dios. Bueno, Escoto Erígena y otros anteriormente, pensaron que en el principio está Dios, que luego Dios se ramifica, digámoslo así, en todas sus criaturas: minerales, vegetales, animales; humanas también. Pero que luego, una vez concluida la historia universal, todos esos seres vuelven a ser Dios. Y hay un poema lindísimo de Victor Hugo, que se llama, y ya el título es un poema, «Ce que dit la bouche d’ombre», «Lo que dice la boca de sombra»; y viene a ser una especie de resumen de la historia universal. Y, al final, él supone a todas las criaturas que vuelven a Dios. Y esto estaría de acuerdo con la idea de que el demonio también vuelve a Dios; el mal vuelve a ser parte del proceso cósmico. Ahora, Hugo lo ve a su manera, a su manera visual, Hugo ve los monstruos, los leviatanes, los dragones, el ángel sombrío, el ángel negro, Satanás; y todos ellos vuelven a la divinidad. Curiosamente, quizá sin mayor noticia de la teología, hay un drama, que se llama Pentateuco metabiológico, Vuelta de Matusalén, de Bernard Shaw, que viene a ser una historia universal, ya que empieza en el jardín del Paraíso con Adán y Eva; y en el último acto, todas las cosas vuelven a la divinidad. Es decir, Shaw, sin querer, habría vuelto a soñar el sueño de aquel otro irlandés, del siglo IX, Escoto Erígena, que había traducido del griego a Dionisio el Areopagita, y cuyo sistema vendría a ser exactamente el de Shaw: toda la creación, todas las criaturas parten de Dios; y al cabo de un largo e intrincado proceso cósmico, vuelven a la divinidad. Qué raro, esos dos irlandeses; yo no sé si Shaw conocía a Escoto Erígena, tal vez no, pero el sistema es el mismo. El sistema de Back to Matusalén, Vuelta de Matusalén, de Shaw, es el sistema del tratado de Escoto Erígena. —Qué curioso. —Sí, dos irlandeses, y los dos con la misma visión del mundo: un mundo cuyo manantial es Dios, y cuyo mar, parafraseando a Jorge Manrique, es Dios también. Es decir, se empieza por la divinidad; tenemos este proceso actual tan complicado, de tantas discordias, de tantas guerras; y luego volvemos a unirnos en la divinidad. Y aparece Lilith, en el drama de Shaw; y ella dice que puede ver eso, pero que más allá no puede ver. De manera que la historia universal, que sería el tema del drama de Shaw, en el que no faltan, por supuesto, pasajes jocosos y satíricos, es el regreso de las cosas a Dios; apocatástasis, creo que se dice en griego, pero mi griego es falible. De modo que vendría a ser eso, y entonces, claro, nuestra sustancia sería el tiempo o sería Dios. —Es curioso que antes, en sus ensayos sobre refutaciones del tiempo… —Bueno, ese ensayo era un juego lógico… —Bueno, un gran juego… —Y una prueba de ello está en el título, que es irónico, ya que se llama «Nueva refutación del tiempo». Ahora, si no existe el tiempo, la refutación no puede ser nueva y no puede ser antigua tampoco. De modo que ya el título indica que se trata de una broma: nueva, lo cual ya implica el tiempo, y luego: refutación del tiempo; es decir, la palabra tiempo no admite, no tolera la palabra «nueva», ni la palabra «antigua» tampoco; ya que si no hay tiempo, nada es nuevo y nada es reciente, o nada es pasado, presente o futuro; o conjetural tampoco. —Sin embargo, responde a un estudio muy serio hecho por usted en aquella época. —Yo no sé si era muy serio, yo creo que era un juego lógico, simplemente. Pero yo lo tomé en serio; en todo caso, lo hice imprimir… Mandie Molina Vedia dibujó un reloj de arena para la tapa, no se puso nunca en venta. Pero luego fue incluido… —En Otras inquisiciones. —Sí, fue incluido en Otras inquisiciones. —Ahora, en la introducción, usted se adhiere a la actitud de Juan Crisóstomo Lafinur, respecto de lo que llama «purificar la filosofía de sombras teológicas». —Yo no recordaba esa frase. Y bueno, es un motivo más para acercarme a mi tío bisabuelo, el doctor Juan Crisóstomo Lafinur. Yo pienso que entre mis muchos mayores, yo no hubiera podido conversar con ninguno de ellos. Por ejemplo, qué difícil hubiera sido el diálogo con el coronel Isidoro Suárez, o con el general Miguel Estanislao Soler; yo creo que tan imposible como el diálogo con otros militares, ¿no? En cambio, Juan Crisóstomo Lafinur fue poeta, escribió aquella… una hermosa elegía a la muerte de Belgrano, que contiene por lo menos unos versos felices; y fue, como dijo Gutiérrez, el poeta clásico del movimiento romántico, ya que fue anterior a Echeverría. Y sus versos son románticos y son clásicos a un tiempo. Es raro encontrar versos eufónicos como los de él, escritos en este país, en 1820. Parece rarísimo, ya que los poetas carecían del todo de oído, a juzgar por otro antepasado mío, Luis de Tejeda, que escribió un libro cuyo título es hermoso; parece un poco terrible: El peregrino en Babilonia. Pero desgraciadamente no se limitó al título, sino que escribió el poema, cacofónico y disparatado. Pero, nos hemos alejado del tiempo, que es más importante que Juan Crisóstomo Lafinur. —Yo decía que, a diferencia de Juan Crisóstomo Lafinur, usted, en los últimos tiempos, no deja de incluir la visión religiosa o mística en su pensamiento, como antes lo vimos en Shaw y en otros. —Es que realmente uno precisa una religión. Lo difícil son los dogmas; por eso, yo creo que yo podría ser, aunque con muchas dificultades, budista; ya que el budismo no exige mitología. El budismo exige la creencia en la ética, quizá en la transmigración, pero ciertamente en la ética, y no nos impone ninguna mitología. Tanto es así, que yo tuve una discusión con un pintor japonés, Kazuya Sakai, porque yo —sabía que él era budista— y hablé, bueno, del hecho de que el Buda naciera en el Nepal, creo que unos quinientos años antes de la era cristiana; y él se enojó mucho conmigo porque él negaba la historicidad del Buda. Es decir, lo importante es la doctrina y no el hecho de que el Buda hubiera existido o no. En cambio, el cristianismo nos impone una mitología muy difícil: digo, suponer que Dios haya condescendido a ser hombre, suponer que el sacrificio de Dios en la cruz nos haya salvado a todos; que un hombre pueda salvarse por un sacrificio ajeno. Todo eso es muy, muy difícil. —¿Demasiado antropológico? —Sí, demasiado difícil. En cambio, el budismo, bueno, puede aceptar muchos dioses; en el Japón usted puede ser shintoísta. Es decir, usted puede creer en ocho millones de dioses, y además, en la doctrina del Buda, pero lo importante es creer en la doctrina del Buda; usted puede prescindir de los dioses. El catolicismo exige tanta mitología: sobre todo la de un dios personal; y peor aún, un dios que es tres. Eso ya va más allá de mi credulidad, que es muy grande. Si Dios es el Padre y el Hijo, quiere decir que durante treinta y tres años tomó unas vacaciones en la tierra, ¿no?, porque seguía siendo Dios en el cielo, y al mismo tiempo era un hombre en la tierra, y conocía los goces y los dolores de la condición humana. Y además, el dolor físico de la cruz. Todo esto parece de concepción imposible; en todo caso, para mí. —Claro, pero, en cualquier caso usted sabe que hay una diferencia muy grande entre lo que propone la teología y lo que propone la fe. —Ah, yo creo que sí. —Hay quienes piensan que la teología tiene que ver con la declinación de la fe, porque se trata del momento en que la fe necesita explicarse a sí misma. —Bueno, una cosa que se ha dicho, se ha observado muchas veces, es que en la India no hay pruebas de las transmigraciones del alma; porque la gente cree espontáneamente en las transmigraciones. —Eso es la fe. —En cambio, hay, creo que son cuatro o cinco las pruebas de la existencia de Dios. Lo cual prueba que los teólogos no están muy seguros, ¿no?, ya que si se prueba algo es porque se necesita la prueba. Si yo digo: tres y cuatro son siete; si usted no lo entiende, no ha pasado nada. Pero si usted lo entiende, no necesita buscar ejemplos; usted no necesita hacer la prueba, bueno, con piezas de ajedrez, con naipes, con animales, con personas, con libros, con casas; no, no es necesario. Sería muy raro que le dijeran: se han descubierto unas piedras en la luna, y tres y cuatro no son siete. Bueno, yo he escrito un cuento sobre eso, sobre el hecho de que hay unas piedras que se suman, se restan, se multiplican, se dividen; y que no dan una cifra fija. Pero, esos son objetos mágicos imaginados para ese cuento, nada más. Ese cuento se titula «Tigres azules». —Ah, sí; pero, en todo caso, me parece importante diferenciar teología y fe. —Sí, porque la teología vendría a ser como un razonamiento de la fe. —Casi algo ajeno a la fe. —Sí, ajeno a la fe, ya que se supone que la fe es anterior. —Claro. —Ahora, san Anselmo, que inventó la prueba ontológica, creía personalmente. Pero él le rezó a Dios, le dijo: «Hay gente que no cree en tu existencia, y yo querría tener una prueba para convencerlos; por ende, para salvar sus almas». —No para convencerse él. —No, entonces, Dios le dio la prueba ontológica; que es la más falible de todas yo creo. —En aquellas refutaciones suyas del tiempo, uno de los aspectos más arduos era el de la conclusión acerca de si el mundo es real o no. Y usted deducía, entre otras cosas, que si el mundo es real, usted es Borges. —Ah, es cierto, sí; bueno, una conclusión melancólica, desde luego (ríe). —(Ríe). No, no creo. —Sí, yo preferiría ser cualquier otro, pero si fuera cualquier otro, preferiría no ser ese cualquier otro, ¿no?; todo el mundo es, desgraciadamente, un yo, o cree ser un yo; lo cual es lo mismo. Ahora, qué es el yo, eso no lo sabemos. Yo leí ese catecismo budista: «Las preguntas del rey Milinda». Milinda es una deformación hindú de Menandro. Eso dio Milinda. Y el primer artículo, es decir, lo primero que le dice el sacerdote al rey, es que el yo no existe; es el primer artículo de fe para los budistas: que el yo no existe. Bueno, eso lo sostuvieron después Hume, Schopenhauer; Macedonio Fernández entre nosotros, la negación del yo. Y yo he llegado a creer que no existe el yo, lo cual es una contradicción, ¿no? —Claro. —Ya que soy yo el que ha llegado a esa convicción, y no el vecino. —Inevitablemente Borges va a terminar siendo Borges. —Parece que sí, siento mucho… (ríen ambos). Pero, si hay transmigraciones del alma, entonces será otro, pero no sabré que he sido Borges en la existencia anterior, y estaré tranquilo. Podré, bueno, dejar de leer mi obra, que es lo que hago ahora, por lo demás. —Esta conclusión a la que usted ha llegado, en esta conversación sobre el tiempo… —El tiempo es un tema infinito. Bueno, es tan infinito como el tiempo, ¿no? —Naturalmente. —Ya que no podemos imaginar ni el principio ni el fin. Si tomamos un primer instante, entonces, ¿qué lo antecedió? —Y tampoco podemos concebir, como usted ha dicho, la eternidad. —Bueno, san Agustín encontró una solución: «No en el tiempo, sino con el tiempo, Dios creó la tierra». Es decir, el primer instante de la creación coincide con el primer instante del tiempo. Ahora, no sé si eso es mucho más que una artimaña verbal. Quizá no, pero, en todo caso, a él lo satisfizo mientras lo escribió, ¿no? Es decir, cuando Dios crea el mundo, crea el tiempo: el primer instante de la creación es el primer instante del tiempo. Pero no sé si se resuelve algo con eso. No sé si uno invenciblemente no piensa en un instante anterior al primer instante. Y eso requeriría otro instante, y ése, otro; y así infinitamente. —Infinitamente. Recuerdo que en otra oportunidad en que hablamos sobre el tiempo, usted llegó a la conclusión de que el arte y la literatura deberían tratar de librarse del tiempo. —Ah, sí; bueno, sería un modo, sería un eufemismo para decir que tendrían que tratar de ser eternos. Es decir, lo contrario de la «Sociología de la literatura» con lo cual se nos amenaza ahora, ¿no? Exactamente lo contrario. Además que la literatura es más importante que la sociología, ya que un arte es más importante que una ciencia. Y sobre todo que una ciencia falible, y quizá inventada anteayer. —Claro, es además lo que recomienda Rilke al poeta o al escritor: escribir como si fuera eterno. Y creo que, de alguna manera… creo ver en usted esa actitud, a veces. —Es que quizá seamos eternos. Todo es posible. Hay algo en nosotros que está más allá de las vicisitudes de nuestras historias. Y eso uno lo siente cuando a uno le ha ocurrido algo terrible; a mí me ha pasado, por ejemplo, bueno, una mujer me ha dejado, y yo me he sentido normalmente desesperado. Y luego he pensado: qué puede importarme lo que le sucedió a un escritor sudamericano, llamado Jorge Luis Borges, durante el siglo XX. Es decir, hay algo en mí, hay algo en mí eterno, que es ajeno a mis circunstancias, a mi nombre, y a mis aventuras o desventuras. Creo que eso lo hemos sentido todos, ¿no?, y creo que es un sentimiento verdadero: el de una raíz secreta que uno lleva, y que está más allá de los hechos sucesivos del vivir. —En ese caso sí habría una posibilidad de eternidad, aunque no seamos conscientes de ella. —No, y esa posibilidad no sería futura, estaría siempre en nosotros. Es decir, ser, sería ser eterno. —La eternidad sería contemporánea. —Sería contemporánea, sí, y además abarcaría el pasado y el porvenir.